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La Locura

De Un Sueño

Krim Lahsinat
© Krim Lahsinat
© La Locura de un Sueño
ISBN papel: La Locura de un Sueño
ISBN digital: 978-84-686-3081-6

Impreso en México
Editado por Bubok Publishing S.L.

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PREFACIO

En algún momento de su vida, cada individuo se


enfrenta a una sensación de vacío interior, que busca llenar
por cualquier medio. Sin duda alguna, fue esta necesidad que
me incitó a realizar un sueño de infancia, aun, si éste fuera
una locura.
Fue en las vísperas de mis 17 años, durante una noche
con unos amigos, que mi sueño fue tomando forma. En esa
época, yo vivía solo en ese gran departamento, donde alguna
vez con mis hermanos y hermanas vivimos junto a nuestros
padres, en el pequeño pueblo de Saint Chély d'Apcher, en
Francia.
Cuando mis hermanos habían crecido lo suficiente, se
dispersaron por todo el país en búsqueda de trabajo,
perseguidos por el fantasma del desempleo. Éramos una
familia humilde con un padre jubilado y una madre ama de
casa. Ambos se habían ido a vivir sus últimos años a Argelia,
después de haber pasado más de cuarenta años en Francia.
Yo era el más joven, y ahora, me encontraba solo en esta
inmensa habitación.
Después del silencio, las risas de mis amigos
retumbaron en mi sala, mi casa se había convertido en el
cuartel general. La noche de la que hablo era diferente a las
otras, porque en esta reunión, abordábamos el tema de
nuestro porvenir. Cada uno compartía una visión de su
futuro, tratando de ser lo más serios posible. Uno se veía
como un comerciante, otro militar... cuando llegó mi turno,
contesté con entusiasmo: "Me iré a explorar el mundo".

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Tenía este sueño audaz desde mi infancia, a sabiendas
que me sería imposible viajar sin dinero. ¿Utopía o locura?
¡No importaba! Era de esta manera que me proyectaba en el
futuro.
Unos meses más tarde, en junio de 1986, obtuve mi
diploma de una carrera técnica. A pesar de esa alegría,
muchas preguntas se perfilaban en mi mente: ¿Qué debo
hacer ahora? ¿Seguir los estudios? Esta perspectiva no me
atraía mucho, aunque era bueno para las matemáticas y los
idiomas.
Fui muy buen estudiante en secundaria, pero mi
promedio bajó drásticamente cuando entré en la escuela
media superior como interno. En aquel entonces, lo que más
me había afectado era la muerte de mi mejor amigo, Vincent.
Una noche, mientras cenábamos en el comedor, Vincent se
desplomó delante de mis ojos.
Amigos de muchos años, éramos inseparables, ya sea
en el aula, en el dormitorio o en el comedor. Cuando murió,
fue un choque terrible. Estaba afligido y no podía soportar la
inmensa soledad que se apoderaba de mí. Cualquiera que
fuese el lugar en donde me encontraba, siempre había un
asiento vacío a mi lado, el suyo. Me parecía injusto que un
muchacho deportista como él, que no bebía ni fumaba,
pudiera morir de un aneurisma arterial. De pensar que en esa
época, siendo adolescente, yo ya había fumado y tomado
algunas veces, e incluso había probado droga.
Al final del primer año, salí de esta escuela que me
había dejado malos recuerdos, y había vuelto a la casa de mis
padres. Mi madre insistía en que yo continuara los estudios, y
me repetía: "Hijo mío, sin diplomas, no hay futuro". Mis

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hermanos habían abandonado los caminos del conocimiento
para andar en los de la delincuencia.
Todavía recuerdo aquel día de mis 15 años, cuando la
policía vino a nuestra vivienda para llevarse a dos de mis
hermanos a la cárcel. Mientras observábamos por la ventana
la camioneta de la policía alejarse, mi madre, inconsolable,
lloraba amargamente. ¿Cuál madre podría soportar que sus
hijos le fueran quitados, y de una manera tan humillante?
Ese día, me prometí no hacerla sufrir y, para sellar esta
promesa, decidí acabar mis estudios con éxito.
Después de graduarme no quería seguir estudiando, ni
quedarme más tiempo en esa casa. Había pasado buenos
momentos con mi familia y amigos, me había divertido y
disfrutado de la hermosa naturaleza, de los veranos soleados
e inviernos nevados; pero ahora, me sentía insatisfecho, así
que abandoné mi querida y pequeña ciudad natal.

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Decidido, dejé los campos y dirigí mis pasos hacia la


gran ciudad de Clermont-Ferrand, encontrando refugio en
casa de Marie, una de mis hermanas. El cambio fue drástico
desde los primeros días. ¡Adiós naturaleza, tranquilidad y aire
puro! A mi llegada, me recibieron el ruido y la
contaminación.
Después de tres meses de trabajar por aquí y por allá,
pude alquilar un pequeño cuarto. Pero muy pronto fue difícil
encontrar más trabajo. La escasez, el desempleo y el
aburrimiento entre amigos formaron rápidamente parte del
vivir diario. Como la mayoría de los jóvenes, me hundía en
una vida rutinaria carente de ambición.
Gracias a algunos ahorros, en el verano de 1987 decidí
despejarme y hacer una visita sorpresa a mi madre, a quien
no había visto desde hacía mucho tiempo. No era la primera
vez que viajaba a Argelia. Cuando era niño solíamos ir de
vacaciones, y en este entonces, dada mi corta edad, lo único
que buscaba era divertirme.
No obstante, un acontecimiento doloroso de este
periodo está grabado en mi memoria. Fue el día de mi
circuncisión. En el hospital, estaba acostado sobre una mesa,
los brazos y piernas agarrados, estaba inmóvil como un
animal presto al sacrificio. Al ver los bisturís, el miedo se
extendió por todo mi ser. Entonces, sin ningún tipo de
anestesia, se procedió a mi circuncisión. El dolor fue intenso,
insoportable.
Mis gritos atravesaban las paredes y se expandían por
toda la ciudad. Estaba inconsolable por el dolor que me
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traspasaba. Nunca había gritado y llorado tanto en mi vida.
¡El sufrimiento había llegado a su clímax! A un metro de mí,
mis ojos se fijaban sobre un par de tijeras, para alcanzarlas y
poner fin a mi vida. ¡Era atroz!
El lado bueno de esto fue que durante mi
recuperación, mucha gente me visitaba y me daba dinero;
eso también era parte de la tradición. En un día me convertí
en el niño más rico de toda la ciudad y me complacía en
palpar estos billetes entre mis dedos. El tintineo de las
monedas resultaba una dulce música a mis oídos. Pero la
sonrisa desapareció cuando unos días más tarde, tuvieron
que desprender la venda que cubría la herida. Otra vez, la
experiencia fue de las más dolorosas.
Años después, mi percepción sobre Argelia había
cambiado, de hecho, la vida en este país no me fascinaba.
Hacía mucho calor y, sobre todo, la ciudad tenía una falta
total de diversión. Los muchachos no podían juntarse con
las muchachas, era prácticamente prohibido, y eso me
molestaba porque en Francia siempre tenía amigos de ambos
sexos. De modo que enfrenté a un verdadero choque
cultural.
Cuando platicaba de Francia con mis primos, sus
opiniones eran divididas. Algunos soñaban con alcanzar El
Dorado francés; su América se encontraba al otro lado del
mar Mediterráneo. Mientras que para otros, Francia, su
libertad, sus diversiones y su mentalidad, eran la cumbre del
libertinaje.
En este país del norte de África, la religión musulmana
se aplicaba muy estrictamente. Mi padre era un practicante
ferviente, aunque nunca nos impuso su religión en casa.

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Durante mi estancia, puse una atención especial en
pasar tiempo de calidad con mi madre. Ella me preparaba
con amor los platillos cuyo secreto sólo ella poseía. ¡Cuánto
extrañaba sus recetas! ¡Qué nostalgia! No me perdía ninguna
migaja de las delicias que deleitaban mi paladar, ni de su
presencia tan afectuosa y cariñosa. ¿No es el amor de una
madre el mejor regalo que una persona pueda recibir?
Los días eran bastante aburridos, debido a la ola de
calor, pasábamos gran parte de nuestro tiempo con mis
primos en la alberca. Un día visitamos el Douar, un lugar
aislado, donde habían nacido mis padres. Despoblado desde
muchos años atrás, el sitio sólo tenía unas cuantas casas en
ruinas dispersas en medio de una llanura árida. Estaban
hechas de ladrillos de barro. No había nada, estaba seco,
pero me quedé impresionado y excitado ante este paisaje de
desolación porque, aunque había nacido en Francia, me daba
cuenta que este lugar resultaba ser el lugar de mis orígenes.
Mis primos me llevaron también a un lugar llamado La
Puerta del Sahara, en donde comienza el gran desierto de
Argelia. Un sol ardiente que quemaba, arena y solo arena
hasta el horizonte, así era el paisaje. ¡Un panorama
espectacular! ¡Aunque la temperatura era de 50 grados
centígrados!
Después de tres meses pasados en Argelia, abracé
cariñosamente a mi madre y, con mucha tristeza, volví a
Clermont-Ferrand. Allá, habiendo regresando a mi rutina
juvenil, conocí a Felipe, un muchacho simple y agradable,
tenía un carro en el cual paseábamos muy seguido.
Un día, quisimos acompañar a dos muchachas a sus
casas, pero por desgracia, no teníamos dinero y el tanque de
gasolina estaba vacío. Así que decidimos llenarlo y huir sin

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pagar. Estaba lejos de ser un bandido, pero no era tampoco
un angelito. La miseria, el desempleo, el espíritu rebelde de la
juventud y la presión social me conducían lentamente hacia
la deriva, como una reacción a un malestar crónico de la
vida.
A pesar de esto, no era violento, más bien era tímido y
a veces con sentido del humor. Socializaba fácilmente con la
gente porque inspiraba confianza y reprobaba tanto la falta
de honradez como la falta de lealtad, especialmente hacia los
amigos. De vez en cuando, hacía cosas que lamentaba
después, como ese día en la gasolinera.
Después de llenar el tanque, Felipe avanzó lentamente
hacia la caja y, súbitamente, aceleró. Con un chirrido de
llantas, el coche arrancó a toda velocidad. Apenas tuve
tiempo para mirar atrás y observar que la cajera estaba ya en
el teléfono. Cinco minutos más tarde, mientras estábamos
todavía bajo tensión, un retén de policía apareció delante de
nosotros. Estaba muy sorprendido por la rapidez con la que
habían intervenido.
Un oficial nos hizo señas de detenernos, pero Felipe
subió sobre la acera y se escapó. Le pregunté si estaba loco,
pero no me hacía caso. Las muchachas detrás estaban muy
asustadas. Un agente en moto nos persiguió, llegó a la altura
de Felipe y le ordenó que se detuviera. Pero éste, como si el
diablo lo estuviera cazando y más terco que nunca, continuó
su huida desenfrenada. Entonces, el policía sacó una pistola
y la apuntó hacia él. Le grité con todas mis fuerzas que se
detuviera y, finalmente lo hizo. En el carro, el pánico estaba
en su apogeo. Nunca me imaginé llegar a estos extremos.
Los policías nos esposaron y nos llevaron. Después de
los interrogatorios me enteré de que Felipe había robado ese

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carro, y me preguntaba cuántas cosas más me habría
escondido. Los agentes no me creían cuando les explicaba
que no tenía conocimiento del robo. Más tarde, cuando
Felipe confesó, me retuvieron solamente un día y después
me liberaron. Nunca más supe de ese muchacho.
Cansado de la misma rutina y del malestar cotidiano,
no podía quedarme más en esta ciudad, era como si me
estuviera asfixiando y me sentía como un animal enjaulado.
Tenía que salir, tenía que escaparme, necesitaba viajar,
explorar nuevos horizontes. Así que decidí irme hacia el sur,
sinónimo de sol, calor y alegría, mientras que el norte me
sonaba a frío, lluvia y tristeza.
Compré un boleto para Perpiñán, una ciudad a unos
50 kilómetros de la frontera con España. Una vez allí,
encontré refugio en un albergue, El Arco Iris. Esa misma
noche, supe que había empleo en la vendimia, así que pude
trabajar por algunos días.
Una tarde, llegó al albergue un muchacho vestido con
un sombrero y botas, parecía todo un vaquero. Me comentó
que regresaba de la isla de Creta y que había trabajado en los
naranjales. Agregó que allá los habitantes eran muy amables,
y el lugar asombroso. Entre más me hablaba de la isla, más
ganas tenía de partir. Además, me explicó que era fácil
encontrar trabajo e incluso me daría unas direcciones de
personas que podrían ayudarme. Entonces, hubo como un
clic en mi cabeza, al fin tenía la oportunidad de viajar y de
explorar nuevos lugares.
La mañana siguiente, muy emocionado, fui a una
agencia de viaje y compré un boleto para Atenas. Una vez
allí, debía tomar un barco hacia la isla de Creta. El boleto me
costó 125 euros, lo que prácticamente correspondía a todos

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mis ahorros. Pero eso no me importaba porque quería
despegar, quería escapar de la melancolía de la vida. Mi tren
salía al otro día a medianoche y estaba ansioso de tomarlo.
Durante mi última noche en el albergue, charlé con
Valdez, un muchacho de España. Lo había visto varias
veces, pero nunca había tenido la oportunidad de platicar
con él como esa noche. Cuando supo que estaba a punto de
irme hacia Creta para laborar en los huertos de naranjos, me
dijo que también en España era fácil encontrar trabajo en las
cosechas de naranjas, sobre todo en la región de Valencia.
Estas palabras no me dejaron indiferente.
Pasé una noche agotadora. Me encontraba en una
encrucijada y frente a un cruel dilema. ¿La isla de Creta o
España? Aun si había comprado el boleto, sabía que podía
cambiarlo. Era cierto que ir a España me costaría mucho
menos, pero la ventaja de Creta era que tenía direcciones a
dónde ir. Medité toda la noche, y al final, opté por irme a
España. Durante mis años en la secundaria, había estudiado
un poco de griego y de español. El griego no me había
interesado, el español sin embargo me había gustado. Tal vez
este argumento influyó en mi decisión.
Por la mañana, volví a la agencia y cambié mi boleto.
El pasaje a Valencia sólo costó 25 euros. Con el resto, pude
comprar al vaquero su tienda de campaña, la cual me vendió
por 15 euros. Aun con este gasto, todavía me sobraba algo.
El día de mi salida, con mi mochila en la espalda, subí
en el tren rumbo a España. Me acomodé sobre un asiento y
me quedé mirando por la ventana. El paisaje desfilaba a gran
velocidad, y me dejaba arrullar por los recuerdos de mi
infancia que resurgían. Mi anhelo de vivir aventuras se estaba
concretizando. ¡Por fin!

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Más tarde, el tren arribó a la frontera española. Salí de
la estación y me dirigí hacia la aduana. Una emoción
incontrolable se apoderó de mí. ¿Era real lo que me estaba
sucediendo o sólo era un sueño? En el fondo, quizás tenía
temor de despertar y de descubrir que solo era una farsa.
Pero si fuera real, ¿no sería una locura? ¿Qué haría en un
país extranjero en donde no conocía a nadie y cuyo idioma
me era prácticamente desconocido? ¡Y sin dinero! Las
preguntas eran muchas, la ansiedad agobiante, pero no
importaba. Estaba realizando mi sueño de infancia y por lo
tanto, no era el momento para dudar ni para retroceder.
Convencido, caminé con pasos firmes hacia la aduana
española.

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Plenamente ilusionado, entregué mi pasaporte a los


aduanales. Ellos, con un tono de autoridad, empezaron a
hostigarme con muchas preguntas. No esperaba tantas
formalidades y dificultades. Temía que me negaran la
entrada, lo que sería un gran fracaso. Por supuesto, fui
discreto en cuanto a mis planes de trabajar en los naranjales,
así que les dije simplemente que iba a pasear tres días en
Barcelona. Fue así que me dejaron pasar.
Aturdido, caminaba sin rumbo, asombrado y asustado
a la vez. ¡Estaba solo en un país extranjero! A mi alrededor,
la gente hablaba en español, y todos los anuncios estaban
escritos en este mismo idioma. Con una gran sonrisa, me
regocijé y pensé: "Ahora, empieza la verdadera aventura, el
sueño se hace realidad". Estaba demasiado feliz, y por nada
en el mundo quería cambiar este momento.
Más tarde, llegué a Barcelona, una ciudad que no me
inspiraba a primera vista. Pasé la noche en un hotel, y desde
allí fui a la estación para tomar el tren que me llevaría a
Valencia. Mientras estaba sentado en una banca, una
muchacha joven de pelo largo y rubio, se acercó y me
preguntó en español a qué hora salía el tren. Su acento era
horrible, me hizo recodar inmediatamente mis clases de
español en la secundaria. Una vez teníamos que repetir la
palabra "Jarra", pero pronunciar la j y la doble r para algunos
era una verdadera pesadilla, y esto daba lugar a mucha risa.
Cuando empezaban a balbucear palabras, sonaban como
groserías en árabe, y los que entendíamos soltábamos
carcajadas incontenibles.

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Cuando esta rubia de piel clara habló con ese
desagradable acento, supe inmediatamente que era francesa.
Como los dos éramos franceses, nos presentamos y
charlamos. Ella se llamaba Christine, venía de Besançon y se
dirigía a un pueblo a unos cincuenta kilómetros de Valencia.
Durante el viaje, le compartí mi intención de buscar trabajo
en las cosechas de naranjas en Valencia. Este detalle la hizo
sonreír y me comentó que a donde iba, Moncofar, había
muchas contrataciones en los naranjales. En seguida, me
invitó a acompañarla y me dijo que incluso podría
hospedarme algún tiempo, hasta que encontrara otro lugar.
¡Increíble! ¡Qué suerte tenía de haber cruzado su camino!
Estaba tan contento que no sabía cómo agradecerle.
Más tarde, en la noche llegamos a Moncofar. Era un
pequeño pueblo dividido en dos partes, de un lado el pueblo
y del otro lado la playa. Una larga carretera recta de
aproximadamente 1 km separaba las dos partes. Christine
vivía en la playa. Para llegar a su casa atravesamos el pueblo,
y luego agarramos la carretera.
En el camino se detuvo un auto, a bordo se
encontraba una de sus amigas. Ambas se abrazaron y se
decían casi gritando una multitud de palabras. No entendía
nada, pero al ver la alegría tan efusiva supuse que no se
habían visto desde algún tiempo. Subimos en el carro, y
durante el trayecto las dos amigas seguían platicando. Al no
asimilar en absoluto la conversación, constaté que aprender
un idioma en la escuela y practicarlo en el país serían dos
cosas muy distintas.
La playa era una zona turística, pero como estábamos
en octubre, las calles y las casas estaban desiertas. Aun así, el
lugar me encantaba, con el mar, las palmeras, la tranquilidad,
la brisa. Todo era muy agradable.
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Christine me sirvió de guía y me presentó a sus
amigos, a Fina, gerente de la cafetería-restaurante Campoy
en la playa, y del bar-discoteca Bemol situado en el pueblo.
Eran prácticamente los dos únicos lugares de diversión en
Moncofar. Me presentó también a Paco, quien se convertiría
en uno de mis mejores amigos. Con el tiempo conocí a otros
jóvenes, entre ellos Tere; Gregorio, un estudiante; Elena, una
mesera; Charlie; Ana; Miguel; Javi, que trabajaba en una
fábrica de zapatos; Florencio, un mecánico; y Julián a quien
llamaba “Furax” y era azulejero. Todos se hicieron mis
amigos. Al principio, los gestos eran indispensables para
entenderse, pero poco a poco aprendía a hablar el idioma.
La vida en Moncofar era simple pero muy diferente de
lo que había experimentado hasta ahora. Durante el día, casi
nadie se veía, pero en las noches hacían lo que ellos llamaban
La Marcha, es decir, la fiesta. Todas las noches, sin
excepción, las calles cobraban vida. El inicio de la noche
empezaba en el Campoy. Tomábamos unas cuantas copas,
fumábamos hachís de una manera natural y contábamos
historias divertidas. Luego, terminábamos la noche en la
discoteca, en donde nos quedábamos hasta muy tarde.
En este pueblo, al igual que en toda España, había
máquinas tragamonedas. Apostando un poco de dinero, se
podía ganar una buena cantidad o perder todo y terminar
arruinado. Jugaba algunas veces y ganaba con frecuencia.
Fina me decía que había nacido bajo una buena estrella. Y
cada vez que ganaba ofrecía de beber a todos. La pasaba
muy bien en este pueblo, la vida tranquila, el ambiente
alegre, la gente entrañable, no había tiempo para aburrirse.
Habiendo gastado mis pocos ahorros, y como el
trabajo tardaba en empezar debido a circunstancias
meteorológicas, tomé el tren hasta Castellón y allí en la
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estación traté de vender mi reproductor de música. En un
bar, había un muchacho sentado y le pregunté si quería
comprármelo por 2.000 pesetas (15 euros). Tenía solamente
500 pesetas y lo quería a toda costa. Rechacé su oferta, pero
insistió al punto que lo animé a probar su suerte en los
tragamonedas en donde podía ganar hasta 6.000 pesetas;
entonces jugó, pero desafortunadamente lo perdió todo.
Se puso muy furioso y no dejaba de acosarme. Me
seguía a todas partes y esperaba una oportunidad para
robarme el reproductor de música. Mientras estaba en el
andén y el tren arribaba, se puso en frente de mí sacando una
navaja de su bolsillo. El miedo se posesionó de mí
inmediatamente, mi corazón latía cada vez más rápido y mis
piernas parecían temblar. Percibía que este muchacho era
capaz de hacer cualquier cosa para conseguir el reproductor.
Nuestros cuerpos casi se rozaban, y como había mucha
gente alrededor, lo empujé y me subí corriendo en el tren sin
mirar atrás. Una vez adentro, las puertas se cerraron, las
ruedas chirriaron sobre los rieles y el tren arrancó. ¡Uf! ¡Me
había salvado!
Esta desventura me recordó un incidente grave en mi
ciudad natal. Durante una salida con unos amigos, habíamos
pasado delante de un bar de reputación racista, y unas
personas empezaron a insultarnos. Uno de mis amigos, muy
peleonero, era de aquellos que no había que provocar, bien
decidido, se dirigió hacia ellos y entonces las cosas
empeoraron. Los golpes llovían por todos lados y a mí que
no me gustaban las peleas, tenía que defenderme. Durante el
intercambio de golpes y empujones, oí a alguien gritar con
mucha fuerza: "¡No!". Me di la vuelta y vi a mi amigo encajar
un cuchillo en el estómago de uno de ellos. Me sentí muy
raro, como si todo esto fuera irreal. Aterrado y preocupado
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por la gravedad de la situación, huimos despavoridos a
escondernos porque nuestros atacantes, armados con rifles,
se dieron a la tarea de perseguirnos. Afortunadamente, más
tarde las cosas se calmaron porque la lesión del muchacho
era superficial.
Ese día, en Castellón, faltó poco para que una tragedia
sucediera. Luego, regresé a Moncofar.
Como mucha gente vivía en la casa de Christine, me
instalé en una casa abandonada situada en las cercanías. La
limpié en todos sus rincones, recuperé unos muebles usados,
una mesa y una cama, y preparé mi casa. No se parecía a una
habitación de un hotel, pero me sentía cómodo, ¡era mi
hogar! Tenía aun una chimenea, por encima de la cual ponía
agua para calentar en una gran tinaja de metal que utilizaba
como bañera. Era muy original, como si estuviera en la Edad
Media.
Unos días más tarde, finalmente empezó la cosecha de
naranjas. Christine me pidió que fuera al restaurante La
Morette en donde contrataban a los trabajadores. La mañana
siguiente me presenté a los empleadores, quienes eran muy
amables y divertidos a la vez.
Había dos tipos de cosechas de naranjas: El Comercio,
que era reservado para los profesionales como Paco, y La
Pela Hora, para los principiantes. En esta sección, la mayoría
de los trabajadores eran extranjeros como yo. El Comercio
recogía las naranjas para ponerlas a la venta, mientras que La
Pela Hora las recogía para hacer jugos.
El trabajo en sí no era complicado, debíamos llenar
unas cajas y nos pagaban 85 pesetas por cada una. En
promedio, podíamos ganar hasta 2.500 pesetas por día.
Recibíamos nuestro pago cada noche en el restaurante y,
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como todos los amigos de Moncofar, me lo gastaba de
inmediato haciendo la marcha, y apostando a las máquinas.
Llegaba a casa a las 2 a.m. y por la mañana me levantaba a
las 7 a.m. para ir al trabajo. Así era el ritmo de vida en
Moncofar y me acoplé rápidamente.
En el trabajo el ambiente era agradable, había
franceses, ingleses, marroquíes, argelinos, alemanes, y
mujeres españolas de edad avanzada. Ellas eran muy
trabajadoras, más que cualquiera de nosotros, y se
encargaban de avisarnos que podíamos hacer una pausa para
almorzar, gritaban con voz fuerte: "¡A comer!",
escuchándose en todo el naranjal.
Trabajábamos en equipos de dos, yo estaba a menudo
con Carlos, un joven español con quien me llevaba muy
bien. Entre los trabajadores había casos especiales, como
aquel marroquí y aquel francés que vinieron juntos para
trabajar. Ellos se la pasaban siempre peleándose.
¡Incomprensible! Ambos se golpeaban con mucha fuerza y a
cada rato estallaba una gran pelea. Al principio tratábamos
de separarlos, pero como no cesaban de hacerlo, optamos
por no interferir más. Mientras estábamos trabajando, ellos
se peleaban, y de vez en cuando hacíamos una pausa para
observarlos. Resultaba ser una diversión.
Otro dúo original, era aquel inglés llamado Andy y su
novia francesa. A él le encantaba el vino y tomaba todos los
días. Cuando estaba borracho o casi borracho, se refugiaba
debajo de un árbol y cantaba durante horas. Su pobre novia
trataba por todos los medios regresarlo al trabajo, pero era
en vano, el inglés no quería hacer otra cosa que cantar. Era
un buen muchacho, pero viendo su rendimiento no cobraba
casi nada, y por la noche, cuando los jefes le pagaban, se
burlaban de él.
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Comía todos los días en el Campoy. Me deleitaba en
esas tortillas, un gran omelette a base de papas y sin queso.
¡Una verdadera delicia! Cada domingo saboreaba la famosa
especialidad española, la paella que preparaba Fina. ¡Todo un
placer!
Una noche, cuando regresé a casa, alrededor de las 2
de la mañana, me sorprendí al ver a unas personas adentro.
No sabía quiénes eran, pero como dormían en un cuarto
vacío, no quise despertarlos. Al día siguiente, cuando me
levanté, ellos ya estaban despiertos. Era una pareja de
alemanes muy jóvenes, vestidos como hippies. Él se llamaba
Stephan y ella Daniela. Él sólo hablaba alemán, pero con ella
me comunicaba en inglés. Christine me los había enviado
pensando que podría albergarlos. Se quedaron, y como
buscaban trabajo los llevé conmigo.
Con su presencia, el ambiente en la casa era muy
diferente y me agradaba el cambio. Ellos no salían, y después
del trabajo se quedaban en casa y preparaban su comida. No
les gustaba la multitud, pero sí apreciaban mucho el hash. A
veces pasábamos noches amenas, sentados alrededor de una
buena cena delante del fuego de la chimenea, cuyas llamas
crepitaban y despedían un olor agradable. ¡Era genial!
Una tarde, habiendo atrapado un buen resfriado a
causa del frío, Fina me preparó un remedio. Hizo hervir un
poco de coñac en una olla, luego vació el líquido en un vaso.
Acercó una llama, y el coñac prendió. Me dijo que esperara
unos 3 minutos para que el alcohol se evaporara y luego
tomarlo. La bebida me calentó todo el interior y de
inmediato me sentí mejor. ¡Qué remedio!
Una vez, volviendo a casa, una extraña sorpresa me
estaba esperando, la casa había desaparecido, o más

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precisamente, había sido destruida. Estaba atormentado y
preocupado por los alemanes y por todas las cosas. ¿Qué les
había pasado? Como sabía que a unos cien metros de allí,
había una casa en ruinas, me fui sin perder un segundo, y allá
los encontré totalmente asustados. Me dijeron que unas
personas habían venido con maquinaria pesada, exigiéndoles
salir del lugar. Aterrorizados, empacaron todas las cosas y,
mientras se alejaban, escuchaban el ruido de los golpes de la
excavadora que destruía la casa. ¡Qué tristeza y qué dolor!
Tantos cuidados que le habíamos dado a nuestro "hogar".
Entonces, tuve que buscar otro lugar para dormir.
Había visto en el pueblo una casa muy grande, con decenas
de habitaciones, donde se habían establecido muchos
marroquíes. Mis amigos alemanes y yo nos trasladamos allá
inmediatamente. El sitio era insalubre con olores
insoportables.
Al día siguiente, al volver del trabajo, nos dimos cuenta
que alguien se había metido en nuestra habitación y algunas
cosas habían desaparecido. Lo que más me enfureció fue que
el ladrón había robado mis dos álbumes de fotos traídos de
Francia como recuerdos. Estaba lleno de ira, así que fui a
tomar algo en el Campoy para calmarme.
Miguel me preguntó qué tenía, y cuando se enteró de
mi desgracia también se enojó y me pidió que lo siguiera.
Fuimos a aquella casa, y al llegar, sacó un cuchillo y agarró al
primer marroquí. Le hizo varias preguntas y pudo obtener
un nombre. Luego, pasamos el resto del día buscando al
ladrón, pero fue en vano.
Más tarde, fuimos con Paco en búsqueda de otra casa.
Me mostró una, un poco distante del pueblo, que se
encontraba en medio de un campo de naranjas. Esta casa me

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complació porque era muy espaciosa. Sin esperar,
procedimos a la limpieza a fondo del local. Con muebles
usados que recuperamos y telas que utilizamos para hacer
cortinas, la casa estaba ya lista para recibirnos. Había
naranjos en todo alrededor de la casa, y cada día nos
llenábamos de esta fruta tan jugosa. ¡Estábamos a gusto en
este lugar! A fin de cuentas, resultó ser más agradable que la
primera.
Unas semanas más tarde, a finales de febrero, terminó
la temporada de la cosecha. Tenía que buscar otra fuente de
ingreso porque en Moncofar no había nada más que hacer.
Con dolor en el corazón, decidí abandonar este pequeño y
simpático pueblo. No sabía a dónde ir ni qué hacer, así que
decidí probar mi suerte en el sur de España, en la ciudad de
Alicante. Había oído hablar de esta localidad y quería
conocerla con la esperanza de conseguir algún trabajo.
Carlos, Daniela y Stephan, encontrándose en la misma
situación, decidieron acompañarme.

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3

Con tristeza dejamos Moncofar para dirigirnos hacia


Alicante. Tomamos el tren hasta Valencia, en donde un
autobús nos llevaría a nuestro destino, pero
desafortunadamente no teníamos dinero.
Carlos sabía que en Valencia, había un "banco de
sangre", llamado el Vampiro, en donde podíamos vender
nuestra sangre por 2.000 pesetas. Fuimos a este lugar y al
llegar, Daniela, asustada se negó a dar. En cuanto a Stephan,
cuando vio la gran aguja casi se desmayó. Carlos y yo, más
valientes y sin otra opción, aceptamos vender nuestra sangre.
¡Era impresionante! Ellos nos picaron con una enorme
jeringa en las venas y nos retiraban bastante sangre. En
última instancia, no era la sangre lo que nos compraban, sino
el plasma. Cuando llenábamos una bolsa, la metían en una
máquina que giraba a gran velocidad y luego la devolvían sin
el plasma, y nos lo reinyectaban en las venas. Este era el
mejor momento porque sentíamos algo muy frío penetrar y
recorrer nuestras venas. Nos pagaban 1.000 pesetas por una
bolsa de medio litro. Era permitido dar sólo dos bolsas y dos
veces por semana.
Al salir del lugar, vi sentada en las escaleras a una
mujer pálida y muy flaca. Le pregunté a Carlos qué le
sucedía, y me contestó que en Valencia había dos vampiros,
y algunas personas iban un día a uno y al día siguiente al
otro, lo que les perjudicaba su salud. Por este abuso, el
municipio decidió cerrar uno. Esta joven en mal estado era
parte de los que habían abusado del sistema.

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Más tarde, con el dinero ganado, tomamos el autobús
y llegamos a Alicante, una gran ciudad turística. En el centro
había una magnífica explanada, cuyo encanto sobrepasaba el
mar y sus playas con palmeras.
Como no teníamos más dinero, decidimos instalarnos
en una plaza para tratar de vender algunas de nuestras
pertenencias. Carlos no tenía nada, por mi parte, tenía algo
de ropa; en cuanto a Daniela y Stephan, pusieron a la venta
un pequeño estéreo portátil. Fui el único en conseguir algo
después de haber vendido unas cuantas playeras.
Dos chicos parecían mostrar interés en comprar el
estéreo, pero ofrecían un precio irrisorio y Daniela rechazó
su oferta. Después de que los muchachos se habían ido, lo
que en realidad habían hecho para distraer, Daniela se volteó
y se dio cuenta de que le habían robado su mochila.
Se puso casi histérica porque esta mochila grande y
práctica contenía todas sus pertenencias personales.
Desesperadamente, buscamos en varios lugares con la
esperanza de que los ladrones la hubieran arrojado en alguna
parte, pero fue en vano. Daniela angustiada quiso y decidió
regresar a su hogar en Alemania. Entonces, acordamos
arribar a una pequeña aldea cerca de Valencia, donde
podríamos trabajar en algunas cosechas. Una vez que los dos
alemanes tuvieran suficiente dinero, regresarían a su país.
Como no teníamos los recursos necesarios para tomar
los cuatro el tren, solo Daniela y Stephan lo harían, mientras
que Carlos y yo iríamos pidiendo aventón. Nos dimos cita en
este pueblo, cruzando los dedos para que la suerte estuviera
con nosotros.
A penas empezamos a pedir aventón cuando la policía
nos levantó y nos maltrató, insultándonos como si fuéramos
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vagabundos. Luego nos echaron fuera de la ciudad,
amenazándonos con represalias si regresábamos. En apenas
una hora, esta ciudad había perdido todo su encanto, al
punto de que me sentía completamente disgustado.
Dos días más tarde, después de un largo recorrido,
llegamos a Valencia y pasamos la noche en la estación de
autobuses. Estábamos agotados, congelados y hambrientos.
Después de una muy mala noche, al otro día decidí llamar a
una persona en Francia, a quien le había encargado un poco
de dinero.
La mañana siguiente recibí una pequeña cantidad, y
Carlos y yo hicimos un delicioso almuerzo. Luego, pasando
delante de unas máquinas de juego, decidí apostar sólo unas
cuantas monedas, diciéndome a mí mismo que quizás la
suerte me sonreiría. Jugué, pero muy pronto me dejé llevar
por la tentación como si fuera una droga, y en unos minutos
perdí todo lo que me habían enviado. Me enojé contra mí
mismo, y Carlos me decía con toda la razón que yo estaba
loco.
Para arreglar mi tontería, le propuse a Carlos ir al
vampiro. Estábamos agotados a causa de las malas noches
pasadas en la estación de autobuses. En este banco de sangre
nos encontramos acostados uno frente al otro, de pronto, vi
que Carlos no estaba bien y las enfermeras acudieron de
inmediato. En ese momento, me pareció que mi cabeza se
estaba vaciando, no podía sentir mi cuerpo, mis párpados se
volvieron muy pesados. Se me hacía que me estaba yendo y
tuve apenitas la fuerza para pedir ayuda antes de caer en un
agujero negro. Más tarde, cuando estaba recuperando poco a
poco mis sentidos, vi a las enfermeras alzando mis piernas
para reactivar la circulación sanguínea. Carlos y yo nos
habíamos desmayado en el mismo momento.
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Luego, saliendo del vampiro, quise tomar mi venganza
con las máquinas. Carlos me decía que era una locura perder
mi dinero así. Era cierto, pero me hice el sordo. Jugué y
para mi desgracia lo perdí todo en un instante. Estaba
realmente embrujado por estas máquinas, y en mi coraje las
maldecía. Menos mal que antes había ya comprado mi boleto
de tren para alcanzar a los alemanes en el pueblo.
Carlos quiso quedarse en Valencia, así que me fui solo
a la aldea para unirme con mis amigos. Ellos estuvieron muy
contentos de volverme a ver. Sin más preámbulos, me
dijeron que no había trabajo, y que Daniela había llamado a
su familia para que le enviara dinero porque quería regresarse
a Alemania a toda costa. Dos días después, lo recibió con
apenas lo suficiente para llegar a la frontera de Francia.
Entonces llegó el momento de la despedida. Era algo
que odiaba hacer, al punto que lo único que decía era: "Hasta
la próxima”. Daniela derramó algunas lágrimas, ya que en las
últimas semanas una fuerte amistad se había desarrollado
entre nosotros. En agradecimiento me ofrecieron una
cámara, luego los acompañé al tren para el último adiós.
Ahora que estaba completamente solo con un
profundo sentido de temor me preguntaba: ¿Qué hago?
¿Regreso a Francia? ¡Claro que no! Entonces agarré mi
mochila y me fui pidiendo aventón en dirección a Murcia,
una ciudad más al sur de España.
Las horas de espera para que un conductor me
levantara me hicieron comprender que pedir aventón en
España no funcionaba como en Francia. Había escuchado
que muchas personas habían sido atacadas por gente que
habían subido en sus carros y desde entonces los españoles
se habían vuelto muy desconfiados.

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La noche estaba cayendo cuando llegué a un pueblo.
Arrastraba los pies, y sólo tenía un deseo… dormir. Me
acosté sobre una banca, acurrucado en mi bolsa de dormir.
Un momento más tarde, alguien me despertó. Era un
hombre de unos cuarenta años y, como vio que dormía
afuera, me invitó a tomar algo en su casa. Una vez adentro,
mi benefactor me contó la historia de toda su vida mientras
mirábamos sus álbumes de fotos. Luego, le mostré la
cámara, y como le gustó, se la cambié por un cuchillo militar
y unas cuantas pesetas.
Al día siguiente, después de una buena noche de
descanso, continué mi camino. Al final de la jornada, llegué a
una ciudad rodeada por altas montañas y encima de una se
elevaba una enorme estatua de Jesucristo con los brazos
extendidos, como si diera la bienvenida. No era creyente,
pero era impresionante ver esto. Al llegar a esta ciudad,
busqué un lugar en donde dormir, pero no encontraba. La
lluvia caía muy fuerte y estaba muy cansado. Entonces,
exhausto, me acosté en la entrada de un edificio. El viento
era muy húmedo y la gente que entraba y salía estaba
obligada a brincarme. Fue una noche horrible, y a pesar del
cansancio no pude dormir.
Al día siguiente, en la primera luz, me fui hacia Murcia
y, como nadie me subía en su carro, decidí recorrer los
últimos 10 km a pie. Cuando había caminado unos cuantos
kilómetros, un coche se paró y unas personas me ofrecieron
llevarme a Murcia. ¡Qué suerte! Estas personas eran muy
amables, me hablaban de Dios y después de dejarme, me
dieron la bendición del cielo.
Murcia era una gran ciudad, bonita y tranquila también.
Además, había un Caritas, un lugar en donde daban de
comer gratuitamente. ¡Qué bien me hizo el comer una buena
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comida caliente! No muy lejos de allí, había un parque casi
desierto donde me acomodé para dormir. No había tampoco
trabajo en Murcia, sin embargo, como sabía en dónde
dormir y comer no me preocupaba demasiado.
Días después, conocí a un muchacho que venía de
Adra, un pueblo en la costa sur de España. Él me dio una
dirección donde los jefes contrataban gente para la cosecha.
Sin esperar más, decidí ir a este lugar.
Adra se encontraba en la provincia de Almería, la cual
era parte de Andalucía, una región que se extendía en todo el
sur de España, y por lo tanto, se podía disfrutar del mar, de
la playa y del sol. Me acordaba de una canción que había
aprendido en clases de español, que decía: "En Andalucía
todas las casas están blancas". ¡Y era verdad! Las imágenes
que había visto en mi libro de texto se convertían en
realidad. La emoción era tal que me quedaba sin aliento.
Luego de dos días, llegué a Adra, el pueblo era
agradable y pacífico. Me imaginaba ya trabajando debajo de
un sol resplandeciente. Al llegar a la dirección, hablé con los
jefes y me explicaron que no tenían trabajo y no podían
contratarme. Esta noticia me entristeció, quedé
decepcionado con ganas de llorar. Me senté en un rincón,
totalmente desamparado y desorientado, sin saber qué hacer.
Me encontraba en el extremo sur de España, lejos de todo y
no sabía a dónde ir.
Después de mucha reflexión, a sabiendas que estaba
cerca de Marruecos, un país que colindaba con Argelia,
decidí ir a visitar a mi madre quien seguía viviendo allá.
Tenía que tomar un barco de Algeciras a Ceuta, luego cruzar
Marruecos, e ingresar a Argelia. El viaje parecía largo, pero
este nuevo reto me alegró el corazón. El gusto por la

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aventura volvió y con mi mochila en la espalda, salí para la
ciudad de Algeciras.
En el camino, un alemán me dio un aventón. Me
comentaba que iba a Orgiva, en la provincia de Granada,
para buscar a su hermano que no había visto desde hacía
muchos años. Sin dirección y sin hablar español, sabía que
mi ayuda podría serle útil. Aunque no era en mi rumbo,
decidí acompañarlo.
La ciudad de Orgiva se situaba en la Sierra Nevada,
cuyas montañas eran de las más altas de España. Una vez en
el lugar, empecé la investigación. La aldea era muy turística y
muy popular entre los alemanes. Después de un día de
intensas búsquedas, la indagación resultó infructuosa.
Al caer la noche, tuvimos que detenernos. El alemán
se angustiaba, pero le aseguraba que al día siguiente
tendríamos más suerte. Dormimos en su coche, y luego por
la mañana, me lancé nuevamente en búsqueda de su
hermano. Más tarde, pude encontrar una pista, y me enteré
de que aquella persona podría ser la que vivía arriba en las
montañas. Tomamos de inmediato el rumbo hacia la cima.
Después de un largo tramo en carretera, cuando aquella
terminó, dio lugar a un camino de tierra que seguimos
durante casi 5 km, siempre subiendo más y más.
El paisaje era hermoso, al acercarnos cada vez más al
pico de esta montaña cubierta de nieve, nos daba una
sensación vertiginosa y maravillosa. Luego, vimos una casa,
la única en toda el área. Afortunadamente era la residencia
del hermano. Ambos estuvieron muy alegres de
reencontrarse.
El lugar era increíblemente hermoso, la casa estaba
hecha de madera y también los muebles al interior. La mujer
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estaba vestida con piel de animal, y en sus brazos, sostenía
un bebé cubierto también de una piel de oveja. Afuera había
muchos campos de árboles frutales y de hortalizas. Más
lejos podíamos observar algunos animales y un pequeño
arroyo, y más arriba, las cimas nevadas. El cuadro era
realmente excepcional. Me sentía muy a gusto, además, el
aire era extremadamente puro. La paz y la tranquilidad
reinaban en este lugar. Nunca había visto un paraíso tal en la
Tierra. Mientras soñaba despierto, me imaginaba viviendo
aquí, con mi esposa e hijos a mi lado.
Cuando le expliqué mi plan de ir a Argelia, el alemán
me mostró desde arriba la costa de Marruecos que se podía
distinguir en el horizonte, más allá del mar Mediterráneo.
¡Era sensacional e inolvidable! Más tarde, los dos hermanos
me regresaron de vuelta a Orgiva, agradeciéndome por la
ayuda.
Seguí mi camino y al día siguiente llegué a Málaga, la
ciudad más importante antes de Algeciras. Dado que había
un vampiro en este lugar, fui con el fin de ganarme un poco
de dinero. Luego me dirigí al consulado de Marruecos para
preguntar si necesitaba una visa. En el trayecto me encontré
a dos alemanes que buscaban también el consulado para
pedir un formulario de seguro para su carro afín de ingresar
al país. No hablaban español y estaban preocupados.
Al llegar, me dijeron que la visa no me era necesaria,
entonces les pregunté por el asunto de los alemanes y nos
mandaron a unas oficinas al otro lado de la ciudad. Era
viernes, la hora marcaba las 12:30 p.m. y las oficinas
cerraban a la 1 p.m. Saltamos en el carro saliendo con
rapidez, y cuando llegamos al lugar indicado eran las 12:50
p.m. El empleado nos pidió regresar el lunes. Ante la
decepción de los alemanes, le dije al funcionario que el día
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de mañana alguien estaría esperando a los dos turistas en
Marruecos y que no había manera de contactarlo. El hombre
convencido accedió a entregar los formularios. Los alemanes
saltaron de alegría y para agradecerme me llevaron con ellos
ya que íbamos en la misma dirección.
Tomamos la ruta hacia Algeciras, y luego nos dirigimos
al puerto. Allí fuimos rodeados por una docena de
adolescentes que se estaban empujando unos a otros para
vendernos hachís, implorándonos que les compráramos.
¡Qué escena tan dramática!
Más tarde, compramos nuestros boletos a Ceuta, los
cuales costaron 1.000 pesetas, y subimos en el barco.
Cuando éste salió, desde la cubierta miraba el puerto de
Algeciras alejarse y con el rostro azotado por el viento
marítimo, suspiraba, murmurando: "¡Adiós, Europa! ¡Hola,
África!” Eran esos momentos que a lo largo de mi niñez
soñaba con vivir. A pesar de todas las dificultades
experimentadas hasta ahora, estaba realizando mi sueño de
infancia y sentía mucha alegría.
Ceuta era una ciudad española situada en territorio
marroquí. Cuando llegamos nos enfilamos hacia la aduana.
Una vez en el puesto fronterizo, llenamos un formulario de
entrada para obtener el sello en nuestros pasaportes. La
multitud era mucha y debíamos de armarnos de paciencia.
Más tarde, oí mi nombre y me acerqué con
entusiasmo hacia el aduanal, un hombre delgado con bigote.
¿Usted es de descendencia argelina? me preguntó
secamente.
Le conteste que sí, con cierto temor.
¿Tienes dinero? siguió con el mismo tono.
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Le respondí que tenía un poco. Entonces, agarró la
hoja, la rompió y me devolvió el pasaporte. Estaba muy
sorprendido e incapaz de preguntarle por el motivo de su
gesto. Los alemanes habían obtenido el sello, y tuvieron que
ingresar a Marruecos sin mí. ¿Qué podía hacer?
Estando aun allí en la frontera, un muchacho de unos
veinte años que trabajaba en la aduana se me acercó. Había
visto todo lo que había sucedido y me explicó que el
funcionario que me negó la entrada era el jefe, y agregó que
cambiaría de turno a partir de las 6 p.m. Se ofreció, previo
un pago, a ayudarme a obtener el sello. Le dije que no tenía
dinero, pero que podía darle tres casetes de música, que traía
conmigo. Estuvo de acuerdo y me indicó que volviera
después de las seis.
Cuando regresé, él estaba allí, esperándome. Llené la
hoja de entrada y se la entregué con el pasaporte. Entró en la
oficina, en donde había una pequeña ventana por la cual
podía ver lo que estaba sucediendo. Un hombre entró y se le
acercó. ¡Era el jefe! ¡Todavía estaba allí! ¡Qué mala suerte!
No podía oír lo que decía, pero el hombre parecía
gritar. Entonces, el muchacho salió de la oficina y se fue
corriendo. Seguramente había recibido una reprimenda
terrible, o tal vez lo habían despedido. Luego, el jefe salió de
la oficina visiblemente enfadado, y me entregó el pasaporte
gritándome que nunca entraría a Marruecos. Aturdido, me
quedé sin palabra, y me preguntaba qué rayos le sucedía.
Me fui muy decepcionado y angustiado, tratando de
entender qué era lo este hombre me reprochaba. Desde
luego, no tenía apariencia de un turista, con el pelo medio
largo y unos shorts.

