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La lingüística del código, la lingüística del habla


y el léxico sexual en sus orígenes*

EMILIO MONTERO CARTELLE


Universidad de Santiago de Compostela

1. Introducción
No es muy frecuente recurrir a la historia de la lingüística para explicar
el léxico y, sin embargo, yo lo voy a hacer. Hay una razón fundamental. El
vocabulario sexual es algo más que una colección de términos. Implica la
sociedad, sus gentes, su cultura e incluso cualquier situación comunicativa
en que se utiliza. Quiere ello decir que una lingüística estrictamente inma-
nentista, como lo es la Lingüística del código, no puede, o en positivo, sólo
puede acceder y explicar un aspecto muy concreto del léxico sexual. Nece-
sita el concurso de disciplinas, siempre lingüísticas, que faculten el acceso a
cada uno de las múltiples matices del objeto lingüístico. Ese es precisamen-
te el caldo de cultivo en el que se está moviendo la lingüística en estos
momentos. Ha superado el nivel del código, sin por ello renunciar a él, y se
ha adentrado en el amplio erial que fue el habla, descubriendo facetas y
ofreciendo explicaciones e instrumentos de análisis de evidente bondad en
otros niveles del lenguaje y esperamos que también en el del léxico.

2. La Lingüística del código y la Lingüística del habla


2.1. La Lingüística de la lengua
El alcance de las propuestas de, primero, Ferdinand de Saussure y, más
tarde, de Noam Chomsky supusieron la obtención de un objeto de estudio

* Este trabajo se inscribe en el marco del proyecto HUM 2006-10777.

El primitivo romance hispánico. De nuevo sobre la época de Orígenes, págs. 357-370


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homogéneo para la ciencia del lenguaje (la lengua) y el rechazo por su dis-
persión del habla o, en el mejor de los casos, su remisión a un segundo
plano. Esta nueva orientación supuso un cambio de perspectiva con respec-
to a la lingüística que se practicaba hasta entonces. Representó el abandono
de la lingüística externa y la confirmación de la lingüística interna, en la que
la lengua se estudia en y por sí misma y cuyo objetivo es desde entonces el
sistema y las relaciones que en su interior establecen los signos que lo cons-
tituyen. «De pronto se comprende –dijo Hjelmslev– que la lingüística de la
época sólo había atendido al habla y que hasta entonces la lingüística había
descuidado «su verdadero y único objeto» (1943: 91). No había, pues, lugar
para la Lingüística del habla, que, de necesitarse, se subordinaría a la prio-
ritaria y fundamental, la Lingüística del código.

2.2. La Lingüística del habla


Los óptimos resultados obtenidos por esta nueva forma de hacer lingüís-
tica no impidieron que, en su propio seno, surgieran voces a favor de la
ampliación del objeto de estudio. Las primeras las relaciono con esa preo-
cupación nada generativista ni estructuralista por el componente social del
lenguaje, que impuso una visión de los hechos lingüísticos totalmente aleja-
da de la homogeneidad que transmitían tanto el concepto de competencia
lingüística como el de estructura. Hasta los años sesenta la Dialectología y la
Lingüística histórica habían incidido ya en la variación que afectaba a las
lenguas, pero lo habían hecho desde perspectivas que resultaban cómodas o
no comprometidas para ninguna de las dos escuela. Sus propuestas podían
reconducirse en el sentido de que hablaban de sistemas de la misma lengua,
aunque diferenciados por el factor tiempo o por el factor espacio. La Socio-
lingüística, por el contrario, demostró que la variación se da en el mismo
tiempo y en el mismo espacio, como consecuencia de factores sociocultura-
les (edad, sexo, etc.), e incluso en el mismo individuo en función del grado
de formalidad de la situación comunicativa. La variación lingüística minaba,
pues, los principios mismos de los dos modelos vigentes hasta entonces, al
tiempo que ampliaba el objeto de estudio a la realidad y diversidad del
habla.
Otras voces incidían y cuestionaban los límites de la Gramática. La ora-
ción, que hasta entonces se presentaba como el marco superior del análisis
gramatical, se vio ampliamente superada al desplazarse el interés al saber lin-
güístico real de los hablantes, a las estructuras conversacionales y a los prin-
cipios que rigen la interacción verbal. La Lingüística del texto y, sobre todo,
la Gramática del discurso diseñan una gramática en la que resulta funda-
mental la inserción de la oración en el acto comunicativo en que se utiliza.
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La atención que se está prestando a la lengua oral, impensable hace unos


