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Presentación I nº Especial Infrapolítica y democracia +

En las últimas décadas, una serie de elaboraciones en torno a lo “político” han intentado
repensar la herencia de las categorías políticas heredadas de la modernidad. En efecto, la
confrontación con el pensamiento schmittiano atraviesa pensadores tan heterogéneos, como
Jacques Derrida, Ernesto Laclau, Giorgio Agamben, y Carlo Galli, un conjunto de
proyectos de reflexión política que, de diversas formas y alcances, han buscado
problematizar los fundamentos teológicos-políticos modernos con el propósito de ir más
allá del agotamiento de categorías como el sujeto, la soberanía, la comunidad, o la filosofía
de la historia. En realidad, pudiéramos decir que todos estas orientaciones del pensamiento
contemporáneo son una respuesta a la crisis de la arquitectónica moderna de la política que
atestiguan el fin de su legitimidad. Cuando hablamos de crisis, no solo nos referimos a un
estado de incertidumbre disciplinario de la “teoría política” en cuanto aparato epistémico
universitario, sino a algo más; a saber, a la crisis como des-fundamento de toda acción
política, la cual hoy se encuentra íntegramente subsumida por el principio general de
equivalencia. De ahí que la pregunta misma por la praxis – el qué hacer que atraviesa
interrogaciones desde comienzos de época con Lenin hasta su clausura con Reiner
Schürmann – es hoy lo que aparece como carente de fundamento ontológico, transformada
en figura abismal ante la cual lo político ya no puede hacerse cargo de manera soluble. En
respuesta a la insuficiencia o fisura interna de lo político, llamamos infrapolítico a una
modalidad de reflexión que teoriza la facticidad como instancia irreducible a toda ontología
substituta. Infrapolítica marca distancia de todo horizonte que inscriba a lo político como
determinación última. De esta manera, infrapolítica enfrenta al nihilismo mediante la
posibilidad de una reinvención democrática, esto es, sin quedar retraída una anti-política o
una refutación fundamental de la política.

Esto supone que la pregunta por la democracia hoy nos facilita movernos más allá del
cierre teológico-político en el pensamiento contemporáneo. Por lo tanto, nos gustaría
argumentar que la demanda infrapolítica es, siempre en cada caso, la apuesta de una
reinvención democrática mediante una distancia de las categorías heredadas. Sin embargo,
habría que dejar claro que al hablar de democracia, no nos interesa tanto la reconstrucción
conceptual del concepto en las derivas de la historia intelectual moderna, sino que
apostamos por la producción de un tipo de reflexión capaz de teorizar las fronteras entre
democracia y su otro; ya sea lo inconceptual en el sentido de Hans Blumenberg, lo
incalculable en el sentido de Jacques Derrida, lo poshegemónico en la determinación de
Alberto Moreiras, la comunidad negativa conceptualizado por Giorgio Agamben o Roberto
Esposito, o en neo-republicanismo propuesto por José Luis Villacañas. Estamos
convencidos que cada una de estas apuestas muestran la fuerza del pensamiento como algo
que en cada instancia excede y subsede todo fundacionalismo político. En otras palabras, en
este número especial queremos poner a prueba una de las preguntas más intempestivas de
nuestra época: ¿sigue siendo posible aquí la democracia? Algunas de las preguntas que
guían el estado reflexivo y la apuesta de pensamiento de este numero son las siguientes: ¿es
posible pensar la reinvención efectiva de la democracia en tiempos de colapso de la
legitimidad política en Occidente? ¿Cómo es posible pensar o hacer pensable la relación
divergente entre democracia y nihilismo? ¿Hasta qué punto puede ser la democracia un otro
de la filosofía de la historia y sus aparatos de desarrollo? Y finalmente: ¿son capaces los
populismos contemporáneos de enfrentar el problema de la democracia hacia una posible
deriva republicana y poshegemónica? Más allá de enfoques arraigados en las maquetas
disciplinarias de la universidad contemporánea, este número busca ensayar una apertura en
el pensamiento desde la cual no solo las categorías políticas se mantengan abiertas hacia su
posible rendimiento o ruina, sino que además hagan posible dejar atrás los regímenes de
fantasía que acechan las gramáticas absolutas de lo político.
Pensamiento al margen. Revista digital. Nº especial Infrapolítica y democracia .2018. ISSN 2386-6098
http://www.pensamientoalmargen.com
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Artículo
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Reflexión infrapolítica y democracia: una introducción1

Gerardo Muñoz & Peter Baker

Lehigh University - University of Stirling

gem317@lehigh.edu

peter.baker@stir.ac.uk

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen

¿Acaso estamos en condiciones de reinventar la democracia más allá de la voluntad de


poder y de la demanda política como suplementos a la creciente tecnificación entre
mundo y vida? No hay dudas que hoy nos encontramos en un interregnum que se ha
desentendido de las categorías y las formas políticas heredadas de la Modernidad, y que
Carl Schmitt identificó con el ordenamiento del Katechon. Partiendo de la crisis de la
legitimidad y la ruina de las economías hegemónicas que organizan nuestra época, este
artículo avanza varias claves para lo que llamamos reflexión infrapolítica, que busca dar
un paso atrás con respecto a las formulaciones totales, sean las teológicas políticas o las
diferentes formas de subjetivismo. Lo que llamamos reflexión infrapolítica, que asume la
diferencia ontológica y la singularidad del estilo, busca preparar una democracia capaz
de reinventar un sentido de igualdad desde lo inconmensurable. Por otra parte, este
ensayo también introduce una constelación de estudiosos que asumen la reflexión
infrapolítica desde estilos y problemáticas concretas.

Palabras clave: Infrapolítica; hegemonía; Katechon; demanda política; diferencia


ontológica; democracia; nihilismo; estilo.

Abstract:

Can we reinvent a form of democracy beyond the will to power and political claims as
supplements to the ever-increasing technical arrangement between world and life?
There is no doubt that today we are living in an interregnum that has radically
dissociated itself from the political categories and forms inherited from the
architectonics of modernity, which Carl Schmitt identified with the sovereign ordering of
the Katechon. While confronting the ruin of legitimacy and hegemonies that organize
the political in our epoch, this article advances the notion of “infrapolitical reflection” as
a step back from the closure of political theologies and subjectivist determinations of
thought. What we call infrapolitical reflection prepares the grounds for thinking a
democracy committed to a radicalization of incommensurable equality in the wake of
nihilism. On the other hand, this essay also introduces a constellation of scholars who
enter in relation with infrapolitical thought from very concrete perspectives and styles.

Keywords: Infrapolitics; hegemony; Katechon; political demand; ontological,


difference; democracy; nihilism; style.
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El modelo institucional de la democracia liberal en las sociedades contemporáneas


está sufriendo una crisis de fundamentos que solo puede compararse con los momentos
más álgidos del periodo de entreguerras. Para algunos, el liberalismo ya ha tocado fondo,
y su fracaso no se debe a una desviación de sus principios, como a la realización de los
mismos2. Esta crisis no reside en el orden de las representaciones, sino en la disyunción
entre el principio de legitimidad, la simbolización del cuerpo social, y sus formas jurídicas 3.
La corrupción y la administración fiscal, el uso ilegítimo de los datos biométricos de la
ciudadanía, la malversación de los recursos públicos, la concentración de medios de
opinión o el ascenso de los nuevos populismos no son causas del malestar, son los
sobrevenidos del vaciamiento de los fundamentos más elementales de la democracia. Por
eso hacemos bien en llamar a nuestro tiempo un interregnum que da nombre el desajuste
entre el contrato social y sus formas políticas.

No obstante, aquí las diferencias con la década del 30 también deben matizarse, ya que
la crisis de la primera globalización, que vio el ascenso del fascismo o del totalitarismo,
aun contaba en su interior con formas políticas que podían dotar de horizontes materiales
que tenían al estado como espacio de reconocimiento y diferenciación política entre
amigo-enemigo según el jurista alemán Carl Schmitt (2014). Al menos, así lo fue para el
comunismo, el estado liberal, el fascismo, e incluso los enfrentamientos partisanos de
baja intensidad. En la jurisprudencia, por ejemplo, la crítica a la anomia totalitaria generó
posiciones comprometidas con el derecho positivo en su doble vertiente moral e
institucional4. Aquella crisis de la simbolización de la democracia liberal condujo
necesariamente al ascenso de mandos fuertes, haciendo del estado de excepción (el
Artículo 48 en la constitución de Weimar) o de la dictadura del proletariado (la teoría de la
vanguardia de Lenin) dos formas concretas que buscaron dar respuestas efectivas a la
neutralización del liberalismo político. En aquel momento los recursos de las formas
políticas podían ejercerse como reserva de la forma estatal. La soberanía del estado-
nación, por lo tanto, estaba en condiciones de ordenar los conflictos existenciales sin caer
en la intensificación de una guerra civil sin tregua. Sin embargo, este momento, en el que
el estado nación aun parecía capaz de formar el núcleo de la articulación del conflicto
político, ya daba síntomas de su decadencia. La lección que el jurista Carl Schmitt extrae
de la experiencia del nazismo en su libro sobre el símbolo escatológico del Leviatán, por
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ejemplo, mostraba cómo la configuración estatal-soberana era incapaz de ofrecer
contención y orden en el sistema de equilibrios inter-estatal en su vitalidad endógena 5. Si
aludimos aquí a Carl Schmitt es porque el controvertido jurista alemán asumió con
objetividad reflexiva la desintegración de su época histórica, y lo hizo con una distancia
crítica que lo llevó a cuestionar el ascenso de la dominación del valor en la era de la
técnica, así como del liberalismo legalista en su articulación de revolución mundial
(Schmitt, 1979). Esta mediación con su época, hizo que Schmitt reevaluara sus propios
presupuestos sobre la teología política o el concepto de la soberanía, dos ejes que ya
eran incapaces de dar forma a la transformación de los nuevos espacios del orden
planetario6.

Hoy sabemos que, el último Schmitt adoptó sus presupuestos desde una concepción
cristiana de la historia. Y, desde luego, a esto remite la figura vertebral de su pensamiento,
el Katechon, cuya función ahora quedaba desplazada hacia una teoría geopolítica basada
en el ius publicum europaeum tras el agotamiento de la soberanía inter-estatal. Esta
postura concreta intentaba redimir el tiempo histórico ante un nuevo tipo de dominación
que extirpaba la posibilidad misma del enemigo como esencia de lo político 7. A nadie le
cabe dudas de la larga influencia de Schmitt en el pensamiento político contemporáneo.
El ordenamiento geopolítico, el concepto del enemigo, la dictadura soberana, o la teología
política, han sido mimetizadas desde diversas posiciones que han querido cuestionar la
legitimidad de la modernidad8. El largo aliento del schmittianismo llega a nuestros días
también a causa del ascenso del legalismo liberal. Desde hace años, el último gran
filósofo de la Escuela de Frankfurt, Jürgen Habermas, ha observado que el déficit
democrático de las sociedades contemporáneas es paralelo a la expansión tecnocrática
de las instituciones políticas, incapaces de renovar los lazos entre diversos niveles de
integración nacional o regional con sus ciudadanías. En efecto, el entramado legalista en
el ordenamiento de Europa es un índice del agotamiento de la legitimidad como principio
democrático epocal, si bien el pensamiento de Habermas se ha limitado a ofrecer
soluciones dentro del diseño del legalismo liberal (Habermas, 2013). Como sabemos,
muchas veces las respuestas a este horizonte problemático se limitan a fórmulas que no
superan el propio pensamiento de conservación y orden de Schmitt. Por eso sorprende
que un sociólogo tan autorizado como Ulrich Beck afirme que hay solo dos posibles
caminos para Europa: el primero estaría ligado a la astucia de la razón hegeliana, cuya

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síntesis lograría retrasar el abismo desde una fuerza salvífica. Esta opción totalizante
presenta una estructura de la filosofía de la historia sacrificial, cosa que no desafía en
absoluto la lógica tecnocrática del "fundamentalismo liberal" actual. La segunda opción,
nos dice Beck, sería la de un schmittianismo que, fundado en la unidad amigo-enemigo,
llevaría a su fin efectivo las tareas administrativas de la Unión Europea generando un giro
nacionalista reactivo9. Lo trágico de este diagnóstico radica en que ambas opciones son
meras modificaciones de los viejos diseños de la modernidad. En otras palabras, las dos
posturas terminan afirmando una posición insuficiente para una época que ha perdido la
legibilidad de sus principios.

Ni la filosofía de la historia ni la regresión a un nacionalismo exclusivo pueden ser


opciones solventes ante la crisis de la legitimidad democrática, puesto que la crisis pasa
por el propio nexo entre filosofía de la historia y la composición social. Por dar un ejemplo
del contexto español, la crisis de la unidad del estado no es nueva y tampoco debe
limitarse al marco de la transición democrática del 78. Como han mostrando importantes
historiadores (Villacañas, 2015; Elliott, 2018), la diferenciación entre nación y estado,
comunidad existencial y poder constituyente, las elites políticas y los gobernados a lo
largo del tiempo, ha prevalecido como contradicción latente en ese país del sur de
Europa. Vista en perspectiva, la “cuestión catalana” en tanto que lucha por la soberanía
inmunitaria (gobierno central contra govern), es una posición que desborda la posibilidad
de construir un estado legítimo y pactado entre las dos posiciones. En realidad, la pugna
hegemónica, más allá de sus instrumentalizaciones por los liderazgos políticos catalanes
o por deficiencias en el diseño institucional de la constitución del 78, confirma la brecha
irreducible entre soberanía y territorialidad, estado y comunidad como garantes de un
estado de derecho que, en plenitud de sus funciones institucionales, es defectuoso en
cuanto a los equilibrios que demanda el rendimiento de la representación política. El caso
español revela el malestar de las comunidades políticas a lo largo y ancho de Occidente.

La aceleración del proceso de globalización, desplegado desde los años 80, volvía
verosímil el conflicto en las formas de representación, entre interioridad y exterioridad, que
hoy podemos reconocer como el triunfo de la decontención o stasis a nivel inter-estatal
(Williams, 2015). Por esta razón, el pensador italiano Carlo Galli ha sugerido que allí
donde termina el pensamiento de Carl Schmitt, debería comenzar otra región reflexiva
que tome distancia de los diseños conceptuales del pensamiento político moderno, ya

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inadecuados para pensar la guerra global en curso. Ya no contamos con la lógica dual de
amigo-enemigo, sino la del uno, del amigo que siempre representa potencialmente el
enemigo, volviendo muy tenues las fronteras del conflicto político. Como han visto
pensadores como Carlo Galli (2011) y Giorgio Agamben (2016), la invocación del
terrorismo y de la 'guerra contra el terror' se mueve apenas por debajo de la superficie de
la ficción de una paz global neoliberal. Esto supone que ni la economía ni la política,
desde sus distintos patrones analíticos tienen posibilidad real ante la fuerza de la
decontención, puesto que en última instancia se trata del fin de la formalización de las
categorías políticas. Incluso el Schmitt tardío del Katechon, de la síntesis jurídica de
nuestro eón, ya no puede ayudarnos. Como argumenta Carlo Galli haciendo un balance
sobre la actualidad de las categorías schmittianas:

La era global no cuenta con un Zentralgebiet que se pueda aprovechar para neutralizar
los conflictos, precisamente porque no conoce lo “politico”, que, asumido soberana y
deciosionisticamente, genere orden: la guerra global es una conflictividad que no puede
ser orientada hacia un katechon….A Schmitt se le escapa la complejidad del mundo de
hoy, que él ve a partir de la crisis en el siglo xx de las arquitecturas conceptuales de la
soberanía moderna, ignorando tanto sus desafíos más avanzados (el poder biopolítico)
como los espacios de acción que abre la globalización, por ejemplo, la dialéctica entre la
sociedad mundial (el universo cosmopolita de las fuerzas sociales) y la sociedad
internacional (las dinámicas macropolíticas de los Estados y de los Imperios) (Galli
2011: 196-197).

En realidad, si hablamos de post-katechon es porque queremos tomar distancia de la


figura paulina que el jurista alemán había colocado en el centro de su reflexión de
posguerra. El Katechon es insuficiente no porque hayan dejado de existir el poder o
diversas autoridades, sino porque la estructuración planetaria, en última instancia,
obedece al principio general de equivalencia10. Pero el principio general de equivalencia
es an-arquico (carece de principio fundante), puesto que su efectividad se deja ver en
cada instancia de la administración técnica-política. Si pensamos en la figura del
terrorista, los dispositivos de la “seguridad internacional", o el sujeto-ciudadano
emprendedor, en realidad estamos hablando de figuras de una misma neutralización del
conflicto político. El conflicto político de hoy en día tiene un carácter multipolar y
desterritorializado, en el cual participan identidades que no son contenidas por el estado-
nación, y donde la declaración de guerras, antiguamente sujetas a la aprobación del
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cuerpo legislativo, ha cedido su lugar al unilateralismo decisionista o al excepcionalismo
en reserva. La política en nombre de la "Humanidad" y su aparato internacional de los
derechos humanos es la matriz de un nuevo orden que ya no garantiza el derecho al
enemigo, puesto que todo sujeto es ya exceso de una misma guerra civil en potencia. La
efectividad del globalismo legal no implica que exista algo así como una dominación
homogénea por encima de los estados, sino que hay una asimetría en el vínculo de los
intereses materiales de las entidades nacionales de un lado, y los mecanismos flexibles y
contingentes del orden legal internacional por otro (Posner 2009). Y no se trata solamente
de un corto-circuito entre el orden jurídico, con el régimen internacional sobre el nacional;
también se puede hablar, tal y como lo hace Giacomo Marramao (2007), de un corto-
circuito entre lo local y lo global en la producción de reclamos identitarios vinculados a la
racionalización tecno-científica y telemediática de la comunicación global. Este sería un
nuevo núcleo de la producción de identidades políticas propio de la globalización que
Marramao llama una ‘nostalgia del presente’ y que se diferencia de la ‘ethnicidad ficticia’
del estado-nación (Balibar & Wallerstein, 1991) que aún busca mantener los aparatos del
estado como adhesivo social nacional vinculado al modelo de soberanía moderna. En
efecto, aquí estamos más allá de los límites del último Carl Schmitt del nomos de la tierra
o de los grandes espacios que tenían al Katechon como modelo del orden público. La
tecno-política en tiempos de interregnum abandona la legibilidad de las gramáticas
políticas para asumir un movimiento efectivo de sujeción que ya no tiene que acudir a
ningún principio de legitimidad.

Ante la percepción de una época subsumida en el espíritu de la técnica, un hemisferio del


pensamiento contemporáneo ha buscado saldar cuentas desde la pregunta por lo político.
Por momentos, lo político se suele reducir a una “demanda política” compensatoria sin
más. Sin embargo, que la demanda sea la unidad categorial más importante del
pensamiento político contemporáneo dice mucho sobre nuestra época. Ya sea desde la
"micropolítica" o la vuelta a la idea del comunismo, la apuesta por un comunitarismo
político o por la teología política, el posfundacionalismo ontológico o lo impolítico; la
demanda política se adhiere a la desconfianza ante lo neutro que vuelve indistinguible la
diferencia fenoménica básica entre mundo y vida. Pero decir que la vida es siempre
política para dar respuesta a la despolitización del liberalismo tecnocrático no hace otra
cosa que posicionarse en la sombra tecnobiopolítica en curso. Se vuelve necesario
buscar un lenguaje que haga pensable lo político más allá de la lógica del goce
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compensatorio, siempre temporal e individualista, fuente principal de la alienación bajo el
nuevo modelo de acumulación.

Asistimos, por lo tanto, a una vertiginosa revisión arqueológica de categorías políticas,


tales como sujeto, soberanía, pueblo, multitud, partido, comunidad, como gramática
sustituta tras el agotamiento del universalismo político. Pero en realidad, la crisis
categorial de nuestros conceptos modernos no es una crisis teórica, o no solo. El
desfondamiento en la conceptualización efectiva de la política es estrictamente un dilema
de la economía que organiza sus principios 11. Por esta razón es que podemos hablar de
una época an-arquica, no en un sentido positivo de una insurrección futura o remitida a la
tradición del anarquismo histórico, sino más bien referida al deterioro en la legislación de
principios y normas substantivas. La administración masiva de todas las actividades
humanas bajo el actual régimen neoliberal implica que toda acción está subsumida por la
lógica equivalencial del valor, lo cual hace que la política sea una tarea elusiva, blanda (o
fuerte cuando tiene que serlo, como en los diseños securitarios), e indistinguible de otras
esferas de la vida humana, puesto que su objeto es el deseo. Recordemos que para
Hannah Arendt la condición moderna de lo humano comienza con la diferenciación de tres
espacios de acción, en el cual el trabajo, la acción política y el pensamiento son tres
ámbitos de la actividad humana estrictamente irreductibles (Arendt 1998: 22-40). Sin
embargo, tal y como Paolo Virno propone en Gramática de la multitud (2003), hoy en día
la capacidad comunicativa se ha convertido en la materia prima de una nueva fase de
capitalismo sin fronteras por lo que tanto el pensamiento como la acción política están ya
subsumidas a la actividad laboral. Esta indistinción entre esferas de la actividad humana
introduce la pregunta por la fuerza del nihilismo que la reflexión contemporánea no parece
poder encarar con objetividad12. La fuerza de movilización del nihilismo en nuestras
sociedades no solo reduce las esferas al mercado, sino que acomete un movimiento
incluso aún más sofisticado; a saber, construye desde la propia subjetivad una reserva
ilimitada para el valor que no conoce diferenciación alguna entre trabajo alienado y
mercancía, tal y como lo ha sistematizado el psicoanalista Jorge Alemán (2018) 13. Esa es
la novedad que trae el nihilismo neoliberal y que vuelve ilegible, en última instancia, el
fenómeno mismo entre singularidad y mundo. Este borramiento indica, en esta última
instancia, que la única forma de relacionarse con la experiencia mundana remite
fundamentalmente a la técnica, sea desde el ámbito de la ciencia o desde la política, ya

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caída al orden de la diferencia, del valor, o de la narrativización. Y si por un lado la acción
queda inscrita en la ilimitación del valor, la propia especialización científica hegemoniza la
forma más radical de decionismo que haya conocido el hombre desde la modernidad
(Severino 2015: 74). Es a través de esta forma que el neoliberalismo organiza su
maquinación como destrucción de lo mundano en procesos irreversibles de devastación
natural, pero también como conciencia en el despliegue subjetivista de su funcionalización
negativa. El imperio de la técnica es un movimiento integral de subjetivación que oculta la
relación libre entre el singular y su lugar en el mundo14.

No es menos cierto que la fuerza del nihilismo ya comenzaba a acechar el dominio de la


vida a comienzos del pasado siglo, como diagnosticaron en su momento Nietzsche o
Jünger. La diferencia es que ahora se expresa expositivamente, sin mediciones o formas
concretas, y más como régimen de una Humanidad planetaria que desconoce un afuera
del valor. Por esta razón, es que para el filósofo Jean Luc Nancy, el principio equivalencial
es el nombre de la fuerza nihílica que integra la inconmensurabilidad de todas las formas
de vida a la conmensurabilidad o measurement de la totalidad de las de las experiencias y
relaciones fenoménicas con el mundo (Nancy, 2012). Así, los debates en torno a lo político
comparten un dos denominadores comunes: por un lado, la idea de que solo la fe en un
principio político puede retraer el advenimiento de una nueva legitimidad; y por otro lado,
la necesidad de una reactivación política que debe mantenerse en un ámbito libre de la
captura técnica y, por lo tanto, equivalencial, de la vida. Sin embargo, los dos
denominadores caen en la contradicción, puesto que sabemos que lo político hoy ya no
es una dimensión concreta de la decisión, sino un mecanismo compensatorio que tan solo
ofrece un goce suplementario a la técnica. Las aspiraciones fideístas que en su momento
tuvieron las grandes relatos políticos de la época moderna, hoy solo funcionan como
promesas por parte de quienes responden a la demanda y al compensatorio de sujeción.

¿Es posible dar un paso atrás? ¿Puede el pensamiento contemporáneo generar


condiciones reflexivas lo suficientemente maduras cómo para retirarse de la maquinación
teológica-política?15 Esta parece ser una de las preguntas más incisivas de nuestro
tiempo, y este dossier pretende ser una contribución en ese sentido desde lo que
llamamos la reflexión infrapolítica. Aquí es importante establecer algunos contrastes,
sobre todo si hemos estado hablado de la vinculación entre política y técnica. El caso de
Schmitt, una vez más, es un buen retrovisor para aclarar las tesis que proponemos. Como
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hemos dicho antes, Schmitt fue un testigo del agotamiento de las formas políticas de la
modernidad, y ya en el momento de Weimar había captado la desfundamentación por
parte del liberalismo político, así como el deterioro del principio de legitimidad (Schmitt
1931)16. Para Schmitt, como se sabe, la gran política necesita de arcanii no solo en el
sentido de secreto de Estado, sino también como una forma que ni el valor ni el consenso
pueden sustituir. La unificación de un mando, fundador de autoridad y decisión, nos dice
Schmitt, es la única manera de establecer un orden concreto en el tiempo. Por supuesto,
la temporalidad para Schmitt implicaba entrar en relación con el nudo mismo de la
escatología cristiana del derecho público. Por eso, como recuerda en Ex captivate salus,
su postura fue siempre la del jurista que reflexionaba sobre la forma concreta del orden y
no la del terreno metafísico del teólogo (Schmitt, 2018: 56).

El concepto de lo político en Schmitt remite, en última instancia, a una escatología


cristiana orientada sobre las bases de un orden jurídico concreto de la decisión y no al
espíritu ultramontano que equivocadamente se le adjudica 17. Ya desde el temprano
Catolicismo romano y forma política (1923), Schmitt favorecería el arcanum como el
principio capaz de atravesar la gran época de las neutralizaciones del liberalismo. Pero
esto también significó que Schmitt permaneció fundamentalmente un pensador
antidemocrático, en la medida en que absolutizó la política a la decisión, y el orden de la
existencia a la unidad de la intensificación amigo-enemigo. Pero si asumimos la condición
fáctica del nihilismo, nuestra apuesta es que solo la democracia puede estar en
condiciones de posicionarse más allá de una fuerza catastrófica absoluta, ya que solo lo
demótico divide el poder contra las salidas totales (Villacañas, 2017: 236). El arcano
schmittiano remite a la jerarquía, a la posicionalidad de las élites, a los principios de
autoridad, al misterio del cuerpo místico que el derecho organiza por encima de la
igualdad. La democracia, en cambio, afirma la inmanencia de la división de poderes bajo
la premisa de que nadie es más que nadie. Y es que la democracia, como nos recuerda
Jorge Yágüez en su trabajo para este dossier, carece de eidos o esencia, dado que su
relación es siempre cambiante ante la especificidad de su presente.

La posición democrática, por lo tanto, deposita sus ánimos en una singularidad cualquiera
más allá de las dicotomías del deber o del ciudadano que nos ha legado el pensamiento
ilustrado, y que hoy solo puede asumirse, en términos psicoanalíticos, desde la fractura
que el síntoma registra en el logos18. De ahí que la tarea del pensamiento contemporáneo
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ya no puede aspirar al viejo orden equilibrado entre pasiones e intereses de la moral
ilustrada que ha fracasado a la hora de renovar un pensamiento concreto sobre la
igualdad. Desde una perspectiva psicoanalítica, podría decirse que la lógica
compensatoria de la demanda política deviene en plusvalía de goce, síntoma de nuestra
alienación, cuya estructura replica el discurso del amo del régimen neoliberal. La
radicalización democrática debe dejar-ser el conflicto como pasión igualitaria irreducible al
sistema de equivalencia del ciudadano. En otras palabras, ya no se trata de enmendar los
mecanismos formales de representación desde las formas clásicas de la división de
poderes, sino intentar pensar una democracia que haga posible el espacio de separación
entre existencia y política, que no suprima la conflictividad al interior de todo ejercicio de
legislación del poder. A esto le llamamos democracia infrapolítica, y como se verá, es
suficientemente elástica como para ser recogida por numerosos estudiosos de maneras
muy distintas, esto es, desde estilos reflexivos propios.

La apuesta por un estilo de pensamiento - por lo tanto, siempre singular - toma distancia
respecto al imperio de la teoría. En efecto, infrapolítica no es una teoría, ni aspira a ser un
sistema conceptual de lo político ni de la teoría política. Por eso decíamos anteriormente
que al dar un "paso atrás" en relación a la política, su búsqueda radica en la toma de
distancia del armazón teológico-político. Si por teoría entendemos un régimen conceptual
diferenciado, la infrapolítica busca, en cada instancia, una dislocación de la totalización
del campo político ya subsumido como régimen de vida. Infrapolítica no pide una nueva
política, pero tampoco la niega por la sencilla razón que no es una antipolítica o un
impolítico, en el sentido en que Thomas Mann le dio a este término como reacción a la
crisis de Weimar. En realidad, esta noción nombra la modalidad analítica de la existencia
fáctica – no del sujeto o del ser humano, palabras siempre vinculadas excesivamente a la
tradición onto-teológica. En otras palabras, la infrapolítica es un intento por retirarse de la
reflexión en torno a las teologías políticas contemporáneas que terminan por ofrecer
filosofías políticas o políticas de la filosofía19.

Para entender lo que está en juego es importante tener en cuenta que “política” aquí ya
no refiere a las actividades de un senado o una cámara de diputados, en las legislaciones
pragmáticas o en la retórica de un líder, tal y como se suele asumir en las literaturas
sociológicas o politológicas. En buena parte de la literatura de la Filosofía Política, aunque
también en los Estudios Culturales, la política se inscribe en los efectos pragmáticos

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subjetivos o en la minucia de la teoría de la elección racional. La infrapolítica, en cambio,
aunque no niega la constitución de sentidos, identidades o subjetividades, despeja la
región de la existencia de la totalidad normativa. Partimos de la premisa de que no todas
las experiencias que vivimos buscan hacer sentido, y muchas otras carecen de sentido
estrictamente: el amor, un paisaje, la locura, el cuidado, el goce, o la fiesta, no constituyen
sentido o identificación, o no solamente. Por supuesto que la política existe, y aceptamos
que la política incluso está en todo, pero hay algo en nuestra existencia fáctica que
excede o sub-cede al ser, al ser ése o aquél, y esta dimensión de la existencia no busca
ser nada más que otra cosa que lo político. La infrapolitica tiene como tarea la elucidación
de esta región existencial más allá de la demanda que incorpora la vida en la política y la
política en la vida, y que en el pensamiento contemporáneo encuentra una maximización
teórica en la biopolítica20.

Es importante recalcar también que la infrapolítica no intenta tematizar un afuera de la


política o una negación de la política; como tampoco busca avanzar una forma de lo
impolítico a la manera del proyecto filosófico de Roberto Esposito. En otras palabras, la
infrapolítica no busca una separación de la política, sino pensar la política de la
separación en tiempos de la consumación del nihilismo y de los regímenes inmunitarios.
La infrapolítica mantiene una relación con el mundo simbólico en un sentido amplio
(representaciones, ideales, subjetividades, fantasías, o emociones) que es propiamente
vinculante a la política. Lo importante aquí es que lo infrapolítico es lo anterior e
irrenunciable a la política. De hecho, si el primer paso de la infrapolítica postula que hay
algo en la existencia que no es reductible a la política, el segundo paso es de postular que
ese “algo fáctico” vuelve necesaria la cuestión de la política desde la perspectiva de la
infrapolítica. El problema, por lo tanto, no es simplemente, ¿hay algo en nuestra
existencia que no es reductible a la vida política?, sino, ¿ese algo necesita de un
replanteamiento de la problemática actual de la categoría de la política? Y si es así,
¿cómo entender este replanteamiento? Este dossier ofrece un esfuerzo por avanzar hacia
esta dirección por fuera de la máquina ética-política que hegemoniza categorías idólatras
de la modernidad.

Al llegar a este punto, podría decirse que la infrapolítica busca fundamentar un nuevo tipo
de consenso o grand récit, para entrar en una relación adecuada con la realidad a
distancia del 'armazón' (en la acepción heideggeirana del Ge-stell) que tiende a la

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absolutización hegemónica. Por eso la mediación infrapolítica con la política pasa por una
crítica sistemática de la hegemonía, en la medida en que todo hegemon acrecienta la
dominación y comprime la conflictividad y el disenso. Por esta razón creemos que la
hegemonía no puede producir un principio civilizatorio capaz de reformar un contrato
social con aspiraciones democráticas profundas21. La hegemonía confunde la necesidad
expansiva del conflicto heteronómico (o de los riesgos, siempre posibles y venideros) con
el cierre piadoso de una voluntad general bajo un principio fantasmal o un significante
vacío. En una época paralizada por el terror, atendemos a la recomendación de Perry
Anderson para quien la hegemonía, en última instancia, tiene sostén en un 'terror
paralizante, esto es, en un phobos kai kataplexis (Anderson 2017: 182). Por el contrario,
por posthegemonía entendemos una forma des-vinculante con el mando (arche) que
abriría el espacio democrático a su radicalización conflictiva sin la administración del terror
como última instancia del poder. En este sentido, la diversidad de trabajos que recoge
este número, en efecto, intenta someter a exégesis la democracia desde una postura
posthegemónica, ya no solo en relación con la tradición postmarxista asociada al trabajo
de Antonio Gramsci, Ernesto Laclau, y Chantal Mouffe, sino también como crítica a la
política basada en principios últimos22.

En nuestra época, una democracia organizada desde principios - cualquiera que estos
sean, sin importar la posición ideológica que defiendan –remite fundamentalmente a una
legislación insuficiente del disenso, o en el peor de los casos, a un orden abiertamente
despótico, ya sea en nombre de un nuevo estado ético o de una integración a la
movilización23. Esto no significa que la reflexión posthegemónica busque trascender el
estado o los movimientos sociales, buscando cobija en una política localista o
comunitaria. Nuestra tesis es que los principios últimos no agotan la democracia, pero sí
pueden terminar por limitar su expansión conflictiva. Y es que, como han visto pensadores
de diversas orientaciones - desde la deconstrucción al psicoanálisis pasando por el
constitucionalismo - la democracia no es un concepto político pleno en un ordenamiento
representacional, sino más bien el acto de deponer la totalidad en cada caso a partir de
una singularidad que es siempre común en su propia separación o desvinculación de
cualquier simbolización que se quiera absoluta24.

Para alcanzar un mayor relieve de la postura de la democracia posthegemónica ligada a


la reflexión infrapolítica es útil diferenciarla de lo que nos gustaría puntualizar como las
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cuatro posiciones maestras que tienden a la totalización. Postulamos que estas cuatro
posiciones, desde luego, no agotan las posturas en torno a lo político, pero nos parecen
las más relevantes de las que dominan la discusión contemporánea. Estas cuatros
posiciones, sin embargo, cargan con la inercia de la futilidad en la medida en que no
logran superar las condiciones que buscan refutar25. Es más, puesto que cada una de
estas cuatro posiciones no hacen sino abastecer la totalización de la biopolítica sobre la
vida, también contribuyen a la conversión sin resto de la política en técnica y de la técnica
en política. De ahí que emerja la necesidad de una reflexión infrapolítica.

i) Liberalismo político. La persistencia del liberalismo se vale de lo que llamaríamos


la posición de la neutralización del conflicto o disenso. Hoy ese disenso busca neutralizar
lo que percibe como una amenaza de aquello mismo que supuestamente debe legitimarlo
(el pueblo en tanto que poder constituyente). Solo así podemos comprender la ominosa
reacción del liberalismo ante el populismo, al que descarta con facilidad como irracional o
demagogia de las masas. Caído íntegramente en la técnica, el liberalismo político se
define como reacción frente a instancias de irrupción demótica, las cuales interpreta bajo
el espejo de una amenaza antidemocrática. Por ejemplo, para Jan Werner Müller (2016),
el populismo es siempre moralista porque divide en un eje pueblo-elite la totalidad del
espacio político, a la vez que abandona el pluralismo interno de la sociedad civil frente al
estado (Müller 2016: 19). Pero lo que Müller parece llamar pluralismo no es más que la
contención meramente legalista y de autogestión, que ya no puede dotar a lo social de
horizontes materiales a largo plazo más allá de una maquinación entregada a los
procesos técnicos de la racionalidad cost-benefit que para Sunstein “acallan al disenso
político” (Sunstein 2018: 15). Lo curioso es que Müller, al igual que otros representantes
del liberalismo legalista26, reconoce que la democracia se encuentra en ruinas, pero solo
atina a ofrecer variantes de los mismos principios estructurales que no generan una
alternativa a la dominación fáctica (Müller 2016: 99). Otro importante representante del
liberalismo político en el contexto español, José María Lasalle, llega a escribir que "el
populismo centra su combate demagógico al minar los fundamentos de legitimidad del
estado y de su institucionalidad democrática" (Lasalle 2017: 53-54). En esta visión liberal
desacomplejada, el populismo ya no es solo una abdicación de lo político hacia lo moral,
sino que es también un nuevo totalitarismo que atenta contra la abstracción de la Libertad.
Para Lasalle, la única solución de las sociedades democráticas es defender la

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racionalidad ilustrada en alianza con "el humanismo y la técnica" (Lasalle, 2017: 121).
Curiosamente, para Lasalle, el liberalismo político ya no se debe a la legitimidad popular,
sino que encuentra su fuerza en una racionalidad de ingeniería social como contrapeso a
las falsas emociones (Lasalle 2017: 118). Tanto Werner-Müller como Lasalle, promueven
un liberalismo político integrado a principios abstractos que, para justificar su inercia
institucional, necesita negar continuamente la latencia populista.

ii) Populismo hegemónico. Las elaboraciones teóricas de Ernesto Laclau y Chantal


Mouffe desde la publicación de Hegemony and Socialist Strategy (1985), han sido
determinantes para pensar una radicalización de la democracia justo en el momento en
que el marxismo, tanto en su vertiente eurocomunista como economicista-desarrollista,
entraba en un periodo de agotamiento epocal. Como explica Villalobos-Ruminott en el
ensayo que recogemos en este dossier, la teoría populista de Laclau, desde sus ensayos
tempranos Política e ideología en la teoría marxista (1978) hasta On Populist Reason
(2007), fue capaz de dotar de especificidad histórica a una serie de lógicas políticas por
encima de los modelos sociológicos conformes al economicismo desarrollista de la
modernización regional. Por otro lado, y como ha mostrado con lucidez Jon Beasley-
Murray (2010), la teoría del populismo fue lo suficientemente fuerte como para ejercer una
importante influencia en los estudios culturales, así como en el ciclo de gobiernos
progresistas latinoamericanos de la última década.

En cualquier caso, la teoría de la hegemonía no solo formuló un nuevo modelo


descriptivo, sino también impulsó una fórmula ganadora que da relevo al sujeto histórico
(el proletariado) y renovó la conducción política en el progresismo (anteriormente atada a
los partidos comunistas). Nos parece que de las muchas teorías políticas que existen, la
teoría del populismo hegemónico es la que sobresale por su capacidad de pensar la crisis
del liberalismo político desde dos rasgos realistas fundamentales: la admisión de la
democracia como tablero del juego conflictivo, y refutación de una filosofía de la historia
liberacionista. Sin embargo, también nos parece que esta teoría debe ser modificada en
cuanto su articulación equivalencial del ordenamiento social, puesto que, en tiempos
neoliberales, la equivalencia termina limando el conflicto político y legislando el
antagonismo de manera verticalista. Por estas razones, nos parece que la fuerza de la
política populista tiene que ser fundamentalmente posthegemónica, no como garantía de
un pluralismo interno, sino como fisura en la totalización de lo político. Así, la democracia

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posthegemónica guarda relación con el no-todo lacaniano (vinculado, por lo tanto, a la
diferencia sexual)27 y con una singularidad cuya dislocación irrumpe en el orden
tecnificado de la hegemonía. Pensamos que el populismo, en efecto, está en condiciones
para renovar el impasse teórico de la democracia, pero solo si es capaz de avanzar en la
dirección posthegemónica. En todo caso, la democracia posthegemónica supone una
interrupción en la lógica del goce que retroalimenta todo movimiento ascendente de
politización compensatoria de la despolitización del modelo tecnificado.

iii) Crítica de la economía. Bajo este rótulo reunimos una serie de posturas que,
ante la crisis del liberalismo político, piensan la reforma a partir ya sea desde un plan de
nueva regulación del patrón de acumulación, de una agenda a favor de una mayor
redistribución del ingreso, o desde un discurso en torno a la desigualdad económica. El
énfasis en la crítica de la economía tiende a resaltar el esquema social entre ganadores y
perdedores como resultado del desequilibrio del estado benefactor a causa de las lógicas
de privatización. Para Samuel Moyn, por ejemplo, asumir la desigualdad supondría un
movimiento ético decisivo para sustraerse de la co-pertenencia entre los derechos
humanos y la economía neoliberal (Moyn, 2018: 7). Sin embargo, el dilema de una
propuesta centrada en la desigualdad es que, si bien identifica uno de los dilemas
cardinales de la dominación de nuestro tiempo, solo alcanza a dar respuestas derivadas
del imaginario socialista del pasado, esto es, ligadas a la figura del trabajador o la cultura
obrera. Pero si la efectividad del poder hoy reside en la plasticidad de la subjetividad
misma, como sugerimos al comienzo del ensayo, la explotación ha entrado, como
argumenta Matías Beverinotti, en una nueva fase transformadora. Obviamente, con esto
no queremos decir que la explotación haya desparecido, todo lo contrario. En realidad, lo
que desaparece es la figura (en el sentido de la gestalt) del trabajador a partir de una
metástasis subjetiva ahora ligada a la movilización total del valor como estructuración del
tiempo de la vida (Ferraris, 2018).

Esto quiere decir que la posición economicista de izquierda tiene una lógica similar al
liberalismo político en su confección sobre la subjetividad. En otras palabras, mientras que
la política en el liberalismo se reduce a la capacidad moral del individuo, para la posición
económica se intenta cifrar sociológicamente un protagonista central del trabajo alienado.
En ambas instancias encontramos una forma idólatra de subjetividad desentendida de la
complejidad que supone hoy la dominación. Por otro lado, el problema que vemos con

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esta posición es que asume que la crisis de la legitimidad podría enmendarse desde una
administración benefactora del fisco, esto es, a partir de una distribución más amable o
benigna. Sin embargo, no hay razones por las cuales creer que las vueltas al estado
benefactor son posibles o suficientes. Asumir esta premisa tampoco puede hacerse cargo
de que la crisis de legitimidad radica en la fractura del pacto entre dominados y
dominantes en torno a los acuerdos fiscales. Por eso tiene razón Peter Sloterdijk cuando
afirma que la cuestión de la explotación en nuestro tiempo, no puede superarse desde
una contraexplotación o desde una caritas obligatoria, sino desde una cultura del don
(Sloterdijk 2014: 792). Para ser más precisos, la contraexplotación y la caritas impositiva
ya existe, o ha existido, en mayor o menos grados en varias partes de las democracias
occidentales, y esto no ha producido un nuevo principio de legitimidad. Por legitimidad
entendemos el diseño institucional de una sociedad democrática que permite ejecutar y
regular políticas efectivas, y por esta razón, su mecanismo está más cerca a la forma del
ensamble administrativo que a la concentración reglamentaria de un principio fiscal
(Dworkin 2006: 101). La globalización no solo reduce los modos de redistribución, sino
que los integra generando nuevos efectos financieros que la forma soberana es incapaz
de contener. Existe una postura economicista en reverso, que es la que proponen Eric
Posner y Eric Glen Weyl en Radical Markets (2018) a partir de una reforma interna a los
mercados en lugar de lo que ellos perciben como el agotamiento de la soberanía estatal.
La propuesta de Radical Markets (2018) reconoce que en la época global la política se ha
fracturado (posiblemente de manera irreversible), por lo que solo quedaría la
experimentación al interior del valor (Posner & Weyl 2018: 24). Curiosamente, este
enfoque de maximización del mercado, también termina en un lugar simétrico al análisis
de las economías populares, donde la operación de la subsunción real del afuera (espacio
informal), termina fetichizándose como el plano privilegiado de resistencias subjetivas a
los modos flexibles de la financiarización global (Gago & Mezzadra, 2015). En ambas
posturas, el sujeto de la emancipación (ya sea el sector informal o el emprendedor de las
nuevas finanzas) es siempre un sujeto caído al cierre del principio general de
equivalencia. Hay dos problemas fundamentales con esta propuesta. En primer lugar, el
mercado termina mimetizando el principio mismo de totalización política hacia el orden de
la economía. En otras palabras, en la propuesta de Posner y Weyl, la economía se vuelve
el espacio total del gobierno de los hombres y las cosas. Y en segundo lugar, el análisis
de Posner & Weyl hay un presupuesto no menor; esto es, que la economía puede seguir

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siendo una región autónoma, y no una forma técnica-política de gobierno. Esto es, la
economía es un régimen diversificado de un rendimiento que tiene a la subjetividad como
motor central. En resumidas cuentas, mientras que la posición distributiva fetichiza la
dominación desde la figura del trabajador; la radicalización del mercado reifica el armazón
técnico-político en un orden de la convertibilidad económica. La opción económica, en su
vertiente distributiva o mercantil, no constituye un retiro de la administración de la vida,
puesto que la crisis es fundamentalmente una crisis que busca homogenizar la
temporalidad de lo informe (Rodríguez Matos, 2016).

iv) Teología Política. Por último, la posición que agrupamos bajo "teología política"
indica aquellas posturas que buscan dar un paso atrás con respecto a la fundamentación
de la secularización moderna como reacción al estado confesional. Esta apuesta tiene sus
mejores representantes en la "Italian Theory", donde coexisten pensadores como Giorgio
Agamben y Roberto Esposito, Massimo Cacciari y Mario Tronti, Elettra Stimilli y Vincenzo
Vitiello, Gianni Vattimo y Remo Bodei. Desde un amplio registro categorial - ya sea desde
el paulismo mesiánico o la kenosis cristiana, la escatología o el katechon, el derecho
romano o la comunidad - estos pensadores han reactivado el interés por la traza teológica
en el pensamiento moderno para dar cuenta del desfundamento propio del nihilismo. Las
teologías políticas en el pensamiento italiano proponen un tercer espacio de reflexión
(contra el legado de la negación del lado del pensamiento alemán, y legado de la teoría
reflexiva del sujeto del lado del pensamiento francés), cuyo alcance geopolítico es
también consecuencia de una gramática que se interesa por repensar las propias
condiciones teológicas, mas no deconstruirlas28. Como anota Alberto Moreiras en la
entrevista publicada en este dossier, la biopolítica afirmativa o la refundación de la
teología política de la llamada “diferencia italiana” se propone no sólo como un
pensamiento nacional sino también y sobre todo como refundación de los principios para
una nueva filosofía política moderna. La reflexión infrapolítica, en su apuesta por la
democracia como la única relación singular desde el conflicto político en libertad, pretende
encontrar una región irreducible a estos cuatro cuadrantes: la teología política, la
economía subsidiaria, la teoría de la hegemonía, y el liberalismo legalista. En realidad,
estas posturas asumen una dimensión total que terminan por cancelar la diferenciación
entre pensamiento y política. Infrapolítica no pretende ser una teoría entre otras, sino una
propuesta que busca des-ligar la totalización política a favor de distancia de lo político.
Aunque este no es el lugar para trazar un mapa de la genealogía de la infrapolítica, sí
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pensamos que algunas palabras sobre el término son necesarias.

La noción de infrapolítica fue elaborada hace algunos años por el pensador hispanista
Alberto Moreiras, en una serie de ensayos que buscaban despejar un espacio reflexivo
por fuera de las determinaciones de la maximización de la ética y la política (Moreiras
2007, 2017). El término emerge como reacción ante un malestar en el campo del
hispanismo y de los estudios culturales en Estados Unidos, aunque con alcance más allá
de los estudios de área. En su libro Línea de sombra: el no sujeto de la política (2006),
Moreiras elabora, contra una constelación de lo político como reducible a subjetivación, un
“concepto de lo político que puede subyacer en la intuición de la presencia en lo político
de un no sujeto determinante para sus condiciones de manifestación y apertura” (Moreiras
2006: 193). Este libro presenta el término infrapolítica como una forma que: “evita la
sacralización de los procedimientos de subjetivación como única opción, es decir, como
condición de la práctica política en el presente...para la acción o la agencia política fuera
del sujeto, en el sentido específico de fuera de la acción de subjetivación” (Moreiras 2006:
213-214). En este sentido, la infrapolítica es una respuesta a ciertas categorías políticas
cuyo rendimiento conceptual es incapaz de encarar la crisis de las formas concretas de
nuestra época.

En su abandono de las teorías de la subjetividad, la infrapolítica recoge las intuiciones del


heideggerianismo, el psicoanálisis, la deconstrucción derridiana, la singularización en
pensadores postheideggerianos, así como las derivas post-schmittianas y vitalistas del
pensamiento italiano. La genealogía del término, por lo tanto, nada tiene que ver con los
planteamientos del antropólogo James C. Scott, para quien la “infrapolítica” refiere a
movimientos de resistencia de grupos subordinados en sus prácticas cotidianas (Scott,
1992). Desde el 2014, el trabajo sobre infrapolítica empieza a entrar en diálogo de forma
más sostenida con un grupo de estudiosos de disciplinas muy heterogéneas que buscan
pensar la política desde una región crítica del humanismo y de la técnica, pero también de
la creciente pulsión identitaria y de la hegemonía de los estudios culturales. La
infrapolítica pregunta por un paso atrás con respecto a la totalización de la acción política.
La cuestión de la “facticidad” de la existencia, por otro lado, abre la posibilidad de analizar
una dimensión práctica de la vida que no es reducible ni a la política ni a la ética, dos
límites de la acción que hoy alientan las formas fantasmaticás de la hegemonía29.