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Al día siguiente, después de una noche inquieta, me
vestí más formal y me alisté para un tercer intento. Me
acerqué de nuevo a la aduana en donde todavía había mucha
gente. Llené otra forma y la entregué nuevamente con mi
pasaporte. Ansioso y perdido en mis pensamientos, una voz
fuerte me llamó y me regresó a la realidad. Con un paso
titubeante, me deslicé entre la multitud para ir hacia la
persona que me había llamado y me topé cara a cara con el
mismo jefe. ¡Era una pesadilla! Estaba rojo de ira, rompió mi
hoja y me gritó en español: “Aquí no queremos gente como
tú, regresa de dónde vienes”.
¡Qué humillación! Lo odiaba. Esta vez, me di cuenta
de que era el fin, no podría entrar a Marruecos y por lo tanto
no podría llegar a Argelia. Estaba muy molesto, totalmente
desanimado, todas mis esperanzas se habían derrumbado y
me sentía completamente desconcertado. Era como si me
hubiera despertado de un sueño maravilloso para hacer
frente a una cruda realidad.
Me encaminé entonces hacia el puerto para tomar el
barco de regreso a España; ahí conocí a una mujer inglesa
quien también retornaba a España. Me explicó que ella y su
marido, un paquistaní, querían ingresar a Marruecos, pero a
él le pidieron una visa. Entonces el marido se había ido al
consulado en Málaga, pero le negaron la visa. Desde allá,
llamó a su esposa para decirle que volviera a Algeciras.
Ambos nos preguntábamos por qué los marroquíes habían
sido tan duros e injustos con nosotros.
Durante la travesía, completamente desanimado,
miraba el mar y me sentía decepcionado de este revés tan
difícil de digerir. Cuando desembarcamos en el puerto de
Algeciras, conocí al paquistaní. Me invitaron a comer y
durante la plática, después de haberle compartido mi
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urgencia de trabajar, el hombre me reveló que en Lepe, una
población situada en la provincia de Huelva, cerca de la
frontera con Portugal, había muchas plantaciones de fresas
en donde me sería posible encontrar algún trabajo. Sin
dudar, decidí ir a este lugar de inmediato, con ganas de
reunir suficientes recursos para poder ingresar a Marruecos.
Lepe se encontraba bastante lejos de donde estaba. Les
di las gracias a la inglesa y a su marido, y con mi mochila en
la espalda, proseguí el camino. El mero hecho de tener un
nuevo objetivo me restauró la moral y también el gusto por
la aventura.

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4

Salí de Algeciras y llegué por la noche a Tarifa. Era la


ciudad más al sur de España; de la playa podía ver la costa de
Marruecos, como si estuvieran solamente a unos cientos de
metros de distancia. ¡Impresionante! Siguiendo el itinerario,
arribé a Cádiz, en donde me quedé unos días. Comí en el
Caritas, y por la noche dormía en la playa. Había dejado la
costa Mediterránea y ahora estaba del lado del Océano
Atlántico, cuyo mar era mucho más agresivo.
Una noche, mientras estaba acostado, una muchacha
se me acercó y me preguntó si podía hacerme compañía.
Tenía algo de hachís, y platicábamos mientras fumábamos.
Con apenas dieciocho años, parecía que había sufrido
muchas desgracias en su vida. Más tarde, sacó una botella de
agua, una jeringa y heroína, y delante de mí, empezó a
prepararse una inyección.
Era la primera vez que veía esto; en una cuchara,
mezcló la heroína en polvo con un poco de agua, luego la
aspiró con la jeringa, entonces me pidió presionar sus bíceps
con las manos para hacer como un torniquete, y luego se
picó. Tuvo que repetirlo como diez veces porque cada vez
su vena fallaba. Ningún gesto de dolor aparecía en su rostro,
lo que me dejó perplejo. Luego me ofreció, pero lo rechacé
de inmediato, explicándole que fumar hachís era más que
suficiente para mí. Había oído muchas cosas sobre esta
droga y el daño que causaba, y precisamente por esta razón
que no quería tocarla. Más tarde, cuando la chica se fue, me
puse a pensar en ella, sólo podía sentir tristeza por alguien
tan joven que estaba destruyendo su vida. ¡Qué lástima!

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Al amanecer salí de Cádiz y me marché hacia Sevilla.
Esta hermosa ciudad me asombró desde mi llegada, tanto
por su belleza como por su ambiente. Un pequeño arroyo
dividía la ciudad, y a todo lo largo había grandes zonas
verdes cubiertas de pasto. Era un lugar precioso y
sorprendente. En estos jardines se encontraban muchos
hippies que pasaban la mayor parte de su tiempo
fantaseando y contemplando el paisaje que los rodeaba. La
tranquilidad y la hermosura del lugar explicaban su fama.
La primera noche conocí a tres hippies, un francés y
dos italianas. Se dirigían a San Pedro, un pequeño pueblo
cerca de Almería, el cual según ellos era el lugar sagrado de
los hippies, donde siempre había mucha diversión. Más tarde
constaté que las dos muchachas eran lesbianas; esto me
turbó en gran manera.
Al día siguiente, un mexicano tan divertido como
simpático cruzó mi camino. Él era el rey de la diversión en
donde quiera que fuera, y ganaba bastante bien tocando el
banjo y cantando en las terrazas donde los turistas lo
apreciaban. Por la tarde me llevó al barrio de Triana, donde
los hippies se reunían para comer en el Caritas. Cada quien
tenía sus propios trucos para ganarse la vida; algunos
tocaban la guitarra, la flauta y la armónica; otros
confeccionaban pulseras de cuero o de lana y los vendían a
los turistas. Todos tenían el mismo objetivo, ganar lo
suficiente para comprar hachís y divertirse.
Más tarde, le compartí al artista del banjo mis planes
para ir a trabajar en las plantaciones de fresas en Lepe y le
propuse acompañarme. Él declinó la oferta afirmándome
que estaba demasiado cómodo en Sevilla para cambiar de
ciudad.

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A la mañana siguiente, me dirigí hacia la frontera
portuguesa llegando a Huelva, y después de recorrer los
últimos 20 kilómetros, finalmente arribaba a Lepe. En este
pequeño pueblo había una muchedumbre de personas, como
yo, esperando el inicio de la cosecha. Me dijeron que había
que esperar al menos dos semanas y, además, la selección
sería muy difícil porque mucha gente venía de todas partes
para trabajar, incluso de Portugal.
Esa noche, en la ciudad conocí a un francés llamado
Philippe. Hacía mucho tiempo que estaba en la ciudad y
conocía bien la zona y sus habitantes. Me dijo que vivía en el
bosque, a más o menos 1 km, y me invitó a quedarme con él
en donde había otro francés llamado Christophe. Ambos
moraban en el bosque mientras esperaban el inicio de la
cosecha. Como eran amables y el lugar tranquilo, me dispuse
a quedarme con ellos. Christophe tenía una hermosa guitarra
de doce cuerdas que manejaba con destreza. Philippe, por su
parte, tocaba la flauta de bambú –instrumento que él mismo
había fabricado.
Cada mañana, descendía al centro con Philippe, y cada
noche, regresábamos con alimentos y hachís. Su truco era
tocar puertas y pedir ayuda a la gente. Algunos le daban de
comer y otros un poco de dinero. Christophe prefería
quedarse todo el día en el campamento porque era muy
tímido. Por la noche, alrededor del fuego, cocinábamos una
sopa de verduras, Philippe tocaba la flauta y Christophe la
guitarra. Estábamos tranquilos, sin afanarnos por el día de
mañana. Además, al vivir en medio de campos de fresas,
comíamos estas pequeñas frutas hasta el límite de la
indigestión.
Pasó un mes sin nada de nuevo en el horizonte. No
había muchas contrataciones, y sólo los españoles
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trabajaban. Cada vez era más difícil encontrar algo en la
ciudad, así que, les propuse a mis compañeros ir a Sevilla en
búsqueda de un vampiro para ganar un poco de dinero. Se
decidió que sólo uno de ellos vendría conmigo, mientras que
el otro permanecería en el campamento para vigilar las
pertenencias. Fue Christophe quien al día siguiente salió
conmigo, y entusiasmado, llamó a esta misión: "A la
conquista de la sangre".
Sabía que pedir aventón para dos sería un fracaso,
entonces para ahorrar tiempo, cortamos a través de unas
montañas. En un momento tuvimos que cruzar un estanque,
que estuvo muy pesado porque teníamos lodo hasta la
rodilla. Christophe estaba disgustado preguntándome en qué
ocurrencias lo había llevado, y en un tono de burla le dije
que sólo era el comienzo.
Llegamos a Huelva y allí tomamos el tren sin pagar.
Cuando el controlador nos descubrió, nos hizo bajar a la
siguiente estación. Luego tomamos otro tren, y así
sucesivamente hasta llegar a Sevilla. Una vez allí, nos
dirigimos al lugar de los hippies, donde encontramos unos
hindúes que nos invitaron a fumar el shilom . El shilom era
como una pipa de barro en forma de cono, que se agarraba
siempre en posición vertical, y servía para fumar el hachís.
Ellos eran grandes fumadores y hacían todo un ritual.
Después de fumar, decían "boom Shanka”, luego con el
shilom se tocaban la frente y lo pasaban al que estaba al lado.
Nos sometimos al rito y, por primera vez, probé el shilom.
El efecto era claramente superior a un cigarrillo de hierba.
Después de la primera calada, sentí que me elevaba del suelo.
Era sorprendente, como si hubiera fumado diez cigarrillos
de hierba al mismo tiempo, y como si mi cuerpo hubiera
accedido a una dimensión paralela.
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Al día siguiente, después de dejar al grupo de hindúes,
fuimos en búsqueda de un vampiro. Sin embargo, para
nuestra gran decepción, no había en esta ciudad. ¡Qué ironía!
Podía leer la amargura en el rostro del pobre Christophe.
Pero a pesar de esto, no podíamos regresar con las manos
vacías a Lepe.
Entonces, una idea me vino rápidamente a la mente, y
nos dirigimos al consulado francés. Al llegar allí, les dije que
necesitábamos permisos para trabajar en España. Los
empleados muy turbados nos miraban como si estuviéramos
locos. Nos respondieron que no podíamos trabajar, entonces
nos dieron boletos de tren para regresar hasta la frontera
francesa, y además 1.000 pesetas a cada uno para gastos del
viaje. A pesar de este nuevo fracaso, nos fuimos sonrientes
del consulado.
Los boletos que nos habían dado eran divididos en 2
trayectos, uno de Sevilla a Madrid, y el otro de Madrid a
Irún, ciudad fronteriza con Francia. Christophe me preguntó
qué haríamos con estos boletos no eran reembolsables, y le
propuse utilizar el primero hasta Madrid y, una vez allí, tratar
de vender el otro, luego buscar un vampiro y regresar a Lepe
con más dinero. Estuvo de acuerdo, entonces tomamos el
tren hacia Madrid, felices y relajados por tener por primera
vez boletos, los cuales extendimos con una gran sonrisa al
controlador.
Tras varias horas de viaje, llegamos a Madrid, donde
tratamos de revender los boletos, cosa que nos fue
imposible. Al buscar un vampiro, nos enteramos por nuestra
gran mala suerte que el único que existía había cerrado.
Christophe estaba completamente desesperado, y yo también
lo estaba. Caminamos mucho tiempo sin ver la sombra de
un solo Caritas. ¡Era el colmo! La situación se volvía cada
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vez más inaguantable. Me imaginaba que el recibimiento de
la capital española sería mejor. Por su parte, Christophe no
ocultaba su arrepentimiento por haberme acompañado. El
cansancio y el hambre nos ponían de mal humor.
Después de varios días de vagar por los grandes
parques de Madrid, le sugerí a Christophe dejar este lugar
maldito y nos subimos sin boleto en un tren en dirección a
Sevilla. Horas más tarde, el controlador nos hizo bajar a San
Juan Alcázar, un lugar desierto por completo. Sin pensarlo
no quisimos eternizarnos y subimos al siguiente tren. El que
pasó poco tiempo después era vigilado por un controlador
quien nos vio de inmediato. Apenas hicimos un kilómetro
nos alcanzó y nos dijo: "Sé que ustedes no tienen boletos,
pero no quería dejarlos en este lugar perdido, así que bajarán
a Córdoba”. Le dimos las gracias por su indulgencia e
hicimos lo que nos había pedido.
En la estación de Córdoba era imposible escapar de un
control de la policía. Cuando supieron que no teníamos
boletos, se apresuraron a echarnos fuera de la estación.
Tuvimos que permanecer escondido no muy lejos,
esperando la llegada de otro tren. Cuando éste llegó,
contornamos la estación y en un salto nos metimos. Para
evitar ser descubiertos, nos quedamos acostados en el suelo,
sin aliento.
Entonces el tren arrancó, pero se detuvo
inmediatamente. Angustiado, levanté un poco la cabeza, y vi
a policías pululando por todas partes. Esta visión me era tan
intensa que la descarga de adrenalina aceleró los latidos de
mi corazón. Cuando uno de ellos nos vio, nos buscó y nos
hizo bajar del tren, el cual partió inmediatamente. Apenas
podía creer que tantos oficiales se habían movilizados
solamente por nosotros. Nos sacaron de la ciudad, y nos
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dieron la orden de no volver jamás a Córdoba. Christophe y
yo decidimos separarnos para pedir aventón y encontrarnos
en Sevilla.
Por la noche, cuando nos reunimos en el parque de
Sevilla, nos sentíamos realmente aliviados de haber llegado.
Al pensar en todas las miserias que habían marcado nuestro
viaje a Madrid, explotamos de risa –como una manera de
liberar el estrés.
Ahora, teníamos que llegar a Lepe. Tomamos un tren
en dirección de Huelva, y como era de esperar, el
controlador nos hizo bajar a la mitad del camino.
Caminando sin rumbo en el pueblo, nos detuvimos y nos
sentamos sobre unas escaleras de una iglesia, pensando en lo
que podíamos hacer.
Un momento después personas empezaron a salir del
edificio. Luego, una señora salió, se me acercó y me dio un
billete de 500 pesetas, sin haberle pedido nada. Otros salían y
también nos daban dinero. ¡Sorprendente! No lo podía creer,
y Christophe tampoco. Al final, juntamos alrededor de 8.000
pesetas, lo que era una cantidad sumamente grande. ¡Qué
consuelo! ¡No volveríamos con las manos vacías a Lepe!
La noche estaba oscura y ya no había más trenes a esta
hora tardía, así que solicitamos a nuestras pobres piernas
llevarnos lo más lejos posible, después de echar un último
vistazo a este pueblo mágico que nos había enriquecido en
un tiempo récord. En el camino, nos preguntábamos cómo
utilizar esta pequeña fortuna, y en común acuerdo decidimos
celebrarlo en fiestas.
Mientras caminábamos sobre la carretera bajo una luna
brillante, de repente sentí un choque violento que me
impulsó en el aire. Una enorme estrella azul invadió mi
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cerebro, luego aterrice en el suelo, dos metros más lejos. ¡Un
carro me había golpeado! El miserable conductor se detuvo
unos metros más adelante y de inmediato se dio a la fuga.
Estaba tendido en el suelo, gritando de dolor. Pero,
¿quién me podía oír en plena noche y en medio de la nada?
Christophe lleno de pánico se quedó paralizado sin saber
qué hacer. Le rogué que detuviera un vehículo, pero los que
circulaban eran muy escasos, y los pocos, al vernos
aceleraban en lugar de disminuir la velocidad.
Echado en el borde de la carretera, incapaz de
moverme, estaba sufriendo y temblando de frío. Le pedí a
Christophe volver a la aldea y buscar ayuda a pesar de su
timidez y su poco conocimiento del español. ¡Era mi única
esperanza!
Solo en la oscuridad, el tiempo se hacía demasiado
largo. Sentía grandes piquetes, como si alguien se
complaciera en plantarme grandes agujas en todo el cuerpo.
Era horrible. Cada vez que un carro pasaba, esperaba que
fuera él, pero no llegaba. Hacía al menos tres horas que se
había ido, y la exasperación se apoderaba de mí.
Más tarde, un carro con una persona abordo pasó
delante de mí lentamente. El conductor me miró, y luego
continuó su camino. A pocos metros, se detuvo y luego dio
reversa. El hombre bajó la ventanilla y me preguntó:
¿Qué le pasa?
Un auto me golpeó –respondí con gemidos.
Soy médico, ¿necesita ayuda?
Por supuesto que necesito ayuda. ¡Me duele!

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Desconfiado, el hombre bajó del auto, mirando a su
alrededor, temiendo que fuera una emboscada. Entonces me
subió en su carro y me dijo que me llevaría al hospital de
Sevilla.
En el camino, le hablé de Christophe y aceptó buscarlo
en la aldea. Lo encontramos vagando por la calle con una
bolsa llena de comida. Debido a que la gente no entendía lo
que decía, le daban alimentos pensando así responder a su
necesidad. Al imaginar cómo Christophe había tratado de
explicar a la gente lo que había sucedido, me hacía reír a
pesar de sentir dolor.
Más tarde en el hospital, me hicieron radiografías,
piquetes, me dieron pastillas, luego me dejaron salir. Casi no
podía caminar y todavía estaba muy adolorido. El alba
empezaba a aparecer y las calles estaban aún saturadas de
gente. Al saber que era un día santo, entendí por qué los
feligreses de aquella iglesia habían sido tan generosos con
nosotros -una manera de congraciarse con su dios para
recibir algún favor. Obviamente, nos encontramos en el
buen lugar y en el momento oportuno.
Al día siguiente compramos un boleto de tren para
Huelva, lo que sorprendió en gran medida al controlador en
servicio. Unas horas más tarde llegamos finalmente a Lepe.
Philippe estaba contento y aliviado de nuestro regreso.
Estaba desesperado y pensaba que nunca regresaríamos.
¡Tanto tiempo que nos habíamos ido! Nos comentó que un
ladrón había entrado en el campamento y se había llevado la
guitarra preciosa de Christophe. Al escuchar la noticia,
Christophe se afligió por completo, estaba a la vez triste y
furioso; le encantaba esa guitarra que había traído de Francia.
Habiendo olvidado el incidente, comenzamos a celebrar,

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contando nuestras rocambolescas aventuras con todos los
detalles. Philippe se quedó impresionado con nuestra odisea
por Madrid.
Las noches seguían desfilando alrededor de la fogata,
hablando de todo y de nada. Como aquella noche, en donde
la conversación giró alrededor de un tema serio, el de Dios y
de la existencia. Philippe decía que era dios, que yo era dios,
que todas las cosas eran dios. Christophe compartía también
esta opinión. En cuanto a mí, yo decía que Dios era una
fuerza sobrenatural, que flotaba sobre la Tierra.
Unos días más tarde, como el trabajo no se
manifestaba en las plantaciones, en vez de estancarnos más
aquí, decidimos dejar Lepe.

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5

Le sugerí a mis compañeros dirigirnos hacía la costa


sur, lugar que ya conocía. Después de atravesar Huelva,
Sevilla, Jerez y Puerto Santa María, llegamos a Cádiz. Como
la ciudad no me era desconocida, pudimos movernos con
más facilidad.
Una noche compré una flauta, luego me senté en un
rincón de una calle peatonal y empecé a tocarla. Había
aprendido a utilizar un poco de este instrumento en
secundaria, sin embargo, estaba lejos de ser un experto.
Empecé a tocar unas cuantas notas, una mezcla de recuerdos
de clase y de improvisación; fue entonces, cuando unas
personas atraídas por la melodía se acercaron y me dieron
algunas monedas. Cuando veía las monedas acumularse, me
sentía tan feliz que seguía tocando mejor aún. Estaba
sorprendido de haberme encontrado un nuevo medio para
ganarme un poco la vida.
Un día, conocimos a un excéntrico alemán llamado
Manfred, quien sólo comía fruta y fumaba mucho hachís.
Cuando él hablaba, parecía que estaba en otro planeta.
También comía hojas de un árbol que él llamaba "La
Datura", porque decía que era una droga muy fuerte que
podía causar la muerte. No creía para nada estas
absurdidades. Estaba en búsqueda de trabajo porque
necesitaba 14.000 pesetas para ir a las Islas Canarias. Le
hablé de Moncofar, y le dije que allí seguro podría encontrar
empleo en invierno durante la cosecha de naranjas, y le
expliqué cómo llegar a ese pueblo.
Unos días más tarde, arribamos a Línea, ciudad
fronteriza con Gibraltar, una localidad inglesa. Ese día, la
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suerte me sonrió y mis conciertos de flauta resultaron con
bastantes ganancias que compartí con mis dos cómplices.
Como yo quería probar mi suerte en Gibraltar, y ellos
preferían continuar en las ciudades españolas, nos separamos
con tristeza y partí a la ciudad inglesa.
Crucé la frontera y los agentes me miraron con
desprecio; claramente no apreciaban mi apariencia. Cuando
entré en la ciudad sentí como ondas negativas. Todo era
diferente: la gente, el idioma, las casas, las tiendas, el
ambiente, aun el aire que respiraba me parecía diferente. A
unos cien metros más lejos, unos policías me detuvieron y
me pidieron identificación. Me amenazaron de llevarme si
me veían vagar por la noche. Obviamente, no era bienvenido
y comenzaba a aborrecer a los ingleses.
Esa noche, encontré un lugar para dormir debajo de
un restaurante en una playa, elevado a unos sesenta
centímetros del suelo por unos pilares. Me deslicé por
debajo y pasé la noche escondido. Por la mañana, después de
un desayuno carísimo, me di cuenta que esta ciudad no me
ofrecía ninguna perspectiva. Decepcionado con la actitud
arrogante de la gente, me fui, haciéndome la promesa de no
volver jamás.
De vuelta a tierra española, en donde me sentía mucho
más a gusto, me dieron un aventón unos cuatro muchachos.
Todos eran músicos, alegres y muy amigables. Su compañía
me levantó el ánimo, sobre todo después de esta mala
experiencia en la ciudad inglesa. Platiqué con ellos una gran
parte de la noche, y al día siguiente, los acompañé a
Estepona, en donde tocarían en un restaurante.
Mientras se alistaban, me paseé sobre una parte de una
costa acantilada en el cual podía ver el mar a decenas de

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metros hacia abajo. Me senté para contemplar el vasto
océano durante horas. La belleza del lugar era fabulosa,
sobre todo visto desde arriba. El tiempo parecía detenerse, y
me estremecía tanto, el lugar era increíble.
De regreso en el restaurante, me tomaba una copa
tranquilamente cuando, a mi sorpresa, vi a dos personas
conocidas entrar, eran Philippe y Christophe. Ambos se
sorprendieron también al verme. La vida en verdad tomaba
caminos llenos de casualidad.
Más tarde, di las gracias a los músicos y luego, mis
compañeros y yo seguimos el camino. Viajamos a lo largo
de la costa y llegamos a Málaga, en donde nos dirigimos al
banco de sangre. Allí, conocimos a dos franceses, Guy y
Gege, y a un marroquí llamado Adán. Guy y Gege habían
venido de Francia en un carro, con un perro pastor alemán
llamado Anis. Su vehículo se descompuso y tuvieron que
abandonarlo.
Hicimos una fiesta en lo alto de una colina con el
dinero recolectado, cantando y tocando música. El ambiente
alegre y ruidoso alertó a la policía, y pronto llegaron y nos
llevaron. Como era el único que hablaba español, me tocó a
mí responder a todas sus preguntas. Después de un
interrogatorio intenso, anuncié a mis compañeros de viaje,
con una voz quebrantada, que seríamos enviados de regreso
a Francia. Sus rostros se crisparon, y sus ojos se invadieron
de tristeza, hasta las lágrimas. Yo estaba consternado y
molesto al pensar que la aventura se terminaba aquí. ¡Qué
desgracia!
Después de varias horas de angustia, un policía vino y
con un tono muy rudo nos dijo: "Tienen una hora para salir
de esta ciudad, si los vemos otra vez, será la expulsión

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inmediata". Incrédulos y contentos, estábamos a punto de
darle las gracias al jefe de policía. Sin demorar, agarramos
nuestras pertenencias y nos fuimos. A la salida, encontramos
a un belga que tenía dos perros, y se unió a nosotros. Más
lejos, Adán recogió un gatito. Luego llegó el turno de Frank,
otro francés que se incorporó al grupo.
¡Qué equipo éramos! Philippe, Christopher, Gege,
Guy, Adán, el belga, Frank y yo, además de tres perros y un
gato. ¡No pasábamos desapercibidos! Como no era posible
utilizar el transporte público a causa de los animales, tuvimos
que continuar el viaje caminando.
Recorríamos la costa, haciendo paradas para comer y
descansar. Cruzamos Salobreña y después pasamos varios
días en Motril. En la salida de esta ciudad, un cruce de dos
carreteras principales nos esperaba: una hacia el norte iba a
Granada, en donde se alzaban las montañas, y la otra hacia el
este a Almería, que bordeaba la costa sur de España.
Cada quien debía tomar una decisión en cuanto a su
destino. Fui el primero en decidir y escogí la costa, porque
me encantaba el mar y la playa. Guy, Adán y Frank, con sus
mascotas, me siguieron. Los otros se fueron hacia las
montañas.
Debido a que éramos menos en el grupo,
avanzábamos mucho más rápido y era más agradable. Más
tarde, llegamos a Tierra Nueva. Era un pequeño pueblo,
pero encontramos un área de belleza fascinante. Teníamos
que tomar un camino estrecho, luego de subir a un
acantilado para encontrar esa parte de playa escondida, lejos
del mundo civilizado y coronada por una magnífica cascada.
¡Un verdadero paraíso! Tanto, que decidimos quedarnos
unos días.

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En el grupo yo hacía casi todo. Ganaba dinero,
preparaba el fuego y cocinaba, mientras que los demás traían
leña. Todos los días traía verduras y por la noche, preparaba
un caldo al que le añadía pasta o arroz. Todos lo disfrutaban.
Después de una modesta comida, preparaba también un té
que disfrutábamos fumando hachís. Procuraba incluso tener
galletas y leche, porque me gustaba tomar un buen desayuno
en la mañana antes de salir.
Cuando despertaba, nadaba un tiempo en ese mar tan
azul, tan limpio, en el cual recobraba vigor. Luego, durante el
día, hacíamos nuestras tareas bajo un sol resplandeciente. A
veces, durante la noche tocaba la flauta, con los ojos
clavados en la vasta extensión del mar. El eco que producía
la cercanía del acantilado me daba la impresión de que la
música navegaba al ritmo de las olas y se alejaba hacia el
horizonte.
El lugar era hermoso. Frank afirmaba que estaba
pasando las mejores vacaciones de su vida. Le respondí que,
para mí, no se trataba de vacaciones, sino de la vida que
había escogido. Nuestra concepción de la situación actual era
muy diferente. Frank sabía que de un día para otro,
regresaría a Francia, a su hogar para reanudar su rutina, pero
para mí, esta playa en este momento preciso era mi único
hogar.
Días después, levantamos el campamento y tomamos
el camino hacia la ciudad de Almería, nuestro nuevo
objetivo. En El Ejido había muchos marroquíes que
trabajaban en los invernaderos. Rápidamente Adán entró en
contacto con ellos, e inmediatamente fuimos contratados
para la cosecha de ejotes. El trabajo era tan pesado que sólo
duró un medio día. El corazón no estaba más en sintonía
con las cosechas.
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Prefería ganarme la vida tocando la flauta, que apenas
me permitía sobrevivir a diario. No estaba buscando la
riqueza, ni la comodidad, sólo quería viajar, estar en contacto
con la naturaleza y descubrir nuevos horizontes. Tomaba
conciencia de que me había convertido en una especie de
hippie.
Más tarde, salimos sin Adán quien quiso quedarse en
este pueblo. Los días y los kilómetros desfilaban sin cesar.
Una tarde, mientras dormía debajo de un sol abrasador, una
terrible pesadilla sobre mi madre me despertó. Asustado y
atormentado, me levanté completamente sudado, como
nunca antes me había pasado.
Por la noche, llegamos a la última ciudad antes de
Almería. Un terrible dolor de muelas me hacía sufrir un
martirio; desesperado, busqué inmediatamente a un dentista.
Encontré uno, pero por desdicha, estaba cerrado. Durante
horas me quedé esperando en la puerta porque no podía
soportar más este dolor horrible que hasta me daban ganas
de pegarme la cabeza contra la pared.
Cuando la dentista llegó, una mujer muy joven y muy
amigable, le expliqué mi caso. Aunque no tenía dinero, ella
accedió atenderme. Durante la conversación me preguntó
por qué vivía así; le contesté que estaba feliz así, que no me
importa el futuro porque quería vivir día tras día.
Posteriormente, me informó que era su primer día de
apertura y que yo era su primer cliente. Le dije que si todos
los clientes fueran como yo, jamás haría fortuna, y esto la
hizo reír. Tras darle las gracias, continuamos nuestro camino.
Al día siguiente, por fin llegamos a Almería. Fuimos
directamente al correo porque Guy les había escrito a sus
padres para que le enviaran algo de dinero. Guy lo retiró y

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abrió un telegrama que también había recibido. Al leer el
texto, su rostro se transformó. Le pregunté qué estaba
pasando, pero se quedó callado. Salió dejándome en las
manos el mensaje, que decía: "Guy, vuelve a casa pronto,
papá murió."
Estaba consternado y se entristeció profundamente.
Entendía su dolor, aunque no sabía qué decir. Era
imperativo para él tomar el tren de regreso a Francia, y como
sabía que no podía llevar a su perro, me lo encargó. Luego,
me pidió que lo contactara dentro de un mes para darnos un
punto de encuentro en donde me alcanzaría con un carro.
Tras la marcha de Guy, me quedé unos días en
Almería con Frank y el perro. Después nos fuimos los tres
hacia Murcia, nuestra siguiente etapa, que se encontraba a
150 kilómetros de distancia. Puesto que el trayecto se
diseñaba como una curva muy larga, acordamos cortar a
través de las montañas para ahorrar tiempo, con la esperanza
de volver lo más rápidamente posible a la senda de la playa.
Después de caminar por varias horas, llegamos al
pequeño pueblo de Níjar. Era un bonito lugar. Nos
instalamos al lado de un lavadero donde unas mujeres
ancianas venían a lavar su ropa. Eran muy amables y les
gustaba bromear con nosotros. También conocí a unos
jóvenes que me hacían muchas preguntas acerca de Francia.
Por la mañana, las señoras nos llevaban a recoger
flores, que luego vendíamos para ganar un poco de dinero.
Aquellas mujeres tenían gran cuidado de nosotros e incluso
nos traían comida y querían lavar nuestra ropa. Su amistad
era tal que nos quedamos allí varios días.
En la última noche deslumbrante, subí sobre una gran
roca que dominaba sobre el pueblo; desde ahí, tenía una
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vista maravillosa, y por encima de mí, una luna casi llena, que
emitía una luz espectral. El panorama era magnífico y
memorable. Empecé a tocar la flauta, entretanto las calles
estaban totalmente desiertas.
La melodía que se escapaba del instrumento parecía
vagar por las calles de la aldea. La música que tocaba salía de
lo más profundo de mi corazón, y tenía por objetivo
agradecer a los aldeanos su cálida hospitalidad.
Al amanecer, reanudamos el camino debajo de un sol
cada vez más sofocante, atravesando tierras áridas,
topándonos con diferentes tipos de insectos. Extrañábamos
en gran manera la playa, tanto así que, cuando finalmente
volvimos a verla de nuevo, corrimos como locos para saltar
en el mar.
Pero cuando toqué el fondo, sentí un inmenso dolor
agudo, y una terrible descarga eléctrica, acompañado de un
gran piquete en el pie. Salí inmediatamente del agua, me
senté y constaté que había numerosas espinas negras
encajadas en la planta del pie. Entonces me di cuenta que
había saltado sobre un erizo de mar. Cojeando, llegué a un
restaurante cercano, ahí me aconsejaron ver inmediatamente
a un médico. El problema era que el pueblo más cercano,
Aguillas, se encontraba a 7 kilómetros de distancia.
No podía caminar, entonces le dije a Frank que se
fuera con el perro, mientras que yo trataría de pedir aventón.
Empecé a levantar el pulgar, pero no se detenía ningún
carro. Estaba cansado y maldecía cada vehículo que pasaba.
Al final, decidí irme caminando.
Conseguí un palo, el cual utilizaba como bastón, y me
desplazaba sobre un pie, utilizando sólo el talón del otro.

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Pero cada vez que la planta del pie rozaba el suelo, una
terrible descarga eléctrica me sacudía.
Después de un largo y pesado viaje, llegué por fin a
Aguillas, donde me dirigí prontamente a la Cruz Roja.
Menos mal que fui, ya que, según el doctor, esas cosas se
infectaban rápidamente. Después de inyecciones, me
aconsejaron aplicar aceite de oliva todas las noches en la
planta para que las espinas salieran por sí mismas.
Aguillas era una linda ciudad, con muchas calles
peatonales que creaban un ambiente alegre. Las noches que
pasaba en las playas eran igualmente agradables. José, un
español del lugar nos visitaba muy seguido.
El 14 de julio, día de la revolución francesa, Anis me
dio una gran sorpresa al tener seis cachorritos. No sabiendo
qué hacer, le di uno a José quien quería alimentar al cachorro
con el biberón. Al día siguiente, cuando me desperté, Anis
había desaparecido con sus cinco perritos. Me preocupé,
pero obviamente se había escondido para impedirme agarrar
a otro de sus pequeñitos. Más tarde, ella vino en búsqueda
de comida, y cuando se fue, decidí seguirla.
Me hizo subir por una colina, tenía que gatear para ir
más rápido, luego entró en una especie de cueva. Era tan
estrecho y oscuro que sólo podía penetrar arrastrándome.
Después de varios metros en aquella tenebrosidad y ante el
temor de un mal encuentro, me di la vuelta.
Después de que José me consiguió una linterna, volví a
entrar en la excavación y al fondo encontré a Anis rodeada
de sus cachorros. Guy me había dicho que su perro era
cruzado con un perro lobo, y efectivamente se comportaba
como una loba.

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Varios días más tarde, después de haber regalado los
perritos, continuamos nuestro viaje. Ese día Anis, obstinada,
me causó muchos problemas porque no quería abandonar a
sus cachorros, pero finalmente pudimos dejar la ciudad.
Frank seguía conmigo y, francamente, su compañía me
desagradaba cada vez más. Como no se esforzaba para nada,
después de una discusión, nos separamos.
Días después, habiendo pasado por Cartagena, llegué
por fin a Murcia. Aproveché la oportunidad para hacer un
recuento de mi expedición: entre Málaga y Murcia, había
viajado 500 kilómetros a pie en tres meses. ¡Qué logro!
Inicialmente éramos doce, y a la llegada, solamente Anis
estaba conmigo.
En Murcia, nuevamente comía en Caritas y dormía en
el parque. Llamé a Guy y nos fijamos una fecha de
encuentro, el 18 de septiembre en Benidorm, una ciudad a
100 km.
Mientras tanto, conocí a Gallego. Lo llamaban así
porque procedía de la región de Galicia en el norte de
España. Los españoles hacían muchos chistes acerca de los
gallegos. Él vino, junto con otros dos franceses, a quedarse
conmigo en el parque. Dos veces por semana íbamos al
vampiro y, con la ganancia, hacíamos la fiesta. Un día que
me desmayé, Gallego entró totalmente en pánico. Gritaba, se
levantaba y corría en todas direcciones. Lo veía, lo oía, pero
no podía hacer nada, porque no podía controlar mi cuerpo.
Pero pronto, cuando me recuperé, le expliqué que debió
haber alzado mis piernas para hacer circular la sangre. Fue
entonces cuando constaté la magnitud de mi decadencia:
beber cerveza, fumar hachís, después de vender mi sangre
destruía seriamente mi salud. Y esto tenía que cambiar.

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El día de la cita con Guy llegó. Dejé a Anis con los dos
franceses, y tomé el autobús con Gallego hacia Benidorm.
Esta ciudad era demasiado turística y no me agradaba en
absoluto, no me sentía cómodo.
La búsqueda para encontrar a Guy en medio de esta
enorme multitud se anunciaba particularmente difícil.
Además, después de un momento perdí también a Gallego
por tanta gente que había. Ahora tenía que buscar a Guy y a
Gallego. Más tarde, él me encontró y me dijo emocionado
que había hallado a Guy. Esto fue sorprendente, dado que él
nunca lo había visto. Me afirmó que su pelo largo y su
aspecto de hippie le habían permitido identificarlo
inmediatamente; y en efecto, era él.
Nos alegramos de vernos, pero Guy preguntaba por
su perro. Le expliqué que se había quedado en Murcia, e
inmediatamente nos fuimos a bordo del automóvil que había
traído. De regreso a Murcia, el reencuentro con su perrita
fue emocionante, a pesar de que ésta batalló para
reconocerlo después de tres meses de separación.
Guy me comentó que tenía que regresar unos diez días
a Francia para arreglar algunos detalles, y me aseguró que
volvería. Gallego y yo lo acompañamos hasta Pamplona,
cerca de la frontera.
Después de pasar la noche en una pensión, por la
mañana Gallego me dijo que iría al banco para recuperar un
dinero que le habían enviado. Después de una larga espera
de muchas horas, entendí que me había hecho una mala
jugada y se había ido con su dinero. Estaba furioso,
especialmente después de todo lo que había hecho por él.
Con el fin de no deprimirme, opté por olvidarlo y salir
de Pamplona hacia Victoria, y desde allí, proseguí hasta
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Soria, una ciudad de tamaño medio, donde me parecía bien
para vivir.
Me dirigí hacia un gran parque en el corazón de la
ciudad, en donde conocí a Rober, un hippie español. Dormía
allí y me propuso quedarme con él. Rober era muy amable, y
para ganarse la vida, hacía cosillas con alambre de cobre,
como insignias o pequeñitos lentes, y luego los vendía a los
jóvenes.
Muchos jóvenes venían a verlo y a platicar con él. Es
así como pude conocer a la juventud local. Una vez,
mientras yo charlaba con Rober, llegó una joven que, a
primera vista, me gustó mucho. Era muy diferente de las
otras que había conocido. Se llamaba Mariví, era simple y de
agradable compañía. Ella tenía 18 años, estudiaba medicina y
era fanática del rock pesado.
Mientras estábamos hablando de este estilo de música,
le comentaba que siendo adolescente tenía un amigo que era
fan de estos grupos como Black Sabbath, Ozzy Osborne y
otros. El muchacho los adoraba, mientras que en mi
opinión, cuando escuchaba estas canciones me parecían muy
oscuras y satánicas. Había oído algo acerca de esta música,
cómo influía en los jóvenes para consumir drogas, pensar en
el suicidio y también que contenía mensajes subliminales. Un
día, después de una discusión con su novia, mi amigo se fue
a su casa, en el cuarto piso de un edificio, y se encerró en su
cuarto. La ventana estaba abierta y su cama colocada justo al
lado. Saltó sobre el colchón y de rebote, se arrojó al vacío.
Sobrevivió a sus lesiones, pero quedó parapléjico.
Una persona, amigo de mis hermanos, que en ese
momento se encontraba al pie del edificio, oyó el grito
terrible y mirando hacia arriba, vio caer el cuerpo y

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estrellarse en el piso. Esta espantosa escena lo había
traumatizado.
Además, el muchacho tomaba diferentes drogas, como
pegamento o éter. Entonces hacía la relación entre el rock
pesado y su comportamiento. Obviamente, Mariví no
compartía mi punto de vista, pero escuchaba amablemente.
Le hablé de mi deseo de explorar el mundo. Le hubiera
gustado acompañarme en esta aventura, pero agregó que
debido a su familia y a sus estudios, le era imposible.
Varios días después, llamé a Guy y nos reunimos al día
siguiente. Venía en su carro, acompañado de su amigo Luc y
de Anis. Les presenté a Mariví, y Guy se dio cuenta que esta
chica me gustaba. Nos quedamos unos días más en Soria.
Visitamos con ella la ciudad y sus lugares más
inusuales. Ella nos llevó a un lugar maravilloso, al lado de un
río, en donde estaba escrito en el tronco de un árbol un
poema de amor de Antonio Machado.
Luego me dijo que tenía que irse por algún tiempo a
Madrid, en donde sus padres tenían una casa de vacaciones.
Ella nos invitó a alcanzarla allá, pero Guy me preguntaba
cuándo saldríamos para el sur. Le aseguré que en poco
tiempo estaríamos debajo del sol andaluz.
Fuimos a Madrid y allá Mariví nos hizo visitar esta
enorme ciudad. En la Puerta del Sol, todos los domingos
había un gran mercado muy animado, con un ambiente de
muchos jóvenes. Me gustaba mucho esta segunda visita a la
capital, no tenía nada que ver con la primera visita con
Christophe. ¡Descubrí Madrid desde un ángulo muy
diferente!