años, responde y es una consecuencia directa de esta nueva dimensión del
estudio del lenguaje.
Hubo todavía un tercer y último aspecto que, aunque no puede conside-
rarse estrictamente lingüístico, ha tenido enormes repercusiones en la lin-
güística. Fue la tendencia general del final del siglo pasado a la integración
de saberes a través de investigaciones interdisciplinares. Las manifestaciones
al respecto son tan numerosas como disciplinas mixtas presenta hoy la lin-
güística (Neurolingüística, Etnolingüística, Psicolingüística, etc.), sin olvi-
darse de las que derivan de la colaboración entre informática y lingüística,
en la que algunos ven el futuro de la lingüística (cf. García Gondar y Rojo,
2000).
Por mi parte, concibo la interdisciplinariedad no solo como la posibili-
dad de analizar los hechos lingüísticos desde perspectivas muy diferentes y
claramente complementarias, sino como algo más sutil y fundamental, cual
es la aceptación de la propia multidimensionalidad de los hechos de lengua
y de las consecuencias que ello supone. Incluso más, intuyo que, tras las
reacciones en contra de la reducción del objeto de estudio a la lengua y a
sus constituyentes, está la propia interdisciplinariedad, entendida como
necesidad de abrirse, entre otros, a los aspectos sociales del lenguaje (marco
de la Sociolingüística), a la relación que se establece entre los signos y sus
usuarios (Pragmática en la línea de Ch. Morris), entre la lengua y el con-
texto (los actos de habla de J.A. Austin y J. Searle) y al estudio de la inter-
acción (Análisis de la Conversación, Teoría de la Argumentación), así como
a sus consecuencias, de entre las que sobresale el reconocimiento de uni-
dades de nivel superior a las de referencia en la lingüística inmanente, la
palabra y la oración.
Todas estas facetas han propiciado, en definitiva, la superación del marco
de estudio habitual en la lingüística inmanente y su deriva hacia el habla, en
la que adquiere una especial relevancia el uso de las estructuras en sus dis-
tintos contextos comunicativos, social e históricamente determinados.

3. Léxico sexual
3.1. Características, problemas y soluciones lingüísticas
Las referencias al uso y al contexto siempre estuvieron presentes en los
estudios sobre el léxico, nunca, sin embargo, con tan potentes herramientas
teóricas y explicativas como las que ofrecen las nuevas disciplinas lingüísti-
cas basadas en el habla. El léxico sexual es una pequeña parte del vocabula-
rio general de una lengua, al que se asimila en sus facetas fundamentales y
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del que se aleja en aspectos, que, además, resultan fundamentales para com-
prender y explicar las singularidades de sus procesos de constitución y de
renovación. Se le pueden aplicar máximas teóricas perfectamente avaladas
en la historia del léxico en general y, situándose en la senda de la mayoría de
los tratados de lingüística histórica, centrarse en el cambio léxico, con sus
entradas (neologismo) y sus salidas (pérdida léxica)1, o en el cambio semán-
tico, bien por adopción de un nuevo significado (neologismo semántico),
bien por cancelación de un significado (pérdida semántica).
El camino que se recorrería con esas premisas sería largo y científica-
mente fructífero. Dejaría, sin embargo, en la penumbra aspectos de un tipo
de léxico cuyo dinamismo se puede, como el de otros, atribuir y relacionar
genéricamente con la evolución de la sociedad y de su cultura, siempre que,
a diferencias de esos otros, se insista en que los impulsos que han motivado
sus cambios responden a factores de aceptación y de rechazo por parte de la
comunidad, en general, y de sus miembros, en particular. Todo en él está
sometido a un proceso de «relativización», que, sea cual sea el enfoque que
se le quiere dar, presidirá su estudio.
Su origen está indisolublemente unido al de un fenómeno, el tabú o la
interdicción2, cuya repercusión en el plano psicológico y en el lingüístico son
asimilables. En ambos provoca un sentimiento de ambivalencia3, que, en
nuestro terreno, se plasma en la asimilación, junto con otros valores cultu-
rales, de medios lingüísticos, pero también de normas socioculturales muy
precisas sobre cómo, dónde, cuándo y en qué circunstancias deberían actua-
lizarse. Las causas concretas de ese, llamémoslo, «desasosiego» ante estas
formas de expresión socialmente «marcadas» son tan diversas como la pro-
pia comunidad de habla y, al igual que ella, varían en el tiempo y en el espa-
cio4.
El resultado de esa «presión» ante lo que suscita en nosotros o en nues-
tros interlocutores reacciones no deseadas, es una búsqueda constante de