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También valdría la pena anotar que la infrapolítica no busca militancia, ni tampoco la
reactivación de una escuela de pensamiento, ni filiaciones con tradiciones o referentes
sagrados. Por eso habría mucho que decir sobre la relación entre infrapolítica y estilo. En
última instancia, la infrapolítica busca dejar ser al estilo singular de vida - de la vida
intelectual propiamente, más allá de los mecanismos y sujeciones a las que nos someten
hoy las legislaciones de la universidad y la segregación identitaria. El conjunto de
publicaciones sobre infrapolítica, como se podrá ver, da cuenta de esa apuesta por un
estilo que toma distancia de los saberes que descansan sobre el frágil tejido de la
especificidad técnica del saber30. En la medida en que infrapolítica está íntimamente
vinculada a una noción de estilo también traza complejas mediaciones con la poesía, la
escritura, o el arte. Una relación que no remite a la dominación de un archivo o de una
gran literatura, ni tampoco al brillo escolástico por los autores de culto o por alegorías
nacionales. Como nos dice Alberto Moreiras en la conversación que figura en este
dossier, la relación de infrapolítica con el archivo hispano pasa por su pliegue marrano,
que es en cada caso, contracomunitario con respecto al archivo. El estilo del marrano, en
la medida en que singulariza la existencia de su tiempo, es irreducible a una cualidad
teórica, política, o estética. El marrano es marrano en la medida en que habita en su
lengua y la vive en felicidad o experimenta lo trágico de la temporalidad. Y precisamente
porque encuentra goce en la lengua, es que no queda ajeno al arte, a la política, a la
escritura, a la amistad o a la disputa. A fin de cuentas, el estilo marrano nombra una
relación lapsada entre lengua y existencia. El marrano persigue el misterio de su carácter
o de su estilo, no verdades o principios. Sabemos que hoy, por ejemplo, la universidad
solo es habitable desde un estilo marrano. Los artículos reunidos en este número buscan
abrir una discusión, siempre desde estilos singulares, más allá de la totalización política y
de las tramas de la voluntad de poder.

En el ensayo "Acerca de la posibilidad de una democracia salvaje", Sergio Villalobos-


Ruminott traza un derrotero de la elaboración de la teoría populista de Ernesto Laclau,
mostrando la especificad histórica del primer momento populista latinoamericano, así
como su reactivación durante la Marea Rosada. Para Villalobos-Ruminott, la teoría de la
hegemonía propuesta por Laclau y Mouffe supera las formulaciones políticas ligadas al
desarrollismo de la filosofía de la historia del capitalismo regional, pero no llega a elaborar
una concepción crítica de los procesos jurídicos y su institucionalización. Esto hace que la
efectividad juristocrática retrase no solo el tiempo de las reformas, sino que repetidamente
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las deseche en función de un legalismo que opera en yuxtaposición con el modelo de
acumulación del capital financiero. En la segunda parte de su ensayo, Villalobos-Ruminott
propone una teoría de institucionalismo salvaje que garantice un horizonte democrático a
las demandas sociales, por fuera del verticalismo del liderazgo y de la lógica de la
transferencia de la hegemonía. La cuestión de la institucionalidad y de la jurisprudencia
del derecho busca superar la crítica marxista convencional y sus demonizaciones
habituales. Si el derecho es jurisprudencia, también es imaginación, y gracias a esto, el
republicanismo entendido como institucionalismo salvaje logra escapar de su captura
juristocrática. Por lo tanto, para Villalobos-Ruminott, una democracia radical necesita
estar, en cada caso, abierta a un "populismo marrano, anti-identitario y anti-verticalista" es
decir, abierta a las dinámicas y luchas sociales, pero diferenciada de ellas, mientras que,
a la vez, en tensión con el cierre juristocrático de un republicanismo liberal y auto-
referente, divorciado de las condiciones históricas de su propia emergencia. En este
sentido, lejos de Laclau, Villalobos-Ruminott propone un populismo posthegemónico que
no se cierra en la identificación populista hegemónica clásica, sino que expresa el
irresoluble malestar de la democracia en el contexto de la acumulación flexible
contemporánea.

En cierto sentido, el ensayo "Enseñar y dirigir: la formación de la ciudadanía en el


pensamiento político latinoamericano" de José Valero, es una meditación que
complementa la posición de Villalobos-Ruminott. Valero recurre a la tradición política
argentina - desde los escritos jurídicos de Alberdi hasta la pedagogía de Sarmiento y las
lecturas propiamente modernas de Ezequiel Martínez Estrada y David Viñas - para
mostrar que los ideales de la fundación republicana impulsados por las elites criollas
tienen como condición un principio de mando soberano que busca legislar la totalidad del
contrato social en una serie de decisiones fundamentales. Valero argumenta que ese
despliegue de mando solo ha sido posible a partir de un indecidible como instancia
originaria del poder. Analizando la figura del caudillo y del educador en la imaginación
criolla latinoamericana, Valero demuestra cómo, en realidad, la fuerza dictatorial del poder
no es una mera desviación de principios ilustrados, sino la consecuencia efectiva de ese
indecidible. Extraemos del ensayo de Valero dos lecciones que abren el campo de
discusión más allá de una política hegemónica: primero, muestra que la latencia dictatorial
(de mando) existe en el corazón del diseño republicano y su moral ilustrada; y segundo,
ofrece una crítica de los principios fundamentales que administran la guerra como
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excepción al margen de lo indecidible.

Lindsey Reuben Muñoz en "Autobiografía contra la política del nosotros", atiende el


ensayo Todo lo que era solido (2013) del novelista Antonio Muñoz Molina para mostrar
que más allá de un testimonio de época, la inscripción autobiográfica que recorre el texto
debe leerse en distancia de la demanda de politicidad de parte de sus críticos. Para
Reuben Muñoz, la escritura de Muñoz Molina traza en negativo una distancia de la
tentación hegemónica recogida en el 'nosotros', al mismo tiempo que pone en cuestión la
brecha incurable de la lengua en relación con la fracturada modernización española. La
crisis de régimen del sistema político español, sugiere Reuben Muñoz, trasciende los
coeficientes económicos, políticos, y morales como paliativos ante la erosión del contrato
social entre el estado y las mayorías populares del momento constitucional de 1978.
Siguiendo las estelas de distintos momentos de la historia española, la escritura
ensayística del novelista español desoculta una región quiasmática en los bordes de las
voluntades electorales y del ciclo de las movilizaciones sociales. En la lectura de Reuben
Muñoz, la exposición entre escritura y política produce una problematización desligante y
abismal de ambos términos.

Por su parte en "La infrapolítica del trabajo y el trabajo de la infrapolítica: la figura de


trabajador y la movilización total", Matías Beverinotti nos ofrece una actualización del
problema del trabajo en la época de la indistinción entre acción y contemplación, trabajo
intelectual y trabajo alienado en la estructura del capital financiero contemporáneo. Para
Beverinotti, el pensamiento de Ernst Jünger sobre la figura del trabajador y de las fuerzas
de la movilización total, ayudan a comprender las nuevas formas flexibles de la
dominación, así como de los procesos de la acumulación planetaria. Con el fin de la
centralidad del trabajador, aparecen modos de subjectivización cada vez más vitales para
la técnica. Beverinotti argumenta que sólo una postura posthegemónica está en
condiciones de dar cuenta de la desintegración de la hegemonía como conflicto central de
la explotación. Las nuevas formas del capitalismo financiero no solo producen mercancías
y consumidores, sino también un nuevo tipo de subjetividad relativa al rendimiento, la
indexación, y el ascenso del valor en todas las esferas de la praxis humana. Para
Beverinotti, la reflexión infrapolítica tiene como tarea un análisis materialista de las
mutaciones del trabajo que ya no pueden ser fetichizadas en la forma económica o en su
reverso político. Como en algunos recientes trabajos sobre economía política 31, la

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propuesta de Beverinotti cobra su mayor relevancia cuando invita a pensar la explotación
más allá de la metafísica de la subjetividad.

¿Quién habla en nombre de la infrapolítica? El artículo “Feminismo, infrapolítica,


extinción” de Gabriela Méndez Cota nos hace esta pregunta desde la perspectiva de la
diferencia sexual y la posible relación entre el proyecto de infrapolítica y el feminismo.
Méndez Cota nos recuerda que la filosofía es una práctica sexuada, según feministas
como Luce Irigaray. Si la infrapolítica busca rehusar las posturas filosóficas o al menos
ontoteológicas, aún no queda claro cómo un pensamiento feminista debe de acercarse a
la cuestión de lo que queda para el feminismo, más allá de la voz de autoridad masculina
dentro de la tradición metafísica. Desde una lectura de la filósofa Claire Colebrook,
Méndez Cota se pregunta por cómo rehusar el transcendentalismo en cada caso como
una práctica de asimilación. De este rehusar viene, para Méndez Cota, el poder inventivo
y la fuerza democratizante de un feminismo más allá de la diferencia sexual como
diferencia corporal y como subjetividades políticas de la mujer. Por eso se vuelve
necesario preguntar por el vínculo crítico con la infrapolítica. La cuestión es cómo pensar
el feminismo más allá de cualquier diferencia reificada, pero también como despeje hacia
un infrafeminismo capaz de suspender la hostilidad hacia cualquier corporalidad
feminizada. Como parte de su análisis, Méndez Cota ofrece un recorrido de los
feminismos latinoamericanos actuales, sobre todo los que están vinculados a la
descolonización, para proponer que existe una tendencia para vincular la diferencia
sexual de la mujer en su cercanía viviente. Ya que la vida está siempre atravesada por la
diferencia sexual, la vida es siempre hasta cierto punto masculina. Es por esta razón que
la figura de la vida siempre se vuelve problemática para el feminismo. Se hace necesario
entonces, para Méndez Cota, un pensamiento feminista más allá de la vida (como la vida
del hombre) y la diferencia sexual, que lleve este tipo de pensamiento cerca de la
reflexión infrapolítica. Méndez Cota analiza esta problemática en la obra de Colebrook,
proponiendo un rechazo de la vida substancializada desde el núcleo de la diferencia
sexual hacia la inmanencia de la extinción.

En "Más allá de la hipótesis hiperbólica: soberanía, ciudadanía e infrapolítica", Claudio


Aguayo desarrolla una lectura que recoge la diferencia ontología heideggeriana, el
síntoma psicoanalítico, y la deconstrucción, con el fin de mostrar un límite interno al
principio legislativo de la ley soberana. Para Aguayo, estas modalidades reflexivas ponen

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en paréntesis no solo la categoría del sujeto, sino más importante aun la secreta relación
entre soberanía, derecho, y crueldad. Un punto de inflexión importante en este trabajo
radica en la crítica a la diferencia antropológica de Etienne Balibar. Para Aguayo, en la
actualidad existen dos modelos irreductibles para pensar el problema de la soberanía: la
deconstrucción que busca trascender más allá del principio del placer ante el otro; y la
propuesta de Balibar sobre la posibilidad de un "más acá" de la impropiedad excedente de
cada constitución ciudadana. Para Aguayo, lo decisivo es que el trámite con el sujeto ya
no puede producir una "clave de la política emancipatoria". En otras palabras, el sujeto de
la liberación siempre implica, en su reverso, sujeción y subordinación a la ley o al exceso
de ley en su excepción. Aguayo concluye con una posición en la que asume el “habitar”
como estrategia infrapolítica capaz de interrogar la ciudadanía y sus correlatos
antropológicos heredados de la escena soberana. Dicha posibilidad queda innombrada,
aunque la infrapolítica apuntaría a una estancia preparatoria de otro comienzo.

Por su parte, el artículo “El nudo infrapolítico y la verdad de la democracia” de Humberto


González Núñez, ofrece una reflexión sobre el pensamiento deconstructivo de Jean-Luc
Nancy, sobre todo en relación con la lectura de éste del Mitsein o ser-con de Martin
Heidegger. González Núñez sugiere que la interpretación del ser-con de Nancy debe de
considerarse como un pensamiento ‘proto-democrático’ e invita a leer su último trabajo
sobre la democracia y su exceso con respecto a la política como extensión de su reflexión
ontológica del mismo ser-con. Retomando la idea del nudo, tal y como la elabora Nancy,
el trabajo propone el término ‘nudo infrapolítico’ para pensar la singularidad plural de la
existencia en su ser-con y como dimensión de la democracia que no se puede reducirse a
la tradición ontoteológica de la metafísica en lo político. En este sentido, afirma González
Núñez, tanto la idea de democracia como la idea de comunismo, dos conceptos que
informan de todo el trabajo político de Nancy, son en realidad reflexiones infrapolíticas que
buscan revelar la imposibilidad de la determinación metafísica de la pluralidad y del
polemos originario que hace que la democracia siempre exceda a cualquier régimen
político.

“Extrañeza de la democracia en Foucault, Derrida y Rancière: acercamiento desde la


infrapolítica”, de Jorge Álvarez Yágüez viene siendo un buen complemento a las
reflexiones de González Núñez sobre la democracia. Álvarez Yágüez propone leer a tres
influyentes filósofos franceses de las últimas décadas para exponer como los orígenes de

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la democracia expresaban un cierto exceso con respecto a la política. Retomando las
reflexiones de los griegos sobre el tema, Yágüez nos muestra cómo la idea de
democracia, desde Platón y Aristóteles, tenía un significado ambiguo y especial entre los
distintos regímenes de la política. A través de un análisis del estudio de Michel Foucault
sobre el lugar de la parresía en las democracias antiguas, de la democracia por venir en
el trabajo de Jacques Derrida y del momento propiamente político fundamentalmente
democrático de Jacques Rancière, Yágüez presenta esta ambigüedad o “extrañeza” al
interior del concepto de democracia, enfatizando su exceso con respecto a lo que
normalmente entendemos por política. Esta extrañeza no es solamente de la democracia,
sino que también nombra la difícil relación entre política y democracia, y por lo tanto
también entre política y pensamiento. ¿Es la democracia propiamente un régimen
político? ¿Es la democracia en realidad el estado real de la política en su polemos
originario? Álvarez Yágüez demuestra que estas preguntas ya se encontraban entre los
clásicos, y que reaparecen de diversas maneras en el pensamiento francés de las últimas
décadas. Para Yágüez la democracia se entiende mejor no como una ultra-política o una
política normativa, sino desde cierta distancia infrapolítica que constituye el límite de la
politeia.

Finalmente, cerramos este número especial con la conversación titulada "Felicidad


infrapolítica" que recoge un intercambio con Alberto Moreiras. La conversación aparece
atravesada por varios núcleos temáticos: la universidad contemporánea y la escritura, la
relación entre infrapolítica y el pensamiento italiano, el archivo hispánico y el agotamiento
de la literatura como alta alegoría y el momento político español. Recorremos estas zonas
y no otras, por la sencilla razón de que muchos de estos temas han sido focos de
reflexión sistemática en el trabajo intelectual y en la escritura de Moreiras en los últimos
años. Por otro lado, la conversación está pensada para introducir zonas de interés de la
reflexión infrapolítica. En este diálogo no se encontrarán principios teóricos ni tampoco
validaciones epistemológicas. Al contrario, se busca, ante todo, la apertura a la reflexión,
al distanciamiento, y al estilo, siempre desde una mirada desacomplejada ante una época
que ha perdido sus referentes de orientación. Pero la infrapolítica no busca convertirse en
referente alguno. La imagen del desierto, por esta razón, aparece en varios momentos del
intercambio. La reflexión infrapolítica anda en la búsqueda de su pliegue
contrauniversitario y sus compañeros de ruta. La infrapolítica propone tan solo un deseo
de pensamiento, más allá de la demanda o la filiación, que también debe tomarse como
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deseo por la reinvención democrática y su apertura de singularización. Por todo ello
esperamos, humildemente, que este dossier pueda contribuir a pensar en qué consiste
esta reflexión intelectual. Cada uno de los trabajos ofrecen una ficción teórica que, en
tanto que resultado de un estilo singular y de un polemos interno, aspiran a preparar las
condiciones para una democracia por venir.

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29
1
Queremos extender nuestros agradecimientos a José Miguel Burgos Mazas, Jorge Álvarez Yágüez, Sergio
Villalobos-Ruminott, y Alberto Moreiras por sus puntillosas lecturas y sugerencias sobre esta introducción.
La versión final de este texto está en deuda con sus lecturas y comentarios.
2
Quizás ningún otro libro ha demostrado la crisis terminal del liberalismo en tiempos recientes como Why
Liberalism Failed (2017), de Patrick Deneen. A diferencias de las críticas al liberalismo histórico por
comunistas o reaccionarios de la revolución conservadora de entreguerras, aquí tenemos un exponente de
la elite norteamericana cuyo diagnóstico asume la crisis de la arquitectónica de liberalismo en su totalidad.
Resulta curioso que la propuesta de Deneen desemboque en una formulación a favor de un particularismo
comunitario, puesto que demuestra la caída del cierre político al nihilismo de época. En otras palabras,
Deneen avanza una crítica demoledora del liberalismo como principio de lo político sin limitarse a una de
sus partes (lo que en Estados Unidos denominan como "liberals"). En términos teóricos, el agotamiento de
los grandes diseños y relatos de la modernidad política también ha sido estudiado por Carlo Galli en
Genealogia della politica: Carl Schmitt e la crisi del pensiero politico moderno (1996). También se destacan
los estudios de Giorgio Agamben en los cuales se muestra que la democracia liberal contemporánea sufre
de una despolitización generalizada, donde la creciente legalidad sobre las formas sociales de la vida se
asume como administración infinita con el fin de marginalizar el vacío de la legitimidad. Por esta razón, para
Agamben, las sociedades democráticas se encuentra en un estado de excepción en potencia.
3
Agamben (2014) ha insistido en el fin de la legitimidad a nivel planetario, asumiendo las tesis schmittianas
sobre el ascenso del legalismo como contrapeso al vacío de legitimización.
4
Pensamos aquí obviamente en el debate Fuller-Hart sobre la interpretación del legalismo en los regímenes
totalitarios, lo cual condujo a modelos de justificación del derecho positivo y natural para el ordenamiento del
liberalismo político. Ver, Fuller (1969).
5
Aludimos aquí a El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes (2008), donde Schmitt desarrolla
su crítica sobre el soberanismo estatal de la temprana modernidad asociada con Hobbes y Bodin.
6
Las críticas de Schmitt a su propia noción de teología política y el principio de soberanía en la forma inter-
estatal europea, aparece en sus libros tardíos Ex captivate salus, La tiranía de los valores, y el diario
Glossarium. Para una interpretación de la posición autocrítica de Schmitt tras su experiencia carcelaria
después de la guerra ver, Villacañas (2016).
7
Ver El nomos de la tierra (2003), donde Schmitt despliega en toda su fuerza su teoría espacial del derecho
público para el ordenamiento del espacio europeo tras la crisis del concepto de soberanía.
8
Una excepción a la posición de la teología política sobre la legitimidad de lo moderno, es la del filósofo
alemán Hans Blumenberg en La legitimación de la edad moderna (2008), quien defendió la Ilustración como
superación de la contingencia del nominalismo cristiano a través de la "autoafirmación" de las fuerzas
antropológicas del hombre.
9
En German Europe (2014), Beck escribe (traducción nuestra): "La dirección que eventualmente tomara el
estado en cuanto a su principio organizativo social y política queda aún abierta. Pero hay al menos dos
escenarios posibles. Yo los llamaría el escenario hegeliano y el schmittiano...y ambas opciones nos remiten
a dos preguntas distintas. En la era de los riesgos globales, ¿puede la política recuperar sus capacidades
de acción? ¿Existe una manera de alcanzar una cooperación transnacional a través de medios
democráticos?" (Beck 2014, p.26).
10
Empleamos la noción de principio general de equivalencia como nombre de la nueva fase del nihilismo
contemporáneo, según el filósofo francés Jean-Luc Nancy en L'Equivalence des catastrophes (Aprés
Fukushima) (2012). Un pensamiento sobre la equivalencia como estructura del contrato social moderno
también puede leerse en El concepto de lo civil (2008), de Felipe Martínez Marzoa.
11
Ver, Heidegger on Being and Acting: From Principles to Anarchy (1987), donde Reiner Schürmann da
cuenta del agotamiento de la economía que organiza la acción. De ahí que hablemos de an-arquía en tanto
crisis de principios fundamentales del sujeto.
12
Según el filosofo Willy Thayer, el nihilismo implica necesariamente una destructuración entre crisis y critica:
"Ni la critica progresista, ni la voluntad teórica de la crítica, constituyen chance alguna contra el nihilismo,
Porque vienen del nihilismo y se adhieran a el como uno más de sus pliegues, abasteciendo su tecnología.
La posibilidad de la crítica esta suspendida para cualquier actividad que se plantea en termino de
superación, de una autonomía discursiva del nihilismo, o de la restauración de una presunta realidad más
allá de su horizonte". (Thayer 2010, p.110).

13En Lacan y el capitalismo (2018), Alemán escribe: "En realidad, el discurso capitalista es una racionalidad
absoluta como lo es la técnica para Heidegger. Incluso este pensaba la técnica como el autentico desenlace
de la razón en su culminación histórica, el discurso capitalista es un nuevo tipo de racionalidad paradójica
fundada en la excepción de lo ilimitado". (Alemán 2018, p.28).
14
Referimos aquí a uno de los últimos textos de Husserl sobre la crisis de la tierra como suelo o espacio del
viviente, ver "Foundational Investigations of the Phenomenological Origin of the Spatiality of Nature” (1981).
15
Hablamos de distancia y no de una destrucción o un afuera, porque esa posibilidad queda hoy innominada
o caída al reverso de la excepción. Solo basta ver como en la llamada "Italian Theory", las relaciones
imbricadas con la herencia de teológica-politica terminan por abastecer las categorías de ese mismo
horizonte teológico (piénsese Cacciari con la figura del katechon; Agamben con el hos me paulino; Esposito
con el averroísmo no ético y el munus comunitario; o Vitiello con la kenosis cristiana). Por lo tanto, la
reflexión infrapolítica sobre el monoteísmo solo puede ser una tarea de deconstrucción infinita que desiste
de la tarea fútil de su superación conceptual o antropológica. Una replica sistemática de lo segundo, puede
encontrarse en Trabajo sobre el mito, de Hans Blumenberg.

16Schmitt escribe (traducción nuestra): "Todavía el siglo dieciocho tenía el coraje y la auto-conciencia de
sostener un principio aristocrático del secreto. En una sociedad que ya no posee ese coraje, no existirá más
un arcano, ni una jerarquía, ni una diplomacia secreta, y ni una política que pueda llevar ese nombre. El
arcano es la esencia para cualquier forma política de gran escala. Todo dependerá de cómo se arregle la
tarima ante la audiencia de Papagenos". (Schmitt 1931, p.75).
17
Esto queda resumido en la insistencia schmittiana por la noción de Katechon inmediatamente después de
la Segunda Guerra Mundial, con lo que se pretendía encontrar una fuente de ordenamiento de grandes
espacios después de la crisis de la soberanía inter-estatal. Otra figura, tal vez menos conocida, es la del
Epimeteo cristiano, que Schmitt tomó del ensayo del mismo nombre del poeta católico Konrad Weiss para
dotar al pensamiento de una fundación de orden jurídico y sentido cristiano. Sobre la relación Weiss y
Schmitt, ver Berman (2018).
18
Aquí referimos el trabajo del psicoanalista argentino Jorge Alemán, quien habla repetidamente de 'las
malas noticias' del psicoanálisis para el sujeto ilustrado. Estas malas noticias no implican un abandono de la
tradición ilustrada, pero introducen el registro del mundo psíquico de la pulsión de muerte para fisurar el
logos transformado en dominación técnica.
19
Tiene razón Alberto Moreiras en su diagnóstico sobre la suma de las posiciones ligadas a la
transformación de lo político en la teoría contemporánea, en la medida en que estas teorizaciones acaban
por retener un mismo principio de lo político como filosofía primera. Ver el intercambio "Felicidad
infrapolítica" incluido en este dossier.

20Sobre la diferencia entre infrapolítica y la biopolítica positiva de Roberto Esposito, ver "Against
Conspiracy" (2018), de Alberto Moreiras.
21
En el prefacio a Antonio Gramsci: Pasado y presente, cuadernos de la cárcel (2018), José Luis Villacañas
avanza la tesis de la hegemonía como principio político civilizatorio tras la caída de la legitimidad. Para una
crítica de la substitución de legitimidad por hegemonía en Villacañas (2018) y Mouffe (2018), y para un
comentario crítico de ambas posiciones ver Muñoz (2018).
22
Si el fin de la legitimidad supone también el agotamiento de los principios, asumir un nuevo principio
mecánicamente termina siendo una prótesis ligada a la voluntad de poder o a un recurso de dominación que
neutraliza el conflicto en lo social. Por eso, contra la idea de nuevos principios, sugerimos una optimización
de la conflictividad política en tanto que 'segunda mejor opción de los riesgos', a la manera que lo ha
sugerido Adrian Vermeule (2013) en el ámbito del constitucionalismo.
23
Una vez más, aludidos al prefacio de Villacañas (2018) sobre la hegemonía como principio civilizatorio
para un nuevo estado ético.
24
La tesis de una singularidad en separación del cierre comunitario aparece elaborada en los trabajos de
Jean-Luc Nancy (2000), Jorge Alemán (2018), o Alberto Moreiras (2018). También ver el artículo de Yágüez
en este mismo dossier.
25
Empleamos la noción de futilidad en el sentido que le dio a esta postura el economista Albert O. Hirschman
(1994).
26
Para posiciones sistemáticas del liberalismo legalista, ver tres de sus más importantes representantes,
Dworkin (1997), Ackerman (2014), y Waldron (2016).
27
La cuestión de un feminismo infrapolítico es una cuestión sumamente importante que todavía necesita de
una reflexión más profunda desde el ámbito de la reflexión infrapolítica. Ver el artículo de Gabriela Méndez
Coto “Feminismo, infrapolítica, extinción” en este dossier. Obviamente, hay vasos vinculantes entre la
distancia de la politico de la infrapolítica, y ciertas derivas del psicoanálisis lacaniano ligadas a nociones
como el deseo femenino, la pulsión de muerte, o el no-todo, tal y como ha sido teorizado por pensadoras
como Joan Copjec, Nora Merlín, o Luce Irigaray.
28
Ver la conversación entre Massimo Cacciari y Roberto Esposito sobre teología política (2014).
29

Schürmann define el fantasma hegemónico como principio último que organiza el verisímil de la
normatividad: “In order to constitute the phenomenality of phenomena, in order to universalize them, a
representational order must organize itself around a principle, a fantasmic referent measuring all
representations. A hegemonic phantasm so conceived not only directs us to refer everything to it, but has,
furthermore, an endless supply of significations, that is to say, normative measures. It is the position to which
all practical and cognitive laws relate, in the final instance, all acts and all phenomena”. (Schürmann 2003,
p.11). Para una lectura que lee los principios hegemónicos en relación a la reflexión infrapolítica, ver Cerrato
(2017).

30
Cabe recordar aquí una serie de números especiales coordinados en diversas revistas académicas sobre
infrapolítica y poshegemonía, entre los que se encuentran "Infrapolitica y Poshegemonía" (2015) en Debats;
"After the Ruin of Thinking: From Localism to Infrapolitics (2015) en Transmodernity; "Infrapolítica" (2016) en
Papel Máquina; "On Reiner Schürmann" (2017) en Política Común Journal; "De otro modo que político"
(2017) en Revista Pléyade; y "In the Shadow of Leviathan: Between Biopolitics and Posthegemony" (2018)
en Paradigmi: rivista di critica filosofica. Para un recorrido más completo de la génesis de la noción de
infrapolítica, ver Álvarez Yágüez (2017).
31
Pensamos aquí en los trabajos recientes sobre Marx que piensan más allá del humanismo del sujeto o de
una mera repetición de la economía política como filosofia de la historia. Pensamos en contribuciones como
An Introduction to the Three Volumes of Karl Marx's Capital (2012) de Michael Heinrich, Estética y
Producción en Karl Marx (2016) de Carlos Casanova, o Fetiche y mistificación capitalistas. La crítica de la
economía política de Marx (2018), de Clara Rama San Miguel.
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Artículo
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Acerca de la posibilidad de una democracia salvaje

Sergio Villalobos-Ruminott

University of Michigan

svillal@umich.edu

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen

El siguiente ensayo intenta desplazar la falsa oposición entre republicanismo y


populismo a partir de matizar las condiciones históricas de los diversos populismos
modernos, poniendo especial atención al caso latinoamericano, y a partir de mostrar
las limitaciones juristocráticas del republicanismo liberal. Nuestro objetivo no solo
apunta a la posibilidad de un republicanismo democrático, distinto al liberal, sino
también a la posibilidad de un populismo no hegemónico que haga posible pensar en
una democracia salvaje, esto es, en una democracia no reducida a su historia auto-
referencial ni capturada por la formas limitativas del derecho, y por lo mismo, una
democracia que pueda ser pensada no solo como régimen político, sino también
como forma de vida infrapolítica, como afirmación de la libertad y fin de la
transferencia y la subordinación.

Palabras clave: Democracia salvaje, infrapolítica, posthegemonía, populismo marrano

Abstract

The following essay attempts to go beyond the false opposition between republicanism
and populism, analyzing the historical conditions of possibility of diverse modern populist
movements, paying special attention to the Latin American case, but also by way of a
critique of the juristrocratic limitations of liberal republicanism. Our goal is not only to show
the possibility of a democratic republicanism, different to its liberal version, but also the
possibility of a savage democracy non-reducible to its auto-referential history snared by
the juridical limitations of the liberal social contract. Savage democracy is not only
conceived of as a political concept or regime, but rather as an infrapolitical form of life, that
is to say, as an affirmation of freedom and as the termination of the logics of transference
and subordination.

Keywords: Savage Democracy, Infrapolitics, Posthegemony, Marrano Populism.

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Por eso, una vez más, no es seguro que “democracia” sea


un concepto de arriba abajo político.

Jacques Derrida, Canallas, 2005.

Hay momentos puntuales en la vida en los que creemos


que podemos estar fuera de la institución, en algún
espacio mágico-salvaje de libertad. Pero eso no dura. No
se puede vivir en el orgasmo permanente. Darse cuenta
de que la política es institución implica avanzar hacia un
republicanismo democrático, que es lo que protege la
posibilidad infrapolítica, es decir, la posibilidad de una
práctica de la existencia en libertad.

Alberto Moreiras, "¿Es el destino del populismo


derechizarse?", 2017.

1. Introducción

La tensión irresoluble entre republicanismo y populismo parece constituir un punto de


inflexión inevitable a la hora de pensar no solo en el destino de nuestras democracias,
sino en la forma en que estas democracias han sido sobredeterminadas por el proceso de
globalización neoliberal. Si la globalización implica una desterritorialización de los criterios
definitorios de la soberanía tanto de los estados nacionales, como de lo nacional popular,
entonces la misma democracia no puede perseverar en sus definiciones convencionales y
debe abrirse a la transformación en curso, arriesgando con ello su propia desvirtuación.
¿Qué hacer en tal caso? Insistir en la democracia como régimen político basado en la
representación, en la autonomía de las instituciones y en la división de los poderes del
Estado, a sabiendas de que las instituciones y la misma división de dichos poderes se

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encuentran amenazadas por los criterios de la acumulación capitalista, ahora
planetarizada; o, alternativamente, abrirse a una confrontación con los límites históricos y
conceptuales de la misma democracia para repensarla en el contexto actual, y para
potenciarla más allá de su historia auto-referencial. Esto último equivale a una nueva
‘invención democrática’, para usar la noción de Claude Lefort (1996), que ya no
respondería a la conjura del lugar vaciado por la muerte del soberano, sino que estaría
atravesada, de un extremo a otro, por la necesidad de pensar la irrupción de lo social más
allá de los límites del Estado nacional y sus recortes identitarios. En este sentido, la nueva
invención democrática necesitaría desplazar no solo la tensión casi irresoluble entre
republicanismo y populismo, sino que también necesitaría pensar más allá de la lógica de
la identidad (nacional, de clase, étnica, etc.) que definió el horizonte político moderno,
siempre que quiera diferenciarse de la tradición liberal-republicana y sus limitaciones
jurídicas.

Las siguientes reflexiones no aspiran a resolver este problema, sino a modularlo según
una determinada lectura de las recientes transformaciones históricas de América Latina,
particularmente referidas a la metamorfosis del Estado, de la soberanía y de la misma
democracia. Lejos de un interés filosófico conceptual, estas notas surgen a propósito de
una cierta coyuntura histórica y es en el marco de dicha coyuntura, de su historicidad
específica, donde tienen sentido. Se trata, entonces, de una lectura dedicada a
desentrañar problemas histórico-políticos y no teóricos o conceptuales, en la vieja
tradición maquiaveliana, es decir, en la tradición que entiende que la producción de un
discurso teórico no se justifica por la pretenciosa universalidad de sus presupuestos, sino
por su apertura a la condición irresuelta de su tiempo.

En tal caso, la aspiración fundamental de nuestras reflexiones apunta a la posibilidad de


pensar una ‘democracia salvaje’, esto es, una concepción de la democracia más allá de
su reducción a la condición de régimen político autoinmunitario. Para tal efecto, partimos
desde la emergencia reciente de formas de populismo no tradicionales, entre ellas, un tipo
de populismo neoliberal y otro asociado con lo que Chantal Mouffe ha llamado un
populismo de izquierda. A partir de ahí, presentamos brevemente las contribuciones de
Ernesto Laclau para pensar la especificidad del populismo latinoamericano, cuestión que
derivó en su formulación, junto a Chantal Mouffe, de la problemática de la hegemonía en
clave post-marxista. Luego intentamos sopesar diversas críticas al populismo
desarrolladas tanto desde perspectivas neoconservadores como republicanas, ambas

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preocupadas con la malversación de la democracia. Para tal efecto, resulta imprescindible
atender a las trasformaciones históricas de América Latina para pensar la refundación del
pacto social ocurrida en la región, en los últimos años, y para pensar a la vez, la misma
metamorfosis histórica del Estado nacional, en el contexto de la articulación del
capitalismo como régimen de producción y de circulación global. Esto nos permitirá
elaborar una crítica de la función del derecho en la democracia contemporánea, función
que asociamos con un presupuesto juristocrático1 que tiende a limitar al republicanismo,
sobre todo en sus versiones liberales e ilustradas.

Si el derecho reglamenta y custodia el orden político para salvarlo (inmunizarlo) de las


dinámicas sociales y de la lógica de la movilización propia del populismo, en esa
autoinmunización corre el riesgo de perpetuarse como orden auto-referente sin atender a
las mismas dinámicas del cambio social. En ese contexto, el populismo tendería a
interpelar esas dinámicas dirigiéndolas contra la autoclausura del orden institucional,
cuestión que despierta los miedos no solo de la elite, sino de una tradición republicana
que piensa las instituciones desde una antropología filosófica naturalizada. Cuestionar
esa antropología implica suspender la clausura juristocrática de la democracia, abriéndola
a sus derivas salvajes (no griegas, sino marranas), es decir, consiste en contaminar el
autos del derecho con la heterogeneidad social sin traducirla forzadamente a una lógica
hegemónica equivalencial.

Sin embargo, antes de llegar a este punto, necesitamos aclarar nuestras diferencias con
la reformulación del populismo desarrollada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pues en
el rigor de sus planteamientos se juega la posibilidad de radicalizar la democracia más
allá de las capturas a las que ellos mismos la someten, siempre que la siguen pensando
como una función del principio de racionalidad que define a la lógica hegemónica
convertida en movilización total. ¿Es posible pensar un republicanismo no sujeto a la
racionalidad hegemónica?, ¿es siquiera imaginable una democracia salvaje más allá de la
lógica juristocrática y su condición auto-inmunitaria?

En última instancia, se trata de cuestionar la pulsión juristocrática que limita al


republicanismo y lo confronta con el populismo, pero también se trata de cuestionar al
populismo como invocación de una movilización total que perpetúa el mito del pueblo y su
irrupción demótica, a pesar de que ahora dicho ‘pueblo” esté constituido mediante una
ontología de lo social históricamente variable. Pensar la democracia más allá de su
identificación con el populismo o con una cierta imagen republicana implica pensar la
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democracia salvaje ya no solo como un régimen o un concepto político, sino como
posibilidad de una forma de vida infrapolítica y no hegemónica, es decir, como posibilidad
de una forma de vida que se sustraiga a la demanda de politicidad y su respectiva
movilización total. Desde esa perspectiva, resulta un tanto paradójico seguir insistiendo en
la hegemonía, pues la hegemonía, cuando se la entiende como algo más que una
descripción de la facticidad del poder contemporáneo, supone una suspensión de la
democracia en función de una racionalidad sacrificial que la difiere en una promesa
ahijada por la filosofía de la historia del capital. Comenzamos nuestro recorrido entonces
estableciendo las condiciones históricas de posibilidad de las actuales manifestaciones
populistas.

2. Emergencia de un populismo neoliberal

Al igual que en la última elección presidencial en Chile (noviembre del 2017), la que contó
con la participación de variados sectores marginados desde la disputa bipartisana entre
La nueva mayoría (ex-Concertación de partidos por la democracia) y Chile vamos,
agrupados en el llamado Frente Amplio; o en Colombia (mayo del 2018), con la contienda
entre el candidato conservador Iván Duque y Gustavo Petro, representante de una nueva
alianza progresista (Colombiana Humana) que redibujó, de una u otra forma, el mapa
político y electoral colombiano; así también en México, la disputa electoral reciente estuvo
caracterizada no solo por la vieja bipolaridad del PRI y del PAN, sino también por la
emergencia de una nueva fuerza política (el Movimiento de Regeneración Nacional,
MORENA) que intenta representar las largamente diferidas demandas de los sectores
populares y romper con el pacto neoliberal que exitosamente ha desactivado las
iniciativas de cambio social y ha perpetuado los niveles de desigualdad y pauperización
en dicho país y en el resto de América Latina.

Sin embargo, la victoria electoral de Sebastián Piñera en Chile (2017), sumada a la


anterior de Mauricio Macri en Argentina (2015) y a la reciente de Iván Duque en Colombia
(2018), junto a la crisis insostenible de Venezuela y Nicaragua, además del golpe
parlamentario sufrido por Dilma Rousseff durante el mes de mayo del año 2016, en Brasil,
parecen marcar lo que ha sido llamado el fin del ciclo progresista en América Latina; aquel
ciclo asociado con los gobiernos de la Marea Rosada cuya agenda re-distributiva
intentaba corregir los excesos del primer neoliberalismo que estragó a la región y que
reorientó sus economías para satisfacer geopolíticamente el ‘Consenso de Washington’, y
económicamente, el llamado ‘Consenso de los Commodities’.2
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El fin del ciclo progresista perece expresarse entonces como un giro hacia la derecha,
difusamente agrupada en una agenda caracterizada por un pragmatismo radical y
oportunista, donde se promete, por fin, alcanzar niveles superlativos de desarrollo
económico, seguridad y paz ciudadana, estabilidad institucional contra las arremetidas
populistas de los sectores anti-neoliberales, usando como argumento repetido hasta el
cansancio, el fantasma del Castro-chavismo en un intento de polarización del campo
electoral y de desactivación de toda política progresista que intente atentar contra el orden
actual. Sin embargo, a diferencia del discurso anti-comunista tradicional, esta nueva
derecha ya no opera según la lógica del containment que caracterizó el periodo de la
Guerra Fría (Williams, 2015), desplazando sus motivos retóricos hacia las problemáticas
‘propias’ de la globalización: migración, narcotráfico, delincuencia, terrorismo, etc. En tal
caso, habría que pensar detenidamente este pragmatismo oportunista de la derecha
regional (y mundial), pues más allá de su declarado anti populismo, no constituye sino una
forma bastante evidente de populismo neoliberal, orientado a perpetuar los procesos de
acumulación y de explotación, mediante un discurso que combina las promesas de la
globalización con una fuerte dosis securitaria (Huysmans 2014).

En efecto, más allá de sus habituales denuncias del populismo, la nueva derecha opera
según un populismo habilitado por el monopolio de los medios de comunicación,
inscribiéndose en el sentido común ciudadano gracias a una profunda destrucción de la
llamada ‘conciencia histórica’. Se trata de una estrategia planificada y coherente donde
los procesos de privatización de la educación, las reformas curriculares orientadas a la
tecnificación y a la profesionalización funcional a la producción, el retiro de las llamadas
asignaturas humanistas y la masificación del espectáculo, junto con la transformación de
los medios de comunicación en instancias de mera reproducción de los discursos
securitarios y de criminalización de la protesta social, reproducen imaginarios sociales
susceptibles a las prácticas demagógicas de una derecha que promete acabar con la
inseguridad y la corrupción, avanzar en el desarrollo y la modernización, y controlar la
invasión de inmigrantes, previamente criminalizados. Desde este horizonte, las tempranas
arremetidas contra las humanidades y la indexación universitaria que marcó los debates
de fines del siglo XX, se muestran ahora no como prácticas de acumulación inconexas o
incoherentes, sino como procesos constitutivos de una política planificada de desmontaje
de lo público, lo común y de la misma democracia.

El populismo neoliberal, marcadamente oportunista, pragmático, securitario, se presenta

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también apelando a un tipo de administración post-ideológica, liviana y desembarazada
del peso histórico del pasado, es decir, se presenta bajo la forma de un olvido compulsivo
que orienta las miradas hacia un futuro casi asegurado de bienestar y crecimiento infinito,
ocultando que dicha promesa no solo radicaliza la trama sacrificial de la filosofía de la
historia del capital, sino que lo hace en el contexto, cada vez más insostenible, de un
desarrollismo devastador cuyas consecuencias ambientales comienzan a hacerse notar
dramáticamente. En este sentido, el hecho de que la derecha neoliberal sea
profundamente populista y de que su populismo esté habilitado mediáticamente, implica
que ya no es posible sostener, ingenuamente, que las actuales disputas políticas en
América Latina se dan entre un sector populista y anti neoliberal y otro republicano y
liberal, sino entre, al menos, dos versiones distintas del populismo. Es aquí entonces
donde necesitamos distinguir el populismo de izquierda y el populismo neoliberal, pues
según esta nueva configuración histórico-política, las críticas liberales y republicanas al
populismo parecen errar e indiferenciarse con la monserga mediática y gerencial de los
actores corporativos y neoliberales, en la medida en que siguen oponiendo, flojamente,
populismo y democracia, sin atender al hecho de que la condición autoinmunitaria del
derecho implica una captura juristocrática de la democracia, que la aleja de las dinámicas
y procesos sociales y la convierte en un sistema administrativo que facilita los procesos de
acumulación y de explotación contemporáneos, y sin atender tampoco a las estrategias
electorales y gubernamentales de la nueva derecha regional (y mundial) que están
modeladas por esa interpelación populista gestional y neoliberal.

Después de todo, en eso consiste precisamente el neoliberalismo actual en América


Latina, es decir, ya no estamos ante un neoliberalismo que, manu militari, se dedicó al
desmontaje de los Estados benefactores (nacional desarrollistas o populistas), mediante
la represión brutal y la implementación sin cuartel de procesos de desregulación y de
liberalización económica en general. El neoliberalismo actual, de segundo orden, parece
haber cambiado su estrategia y ahora se acopla diligentemente con los Estados
nacionales, favoreciendo incluso procesos redistributivos y de gasto fiscal acotado, que
aseguran la contención de las protestas sociales, mientras que los procesos de
acumulación y la distribución de la propiedad y de la riqueza siguen más o menos
intactos. En este contexto, cabría preguntarse si la emergencia de un populismo de
izquierda apunta realmente a un momento anti-neoliberal, o si, por el contrario, solo se
conforma con la promesa indefinida de una democratización que se traduce en la
actualidad en una administración más humana de la economía y de la política. Sobre todo

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si consideramos el cambio en la función histórica del Estado nacional, que lejos de limitar
los procesos de acumulación según los imperativos de la economía nacional, parece
acoplarse ahora a los flujos transnacionales del capital, pasando a cumplir una función
legislativa débil y formalmente regulatoria, por contraste con su papel central en el modelo
de desarrollo tradicional. No se trata de una desaparición del Estado, sino de un cambio
histórico de su función, cambio relativo no solo a las transformaciones de los procesos de
acumulación, sino también a la metamorfosis de la soberanía moderna.

En este contexto, a pesar de que el Vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, siga
insistiendo en que no hay un fin del ciclo progresista en la región, sino un proceso
revolucionario por oleadas, todavía deberíamos ponderar sus afirmaciones no solo desde
el punto de vista de la relación neo-extractivista que favorece a Bolivia respecto de las
demandas del mercado energético internacional (Williams, 2015a), sino también desde el
punto de vista regional, donde la renta excepcional (relativa a la híper-explotación de
recursos naturales: soja, cobre, gas natural, petróleo, etc.), ha permitido una política
paliativa de bonos y asignaciones compensatorias, sin haber radicalizado la democracia ni
alterado significativamente la propiedad de la tierra y del capital. Frente a dicho horizonte
reformista y neo-desarrollista, el populismo de derecha se expresa como una variación
basada en la promesa gestional de una administración técnica y sin corrupción, sin
reparar en que la corrupción, lejos de constituir una variable cultural propia de la
representación ‘orientalista’ de lo latinoamericano, está alojada en el corazón de los
procesos de explotación y acumulación del capitalismo contemporáneo. Antes sin
embargo de abundar en las diferencias entre populismo neoliberal y populismo de
izquierda, necesitamos atender brevemente a la singular experiencia histórica del primer
populismo latinoamericano.

3. Emergencia histórica del populismo latinoamericano

En el libro Las cuestiones (2007) que intenta dar cuenta de las transformaciones históricas
y políticas de América Latina, Nicolás Casullo insiste en la necesidad de evaluar el
populismo latinoamericano más allá de los discursos de las ciencias sociales que se
limitan a denunciarlo y a homologarlo con las experiencias europeas. Según Casullo, el
populismo fue un proceso de movilización que permitió abrir la lógica autorreferente de las
instituciones y del contrato social liberal heredado de las restringidas democracias de
principios de siglo, haciendo posible procesos de democratización económica y social. De
una manera u otra, esta interpretación coincide y complementa el temprano análisis del
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fenómeno populista desarrollado por Ernesto Laclau en Política e ideología en la teoría
marxista (1978), quien nos entrega una serie de elementos que nos permiten no solo
comprender la singularidad del caso latinoamericano, sino sus diferencias con respecto a
las variantes fascistas y neo-fascistas contemporáneas.

En efecto, Laclau fue capaz de elaborar una concepción del populismo positiva, no en
términos ingenuos sino que atendiendo a su especificidad histórica, sin denostarlo desde
alguna posición valórica previa. En términos históricos, gracias a la Primera Guerra
Mundial se produce un proceso de industrialización por sustitución de importaciones que
implicó una demanda de mano de obra desde el naciente sector industrial. Esta demanda
se satisfizo gracias a diversas oleadas migratorias del campo a la ciudad, produciendo, en
la mayoría de los países latinoamericanos, una inesperada concentración de población en
las ciudades y en los puertos. Es decir, debido a este primer proceso de industrialización
se configuran no solo campamentos obreros que recogen a la población flotante,
expulsada de la economía agraria tradicional, sino que se produce también una
transformación de la ciudad, que ya no puede seguir siendo descrita según las nociones
propias del siglo diecinueve. La inmigración desde el campo junto a los procesos de
industrialización y de proletarización transformaron las ciudades ‘patricias’ y las
convirtieron en escenarios tumultuosos donde la política ya no podía seguir siendo una
práctica acotada a los intereses y a las costumbres de la elite. 3 La consecuencia
fundamental de esta ‘urbanización masiva’ fue la emergencia de nuevas estrategias
políticas y culturales para contener a la ahora numerosa población urbana que presionaba
sobre las estrechas instituciones políticas, funcionales a una democracia limitada.

La industria cultural latinoamericana del siglo veinte tuvo en estos procesos un aliciente
fundamental (desde el cine hasta la masificación del fútbol), pero también los partidos
políticos (nuevos y viejos), que atendiendo a las dinámicas de las protestas sociales y a
las exigencias tanto de los trabajadores como de los pobladores por ampliar los
mecanismos de inclusión y de representación, redefinieron sus programas de acuerdo a
este nuevo contingente que podría variar los resultados electorales más allá del cohecho
y las votaciones restringidas del pasado. La importancia del temprano análisis de Laclau
radica en que lejos de las retóricas normativas de las ciencias sociales (en ese tiempo
dominadas por el estructural-funcionalismo y sus concepciones rígidas sobre la
modernidad y la conducta desviada), pero también más allá del esquematismo histórico
del marxismo oficial en América Latina (y su concepción etapista de la historia y de las

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identidades de clase), fue capaz de pensar esta emergencia de lo popular y su impacto en
la política más allá de las condenas habituales. En efecto, mientras que para los discursos
sociológicos el populismo expresaba las anomalías de un proceso incompleto de
modernización y los remanentes de una sociedad tradicional que se resistía a dar el paso
a la modernidad (entendida según el modelo americano), y mientras que el marxismo
condenaba el populismo como expresión de la inmadurez del modo de producción
capitalista en la región, cuestión que justificaba la alianza con las burguesías nacionales
para afincar las llamadas revoluciones democrático-burguesas (condición indispensable
para, en un futuro indeterminado, hacer posible la revolución socialista), Laclau había sido
capaz de elaborar una concepción propositiva del populismo que entendía las dinámicas
históricas de ese momento, y que permitía concebir al mismo populismo como una fuerza
política que terminaría por dinamizar a las instituciones desde demandas sociales
democratizantes.

Dicha concepción es central para su posterior elaboración, junto con Chantal Mouffe, de la
problemática de la hegemonía en clave neo-gramsciana y post-marxista, y el mismo
Laclau llega a sostener, en un momento posterior, que la razón populista es equivalente a
la política tout court. Gracias a este giro interpretativo, para él la configuración de Estados
benefactores o populistas en América Latina no fue una desviación ni un error, como
sostenían las teorías neoconservadoras de la crisis que abogaron por la instauración del
neoliberalismo, sino un logro de la articulación hegemónica de lo popular y lo político
(frentes populares). No olvidemos que dichas teorías neoconservadoras de la crisis
histórica de América Latina provienen en su mayoría de las ciencias sociales y que, de
acuerdo con sus lecturas, la serie de dictaduras y guerras civiles que estragaron al
continente en la segunda mitad del siglo XX, tenían su causa en una serie de factores
relativos a la polarización política y a la sobre-carga de expectativas en torno al Estado,
generadas por la retórica marxista y por las políticas populistas.

Es decir, la llamada crisis de legitimación del Estado en la región era vista como el efecto
lógico de políticas benefactoras o asistencialistas, populistas, clientelistas, cuestión que
habría desembocado en el desarrollo a nivel de la sociedad civil de una “cultura
demandante de Estado”, y a nivel institucional, en un “Estado asistencial”. Desde esta
perspectiva, las dictaduras venían a corregir (esa era su función propedéutica) dicho
problema, favoreciendo un proceso de modernización institucional, que literalmente
coincide con la implementación forzada (como tratamiento de shock) del neoliberalismo. 4

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Por otro lado, esta vocación normativa de las ciencias sociales, debida a su estrecha
relación con el modelo americano de universidad y a la influencia decisiva del estructural-
funcionalismo, está basada en una ‘filosofía de la historia’ tácita o naturalizada, que
funciona como un principio evolucionista y normativo de comprensión de los procesos
sociales (principio heredado tanto de las antropologías contractualistas clásicas como de
los remanentes de la concepción vulgar de la temporalidad del progresismo moderno), y
que suplementa la concepción juristocrática del orden social para producir efectos anti-
democráticos.