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En la noche en que decidí irme, había un concierto de
Iron Maiden. Teníamos sólo dos boletos y los dejamos a
Mariví y a su amiga. Cuando le comenté mi intención de
partir, me entregó una carta y le pedí que regresara en el
intermedio para darle algo yo también.
En el carro leí la carta en la cual había adjuntado una
fotografía de ella. Decía que le hubiera gustado irse a la
aventura, pero nuestras vidas eran muy diferentes. Luego
añadió que esperaba que nunca la olvidara, porque ella nunca
me olvidaría.
Esta carta me entristeció. Me hubiera gustado que me
acompañara, pero sabía que mi estilo de vida no lo permitía,
y que no podía cambiar nada. Le escribí también unas
cuantas palabras, diciéndole que un día regresaría.
A la hora del intermedio, Mariví ya estaba detrás de la
puerta. Me era muy difícil decirle adiós porque no me
gustaban las despedidas, y ésta era muy especial. Le entregué
la carta, y mientras nos mirábamos ninguno pronunció una
palabra. Entonces derramó unas lágrimas, probablemente un
reflejo de las mías. Había mucho ruido a mi alrededor, pero
no oía nada. Entonces, en respuesta a su sonrisa, le dije:
"Hasta la próxima”, y volví al carro. Guy y Luc no decían
nada, podían percibir mi tristeza.
Luego que la pena desapareció, el gusto por la
aventura volvió, lo que complació a Guy. Gracias a su carro,
ahora podíamos movernos con más facilidad.
Por la tarde llegamos a Los Caños, una playa ubicada al
sur de Cádiz y frecuentada por los hippies. Como cada grupo
había construido su choza de ramas, lo hicimos también y
rápidamente edificamos nuestra propia casa. Cada noche, la
fiesta con hachís estaba en pleno apogeo en este lugar.
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Para alimentarnos, teníamos que ir al mercado del
pueblo, a 5 kilómetros de distancia. Me impresionó algo que
vi en el lugar: no hacía falta pedir algo, cada vez que un
comerciante nos veía, nos regalaba frutas o verduras.
¡Increíble! Era una costumbre para ellos, porque todos los
hippies de Los Caños frecuentaban este mercado.
El ambiente era único y la generosidad de los
comerciantes sin precedentes. Había una convivencia entre
los vendedores y los hippies que jamás había visto. Nos
quedamos allí unos días, luego nos dirigimos hacia las
montañas de la Sierra Nevada. El lugar era tan hermoso que
ansiaba volver, además quería que Guy lo conociera.
En el camino, Luc decidió regresar a Francia porque
no le gustaba el estilo de vida que llevábamos. Cuando
llegamos a la cima de este pequeño paraíso, una casa en
ruinas nos sirvió como refugio. Una vez más, me asombraba
la belleza del paisaje, con la nieve que parecía estar a la
mano, incluso, Guy se había quedado sin palabras.
Las noches eran bastante frías y muy quietas. El
silencio de la montaña era tan fuerte que casi se podía oír.
Después de unos días en el lugar, en plena comunión con la
naturaleza, nos fuimos a Granada, una ciudad muy hermosa
y muy calurosa, aunque bastante turística.
Había un buen ambiente porque las calles peatonales
eran muy animadas. Conocimos a varios hippies que venían
desde el norte de Francia. Todos trabajaban en el cuero,
fabricando diversos objetos que luego vendían en los
mercados. Ellos nos llevaron a unas cuevas sobre una colina,
que les servían de refugio. Como había varias, elegimos una
que arreglamos y se convirtió en nuestra nueva morada
temporal.

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El lugar era muy especial, estábamos en altura, en la
tranquilad y enfrente se alzaba el famoso castillo de la
Alhambra. Por la noche, éste se iluminaba como un árbol de
Navidad, y desde nuestro refugio, podíamos contemplar el
paisaje con la luna y las estrellas, eran escenas inolvidables
que nuestros ojos disfrutaban.
Nuestra cueva se había convertido en la más hermosa
y la mejor amueblada de todas, incluso habíamos construido
una chimenea. Cada noche hacíamos un fuego para cocinar y
calentarnos. Otros dos hippies vinieron a vivir con nosotros,
Henry, un francés acompañado de un español llamado
Ramos. Cada mañana descendíamos a la ciudad para recoger
un poco de plata, luego nos reuníamos en las escaleras de la
catedral.
Un día, mientras estaba tranquilamente apoyado sobre
una valla, un turista japonés con una cámara se me acercó y
me pidió fotografiar mi rostro para una revista. Estaba muy
turbado. Nunca pensé que alguien pudiera pedirme algo así.
En aquel entonces tenía el pelo largo, con rastas que se
habían formado de manera natural porque todas las
mañanas, después de nadar, me sacudía la cabeza con vigor
para peinarme. El cabello tomaba simplemente su lugar y se
torcían a su antojo. Además, el sol y la sal del mar lo habían
esclarecido hasta el punto que se decoloró y tornó en rubio.
Vacilante, miré a Henry, quien me animó a aceptar a
cambio de algo de dinero. El turista estuvo de acuerdo. No
me sentía muy cómodo con todas estas fotos, y luego me dio
solamente 200 pesetas, añadiendo que esperaba que no lo
gastara en la droga. ¡Qué avaro!
Entre más pasaban los días, más me cansaba de la vida
bohemia. Ahora, me parecía monótona, a pesar de que

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Granada era una ciudad hermosa. La rutina de esta vida me
aburría y me daba cuenta que mi sueño no era vivir como un
hippie, sino viajar para descubrir el mundo.
Reflexioné mucho sobre esta situación y luego hablé
con Guy. Le dije que debíamos cambiar nuestro estilo de
vida. Le propuse trabajar por un cierto tiempo, luego en
carro viajaríamos hacía Marruecos y Argelia. La idea agradó.
Como el invierno se aproximaba, nos trasladamos a
Moncofar, en donde sabía que nos sería posible encontrar
trabajo en los huertos de naranjos. Dos días más tarde,
llegamos al pueblo.
Volví a ver a los amigos: Fina, Paco, Miguel, Elena y
todos los demás. Me alegré y ellos se pasmaron de mi
transformación. En un año mi apariencia, como mi forma de
pensar, había cambiado tanto que les fue difícil
reconocerme.
Mi gran casa vacía nos esperaba y los mismos jefes nos
reclutaron. Ahora, tener un coche nos hacía la rutina más
fácil para ir y volver del trabajo.
Un día, volviendo del trabajo, un carro verde estaba
estacionado en frente de mi casa. Entonces encontré a
Stefan, el alemán que había conocido el año anterior. Esta
vez, no venía con Daniela, sino con un amigo que se llamaba
Horst.
Cada noche, era la misma inercia de siempre: Campoy,
Bemol, la Marcha con amigos, dormir y, al día siguiente, ir a
trabajar.
En el grupo de trabajo había nuevamente una gran
cantidad de marroquíes y argelinos. Abdelkrim y su hermano
menor, Omar, ambos marroquíes eran muy amigables.
- 62 -
Muy seguido íbamos con la madre de Elena, quien
había abierto un lugar para personas mayores. Ella era tan
amable y delicada conmigo que la llamaba "Mamá". Luego la
mayoría de los trabajadores venían también a comer y todos
decían: "Vamos a comer con Mamá." Ella, por su parte, se
alegró con su nueva clientela.
Guy a menudo me prestaba su auto, el cual conducía
sin licencia. Un día, mientras regresaba de una fiesta que se
celebró en un pueblo cercano, queriendo cambiar una cinta
de música, sin pensar me agaché para agarrarla; cuando me
di cuenta de lo que estaba haciendo, inmediatamente levanté
la cabeza viendo que estaba fuera de la carretera lanzándome
a toda velocidad contra un árbol. Afortunadamente, en una
fracción de segundo, pude girar el volante y evitar el
obstáculo. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
Después, tuve la impresión de que una voz interior me había
prevenido.
Pero este incidente no impidió que otro ocurriera, aún
más aterrador. Estaba con Guy, quien conducía en el camino
de regreso ya a punto de cruzar unas vías de trenes, en las
cuales no parábamos jamás porque nunca había trenes. Pero
en esta ocasión, a cierta distancia, vi por primera vez una luz
verde, lo que me preocupó. Me preguntaba qué era. Guy,
por su parte, no se había percatado de nada, y como siempre
conducía como un loco, con su música a todo volumen.
Se dirigía a toda velocidad para cruzar los rieles,
cuando llegando a pocos metros, el tren apareció. Entonces
grité con toda mi fuerza: “¡Frena!” Inmediatamente, Guy
presionó el pedal del freno. El carro derrapó y se detuvo a
menos de un metro del tren. Aturdido, mi corazón no
paraba de latir fuertemente y a gran celeridad. ¡Fue una
experiencia terrible!
- 63 -
Un tiempo después, Stefan regresó a Alemania,
mientras que Horst con su coche se quedó en mi casa.
Abdelkrim, Omar y otros marroquíes habían alquilado un
apartamento en la playa. Así que les propuse hospedar a
Horst, y de esta manera todos ellos podrían ir al trabajo en
su carro. Cuando le comenté a Horst, estuvo encantado de ir
a vivir en un verdadero apartamento. A fin de cuenta todos
encontraban su conveniencia.
Un día, al visitar a Abdelkrim, su hermano menor,
Omar, estaba acostado en su cama en plena tarde. Me contó
que después del trabajo, Omar le pidió a Horst que le
prestara un poco su coche. Él tenía el permiso de conducir,
pero no tenía mucha experiencia en manejar. Al llegar a la
playa, Omar dio mal una vuelta y golpeó una tienda y
destruyó toda la parte frontal. Tuvo que pagar 75.000
pesetas, todo lo que había ahorrado durante los dos meses
de trabajo. Omar estaba acurrucado en su cama, afligido y
decepcionado consigo mismo.
Más tarde, alguien que ya conocía llegó a Moncofar.
Era Manfred, el muchacho extraño que había conocido en
Cádiz, y al que le había sugerido trabajar en los campos de
naranjos. El pobre no era muy hábil, mientras yo hacía
treinta y cinco cajas, él hacía solamente cinco. Trabajó muy
pocos días y luego desapareció.
Navidad se acercaba y decidí visitar a Mariví. Hacía
varios meses que la había dejado. Esperaba platicar con ella,
y, quién sabe, tal vez encontraríamos una solución. Así que
me fui con Guy, y después de varias horas de camino,
llegamos a Soria. La ciudad estaba cubierta de nieve y hacía
mucho frío. Más tarde, vi a Mariví y luego de alegrarnos,
fuimos a un bar.

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No habíamos hablado mucho desde que había llegado
y sospechaba que quería decirme algo. Entonces ella me
susurró algo al oído, pero no podía escuchar porque la
música era ensordecedora. Con lágrimas en los ojos, alzó la
voz y me dijo que había conocido a un muchacho de
Madrid, y agregó que era algo serio.
Esta noticia me dejó sin palabra, todos mis planes se
habían derrumbado en un instante. Señaló que me había
esperado mucho tiempo, y añadió que nunca hubiéramos
podido estar juntos.
Era la verdad, aunque no quería admitirla. Yo vivía en
la ilusión, y quizás me gustaba esto, como si estas
circunstancias debían ser parte de la aventura. Al final de la
tarde, Mariví me dejó su dirección y nuestra separación fue
aún más dolorosa que la primera.
Luego nos regresamos a Moncofar. Al llegar allí, le
advertí a Guy que, si queríamos viajar a Marruecos, teníamos
que ahorrar dinero y dejar de gastarlo en fiestas. Pero a pesar
de nuestra buena voluntad, desperdiciamos todas nuestras
ganancias, era algo más fuerte que nosotros.
Un día, en el Campoy, Fina me entregó una carta que
mi hermano me había enviado. Le había escrito unas tres
semanas antes para informarle mi intención de trabajar y
visitar a nuestra madre. Subimos al auto, leí la carta, y me
enteré con pavor que mi madre había fallecido hacía varios
meses. Estaba totalmente estupefacto. ¡No lo podía creer!
Le rogué a Guy que me llevara pronto a casa. Él
mismo estaba asustado, y una vez allí, le dije llorando que
iría solo a Argelia para el funeral de mi madre. En realidad,
no sabía lo que estaba diciendo.

- 65 -
Esa noche estuve muy agitado, al punto que me fue
imposible dormir. Me sentía completamente perdido,
confundido, abrumado, incluso el temor se apoderó de mí.
Una mezcla de sentimientos y emociones me invadía. Pensé
en la última vez que había visto a mi madre, hacía casi dos
años.
Luego, una profunda soledad me envolvió. ¿Qué será
de mí sin ella? Me sentía culpable por no haber dado noticias
antes, y me responsabilizaba. No dejaba de pensar en ella,
recordando nuestros mejores momentos juntos.
Durante horas me senté, postrado, solo y trastornado.
Tenía que reaccionar e irme urgentemente. Llorar sobre su
tumba apaciguaría quizás un poco mi alma atormentada.
Necesitaba, más que todo, pedirle perdón por no haber
estado a su lado.
Meditaba sobre algunas cosas inquietantes. Mi madre
había dejado esta vida el mes de junio, y me acordé que era
en marzo que traté en vano de pasar la aduana en Marruecos
para visitarla. Me preguntaba qué habría cambiado si los
aduanales me habrían dejado pasar. ¿Por qué? ¿Por qué no
pude entrar a Marruecos? Me hacía constantemente esta
pregunta, sin encontrar una respuesta.
También me acordé de esa horrible pesadilla que había
tenido acerca de mi madre en una playa precisamente el mes
de… ¡junio! ¿Había sido una especie de premonición? Una
vez más, no tenía respuesta.
Ahora la vida en Moncofar era muy diferente. No salía,
no más fiesta, trabajaba y ahorraba para el viaje. Ya no era
más aquel que se divertía y que divertía a los demás. Tenía
un objetivo que debía cumplir por cualquier medio, para
estar en paz conmigo mismo.
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Dos semanas más tarde, la cosecha terminó. Había
ahorrado muy poco dinero y Guy me dio algo del suyo.
Después de dejarme su dirección en Francia, me despedí de
él y me fui hacia Marruecos.

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6

Había dos formas para llegar a Marruecos desde


España. La primera consistía en pasar por Ceuta, lo que
había tratado de hacer tres veces, y cada vez me habían
negado la entrada. La segunda era a través de Melilla. Elegí
esta opción porque, además de los malos recuerdos de
Ceuta, Melilla se encontraba mucho más al este de
Marruecos, por lo tanto más cerca de la frontera argelina.
Para alcanzar Melilla, tenía que tomar el barco a
Almería. Me dirigí entonces a esta ciudad, y durante el viaje,
me ganó la angustia al pensar que me negarían de nuevo
ingresar al país.
Al llegar al puerto, me embarqué para Marruecos. Si la
travesía duraba una hora desde Algeciras, desde Almería
duraba 12 horas. En el barco, conocí a un inglés llamado
O'Brien, quien iba de visita a Marruecos, ambos
simpatizamos durante el trayecto.
Melilla, al igual que Ceuta, era también una ciudad
española situada en territorio marroquí. Saliendo del puerto,
un hombre se acercó y nos preguntó si estamos buscando
una habitación económica. O'Brien era suspicaz y no
confiaba en nadie, pero cuando vio que yo hablaba árabe, se
tranquilizó. Afortunadamente recordaba algunos conceptos,
aunque no sabía leer ni escribir este idioma. Mis
conocimientos lingüísticos fueron suficientes para que
pudiera comunicarme con aquel hombre.
Necesitábamos esta habitación, así que mientras
seguíamos a este marroquí llamado Mohamed, nos
manteníamos en guardia. Trabajaba como responsable de un
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pequeño albergue, cuya dueña era una mujer anciana de
nacionalidad española. También nos presentó a los
miembros de su familia, los cuales eran amistosos y cálidos.
Me comentó que para ganar su vida vendía hachís a los
turistas o les cambiaba sus divisas en dírham, moneda del
país.
La plática terminó muy tarde, y después de dormir una
buena noche, disfrutamos de un excelente desayuno y
posteriormente, nos dirigimos a la frontera marroquí. En
cuanto más me acercaba, la tensión aumentaba, al punto que
nudos se hacían en mi estómago, mi boca estaba seca y mi
garganta se cerraba. Los malos recuerdos comenzaron a
resurgir de nuevo.
A la espera del sello de entrada, la ansiedad se hacía
más y más intensa. Cuando me llamaron para informarme
que no podía ingresar a Marruecos por falta de recursos, me
parecía el colmo de la absurdidad. Les rogué que me dejaran
pasar, pero eran inflexibles.
Desmoralizado, agarré mi pasaporte, y lleno de enojo,
les maldecía sobre tres generaciones. ¡Cómo podían ser tan
crueles!
El inglés, por su parte, había conseguido su sello sin
ningún problema. Tenía que cruzar la frontera de cualquier
manera, ilegalmente si fuera necesario. No podía pensar en
retroceder porque tenía un objetivo crucial para lograr. Le
pedí a O'Brien que me prestara algo de dinero con la
promesa de devolvérselo inmediatamente. Me lo prestó, y
me dirigí nuevamente hacía la aduana.
Llené la hoja de entrada, la declaración de dinero,
luego pase a la oficina. El tipo me miró con desprecio, dio
varias vueltas al pasaporte, y después de un tiempo que
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nunca se acababa, me puso el sello. ¡Qué alivio! ¡No lo podía
creer! Estaba eufórico, como si hubiera descubierto una
mina de oro. Gracias a este sello valioso, todos mis
sentimientos negativos se disiparon en un instante.
Así que crucé esta áspera aduana marroquí, alentado y
sonriente, pero todavía incrédulo. Apenas había puesto un
pie del otro lado de la frontera, me sorprendió el cambio
radical de escenario. Las calles estaban llenas de tierra, las
casas en mal estado, y unos niños vestidos miserablemente,
al punto que me sentía inmerso en otra civilización.
Observaba la extrema pobreza de los que vivían más allá de
Melilla; el país se anunciaba ser mucho más pobre que
España.
O'Brien y yo subimos en un taxi y nos fuimos hacia el
sur. Durante el viaje observaba el paisaje y veía no solamente
la gran carencia de los pueblos, sino también el clima árido
de la región que traía como consecuencias devastadoras
tierras desiertas e inutilizables.
Cruzamos Nador y llegamos a Oujda, una ciudad
importante y mucho más civilizada. Conocimos a varios
jóvenes, de los cuales algunos eran estudiantes. Su
bienvenida entusiasta nos impresionó y aun, nos invitaron a
quedarnos la noche con ellos.
Hablaban mucho de Europa, que soñaban con visitar
algún día. Añadieron que era muy difícil o imposible de
poder ir porque el precio del pasaporte era exorbitante. Nos
quedamos unos días allí, y pasamos buenos ratos. Luego de
agradecerles, decidí seguir mi viaje hacia Argelia. O'Brien,
por su parte, regresó a Inglaterra.
La frontera con Argelia estaba sólo a unas decenas de
kilómetros al este de Oujda. Al llegar, vi una larga fila repleta
- 70 -
de cientos de personas. Me puse en el extremo de la fila, a
sabiendas que tendría que ser muy paciente. Pocos minutos
después, un agente de la aduana marroquí se me acercó y me
preguntó con voz pausada:
¿De dónde vienes?
De Francia le contesté tranquilamente
¿Vas a visitar a tu familia? siguió preguntándome
con interés
Sí, me avisaron del fallecimiento de mi madre le
respondí con cierta tristeza
Parecía sinceramente dolido por esta noticia y añadió,
para mi gran sorpresa:
Preséntate directamente a la oficina para obtener tu
sello.
¡Increíble! Hasta ahora los aduanales marroquíes me
habían tratado con desprecio, mientras que esté me
mostraba empatía. Me apresuré para llegar a la oficina,
pasando por delante de toda la fila mientras que la gente me
lanzaba miradas. En el interior, otro agente con rostro de
piedra y visiblemente molesto, se negó rotundamente a
atenderme por lo que me regresó al final de la fila. Me quedé
perplejo. La cabeza hacia abajo y apenado, volví a mi
posición original escuchando las burlas de algunos que lo
hacían con mucha alegría. Me sentía muy incómodo.
Cinco minutos después, el primer agente se sorprendió
al verme allí otra vez. Le expliqué cuál fue la reacción de su
colega, y entonces me pidió que lo acompañara. Al pasar
nuevamente delante de toda la fila, no sabía ni qué pensar ni
qué hacer. Adentro de la oficina, dio mi pasaporte al otro
- 71 -
aduanal, y le ordenó que pusiera inmediatamente el sello.
Feliz con este resultado, le agradecí por su preciosa ayuda y
con el pasaporte en la mano, me preparé para cruzar la
frontera argelina.
Los aduanales argelinos me miraban con ojos en los
cuales podía leer arrogancia y desdén. Me revisaron desde los
pies hasta la cabeza, convencidos de que traía droga
conmigo. Después de una cuidadosa revisión, al no
encontrar nada me pusieron el sello de muy mala gana. Salí
contento y caminé hacia la barrera, el último obstáculo para
ingresar a Argelia. El guardia me pidió mi pasaporte y luego
lanzó con un tono muy seco:
¿De qué nacionalidad son tus padres?
Esta pregunta se explicaba por el hecho de que en el
pasaporte francés, mi nombre figuraba como Apdlkrim.
De nacionalidad argelina le respondí con mucha
cautela.
¿Y tú? ¿De qué nacionalidad eres? me preguntó, con
la voz más seria.
Había escuchado que muchos franceses con origen
argelino habían sido regresados, cuestión de celos, rivalidad,
o discriminación. Para evitar que esto me ocurriera a mí
también, tenía que pensar muy rápido. Tenía la doble
nacionalidad, franco-argelina, el primero por nacer en
Francia, el segundo por descendencia de mis padres. Siempre
me había considerado francés porque había nacido, vivido y
sido educado en Francia con su cultura y mentalidad, pero
esta vez tenía que ser prudente, por lo cual contesté con una
voz temblorosa:

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Soy también argelino.
¿Y por qué tienes un pasaporte francés? insistió el
aduanero.
Tenía la impresión de estar sentado en la banca de los
acusados, y quería poner fin a este interrogatorio. Tenía dos
pasaportes, pero cuando salí a la aventura, agarré solamente
el francés pensando que me sería mucho más útil para viajar.
Después de meditarlo, le respondí con más calma:
Tengo el pasaporte francés porque nací en Francia.
El guardia reflexionó durante unos segundos, luego me
entregó el pasaporte y, con una sonrisa, añadió:
Bienvenido a tu país.
Levantó la barrera y pude finalmente entrar en Argelia.
La situación se había complicado un poco y noté que había
tenido mucha suerte.
Me encontraba en el oeste, mientras que mi familia
vivía hacía el este, a unos 1000 km de distancia, en el
pequeño pueblo de Ain-Touta. Tomé el autobús y me alegré
al ver que el transporte no costaba casi nada en este país.
Durante las primeras horas, el viaje fue muy incómodo
porque la gente me miraba constantemente a causa de mi
pelo medio largo. Probablemente nunca habían visto un
joven de sexo masculino así. Sus miradas insistentes y
despectivas me molestaban, sentía fastidio a tal punto que
interiormente, los insultaba de ignorantes.
Pasé una noche en Argel, la capital, y al día siguiente
continué mi camino. Después de cruzar varios desiertos, por
fin llegué a mi destino.

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Mi hermano fue el primero en recibirme. No sólo se
sorprendió de mi visita, pero sobre todo quería saber por
cual milagro había podido cruzar la frontera. Añadió que
desde hacía varios meses toda la familia me buscaba.
Inmediatamente, acompañado por un primo, fui a la
tumba de mi madre para hacer mi duelo. Me impresioné al
ver que el cementerio era simplemente un terreno ubicado a
la salida de la ciudad, con montones de tierra que
reemplazaban las tumbas. Este lugar no tenía nada que ver
con los panteones de Francia, en donde las tumbas eran de
piedra y cemento. En Argelia, la costumbre exigía que el
cuerpo fuera envuelto por una sábana y fuera colocado
dentro de un hoyo, cubriéndolo solamente por capas de
tierra.
Me dirigí al lugar donde fue sepultado el cuerpo de mi
madre. Nunca había imaginado vivir una situación tan
terrible. Sentado a su lado, derramé lo que había en mi
corazón, implorando su perdón por haber estado lejos de
ella. Me reprochaba no haber estado allí cuando ella me
necesitaba. Entonces recordé todo lo que ella había hecho
por mí, especialmente en tiempos difíciles, así mismo de
todas las veces que le había causado preocupación por mis
insensateces. Me daba cuenta de lo tanto que la había hecho
sufrir; todos estos recuerdos aumentaban mi dolor y
amplificaban mi culpabilidad. En este lugar tan triste, hablé
mucho tiempo con ella, encontrando un poco de paz
interior, pero mi corazón estaba todavía lleno de tristeza y
amargura.
De regreso a la casa de mi hermano, otras grandes
sorpresas estaban esperándome. Supe que desde la muerte
de mi madre, mi padre se había casado nuevamente en dos
ocasiones. Esta noticia me dejó sin palabras, me sentía fuera
- 74 -
de todo. Supuestamente, no podía quedarse solo porque
necesitaba de una mujer para cuidar de él; esto era parte de la
cultura musulmana. Dicho de otro modo, se casó por
necesidad.
Se había divorciado de su primera nueva esposa
porque ella había tratado de robarle. Mi padre no era rico,
pero estaba en una situación cómoda, ya que durante toda su
vida había hecho comercio entre Francia y Argelia. Por su
gran avaricia, había amasado una gran cantidad de ganancia
cuyo valor, tomando en cuenta la bajeza de la moneda
argelina, era suficientemente importante en ese país.
Después de la separación de esa mujer, se casó con
otra, la cual conocí en ese momento. Era una mujer de unos
cincuenta años, parecía amable, pero sabía que mi madre
quedaría para siempre irremplazable.
Me quedé seis semanas allí, luego decidí marcharme
hacia Francia para reencontrarme con mis otros hermanos y
hermanas.
Tomé la misma ruta que el viaje de ida hasta la frontera
marroquí. Después de un recorrido más largo y desagradable
que el primero, llegué con los bolsillos vacíos. Era muy
escéptico y recordando todas las dificultades, sabía que
muchos problemas me estarían esperando para reingresar a
Marruecos.
Pero al final, la suerte volvió a sonreírme. Declaré una
cantidad de dinero que no tenía y los aduanales no se
tomaron la molestia para revisarlo. Aquellos guardias eran
mucho menos severos que los de Melilla y de Ceuta,
probablemente porque se trataba de una frontera con un
país pobre, y no con un país como España.

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Llegando a Oujda, encontré otra vez a mis amigos
estudiantes y se sorprendieron de verme tan pronto.
Permanecí unos días con ellos, luego me dirigí de nuevo
hacia Melilla para tomar el barco con dirección a España.
Al llegar a Melilla, me encaminé hacia la pensión en
donde trabajaba Mohammed. Él se ofreció a alojarme
gratuitamente. Mientras que su esposa nos preparaba una
rica comida, me comentó que como yo hablaba varios
idiomas, podría ganar mucho dinero en su negocio con los
turistas. Acepté el trabajo, pero los asustaba en lugar de
hacer negocio con ellos. Esto definitivamente no era un
empleo para mí.
Sin embargo, me quedé dos semanas con él. A lo largo
de nuestras discusiones, me habló de su familia que vivía en
Katama. En esta región de Marruecos había grandes
plantaciones de cannabis que vendían a precios muy bajos.
Así que él me sugirió ir a Francia para encontrar
compradores y traerlos de vuelta, añadiendo que con esto
podría ganarme un buen porcentaje. Sin embargo, esta
propuesta no me llamaba mucho la atención.
Luego, tomé el barco para Almería. A partir de ahí, fui
pidiendo aventón en dirección de Murcia. Una vez en la
ciudad, fui a dormir en mi parque conocido, pero esa noche
no pude cerrar el ojo a causa de un frío intenso; me había
tapado con unos cuantos cartones a falta de cobija.
Al día siguiente acudí al vampiro, en donde para mi
gran sorpresa volví a ver a Gallego. Notaba que había
perdido mucho peso. Su rostro reflejaba la desesperación, y
constaté que había desperdiciado su tiempo en fumar, en
beber y en vender su sangre. Me daba lástima porque parecía
ser una sombra de sí mismo. Cuando le pregunté por qué me

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había abandonado en Pamplona, respondió que la policía lo
había arrestado mientras buscaba un banco. No le creía ni
una palabra, pero ya no me importaba, tenía otras cosas en
mi mente.
Compré un boleto para Madrid, luego me dirigí hacia
un lugar llamado Coslada. Sabía que allí había una red de
tráileres internacionales frecuentada por choferes de todos
los países europeos. Llegué de noche, me instalé para dormir
en un lugar muy ruidoso, cerca de la autopista y del
aeropuerto, siendo otra noche imposible de cerrar los ojos
con los va y vienes de aviones, trenes y vehículos. Este ruido
infernal terminó por fastidiarme.
Al día siguiente fui a la entrada de la red y solicité a
todos los que salían, ya fueran ingleses, alemanes o franceses,
que me llevaran a Francia, pero nadie aceptó. Mucho tiempo
había pasado y ya estaba muy desesperado. Luego, un joven
francés pasó, pero cuando le pedí llevarme a Francia se negó,
diciéndome que lo sentía mucho.
Más tarde, mientras hablaba con un chofer, escuché a
alguien pitar detrás de mí. Volteé y vi al joven francés que
había regresado por mí. Me dijo que tenía que ir por una
carga en otra ciudad antes de irse para Francia, y le contesté
que no era un problema, más aún, que podría ayudarlo.
Siendo de buena compañía, le pregunté sobre su
trabajo que parecía fascinarle. Luego, como yo estaba muy
agotado por las noches pasadas, me acosté en una litera de
atrás, y dormí profundamente. Después de dos noches sin
dormir, este refugio me cayó súper bien. Los buenos
momentos siempre hacían olvidar los malos.
Una vez cargados los neumáticos en Bilbao, nos
trasladamos ahora sí para Francia. Él vivía en la frontera
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entre Francia y España a Hendaye. Su casa parecía una
verdadera cueva de Ali Baba, y con gran entusiasmo, me
mostró también sus colecciones de coches antiguos. Luego
en uno de éstos me llevó a visitar la ciudad, dejándome al
final en la estación.
Desde allí tomé el tren hacia Dax en donde vivía mi
amigo Guy. Lo encontré y también a Jean Luc, y a la perrita
Anis. Pasé un día con ellos, y al día siguiente salí para visitar
a mi hermana que vivía en Montpellier.
Cuando llegué a su casa, apenas abrió la puerta, y
exclamó: “¡Dios mío, pareces un hippie!” Era cierto que
había cambiado mucho en los últimos años. Esa tarde, supe
que mis hermanos y hermanas se habían convertido al
cristianismo.
Luego del reencuentro con los otros miembros de mi
familia, me quedé en la casa de uno de mis hermanos, que
vivía a Sallanches, en las montañas de la Haute Savoie, cerca
del Mont Blanc.
En el mismo edificio, vivía François, un amigo de
infancia a quien le contaba mis aventuras en España. Luego
tuve que cortarme el pelo porque no podía soportarlo más.,
además, quería borrar este símbolo de hippie de mi vida. No
odiaba esta vida, pero sabía que no era lo que quería, lo que
buscaba. Me había hecho hippie por casualidad, por las
circunstancias, y me quedé con recuerdos inolvidables, sobre
todo de las personas que había encontrado y de los lugares
maravillosos que había descubierto, pero pasar mi vida
fumando hash y vivir aislado de la sociedad, no correspondía
a mi sueño. Sin hablar, para encontrar un trabajo más valía
usar un corte de cabello más clásico.

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Mi hermano, el cual había cambiado totalmente por ser
cristiano, asistía a una asamblea evangélica. En un día de
picnic, me llevó y me presentó a sus amigos, quienes fueron
particularmente amigables.
Los amigos de mi hermano afirmaban que Jesucristo
era el Hijo de Dios y la única verdad; yo les contestaba que la
religión era sólo un asunto de política, que había que creer
solamente en el bien. Definitivamente teníamos un concepto
muy diferente de la vida.
Trabajando un poco por acá y un poco por allá, tenía
también bastante tiempo libre para escribir, no solamente
para redactar mis aventuras, pero también algunos poemas.
Desde luego no era un poeta, pero estos viajes y la partida de
mi madre me habían impactado tan profundamente que me
inspiraron a registrar algunos de estas experiencias en formas
de poesías. El primer texto fue dedicado a mi madre, titulado
“Amor Eterno”. La desilusión con Mariví que me había
dejado un sabor amargo me llevó a escribir el segundo
llamado “Tristeza”. Sin embargo, no queriendo vivir inmerso
en la tristeza, escribí otras líneas para olvidar y seguir
adelante, bajo el título “Amor Mejor”.
Contratado desde hacía algunas semanas en una
empresa que fabricaba esquís, la sed de aventura me hizo
cosquillas otra vez, ya que mi vida presente parecía sin
sentido ni interés.
¡La evidencia estaba aquí! Deseaba más que todo
perseguir mi sueño, y reflexioné sobre mi próximo destino.
Con sólo la perspectiva de iniciar un nuevo viaje, recobré
toda mi energía. Después de meditarlo bien, opté por Creta,
donde había previsto ir en un principio, antes de desviarme
rumbo a España.

- 79 -
7

En el verano de 1989, salí de la montaña y me fui hacia


el sur de Francia, a Marsella. Allí, con el salario que junté
durante tres semanas de trabajo, compré todo lo necesario
para viajar: mochila, bolsa de dormir y un boleto para
Atenas.
Cruzaría toda Italia para llegar a Brindisi, y desde allí
tomaría un primer barco hacia Atenas, después otro hacia
Creta. Estaba listo para partir, pero algo me incomodaba, la
idea de atravesar todo el territorio italiano sin pararme para
conocerlo, me parecía incompatible con mi deseo de
explorar el mundo.
Lo mejor sería tomar el tren hasta Venecia, luego
bordear toda la costa del este del país pidiendo aventón
hasta Brindisi. Así, además de ahorrar un poco de dinero,
también podría descubrir más de Italia. Así que cambié mi
boleto para Venecia y empecé mi viaje.
Al llegar a Venecia, descubrí una ciudad muy bella;
como no hablaba el italiano, improvisaba en español, aunque
me di cuenta que me sería muy difícil hacerme entender.
Visité la localidad; me maravillaba por la arquitectura de los
palacios venecianos. Disfrutaba observar la ciudad con sus
numerosos canales en lugar de calles, así mismo de los
paseos en vaporetto, aquellas lanchas que hacían la función de
autobús, pero sobre el agua. Era muy original y muy
emocionante. Por la noche, fui a la plaza de San Marcos,
donde había muchos turistas y músicos callejeros, y podía
saborear la atmósfera mágica que producía el lugar.

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Como los hoteles eran muy caros, encontré un
pequeño parque en donde me establecí, pero, un momento
después, gotas de lluvia me despertaron. Me coloqué debajo
de un árbol, y de pronto la lluvia se soltó con fuerza, así que
tuve que encontrar con urgencia un abrigo. Corrí a buscar
refugio en una especie de cabaña construida sobre el río, que
servía como punto de embarque para los pasajeros que
tomaban el vaporetto. Estaba empapado hasta los huesos, y
por otra parte me era imposible conciliar el sueño cuando el
lugar era sacudido por el viento.
Poco tiempo después, una tormenta se levantó. En el
canal, las olas rompían y la cabaña se zarandeaba tanto que
parecía que la tierra estaba temblando. Estaba solo y muy
preocupado, preguntándome si el refugio resistiría. Las
puertas se golpeaban constantemente ¡Era terrible!, pero salir
sería peor aún. Por lo tanto, me quedé y durante toda la
noche; con los ojos abiertos esperaba ansiosamente que la
tempestad se calmara.
Al día siguiente, el clima parecía más tranquilo,
entonces dejé Venecia y me dirigí hacia el sur. Bordeando la
costa atravesé las ciudades de Ravena, Rumini, Ancona, y
después de días, llegué a Pescara. Ya había viajado más de la
mitad del camino. Del otro lado, al oeste de Pescara, se
encontraba la ciudad de Roma, la capital. Aunque no se
encontraba en el camino, desviarme un par de días no
afectaría nada, y tenía mucho deseo de conocer esta famosa
ciudad que tanto había escuchado en la escuela, en el cine, en
la literatura...
Después de cruzar la región de Aquila, llegué al
destino. A primera vista, Roma me dio la impresión de una
ciudad estupenda. Como ya no tenía nada, ni para comer,
encontré un lugar adyacente al Vaticano en donde monjas
- 81 -
ofrecían alimento gratuito todas las noches a las 6 p.m.
Después de comer, me instalé en un parque cerca de la
estación de tren Termini para descansar.
El día siguiente, conocí a Ben, un magrebí que estaba
bien familiarizado con la ciudad, ya que había llegado desde
hacía mucho tiempo. Me presentó a un hombre argelino de
38 años, adicto a las drogas, que había venido a Italia con la
esperanza de trabajar para enviar dinero a su familia.
Lamentablemente se encontró con las drogas, y en esa
noche, lo veía inyectarse y quedarse tendido en el suelo, los
ojos medio cerrados y ni siquiera podía articular. Se había
convertido en un toxicómano, y estaba perfectamente
consciente de la situación.
Ben me comentaba que muchos venían de África del
norte en búsqueda de trabajo, para una vida mejor para ellos
y su familia, pero habían caído en las garras de las drogas
duras. Él conocía el ambiente de los adictos y de los
vendedores, pero esto no era lo suyo. Él se dedicaba más al
robo adentro de los carros y luego vendía los artículos
robados.
Su casa, como la mayoría de los magrebís, se
encontraba alrededor de la estación Termini, en donde
utilizaban los trenes abandonados para hacer su hogar. Así,
me establecí en uno de los vagones, que sería por ahora, mi
nuevo domicilio.
Una mañana, al bajar del tren, mientras nos dirigíamos
hacia la estación, dos policías se nos acercaron. Nos dijeron
que sabían que dormíamos en los trenes, y golpeando
fuertemente sus bastones en la mano, nos advirtieron que
una redada tendría lugar esa noche, y que masacrarían a
cualquiera que se encontrara allí. Percibí que no eran

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palabras vanas, y Ben confirmó mis temores cuando me dijo
que los policías italianos eran particularmente brutales.
Ese día, mientras caminábamos por las calles, la policía
nos detuvo, y se llevaron a Ben. Nunca lo volví a ver,
seguramente había sido deportado a Argelia. Para evitar
cualquier lío, regresé a dormir en el parque y me olvidé de
los trenes.
Mis jornadas transcurrían en la plaza principal de San
Pedro, sitio de la basílica papal, la cual era visitada por
muchos turistas. Una vez, allí conocí a Luigi, uno de los
médicos del Papa, con quien podía platicar porque hablaba
español. Era muy amable y me contó un poco de su vida.
Por mi parte, le comenté que buscaba un trabajo, y después
de un momento de reflexión, me dijo que volviera al día
siguiente, a la misma hora.
En la noche, conocí a Manu, un joven africano del país
Costa de Marfil, quien acababa de llegar a Roma, también
con la esperanza de encontrar algún empleo. Con su maleta
en las manos parecía un turista perdido y totalmente
desamparado. Hablaba muy bien el francés, así que pudimos
platicar y luego me acompañó al parque para quedarse a
dormir también. La mañana siguiente lo llevé conmigo para
encontrarnos con Luigi.
Cuando nos reunimos con el doctor, nos dijo que aún
no había podido encontrar algo de trabajo, y nos pidió que
regresáramos al día siguiente. A las 6 p.m. llevé a Manu a
comer con las monjas; estaba sorprendido y a la vez
contento de conocer un lugar así.
Al otro día, Luigi nos llevó a un hotel, en donde había
reservado una habitación para nosotros. Nos dio algo de
dinero y nos dijo que trataría de encontrarnos trabajo.
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Después de todas esas noches pasadas en la calle desde
que había llegado a Italia, me entusiasmé al dormir en un
hotel, y ¡cómo lo disfruté!
Luigi nos visitaba diariamente, a veces nos invitaba a
comer a su casa, y en una ocasión, conocimos a su madre.
También fue nuestro guía turístico, nos paseaba en Roma, y
pudimos descubrir lugares hermosos como el Coliseo y la
Basílica; nos hablaba del Vaticano, en donde dormía el Papa,
etcétera.
Manu y yo pasábamos los días en la Plaza San Pedro.
Los días eran soleados, y nos gustaba ver la afluencia de
turistas y las colonias de palomas. Estos pájaros comían sin
ningún temor en las manos de las personas, lo que complacía
a los visitantes.
El lugar era muy agradable y tranquilo. Mucha gente
venía para leer o meditar, porque más que un lugar turístico,
representaba principalmente un lugar religioso.
En este sitio, observábamos a un italiano de unos
treinta años siempre vestido elegantemente, quien venía
todos los días, y cada vez buscaba a mujeres solitarias.
Rápidamente nos dimos cuenta que era un mujeriego cuyas
presas eran las turistas solteras. Cada vez que una mujer huía
de él, nos reíamos de su fracaso.
Tiempo libre, tenía mucho, así que decidí utilizarlo
para estudiar el italiano. Me compré un diccionario, y
durante dos semanas con varias horas al día, estaba
confinado en mi habitación de hotel, estudiando con
diligencia antes de poner en práctica mis conocimientos.
¡Los resultados fueron sorprendentes! Podía leer revistas y
comunicarme con las personas.

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Después de un mes de estancia en el hotel, Luigi se
disculpó por no habernos encontrado trabajo. Tuvimos que
dejar el hotel, y por desdicha, regresar nuevamente al parque.
Volver a la calle después de haber saboreado el lujo, fue muy
difícil de soportar, por el cambio tan radical.
Al día siguiente, Luigi decidió hospedar a Manu en su
casa. Para justificar su decisión, me explicó que yo conocía el
ambiente de la calle, mientras que Manu no estaba hecho
para este estilo de vida. Luigi me recordó también que mi
meta era Grecia. ¡Y tenía razón! Con el tiempo, casi había
olvidado mi meta de llegar a Creta. Recobré el ánimo y así
mismo trataba de dar con algún trabajito para continuar mi
camino.
Una noche, mientras estaba en el comedor, conocí a
tres polacos, Ted, Magec y su novia Danka, los cuales
hablaban inglés. Me explicaron que habían encontrado
trabajo en la vendimia, a 50 kilómetros, al sur de Roma. Pero
como el trabajo empezaría dentro de 10 días, habían
decidido quedarse en la capital para comer de forma gratuita
durante este período. Magec me dijo que muy
probablemente yo podría ser contratado, lo que me alegró y
me dio esperanza.
Él tocaba la guitarra y Ted, la armónica. Una noche les
acompañé a una famosa plaza, iban para tratar de ganar algo
de dinero con su música. Esto me recordó mi tiempo en
España.
Diez días más tarde, nos fuimos hacia el sur para la
cosecha. Llegamos a un pueblito, y nos dirigimos hacia una
pequeña habitación en la que vivía el hermano de Ted,
Suavec.