1 Ya, en 1930, Albert Dauzat reducía a estos términos el estudio del léxico: «L’histoire du
vocabulairer, une fois analysé le fond primitif qui en est le point de départ, est celle des enrichisse-
ments et de pertes».
2 Uso interdicción en el sentido amplio de «coacción externa o psicológica que origina el
eufemismo», reservando tabú o tabú lingüístico para la «interdicción mágico-religiosa». Estas pre-
cisiones las he desarrollado en Montero Cartelle (1981, §⁄ 2.2.: 22-26).
3 De «ambivalencia afectiva», habla S. Freud, que impulsa al contacto y, al tiempo, lo evita
y lo prohíbe (1970: 29-101).
4 «La linde que separa las voces admisibles de las no admisibles, o las admitidas de las no
admitidas, es -defiende con toda exactitud Camilo J. Cela- siempre movediza y, como obra de huma-
nos, con frecuencia pintoresca, esclava de las latitudes y de los vientos que soplan en cada latitud y
cada momento y, lo que es peor, desorientadora» (1968: 20).
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alternativas que protejan nuestra imagen5 y la de nuestro interlocutor. Las


estrategias, que para ello entran en juego, son casi tan ilimitadas como las
posibilidades de expresión de que dispone el ser humano. Las hay extralin-
güísticas o paralingüísticas (entonación, gestos) y estrictamente lingüísticas,
pragmáticas y discursivas, aunque, tal vez, lo llamativo sea que ninguna es
exclusiva de esta parcela léxica, en la que lo fundamental es la motivación
que induce a recurrir a ellas y la finalidad con que se utilizan.
Esta delimitación y caracterización del objeto de estudio diseña, a pesar
de su brevedad, las líneas maestras por las que transitar en el estudio del
léxico sexual, al tiempo que guarda una estrecha relación con las formas de
hacer lingüística. Hay una vertiente lexicológica, también lexicográfica, y
una semántica para la que la Lingüística del código ofrece poderosas y con-
trastadas herramientas de análisis. Ahora bien, si se retoman algunas de sus
características el campo de reflexión se amplía considerablemente y, además,
lo hace en la línea de las disciplinas propias de la Lingüística del habla.
En su génesis y en su renovación intervienen motivaciones estrictamente
lingüísticas, pero también razones específicas tan externas a la propia lengua
como el «entorno» y la presión sociocultural. Aflora así un componente del
objeto de estudio al que la lingüística sólo pudo dar cabida en su ámbito de
actuación ampliando sus perspectivas y acogiendo entre ellas las relaciones
que se perciben entre valores culturales y codificación. La Etnolingüística y
la Etnografía lingüística surgieron para cubrir esa dimensión.
La variedad y profusión de términos que, en cualquier época de la len-
gua, se pueden reunir para los conceptos claves de la esfera sexual son per-
fectamente asimilables a los recursos explicativos que proporciona la Lin-
güística inmanente. El problema reside en que, tras tanta diversidad, hay
algo más, a lo que sí dio una respuesta pertinente una disciplina que, preci-
samente, fue pionera en la ampliación del objeto de estudio al acoger en su
seno el estudio del lenguaje en relación con la sociedad.
El concurso de la Sociolingüística resulta fundamental para entender la
variación lingüística, que, aunque no sea exclusiva del léxico sexual, consti-
tuye uno de sus rasgos más sobresalientes6. Su polimorfismo tiene una causa
endógena, cual es la fácil contaminación de sus términos de rasgos no dese-
ados (vulgaridad, obscenidad, indelicadeza, etc.), y una causa exógena, sur-
gida de la capacidad del individuo de adaptar su forma de habla a las dife-
rentes situaciones comunicativas en razón de parámetros como el campo o