Es en este contexto donde encontramos el punto de partida histórico para el desarrollo


posterior de las concepciones de la hegemonía y del populismo. En efecto, en su famoso
libro junto a Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista (1987), Laclau retoma las
premisas de su análisis del populismo latinoamericano y desarrolla una lectura crítica del
determinismo histórico del marxismo occidental y de su reduccionismo, el que le habría
impedido elaborar una concepción adecuada de la política más allá de una lógica de la
necesidad, lógica que le obligaba a reducir la singularidad de los movimientos sociales y
políticos a una determinada concepción teleológica de la historia. Es decir, ambos
autores, retomando la nociones gramscianas de bloque histórico, persuasión, hegemonía
y antagonismo político (a las que sumaron una lectura del psicoanálisis lacaniano, del
post-estructuralismo en general, junto a su recepción de la lingüística saussuriana), fueron
capaces de romper con el determinismo de clase, con el panlogicismo de la noción de
contradicción (entre las relaciones sociales de producción y las fuerzas productivas) y con
el reduccionismo económico, para producir una noción de antagonismo político marcado
no por la centralidad de la clase obrera, sino que constituido por la lógica discursiva de
articulación hegemónica que, incorporando los desarrollos de la lingüística post-
descriptiva contemporánea, ponía atención a la lógica del significante y al punto de
aglutinación del sentido (point de capiton), denominado también como significante vacío.
Así, la política ya no se concibe como una actividad gestional que consistiría en la
implementación de una agenda predeterminada por los intereses de clase y ejecutada por
actores organizados según posiciones e identidades definidas ahistóricamente, sino que
la política consiste ahora en la posibilidad de producir discursivamente antagonismos que
dividen el campo de significación entre aquellos que detentan el poder y aquellos que lo
resisten, es decir, entre hegemonía y contra-hegemonía.

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Por supuesto, al haber desechado el marxismo convencional y al haber reemplazado la
lógica de la necesidad con la lógica de la contingencia que definía la forma en que se
configuraban las articulaciones hegemónicas, Laclau y Mouffe no habían renunciado a la
tradición democrática y socialista occidental, a la que intentan colocar como horizonte
último de una política orientada a la radicalización de la democracia (la convergencia de
igualdad y libertad). Pero este giro discursivo, resistido hasta hoy por la ortodoxia marxista
y sus diferentes actualizaciones, implicó también una concepción post-ontológica o post-
fundacional (Marchart 2007) de la política y de lo social, cuestión difícil de asumir para
muchos teóricos normativos del derecho y de la democracia, que adivinan en la noción de
contingencia un vicio pragmatista desvinculado de la esfera valórica, en extremo peligroso
para la democracia, entendida como régimen político que encarna la disposición moral y
racional del género humano.

Gracias a todo esto, la propuesta de un populismo de izquierda capaz de movilizar y


producir antagonismos políticos, más allá de las identidades de clase, en función de una
radicalización de la democracia, aparece como una posición controvertida pero relevante
en la actualidad. Desde On Populist Reason (2005) de Laclau, hasta el reciente For a Left
Populism (2018) de Chantal Mouffe, y lejos de las diatribas anti-populistas de neoliberales,
conservadores y republicanos clásicos, pero lejos también de marxistas, normativistas y
teóricos de la comunicación, el populismo es pensado como lógica de la política,
entendida como una práctica sin fundamento, es decir, como una práctica discursiva que
no responde a ninguna filosofía de la historia (ilustrada, desarrollista o marxista) y que no
se ancla en ninguna concepción economicista o identitaria. Sin embargo, al haber
desplazado el fundamento ontológico del marxismo y haber disuelto las identidades de
clase como garante último de una política emancipatoria, esta concepción del populismo
solo puede definir su orientación de izquierda a partir de su propia identificación con el
campo anti-neoliberal contemporáneo.

En este sentido, la hegemonía como concepto que describe el funcionamiento del poder,
pero que también define una determinada estrategia política, ahora se muestra como el
nombre de un proceso de interpelación configurado a partir de una demanda compartida
en una determinada articulación discursiva. Hay hegemonía neoliberal, que describiría la
forma de organizar el poder en las sociedades contemporáneas, pero también hay contra-
hegemonía anti neoliberal, que define la potencial articulación de muchos sectores en
torno a un significante contingentemente definido por su oposición al neoliberalismo. Sin

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embargo, esta oposición al neoliberalismo no puede ser confundida con el anti capitalismo
de los movimientos revolucionarios del siglo XX, pues sigue pensando su propia eficacia
política a partir de la trasformación de las demandas anti-neoliberales o contra-
hegemónicas en políticas públicas que restituyan un equilibrio en los Estados
democráticos contemporáneos, subsumidos a la lógica salvaje de la acumulación y a la
hegemonía post-política neoliberal (Mouffe 2018).

De esta forma, la radicalización de la democracia que aparecía como subtítulo del famoso
libro que inaugura su concepción de la hegemonía, se muestra ahora, en el trabajo de
Mouffe, como una política inscrita al interior del Estado europeo contemporáneo, haciendo
que el socialismo funcione como un ideal regulativo de la política, la que debe
concentrarse en la permanente ampliación de la cadena equivalencial que posibilita a la
hegemonía, subordinando así el tiempo kairológico del cambio social a las ordenadas
dinámicas parlamentarias de una democracia ideal. El realismo político que está a la base
de esta modesta aspiración parece ignorar el hecho de que la misma democracia está
permanentemente amenazada, pero no por el populismo que funciona como vector de
movilización, sino por la reducción neoliberal del Estado y la naturalización de una lógica
administrativa post-política, incluso a pesar de que la misma Mouffe entienda al populismo
de izquierda como recuperación de la política, pues se trata de una política
convencionalmente remitida a la gestión estatal y administrativa de las democracias del
norte de Europa.

De todas maneras, no hay que olvidar que el sujeto último de la hegemonía no existe
como tal, es decir, la hegemonía no opera según una lógica identitaria clásica, sino de
acuerdo a un proceso de identificación a través de la cadena equivalencial. De ahí
entonces la actualidad de este análisis, pues no se trata de pensar la hegemonía en
términos de identidades económicas o jurídicas, sino como efecto de un proceso político
de construcción (articulación). En otras palabras, el pueblo del populismo entendido según
las premisas de Laclau y Mouffe, no existe, sino que debe ser producido en la misma
lógica hegemónica de articulación. Esto debería ser suficiente para distinguir el populismo
propugnado por estos autores, del populismo entendido convencionalmente como lo
hacen los teóricos tradicionales y los medios de comunicación, que no dejan de
cuestionar la forma en que dicho populismo interpela, manipula y expropia la libre
voluntad del ‘pueblo’. Pero también nos permite pensar en la lógica del populismo más
allá de su anclaje en lo nacional popular que fue la fictive ethnicity distintiva de la

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formación histórica de las sociedades latinoamericanas (Williams 2002). Y quizás sea este
el paso que estos teóricos no dan, no por mala voluntad, sino por no haber renunciando a
la racionalidad hegemónica que terminó por reemplazar la lógica de la necesidad y de la
identidad de clases, por una concepción Estado-céntrica que piensa la política todavía al
interior del marco histórico de la soberanía nacional. Si el pueblo de este populismo
responde a una articulación política, dicha articulación, sin embargo, sigue operando al
interior del mismo marco nacional estatal, es decir, sigue enmarcada en el horizonte onto-
político moderno. Salir de dicho ‘enmarcamiento’ implica atender a las transformaciones
del mismo Estado nacional y a los procesos de metamorfosis de la soberanía. Pero
también implica la elaboración de una teoría del inmigrante como vector de contaminación
inédito.5

En tal caso, la elaboración del populismo en términos no esencialistas, o post-


fundacionales (más allá de lo problemático del término), implica que las críticas al
populismo convencional no funcionan muy bien para desactivar las pretensiones políticas
y heurísticas de la concepción desarrollada por Laclau y Mouffe. En dicha concepción, no
parece haber necesidad de substantivar una identidad pre-constituida, ni tampoco
necesidad de subordinar permanentemente la contingente voluntad popular a las
decisiones autocráticas de un líder carismático. A la vez, la postulación de una ontología
históricamente constituida en términos de prácticas discursivas hace inviable oponer a
este populismo una determinación ética basada en un presupuesto trans-histórico (la
moral, el bien, la verdad, las instituciones, el derecho, etc.), pues extremando la
desvinculación moderna de ética y política, para ellos, más allá del horizonte democrático
y socialista, no hay ninguna determinación trascendental de la política, en la misma
medida en que la política, esto es, el populismo, tampoco expresa ninguna predisposición
del hombre a un progreso ético, político o social.6

4. La captura juristocrática

Permítanme ahora volver brevemente a la situación latinoamericana. Si el primer análisis


de Laclau estaba referido a los populismos latinoamericanos clásicos, sus contribuciones
últimas estaban orientadas a reforzar las agendas reformistas de los gobiernos de la
Marea Rosada, particularmente en Argentina. Entre una ocasión histórica y la otra median
una serie de procesos dictatoriales y de guerras civiles que terminaron por cambiar
radicalmente al continente. En efecto, los sucesivos golpes de Estado (Brasil, Paraguay,
Chile, Uruguay, Argentina), sumados a las cruentas guerras civiles (Perú, Colombia,
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Centroamérica), más allá de haber ocurrido en el contexto geopolítico de la Guerra Fría y
de la lucha contra el comunismo, produjeron en realidad la desactivación de las agendas
reformistas de los Estados benefactores y, finalmente, el desmontaje de dichos Estados
en nombre de una nueva racionalidad política y económica implementada a la fuerza en la
región. La gran obra de la contrainsurgencia latinoamericana no fue la derrota del
comunismo, como tanto se repite, sino la destrucción de la democracia en nombre de un
proceso de modernización y de desregulación económica radical que derivó en la actual
globalización neoliberal.7

Por consiguiente, hacia fines de los años 1980 y comienzos de los 1990, cuando en el
ámbito internacional se declaraba la crisis de la Unión Soviética y la caída del bloque
socialista, en América Latina comenzaban a darse procesos transicionales desde las
dictaduras militares hacia la democracia y, paralelamente, procesos de pacificación y
desarme que terminaron eventualmente con los acuerdos de paz en Centroamérica, y con
la desmovilización gradual de las fuerzas guerrilleras en otras partes del continente. Esto
reverberó en una serie de debates relativos tanto a la naturaleza de las ‘nuevas’
democracias, como a la violencia política y militar y a la necesidad de esclarecer el
pasado y en él, las brutales violaciones a los Derechos Humanos perpetradas por los
ejércitos nacionales en nombre de la democracia y la libertad. Bien podría sostenerse que
la serie de informes sobre la situación de los Derechos Humanos en la región, incluyendo
casos de exterminio, exilio, prisión política y tortura, constituyen simbólicamente algo así
como un nuevo contrato social, indispensable para avalar las nacientes democracias y
para reemplazar el históricamente averiado contrato social anterior.

En esta refundación del pacto social, pronto se hizo evidente la necesidad de nuevas
constituciones, cuestión que derivó en los procesos constituyentes de Colombia, Ecuador,
Bolivia y Venezuela, contrastando con el caso chileno, cuya Constitución fue
fraudulentamente fraguada e impuesta en 1980, durante los años más cruentos de la
dictadura de Pinochet (Cristi y Ruiz-Tagle, 2007). Sin embargo, a pesar de esta
refundación simbólica del contrato social, los nuevos gobiernos latinoamericanos
siguieron atados a los criterios del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional,
criterios que definieron el marco económico y político a nivel regional según un principio
de gobernabilidad administrativa, suplementado por una retórica justicialista que
fetichizaba el problema de los Derechos Humanos como una cuestión del pasado, sin
atender a la perpetuación de la violencia en las dinámicas económicas actuales. El marco

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general de gobernabilidad, entonces, caracterizado por políticas orientadas a mantener un
gasto fiscal responsable, equilibrios macroeconómicos, pagos puntuales de la deuda
externa y bajas políticas arancelarias a nivel de los impuestos a la ganancia y a las
importaciones, terminó por constituirse en el verdadero contrato social dominante desde
entonces, limitando los procesos de democratización que fueron leídos como cambios
puntuales de régimen político. En este contexto, las teorías sociológicas que habían
caracterizado el populismo anterior como anomalía de la modernidad latinoamericana, se
apuraban ahora en festejar el proceso de globalización neoliberal, a partir de una
concepción de la historia regional que leía los conflictos armados y las dictaduras militares
como consecuencia de una polarización política e ideológica cuya responsabilidad última
estaba en las retóricas marxistas y populistas del pasado. La globalización aparecía
entonces como un signo que venía a confirmar que América Latina, por fin, había
alcanzado su ‘mayoría de edad’.

Gracias a esta sobre-escritura del pacto social, los años 1990 estuvieron marcados por
democracias tuteladas y tibios procesos de democratización formal, cuestión similar al
escenario post-político laborista propio de la tercera vía, que piensa la política ya no como
un campo de antagonismos, sino como un mera administración de la economía con
criterios sociales de mercado. Si Mouffe insiste en un populismo de izquierda que sea
capaz de romper con la lógica post-política representada por la tercera vía europea, en
América Latina, la posibilidad de romper con las teorías formales y limitadas de la
democratización (Przeworski 1995), comenzó a manifestarse con los primeros gobiernos
de centro-izquierda en la región, a comienzos de la década del 2000. Se trata de la Marea
Rosada, como se ha denominado al ciclo progresista en América Latina, es decir, de una
serie de gobiernos retóricamente anti imperialistas, dispuestos a romper los equilibrios
macroeconómicos, pero todavía dependientes de la renta extraordinaria derivada de la
híper-explotación de recursos naturales.

Es esto justamente lo que habría que comprender, el carácter auto-limitado de tales


gobiernos, pues si por un lado, llegaron a convertirse en alternativas político-
administrativas gracias a la forma en que capitalizaron la movilización social, por otro lado,
a pesar de contar con el apoyo de bastos sectores poblacionales, no fueron capaces de
traducir dicha movilización en un proceso instituyente y democratizador, quedando
atrapados en el pacto juristocrático y en el marco de la gobernabilidad neoliberal. Más allá
del optimismo militante que ha llevado a varios intelectuales contemporáneos a leer

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dichos gobiernos como ejemplos radicales de un momento post-neoliberal (Beverley
2011), todavía necesitamos pensar la forma en que la dinámica movilizadora y populista
de izquierda que los hizo posible, fue desactivada, pues esa desactivación es la clave de
la pax neoliberal en la región.

Cabría preguntar entonces ¿porqué parece haber terminado el ciclo progresista en


América Latina?, ¿porqué no fue capaz de ratificarse a nivel electoral (más allá de la auto-
perpetuación de algunos liderazgos regionales sostenidos en una excepcionalidad
obvia)?, ¿porqué la nueva derecha y su populismo tecno-mediático volvió en varios
países (Colombia, Argentina, Chile) como alternativa efectiva de gobierno? Frente a estas
preguntas no parece plausible la tesis de la conspiración que culpa al imperialismo
norteamericano de boicot e intervención. El ciclo progresista estaría agotado porque fue
incapaz de escapar desde la captura neoliberal de la política, captura que implicó, y aún
implica, la mediación burocrática de las luchas y reivindicaciones sociales a partir de
regímenes institucionales cooptados por los intereses corporativos del capital
transnacional. Dicha captura opera, para decirlo de otra forma, de manera juristocrática,
es decir, opera desde una concepción de la ley no solo inmodificable, sino que funcional a
la contención de las demandas sociales, descartándolas como improcedentes,
polarizadoras o populistas en general.

No se trata de un argumento economicista, sino de un diagnóstico de la estructura política


representacional y sus tendencias antidemocráticas a la perpetuación y a la reproducción
del statu quo. No solo ahora, sino durante toda la moderna historia política
latinoamericana. Si el populismo clásico fue un vector de movilización que terminó
ensanchando las restringidas democracias de mediados del siglo XX, la serie de
gobiernos de la Marea Rosada, temerosos de la posible polarización y del fantasma del
populismo, fueron incapaces de trascender el marco neoliberal y fáctico que definió los
márgenes de la política en términos de seguridad y gobernabilidad. Prueba de esto da la
existencia de numerosos movimientos sociales para-estatales que, más allá de haber
posibilitado el mismo ascenso de los gobiernos progresistas en la región, no se identifican
plenamente con la gestión gubernamental y manifiestan su desacuerdo constantemente
(movimientos comunales, indígenas, estudiantiles, ecológicos, feministas, etc.). Es decir,
el ciclo progresista se habría agotado precisamente por no haber abrazado la dinámica
movilizadora de estos movimientos y por no haberlos usado como motor de un proceso de
institucionalización salvaje (donde la ley y las instituciones son prótesis al servicio de la

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vida en común), institucionalización que hubiese permitido desbaratar la captura
juristocrática de la política. En cambio, prefirieron neutralizar y desactivar dichos
movimientos desde la promesa de un desarrollo social y económico que por fin
respondería a sus demandas, sin reparar en que dicho desarrollo, más allá de su
dimensión compensatoria (bonos y asignaciones extraordinarias), seguía enmarcado en el
estrecho ámbito de la gobernabilidad neoliberal8.

Cabe acá entonces una segunda pregunta relativa al rol que las nuevas fuerzas políticas-
electorales de izquierda podrían cumplir hoy en día, en el marco neoliberal y más allá de
él. Desde el Frente Amplio en Chile hasta MORENA en México (incluyendo a Podemos en
España), habría que determinar si se trata de procesos de ajuste interno a la misma
estructura política y clientelar, donde sectores jóvenes y profesionales quieren adelantar
su acceso a los puestos del gobierno y de la administración pública, saltándose la
mediación de las viejas y desgastadas estructuras partidarias, o si se trata de
articulaciones capaces de romper con la captura neoliberal de la política y atender a las
conflictivas dinámicas sociales en el marco de un neoliberalismo de segundo orden, que
ya no se opone al Estado, sino que lo funcionaliza como instancia de contención para el
libre despliegue de sus procesos de devastación y acumulación. El viejo populismo
progresista, que tantas conquistas sociales produjo en América Latina, y que ha sido
sistemáticamente demonizado desde el nuevo populismo tecno-mediático de la derecha
neoliberal, fracasó en la medida en que reprimió su configuración propiamente populista,
escondiendo su deseo de cambio social en la sublimación administrativa de sus pulsiones
políticas. Frente a ese viejo populismo, no basta con la lógica jurídica y liberal
republicana, pues el pacto juristocrático parece preferir su propia perpetuación a su
posible modificación. Es decir, sin la movilización populista no pareciera haber posibilidad
de modificación del pacto neoliberal, pues el populismo no solo es inherente sino
necesario para el pensamiento republicano, siempre que éste quiera ir más allá de su
propia constatación formal como imperio de la ley. En otras palabras, un republicanismo
democrático no puede sosegar la irrupción demótica de lo popular desde la mediación
sublimadora del deseo de cambio; debe, por el contrario, radicalizar su deseo de
institucionalización a partir de una teoría de lo institucional abierta a la contingencia
histórica de las luchas sociales. Se trata de instituciones blandas o débiles, susceptibles
frente a la invención democrática y no configuradas según la lógica inmunitaria del orden
juristocrático. Es por todo esto que las críticas del liberalismo republicano al populismo
fallan, pues conciben el fenómeno populista ex-nihilo, como acaeciendo en un vacío
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histórico privado de juegos de fuerza y poder. Pero el populismo no proviene sino de una
compleja trama de fuerzas sociales que presionan sobre las formas jurídicas inmunitarias
de la democracia, de la misma manera en que la ley y las instituciones tampoco provienen
de la hipotética condición natural de los hombres que, en un estado de naturaleza pre-
histórico y pre-político, habrían decidido firmar un contrato tácito e intemporal.

Así entonces, la amenaza del populismo no puede seguir siendo pensada como
malversación de la democracia, pues la democracia misma está ya siempre amenazada
por sus propias formulaciones inmunitarias. Se trata de ir más allá de esta paradoja. Si el
populismo de izquierda puede ser concebido como una estrategia destinada a interpelar la
irrupción social de vastos sectores poblacionales para dirigir sus demandas hacia el
Estado y sus instituciones, en vistas de un proceso de democratización permanente9,
todavía parece necesario desarrollar lo que Miguel Abensour llamó una democracia contra
el Estado (1998), basada en procesos instituyentes no cooptados por la lógica neutral del
Estado moderno y sus recortes soberanos. No se trata de fetichizar, sin embargo, el
‘movimientismo’ y quedar atrapados en el fulgor de la irrupción demótica, pero tampoco se
trata de refugiarse en la probidad neutralizante de las instituciones y su tendencia a la
perpetuación juristocrática del statu quo; se trata, por el contrario, de un institucionalismo
salvaje, capaz de desbordar el contrato social neoliberal y de horadar los límites
identitarios y territoriales de sus definiciones.10 Pensar ahí los procesos migratorios sin
remitirlos a las políticas de identidad, es pensar en la deriva marrana en el corazón de la
democracia moderna, cuestión que nos lleva más allá de la oposición entre populismo y
republicanismo liberal. Nos lleva a pensar en la necesidad de un contrato social en el que
el derecho, como forma histórica de imaginar la vida en común, no quede sobrecodificado
por los presupuestos normativos y productivistas del capitalismo global. Para agregar
algunas observaciones al respecto, nos concentraremos ahora en las contribuciones de
Alberto Moreiras y su propuesta de un populismo marrano.

5. Populismo marrano y democracia salvaje

Como decíamos anteriormente, la posibilidad de pensar en un populismo capaz tanto de


diferenciarse de su versión neoliberal contemporánea, como de movilizar a la sociedad
para destrabar la política desde su captura jurídica e institucional, favoreciendo procesos
de expansión y de integración democrática, más allá de las naturalizadas nociones
propias de la tradición liberal, se veía limitada por la forma en que la lógica equivalencial
propia de la hegemonía suponía no solo una traducción de muchas posiciones singulares
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en una cadena discursiva contingentemente aglutinante, sino también suponía un
diferimiento de las demandas en función de un cálculo estratégico que asegurase las
condiciones de posibilidad de la misma hegemonía. En efecto, el potencial movilizador del
populismo es desactivado desde la articulación hegemónica que, en principio lo necesita
para su propia constitución, pero luego debe neutralizarlo para su propia consagración. No
hay hegemonía sin ese potencial disruptivo, pero tampoco hay hegemonía sin su
desactivación. Si esto es así, entonces el problema no radica en la eventual producción
de una contra-hegemonía democrática de izquierda, sino en un cuestionamiento detenido
de la misma hipoteca democrática implícita en la racionalidad hegemónica.

A esto se debe nuestra distancia con la homologación de hegemonía, populismo y política


presente en el trabajo de Laclau y Mouffe, y aunque nos parece que sus contribuciones
son muy relevantes, y que escapan a la sospecha liberal respecto del populismo
convencional, todavía sin embargo hay ciertas limitaciones en dicha homologación que es
necesario sopesar. Agruparé en tres las críticas a la cuestión de la hegemonía, para
facilitar la comprensión del lugar específico en que la postulación de un populismo
posthegemónico, marrano o anárquico, en el trabajo de Alberto Moreiras, tiene mayor
alcance.

a) En principio, se podría cuestionar la noción de hegemonía en su pretensión descriptiva


o analítica actual, siempre que el poder contemporáneo ya no parece proceder mediante
el modelo de configuración persuasivo tradicional, esto es, parece constituirse como una
dominación sin hegemonía, para usar la expresión con la que Ranajit Guha caracterizó la
especificidad del domino inglés en la India colonial (Guha 1998). En tal caso, la
hegemonía sería una noción geopolítica desplazada por la reconfiguración de una razón
imperial que puede prescindir de la mediación contractual clásica y sus procesos de
persuasión ideológica. La facticidad del poder operaría legitimándose de manera
retroproyectiva (ex post facto), y la incapacidad de atender a esta dinámica deja al
pensamiento político contemporáneo atrapado en la problemática de la legitimidad, sin
entender la constitución fáctica de los estados canallas (Derrida 2005 11).

b) Un segundo orden de críticas proviene de las contribuciones elaboradas por Jon


Beasley-Murray en su libro Posthegemony (2010), donde se muestra no solo la
configuración molar y culturalista de los conceptos propios del pensamiento hegemónico,
á la Laclau y à la Gramsci, sino donde se establece la correlación entre los énfasis en el
plano genérico y discursivo de la interpelación hegemónica y el culturalismo rampante de
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los estudios culturales norteamericanos (y latinoamericanistas), esto es, de aquellos
estudios etnográfico-culturales ya neutralizados desde un ‘orientalismo’ de nuevo tipo.
Beasley-Murray desplaza la misma noción de hegemonía y sus presupuestos liberales
naturalizados para atender a las prácticas materiales y afectivas que configuran acciones
y habitus en la población, entendida de acuerdo con la noción negriana de multitud. De tal
manera, desde el punto de vista de su desplazamiento, ‘no hay ni nunca ha habido
hegemonía’, en la medida en que la hegemonía es solo un relato construido a posteriori
sobre la forma en que las prácticas sociales se relacionan y se afectan mutuamente, de
manera positiva o negativa.

c) Si las primeras objeciones apuntan a la naturaleza misma del poder contemporáneo,


las segundas apelan a una ontología de carácter espinozista para desplazar los
inadvertidos presupuestos liberales en la teoría de la hegemonía. El tercer tipo de críticas,
desarrollado al interior del Colectivo Deconstrucción Infrapolítica, cuestiona la hegemonía
no solo en cuanto concepto descriptivo adecuado para pensar las dinámicas del poder
contemporáneo, ni le opone una política de los afectos compensatoria, sino que intenta
desocultar la relación constitutiva de hegemonía y dominación, más allá de si hablamos
de una hegemonía de izquierda o de una contra-hegemonía. En principio, el problema de
fondo con la hegemonía es que difiere y traduce las singularidades sociales desde un
cálculo estratégico que solo se hace viable mediante una concentración del poder, vía
transferencia, hacía un punto o memento que, aunque coyuntural, representa a los
demás. Esa transferencia implica un giro verticalista que en la misma medida en que
divide el campo de significación política entre un ‘nosotros’ y un ‘ellos’, también lo divide
entre un líder y sus seguidores. En este sentido, apunta Moreiras:

Los proponentes de la hegemonía, a nivel interestatal o intraestatal, pueden quizá


alimentar su ilusión de que hay dominaciones y dominaciones, y de que algunas son más
generosas y amables que otras, y quizá no estén equivocados. Pero eso no implica que la
teoría de la hegemonía no retorne siempre en cada caso al corazón de la vieja noción de la
política entendida como búsqueda del monopolio exclusivo de la violencia, que no es
nunca, para usar ciertas frases de Maquiavelo, sino el interés de los gordos que buscan la
dominación de los demás; mientras que los pequeños solo quieren no ser dominados. La
posthegemonía está resueltamente del lado del rechazo de la dominación, y es en ese
sentido no solo pensamiento democrático sino condición hiperbólica de la democracia: no
hay democracia sin posthegemonía, aunque pueda haber posthegemonía sin democracia.
(Moreiras, 2018a: 93).

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En efecto, Moreiras elabora su crítica a la hegemonía desde una concepción anárquica y
posthegemónica, cuestión que le permite pensar más allá de la misma política,
desbaratando su homologación con la existencia. A la vez, gracias a su cuestionamiento
de la lógica equivalencial y transferencial de la hegemonía, podemos pensar en un
populismo marrano o posthegemónico, es decir, en un populismo entendido en términos
de movilización democratizadora y ya no como un momento constitutivo de la hegemonía.
La consecuencia fundamental de esta separación entre hegemonía y populismo es que el
populismo aparece como un momento constitutivo de la política, como el momento de su
activación o movilización, pero de la misma manera, la política, que ya no es pura
administración sino democratización, no ocupa todo el espacio social-individual de la
existencia. La relación no política con la existencia, entonces, es precisamente lo que la
política democrática radical, movilizada por un populismo marrano anti-identitario y anti-
verticalista, debe proteger, para evitar la subsunción totalitaria de la existencia al ámbito
de una politicidad que si bien puede robarle tiempo al capital y sus procesos de
producción, intenta al final recapitalizar dicho tiempo en su propia perpetuación. Como
escribe Moreiras:

Para decirlo claramente, si el populismo ha de incluir verticalización e identitarización,


entonces es necesario ser antipopulista, desde la democracia. Si el populismo no tiene
necesariamente que incluirlas, sino que puede y debe excluirlas en la medida de lo posible
como forma de profundizar en sus dos criterios mínimos en el sentido de la
democratización, entonces el populismo es, como insistía el Laclau tardío, condición
irrenunciable de la política. (Moreiras 2018, p.83).

Para Moreiras entonces, la posthegemonía es un para-concepto cuya función prioritaria es


la de establecer una relación deconstructiva con la política en sus versiones
convencionales (marxistas, liberales, republicanas, etc.). En otras palabras, la
posthegemonía, como deconstrucción de la racionalidad hegemónica, permite una
interrogación de la politicidad moderna, y por eso, no se trata simplemente de una
alternativa teórica para pensar la política sin más, sino que en la medida en que pone en
cuestión la misma operación constitutiva de la política (dominación y monopolio del
poder), abre la posibilidad de una relación distinta con su demanda, una relación
infrapolítica. Como sea, estamos acá frente a varios desplazamientos relevantes. Por un
lado, la condición anárquica o posthegemónica del populismo no implica la restitución del
anarquismo histórico, ni de las teorías políticas relacionadas con él, sino la proposición de
una práctica política desujetada de la economía principial que organiza tanto la historia del

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ser qua onto-teología, como la misma historia humana en términos onto-políticos:

Anarcopopulismo es otra forma de hablar de populismo marrano o posthegemónico.


Anarquía no en el sentido clásico de la teoría política de finales del XIX y principios del XX,
sino anarquía en el sentido de que no debería haber ningún arché, ningún principio que
dirija la política. Una política principial es siempre una política opresiva. Opresiva no sólo
para los que no acepten el principio, sino también para aquellos que aceptan el principio, y
que por tanto, aceptan su propia sumisión: lo que se llamaba servidumbre voluntaria. Ése
es el gran problema de la teoría de la hegemonía y de cualquier populismo que se piense
desde la teoría de la hegemonía. Es un problema estructural, inevitable. De nuevo: Laclau
hablaba con enorme sabiduría de la forma de la política a través de cadenas de
equivalencia. Y tenía razón, porque funciona así, es una cuestión fáctica. Pero para mí la
política real supone intervenir en lo fáctico, es decir, tratar de modificarlo y matizarlo en un
sentido que sea interesante, y que se mueva hacia la libertad. (Moreiras 2017).

El anarcopopulismo como política sin arché entonces no debe confundirse con un


pragmatismo oportunista, pues la falta de principios apela al agotamiento de las mismas
nociones referenciales que organizan a la política según el relato providencial de la
filosofía de la historia. En otras palabras, el anarcopopulismo se opone al identitarismo y
al verticalismo en la medida en que siempre busca radicalizar la democracia no solo como
régimen político representacional, sino como forma de vida sostenida en un tiempo
substraído tanto a la política como al capital. Este anarquismo, lejos de su instanciación
histórica, constituye un pasaje hacia una relación otra con la demanda política, un pasaje
hacia una relación no política con la existencia, a la que denominamos infrapolítica 12.

Por otro lado, al desvincular populismo y hegemonía, ya no parece tener sentido hablar de
un populismo de izquierda, el que develaría su condición de remanente en el imaginario
reformista de Laclau y Mouffe. ¿Qué hace que un pensamiento y una práctica sean de
izquierda en un mundo que ve desaparecer la arquitectónica que le dio forma durante los
últimos siglos? No se trata solo de aceptar la tesis geopolítica sobre el fin de la
modernidad y la emergencia de un interregno hasta ahora insuperable (cuestión en la que
coinciden muchos pensadores contemporáneos), pero tampoco basta con la reanimación
del relato marxista sobre la lucha de clases como conflicto central y su inherente
geopolítica (la misma que el pensamiento postcolonial repite: norte y sur). Se trata de
pensar el populismo como vector de movilización que se resiste a dos limitaciones
puntuales, exacerbadas por su codificación hegemónica: el verticalismo y el identitarismo.
Es esto lo que caracteriza la fuerte crítica de Moreiras tanto al proceso boliviano como a

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Podemos en España, en la medida en que ambos procesos no solo comparecen a la
escena identitaria post-colonial contemporánea, sino que traicionan la condición dinámica
de la movilización que les hizo posible en primer lugar, desde la configuración
hegemónica y su lógica verticalizante.13

A la vez, la noción de populismo marrano no debería llevar a la confusión identitaria, muy


frecuente para un tipo de pensamiento universitario acostumbrado a traficar con
identidades, pues lo marrano no constituye identidad sino, por el contrario, interrupción de
toda política identificatoria. El marranismo aquí aludido, aún cuando sea pensado según
una determinada genealogía histórico-cultural de la España imperial, no remite ni a un
archivo substantivo ni a un grupo demográfico específico, sino a la relación anti-identitaria
y contra-comunitaria que el marrano establece con los ordenes políticos, debido a su
doble exclusión (Moreiras 2016).

Gracias a esta serie de desplazamientos, Moreiras nos permite pensar más allá de las
críticas liberales y republicanas clásicas, en un populismo que, desarticulado de la
racionalidad hegemónica, funciona, anárquicamente, como vector de movilización y de
contaminación de la sociedad civil, capturada y disciplinada por el orden de la
gobernabilidad juristocrática y su naturalizada antropología. No se trata, en todo caso, de
una fetichización de la movilización total, sino de una ‘de-sujeción’ del populismo y de la
misma política respecto a la economía principial, verticalista e identitaria, que todavía
trama a la lógica transferencial de la hegemonía, más allá de los infinitos ajustes post-
fundacionales hechos a su teoría. De esta manera, si con Laclau pudimos entender la
relevancia histórica del populismo y desplazar las críticas liberales y republicanas clásicas
que siguen entendiéndolo como una manifestación ex-nihilo, con la postulación de un
populismo posthegemónico podemos ahora entender las paradojas limitativas de la misma
hegemonía respecto al populismo como movilización imprescindible para la democracia,
en la medida en que dicha movilización intenta siempre la inclusión y la expansión de
ésta, más allá de la hipoteca hegemónica.

Se trata de una democracia irrenunciable y salvaje, sujeta ni a la extorsión calculabilista


de la racionalidad política moderna ni a la voluntad de poder del líder hegemónico. Es
decir, accedemos acá a la posibilidad de un republicanismo salvaje que, por oposición a la
imagen vulgar del anarquismo, no se concentra solo en el momento de destrucción
institucional, sino que es capaz de convertir las energías movilizadas por el populismo, en
un proceso de fundación institucional orientado a hacer estallar el marco juristocrático
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neoliberal. Pero, más aún, dicho republicanismo democrático, posthegemónico y marrano,
constituye un paso hacia la posibilidad de una relación infrapolítica con la política, esto es,
hacia una liberación de la existencia respecto de la demanda de politicidad que la sacrifica
siempre en nombre de una racionalidad que la subsume y la borra.

Es eso lo que importa tanto en el trabajo de Alberto Moreiras, como en el Colectivo


Deconstrucción Infrapolítica, es decir, la posibilidad de un pensamiento desarticulado de la
demanda de politicidad, en retirada respecto del relato providencial de la filosofía de la
historia, abierto al institucionalismo de la democracia salvaje, huérfano de todo principio
de comando, en el que resuena la crítica de la violencia y del derecho que el pensamiento
contemporáneo ha venido desarrollando, sobre todo en sus dimensiones sacrificiales y
excepcionalistas. Aquí estamos y aquí debemos de-morar.

Bibliografía

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1
Tomo el término ‘juristocracia” del constitucionalista Ran Hirschl (2004), pero no lo utilizo solo para
caracterizar las tendencias autoritarias y presidencialistas del constitucionalismo posterior a la
Segunda Guerra Mundial, sino para instalar la pregunta por la función del derecho en la
configuración política de las sociedades contemporáneas y su sobrecodificación desde los criterios
de la acumulación flexible y global. No se trata de una crítica general del derecho -como si el
derecho fuese uno, universal e invariable- que lo comprenda como ideología o como tecnología de
dominación, sino de una pregunta por su funcionamiento acotado y por su autolimitación en el
contexto de las democracias contemporáneas.
2
Para una primera aproximación a la llamada crisis del ciclo progresista en la región, véase de
Salvador Schavelzon “El fin del relato progresista en América Latina” (2015), y “El fin del ciclo
progresista sudamericano”. Para un dossier más elaborado con varias posiciones, véase “The End
of Progressive Cycle” de la revista Alternautas (2016), ed. Gerardo Muñoz. Para una
caracterización del llamado “Consenso de los Commodities”, véase el artículo del mismo título de

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Maristela Svampa (2013).


3
Interesa tener presente el análisis alternativo y complementario de David Viñas que piensa la crisis
de la ciudad señorial como efecto de las migraciones que diseminaron diversas posiciones políticas
e ideológicas en los centros urbanos, tanto en Argentina como en América Latina en general.
Véase su Crisis de la ciudad señorial (2004).
4
Para una situación acotada al caso chileno, véase el segundo capítulo de nuestro volumen
Soberanías en suspenso (2013). Para una situación similar, véase la crítica de Claus Offe,
Contradicciones en el Estado del Bienestar (1990), a las llamadas teorías de la crisis europeas, las
que terminaron por producir el desplazamiento desde el viejo problema de la legitimación hacia las
promesas de la gestión neoliberal.
5
Se trata, en efecto, de pensar la figura del inmigrante más allá de las categorías propias de la
tradición jurídico-política que definen los ámbitos de pertenencia y de alcance de los modernos
estados nacionales, es decir, pensar el inmigrante más allá de la noción tradicional de ciudadanía
(y la antropología política que la abastece). En otras palabras, se trata de pensar tanto el
inmigrante como el ciudadano más allá del marco jursitocrático que define las reacciones de la
ultraderecha nacionalista contemporánea, tanto en Europa como en las Américas. Relevante para
esta discusión son Étienne Balibar, Citizen Subject (2016), y Donatella Di Cesare, Straneri residenti
(2017).
6
Interesa tener presente en este contexto la serie de consideraciones sobre el populismo presentes
en: José Luis Villacañas, “The Liberal Roots of Populism. A Critique of Laclau” (2010), y su reciente
Populismo (2015), y el volumen ¿Quién dijo populismo? ed. Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón
(2018); y el clásico volumen a cargo de Francisco Panizza, El populismo como espejo de la
democracia (2009). Ya sea que el populismo es un espejo de la democracia o un reflejo del
neoliberalismo, que exprese la crisis de los mismos procesos constitutivos de la modernidad, o que
exprese el carácter incompleto de ésta, lo cierto es que merece una consideración atenta a su
especificidad histórica, en cada caso.
7
Por supuesto, habría que atender a la especificidad de cada uno de estos procesos. Por ejemplo,
en el caso centroamericano, las guerras civiles responden a una realidad histórica distinta que
aquella de los Estados benefactores, es decir, son precipitadas precisamente por la falta de Estado
de derecho y por los abusos sistemáticos de los poderes corporativos transnacionales. Sin
embargo, la supuesta lucha contra el comunismo en el subcontinente implicó no solo el genocidio
Maya y el desplazamiento de grandes grupos poblacionales, sino también la concentración de la
propiedad de la tierra y la perpetuación de privilegios oligárquicos de los sectores dominantes. Tras
la pacificación de los años 1990 se produce una desmovilización general que funciona como marco
general para la firma de tratados de libre comercio, los que radicalizan las condiciones de
explotación y de acumulación impuestas sobre el territorio y la población centroamericana. Véase
Williams, The Other Side of the Popular (2002).
8
Me gustaría enfatizar que mi argumento a favor del potencial movilizador del populismo no apunta
a la oposición entre movilización popular y orden jurídico en general, ni se remite a la dicotomía
entre poder constituyente y poder constituido. La crítica del carácter juristocrático del contrato
neoliberal no es una crítica maximalista del derecho, sino una crítica de su funcionalización
puntual, y es hecha en nombre de un institucionalismo salvaje que apunta a recuperar el derecho,
las leyes salvajes de las que habla Abensour, leyendo a Pierre Clastres en El espíritu de las leyes
salvajes (2007), y la eventual potencialidad de la jurisprudencia, como elemento distintivo de un
republicanismo democrático que haga posible la democracia salvaje más allá de su captura actual.
Lejos de la pretensión mesiánica de un orden sabático más allá de la ley, se trata de pensar en la
proliferación de la ley como práctica de un republicanismo asociativo, como diría Deleuze (Pure
Inmanence, 2005).
9
Esto es debido a que la inmigración se muestra como un fenómeno relevante, no solo de cara a
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las llamadas democracias europeas, sino en América Latina, pues pensada más allá de la
problemática culturalista e identitaria, la migración implica una contaminación de la institucionalidad
del Estado de derecho y sus recortes juristocráticos, antropológicos y políticos.
10
Interesa acá tener presente la formulación de un materialismo salvaje como fundamento y
posibilidad de una teoría no domesticada de las instituciones, pensadas no en oposición a la
violencia constitutiva de la política, es decir, como prótesis desmovilizadoras o pacificadoras, sino
abiertas a la condición constitutiva de dicha violencia, contra el terror. Véase Jacques Lezra,
Materialismo salvaje (2012).
11
Habría que matizar, sin embargo, esta afirmación, pues la problemática de la legitimad es también
la problemática de la autoridad y de la ley, cuestión que no puede ser simplemente desplazada,
desde la apelación a una suerte de estado de excepción permanente (à la Agamben). Para tal
efecto, el análisis derridiano sobre La fuerza de ley (2010), y las críticas de Blumenberg a Carl
Schmitt en The Legitimacy of the Modern Age (1985) resultan pertinentes, ya que retoman el
problema endémico de la perpetuación de lo teológico político en nuestros conceptos políticos
contemporáneos.
12
No podemos ahondar acá en la cuestión de la infrapolítica ni en la cuestión de la crisis del arché
como economía principial que organiza la historia del ser, pero remitimos al lector al libro de
Moreiras, Marranismo e inscripción (2016), y al dossier de la revista Política Comun dedicado al
pensamiento de Reiner Schürmann (2017).
13
Esta crítica de la condición identitaria y verticalista de la hegemonía, se muestra muy pertinente
en las observaciones que Moreiras elabora de las limitaciones del proceso boliviano y de Podemos
(2015, 2018, 2018a), pero pueden ser rastreadas tempranamente en sus objeciones al primer
momento del pensamiento subalternista latinoamericano y su carácter identitario. Véase también,
Línea de sombra: el no-sujeto de lo político (2006).

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Artículo
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Enseñar y dirigir: la formación de la ciudadanía en el pensamiento político


latinoamericano

José Valero

Texas A&M University

valero@tamu.edu

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen: En la estructura discursiva del republicanismo latinoamericano es posible


detectar un momento de crisis o agotamiento de las ideas claves de la teoría republicana
en general. Semejante agotamiento se cifraría en la cuestión de la formación civil, que
engloba el elemento formal de la legalidad republicana y el elemento material consistente
en la mejora de las condiciones de vida del ciudadano. Mi propuesta es que el concepto
“formación de la ciudadanía” expresa una continuidad entre la distribución universal del
poder político y su ordenación militar, habilitando por consiguiente una continuidad entre
los conceptos de ilustración y dictadura. La etapa de la crítica positivista de comienzos del
siglo XX del pensamiento de la emancipación proporcionará el marco para la
consideración de esta problemática.

Palabras clave: forma republicana, formación civil, filosofía positivista, Ilustración,


dictadura

Abstract: It is possible to detect in the discursive structure of Latin American


republicanism a moment of crisis or exhaustion of the key ideas of republican theory. Such
exhaustion would be coded in the question of civil education, which involves the formal
element of republican legality, and the material element consisting in the improvement of
citizens’ living conditions. I ague that the concept of the “education of the citizenship”
expresses a continuity between the universal distribution of political power and its military
ordering, and, therefore, enables a continuity between the concepts of enlightenment and
dictatorship. The phase of the positivist critique at the beginning of the 20 th century will
supply the framework to ponder upon the aforementioned problem.

Key words: republican form, civil education, positivist philosophy, Enlightenment,


dictatorship

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Introducción

Dentro de la revisión que el pensamiento político latinoamericano del siglo XX hace del
legado intelectual criollo, la relación de la obra de Ezequiel Martínez Estrada con las ideas
de Domingo Faustino Sarmiento destaca como una de las más importantes. Será una de
las maneras en que Martínez Estrada expresa las líneas generales del pensamiento de
Sarmiento el motivo que defina las coordenadas conceptuales de las líneas siguientes. En
concreto, trataré de desplegar la complejidad conceptual que se halla bajo la aseveración
de Martínez Estrada según la cual “enseñar fue para Sarmiento, siempre, una de las
formas de dirigir” (Martínez Estrada 1969: 13). Según trataré de mostrar, semejante
continuidad genérica entre el ejercicio de la educación y el ejercicio del mando reviste a
sus términos de una ambigüedad mucho mayor de la aparente, hasta al punto de
descubrir una identidad enigmática entre los mismos. Incluso el propio Martínez Estrada
parece despacharla con excesiva premura cuando concluye que “la enseñanza significa
para él un instrumento político más que un perfeccionamiento espiritual, en función de la
ciudadanía. Educar era para él civilizar” (Martínez Estrada 1969: 27). Con ello se concluye
que, si la ostentación del mando militar puede en algún momento identificarse con la
actividad del educador, se debe a que Sarmiento habría reducido el de sentido ésta última
a un mero medio de inculcación de disciplina y obediencia, excluyendo su sentido de
liberación intelectual. Me propongo justamente problematizar la conclusión de Martínez
Estrada atendiendo al hecho de que dentro de la matriz discursiva del republicanismo
clásico (con la que también entronca Sarmiento) la función educativa cabe ser
interpretada simultáneamente como adquisición de capacidades y poderes individuales y
como proceso de subordinación del individuo a los poderes públicos. De ese modo, en el
surgimiento de la idea de virtud cívica se constataría una contradicción entre enseñar y
dirigir, la cual, sin embargo, cumpliría una función constitutiva en el pensamiento
republicano y en su asimilación por parte del proyecto político criollo.

Asimismo, al intentar regresar al punto de emergencia de las categorías de educación y


mando, me propongo hallar cierto límite de la tradición republicana, el cual pudiera acaso
valer como momento de crisis para el ideal de república democrática. Si es cierto que
existe un parentesco entre el educador y el líder militar; entre enseñar y mandar como
prácticas de formación política, entonces sería posible entrever un agotamiento de dicho
ideal. En última instancia, éste se sustanciaría evidenciando un parentesco entre dos de

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sus instituciones históricas aparentemente antagonistas: la ilustración como proyecto de
pedagogía radical cuya consecuencia final consistiría en la inclusión absoluta de las
masas en el poder soberano y la dictadura como técnica de gobierno consistente en la
conservación de la soberanía ante el riesgo de descomposición que comportaría su
distribución masiva.

Republicanismo: entre la forma estatal y la formación civil

En lo que respecta a qué entender por republicanismo o por tradición republicana, parto
de la genealogía de los conceptos de vida civil y de virtud civil en el pensamiento
humanista trazada por J. G. A. Pocock en su estudio clásico The Machiavellian Moment
(1975). Según explica Pocock, una de las consecuencias fundamentales de la recepción
humanista del aristotelismo radica en la politización de la virtud, que pasa de ser una
propiedad de determinados individuos a convertirse en una condición general de la
creación y la preservación del cuerpo social. La metáfora artesanal que guía toda la
arquitectónica del aristotelismo y según la cual la construcción del cuerpo social radica en
un acto de formación de la materia, comienza a recaer, no tanto sobre la acción del
individuo virtuoso, sino sobre la disposición de la misma materia para producir sus propios
fines, entendida como la totalidad de condicionantes y eventualidades que delimitan el
todo social.

The operations of fortune were no longer external to one’s virtue, but intrinsically part of it;
if, that is to say, one’s virtue depended on cooperation with others and could be lost by
others’ failure to cooperate with one, it depended on the maintenance of the polis in a
perfection which was perpetually prey to human failures and circumstantial variations. The
citizen’s virtue was in a special sense hostage to fortune, and it became of urgent moral
importance to examine the polis as a structure of particulars seeking to maintain its stability
–and its universality- in time. (Pocock 1975: 76).

En el humanismo florentino las causas de la generación y la corrupción del cuerpo político


comenzaban a percibirse como elementos inherentes a su propio proceso de
conservación. La idea de una suma de capacidades e intereses individuales convierte a
las categorías de virtud y fortuna en indiscernibles; al menos, en la medida en que
constituyen la estructura temporal de la república. Por eso, el sentido de republicanismo
que manejaré en este trabajo se vincula estrechamente con la cuestión práctica de la
formación del ciudadano. En efecto, si se parte de que el principio de cualquier entidad
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social recae por completo en la capacidad de sus miembros para conservarlo y por ello
también en la posibilidad inminente de su destrucción, entonces la constitución de la
república no depende únicamente de la forma universal que se deriva de la implantación
de relaciones jurídicas de igualdad, sino también de la disposición de cada individuo para
reconocerla como tal. La realización de los fines comunes que se presupone en la
fundación de la república necesita entonces de dispositivos que eviten que los fines
particulares entren en conflicto con el interés general. La forma del estado republicano
oscila así entre la cuestión lógica de la mera forma de sus relaciones jurídicas (igualdad
de todos ante la ley) y la cuestión genética acerca de los mecanismos de formación de su
materia (disposición del súbdito a reconocer la ley). A este respecto, Maquiavelo ilustra un
umbral decisivo. Aunque todavía parte del supuesto de que la fundación republicana es
externa a ella, pues depende de “un hombre tan prudente que le haya dado leyes
ordenadas” (Maquiavelo 2009: 34), el modo en que la república subsiste en el tiempo
depende por completo de los procedimientos por los cuales se capacita a sí misma como
entidad social. La majestad y la santidad del poder que en otro momento pudieran haber
representado el principio trascendente de lo social se reducen en Maquiavelo a técnicas
de gobierno, a usos que la república hace de sí misma para sobrevivir exitosamente:
milicia y religión nacionales.