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Al día siguiente, Vittorio, el empleador estuvo de
acuerdo para contratarme. ¡Por fin! Me puse muy alegre, ya
que hacía bastante tiempo que esperaba este momento.
Como la habitación era demasiado pequeña para los cinco, el
jefe nos llevó al campo, a una gran casa vieja, pero
amueblada lo suficiente para ser cómoda.
Habías ciertas familias de fortuna y simpáticas que
vivían al lado de nosotros. Mario y su esposa Paola, una
pareja muy amigable, a menudo nos invitaba a comer en su
casa.
Después de varios días de trabajo, rápidamente me
convertí en el líder del grupo porque era el que hablaba
mejor el italiano y siempre me comunicaba con el jefe. Éste
me estimaba mucho porque nadie, excepto yo, aceptaba el
trabajo pesado de cargar las cubetas llenas de uvas y llevarlas
al camión para vaciarlas. Era un trabajo muy duro, que no
me molestaba.
Como Vittorio comenzó a confiar en mí, me dio un
tractor con un remolque para llevar y traer de vuelta a los
polacos todos los días. Ellos se divertían mucho cuando les
llevaba porque manejaba velozmente en los caminos de
tierra, y atrás, ellos no paraban de brincar, lo que les hacía
reír mucho, hasta carcajadas.
Más tarde, otros dos polacos vinieron y se unieron al
grupo, Igor y Martha. Al vivir con ellos, empezaba a
entender algunas palabras en su idioma, pero sobre todo, me
daba cuenta que eran extremadamente tacaños. Sin embargo,
tal actitud era comprensible: habían venido a trabajar y llevar
la mayor cantidad de dinero posible a Polonia. Me explicaron
que con el precio de un pan en Italia, podían comprar hasta
sesenta y seis panes en su país, motivo por el cual ellos

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hacían su propio pan en vez de comprarlo. Esto me
sorprendió, estaba muy lejos de imaginar su pobreza, y por
esta razón, ahorraban cada centavo que ganaban.
Suavec era oftalmólogo en Polonia, y allí, ganaba como
13 euros al mes, mientras que en Italia, en la vendimia
ganaba hasta 25 euros por día. La diferencia era abismal.
Suavec planeaba trabajar tres o cuatro meses, antes de
regresar a su casa, en donde abriría su propia óptica.
También había otra pareja polaca que trabajaba con
nosotros, pero ellos dormían en una pequeña habitación en
la casa de Vittorio. La mujer era juez en Polonia y me
comentó que ganaba mucho más dinero en la cosecha en
Italia que ejercitando su profesión en su país. ¡Era increíble y
alucinante! De pronto comprendí mejor por qué los polacos
eran tan ahorrativos.
Por mi parte, cada fin de semana cuando recibía mi
salario, gastaba mi dinero con los polacos ya que fue gracias
a ellos que había conseguido este trabajo. Era mi manera de
darles las gracias.
En la casa, había una chimenea, y en las noches
después de un duro día de trabajo, nos reuníamos alrededor
del fuego pasando momentos muy agradables con Magec y
Ted tocando música. Marta me hablaba con frecuencia de
Polonia, y cada vez, llegaba a la conclusión de que nunca me
atrevería a visitar este país.
Un día en el trabajo, me esforcé demasiado y me
lastimé un músculo. Como no podía mover mi brazo, el jefe
me llevó inmediatamente al hospital donde los médicos me
hicieron inyecciones y me aconsejaron de descansar por lo
menos una semana. Me quedé en casa, postrado en la cama,
mientras que los polacos continuaban con el trabajo.
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Cada día, Paola y otra señora italiana me llevaban de
comer. Me cuidaban como si fuera su propio hijo, y esto me
impresionaba mucho. Por la noche, cuando regresaban del
trabajo, Marta y Danka me cambiaban la venda antes de
prepararme la cena. Me concienticé que eran todos
bondadosos conmigo. ¡Qué suerte!
Después de unos días de descanso, volví a trabajar.
Todo iba bien hasta que un día, mientras estábamos
cosechando en un campo, oí fuertes gritos que venía de atrás
en donde estaban todos los demás. Miraba a todos correr
como locos en todas direcciones, parecían muy asustados, y
me preguntaba qué era lo que les estaba pasando. Entonces
vi al jefe gritar a los trabajadores que huyeran. Nunca había
visto a Vittorio en este estado. Preocupado, fui a su
encuentro y él me explicó que un trabajador había golpeado
y molestado a un nido de zanzares. Estos insectos parecían
avispas, pero mucho más grandes. Siete piquetes de estos
eran suficientes para matar a una persona.
Todo el mundo había entrado en pánico,
especialmente Ted, que había sido picado dos veces, quien se
puso totalmente pálido y no paraba de temblar. Fui con el
Jefe a recoger las cubetas que se habían quedado cerca del
nido, y me mostró un viejo árbol, diciéndome que era allí de
donde los zanzares habían salido. Sólo dos seguían volando
en los alrededores, eran impresionantes y aterradores.
Mientras miraba el viejo árbol muerto, una idea me
vino a la mente: este tronco debería de arder fácilmente.
Inmediatamente, le revelé mi plan a Vittorio, y le dije que
esta misma noche regresaría con gasolina para prenderle
fuego al viejo tronco. El jefe trató de disuadirme, pero había
decidido hacerlo.

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Esa noche, compré un litro de gasolina y una caja de
cerillos. Mario me prestó una gorra y guantes, e Igor, que no
quería perderse esto, se dispuso a acompañarme. Salimos, y
después de unos momentos, estacionamos el tractor a pocos
metros del árbol. Nos acercamos con el menor ruido
posible, por temor a despertar a los zanzares. Luego, poco a
poco rocié con gasolina el hueco del tronco, y sentía el latido
de mi corazón acelerarse cada vez más. Igor estaba listo con
el periódico y fósforos. Todavía estaba vaciando la gasolina,
cuando dos zanzares salieron. Me asusté y solté la botella de
gasolina la cual cayó dentro del tronco del árbol, y pronto
comenzaron a salir otras más. Le grité a Igor, quien estaba
aterrado también, que me pasara el papel ardiendo. Me lo
dio y lo tiré en el tronco, que se incendió de inmediato.
Todos los insectos que querían escapar eran alcanzados por
las llamas y cayeron uno por uno.
De vuelta en casa, le comenté a Mario los detalles de
nuestra aventura. Según él, podría ganar un buen dinero,
ofreciéndome a los agricultores para deshacerme de estos
nidos. La idea era buena pero la tarea demasiado arriesgada.
Después de varias semanas más, la cosecha había
llegado a su fin, y los polacos regresaron a su país. Juntos
habíamos pasado muy buenos momentos, y entonces la
despedida fue muy difícil.
Vittorio satisfecho con mi actitud, me sugirió
quedarme y seguir trabajando con él, en otras cosas. Así que,
me quedé solo, en esa gran casa que de repente se volvió
silenciosa, con una extraña sensación de vacío y soledad.

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8

Después de la partida de los polacos, Vittorio me llevó


a trabajar en las aceitunas; esta labor era muy diferente,
prefería mucho más la cosecha de uvas, pero después de
todo, lo más importante era ganar dinero. Me quedé
pensando en mi deseo inicial de alcanzar la isla de Creta, y
supuse que al estar solo ahorraría más fácilmente lo
suficiente para continuar mi viaje.
Durante este período, conocí a Moreno, prácticamente
de mi misma edad y vivía cerca. Él venía a menudo a la casa
y siempre traía hachís para fumar mientras platicábamos. Él
me llevó también a visitar la ciudad, me hizo conocer las
zonas de diversión de la localidad y me presentó a varios de
sus amigos. Moreno era un revendedor de heroína. Con el
dinero que se ganaba se compraba cocaína para consumirla.
Fue así que con él entré en el mundo de las drogas duras.
Poco a poco, comencé a consumir estas sustancias.
Inhalábamos líneas de cocaína o de heroína de unos cinco
centímetros, con un billete enrollado como un pequeño tubo
en la nariz, con el cual aspirábamos la substancia. El efecto
era inmediato e intenso, como si algo potente nos llegaba
directamente al cerebro y nos sumergía en otra realidad.
La cocaína nos daba la sensación de ser invencibles y
capaces de todo. Nada nos asustaba y el deseo de acción iba
en aumento. El efecto de la heroína era muy diferente, esta
sustancia llevaba a un estado de tranquilidad, de
relajamiento, como si voláramos por encima de todo sin
preocuparnos de lo que estaba sucediendo alrededor de
nosotros.

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Desde que puse un pie en este ambiente, ya no iba más
a trabajar. Pasaba mi tiempo divirtiéndome con Moreno,
quien me presentó a un tal Alberto, gran consumidor de
cocaína. Todas las noches, él iba a Roma, robaba dos
automóviles de lujo, los vendía y compraba cocaína para
consumirla durante todo el día. Él trabajaba como
repartidor, tenía su pequeño camión y entregaba todo tipo
de mercancías. Pero este trabajo era solamente una
“cobertura” para evitar ser sospechoso ante la policía.
Pronto comencé a trabajar con él, especialmente en la zona
de Roma, ciudad que me gustaba cada vez más.
Moreno me presentó a sus clientes, y a Milo, su socio
en este negocio. Moreno se sentía muy infeliz porque su
socio se pasaba el tiempo inhalando la heroína en lugar de
venderla. Quería personas sanas y con la cabeza fría, motivo
por el cual decidió implicarme en sus negocios. Ponía a
nuestra disposición una gran cantidad de heroína que
teníamos que vender. Cuando el costo de las mercancías era
pagado, el resto de la venta era para nosotros. No me costó
aceptar, porque en este ambiente aspiraba a ser grande y
rico.
Se preparaba la heroína, diluyéndola con azúcar para
niños. Con diez gramos de producto, se hacían treinta para
vender. Luego, se utilizaba una pequeña pesa para equilibrar
las dosis, y así lo hacían todos los revendedores.
Luego conocí a Paolo, quien llegó a ser tanto mi
asistente como mi chofer. Él me llevaba a todas partes a
donde quería ir, y a mi lado, no le faltaba nada. Cada día,
almorzábamos en el restaurante, y muchas veces íbamos a
Roma para pasear. Yo progresaba en este ambiente y ganaba
bastante dinero, pero para Milo, la situación era grave,
consumía y se perdía en las drogas. Había todo tipo de
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cliente, como Rita una prostituta, o como Bruno, un
banquero. Ni la edad, ni el sexo, ni la clase social impedían
caer en este vicio.
Durante una salida con Moreno en el campo,
encontramos una granada que parecía ser de la Segunda
Guerra Mundial. La aventábamos varias veces contra una
pared, con la curiosidad de saber si explotaría, pero no fue
así. Él tenía un amigo que sabía de explosivos, la desarmó, le
quitó el polvo y se la entregó. Estábamos en la víspera del
Año Nuevo y había una gran fiesta en casa. Moreno, como
la mayoría de los italianos, había comprado grandes petardos
para hacer mucho ruido. Él tuvo la idea de pegar el polvo de
la granada con uno de estos petardos. En un instante, esta
cosa se había convertido en una verdadera bomba.
Nadie se atrevía a encenderlo, así que decidí hacerlo.
Tomé la pequeña bomba, y me puse en un camino alejado.
Allí prendí fuego al artefacto y me fui a toda velocidad.
Estaba todavía corriendo cuando una gigantesca explosión
resonó en mi espalda. Fue increíble y aterrador al mismo
tiempo. Todos los vecinos salieron a toda prisa,
preguntándose qué había sucedido. Mario pensó que era la
guerra, pero cuando se enteraron de la verdad, nos acusaron
de locos, y ¡tenían razón!
Después de un tiempo en este negocio, Moreno me
pidió cambiar de lugar porque pensaba que la policía estaba
vigilándome. Entonces me establecí en un hotel en un
pueblo cercano.
Una tarde, Paolo, Milo y Aurelio, un gran amigo de
Moreno, y yo hicimos un paseo a Roma. Estábamos en el
coche de Paolo, y por placer, Aurelio tuvo ganas de manejar
un coche viejo. Paseando en la ciudad, encontramos uno y

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decidió robarlo. Yo iba con él, e hicimos varias vueltas en la
ciudad. Después de un cuarto de hora, le pedí que me dejara
manejar un poco.
Apenas unos segundos más tarde de agarrar el volante,
me sorprendí al ver en el retrovisor un coche de policía, con
la sirena encendida. Quería detenerme, pero Aurelio me gritó
que no, y me dijo que huyera a toda velocidad. Aurelio había
estado en prisión y estaba en supervisión a domicilio.
Durante este periodo, debía estar tranquilo o de lo contrario
sería encarcelado de nuevo por un largo tiempo.
No había tiempo para reflexionar. Con el pie sobre el
acelerador, me fui a toda velocidad por las pequeñas calles
de Roma. Me sentía como en un circuito de Fórmula 1, y la
policía nos perseguía. Después de varios minutos de una loca
persecución, en una vuelta perdí el control y le pegué al lado
a un vehículo estacionado, luego girando el volante le pegué
otro carro, y otro más, para terminar mi carrera, chocando
de pleno con un cuarto vehículo.
Esta serie de choques sucedió en un instante, entonces
el coche se detuvo, abrí la puerta y hui a toda velocidad. La
policía ya había llegado, Aurelio trató de escapar, pero no
pudo porque su puerta estaba bloqueada. Una mujer policía
me persiguió, y mientras corría, me di cuenta que Aurelio
estaba en problemas, así que me detuve inmediatamente.
Ella me agarró y me puso brutalmente las esposas. Me
regresó al coche, donde muchas personas estaban evaluando
los daños. Aurelio estaba tendido en el suelo, con dos
policías sobre él. La mujer policía que me había arrestado
decía a sus colegas que no entendía por qué había dejado de
correr. Aurelio, el pobre, se estaba quejando porque se había
lastimado la pierna, pero la policía no lo soltaba.

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Entonces dirigiéndome a los oficiales, les dije que
tenían que soltar al muchacho, explicándoles que yo era
quien había robado el coche, y había subido a este muchacho
que pedía un aventón en la estación de Termini. Aurelio oía
todo lo que decía, entendió lo que quería hacer, y confirmó
mis palabras.
En seguida, un policía me dio un puñetazo y me
ordenó que guardara silencio. Me puso en la parte trasera de
una patrulla, con las manos aún esposadas en la espalda.
Alrededor había muchos curiosos miraban con ojos
horrorizados los desastres que había causado. De vez en
cuando un policía abría la puerta para golpearme en el
estómago, y otro me daba una gran patada en la espalda con
sus botas.
Después de una gran golpiza, me llevaron a la central,
mientras tanto, Aurelio había sido liberado. Allá un policía
me revisó, y sacó de mi bolsillo un billete que dejó caer al
suelo. Entonces con la parte posterior de la mano, me dio
una gran cachetada y me obligó a recoger el billete. Era
imposible, porque tenía las manos esposadas detrás de mí. Se
burlaban de mí, y con la cara crispada, no respiraba ni una
palabra para no ser golpeado de nuevo.
Pasé la noche en la cárcel, y al día siguiente, después
de un interrogatorio brutal y agotador, me dejaron libre, ya
que era mi primer arresto en este país. Una vez afuera,
Moreno me dio las gracias por lo hecho, y por lo tanto, había
ganado su confianza por completo.
Retomé mi negocio, pero con lo que había sucedido el
día anterior me volví paranoico. Cada vez que veía un coche
de policía, pensaba que venían por mí. Me sentía también
muy mal conmigo mismo, y cuando estaba solo en mi

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habitación, reflexionaba y tomaba conciencia de esta terrible
situación. Sabía que si seguía por ese camino, acabaría en
prisión o en un cementerio. Así que decidí emprender un
nuevo comienzo. Me compré una bicicleta, y todos los días
hacía 15 kilómetros para llegar a la playa y hacer ejercicio.
Pero cuando llegaba a casa por la noche, consumía una
pequeña dosis para relajarme. Finalmente, no podía
deshacerme de esta droga, me sentía frustrado y maldecía
este veneno. Quería a toda costa salir de este círculo vicioso
y entonces opté por cambiar de aires.
Hablé con Moreno para comentarle sobre los
proveedores de hash en Marruecos y los bajos precios en
que lo vendían. Si el gramo costaba 7 dólares en Italia, allí se
podía conseguirlo a 5 centavos. El cálculo se hizo con
rapidez, y esta transacción haría ganar muchísimo. La idea
era viajar allá para traer unos cientos de gramos, y darlos a
probar a los principales traficantes que Moreno conocía.
En este tiempo, había recibido una carta de mi
hermano en la cual me convocaban para hacer el servicio
militar, siendo obligatorio en ese momento. Por lo tanto,
para no cruzar Francia, desde Roma tomé un avión hasta
Madrid, en donde Moreno, Paolo y Milo me alcanzarían en
carro, pasando por Francia. El hecho de alejarnos de Italia
nos haría un gran bien, sobre todo a Milo, quien ya había
estado consumiendo droga inyectándose.
Cuando llegué al aeropuerto de Madrid, me sorprendí
porque ya no podía hablar español, como si lo hubiera
olvidado. Las palabras que me salían de la boca eran todas en
italiano. Algunos días más tarde, los italianos me alcanzaron
y desde allí nos fuimos a Moncofar, en donde volví a ver a
los viejos amigos, de los cuales ninguno fue capaz de

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reconocerme. Con pelo corto, bien vestido y más rico, me
había convertido en una persona muy diferente.
Su actitud hacia mí también cambió. Ya no era el chico
casual y amigable que conocían, ni el hippie simpático que
había llegado a ser, sino un revendedor de droga. Al ver esto,
me di cuenta de cómo este negocio me había transformado
en algo peor. Había cambiado totalmente y ahora las
riquezas se habían convertido en mi credo.
Salimos para Almería, y luego de haber dejado el coche
en un hotel, subimos al barco rumbo a Marruecos. Los
italianos estaban muy emocionados porque nunca habían ido
tan lejos. Al llegar a Melilla, en tierras marroquíes, nos
dirigimos hacia la pensión de Mohamed, quien nos dio la
bienvenida. Cuando vio a los italianos, comprendió que
había venido por negocio.
Él nos llevaría directamente a Katama, aquella región
montañosa en donde se sembraba libremente el hachís. Ese
lugar era protegido por la policía, debido a los grandes
cultivos, cuyas exportaciones iban para Europa.
Para ir allá, solamente Paolo podía acompañarme,
porque Moreno y Pilo no tenían pasaportes para cruzar la
frontera de Marruecos. Nos dirigimos hacia la aduana, y por
primera vez, transcurrió sin incidentes. Con dinero, todo era
más fácil y el tiempo de espera se acortaba. La cruzamos y
Mohamed, quien ingresó por otra parte, nos esperaba en un
taxi.
Después de viajar toda la noche, nos acercamos a los
límites de Katama, Mohammed pidió nuestros pasaportes
por un permiso especial. Nos quedamos escépticos, Paolo
tenía miedo porque, por lo general, los italianos no querían a
los magrebís.
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Después de atravesar varios paisajes montañosos,
finalmente llegamos a nuestro destino. Allí, nos recibieron
como reyes, y cuando llegó el jefe, nos hizo servir un
verdadero festín. Después de la cena, mientras bebíamos té,
fumábamos en una pipa el néctar de todos los hachises.
Luego, le informé de la intención de comprar varios
kilogramos, pero por ahora, se necesitaba solamente unos
cientos de gramos para darlo a probar en Italia. Él aceptó sin
problema proporcionarnos de la mejor calidad.
Deseábamos visitar sus campos de producción, pero
me expresó que en ese momento no se podría, y que sería
para la próxima vez, e incluso nos invitó a participar en una
cosecha. Para compensar, el jefe nos llevó a una bodega que
contenía grandes cantidades de bolsas. Había decenas,
incluso cientos de ellas, y cada una pesaba 30 kg. Paolo y yo
nos quedamos mareados. Nunca me hubiera imaginado ver
esto un día.
Mohamed volvió a Melilla, y el hombre nos invitó a
permanecer algún tiempo allí. Todos los días era la misma
rutina, las mujeres nos traían comida, y el resto del tiempo
tomábamos té y fumábamos. Era su forma de vida.
Además del hermoso paisaje que nos rodeaba,
estábamos en un descanso total. Desde un balcón en las
alturas podíamos ver un gran valle, por encima del cual se
levantaban espléndidas montañas. En las noches, la
oscuridad era total, pero una noche de tormenta, por la luz
de cada relámpago podía observar una parte del diseño del
paisaje, y luego en un abrir y cerrar de ojos desaparecía. ¡Era
impresionante! Estaba en éxtasis, esperando otro rayo para
visualizar nuevamente este fenómeno. Esa noche pasé horas
contemplando este espectáculo.

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Nuestra estancia llegó a su fin, por lo que decidimos
regresar a Melilla para ver a los otros italianos. El jefe nos
dio la mercancía, aconsejándonos ocultarla bien porque los
aduanales eran muy desconfiados. Luego en cada uno de
nuestros zapatos escondió unos 100 gramos.
El autobús que nos llevaba a Fez era viejo e incómodo,
brincamos por todo el camino pedregoso. Cada vez que se
acercaba a los profundos barrancos, que no tenían mallas de
protección, me asustaba profundamente, pues el vacío era
aterrador. Durante nuestra ida de noche, no nos habíamos
percatados de esto, pero esta vez en plena luz del día,
teníamos el corazón que se aceleraba en cada barranco. Ya
queríamos llegar para respirar con tranquilidad.
De Fez, nos fuimos a Oujda, para encontrar a los
estudiantes marroquíes que conocía. Nos quedamos unos
días allí y nos preparamos para despedirnos y seguirle hacia
Melilla. Los muchachos abrazaron a Paolo, afirmándole que
siempre sería bienvenido. El italiano estaba muy conmovido
por su hospitalidad y amistad, así que después de estas
experiencias, cambió radicalmente de opinión respecto a los
magrebís.
Al llegar a la frontera, los agentes aduanales registraron
todo nuestro equipaje con mucho cuidado, buscando rastros
de drogas, persuadidos de que habíamos comprado algo,
pero no encontraron nada. Una vez cruzada la frontera, nos
dirigimos hacia la pensión de Mohamed.
Allí nos estaban esperando Moreno y Milo,
preocupados por nuestra larga ausencia. Después de
haberlos tranquilizado, les narramos los acontecimientos; sin
poder creerlo, se lamentaron amargamente de haber perdido
esa oportunidad.

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Al día siguiente tomamos el barco con dirección a
Almería y recuperamos el coche que habíamos dejado en el
hotel. A partir de ahí, nos fuimos hacia Francia, pero en el
camino, un retén de policía nos detuvo. Debido a que las
placas del carro eran italianas, estaban convencidos de que
llevábamos hachís. Desmantelaron casi por completo el
auto, buscando en cada rincón. En la cajuela se encontraban
los zapatos, y cuando los abrieron para mirar en el interior,
estábamos sin aliento. Finalmente, los repusieron en su
lugar. ¡La habíamos librado por un pelito!
Llegando a Francia, nos fuimos hacia Marsella, y de allí
nos separamos. Me quedé en Francia para resolver la
cuestión del servicio militar, y luego, volvería a Italia para
seguir con el negocio. Por su parte, los italianos se llevaron el
hachís para buscar compradores.
Cuando llegué a la casa de mi hermano, me enteré de
que la policía había venido varias veces, por esta historia del
servicio militar. Eso realmente me molestaba porque no
tenía ganas de ir al ejército, no quería perder mi tiempo con
esto.
Así que fui al cuartel de Tarascón, para hacer la
obligada visita medical de tres días. Era allí en donde los
especialistas indicaban si la persona era apta o no para el
servicio militar. Además de la visita médica, teníamos que
pasar una prueba escrita y oral y una entrevista con un
psicólogo.
Muchos jóvenes deseaban hacerse exentar y estaban
dispuestos a todo para lograrlo. La astucia más común era el
de pretender ser el tonto del pueblo y responder
equivocadamente a todas las pruebas de lógica. Pero los
especialistas no se dejaban engañar.

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Otros, durante la visita médica, trataban de fingir que
eran víctimas de enfermedades graves, sobre todo con
problemas del corazón, para estar exentos, pero una vez
más, el truco no funcionaba. Incluso aquellos que trataban
de hacerse pasar por locos, fracasaban durante la entrevista
psicológica. Uno de mis amigos había estado exento, como
resultado de haber hecho una huelga de hambre que duró
diecisiete días. Otro había sido expulsado del ejército
después de haberse ido a pasear con un coche militar que
habían robado. Incluso se había vestido con el uniforme de
un coronel. Tras varios meses de prisión, se regresó a su
casa.
Yo también quería ser exento, por lo que elaboré un
plan diferente para lograr mi propósito. El primer día,
durante los ensayos de lógica, respondí lo mejor que podía
con el fin de pasar por una persona inteligente y muy capaz.
Además, las preguntas eran realmente muy simples.
Luego, al día siguiente, pasando el examen médico, les
dije que no tenía ningún problema y fui declarado sano. Por
el contrario, el tercer día, durante la entrevista con la
psicóloga, le confesé que me negaba a hacer el servicio
militar. Ella miró los resultados de mis pruebas y me
preguntó el por qué. Le informé de la muerte de mi madre y
que desde un año vivía en Italia. Añadí que allá rentaba un
apartamento y trabajaba. Insistí en el hecho de que si hacía el
servicio militar, perdería mi trabajo, mi casa y a mi regreso,
me encontraría viviendo en la calle y sin dinero.
Sabía que con esta historia, podía sensibilizarla. Al
mirar de nuevo mis resultados, me aseguró que sería un buen
soldado y me dijo: "No te preocupes, no iras al ejército".

- 100 -
Empujé un gran suspiro de alivio y salí de su oficina
con una gran sonrisa. Algunos jóvenes que había conocido
no podían creer que me había hecho exentar con tanta
facilidad y me envidiaban en silencio.
Poco tiempo después, junto con mi hermano, llegamos
a la ciudad de Lyon, donde mi hermana nos había preparado
una copiosa cena que compartimos con sus amigos. La
política era el centro de la conversación, y yo afirmaba que
los políticos se burlaban de nosotros. Mis hermanos decían
que la justicia vendría de Dios, pero, desde mi punto de
vista, Dios no existía, y por lo tanto, dependía de nosotros
hacer justicia. También decía que había que eliminarlos uno
por uno, y acabar con ellos.
Rápidamente explotaba, y revelaba mi antipatía en
contra de la sociedad, cuando en realidad, era la amargura
por sentirme culpable de haber dejado morir a mi madre
sola, combinado con la influencia de la droga que me había
trastornado la vida.
De ahí, fui a Sallanches, a las montañas y volví a ver a
François. Durante varios días hicimos fiesta y le conté las
aventuras en Italia.
En este tiempo, a menudo íbamos a nadar en el lago,
en el cual encontraba a mi hermano con sus amigos
cristianos. Estaba el pastor con su esposa, con quienes se
podía platicar tranquilamente. Había también otras personas,
familias, y siempre reinaba un buen ambiente. Eran simples y
alegres; en su compañía, sentía que mi espíritu se liberaba.
Un día, con ellos, conocí a Lidia, una joven cristiana
que venía del norte. Ella era muy atenta y me invitó a un
picnic en la montaña organizado por la iglesia. Acepté la
invitación y, ese domingo comimos una rica comida ante un
- 101 -
paisaje, magnificado por el día soleado. Lydia me contó
espontáneamente su vida marcada por muchos problemas,
en la época en que vivía en la calle. Su vida había cambiado
cuando conoció al Jesús de la Biblia. Decía que Él la había
sacado de su vida de sufrimiento y que ahora se sentía en paz
con ella misma.
Me aseguró que este Jesús me amaba, que quería ser
mi amigo y quería ayudarme. Estas palabras me abrumaron y
percibía cosas extrañas cuando me hablaba de Él. Yo sabía
que cometía malas acciones y que no tenía paz en mi
interior, ni ninguna sensación de alegría, pero no me
convencía. Sin embargo, al volver a casa, tomé una Biblia y
comencé a leer los Evangelios. Estaba asombrado por lo que
leía, con la vida de este hombre lleno de amor y de
compasión.
Todos estos acontecimientos estaban transformando
mi forma de pensar. Cuando meditaba sobre Italia, las
drogas, los placeres de la vida, los problemas y riesgos, sentí
la necesidad de dejar todo esto.
Encontré trabajo como electricista, y renté un pequeño
departamento. Pasaron varias semanas, parecía estar feliz
con mi nuevo trabajo, mi departamento y mis amigos. Pero
un día, mirando por la ventana, las calles estaban cubiertas
de nieve; esto me desmoralizó y decidí no ir a trabajar. Me
sentía descontento conmigo mismo, estaba lejos de estar
satisfecho con mi vida.
El deseo de viajar volvió otra vez, así mismo la sed de
explorar el mundo. Debía irme de nuevo. Después de
algunas consideraciones, decidí dar un paso más adelante
para visitar otro continente, y opté por dirigirme al otro lado
del Océano Atlántico para descubrir América.

- 102 -
9

No tenía remordimientos por no volver a Italia,


porque definitivamente prefería ser un aventurero libre, que
un traficante en la cárcel o muerto. En una agencia de viajes,
compré un boleto de avión para Nueva York en clase
económica. Con solo la idea de recorrer el continente
americano, mi corazón latía nuevamente con fuerza.
Había visto muchas películas realizadas en los EE.UU.,
y también había oído muchas historias de allí. Las ganas de
empezar este nuevo viaje crecían cada día. François, quien
se moría por conocer algún día los EE.UU., me propuso
alcanzarme allá.
Después de un viaje en tren hasta París, tomé el avión
hacia Nueva York. En cuestión de dinero, tenía solamente lo
suficiente para los gastos de algunos días. Durante estas
largas horas de vuelo sobre el Atlántico, me preguntaba qué
aventuras extraordinarias me esperaban allí. La
incertidumbre me daba algo de angustia, pero era un
sentimiento que me atraía. Ir sin nada hacia lo desconocido
punteaba a la locura, pero esto era mi sueño, el cual debía
perseguir.
Más tarde, llegué a un enorme aeropuerto, donde me
sentía completamente perdido. Afortunadamente, hablaba
suficiente inglés para obtener información. Había tenido la
oportunidad de utilizar el inglés en España e Italia, pero
ahora debía acostumbrarme a comunicarme en ese idioma.
Sabía que la mayoría de las cosas que había aprendido en la
escuela y los días dedicados a mis hermanos para traducirles
letras de canciones interpretadas por grupos anglosajones,
me serían muy útiles en los Estados Unidos. Sin embargo,
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escuchando a los primeros americanos, apenas podía
entender lo que decían y tenía que pedirles que hablaran más
despacio.
Desde el aeropuerto, tomé un autobús para ir al
centro, el cual se encontraba muy lejos. Luego, cuanto más
me acercaba del centro la ciudad, más parecía expandirse a
gran velocidad. Cuando el autobús se acercó lo suficiente
para ver el primer rascacielos por la ventana, caí en
admiración de estos enormes edificios tan impresionantes
que aparentaban ser de cartón.
El autobús, entró en un subterráneo y terminó su ruta
en la Estación Central de Manhattan, ubicada en la esquina
de la 8ª Avenida y la calle 42. De allí salí, y mientras
caminaba por las calles, estaba maravillado por su anchura y
por la altura de los edificios. Era increíble y de locura hasta
el punto que no paraba de exclamar: ¡Wow! Y luego solté:
¡Ya, estoy en América!
Las calles estaban repletas de personas. La gente corría
en todas direcciones, carros venía y circulaban por todos
lados, además de toda esta multitud de taxis amarillos.
Con los ojos abiertos grandemente buscaba un hotel
económico, y caminé durante mucho tiempo para
encontrarlo. Pasaba por grandes cruceros, y me sentía tan
pequeño que pensaba que había aterrizado en otra
dimensión. Después de checar varios hoteles que eran caros,
encontré uno más accesible. Costaba 27 dólares la noche y
negocié una estancia de tres noches por 60. Subí a mi
habitación y, por el cambio de horario, me sentí tan cansado
que caí en la cama lleno de sueño.
Cuando desperté, era casi la medianoche y tenía mucha
hambre. Tenía que salir para buscar algo de comer, era de
- 104 -
noche y no sabía qué dirección tomar. Cerca del hotel había
algunos afroamericanos que me observaban de una manera
sospechosa; sus miradas me preocupaban. Afortunadamente,
la calle estaba lo suficientemente iluminada con gente
todavía, y no lejos de allí me encontré un pequeño
restaurante.
A la mañana siguiente, platicando con un muchacho
que trabajaba en el hotel, le dije que necesitaba encontrar un
trabajo porque mis ahorros se estaban agotando. Él me
respondió que sin la tarjeta verde no podía trabajar, entonces
me explicó en dónde podía conseguirla.
Con la dirección en la mano tomé el metro porque el
taxi costaba demasiado. Muy pronto, en la estación, me sentí
impotente ante el laberinto de pasillos, de escaleras
mecánicas que iban en todas direcciones, de todos estos
trenes y de toda la multitud. ¡Nunca había visto algo así!
Menos mal que me defendía en inglés, porque de otra
manera probablemente nunca habría encontrado mi camino.
Un poco más tarde, llegué al lugar y noté que era la
oficina de inmigración. Una larga fila se extendía delante de
mí, compuesta principalmente de asiáticos y sudamericanos.
Me puse al final de la fila y esperé mi turno. Horas más
tarde, una mujer de rostro muy desagradable me recibió y me
preguntó en un tono despreciable:
¿Qué quieres?
Quisiera trabajar, pero necesito una tarjeta verde le
contesté en voz baja.
Muéstrame tu pasaporte me replicó, manteniendo el
mismo tono.
Le di el pasaporte, el cual miró rápidamente, y me dijo:
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Tienes una visa de turista, tú no puedes trabajar aquí.
Me aventó el pasaporte y gritó:
Siguiente.
Decepcionado por haber perdido todo este tiempo,
volví al hotel preguntándome qué podría hacer.
Como ya había pagado tres días, aproveché para visitar
varios lugares conocidos como la Estatua de la Libertad,
Broadway y Central Park. Ya sea por su inmensidad o su
belleza, estos lugares me fascinaban, y durante horas me
quedaba completamente en éxtasis.
Sin embargo, durante este paseo, también tuve tiempo
para reflexionar. Llevaba conmigo la dirección de una
muchacha con quien había intercambiado cartas durante mi
último año de secundaria, como parte de mi práctica en
inglés. Su nombre era Roberta, vivía en Toledo, Ohio, al
norte de los Estados Unidos. Nos habíamos escrito algunas
veces, y la última carta que tenía databa de hacía más de
cinco años.
La corta estancia en el hotel se había terminado. Me
informé sobre el precio del boleto para Ohio, y costaba 120
dólares. Como me quedaban solamente 200, pesé los pros y
los contras para ir o no, y concluí que tendría más
posibilidades de encontrar trabajo en una ciudad más
pequeña, porque Nueva York era demasiado grande a mi
parecer.
Así que compré el boleto y esa misma noche, tomé el
autobús hacia Toledo. El largo camino de veinticuatro horas,
me cansó considerablemente. A mi llegada, un taxi me llevó
al lugar. Trataba de imaginarme cual sería la reacción de la
que fue mi amiga de correspondencia y me preguntaba si ella
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se acordaría de mí. Roberta vivía afuera de la ciudad, y su
casa se parecía cabalmente a las que veía en las películas
americanas, casas de madera.
Cuando llamé a la puerta, salió un hombre, y le
pregunté si Roberta estaba allí, explicándole que yo era su
amigo de correspondencia de Francia. Para comprobar mis
palabras, le mostré una carta que me había escrito.
El hombre se presentó como su tío y me comentó que
su sobrina se había enrolado en el ejército, y que se
encontraba en Alemania. Él estaba muy emocionado por mi
visita, e impresionado de que alguien viniera desde tan lejos
para visitar a su sobrina. Estaba triste por esta situación, me
invitó a entrar, me presentó a su esposa y a su hija de 5 años.
Me preguntó por mis intenciones, y le dije que
necesitaba encontrar un trabajo. Pasé el día con ellos, y
mientras yo estaba jugando con la pequeña, el hombre hizo
algunas llamadas para encontrarme algún alojamiento. Por la
noche, satisfecho me confirmó que había encontrado un
sitio donde podía quedarme. Me llevó en su carro, se dirigió
hacia el centro y me dejó delante de un edificio grande,
asegurándome que en este sitio podría comer y dormir gratis.
Entonces, antes de irse, le regalé como agradecimiento todas
mis monedas francesas para su pequeña hija.
Al entrar en aquel lugar, observé un gran patio en
donde algunos individuos estaban recreándose con juegos de
mesa. Luego me senté y me pidieron que esperara.
Había mucha gente allí, y al menos el 80% eran
afroamericanos. Cuando llegué, todos me examinaban de los
pies a la cabeza porque iba bien vestido, tenía una mochila
completamente nueva, la cual todavía tenía la etiqueta del
aeropuerto. Aparentaba ser un verdadero turista, pero
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completamente perdido. Seguramente se preguntaban de
dónde venía.
Desconfiaba de algunas caras siniestras, que parecían
matones o asesinos. Algunos ancianos gesticulaban en sus
esquinas hablando solos. La ansiedad se apoderó de mí
rápidamente y estaba intrigado. ¿Había yo aterrizado en una
prisión o en un manicomio? Aunque el ambiente era
sombrío, no tenía otra opción, porque en este día, 23 de
diciembre, afuera hacía un frío mortal.
Después me llamaron para llenar un formulario, y al
ver mi pasaporte, los gerentes estaban perplejos del hecho de
que yo era francés. Luego llegaron los curiosos y me
preguntaron de dónde venía, respondiéndoles que de
Francia. Alguien preguntó dónde se encontraba, y otro
respondió: "debajo de México". Sentía pena por esa gente
porque no habían visto gran cosa de la vida y parecían muy
ignorantes; estaban demasiado ocupados y preocupados por
luchar contra su miseria.
En este lugar, podía quedarme el tiempo que yo
quisiera, con tal que respetara las reglas. El dormitorio
consistía en una gran habitación de tipo almacén, con
numerosas literas.
En el transcurso del día, conocí a Joe, un joven
afroamericano. Me explicó que este lugar se llamaba Cherry
Mission, un sitio que se ocupaba de las personas sin hogar.
Me dijo también que había que cuidar muy bien sus cosas
porque los robos eran muy comunes.
Joe me llevó a otra misión, situada a 500 metros de
distancia, que se llamaba Help Mission. Era diferente porque
podíamos quedarnos allí solamente de 10:00 a.m. a 7:00
p.m., y al mediodía, ofrecían una comida. También había
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educadores que ayudaban a las personas para salir de la
miseria, tratando de encontrarles trabajo y vivienda.
Como todavía tenía unos pocos centavos, Joe me llevó
a un suburbio para comprar hierba. Este lugar francamente
me asustaba, era un verdadero gueto, como en las películas
americanas. Había solamente afroamericanos y yo era el
único blanco en todo el alrededor. Fuimos a una casa llena
de gente que me miraba con desprecio, no me quitaban sus
ojos de encima, de modo que mi sangre se helaba. Una vez
adentro, uno de ellos se acercó y le gritó a Joe:
¿Por qué traes a un hombre blanco aquí?
Me invadió el miedo y estaba sin voz. Joe, aunque
asustado, lo tranquilizó.
No te preocupes, él es ok.
A partir de allí, las cosas se calmaron, les di mi dinero y
me dieron la hierba. Fue la primera y última vez que quise
entrar en un lugar como ese.
El día de Navidad, Joe me llevó a la casa de su
hermana que vivía en otro suburbio. En ese barrio no me
sentía tampoco con seguridad. Su casa estaba llena de
hombres de color y mirándome se echaban a reír. Incómodo
y preocupado, sólo tenía un deseo: irme corriendo.
La hermana de Joe me explicó que no se burlaban de
mí, pero que se les hacía muy gracioso ver a un hombre
blanco, y más a un francés perdido en su gueto.
Una vez que el hielo se rompió, aprendí a conocerles y,
en realidad me caían bien. Ellos me hacían muchas preguntas
sobre Francia. Después de ese día, no volví más a ver a Joe.

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Al día siguiente, mientras comía en Help Mission,
conocí a Jake, un mestizo. Cuando le dije que estaba
durmiendo en Cherry Mission me aconsejó cambiar de lugar.
Más tarde, me llevó a Rescue Mission. Ésta parecía más
acogedora, había menos personas y el ambiente se sentía más
agradable. En el primer piso había un cuarto con una decena
de camas, y abajo, una sala que contenía una docena de
sofás, una televisión en color que se podía ver hasta las 11
p.m. De 6 a 7 p.m., antes de la hora de cenar, una persona
venía a hablarnos de Dios. Por la mañana, a las 7 a.m.,
teníamos que salir y cada vez tenía que llevar mi mochila,
porque las misiones se negaban a guardarla.
Luego, Jake me presentó a Slippy, uno de sus amigos;
lo apodaron así porque siempre tenía los ojos medio
cerrados, como si estuviera siempre durmiendo. Era un buen
muchacho que me simpatizaba.
Un tiempo después me enteré que había un vampiro
en la ciudad, en donde decidimos ir para ganar un poco de
dinero. Por la tarde, conocimos a un joven que venía en su
carro desde Arkansas, y nos dio un aventón a Help Mission.
Después de la cena, Jake se fue con él para conseguir hierba,
pero por la tarde, regresó solo y a pie, diciéndonos que el
muchacho había desaparecido de repente. Estuve muy
molesto porque había dejado todas mis pertenencias en el
carro. ¡Qué lío!
Durante las fiestas de fin de año, Slippy, Jake y yo
encontramos un pequeño trabajo por tres noches
consecutivas. Nos encargábamos de lavar los platos en una
conferencia que se celebraba debajo de una gran carpa, y que
reunía a más de mil personas, gente "burguesa”. A la entrada
de la carpa, podíamos admirar los carros de lujo, incluyendo
magníficos Cadillac. En estas tres noches ganamos 65
- 110 -
dólares cada uno. Y fiel a mí mismo, gasté todo mi dinero en
poco tiempo.
Gracias a una ayuda social, Slippy pudo rentar un
pequeño cuarto, en el cual había una cama sencilla y una
silla. Jake también recibía esta ayuda, pero como él era adicto
al crack, se gastaba todo su dinero en esta droga. Una vez, él
trajo de esta substancia, que se parecía a una pequeña piedra
blanca. Sacó un tubo de plástico, ligeramente más grande
que un cigarrillo cuyos extremos estaban quemados. Metió el
tubo en la boca, y por el otro extremo, deslizó el crack.
Luego, utilizando un encendedor, quemó la piedrita y en
seguida inhalaba el humo lentamente.
También lo probé, una, dos, tres veces, pero no sentía
nada, ninguna sensación. Jake me decía que esto no era
normal porque él mismo ya estaba en las nubes. Se paraba
frente a mí, y no se movía. Le hablaba pero no me oía;
estaba en otra dimensión, y así era como a él le gustaba estar.
El hecho de que no había experimentado nada
mientras lo probaba era quizá una señal de que, en el fondo
de mí, no quería caer en esa trampa. En aquel momento
pensaba en un artículo sobre los daños irreversibles que
causaba esta droga, y también en la nota sobre la persona
que había vendido a su hijo por un pedazo de crack.
El día del Año Nuevo, en Help Mission, cada uno
recibió un regalo: guantes, un gorro, una bufanda y un par de
calcetines gruesos. Nos cayó muy bien, porque el frío era
muy intenso. Odiaba la temporada de invierno, por lo tanto,
tenía prisa por irme hacía el sur y luego a Suramérica.
En Rescue Mission, un hombre de color de cuarenta
años estaba convencido de que yo pertenecía a la policía
especial debido a mi pasaporte. Me divertía y le decía que yo
- 111 -
era una estrella fugaz, tratando de explicarle de alguna
manera este término ya que no me sabía la traducción.
Entendió la palabra, pero no mi pensamiento. Le expliqué,
que una estrella fugaz aparecía y luego desaparecía de
inmediato, y como no entendía todavía, le aseguré que el día
que me fuera, lo entendería.
Una mañana, un trabajador social me envió a una
agencia que ayudaba a los viajeros en problemas. Para decidir
qué rumbo tomar, necesitaba saber si François me alcanzaría
como lo había previsto, de lo contrario, me iría
inmediatamente al sur. Para saberlo, le pedí al empleado de
la agencia el permiso para llamar a Francia, lo que me fue
concedido. En el otro extremo del teléfono, François, sin
noticias de mí desde hacía algún tiempo, estaba muy
entusiasmado porque ya había comprado su boleto para
Nueva York, para la fecha del 12 de enero. Estábamos en el
día 10. Alegre, le prometí que lo esperaría en el aeropuerto.
Como debía regresar a Nueva York, le hablé al
empleado de la agencia sobre mi necesidad de llegar allí, pero
que no tenía recursos para comprarme un boleto de autobús.
La persona me pidió regresar el día siguiente porque podría
conseguírmelo. Esta noticia me fue de un gran alivio.
Al día siguiente, según lo acordado, recogí mi boleto, y
me despedí de Jake y de Slippy. Después de un día de viaje y
de mucha fatiga, llegué por fin al aeropuerto, y esperé el
avión, el cual llegó un poco más tarde.
François estaba muy emocionado de estar en América.
Tomamos el autobús al centro, y luego buscamos un hotel
barato. Afuera estaba oscuro, hacía frío y el hotel que
conocía estaba demasiado lejos, sin contar con el peligro que
era caminar por la noche en Nueva York y, ¡con maletas!