5 Este concepto procede de Goffman (1967) y fue desarrollado por Brown y Levinson
(1987).
6 El título de la obra de José Dueso, Los mil y un nombres del coño, refleja mejor que cual-
quier palabra esta dimensión del léxico sexual.
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tema, el modo o canal de comunicación y el tenor o propósito y grado de


conocimiento entre hablantes7. Son los registros. Estas premisas, suficientes
ya en sí mismas para dar una respuesta a su mencionada heterogeneidad, las
complementa la sociolingüística con otro modalidad de variación, asociada
en este caso a los propios hablantes (sociolectos), que, por sí o en combina-
ción con los registros, justifica desde otra perspectiva que el dominio lin-
güístico sea diverso, como también lo son las generaciones, las edades, los
sexos y la procedencia de los componentes de la sociedad.
A estas dos aproximaciones, centrada una en mostrar que conocer una
lengua implica también entrar en contacto con la forma de ver el mundo de
esa comunidad de habla, destinada la otra a insistir en la falsedad de la hipó-
tesis de la homogeneidad de las lenguas, sigue todavía una tercera. Es la más
pragmática de todas y tiene como finalidad incidir en la importancia de la
interacción en este tema.
Todo el proceso de constitución y de renovación del léxico sexual está
fuertemente mediatizado por la situación comunicativa en que tiene lugar y,
dentro de ella, por los papeles que desempeñan sus participantes. De hecho,
tras las bambalinas de los términos concretos hay un juego de relaciones bas-
tante complejo, que, obviamente, condiciona la construcción del discurso y
se refleja en las opciones lingüísticas elegidas. La más evidente, por ser la
más estudiada y reglada, es la que se establece entre el enunciador y el inter-
locutor, en la que están implícitas las intenciones e incluso los efectos que el
primero intenta alcanzar en el segundo, así como las reacciones de interlo-
cutor ante el acto de habla. Menor atención han merecido las que conectan
al locutor con el estado de cosas a que se refiere en su enunciado y a éste con
el interlocutor y, sin embargo, las estrategias discursivas están fuertemente
mediatizadas no sólo en razón de aquel a quien se dirige, sino también en
función del contenido que se transmite y de sus posibles efectos8. Al final,
ni la elección de las estrategias, sean lingüísticas o pragmáticas, ni el diseño
del discurso son aleatorios. Al contrario, están fuertemente reglados por un
código lingüístico, por un código social, que regula la interacción entre indi-
viduos, y también por un código pragmático, que orienta en la interpreta-
ción del sentido, de aquello que realmente se quiere decir, y preside las dis-
tancia en las relaciones interpersonales, ofreciendo pautas para proteger y
fortalecer la imagen propia y la del interlocutor (Principio de Cortesia)9.

7 Una de las formas más sutiles de llevar a cabo la incorporación de estos conceptos al estu-
dio del lenguaje es la de Halliday, McIntosh y Strevens (1973), reformulada en diversos trabajos por
Gregory y Carrol (1978).
8 Esta idea procede de Ana Margarida Abrantes (2001 y 2002).
9 Los modelos teóricos para el análisis de la cortesía como estrategia conversacional son rela-
tivamente numerosos. Un breve y claro estado de la cuestión se encuentra en Diana Bravo (2001:
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3.2. Las fuentes