Esa misma oscilación se extiende a Latinoamérica según explica Natalio R. Botana en un


desplazamiento cronológico y geográfico opuesto al de Pocock. Botana sugiere que los
intelectuales criollos tenían problemas para localizar indicios sociológicos de una
preexistencia del espíritu republicano en el orden colonial. Para pensadores republicanos
como Sarmiento o Alberdi “la revolución giraba en torno de un enorme vacío teórico que
coincidía con la pavorosa realidad del disensus universalis, fusión de anarquía y
despotismo, incomprensible para el ingenuo racionalismo de los fundadores” (Botana
1984: 265). Pero justamente por ello, el desplazamiento de la cuestión lógica de la forma
del Estado a la cuestión genética de la formación del ciudadano se hace más urgente si
cabe. La debilidad de las estructuras transitivas en la constitución de las repúblicas
latinoamericanas provoca que los poderes fácticos ejerzan el liderazgo social ante la falta
de consenso político. No en vano historiadores como Tulio Halperin Donghi en el contexto
argentino han comprendido el proceso de independencia en términos de un paulatino
ascenso social del ejército que se convertía en “dueño directo de los medios de coacción”,
controlando y conteniendo los ritmos de democratización del poder político, hasta el punto
de convertirse en el sustento material de las formas estatales republicanas (Halperin

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Dongui 2014: 232).

El Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho (1837) de Alberdi es tal vez la primera
percepción nítida de esta necesidad de desplazamiento hacia la cuestión de la formación
civil. Semejante desplazamiento se cifra a través de una serie de oposiciones que surcan
todo el texto. Por un lado, encontramos lo que Alberdi califica indistintamente bajo las
categorías de “Independencia exterior” o “Independencia material” y refiere a la naturaleza
meramente abstracta de la constitución republicana argentina; es decir a su condición
estricta de declaración escrita. Por otro, otra secuencia de categorías paralelas como
“Independencia interior”, “Emancipación íntima” o “Conquista del genio” hace referencia al
conjunto práctico de costumbres que determinan la singularidad de la sociedad argentina
postcolonial, apuntando, por ello, a un proceso de índole opuesta al proceso de la
constitución de la forma estatal. En efecto, si la constitución abstracta del Estado se
decide en la respuesta a la pregunta acerca de quién es el depositario legítimo del poder
soberano, la cuestión de la formación de un cuerpo civil en condiciones de ejercer dicho
poder tiene por el contrario carácter histórico, en el sentido de que depende, no tanto de
una posición de ideas (la publicación de un código de derecho civil), cuanto de una
producción eficaz de hábitos y costumbres que den lugar a una relación de mutuo
reconocimiento entre las leyes universales y las expectativas y los deseos individuales. En
consonancia con su concepción del derecho como “elemento vivo y continuamente
progresivo de la vida social” (Alberdi,1886: 104), Alberdi emprenderá una reinterpretación
del momento revolucionario del republicanismo criollo. Frente a lo que podemos llamar -
tomando prestados términos de Ernesto Laclau y Chantall Mouffe— el imaginario jacobino
que postula “one foundational moment of rupture” (Laclau & Mouffe, 2014: 136), Alberdi
opondrá como eje articulador del discurso republicano la imagen de la “conquista
inteligente” (Alberdi, 1886: 113), esto es, un plan de formación progresiva.

Cuando la voluntad de un pueblo, rompe las cadenas que la aprisionan, no es libre todavía.
No es bastante tener brazos y pies para conducirse: se necesitan ojos. La libertad no
reside en la sola voluntad, sino también en la inteligencia, en la moralidad, en la
religiosidad, y en la materialidad. Tenemos ya una voluntad propia; nos falta una
inteligencia propia. Un pueblo ignorante, no es libre porque no puede: un pueblo ilustrado
no es libre porque no quiere. La inteligencia es la fuente de la libertad: la inteligencia
emancipa los pueblos y los hombres (Alberdi, 1886: 114).

Para Alberdi, la emancipación política ya no recae sobre un acto de separación respecto

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del orden preexistente, sino que más bien depende de la correcta evolución de sus
expresiones culturales. La constitución formal de la república carece de eficacia social si
el súbdito no está, no ya sólo en condiciones de entender, sino ante todo de desear y
aceptar el sentido de su vínculo con la colectividad. Por eso el logro de una forma estatal
republicana, la voluntad de dotarse de una nueva legalidad, no es suficiente para
transformar las formas de vida del Antiguo Régimen. Al contrario, sólo mediante un
perfeccionamiento progresivo de las mismas la república deviene fenómeno social, es
decir, sólo como evolución de sus formas existenciales previas, la república deja de ser
una idea y se convierte en un organismo vivo. El momento revolucionario deja por ello de
consistir en el reemplazo de una forma estatal por otra para identificarse con el desarrollo
histórico del organismo social. En la interpretación de la situación histórica que lleva a
cabo Alberdi la representación rupturista de Mayo de 1810 ha perdido su vigencia;
“pretender mejorar los gobiernos derrocándolos –afirma— es pretender mejorar el fruto de
un árbol, cortándole” (Alberdi 1887: 119). El acontecimiento de la libertad política ya no
puede depender de un juicio sumario sobre la legitimidad del poder político y de la
consiguiente destrucción de los poderes ilegítimos, sino en el perfeccionamiento de los
poderes existentes. En ese sentido, en Alberdi el pensamiento republicano deja de ser
teoría de la constitución para transformarse en teoría del gobierno. La asunción por
principio de la capacidad política de la plebe es la consecuencia principal de dicha
transformación. En efecto, paralela a la cancelación del imaginario rupturista se encuentra
en el Fragmento una reivindicación del pueblo como único sujeto revolucionario legítimo:

Las verdaderas revoluciones, es decir, las revoluciones doblemente morales y materiales,


siempre son santas, porque se consuman por una doble exigencia invencible de que toman
su legitimidad. Son invencibles, porque son populares: solo el pueblo es legítimo
revolucionario: lo que el pueblo no pide, no es necesario. Preguntad al pueblo, a las
masas, si quieren revolución. Os dirán que, si la quisiesen, la habrían hecho ya (…).
Respetemos el pueblo: venerémosle: interroguemos sus exigencias, y no procedamos sino
con arreglo a sus respuestas. No le profanemos tomando por él lo que no es él. El pueblo
no es una clase, un gremio, un círculo: es todas las clases, todos los círculos, todos los
roles. (…). Respetemos la pobre mayoría; es nuestra hermana: aunque inculta y joven,
pero vigorosa y fuerte (Alberdi, 1886: 128-129).

Y esta afirmación responde precisamente a un presupuesto por el cual la formación de la


república estriba en última instancia en el grado de formación en sentido amplio de las
capacidades individuales de sus ciudadanos (eso que Alberdi denomina, inteligencia,

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moralidad, religiosidad y materialidad). Sin embargo, la condición absolutamente
revolucionaria que Alberdi atribuye al sujeto popular no anula por ello una diferencia entre
la cuestión formal del estado republicano y la cuestión genética acerca de cómo organizar
su materia que pudiera ser traducida a una anulación de la diferencia entre el pueblo y
sus representantes políticos. Por el contrario, reformula las condiciones en las que se
debe efectuar la representación política: la instauración de una nueva voluntad política
para el pueblo, que sin embargo debe proceder a través del conocimiento y asimilación de
sus costumbres. La producción del nuevo sujeto republicano en Latinoamérica tiene como
condición en Alberdi el reconocimiento de la potencia espontánea de las masas para
constituirse en ciudadanía y por ello una consideración de las mismas, no como una
entidad inerte que debe ser forzada a la obediencia, sino más bien como un sujeto en
desarrollo que debe ser encauzado al estado político a través de técnicas
gubernamentales. La formación de la ciudadanía consistirá en la evolución de una labor
de la dirección (el ejército) a una la labor de la enseñanza (la escuela) en la medida en
que se presupone capacidad e iniciativa en la materia social para conformarse en Estado
Independiente. Vemos entonces cómo en esta actitud optimista –un lema del Fragmento
es que “en la educación de la plebe, descansan los destinos futuros del género humano”
(Alberdi, 1886: 128)— se encuentra todavía la continuidad de Sarmiento entre enseñar y
dirigir, sólo que dividida en estadios históricos distintos de un mismo proceso evolutivo.

Para Alberdi, la fase de la guerra de comienzos del siglo XIX exigía la implementación
urgente de aparatos férreos de socialización. Pero la relativa pacificación del periodo de la
Confederación debía dar lugar a una fase pedagógica en la que la supervivencia de la
república evolucionara desde las relaciones de imposición a las relaciones de consenso.
Sabemos que el decurso de la historia política Argentina obligará a Alberdi a mitigar su
optimismo. No obstante, al presuponer capacidad en la plebe para intervenir en el proceso
de formación del Estado, presupone también que la relación entre el representante político
y el súbdito es igualmente formativa en el sentido de que el segundo estaría en
condiciones de imitar y de hacer suyas la capacidad de administrar y de liderar los fines
comunes. En ese sentido, la continuidad entre enseñar y dirigir se reconfigura en Alberdi
del siguiente modo: el ejercicio del mando, la forma militar de un poder público todavía
necesitado del uso de la guerra para limitar los poderes particulares, debería de ser
progresivamente reemplazada por el ejercicio de la educación, en el cual ya no hay
limitación, sino transmisión absoluta del poder de la élite dirigente al resto de los poderes
individuales. Así, en la cuestión de la formación ciudadana se expresa el ideal del

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pensamiento republicano como equiparación de todos los poderes individuales en forma
consensuada y no restrictiva. La diferencia entre enseñar y dirigir encuentra así en el
Fragmento de Alberdi una primera solución de continuidad en la idea de que la formación
completa del ciudadano haría superflua la función del mando y, en última instancia,
cualquier institución social de la guerra.

Positivismo: la conservación del organismo social

La relevancia de la cuestión de la formación ciudadana se hace explícita con el


asentamiento en el poder de las élites criollas en las funciones administrativas del Estado
y con ello también la continuidad entre enseñar y dirigir. El rumbo iniciado en Argentina
durante la presidencia de Sarmiento sirve en ese sentido como paradigma para América
Latina. Paralelamente con las campañas de alfabetización la imposición del poder fáctico
de la burguesía bonaerense avanzaba como conquista del territorio. Siguiendo a Martínez
Estrada, David Viñas indica en este contexto cómo “el maestro era reemplazado por el
militar; no se convencía sino se vencía. Y la eliminación violenta ocupaba el lugar de la
asimilación, la absorción o la integración” (Viñas 2014: 27). Ahora bien, si la explicitación
de la cuestión cívica implicaba un recurso al mando, es decir, a la imposición y a la
conquista, entonces el proyecto pedagógico de la burguesía criolla se realiza de manera
contraria a lo esperado por el Fragmento de Alberdi. En efecto, si el militar y el maestro
terminan por cumplir una función intercambiable en la formación civil, el factor de la
socialización progresiva que para Alberdi brotaba espontáneamente de las multitudes
parece venirse abajo. O más bien habría que decir que modifica su emplazamiento
discursivo. La idea de un progreso social inherente a la capacidad política de la plebe que
la burguesía usa en su momento rupturista para permeabilizar las estructuras estatales se
convierte en el momento efectivo de su ascenso como clase dirigente en fundamento para
la exclusión de la misma plebe del poder estatal. Resulta entonces que el desarrollo de
capacidades plenas en la ciudadanía no puede completarse, por cuanto un exceso en
ésta podría deformar el interés colectivo. De ese modo, la forma del estado republicano se
materializa no sólo como un proceso simultáneo de formación y restricción de los poderes
individuales, sino además como la legitimación en el discurso del poder fáctico de la
burguesía. La formación completa de los fines comunes del estado republicano depende
ahora de la conservación de ciertas formas excepcionales para dichos fines, esto es, de la
afirmación de una distribución asimétrica del poder social. El primado del programa
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pedagógico dará lugar en el discurso republicano criollo al primado de la organización
vertical de la sociedad; el republicanismo comienza así a vertebrarse a través del
concepto de la ilustración de las masas en su momento fundacional y del concepto de la
dictadura en el momento de su conservación.

No de otro modo ha explicado Leopoldo Zea el sentido de la asimilación de la filosofía


positivista por parte de la nueva burguesía mexicana que surge del periodo de la reforma
constitucional liberal. El postulado del progreso social como valor absoluto suministra a la
nueva clase dirigente un discurso que reconoce e interpela a amplios sectores sociales a
la vez que asegura su capacidad impositiva sobre los mismos. La burguesía reformista
ejercía su dominio efectivo por encima de sectores radicales y poderes clericales
precisamente por cuanto organizaba un discurso de escuela laica y que Zea describe del
siguiente modo:

El estado prometía no intervenir en el campo de lo que se consideraba perteneciente a la


libertad individual en un sentido espiritual. Cada familia quedaba en completa libertad para
inculcar a sus miembros las doctrinas o las ideas que quisiese; la misión del estado no era
otra que la de hacer de estos miembros de la familia buenos ciudadanos, para que
sirviesen mejor a la sociedad (…) Como consecuencia y en correlación con tal idea, el
estado a su vez no podía sostener ninguna ideología; no podía ser ni católico ni jacobino;
su único ideal, si había de tener alguno, debería ser el orden y con él la paz (Zea, 1985:
107).

Al adoptar como ideología el postulado de que sólo lo observable es susceptible de ser


demostrado con certeza, la burguesía convertida en Estado puede mantenerse coherente
con los principios discursivos del republicanismo tal y como aparecían en las fórmulas de
Alberdi. Cuando reconoce la diversidad de ideologías como hechos privados de
conciencia es coherente, por un lado, con la cuestión formal del republicanismo, pues
acepta la igualdad recíproca de todos los valores individuales. Pero por otro lado
concuerda también con la cuestión genética en la medida en que, al reconocer la validez
al nivel privado de toda ideología, concede con ello la existencia de poder suficiente en las
multitudes para intervenir en los asuntos públicos, es decir, reconoce a todo individuo
como actor potencialmente válido para tomar parte en el poder soberano y, en fin, como
sujeto capaz de ser formado y de participar en la formación del sujeto colectivo. Ahora
bien, el estado positivista latinoamericano evidencia también una contradicción con los
principios republicanos precisamente allí dónde más coherente resulta ser con los
mismos. Y lo hace desarrollando la tesis de Alberdi según la cual el bienestar material de
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la población es el mínimo necesario para la existencia de la república. Así, la doctrina
positivista convierte las observaciones históricas de Alberdi en el siguiente silogismo:
dado que la paz constituye el punto de partida de todo bienestar material y en
consecuencia de todo progreso social, la institución que vele por la misma no sólo no
puede verse constreñida por ningún poder individual, sino que debe ser más poderosa
que cualquier otro poder individual y, en definitiva, situarse en una relación vertical de
mando con respecto de cualquier instancia particular. Surge así la idea de la dictadura,
contraviniendo claramente la cuestión formal de la república, pero también satisfaciendo
para el republicanismo criollo los interrogantes planteados por la cuestión genética de la
formación de la ciudadanía, es decir, como instrumento legitimado por la condición
objetiva de la supervivencia del cuerpo social.

En esa línea, la interpretación que Justo Sierra hace del mandato de Porfirio Díaz es un
ejemplo de cómo la excepcionalidad del poder militar responde al problema
específicamente republicano de la formación cívica. Lejos de suponer una etapa de
cesura en el proceso de formación y mejora de la sociedad mexicana, el cariz autoritario
del porfiriato indica para Sierra la expresión más acabada del mismo. La aparición del jefe
de la guerra como cabeza del poder de la república no es explicada por Sierra como
consecuencia directa de una situación tumultuaria producida por las masas, ni de su
incapacidad para asentar relaciones civiles, como podría parecer. Por el contrario, su
apariencia excepcional en relación con la forma del estado republicano resulta ser,
considerando las condiciones para la génesis del mismo estado, el momento de
pacificación incondicional para su desarrollo normal. La fase dictatorial de la república se
explica así por el deseo de paz de las masas y, por tanto, manteniendo la idea de Alberdi
de que la plebe es el único sujeto revolucionario legítimo. Sierra entiende que las
atribuciones de Porfirio Díaz como caudillo (líder por mayor capacidad de poder fáctico en
condiciones de anomia social, es decir, de guerra) le vienen dadas como educador (líder
por mayor capacidad de poder legítimo en condiciones de consenso normales, es decir,
por mayor sabiduría), puesto que aquello que faculta a Díaz es su conocimiento de la
aspiración fundamental de la sociedad surgida del periodo reformista: “el anhelo infinito
del pueblo mexicano que se manifestaba por todos los órganos de expresión pública y
privada de un extremo a otro de la República, en el taller, en la fábrica, en la hacienda, en
la escuela, en el templo, era el de la paz” (Sierra 1985: 282).

No hay duda de que la conceptualización de la historia nacional que acomete Sierra no

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deja en ningún momento de expresar el interés de una clase particular frente a otras. Sin
embargo, lo relevante estriba en el modo en que dicho interés contradice el ideal
republicano (el poder excepcional del hombre fuerte) ajustándose, no obstante, a todos
sus principios. La hipótesis de base es que incluso en el estado con la ciudadanía más
capacitada la función de gobierno siempre ha de realizarse como imposición de las
técnicas adecuadas para su conservación o, en otras palabras, que incluso en la
formación social más capacitada para realizar los fines individuales ha de haber
cuestiones nunca sometidas al arbitrio de dichos fines. La misma invención republicana es
así escuela nacional por cuanto presupone capacidad universal de discurso en el
colectivo ciudadano y corporación militar por cuanto presupone condicionantes
indiscutibles para la existencia de dicho colectivo. Asumido el desplazamiento que vimos
en Alberdi hacia la cuestión genética de la formación del ciudadano, el pensamiento
político latinoamericano pone de manifiesto un límite para la tradición republicana: el fin
de la liberación social requiere y a la vez repele la imposición de medios de conservación.
Por tanto, enseñar y dirigir no coinciden únicamente –como quería Martínez Estrada— en
tanto que la educación pudiera ser concebida como una técnica disciplinaria, sino también
y específicamente porque la enseñanza como adquisición de todas las perfecciones
físicas e intelectuales del individuo, esto es, como ideal social de liberación plena requiere
de la conservación absoluta de ciertas condiciones sociológicas. En otras palabras, el fin
social de la perfección de todos los individuos en las mismas condiciones, el proyecto
ilustrado consistente en la capacitación de todos los individuos para discurrir irrestricta y
públicamente sobre todo se corresponde con la presencia de incondicionales que
vendrían determinados como dictados y no por consensos.

Semejante límite en el que la escuela y la milicia se funden en la misma institución no sólo


afecta al periodo del asentamiento en América Latina de la burguesía criolla como clase
dirigente. Ciertamente, el esbozo histórico de Sierra es un ejemplo de cómo la aspiración
de las élites criollas a situarse a la cabeza de la jerarquía social consigue significarse a
través de la idea del interés general. No obstante, la continuidad entre la educación y el
mando, entre la distribución horizontal del poder social y su monopolización vertical,
también aparece en momentos de desborde democrático. De ello da cuenta la
interpretación de la historia política venezolana contenida en la teoría del gendarme
necesario de Laureano Vallenilla Lanz. Ciertamente, al igual que Sierra, Vallenilla es un
ideólogo de la contrarrevolución criolla. Sin embargo, el concepto de dictadura trazado en
Cesarismo Democrático se caracteriza por poner en cuestión la capacidad civilizadora de

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la burguesía insurgente. Manteniendo las ideas de Alberdi de progreso y bienestar
material como premisa genética del estado republicano, la interpretación del caudillo de
Vallenilla negará sin embargo la continuidad en clave de progreso entre el ejército y la
escuela por entender que la élite mantuana ha sido incapaz de normalizar socialmente su
poder. Para Vallenilla el momento revolucionario de la burguesía criolla se materializa en
una crisis de hegemonía que sigue al derrumbamiento del orden colonial y en la que el
cuerpo social se descompone en fines particulares. En consecuencia, la sociedad sólo
sobrevive porque se “agrupa instintivamente alrededor del más fuerte, del más valiente,
del más sagaz” (Vallenilla Lanz, 1991: 137). El caudillo ahora no sólo actuará como
comisario que conserva a la república aportando paz incondicional, sino como fundador
de la misma a través del monopolio del poder de la guerra.

La cuestión genética de la formación de la ciudadanía aparece en Vallenilla bajo una


visión decadentista de la historia postcolonial latinoamericana. Ésta se basa a su vez en
dos constataciones. La primera de ellas alude a la fuerte estratificación de la sociedad
colonial en la cual las élites mantuanas nunca se vieron como los líderes de una nación
compartida con clases subalternas, sino únicamente como los dueños de los medios de
vida locales, es decir, eran ellos “los verdaderos opresores de las clases populares”
(Vallenilla Lanz 1991, 45). En ese sentido la asimilación del discurso jacobino a la hora de
representar el conflicto con la monarquía estaba atravesado por un conflicto de clases
locales por el cual la adopción del igualitarismo republicano se torna ambiguo. Como
consecuencia, la segunda constatación es que las luchas de Independencia, lejos de
revestir la forma de dos conceptos de organización de nación enfrentados, se configura
como fractura de la unidad nacional, esto es, como guerra civil. La formación de las
repúblicas latinoamericanas consiste en la anarquía originada a partir dos sentimientos
contrapuestos en torno al significado de la formación del ciudadano en tanto que elemento
orgánico: igualdad como obtención de la autonomía plena en el gobierno en las clases
dirigentes e igualdad como destrucción de las constricciones del gobierno colonial en la
plebe que Vallenilla define como una “nivelación oclocrática que no era de ningún modo la
igualdad preconizada por los teóricos de la democracia” (Vallenilla Lanz 1991: 101).

Bajo estas condiciones, la institución de la dictadura no surge tanto como el momento de


pacificación dentro de un proceso educativo por el cual la adquisición de capacidades del
ciudadano requiere de la imposición de restricciones, sino que equivale al elemento
originario mismo de las repúblicas latinoamericanas puesto que realiza “el fenómeno que

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los hombres de ciencia señalan en las primeras etapas de integración de las sociedades:
los jefes no se eligen, sino se imponen” (Vallenilla Lanz 1991: 94). Esto se debe
justamente a que las élites criollas cometieron un “error de psicología” al creer que con
declararse independientes de la jerarquía colonial estaban constituyendo una república
cuando, a lo sumo, tan sólo construían una constitución abstracta dejando intactas sus
fuerzas vivas: las costumbres y creencias populares. La élite criolla deviene así clase
cadente por cuanto es incapaz de formar a su pueblo con la cultura política que promulga.
En consecuencia, el proyecto republicano criollo no se realiza como progreso histórico,
sino que se aniquila en la anarquía. Para Vallenilla la emergencia de las constituciones
republicanas se deriva de la aniquilación de la burguesía criolla como clase dirigente en
favor de una nueva clase de guerreros producida por las guerras civiles. El caudillo deja
de ser así una protofigura del educador o un vicario del mismo en momentos de
excepción para convertirse en la fuerza de conservación social específica de
Latinoamérica.

La crítica ha detectado en las tesis de Vallenilla la liquidación absoluta de lo que Alberdi


denominaba “independencia exterior”, es decir, una disolución de la cuestión formal del
igualitarismo republicano en la cuestión genética de la formación cívica. En efecto, de
ellas se derivaría “la fatal superioridad de las constituciones orgánicas sobre las
constituciones escritas” (Lasarte, 2008: 354). No obstante, me interesa destacar que el
primado de la constitución orgánica se extrae a partir de una adscripción rigurosa a la idea
de Alberdi de que el pueblo es el único sujeto revolucionario legítimo. De hecho, Vallenilla
va más lejos al sostener que la guerra civil es resultado del fracaso de la burguesía a la
hora de incorporar a las masas a sus doctrinas igualitarias. Ante semejante crisis de
hegemonía, son las masas quienes hacen valer su instinto político, el cual, aunque ajeno
al proyecto de república representativa, coincide con él en lo que respecta a un deseo de
igualdad. Para Vallenilla este deseo se expresa sin embargo a partir de “un individualismo
todavía indisciplinado, aventurero, irreductible y heroico” que “ha hecho imposible el
predominio de una casta, de una clase, de una oligarquía, cualquiera que sea su origen”
(Vallenilla Lanz 1991: 145). En esa situación anárquica la masa social se revela sin
embargo plenamente autónoma para constituirse en un orden civil mínimo basado en el
patrocinio militar; en la lealtad al más fuerte. Así pues, puesto que en Vallenilla ya no
requiere de la tutela de ninguna clase dirigente para configurarse en organismo social, la
dictadura se manifiesta ahora como expresión de la capacitación absoluta de la plebe y de
ese modo expresa del fin político de la ilustración. Inesperadamente, la institución

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histórica de la dictadura prolonga discursivamente el elemento democratizador de la
ilustración en el sentido de que la capacitación de la multitud como sujeto político afecta a
toda deliberación del poder soberano, hasta el punto de tener capacidad para situarse por
encima de ella, en este caso, de imponer su deseo de supervivencia.

Ilustración y Dictadura

El despliegue de la continuidad entre enseñar y dirigir escenificado en la figura de


Sarmiento ha puesto de manifiesto una correspondencia estructural de ambos elementos
en el núcleo del pensamiento republicano. Tanto la distribución universal del conocimiento
de la ilustración, como su restricción jerárquica efectuada en el recurso a la dictadura
revelan un elemento originario en la explicación del poder social: toda formación colectiva
necesita situar fuera del ámbito de la discusión determinadas cuestiones que se hacen
valer como condiciones objetivas de conservación y ello sin que sea relevante si esas
cuestiones se determinan en un contexto de “racionalidad” o se derivan del mero impulso
de las masas. Lejos de evitarlo, la tendencia democratizadora que con frecuencias
variables habita el núcleo del pensamiento republicano no es más que la explicitación de
dicho elemento. Pues es cierto que la formulación del fin de la igualdad universal
carecería de eficacia política si se planteara únicamente como derecho de cualquier
individuo para, en condiciones de igualdad recíprocas, poder cuestionar cualquier decisión
del poder soberano. Por el contrario, dicha formulación está siempre obligada a acoger
ciertos principios como “indiscutibles”. Y es precisamente por esto que la función del
mando contenida en la noción de dictadura se ubica en el origen de toda constitución
republicana, es decir, qué cosas no se deciden, qué cosas simplemente se imponen, para
qué haya una ciudadanía formada en condiciones de decidir.

En ese sentido el significado que diversos historiadores han atribuido a la función del
caudillo no ha captado la profundidad de la noción de dictadura. La insistencia en su
carácter autóctono (inspirada sin duda por las mismas tesis de Vallenilla), es decir, como
“la estructura de transición del antiguo régimen” (Lynch, 1993: 21) o como el proceso que
hace “útil la violencia” (Gilmore, 1964: 7) en la configuración de las repúblicas
latinoamericanas la ha relegado como un simple fenómeno coyuntural; como un simple
caso de fortuna, como si la cuestión misma de la fortuna, es decir, de las estrategias
contingentes para producir relaciones de obediencia, no fuera esencial para toda cuestión

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republicana.

De hecho, así parece entenderlo Kant cuando en la exposición de su concepto de


república cosmopolita (precisamente allí donde intenta sostener la eliminación progresiva
de la función de la guerra en la socialización humana) describe, sin embargo, como el
más difícil de los problemas el hecho de que el hombre “necesita de un señor que rompa
su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad universalmente válida, para que
cada uno pueda ser libre” y de que a su vez, continúa Kant, ese señor no pueda extraerse
“de ningún otro lugar que del género humano” (Kant, 1999: 10). La cuestión de la
formación civil -y especialmente en su tematización en el pensamiento republicano de
acuerdo a la cual la ciudadanía ha de ser capaz de constituirse por sí misma— establece
entonces que la constitución republicana tenga que ser concebida a partir de la dictadura
soberana en el sentido que le atribuye Carl Schmitt de que “no suspende una constitución
existente a través de una ley basada en la constitución –una ley constitucional; sino que
más bien aspira a crear condiciones en las cuales una constitución –una constitución que
es considerada como la verdadera— se hace posible” (Schmitt 2014: 119). Para
constituirse, la república necesita ejecutar una decisión acerca de lo indecidible en ella,
aun incluso si busca la democratización absoluta del poder, esto es, incorporar a la
totalidad de la ciudadanía en la toma de decisiones soberanas.

No de otro modo interpretaba tras la revolución de Octubre Antonio Gramsci las


condiciones para la construcción del socialismo; acaso el proyecto de formación cívica
más radical. Gramsci insiste en que el ascenso del proletariado como clase dirigente tiene
lugar por la imposición de las órdenes y designios del proletariado como clase particular y
no del socialismo en sí mismo y ello precisamente porque entiende que “el socialismo no
se impone con un fiat mágico: el socialismo es un desarrollo, una evolución de
movimientos sociales cada vez más ricos en sus valores colectivos” (Gramsci, 1973: 49).
Y es dentro de ese proceso de formación que Gramsci intepreta que la dictadura es la
institución fundamental que garantiza la libertad. La dictadura no se identifica en ningún
caso con la adquisición plena de libertad civil, pero tampoco es su opuesto; no es libertad,
sino garantía de libertad. Esto es así para Gramsci “porque no es un método que haya
que perpetuar, sino que permite crear y consolidar los organismos permanentes”
(Gramsci, 1973: 49). Dejando de lado el carácter fundamentalista de la noción marxista de
clase, la estructuración militar del poder que presupone la teoría leninista del Estado; el
poder del estado no como poder de un individuo o grupo, sino como “instrumento de una

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clase dirigente” (Balibar, 1977: 66) se ubica así en relación de consecuencia lógica con la
tradición republicana en tanto que discurso de formación cívica.

En tanto que modelos de transmisión del poder social, la ilustración y la dictadura


coinciden por tanto en algo más que en una mera analogía entre la relación de
subordinación que hay entre el docente y el discípulo y entre el oficial y el soldado. La
continuidad entre ambos pone de manifiesto que el fin de la igualación de los poderes
particulares sobre el que se funda la legalidad republicana no puede realizarse sin
conservar cierta asimetría, esto es, sin asignar carácter prioritario a ciertos intereses que,
en última instancia, se revelan siempre como intereses de una clase o grupo particular. A
la luz de esta conclusión, resta únicamente lanzar la pregunta de si semejante
contradicción implica un agotamiento de las estructuras conceptuales del republicanismo
clásico en cualquier proyecto de emancipación colectiva o si por el contrario las sitúa a la
orden del día. Habida cuenta de que el principio de igualdad republicano (capacidad de
todo individuo para participar irrestrictamente en el poder colectivo) depende de la fijación
de asimetrías en relaciones de poder variables (imposición de ciertas condiciones para
que dicho principio se materialice) la necesidad de dictado, es decir, la excepción como
estructura, se sitúa en el origen de lo democrático, como posibilidad de abolición o de
ampliación del mismo. Según esto la mayor o menor calidad democrática de una
constitución republicana no estribaría tanto en la cantidad de cuestiones que abre a la
discusión y a la deliberación colectiva, sino en el carácter de las cuestiones que sitúa en
el margen de lo indiscutible y en la fuerza que dispone para imponerlas.

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Artículo
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Autobiografía contra la política del nosotros:


una lectura de Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina

Lindsey Reuben Muñoz


Lehigh University
slr317@lehigh.edu

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen
Este trabajo propone una lectura del ensayo Todo lo que era sólido (2013), del novelista
Antonio Muñoz Molina. Aunque este ensayo se ha leído en clave apolítica, y como
reacción ante el ciclo de movilización del 2008 encabezado por el 15-M de parte de la voz
autorizada de un escritor de prestigio de la "Literatura Mundial", en el presente trabajo
sugiero que es posible ejecutar una lectura no reducible a la demanda política si
atendemos a la inscripción autobiográfica que atraviesa la escritura de este ensayo. El
tejido que acompaña la escritura autográfica, más que una anti-política estética, es un
testimonio que en su historicidad abre caminos para comprender de otro modo la crisis del
contrato social en la frágil modernización de la democracia española.

Palabras claves
Muñoz Molina, autobiografía, transición democrática, modernización, lo político, estado de
derecho, contrato social.

Abstract
This paper proposes a reading of Antonio Muñoz Molina's recent essay, Todo lo que era
sólido (2013), in relation to political and social questions. Although this essay has been
read as lacking political worth and distant from the 15-M mobilization and speaking from
the privileged viewpoint of a "World Literature" writer, I argue that it is also possible to read
this work beyond political demands if we attend to the autobiographical inscription within
this essay. The interweaving of Muñoz Molina’s autobiographical writing, more than
expressing an apolitical aesthetics, is really an epochal testament that opens to other ways
of comprehending the crisis of the social contract within the fragile modernization of
Spanish democracy.

Key words
Muñoz Molina, autobiography, democratic transition, modernization, the political, rule of
law, writing, social contract

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La vida histórica pertenece necesariamente a la textura del


presente, pero estamos tan acostumbrados a las viejas nociones de
una historicidad basada en un entendimiento lineal (o
progresista) del tiempo que son pocos los autores, en general
literatos, que consiguen minar nuestra pereza y forzarnos a una
mirada alternativa.

Alberto Moreiras, Marranismo e inscripción (2016).

En el 2013, el prolífico novelista español Antonio Muñoz Molina publica su ensayo Todo lo
que era sólido, un libro de corte histórico y autobiográfico, pero con fuerza de intervención
en los debates políticos de la esfera pública española. A diferencia de otros autores
contemporáneos de ese mismo país - pienso en Rosa Montero o Javier Pérez Andujar por
ejemplo - es innegable que Muñoz Molina goza de una reputación a escala planetaria
como miembro de la ‘República de las Letras’, y no solo en el mundo de habla castellana.
La escritura de Muñoz Molina es reconocible, y, por lo tanto, es de por sí una firma que
autoriza su época. Vale la pena recordar algunos datos. En ese mismo año 2013, Muñoz
Molina recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, así como el Premio de la
Libertad Individual por sus contribuciones a la 'Literatura Mundial' en Jerusalén, dos
reconocimientos que marcan y consolidan su entrada a la máquina de traducción en
tiempos de diferenciación cultural de la globalización 1. Tampoco la universidad
contemporánea se ha quedado atrás, puesto que, desde hace varios años, Muñoz Molina
ha ejercido su docencia desde la cátedra de "Profesor Global" de escritura creativa en la
Universidad de Nueva York (NYU), uno de los programas más importantes de este tipo en
todo el país. Si pongo sobre la mesa este escueto perfil de la figura pública de Muñoz
Molina, es tan solo para dar cuenta de las transformaciones que han tenido lugar en torno
a la figura del intelectual público, ya no meramente inscrito en la palestra nacional, tal y
como sucedió a lo largo de la modernización burguesa letrada, sino con un mayor alcance
de reconocimiento global desplegado en varias lenguas2. Aún no hemos deparado lo
suficiente sobre lo que representa hoy un intelectual que excede límites nacionales y las
fronteras simbólicas de la lengua. Como ha visto Cristina Moreiras, sobre el ascenso de la
figura pública de Muñoz Molina:

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Las razones son varias: técnica narrativa magistral, construcción impecable de los
personajes, manejo singular y sofisticado del espacio y el tiempo narrativos, temas de
interés universal y, finalmente, una concepción convincente y original del relato como vía
de reflexión sobre cuestiones fundamentales tanto para el individuo como para la
colectividad. (Moreiras Menor 2007: 9)

A partir de la publicación de Todo lo que era sólido (2013) se consagra el espesor de un


novelista que hasta ese momento no había indagado de manera sistemática en el género
del ensayo, y mucho menos en un tipo de ensayo sobre la realidad histórica y política de
su país. En otras palabras, Todo lo que era sólido debe leerse como gesto que apunta al
retorno de un tipo de escritura en el archivo hispano ligada a la temática del "problema de
España"3. Tomando como punto de partida lo que se ha llamado en ocasiones la “crisis de
régimen”4 relativa a la encerrona bipartidista que ha limitado las capacidades del estado
de bienestar y las conquistas de la transición democrática de 1978, Muñoz Molina encara
un vacío de legitimidad como consecuencia del déficit administrativo del fisco a lo largo de
décadas. La crisis de la fiscalidad es en última instancia el índice de la crisis generalizada
de los estados benefactores (Dworkin, 2006). Para Muñoz Molina, la obstinada ceguera
ante el fisco, el exceso administrativo, ha llevado a un abismo del cual aún España no
logra salir del todo de una manera solvente y objetiva. Esto significa, que España carece
de un momento que pueda ofrecer o renovar un contrato social integrador de las nuevas
mayorías populares5. El autor sabe que dicha crisis no es reducible a su dimensión
económica, sino que es también en un déficit generalizado de confianza, de pérdida de
ilusiones, de horizontes de vida, y del pacto social entre diversos actores de la sociedad
que ahora no se reconocen como sujetos de derecho. Por eso al dirigirse a un "nosotros"
como denominador común de los afectados escribe:

La ruina en la que nos ahogamos hoy empezó entonces: cuando la potestad de disponer
del dinero público pudo ejercerse sin los mecanismos previos de control de las leyes; y
cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía
insensata, la codicia, el delirio—-o simplemente para no ser cumplidas (Muñoz Molina
2013: 488).

La fantasía de un sistema flexible de derecho solo conduce a un precipicio. El


incumplimiento es el síntoma de la crisis de autoridad política que se expresa en aquellos

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quienes ya no cumplen con la tarea de representar adecuadamente las necesidades de la
sociedad civil. Por eso no se equivocan algunos de los teóricos al hablar de una crisis de
representación que se inicia en el 2008, y que para Muñoz Molina habría comenzado
mucho ante; esto es mucho antes que la mediación política institucional se quebrará por
parte de las élites políticas hegemónicas. Consideremos otro fragmento, donde Muñoz
Molina interpreta la inestabilidad que implica la actual crisis:

Tenemos un país a medias desarrollado y a medias devastado, suprimido en el hábito de la


discordia, cargado de deudas, con una administración hipertrofiada y politizada, sin el pulso
cívico necesario para emprender grandes proyectos comunes (Muñoz Molina 2013: 2961).

Ese "nosotros" que Muñoz Molina inscribe a lo largo de su ensayo es al mismo tiempo
una marca de época que siempre se escapa, aunque sea la suya. En realidad, es lo que
sucede cada vez que se intenta la inscripción del tiempo de vida en la historia: siempre
hay una brecha que logra ser integrada totalmente en lenguaje, ya que es la lengua
misma de la vida la que constitutivamente siempre está en “falta” ante los
acontecimientos. Muñoz Molina intenta descifrar el malestar de la época, y su
imposibilidad de hacerlo, nos revela la fractura al interior de lo que pretende ser un
comentario político. Pero, ¿qué nos dice esta que la inscripción en el orden simbólico de
lo político sea también un espejo de época?
Para los estudiosos de la ficción de Muñoz Molina, Todo lo que era sólido es un ensayo
insuficiente y hasta engañoso sobre la crisis del 2008. Para estos críticos, el texto de
Muñoz Molina carece del rigor que poseen sus novelas históricas, así como la densidad
formal de la narración y su tropología. Pero más aún importante, Todo lo que era sólido,
carece de la carga política y del compromiso de una transformación de un país en crisis.
Hispanistas como Sebastiaan Faber y Olga Bezhanova, en sus respectivos comentarios
sobre el ensayo, lo sitúan bajo el signo de una defensa del establishment. En otras
palabras, para estos críticos el ensayo de Muñoz Molina pasa por alto todo lo que es
importante de someter a critica; a saber, el legado del franquismo y la precaria transición
de 1978, la ilusión económica desarrollista de la España de los 90 y la entrada de España
a la globalización como país periférico de la Unión Europea. En su libro sobre la literatura
de la crisis económica y su reflejo en la producción cultural española contemporánea,
Olga Bezhanova escribe que “Muñoz Molina creates a narrative where the authorial voice
is disconnected from any community and speaks from a place of intellectual and emotional
isolation” (Bezhanova 2017: 28).
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Su incapacidad de hablar "en nombre de" una comunidad, para Bezhanova, indica una
mirada fundamentalmente patriarcal de la crisis española, que no logra establecer una
lógica de alianzas con ninguna de las plataformas políticas emergentes tras la crisis del
2008. Al mismo tiempo, habría que preguntar quién está en condiciones de hablar en
nombre de alguien o algo en un momento dominado por la crisis, sin que esa operación
se sostenga, al mismo tiempo, desde un principio de dominación parcial 6. Sin embargo,
esta insuficiencia no se debe a que el ensayo no experimente con posibilidades "críticas"
de su tiempo, al contrario. Bezhanova nos recuerda que España tiene una rica tradición
de letrados e intelectuales que históricamente han respondido a momentos históricos
atravesados por incertidumbres (Bezhanova 2017: 30). Por otro lado, para Bezhanova, el
déficit de este ensayo radica en su énfasis en fisuras singulares en lugar de una visión
comunitaria y afectiva. Para Sebastiaan Faber, Todo lo que era sólido brilla más por lo que
no dice que por lo que dice, ya que su mecanismo de distanciamiento es una toma de
posición por fuera de posibles alianzas: “En un contexto donde la crisis ha fomentado la
solidaridad, las cooperativas y la colaboración comunal, llama la atención que
Muñoz Molina no cite a casi nadie: ni a ciudadanos, ni a intelectuales o expertos” (Faber
2013: 739).
Para Faber, este silencio viene a confirmar no solo la soledad del gran escritor global, sino
una expresión material de su superioridad letrada sobre los acontecimientos de su
realidad. En este sentido, Muñoz Molina es incapaz de criticar el modelo jerárquico de la
letra desde el cual su escritura encuentra un lugar de enunciación. Para Faber, la
búsqueda de salida de la crisis a lo largo del ensayo de Muñoz Molina termina reificando
su autoridad de intelectual público, esto es, una posición excepcional al sistema material
que ahora aparece distante de la gramática que lo reproduce desde una escritura cerrada
sobre sí. Mientras que Muñoz Molina reconoce la responsabilidad de haber abrazado
ciegamente las transformaciones del nuevo capitalismo global, sin desatender del todo las
trazas del franquismo, su escritura no parece encontrar la adecuación de un afuera desde
donde romper con las condiciones de posibilidad de ese momento histórico al cual alza su
crítica. Podemos concluir, que tanto Bezhanova como Faber postulan su crítica a la
escritura de Muñoz Molina desde un olvidado principio político renovado se inscribe el año
2008.
En efecto, buena parte de los estudios peninsulares de campo desde el 2008 se han
dedicado a reflexionar sobre el eje político todas las manifestaciones de la producción
cultural asociada con el cambio simbólico y social a partir del ciclo de las movilizaciones

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sociales. Aunque son muchísimos los libros que se han escrito, habría que mencionar en
este punto a libros como CT o la cultura de la transición: Crítica a 35 años de cultura
Española (2012), editado por Guillem Martínez; los volúmenes colectivos como La nación
singular: fantasías de la normalidad democrática española (2014),de Luisa Elena Delgado,
y Culturas de cualquiera (2015), de Luis Moreno-Caballud, o Culpables por la literatura:
imaginación política y contracultura en la transición española (Akal, 2017); una serie de
intervenciones puntuales que parecieran anunciar un relevo de los estudios culturales
hacia la reflexión de la comunidad política en disputa contra el estado. Y si, como ha
argumentado Jon Beasley-Murray (2010), los cultural studies se consolidaron como
espejo de las orientaciones populistas ordenadas desde el concepto de hegemonía,
habría que preguntarse hasta qué punto el ciclo de movilizaciones que asociamos con el
15-M, no termina por concretar un conjunto de reflexiones que privilegian una noción de lo
político, desplazando el marco de la cultura, como nueva administración de las voluntades
afectivas que ahora el crítico estaría obligado a leer en la totalidad social a la par del
corpus del texto.
Este giro "político", llamémosle así para referirnos a un conjunto heterogéneo de
posiciones críticas, sin embargo, no concluye en una defensa universal de la democracia
o en un nuevo contrato social por venir, sino que se imagina como horizonte concreto de
comunidad. Este comunitarismo, heredero del primer zapatismo y del llamado
horizontalismo latinoamericano, hoy inspira buena parte de las apuestas micropolíticas
municipalistas tanto en la práctica como en la reflexión teórica política 7. Si bien este no es
el lugar para desplegar una reflexión sobre las posturas comunitarias post-2008, hay que
apuntar a la manera en que la política aparece reducible a lo local en un plano que busca
una posición contraneoliberal para el cambio social. El repliegue a la comunidad puede
ser entendido, por lo tanto, como la búsqueda de un espacio mínimo desde el cual
producir un cambio de época y una excepción al capital transnacional, pero también como
una forma práctica (aunque la idea de praxis en relación con los mecanismos financieros
hoy rara vez son analizados a fondo) política efectiva de cara a la erosión estatal y a la
nueva transformación planetaria.
No cabe dudas que las transformaciones sociales que España ha vivido como resultado
del 15-M han iniciado cambios fundamentales a nivel político, administrativo,
aspiracionales y simbólicos en las capas medias y en los sectores populares del país. Y
desde luego, también en las élites del denominado motor de cambio. Ya sea el ascenso
de Podemos, la gestión municipalista de figuras como Ada Colau en Barcelona, Manuela

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Carmena en Madrid, Oscar Urralburu en la región murciana, o Enric Morera en Valencia,
el nuevo liderazgo a nivel región ha podido avanzar agendas progresistas en sus
respectivas municipalidades con amplios consensos sociales. La política de la nueva
época pareciera producirse, ya no desde una revolución en las altas esferas del poder
estatal o de un golpe imprevisto al poder estatal por asalto, sino en plataformas que,
según Íñigo Errejón, han sido capaces de devolverle la voz al pueblo:

The experience of Podemos has been extraordinary. The acceleration of the current
political tempo that led to the construction of a major political force was only possible after a
cultural transformation had taken place in response to a devastating and unprecedented
economic crisis in Spain. Podemos has only existed for a little over three years, but it sure
feels like decades. This is due to the fact that we had to face multiple challenges in a matter
of months. At the same time, this momentum was able to propel us far. Podemos not only
attained institutional representation at both regional and national levels, but beyond
electoral outcomes, it witnessed a gradual transformation towards the politization of our civil
society. (Muñoz, 2017).

A pesar de la polarización ideológica que atraviesa España, la irrupción primero del 15-M
y posterior del partido Podemos, ha iniciado un nuevo ciclo histórico para enfrentar la
crisis política de representación, así como la corrupción financiera que ha devastado la
legitimidad de las instituciones públicas del estado8. Esta expansión democrática ha sido
en buena medida lo que ha frenado, al menos hasta el momento en que escribimos este
ensayo, la posibilidad de un ascenso de la extrema derecha euroescéptica, tal y como ya
ha tenido lugar varios países de la Unión Europea9. Y no es menos cierto que el comienzo
de las movilizaciones sociales ha trastocado el quiebre del pacto social heredado del
momento del 78.
Es cierto que en Todo lo que era sólido, Muñoz Molina solo alude al 15-M y a Podemos
meramente de pasada, con desgano, y mostrando poco interés en la novedad que estos
fenómenos han representado en el clima político del país. Pero no es menos cierto que su
intención no era la de escribir un ensayo político, limitado a las transformaciones sociales,
desde una postura militante o cercana a los nuevos actores regionales. Por otro lado, no
cabe dudas que Muñoz Molina, si lo tomamos con una firma reducible al intelectual
ilustrado, termina por asumir una postura idealista, cuyo índice democrático bebe de la
meteorización de estados benefactores del norte de Europa, así como de cierta imagen de
los Estados Unidos como crisol de la hermandad multicultural. Esta es una posición
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problemática no solo por sus contenidos imaginarios, sino por la función metafórica que
tiene que aceptarse como promesa para un "desarrollo próspero" de la modernización
española. En otras palabras, el discurso metafórico del desarrollo es también uno de los
sueños de quien asume el progreso ilimitado del curso de la historia. Al igual que algunos
de sus críticos, pienso que este es uno de los puntos débiles del ensayo de Muñoz
Molina.
La pregunta, sin embargo, es si Todo lo que era sólido puede reducirse a una apuesta por
una imaginación desarrollista de la gran escritura maestra en tiempos globales. Mi tesis es
que Todo lo que era solido sí contiene una entrada por "detrás" de esta fantasía aparente,
y tiene que ver con una toma de distancia de la demanda de politización en el presente.
Esta toma de distancia de la demanda política no sería, en sí misma, una negación
política en búsqueda de un refugio estético que busca idealizar la belleza por encima del
caos social y de la democracia, como apostaron grandes novelistas durante la
entreguerras10. A lo largo de los 104 capítulos que tejen Todo lo que era sólido, es posible
desligar del fondo histórico-político, inscripciones autobiografías en función de esa
distancia de lo político anteriormente aludida.
En realidad, la autobiografía consigue abrir la turbulencia de una época carente de
dirección, donde ya la política solo puede ser comprendida como suplemento necesario,
mas no el índice primario de una renovación. Esta parece ser uno de los centros que
subyace el texto de Muñoz Molina que, como ha visto Alberto Moreiras, trabaja con la
inscripción de una vida que carece de "conciencia voluntarista, mas alerta de su tiempo"
(Moreiras, 2016: 53). Por el contrario, Todo lo que era sólido sufre del efecto de sujeción
de su época, ahora rota con respecto a su tiempo histórico. Es en esta brecha entre el
momento de subjetividad y lo que aparece como el efecto de la historia, donde podemos
leer la incidencia de la escritura como aquello que trama una experiencia en el abismo, y
por lo tanto, inconexa con el cierre de una comunidad. En otras palabras, la inscripción
autobiográfica en el ensayo de Muñoz ayuda a develar la relación secreta entre el pasado
y el presente más allá del horizonte de enemigo-amigo que caracteriza el quiebre del
contrato social en momentos de crisis política o social11. Para mejor comprender la
escritura autobiográfica como quiasmo en el tiempo es importante volver sobre la tesis de
Paul De Man sobre el problema de la autografía como expresión de la historicidad. Me
permito citar el inicio del conocido ensayo de De Man, cuando dice:

The theory of autobiography is plagued by a recurrent series of questions and approaches


that are not simply false, in the sense that they are far-fetched or aberrant, but that are
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confining, in that they take for granted assumptions about autobiographical discourse that
are in fact highly problematic…One of these problems is the attempt to define and to treat
the autobiography as if it were a literary genre amongst others. Since the concept of genre
designates an aesthetic as well as a historical function, what is at stake is not only the
distance that shelters the author of autobiography from his experience but the possible
convergence of aesthetics and of history.” (De Man, 1979. 919).