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Mientras yo buscaba un hotel, François se maravillaba
por la grandeza de los edificios. Por allá, encontramos un
albergue para jóvenes y decidimos llegar. En la calle, había
unos travestis que nos silbaban y unos delincuentes que
querían conocer el contenido de las maletas. No era el
momento para demorarnos, así que aceleramos el paso e
inmediatamente entramos al edificio.
Al piso 50, el empleado nos explicó que el albergue
estaba reservado para una determinada clase de personas. La
tensión y la ansiedad eran palpables. Así que tomando mi
pasaporte francés, le argumenté que éramos turistas, que no
conocíamos la ciudad, era de noche y había muchos
delincuentes que esperaban una sola cosa: caer encima de
nosotros para robarnos. El recepcionista lo pensó bien y nos
dio una habitación; lo cual nos dio más tranquilidad.
En este albergue, conocimos a dos japonesas, Kumiko
y Yumiko, con quien platicábamos. Muy pronto, pude
aprender algunas palabras en japonés: "Anata ae te urishu
desu", que significa: "Me alegro conocerte."
Durante las jornadas con François, mientras
visitábamos los lugares, seguíamos fascinados de las
maravillas que Nueva York nos ofrecía.
Después de algunos días, a François ya casi se le acaba
su dinero, así que teníamos que dejar la ciudad. La idea era
viajar hacia Miami, con la esperanza de encontrar un trabajo
allí que nos permitiera instalarnos por algún tiempo. Ahora
faltaba la forma para alcanzar la ciudad que se encontraba a
casi 2000 km, y solamente teníamos 50 dólares.

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Con los pocos dólares, tomamos un boleto de autobús


para Atlantic City, el cual nos costó 25 a cada uno, por lo
tanto ya no nos quedaba nada.
Cuando llegamos a este mini Las Vegas, el chofer dijo
a todos los pasajeros que fueran adentro de un casino y que
entregáramos nuestro boleto de autobús. No entendía el por
qué, así que le pregunté a una señora de cierta edad quien,
para mi sorpresa, me explicó que el casino remitiría 14
dólares a cada pasajero. ¡No podía ser mejor!
Con corazón alegre, recogimos nuestro capital. La
presencia de máquinas tragamonedas alrededor de nosotros
fue una verdadera tentación e, incapaz de resistir, decidí
jugar tan sólo unas cuantas piezas. Pero cuando llegó el
encanto, en un instante, el monto regalado se fue en humo.
Lo más triste fue que François hizo lo mismo, y en tres
minutos nos quedamos otra vez sin un cinco. Avergonzados,
nos sentimos decepcionados y consternados por nuestra
insensatez.
Al enterarnos que había una misión por allá, nos
fuimos de inmediato. François dudó para entrar, ya que el
sitio estaba invadido por personas tan sospechosas como
amenazantes. Allí conocí a un colombiano, le expliqué
nuestro proyecto y la necesidad de encontrar trabajo para
poder ir a Miami. Me contestó que no había ningún trabajo,
pero agregó que había una iglesia en donde la encargada era
muy gentil y trataba de ayudar como podía a la gente.
Al día siguiente, expusimos nuestra situación a la
amable dama, la cual nos ofreció un boleto para Filadelfia,
- 114 -
asegurándonos que en esta ciudad sería más fácil encontrar
algún trabajo. Le dimos las gracias y nos dirigimos hacia
nuestro nuevo destino.
Inmediatamente al llegar a esta enorme metrópoli,
salimos en búsqueda de una misión. Nos enviaron a un
suburbio de la ciudad que con tan solo cruzarlo nos daba
escalofrío. En este lugar, tuvimos que esperar en el vestíbulo
hasta las 8 de la noche, en compañía de personas de
apariencia aterradora. Uno de ellos especialmente nos daba
mucho miedo. Estaba tendido en el suelo, imitando el
sonido de un helicóptero, y de repente se levantaba y
empezaba a gritar palabras indistintas. Me imaginé que era
un soldado que regresó de la guerra con la mente perturbada.
Cuando llegó el momento de entrar, nos checaron de
pies a cabeza, y aun en los calcetines. Me enteré que la
misión enfrentaba problemas de drogas, de armas y de
violencia. Supe más tarde que este lugar estaba destinado a
enfermos mentales, pero había un cuarto aparte para los
viajeros como nosotros. En esta misión, teníamos que
levantarnos a las 4 de la mañana para el desayuno, luego
regresábamos a dormir hasta las 8, momento en el que
debíamos dejar el sitio.
Después de una primera noche bastante tranquila,
fuimos a un vampiro, donde recibimos 10 dólares cada uno.
Aprovechamos el día para pasear en esta gran ciudad de
Filadelfia y descubrir algunos lugares interesantes.
Por la noche, acercándonos a la misión, entramos a un
bar de la zona. Charlamos con la camarera y con otras
personas, sorprendidos de encontrar franceses. Nos
invitaron a tomar unas copas, luego regresamos a la misión.

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El guardia notó que habíamos tomado alcohol e
inmediatamente llamó al director, quien nos pidió irnos y
regresar al siguiente día porque así lo exigía el reglamento. La
situación se puso muy complicada. Afuera hacía mucho frío,
además estábamos en un barrio peligroso. Nos
encaminamos con mucho cuidado hacia el centro de la
ciudad, luego nos acostamos sobre el suelo en una estación
de metro. El lugar estaba sucio, sin hablar de las corrientes
de aire helado y de un extraño hombre que no dejaba de
mirarnos. A pesar de nuestro estado de ansiedad, François,
agotado, cayó de sueño y se quedó dormido. El hombre
estaba despierto, probablemente esperaba el momento
oportuno para asaltarnos. Con este pensamiento, me
estremecí y sacudí tan pronto a François para decirle que
teníamos que irnos de inmediato. Caminamos dando vueltas
y vueltas hasta las 5, luego completamente exhaustos, nos
sentamos en una banca de una pequeña estación de tren;
pero apenas estábamos cerrando los ojos cuando un guardia
golpeó la banca con su bastón asustándonos y ordenándonos
que saliéramos del lugar.
Después de aquella horrible noche, estábamos
ansiosos por volver a la misión donde una buena cama nos
esperaría. Afortunadamente, entramos sin problemas y
pudimos tener un relajante descanso.
Afuera era muy difícil soportar el clima porque en esta
época del año el frío se sentía muy penetrante. Así que
pasábamos los días en una estación de autobuses, donde el
calor del sitio nos hacía un bien inefable. Cada vez que
veíamos el autobús de Miami que salía, lo mirábamos con
envidia, a sabiendas que un día estaríamos adentro.
En esta estación, conocimos a Yves, un francés que
nos dio la dirección de un restaurante en Fort Lauderdale,
- 116 -
Florida, cerca de Miami. Cuando él nos estaba dando las
coordenadas, nos aseguró que el jefe, un hombre muy
tratable llamado Robert, nos daría sin duda un trabajo.
Entonces, lo llamé informándole de nuestra intención de ir y
le pregunté si podía conseguirnos un empleo, y respondió
que esto sería factible si teníamos la tarjeta verde. Aun si no
poseíamos aquella tarjeta, la buena noticia nos llenó de
alegría, pero todavía nos faltaba llegar a Florida.
En búsqueda de trabajo, nos encontramos con
Maureen, una secretaria de una oficina, una mujer muy
amable. Íbamos a verla todos los días porque ella trataba de
conseguirnos un trabajito. Una mañana, nos encontró uno
que consistía en cavar un enorme agujero con palas y picos
en una calle de Filadelfia. Al final del día, habiendo
terminado la tarea, nos pagaron 70 dólares a cada quien. De
inmediato compramos un boleto de autobús, deseando a
toda costa salir de esta ciudad y continuar nuestro viaje hacia
el sur.
Sin embargo, la cantidad nos alcanzó solamente para
llegar hasta Norfolk. Esta pequeña localidad me cautivó por
su gracia y su tranquilidad. Además, la misión de allí nos
permitía estar afuera hasta las 11:30 p.m.
En búsqueda de trabajo, conocimos a cuatro
mexicanos que estaban durmiendo en un coche. Estaban en
la misma situación que nosotros, hacía mucho tiempo que
buscaban pero no habían aún encontrado nada. Uno de ellos
se llamaba Rafael, pero los otros lo llamaban "Chino" por su
parecido con un chino. Platicaba mucho con él porque era
simpático.
Más tarde, le ofrecimos nuestros servicios al director
de una parroquia, pero éste, sin decir palabra, nos echó

- 117 -
fuera. Al día siguiente tratamos de explicarle nuestra
situación, pero una vez más, con crueldad y sin escucharnos
nos echó.
Chino me comentó que había una agencia que ayudaba
a viajeros en dificultades para regresar a sus lugares de
residencia, siempre y cuando tuvieran alguna persona que
confirmara sus declaraciones y entonces ellos pagarían la
mitad del boleto.
Esto me dio una idea, llamé por teléfono a Robert y le
pedí que confirmara a la responsable de la agencia que nos
estaba esperando y que nos daría trabajo en su restaurante.
Estuvo de acuerdo y, cinco minutos más tarde, la mujer nos
dijo que todo estaba arreglado y que nos pagarían la mitad
del boleto a Miami. No lo podía creer. ¡Era fantástico!
Los boletos costaban 300 dólares y la agencia nos
ofrecía 150. Todavía teníamos que encontrar la cantidad
restante. Le sugerí a François regresar a ver el director de la
parroquia que tenía una muy mala opinión de nosotros. Esta
idea no le complació porque temía ser recibido esta vez con
armas de fuego.
El hombre se sorprendió al vernos de nuevo, pero en
esta ocasión nos llevó a su oficina. Le conté nuestra historia
y la necesidad de encontrar un pequeño trabajo para juntar
150 dólares para llegar a Florida y trabajar. Aunque parezca
increíble, después de confirmar nuestras afirmaciones con la
señora de la agencia, accedió a ayudarnos, y esto aún sin
darnos trabajo. François estaba emocionado y yo también.
Posteriormente, nos entregaron los boletos y una bolsa
llena de chocolates, porque el viaje duraba más de 40 horas.
Los mexicanos estaban atónitos y parecían envidiarnos,
excepto Chino quien nos acompañó a la estación de
- 118 -
autobuses. Nuestra salida le entristecía, me dio su dirección
en México y prometí visitarlo en su tierra en un futuro
próximo.
Después de un viaje largo y agotador, pusimos por fin
nuestros pies en el suelo de la Florida. Bajando del autobús,
el aire caliente y seco penetró en nuestros pulmones y nos
llenó de alegría. Desde mi llegada a tierra americana me
había tocado solamente frío y heladas, así que con este calor
me dieron ganas de respirar a pleno pulmón ese rico aire.
Este sol nos permitió olvidar todas las miserias que
habíamos pasado en el norte. Llegando a Fort Lauderdale,
nos apresuramos a ir al restaurante, ya nos veíamos
trabajando y ganando dinero. El patrón Robert al vernos, de
inmediato nos pidió la tarjeta verde. Le expliqué que no la
teníamos, esperando que nos comprendiera. Apenado, no
quiso aceptarnos, argumentando que la contratación de
"ilegales" podría valerle una multa de 5.000 dólares, además
de que estaban realizando muchos controles.
Nuestro entusiasmo se desvaneció por completo. Nos
sentimos decepcionados y tristes, pero por otro lado felices
de estar finalmente en Florida. Dimos un paseo por las calles
de esta ciudad que presentaba una riqueza arrogante. Fort
Lauderdale era una ciudad muy elegante.
Por falta de recursos, fuimos a buscar refugio en un
parque. El sitio era magnífico, con un lago y detrás había
hermosas y enormes mansiones. Había oído decir que
Florida era un estado en donde muchas personas ricas, como
algunas estrellas de cine, eran atraídas por el clima y llegaban
para vivir, por eso, al mirar esas casas me imaginaba a un
actor viviendo allí.

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Por la mañana, mientras estábamos todavía inmersos
en un profundo sueño, nos despertó la policía, diciéndonos
que era un sacrilegio dormir allí, e inmediatamente nos
expulsaron del parque. De todos modos, nuestro objetivo no
era echar raíces en esta ciudad, sino llegar a Miami, ubicado a
40 kilómetros de distancia.
Durante el día llegamos a Hallandale que estaba a
medio camino. En este pequeño pueblo, fuimos recibidos
calurosamente en una iglesia cuyo pastor era hispano. Hizo
un llamado a todos sus feligreses latinos para ayudar a dos
franceses que se dirigían hacia Miami en búsqueda de
trabajo. Se organizó una colecta de inmediato y todos
vinieron para saludarnos deseándonos buena suerte. Este
gesto de personas simples nos conmovió profundamente.
Esa misma noche, el pastor nos invitó a su casa, y al día
siguiente, después de darle las gracias, nos encaminamos con
dirección de Miami.
Mientras llegábamos a esta ciudad teníamos en mente
todas estas series de televisión impregnadas de nuestra
infancia. Tan pronto bajamos del autobús un hombre alto de
color nos preguntó si necesitábamos algo. Le dije que no,
pero él continuó hablando. No entendía todo lo que estaba
diciendo, excepto que no se debía ir más allá de los rieles
donde había drogas y muerte. El tipo era muy extraño y
asustaba a François.
Nos paseamos durante horas en las calles de Miami,
cuya fascinante belleza nos asombraba. Luego, nos fuimos
en búsqueda de una misión, esperando que hubiera alguna.
Finalmente encontramos que sólo había una, ante la cual
había una larga fila de personas que esperaban para entrar.
Este lugar era rodeado por altas vallas de alambre y vigilado
por guardias que tenían perros, pastores alemanes. No me
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sentía tranquilo, porque se parecía más a una prisión que a
una misión.
En la apertura, la gente entraba uno por uno y
después de un tiempo, un guardia se nos acercó y nos dijo
que estaba completo. Por supuesto, nos sentimos
desilusionados, pero el lugar era tan espantoso que nos
fuimos sin remordimientos en busca de otro sitio para
dormir.
Cruzamos la ciudad, llena de lugares maravillosos. La
larga caminata nos agotaba y estábamos muertos de hambre.
Pasamos por lugares de lujo donde la gente hacía fiestas,
luego empezamos a tener delirios pensando en los platillos
que compraríamos si fuésemos tan ricos como ellos.
Seguíamos nuestro camino hacia Miami Beach, con la
esperanza de encontrar un rincón tranquilo, cuando de
pronto vimos un grupo de personas que parecían esperar
algo. Era un comedor ambulante que ofrecía gratuitamente
comida, ¡esto nos volvió la sonrisa y fuerza para seguir
adelante!
Miami Beach estaba demasiado lejos, y estando
completamente cansados decidimos pararnos en un prado
junto a un pequeño río. Desde allí, el paisaje era increíble e
indescriptible porque podíamos contemplar casi toda la
ciudad de Miami iluminada. A pesar de la presencia de
numerosos y grandes ratones, nos quedamos dormidos.
En la madrugada salimos de regreso hacia el centro de
la ciudad, con la ilusión de encontrar algún trabajo. Allí
parecíamos estar en otro país, porque todas las tiendas eran
latinas, cubanas y puertorriqueñas. A François no le gustaba
esta ciudad y ya quería dejarla. Hubiera querido pasar más

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tiempo tratando de ganar un poco de dinero, pero frente a
su insistencia y a su angustia decidimos cambiar de aire.
Como suponía que muchos franceses vivían en Nueva
Orleans, en el Estado de Luisiana, pensé que la suerte podría
sonreírnos más allí. Entonces nos lanzarnos para recorrer los
1000 km que nos separaban de esta región. El bus de la
ciudad nos trasladó hasta Boca Ratón, y de allí otro nos llevó
a West Palm Beach, encontrándonos ya a 100 km de Miami.
También en esta ciudad se respiraba a plena nariz las
riquezas, ya que era aquí donde muchos famosos habían
venido a establecerse.
La salida de la ciudad, para pedir aventón, se
encontraba muy lejos del centro, por lo que nos esperaba
una larga caminata. Exhaustos, nos detuvimos en una
gasolinera para fumar un cigarrillo y descansar un poco. Un
coche de policía se detuvo frente a nosotros y un oficial salió
gritando. Me imaginaba que no estaba contento por el hecho
que fumábamos a unos pasos de la gasolinera. Pero
mirándonos más sorprendido que enojado, nos dice:
¿Qué están haciendo aquí?
Descansamos le contesté.
¿Saben en dónde están? añadió muy preocupado.
En West Palm Beach...
Entonces el policía tomando un tono más solemne
replicó:
Están en el barrio más peligroso de la ciudad, aquí a
la gente de color no les gustan los blancos.

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Estas palabras me cerraron la garganta, y cuando lo
traduje a François su rostro se puso pálido. El policía que
también era blanco, nos aconsejó irnos inmediatamente.
Esto no cayó en oídos sordos y nos fuimos volando. Un
poco más adelante, un anuncio decía "Zona de crimen". Nos
miramos aún más aterrorizados entendiendo que habíamos
tenido mucha suerte.
Pedíamos aventón, pero ningún carro se detenía,
entonces exhaustos por caminar tanto nos quedamos a
dormir en un campo cerca de un estanque, en donde durante
toda la noche, un concierto de cientos de ranas nos impidió
cerrar los ojos.
Al día siguiente, un hombre con su esposa nos llevó en
su vehículo; ellos vivían en una casa móvil y habían venido
de Kentucky para establecerse en Florida. El hombre nos
invitó a trabajar con él, asegurándonos que hablaría con su
jefe y que sin duda él nos daría trabajo, incluso sin la tarjeta
verde. Esta noticia nos dio nuevas esperanzas. El hombre
parecía muy simple y muy gentil a la vez.
Luego de pasar la noche en su caravana, al día
siguiente, la persona cambió totalmente su actitud y nos
anunció secamente la negativa de su patrón. Sin añadir nada
más, nos dejó en un crucero; nosotros imaginábamos la
regañada que su jefe debió haberle dado.
Más tarde, otro conductor nos dejó en la ciudad de
Indian Town. Apenas pusimos un pie en este pequeño
pueblo cuando una patrulla de policía nos cayó encima. El
sheriff parecía muy molesto por nuestra presencia, entonces
nos revisó y nos llevó a su oficina para tomar nuestras
huellas digitales. Unas horas más tarde, nos transportó en su
coche y nos echó fuera de la ciudad, ordenándonos con un

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tono muy autoritario no volver jamás a su aldea. Ese día me
acordé de estas películas en las que podíamos ver este tipo
de escena. Pero ¡no era película! Ahora teníamos que ser más
prudentes para evitar problemas.
Después de varios aventones, habíamos pasado
algunas ciudades como Vera, Jackson Ville y Tallahassee. Un
día, en plena campaña, un coche se descompuso cerca de
nosotros. El joven nos alcanzó y propuso llevarnos a cambio
de un poco de dinero para comprar aceite. No teníamos ni
un centavo, así que se regresó a su carro decepcionado.
Luego, fui a ver al muchacho que estaba con su novia
y le comenté que era posible conseguir aceite sin dinero, a lo
cual se mostró escéptico pero curioso. Le pedí entonces que
viniera con nosotros a una gasolinera. Tuvimos que caminar
mucho tiempo para encontrar una. En el lugar, pedimos a
los conductores si podían ayudarnos con un litro, luego otro
y otro, al final nos regresamos con cinco litros. El hombre se
quedó asombrado. Ellos se dirigían hacía Texas por lo que
podían dejarnos en el camino en Luisiana; esto nos alegró
muchísimo. Sin embargo, algo me preocupaba, me
preguntaba cómo harían para llegar hasta Texas, ya que la
distancia era muchísima y no tenían dinero.
Mi inquietud tuvo su pronta respuesta, cuando el
conductor entró en una gasolinera con su largo vehículo al
estilo americano. Mientras el hombre estaba llenando el
tanque, su novia entró en una tienda. Luego, él se metió al
carro y nervioso puso el pie sobre el acelerador listo para
arrancar. Todo me parecía demasiado sospechoso, cuando
de repente oí gritos detrás de mí. Al voltear, vi a la cajera
gritarle a la muchacha, la cual se precipitó al interior del
coche y el joven arrancó a toda velocidad.

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François y yo estábamos estremecidos. Fueron
minutos muy intensos debido a las consecuencias que
podrían derivarse de ello, lo que me recordó también a una
situación similar en Francia. Luego, la chica abrió la chaqueta
y sacó un montón de comida y bebida que había robado.
Explotaron de risas mientras que nosotros detrás estábamos
desconcertados por completo. Enseguida, repartieron el
botín con nosotros. Tenían la costumbre de hacer esto, así
que les llamé Bonnie y Clyde.
Tras varias horas de carretera y cientos de kilómetros,
nos dejaron en Luisiana, en Baton Rouge a las 4 de la
mañana. Hacía mucho frío y el viento era helado. Estábamos
afuera, congelados, esperando los primeros rayos de sol para
calentarnos.
A las 8 a.m., completamente entumecidos y agotados,
deambulábamos en la ciudad hasta encontrar un albergue
católico. En su interior, además del calor, había sofás en
donde nos derrumbamos cayendo en un sueño profundo.
Más tarde, la gerente del centro nos despertó y nos ofreció
un café bien caliente. Cuando se enteró de nuestra situación,
nos ofreció boletos para Nueva Orleans, ubicada a 70 km.

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11

Recién llegados a la Nueva Orleans, nos dirigimos


hacia la Misión Bradley. En este lugar los viajeros tienen
derecho a tres noches de cortesía, y luego cada noche
adicional costaba 5 dólares. También era posible dormir de
día como de noche.
Durante el día, salíamos de puerta en puerta con la
esperanza de encontrar algún trabajo. Contrariamente a lo
que pensaba, no había más franceses aquí que en cualquier
otro lugar, y entre los tres o cuatro restaurantes originarios
de Francia que encontramos, ninguno quiso darnos empleo.
Sin embargo, esta bella ciudad nos encantaba por su
ambiente festivo y pacífico. En el centro, descubrimos el
"Barrio Francés", donde lucían casas antiguas y hermosas de
arquitectura francesa y española. En el corazón de este
barrio, se encontraba la Plaza Jackson, un precioso parque
en donde gente de todo los Estados Unidos venían para
ofrecer o para ver espectáculos. Podíamos disfrutar una
amplia variedad de entretenimiento, de diversión, de música,
de show, de artistas, de cómicos... sin olvidar el Jazz. Un
poco más lejos, se encontraba Bourbon Street, la calle más
popular por sus cabarets, clubes nocturnos, restaurantes y en
donde la fiesta se prolongaba hasta el amanecer. En esta
bellísima localidad nos sentíamos seguros, en contraste con
las últimas grandes ciudades en donde el temor se apoderaba
de nosotros a cada momento.
En cuanto a la búsqueda de trabajo, mi insistencia fue
premiada y finalmente pude encontrar empleo en un
restaurante latino, la jefa era de Honduras y aceptó
contratarme por mi conocimiento del español. Me encargaba
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de lavar los platos, y de 11:00 a.m. a 2:00 de la tarde
entregaba comidas a domicilio por un salario de 80 dólares a
la semana más las propinas. Estaba muy feliz y sentía un
gran alivio de haber encontrado finalmente una actividad
remunerada. Un ambiente jovial reinaba en este
establecimiento, sin hablar de la calidez de una jefa que me
llamaba "hijo". José, el sobrino, era muy gracioso, como
también lo era Iris, su hermana.
Empezaba mi día a las 8 a.m. y terminaba a las 5:00
p.m., y como dormía en Bradley, podía quedarme afuera
hasta las 11:30 de la noche, pasando mis tardes en Bourbon
Street.
A veces, José me acompañaba en las entregas a
domicilio y hasta me regalaba sus propinas. A menudo me
invitaba a tomar un trago y nunca me dejaba pagar, era de
una generosidad increíble. En el restaurante, platicaba con
Iris; sus cuatro hijos se habían quedado en Honduras y su
meta era ganar suficiente dinero para traerlos a los EE.UU.
Cada vez que me hablaba de ellos, sus ojos se llenaban de
lágrimas. De vez en cuando, me preparaba deliciosos platos
que disfrutábamos juntos en el restaurante.
Un día, conocí a Alex, un mexicano que había
alquilado un apartamento. Me ofreció que alquilara con él, lo
cual acepté inmediatamente, y así François y yo nos
mudamos allí. La casa estaba en una zona caliente, en el 2°
piso, y la renta era de 100 dólares mensuales. ¡Era perfecto!
Lo malo era que debajo de la casa había una cantina “Las
cabezas”, un lugar muy inseguro, en donde había mucha
droga y prostitución.
Por la mañana, Alex y yo íbamos juntos al trabajo, él
trabajaba en el puerto, mientras que François se quedaba

- 127 -
solo en casa todo el día. El pobre, se sentía muy frustrado
por ser incapaz de comunicarse, ni en inglés ni español. Por
la noche, cuando regresaba, traía conmigo comida del
restaurante que la dueña me daba.
Una noche, regresando del trabajo, pasé delante de un
bar llamado “Kagan´s”. Me gustó mucho el ambiente porque
podíamos jugar billar. Empecé a hacer amigos,
especialmente Smurf, Sean y Cheryl. Smurf, un joven
afroamericano muy chistoso que conocía a mucha gente, era
un cómico nato y hablaba demasiado. Sean, por su parte, era
un vago. Cheryl era una chica muy amigable, de piel blanca.
Un viernes, estaba con José en el Kagan’s cuando
François llegó. Estaba preocupado porque Alex lo había
echado de su casa por rechazarle una invitación para ir a
tomar una copa con él. Como no se comprendían mucho
por el idioma, Alex se enojó y llamó a la policía. Entonces
François salió a toda velocidad para buscarme. Lo invité a
olvidar sus problemas y a divertirse, lo que hicimos durante
toda la noche en Bourbon Street.
Al día siguiente le dije a Alex que dejara a mi amigo en
paz, y aceptó. Pero los días siguientes, la tensión crecía entre
él y François. La situación se volvió tan insoportable que
tuve que buscar otro apartamento. Encontré uno a unos
pasos del Kagan’s, pero la renta era demasiado alta para mí,
era de 350 dólares. ¡Qué lástima! Porque el lugar era increíble
y me encantaba.
Unos días más tarde, Alex echó de nuevo a François
de la casa. Harto de la situación, mi amigo decidió llamar por
teléfono a su hermano en Francia para que le pagará su
boleto de regreso. Al día siguiente, al marcharse, sintió un
gran alivio de dejar este país, en el cual no podía hacer casi

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nada. Esa noche, volviendo a casa, discutí con Alex y
abandoné el lugar para regresar a la Misión Bradley.
Un tiempo después conocí a Frank, un belga muy
bromista. Era un aprendiz piloto que acababa de terminar
sus estudios en Miami y trabajaba en el aeropuerto de la
ciudad por un sueldo estupendo de 3.000 dólares por mes.
¡Wow! Cuando supo que estaba viviendo en una misión, me
ofreció hospedarme en el apartamento que alquilaba. Acepté
con entusiasmo y pocas horas después al llegar a su casa, me
di cuenta que era aquel que me había gustado muchísimo
pero que me era imposible pagar. ¡Qué cosa! Y, ¡qué alegría!
En este lugar sublime con vista al Mississippi, había un
refrigerador lleno de alimentos, incluido salmón y otras
cosas más de lujo. Frank siempre compraba las marcas más
caras, pues con su salario podía darse esos lujos. También
tenía un carro grande y cómodo, en el cual paseábamos
todas las noches.
Cada mañana me despertaba con resaca, por esta vida
de pura fiesta que llevábamos, y constantemente llegaba
tarde al trabajo. Iris me reprochaba por descuidar mi trabajo.
Lo entendía, pero era más fuerte que yo, no me podía
controlar. La dueña me lo reclamaba también, pero me
quería tanto que me soportaba.
Unos días después, le robaron a Frank todos los
materiales de sus cursos que tenía en su coche. Estaba muy
enfadado porque sus notas le eran indispensables para su
trabajo. Entonces decidió regresar a Miami, y me dejó su
apartamento que había pagado por un mes, con el sofá, una
cama y una bonita mesa de café. Me ponía a pensar en cómo
hacía apenas unos días, este lugar me parecía inaccesible, y
ahora allí estaba, y además de forma gratuita.

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Por las tardes, jugaba al billar en el Kagan´s, y por
tanto jugar, pues rápidamente me convertí en un experto. A
veces con un poco de inspiración, hacía algunas cosas
increíbles, como saltar dos bolas al mismo tiempo con el fin
de meter otra en el hoyo. Se hacían apuestas y a menudo
ganaba.
Una vez, cuando estábamos en medio de un juego, oí
un disparo frente a la entrada del bar. Aturdidos, corrimos y
vimos cinco chicos que detenían a otro que estaba en el
suelo con una pistola en la mano. Este chico venía de
discutir con Smurf, y le había disparado. Smurf huyó a toda
velocidad y nadie sabía si había sido herido. Lo volvimos a
ver unos días después, estaba bien, pero tuvo el susto de su
vida. Desde este incidente, Smurf se hizo más discreto.
Algunos domingos, para alejarme del ambiente, me iba
a un lugar dedicado especialmente a la preparación de
diversas clases de cafés. Éstos provenían de todas partes del
mundo y se preparaban en máquinas muy antiguas. Este sitio
era realmente genial, con deliciosos cafés y una música muy
dulce que propiciaba la meditación. Muchos turistas
disfrutaban su estancia al ser atraídos por la originalidad de
este lugar.
Deleitándome en mi bebida, reflexionaba sobre todas
las misiones que había visitado. La mayoría eran
frecuentadas principalmente por afroamericanos. Había
conocido a muchos de ellos que decían, sin rodeos, odiar a
los blancos porque se sentían rechazados. Tomaba
consciencia que el egoísmo de los blancos había traído
miseria a los de la raza de color y había engendrando
sentimientos de odio. Me dolía el saber que en el pasado, los
blancos habían arrancado a los “negros” de su país de origen
para hacerlos esclavos. Todos ellos habían participado en la
- 130 -
construcción del país durante décadas, pero ahora, los
blancos se negaban a tratarlos de igual a igual, causando una
guerra de razas. Esto me disgustaba, y me entristecía
profundamente.
Desde hacía varios días, la vida en Nueva Orleáns
perdía de su encanto. El trabajo, los amigos y las fiestas me
eran insuficientes y me demoraba de mi objetivo que era el
Sur de América. Me acordé entonces que tenía la dirección
de Chino en México, y pensé que ya era hora de pensar en
seguir mi viaje.
Esa misma noche, conocí a un joven afroamericano
que tenía un montón de ácido (droga) para vender. Él no
conocía a nadie, así que le ofrecí ayudarlo. Después de
despachar la mercancía prontamente, con el dinero bebimos
alcohol junto con pastillas. Por la mañana, llegué a casa con
un horrible dolor de cabeza y me quedé dormido y pensé no
ir a trabajar. Dos horas más tarde, el joven me despertó para
ofrecerme participar en su negocio, pero decliné su oferta.
Como ya estaba levantado, me fui al trabajo a pesar de mi
lamentable estado. Iris me preguntó lo qué había hecho,
pero preferí no decirle nada. En un lapso de lucidez me di
cuenta que tenía que dejar este camino equivocado y cambiar
de aires. Ese mismo día, decidí salir para México. Al final del
día, tomé mi sueldo y me despedí de Iris quien tenía lágrimas
en sus ojos. Yo también estaba triste, pero sabía que tenía
que abandonar ese ambiente.
Fui al consulado mexicano para obtener una visa y
compré un boleto de autobús para Brownsville, ciudad
fronteriza con México. La salida estaba programada para las
2 am. Agotado por mi mala noche, fui a la casa del café y me
quedé dormido sobre la mesa. Más tarde, la camarera que me

- 131 -
conocía bien me ofreció una excelente taza de café, pero ni
esto me impidió caer de nuevo en el sueño.
Cuando llegó el momento, miré por última vez la
ciudad y me dirigí al autobús. Estaba seguro que guardaría
sentimientos encontrados de este tiempo en Nueva Orleans.

- 132 -
12

Novecientos kilómetros separaban a Nueva Orleans de


Brownsville, última ciudad americana antes de entrar a
México. El cansancio y las noches sin dormir me habían
afectado tanto que no me di cuenta de las cuarenta horas
pasadas en el autobús.
Mi primer objetivo era buscar a Rafael, el Chino, quien
vivía en un pequeño pueblo llamado Potrero del Llano,
situado en la región de Veracruz, a unos 800 kilómetros de la
frontera en la costa este.
Crucé la aduana de México sin ningún problema, y del
otro lado descubrí la ciudad de Matamoros. El contraste
entre los EE.UU. y México era evidente. La gente, las
tiendas, las casas, las calles y sobre todo el idioma, todo era
diferente. Me encontraba de nuevo en un país que hablaba
español. La pobreza era obvia, sin contar el escaso valor de
la moneda local, el peso. El contraste me fascinaba, porque
ir al encuentro con nuevas culturas era parte de la aventura.
En realidad, los países industrializados y ricos no me atraían
porque prefería aquellos en los que sus poblaciones eran
simples y sociables. Y este espíritu era casi inexistente en los
EE.UU., excepto con la gente hispana.
Compré mi boleto para Tampico, la ciudad más
grande situada a medio camino entre Matamoros y Potrero
del Llano. Cuando llegué, pregunté cómo llegar al pueblo y
alguien me dijo que debía tomar un autobús en dirección a
Poza Rica, y luego estar pendiente del anuncio ubicado a la
entrada del pueblo.

- 133 -
Las horas pasaban, me quedaba pegado a la ventana,
pero no veía ningún anuncio. El autobús llegó a su término y
el conductor me dijo que el pueblo en cuestión se había
quedado muy atrás. Estaba enfadado, y aún más cuando el
chofer me dijo que el autobús saldría solamente hasta el día
siguiente.
Como no podía ir al hotel, me vi obligado a quedarme
y dormir en la estación de autobuses. Jóvenes, adultos e
incluso niños dormían en este lugar. Algunas sobre mantas,
otros sobre cartones, y otros sobre el piso. Me alejé un poco
de ellos, encontré un lugar y me acosté sobre mi bolsa de
dormir. Escuchaba algo de música en el walkman que había
comprado en la Nueva Orleans, y cuando el sueño me llegó,
me quité los zapatos para ponerlos debajo de mi mochila, la
cual me servía de almohada.
De noche, mis ojos se abrieron de pronto y sorprendí
a un hombre que tenía su mano debajo de mi mochila. Le
pregunté lo que quería, y mostrándome sus pies descalzos,
me dijo que quería mis zapatos. ¡El sinvergüenza estaba
robando mis zapatos! Entonces le grité que NO, y se fue. Al
irse, constaté que estaba ocultando algo bajo su brazo, y esto
me dejó perplejo. Inmediatamente, busqué en el bolsillo de
mi chaqueta, y me di cuenta que me había robado mi
walkman. ¡Era el colmo! El ladrón sólo estaba a diez metros
de mí, podía correr y atraparlo, pero seguramente alguien
más se apoderaría de mi saco de dormir, de mi mochila, e
incluso de mis zapatos. Luego el individuo corrió a toda
velocidad, dejándome muy molesto. No podía creer que este
ladrón pudo robar mi walkman que estaba en mi chaqueta
mientras la traía puesta, y estando yo adentro de la bolsa de
dormir. ¡Realmente increíble!

- 134 -
Al amanecer la mañana siguiente, tomé el autobús en
dirección de Potrero del Llano, y llegué después de dos
horas de camino. Tenía prisa para ver a Chino y pasar unos
días con él. Sabía que el nombre de su padre era Juan y que
cosía sombreros. En la estación de autobuses todo el mundo
lo conocía, y me decían que era muy difícil llegar a su casa
porque estaba más allá de muchos senderos. Una anciana,
quien resultó ser su vecina me acompañó. Durante la plática,
me enteré que Rafael se había ido hacía mucho tiempo al
"otro lado", a los Estados Unidos, y no había vuelto.
La casa de su padre se veía muy deteriorada, el techo
se componía de vigas de madera y de ramas de palmeras. La
anciana detrás de una especie de puerta en alambre empezó a
gritar:
¡Juan, Juan, Juan!
Desde el interior, una voz grave y débil respondió:
¿Qué Pasa?
Hay aquí un amigo de Rafael, que viene de muy lejos
para verlo.
Un hombre de avanzada edad salió con una niña que le
ayudaba a moverse, probablemente la hermana de Rafael,
que iba vestida con ropa vieja y rota.
Entonces el padre llegó a la puerta y me preguntó con
tono sollozante:
¿Tú eres el amigo de mi Rafael?
Sí, le respondí, apenado por la escena.
¿Dónde está? me cuestionó con una voz de
ansiedad.
- 135 -
Tal vez temía que le dijera una mala noticia, así que
inmediatamente lo tranquilice:
Lo conocí en los EE.UU. y pensaba encontrarlo aquí.
Desde que mi hijo se fue, nunca ha vuelto. Nos envía
dinero de vez en cuando, pero nunca nos habla de su regreso
 añadió en un tono resignado.
Estaba triste, su rostro y el de la niña reflejaban el
dolor de la miseria. Me sentía muy conmovido. Luego, con
lágrimas en su voz, concluyó diciendo:
Cuando regreses al otro lado y veas a mi Rafael, dile
que todos lo echamos de menos y que lo queremos.
Su voz era sincera y temblante. También vi que sus
manos estaban vendadas, y luego retornó a su humilde
morada.
La mujer que me había acompañado estaba todavía allí.
Me dijo que Rafael debía de regresar a toda costa para
hacerse cargo de su familia, porque Juan ya no tenía esposa.
Un día se había peleado con su hijo mayor que siempre
estaba borracho, y este último le había lastimado las manos
con un machete. Desde esa terrible tragedia, el pobre
hombre ya no podía hacer sombreros ni mantener a su
familia. Su hijo mayor malgastaba todo su dinero en el
alcohol. Afortunadamente, la generosidad de los aldeanos
era un bálsamo para esta pobre familia, ya que se juntaban
para comprarle algo de despensa.
Admiraba la solidaridad de la gente de este pueblo
mexicano. Víctimas ellos también de la miseria, sin embargo,
generosos y compasivos. Hubiera querido ayudar a este
hombre, pero no tenía nada, y esto me entristecía aún más.

- 136 -
Además, me era imposible asegurar a la vecina que volvería a
ver a Rafael, pues constantemente cambiaba de lugares en
busca de trabajo, y que en un futuro inmediato, no tenía
planes de regresar a los EE.UU.
Salí del lugar con un corazón apesadumbrado y me fui
a una playa situada a unos veinte kilómetros. En este lugar,
meditaba sobre las decisiones que debía tomar y la única
cosa que me quedaba por hacer era encontrar un trabajo,
pero todavía tenía que saber dónde.
Podría seguir mi camino hacia América del Sur, pero
hacia el oeste, no muy lejos, estaba la ciudad de México, la
capital. Pensé que tendría más suerte para encontrar un
trabajo en una ciudad tan grande como esa.
Al día siguiente me dirigí a la estación de autobuses y
pregunté por el precio de un boleto para México. Mi riqueza
se elevaba a unos poquitos pesos, la cual era insuficiente,
pero muy amablemente, la mujer en el mostrador me lo dio,
y además me deseó buena suerte.
Al llegar a esta enorme metrópoli y caminando en el
centro observé una persona que estaba entregando volantes,
en los cuales estaba escrito: "Se busca hombre o mujer, 18-
40 años, para trabajar. Diríjanse a la planta 12 de la Torre".
La Torre era un gran edificio simbólico de la ciudad que se
encontraba en el corazón de la Ciudad de México y como
podía ir a cualquier hora, fui inmediatamente. Mi apariencia
era pésima, con mi mochila en el hombro y mi bolsa de
dormir en el otro. Dejé a un lado este detalle y subí a la
planta 12, en donde deposité mis pertenencias y entré en un
salón. Unas 50 personas ya habían llegado. Me senté atrás,
luego cada quién se ponía de pie y se presentaba. Cuando
llegó mi turno, me levanté y dije:

- 137 -
Me llamo Krim y soy de Francia.
En ese momento todo el mundo volteó y me miraban.
Sentí tanta vergüenza, que mi cara debió tornarse al rojo
vivo. La mayoría, vestidos con trajes se preguntaban la razón
de mi presencia. Uno de ellos se dirigió a mí en francés y me
dijo que me esperaría a la salida.
Más tarde, entramos en grupos de 15 en otro salón,
donde una mujer nos dio un discurso sobre los distintos
roles de la compañía y explicó lo que esperaba de nosotros.
Habló acerca de las ambiciones del grupo y de otras cosas
más. La escuchaba, pero después de un rato, estaba
totalmente desconectado y me preguntaba qué estaba
haciendo ahí.
Después del discurso, cada uno fue entrevistado. Cuando me
tocó, la primera pregunta que me hizo aquel hombre fue:
¿Cómo le pareció el discurso?
Fue muy bueno. Le respondí de tal manera que
hasta yo no me la creía.
¿Qué ha aprendido o que le llamó su atención?
Continuó mi interlocutor.
Que era posible ganar mucho dinero. Contesté ya
que era el punto en el que había insistido mucho.
¿Por qué quiere trabajar con nosotros?
Francamente, no tenía ni la menor idea porque ni
siquiera sabía de qué empresa se trataba. Entonces le
repliqué con sinceridad:
Necesito dinero para vivir.

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El hombre me miraba con mucha curiosidad, y con
una sonrisa hipócrita, concluyó:
Lo sentimos, pero no tenemos trabajo para usted.
Me lo esperaba, ya que no tenía la cara para este
empleo. Recogí mis cosas y la persona que me había hablado
en francés me estaba esperando en la salida. Intercambiamos
algunas palabras, y entre otras cosas me dijo que había vivido
varios años en París. Me invitó a dormir a su casa en un
suburbio, en donde vivía con su familia.
Al día siguiente, después de pasar una buena noche,
regresé al centro de la ciudad. Con un poco de dinero, pude
comer unos deliciosos tacos. Luego, fui a descansar en una
banca en una calle peatonal donde había mucha gente.
Más tarde, en este mismo lugar, conocí a Lulú.
Platicamos y ella se sorprendió al saber que venía de Francia
y que hablaba varios idiomas. Ella trabajaba en una agencia
de viajes y estaba esperando a su madre. Cuando su madre
llegó, me miró con algo de preocupación, y al despedirse
Lulú me mencionó que esperaba volver a verme, lo que me
dio mucho gusto.
Al atardecer, busqué un lugar para dormir, me topé
con una pareja de ancianos que me aconsejó tener mucho
cuidado porque la policía podría robarme todo el dinero. Les
respondí con una sonrisa que no tenía nada, pero aun así
estaba asustado. También me afirmaban que se comportaban
de una manera muy brutal cuando agarraban a un vendedor
de drogas, le confiscaban su dinero y su mercancía, y luego
lo golpeaban. Así que estando en guardia me instalé en un
gran parque.