La sucesión de facetas que aparecen implicadas en el análisis del léxico
sexual buscan poner en relación dos formas de hacer lingüística, una inma-
nente, en la que la lengua se estudia en y por sí misma, y otra comunicativa,
en la que interviene el habla, la actuación y todas sus consecuencias: la varia-
ción, la dimensión factual del lenguaje y el reconocimiento de que la lengua
participa de la cultura de la comunidad de habla.
Las dos lingüísticas son, en consecuencia, ineludibles, y ello porque el
propio hecho de lengua es multidimensional. No hay, por tanto, que renun-
ciar a nada, aunque sí se debe reconocer que las características del objeto de
estudio imponen sus propias condiciones. En el caso del léxico sexual no
basta con reunir el mayor número posible de voces, ni siquiera con estar
capacitado para acceder al significado y a la acepción precisa con que se uti-
lizan en un contexto concreto, lo que no siempre resulta fácil10. Hay que ir
más allá y detectar los registros de procedencia, las asociaciones y las reac-
ciones que provocaban en el proceso de interacción e incluso entender y
explicar los silencios. Exige, por tanto, la capacidad de discernir la adecua-
ción o la inadecuación de los mensajes a las circunstancias de uso y a los
fines para los que se construyeron; es decir, alcanzar unos niveles de com-
petencia lingüística y de competencia comunicativa difíciles de conseguir
incluso en el estado de lengua actual.
Las respuestas a tantas cuestiones hay que buscarlas fundamentalmente
en las fuentes, cuya selección adquiere por eso una dimensión muy precisa.
En ellas descubriremos la riqueza y variedad de términos utilizados en cada
época. A ellas recurriremos para precisar el significado. De ellas obtendre-
mos información sobre los registros de que proceden y, con su ayuda, nos
orientaremos en el resbaladizo terreno de las asociaciones y connotaciones.
En todo ello será de gran ayuda la diversidad de los puntos de observación,

301-303) y en Silvia Iglesias Recuero (2001). M.ª Victoria Escandell (1998) compara, por su parte,
las ventajas del modelo de Leech (1989) y de Brown y Levinson (1988), que explican la cortesía en
términos de inferencias, y el de Sperber y Wilson (1986), para quienes la clave reside en el contex-
to, como conjunto de supuestos de los que se seleccionan aquellos que producen una interpretación
relevante (Teoría de la Relevancia). Este segundo no exige que las estrategias de cortesía sean uni-
versales y, además, ofrece un marco muy adecuado para acceder al sentido exacto de los términos
con significado sexual.
10 He aquí una consecuencia precisamente de la ausencia de una tradición lexicográfica que
permita moverse con objetividad en el difícil terreno de la interpretación e identificación de las
voces con contenido sexual. No es la única, Mª Eugenia Lacarra destacó también el peligro de caer
en la «sobreinterpretación», o lectura en clave erótica de cualquier expresión por el simple hecho
de formar parte de una composición de esas características, o en la «infrainterpretación», cuando,
por el contrario, se prescinde de términos eróticos simplemente porque se desconocen o no se regis-
tran como tales en otras obras (1996: 420).
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que, en la medida en que reproducen las actitudes de los estamentos socia-


les, marcan pautas de procedencia o de improcedencia de las diversas voces
en cada uno de ellos.
Nuevamente, las características del léxico sexual manifiestan también en
este aspecto su individualidad. Es fundamental diversificar los puntos de
referencia, las fuentes, a la búsqueda de referencias que sean tan variadas
como la propia sociedad y el propio acto comunicativo. No se trata, sin
embargo, de caer sin más en el peligro, denunciado por J.J. Bustos, de «esta-
blecer comparaciones entre tipos de lenguaje de naturaleza diversas, cuyos
rasgos diferenciales no son el resultado de una evolución cronológica»
(1990: 94), sino de utilizar la diversidad de la lengua en beneficio de la pro-
pia diversidad del objeto de estudio. Su peculiaridad no afecta, por tanto, al
concepto y a la importancia de las tradiciones discursivas. Todo lo contrario,
se fundamenta en ellas y aprovecha que cada una de ellas puede ofrecer un
tratamiento peculiar de los temas y de sus formas de expresión para, explo-
tando esas diferencias, acceder a las distintas dimensiones del objeto de estu-
dio y así tener una visión plural y complementaria, que, de alguna manera,
refleje las distintas visiones que sobre el sexo tenía la sociedad de entonces.