La convergencia entre estética e historia en la forma autobiográfica es exactamente lo que


hace posible problematizar el marco del genero alrededor de una vida. En otras palabras,
si la forma autobiográfica es ya un problema de la historia en tanto que relación con la
historicidad, entonces la inscripción autográfica es un intento por producir otro sentido
entre política y sujeto en su propio borramiento. De ahí que todas las autobiografías sean
necesariamente instancias de historicidad, si sólo aparece como huella fantasmal en
resistencia al ordenamiento que narrativiza la vida como un relato cerrado y creíble. Todo
lo que era sólido se lee como un intento de radicalización de la relación entre escritura e
historia, que intenta dejar atrás las formulaciones historicistas monumentales o
interesadas que aparecen en el marco de amigo-enemigo propio de la guerra civil como
latencia que habita en lo político12.
La pregunta por el auto - que es siempre la cuestión de sujeto, imposible de capturar
plenamente en la historia - en Muñoz Molina no es solo la cancelación de lo político en
nombre de una postura que afirma necesariamente un principio patriarcal, sino un espacio
vacío o brecha, donde la experiencia ha quedado de-saturada por la demanda de
politización hegemónica13. La instancia auto-biográfica resiste la historia no desde el lugar
predilecto de una autoridad que, desde su voz, se legitima por el campo intelectual de
prestigio, sino desde el rechazo al vínculo que busca desplazar la historia como
dominación del pasado y organización de una sociedad que no ha sido dotada de una
mayoría de edad para pensar los modos de vivir en común 14.
La búsqueda de autenticidad en la escritura de Todo lo que era sólido teje la experiencia
de vida con la crisis terminal de la política, donde el pasado aparece como una forma
elástica, fluida y carente de origen. Si el dinero, según Muñoz Molina, en su fase
financiera tiene la capacidad de "amedrentar y hechizar, con su monstruosa capacidad de
multiplicación", entonces la fluidez del tiempo histórico pertenece a un régimen dominado
por la subsunción del capital. Lo político intenta abrirse, pero su apertura permanece
elásticamente atada a un régimen que fluye del esquema de intercambio que hoy domina
las sociedades bajo la transformación del capital financiero a escala global. De ahí que el
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"nosotros" - la pregunta por "hablar en nombre de", que mencionábamos anteriormente -
solo remitiría a una presencia fantasmal que busca apropiarse de fuerzas que son
administradas por la demanda a la integración política. Muñoz Molina inscribe una
distancia con respecto a dicha alianza, y en la medida que es singular se permite
cuestionar la estructura que pareciera atar el campo de la política como fin de la
comunidad. Sobre el 'nosotros', escribe el narrador: "...la primera persona del plural es
muy conflictiva en España. El nuestro es un nosotros fraccionado que nunca abarca la
extensión completa de la ciudadanía legal y suele definirse a golpes de tajante negación
(Muñoz Molina, 2013: 28).
Hablar en nombre de "nosotros" siempre implica una exclusión por la propia fuerza que la
negación ejerce sobre los contornos de la comunidad. Pero Muñoz Molina dice más: el
nosotros ha sido la forma de construir una democracia imperfecta, carente de poder
constituyente, y por lo tanto tan parcialmente construida como "escenificaciones del
pasado" en ese gran teatro que es la Historia" (Muñoz Molina, 2013: 77). La apoteosis del
nosotros idealiza la memoria histórica, ya que busca domesticarla como la fuente de
sentido en el presente. En realidad, la crítica velada de Muñoz Molina es un llamado por el
abandono de una memoria histórica anquilosada, que reprime la brecha histórica a
cambio de un compromiso político. Lo político, en otras palabras, es siempre aquí
secundario y compensatorio a la herida del tiempo, aunque tampoco logra servir como
cura. O para decirlo con palabras del historiador José Luis Villacañas, la modernidad
política hispánica es la historia de la fractura entre la nación existencial y la comunidad
política, del reino y la providencia que ha heredado de un pasado imperial 15. Todos estos
problemas siguen acechando un presente político español, que Muñoz Molina solo
inscribe en negativo, esto es, como proceso de escritura de inclinación, y distanciamiento
de la historia entendida como dominación de principios morales o de conducción de una
comunidad.
Pero volvamos al 'nosotros', ese nudo que sostiene buena parte del tejido de la escritura
de Muñoz Molina. En un ensayo que discute los límites del populismo latinoamericano,
Gareth Williams advierte de los peligros de reducir la política a una subjetivación del
nosotros, que en su lógica siempre admite producción de subalternos (o en otras palabras
de dominados que aceptan la dominación de manera naturalizada, sin constatación) que
deben obedecer la ficción de representación de quienes mandan. En un momento
importante de su ensayo, escribe Williams:

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Nosotros se victimiza ante la existencia o inexistencia de los espectros conspiratorios.


El Ellos se convierte literalmente en cualquiera que no quepa en las abstracciones
específicas o los valores inventados de cualquier otro grupo tribal. De esta manera el
incremento reciente de populismos nativistas es el resultado directo de la inexistencia del
Otro como un Ellos plenamente identificable en términos espaciales. Quizá sea por esta
razón que el populismo contemporáneo señala una exacerbación de una subjetividad
incondicional, de un subjetivismo nihilista y violento que siempre ha estado en el corazón
de todo populismo. (Williams, 2018)

La historia del nosotros en realidad carece de historia. Por eso es siempre una historia
caída al valor de las demandas del presente, siempre insatisfechas, y por lo tanto un
proceso subjetivo que se abastece del circuito de la globalización y sus mecanismos de
incorporación. El nosotros no se limita a la inclusión social ni a la redistribución económica
en una administración alternativa de valores y legislaciones; sino más bien, como apunta
Williams, su finalidad es siempre el ingreso a la sujeción. Podemos imaginar a Muñoz
Molina tomando distancia de una política reducible a este cómputo del nosotros. Primero,
porque a lo largo del ensayo se dedica a criticar, a veces fuertemente, a los usos
instrumentales de la superstición de comunidad por parte de la derecha y de la izquierda
(de la totalidad de lo político en nuestra época). Pudiéramos decir que el nosotros es
también una integración a una comunidad que promete salvación, y que ahora se remite
directamente al fisco que hace posible una especie de modelo trinitario contemporáneo:
"rescate, preservación, e invención" (Muñoz Molina, 2013: 757). Para Muñoz Molina la
historia de la crisis gira alrededor de un manejo desatinado del fisco del estado:
irresponsabilidades administrativas, desconfianza por parte de las grandes mayorías
sociales, miedo ante la renovación del modelo productivo, y abiertamente corrupta en los
más altos niveles de los partidos políticos. Para Muñoz Molina, las posiciones políticas
tradicionales han quedado expuestas a sus propias contradicciones, como afirma en un
importante momento:

Es misterioso que una izquierda que venía del laicismo de la II República abrazara con
tanta convicción las celebraciones de la iglesia católica, y aceptara tan servilmente respetar
cada uno de sus privilegios, no sólo entregándole el control de una parte de la educación
sino además pagándole para que lo ejercitara, a costa de la educación pública. Pero es
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más misterioso todavía que viniendo de la doble tradición del universalismo ilustrado y del
internacionalismo obrero la izquierda se convirtiera tan velozmente, tan integralmente, a la
superstición nacionalista por las identidades colectivas. (Muñoz Molina, 2013: 804)

Este fragmento condensa muy bien la paradoja del déficit democrático del estado español:
las fuerzas de la derecha, históricamente enemigas de la ilustración y la secularización,
han buscado un espacio de comodidad en el estado; mientras que, por su parte, las
fuerzas progresistas solo tienen como plataforma propositiva, un discurso identitario que
ya ha desistido al modelo universal de ciudadanía. Esta polarización da cuenta de la
brecha entre pueblo existencial y poder constituyente por parte del estado garante de
derechos de la nación16. Como ha notado recientemente José Luis Villacañas, la crisis de
la democracia española se deja ver en el manejo contradictorio y oscuro del fisco
(Villacañas, 2017: 67). A su vez, la discusión de la responsabilidad fiscal no es meramente
una cuestión política o económica, sino que responde a la misma capacidad integradora
del contrato social en las sociedades contemporáneas. Me gustaría sugerir que la traza
autográfica en Todo lo que era sólido es una forma de contestar a una crisis profunda de
lo político y económico, sin pasar por una lógica compensatoria de la economía, la
política, o la ética. La posición de Muñoz Molina tiene un principio que pudiéramos llamar
jurídico, cuando escribe: La pertenencia a la colectividad civil no es genética, ni
antropológica, sino jurídica, y salvo en ocasiones excepcionales no adquiere esa
temperatura emocional en la que se fraguan y se perpetúan los lazos sagrados del pueblo
(Muñoz Molina, 2013: 1036).
Esta es una clave importante, ya que la politización no sería un vínculo primario de lo
social. Un estado de derecho es garantía de condiciones impolíticas de todo estado
democrático. Podemos leer el discurso anti-populista al final del ensayo, por momentos
cruzado con sentimientos humanistas, como un síntoma de una distancia que busca
despejar otro espacio no-populista; y por lo tanto, como rechazo al sometimiento a la
lógica de identificación de una nueva voluntad de unidad. También es cierto que su
exaltación de la identidad permeable y flexible (la idea a veces conocido como melting-
pot) de los Estados Unidos, le impide a Muñoz Molina trascender el marco del liberalismo
contemporáneo, hoy en crisis dada su subordinación a las lógicas de la subsunción del
capital financiero y del "empresario de sí". Las paradojas del discurso de Muñoz Molina
son el síntoma de las contradicciones de su tiempo. Pero, como decíamos anteriormente,
su libro es un testimonio que no apuesta por la administración política o su negación.
Alberto Moreiras ha visto que Todo lo que era sólido, "sufre de una subjetividad que no
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encuentra el camino para una subjetividad efectiva, ni siquiera de manera retrospectiva"
(Moreiras 2016: 179). La autobiografía, o lo que anteriormente hemos llamado inscripción
autográfica es lo que termina fisurando una posible dialéctica de la historia en nombre de
la consolación, del consenso, y de un convivio político, olvidando la herida del pasado en
el presente. La resistencia que De Man veía en la autobiografía se da también contra la
dominación de una historia que se transforma en progreso y que busca enderezarse
desde la demanda política. El "nosotros", como dice Moreiras con lucidez, es para Muñoz
Molina una forma abismal de su propio desastre. Pero ese desastre es también el de una
lengua que tan solo puede habitar como enunciación singular, esto es, por fuera del orden
de la representación y más allá del cierre de la comunidad ante la insatisfacción de un
mundo quebrado.

Notas

1
Mucho se ha escrito sobre la llamada World Literature en los debates de crítica literaria y cultural,
así como desde la sociología de la literatura postnacional. Sobre el debate en torno a la Literatura
Mundial, ver el volumen colectivo Debating World Literature (2004), y sobre el límite de la
traducción como máquina de integración cultural, ver Against World Literature (2014), de Emily
Apter.
2
Sobre el lugar del intelectual en Europa, ver el ensayo ¿Qué es un intelectual europeo? (2008), de
Wolf Lepenies.
3
Como bien nos recuerda Olga Bezhanova, existe una larga tradición en España de autores y
ensayistas que abordan lo que se refiere como el "problema de España”. Por ejemplo, el proyecto
del Siglo de Oro de construcción de la nación produjo una explosión de ensayos, como “Espagne”
de Nicholas Masson de Morvillers en Géographie Moderne en 1783 pensando las fisuras del
pasado para formular el futuro. Durante la Ilustración, Juan Cristóbal Romea y Tapia escribe El
escritor sin título (1763) y Nicolás Fernández de Moratín, Desengaños al teatro español (1762-
1763), para aludir tan solo dos obras emblemáticas. Esta línea de pensar el problema de España
evoluciona a partir de los cambios del orden global en el siglo XIX. Tal vez el más conocido
pensador de este tiempo será José de Larra, cuyo oeuvre de ensayos transciende la historia
política de España, y mas tarde en el siglo XX pensadores profesionales como José Ortega y
Gasset y María Zambrana.
4
El diagnostico de crisis de régimen es una lectura asociada con algunos de los teóricos del nuevo
partido político Podemos. Ver, de Errejón, “Crisis de régimen y hegemonía” (2015).
5
El economista Antón Costas ha apuntado en esta dirección en su reciente libro El final del
desconcierto: Un nuevo contrato social para que España funcione (2017).
6
Sobre la pérdida del hablar 'en nombre de algo', ver Agamben (2014).
7
Sobre comunidad y política de los comunes, ver El poder de lo próximo: las virtudes del
municipalismo (2016), de Joan Subirats; Hipótesis Democracia: quince tesis para la revolución
anunciada (2013), de Emmanuel Rodríguez, el ensayo Dispersar el poder (2007), de Raúl Zibechi
para el contexto latinoamericano, pero que ha ejercido influencia en la reflexión política española.
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Esto no significa que no podamos pensar la comunidad de otra forma, des-vinculante y


radicalmente abierta, como propone el filósofo italiano Roberto Esposito en su libro Communitas
(2010).
8
Sobre las cifras y los riesgos de la corrupción en las altas esferas políticas, ver Gamir (2015).
9
Para un mapa muy completo sobre el ascenso de la extrema derecha en el contexto europeo, ver
Jean-Yves Camus & Jane Marie Todd (2017). También estamos pensando aquí en la observación
del periodista Enric Juliana sobre la ausencia de partidos políticos "pro-Trump" durante el ciclo
electoral del 2016. Ver, Esperando a los robots (2017).
10
Véase, por ejemplo, Reflections of a nonpolitical man (1987), de Thomas Mann.
11
Aludimos aquí al conocido The Concept of the political (2007), de Carl Schmitt.
12
Es la tesis de Carl Schmitt en ensayos conocidos como El concepto de lo político y Teología
Política. Para el jurista alemán, solo una concepción fuerte de lo político, anclada en la autoridad
soberana inter-estatal, puede neutralizar el caos que da lugar a la guerra civil.
13
Para Olga Bezhanova: "Todo lo que era sólido remains trapped in the idea that all Spaniards (and
only Spaniards as limited to those within the frame of citizenship) are collectively and equally
responsible for the severity of the crisis" (Bezhanova 2017: 9).
14
Aquí vendrían bien las lecciones de Adorno sobre la idea de 'entrar en relación con el pasado', en
lugar de una relación de dominación. Ver su ensayo, "What does coming to terms with the past
mean? (1986).
15
Ver, Historia del poder político en España (2015) de José Luis Villacañas, p.570-610.

16
Como advierte José Luis Villacañas, la democracia española puede entenderse como un exceso
de administración y déficit de legitimidad política en el contrato social. Me permito citar este
fragmento de su libro El lento aprendizaje de Podemos (2017): “…esto nos produce la idea de que
habitamos más un estado administrativo que un estado político. Por supuesto que eso procede de
la debilidad de la opinión pública española, pero incluso para ella era evidente que con este tipo de
pactos no se solucionaba el problema de fondo...” (Villacañas 2017: 120).

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Artículo
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La infrapolítica del trabajo y el trabajo de la infrapolítica:

la figura del trabajador y la movilización total.

Matías Beverinotti

San Diego State University

mbeverinotti@sdsu.edu

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen

Este trabajo reflexiona sobre la noción de infrapolítica relacionada con la del trabajo y su
transformación actual. Primero haremos una historia lineal del pensamiento infrapolítico,
pasando por las nociones previas del subalternismo y de la posthegemonía, cuyo nudo
con el pensamiento populista da lugar a la noción de infrapolítica. Luego, pasaremos a
analizar la condición y metafísica del trabajo, y cómo ella organiza lo político teniendo a la
figura del trabajador como centro, llegando a la conclusión de que el pensamiento
infrapolítico es irrenunciable para pensar la sociedad y la política de un mundo post-
trabajo.

Palabras Claves

trabajo, trabajador, subalternidad, posthegemonía, infrapolítica, movilización total, Jünger,


metafísica.

Abstract

This article reflects about how infrapolitics relates to the notion of work and its current
transformations. We will first draw out a lineal history of infrapolitical thinking, explaining
previous notions dating back to debate around the subalternity and posthegemony, which
later resulted in the notion of infrapolitics. Later, we will analyze the condition and
metaphysical structure of work, and how it organizes the political arena when the figure of
the worker is at its center. I will conclude by arguing that the infrapolitical thought is
indispensable in order to think our post-work societies.

Key Words

work, worker, subalternity, posthegemony, infrapolitics, total mobilization, Jünger,


metaphysics.

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Los que no tienen que mendigar, no mendigan:


esa es una gran verdad…Mendiga el mendigo,
nadie más que el mendigo. Muy distinto, pero
exactamente igual, es el caso de los trabajadores.
Los que no tienen que trabajar, trabajan de todos
modos. Los que tienen que mendigar, mendigan.
Los que tienen que trabajar, trabajan. Los que no
tienen que trabajar, trabajan.

Osvaldo Lamborghini, “Sonia (o el final)”.

Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni


siquiera la verosimilitud: buscan el asombro.
Juzgan que la metafísica, es una rama de la
literatura fantástica

J. L. Borges, “Tlön, Uqbar, Otbis Tertius”.

Introducción

Mucha tinta se ha invertido ya en explicar la noción de infrapolítica1, lo que nos hace


reconocer que cualquier intento de definición, será un ejercicio errado y obsoleto. Sin
embargo, no atenderemos aquí a la demanda por una definición. Por el contrario, lo que
intentaremos hacer en el siguiente texto no será responder a la solicitud más moral que
intelectual que apela a una respuesta acorde a las formas actuales de extracción de valor
que tiene el discurso académico, es decir, a responder satisfactoriamente a la pregunta
¿qué es la infrapolítica? Por el contrario, aspiraremos a pensar qué hace o qué puede
hacer la infrapolítica frente a la problemática del trabajo y la transformación 2 que está
llevándose a cabo en la presente etapa neoliberal del capitalismo global. Para ello,
deberemos dividir el siguiente trabajo en dos partes. La primera, se dedicará a hacer un
breve recorrido de cómo la noción de infrapolítica ha llegado a concretarse, y para ello
mostraremos sus antecedentes para entenderla como la consecuencia de décadas de
una práctica intelectual que no puede resumirse ni a un instante ni a un nombre individual.
Por lo tanto, aspiramos a despejar la posibilidad de resumir o encasillar a la infrapolítica a
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una parcela conceptual á la mode desde dónde extraer valor. Luego, pasaremos a
problematizar la noción del trabajo y, específicamente, su entramado metafísico. Es decir,
retomaremos la figura del trabajador y sus efectos para llegar a preguntarnos lo que
puede o podría hacer la infrapolítica en relación a la metamorfosis que ha venido
sufriendo el mundo y la noción del trabajo en las últimas décadas.

1. Infrapolítica: una breve historia lineal

Uno de los errores que se comete con la infrapolítica es pensar que es algo súbito o
repentino y que, por ello, se trata de una noción precipitada, y por lo general, se le buscan
fallas o limitaciones en registros a los que no se quiere ni quiso nunca someterse. La
infrapolítica es la consecuencia de un activo ejercicio intelectual de décadas, que si lo
observamos como la consecuencia lineal de un modo sistemático de reflexión, debemos
también prestar atención a sus pasos previos que quizá funcionen de forma preparatoria
del devenir de un pensamiento que ha derivado en lo que hoy se denomina como
infrapolítica.

Entrada la última década del siglo pasado, el paisaje político latinoamericano da múltiples
metamorfosis que demandan una revisión de las categorías políticas heredadas de la
modernidad. El fin de las últimas dictaduras militares hacen que el regreso de las
democracias estén marcadas por la actitud de un “nunca más” al interior de los procesos
dictatoriales como alternativa a los fallos políticos de las democracias representativas. Sin
embargo, con el agotamiento de las dictaduras3 como alternativa a la organización del
orden social y político, también se agota la idea de revolución como horizonte del proyecto
marxista, caída también por el colapso del socialismo a nivel global a partir de la caída del
muro de Berlín y el llamado fin de la historia. La diseminación del capitalismo neoliberal-
financiero y la creación de las sociedades de consumo y endeudamiento, demandan una
revisión de conceptos clásicos de la política que fueron útiles a los procesos de inclusión
–y de inclusión por el trabajo– de los populismos latinoamericanos hasta mitades del siglo
XX, pero que ahora se veían quizá obsoletos frente a las fuerzas exclusivas de la
organización financiera y post-industrial del capital a nivel global4. Buscando atender a
estas preocupaciones, es que nace el Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano.

Basado en el Grupo Surasiático de Estudios Subalternos representado por Gayatri Spivak


y Ranajit Guha entre otros, el Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano toma
también la noción del ‘subalterno’ como alternativa desde dónde pensar el emergente
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panorama neoliberal y post-dictatorial latinoamericano para des-diferenciarla de las
transformaciones internacionales del nuevo mundo globalizado al que ahora pertenecía.
Como podemos ver en las declaraciones iniciales del Latin American Subaltern Group
(1993), la subalternidad permitiría otra forma de pensar y actuar políticamente de cara a la
nueva organización geopolítica (Latin American Subaltern 1993: 110), pero también
despejar un lugar irreconocible desde la articulación hegemónica del poder y su
contracara. Lo subalterno es así lo que rechaza la articulación hegemónica que justifica y
legitima los protocolos de ocupación del poder en las nuevas democracias post-
dictatoriales al mismo tiempo que se demanda su con-formación. Lo que da lugar a la
subalternidad es una forma de pensar lo político desde la exclusión estructural de los
procedimientos protocolares de la hegemonía, siendo ella la estructura formal a la que se
debía volcarse desde entonces la estrategia socialista, como sugerían Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe5. Es decir, si la teoría de la hegemonía plantea que no hay afuera de lo
político más allá de construcción de un bloque hegemónico, lo subalterno demuestra no
sólo que sí existe un límite –y por ende un más allá– de la teoría de la hegemonía, desde
el cual el subalterno sigue ocupando estructuralmente de lo incluido-excluido del campo
de lo hegemónico.

Es así entonces que el subalterno viene a nombrar una doble articulación: posicional y
relacional. La primera, entendida en términos formales, es simplemente aquel quien se
posiciona por fuera de la articulación hegemónica, mientras que la segunda es la que
habilita una experiencia abismal de la crítica de lo social que es capaz no sólo de ver más
allá, sino también de desmantelar las narrativas ideológicas del presente (Moreiras 2001:
267). En otras palabras, al no poder ser interpelado por la narrativa ideológica
constituyente y legítima el poder, el subalterno permite pensar y actuar en la arena de lo
político, más allá del origen (archê) constitutivo así como del principio de restitución. Esto
es imposible porque el subalterno es quien desestabiliza el todo coherente desde donde
la hegemonía se auto-representa, y por lo tanto lo que termina interrumpiendo la cadena
de sentido que organiza el poder. Si la hegemonía es la que se produce por la
homogeneización de un colectivo coherente articulado a partir de un significante vacío
que encadena demandas sociales, lo subalterno es lo que interrumpe la capacidad de
homogeneización que tiene la hegemonía en su construcción de un pueblo (Williams,
2002: 11). Por lo tanto, el subalterno no será sólo el fragmento interno rechazado por el
juego hegemónico y el telos de la narrativa maestra, sino que su aparición espectral
fractura la representación universal de la que se jacta la hegemonía en su producción del

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pueblo en tanto práctica política ejecutada como voluntad de poder (Williams, 2002: 135).

La modernidad de las naciones latinoamericanas se manifiesta en la formación del homo


nationalis que es, al mismo tiempo, el homo œconomicus y el homo politicus en un
proceso de inclusión y disciplinamiento social que fomenta el trabajo del homo laborans
(Williams 2002: 4). Lo que podríamos llamar articulación por explotación –proyecto común
del comunismo, socialismo y del capitalismo– durante la primera parte del siglo XX tuvo
en su seno la formación del pueblo nacional popular en relación dialéctica de
subjetivación entre lo particular y lo universal. El límite del subalterno no sólo impedía la
constitución de lo política a partir de la reconciliación ideológica y la restitución, sino que
es además la constitución de un nuevo sujeto político en tanto sujeto a-subjetivado6
(Moreiras 2001: 113). El objetivo, entonces, radica en deconstruir la idea que cerca lo
político a la formación del sujeto porque, como explica Moreiras: “El subjetivismo en
política es siempre excluyente, siempre particularista, incluso allí́ donde el sujeto se
postula como sujeto comunitario, e incluso allí́ donde el sujeto se autopostula como
representante de lo universal” (Moreiras 2006: 12).

El pensamiento subalterno será aquello que no se atiene a las estrategias y a los fines de
la teoría de la hegemonía desde una forma política que abriría camino al socialismo,
aunque ya no como una lucha de clases, sino desde la articulación de diversas
identidades de lo social (Laclau 2005: 150). Así, hegemonía y formación de pueblo,
democracia y política, terminarán siendo sinónimos de un mismo modelo teórico. Sin
embargo, como hemos venido diciendo, la subalternidad permite observar que existe un
afuera o un más allá de la sutura hegemónica de lo político; una exclusión constitutiva de
la representación que constantemente desactiva su formación subjetiva. En suma, si lo
subalterno pone en jaque a la sutura hegemónica, lo que se abre desde ahora es un límite
de lo político más allá de la formación de un pueblo hegemónico. Este es el espacio que
nombra lo posthegemónico.

La posthegemonía piensa lo político no sólo por fuera, sino más allá del protocolo
hegemónico de lo político (Moreiras 2001: 107). Podríamos decir que la posthegemonía
se toma seriamente la idea lyotardiana de la muerte de los grandes relatos 7, y no como ha
sucedido desde entonces, esto es, como posibilidad para reconstituir un nuevo relato. En
otras palabras, la posthegemonía no sólo es capaz de observar que existe un afuera
irrepresentable de la gran narrativa articulatoria y subjetivante de la hegemonía, sino que
es la que habita lo político a partir del abandono real de la posibilidad de una gran

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narrativa y de su proceso de subjetivación, dándose a sí misma la libertad de no pensar la
política articulatoriamente, ya que “…busca darle cuerpo a la propuesta de que hay
política más allá́ de la subjetivación, hay política más allá, o más acá, del sujeto de lo
político” (Moreiras, 2013: 2). En suma, la posthegemonía es lo que permite habitar y
pensar lo político a partir de la disolución de la sutura del proyecto hegemónico populista
al encarar la relación espectral de lo subalterno (Williams 2002: 8). Esto es decisivo, pues
permite cuestionar el principio de equivalencia general por el que se rige toda hegemonía,
apuntando hacia un lugar de lo político que ya no se inscribe en la unidad de pueblo o en
la voluntad de poder.

El pensamiento posthegemónico no es homogéneo, sino por el contrario, tiene diferencias


internas, principalemente, entre las posiciones de Alberto Moreiras, Gareth Williams, y Jon
Beasley-Murray. Si bien los tres están de acuerdo en la interrupción de la forma
equivalencial de la teoría de la hegemonía en pos de una radicalización de la democracia,
Moreiras y Williams llegan a este lugar como consecuencia del subalternismo y la
deconstrucción, mientras que Beasley-Murray asocia la posthegemonía con la
actualización del proyecto marxista post-Laclau suplementado con nociones como
multitud y habitus de Michael Hardt y Antonio Negri8. Si Williams y Moreiras asumen la
subalternidad como límite de la articulación hegemónica que habilita a pensarla más allá
de su principio de equivalencia, Beasley-Murray critica la ficción de la hegemonía como
una ilusión de trascendencia desde las nociones propiamente deluzianas (Beasley-
Murray, 2010, p. xi), por lo que cuando se despeja esta ficción ligada al pueblo, emerge la
multitud. En todo caso, ambas posiciones posthegemónicas aspiran a superar el principio
de equivalencia, y con ello la necesidad de una cadena equivalencial de demandas
sociales que forman un bloque hegemónico al ser articuladas con un significante vacío, tal
y como se plasma en el trabajo de Laclau y Mouffe (2004). Esto da lugar a la infrapolítica,
que no siendo una política ni un concepto político, nombra una politicidad impolítica que
aspira a la democratización posthegemónica de la práctica política. En palabras de
Moreiras, quizá pueda haber infrapolítica sin posthegemonía, pero no hay praxis
posthegemónica sin la reflexión infrapolítica (Moreiras 2015: 15). En suma, lo que se
rechaza desde un principio es la reducción que homologa democracia y principio de
equivalencia generalizada.

Tanto posthegemonía como infrapolítica rechazan a la hegemonía como forma de


organizacion de la acción en el pensamiento político. Esta operación obliga hacerse cargo
de la pregunta por la epoca en el sentido heideggeriano de la finalización de la metafísica
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(Villalobos-Ruminott, 2015: 42). Por lo tanto, si la posthegemonía se proponía poder
pensar lo político por fuera de los protocolos hegemónicos-homogeneizantes, la
infrapolítica aparece como tarea de interrogación no sólo destructivo-deconstructiva que:
“…supone un cuestionamiento radical de los principios hegemónicos que organizan la
inscripción del pensamiento” (Villalobos-Ruminott, 2015b: 108), sino también de infinita
desmetaforización con el objetivo de habitar y pensar la época de la devastación del
capitalismo neoliberal ya sin principio organizador –como dice el pensador
postheideggeriano Reiner Schürmann – en el fin de la metafísica (Villalobos-Ruminott,
9

2015: 51). En este sentido, la infrapolítica será un modo de interrogación y de


cuestionamiento, no sólo de los principios fundamentales de lo político, sino también de la
condición estructural aprincipial de la acción y el pensamiento en la época de la
finalización de la metafísica que tiene base en la condición a-subjetiva de lo político en
tanto relación no-ontoteológica del mundo (Cerrato 2016: 19).

La infrapolítica busca evitar las tentaciones de los lugares comunes de la politicidad y la


administración de significantes en la construcción subjetivista. Esto implica también que
supera la separación subjetiva entre hegemonía o contrahegemonía, que siempre implica
la caracterización de un enemigo (Cerrato, 2016: 21), siendo un tipo de pensamiento o
reflexión sobre la política que rechaza todo límite. En otras palabras, se cuestiona tanto
los límites prácticos como el cierre metafísico de lo político. Por lo tanto, la infrapolítica
debe ser también necesariamente tomada en cuenta como el propio ejercicio de
cuestionamiento que, en última instancia, ejerce una desactivación de lo que cuestiona y
que no se limita a la metafísica del poder, sino también, a las relaciones materiales de
poder que surgen de esa desactivación. En suma, podemos llegar a la conclusión que
“…la infrapolítica10 no es una política, aunque supone una relación de desistencia con la
misma política” (Villalobos-Ruminott, 2015: 52).

A lo que Sergio Villalobos-Ruminott (2015a) llama desistencia infrapolítica podríamos


llamarlo la desactivación de los protocolos cierran el campo de lo político. Es decir, la
infrapolitica desactiva la relación schmittiana entre amigo y enemigo11 –en la que se
contiene la batalla populista– cuya narrativa histórica legitima su acción política como
restitución y realización en un llamado (moral) que se materializa como demanda a la que
se pretende limitar la acción política. Este movimiento en ocasiones se toma como una
forma de "neutralización" desde la posición que insiste en “…la politización como
reactivación o movilización total” (Villalobos-Ruminott, 2017: 149). En otras palabras, si
coincidimos con Villalobos-Ruminott (2017) que entiende que este llamado es una
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“demanda por la politicidad”, la acción de la reflexión infrapolítica es la de la una activa:
“…desactivación de la misma politicidad como demanda...infrapolítica intenta desactivar
esa demanda retomando la destrucción de la metafísica y la deconstrucción del
logocentrismo” (Villalobos-Ruminott, 2017: 153). Por lo tanto, la infrapolítica no sólo
apuesta al desentendimiento de todo límite, sino también a la desactivación que
imposibilita cualquier determinismo onto-teológico.

Si la tarea de la infrapolítica es la de la desactivación a los procesos naturalizados del


régimen del sentido de la producción política moderna, óntica y teleológicamente
hablando, lo que terminará produciendo esta tarea de desactivación será el
enfrentamiento –y el riesgo– a la radicalidad del pensamiento sin anclaje, sin fundamentos
o, del fundamento del no fundamento. La desactivación que consecuentemente produce
un extrañamiento tanto con los procesos y los derroteros normalizados de la onto-teología
moderna, lo que no sólo demanda una relación abismal y arriesgada con el pensamiento,
sino también, abre la posibilidad de una politización infinita, no articulada por la
equivalencia (Álvarez Solís, 2016: 30). Entonces, el trabajo destructivo-deconstructivo de
la desactivación infrapolítica lo resume como “…un laboratorio de pensamiento que opera
como una deconstrucción de los dispositivos capturadores de la experiencia justificados
por la estructuración onto-teológica de la modernidad” (Álvarez Solís, 2016: 33). De esta
manera, la operación articulatoria de politicidad moderna queda desplazada de su función
de captura.

Es así cómo el ejercicio de la desactivación infrapolítica no sólo se desentiende de la


razón instrumental de la politicidad moderna, al mismo tiempo que, al decir de Agamben,
llegamos a un apertura hacia la inoperatividad 12 (Agamben, 2016: 278) más allá del
mando y el origen (archê). Este es el ejercicio de un serio enraizamiento del pensamiento
sin pretensiones de articulación. Por el contrario, la desactivación infrapolítica actúa de
manera destituyente, esto es, sin apelar a fundamentos que constituyen este poder al
tener como única finalidad, la del pensar cuando se habita el horizonte del fin de la
metafísica (Villalobos-Ruminott, 2015b: 107, 121).

Habiendo ya hecho este breve recorrido, podríamos preguntarnos: ¿cuál es entonces la


relación entre la desactivación infrapolítica y la noción del trabajo en el fin de la
metafísica? Como hemos mencionado anteriormente, el trabajo es la praxis central en la
conformación social de la ciudadanía y de la subjetividad. Será durante la conformación
de las naciones modernas que el homo laborans se convierta en homo œconomicus y el
homo politicus nationalis que hoy subsiste a pesar de sus metamorfosis neoliberal en el
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entramado metafísico que relaciona la praxis del trabajo con las formas sociales de la
subjetividad ciudadana.

Sin embargo, tanto la conformación de este entramado y derrotero metafísico ha mutado


por las transformaciones producidas por el capital en su etapa neoliberal. Lo que está en
juego aquí no será entonces cómo el desarrollo y aceleramiento de la velocidad de
transformación del capital hacen al perfeccionamiento técnico en pos del aumento de la
plusvalía relativa, creando así la posibilidad real de un mundo post-trabajo a corto plazo13,
sino por el contrario, veremos de qué manera a pesar del progreso técnico, el trabajo
sigue siendo el "vector vinculante y humanizante, la voluntad de poder como subjetivismo
politizante” (Villalobos-Ruminott, 2017: 156), es decir, siendo la práctica fundante y
formativa de la subjetividad moderna en la que se encubre la inclusión social y la
pertenencia ciudadana. En otras palabras, el trabajo es la estrategia de homogeneización
que dispone de la articulación ciudadana entendida como la hegemonía de un arreglo
identitario de subjetivación como dialéctica entre particularismo y universalidad. Lo que
intentaremos interrogar entonces es cómo la metafísica ya agotada de la organización
industrial del trabajo subiste organizando el mundo político a pesar de sus metamorfosis y
de su agotamiento en la era post-industrial neoliberal de la muerte de la metafísica. Lo
que está en juego en este proceso es entender qué consecuencias tiene que el
entramado político una vez que se encuentra subsumido en la movilización total y en la
forma del trabajo. Eso es lo que tendremos como objetivo en el resto del ensayo.

2. Metafísica del trabajo: la figura del trabajador y la movilización total

Vale comenzar la segunda parte de este escrito con dos premisas conocidas. La primera,
es de Hannah Arendt, quien hace más de seis décadas advertía de las consecuencias del
devenir material científico-técnico de la metafísica moderna del progreso de la sociedad
tras la Segunda Guerra Mundial: “Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de
trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que
nada podría ser peor” (Arendt, 2009: 17). La segunda, es la explicación que hace Marx de
la composición obrera. Marx explica en el contrato con el capitalista, el uso de la fuerza de
trabajo es el trabajo mismo del trabajador, haciendo que el obrero sea el actor central de
la producción de la mercancía. Este proceso, más allá de las formas específicas de
organización de producción determinadas, es “un proceso entre hombre y naturaleza”
(Marx, 2010: 215). Sin embargo, según Marx, el trabajo que lleva a cabo el trabajador

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industrial dista de ser uno cuya organización se mantenga desde tiempos primitivos, sino
que él se presenta como vendedor de su fuerza de trabajo en el mercado laboral. Esto lo
diferencia de una araña o una abeja, ya que para el trabajador ya existe como ideal en la
imaginación del obrero antes de poner manos a la obra, es decir, que existe previamente
una figura abstracta que "como una ley, [determina] el modo y manera de accionar y al
que tiene que subordinar su voluntad” (Marx, 2010: 216). Aunque de manera diversa, lo
que observamos en ambos casos es una misma problematización. En el caso de Marx, lo
que está en juego no es sólo cómo se produce la relación productiva entre trabajador y
capitalista o entre explotador y explotado, sino el paso previo que hace idealmente que el
trabajador sea trabajador antes de ser explotado. Por otro lado, Arendt muestra las
consecuencias de esa imagen casi un siglo después que Marx, donde la condición
subjetiva es asimetrica a las condiciones materiales, lo cual produce consecuencias
catastróficas. En este sentido, lo que tienen en común ambas afirmaciones es que el
proceso de subjetivación de el trabajador se produce tanto antes como más allá de la
realidad del trabajo-material, es decir, en el plano metafísico ideal.

Para entender cómo la figura de el trabajador se ha constituido y cómo de ella se organiza


el plano metafísico de lo político, no podemos escapar del pensamiento de Ernst Jünger.
Cuando hablamos de Ernst Jünger estamos hablando de un pensamiento figural, es decir,
que se organiza a partir de las épocas que comprimen una imagen que guía los actos
ciegos. El cambio de figura corresponde al cambio de época. La aparición de una nueva
figura es la que ayuda a aprehender e interpretar mejor el mundo en órdenes todavía
desconocidos a sí mismo: “La figura no es un concepto, ni representa, sino que se
interpreta; tampoco define esencias o sustancias, sólo ilumina claramente ‘tipos’ (no
arquetipos), o sea que se establece una tipología significativa y totalizadora que habilita
para un juicio más justo” (Cuasnicú, 2014: 18). El pensamiento figural de Jünger genera
un abanico tipológico14 –o una onto-tipología– que se ordena a través de "un significante
privilegiado para interpretar el mundo. Un significante está siempre en relación con otros
que lo significan” (Cuasnicú, 2014: 28). Será durante el período de entre guerra cuando
Jünger dedicará su pensamiento a entender una nueva figura que aparece como
consecuencia de este nuevo orden del mundo bajo el signo de la movilización total.

La metamorfosis que él observa es el paso de la ‘movilización parcial’ monárquica hacia


una ‘movilización total’ donde, a diferencia del orden anterior, se desdibuja el aura de una
casta guerrera y de la nobleza a partir que el mundo en su desarrollo técnico-bélico se
convierte en una gran máquina de progreso donde cada rincón del mundo está
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conectado15. La movilización total produce “hilos invisibles” que articula al mismo tiempo
todo lo que pasa en un frente de ataque en Francia con el trabajo doméstico de una ama
de casa en Alemania, hace en su carácter bélico como industrial (que son lo mismo para
Jünger) a la creación de un sujeto autómata. Es decir, la época del progreso y del
desarrollo técnico-bélico se encuentra totalmente movilizada, pero el problema es
encontrar la figura que se encuentra por detrás de estas conexiones que mueven hilos
invisibles (Jünger, 2003: 112). Esta figura es el trabajador.

A partir de la Primera Guerra Mundial, la movilización total se materializa para Jünger en


la conjunción del progreso de la técnica que dinamiza la relación bélica entre países,
acoplada a la idea del progreso como movilidad y acumulación, que articula la vida con
una temporalidad e historicidad determinada que despersonaliza el poder y las relaciones
interpersonales, se trate de reyes o de guerreros convertidos en soldados. El cambio
topológico y topográfico en relación y en la construcción de la masa depende también en
este momento histórico de la masividad de los medios de comunicación y su capacidad de
homogenización. Pero ella no es exclusiva del enfrentamiento bélico, sino que deriva en el
mundo del trabajo de la vida cotidiana: “…la imagen de la guerra en cuanto a acción
armada va penetrando cada vez más en la imagen amplia de un gigantesco proceso de
trabajo…el ejército del trabajo en general” (Jünger, 1990: 97). Al mismo tiempo, esta
movilización no sólo se produce a nivel figural o identitario, sino también material.

Más allá de la composición ideal del trabajador como hemos visto anteriormente, Marx
también explica el desarrollo del sistema de producción industrial y su articulación de
voluntades que Jünger llamó movilización total, al que no por casualidad Marx compara la
organización de un regimiento de infantería y un escuadrón de caballería, al que le dio el
nombre de cooperación: “La forma de trabajo de muchos que, en el mismo lugar y en
equipo, trabajan planificadamente en el mismo proceso de producción o en procesos de
producción distintos pero conexos, se denomina cooperación” (Marx, 2009: 395). Esta
cooperación como colaboración de fuerzas que se articulan en una misma voluntad en el
proceso de producción, es la misma fuerza de un mismo colectivo que " fusiona muchas
fuerzas en una colectiva” (Marx, 2009: 396). Esto sucede no necesariamente por la
naturaleza del hombre sino, porque este es un animal político que habilita el acoplamiento
de voluntades en un mismo cuerpo productivo que organiza y en sí misma parte de una
estructura de vigilancia (Marx, 2009: 396).

Lo que podemos observar es que en ambos dos casos se llega a una misma conclusión
por caminos diferentes, es decir, a la articulación de la voluntad general que se convierte
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en una misma movilización total que actúa de forma material en la acción y vigilancia del
capitalista –sin excluir al modelo socialista – en relación a la figura de el trabajador. A
pesar de ello, tanto para Jünger como para Marx, lo dicho es una descripción y puede ser
en pos de un cambio: en el caso de Marx como estrategia y cooperación de clase para
superar las dos libertades del trabajador –libertad de los medios de producción y libertad
para vender su fuerza de trabajo–, mientras que para Jünger es el trabajador quien puede
como figura, organizar las fuerzas para superar el decadentismo liberal-burgués a partir
de la caída de los regímenes aristocráticos que encuentra en la condición mundial de la
subjetivación de el trabajador a partir de la creación del “Estado mundial” 16. Jünger
reconoce los puntos en común con Marx, pero salva también las diferencias cuando
escribe: “Marx cabe dentro del sistema de El trabajador, pero no lo llena” (Jünger, 1990:
344).

Sin embargo, el neoliberalismo ha transformado en las últimas décadas tanto el proceso


de producción capitalista como su figura de el trabajador transformándola en lo que Michel
Foucault llamó la “empresa de sí mismo” (Foucault, 2007: 264). Los cambios que produce
el neoliberalismo norteamericano, a diferencia del francés y el ordoliberalismo alemán, es
que el primero transforma la subjetividad del trabajo en la de un empresario de sí mismo
como su misma empresa, es decir, que hace a la vuelta del homo œconomicus ya que se
ve a sí mismo como productor y creador de su propio capital humano que le es útil a la
competencia dentro de mercado laboral. Así, la “inversión educativa” es quizás el ejemplo
más claro de el trabajador neoliberal (Foucault 2007, p. 269), donde el estudiante
universitario es demandado a exponerse como empresa de sí 17. En esta nueva etapa, la
figura de el trabajador sin fábrica y sin cadena de montaje, reelabora la organización del
trabajo y de la producción, amplificando la explotación entendida ahora como realización,
al decir de Byung-Chul Han18. Sin embargo, esto no libera a el trabajador de su
movilización, aunque ésta haya mutado19. En la condición del trabajo y la subjetivación de
la empresa de sí mismo, hace a la cooptación total del deseo por parte del explotador al
del explotado, o sea, que el cumplimiento del deseo de el trabajador es la satisfacción de
su empleador. En otras palabras, el trabajador está predispuesto a que su deseo esté
capturado por el deseo del capitalista, que a diferencia de la organización fabril, tiene el
objetivo de reducir la diferencia entre los dos a cero, o sea que el goce de el trabajador
sea el de su empleador (Lordon, 2015: 26). Si bien la movilización en esta relación es
individual, para Frédéric Lordon su fuerza supone una dominación, por la cual los
trabajadores crean un ejército de auto-móviles que se vuelve total (Lordon, 2015: 48).
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Esto es, para Lordon el nuevo tipo de totalitarismo que crea la etapa neoliberal del capital
como cooptación total de la posesión de las almas (Lordon, 2015: 95).

La salida que propone Lordon a esta dominación de las almas por la organización
neoliberal del trabajo es la de un re-comunismo. Para sobrevenir la organización del
deseo20 del capital neoliberal que coopta el goce es necesario reconfigurar el imaginario y
la subjetivación que es capturada por el deseo maestro (Lordon, 2015: 127). Si de lo que
se trata es de la reconfiguración común del deseo en pos de la abolición del trabajo, esto
no puede suceder por una nueva ocupación del poder. Este no es un problema
administrativo que no escapa al entramado metafísico que contienen21 el movimiento
inmanente del deseo y de lo común.

Así, llegamos a dos conclusiones para pensar el estado actual de la metafísica del trabajo.
La primera es que si la condición material actual del trabajo en relación al desarrollo
técnico abre por primera vez la posibilidad de liberar al ser humano del trabajo, la
conservación del categorial metafísico en la que se destaca la figura de el trabajador tanto
en su forma industrial como neoliberal ya que conviven, genera en la conservación
identitaria y subjetivante, una nueva contradicción interior al capital en su etapa de
devastación que es la de necesitar más y menos trabajo al mismo tiempo (Tiqqun, 2015:
130). El sistema de explotación que anteriormente desde la praxis organizaba el
entramado metafísico del progreso y de la nacionalidad, hoy se ha convertido en
gramática de la hiper-explotación y expulsión del empleo. En este sentido, el trabajador
sigue siendo la variable de ajuste que regula las obsoletas categorías, tal como el “ejército
en reserva” o la “población sobrante” para aprehender el mundo. La segunda es que, para
decirlo con Jean-Luc Nancy, podemos afirmar que el problema del trabajo es un problema
ontológico (Nancy, 2003: 82), es decir, que no sólo compete a su condición material sino
también en el entramado de la organización hegemónica de lo político 22. Teniendo ello en
cuenta, podemos preguntarnos: ¿es posible la hegemonía sin la figura de el trabajador?
Esta pregunta no tiene respuesta inmediata, pero lo que se nos abre es la posibilidad de
pensar un horizonte por fuera de subjetividades caídas a la politicidad hegemónica. Quizá
podríamos especular que la desactivación de ese vínculo puede anunciar el abandono de
la hegemonía.

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Conclusión: desactivación infrapolítica

En el año 1949, año en el que Martin Heidegger cumplió 60 años, su amigo Ernst Jünger
decidió enviarle una carta en forma de ensayo como regalo titulada “Sobre la línea”. En él,
Jünger compartía con su amigo las preocupaciones que venía trabajando en el período de
entre guerra, y de cómo ellas seguían siendo relevantes en la post-guerra. Lo que más
preocupaba al ex combatiente de ambas guerras mundiales, era no sólo la caída del ser
humano en el liberalismo burgués, sino que ello derivaba en un nihilismo estructural
materializado en el avance técnico. Para ello, se debía cruzar la frontera del nihilismo para
comenzar una nueva época bajo la figura de el trabajador.

La carta no tuvo respuesta sino hasta 1955, cuando Jünger cumplió 60 años. Heidegger
tituló su ensayo: “Hacia la pregunta por el ser”. Al igual que en Ser y Tiempo, Heidegger
enfatiza el olvido por la pregunta por el ser como la pregunta de la metafísica por
excelencia. La pregunta por el ser habilitaría otros caminos a la pregunta por la Nada:
“Pero la pregunta por la esencia del Ser se extingue si no abandona el lenguaje de la
metafísica, porque el representar metafísico impide pensar la pregunta por la esencia del
Ser” (Heidegger, 1994: 101). Así, la tarea para Heidegger será la superación del nihilismo
por la convalecencia [Verwindung] de la metafísica que se produce a partir del trabajo de
la destrucción (Heidegger, 1994: 112). En palabras de Heidegger entonces, mientras la
posición de Jünger es trans lineam, la de él es de línea, siendo sólo la segunda la que es
realmente “sobre la línea” (Heidegger, 1994: 125).

Por lo tanto, si la infrapolítica en su ejercicio de desactivación destructivo-deconstructiva


"supone un cuestionamiento radical de los principios hegemónicos que organizan la
inscripción del pensamiento” (Villalobos-Ruminott, 2015b: 108) como hemos mencionado
anteriormente, ¿no es este habitar “sobre la línea” la forma de des-metaforizar y
desactivar el entramado metafísico al mismo tiempo de la política y del trabajo, y
específicamente la figura de el trabajador? ¿No es ésta la forma por la cual la movilización
total se desactiva? La infrapolítica encuentra entonces en la desactivación, la forma de
acercamiento abismal con el mundo en la época del fin de la metafísica. La desactivación
infrapolítica de la figura de el trabajador en el devenir de la sociedad post-trabajo no es
sólo una alternativa, sino una necesidad para la desactivación de la dominación de la
consumación del capital. Asumir esta posición de cara al trabajo de la política y la política
del trabajo, parece ser hoy la única alternativa a la reiterada posición hegemónico-

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reivindicativa, ya obsoleta a los conflictos contemporáneos. Lo demás será sólo una
manera de seguir contando cuentos.