- 139 -
Ocupé la mayor parte de la noche pensando en mi
situación. Como yo hablaba francés, español, inglés e
italiano, probablemente podría encontrar trabajo como
recepcionista en un hotel. Puse todas mis esperanzas en ello
y como primer paso debía ocuparme de mi apariencia. Tenía
que encontrar también un lugar en donde dejar mis cosas.
Lo ideal sería alquilar una pequeña habitación de un hotel, el
problema era que en el momento estaba en bancarrota total.
De repente me vino una brillante idea de ir al consulado de
Francia y buscar alguna ayuda. Este pensamiento me dio
nuevamente un poco de esperanza.
Por la mañana, fui al consulado y les expliqué mi
situación y me ofrecieron una cantidad de 180.000 pesos
(antiguos) equivalentes a unos 50 dólares en aquel entonces.
No era mucho, pero en México, esto representa una pequeña
fortuna.
Con este dinero, me instalé en un pequeño cuarto del
hotel la "Rioja", en donde, después de una buena ducha, me
puse ropa nueva y fui a la peluquería. En cuestión de
minutos, ¡había vuelto a nacer! Ese día, me vestí de guapo y
salí a visitar los hoteles, alabando mis habilidades y
aceptando cualquier puesto de trabajo. Al caer la tarde,
después de sufrir la negativa de todos, exhausto y
decepcionado, regresé a la calle peatonal, donde esperaba ver
a Lulú.
Cuando llegó, la saludé y me senté junto a ella, pero
ella no me respondió. Sorprendido, le pregunté:
¿No me reconoces?
Ella me miró detenidamente y exclamándose dijo:
¡Ah, eres tú! Lo siento, no te había reconocido.
- 140 -
Era lógico ya que había cambiado mi apariencia.
Luego, le informé de mis intentos en vano de encontrar un
trabajo, y me explicó, que en este país, los empleadores
preferían no contratar extranjeros porque les costaba más
dinero que contratar a un mexicano. Sonaba muy obvio lo
que ella comentaba. Más tarde, su madre llegó de su trabajo
y se fueron.
En el lobby del hotel por la noche, conocí a un italiano
que me preguntó en su idioma si yo era de su país. Le
contesté en italiano que yo era de Francia, y entonces
comenzó a hablarme en francés. Se llamaba Fernando, se
quedaba en el segundo piso, mientras que yo estaba tres
pisos más arriba en el ático. Consumía en exceso alcohol y
cannabis, era vegetariano y un fiel de Krishna. Según él,
estos dos últimos principios estaban estrechamente
relacionados y, para demostrarlo, no tardó en presumirme su
filosofía.
Más tarde en su habitación, hojeaba un libro sobre esta
religión que decía: "Yo no he nacido, soy el amo de todos los
seres: es hora que regreses a casa."
El libro afirmaba que las personas que aceptaban
seguir el camino de Krishna, se irían directo a la casa de
Krishna en su muerte en otras palabras, al cielo. Pero los
individuos recalcitrantes, se reencarnarían en otra persona y
vivirían otra vida en la tierra, y así sucesivamente hasta que
decidieran aceptar las enseñanzas de Krishna. Estas lecturas
despertaron mi curiosidad.
Fernando me pidió que lo acompañara al templo
donde a menudo iba. Fuimos, y después de quitarnos los
zapatos, entramos en una gran sala que servía como
auditorio principal para las oraciones. Desde allí, nos
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dirigimos a otra habitación, mucho más pequeña, utilizada
como lugar de meditación. En el centro había una silla alta,
donde un hombre estaba sentado en posición de yoga con
las piernas cruzadas. Me sorprendí mucho porque había
leído en la revista que este gran hombre había sido asesinado
en la India.
No entendía y estaba perplejo por la posición estática
del individuo. Los fieles se le acercaban para besarle los pies
y las manos. Me dirigí hacía él para tocarlo y ahí fue cuando
me di cuenta que en realidad era una estatua de cera. La
reproducción estaba tan bien hecha, y la sala poco iluminada
que era fácil equivocarse.
A la derecha de la habitación había una gran ventana,
detrás de la cual estaba colocado un árbol, una muñeca y
muchas otras cosillas. Los seguidores se posicionaban frente
a estas cosas, y saltando cantaban el maha-mantra: “Hare
Krishna, Hare Krishna, Hare Rama...” Llamaban a esto estar
en un trance con Krishna.
Luego, saliendo del templo observé un grupo de
individuos cada uno con una larga túnica, con la cabeza
rapada y una cola de caballo en la nuca. Iban en la ciudad,
corriendo y cantando, con pequeños tambores en sus manos.
Esta acción estaba destinada a demostrar su devoción a
Krishna.
Fernando estaba muy atraído por estas creencias y,
personalmente, pensé que quizá había una lección que
aprender. Todos los domingos, el templo Krishna abría sus
puertas al público, luego los líderes ofrecían una comida
vegetariana.
Ese domingo fui, y el templo estaba lleno. Fernando se
dirigió a la sala de meditación, mientras que yo me quedé,
- 142 -
porque no tenía ganas de saltar frente a una muñeca de cera.
Poco después, los seguidores dieron una representación
teatral para mostrar a la gente cómo Krishna encarnado en
ser humano, había derrotado a su enemigo matándolo.
Terminaron cantando que nada era más fuerte que el poder
divino.
Estaba un poco disgustado por la violencia de la
narración, y en un instante, me acordé de la historia de
Jesucristo. Recordé que Él había conquistado al mundo a
través del amor y no por la violencia, entonces me aparté
inmediatamente del culto a Krishna.
En las noches, paseaba a menudo en la plaza
Garibaldi, la cual estaba llena de mariachis –término
utilizado para designar un estilo de música, interpretada por
mexicanos vestidos con sombreros, camisas y pantalones de
color negro. Se ganaban la vida cantando canciones
populares hasta horas muy tarde de la noche. Muchos
turistas frecuentaban este lugar, un verdadero placer para los
ojos y los oídos.
En el hotel vivía también Jorge, un mexicano vecino
de Fernando, junto con su esposa e hija. Era muy simpático,
pero su alcoholismo lo llevaba a violentas discusiones con su
esposa. Una noche, estando borracho tocaba a la puerta,
pero su esposa se negaba a abrirle. Después de un rato sin
respuesta, fue a la habitación de Fernando y trató de pasar a
través de la ventana. Al ver que estaba demasiado tomado,
Fernando lo detenía, pero Jorge insistía y finalmente terminó
por desistir.
Otro día en el lobby, Jorge, visiblemente contento, me
invitó a tomar un trago y no en cualquier lugar, sino en el
restaurante que estaba en el último piso de la Torre, sin

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duda, uno de los más caros de la ciudad. Desde allí, la vista
era increíble y ofrecía un panorama completo de la capital.
Conocía a todos los meseros, así que deduje que era un
cliente de este lugar. Lo que me pareció muy extraño porque
era una total contradicción con el hotel en donde vivía.
Después de unos tragos, me pidió seguirle. Tomamos
un taxi y se detuvo frente a una tienda, donde se compró una
botella de whisky la cual bebió en el coche. La carrera
terminó frente a una casa que pertenecía a un médico, a
donde me invitó entrar. Completamente borracho, le gritó a
la secretaria que el especialista debía ofrecerle un trago. Yo
estaba apenado del escándalo que Jorge hacía, estaba fuera
de sí y había perdido el control. La secretaria me miró
haciéndome señas, y entendí que este médico era el que
trataba su alcoholismo. Cuando éste llegó, lo tomó por el
cuello y le dijo en un tono muy enfadado:
¿Quieres un trago? Bueno, vamos.
Salieron juntos, mientras por mi parte, regresé
directamente al hotel. Más adelante supe que Jorge había
gastado el dinero de la renta de la habitación en el
restaurante. Esto engendró un nuevo conflicto con su
esposa.
Una noche en la plaza principal llamado El Zócalo,
había una fiesta celebrada por indígenas. Éstos, habitantes de
México antes de la invasión española, habían construido un
templo llamado "El Templo Mayor", el cual había sido
destruido y por encima los colonizadores habían erigido la
catedral principal de la ciudad. Cada año, los nativos y sus
descendientes se reunían allí en donde festejaban toda la
noche, vestidos con sus trajes tradicionales. Algunos tenían

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más plumas que otros en sus cabezas y concluí que eran los
jefes.
Entonaban cantos muy suaves en homenaje a sus
dioses y caían en una especie de trance, durante los cuales
proferían adulaciones en medio de una nube de humo.
Luego las mujeres traían comida y bebidas calientes.
Me quedé con ellos toda la noche y al día siguiente a
las 9 a.m. ofrecieron un baile al público, que duró todo el
día. De hora en hora, el lugar se iba llenando cada vez más.
Este espectáculo único y anual atraía a una gran multitud de
personas que no querían perderse este evento. Después de
un tiempo me sentí muy cansado y me fui a dormir, feliz de
haber vivido tales experiencias.
Hacía un buen tiempo que estaba en el hotel y tenía
varias noches pendientes de pagar. Cada vez que el dueño
me veía, me reclamaba lo que le debía, y yo le pedía que
fuera paciente.
Como no podía encontrar un trabajo, comencé a
preocuparme. Entonces conocí a un viajero canadiense en el
vestíbulo del hotel. Había ido a Oaxaca, una ciudad al sur de
México, para comprar pulseras de lana hechas por artesanos
indígenas. Me aseguró que en Oaxaca, las pulseras no
costaban casi nada, pero en Canadá se podía vender hasta en
4 dólares cada una.
Tuve como un flash en mi cabeza:
Ir a esta ciudad, comprar una gran cantidad de
pulseras, y luego ir a Canadá para su reventa. Después de
recoger una pequeña fortuna, podría seguir mi viaje a
Sudamérica. Esta idea daba vueltas en mi cabeza.

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El canadiense me dio más información sobre dónde
conseguir estas pulseras, pero me faltaba encontrar el dinero
necesario para comprar una cantidad importante. Entonces
decidí llamar a mi hermana en Francia y le platiqué de mi
“brillante” proyecto, afirmándole que podría reembolsarle el
préstamo muy pronto. Tenía la convicción que debía
aprovechar este negocio del siglo.
Al día siguiente recibí el efectivo, pagué mis deudas al
hotel, y el gerente me lanzó con buen humor:
Nunca pensé que vería este dinero.
Luego fui a ver a Lulú para anunciarle mi salida.
Estaba triste y permaneció silenciosa a sabiendas que no
tenía otra opción.
Al regresar al hotel por mi última noche, la
recepcionista me entregó un sobre. Era una carta de Lulú,
que decía: "Espero que no te hayas ido todavía y que puedas
leer esta carta. Estoy triste que te vayas. ¡Por primera vez
conocí a un chico lindo e interesante! Realmente no tengo
suerte. Me hubiera gustado conocerte mejor. Espero que
pienses en mí porque yo nunca te olvidaré".
Al leer estas líneas, me di cuenta de lo tanto que esta
chica me apreciaba sin que lo sospechara en lo más mínimo.
Pero yo sabía muy bien que no podíamos estar juntos y,
además, ya había experimentado esta triste realidad. Afligido,
me pregunté por qué mis decisiones me condenaban a tanto
dolor y a tanta soledad.
Al día siguiente fui a la estación de tren. Oaxaca se
encontraba en el sur, a unos 500 km, en dirección a
Guatemala. El tren muy antiguo avanzaba muy despacio,
parándose en cada pueblito. El viaje duró catorce horas.

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Oaxaca era la capital de la región del mismo nombre,
una ciudad de tamaño medio, donde reinaba la tranquilidad y
la paz, un enorme contraste con la Ciudad de México
ruidosa y contaminada. Me dirigí al mercado de artesanías y
me acerqué a una mujer que tejía pulseras a mano. Le
propuse comprarle por lo menos quinientas. Ella me miró
con los ojos muy grandes, pensando que me estaba burlando
de ella. Pero rápidamente, viendo que hablaba en serio,
corrió a buscar más. Las pulseras eran muy bonitas, de
diferentes formas y colores. Su rostro resplandecía de
felicidad. Le aseguré que si mi negocio iba bien en Canadá,
volvería por más, lo que le complació aún más.
Me quedé dos días en este lugar que me encantó.
Durante mis paseos en las calles animadas, me compré un
sombrero de paja, un collar de perlas y con un look a la
Indiana Jones, me dirigí hacia la estación. Mi meta era llegar
a Canadá lo más rápido posible. Tenía que tomar el tren que
me llevara a la frontera con los Estados Unidos, luego cruzar
toda la costa oeste. Tenía que recorrer 6.000 kilómetros y no
tenía idea de cuánto tiempo me tomaría tal expedición. Por
si sólo el viaje a Mexicali, frontera de EE.UU., me tomaría
dos días en tren.
En la estación, conocí a Jo, una inglesa de 18 años,
quien también iba a la frontera, así que decidimos viajar
juntos. Era simpática y muy segura de ella misma, pero a
pesar de esto, pensaba que era demasiado joven para viajar
sola.
El tren hizo su primera parada en la ciudad de
México, y como teníamos mucho tiempo de espera, le
propuse a Jo visitar a Fernando, el seguidor de Krishna. Nos
alegramos de vernos otra vez, y como despedida le ofrecí
unas pulseras.
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En el tren no había cama, los vagones estaban
equipados solamente de asientos rígidos. Pero el buen
ambiente y el contacto con los viajeros me hicieron olvidar la
falta de comodidad. Los pasajeros eran en su mayoría
jóvenes, pero también había algunas personas mayores que
se nos acercaban porque éramos los únicos extranjeros. Uno
de ellos incluso pensó que Jo y yo estábamos casados.
El tren avanzaba lentamente, deteniéndose en cada
estación. Era increíble el número de sudamericanos que se
encontraban en el tren, colombianos, guatemaltecos,
hondureños... todos los cuales tratarían de entrar ilegalmente
a los Estados Unidos. Me explicaban que pagarían la suma
de 300 dólares a un “coyote”, es decir, a una persona que los
ayudaría a cruzar la frontera.
El día siguiente después de una noche muy difícil,
llegando a Mexicali, me separé de Jo. Luego, para mi
sorpresa, los agentes aduanales me negaron la entrada
porque no tenía visa, la cual era requerida para los franceses
cuando cruzaban por tierra. Me aconsejaron que fuera al
consulado de Tijuana, otra ciudad fronteriza ubicada a 200
kilómetros de distancia.
Estaba muy decepcionado por no poder entrar en los
EE.UU., además ahora tenía que ir hasta Tijuana. Después
de una caminata muy larga, llegué a la estación de autobuses,
pero no tenía dinero para pagar el boleto, o incluso para
comer. No tuve más remedio que vender unas pulseras. Los
transeúntes y comerciantes me las compraban muy baratas
porque todavía estábamos en México. La venta, sin embargo,
me permitió comprar mi boleto y conseguir una buena
comida.

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Llegando a Tijuana, conocí a Jesús, un hombre joven
quién vivía en la calle y hacía pequeñas cruces con cerillos e
hilo para luego venderlas. Me hizo visitar la ciudad, que no
tenía nada de atractivo.
Posteriormente, me llevó al consulado de los EE.UU.,
donde ya había una larga fila de personas, compuesta de
latinos que trataban de obtener una visa. Me dieron un
número y tuve que esperar mucho tiempo antes de que
llegara mi turno.
Después, entré en una oficina donde una mujer me
acosaba con preguntas:
¿Qué quieres?
Una visa de tránsito para ir a Canadá a través de los
EE.UU.
¿Tiene un boleto de avión?
No, pienso viajar en autobús.
¿Tienes dinero?
No, pero si me voy a Canadá, es porque voy a
conseguir allá
No estaba muy seguro de mí mismo, además estaba
impresionado por esta mujer que me fusilaba con su mirada.
Lo siento, si no puedes comprobar que tienes
suficiente dinero, no tendrás una visa.
Entonces le conteste, abruptamente:
Pero tengo que ir a Canadá. Aquí, no conozco a
nadie, ¿qué quiere… que me muera de hambre?

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Lo único que le queda por hacer me respondió es
ir al consulado de Francia en la Ciudad de México. Ellos
seguramente le ayudarán.
Esta mujer tenía el don para enojarme y le repliqué
molesto:
Voy entrar a los EE.UU., sea con o sin visa.
Salí de allí profundamente decepcionado y furioso.
Reflexionando sobre la situación, me atormentaba la
eterna pregunta: ¿Qué debo hacer? No podía quedarme en
México, así que tenía que ingresar ilegalmente a los Estados
Unidos.

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13

Tenía que entrar a toda costa a los EE.UU., pero no


podía permitirme el lujo de contratar a un “coyote", ya que la
tarifa cobrada por ellos era escandalosa. Para aquellos que no
tenían dinero, les requerían un número de teléfono de una
persona del "otro lado" que los avalara. Pero no conociendo
a nadie, podía contar solamente conmigo mismo.
Más tarde, me topé con unos "coyotes" bien
organizados, que llevaban a grupos de personas hasta los
Ángeles, y allá, les encontraban trabajo también. Pero en
realidad, abusaban de ellos como inmigrantes ilegales y se
convertían en esclavos modernos.
Estaba en un parque pensando qué hacer, cuando un
chico se me acercó y me preguntó si tenía un lugar para
dormir. Le respondí que no y me dio una dirección a dónde
ir. Me dirigí a este lugar, el cual era una casa afuera de la
ciudad de Tijuana, donde había muchos paisajes desérticos.
Toqué a la puerta y un hombre bastante viejo, con barba
blanca, que era el pastor de este sitio, me dio la bienvenida.
Me llevó a un gran espacio que parecía un granero, equipado
de muchas literas, era como una especie de misión, pero un
poco diferente.
En la cena, el viejo hombre trajo papas, arroz y otros
ingredientes que cada quien cocinaba a su antojo. La comida
era seguida por una hora de culto obligatorio. Era un
hombre amable, que andaba siempre con un loro en el
hombro y nos hablaba de Dios. Explicó que el reglamento
del lugar era traer a otra persona dentro de los cinco días de
la llegada, en caso contrario, tenía que pagar para quedarse.
Era la primera vez que escuchaba una cosa así, y veía una
- 151 -
forma inteligente de motivar a las personas sin hogar a
ayudar a otras personas en la misma situación.
En la ciudad, volví a ver a Jesús y le confié que tenía
que cruzar la frontera a cualquier precio. Se ofreció llevarme
del otro lado, porque conocía el camino, y me aconsejó de
llevar casi nada, de estar lo más ligero posible.
La mañana siguiente, le pregunté al anciano si podía
guardar mis cosas, haciéndole la promesa de volver un día
para recuperarlas. Estuvo de acuerdo, así que agarré
solamente una chaqueta y mis pulseras.
Teníamos que esperar la noche para cruzar, pero nos
fuimos de día, porque él quería que yo conociera el lugar. El
autobús nos dejó en una terminal, luego seguimos a pie.
Llegamos frente a una gran cerca, más allá de la cual
empezaban los Estados Unidos. Pero antes de alcanzar al
primer pueblo, había que subir y cruzar varias colinas, el
"Cerro" lo llamaban, y luego cruzar otra valla más alta y más
imponente. En estas colinas, muchos policías vigilaban, en
motocicleta, a pie o en 4x4, incluso en helicóptero. Los
inmigrantes los llamaban "la migra", ya que eran oficiales de
Inmigración.
Cruzada la primera cerca, caminamos al borde de las
colinas. No había nada que temer porque las patrullas de la
migra estaban todavía lejos. Me detuve un poco en un valle
porque 4 jóvenes me pidieron unos cigarrillos. Después de
dárselos me pidieron dinero, y les contesté que no tenía.
Luego alcancé a Jesús quien estaba muy por delante. Me
advirtió evitar a esas personas porque eran "bajadores”,
ladrones que se escondían en las colinas para robar a los
ilegales y, aun a veces, los mataban. También me informó

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que la migra trataba por todos los medios de atrapar a estos
criminales.
A pocos kilómetros más lejos, nos sentamos sobre una
roca, y nuestros ojos se detuvieron sobre una patrulla que
trataba de sacar una máquina que se había accidentado. Los
americanos estaban construyendo otra cerca para hacer
retroceder a los inmigrantes ilegales. Solamente en Tijuana,
cientos de ellos pasaban cada noche de manera ilegal, y entre
los dos países había por lo menos dos mil kilómetros de
frontera.
La noche comenzó a caer, gente se amontonaba frente
a la entrada del cerro. Grupos se formaban de todas partes,
compuestos de jóvenes, adultos, ancianos, mujeres y niños,
todos en busca del sueño americano.
Cuando la oscuridad fue total, cientos de personas
habían acudido a este lugar. La mayoría eran latinos,
acompañados por un coyote que parecía jugar a los guías
turísticos. En la entrada, mexicanos aprovechaban el negocio
y detrás de sus puestos, vendían suéteres, guantes, gorras… a
los inmigrantes ilegales, mientras que otros vendían
alimentos y bebidas calientes.
Entonces, un grupo entró en el cerro, seguido de otro
y de otro. Jesús sabía que se regresarían en poco tiempo y, de
hecho, volvieron inmediatamente, corriendo y gritando: ¡La
migra! ¡La migra! Un carro de policía les estaba persiguiendo.
Esta escena duró mucho tiempo, los ilegales jugaban al
gato y al ratón con los policías. Más tarde en la noche,
tratamos de pasar, pero la migra se encontraba por todas
partes.

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Fue necesario dormir unas dos horas hasta que el flujo
de personas menguara. Escondido en una zanja, y a pesar del
cansancio, me quedé despierto. Alrededor de la una de la
mañana, desperté a Jesús porque me di cuenta de que ya no
quedaba mucha gente, algunos habían abandonado, otros
habían sido capturados y quizá, algunos de ellos habían
pasado al otro lado.
Jesús se sentó y me confesó que estaba llevando una
vida miserable, que México estaba lleno de personas
corruptas, agregó que odiaba a los políticos que habían
arruinado a su país. Luego me dijo que Jesucristo era el
único en haber hablado con amor. Terminó su monólogo
diciéndome que no cruzaría la frontera, pero que me iba a
mostrar cómo hacerlo.
Cruzamos tres pequeñas colinas sucesivas y nos
escondimos detrás de unos arbustos. Abajo, a unos pocos
cientos de metros, brillaban las luces de los Estados Unidos,
y a través de esta luz, la segunda gran e impresionante cerca
se hacía mucho más visible. La misión de Jesús terminó allí.
Como despedida me dio un último consejo: "Esto es los
EE.UU., tienes que correr a toda velocidad sin parar, sube
encima de la valla y salta al otro lado. Luego, una vez allá,
toma el autobús para San Diego, la primera ciudad
norteamericana”. Me dio algunos dólares para tomar el
autobús, y le regalé unas cuantas pulseras para agradecerle.
Ahora estaba solo en la noche oscura, en la cima de
una colina y miraba cuidadosamente alrededor de mí. De
pronto vi una motocicleta de la migra que acechaba en el
lugar. No tenía ninguna intención de correr como un loco,
aun si Jesús me lo había aconsejado. Así que empecé a
arrastrarme por la colina, y me mantenía escondido durante
varios minutos cada vez que encontraba un arbusto. Cuando
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llegué abajo, había un pequeño camino de tierra, y en seguida
otra colina. Crucé el camino gateando a toda velocidad, y
luego seguí arrastrándome para subir la otra colina.
Esto me recordaba cuando era niño, me gustaba jugar
a policías y ladrones, o a las escondidas, salvo que esta vez,
¡no era un juego!
Después de un tiempo, llegué por fin al pie de esta
colina, y me quedé agachado detrás de un arbusto, a 50
metros de la valla tan anhelada. Estaba escondido al borde
del camino y, de vez en cuando, una motocicleta pasaba a
menos de un metro de mí. Yo temblaba de susto, a pesar de
que la oscuridad me hacía invisible.
Me estaba preparando para correr cuando, volteando
la cabeza a mi derecha, a un centenar de metros de distancia,
me percaté de que había al menos tres vehículos de la migra
estacionados en la oscuridad, con las luces apagadas. Estaban
allí, ocultos, esperando agarrar a sus víctimas. Estaba
atrapado, incapaz de moverme, e incapaz de reaccionar. Me
quedé escondido detrás de los arbustos, esperando que algo
sucediera. Delante de mí, estaba un camino, luego una zanja,
seguido por rieles de ferrocarril, después un gran espacio
vacío como un estacionamiento y al final se elevaba la valla.
Estaba cerca pero no podía hacer nada. Observaba las
patrullas siempre escondidas, y me quedé acostado por dos
horas sin moverme. El amanecer se acercaba, y se convertiría
en mi enemigo, porque no había ninguna duda de que tan
pronto saliera la luz del sol, inmediatamente me verían. Mis
manos sudaban y se anudaba mi estómago. Era una carrera
contra el tiempo, y tenía que actuar con rapidez.
De repente, observé a lo lejos un rayo de luz que se
acercaba cada vez más, luego oí el ruido de un tren que venía
- 155 -
en mi dirección. El convoy pronto estaría a unos veinte
metros de mí, y me decía que podía correr a toda velocidad
hacia la cerca... pero me di cuenta de inmediato que la luz
potente del tren me alumbraría y los policías me verían.
Pensaba a toda velocidad mientras que el tren se
acercaba lentamente. Murmuré: "Es ahora o nunca". Desde
mi escondite rodé sobre el camino y me dejé caer en la zanja.
El tren estaba pasando delante de mí. Sabía que cuando el
tren ya hubiera pasado no tendría ninguna otra posibilidad.
Sin calcular demasiado, me eché debajo del tren mientras
que éste avanzaba, y rodando, pasé del otro lado del riel,
llegando así al estacionamiento. Todo sucedió tan rápido que
ni siquiera tuve tiempo para tener miedo o para evaluar los
riesgos.
Ahora estaba en el estacionamiento y el tren seguía
avanzando. La policía estaba del otro lado del riel y no
podían verme, y mucho menos atraparme. ¡Por suerte el tren
era muy largo!
Recuperé mi aliento avanzando lentamente hacia la
valla, cuya altura era de unos cuatro metros. Trepé, y cuando
llegué a la cima, oí un gran golpe de freno detrás de mí. ¡Era
una patrulla de la migra! Un hombre salió del coche y me
gritó en español:
¿A dónde vas?
Él también parecía muy sorprendido de verme allí.
Fingiendo no entender, le respondí:
¿Qué?
Entonces continué mi descenso del otro lado de la
valla y brinqué en el piso. Oí el coche arrancar a toda
velocidad, seguramente para dar la vuelta y perseguirme.
- 156 -
Mientras tanto, con la respiración acelerada, empecé a correr
a toda velocidad, me dirigí hacia un lugar en donde me
escondí debajo de un coche, esperando que las cosas se
calmaran.
Mientras estaba escondido debajo del auto, pensaba en
la patrulla de la migra que no había visto. Estaba bien oculta
en algún lugar del estacionamiento, en espera de sus presas.
La llegada del tren había probablemente distraído su
atención porque estaban lejos de imaginar que alguien
pudiera pasar por debajo. ¡Qué suerte había tenido!
Después de varios minutos, el amanecer se apuntó y
salí de mi escondite. Estaba cubierto de tierra, mi ropa, mis
zapatos, mi pelo e incluso mi boca. Me limpié de la mejor
manera posible y luego, lanzando una mirada alrededor de
mí, busqué el autobús que me llevaría a San Diego.
Encontré la parada, pero aún no llegaba el autobús.
Estaba vigilando porque una patrulla de la migra podía surgir
en cualquier momento. Los minutos parecían interminables,
miraba a la derecha y luego a la izquierda, el más mínimo
ruido me asustaba y mi corazón desfallecía. Finalmente, el
autobús llegó, me dejé caer en un asiento y comencé a
respirar otra vez normalmente, consciente de haber vivido
una experiencia única e increíble.
Más tarde, llegando a San Diego, empecé a ofrecer
algunas pulseras para comprar comida. La venta de pulseras
en territorio americano se veía menos exitosa de lo que había
previsto. También tenía que buscar un lugar para descansar,
después de esa noche llena en emociones. No podía dormir
afuera sin mi bolsa de dormir que había dejado en Tijuana.
Entonces conocí a un mexicano avanzado de edad
que, sin tener un lugar en donde quedarse, pasaba sus
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noches en un cine abierto 24h/24h por 5 dólares. Después
de obtener el dinero, hice lo mismo, pero no podía conciliar
el sueño a causa del ruido de la película y de las personas que
entraban y salían.
Alrededor de las 7 de la mañana, salí del lugar, no
había descansado muy bien, pero por lo menos no había
pasado la noche afuera. Ahora, tenía que ganar suficiente
dinero para ir a Los Ángeles. Encontré a dos mexicanos
clandestinos quienes también trataban de llegar a aquella
ciudad. Me explicaron que entre San Diego y Los Ángeles
había aduanas móviles que controlaban a todos los pasajeros
y que la única manera de darle la vuelta a esta aduana era
pasando por la playa del pueblo de Ocean Side. Los
mexicanos sabían lo que hablaban, porque no era su primer
intento.
Una vez en Ocean Side, nos dirigimos hacia la playa.
Mientras caminábamos a lo largo de la explanada, una
camioneta de la migra pasó por delante de nosotros, y los
oficiales nos detectaron de inmediato. Detrás de mí oí un
golpe de frenos estridentes, y dándome vuelta, vi la
camioneta regresar hacía nosotros.
De inmediato entendimos lo que estaba sucediendo y a
través de un megáfono, escuchamos la voz de un policía que
nos ordenaba:
Deténgase y pongan sus manos sobre la cabeza.
En este momento, me di cuenta que todo había
terminado y que podía poner una raya sobre mi deseo de ir a
Canadá. Los agentes salieron de la camioneta y le gritaron a
uno de los mexicanos que seguía caminando que se detuviera
inmediatamente. El joven dio la vuelta, pero seguía
caminando en reversa. El policía lo apuntó con su arma
- 158 -
exigiéndole que se parase, pero el ilegal respondió con voz
temblorosa:
No quiero regresar allí, no quiero regresar allí.
Él seguía retrocediendo y el oficial le gritó otra vez:
¡Alto, o disparo!
Pensé que iba a disparar, pero el mexicano se detuvo.
Otro policía se me acercó, yo fingía de no entender lo que
estaba pasando, y le pregunte en inglés:
¿Pero qué sucede?
Estaba seguro que el oficial me tomaría por un
sudamericano, por lo que él contestó:
No te hagas el listo y dame tus papeles.
Estaban nerviosos porque pensaban que íbamos a
intentar algo. Uno de ellos se mantuvo siempre
apuntándonos con su revólver. Le di mi pasaporte, y cuando
lo vio, me preguntó, sorprendido:
¿Eres francés?
¡Yes!, le respondí con convicción.
Le resultaba esto extraño, y observó cuidadosamente
para asegurarse de que el documento no era falso.
¿Qué estás haciendo aquí? dijo bruscamente.
Soy un turista francés le respondí, con menos
confianza.
¿Turista? ¡Hasta crees! exclamó con un tono de
incredulidad.

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Hojeó mi pasaporte de nuevo, e insistió:
¿Estás ilegal aquí?
Por supuesto que no le contesté. Luego le mostré la
visa mexicana que había hecho en Nueva Orleans.
Esta es una visa para México, lo que quiero ver es la
visa para los EE.UU, me lanzó molestamente.
Sí, es la visa para México, y le seguí replicando. Pero
mire en donde se hizo la visa ¡En Nueva Orleans! yo ya
estaba aquí en los Estados Unidos.
Estaba tratando de confundirlo y, después de un rato
me regresó el pasaporte y me dijo secamente:
¡Lárgate de aquí!
No lo podía creer. Me fui caminando y esperaba que
en cualquier momento volviera a llamarme. Una vez alejado,
desaparecí, y respiré profundamente, a sabiendas que la
había librado por poco. Sentí lástima por los dos mexicanos
que, por enésima vez, serían expulsados hasta la frontera.
Como tenía un poco de dinero, compré un boleto para
Los Ángeles. Todas estas agitaciones me habían literalmente
destrozado, y a pesar de la ansiedad que sentía por saber de
la presencia de “migras movibles” me tiré en un asiento en el
fondo del autobús y me quedé dormido como un bebé.
Después de una buena dormitada, me desperté y me di
cuenta de que estaba solo en el autobús. Desconcertado,
miré por la ventana y vi que estaba en una especie de taller,
totalmente desierto. No sabía en dónde estaba ni qué hora
era. Salí del autobús para preguntarle a un hombre que se
encontraba no muy lejos:

- 160 -
Perdón, pero ¿dónde estamos?
Me miró sorprendido y asustado a la vez, por no saber
de dónde venía y como había entrado en el lugar, y luego
dijo algo que no entendía. Así que le reformulé mi pregunta:
¿En qué ciudad estamos?
Cada vez más pasmado, el individuo me contestó que
estábamos en Los Ángeles.
Pero ¿esto no es la estación de autobuses? Le
repliqué, completamente atónito.
Me respondió que no, agregando que estábamos en el
taller de los autobuses y que la estación se encontraba a unos
3 km. Entonces, todo se puso tan claro como el cristal en mi
mente. Me quedé dormido en la parte trasera del autobús y
el conductor no había notado mi presencia. Así que después
de haber depositado los pasajeros en la central camionera,
fue directamente a dejar el autobús en el taller.
Era muy noche, estaba aún adormecido y perdido en
un barrio desconocido de Los Ángeles, con hambre y sin un
solo dólar en el bolsillo. ¡La rutina, pues! Caminaba hacia el
centro de la ciudad, cuando un afroamericano me detuvo
para venderme joyas, entonces le respondí que no tenía
dinero. Más adelante, un latino se me acercó y me quería
vender drogas. Por suerte no me parecía a un turista, y no
tenía ninguna pertenencia conmigo, porque en este barrio,
me hubieran asaltado más de una vez. Gracias a mis orígenes
podía pasar más por un latino que por un europeo. ¡Menos
mal! Esto ya me había evitado un montón de problemas en
determinadas circunstancias.
Seguí vagando por el barrio y observé una redada
policiaca en un bar. Varios carros llegaron de refuerzos con
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sus sirenas y sus luces. Los vehículos se detuvieron frente al
bar, grupos de policías entraron con armas en mano, y luego
salieron acompañados de algunos afroamericanos esposados.
¡Esto es América! exclamé en mi mente.
Caminé más de una hora, luego llegué a la estación de
autobuses, la cual estaba cerrada. Decepcionado, reanudé mi
caminata a pesar del cansancio, cuando vi una estación de
metro decidí entrar. Encontré un lugar tranquilo y
dejándome caer me acosté sobre el piso, el cual estaba muy
frío. Como no tenía nada para calentarme, me puse en bola y
trataba de dormir. A los pocos minutos, sentí un fuerte
golpe sobre mi pie. Abrí los ojos y vi un guardia, fuerte e
imponente, quien me gritó en un tono desagradable:
¡Fuera de aquí!
Dada su actitud, ni siquiera busqué discutir. Me levanté
y me fui. Salí del metro, temblando de frío y seguía vagando
en las calles de Los Ángeles. Estos momentos eran muy
difíciles de soportar, pero sabía que estas experiencias
negativas eran también parte de la aventura. Pero,
francamente, esa noche, daría cualquier cosa por una camita
acogedora.
En una calle al azar, pasé delante de un indigente que
se agarraba firmemente a su viejo y roto carrito de
supermercado. Cuando me vio, se levantó, se puso delante
de su carrito, sacó algo de su chaqueta y lo puso sobre su
pecho. Al acercarme, me percataba que el objeto tenía una
forma de pistola. Tenía miedo, pero juzgué que era mejor
quedarme en la misma cera para no mostrarle que estaba
asustado, de lo contrario me pudiera atacar. Al llegar a su
altura, mantenía su arma contra su pecho como un soldado.
Tenía la impresión que me advertía de no tocar sus
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pertenencias. Cuando estaba lo suficientemente cerca, me
percaté de que la pistola era de juguete, y que su rostro
estaba horriblemente marcado, seguramente por el hambre,
el frío y el alcohol. El hombre hablaba solo. La miseria y la
pobreza le habían robado su razón. Había muchos como él,
vagando en este país en donde el egoísmo había engendrado
la pobreza y la miseria, al igual como el racismo había
engendrado el odio. Afligido por lo que había visto continué
mi camino, hasta llegar a un estacionamiento subterráneo.
Bajé las escaleras para encontrar algún lugar, pero me topé
con una puerta cerrada y cancelada al aparecer desde hace
muchos años. Entonces, sin poder avanzar más, me acosté
sobre el piso de concreto helado, y manteniéndome en bola
trataba de dormir.
Después de varias horas sin poder cerrar el ojo a causa
del frío, y como la luz del día aparecía, me dirigí hacia el
centro a buscar una misión. Encontré por lo menos una
docena, cuyas entradas eran precedidas por largas filas. Al
ver esto, me desanimé y noté cuán grande era la miseria en
Los Ángeles.
En la ciudad, trataba de vender algunas pulseras, pero
teniendo en cuenta que el 80% de las tiendas eran mexicanos
o latinos, solamente pude vender unos cuantos y no más de
medio dólar, pero lo suficiente para comprar comida.
Al atardecer, regresando a dormir en mi lugar, pude
conseguir en el camino una cortina de tela. No era una
colcha, pero me enrollaba en ella y aun si no me calentaba
casi nada, psicológicamente me ayudaba en algo.
A la mañana siguiente, después de otra noche de
pesadilla, regresé al centro y me encaminé hacia una misión,
la más grande de Los Ángeles. Allá, estuvo aún peor, además

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de la interminable fila de personas, había cientos de tiendas
de campaña en donde vivían familias enteras. La mayoría
eran afroamericanos y el resto latinos. Nunca había visto
algo así. La pobreza era palpable que para olvidarla muchos
de ellos se refugiaban en las drogas. La policía intervenía con
mucha frecuencia porque los problemas de violencia
aumentaban en aquel lugar.
La venta de unas pocas pulseras aseguraba mi alimento
de cada día y por la noche, regresaba a dormir en mi fondo
de escaleras. Con todo esto, me preguntaba con cuántas
pulseras llegaría a Canadá.
En el cuarto día, estaba harto y decidí irme hacia el
norte en autostop. Me dirigí a la autopista en busca de una
salida. Éstas eran enormes, había muchas, unas encimas de la
otra, y los carros circulaban a gran velocidad. En un
momento, tuve que cruzar un puente, sin barreras, a
excepción de una pequeña que me llegaba debajo de las
rodillas, y que no podía agarrar con las manos para
sostenerme. Por un lado estaba el profundo vacío y por el
otro, los carros que se desplazaban como volando. De
pronto me sentí mareado, sentía el vacío que me atraía hacia
él, entonces el pánico se apoderó de mí. Trataba de
mantener el equilibrio, mientras que choferes me pitaban,
otros iban tan rápido que a su paso sentía una ráfaga de
viento que me empujaba hacía el vacío. Estaba atrapado en
un fuego cruzado, y mis tripas se hacían nudos en el
estómago.
Fueron los metros más largos, más angustiosos y más
peligrosos de mi vida. Una vez que llegué del otro lado del
puente a salvo, el estrés y el susto se fueron desvaneciendo
poco a poco. Nunca más quería pasar por esto otra vez.

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Luego un oficial de tránsito llegó y me ordenó a través
de altavoces abandonar inmediatamente la autopista.
Obedecí sin ninguna resistencia.
De regreso a la ciudad, pasé otra noche terrible en mi
lugar. Al día siguiente a través de una agencia, que me cayó
del cielo, me dieron derecho a una cama durante una semana
en una de las misiones de la ciudad. En el interior de ésta,
había varias cámaras instaladas porque estaban filmando una
escena de una película, pues estábamos cerca de Hollywood.
Esa noche, después de una buena ducha, me deslicé
con mucho deleite debajo de unas sábanas frescas y que olía
bien rico. ¡Una verdadera alegría! Desde que había salido de
Oaxaca, había pasado dos noches en el tren, otras en Tijuana
(una más o menos) luego una noche en las colinas, otra
sentado en el cine en San Diego, seguido de cuatro noches
sobre el piso helado del estacionamiento. No había podido
descansar, pero ahora, disfrutaba el sabor de la dicha por
pasar una noche maravillosa.
Al día siguiente encontré unos latinos que vivían en
otra misión que aceptaban solamente a sudamericanos. A
pesar de haber conseguido una cama por una semana, decidí
unirme a ellos. La gerente que se llamaba Juanita era una
americana muy avanzada de edad y era de una bondad
extraordinaria. Había dedicado su vida a ayudar a los
inmigrantes ilegales. Después del desayuno, ponía algunas
películas que explicaban los derechos de los ilegales cuando
eran arrestados por la migra.
En el lugar un latino me reconoció, me dijo que había
viajado en el mismo tren que nos trajo hasta la frontera de
EE.UU. Otros dos me explicaron que subirían en un convoy
de mercancías desde Los Ángeles para entrar a Canadá,

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escondiéndose en una parte exterior durante dos días, a
pesar del viento helado. Me propusieron acompañarlos, pero
preferí buscar otra manera.
Juanita a sabiendas de mi salida para Canadá, me dio
alguna ropa, incluyendo un grueso sweater y un sobre con 30
dólares, deseándome así mismo buena suerte. Le di las
gracias y, con el dinero, compré un boleto para salir de esta
ciudad detestable.
A partir de ahí pedí aventón a un automovilista y me
dejó directamente en la misión de la ciudad de Bakersfield,
que estaba situada entre Los Ángeles y San Francisco. El
responsable me recibió amablemente y, después del
almuerzo, me ofreció trabajo a cambio de una cama,
comidas y 5 dólares por semana. En otras circunstancias
hubiera probablemente aceptado, pero ahora, me fijaba
solamente en mi único objetivo: Canadá.
Al otro día en el camino, un vaquero que conducía
una pickup me llevó y me invitó a almorzar. Luego, fue un
hombre alto con una larga barba que me aceptó en su
camioneta. Cuando le comenté que iba a Canadá, sonrió y
me dijo que yo tenía mucha suerte, porque él se dirigía muy
lejos al norte hasta la salida del estado de Oregón. Lo que
me adelantaría muchísimo.
Manejó muchas horas, durante las cuales bebía whisky
y cerveza de manera continua. Me contaba que era
propietario de una Harley Davidson y que venía de participar
en un magno evento de motociclistas en Bakersfield, en
donde más de 1500 aficionados se habían reunido. El
hombre se reía mucho, hablaba constantemente y bebía
demasiado. La noche ya había caído desde hacía mucho
tiempo y él continuaba manejando. Me adormecí un rato, y

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cuando me desperté, y vi que se estaba durmiendo y que el
carro estaba tambaleando. Asustado, lo desperté y le
aconsejé que se tomara un descanso.
Al entrar en el estado de Oregón, encontró un lugar y
en menos de cinco minutos, sacó un colchón de aire, lo
infló, se acostó debajo de una manta y se durmió. En cuanto
a mí, pasé la noche en el asiento de la camioneta.
Al día siguiente retomamos el camino y cruzamos todo
el estado. La exuberante vegetación y las colosales montañas
reflejaban un paisaje impactante. Luego llegamos a Portland,
en donde empezaba el estado de Washington, el último antes
de Canadá.
Me dejó allí, y observé anuncios que indicaban que
estaba prohibido hacer autostop en esta región. No entendía
el por qué, pero de todos modos, no tenía otra opción. Sin
embargo, esperaba que un carro se detuviera antes que la
policía me viera.
Por suerte, un conductor llegó muy pronto y me llevó
hasta Bellingham, una ciudad situada a veinte kilómetros de
Canadá. El hombre era amistoso y durante el viaje me relató
que había comprado una casa al sur de Seattle, tenía un buen
trabajo y estaba a punto de casarse. Incluso me mostró fotos
y frente a su alegría espontanea, me regocije con él. Me di
cuenta de que estaba satisfecho por esta vida, y esperaba
serlo yo también en mi existencia forjada de viajes y de
aventuras. Pero, ¡no lo experimentaba aun!
Al llegar a mi destino, el hombre me dejó delante de
una misión y me regaló 20 dólares. Estaba feliz de estar tan
cerca de la frontera con Canadá. Gracias a todos estos
automovilistas, había recorrido una gran cantidad de
kilómetros en un tiempo récord. Porque dado el número de
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ciudades desde Los Ángeles, el viaje pudo haber durado
muchos días más.
Bellingham era una pequeña ciudad muy agradable
cuya misión era tranquila y acogedora. Había una gran
habitación, equipada con una televisión, y al fondo una pila
de colchones. Cada quien tomaba su colchón y dormía
donde quería. Era permitido ingresar hasta tarde, y en la
entrada había un guardia guatemalteco que no era apreciado
por muchos.
Allí conocí a dos mexicanos inseparables, apodados
“Chanclas” y “Galletas”. Desde su llegada, algunos meses
atrás, habían trabajado algún tiempo en el puerto en los
almacenes de pescado. Ambos esperaban la reanudación del
trabajo, como muchos otros latinos. Conocí también a Patas,
un mexicano que cojeaba de una pierna. Era el mayor y el
más serio de todos.
Los muchachos no podían creer que yo era francés,
estaban convencidos de que era latino. Pero al mirar mi
pasaporte, admitían que decía la verdad, y algunos se
quedaban impresionados por el número de países que había
atravesado.
Mientras jugábamos a las barajas, les mostraba trucos
de magia que había aprendido en mi juventud. Varios
insistían en que les leyera su fortuna. No sabía nada de eso,
pero cediendo a su petición les contaba algunas cosas,
inspiradas por sus rostros. Como resultado, algunos me
tenían por profeta, mientras que otros afirmaban que era el
diablo en persona.
Estos latinos eran en su mayoría guatemaltecos,
hondureños, salvadoreños y colombianos, mientras que a los
mexicanos no se les consideraban como latinos. Además, un
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mexicano no tenía derecho de ser refugiado político en los
EE.UU., a diferencia de los habitantes de los países en
donde la situación política estaba inestable.
Las mentalidades diferían los unos de los otros: Los
mexicanos vivían al día buscando siempre hacer la fiesta, los
guatemaltecos se aprovechaban de cualquier enredo para
conseguir dinero, los hondureños se quedaban callados en la
espera de conseguir trabajo, y los salvadoreños estaban
aguardando para recibir alguna ayuda porque la situación de
su país era la más grave.
Pasaba mis días con Chanclas, Galletas, Franco otro
mexicano y algunos latinos. Durante la jornada, cada quien
ganaba dinero como podía, yo vendía mis pulseras y por la
noche, festejábamos. Una vez, surgió una pelea entre Franco
y un guatemalteco que tenía un solo ojo. Franco terminó en
el hospital tras ser apuñalado en el estómago.
En la Misión, un pastor vino y nos mostró una
película. Era el testimonio de un hombre que había
pertenecido a la pandilla de los “Hell’s Angels” (ángeles del
Infierno), y después de haber vivido una vida de criminal,
había encontrado la paz en Cristo Jesús, a pesar de la
desaprobación de su pandilla. Esta historia me impactó.
Unos días más tarde, me percaté que había vendido
todas mis pulseras. La mayoría, había sido para comprar
alimentos, pero también había regalado unas cuantas. Era un
colmo estar tan cerca de Canadá y llegar con las manos
vacías. A pesar de esto, estaba decidido a lograr mi objetivo.
Una noche, mientras estábamos bebiendo en un río,
Chanclas, Galletas, Franco y otro más, decidieron linchar al
guardia de la misión, para castigarlo por su aire de
superioridad. Traté de disuadirlos, pero fue en vano. Bajo la
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influencia de alcohol y de su orgullo herido, lo golpearon
con una violencia poco común, a puñetazos y patadas, y
luego regresaron al río. Cinco minutos después, la policía
llegó al río y todos corrimos para salvarnos el pellejo. Por mi
parte, me fui solo y pude escapar de la policía. Regresando,
vi que los cuatro golpeadores habían sido capturados y
esposados. Seguía caminando tranquilamente, a sabiendas
que no había hecho nada y que la policía no me conocía,
pero por desgracia, la enfermera de la misión me señaló con
el dedo, acusándome también de haber participado. La
policía me detuvo, y procedieron a una identificación, y
cuando vieron que era francés, me pidieron de dejar la
ciudad inmediatamente.
La mañana siguiente, compré un boleto para
Vancouver, una gran ciudad canadiense relativamente cerca
de donde me encontraba. El conductor llegó rápidamente a
la frontera, en donde teníamos que bajar del autobús para
pasar la aduana y luego subir de nuevo al otro lado de la
frontera.
Era el último de la fila, y esperaba que todo saliera
bien. Cuando llegó mi turno, el oficial que era una mujer
miró mi pasaporte y me preguntó con una voz tranquila:
¿Tienes un boleto de avión para el regreso?
No me gustaban estos tipos de pregunta, pero tenía
que contestar:
No, no tengo un boleto de vuelta, porque mi
intención es regresar a los EE.UU. antes de volver a Francia.
¿Cuánto dinero tiene usted? Siguió preguntándome

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Reflexionando me decía a mí mismo que si le
contestaba que no tenía nada, nunca me dejaría pasar, así que
respondí:
2500 dólares
Sabía que si me pidiera que les mostraran, estaría
acabado pero tenía que intentarlo.
El oficial examinaba cuidadosamente mi pasaporte,
convencido que había algo disimilado. Hizo fotocopias y me
pidió que me sentara, luego hizo una llamada. Sentía
sensaciones negativas en todo mi ser.
Unos minutos después, llegó la policía canadiense.
Uno de ellos le pidió al conductor del autobús que siguiera
su camino. Fue en este momento que supe que no me
dejarían entrar a Canadá. Dos policías me acompañaron
hasta la Aduana de los Estados Unidos en donde me
entregaron en manos de oficiales americanos. Una patrulla
de la migra no tardó en llegar y me llevaron en sus oficinas.
Después de tomar mis huellas digitales y fotografías,
me soltaron, dándome un aviso de expulsión. Uno de ellos
me dijo:
Tienes once días para salir de los EE.UU. Después
de este tiempo, será la expulsión inmediata.
La presión estaba en su punto máximo; en menos de
un día, tuve que afrontar la policía de EE.UU., luego agentes
de aduanas canadienses, seguido por aduaneros americanos
para terminar con la migra.
Desconcertado, me senté en una banca y traté de
evaluar la situación. Quedarme en los Estados Unidos, ya no
era una opción, además, tenía aun un objetivo que alcanzar.