3.3. Los ejemplos


Un ejemplo servirá para corroborar la necesaria complementariedad que
deriva de la utilización de fuentes. El acto sexual es una buena muestra de
ello. Hay un termino, joder, que, en la lengua actual, no ofrece ninguna duda
sobre su caracterización ni sobre sus posibilidades pragmáticas. El proble-
ma reside en saber si se pueden extrapolar sin más esas consideraciones
actuales a sus primeras documentaciones. De entrada, hay un hecho que
llama poderosamente la atención y que tiene su importancia. Su documen-
tación se reduce a un solo tipo de obras, cuyas características y antigüedad
denotan en sí mismo mucho más de lo que literalmente dicen. Es exclusivo
de los Fueros del siglo XIII, en los que aparecen, además, en contextos en
los que el legislador recoge el sentir de la sociedad y dicta cuáles son las con-
secuencias de su uso como execratio; en un acto de habla, por lo tanto, en el
que domina la emotividad, la expresión de un estado psicológico del emisor,
el conocido como acto de habla expresivo. Ahora bien un acto de estas
características no es en sí mismo punible, salvo que en su intencionalidad
surjan matices que ofendan a quien se dirige y, además, lo hagan gravemen-
te. Ese es el precisamente el marco que ofrecen los Fueros. Salvo error,
nunca recurren, ni legislan sobre el término primitivo, ni sobre el acto sexual
en sí, sino sobre sus derivados y compuestos. Este aspecto es de una impor-
tancia capital. De entrada, esa capacidad de generar derivados y compues-
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tos es un claro indicio de, por una parte, su aclimatación y difusión en la len-
gua de entonces, y, de otra, de su expresividad. Ambos aspectos los hacen
merecedores de una especial atención en las obras de tipo jurídico, donde se
recogen con la única finalidad de penalizar su uso, ofreciendo información
de primera mano sobre el rechazo social que provocaban. Es lo que sucede
con fodidenculo y fududinculo, que, en el Fuero Real de Alfonso X, se equi-
paran a cornudo y puta en su consideración social y en las consecuencias que
derivan de su empleo:

«Qual quier que a otri denostare et quel dixiere gafo, o fududínculo, o


cornudo, o..., o a mugier de su marido puta desdígalo antel alcalde et ante
omnes bonos al plazo que pusiere el alcalde et peche .CCC. sueldos»
(11: 5-7).

Eran verdaderos insultos con el significado ‘homosexual’, cuya proceso


de formación y origen se puede rastrear en los propios fueros a partir de las
frases «fotudo iculo»11 (sic), «yo te fodí por el culo»12 y similares, como «yo
te fodi por diuso» (Fuero de Plasencia, 40:10). También llegó a serlo fodido
que solo o en la secuencia fijo de fodido era una de las imprecaciones más
graves que se podía dirigir a un hombre: «qui a otro dixiere fodido o fijo de
fodido peche X morauedis» (Fuero de Plasencia, 35:19).
El otro aspecto que quería destacar, es de signo totalmente contrario,
pero con repercusiones que avalan las conclusiones anteriores. Después de
los Fueros, los susodichos términos dejan de documentarse. Su ausencia de
la lengua escrita será total hasta el siglo XV. En éste, su caracterización no
cambia, salvo en un aspecto relacionado nuevamente con las tradiciones dis-
cursivas. Ninguna de sus apariciones tiene lugar en el marco de una finali-
dad legislativa y, al contrario que aquéllos, sí denotan el acto sexual. Han
desaparecido los compuestos anteriores, pero no su capacidad para generar
derivados, como hodedor y el propio hodido, ni para incrementar su tenden-
cia a utilizarlo en usos traslaticios, que, por su forma y contenido, no están
muy alejadas de las correspondientes actuales: «dar al hodido este manto»
(Obras de burlas, 53:3) y «hodida porfía» (Obras de burlas, 181:32).
En la historia del léxico sexual castellano hay muchas voces patrimonia-
les que responden perfectamente a los mismos principios que hemos visto
en la voz reseñada. No se documentan en las habituales fuentes de estudio