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Notas

1
Ver por ejemplo los dossiers que le han dedicado las siguientes revistas sobre infrapolitica y
posthegemonía: Paradgimi (2018), Política Común (2017), Papel Máquina 10 (2016), Debats 128
(2016) y Transmoernity 5.1 (2015), sin contar los artículos sueltos que tratan del problema, y que
seriia imposible de enumerar aqui. Tambien ver el blog, www.infrapolitica.com
2
En la presentación del libro La fábrica del emprendedor de Jorge Moruno el 6 de Junio del 2018 en
la Biblioteca Vasconcelos de la Universidad Autónoma de México, Diego Bautista llamó –
certeramente– a la situación actual del trabajo como la segunda gran transformación que continúa
a la primera producida post Segunda Guerra mundial descrita por Karl Polanyi en su libro
homólogo de 1944. Para ver la presentación completa, https://www.youtube.com/watch?v=u-
_FWmG_cfg
3
A modo de ejemplo, Argentina tuvo un total de seis golpes de estado durante el siglo XX,
instituyendo diferentes dictaduras con objetivos y estrategias militares dispares según sus metas
político-económicas. Pero fue solo a partir de la última autodenominada Proceso de
Reorganización Nacional (1976-83) que el pueblo diseminó la idea del “nunca más” para así
deslegitimar institucionalmente la posibilidad de nuevas interrupciones de la democracia y la
ocupación del poder por una nueva dictadura militar como, por ejemplo, se vio durante los
levantamientos “Carapintadas” (Semana Santa 1987, Enero 1988, Diciembre 1988 y Diciembre
1990).
4
Algunos ejemplos de estos conceptos son: la hibridez, el mestizaje, el cholaje, la decolonialidad, la
identidad, la diferencia, la transculturación, etc. Ver The Exhaustion (2001).
5
Ver de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia una
radicalización de la democracia. Trad. Ernesto Laclau. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
2004.
6
Para más, ver de Alberto Moreiras, Línea de sobra: el no sujeto de lo político. Santiago de Chile:
Palodonia, 2006.
7
Ver de Jean-François Lyotard, La condición postmoderna: informe sobre el saber. Trad. Mariano
Antolín Rato. Madrid: Cátedra, 2016.
8
Ver de Michael Hardt y Antonio Negri, Multitude: war and democracy in the age of Empire. New
York: The Penguin Press, 2004.
9
Ver de Reiner Schürmann, El principio de anarquía: Heidegger y la cuestión del actuar. Trad.
Miguel Lancho. Madrid: Arena Libros, 2017.
10
Esta palabra no aparece en itálicas en el texto original. La uso para ser consistente con el texto.
11
Este ha sido un tema de discusión en el grupo Deconstrucción Infrapolítica, especialmente
alrededor del texto “No matarás” del filosofo argentino Óscar Del Barco.
12
Todo el trabajo filosófico de Jean-Luc Nancy podría ser resumido en la idea de cómo se piensa el
sin sentido, lo que está por fuera del sentido común para decirlo de una manera rápida y vulgar.
Respecto a su interpretación de la comunidad, él ya había problematizado el pensamiento de
Bataille, la inoperatividad de la comunidad que compone toda comunidad real. Es decir, que
cuando la comunidad es determinada y des-diferenciada internamente en su homogeneización por
un trascendente, eso es lo que conforma una comunión, mientras que la comunidad se conforma a
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partir de la exposición a su diferencia interna que demuestra su propia inoperatividad en relación a


una función o trascendente en común. Para ver más sobre la comunidad inoperante en el
pensamiento de Nancy, ver La comunidad desobrada. Trad. Pablo Perera. Madrid: Arena Libros,
2001.
13
Ver por ejemplo de Williams Julius Wilson When Work Disappears: The World of the New Urban
Poor. New York: Vintage Books, 1996. De Jeremy Rifkin The End of Work: The Decline of the
Global Labor Force and the Dawn of the Post-Market Era New York: Jeremy P. Tacher: Penguin,
coop., 1995. De André Gorz Farewell to the Working Class: An Essay on Post-Industrial Socialism.
London: South End Press, 1980. De Nick Srnicek y Alex Williams Inventing the Future: Folk Politics
and the Left London: Verso, 2016. De David Frayne The Theory & Practice of Resistance to Work.
London: Zed Books, 2015. De James Livingston No More Work: Why Full Employment is a Bad
Idea Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 2016. De Bernard Stiegler Automatic
Society Vol 1: The Futurer of Work Trad. Daniel Ross, Cambridge: Polity Press, 2015. Del Grupos
Krisis Manifiesto contra el trabajo Bilbao: Virus, 1999.
14
La tipología jüngeriana no se limita a la figura de el trabajador, sino que es múltiple y dinámica,
haciendo convivir al monarca con el anarca, el soldado desconocido, el emboscado, el cazador
(venathor), el guardabosques, los escrupulosos, los trombonistas, etc.
15
Vale recordar que suele ser éste un lugar donde se critica erróneamente al pensamiento de
Jünger, ya que la movilización total aparece como sinónimo bélico, mientras que el pensador
germano sólo describe una nueva organización del mundo y sus causas, por lo que la movilización
total como causa y consecuencia de la acción bélica actúa como condición descriptiva, pero que se
reanuda también en el mundo del trabajo como en el de la paz como anticipa Jünger al terminar la
Segunda Guerra Mundial: “Seguramente nunca antes le fue impuesta a una generación humana y
a sus espíritus pensantes y dirigentes una responsabilidad tan grande como ahora, en el momento
en que esta guerra se inclina hacia su final. Es cierto que en nuestra historia no han faltado nunca
las resoluciones difíciles y cargadas de consecuencias. Pero jamás ha dependido de ellas el
destino de un número tan enorme de seres humanos. La conclusión de esta paz afectará para bien
y para mal a todos y cada uno de los que ahora viven en nuestro planeta, y no sólo a ellos, sino
también a sus lejanos descendientes”. Para más, ver de Ernst Jünger “La Paz” La paz seguido de
El nudo Giordano, El Estado Mundial y Alocución a Verdun. Trad. Andrés Sánchez Pascual.
Barcelona: Tusquets, 1996. p.11-54.

Ver de Ernst Jünger, “El Estado Mundial" en La paz seguido de El nudo Giordano, El Estado
16

Mundial y Alocución a Verdun. Trad. Andrés Sánchez Pascual. Barcelona: Tusquets, 1996. p.169-
218.

Ver de Maurizio Lazzarato, “The American University: A Model of the Debt Society” Governing by
17

Debt. Trad. Joshua David Jordan. Pasadena: Semiotext(e), 2015. 61-90.


18
Ver Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Trad. Alfredo Bergés. Barcelona:
Herder, 2014.
19
Para ver otros aspectos de la movilización global, ver de Santiago López Petit Breve Tratado para
atacar la realidad. Buenos Aires: Tinta Limón, 2015. También, de Carlo Galli Political Spaces and
Global War Ed. Adam Sitze, Trad. Elisabeth Fay, Minnesota: University of Minnesota Press, 2010. Y
para ver una interpretación sobre la técnica contemporánea y la movilización global, ver de
Maurizio Ferraris Movilización Total. Trad. Manuel Alonso Ortega. Barcelona: Herder, 2017.
20
Para ver más sobre este tema, Gilles Deleuze y Felix Guattari El Anti-Edipo: Capitalismo y
Esquizofrenia. Trad. Mauricio Monge. Buenos Aires: Paidós, 2005.
21
Para ver más sobre la idea de la contención y de la decontención, ver de Gareth Williams,
“Decontainment: The Collpase of the Katechon and the end of Hegemony”, en The Anomie of the
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Earth: Philosophy, Politics, and Autonomy in Europe and the Americas. Ed. Federico Luisetti, John
Pickles y Wilson Kaiser. Duke: Duke UP, 2015.
22
Piénsese en los trabajos mineros que prometía Donald Trump en su campaña o, lo que quizá sea
igual de perjudicial, el lugar común de “prepararse para trabajos que todavía no existen” en el que
han caído una amplia variedad de políticos en campaña para legitimar reformas en el sistema
educativo.

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Artículo
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Feminismo, infrapolítica, extinción1 2

Gabriela Méndez Cota


Universidad Iberoamericana Ciudad de México
gabriela.mendez@ibero.mx

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen: Este ensayo tiene como objetivo pensar la relación entre feminismo e
infrapolítica situándola en la interrogación, desde escalas impensadas, de variantes
específicas del feminismo contemporáneo en Latinoamérica. Para tal fin, se ponen en
perspectiva histórico-filosófica algunas de las premisas e implicaciones de la
“descolonización” feminista y se comparan con los planteamientos de la “extinción
feminista” elaborados por la filósofa australiana Claire Colebrook. ¿Puede ser la ética
feminista de la extinción, en su nota disonante respecto a la generalizada identificación de
lo femenino con el mundo de la vida, sugerir preguntas y caminos para una práctica
infrafeminista en Latinoamérica? La propuesta de este breve ensayo es que, en efecto, las
meditaciones de Colebrook sugieren que no habrá una verdadera “descolonización” del
feminismo sin una afirmación “infrafeminista” de la extinción de la vida tal y como se ha
imaginado en la historia de la metafísica a través de la simbolización de la diferencia
sexual.

Palabras clave
infrapolítica, infrafeminismo, feminismos descoloniales, Claire Colebrook, diferencia
sexual, extinción

Abstract
The objective of this essay is to reflect upon the relation between feminism and
infrapolitics, situating it in the question, from a perspective not yet considered, of specific
variants of contemporary feminism in Latin America. To this end, the essay puts some of
the premises and implications of feminist “decolonisation” into historico-philosophical
perspective in dialogue with the proposals of “feminist extinction” elaborated by the
Australian philosopher Claire Colebrook. Can a feminist ethics of extinction, in its
dissonant tone with respect to the generalized identification of the feminine with the world
of life, produce questions and pathways for an infra-feminist practice in Latin America?
This brief essay proposes that Colebrook’s reflections suggest that there is no true
“descolonisation” of feminism without an infra-feminist affirmation of the extinction of life
such as it has been imagined in the history of metaphysics through the symbolization of
sexual difference.

Keywords
infrapolitics, feminism, decolonial feminism, Claire Colebrook, sexual difference, extinction.
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¿Cómo hablar de feminismo en infrapolítica y de infrapolítica en feminismo? ¿En qué


consistiría una práctica “infrafeminista” orientada hacia una democratización
posthegemónica? ¿Qué podría ella ofrecer a un pensamiento crítico de los feminismos en
Latinoamérica hoy? Ofrezco aquí una elaboración muy parcial y tentativa de preguntas
cuya amplitud y dificultad amerita una investigación filosófica extensa, un corte analítico
cuidadoso y una lectura profunda de la textualidad infrapolítica además de un trabajo
inventivo con los medios y las materialidades concretas del contar feminista en los
márgenes de lo que se considera pensamiento. Mi objetivo en este punto es
comparativamente tan modesto que casi se ve tentado a no manifestarse como tal. Se
trata de empezar a plantear la relación entre feminismo e infrapolítica como un problema
que se ubica hoy en el cruce de diferentes escalas; la personal, la política y la geológica, y
que llama a radicalizar el vaciamiento de las identificaciones históricas del feminismo
latinoamericano. Lo nacional y lo trasnacional se entretejen aquí para dar lugar a
preguntas nuevas sobre lo que el feminismo podría hacer para pensar, por fin, de otro
modo y de cara a los procesos en curso de mutación terrestre, la extinción de la vida tal
como la había conocido la humanidad. Aunque un acontecimiento así no se podría, en
realidad, anticipar, propongo al menos poner en suspenso las cada vez más frecuentes
apologías de una concepción militante del feminismo y señalar otros caminos de
pensamiento para una práctica infrafeminista que, de algún modo, ya ocurre siempre y en
todas partes. En términos teóricos, recurro al trabajo de la filósofa australiana Claire
Colebrook y específicamente a su planteamiento de una “extinción feminista”, porque de
un modo particularmente incisivo ese planteamiento llama al cuestionamiento implacable
de las narrativas familiares y familistas que apuntalan las identificaciones de los
feminismos latinoamericanos, es decir, a un éxodo del género en tanto máquina de
subjetivación y subyugación, lo cual permitiría realizar el feminismo más allá de la lógica
de la identidad.

1. Feminismo en infrapolítica3: un modo de plantear la cuestión

Puede parecer fácil hablar de feminismo en infrapolítica, pues la práctica infrapolítica


avizora ya un gesto de salida, un éxodo del género en tanto maquinaria de subjetivación y
subyugación. Por eso mismo, sin embargo, quizá no sea tan fácil hablar de feminismo en
infrapolítica. Aunque se trate de algo que en cierto sentido ocurre siempre y en todas
partes, de un tiempo acá, la infrapolítica se ha escrito también como proyecto, es decir,
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como algo más o menos programático, con genealogías y modos de trabajo inscritos en
una tradición específica del pensamiento contemporáneo 4. Si como observa Claire
Colebrook el feminismo es siempre la pregunta por el quién, quién habla, para quién, y a
quién le corresponde la subjetividad que se presupone en la gramática de la pregunta
(Colebrook, 2017: 8). El feminismo en infrapolítica tendría que preguntar no solamente de
qué hablamos cuando hablamos de infrapolítica, sino también quién habla a través de ese
proyecto que la infrapolítica escribe. Omitir esta pregunta implicaría asumir sin más el
famoso gesto “masculino” de la filosofía, de su pretendida universalidad que es también
su olvido y exclusión constitutiva de lo sensible, del cuerpo, de lo particular y de lo
empírico (Irigaray 1985). ¿Cómo podría habitar el feminismo un proyecto que, en un
registro de alta especialidad filosófica, se dedica a no buscar “inscripción ni celebración”,
“comunidad ni filiación”, y que se posiciona en cambio como contracomunitario y hostil a
toda formación de captura? Por un lado, es innegable lo que con bandera feminista se ha
dado a la conquista de cada vez más espacios de pensamiento y acción a menudo
expresa una diferencia reificada, una identificación regresiva o un comunitarismo que,
habrá que enfatizarlo, clausura una y otra vez las grietas necesarias para un pensamiento
“otro”. Por otro lado, no deja de inquietar la posibilidad de que la hostilidad infrapolítica a
toda formación de captura a su vez proteja algo, quizá algo de la especificidad sexual de
la filosofía. En cualquier caso, preguntar hoy por el quién de la infrapolítica no podría
agotarse en volver a problematizar la masculinidad de la filosofía, sino que tendría que
avizorar, en la gramática de la pregunta, algún resquicio que también permita salir de la
demanda articulada por algunos feminismos contemporáneos de convertir la vida toda en
política. En lo que sigue se plantea así la cuestión de la relación entre feminismo e
infrapolítica como la cuestión de un doble éxodo; de la filosofía como horizonte absoluto
del feminismo, y del feminismo como politización absoluta de la existencia. Se argumenta
que este doble éxodo podría seguir considerándose “feminista” en la medida en que se
oriente hacia una práctica de invención, es decir, en la medida en que no se conforme con
un carácter derivativo respecto del proyecto de la infrapolítica ni meramente reactivo en
relación con el feminismo identitario. Pero quizá se trate entonces de un proyecto
infrafeminista, uno que no sólo piense la existencia más allá de la demanda política, sino
también la vida más allá de la diferencia sexual.
Volviendo a la pregunta de cómo puede habitar el feminismo un proyecto como el de la
infrapolítica, lo primero que dicta el sentido común académico es que un feminismo en
infrapolítica se abocaría a examinar cuestiones feministas dentro del canon de la
infrapolítica, o bien cuestiones infrapolíticas desde perspectivas feministas. Ambas
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estrategias, sin embargo, operan dentro del modo representacional de la filosofía que la
infrapolítica pone en cuestión, razón por la cual no tendría mucho sentido intentarlas ni
para la infrapolítica ni para el feminismo. He ahí la primera dificultad de hablar de
feminismo en infrapolítica: pareciera necesario renunciar, de entrada, a cualquier especie
de “diálogo intercultural.” Supongamos entonces que el medio textual de la infrapolítica ya
ha dado lugar a sus propios feminismos, los que se han elaborado en el horizonte amplio
de la deconstrucción, y de los cuales el más conocido es el feminismo de la diferencia
(Irigaray 1985). Irigaray argumentó en su momento que la metafísica ha sido efectiva no
mediante el olvido del ser en general, como planteaba Heidegger, sino mediante el olvido
del medio, siempre concreto, de la representación, de la escritura, o del cuerpo materno.
Lo que la metafísica considera pensamiento en general sería en realidad la refiguración
fálica, en términos de lo universal abstracto, de una alteridad informe y caótica, pero
siempre concreta. En este sentido, la metafísica sería ella misma la diferencia sexual, es
decir, la producción de un sujeto auto-presente frente a un objeto genérico en tanto que
reflejo de la auto-presencia del sujeto. Pero es precisamente a partir de este diagnóstico
que se constituye como un problema profundo la relación que desea pensarse aquí, la
relación entre feminismo e infrapolítica. Al mismo tiempo lo femenino no puede ya
corresponder con una esencia representable (pues se ha hecho evidente la relación
esencial entre representacionalismo o metafísica), el feminismo se revela como
necesariamente esencialista al identificar “lo femenino” con una realidad sensible cuya
exclusión es necesaria para la constitución del pensamiento. ¿Será preciso hacer un
cuestionamiento profundo de la infrapolítica como el que hizo en su momento Irigaray de
la deconstrucción y del psicoanálisis, o tendría que conformarse el feminismo en
infrapolítica con una labor negativa o autocrítica, esto es, como cuestionamiento perpetuo
de las formas en que se construye “la mujer” a través de un pensamiento esencialmente
masculino (Birmingham, 1997)?
En respuesta a este dilema, la filósofa australiana Claire Colebrook argumenta que lo que
haga el feminismo con su descubrimiento de que la metafísica opera a través de la
diferencia sexual depende en el fondo de cómo elija entender su labor intelectual. Es
decir, la diferencia sexual puede plantearse como problema en función de la manera en
que se entienda el trabajo filosófico del feminismo. Para Irigaray, el reconocimiento de la
necesaria exclusión de lo femenino en la metafísica impone al feminismo la tarea lograr el
reconocimiento de un trascendentalismo “otro”. Pero el estilo trascendentalista que
comparte Irigaray con Heidegger y con Derrida obligaría al feminismo a preguntarse una y
otra vez por las condiciones en las que sería posible el deseado “éxodo” del género en
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tanto instancia de subjetivación y subyugación. Pese al proyecto de abandonar el
subjetivismo y todo tipo de esencialismos, preguntar por condiciones de posibilidad y
examinar categorías es, naturalmente y a pesar de todo, lo que interesa a la reflexión
infrapolítica. El punto que sugiere Colebrook es que si se tratara de hacer lo mismo con
algo como la diferencia sexual, ello no requeriría que el feminismo pensara por sí mismo,
es decir, que pensara como tal y de otra manera. Una limitación de la ética de la diferencia
sexual de Irigaray sería en este sentido, para Colebrook, que opera dentro de un
paradigma de la filosofía que parece dejar pocas opciones reales al feminismo más allá de
asignar un sexo a la alteridad. Y efectivamente, es muy difícil vislumbrar en la afirmación
de lo femenino como éxodo de la maquinaria de subjetivación y subyugación que
constituye al género a través de un pensamiento constituido en términos de la diferencia
sexual. Menos difícil y más apremiante para el feminismo parece ser traducir la ética de la
diferencia sexual a una política de demandas de reconocimiento, o justamente lo que
subyace en las militancias identitarias a las cuales la infrapolítica es filosóficamente
hostil5. ¿Nos encontramos, entonces, en el seno de un horizonte compartido ante la
imposibilidad de un diálogo posible entre feminismo e infrapolítica?
Por fuera del proyecto infrapolítico, Colebrook sostiene el suyo de realizar el feminismo en
el terreno material de las ideas y más allá de la lógica de la identidad y el reconocimiento.
Colebrook afirma que es posible hacer un uso más crítico del argumento de Irigaray
acerca de la masculinidad esencial de la filosofía si se plantea la tarea intelectual del
feminismo más allá de una ética de la diferencia sexual. El estilo de pensamiento emerge
aquí como una cuestión crucial. De un modo que quizá resultaría conflictivo con la
infrapolítica, Colebrook refiere al pensamiento de Gilles Deleuze para señalar que el
trascendentalismo en tanto estilo filosófico remite siempre a la cuestión del sujeto, algo
que al menos para el feminismo ha tenido como consecuencia una autolimitación del
pensar. Cabe preguntarse, sin embargo, si la autolimitación en el feminismo de la
diferencia no es también algo que acecha al proyecto infrapolítico, sin que éste tenga que
dar cuenta de sus lazos con la especificidad sexual de la filosofía. Colebrook, en cualquier
caso, se sirve de la idea de un estilo inmanentista para plantear otro tipo de tarea
intelectual para el feminismo. El pensamiento feminista no tendría ya, exclusivamente, la
forma crítica de dar cuenta de las condiciones de lo fáctico, sino que buscaría encarnar
una forma inventiva, la de articular intervenciones directas en lo dado (o “crear
conceptos”). Esto implica, por supuesto, dejar atrás una noción general de “lo dado” así
como el afán exclusivo de explicarla o justificarla así sea en términos negativos o
deconstructivos. El feminismo de Colebrook se abocaría, en cambio, a pensar una
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multiplicidad de efectos, fuerzas y circunstancias con distribuciones y modos contingentes
de operar. Esto no quiere decir que el feminismo dejaría de preguntar por el “quién” o por
la condición material de posibilidad tanto de la filosofía como del propio feminismo. Pero
ya no se reduciría al proyecto de elaborar o privilegiar una teoría del pensamiento sobre
otra, sino de pensar de otra manera, articulando nuevas posibilidades para el feminismo a
partir de su propio cuestionamiento de una definición general del pensamiento.
El abordaje de Colebrook sugiere un modo de plantear la relación entre feminismo e
infrapolítica que, como sostengo, muestra algo más que una vaga afinidad en el plano de
las simpatías filosófico-política en lo que respecta a la hostilidad deconstructiva hacia toda
captura identitaria. En este último punto, Colebrook coincide con la infrapolítica, pero
insiste en términos específicamente feministas con el propósito de pensar para sí una
resistencia a no dejarse asimilar a ningún proyecto de estilo trascendental, ya que dicha
asimilación dependería de su potencial inventivo y, podríamos agregar aquí, radicalmente
democratizante. La aportación democratizante de un feminismo como el de Colebrook, en
relación con la infrapolítica, tiene que ver con la afirmación de un pensamiento de estilo
práctico e inventivo, multiplicador de diferencias insospechadas, más allá de un eterno
rumiar crítico en torno a lo femenino en general. Para ello, y a diferencia de lo que parece
suceder con la infrapolítica, tendría que dejar de ser un horizonte absoluto para el
feminismo en tanto labor intelectual encarnada, y tendría que dejar de ser forzoso para el
feminismo responder a la cuestión de la diferencia sexual mediante idealizaciones como
una teoría del cuerpo o de la subjetividad política de las mujeres, en el marco de una ética
de la diferencia sexual. En otras palabras, tendría que hacer posible pensar muchas otras
cosas y de muchas otras maneras, no sólo filosóficas sino también artísticas o científicas.
En esas otras maneras de pensar, la deconstrucción y el psicoanálisis (y la infrapolítica)
ocurrirían, pero ya no necesariamente como proyectos de análisis trascendental del texto,
del sexo, de lo político, sino precisamente como ocurren el texto, el sexo y lo político,
como negatividad radical y alteridad incalculable (Berlant y Edelman, 2014; Copjec, 2016).
Pero ante esas ocurrencias el feminismo no se auto-limitaría a pensar cómo es que ellas
hacen posible e imposible el feminismo en general, sino que buscaría realizarse a través
de lo que Colebrook llama “una labor crítica de diferencia e indiferencia” (Colebrook, 2017:
9). Quizá sea posible pensar esta labor como lo que hay más allá de la hostilidad ante
“toda captura identitaria". Como veremos al final de este ensayo, para Colebrook de eso
trata ni más ni menos que la noción de extinción. Cabe al menos preguntarse, desde un
feminismo como el de Colebrook, si es preciso interpelar a la infrapolítica en tanto
proyecto desde lo que éste necesariamente excluye. El filósofo Álvarez Yagüez observa
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que existen dos sentidos distintos del trabajo de la infrapolítica:

Por un lado, el de esa cala en el subsuelo de todo un horizonte civilizatorio, por cuanto es
allí donde se juega lo verdaderamente relevante y es allí de donde puede empezar a
emerger otro orden de categorías que entretejan nuestro habérnoslas con nosotros, con
los otros, con lo otro. Por otro lado, el de un rendimiento concreto sobre la categoría
principial de la política, la de acción, en el que se ha tratado de esbozar qué podría ser de
ello una perspectiva infra, desreificante. (Álvarez Yágüez, 2018).
El feminismo de Colebrook atiende al subsuelo y busca desreificar pero justo en la medida
en que no se vuelve enteramente asimilable a estos sentidos del trabajo en infrapolítica.
Sugiere así la posibilidad de un infrafeminismo que podría indicar otros sentidos para el
trabajo en la infrapolítica, que puedan interrogar el quién de la búsqueda de “otro orden de
categorías”, pero que también aboguen por materialidades concretas de la intervención en
“el subsuelo de todo un horizonte civilizatorio”. En tal caso, se haría efectivo el potencial
infrafeminista en tanto que “otro modo de vida”, y “otro modo de pensamiento”. Este
potencial, a su vez, no sería asimilable al “trabajo” en infrapolítica, es decir a la evaluación
de conceptos o categorías, o al cálculo de sus “rendimientos” para una concepción
alternativa de la política. Sería algo más parecido a la ficción, y por tanto a la verdad. Solo
desde ahí invitaría - y no solo negativamente - podría interrumpir la constitución de la
infrapolítica como proyecto, y a su vez avanzar en un feminismo más allá de la lógica de
la identidad. Y es en este punto que, en realidad, empieza el experimento de este ensayo,
que es el de empezar a situar una práctica infrafeminista en respuesta al feminismo
latinoamericano contemporáneo.

2. Formas reactivas del feminismo latinoamericano: politización de la vida como vía


de descolonización

Como parte del nomos imperial criollo (Williams 2018), desde sus inicios el feminismo
latinoamericano tendió a polarizarse entre una militancia identitaria y una práctica
intelectual desencializante nutrida por discursos filosóficos y culturales de circulación
internacional (Garrigós González 2017). Garrigós, siguiendo a Nelly Richard, sugiere que
en Latinoamérica habría que buscar un feminismo que responda a “la idiosincrasia
latinoamericana,” es decir uno que combine bien el legado europeísta y de influencia
anglosajona del feminismo intelectual con el indigenismo latinoamericano o “mujerismo”
(Lamas, 2016). Esa búsqueda fracasó en México de dos maneras, según el testimonio de
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Marta Lamas (2018), que toma como ejemplo el célebre emprendimiento editorial de
debate feminista. Por un lado, afirma Lamas, debate feminista no logró posicionar
visiblemente al feminismo como un agente central de la izquierda mexicana, y por otro
lado tampoco logró revertir el anti-intelectualismo característico de los mujerismos
predominantes en el feminismo mexicano. Tras explicar que la intención de debate
feminista había sido convertirse en un puente entre el trabajo académico y el trabajo
político mediante la introducción de diálogos teóricos y culturales en el movimiento de
mujeres, Lamas escribe acerca del fracaso de ese objetivo:
Hubo mucho rechazo de cierto sector del feminismo, porque la revista les parecía elitista;
a otras les irritaba que publicáramos a hombres. Además de que las urgencias políticas
relegan la discusión teórica a un segundo plano, entre muchas activistas feministas (al
igual que entre muchos militantes de izquierda) campeaba un gran prejuicio anti-
intelectual. Compañeras involucradas en proyectos políticos de base, con indígenas,
campesinas o mujeres del sector urbano popular, no mostraban interés o nos criticaban
por los materiales teóricos que publicábamos (Lamas, 2018).
Desde una perspectiva histórica y filosófica, sabemos que no fue sólo a partir de los años
setenta que se hizo común en Latinoamérica considerar las opiniones de “las
intelectuales” como elitistas e incluso irrelevantes para la situación real de la mujer
latinoamericana. Por otro lado, dada la importancia histórica y el enorme impacto cultural
de debate feminista a nivel internacional (Richard, 2011; Álvarez y da Costa Lima, 2018),
no deja de sorprender el desencanto político expresado por quien fuera su fundadora y
directora a lo largo de veinticinco años6. Lamas relata detalladamente el origen de debate
feminista en sus lecturas y conversaciones trasnacionales sobre la democracia radical, y
explica con claridad el sentido articulador y el acompañamiento estratégico al movimiento
feminista durante la coyuntura de la fallida transición democrática. Pero es en relación con
este proceso político que Lamas acaba enfatizando y lamentando la persistencia de un
clima anti-intelectual, y en ocasiones abiertamente hostil, del feminismo en tanto que
agente protagónico de las ambiciones intelectuales de la izquierda mexicana.
Lo cierto es que los efectos político-culturales del neoliberalismo en México y
Latinoamérica dieron lugar a redoblados mujerismos informados por las insurgencias
indígenas y por la globalización de discursos académicos anticoloniales, sobre todo, en
universidades norteamericanas (Mendoza, 2016). El recrudecimiento de la violencia de
estado y el genocidio, la violencia sexual y el feminicidio, la violencia económica y política
también contribuyeron a reforzar posiciones implícita o explícitamente mujeristas e incluso
victimistas, 7 cuyas reacciones moralistas hoy acecha públicamente a todo feminismo que
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se exprese en términos más complejos que los de la militancia identitaria y la
reivindicación culturalista de lo propio. Pero también hay otra forma, en sentido
infrapolítico, de situar el desencanto expresado por Lamas. El rechazo de la interlocución
y el debate, cuando no la descalificación abierta, el linchamiento mediático y las
campañas de desprestigio, 8 indican no sólo los límites de la discursividad teórico-política
que animó a la revista en sus inicios, sino también la profundidad del agotamiento de un
horizonte civilizatorio en el que la política se ve reducida a la lucha por el poder. En una
coyuntura de complejos entrecruzamientos político-culturales, que incluye paradójicas
convergencias en lugar de una simple y gran oposición entre lógicas neoliberales e
históricos reclamos colectivos, resulta difícil ignorar la voluntad de poder que resuena en
apuestas por un “feminismo indígena que revitaliza aquellas expresiones del feminismo
urbano, teórico, complejo pero desterritorializado, que aparece como pobre en raigambres
culturales propias” (Marcos, 2014: 21). Quizá, por lo tanto, no basta con un feminismo que
responda a “la idiosincrasia latinoamericana” combinando mujerismo intelectual. Y por
esta razón, el feminismo latinoamericano quizás tenga pendiente otro tipo de tarea, que es
la tarea infrapolítica de pensar y pensarse nuevamente de un modo efectivo, esto es, más
allá de la lógica de la identidad.
Para constatar los términos del actual estado de la histórica polarización feminista, vale la
pena destacar algunas contribuciones al reciente libro de acceso abierto de la Red de
Feminismos Descoloniales titulado Más allá del feminismo: caminos para andar (2014). En
la presentación de la citada Red basada en México leemos que “lo que nos ha convocado
a reunirnos (…) es la necesidad de deslindarnos de aquellos feminismos que reproducen
las matrices colonizadoras que se importan desde los centros de poder y que nos han
llegado desde las activistas y teóricas del Norte” (Espinosa, 2014: 324). Un deslinde de
este tipo resulta sorprendente considerando que en la citada Red hay una presencia
importante de académicas que publican incluso en inglés; aunque esto tiene explicación a
los efectos que el zapatismo ha tenido en un grupo de feministas que buscan
“reconocimiento y acercamiento a las experiencias de la diversidad del sujeto-mujeres”
(Espinosa, 2014: 320) y que argumentan que "es en la construcción de una episteme
desde otras subjetividades y colectividades que podemos generar nuevas formas de la
política convivencial” (Espinosa, 2014: 322).
Así, mientras que una feminista “intelectual” lamenta la falta de interés en la interlocución
teórica y el debate político; otras feministas se pronuncian desde una episteme anclada
en la diversidad cultural de las mujeres. Y si las primeras afirman el valor de la reflexión
teórico-política como un medio para fortalecer las demandas de los movimientos sociales
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las segundas afirmarán la necesidad de rechazar teorías provenientes de “una academia
ensimismada y monológica, de una práctica política colonizante y colonizada, para abrir la
mirada al aprendizaje de los llamados feminismos emergentes, sobre todo indígenas”
(Millán, 201: 10). Lo que parece estar en juego, como siempre en el feminismo, es el
quién de la teoría, el quién del pensamiento, de modo que en algunas versiones de los
feminismos descoloniales, la espiritualidad de las mujeres indígenas, sus lealtades al “ser
mesoamericano”, sus cosmovisiones y sus valores culturales, son traducidas
filosóficamente para afirmar que toda nueva política tendría que consistir en una gestión
común de “la vida”, esto es, en la reproducción y cuidado en común desde “el cuerpo de
las mujeres”, entendido a la manera indígena como un cuerpo colectivo, “complementario
con el varón”, abierto al cosmos y en búsqueda persistente de un “equilibrio”.
Resulta evidente para un análisis infrapolítico que los feminismos descoloniales –con más
o menos matices –repiten el gesto ontoteológico de re-escenificar la identidad cultural y
de género como una salvación o una salida del tiempo del capital, pero que no
constituyen desvío alguno respecto de una historia de pensamiento identitario en
Latinoamérica. Según la psicóloga y socióloga de las religiones Sylvia Marcos, la lucha de
las mujeres indígenas “existe a la par, es decir, está subsumida en, y encapsulada por, la
certeza cosmológica y filosófica de la complementariedad y la conjunción con el varón,
con la familia, con la comunidad, con el pueblo” (Marcos, 2014: 26). Para la filósofa de la
ciencia Mariana Favela, en el mundo indígena mesoamericano “el equilibrio es una
disposición para alcanzar la armonía, disposición que reclama esfuerzos porque la
amenaza de desequilibrio siempre está presente” (Favela, 2014; 44). En una disquisición
más amplia sobre “los alcances político-ontológicos de los feminismos indígenas”, la
socióloga y antropóloga Márgara Millán se refiere a:

“lo parejo” como “una filosofía de vida en la que el sujeto se ve siempre en relación con el
todo y en la que nadie puede acumular (poder, prestigio, riqueza) porque se rompería
cierto equilibrio que es valorado como positivo y preciado. (…) Lo parejo siempre es
concreto. Y por ello es democracia de otro tipo” (Millán, 2014:140).

Y en cuanto al “significado de las políticas en femenino”, que podríamos suponer que


incluyen también a las mujeres urbanas y “sin raigambres culturales propias”, la
matemática y activista Raquel Gutiérrez Aguilar presenta un argumento a favor de la
generación de un “nosotras” concreto y expansivo, donde enunciar “desde un cuerpo de
mujer” realice el feminismo en la diversidad cultural de las mujeres. En estas reflexiones
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de la Red de Feminismos Descoloniales resuena no solamente el tradicional mujerismo
latinoamericano, sino también el dilema ya expuesto del feminismo de la diferencia, el
mismo que se resuelve en este caso como en muchos otros mediante una opción
identitaria articulada como demanda de reconocimiento dentro de un paradigma
subjetivista que define lo político como ámbito de acción autónoma. Dentro de ese
paradigma, que podríamos alegar es formalmente masculino, la misión intelectual del
feminismo se reduciría a “escuchar y comprender la pluriversalidad cultural en las cuales
las mujeres nos construimos” (Brown, 1988: 134). Sin duda, “escuchar y comprender” a
las mujeres marcadas o bien autoidentificadas como indígenas es algo distinto de instruir
en teoría política a los movimientos sociales, pero tampoco es convincente que dicha
ética produzca un desvío respecto de una historia larga de pensamiento imperial en
Latinoamérica. Por el contrario, si partimos del concepto de violencia epistémica de
Gayatri Spivak, se hace necesario también asumir que la asimilación narrativa de la
subalternidad marca una clara capitalización simbólica en el marco de luchas de poder.
A pesar de lo anterior, una operación infrafeminista en el actual escenario de
hegemonización de los feminismos descoloniales en Latinoamérica tendría que evitar en
automático reducir tales agenciamientos a las conocidas operaciones de la ontoteología.
Por esta razón, tendría que evitar tal reduccionismo no por “sororidad” humanista sino
para dar cuenta de algo más, algo quizá radicalmente inhumano, que se juega en la
incomodidad profunda de esa ontoteología que hoy parece abarcarlo todo incluso a través
de narrar, apocalípticamente, su propio fin (Zylinski, 2018). El feminismo vive, si acaso, en
su cuestionamiento, en su reclamo, en su exposición del no-todo en el seno de la
ontoteología, que incluye a la infrapolítica como proyecto. Y es en contra del
ensimismamiento totalizante y apocalíptico de la ontoteología que muchos feminismos
anticoloniales, incluyendo los que se llaman a sí mismos “descoloniales”, han reclamado
independencia al tiempo político, material, carnal e intelectual frente a la teoría masculina
de la decolonialidad (Hernández, 2014; Millán, 2014; Mendoza, 2016; Pérez Bustos,
2017). En este sentido, y retomando la afirmación de Colebrook de un estilo no
trascendental de pensamiento, se sostiene aquí que es preciso evitar el reduccionismo y
considerar las perspectivas políticas contemporáneas de mujeres que se asumen como
indígenas y considerarlas con absoluta seriedad como pensamiento teórico cuyo intento
es activar un “pensar de otro modo”.9 Si los feminismos descoloniales guardan semejanza
estructural con lo que Gareth Williams (2018) caracteriza como las variantes decolonial y
populista-humanista de los estudios subalternos, habría entonces que preguntar si por ello
fracasan enteramente en la búsqueda de nuevas articulaciones políticas e intelectuales.
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En la publicación antes citada de la Red de Feminismos Descoloniales, Millán llega a
sostener que tales feminismos permiten “devolver politicidad al ámbito directo de la vida
cotidiana” a través de una “crítica desde el mundo cualitativo de la vida” que es también
una “afirmación del mundo de la vida, del valor de uso” (Millán, 2014: 124). Desde una
lectura infrafeminista, pese a sus ocasionales guiños a la teorización de la diferencia, los
presupuestos deconstructivos y psicoanalíticos de una democracia radical, volverían a
reinseminar “lo parejo” desde la altura desencarnada de su posicionalidad teórica (McNay,
2014). Una vez que la filosofía ha dejado de ser un horizonte omnipresente para el
feminismo, se puede ser incluso cordialmente indiferente a “lo parejo” tal y como lo
plantea Millán, y así ser capaz de construir una democracia concreta en la que las
mujeres participan de manera directa para dirimir asuntos que les conciernen como
mujeres, pero también como miembros de una colectividad. Sin necesariamente valorizar
o desvalorizar a las mujeres o a las colectividades que elijan llevar un proyecto político en
una dirección autonómica, un infrafeminismo tendría que interrogar la conceptualización
de “la vida” como “equilibrio” desde el cual se constituye “la mujer” como “lugar de
enunciación politizada que, desde distintos márgenes, se pregunta sobre el sentido de
una totalidad otra con singular poder generativo” (Millán, 2014: 129).
El importante papel de nuevas articulaciones entre feminismos anticoloniales globales no
están en cuestión para un infrafeminismo, a pesar de que en la práctica a menudo
adopten la forma de una voluntad de poder o bien de una violencia epistémica disfrazada
de autoridad moral, o de un olvido de que toda simbolización de la diferencia sexual, para
ser transformada, requiere un trabajo de análisis cuya temporalidad no puede coincidir,
por su naturaleza material, con la militancia coyuntural y sus imperativos de visibilidad o
acción. Estos imperativos políticos atrapan al feminismo en el humanismo ontoteológico
que se define, precisamente, por su masculinidad, en relación con la cual la tarea
intelectual del feminismo parece reducirse a pensar lo femenino desde la “pluriversalidad”
de las mujeres. La posibilidad de un infrafeminismo se abre, por otro lado, con el
reconocimiento de que la humanidad, eso que se origina en la diferencia sexual no es
suficiente para que el feminismo pueda pensar por sí mismo.
Retomando los argumentos de Colebrook, este ensayo en realidad pregunta si el
feminismo latinoamericano contemporáneo podría e debería hacer algo distinto, algo más
que domesticar su propia voluntad de poder a través de un debate político-cultural. En
vista del estancamiento sofocante de la polarización histórica entre feminismos
intelectuales o cosmopolitas y mujerismos indigenistas en el ámbito latinoamericano,
¿cómo podría el feminismo en Latinoamérica dar un paso adelante sin repetir
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ontoteológicamente la disputa por el poder como determinación ultima de la vida social?
¿Podría un infrafeminismo orientado hacia una democracia desplazar esa disputa y
replantear el sentido más allá de la diferencia sexual? Ello implicaría, como hemos
intentado sugerir en este ensayo, rechazar el imperativo regionalista y moralista de un
“diálogo de saberes” y emprender un verdadero éxodo de la maquinaria del género a
escalas inasimilables de la metafísica. Otra vez, aquí el trabajo de Colebrook es el que, al
considerar el problema de la escala más allá de lo personal y lo político, sugiere que no
todo en el feminismo es humanidad o política, y que quizá sea el horizonte geológico de la
extinción de la vida, no el de su reproducción estatal o comunitaria, es lo que entregue al
feminismo la oportunidad de realizarse, por fin, más allá de la lógica de la identidad y del
reconocimiento.

3. Extinción feminista: sin extinción no hay descolonización

Mientras que desde los feminismos descoloniales, con su reivindicación indigenista de “lo
parejo” y de una democracia de forma ecológica en la que la politización de la vida –su
gestión comunitaria y reconocimiento como “valor de uso” –constituyen la realización
femenina en el sentido de autoproducción o autonomía, otros feminismos más urbanos y
académicos problematizan la simbolización de la diferencia sexual en el marco histórico
del concepto biopolítico de vida como objeto de gestión y reproducción. En este sentido,
como sugiere Garat Pey:

descolonizar no significará (…) volver al origen del continente donde comúnmente se han
empleado teorías que anhelan un origen del pueblo indígena para sustituir la ontología
moderna, sino muy por el contrario, dar cuenta de cómo las estructuras del imperio dieron
forma a su transformación biopolítica. De esta forma se podrá reestructurar políticamente
la exclusión y establecer nuevas formas de interpelación e interrogación del pasado.
(Garat Pey, 2017: 340)

Sin desestimar el potencial democratizante de estos otros feminismos “intelectuales” o


críticos en un sentido académico que interrogan la inmediatez del presente, se arriesga en
este ensayo una perspectiva radicalmente desnaturalizante no sólo de las polarizaciones
históricas del feminismo latinoamericano sino lo que el infrafeminismo, en tanto
pensamiento encarnado y radical, podría hacer en un presente dislocado por fuerzas
inhumanas que provienen justamente de la infraestructura material de la filosofía así como
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de otras matrices histórico-culturales.
La relación entre feminismo e infrapolítica es un problema que se ubica hoy en el cruce de
diferentes escalas, o mejor dicho en el choque de la historia humana y la historia terrestre,
que conlleva un potencial vaciamiento de las identificaciones históricas del feminismo
latinoamericano. Lo personal, lo político y lo geológico se entretejen hoy para dar lugar a
nuevas preguntas sobre lo que el feminismo podría hacer para pensar, por fin, de otro
modo. Desde fuera del ámbito histórico-cultural de los estudios latinoamericanos, la
“extinción feminista” planteada por Colebrook invita a interrogar el imaginario feminista-
marxista-indigenista del equilibrio y la autonomía. Quizá el meollo de ese planteamiento
de Colebrook –que se da a través de un debate teórico-literario con formaciones
discursivas que, en ante el horizonte impensable de la extinción de la vida, miran con
esperanza hacia los indigenismos y feminismos indigenistas latinoamericanos –estribe en
la pregunta, planteada no al Hombre en abstracto sino a todas las formaciones
discursivas que intentan salvarlo a través de la afirmación de la Mujer (y en particular de la
mujer indígena): ¿Es tan fácil la redención? Si deseamos destruir al “Hombre” para salvar
“la vida”, ¿quién es el fundamento de dicha aniquilación? ¿No es, en el fondo, la vida del
Hombre la que se quiere salvar? En tal caso, ¿no sería más “feminista” pensar la vida a
través de la extinción, o bien el sexo después de la vida o la diferencia sexual?
En sus ensayos sobre la extinción, Colebrook evalúa un conjunto de nuevos vitalismos de
variada denominación –post-humanismos, animismos, animalismos, nuevos
materialismos, nuevos realismos –que en el panorama teórico anglosajón emergieron en
el siglo XXI para replantear el lugar del pensamiento (lo Humano) ante la devastación
medioambiental planetaria. Muchos de esos vitalismos, observa Colebrook, sin
reconocerlo elaboran planteamientos ecofeministas que no sólo les anteceden por varias
décadas, sino que de hecho estructuran la genealogía del feminismo como tal, es decir,
como cuestionamiento radical del Hombre como tal (es decir: del pensamiento definido en
términos masculinos). Desde sus inicios liberales en los siglos XVIII y XIX, el feminismo
afirmó que el hombre sólo podría encontrar su auténtica humanidad a través del
reconocimiento de la mujer, poniendo en marcha un cuestionamiento de la categoría de lo
humano que implicó a su vez un cuestionamiento del dominio de lo humano como tal: “…o
la humanidad se redefine para incluir a las mujeres, o el cuestionamiento de las mujeres a
los derechos del hombre conduciría a una destrucción total de cualquier derecho
asumido” (Colebrook, 2014: 9). Claramente, el cuestionamiento de las mujeres ha atacado
todo derecho asumido como dominación, incluyendo la dominación del medio ambiente.
Lejos de ser una novedad, el ecofeminismo de la segunda mitad del siglo XX constató que
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las mujeres han luchado siempre en nombre de la justicia y el equilibrio, y no sólo a favor
de sus intereses particulares como mujeres. Todo feminismo es ya un ecofeminismo, dice
Colebrook, pues el verdadero potencial del feminismo ha sido siempre el de cuestionar el
dominio de la vida en general. Pero en este punto empieza su propio “éxodo” de los
ecofeminismos en tanto filosofías de vida que, como en el caso de “lo parejo” y de las
cosmovisiones indígenas de los feminismos descoloniales, figuran en la democracia con
términos administrativos, como el cuidado que supone el equilibrio. ¿Quién es ese sujeto
que ahora reclama el equilibrio? Esta es la pregunta que dirige el feminismo de la
extinción.
En los neo-vitalismos con los que Colebrook debate en sus ensayos, el Hombre es el
sujeto cartesiano, calculador y disociado de su “medio ambiente”, mientras que en los
feminismos descoloniales, el lugar lo ocupa la Modernidad Capitalista. A la manera de las
reivindicaciones feministas descoloniales, los neo-vitalismos anglosajones afirman una
conexión original del Hombre con el mundo que es por supuesto siempre "nuestro" bajo el
signo de la figura circular y télica de la mujer. Aunque persistente la idea de que los
feminismos indigenistas están desprovistos de dualismos, en oposición tajante a la
epistemología occidental, el carácter reactivo del argumento ya es sintomático de su
dependencia respecto de eso mismo que se pretende aniquilar. “La vida”, nos recuerda
Colebrook, ha sido imaginada a través de la diferencia sexual, es decir, a través de un
imaginario masculino en el que la vida siempre aspira a salir de sí misma negando
cualquier ente determinado o actual. Esto es, la vida puede ser devastada pero por eso
mismo también puede ser reafirmada de tal manera que el Hombre pueda superar su
aislamiento subjetivo y volver a sentirse “uno” con el mundo. Es decir, el Hombre se ha
dado siempre a la tarea de devenir-mujer para alcanzar una autonomía profunda en la que
se reconoce a sí mismo en un mundo entregado a su propia vida. ¿Podría ser que, a
través de neo-vitalismos y ecofeminismos indigenistas, sea el Hombre quien está
acabando consigo mismo para así salvarse a pesar de todo?
En un ensayo reciente, Gareth Williams afirma que el comunitarismo, los comunes, el neo-
comunismo, el pensamiento decolonial y las teorías de la multitud son todas expresiones
de una voluntad de poder subjetivista (en nombre de "el Hombre"); todas abocadas a una
política de corte ontológico que nutren la narración de la metafísica. A su vez, la extinción
feminista de Colebrook permite poner en otra perspectiva; a saber, la del Fin del Hombre,
cuestión que el feminismo latinoamericano ha rechazado en función de sus
reproducciones ontoteológicas. Sin embargo, para el feminismo de la extinción: "el
Hombre vive a través de la crítica feminista, continuamente bebiendo la sangre de los
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muertos para resucitar su racionalidad y recuperar la vida más allá de sus propios límites”
(Colebrook, 2014: 15). Evidentemente, el ímpetu salvífico, ya sea postulado en conexión
la “buena vida” o el "buen vivir, solo puede aparecer como la traza de un nihilismo
reactivo. Otra vez, escribe Colebrook:

Es la continuación del ‘hombre’ en tanto ser que cree que finalmente puede ser distinto y
que se transforma al punto de no hacer más una diferencia en el planeta. Y si la mujer –
bajo la forma del ecofeminismo –afirma que ella y sólo ella puede ofrecer una relación
propia, conectada, natural, sintonizada con la tierra, con ella habremos escogido una
diferencia sexual generizada a expensas de la pregunta por la emergencia de esa
diferencia en una historia ecológicamente integrada con la violencia y la devastación.
(Colebrook, 2017: 19).

Un feminismo verdaderamente radical, dice Colebrook, tendría que crear, de modos


múltiples, un pensamiento de la vida más allá del Hombre. En ese pensamiento no habrá
Mujer que tenga que permanecer cerca de la tierra, de la vida o del cosmos, puesto que la
Mujer ya no necesitaría proveer al Hombre con la alteridad que siempre ha
instrumentalizado para su propia redención. Pero el Hombre, según Colebrook, siempre
traza su escape a través de los otros. La respuesta de un infrafeminismo ante ese escape
debe ser la de una contaminación del imaginario ecofeminista que domina la era del Fin
del Hombre: trucos, bromas y juegos con la inexistencia más allá de la reproducción de la
vida. Colebrook encuentra en la escritura de autoras como Margaret Atwood y Virginia
Woolf, formas críticas de los dispositivos que han definido a la Mujer ante el Hombre y que
darían lugar a futuros en los que la reproducción de la vida ya no posee un lugar de
privilegio. Llevado a escala humana, lo que hemos propuesto como infrafeminismo,
orientaría sus esfuerzos hacia un afuera de la totalidad de la producción de la vida desde
un doble éxodo tanto del comunitarismo subjetivo ontoteológico, como de la hostilidad
contracomunitaria que yace en la apuesta de la infrapolítica.

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Notas

1
Este artículo se elaboró durante una estancia académica en el Centro de Culturas Postdigitales de
la Universidad de Coventry, Reino Unido, con financiamiento de la Dirección de Investigacion de la
Universidad Iberoamericana Ciudad de México y Tijuana.
2
Dedico este primer texto sobre feminismo e infrapolítica a quienes con su hospitalidad crítica, a
través de muy diversos registros y sabiéndolo o no, me han empujado a pensar estos temas entre
muchos otros: Joanna Zylinska, Marta Lamas, Jessica Bekerman, Gary Hall, Benjamín Mayer,
Alberto Moreiras, Juan Pablo Anaya, Etelvina Bernal y Ángel Álvarez.
3
Subscribo la definición de infrapolítica que ha elaborado Maddalena Cerrato: "La práctica
infrapolítica es un gesto de salida, de éxodo de toda instancia de subjetivación como instancia de
subyugación. Es el gesto, siempre contingente, no programado, ni garantizado por ninguna ley, que
implica la elección de una opción anti-identitaria, una opción que quede más allá de las
determinaciones impuestas por una particular subjetivación política: es un gesto que expone la
otredad que nos habita en cuanto condición hiperbólica de una democracia-por-venir.” (Cerrato,
2016: p.21)

4
Sobre diversas posiciones en torno a la noción de infrapolítica, ver los números especiales
publicados "Infrapolitica y Poshegemonía" (2015) en la revista Debats; "After the Ruin of Thinking:
From Localism to Infrapolitics (2015) en Transmodernity, y "Infrapolítica" (2016) en Papel Máquina.
También consultar las discusiones que aparecen en la plataforma www.infrapolitica.com.
5
Sobre la critica a la militancia subjetivista desde infrapolítica, ver Moreiras (2004).