- 171 -
Me encontraba en el pueblo de Bleme, y delante de mí,
estaba Canadá con su primera ciudad White Rock. Después
de una profunda reflexión, y decidido más que nunca a
superar cualquier obstáculo, decidí ingresar ilegalmente a
Canadá esa misma noche.

- 172 -
14

Me dirigí a la estación de tren, y desde allí miraba los


rieles que apuntaban hacia el norte. Sabía que siguiéndolos,
lógicamente, debería llegar a White Rock.
Con este pensamiento, esperé la oscuridad de la noche
para empezar a caminar sobre la vía del ferrocarril en
dirección de Canadá. Después de una hora andando,
distinguí a lo lejos una luz encendida y siluetas de varias
personas. Como pensaba que eran guardias, me arrastré, lo
que no era nada fácil en los rieles debido a todas las piedras.
Cuando pasé delante de la casa iluminada, escuché voces y
seguí gateando decenas de metros más, luego me levanté
para continuar mi camino tranquilamente.
Me acordé de mi niñez en mi pueblo natal, con amigos
caminábamos tres kilómetros sobres rieles para llegar al
bosque del gran roble, un lugar en donde íbamos a jugar
frecuentemente. A lo largo del trayecto, hablábamos siempre
de viajes y de aventura. Y ahora, diez años más tarde, me
encontraba caminando sobre unos rieles para arribar a
Canadá. ¡Era increíble! ¡Quién lo hubiera pensado!
Después de unos kilómetros, un conjunto de luces me
indicaba que había llegado a la primera ciudad. Una vez allí,
supe que efectivamente ya me encontraba en Canadá. Me
reía de haber cruzado la frontera con tanta facilidad, sobre
todo en comparación con la frontera de México y EE.UU.,
donde mi entrada fue muy ardua.
Para ir a Vancouver, la ciudad más grande del oeste del
país tenía que esperar un autobús que salía a las 6 a.m. No
tenía ninguna intención de quedarme en White Rock,
- 173 -
necesitaba una gran ciudad en donde tuviera más
posibilidades de encontrar algún trabajo. Eran
aproximadamente las dos de la mañana, y cada vez tenía más
frío por estar en una posición estática.
El aire helado era tan fuerte que atravesaba mi ropa.
Hallé refugio en un baño público y me senté en un rincón,
sobre una mochila que había traído de Bellingham.
Congelado, casi no sentía ni mis manos ni mis pies. Me
levanté para caminar y brincar con el fin de hacer circular la
sangre. Esto duró toda la noche y al amanecer, solté un
profundo suspiro al ver salir los primeros rayos del sol.
Finalmente, el primer autobús llegó. El boleto costaba
1,35 dólares canadienses y tenía solamente un dólar
americano cuyo valor era más que la moneda local. Pero el
conductor no quería saber nada a pesar de mi insistencia.
Por suerte, una pasajera se levantó y me ofreció la cantidad
que faltaba. La agradecí muy sinceramente, luego tuve
también la oportunidad de preguntarle acerca de la ruta para
llegar al centro de Vancouver. El recorrido parecía muy
complicado, pero una chica que estaba en el autobús y quien
se dirigía hacia esa dirección, me invitó a acompañarla.
Después de tomar dos metros subterráneos, llegué al
centro de la ciudad. Me daba cuenta de que los canadienses
eran más agradables, y mucho más receptivos que los
americanos. Me complacía hallarme en esta enorme
localidad, y especialmente alentado por las dos personas que
acababa de cruzar en mi camino.
Era ignorante acerca de la cultura de este país, y sólo
sabía que se dividía en dos partes. Me encontraba en el oeste,
donde se hablaba inglés, y a más de 4.000 km al este, estaba
la parte francesa, Quebec, lugar a donde proyectaba ir.

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Mi plan de vender pulseras en este país cayó al agua y,
una vez más enfrentaba la realidad de la escasez. En el
centro, me llamó la atención una magnífica catedral. Entré y
hablé con el responsable, explicándole mi necesidad de un
trabajo para ir a Quebec. Inmediatamente, el hombre me
ofreció un empleo como jardinero por tres días.
Me dio también una carta para ser hospedado
gratuitamente en un lugar que se llamaba el “Hostel”, una
especie de albergue lleno de refugiados políticos, el cual era
manejado por los católicos.
Cada mañana, al salir del albergue, recibíamos un bono
de 7 dólares para alimentarnos. Luego empecé mi primer día
como jardinero ocupándome del terreno que rodeaba la
catedral. Cortaba el césped, podaba rosales y plantaba
árboles. Ponía un especial interés en esta actividad que me
gustaba aprender.
Por la noche en el refugio, al hablar con un
guatemalteco que había solicitado ser refugiado político, a
quien llamaba “Guate”, me explicó que los latinos llegaban a
la frontera canadiense y se entregaban a los aduaneros
declarándose refugiados políticos. A partir de ahí, agentes los
llevaban al Servicio de Inmigración, donde unos inspectores
iniciaban sus expedientes. Después de esos trámites, eran
alojados en este albergue, en espera de ser interrogados para
finalizar la investigación.
A lo largo del interrogatorio, el tema principal giraba
en torno a las circunstancias personales del individuo. La
mayoría afirmaban que sus familias enfrentan serios
problemas debido a diferencias políticas con su gobierno.
Posteriormente, los inspectores les imponían una multitud

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de preguntas sobre la veracidad de sus declaraciones y lo más
importante, sobre el conocimiento de su país.
El expediente era luego examinado con cuidado
escrupuloso. Si se negaba el estatus, el solicitante era
expulsado de inmediato. Pero si era aceptado, entonces el
gobierno canadiense le pagaba 500 dólares por mes, con la
prohibición estricta de trabajar. Esta cantidad se dividía en
dos partes, 300 dólares en cheques los cuales eran destinados
directamente al propietario de la renta que el refugiado
habría de encontrar por sí mismo y el resto en efectivo, que
serviría para alimentos y ropa. Después de varios meses, el
refugiado se presentaba ante un comité que le otorgaría un
permiso de trabajo. Pero, si el refugiado transgrediría las
reglas durante este lapso, era expulsado inmediatamente a su
país de origen. En cuanto a Guate, él había terminado su
expediente, y esperaba con mucha ansiedad alguna respuesta.
Después de tres días de trabajo, recibí mi salario de
150 dólares, y entonces el patrón me deseó buena suerte
para mi viaje. Feliz de tener un poco de dinero en mis
bolsillos, invité a Guate a tomar algo, y allá conocimos a una
india, (piel roja como les decían en las películas de vaqueros)
que se llamaba, Debbie, y pertenecía a la tribu de los Cree.
Este compañerismo me encantó y cuando nos separamos,
Debbie me dio su dirección, agregando que si un día venía
con los suyos, sería bienvenido.
Después de haberlo gastado todo, regresé a ver al
responsable de la catedral el cual se sorprendió al verme tan
rápidamente. Le expliqué que necesitaba trabajar más, estuvo
de acuerdo y me dio trabajo de limpieza en el interior del
edificio.

- 176 -
Cada mañana iba a almorzar en un restaurante griego.
Era un poco más caro, pero me sentía más tranquilo, además
podía ver la televisión. Al lado del restaurante, había un
pequeño jardín, donde muchos indios se juntaban y se
emborrachaban todos los días. Ellos no trabajaban, y
desperdiciaban la pensión que les daba el gobierno en este
desenfreno. A menudo hablaba con ellos, y me entristecía al
ver a qué ritmo se destruían la salud.
Después de otros tres días de trabajo, me había ganado
200 dólares. Esa misma noche fui a visitar a Debbie. A mi
llegada, me presentó a sus hermanos y a sus hijas. Esta
familia era hospitalaria y cada uno me dio una calurosa
bienvenida. Era la primera vez que convivía con una familia
india, y me sentía muy a gusto entre ellos. Luego, al día
siguiente regresé a Vancouver.
Muchos latinos se reunían en el Parque “La Raza”, en
donde cualquiera podía conseguir cocaína. Una vez, allí vi al
guatemalteco con un solo ojo, el que había apuñalado a
Franco en Bellingham. Ahora se había convertido en un
vendedor de drogas.
Más adelante, pude obtener el permiso para
permanecer más tiempo en el albergue. Así que, durante el
día, salía en busca de un trabajo con un mexicano. Un día un
hombre nos dio una dirección, indicándonos que debíamos
presentarnos allí al día siguiente para tomar el autobús que
pasaría a las 7 de la mañana. No sabíamos qué tipo de
trabajo ofrecían, pero necesitábamos dinero.
En el lugar, el autobús llegó a tiempo. Una vez
adentro, nos sorprendimos al ver que estaba lleno de
hindúes, mujeres y ancianos. Estábamos separados,
incapaces de comunicarnos por causa del idioma. Luego

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llegamos a una plantación de frambuesas, y entendimos que
el trabajo consistiría en recoger aquellas frutas rojas.
Después de tres horas de trabajo muy difícil, había
llenado solamente una caja. La lleve a la camioneta en donde
una mujer me entregó un ticket que serviría luego para
cobrar. Cuando pregunté cuanto pagaban por caja, me
desconcerté al enterarme que cada una era pagada solamente
7 dólares. ¡Tanto cansancio por esa miserable cantidad! Era
simplemente una explotación, además de tener que trabajar
bajo sofocantes temperaturas. A pesar de mis quejas, la única
respuesta que tuve fue un silencio total. Frente a este abuso
intolerable, el mexicano y yo decidimos irnos. Entonces uno
de los hindúes vino y nos dijo que el dinero se ganaba
trabajando. Le respondí argumentando que los patrones
estaban abusando como si fuéramos esclavos y no era mi
intención someterme a un tratamiento tan vergonzoso. Él
asintió con la cabeza y me replicó que, por su parte, no tenía
otra opción. Nos fuimos muy enojados y con mucha lástima
por estos pobres hindúes explotados, los cuales seguramente
eran ilegales.
Un día, conocí a un joven hondureño, un refugiado
político. Acababa de recibir su primer cheque por 300
dólares y 200 en efectivo. Había encontrado una habitación
en un hotel, y puso el cheque al nombre del propietario. Sin
embargo, él no tenía pensado quedarse allí porque quería ir a
los EE.UU., en donde, según él, le sería más fácil encontrar
trabajo.
Ese muchacho me propuso canjear su cheque con el
propietario por 200 dólares, y si lo lograba me daría la mitad.
Así que fui a hablar con el dueño, y muy molesto, me echó a
la calle, agregando que él no hacía estos tipos de negocios.
Le devolví el cheque al hondureño y me marché sin querer
- 178 -
saber más de este asunto. Al día siguiente me lo encontré
otra vez, estaba buscando una manera para entrar
ilegalmente en los EE.UU., y no sabía cómo hacerlo. Le
expuse que le explicaría como ingresar allá, si me regalaba el
cheque, ya que no lo ocuparía más, y aceptó. Más tarde,
intenté canjearlo, y pude lograrlo en el restaurante del hotel
por 100 dólares, los cuales me cayeron muy bien.
En el albergue también llegó un joven iraní, quien me
contó que su padre lo ayudó a escapar de la cárcel de su país
antes de enviarlo a Canadá clandestinamente. Pensé
inmediatamente que provenía de una familia muy rica por
haber pagado a un "coyote" desde el país de Irán. Mis
sospechas resultaron ser correctas cuando, unos días
después, me enteré que recibía regularmente dinero de su
padre y vivía en un hermoso apartamento en la playa.
Posteriormente, para mi sorpresa, me topé con Patas –
el mexicano cojo de Bellingham– y me contó que después
de la detención de casi todos los ilegales, Galletas y Chanclas
habían dejado Bellingham, mientras que Franco había sido
deportado a México. Patas estaba aquí para obtener el
estatuto de refugiado político, a pesar de que su país no era
parte de los clasificados para recibir el estatuto de refugiado.
Sin embargo, Patas tenía un plan, y supuse que tenía que ver
con su discapacidad.
En la ciudad, mientras estaba en compañía de los
hermanos de Debbie, conocí a otro indio, Dan, de la tribu
de los sioux. A diferencia de muchos de su raza, él no
tomaba drogas y bebía muy poco alcohol. Vivía en una
reserva india llamada Morley, ubicada a 700 km en dirección
a Montreal. Me invitó a visitarlo algún día, y dijo que podría
darme trabajo. Acepté su invitación porque tenía curiosidad
por descubrir cómo era la vida en una reserva india.
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Un día mientras que la vida en Vancouver se hacía
cada vez más fastidiosa, me vino una idea maquiavélica.
Decidí desarrollar un escenario en el que sería un latino en
busca del estatus de refugiado político. Sabía que en las
audiencias, interrogaban mucho sobre la familia, ciudad, país
y la ruta tomada para llegar a Canadá. Así que fui a la gran
biblioteca de la ciudad, agarré un libro de geografía y elegí la
nacionalidad hondureña. Opté por una ciudad que se
encontraba en la frontera entre Honduras y Guatemala,
luego investigué la ruta que hubiera tomado para llegar al sur
de México – el resto ya lo sabía por haberlo recorrido yo
mismo. Luego estudié con asiduidad la historia de Honduras,
y de la ciudad que había escogido.
Una vez que los factores geográficos e históricos
habían sido aprendidos de memoria, todavía tenía que
inventar una familia. Cambié mi nombre y el de mis padres,
pero mantenía las mismas fechas de nacimiento. Había
todavía un problema: el del idioma. Aun si hablaba español
bastante bien, tenía un acento que me traicionaba fácilmente.
Declararía que mi padre era de origen español, y mi madre
francesa.
Pulía un poco más mi historia. Mi padre pertenecía a
un grupo político, recibía amenazas todos los días, las cuales
se hacían más y más intimidantes hasta ser arrojado en la
cárcel. Alarmada, mi madre me obligó a abandonar el país
para llegar lo más lejos posible, en dirección al norte. Me
gustaba esta historia, y varias veces al día, la ponía por
escrito para conocerla cabalmente en todos sus detalles.
Al día siguiente fui a las oficinas de inmigración, donde
me topé con Patas. Cuando le hablé de mi plan, me
respondió que estaba completamente loco, pero esto no me
desanimó. Al entrar en la oficina, se le asignó a él el número
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35 y a mí el 36, luego subimos a la segunda planta. Él estaba
tan nervioso y tan angustiado de ser deportado que no quiso
sentarse a mi lado, por temor a ser sancionado.
Cuando los números 34, 35 y 36 fueron llamados
Patas se levantó, y entró en una oficina. Miré a través de la
ventana, y lo veía sentado enfrente de dos inspectores. Mi
número fue llamado de nuevo, luego una tercera vez, y de
repente, abandoné el lugar sin mirar atrás. ¿Qué había
sucedido en mi cabeza? Sin duda al ver a los inspectores, una
pequeña voz me regresó a la razón, prefería ser un
aventurero libre de viajar a donde quisiera y cuando quisiera.
Más tarde, Patas me informó que, después de un
interrogatorio muy extenso e intenso, su solicitud había sido
aceptada. Lo felicité, lo saludé, y salí de Vancouver, pidiendo
aventón hacia el este para llegar a la reserva india de Morley.
Después de dos días, llegué a Kelowna un pueblo
pequeño y encantador. No muy lejos del centro, había un
lago con playas de zacate por todas partes, y alrededor una
vegetación lujosa. El paisaje era realmente hermoso.
Seguí mi camino y crucé una región inolvidable,
cubierta de vastas zonas agrícolas, de praderas y de bosques
que se extendían a lo infinito. A lo lejos se alzaban colinas,
algunas más altas que otras, rodeadas de lagos. Todo era un
de un verde intenso y de un cuidado perfecto, y ¡tan
relajante!
Por la noche llegué a Morley. El conductor me dejó en
la entrada de la reserva, y de una cabina telefónica llamé a la
hermana de Dan para que viniera a buscarme, así como él
me lo había especificado. Llegó con su esposo y me senté en
la parte posterior de su pickup, junto a sus niños. Me
miraban curiosamente, probablemente preguntándose quién
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era ese extraño hombre blanco (cara pálida, como los indios
llamaban a los blancos en las películas). Después de haber
recorrido varios senderos, llegamos a la caravana de Dan. Su
coche no estaba allí, y había un enorme perro blanco. El
hombre entró por la ventana y abrió la puerta para que
entrara y me afirmó que Dan regresaría seguramente durante
la noche.
El interior parecía un apartamento bien amueblado,
con un buen equipo de sonido y vídeo. Mientras esperaba su
regreso miré algunos videos y me quedé dormido.
Cuando me desperté al día siguiente, Dan aún no había
llegado y salí para descubrir a qué se parecía la reserva.
Detrás de la caravana, había una casa en construcción, y
alrededor colinas deshabitadas. Subí una de ellas, y observé
que había muchas casas, pero muy separadas las unas de las
otras por innumerables senderos de todas partes, como si
fuera un laberinto.
Por la mañana, su cuñado vino a decirme que Dan se
había ido a un pueblo a 200 kilómetros de distancia para
pasar el fin de semana con su ex-esposa, y me trajo de comer
y beber.
Dos días después, Dan regresó y me alegré de verle.
Me comentó brevemente su vida, de sus problemas de
drogas que lo había llevado al divorcio. Me compartió acerca
del nacimiento de su hija la cual le dio la fuerza de salir de las
drogas. También se estaba formando como educador con el
fin de ayudar a la juventud india prisionera de los vicios.
Ahora que él había escapado de este infierno, lo que
anhelaba en lo más profundo de su corazón era regresar con
su esposa, y esto fue el motivo por el cual se había ido a
pasar el fin de semana con ella.

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En su habitación, encontré un montón de recortes de
periódico que me llamaron la atención. Había artículos que
describían la vida miserable de los habitantes de esta reserva.
Dan me compartió que los indios se sentían tan rechazados
por la sociedad blanca, que se hundían en el alcohol y en las
drogas, y que muchos habían llegado hasta el suicidio. Un
miembro cercano de su familia, también se había suicidado.
Al leer todos estos artículos, sentía una rabia feroz contra los
blancos.
La casa en construcción detrás de la caravana, era la
futura vivienda de Dan, que estaba siendo edificada
gratuitamente por el gobierno, y así hacían con todos
aquellos que acordaban vivir en una reserva. ¡Qué hipocresía!
No querían que los indios se emborracharan en la ciudad.
Recordaba las películas que veía en mi infancia. Estas
personas vivían libres y felices en sus tipis, antes de ser
conquistados por los blancos. Y al ser oprimidos y
rechazados, los indios fueron privados de su libertad y de sus
tierras ancestrales. Esta injusticia flagrante permaneció
siempre impune. Todos los indios que me había conocido
desde mi llegada se habían comportado con mucha
amabilidad y podía confraternizar fácilmente con cada uno
de ellos.
Luego, Dan me hizo visitar la reserva, un laberinto que
él conocía al derecho y al revés. Me presentó a sus amigos,
en su mayoría sioux, los cuales me enseñaron algunas
palabras de su dialecto. Una vez me petrifiqué al ver a una
niña de 8 años de edad tomar una cerveza, y pude resentir
este profundo malestar. La pesadilla diaria de ellos se
resumía, por tan despreciable que fuera esa realidad, a la
embriaguez y a las drogas –un escape de sus infelices vidas.

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Durante algunos días, ayudé a Dan a construir una
entrada para su nueva casa. Quería pagarme, pero me negué
rotundamente, estaba muy agradecido por su hospitalidad y
por haberme enseñando muchas cosas de su pueblo. Luego,
me fui con cierta tristeza, continuando mi camino en
dirección a Montreal, a la ciudad de Calgary, situada a 60
kms de distancia.

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15

Llegaba a Calgary con la idea de encontrar un trabajo


por unos días para seguir mi ruta hacia Quebec. Buscando,
conocí a Antonio, originario de Guatemala, quien se río
cuando supo que era francés. Me contó entonces sus
desventuras en Francia, en donde le habían robado todas sus
pertenecías y su dinero. Después de charlar un buen rato me
regaló 100 dólares, con los cuales me quite la sed y el hambre
en un bar de la ciudad. Encontrando allá a unos indios les
invité a tomar unos tragos. A las 4 a.m., salí del lugar
tambaleándome y terminé acostado sobre una banca de un
parque. A pesar de que la noche era muy fría eso no me
impidió dormitar.
Al amanecer, con una resaca espantosa, caminaba por
las calles y me topé con un centro cristiano, llamado
“Mustard seed” que significaba "semilla de mostaza". Conocí
a Pat, el director, Lisa, su ayudante, y Abry, el encargado de
mantenimiento. Este lugar se parecía a una misión, pero no
ofrecían alojamiento. Sin embargo, se podía jugar al billar, al
futbolín durante todo el día, con jóvenes locales que se
reunían a menudo. Al mediodía, repartían bocadillos y a la
cena, nos servían una sopa.
En una entrevista con Pat, le dije mi deseo de
encontrar un trabajo para continuar mi viaje a Montreal, y le
agregué que de allí, en un futuro me gustaría tomar un barco
para regresar a Francia. Me sugirió ir al consulado francés,
pero le dije que ellos no podrían hacer nada.
Entonces Lisa llamó al consulado de Edmonton ya
que en Calgary no había, y como era de esperar, la respuesta
fue negativa. Pero Lisa no se desanimó, contactó a algunos
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amigos bien posicionados, entre ellos un ministro. Hizo
mucho ruido y amenazó con alertar a los medios de
comunicación por no dar asistencia. Al ver la medida en que
las cosas estaban tomando, le pedí olvidar el asunto, para
evitar mayores problemas, a fin de cuentas, yo era el único
responsable de mi situación.
En el principio, como favor especial podía pasar mis
noches en el Mustard Seed. Muchos jóvenes latinos venían
todos los días para comer y jugar. Entre ellos se encontraban
Kelvin, un hondureño, Fernando, de nacionalidad mexicana,
Ronnie y René, dos guatemaltecos, Luis, Marvin y Julio
salvadoreños.
Tres días más tarde, después de haber movido cielo y
tierra, Lisa y Pat, emocionados, me informaron que el
consulado me había concedido un boleto de avión para
regresar a Francia. Esta noticia, inevitablemente, no me
alegraba del todo. El consulado había exigido a Pat recoger
el boleto y acompañarme al aeropuerto hasta el momento
del despegue.
El día anterior a la salida, Kelvin me hospedó en su
departamento, y al día siguiente debía encontrarme con Pat
en su oficina a las 9 a.m. para llevarme al aeropuerto. No me
gustaba la idea de regresar nada mas así a Francia. Entonces,
decidí no presentarme y me quedé en la casa de Kelvin.
Unos días más tarde, volví al Mustard Seed, y Pat muy
furioso me convocó inmediatamente a su oficina. Le confesé
haber abusado de su confianza, añadiendo que nunca había
pensado que las cosas irían tan lejos. Pat y Lisa terminaron
por perdonarme.
Kelvin me invitó al cumpleaños de su amiga y en esta
ocasión conocí a Bertha, una joven india de la tribu de los
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Blackfoot, con la cual salía algunas veces. Ella no trabajaba, y
su familia estaba formada únicamente por su hermana y un
sobrino, que era un hombre muy fornido quien nunca bebía,
lo que era rarísimo para un indio. Sin embargo, casi siempre
veía a Bertha disfrutar del alcohol con otros indios, bebía
demasiado, lo que no me agradaba mucho.
Una vez le pregunté que como ella tenía la posibilidad
de vivir en una reserva en una casa construida gratuita por el
gobierno, por qué no la aprovechaba. Ella rechazaba esta
idea, como muchos de los suyos quienes argumentaban que
vivir en una reserva era una vergüenza. Luego como seguía
emborrachándose con sus compatriotas, dejé de verla.
En Calgary, solicité trabajo como mesero en varios
restaurantes, pero no conseguía nada. A pesar de mi
determinación, el trabajo no se manifestaba. No teniendo
más paciencia, decidí continuar mi viaje hacia Montreal.
Después de caminar varias horas, sin tener suerte al buscar
un aventón, y como la noche comenzaba a caer, finalmente
regresé a la ciudad.
Más tarde, conocí a un salvadoreño Oscar al que le
gustaba llamarme Plati porque según él me parecía al
futbolista Michel Platini. Con él y otros muchachos,
teníamos dificultad para hacernos de un poco de dinero. Eso
entonces, nos llevó un día a robar adentro de un
apartamento en el edificio de Kelvin. Después de haber
conseguido varios objetos, les vendimos y en los días
siguientes renovamos esta experiencia. Como jóvenes
alocados hacíamos todo esto para tener en qué divertimos en
los vicios.
Algún tiempo después, cansado de vivir con estos
jóvenes una vida sin sentido, me fui a otra parte de la ciudad

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y finalmente pude encontrar un trabajo. Se trataba de lavar
los platos en un restaurante latino los fines de semana.
Ese mismo día, a través de un médico, obtuve
alojamiento en una casa de menonitas que hospedaban a
refugiados políticos. Éramos una docena de personas que
compartíamos las habitaciones. La casa incluía una cocina en
donde cada quien se preparaba lo que quería y un salón con
un televisor –lo suficiente para entretenernos durante el
invierno. Un trabajo, un lugar para estar protegido del frío y
una tele me daban un poco de felicidad, al menos por ahora.
En el restaurante en donde trabajaba, conocí a Gloria
de origen salvadoreño. Le pregunté si podía guardarme mi
pasaporte y algunas cosas, porque no quería dejarlos en el
albergue en donde había probabilidades que me lo robaran.
Muy amablemente, la joven estuvo de acuerdo.
En el refugio, me relacioné con Hugo, otro
salvadoreño, que había vivido mucho tiempo en California
con su familia. Él había venido a Canadá para solicitar el
estatuto de refugiado político, convencido de que su vida
sería más fácil en este país. Una vez, con él pirateamos la
línea telefónica de los vecinos e hicimos muchas llamadas.
Hugo hablaba a su familia que todavía estaba en California y
yo a Francia. Cuando nuestro asunto fue descubierto, el
responsable se puso furioso y nos echó de la casa.
Afuera, el frío era tan helado y la nieve tan abundante,
que hubiera sido un suicidio dormir bajo las estrellas. Hugo
estaba harto de Canadá, y quería regresar a California y me
pidió que fuera con él, añadiendo que me hospedaría, y me
sería más fácil encontrar trabajo. Como odiaba el frío, acepté
con alegría. Nuestro plan era ir a Vancouver y luego entrar
ilegalmente en los EE.UU., por el camino que ya conocía.

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Ese sábado, fui a trabajar y esperaba a Hugo que
vendría a buscarme a las 11 de la noche, en un auto que
robaría. Le pedí a Gloria que me mandara mi pasaporte una
vez que llegara, para no perderlo en el camino.
Puntual, Hugo llegó en el volante de una Mustang. Me
llevé una mochila de tela y mi suéter grueso. Pero Hugo, por
su parte, se había traído muchas cosas, lo que complicaría la
situación.
Cuando trató de encender el carro, no quiso arrancar,
probablemente a causa del frío. Después de varios intentos
en vano, abandonamos el vehículo y caminamos por la
ciudad con la esperanza de encontrar otro. En medio de la
noche, frente a un edificio, vimos un carro encendido con
las llaves puestas y las puertas cerradas. Sin duda, alguien
había entrado en el edificio y regresaría muy pronto. La
oportunidad era demasiado buena. Después de muchas
dificultades y dolores de cabeza para abrir el carro, ya que
ninguno era experto en esto, Hugo tomó el volante y nos
alejamos a gran velocidad rumbo a Vancouver.
Esa noche, una tormenta de nieve estaba en su
apogeo, y teníamos que manejar con mucha precaución.
Después de llenar el tanque con mis ingresos, nos dirigimos
hacía Vancouver situado a 800 km. En el camino, por falta
de dinero, tuvimos que salir de la autopista para evitar el
peaje, y tomamos una ruta paralela, lo que nos alargó el viaje.
Alrededor del mediodía, el tanque estaba vacío.
Exhaustos, nos detuvimos en un pequeño pueblo en donde
un anciano simpático nos regaló 10 dólares para echar
gasolina.
Más tarde, en la carretera, una patrulla de policía nos
persiguió y nos pidió detenernos. ¡Qué coraje! Vancouver
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estaba solamente a 100 km. Hugo paró el coche y la policía
se estacionó detrás de nosotros. Uno de ellos bajó, se acercó
y exigió la documentación del vehículo. Hugo no entendía el
inglés, y solo se quedaba mirando al oficial, entonces abrí la
guantera en donde encontré la documentación del vehículo y
le entregué. Luego, como si nada pasaba, le pregunté la
razón de este control, y el policía me contestó que
conducíamos a 127 km por hora en lugar de 110.
Hugo presentó su documento de identidad. En cuanto
a mí, no pude presentarle mi pasaporte que había dejado en
Calgary, sino un documento que había conseguido por el
consulado francés. El funcionario me comentó que no
éramos los dueños registrados del vehículo, con lo cual le
respondí que un amigo nos lo había prestado. El oficial se
dirigió a su carro, para proceder a un control por radio.
Viendo que el oficial tardaba en venir, le dije a Hugo
que era el final de nuestro viaje. Mi puerta estaba abierta, y a
unos cuantos metros, había un bosque, donde la fuga me
parecía posible. Sólo que en mis pies llevaba botas de
plástico, muy conveniente para caminar en la nieve, pero no
para correr con rapidez, así que preferí quedarme. Más tarde,
otra patrulla de policía llegó y nos arrestaron. Fuimos
esposados y puestos en detención en la prisión de un
pequeño pueblo cercano.
Dos días después, cuando estaba todavía encerrado
por robo de automóvil, un inspector de inmigración me
visitó y me dijo que me arrestaba por estar ilegalmente en
Canadá. Al oír esta noticia me reí, señalándole que ya estaba
detenido. El agente me mostró un expediente en el cual
estaban registrados todos mis hechos desde el día que no me
habían dejado ingresar en el país. Tenía entonces que ser
juzgado dos veces.
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Por el robo, pasé al mismo tiempo que Hugo ante los
magistrados del tribunal. Cuando llegamos a los recintos de
este lugar, había unas cincuenta personas presentes. Nos
sentamos en el banquillo de los acusados, y el juez llamó a
Hugo, así mismo a su abogado que le habían asignado. El
juez le hacía preguntas que yo trababa de traducirle de la
mejor manera posible, pero cuando él no entendía, hacía una
cara chistosa y eso me hacía explotar de risa, y mirándome,
mi compañero en la desgracia se carcajeaba a su vez. Ante
este alboroto, el juez nos ordenaba callarnos. Al final, Hugo
fue sentenciado a una multa de 500 dólares.
Cuando llegó mi turno, me sorprendí al ver que no
había ningún abogado para tomar mi defensa. El abogado de
Hugo se levantó y explicó que, como yo estaba en situación
ilegal, ningún abogado quería representarme y que lo mejor
sería entregarme directamente en manos de la inmigración.
El juez estuvo de acuerdo.
Pocas horas después, de nuestro regreso a la celda,
Hugo fue puesto en libertad, en cuanto a mí, sería trasladado
a la prisión central de Vancouver.
Más tarde, me colocaron en una camioneta con una
decena de otros prisioneros separados entre sí por rejas.
Algunos parecían locos, no paraban de gritar y pegar a las
rejas. ¡Era realmente infernal!
Al salir del pueblo, a través de la ventana, vi a Hugo
caminando y cargando todas sus cosas, pero él no me vio.
La cárcel de Vancouver era grande, muy moderna y
equipada de numerosos sistemas electrónicos. Se dividía en
dos partes: los que vestían de rojo formaba parte del grupo
de delitos menores, mientras que los que se vestían de verde

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eran los más peligrosos. Las dos categorías de presos nunca
se mezclaban.
Vestido con mi traje rojo, tomé el ascensor y llegué a
un amplio espacio ocupado por una treintena de hombres y
vigilados por un guardia. Una sala común servía como
comedor y sala de juegos con futbolín, billar, incluso
podíamos ver vídeos. Todo estaba muy limpio, cada uno
tenía su propio cuartito, con una cama y una mesa. Las
comidas eran excelentes, además regalaban un paquete de
tabaco.
Por la noche, las puertas de los cuartos se cerraban
automáticamente, y en la mañana, se abrían de la misma
manera. En el día, durante una hora, podíamos salir al aire
libre en el patio.
Después de todos los últimos aprietos y apuros que
había soportado y aquellas noches de frio, debajo de las
estrellas, esta estancia prometía ser unas verdaderas
vacaciones. Seguramente solo un demente tomaría placer de
estar en la cárcel, pero dadas las circunstancias, prefería ser
alimentado y alojado en un sitio bien caliente, en lugar de
sufrir afuera con el terrible frío. Por supuesto, la libertad era
más importante, pero sabía que esta detención sería breve,
así que quería aprovecharla y disfrutarla al máximo.
Allí, conocí a muchos latinos encarcelados por tráfico
de cocaína. Había también unos canadienses y unos cuantos
hombres de color. El ambiente era bastante tranquilo, con
algunos choques de vez en cuando entre los presos.
Unos días después, dos inspectores de inmigración me
llevaron a la corte de la ciudad. Qué sorpresa fue
encontrarme en las oficinas en donde casi solicitaba ser

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refugiado político con mi historia inventada. En el fondo me
reía de los problemas que me había creado yo mismo.
En el recinto del tribunal, me pusieron en una especie
de celda. En las paredes estaban escritos nombres de latinos
que habían dejado sus firmas antes de ser deportados. Como
yo era apodado "El Francés", lo escribí en la pared, lo cual
me causó ciertos problemas con los oficiales.
La sala se situaba en el piso superior, en el interior
estaba el juez, un inspector, el guardia y yo. El juez se
apresuró a preguntarme:
¿Dónde está su pasaporte?
Me lo robaron le contesté.
¿Tienes dinero?
No.
¿Hay alguien aquí que te puede ayudar?
No.
¿Conoces a alguien en Vancouver?
No.
Entonces el juez me miró y sentenció su veredicto:
Expulsión a Francia. Agregando en el mismo
momento: ¡Esta fue la audiencia más corta de toda mi vida!
Posteriormente, fui conducido al consulado para hacer
un control de identidad. Luego, me colocaron en un hotel
cerca del aeropuerto, en donde una parte era reservada
exclusivamente a los expulsados. Este lugar, muy bien
vigilado se componía de cuartos enrejados, y equipados de
- 193 -
televisores. Para comer, teníamos que ir a un cuarto
separado en donde cada quien escogía un menú a la carta.
¡Increíble! Una cárcel con todas las apariencias de un hotel
de lujo. Nunca me hubiera esperado tanta comodidad.
Había muchos latinos a punto de ser expulsado, y
también Jackie, una mujer inglesa. Ella me dijo que sería
deportada a su país porque su visa había expirado hacía
varios meses. Entendí que, los canadienses eran muy
estrictos con los clandestinos, sin importar de dónde
vinieran.
Me imprimieron mi boleto y de inmediato me llevaron
al aeropuerto. Sin hacer fila, fui directamente a mi lugar
reservado, mientras que los inspectores esperaban afuera
hasta que el avión despegara.
A través de la ventana, contemplaba la ciudad de
Vancouver que se alejaba poco a poco, convencido de que
nunca regresaría. El viaje incluía una escala en Londres.
Durante el vuelo, repasaba en mi mente las diferentes etapas
de esta aventura, desde mi llegada a los EE.UU.
Tenía pocas ganas de retornar a Francia y pensaba
incluso permanecer algún tiempo en Inglaterra. Sabía que en
Londres me sería fácil de salir del aeropuerto porque, allí,
nadie me esperaría. Cuando el avión aterrizó, comprobé
efectivamente que tenía esta posibilidad. Por lo tanto, decidí
abandonar el aeropuerto y dirigirme hacia el centro de la
ciudad. Pero, al estar mirando hacia el cielo de Londres, al
verlo tan oscuro y tan lluvioso, me deprimí al instante.
Además, recordaba la horrible recepción de parte de los
ingleses cuando estaba en Gibraltar. Así que, cambié de
opinión y regresé a la sala de embarque.

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Volando por encima de la capital inglesa y observando
la ciudad, me preguntaba: ¿Qué gente habría conocido allí? y
¿qué aventuras hubiera vivido en ese país? ¡Imposible de
saberlo!
Más tarde, llegando a Francia, me fui una vez más en
las montañas de la Haute Savoie.

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16

En Sallanches, volví a ver a François, a quien no había


visto desde su salida forzada de Nueva Orleans. Le conté
todas mis aventuras, desde México hasta Canadá a través de
los Estados Unidos y, como siempre, me trataba de loco. Al
día siguiente llamé a Gloria de Calgary para que me enviara
mi pasaporte.
Estuve inactivo durante dos semanas, luego encontré
un trabajo como electricista. Mi primer sueldo cobrado,
François y yo salimos a Suiza, para pasear en Ginebra,
ciudad que se encontraba muy cerca de donde vivíamos.
La tierra del chocolate nos deleitaba, al igual que los
habitantes, que eran muy amables. Después de admirar la
belleza del centro de la ciudad, disfrutamos las calles muy
concurridas, luego fuimos al parque a orillas del lago, un
lugar absolutamente hermoso. Muchos turistas venían a
pasear, pero también familias, jóvenes, incluso hippies...
siempre se respiraba un buen ambiente. En este parque, mis
ojos se complacían durante la tarde al ver el famoso “jet de
agua”, las montañas y los numerosos yates de lujo. Aunque
la vida era carísima, esta ciudad era única en su género.
En Francia, la rutina retomaba su lugar, y de vez en
cuando, visitaba la iglesia de mi hermano, para platicar con
algunos cristianos. Su manera de hablarme de Jesús me
confundía porque estaba consciente de haber caído en el
lado oscuro de la vida. Sin embargo, su retórica no tenía
ningún efecto sobre mí, aun si en el fondo deseaba cambiar
de vida.

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Después de haber juntado un poco de dinero, decidí
volver a la aventura. No podía quedarme y opté por viajar a
Creta, ya que dos veces había tratado de hacerlo. A la víspera
de mi salida, mi hermano me comentó que mi padre en
Argelia, el cual se había casado nuevamente con otra mujer,
pero ahora de 27 años mientras que él tenía 78, estaba
teniendo algunos problemas. La familia sospechaba que
aquella oportunista madrastra se había casado por puro
interés. Entonces determiné visitarlo, y de allí me lanzaría
para llegar a Creta. Le dejé como 80 euros a mi hermano, y
le pedí que me los enviara más tarde, cuando los necesitara.
Compré varios regalos para la familia de los productos
franceses que todo el mundo apreciaba y volé a Argelia.
Después de un corto vuelo, llegué al aeropuerto de
Constantina, y me dirigí a la aduana. Tenía solamente 100
euros y tenía miedo de que no me dejaran entrar por ello,
por lo tanto, declaré tener una cantidad de 1.000 euros. Una
vez llenado el formulario de declaración, me dieron una
copia que tiré inmediatamente a sabiendas de que la cantidad
reportada era falsa.
Desde allí, un taxi me llevó al punto de mi destino, a
150 km de distancia. El sol tórrido y los paisajes desérticos
reaparecieron, pero en realidad, este panorama también tenía
su encanto.
Al llegar al pueblo argelino, saludé a mi padre, mis
hermanos, mis primos y a toda la tribu. Todos estaban
preocupados por el comportamiento de mi padre, afirmando
que la mujer se había casado solamente por su fortuna y sus
bienes. También me comentaban que ella practicaba, así
como los miembros de su familia, brujería, y deducían que
mi padre había sido embrujado.