11 Cela la registra como denuesto en el Fuero de Avilés (Enciclopedia erótica, s.v. culo).
12 Es mucho más frecuente que la anterior y de consecuencias desproporcionadas:
«Otrossi qual quier que a alguno dixiere: «Yo te fodi por el culo», si pudiere ser prouado que
aquello uerdat es, amos sean quemados. Et si non, sea quemado aquel que tal maldat dixiere» (Fuero
de Alcaraz, 81: 10-14, p. 242).
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y, sin embargo, difícilmente puede deducirse de ello que no las conoció


hasta el momento en que su uso se hizo presente en la lengua escrita, habi-
tualmente en la del siglo XV y, más concretamente, en sus Cancioneros. Hay
que explorar la posibilidad de que dichas ausencia estuviesen motivadas por
las propias características del lenguaje de distancia, que o bien no disponía
todavía del marco o género adecuado en el que acoger registros muy aleja-
dos del suyo o bien simplemente actuó como filtro de la oralidad, máxime si
estaba teñida de vulgaridad. La sistemática renuncia a un tipo concreto de
palabras estaría de esta forma justificada, aunque, en contrapartida, se abri-
ría un nuevo frente, cual es demostrar que, a pesar de ello, sí formaban parte
del caudal léxico del castellano en ese momento y con qué rasgos13.
Las restantes denominaciones son tan numerosas que ni siquiera es fac-
tible una aproximación a ellas. Baste con resaltar que, como en el castellano
actual, responden a una base sémica muy simple, pero capaz de generar un
corpus en el que, a pesar de los continuos cambios, hay también un fondo
común que ha permanecido inalterado a lo largo de los siglos. Tal vez el
grupo de términos en los que se percibe con más claridad el paso del tiem-
po sean aquellos en cuya creación ha sido determinante una institución, que,
como la Iglesia, ha evolucionado en la misma medida en que lo ha hecho la
sociedad y la lengua14.
De ella procede, por ejemplo, la concepción del coito como pecado, de
donde pecar y pecado con este significado, pero también corromper, fazer for-
niçio, fazer yerro, errar con muger, etc. Claramente bíblica es también el uso
de conoscer con esta acepción, bien solo o precisado con el adverbio carnal-
mente, pero también con muger o varón. Saber de varón es un calco del ante-
rior, que, aunque puede documentarse en todo tipo de obras, tiende a con-
centrarse en textos de carácter más oficialista, como, por ejemplo, los
tratados jurídicos e incluso las crónicas. La constitución de un lenguaje téc-
nico fue siempre una necesidad que se planteó a los legisladores, quienes
encontraron en la Iglesia una referencia tan estable y fructífera como para
que, por ejemplo, en el Setenario las alusiones al acto sexual se hagan siem-
pre por medio de expresiones que proceden de aquélla: ayuntamiento con
uarón (100: 21-23), tannimiento de uarón (244: 10-11), mezclamiento carnal
(189: 21-24), cumplir con el debdo (184: 30-31) y las ya mencionadas pecar,
errar con muger (189:21-24), etc.
Los Fueros y el Setenario aluden al mismo estado de cosas y, sin embar-
go, reflejan dos muy diferentes formas de concebirlo y de presentarlo. La

13 Este aspecto lo he desarrollado en Montero Cartelle (1998 y 2004).


14 He hecho una primera aproximación a su impronta en este tipo de léxico en un artículos
de 1999.
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primera manifiesta una adscripción clara a una tradición discursiva, que, a