6
En la segunda década del siglo XXI, el debate feminista dejó de ser una revista independiente de
política y cultura con el afán de informar teóricamente las luchas de los feminismos mexicanos para
convertirse en un journal de investigación académica alojado y gestionado por el Centro de
Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM. Su actual directora es Hortensia
Moreno.
7
Estos temas, por cierto, han dado lugar a inquietantes convergencias entre algunos feminismos y
el conservadurismo de derecha, tal y como analiza Lamas en su trabajo más reciente (2018) sobre
los discursos hegemónicos del acoso sexual a partir de la tesis de Bolívar Echeverría sobre la
americanización de la modernidad.
8
Nos encontramos aquí con el primer sentido de la palabra “infrapolítica”, un análisis de cuyo
interesante papel en el feminismo latinoamericano rebasa lo que me propongo hacer en este
ensayo. Debo y agradezco la primera observación a Benjamín Mayer Foulkes.
9
Resultan de enorme interés, en este sentido, las investigaciones antropológicas y sociológicas
críticas y asociadas al feminismo descolonial, como ilustran destacadamente las contribuciones de
Mariana Mora, Gisela Espinosa y Aída Hernández Castillo (2014).

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Artículo
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Más allá de la hipótesis hiperbólica: soberanía, ciudadanía e infrapolítica

Claudio Aguayo
University of Michigan
claguayo@umich.edu

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen
El retorno al concepto del sujeto y sus “servicios”, como decía Louis Althusser, ha tenido
importantes consecuencias para el pensamiento contemporáneo. En primer lugar, el libro
de Etienne Balibar Sujeto-ciudadano, que reúne ensayos del autor desde la década de los
90’ hasta el día de hoy, ha avanzado una reposición de la noción de sujeto. El
pensamiento de Jacques Lacan y Martin Heidegger sirven, en este punto, para revisar
este retorno. Por otra parte, la noción althusseriana de interpelación debería ser retomada
para pensar cómo el ser-sujeto es siempre un registro de identificación (narcisista, en
términos lacanianos) que pertenece a la época, en este caso, del capital. En este punto la
deconstrucción operada por Jacques Derrida sobre la relación entre soberanía, crueldad,
y posicionalidad es importante para “cualificar” al sujeto moderno antes de retomarlo ahí
donde nos ofrece sus “servicios”. Con ello, se podría pensar en una ciudadanía no atada
a la soberanía y por tanto, a distancia del principio hegemónico que intercambia la ley con
su hipérbole y el estado con su excepción.

Palabras clave: Soberanía; ciudadanía; sujeto; deconstrucción; psicoanálisis; Derrida;


Balibar; equivalencia; republicanismo; infrapolítica.

Abstract
The return to the concept of subject and its "services", as Louis Althusser used to say, has
had important consequences in contemporary thought. Etienne Balibar’s book Citizen-
Subject, for instance, brings together the author’s essays from the 1990's until today,
rehearsing the reuse of the notion of the subject. The thought of Jacques Lacan and
Martin Heidegger serve, in this regard, to review the return of the subject in contemporary
debate. On the other hand, the Althusserian notion of interpellation should be taken up
again to reflect upon how the being-subject is always a form of “narcissistic” (in the
Lacanian sense) identification that belongs to the epoch of capital. In this point, the
deconstruction elaborated by Jacques Derrida on the relationship between sovereignty,
cruelty and positionality, is crucial for re-qualifying the modern subject before reassuming
it. Following this analysis, one could think about a form of citizenship not tied to
sovereignty and, therefore, distant from the hegemonic principle that exchanges the law
with its hyperbole and the state with its exception.

Key words: Sovereignty; citizenship; subject; deconstruction; psychoanalysis; Derrida;


Balibar; equivalence; republicanism; infrapolitics.
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1. Angustia capitalista y ciudadanía

Si la agresividad, como plantea Jacques Lacan, es correlativa a un modo de identificación


narcisista, ¿no sería esta hipótesis, y no la de la potentia o la potestas la que daría cuenta
del trasfondo conceptual del sujeto contemporáneo? En efecto, desde este punto de vista,
lo que nos permite pensar la orientación del sujeto, la consistencia teórica de este
concepto por una parte, y la diversidad de sus usos, por otra, no es ni una potencia (o
“potencialidad”) que se oculta en el despliegue de un “subjectum” colectivo, ni la
excedencia del ciudadano respecto del súbdito - de lo que, en otros términos, Etienne
Balibar propone como “el sujeto-ciudadano” (Balibar, 2017). Al mismo tiempo que, como el
propio Etienne Balibar propone, la cuestión del sujeto es devuelta a las modulaciones
históricas de la soberanía (paso del súbdito al ciudadano, agotamiento de la relación de
sujeción en el filosofema moderno que coincide con la historia contemporánea europea de
las revoluciones políticas, etc.), y debe pensarse en función de la “formación del yo” en
tanto cuestión del “subjectum”. Se trata de entender, en este punto, cómo ese “yo”
intrínsecamente ligado a la idea de sujeto es subordinado a una herida, a una falta, a un
“desgarramiento original” del hombre por el cual “puede decirse que constituye el mundo
por medio de su suicidio” (Lacan 2009: 1680). Ese “yo” que se auto-afirma sujeto es
estremecido por una neurosis de autocastigo y por un temor narcisista. La experiencia
(analítica) del sujeto, signada por una escisión y un desplazamiento, posibilita un viraje
hacia la facticidad y el ser en el mundo de aquello que la palabra sujeto nombra o, más
bien, encubre. Tratar esa facticidad como síntoma sería precisamente devolverle a la
teoría cierto acceso a una historicidad que es irreductible. El síntoma, como señala
Jacques Lacan, es el retorno de “la verdad como tal” en la “falla de un saber” (Lacan
2009: 1684). La invención del síntoma propuesta por Slavoj Zizek, siguiendo el Lacan de
los cuatro discursos, en su famoso libro El sublime objeto de la ideología (1989), se
devela así como falla de un orden en el que el sujeto ya no puede ser enunciado. No hay
sujeto proletario y sujeto burgués, sino el único sujeto-especular, el capital como gran-otro
y como estructura significante universal inescapable.1 Pero, ¿es la ciudadanía
revolucionaria o el proletariado moderno el verdadero síntoma o falla de ese sujeto-
universal que es el tardo-capitalismo?
Entender esta relación entre las modulaciones fácticas de la soberanía y la relación del
sujeto con la falla y la configuración del yo, no es sin embargo lo mismo que enunciar una
nueva comprensión de las relaciones entre el ser y la esencia, entre lo que nos es
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transparente y lo que nos es opaco. Como ha propuesto Jorge Alemán, se trata del cruce
de dos aparatos teóricos: aquel que hace referencia al “cuidado” (la analítica existencial
heideggeriana) y aquel que hace referencia a la “cura” (el análisis lacaniano)2. La idea
misma de cuidado nos hace pensar en la cura, en el sentido de una apertura radical a lo
que, en su anterioridad, modifica al existente.3 De hecho, pensamos en la cura analítica,
entendida como el procedimiento en el cual el nudo traumático del sujeto se desvela para
hacer aparecer el sentido del trauma. En su acepción freudiana, la cura no sólo se
aprovecha de las posibilidades que ofrece el síntoma, sino que también ejerce una dura e
impaciente labor de apelación a las resistencias del sistema preconsciente. Jacques
Lacan lleva más allá la fórmula: no es sólo que el inconsciente, atrapado como está por el
principio del placer (consistente en hacer una economía de la excitación que ahorre al
sujeto el máximo displacer posible) luche por aparecer, sino que el sujeto lleva la marca
pre-ontológica de la imposibilidad de su plena auto-identificación como sujeto. Como
veremos, el sujeto, cuando es soberano, es siempre un caso de identificación
problemático. En otros términos, en tanto el sujeto necesita expresar su deseo, ya sea
entendido como necesidad pulsional o como demanda, es obligadamente sancionado por
el Otro. Obligado a retornar una y otra vez a la insuficiencia del significante para decir o
hablar lo que quiere, recibe siempre la sanción de una alteridad (Lacan, 2009: 4030).
“Algo queda” o “algo no sale”, sería de este modo otro nombre para la marca que la
alteridad irreductible del Otro impone sobre el sujeto, convirtiéndolo en sujeto barrado.
Siguiendo el hilo de esta discusión entre heideggerianismo y psicoanálisis, la pregunta
central es la del tipo de relación teórica que hay entre estos dos conceptos, cura y
cuidado - más allá incluso del debate acerca de si califican o no como “conceptos”.
Deberíamos partir por el propio estatuto que Martin Heidegger otorga al concepto de
angustia, como “disposición afectiva comprensora” que abre al Dasein hacia su propia
alteridad - que no es, como pudiera pensarse, una intimidad que debe ser recuperada o
una esencia. Más bien, se trata de un comprender, de una disposición comprensora.
Mientras que en la tradición la comprensión queda atada a la verdad y a la adequatio de
Tomás de Aquino, entre concepto y realidad, para Martin Heidegger la comprensión y el
sentido mismo de la verdad se vinculan con el cuidado como aperturidad.
La angustia es la disposición afectiva radical que no se dirige desde ni hacia ningún ser
fáctico determinado, sino al propio estar o ser en el mundo del Dasein. “Lo que oprime --
explica Ser y tiempo - no es esto o aquello, pero tampoco lo que está-ahí en su conjunto,
a la manera de una suma, sino la posibilidad de lo a la mano en general, es decir, el
mundo mismo” (Heidegger 2017: 187). Es el propio estar en el mundo el que angustia al
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Dasein. ¿No es posible, acaso, vincular este estatuto ontológico de la angustia con lo que
Jacques Lacan llama el vacío? Descrito como falta, el vacío señala el hecho de que “las
necesidades del hombre, por el hecho de que habla, en el sentido de que están sujetas a
la demanda, retornan a él alienadas” (Lacan, 2009b: 2747). En otros términos, el vacío es
irreductible, y al mismo tiempo ordena la rearticulación del deseo en una nueva cadena
significante. Vacío en la situación, en el conjunto semántico, que “hiere” las posibilidades
del sujeto de enunciar su demanda con plena transparencia, y con ello, de ser
propiamente el “Sujeto” de algo. La herida narcisista del sujeto no puede suturarse sino al
precio de una dolorosa auto-supresión, o de una supresión del otro (pulsión de muerte) -
doble afección vinculada: al narcisismo le es inherente una destructividad. En tanto
muerte, nos libera del problema de la expresión.
Si la disposición afectiva eminente del Dasein es la angustia, esto podría querer decir al
menos dos cuestiones radicalmente problemáticas. La primera de ellas, es que el Dasein
no es un sujeto en el sentido que Martin Heidegger le atribuye a esta palabra: es decir, un
subjectum en cuya soberanía está la posibilidad de enunciar un “mundo exterior” y unas
reglas apriorísticas para entenderlo. La lógica misma de la soberanía depende de esta
posibilidad. No hay “sujeto” en el sentido moderno del término (post-cartesiano para
Martin Heidegger), sin un sujeto pre-cognoscente, sin mundo, que debe ser llenado como
un círculo vacío y cerrado. Suponer un “sujeto primeramente sin mundo” es de hecho
olvidar que la existencia del Dasein es su ser en el mundo4. El mundo no es exterior ni
interior al Dasein, sino que es su existencial. La segunda cuestión, que al ser la
disposición afectiva eminente, la angustia es sin embargo co-originaria en las
posibilidades que abre y cierra. Martin Heidegger argumenta, efectivamente, que
fenómenos como la pre-comprensión, la habladuría, el uno o la publicidad abren y cierran
al mismo tiempo al Dasein hacia sí mismo, hacia su ser como cuidado. Jorge Alemán
vincula este movimiento hacia la apertura con el concepto lacaniano de la verdad y la
aletheia: aquello que se des-encubre sólo se des-encubre en el encubrimiento, para
encubrirse de inmediato. Lo Real, en otros términos, aparece en el mismo momento en
que se desvanece. Por ello Jacques Lacan, el síntoma -y la pifia- interrumpe el tránsito del
mensaje que integra una parte de la demanda del sujeto, para volver a encubrirla. El
deseo metonímico aparece así como falla o pifia en el orden del significante, y posibilita
ver el registro de lo real que, sin embargo, se oculta de inmediato. Nuestra pregunta sería,
en este punto, por el estatuto de la disposición afectiva eminente, la angustia, en el
capitalismo tardío. Si, como dice Jacques Alemán en uno de los textos más brillantes de
su obra magna sobre la relación entre Jacques Lacan y Martin Heidegger, en el
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capitalismo el otro lacaniano que sanciona la demanda viajando en los desfiladeros del
significante, es reemplazado por el sujeto del capital, que actúa como sujeto de un todo -
como lugar de la verdad, ¿qué disposición afectiva es capaz de devenir comprensora hoy
día?, ¿qué apertura para un tiempo en el que ya no hay verdad como des-encubrimiento?
En efecto, la propiedad del Dasein y su impropiedad quedan por fin atadas a la lengua
misma del capital, el plus de goce. Como goce suplementario, el capitalismo nos ha
robado la angustia5.
El telón de fondo de esta manera de entender a Martin Heidegger a partir del debate
analítico y en especial de la lectura lacaniana de Sigmund Freud, señala por otra parte
una vieja disputatio por el significado del sujeto y por su potencialidad para explicar las
modulaciones de la violencia soberana. Violencia soberana que, en todo caso, no está
lejos del horizonte de la “ciudadanía” que insistentemente Etienne Balibar ha indicado
como estructura conflictual sobre la cual no sólo la modernidad, sino también la
postmodernidad se despliega - como democracia conflictiva, aporética o como dinámica
de exclusión-inclusión. La pregunta en este punto es porqué la ciudadanía debería ser
sujetada de nuevo a la idea misma de “sujeto”, ¿cuál es el “pivote” que le asegura o le
proporciona a la idea misma de ciudadanía esta cadena semántica asociada al sujeto, a la
sujeción, al subjectum y al subjectus? Una ciudadanía posthegemónica, es decir, ya no
dependiente de la interpelación ideológica del filosofema, pasaría en este punto por
explotar al máximo las reflexiones de Etienne Balibar, al mismo tiempo que emprendemos
una labor crítica con las sedimentaciones que no deja de ejercer en su pensamiento cierto
hegelianismo que reconvierte la ciudadanía al sujeto para señalar el orden conflictual,
repetitivamente revolucionario, de su despliegue.
Al explorar la correspondencia entre el jurista alemán Hans Kelsen y Sigmund Freud,
Etienne Balibar ha mostrado cómo al súper-yo le es análoga la función social del estado,
ente regulativo y represivo de una transindividualidad afectiva (y que para Freud, es
tambien habitada por una violencia arcaica).6 El sujeto de este modo es esa propia trans-
individualidad que desfonda la ley, para volver a reponerla luego de un momento
hiperbólico. Es lo que Nicolás Maquiavelo en su “Historia de Florencia” concebía como
potencia del tumulto. La cuestión clave, sin embargo, es devolverle su problematicidad
(como, en todo caso, Etienne Balibar lo hace en cierto punto) a la cuestión de la
soberanía que está en juego en medio de esta relación de la hipérbole con la ley y del
desfondamiento del super-yo social con una transindividualidad violenta. Y esa
problematicidad sigue siendo la de la deconstrucción de la soberanía interrogando su
relación constitutiva con lo que, siguiendo a Jacques Derrida, podemos llamar pulsión de
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crueldad - incluso más allá de la pulsión de muerte7. Precisamente porque el momento a-
represivo o hiperbólico incluye una dimensión cruel que debe ser investigada. Deseo o
demanda de crueldad inscrito en la soberanía, sólo interrumpible por una heteronomía de
lo sobreviviente. En cualquier caso tenemos dos modelos diferenciados para pensar el
problema de la soberanía: el modelo derrideano deconstructivo, intrincadamente
esforzado en buscar un más allá del más allá del principio del placer8 - un “más allá” de la
pulsión de muerte en el encuentro aleatorio con el otro, y el modelo de Etienne Balibar,
que busca otro “más allá” en el “más acá” del sujeto, en su propia excedencia ciudadana.

2. Deseo, sujeto e interpelación

Si el deseo está inscrito o no en una trama que lo hace una pasión imposible, o en un falo
imaginario o imaginado, si se puede convertir o no en fundamento de una política jurada
contra el capital; estas cuestiones siguen siendo de un modo u otro los temas centrales de
la época de la subjetividad que no termina de cerrar. Sólo piénsese en Gilles Deleuze y en
las derivas del spinozismo contemporáneo. Aunque no es el objetivo de este trabajo hacer
una lectura del problema del deseo en relación con el sujeto del inconsciente, es desde
aquí que podemos retornar a lo que, en la idea misma de un sujeto-ciudadano, ha
quedado relativamente olvidado: el problema de la interpelación de los individuos cua
sujetos.
La analítica de Ser y tiempo se muestra clave en este punto. Según Martin Heidegger, en
el "hacia-algo" de la inclinación se pierde al Dasein en un “tan-sólo-siempre-ya-en-medio-
de”. Si la medianía, el hecho de estar en medio de y el ser en el mundo son condiciones
existenciales de la facticidad del Dasein, ello no implica afirmar la cotidianidad media y el
efecto de acontecimiento, o simulacro que le es propio (en el deseo "tácticamente" lo
disponible es modificado de tal manera que surja la apariencia de que sucede algo”, dice
Martin Heidegger)9, sino descubrir sus posibilidades para avanzar hacia una modalidad
del cuidado más originaria. Tal como el “Lichtung” sólo puede aparecer en la peligrosidad
de lo dispuesto, el sentido del ser del Dasein se revela en un afecto que sin embargo es
ceguera. Así, “la estructura entera del cuidado queda modificada” (Heidegger 2017: 195).
Perdido en un mundo de cosas disponibles sujetas al deseo, el cuidado se extravía en
objetos de deseo parciales que sin embargo el mundo no logra satisfacer. Esta lectura
heideggeriana del deseo posibilita pensar la tachadura que impone la conjunción
pesimista “interpelación ideológica” sobre la conjunción propositiva “máquina deseante”.
La no-coincidencia o inconmensurabilidad entre dos concepciones del deseo que, tal vez,
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señalan una de las disputas irresueltas del pensamiento contemporáneo. Porque si, en
efecto, el capitalismo nos ha robado la angustia es porque nos produce como máquinas
deseantes y articula todo el lenguaje del deseo en un registro simbólico que suprime
especularmente la falta en el horizonte interminable de lo dis-puesto. Juego de espejos
sin vacío, sujeto sin hiancia. La plenitud del sujeto en el tardo-capitalismo es, por otra
parte, coextensiva al agotamiento del filosofema como respuesta a las paradojas de la
modernidad.10
Esta sensación de plenitud propia al capital es precisamente el fundamento de lo que
Martin Heidegger viene a criticar en el concepto cartesiano de sujeto, y lo que la idea
misma de Gestell como lo dis-puesto denuncia: la realización del sujeto como aquel hueco
o vacío que sin embargo no cesa de ser abastecido por un mundo de disponibilidad plena
que, al mismo tiempo, lo neurotiza.11 El fetichismo en su fase superior demostraría así la
insuficiencia del sujeto moderno para responder al devenir sujeto-amo del capital, en los
términos de Jorge Alemán. Más allá del debate establecido por Etienne Balibar acerca de
si ese sujeto moderno es o no identificable en Descartes, la cuestión que confronta Martin
Heidegger no es de orden filológico-filosófico (aunque esa dimensión teórica corra su
suerte en el pensamiento heideggeriano), sino más bien existenciario o analítico. Se trata
del problema de cuál es el sustrato del término sujeto cuando aparece endosado o
encentado a cualquier otra afiliación (incluyendo la de “ciudadano”). El Dasein, para
Heidegger, “tiene necesidad de una teoría del conocimiento” en la que se sepulta al
“mundo exterior” para hacer aparecer una epistemología, es decir, una condición de
comprensión del propio mundo. Desde luego, en la lectura heideggeriana de la
epistemología, la condición de surgimiento de la propia comprensión del mundo como
imagen, es el subjectum, el yo que se antepone al pienso. “Soy una cosa que piensa” es
de este modo el enunciado clave que permite autodefinirse como res cogitans
ensamblado al yo-sujeto a un mundo comprendido desde su exclusiva onticidad. Para Ser
y Tiempo el a priori del a priori es la facticidad, el ser-ahí del Dasein o - lo que resultaría
sorprendentemente tautológico - el ahí del ser-ahí, y no el lugar de un “sujeto” que
guardaría la potencia de un despliegue. Se trataría de des-encubrir este estar-en-el-
mundo que es un juego de luz y sombra, de disposición y aclaramiento, en la
contaminación originaria, para usar un término derrideano 12, entre encubrimiento y des-
encubrimiento, entre obstrucción y apertura. El término verdad, de este modo, “designa un
existencial”, insiste Heidegger, y no la figura epistemológica de una correspondencia. El
sentido pre-ontológico de la verdad es la facticidad como des-encubrimiento. Esta verdad
no puede ser entendida como subjetiva, y no le pertenece a ningún “sujeto” óntico. De lo
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que se trata, en el fondo, es de entender el desplazamiento de la epistemología post-
cartesiana, para Heidegger, como des-encubrimiento de una relación pre-subjetiva entre
Dasein y mundo, entre ser-ahí y ser-en-el-mundo, y entre ser y ente. Relación pre-
subjetiva y pre-ontológica que, finalmente, permite pensar el sujeto como la ficción que
articula al individuo con el mundo.
Tal ficción de articulación tiene al menos dos nombres, que apuntan a dos lógicas
complementarias: la interpelación y la soberanía. La soberanía no es tan sólo aquello que
entendemos como mandato soberano, o aquello que el soberano excluye, o aquel
derecho del soberano a dar vida o muerte, o hacer-vivir y dejar-morir, etc. La soberanía es
la posicionalidad misma por la que un individuo “deviene” sujeto: el erguimiento. Y esa
posicionalidad nos es pensable como identificación. La interpelación ideológica, enlazada
por Louis Althusser a la palabra sujeto tan fuertemente en su ensayo de 1968, hace
reaparecer al sujeto en el horizonte de la facticidad. O, dicho de otra manera, la facticidad
del Dasein es encubierta en el ideologema que lo nombra como sujeto, interpelándolo -
otra llamada que la del ser, en cualquier caso. Por eso diría Louis Althusser que la
ideología es eterna, “atmosférica”. Condicionada por el fenómeno de la interpelación, es
decir, el devenir sujeto-amo del capital, lo ideológico deviene una “instancia intemporal”,
una “gran vertical” (Althusser 2010: 93). Es es esa existencia intemporal de la ideología,
existencia que a la vez se actualiza como interpelación, lo que es de cierto modo olvidado
en la idea misma de un “sujeto-ciudadano”13. La cuestión mal-tratada de la interpelación
ideológica, en efecto, trataría la conjunción sujeto-ciudadano como el nombre de dos
modalidades: la filosofía burguesa del derecho y la epistemología moderna del “sujeto”. El
problema del sujeto es que está siempre-ya definido e interpelado por su ser en el mundo,
o en otros términos, por la articulación de su época.

3. Ciudadanía más allá de la posicionalidad soberana

La descripción realizada por Balibar del concepto de ciudadanía, que en su lectura queda
fuertemente ligada al orden del sujeto, depende en este sentido de al menos tres
cuestiones básicas: 1. la agregación, al sujeto-ciudadano, de una intensidad afectiva
universal: básicamente, la exclusión de la ciudadanía no podría terminar sin cierta
empatía con aquello que se muestra excluido o escindido del orden de la ciudadanía y de
la república. 2. La atribución, al ciudadano, de una dimensión de sujeto que lo constriñe
doblemente a la ley y a aquello que excede a la ley. De múltiples maneras, Balibar repite
este gesto: del súbdito al sujeto habría una “excedencia”, que se mostraría también como
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desfondamiento de la ley en cada movimiento de ruptura ejercido por la ciudadanía. Gesto
o ejercicio de lectura de la historia que retorna a la función descriptiva de la epistemología
para darle un nombre propio a la teoría del sujeto-ciudadano: “hipótesis hiperbólica” y
“epistemología conflictual” en los libros Ciudadanía (2012) y El sujeto ciudadano (2017).14
3. Finalmente, para Etienne Balibar, lo que se despliega en la palabra “sujeto” en la
construcción conceptual “sujeto-ciudadano” son las propias transformaciones históricas de
la soberanía en su modulación esclava, súbdita (feudal) o moderna, ciudadana. Es
increíblemente sintomática en este sentido la alusión de Etienne Balibar a la cuestión de
los derechos del hombre. Para nuestro autor los derechos del hombre (y el ciudadano)
constituyen un conjunto de proposiciones que van siempre más allá de su enunciación.
De este modo, activan cada vez un derecho a la revuelta, a la conflictividad y con ello a la
excedencia. Siguiendo a Sade, Balibar afirma que la insurrección debería ser el estado
permanente de la república (Balibar 2017: 725).
Volviendo a la cuestión del “sujeto” en la proposición “sujeto-ciudadano”, podemos leer
cómo el “destino” de la palabra sujeto, por más problemática (y heideggeriana) que resulte
esta idea de destinación, está ligado inevitablemente a la cuestión de la posicionalidad
que estuvo en el centro de una diferencia radical e imposible entre Louis Althusser y
Jacques Derrida, pero cuyo debate es todavía muy caro al pensamiento: la relación entre
“toma de posición” y posicionalidad soberana, o entre partido y soberanía, o entre
soberanía divisible y autoridad. En “El tiempo de una tesis” (1980), Jacques Derrida define
la deconstrucción como una “estrategia aleatoria”, y “estrategia sin finalidad”. Esa
estrategia sin finalidad es incompatible con una subjetividad pasmada en el erguimiento y
en la auto-posición en el tipo de identificación narcisista que, en todo caso, constituye una
de las bases de la idea misma de sujeto. Tal cual lo expresa en “Por el amor de Lacan”
(1992):

los movimientos de estrategia externa (...) tienden a prevalecer constantemente. Y por


sobre el trabajo tienden a prevalecer entonces las tesis, las posiciones, las tomas de
posición, los posicionamientos. Nunca me han gustado mucho estas cosas, las tesis (...) Es
la cuestión de la filosofía, nada menos, y de lo que en ella armoniza con la tesis, con la
posicionalidad” (Derrida 2000: 65).

Posicionalidad referida también, performativamente, a la indivisibilidad de la letra.


“Afirmación capital” y “estratégicamente decisiva” de Lacan según la que la letra es
indivisible, confirmando la “materialidad del significante”: identidad ideal y materialidad

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ideal de la letra. Para Derrida la deconstrucción sería también la deconstrucción de esa
idealidad, de esa auto-identidad de la letra. Figuración además, de la soberanía, la
identidad de la letra tendría que ver con el falo, con la erección y con el estar-erguido que
había observado en 1978 a propósito de Artaud (“La parole soufflée”). Idealidad gramatical
que asegura la “verticalidad”, el “estar erguido”. Este erguimiento, esta erección, nos
conduce directo a la soberanía. “El concepto de soberanía --dice Derrida en “La bestia y el
soberano”-- siempre implica la posibilidad de esta posicionalidad, esta tesis, esta auto-
tesis, esta auto-posición del que pone o se pone como ipse” (Derrida, 2009: 106). Sólo un
concepto divisible de soberanía, la introducción de un divisor en la “letra” indivisible del
“yo” soberano, el “I” inglés o el “Yo” español, podría posibilitar pensar no sólo lo político de
otro modo, sino también la desistencia y la a-posicionalidad diseminante. También, la
lluvia que cae recta se divide cortándose, como en la imagen o tropo de la soberanía
divisible. “Mes Chances”, en este sentido, funciona como un texto clave en el diferendo
que ya señalamos. A diferencia de la lectura althusseriana que lee la desviación como
fuerza infinitesimal, contingente, que conduce a la toma de consistencia, Jacques Derrida
piensa la destinación indeterminada del “álea” que cae en la lluvia como divisibilidad de un
átomo. División de la letra ideal, la desviación epicúrea sería así la división de la
soberanía y la posición: “No es la indivisibilidad, sino la divisibilidad o diferenciación
interna del llamado último elemento (stoikheion, trazo, letra, marca seminal) la que nos
permite el fenómeno de la chance” (Derrida, 2007: 354). Una marca que se divide
internamente e imprime un poder de desviación, “Mi clinamen”, el clinamen de Jacques
Derrida, lo orienta a pensar que el clinamen “comienza con la divisibilidad de la marca”
(Derrida, 2007: 360). Frente a una lluvia que había caído “erguida”, la posición vertical es
afectada por una desviación, clinamen, que es una división.15
No se nos olvide en este punto que esta indivisibilidad es co-originaria y co-sustantiva a la
posicionalidad del sujeto. Y que la interpretación derrideana que critica la indivisibilidad de
la letra en Lacan, debe ser cuidadosamente analizada desde el punto de vista de lo que
quiere decir que un significante universalizado, como lo es la palabra, el concepto, en fin,
el significante “sujeto”, “circule” en determinado modo, desplazándose cada vez.
Precisamente en el “Seminario sobre la carta robada” al que alude Jacques Derrida,
Jacques Lacan desarrolla de cerca la cuestión del tránsito suplementario y la desviación
por la que debe pasar todo sujeto: la carta, como un sujeto, debe llegar a un destinatario,
pero no puede hacerlo por una vía que es transparente y clara. La interrupción y la
desviación son los modos en que cierta “extranjeridad” le es impuesta a la palabra, el
significante en el cual el sujeto es sujeto. Desde este punto de vista, la interpelación
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ideológica no sería sólo la voz del gran otro que designa al individuo en un encaje-
subjetual, que lo hace sujeto-sujetado, sino que también aquello que sucede cada vez que
el sujeto se identifica consigo mismo.
En otras palabras: cada vez que el sujeto asume y reafirma su posición se auto-posiciona.
La ipseidad fundamental que es solidaria a la interpelación, y que cuando cesa o
experimenta una pausa, abre el camino de una desistencia o de un síntoma. Sujeto
desviado y soberanía divisible, serían los giros que habría que imponer a cualquier
pensamiento que retorna al sujeto como refugio semántico. Como la interpelación
ideológica, tal y como la concibe Althusser, no es la simple designación o el
nombramiento, el bautizo o la designación de alguien, es el modo en que la circulación del
significante ejerce su dominio mediante desplazamientos y rodeos en una diversidad de
aparatos materiales. En una preciosa cita sobre el capital y su relación con el “circuito
simbólico” de la carta robada, Lacan señala que los analistas, “emisarios de las cartas
robadas” (los significantes perdidos en la configuración del yo) neutralizan la
responsabilidad que implica la transferencia de esta carta robada y su tajadura - la misma
tajadura, la única que es capaz de desarticular la eficacia de la subjetivación y de la
interpelación, el verdadero núcleo del sujeto-- haciéndola equivaler al “significante más
aniquilador que hay de toda significación, a saber, el dinero” (Lacan, 2009: 685). El dinero,
de este modo, seguiría siendo, como en el viejo modelo marxista del fetichismo, un
modelo para entender el sentido de la interpelación ideológica: aquello que reinscribe el
no-ser en el circuito simbólico, el secreto de la soberanía. En este punto, Lacan es aún
más incisivo: la más alta imbecilidad del individuo es su identificación con el “imperio
dentro de un imperio” que denunciaba Spinoza. La soberanía es una imbecilidad, el
soberano es un imbécil, identificado con el símbolo de la ficción ideológica. La diégesis
narrativa soberana es análoga a la función teológico-política del “dios en la tierra”, pero
esa función no se enuncia nunca como lo que es: “la imbecilidad que corresponde
justamente al Sujeto”.16
¿Qué revela el hecho conmovedor, políticamente hablando, observado por Jorge Alemán,
de que el discurso capitalista ejerza una transformación escabrosa en la relación entre el
amo, el sujeto y el orden de la verdad? En primer lugar - y este es la desistencia decisiva-
que el recurso al sujeto como clave de la política emancipatoria ya no puede ser sostenido
fácilmente. Antes bien habría que pensar en aquello que en ese sujeto ejerce una
desviación y una división. Porque esta transformación conmina un movimiento doble:
aquel que va de la posición a la verticalidad, y aquel que va del sujeto al soberano. La
crítica lacaninana al exceso sadiano que Etienne Balibar reivindica como horizonte de la
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república (la llamada “hipótesis hiperbólica” aunque también la negatividad dialéctica que
convierte la soberanía en algo abyecto en Georges Bataille, que tiene influencias
insospechadas en el pensamiento de Etienne Balibar) debe de este modo ser leída
lacanianamente: la universalidad de la ley del exceso es precisamente lo imposible. En
otros términos, no hay un “derecho” a la revuelta que pueda ser garantizado en el orden
del derecho, o en el orden del filosofema.
La verticalidad de la ley, su posicionalidad, su caída libre y recta, no pueden ser
interrumpidas con la estratagema universal de una no-ley, de un exceso de la ley cuya
verticalidad sería más pesada --el “derecho a gozar del cuerpo del otro sin mediación” que
observa Lacan en “Kant con Sade”. El Das Gute kantiano, el bien universal que se opone
a cualquiera de los objetos materiales o parciales del bienestar, no podría ser refrendado
con un retorno a la ley material del deseo --llámese afectividad transindividual, máquina
deseante o “derecho de ciudadanía”. ¿Cómo pensar una ciudadanía no caída en la
ipseidad de la soberanía observada brillantemente por Jacques Derrida en su famoso
ensayo “Voyous”? ¿Hay un derecho a la ciudadanía que no se comporte como hipótesis
hiperbólica, que no corra el riesgo de repetir la verticalidad de la ley y la igualdad
autotélica y equivalencial entre ley y exceso?
La lección de la “infrapolítica” partiría en primer lugar por imponer esta serie de sospechas
sobre lo que podríamos llamar heideggerianamente el encubrimiento del ser en el mundo
operado por la circularidad del filosofema binario (como todo filosofema lo es) de
ley/exceso. Que no haya una “ley del exceso” significa en este punto, pensar la
infrapolítica como posibilidad de otra estrategia, y de otro sentido para la palabra
estrategia. Una “estrategia sin finalidad” cuyo presupuesto es la renuncia a cualquier
“corte de esencia” que responda a la ipseidad de la democracia con la ipseidad del
exceso, a la ipseidad del súbdito con la ipseidad del ciudadano. 17 Poner en juego el
problema de la infrapolítica en esta cadena semántica que va del sujeto al ciudadano, y
del ciudadano a la hipótesis hiperbólica o las epistemologías conflictuales, significa ante
todo interrogar como el exceso o la hipérbole de la democracia se encuentra (todavía)
anclada a un principio hegemónico. Por otro lado, (y esta es la lección importante que le
impone Etienne Balibar a estas reflexiones) “desatar”, romper la atadura o el “nudo” que
ancla la revuelta al movimiento hegemónico mediante el cual cualquier éxtasis deviene
ley, no puede ya significar convertir la ley en éxtasis, devenir-ley (erguimiento,
posicionalidad) de la de-posición y la abyección de la revuelta.
Se trata más bien de pensar la contaminación a-filosófica entre la ley y su hipérbole; una
contaminación que el capitalismo tardío hace evidente en la desaparición brutal de la
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mera posibilidad de estas distinciones, pensadas como órdenes o particiones originarias.
Y en esa contaminación, “habitar” contribuye a la estrategia infrapolítica de una
ciudadanía otra.

Notas

1
Se trata, evidentemente, del capital-dinero. Escribe Marx: “No resisten a esta alquimia ni siquiera
los huesos de los santos y re sacrosanctae, extra commercium hominum, mucho menos toscas.
Así como en el dinero se ha extinguido toda diferencia cualitativa de las mercancías, él a su vez, en
su condición de nivelador radical, extingue todas las diferencias” (Marx 2011, p.161).

2
Jorge Alemán habría identificado el ser no predicativo heideggeriano que se “escurre” y “no es
nada” en el mismo momento en que aíslo su semblante, con la verdad analítica que se desvanece
en su aparición. El trabajo de Jorge Alemán ha planteado así una serie de problemas en los que el
escurridizo ser del cuidado heideggeriano es continuamente contrastado con la verdad, la
revelación, el síntoma y la falla que en el psicoanálisis juegan un rol tan importante. En un pasaje
clave de su mayor obra Desde Lacan : Heidegger (2009), Alemán “convoca” a una convergencia
entre “inconsciente freudiano, plusvalìa marxista, estructura de emplazamiento heideggeriana y
objeto a lacaniano”.

3
La cuestión del cuidado, desplegada por Martin Heidegger en el parágrafo 41 de “Ser y tiempo”, la
entendemos en este punto como caracterización del Dasein como siempre-ya siendo en el mundo.
Al cuidado, sin embargo, le precede la angustia que “trae al Dasein de vuelta de su cadente
absorberse en el “mundo”. La familiaridad cotidiana se derrumba. El Dasein queda aislado, pero
aislado en cuanto estar-en-el.mundo.” Desde luego, esta “vuelta” del Dasein - la compleja trama de
determinaciones con las que Martin Heidegger entiende la medianía - recuerda a cierto retorno
desde la comprensión media. El retorno a la facticidad, en este sentido (“La existencialidad está
esencialmente determinada por la facticidad”), no se comporta como un “después” fenomenológico,
como un novum, un nuevo estado, una superioridad, etc. Es más bien el “cuidado” de lo que ya
siempre ha estado ahí. De una determinación existencial que precede a la ontología, de una
situación pre-ontológica que es sin embargo sobre-determinante. “Cuidado” y “cura” son en este
sentido el nombre para una apertura.
4
De hecho, la cuestión crucial aquí es que para Martin Heidegger existiría una contradicción o
conflicto entre el concepto mismo de ser-en-el-mundo y la idea aristotélico-cartesiana de subjectum
o hypokeimenon, entendido como aquel dispositivo en el que reside la predicación de un mundo.
“Creer, con o sin razón, en la realidad del ‘mundo exterior’, demostrar, satisfactoria o
insatisfactoriamente, esta realidad, suponerla, explìcitamente o no, todos estos intentos, incapaces
de adueñarse, en plena transparencia, del terreno en que se mueven, suponen un sujeto
primeramente sin mundo o lo que es igual, un sujeto inseguro de su mundo, y que, en definitiva,
necesitaría adueñarse primero de un mundo. Desde un comienzo, el estar-en-un-mundo
dependería entonces de una aprehensión, una suposición, certeza o creencia” (Heidegger 2017,
p.205). Veremos más adelante que esta crítica heideggeriana a la noción de sujeto es no sólo
similar, sino también coextensiva a la crítica que Jacques Derrida emprendiera contra Jacques
Lacan, pero más seguramente contra todo un pensamiento de la soberanía que depende de la
indivisibilidad de una posición, de una “tesis”, de una “posicionalidad”, etc. Desde luego, también el
sujeto es ese hueco o vacío que debe ser llenado o satisfecho para asegurar un mundo --
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estructura ontológica fundamental de la epistemología moderna.

5
Jorge Alemán recalca la transición que efectúa el capitalismo desde el no-goce que le impone el
trabajo capitalista al obrero asalariado, hacia el plus-de-goce que inaugura, silenciosamente, la
plusvalía. Aunque no nos podemos extender demasiado, el discurso capitalista ha trastocado
propiamente el lugar de la verdad, colocando al sujeto del capital en el lugar del significante amo
para pasar a dirigir la verdad: “rechazo de la castración del discurso” (en el sentido de que el
capital, como insistimos en este trabajo, suprime o al menos tiende a suprimir la propia falta) que
establece una circularidad. “El goce del sujeto y el sujeto del goce retornan bajo la forma del sujeto-
amo capitalista” (Alemán 2009, p. 2430).

6
Completamente alucinante, el ensayo de Etienne Balibar sobre Sigmund Freud y Hans Kelsen
(“The invention of the Superego: Freud and Kelsen, 1922”) muestra la oposición entre el kantismo
kelseniano, según el cual el estado (el orden de la ley) se encuentra más allá de cualquier multitud
transindividual o de cualquier afecto social (la “violencia arcaica” de la que Sigmund Freud habla en
“El malestar en la cultura”), y el psicoanálisis que entiende el estado como introyección e
internalización de la agresividad represiva, o como super-yo social. La conclusión de Etienne
Balibar es, sin embargo, predecible en un punto: tiende a repetir la idea de una “hipérbole” o
momento hiperbólico que desfonda la ley sin destruirla (Balibar 2017, p.6300), reponiendo el
movimiento republicano típico de un momento de ruptura acumulativo (y nunca definitivo que, en
todo caso, sería crucial para una mirada infrapolítica de la revuelta).
7
Jacques Derrida expuso el vínculo entre crueldad, imperativo categórico y pena de muerte que, en
cierto modo, caracteriza y asedia el campo significante de lo que entendemos por modernidad. El
movimiento por el cual este vínculo o esta cadena semántico-simbólica sea desterrada del
concepto mismo de “ciudadano” para hacer aparecer únicamente el momento revolucionario de su
constitución, es algo que la deconstrucción podría ayudar a interrogar. Especialmente importante
resulta el seminario sobre la pena de muerte, y en especial la sesión sexta en la que los problemas
de la crueldad, el masoquismo y la pulsión de muerte son puestas en juego para entender la
crueldad del imperativo categórico y su vínculo con la verticalidad de la pena de muerte.

8
Especialmente en la conferencia dirigida a los Estados Generales del Psicoanálisis, donde de
nuevo resulta clave la cuestión de la crueldad física (Derrida 2002) y la relación con un otro que
desahucia la auto-posicionalidad de la crueldad que acompaña a la soberanía. Al respecto también
resulta relevante el ensayo de Mauro Senatore “Vida sin crueldad” (2011) en el que una revisión
exhaustiva del trabajo derrideano lleva a pensar la deconstrucción como el cruce entre
psicoanálisis e Ilustración, para inaugurar un pensamiento “psicoanalítico de la vida sin crueldad”
(163).

9
La sospecha heideggeriana respecto del deseo, o más bien la inscripción del concepto mismo de
deseo en la analítica existencial, ¿no nos proporciona una clave para entender esa diferencia
radical entre la ideología althusseriana (para nada reductible a la noción estándar de ideología
hallable en el marxismo “clásico”) y el deseo deleuziano, o lo que él mismo denuncia en Mil
mesetas como inexistencia de la ideología? “En el deseo --explica Martin Heidegger--, el Dasein
proyecta su ser hacia posibilidades e no sólo quedan sin asumir en la ocupación, sino que ni
siquiera se piensa ni espera que se cumplan. Por el contrario: el predominio del anticiparse-a-sí en
la modalidad del mero deseo lleva consigo una falta de comprensión para las posibilidades
fácticas. El estar-en-el-mundo cuyo mundo ha sido primariamente proyectado como un mundo de
deseos, se ha perdido irremediablemente en lo disponible, pero de tal manera que, siendo este
último lo único a la mano a la luz de lo deseado, sin embargo jamás logra satisfacer.” (195) La
insatisfacción originaria del deseo es precisamente aquello que el objeto-a lacaniano señala como
irreductibilidad de la falta. El desfiladero del significante siempre daña una demanda que nunca es
satisfecha.

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La fantasía de vivir un mundo sin falta es por fin realizada en el orden del capital erigido como
sujeto-amo. Si la angustia, “disposición afectiva” comprensora para Martin Heidegger y el sujeto
barrado que vive la falta, son convertidos en puro “plus de goce”, es por otra parte porque el mundo
sin falta es al mismo tiempo pura falta, puro deseo o demanda sin respuesta eficiente. La neurosis
del capitalismo contemporáneo es de este modo antagónica --y como ha señalado Deleuze,
esquizofrénica.

A distancia del pensamiento heideggeriano, como testimonian sus textos “La jerga de la
11

autenticidad” (2011) y el recientemente publicado “Ontología y dialéctica” (2017), Theodor Adorno


es sin embargo solidario con un pensamiento complejo sobre el capital y las consecuencias
existenciarias-exisenciales que tiene en el orden del sujeto. Adorno criticó el “exotismo kitsch de
concepciones del mundo de artesanía” que adapta las necesidades del sujeto (neurotizado por un
mundo donde lo dis-puesto, en términos heideggerianos, aparece como saturación de la falta)
asediado por el fetichismo en su fase superior.

12
Especialmente en “El problema de la génesis en la filosofía de Husserl”, texto de 1954. Derrida
subraya en su introducción tardía a este texto (1990) que la premisa epistemológica y
fenomenológica de este trabajo de juventud se encuentra plenamente vigente: “Se trata siempre de
una complicación originaria del origen, de una contaminación inicial de lo simple, de una distancia
inaugural que ningún análisis podría presentar, hacer presente en su fenómeno o reducir a la
puntualidad instantánea, idéntica a sí, del elemento (...) Todos los límites sobre los que se
constituye el discurso fenomenológico se ven así cuestionados desde la necesidad fatal de una
contaminación” (Derrida 2015, p.14).
13
Aunque de modo descriptivo, Althusser explica esta eternización de la ideología insistentemente
en sus cartas a René Diatkine, su psicoanalista. En 1966 le escribe: “Estamos de acuerdo en que
una vez constituido, el inconsciente funciona como una estructura “intemporal”. Emplearé aquí una
comparación: una vez montado y montado para ser capaz de funcionar, un motor funciona siempre
con algo. (...) Ahora bien, me pregunto si se puede decir que el inconsciente también necesita
“algo” para funcionar: y este “algo” es, me parece, en última instancia, lo ideológico” (2010, p.93).
Desplazamiento de la líbido a la ideología cuyas consecuencias no han sido analizadas todavía.

14
La ciudadanía en Etienne Balibar se define y resuelve en relación a un conflicto. La constitución
material de la sociedad es el resultado de este conflicto. Desde la dinámica de “los conflictos de
clase” (Balibar 2012, p.93) hasta las determinaciones constitutivas de la ciudadanía en fenómenos
como “el territorio, la residencia, la propiedad del suelo, pero simultáneamente el viaje, el
sedentarismo y el nomadismo”. La cuestión resulta un poco chocante por el tipo de prescripciones
europeas que Etienne Balibar tiende a constituir sobre el concepto: “Sin la perspectiva utópica
revolucionaria (o su equivalente parcial en los países de la socialdemocracia, que puede llamarse
el “espíritu de escisión”) las luchas sociales no son lo suficientemente masivas ni duraderas para
forzar a la burguesía a un arreglo” (Balibar 2012, p.139). Por tanto se trataría de la aporía de una
“democracia conflictiva” inherente al sujeto-ciudadano. ¿Hasta qué punto este esquema no repite
un modelo cuasi-hegeliano en el que el ciudadano avanza por pasos conflictuales que tienden a
determinar su grado de libertad o de inclusión en la ciudadanía?

15
Desde luego, la importancia de dicho debate todavía no ha sido señalada en algún artículo
contundente sobre la relación entre Jacques Derrida y Louis Althusser. Esta relación de “aliados y
disociados” como afirmara el propio Jacques Derrida, es sin embargo crucial por las modalidades
que le impone a la relación entre deconstrucción y marxismo, por una parte, y al rol crucial que
juega en ambos pensadores la huella de Jacques Lacan. En cuanto a la cuestión misma de la
lluvia, recordemos el poético comienzo del texto “La corriente subterránea del materialismo del
encuentro”: “Llueve. Que este libro sea pues, para empezar, un libro sobre la simple lluvia.
Malebranche se preguntaba “por qué llueve sobre el mar, los grandes caminos y las dunas”, ya que
esta agua del cielo que en otros sitios riega cultivos (lo cual está muy bien) no añade nada al agua
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del mar o se pierde en las rutas y en las playas. No se tratará de este tipo de lluvia, providencial o
contra-providencial. Este libro trata muy al contrario de otra lluvia, de un tema profundo que corre a
través de toda la historia de la filosofía y que ha sido combatido y reprimido tan pronto como ha
sido enunciado: la «lluvia» (Lucrecio) de átomos de Epicuro que caen en paralelo en el vacío, la
«lluvia» del paralelismo de los atributos infinitos en Spinoza, y de otros muchos más: Maquiavelo,
Hobbes, Rousseau, Marx, Heidegger incluso, y Derrida.” (Althusser 2002, p.31)

16
Se trata en cualquier caso de la identificación con la figura del Rey, con el significante-Rey,
observación psicoanalítica que le resultaría muy difícil asumir a las teologías políticas
contemporáneas. “Rex et augur, el arcaísmo legendario de estas palabras no parece resonar sino
para hacernos sentir la irrisión de llamar allí a un hombre. Y las figuras de la historia no puede
decirse que alienten a ello desde hace ya algún tiempo. No es natural para el hombre soportar él
solo el peso del más alto de los significantes. Y el lugar que viene a ocupar si se reviste con él
puede ser también apropiado para convertirse en el símbolo de la maś enorme imbecilidad.
Digamos que el Rey está investido aquí de la anfibología natural a lo sagrado, de la imbecilidad
que corresponde justamente al Sujeto” (Lacan 2009b, p.713).

17
Tampoco se trata, me parece, de reconstruir un pensamiento del fin de todas las esencias.
Aunque obviamente la infrapolítica tiene una importante deuda con Martin Heidegger, no es esta la
única dirección de su propuesta. La potencia de este concepto, todavía abierta (en el sentido de
que está por verse), reside en la pregunta que le pone por delante a la tradición que Alberto
Moreiras, siguiendo en este punto al pensador postheideggeriano Reiner Schürmann, llama
“hegemónica”. Si el pensamiento es la sucesión de hegemonías y economías principiales de la
presencia epocalmente organizadas, la tarea hoy sería la de un pensamiento posthegemónico.

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Derrida, J. (2017). Psyché, invenciones del otro. Buenos Aires: La Cebra. (2002). Without
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Sanatore, Mauro. (2011). "Vida sin crueldad (Jacques Derrida acerca de psicoanálisis e
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Artículo
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El nudo infrapolítico y la verdad de la democracia

Humberto González Núñez

Villanova University

hgonzal2@villanova.edu

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen

Este ensayo expone la manera en que el pensamiento deconstructivo de Jean-Luc Nancy


desarrolla un modelo de democracia que va desde sus primeros escritos interpretando a
Heidegger y lo elemental del ‘ser-con’ como la categoría por la cual recibimos nuestra
experiencia del ser (en un pensamiento que llamamos ‘proto-democrático’) que luego se
relacionarán de forma explícita con sus trabajos tardíos sobre la democracia. Siguiendo
este trabajo exegético, proponemos una lectura interpretativa que busca argumentar que
el pensamiento de Nancy puede ser considerado como un pensamiento infrapolítico en
cuanto busca pensar la aporía constitutiva de la democracia que se encuentra
perfectamente ilustrado en la noción del ‘nudo’ (como el momento tanto de unión como
separación—entre el ‘sí’ y el ‘no’). La noción del ‘nudo infrapolítico’ se utilizará como una
forma de darle mayor refinamiento a estos esbozos deconstructivos que aparecen
implícitamente en el trabajo de Nancy.