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En la primera oportunidad, le advertí a mi padre, pero
se negó a escucharme y aun peor, me acusó de calumniar a
su esposa. ¡El mundo estaba al revés! Su comportamiento
inusual me preocupaba mucho porque estaba como
despojado de sus facultades mentales. Entonces hablé con la
mujer y la amenacé, y ella empezó a llorar, lo que disgustó
fuertemente a mi padre. Afortunadamente, la situación se
calmó poco después.
Durante mi estancia allá, el tema de la religión estaba
en el centro de acaloradas discusiones que había entre mis
tíos, mis primos y yo. Defendían el islam, mientras que yo
tomaba posición por el cristianismo, a pesar de no ser
cristiano. Pensaba conocer lo suficiente, por todo lo que
había escuchado en mis encuentros con varios de ellos.
Trataban de convencerme, diciéndome que un famoso
astronauta se había convertido al islam después de haber
oído "Alá es grande" cuando salió de su nave espacial.
Agregaban también que un pasaje del Corán hablaba de un
lugar en la tierra en que una masa de agua dulce chocaba con
otra de agua salada, sin que los dos se mezclaran, y al
descubrir este lugar, un comandante conocido se convirtió
también al islam.
Por mi parte, les decía que su religión era rígida,
mientras que el amor era la esencia del cristianismo.
En la ausencia de mis tíos, mis primos eran más
atentos a mis palabras. Estaban atónitos cuando les
explicaba que Dios no quería imponer rituales, como lavarse
las manos y la cara varias veces al día como lo hacían ellos,
sino que ante todo buscaba la pureza del corazón. Algunos
compartían mi punto de vista, y cuanto más les hablaba de la
creencia cristiana, más su corazón se conmovía, a tal punto
que un primo y una prima quisieron abrazar el cristianismo.
- 198 -
Durante nuestras platicas, tocamos también el tema de
la miseria en el país. Me decían que Afganistán estaba
reclutando a los jóvenes para convertirles en combatientes,
los cuales eran hospedados, alimentados, y sus líderes les
afirmaban que sus sacrificios los llevarían al paraíso.
Durante este tiempo, el presidente argelino fue
asesinado. A partir de allí, todo el país fue presa de un terror
general y el pánico se apoderó de mi familia, como de toda
Argelia. El movimiento extremista islámico el cual crecía
rápidamente reclamaba el poder mientras que la gente temía
ser gobernada por fanáticos religiosos que pondrían fin a la
democracia. La confusión y el espanto reinaban ante las
motivaciones y las teorías de conspiraciones del asesinato.
Unas semanas más tarde, hice mis maletas y retomé el
camino hacia Creta. Tenía que cruzar el país de Túnez, luego
tomaría el ferry a la isla de Sicilia, y entonces bajaría al sur de
Italia para dirigirme hacia Grecia.
Después de un arduo viaje de 500 km, llegué a la
frontera de Túnez, donde me pidieron el formulario de
declaración aduanera, el cual no estaba en mi posesión ya
que lo había tirado desde mi llegada. Me había metido en
problemas muy serios, porque sin esta hoja, no podía salir
del país. Después de varios intentos, y de muchos
argumentos, todo fue en vano, ¡eran inflexibles! Estaba
aterrado al pensar que me quedaría retenido en este lugar. La
crueldad de los agentes de aduana argelinos era muy
conocida de todo el mundo. Mientras que mi rostro reflejaba
consternación y desesperación, un hombre se me acercó y
me aconsejó probar mi suerte en otro puesto de control,
situado a 35 km, y que en aquel lugar pidiera ver al capitán
Mustafá.

- 199 -
No tenía más opciones, así que me dirigí allá
prontamente. Llegando a aquella aduana con cierto temor, le
expliqué al capitán que había perdido mi hoja de declaración.
Me escuchó atentamente sin hacer ninguna pregunta, luego
tomó mi pasaporte para sellarlo. Sorprendido y contento, lo
agradecí y me encaminé con un corazón aliviado hacia la
capital tunecina.
La vida en Túnez parecía más agradable. Encontré un
hotel muy barato en donde tuve que compartir una
habitación con otros viajeros. Al día siguiente, compré un
boleto de barco para viajar a Trapani, en Sicilia, el cual me
costó muy caro. Sin contar que el próximo barco saldría
solamente en varios días.
Así que aproveché este tiempo para visitar Túnez, una
ciudad turística que se había desarrollado con éxito. Mi
dinero se estaba acabando y tenía entonces que apretarme el
cinturón. Cuando ya no tenía nada en el bolsillo, me vi
obligado a vender mi bolsa de dormir que recién había
comprado en Francia, todavía en muy bueno estado.
Mientras tanto, llamé a mi hermano para que me enviara a
Trapani, el efectivo que le había dejado, para poder seguir
adelante con el viaje.
El gran día de la embarcación llegó, y en cuestión de
horas, arribaba a Sicilia. Todo lo que sabía de este país y que
había aprendido en las películas, era que la Mafia reinaba en
este lugar. El solo recuerdo de esas imágenes me hacía sentir
escalofríos por todo el cuerpo.
Por la noche, me acomodé en el porche de una casa y
pasé una noche horrible, ya que, sin mi saco de dormir, el
frío me atravesaba los huesos y me robaba el sueño. Por la
mañana fui a retirar el dinero, y después de un festín, reservé

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una habitación de un hotel económico para recuperarme de
la noche anterior.
Después de dos días, me dirigí a Palermo. El ambiente
se sentía horrible sin mencionar que a mi llegada, asistí a una
monstruosa y ruidosa redada de policía. Más tarde, me enteré
de que un hombre político acababa de ser asesinado. Al no
tener el deseo de echar raíces en este lugar, me marché tan
pronto como me fue posible.
Decidí rodear por Roma, aun si esto me alargaba el
viaje, con el fin de saludar a mis viejos amigos y festejar con
ellos antes de irme hacia Creta.
Después de un trayecto en tren de 20 horas, desde la
estación llamé a Moreno, quien vino a recogerme de
inmediato. En esta noche nos alegramos ambos de este
reencuentro.
Me dio noticias del grupo, y de otros dos muchachos
que había conocido. Uno estaba encarcelado y el otro había
recibido un disparo en la rodilla. En cuanto a Milo, se había
perdido completamente en las drogas y alucinaba todo el día.
En cuanto a Rita, murió de una sobredosis. Esta última
noticia me dejó helado y horrorizado al saber que yo
también le había vendido el veneno que se había inyectado
en sus venas. Me sentía devastado y no tenía ganas de
festejar.
Mi conciencia me atormentaba a tal punto que el
fantasma de Rita me hostigaba durante toda la noche, estaba
completamente aterrado. Incluso el deseo de ir a Creta se
desvaneció de mis pensamientos, decidiendo al mismo
tiempo regresar a las montañas de Haute Savoie, con mucha
ansiedad y necesidad de detenerme y de esconderme.

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Una vez allí, aislado de todo, me tomé el tiempo para
reflexionar sobre lo que estaba pasando en mi existencia. Por
un lado, me alegraba haber realizado parte de mi sueño de
infancia al visitar muchos países. Me sentía orgulloso de
haber descubierto tantos lugares sublimes, de haber hecho
amistad con una multitud de personas, de haber aprendido
varios idiomas, de haberme adaptado a diferentes culturas y
mentalidades muy diferentes entre sí. Ni el frío, ni la escasez,
ni la soledad me detuvieron, ni me desanimaron. Pero al
mismo tiempo, me acordaba de todas las malas acciones que
había cometido, hachís, cocaína, heroína, mentiras, robos,
engaños, estafas, delincuencia...
La tristeza y la vergüenza invadieron mi alma. No sabía
cómo salir de estos hábitos, además, aun no podía hacer el
duelo de mi madre, ni olvidar los diversos fracasos
sentimentales que habían destrozado mi corazón. En un
momento de desesperación, grité: ¡Dios, ayúdame! Pero la
única respuesta que obtenía era el silencio absoluto de las
montañas. Arrinconado en algún lugar, encontré el tiempo
para redactar estas aventuras con una vieja máquina de
escribir.
Después de algunas semanas de trabajo por aquí y por
allá, el deseo perenne de viajar me empujó a salir de nuevo,
pero esta vez para descubrir “algo” indefinible que se
encontraría en otra parte. Me preguntaba hasta cuando
duraría esta locura y si, a fin de cuenta, no era yo que
perseguía un sueño, sino que éste me perseguía a mí.
Después de una madura consideración, opté por
aventurarme en América del Sur. Como el vuelo era
demasiado caro para llegar hasta allá, compré un boleto para
la Ciudad de México, y de allí continuaría mi viaje por tierra
hacia el sur.
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17

Entonces, en enero de 1993, como en cada salida,


adquirí solamente un boleto de ida, con la misma
determinación de no querer volver. Mis diferentes regresos a
Francia habían sido en contra de mi voluntad. Mi viaje a
España había terminado por el dolor que me había causado
la pérdida de mi madre. Mi regreso de Italia había sido
dictado por la exigencia en la que tenía que resolver la
cuestión del servicio militar. En cuanto a mi regreso de
América del Norte, había sido por causa de la expulsión. Al
final, mi último intento de ir a Creta había sido un fracaso,
causada por la confusión y el temor que me llevaron a
retirarme a las montañas. Tenía la esperanza de que esta vez
fuera la buena.
Durante el vuelo y ante América del Sur que me abría
sus brazos, se formulaban varias preguntas en mi mente:
¿Qué iba a descubrir? ¿Qué personas encontraría? ¿Cuándo
regresaría a Francia? Y si tuviera que volver, ¿por qué razón
sería?
Cuando llegué a la Ciudad de México, como de
costumbre, tenía apenas suficiente para vivir unos días. No
tenía la intención de quedarme en esta gigantesca metrópoli,
y me incliné por trasladarme a Oaxaca, en donde había
comprado esas famosas pulseras, ciudad sureña que me
había encantado. Tenía que encontrar allí un trabajo por
unos días, y luego continuar mi viaje hacia Guatemala.
En Oaxaca, me instalé en un hotel de bajo costo, y
luego empecé a recorrer el centro de la localidad. En el mero
corazón de la ciudad, se encontraba la plaza de la Alameda, y
en medio un gran jardín, con bancas, muchos árboles
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floreados, así como lo que los lugareños llamaban "El
Kiosco", un sitio elevado en donde músicos tocaban a
menudo. Debajo, pequeñas tiendas de abarrotes vendían un
poco de todo.
A su alrededor se apreciaba una gran y antigua
catedral, edificios de arquitectura histórica, hoteles, y
restaurantes cuyas terrazas llenaban la acera. La ausencia de
vehículos y el clima tropical incitaba a la contemplación
gozosa de este espacio.
En un restaurante accesible, pedí un platillo de la
región y mientras esperaba probé varios ingredientes que el
mesero me había traído, eran pequeños cubos verdes, rojos y
blancos, puestos en un tazón. Pensando que se trataba de
una ensalada de vegetales, cogí la cuchara y tragué todos
estos cubos de colores. Pero muy pronto, con la boca en
fuego, sentí que mi cara se ponía de color rojo carmesí. Y
por una buena razón: ¡los cubos de colores no eran más que
chiles!
Después de este contratiempo culinario, comencé a
postular en los hoteles en busca de algún trabajo. Mis
conocimientos de idiomas eran una ventaja, pero las
respuestas siempre seguían negativas, lo cual no tenía nada
de nuevo. Al día siguiente me presenté en diferentes tiendas,
en donde algunas buscaban vendedores, pero allí tampoco
tuve éxito.
En la vitrina de una relojería, una oferta de trabajo me
incitó a entrar. Le expliqué mi situación al relojero, quien me
aconsejó más bien de dar clases de idiomas a domicilio. Él se
ofreció a ayudarme para preparar la propaganda en la cual
figuraba su propia dirección. Hice fotocopias y los distribuí
alrededor, especialmente en la Alameda.

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Muchos estudiantes llegaban a esta plaza para relajarse
después de sus clases. Discutía con ellos y les ofrecía enseñar
idiomas. Algunos rechazaban, otros parecían interesados y
escribía sus nombres en una hoja. Al final del día, tenía una
lista de veinte personas.
A la mañana siguiente regresé con el fabricante de
relojes para saber el número de inscritos para los cursos,
pero a mi decepción, ninguna, con la excepción de dos
llamadas telefónicas pidiendo información. Durante dos días
más seguí repartiendo volantes en la Alameda, pero sin éxito.
Ahora, solamente me quedaba para pagar dos días más
en el hotel. Esa noche, mientras que cavilaba con todo mi
ser, sentí un dolor repentino y punzante. Un nudo me estaba
apretando el pecho y me impedía respirar. Intentaba gritar,
pero un fuerte soplo de aire en plena cara me detenía. Estaba
aterrorizado y empapado de sudor. Esta crisis de pánico me
sumergió en una pesadilla tan real como los objetos que me
rodeaban. En la madrugada, me desperté con un sobresalto,
tratando de entender lo que me había sucedido.
Más tarde volví a la relojería, y ante la falta de
resultados, terminé por darme por vencido. Paseando muy
pensativo por las calles alrededor de la Alameda, vi un
anuncio sobre una pared que decía Primera Iglesia Bautista,
lo que me hizo pensar a los cristianos que había conocido en
la iglesia de mi hermano en Francia. Pensaba que en México
había solamente iglesias católicas establecidas. Sorprendido y
curioso a la vez, empujé la puerta y entré en el sitio.
En el interior, unas escaleras conducían a una gran sala
en donde había muchas bancas, era sin duda el lugar de
reuniones. A mi derecha una pequeña oficina, y detrás del
escritorio una mujer sentada y escribiendo a máquina. En un

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tono muy amable, me preguntó lo que quería, y de inmediato
le solicité una entrevista con el responsable. Luego, tomó el
teléfono y habló con otra persona.
Posteriormente, la seguí y bajamos unas escaleras,
atravesamos una amplia sala completamente vacía y en la
parte del fondo estaba la oficina del responsable, era el
pastor Amado Miranda. Me senté y me saludó con una
sonrisa sincera. Esta actitud amistosa me tranquilizó, y
después de presentarme, le expliqué mi situación y le
mencioné mi deseo de dar clases de idiomas a los jóvenes de
este lugar. Se puso a pensar un rato y luego me preguntó en
dónde me estaba quedando. Le respondí que todavía tenía
una noche en el hotel, y después de meditarlo me contestó:
Está bien tu puedes dar cursos de idiomas a los
jóvenes de esta iglesia. Regresa con tus pertenencias, podrás
quedarte a dormir aquí para que ahorres tu dinero.
Esta respuesta me dejó sin habla y me lleno de alegría.
Trabajo y vivienda ¡No lo podía creer! Le agradecí muchas
veces y me apresuré de traer mis cosas del hotel.
De vuelta a la iglesia, el pastor me mostró el lugar en
donde me quedaría, adentro de un edificio situado detrás del
templo. A un lado, en una pequeña casa humilde vivía
Ligorio, quien era el guardia y responsable del
mantenimiento de todos los inmuebles.
En aquel edificio, varios pequeños salones servían para
las enseñanzas dominicales, tanto para niños como adultos.
En la mañana del domingo, eran divididos por grupos según
la edad. Una habitación utilizada como guardería consistiría
en mi dormitorio.

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Esa noche, Ligorio me invitó a su casa y conocí a su
esposa, Juanita y Marta, su hija de 13 años. También tenía un
hijo que era sordomudo, y en ocasiones actuaba de manera
extraña. La familia, de escasos recursos, era muy agradable y
acogedora.
Como vivía en el templo, tenía que asistir a todos los
cultos de la iglesia, el del miércoles a la 7:00 p.m. y los del
domingo a las 10:00 a.m. y a las 7:00 p.m. Durante los
servicios conocí a jóvenes y adultos. El templo estaba lleno
de gente, especialmente los domingos cuando llegaban hasta
quizá 500 personas. Algunos eran de escasos recursos, otros
más pudientes. Pero al momento del culto, los trabajadores
se mezclaban con los maestros, médicos o empresarios.
Hacía publicidad para mis clases y varios jóvenes se
inscribían. Algunos querían aprender el francés, pero la
mayoría prefería el inglés. Muy pocas personas se
interesaban en el italiano. Así que empecé a enseñar,
ganando poco dinero, debido a los precios bajísimos que
ofrecía.
Por la noche, después de los cultos, algunos jóvenes se
quedaban para platicar conmigo. Me hacían muchas
preguntas acerca de Francia, y soñaban con visitar la Torre
Eiffel. A menudo, corregían mis palabras porque utilizaba a
veces sin saberlo, un lenguaje vulgar que había aprendido
con los mexicanos y latinos en los Estados Unidos y Canadá.
Luego me hice de amistad con dos jóvenes, Amado y
Alberto. Me llevaban a pasear por la ciudad, y descubrí, entre
otras cosas, el fortín, un lugar en la cima de una colina en
donde se podía ver todo el panorama fabuloso de Oaxaca.
Por la noche, la ciudad resultaba ser una maravilla, con una
multitud de luces centelleantes.

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Un día, Alberto me comentó que su novia vivía en
Monterrey, en el norte del país. Se llamaba Flor y tenía una
hermana, cuyo nombre era Yanett. Entonces, le escribí una
carta a Yanett y le conté un poco de mi vida y le expresé mi
deseo de conocerla a través de correspondencia.
La gente de la iglesia probablemente me consideraba
como un vagabundo, sin ninguna posesión, pero a pesar de
ello eran amables conmigo. Estaban todos bien vestidos, y
algunos jóvenes, incluso llevaban trajes y corbatas. Mi
armario, sólo contenía dos pantalones y dos camisetas. De
hecho, un día me apené mucho al escuchar a unos jóvenes
burlarse de mí porque usaba siempre la misma ropa. Esto
me hizo sentir mal, pero un mensaje del pastor, en aquel día
me cayó muy bien. Él predicó:
Dios puede hacer grandes cosas con cualquier
persona, con el pobre como con el ignorante. Dios puede
usarnos y bendecir nuestras vidas, incluso más que aquellos
que pretenden ser ricos.
Estas palabras parecían ser dirigidas directamente y
exclusivamente para mí.
Mis clases no me producían gran ganancia, sin hablar
de que algunos estudiantes habían dejado de venir, y que
otros no pagaban. Trabajaba también en una agencia de
viajes, pero para ganar algo tenía que vender de puerta en
puerta paquetes de viaje, lo que era sumamente difícil. De
vez en cuando hacía algunos trabajos de electricista para una
empresa. Un día mientras estaba en la cima de una gran
escalera, a cinco metros de altura, ésta se resbaló y caí
fuertemente en el suelo, raspando toda la pared. El gran
alboroto atrajo a los trabajadores quienes corrieron
asustados. Días después, otra gran escalera se dobló a la
- 208 -
mitad mientras estaba encima y aterricé en el piso después de
un potente grito. Desde entonces, los obreros pensaron que
era un hombre muy peligroso.
Una mañana, recibí una carta de Yanett, la cual me
regocijó considerablemente. Mientras tanto, había conocido
a su hermana, que había venido a pasar algunos días en
Oaxaca. En su carta, ella me hizo mil preguntas, pero con el
tiempo, olvidé y no le respondí.
Al juntarme tanto con cristianos, me consideraba casi
como tal. Sin embargo, cuando tenía un poco de dinero,
continuaba con mis vicios y fiestas. Durante un culto, el
pastor pronunció un discurso sobre el comportamiento de
los no cristianos, describiendo en detalles sus acciones. Me
sentía mal porque seguía siempre igual. Avergonzado y
confuso, salí del templo y encontré una pequeña habitación
situada en la azotea de una casa. Pero los domingos, llegaba
al templo para asistir a las reuniones.
Como tenía que pagar una renta mensual, tuvimos la
idea de iniciar un negocio con Alberto y Amado. Le dimos el
nombre de AKA, lo que representaba las iniciales de
nuestros tres nombres. Los servicios ofrecidos eran
plomería, electricidad, pintura y todo lo que podíamos hacer.
Tan pronto los volantes de promoción fueron hechos, los
distribuimos a las personas de la iglesia.
El negocio no prosperó pues no éramos profesionales,
como aquella vez cuando una caldera explotó en nuestras
manos. Pero algunos nos llamaban, mas con el fin de
ayudarnos que de aprovechar nuestros talentos.
La necesidad de recurrir a desperdiciar mi dinero en
cosas corruptas me angustiaba mucho. Por las noches,
cuando regresaba a mi pequeña habitación, me sentía tan
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decepcionado conmigo mismo que lloraba y gritaba: "¿Por
qué, por qué, por qué?" Y siempre era lo mismo, desataba mi
enojo sobre mí mismo, y aun oraba a Dios, como lo hacían
los cristianos. Pero al día siguiente, cometían incasablemente
los mismos errores.
Entonces un día, me cayó el veinte. Durante un
sermón del pastor, me di cuenta que según la Biblia, creer en
Dios y asistir a la iglesia no era suficiente para cambiar su
vida. Dios me llamaba al arrepentimiento, a confesar y a
dejar mis pecados (según Hechos 17:30), y tenía que creer y
recibir a Jesucristo, el Hijo que Dios había enviado para
morir en mi lugar en la cruz, en lo más profundo de mí ser
como mi único Salvador (según Juan 1:12).
Esa misma noche, en mi habitación me puse de
rodillas y oré, tomando consciencia del desastre que era mi
vida. Le rogué a Dios con todas mis fuerzas que perdonara
mis pecados y que viniera a mi rescate, aceptando a Jesús
como mi Salvador.
Sentí una extraña sensación que nunca antes había
experimentado. Era como si "alguien" hubiera quitado una
carga pesada de mis hombros. Esta experiencia única me
traía por fin paz en mi interior. Me acosté en la cama, me
sentía tan diferente y tan alegre como nunca lo había estado.
Entonces me imaginé estar sobre un globo terrestre
proclamando la Palabra de Dios.
Por la mañana, conté este acontecimiento increíble a
Amado, y me respondió que estaba loco. Le afirmé que las
cosas cambiarían en mi vida, y ahora lo que deseaba era
predicar la palabra de Dios. Entonces él me miró y me
preguntó:

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¿Cómo puede hacer tales declaraciones, si estas
fumando un cigarrillo?
Me quedé mirando el cigarrillo que sostenía entre mis
dedos, lo aplasté, y le aseguré que éste sería el último.
Él no me creyó, pero esta era mi profunda convicción.
Fui a ver al pastor y le comenté lo que había sucedido. Pocos
días después, el 3 de septiembre 1993, después de varios
meses de haber llegado a México, fui bautizado y empecé
una nueva vida.

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18

Esta última etapa en México cambió radicalmente mi


vida. El vacío en mi corazón que me había llevado a tantos
extremos fue colmado por la presencia de Dios. El alcohol,
las drogas, las diversiones inadecuadas, y demás, ya no tenían
control sobre mí, ni me eran una necesidad. Incluso el viajar
a la aventura ya no formaba parte de mis prioridades.
Tenía sed de las Sagradas Escrituras, y me pasaba
horas y horas leyéndolas. Me inscribí también en un Instituto
Bíblico, y durante las semanas que siguieron, aprendí
cuantiosas lecciones de la vida. Mis ojos se abrieron a la
verdad y la oscuridad de las tinieblas dejó lugar a la luz, por
lo cual mis pensamientos y mis ideas tuvieron que ser
rectificados.
Con la mente más clara y rebosante de gozo, le escribí
a mi familia anunciándoles lo que me había sucedido. Todos
se regocijaron por mi conversión y se sintieron aliviados,
dado el número de veces que me habían alentado a hacerlo,
sin contar los años orando por mí. Al pensar en los peligros
que había enfrentado, entendí que no había sido cuestión de
suerte, sino que toda esa protección venía por la misericordia
de Dios, en respuesta a la oración de mi familia.
La carta que le envié a mi padre mencionaba los
errores contenidos en la enseñanza del islam, especialmente
en la persona de Jesús, quien no era solamente un profeta,
sino verdaderamente el Hijo de Dios. Le expliqué que en Él
solamente había paz y gozo. Esperaba sinceramente que su
corazón endurecido por su religión, por sus experiencias
difíciles en la cárcel Frontstalag durante la Segunda Guerra

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Mundial y por su vida en general fuera sensibilizado y
transformado.
Le escribí una carta también a Yanett, pidiéndole
perdón por mi silencio, añadiendo que ahora era muy
diferente, que mi vida había cambiado y que si ella estaba
dispuesta a continuar la correspondencia, me sería un
enorme placer.
Del lado del trabajo daba algunas clases de inglés a
domicilio, y también en una escuela primaria, pero mis
estudiantes eran los profesores y el director de la institución
para que ellos mismos pudieran enseñar el idioma a sus
propios alumnos.
En el Instituto Bíblico, las enseñanzas del pastor eran
muy inspiradoras, y apreciaba escuchar sus sermones que me
habían permitido estar más cerca de Dios y conocerlo mejor.
Al observar el cambio radical en mi vida, el pastor me pidió
que lo ayudara en su ministerio, principalmente en el área de
visitación, y agregó que la iglesia me daría alguna ayuda
financiera. Esta propuesta llenó mi corazón de felicidad.
Mi transformación era tan evidente que los miembros
me apreciaban y me respetaban. Un día, un fallecimiento
afectó a una familia y, en ausencia del pastor, los diáconos
me pidieron que predicara en el funeral. Acepté la misión,
encontrando irónico iniciar mi ministerio de predicación en
un cementerio.
Durante mi primer sermón a los jóvenes, estaba tan
nervioso que mis notas no dejaban de temblar en mis
manos, las cuales tuve que aventarlas sobre el pulpito, de lo
que todos pudieron darse cuenta.

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Luego, comencé a predicar en la iglesia, a toda la
congregación, y lo hacía con todo mi corazón. Mucha gente
apreciaba mis sermones, lo que me animaba aún más en este
camino.
Al mirar hacia atrás al vagabundo perdido y rechazado
que era, no podía creer que ahora, unos meses después era el
asistente del pastor. ¡Fue un milagro! El privilegio de servir a
Dios me entusiasmaba, pero al mismo tiempo, sentía el
deseo y la necesidad de fundar una familia. Todos estos años
recorriendo el mundo me impidió conocer el amor. Sabía
que Dios me escuchaba, y mi fe era tan grande que cuando
las chicas me preguntaban si tenía novia, le contestaba que
sí, y añadía que Dios me la estaba preparando.
Acompañaba a menudo el pastor, que seguía
enseñándome más y más cosas. Me hablaba de familias
enteras del sur de México, que fueron expulsados de su
pueblo por los católicos a causa de su fe. Vivían
constantemente bajo la amenaza, forzados a participar en
ciertas actividades religiosas, como la procesión en honor a
la virgen María. Los que rehusaban hacerlo eran severamente
castigados, los perseguían y los expulsaban, quemando sus
casas. En cuanto a aquellos que trataban de defenderse,
terminaban en la cárcel o muertos. Muchas de estas familias
habían buscado refugio en nuestra iglesia.
Un día, el pastor me llevó a celebrar una boda en un
pueblo muy lejos. Después de un largo viaje bajo un sol
fuertísimo, llegamos a la entrada en donde un grupo de
hombres armados con machetes estaban bloqueando la
carretera. Estaban tomados y rechazaban cualquier tipo de
celebración evangélica. Nos preguntaron con cual derecho
estábamos aquí, y entonces pude admirar la increíble calma
del pastor, quien abrió su Biblia y leyó un pasaje: "Id por
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todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura".
Luego añadió: "Tengo el permiso de Dios para entrar en este
pueblo". Yo estaba paralizado y pegado a mi asiento. Luego,
uno de los hombres contestó:
Si ustedes entran en el pueblo, no somos
responsables de lo que les pueda suceder.
En el pueblo, el pastor denunció estas amenazas a las
autoridades y pidió su protección. Al final, la ceremonia
pudo celebrarse bajo vigilancia, pero con cierto temor.
Después de la boda, al salir del pueblo varias personas
protegían nuestro carro contra posibles lanzamientos de
proyectiles. Ese día, me di cuenta de que la predicación de la
palabra, no sería siempre fácil.
Pocos días después, un domingo, saliendo del templo,
mientras que saludaba a la multitud, vi a una muchacha
hermosa con el pelo largo y castaño, la cual inmediatamente
me cautivó. Cuando supe que era Yanett, mi corazón se
puso a latir rápidamente y fui a encontrarla.
Después de las presentaciones, comentó haber
recibido mi carta pero que no había contestado porque había
planeado venir a pasar unos días en Oaxaca con su madre
con el fin de resolver algún asunto relacionado con una casa.
Años atrás, ella y su familia habían vivido en esta ciudad,
antes de regresar a Monterrey, a 1.500 kilómetros de
distancia.
Esta chica era la de mis sueños, y estaba convencido
de que Dios me la había enviado. Me presentó a su mamá, y
en los días siguientes nos cruzamos varias veces, pudiendo
intercambiar pláticas.

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Más adelante, después de haber recibido la aprobación
de su madre, la invité para visitar el sitio arqueológico de
Monte Albán, situado a unos cuantos kilómetros de la
ciudad.
Al día siguiente, después de una caminata muy larga,
descubrimos juntos este sitio, ubicado en la cima de unas
colinas, una maravilla que databa de casi 2.000 años, en el
tiempo de los olmecas, pueblo antiguo de México. Había
templos, pirámides y casas en ruinas. Luego subimos a la
cumbre de una pirámide, y desde allá, fuimos encantados
con el panorama fabuloso que se nos presentaba,
observando todo el valle de Oaxaca y también todo el
conjunto de este sitio. ¡Era fenomenal! Apreciaba mucho
este momento gratificante y emocionante en encantadora
compañía. Nunca me había sentido así, estaba feliz y
¡enamorado! La acompañé a su casa y la invité a visitar al día
siguiente al famoso árbol de Tule.
Al otro día, el autobús nos dejó en el pueblo de Tule,
que era a la vez turístico y muy simpático. Una gran multitud
ya estaba al pie de este árbol tan impresionante. En mi
infancia conocía un gran árbol al que llamábamos "el gran
roble", pero en comparación con lo que teníamos ante
nuestros ojos, aparentaba insignificante.
Era uno de los árboles más grande y más antiguo del
mundo. Más de 2000 años, alcanzaba una altura de 41
metros y tenía un diámetro de 15 metros. No menos de
treinta personas agarradas de la mano se necesitaba para
rodear el árbol. Pero el punto culminante del escenario que
atraía a la mayoría de los turistas, era la posición de las
ramas, las cuales vislumbraban algunas siluetas de diversos
animales.

- 216 -
Después de esta salida de lo más agradable, acompañé
a Yanett a su casa, explicándole que habiendo vivido en esta
hermosa ciudad desde hacía un año, no había descubierto
aun estos bellos lugares y, gracias a ella, estos paseos
turísticos me deleitaban.
Por medio de esas salidas y de tiempos compartidos,
pude conocerle más, como ella a mí. Lo que más me atraía
en ella, más allá de su belleza que me llenaba el alma cada
vez que la veía, más allá también de su sencillez y
generosidad, era su espiritualidad. Amaba a Dios, cuidaba su
relación con él, además se complacía en servirlo allá en su
iglesia al norte del país, y deseaba hacer siempre más por el
Señor. Esas cualidades hacían que me enamorara cada vez
más de ella.
Su estancia estaba llegando a su fin y con el solo
pensamiento de separarme de ella, sentía una gran ansiedad.
Para nuestro último paseo, la llevé al Parque de las Canteras,
cuyo lugar era impresionante por sus jardines florecidos, por
sus árboles frondosos, por sus múltiples escaleras como de
granito y por supuesto por todos sus laguitos ¡Un paraíso!
Nos sentamos al pie de una pequeña y preciosa cascada. En
este lugar ideal, le compartí mis sentimientos, le revelé lo que
había en mi corazón diciéndole:
Tú eres la respuesta de mis oraciones. Es mi fe que te
ha traído hasta aquí.
Ella me miró y me sonrió. Tal vez pensaba que estaba
loco.
Me gustas mucho, le insistí, y quiero que seas mi
novia.

- 217 -
Era la primera vez que hacía una declaración de amor.
Mi corazón latía cada vez más rápido y mis manos sudaban.
Después de un momento que me pareció una eternidad, me
contestó que sí, agregando que también ella había orado en
esa dirección. Su respuesta me alivió y me llenó de alegría.
¡Fue el día más feliz de mi vida! Claro después de mi
encuentro con Jesús.
Como no podía contener mi gozo, corrí a compartirlo
con todos los que encontraba. Muchos me felicitaron y se
regocijaron conmigo. Luego fuimos con el pastor Miranda
para que lo supiera y para que nos diera su bendición. Me
acuerdo aun de las palabras que dijo cuándo se dirigió a ella
refiriéndose a mí:
Debes de saber que él es un llamado de Dios, y
entender lo que todo esto implica.
Y ella contestó con convicción:
Sí, lo sé y lo entiendo
Me estaba dando cuenta en este momento que Dios no
solamente me había salvado y me había llamado para
servirlo, sino que también me estaba dando una novia que
también había sido llamada para servirlo. ¡Qué bendición tan
asombrosa!
La mañana siguiente, como tenía que regresar a
Monterrey, fue el día de la despidida, una despidida muy
difícil, aún si sabía que era temporal, porque de una manera
o de otra algo debía suceder. Nos hicimos la promesa de
escribirnos, y luego subió en el autobús con su mamá,
mirándola una última vez. Mis sentimientos eran
encontrados, de un lado alegría porque era mi novia y del
otro lado tristeza porque se iba.
- 218 -
Cada día en la iglesia, en el instituto, en el trabajo, no
cesaba de pensar en ella. En mi cuarto tenía una foto de ella,
y cuando me sentía solo y triste, la miraba y eso me
consolaba.
Las horas, los días, las semanas desfilaban a gran
velocidad. Cinco meses habían transcurrido desde la salida
de Yanett. Nos habíamos escrito varias veces, pero esto no
era suficiente y tenía que tomar una decisión en cuanto a
nuestra relación.
Entonces dejé la casa, el trabajo, la iglesia, el instituto,
los amigos, para buscarla, para estar con ella e incluso para
pensar en el matrimonio.
Al llegar a la inmensa ciudad de Monterrey, fui
recibido y hospedado por la familia de su pastor, Miguel
Rodríguez, la cual era muy hospitalaria. Muy a menudo,
jóvenes llegaban a ese hogar para platicar y divertirse
sanamente, lo que creaba un agradable ambiente.
Los primeros días, Yanett parecía muy distante, casi
indiferente a mi presencia, no entendía lo que estaba
pasando, quizás las cosas habían ido demasiado rápido.
Entonces, una mañana, me fui de la ciudad, le dejé una carta
y le expliqué que su actitud me desconcertaba, y que era
mejor que me fuera.
Salí con el corazón oprimido y lleno de tristeza, pero
decidí aceptar la voluntad de Dios. Me dirigí hacia la frontera
de Estados Unidos, y allí llegué a Reynosa, con un amigo
pastor que había conocido en Oaxaca. Como él se alegró de
mi visita, aprovechó el momento para hacer una campaña, y
con mucho gustó prediqué porque era siempre un privilegio
hacerlo.

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Después de unos días, incapaz de olvidarla, la llamé
para estar seguro de que yo había tomado la decisión
correcta. En el teléfono, entristecido por mi salida, me dijo
que regresara, agregando que sus sentimientos por mí no
habían cambiado. Esas palabras me aliviaron y rellanaron
otra vez mi corazón de alegría.
Terminando la campaña regresé a Monterrey, y nos
regocijamos al vernos otra vez. Tras aclarar nuestros
sentimientos, seguimos estrechando nuestra relación. Ella
trabajaba en una oficina de Hacienda, pero había tiempo
para estar juntos y para pasear. Fue con ella que descubrí
aquella metrópoli del norte, ciudad muy prospera e
industrial. Pero, los lugares que me encantaban se
encontraban en el centro de la ciudad, la Macro Plaza y las
calles peatonales de Morelos. Ante la tranquilidad de la plaza,
pasábamos mucho tiempo relajándonos y platicando con el
fin de conocernos más.
Después de algunas semanas, empezamos a planear
nuestra unión. Para ello, tenía que conseguir tres cosas: el
permiso de sus padres, el permiso legal de las autoridades y
también un trabajo para cubrir los gastos de la boda y de los
futuros proyectos.
Su padre no estaba muy emocionado en darme la
mano de su hija, porque era un extranjero y no tenía ninguna
familia en México. Por otra parte, era su primera hija en
casarse, por esa razón su actitud vacilante. No podía culparlo
por querer proteger a su hija. Tenía que enfrentarme a otros
obstáculos. Los oficiales de la inmigración me negaron el
permiso para contraer matrimonio por falta de documentos
migratorias necesarios. Además, después de varias semanas,
mi búsqueda de trabajo fue en vano.

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¿Era realmente la voluntad de Dios? Mi fe se tambaleó
bruscamente hasta el punto de sumergirme en la confusión.
Recordé entonces lo que había escuchado de un pastor, la
historia del apóstol Pedro, que por su fe fue capaz de
caminar sobre el agua, hasta que una tormenta que se había
levantado, y en estado de pánico, había desviado sus ojos de
Jesús. Y fue en ese momento preciso, que Pedro fue tragado
por el mar. A raíz de esto, Jesús lo ayudó, y le reprochó su
falta de fe. Era exactamente lo que me estaba pasando, así
que decidí reponer mis ojos en Jesús, sin importar las
dificultades que atravesaría.
Durante este período, me enteré también que mi padre
había fallecido en un supuesto accidente automovilístico en
Argelia. Aun si nuestra relación no había sido de las mejores,
esta noticia me dejó consternado y entristecido. Me acordaba
de la última carta que le había enviado, y esperaba que la
hubiera leído, entendido y aceptado. Gracias a Yanett y a la
familia Rodríguez pude encontrar prontamente el consuelo
que necesitaba.
Algunos días después, por fin encontré un trabajo
como maestro de inglés en una secundaria. Posteriormente,
me fui a los Estados Unidos y al regresar al país, me dieron
una visa reciente con la cual pude obtener el permiso de
matrimonio de parte de las autoridades. Por último, el padre
de Yanett, bajo los consejos del Pastor Miranda, accedió a
darme la mano de su hija. ¡Bendito sea Dios! La fecha de la
boda se fijó para el 18 de marzo 1995.
Pasaron los días y las semanas volando, y entonces
llegó el gran día, que fue una hermosa celebración. El pastor
Isaías Rodríguez, de la Iglesia Berea, en donde Yanett había
sido bautizada y quien nos había dado un curso
prematrimonial, fue el predicador en la boda, el pastor
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Miranda ofició la ceremonia, participando también en la
boda los pastores Miguel Rodríguez e Ignacio Peña (tío de
Yanett). En el altar, emocionados, le dimos gracias a Dios
por esta felicidad infinita. ¡Por fin era mi esposa!
Aun no creía lo que estaba pasando, era como en un
cuento, había encontrado mi princesa y en mi corazón no
cesaba de agradecer a Dios por su bondad. Al final, gracias al
esfuerzo de la femenil de la iglesia Éfeso, pudimos disfrutar
de un excelente banquete.
Por la mañana, salimos con todas nuestras
pertenencias de luna de miel a Acapulco. Esta ciudad de
alguna manera no me gustaba, era demasiado grande,
demasiado turística. Por lo tanto, decidimos irnos a Puerto
Escondido, un pequeño paraíso junto al mar. Nos dejamos
llevar por la maravilla de este lugar lleno de bonitas playas,
de calles peatonales animadas, de lugares hermosos donde
paseábamos bajo un clima excepcional. Pasamos dos
semanas fabulosas conservadas en nuestras mentes y
corazones, pero también en nuestros álbumes fotos.
Luego regresamos a Oaxaca y nos instalamos en la
casa familiar que mis suegros habían comprado cuando
vivieron en esta ciudad. Al llegar no teníamos muchos
recursos, así que pudimos comprar lo más indispensable, una
cama, un refrigerador usado y una parrilla. Lo bueno, fue
que en la casa había muchas maderas, y con una segueta, un
martillo y clavos, pudimos hacernos de una gran mesa para
la cocina y de una biblioteca para la sala. Qué momento tan
agradable de trabajar juntos para nuestra habitación.
Allá, continué con mi preparación, ministraba en la
iglesia y seguía buscando trabajo. Un director cristiano de un
kínder que había conocido me ofreció dar clases de francés a

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los chiquitos. No había mucho que enseñarles, solamente
algunas palabras, pues ni aun así pude. Desde el primer día
fue un verdadero calvario con todos estos niños que corrían
de todos lados, gritaban y lloraban. Al final del día le dije a
mi esposa que debía tomar mi lugar porque no podía
hacerlo. Así que le enseñaba a ella las palabras y ella las
enseñaba a los niños.
Los meses pasaban tranquilamente, hasta que supimos
que mi esposa estaba embarazada. Una gran emoción de
felicidad nos invadió, y ahora teníamos que prepararnos para
algo que desconocíamos completamente. Los días parecían
desfilar a gran velocidad, y el alumbramiento se acercaba
cada vez más. La ilusión y la alegría aumentaban al ritmo del
embarazo. Después de adornar el futuro cuarto del bebe, y
con la experiencia adquirida de carpintero, pudimos
transformar una mesita en una pequeña cómoda.
Al fin, después de una espera impaciente, llegó el 9 de
junio de 1996, cuando el Señor nos dio una hermosa bebé
adorable en todos sus aspectos, quien nos hizo
bienaventurados. La llamamos Jenifer, tenía los ojos
marrones y cabello castaño. Al tenerla en mis brazos,
agradeciéndole a Dios, y al mirarla en sus pequeños ojos, me
preguntaba cómo es que las cosas iban a cambiar, porque
sabía que cambiarían. Por lo pronto muchas noches de
insomnio en perspectiva, pero ¡qué bendición!
Nació un domingo a mediodía y en la tarde, tenía que
predicar en la iglesia. En aquel mensaje sobre la nueva vida
en Cristo, introducía diciendo que una nueva etapa de mi
vida comenzaba, la de ser, padre. Con la bendición de un
nuevo miembro en la familia y con la necesidad de más
recursos para solventar los gastos, Dios tenía preparado
otras bendiciones.
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Un día después de una predicación, un hermano se me
acercó, se llamaba Gerardo, provenía del norte de México, y
estaba convencido que era de origen ruso a causa de mi
fuerte acento. Su esposa y él mismo se convirtieron en
verdaderos amigos nuestros. Era director de una pequeña
fábrica de luces navideñas en un pueblo cercano, y me
ofreció supervisar las actividades de los trabajadores y la
gestión de su negocio, ya que a menudo salía de viaje. Esta
marca de confianza me conmovió, y con Yanett, nos
regocijamos de esa dicha de parte de nuestro Dios.
Reflexionando acerca de mi nueva vida libre de drogas,
de alcohol y todas esas malas acciones, me daba cuenta
también como Jesús proveía para todas mis necesidades, y
como llenaba mi ser como nunca lo había experimentado en
toda mi vida. Por esta razón, había decidido dedicarle mi
vida entera para que otros, quienes como yo buscan la
felicidad erróneamente persiguiendo sueños personales,
pudieran conocer la verdad, pudieran encontrarlo a Él y
pudieran experimentar la única y autentica satisfacción.
Este libro lleno de aventuras se termina con la más
sublime de ellas, mi encuentro personal con Jesús. Un
encuentro que cada persona puede y debe experimentar.
Mi locura había sido el perseguir un sueño de infancia,
explorar el mundo sin recursos. Una locura que me hizo
recorrer largas distancias, pero no me llevó a ninguna parte
en mi vida. Ahora, mi locura es llevar las buenas nuevas, el
amor y la salvación de Jesús en otras ciudades, en otros
países y en otras culturas. Sólo Dios sabe a dónde me llevará
en esa nueva locura.

Continuará...

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