pesar de sus objetivos o precisamente por ellos, deja traslucir en este aspec-
to la oralidad de entonces, también la capacidad de acción de la lengua y su
facultad para actuar sobre el interlocutor, mostrando al tiempo el estado de
ánimo del enunciador. La segunda no admite una equiparación estricta con
las tradiciones discursivas, aunque en la mayoría de sus escritos se asimile,
si, como ocurrió, el peso didáctico del magisterios de la Iglesia tuvo la
importancia que se deduce de su proyección sobre el resto de textos medie-
vales. Transmite, eso sí, un concepto del sexo bastante nítido, que, si nos
adentramos en los vericuetos de la sociolingüística, tuvo una proyección
muy especial sobre un tipo de mujer en la que sexo era una consecuencia y
una obligación del matrimonio. Seguía, pues, los principios de la Iglesia y,
por eso mismo, recurría a formas de expresión que desmontaba la fuerza del
acto sexual, no implicándose en él y buscando de esa forma la protección de
su propia imagen, en el sentido pragmático del término.
Un ejemplo muy significativo a este nivel se encuentra en La Celestina15.
Su autor supo en todo momento hacer hablar a sus mujeres de acuerdo con
su estatus social y el de sus interlocutores, de ahí que, si rastreamos el talan-
te de las construcciones anteriores entre sus personajes femeninos, sólo lo
encontraremos en Alisa y en Melibea, madre e hija. La primera, siempre que
alude al acto sexual, lo hace siguiendo las enseñanzas de la Iglesia, de acuer-
do con el decoro que imperaba en la sociedad de entonces. Recurre a perí-
frasis claramente bíblicas y evangélicas, cuyo origen le confieren un marca-
do tono eufemístico, al tiempo que hace propio el concepto que la Iglesia
tiene del sexo:

¿Cómo, y piensas que sabe ella qué cosa sean hombres, si se casan o qué
es casar, o que del ayuntamiento de marido y mujer se procreen los hijos?
¿Piensas que su virginidad simple le acarrea torpe desseo de lo que no
conoce ni ha entendido jamás? ¿Piensas que sabe errar aun con el pensa-
miento?» (306: 7-11).

Su hija Melibea participa de una formación similar y, consecuentemente,


recurre al bíblico conoçer, al magisterio de la Iglesia, del que proceden ensu-
ziar los nudos del matrimonio, corromper la prometida fe marital, cometer
nefarios e incestuosos yerros, así como la idea de que la zoofilia y la sodomía
van contra ley natural. Son pecados contra natura, que, como tales, merecen
una pena tan extrema como la hoguera («qualquier que en pecado contra
natura fuere preso, sea quemado (F. Baeza):
15 Los datos sobre La Celestina proceden de un trabajo publicado en el año 2000 y sus ejem-
plos de la edición de D. S. Severin.
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«No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarle, de no
conoçerle, después que a mí me sé conoçer; no quiero marido, no quiero
ensuziar los nudos del matrimonio, no las maritales pisadas de ajeno hom-
bre repisar, como muchas allo en los antiguos libros que ley, o que hizie-
ron más discretas que yo, más subidas en stado y linaje. Las quales algunas
eran de la gentilidad tenidas por diosas, assí como Venus madre de Eneas
y de Cupido, el dios del amor, que siendo casada, corrumpió la prometida
fe marital. Y aun otras mayores huegos encendidas cometieron nefarios y
incestuosos yerros, como Mira con su padre, Semíramis con su hijo, Cánas-
ce con su hermano, y aun aquella forçada Tamar, hija del rey David. Otras
aun más cruelmente trespassaron las leyes de natura, como Pasiphe, muger
del rey Minos, con el toro» (304-305: 15-9)

4. Conclusiones
Corren tiempos de altísima especialización y mi propuesta es la interdis-
ciplinariedad. Parece una paradoja y, probablemente, lo sea. No se verá así,
si, como he pretendido, perciben que, tras esa afirmación, hay una alusión
clara al objeto de estudio y al hervidero de ideas que representa la lingüísti-
ca en estos momentos. El sistema, sus constituyentes y las relaciones que en
él contraen son fundamentales, diría que imprescindibles y previos a cual-
quier análisis, pero no lo son todo. Ni siquiera se comprenderán en toda su
extensión, si se prescinde de su proyección en el habla, en el uso que de él
hacen sus usuarios. Otra cosa muy diferente es la dinámica investigadora, en
la que sí es necesario fijar objetivos y precisar por cuál de las múltiples
dimensiones del hecho de lengua se ha optado y cuál es la metodología
empleada. No renuncio a cerrar mi intervención sin insistir que, también en
estas dos últimas facetas, la Lingüística del habla o de la comunicación,
como prefiere denominarla Salvador Gutiérrez (1997), ha ampliado consi-
derablemente las opciones investigadoras con nuevos temas y nuevos mode-
los teóricos.

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