Palabras clave

infrapolítica, Jean-Luc Nancy, democracia, Jacques Derrida, comunidad, ser, ontología,


política

Abstract

This essay elucidates the way in which Jean-Luc Nancy’s deconstructive thought develops
a thought of democracy that begins with his first interpretive writings on Heidegger and the
‘being-with’ as an existential category (in a thought that we term ‘proto-democractic’) that
will then explicitly relate to his later works on democracy. Following this exegetical work,
we offer an interpretive reading that seeks to argue that Nancy’s thought can be
considered as an infrapolitical one insofar as it seeks to think the constitutive aporia of
democracy that is perfectly captured in the notion of the ‘knot’ (as the moment of both
union and separation—between the ‘yes’ and ‘no’). The notion of an ‘infrapolitical knot’ will
be used as a way of giving further refinement to the deconstructive sketches that appear
implicitly in Nancy’s work.

Keywords

infrapolitics, Jean-Luc Nancy, democracy, Jacques Derrida, community, being, ontology,


politics

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La "démocratie" remet en jeu l’idée même de la "politique": si celle-ci n’assure plus


la reconnaissance du sens, il nous faut commencer par ouvrir une autre voie vers
celle-ci…Il nous faut une révolution non pas politique mais de la politique ou bien
par rapport à elle.

J. L. Nancy, Politique et au-delà.

1. Introducción

“¿Hay algún sentido en proclamarse ‘demócrata1’?” (Nancy, 2009: 53). Esa es la pregunta
brutal con la que comienza un ensayo de Jean-Luc Nancy escrito en respuesta a una
encuesta de la editorial francesa, La Fabrique, sobre el sentido contemporáneo de la
palabra ‘democracia2’. Quizás la respuesta provocativa de Nancy tiene que ver con lo que
La Fabrique describió como el consenso alrededor de la noción de democracia. Y, de
hecho, fue el mismo Nancy quién escribió “Nunca nos asombramos tanto sobre la
fragilidad de la democracia sino cuando una certitud de la democracia se ha confirmado
en general” (Nancy 2007a: 43). De tal manera, podemos imaginarnos a Nancy en su
estudio en Estrasburgo sonriendo de forma quizás pícara al recibir la encuesta de La
Fabrique.

Y es que los escritos de Nancy sobre la democracia han rescatado precisamente la


precariedad de la noción misma. Al inicio de su libro Vérité de la démocratie (2008), se
nos habla de una democracia defectiva y herida que “no ha podido aún deshacerse de
sus “concepciones” de la presuposición del sujeto maestro de sus representaciones,
voliciones y decisiones” (Nancy, 2008: 25). O, también, Nancy nos dice que “es imposible
simplemente ser ‘demócrata’ sin preguntarse por el significado de este término, debido a
que el significado del término sigue proponiendo problemas, en cada dirección, cada vez
que uno se aferra a ella” (Nancy, 2007a: 43). Sin embargo, no se trata simplemente de
decir que la democracia, hoy en día, no vale absolutamente nada—pues todo lo contrario.
Aunque, habría que enfatizar, como bien lo hace Nancy, que “ignorar estas dificultades –
como constantemente lo hacen los discursos políticos – es tan peligroso como el desafío
a la democracia” (Nancy, 2007a: 43). En otras palabras, de cualquier modo, nos
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encontramos cara a cara con la dificultad de la democracia—una noción cuyo concepto,
siguiendo el trabajo de Derrida en Politiques de l’amitié (1994), tiene el estatuto de
aporético por excelencia3.

La relación entre la deconstrucción y la democracia fue, quizás, establecida con mayor


fuerza por Derrida cuando, en Politiques de l’amitié, escribió la siguiente frase: “No hay
deconstrucción sin democracia, no hay democracia sin deconstrucción [pas de
deconstruction sans démocratie, pas de démocratie sans déconstruction]” (Derrida, 1994:
128). Desde ese entonces, como bien nos indica Geoffrey Bennington en su ensayo
“Demo” (2007) se trata de pensar el lugar extraño que le ha pertenecido al concepto de la
democracia dentro de la tradición filosófica (Bennington, 2007: 20). Aunque, desde luego,
hay que pensar la democracia dentro del horizonte de problematicidad en el que nos
encontramos. Para Nancy, esto significa reconocer la insignificancia a la que se ha
sometido la noción misma de la democracia. Es un caso ejemplar, nos dice Nancy, de una
palabra que quiere decir todo y no dice nada (Nancy, 2009. 53). Pero, a pesar de todo, la
relación entre deconstrucción y democracia no es meramente incidental sino que
pertenece a la conexión íntima que estas dos nociones poseen.

Quizás una de las cuestiones con la que podemos empezar a indagar en la significancia
de la democracia tal y como la desarrolla Nancy tiene que ver con la tesis controversial
que estructura de cierta forma todo su trabajo sobre el concepto, es decir, el hecho de que
la democracia no es, de por sí, un concepto político. De hecho, según Nancy, “La verdad
de la democracia es tal: ella no es una forma política entre otras… Ella no es una forma
política en lo absoluto, o bien…no es principalmente una forma política” (Nancy, 2008: 59).
El hecho de que la democracia no es reducible a una forma política indica que la noción
misma pone en juego nuestro entendimiento de lo político y la política. La democracia
aparece como una noción incondicional que parece ser la condición de posibilidad misma
de todo tipo de régimen en cuanto tal. Por eso, como bien menciona Bennington,
siguiendo la pista de Derrida, la democracia no es otro concepto entre otros sino que “es
tanto político como más allá de la política” (Derrida, 2007: 23). Para Bennington, la noción
de pluralidad es la que le da al concepto de la democracia su lugar complicado dentro de
la historia del pensamiento político (Nancy, 2007: 27). La pluralidad es también una noción
sumamente importante para Nancy. Sin embargo, la pluralidad, según él, no puede ser
pensada sino en relación con otro término que, en cierto modo, está en el mismo registro
que ella—la singularidad.

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Esta doble implicación de la singularidad y pluralidad aparece de forma contundente en
uno de los libros más importantes de Nancy, Être singulier pluriel (1996). La importancia
de éste texto no puede ser menospreciado. De hecho, Nancy, en Être singulier pluriel, nos
expone a lo que podríamos llamar la trayectoria esencial de todo su pensamiento, que
goza de una coherencia increíble a pesar de la variedad de temas que él trata. El libro
pone de relieve su propósito en las primeras páginas: “Este texto no disimula la ambición
de rehacer toda la “filosofía primera” en darle como fundamento lo “singular plural” del ser”
(Nancy, 1996: 13). Esta ambición, según Nancy, responde a la necesidad de la cosa
misma y de nuestra historia. Después de una lectura preliminar del libro, nos queda
sumamente claro que esta necesidad e historia en la que se enfoca Être singulier pluriel
es nada más y nada menos que la pregunta por el ser [Seinsfrage] tal y como fue
resucitada en los escritos del filósofo alemán, Martin Heidegger, el interlocutor principal
del joven Nancy. De hecho, las referencias a Heidegger (tanto implícita como explícitas)
son tan frecuentes que hasta podríamos decir que uno de los objetivos principales del
trabajo de Nancy en Être singulier pluriel es precisamente la de ofrecer una relectura
extremadamente cuidadosa y, a la vez, creativa de la obra de Heidegger—y todo esto bajo
la forma de una confrontación polémica [Auseinandersetzung].

Siguiendo la manera en que Heidegger, en Ser y tiempo, ha desarrollado la pregunta por


el ser, Nancy parece preguntarse: ¿De qué manera percibimos el ser en cuanto seres en
el mundo? Para Nancy, la donación del ser se da esencialmente como un ser-con [Être-
avec]. Con esta noción, Nancy busca recuperar la palabra alemana Mitsein que, según
Heidegger, describe la manera de ser-en-el-mundo [In-der-Welt-Sein] del Dasein. Para
Heidegger, como también para Nancy, la experiencia del mundo es siempre un
reconocimiento de que nunca somos seres totalmente aislados. Nuestra experiencia del
mundo involucra necesariamente una experiencia de otros seres que existen junto a
nosotros. Nancy describe esta idea de la siguiente manera: “Un ser único es una
contradicción en términos. Un tal ser, en efecto, quien sería su propia fundación, origen e
intimidad, sería incapaz de ser, en todos los sentidos que esa expresión puede tomar
aquí” (Nancy, 1996: 30). En otras palabras, sólo se puede hablar de ser si hay un ser-con.
El ser-con, siguiendo el análisis de Nancy, sería la condición fundamental de todo ser en
cuanto existente.

Aunque Nancy, en sus primeros trabajos, nunca ofrece una relación explícita entre el ser-
con y la democracia, nuestra lectura de su obra parte de la idea explicitar una continuidad

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entre estos dos escritos. De hecho, queremos proponer que estos textos deben ser leídos
de esta manera como una especie de serie sobre la ‘deconstrucción de la democracia4`.
Dado que para Nancy la pregunta por el significado de la democracia no es simplemente
una cuestión política, no se puede leer los textos ontológicos como algo absolutamente
separado de los textos políticos. Más bien, como veremos en nuestra lectura, esta división
entre ontología y política remite a una división antigua en la historia de la filosofía—una
división que Nancy intenta deconstruir. De tal modo, se trata, según él, de una cuestión
metafísica más que política (Nancy, 2011a: 41-42). En otras palabras, se trata de pensar
las bases ontológicas o existenciales que estructuran nuestra concepción del ser,
específicamente nuestro ser-político.

En el presente ensayo, argumentaré que logramos un mejor entendimiento de los escritos


filosóficos de Nancy sobre la democracia si atendemos precisamente a sus escritos
ontológicos. De tal modo, existe una continuidad importante que une sus primeros textos
sobre la noción del ser-con y la dimensión ontológica u existencial y los textos tardíos que
se versan ya específicamente sobre la democracia u otras cuestiones políticas. Para
nosotros, esta continuidad en el trabajo de Nancy no es una simple coincidencia sino que
remite a una forma de continuar su confrontación polémica con Heidegger. Recordemos
que el filósofo alemán, en su última entrevista con el noticiero Der Spiegel, parecía
bastante pesimista con respecto a las posibilidades de la democracia de coordinarse con
la era tecnológica. No estamos seguros de que en Nancy hay una especie de triunfalismo
de la democracia. De lo que sí estamos seguros es que la obra de Nancy nos replantea
las condiciones mismas de un pensamiento de la democracia, es decir, una confrontación
explícita con las dificultades que existen en el concepto mismo de lo ‘democrático’.

Aunque mucho del presente ensayo será de corte exegético, nuestro trabajo no se reduce
a este primer momento sino que es acompañado por una interpretación del pensamiento
de Nancy (a través de la modalidad de un ‘pensar con’) que busca relacionarlo con la
infrapolítica5. Mientras que la infrapolítica es trabajada por una variedad de pensadores y
no remite a un concepto unívoco, podemos entender el término como una teoría/práctica
que surge como respuesta a un pensamiento de nuestra condición existencial u
ontológica, específicamente relacionado con la política pero no reducible a ella. De tal
manera, la otra tesis que acompaña el presente trabajo es la siguiente: Nancy es un
pensador infrapolítico que, sin embargo, no describe su pensamiento como tal. De tal
modo, nuestro intento de introducir la noción de ‘nudo infrapolítico’ como un injerto dentro

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de los escritos de Nancy responde a la tentativa de situar el cuestionamiento infrapolítico
sobre la democracia como la condición histórico-existencial de la deconstrucción de lo
político y el posible camino por el cual puede seguir desarrollando este tipo de
pensamiento. Con la noción del nudo infrapolítico, buscaremos darle aún más claridad a
lo que podemos reconocer como la doble tensión o double bind que se encuentra en el
corazón mismo de la noción de democracia. Consecuentemente, estaremos indagando en
las condiciones de posibilidad para un intento por recuperar una dimensión existencial que
radicalmente precede y posibilita toda política como también una afirmación
contemporánea de la democracia que logre problematizar todas las teodiceas
contemporáneas con respecto a esta noción a través de la irrupción de una democracia
que está aún por venir.

2. La noción del ser-con en la ontología de Nancy

En una entrevista recopilada en el libro Being With the Without (2013), Nancy reconoce la
trayectoria de su pensamiento de la siguiente manera:

La cuestión principal para mí era la cuestión de la comunidad, del ser-con. En ese


momento, se convirtió en una cuestión de lo singular y plural… Todo esto ha tenido que ver
con la palabra ‘común’—o, como bien dices, sobre el ‘co’—la cual, a la misma vez, es muy
especial porque marca la palabra ‘comunismo’ (Nancy, 2013: 12).

Esta cita pone de relieve la lectura preliminar que ofrecimos en la sección anterior, es
decir, la primera pregunta que incita los primeros escritos de Nancy es precisamente la
cuestión del ser-con que no es disociable de un preguntar por la comunidad. Pero, como
bien podemos notar, la cuestión del ser-con se convierte rápidamente en una cuestión de
lo singular plural debido a que esta experiencia singular del ser que llamo ‘propio’ (Dasein)
es siempre un ser-con-otros que expone una pluralidad en el corazón del ser. Pero aquí
empezamos a ver lo que caracteriza el pensamiento de Nancy sobre el ser-con: dado que
se trata de un preguntar sobre esta experiencia del común que constituye nuestro ser en
cuanto tal, se trata de pensar esta difícil conexión entre la singularidad y pluralidad—una
conexión que, para Nancy, empieza por reconocer una indistinción entre los dos términos
y que toma lugar, quizás de forma preeminente, en la noción del ser-con. El ser sólo se da
en cuanto ser-con. Por ende, una frase tal y como ‘ser singular plural’ sólo puede
entenderse como una relación tautológica entre tres términos. Pero es precisamente esta
tautología aparente entre ‘ser singular plural’ que, para Nancy, debemos pensar a
profundidad.
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Como mencionamos anteriormente, la noción de ser-con viene directamente de la lectura
que Nancy hace de la obra de Heidegger, específicamente Sein und Zeit6 (1976). Aunque
ya hemos mencionado las similitudes entre el pensamiento de Nancy y Heidegger con
respecto a la experiencia del ser como una experiencia del ser-con, no habíamos
mencionado la parte quizás más polémica de la lectura de Nancy. Según Nancy,
Heidegger fue el primero en introducir la noción del ‘con’ en la filosofía (Nancy, 2011b: 12).
Sin embargo, el pensador alemán no pareció entender la radicalidad de la noción misma
del Mistein. Y es que Nancy se pregunta cómo es posible que el filósofo que reconoció
que la noción misma de Dasein es siempre ya Mitsein pudo dejar de lado la importancia
de este pensamiento. Pero para entender mejor la manera en que Nancy desarrolla este
pensamiento, convendría prestar atención a su lectura de Heidegger en el importante
ensayo “L’être-avec de l’être-là” (2007b).

Sin lugar a dudas, la tensión entre la singularidad y pluralidad no es un invento


hermenéutico de Nancy sino que responde directamente a una tensión que se logra sentir
a través de la totalidad de Sein und Zeit. Pues, como bien observa Nancy, “Uno puede
entonces decir: el Dasein es una posibilidad singular, única de hacer/dejar abrirse un
sentido propio de mundo y/o el mundo de un sentido propio” (Nancy, 2007b: 67). La
existencia que yo vivo, aunque es compartida con otros, es siempre y principalmente mía.
Sin embargo, también es cierto que “el Dasein es esencialmente Mitdasein. El Mitsein,
desde luego, le es esencial: un ser-con que no es una agrupación de cosas sino un con
esencial” (Nancy, 2007b: 67). En otras palabras, el ser del Dasein siempre está entre esta
tensión entre una experiencia singular de mi ser en cuanto tal y un ser-con-otros que es
igualmente constitutivo de mi ser. Pues mi ser-con-otros no toma lugar como simple
coincidencia de encontrar otros en tal o tal lugar sino que es un ser-con esencial que
permea todos los rincones de mi experiencia del ser. Aunque las consecuencias del
abandono de la temática del ser-con en Heidegger tuvo como consecuencia una curiosa
discontinuidad en su obra, hay una consecuencia aún más extensa a nivel de nuestra
incapacidad de pensar el ser-con hoy en día. En otras palabras, para Nancy esta otra
consecuencia se da de la siguiente manera:

En nuestros días, la decadencia de la política como también la resurgencia de


comunitarismos de todos los órdenes, desde al menos veinte años, demuestra así una
falta-de-pensar en este registro. Y esta falta, sin duda, lo dice todo con respecto a la
disposición fundamental de toda nuestra tradición: entre dos sujetos donde uno sería “la
persona” y la otra “la comunidad,” no hay lugar para él “con” (Nancy, 2007b: 70)
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La incapacidad de pensar el ser-con como aspecto fundamental de nuestra condición
existencial u ontológica, entonces, no fue simplemente el error de un simple mortal como
Heidegger sino que corresponde a una falta a nivel del pensamiento colectivo que,
siguiendo la crisis de comunidad luego de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro
de Berlín, ha quedado como una suerte de herida. La pregunta queda plasmada de forma
contundente: ¿podemos aún pensar este ser-con de forma tal que no caiga en las
trampas de esos comunitarismos que han plagado nuestro pensamiento y acción política?
Esta pregunta seguirá acechando a Nancy a través de todos sus textos dedicados a la
noción de comunidad, es decir, sus textos sobre el ser-con. Pensar el ser-con es
reconocer que ésta noción es una especie de categoría existencial sin la cual no podemos
indagar con profundidad nuestra propia existencia. Al momento en que hay una apertura o
una brecha en la que logro aparecer en el mundo, me doy cuenta que mi aparecer es
siempre un aparecer-con o, para usar un término técnico de Nancy, una comparecencia
[comparuition]. En otras palabras, nosotros comparecemos los unos con los otros. Nuestra
existencia está constituida por esta ex-posición que nos expone siempre al ser-con-los-
unos-a-los-otros. Podríamos expresar de la siguiente manera: la existencia es compartida
o no es. De tal modo, “El ser no puede ser sino ser-los-unos-con-los-otros, circulando en
un con y como el con de esta co-existencia singularmente plural” (Nancy, 1996: 21).

Al establecer que el ser es siempre singular plural, es decir, una experiencia del ser-con
constitutivo, podemos formularnos la siguiente pregunta: ¿acaso no vivimos una noción
del ser-con-otros en el espacio de la política? Pero, de ser así, ¿qué relación puede tener
el ser-con y la política? ¿Se trata de una traducción desde el ámbito de lo ontológico a lo
político? ¿Hay alguna experiencia de lo político que remita directamente al ser-con
existencial u ontológico? Nos parece que estas son las preguntas que quedan sin
contestar en el texto de Nancy. Sin embargo, cuando nos dirigimos específicamente a los
textos de la democracia, vemos el intento por parte de Nancy de recuperar una conexión
entre ser-con y democracia que las implique mutuamente.

3. La relación inextricable entre el ser-con y la democracia

Para argumentar que sí existe una continuidad entre el trabajo ontológico que desarrolla
Nancy con la noción del ser-con y sus escritos tardíos sobre la democracia, habría que
dirigir nuestra atención a un texto en particular que busca poner estas dos nociones en
relación “Être-avec et démocratie” (2011b). En este texto, podemos ver claramente que
Nancy, regresando en cierto modo a su trabajo anterior sobre el ser-con, reconoce una
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continuidad que podríamos llamar proto-democrático o, incluso, infrapolítico. La conexión
entre el ser-con y la democracia ciertamente no se trata de una imposición de una
categoría ontológico a una categoría política sino que se trata de pensar como la noción
del ser-con—una noción existencial por excelencia—está intrínsecamente implicada con
la noción de democracia siempre y cuando éste último sea entendida no simplemente
como una noción política. Como mencionamos al inicio de este ensayo, la noción de
democracia pone en cuestión la misma noción de política. De tal manera, si hay una
relación entre ser-con y democracia, será de manera tal que los dos términos se sitúan en
las fronteras mismas de la ontología y política sin decidirse ni por una ni por el otro.

Este texto de Nancy empieza por recordarnos que “el con’" está regido por dos grandes
principios –o bien sitúa dos coordenadas esenciales. Por una parte, la multiplicidad; por
otra parte, lo cercano y lo lejano” (Nancy, 2011b: 18). Este doble movimiento que
reconoce Nancy en la noción del con es análoga a la que habíamos ya mencionado entre
la singularidad y pluralidad. Por una parte, tenemos una noción que parece reconocer que
el con del ser-con es algo en el que me involucro a través de mi singularidad. Por otra
parte, esta relación singular que tengo con el ser-con es, íntimamente, plural dado que “La
multiplicidad es inherente al con, porque una cosa única no podría estar con ninguna
cosa… Una cosa única no podría estar con otra en un mundo, ni hacer un mundo” (Nancy,
2011b: 18). La multiplicidad es algo que está ya en el corazón mismo de lo único—la
pluralidad está ya en la afirmación misma de lo singular. Por eso no puede ser
simplemente una cuestión de estar a favor de uno o del otro sino de reconocer su mutua
reciprocidad que, sin embargo toma lugar entre la yuxtaposición y la disposición. Aunque
la noción del ser-con pareciera hacer referencia exclusiva a la yuxtaposición, la
disposición es esencial y lo es cuanto singular. En otras palabras, "el con" no se conforma
con la yuxtaposición, y abre una coexistencia que compromete en un reparto de lo que
está en juego, un reparto de condición, de situación y de suerte o destino” (Nancy, 2011b:
20). El con no es simplemente relación en cuanto yuxtaposición sino una verdadera
coexistencia en la que un reparto está en juego que es tanto singular como plural.

La noción de reparto se vuelve aún más importante para Nancy en su intento por pensar
la relación entre el ser-con y la democracia. El énfasis en el reparto comienza
precisamente por un intento de reconocer esta coexistencia de lo singular y plural de
manera que “al ‘con’ no se le puede limitar simplemente a una copresencia en
exterioridad, sino que implica que el ‘co’ de esta copresencia compromete a partir de sí

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mismo en lo que el francés nombra “reparto” [partage]” (Nancy, 2011b: 20). En otras
palabras, es en la comparecencia como copresencia que logro exponerme al otro en
cuanto “con” y no como simplemente algo exterior a mí. Pues es justamente a esa
dificultad de pensar el otro como tanto parecido y distinto a mí que está en juego en el
texto de Nancy. El énfasis recibe su articulación más fuerte con respecto a la diferencia
entre yuxtaposición y disposición. Como ya notamos, la noción de yuxtaposición como el
ser-con-otros, como pluralidad no tiene significado sino con respecto a una disposición
singular del ser. Según Nancy, “La correlación del yuxta y del dis de la medida del “con”:
espaciamiento y proximidad” (Nancy, 2011b: 24). Es justamente con respecto a este doble
movimiento entre espaciamiento y proximidad—un movimiento que estaríamos tentados a
llamar différance siguiendo la influencia que tiene el pensamiento de Derrida sobre
Nancy—cobra aún más importancia al enfocarnos en el paso decisivo que nos lleva del
ser-con a la democracia. La declaración decisiva que hace Nancy sobre la relación entre
el ser-con y la democracia aparece de la siguiente manera:

La democracia en tanto que poder del pueblo significa el poder de todos en tanto que están
juntos, es decir, los unos con los otros… Es un poder que presupone no la dispersión que
se mantiene bajo la autoridad de un principio o de una fuerza de reunión, sino la dis-
posición de la yuxta-posición. Es decir, a la vez una disposición que no comporta por sí
misma ninguna jerarquía ni subordinación, y una yuxtaposición que se entiende
existencialmente como un reparto del sentido de ser (Nancy, 2011: 24)

Esta cita confirma de forma contundente nuestra interpretación de la continuidad en la


obra de Nancy entre el ser-con y la democracia. Pues, no podríamos hablar de
democracia sin una noción del ser-con. El ser-con es precisamente la experiencia más
básica de la democracia. Por ende, ninguna democracia digna de su nombre puede tomar
lugar sin una atención a esta dimensión existencial u ontológica que la hace posible, es
decir, el ser-con. Hablar del poder del pueblo7—que, como bien sabemos, remite al
significado etimológico de la palabra δημοκρατία—no puede ser sino una forma de
posibilitar el poder de ser-con-los-unos-a-los-otros. La noción de democracia estaría
relacionada a una dispersión8, pero a una dispersión de un carácter específico, es decir, la
desestabilización de la autoridad de cualquier principio o fuerza de reunión. De tal modo,
la democracia es antitética a cualquier postulación de un principio que intente formar a lo
informe del ser-con. En su rechazo explícito a la imposición violenta de un principio de
organización, el ser-con de la democracia se mantiene en una doble tensión [double bind]
especial que busca afirmar tanto la pluralidad como la singularidad de la existencia. Esta
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doble tensión jugará un papel sumamente importante más adelante en este ensayo
debido a que es ese doble movimiento de tensión lo que caracterizará el nudo
infrapolítico.

Como hemos podido constatar en esta sección, la relación que desarrolla Nancy entre el
ser-con y la democracia va más allá de una simple constatación banal de ésta relación
sino que busca indagar sus condiciones de posibilidad siguiendo quizás la siguiente
formulación: “Para comprender verdaderamente la naturaleza de este poder, y por tanto la
naturaleza política de la democracia, ante todo hay que considerar lo que aquí está en
juego desde una perspectiva existencial u ontológica” (Nancy, 2011: 26). No se trata de
ignorar la dimensión política de la democracia en cuanto tal sino situarla como forma de
vida intrínsecamente ligada a esta noción. De tal manera, la democracia no se limita a
unos criterios del orden calculativo (los cuales, desde luego, mantienen una importancia
indudable) sino que la noción misma “corresponde a una mutación antropológica y
metafísica: promueve el “con”, que no es simple igualdad sino reparto del sentido” (Nancy,
2011: 26). Quizás la dimensión más imperativa del análisis de la democracia en Nancy es
el hecho de que, tanto al nivel de práctica como teoría, la noción de democracia y ser-con
involucran una deconstrucción de todo el sistema henológico que ha servido como la base
fundamental de toda filosofía primera en su registro explícitamente político. Esta lectura
también la comparte Walter Brogan, quien dice:

La filosofía política siempre ha operado sobre la base de premisa metafísicas


presupuestas. Para alterar esta premisas para así incluir la política en el corazón mismo de
la metafísica es alterar todo el horizonte de nuestro pensamiento sobre la comunidad
política; significaría sobrepasar el dualismo de la teoría y práctica de tal manera como para
permitirnos hablar de una ontología política (Brogan, 2010: 296).

No nos cabe alguna duda de que la filosofía primera es precisamente lo que Nancy quiere
deconstruir y lo quiere hacer como una forma de transformar la noción misma de este
filosofema. Mientras sigamos atrapados en la filosofía primera, no podremos tomar en
cuenta la conexión proto-democrática o infrapolítica del ser-con.

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4. El nudo infrapolítico y la verdad de la democracia

Al haber cumplido nuestra meta exegética de ofrecer una lectura de la obra de Nancy que
demuestra la manera en el que va ligando su concepción del ser-con y sus escritos
tardíos sobre la democracia, nos enfocamos de forma más directa en nuestra lectura
interpretativa. Como mencionamos anteriormente, se trata de pensar con Nancy el
espacio abierto por su reflexión que hemos caracterizado como infrapolítico. Este espacio
infrapolítico es el espacio que se abre tan pronto se empieza a cuestionar no solamente el
nexo históricamente naturalizado entre la filosofía primera y el pensamiento/praxis político
sino también cuando se empieza a pensar y actuar la política con una atención particular
a lo que podríamos llamar las coordenadas existenciales u ontológicas. Más allá de
simplemente argumentar que Nancy es un pensador infrapolítico (aunque, desde luego, lo
es), se trata de proponer una lectura que haga este espacio del pensamiento
contemporáneo más explícito con el fin de reconocer su importancia.

Quizás el lugar más fructífero para pensar la relación entre la infrapolítica y democracia en
la obra de Nancy es una serie de ensayos sobre la política que escribió como parte del
libro de ensayos, El sentido del mundo (1993). Aunque estos ensayos aparecen por
separados en el texto, nos tomaremos la libertad de referirnos a ellos como si
constituyeran un solo ensayo. En estos ensayos, Nancy busca indagar en el sentido
mismo de la política. Siguiendo lo que podríamos llamar la temática general de su libro, él
nos ofrece lo que podríamos llamar una tesis polémica que busca situar el problema del
sentido con respecto a nuestras concepciones políticas: “todas nuestras políticas son
políticas de desenlace [dénouement] en la autosuficiencia” (Nancy, 1993: 173).

La tesis de Nancy con respecto a nuestra concepción de la política tiene graves


consecuencias para todo el pensamiento y práctica política en la actualidad. Podríamos
resumir su tesis de la siguiente manera: todas nuestras políticas han sido intentos por
ponerle fin a la política. Al querer entender el sentido de la política como un mise-en-
scène intrínsecamente ligada al desenlace, hemos querido entender la política como una
actividad que tiene dentro de su horizonte una noción de finalidad [telos]. Una política del
desenlace, siguiendo el hilo del pensamiento de Nancy, encontraría su fin en el formato de
una escatología o teleología en el cual el fin de la política estaría en nuestro horizonte y
sería cuestión de llegar a actualizar este fin. Aunque podemos encontrar este filosofema

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del fin de la política en muchos lugares de la historia de la filosofía política, Nancy busca
esa otra posibilidad del pensamiento y la práctica política que no buscaría su fin en un
desenlace sino que se enfocaría de forma más específica y sostenida en la noción misma
del enlace o, como veremos enseguida, el nudo. Siguiendo el texto de Nancy, él nos
explica que es precisamente en contra de una política del desenlace al que hay que
proponer una especie de contra-movimiento: "Se trata entonces de ir hacia un
pensamiento (eso quiere decir, indiscerniblemente, hacia una praxis) del enlace [lien]
como tal. Es el nudo del enlace que debe venir al punto crucial, al lugar mismo de la
verdad vacía de la democracia y del sentido excesivo de la subjetividad" (Nancy, 1993:
173).

Es justo en esta cita en que podemos identificar con mayor claridad el desarrollo del nudo
infrapolítico9, aunque, claro está, esto no es un término propio al pensamiento de Nancy
sino que aparece en cuanto trabajo interpretativo de darle mayor definición al
pensamiento deconstructivo de la democracia. El nudo infrapolítico es un
pensamiento/praxis que busca pensar la conexión inextricable entre el enlace y el nudo—
la cercanía y la distancia (que, como bien hemos constatado, es uno de los temas del
pensamiento de Nancy por excelencia siguiendo, claro está, el trabajo anterior de
Heidegger sobre esta cuestión). Pues es justamente a través de este doble movimiento—
que bien pudiéramos llamar un movimiento de la différance—que es posible algo como
otro pensamiento de la política en cuanto afirmación de la democracia como espacio
excesivo de nuestro ser-con. La noción del enlace nos permite establecer una relación
con los otros en la medida en que, como bien reconoce Nancy, no se trata “ni de
interioridad, ni exterioridad sino que, en el nudo, hace pasar sin cesar el adentro afuera, el
uno al otro o por el otro, el sentido superior inferior, volviendo sin fin sobre sí misma sin
volver a sí misma” (Nancy, 1993: 174).

Si dirigimos nuestra atención a la noción del ‘nudo infrapolítico’ en cuanto tal, nos damos
cuenta de que la importancia de dicho término reside en el hecho de que “no es nada,
ningún res, nada sino la puesta en relación que supone a la misma vez la proximidad y el
distanciamiento, el arraigo y el desarraigo, la intrincación, la intriga, la ambivalencia”
(Nancy, 1993: 174). De forma análoga a la différance, el nudo infrapolítico aparece como
una noción altamente aporética pues no se trata de una cosa [res] sino de una indagación
a nivel de pensamiento y práctica de la relación que establecemos con la facticidad de
nuestra existencia. La exposición del nudo está íntimamente ligado a nuestra condición

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existencial, es decir, a ese ser-con [Mitsein] que constituye nuestra existencia [Dasein]. No
se puede pensar la existencia sino a partir de este anudamiento que expone la
singularidad plural del ser. El nudo infrapolítico sería el nombre de aquella relación
inmemorial que tenemos con el mundo, las cosas y los otros. Sin embargo, aunque el
nudo infrapolítico hace referencia a la posibilidad infinita de relacionamiento, no podemos
despreciar el contra-movimiento que se encuentra en ella, es decir, el no infrapolítico. El
no infrapolítico no aparece como algo superpuesto al nudo sino como una tensión—
diríamos la tensión por excelencia—de la existencia.

De hecho, si nos percatamos de la indecidibilidad que está en juego en ambas nociones—


dado que el nudo puede ser entendido como enlazamiento pero también como
impasibilidad, mientras que el no puede pensarse como rompimiento aunque también
puede interpretarse como nuevo comienzo—tendríamos que hacer malabarismos con el
lenguaje de tal forma que sólo la siguiente formulación parece mantener la tensión de
ambas posibilidades del concepto: n(ud)o infrapolítico. Si tomamos este concepto dentro
del marco del pensamiento político actual, nos damos cuenta de que introduce una
especie de doble perspectiva10 que libera un pensamiento y práctica que atraviesa esta
complejidad existencial del ser humano. De tal modo, el n(ud)o infrapolítico es la
indecidibilidad entre lo que posibilita el enlace político con otros a través de nuestra
condición de ser-con-los-unos-a-los-otros y, a la misma vez, es lo que imposibilita el cierre
absoluto de esta relación al recordar que nuestro ser-con-los-unos-a-los-otros está
caracterizada por una relación singular con los otros que permite un rechazo a todo cierre
comunitario. La condición existencial del ser humano oscila incesantemente entre estas
dos posibilidades del ser-con. Mientras que mucho del pensamiento político
contemporáneo ha querido deshacerse de esta tensión del n(ud)o, el pensamiento
infrapolítico reconoce que todo intento de ahondar en las condiciones existenciales del ser
humano desde el punto de vista político tiene que percatarse de esta doble perspectiva.

La política que surge a raíz de este nudo infrapolítico sería, pues, una política, como
menciona Nancy, sin desenlace—lo cual, siguiendo el hilo de su pensamiento, sería una
política sin modelo teatral, es decir, una política no-mimética o figurativa que tendría que
someter el principio de la figuración a una incesante deconstrucción para así poder liberar,
por ejemplo, el escenario mismo del teatro a un mise-en-scène que no sería ni trágico ni
cómico y sin fundamento, es decir, sería sólo una teatralidad en la que acontece una
política del anudamiento incesante de singularidades en el que se unen unos a los otros,

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unos sobre los otros o por los otros sin ningún otro fin que el anudamiento mismo en el
que se mantiene siempre en tensión el no del nudo (Nancy, 1993: 174). “Una tal política
consiste, desde luego, en atestar que no hay singularidad sino en cuanto esté anudado
con otros singularidades pero que tampoco hay enlace que logre recapturar, relanzar, re-
anudar sin fin, sin ninguna parte puramente anudada o desnudada” (Nancy, 1993: 175).
En una concepción tal de la política, la noción de gesto o performatividad (quizás hasta
podríamos decir forma de vida) sería aquello que toma lugar en ese espacio infrapolítico
que, a nuestro parecer, es precisamente ese espacio que Nancy considera como esa
ontología del ser en cuanto anudamiento, es decir, precisamente quizás esta extremidad
donde toda ontología, como tal, se anuda a otra cosa que sí misma” (Nancy, 1993: 175).

La infrapolítica sería precisamente ese pensamiento existencial u ontológico que reclama


el espacio propio de la existencia o vida antes de su cooptación por el sin fin de
estructuras teológico-políticas que han estructurado nuestra concepción misma de la
política. Este nudo o anudamiento infrapolítico sería totalmente distinto con respecto a la
cadena equivalencial de Ernesto Laclau. Más bien, este n(ud)o infrapolítico sería la
posibilidad misma de una inconmensurabilidad o inequivalencia que prohibiría todo tipo de
cálculo de la equivalencia general. Pero, como nos dice el mismo Nancy al final de La
equivalencia de catástrofes, “La ‘democracia’ no debería ser pensada sino a partir de la
igualdad de inconmensurables: de singulares absolutos e irreductibles que no son ni
individuos ni grupos sociales sino surgimientos [surgissements], lugares y despedidas,
voces, tonos—aquí y ahora, cada vez” (Nancy, 2012: 69). Esta igualdad de
inconmensurables—el gesto infrapolítico por excelencia—es, quizás, nada más y nada
menos que ese comunismo de la inequivalencia11 que sería el único pensamiento y acción
política digna de su nombre para nuestra actualidad.

5. Conclusión

Cerrando de forma tentativa nuestra reflexión sobre el nudo infrapolítico habría que tomar
en serio la idea de que, para Nancy, la verdad de la democracia requiere un pensamiento
capaz de pensar el co- del comunismo. Aunque muchos han querido menospreciar la
novedad con la que Nancy propone la cuestión del comunismo (en muchos casos, la
crítica principal es que él no es capaz de proponer un cuestionamiento propiamente
político), creemos que se trata de una intervención sumamente importante para cualquier
pensamiento de la democracia. Quizás el lugar más claro donde Nancy propone este
pensamiento comunista es precisamente en un breve ensayo titulado, “Communism, the
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Word” (2010).

Lo común es, si seguimos el mapa que nos ofreció el propio Nancy sobre su pensamiento,
lo que está al fondo del cuestionamiento que involucra al ser-con y la comunidad. Aunque
obviamente se trata de pensar lo común según esa palabra que hemos heredado a través
de la historia Occidental—comunismo—valdría la pena enfatizar el hecho de que el
comunismo aparece como la verdad de la democracia y que, en cierto modo, la
democracia y el comunismo están dirigidas hacia esa misma intensificación del ser-con.
Pues, como hemos visto a través de la totalidad de este ensayo, resulta muy difícil (y
hasta a veces imposible) desenredar las nociones de ser-con, comunidad, comunismo,
democracia, ser, entre otras. En otras palabras, casi pareciera como si nos hubiésemos
puesto la tarea de pensar una gran tautología que, sin embargo, corresponde a un
momento incesante de diferenciación—différance—que pone en juego una serie de
nombres relacionados pero no enteramente substituibles. Todo, en efecto, nos dirige hacia
ese communus que somos en cuanto ser (que es siempre ser-con), demócratas,
comunistas, entre otros.

En este breve ensayo, Nancy retoma su análisis existencial u ontológico para pensar la
noción de comunismo. Por ende, él nos dice, “El comunismo es unión—el Mitsein, el ser-
con—entendido como aquello que tiene que ver con la existencia de individuos, lo cual
quiere decir, en un sentido existencial, a su esencia” (Nancy, 2010: 147). Como podemos
ver, el comunismo en cuanto ser-con remite a la esencia misma de la existencia del
individuo. A nuestro parecer, los énfasis que hace Nancy son sumamente importantes
porque sería muy fácil interpretar la cita anterior como el anhelo por una esencia perdida.
Sin embargo, como se trata de un preguntar existencial, la esencia no existe sino en
cuanto la existencia desnuda o abandonada. Una existencia a la intemperie sigue siendo
una existencia caracterizada esencialmente por este ser-con al cual hace referencia el
comunismo.

De forma análoga a la noción de democracia, Nancy nos dice: “El comunismo tiene algo
más u otro que un significado político” (Nancy, 2010: 148). En otras palabras, la palabra
‘comunismo’ no puede contenerse simplemente en su significado político; eso sería limitar
lo que parece su infinitud esencial. Igual que la democracia, ambas nociones están
ligadas a este ser-con que define la existencia misma del ser humano. Por ende, ellas,
antes que ser utilizadas para tal o tal fin óntico, poseen un carácter ontológico, es decir,
una capacidad infinita de posibilidad. Aquí vemos, nuevamente, como una palabra
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heredada de la historia del pensamiento político occidental tiene una fuerza que no puede
ser contenida por el aparato teórico-político que nos rodea. Su significación y significado
es excesiva y nos plantea, a través de este exceso, la posibilidad de poner en juego otra
relación con la política. Por ello, tanto el comunismo como la democracia son cuestiones
infrapolíticas. La infrapolítica remite a ese mismo espacio excesivo que tanto el
comunismo como la democracia buscan pensar en su conceptualidad. Ambos espacios se
refieren al ser-con de aquellos seres cuyo ser es ser-en-común—nosotros mismos. Al
referirse a esta característica ontológica de nuestro ser, las nociones de democracia y
comunismo, como bien nos indica Nancy:

No pertenecen a lo político. Ello viene antes que la política. Es lo que le da a la política un


requisito absoluto para abrir el espacio común a lo común como tal… sin permitir el logro
político de lo común como tal o su intento de convertirlo en sustancia. El comunismo es un
principio de activación y limitación de la política” (Nancy, 2010: 149).

Con las nociones de comunismo y democracia—entendidas desde una perspectiva


infrapolítica—hemos podido rozar los límites de lo político en cuanto tal y abrir la
posibilidad para otro modo de proceder frente a lo político lo cual es siempre la apertura
de un espacio que sea otro que político. En una época en la que se ha establecido una
unanimidad alrededor de la frase ‘todo es político’, Nancy nos ofrece una perspectiva
infrapolítica que no puede sino rechazar—es decir, activar el no del nudo infrapolítico—
semejante determinación. Más que una negación de la política, la infrapolítica es un
principio, tal y como la descripción que nos ofrece Nancy del comunismo, un principio de
activación y limitación de la política. Por ello, el nudo aparece como un símbolo más que
adecuado para ilustrar el doble movimiento aporético de la infrapolítica dado que el nudo
puede significar tanto nexo como la dificultad de paso. Pero, en ese sentido, la
infrapolítica no afirma sino la condición esencial de la democracia en cuanto tal, es decir,
la posibilidad de que en cualquier momento dado haya una indecidibilidad entre el nudo y
el no.

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Notas

1
Todas las traducciones al castellano en las citas son propias.
2
Cabe destacar que esta encuesta fue enviada a varios pensadores contemporáneos de
reconocimiento mundial (tales como Giorgio Agamben, Alain Badiou, Wendy Brown, Jacques
Rancière y Slavoj Žižek) cuyas respuestas fueron recopiladas y publicadas en el libro Démocratie,
dans quel état? (2009).

3
Tenemos en mente la cita de Derrida en el que habla específicamente sobre el juego de lo
indeterminado como también lo indecidible dentro del concepto mismo de la democracia (Derrida
1994, p.47). En ese mismo contexto, cabe destacar que Derrida entiende la noción de democracia
como una noción verdaderamente antinómica en la que se juega una doble tensión [double bind]
entre la libertad y la igualdad.
4
Con este nombre, queremos hacer referencia a la similitud que vemos entre estos escritos
enfocados en la relación entre ser-con y democracia con los textos de Nancy sobre el cristianismo
y que llevan como nombre ‘deconstrucción del cristianismo’.
5
Quisiera dejar constancia de la lectura del trabajo de Alberto Moreiras, “Infrapolitical Action: The
Truth of Democracy at the End of General Equivalence” (2016). Por razones de enfoque y de
cercanía teórica, he tenido que posponer una lectura de este texto que, sin embargo, ha tenido una
gran influencia en mi propia interpretación de Nancy pues, tanto para Moreiras como para mí, se
trata de pensar la noción de democracia en Nancy como un movimiento infrapolítico en el que se
abre la posibilidad de la incalculabilidad de la existencia. Éste sería, tanto para mí como para
Moreiras, el gran logro teórico de Nancy.
6
En el presente ensayo, hacemos referencia a la versión alemana de Verlag Tübingen.
7
Aquí tenemos que reconocer las dificultades que existe entre la democracia y la noción de poder
que ella maneja pues esto es una pregunta que permanece abierta en el mismo trabajo de Nancy.
La pregunta que interrumpe mucho de los pensamientos de Nancy sobre la democracia es
precisamente qué tipo de relación deberíamos tener con respecto al poder. Claro está, para Nancy,
que se trata de evitar una especie de poder entendido como dominación cuyo único logro es
provocar una violencia destructiva que termina por crear una voluntad dirigida hacia el totalitarismo
entendido como la aniquilación del otro. Sin embargo, la noción de la democracia no rechaza el
poder sino que busca una forma de transformarlo en la medida en que nos relacionamos de
manera diferente a ella. Tal sería, en otras palabras, la gran pregunta de la soberanía que tanto
perturbó a Derrida en sus últimos seminarios. Podríamos decir que la pregunta por la democracia
no puede ignorar esta pregunta por el poder y la soberanía.
8
Podríamos decir que, sin lugar a dudas, la noción de la dispersión también es una cuestión abierta
para la deconstrucción de la democracia, entendida en su sentido más amplio. Estamos pensando,
específicamente, en el trabajo de Bennington. Para él, la noción de dispersión [scatter] es
precisamente aquello que constituye la existencia y, de hecho, es lo que caracteriza la política de la
filosofía (Bennington 2008, p.9). Mientras que el proyecto de Bennington se puede leer como el
intento de desarrollar en clave político el pensamiento diseminador de Derrida, Nancy parece
rechazar la dispersión en este contexto. Aunque no podamos desarrollarlo en este ensayo,
queremos constatar una vez más la pluralidad que existe dentro del pensamiento deconstructivo en
la que este debate sobre la dispersión es precisamente un punto de contención.
9
El término ‘nudo infrapolítico’ es, como bien hemos mencionado al inicio de este ensayo, un

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intento de injertar un nuevo término en el que se trata de poner el pensamiento de Nancy en


relación con la infrapolítica. Aunque el término que desarrollamos pertenece exclusivamente a
nuestra lectura y comprensión de la infrapolítica, debo reconocer un intento análogo con respecto a
la obra de Nancy en dar una especie de neologismo que pudiera exponer la doble tensión [double
bind] de su pensamiento sobre la existencia y comunidad: me refiero al trabajo de Frédéric Neyrat
cuyo libro Le communisme existentiel de Jean-Luc Nancy (2013) desarrolla una lectura interesante
del pensamiento de Nancy y que podríamos hasta observar cierta continuidad con nuestra lectura
infrapolítica. Específicamente, el intento de Neyrat por ofrecer el neologismo ‘no/us’, tanto en el
libro como en su artículo “NO/US: The Nietzschean Democracy of Jean-Luc Nancy” (2015) se
acerca bastante a nuestro intento de pensar el n(ud)o infrapolítico que originalmente se trataba de
pensar el ‘infrapolitical (k)not’.
10
Nuestra concepción de esta doble perspectiva posibilitada por el pensamiento infrapolítico remite
a lo que podríamos llamar la innovación [Durchbruch] de Heidegger al introducir la noción de la
diferencia ontológica. Si consideramos el ejemplo más claro de la innovación heideggeriana, nos
damos cuenta que la meta de Ser y tiempo habría sido imposible si Heidegger no hubiese notado
que existe una diferencia entre el ser y los entes. Sin la intervención de esta diferencia, estaríamos
condenados a pensar el ser como un ente y todo el proyecto de Ser y tiempo se hubiese
derrumbado bajo su propio peso. Aunque Heidegger terminaría por reconocer un impasse con
respecto al proyecto de Ser y tiempo y la diferencia ontológica—aunque, cabe destacar, si
seguimos el hilo interpretativo de Reiner Schürmann en Le principe d’anarchie: Heidegger et la
question de l’agir, éste último sería reemplazado por la noción de Ereignis, la cual sería pensada
por Heidegger a través de la tensión que Ereignis comparte con el término Enteignis —hay que
reconocer que la doble perspectiva introducida por Heidegger ha sido una de las intervenciones
más fructíferas del pensamiento contemporáneo.
11
Quisiera hacer referencia al trabajo más reciente de Sergio Villalobos-Ruminott (“Infrapolítica–
Comunismo sucio”) y su intento bastante convincente de desarrollar la noción de ‘comunismo
sucio’ como otro aspecto del pensamiento infrapolítico. Sin lugar a dudas, el trabajo de Villalobos-
Ruminott demuestra una forma sofisticada de pensar la noción de comunismo a través del mismo
léxico existencial con el cual Nancy también lo piensa.

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Artículo
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Extrañeza de la democracia en Foucault, Derrida y Rancière:


un acercamiento desde la infrapolítica

Jorge Álvarez Yágüez


Investigador independiente
unootrootroyotro@gmail.com

Recibido: 15/08/2018

Aceptado: 16/09/2018

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Resumen

En este trabajo repararemos en la extrañeza conceptual de esto que denominamos


democracia, y al hacerlo dejaremos sentado su vínculo con una categoría que debiera
resultar no menos extraña, desde un punto de vista teórico, como es la de política.
Partimos del recuerdo de la singularidad de la democracia en la reflexión sobre la polis de
los clásicos griegos para inmediatamente pasar al análisis del problema, y solo de ese
problema, en tres autores franceses contemporáneos, que nos conducirá al punto de la
difícil categorización del concepto de democracia. Infrapolítica en cuanto clave metódica
que se ubica en la frontera a partir de la cual permite comprender la constitución misma
de lo político nos hace sensibles a la problemática de estas figuras límite que tan pronto
sirven para definir todo un horizonte teórico como situarse en ajenidad a él.

Palabras claves
Infrapolítica; democracia; Derrida; Rancière; Foucault; parresia; polis.

Abstract
In this study we will focus on the conceptual strangeness of what we call democracy, and
in doing so we will make clear its link with a category which should appear no less strange,
from a theoretical point of view: that of politics. Our starting point will be a reminder of the
singularity of democracy in the classic Greeks’ reflections on the polis in order to
immediately move towards an analysis of the problem, and only of this problem, in three
contemporary French authors. This will lead us to the difficult categorization of the concept
of democracy. Infrapolitics, as a methodical key which is located in the borderline from
which it becomes possible to understand the very constitution of the political, makes us
sensitive to the problematic of these limit figures which quickly serve to define an entire
theoretical horizon, as well as to situate themselves outside this horizon.

Keywords
Infrapolitics; Democracy; Derrida; Ranciere; Foucault; parrhesia; polis.

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En este trabajo repararemos en la extrañeza conceptual de esto que denominamos


democracia, y al hacerlo dejaremos sentado su vínculo con una categoría que debiera
resultar no menos extraña, desde un punto de vista teórico, como es la de política.
Partimos del recuerdo de la singularidad de la democracia en la reflexión sobre la polis de
los clásicos griegos para inmediatamente pasar al análisis del problema, y solo de ese
problema, en tres autores franceses contemporáneos, que nos conducirá al punto de la
difícil categorización del concepto de democracia. Infrapolítica en cuanto clave metódica
que se ubica en la frontera a partir de la cual permite comprender la constitución misma
de lo político nos hace sensibles a la problemática de estas figuras límite que tan pronto
sirven para definir todo un horizonte teórico como situarse en ajenidad a él 1.

1. Una antigua extrañeza

Que la democracia es un régimen extraño en el sentido de que sus rasgos definitorios


parecen contrariar a aquello mismo que podría entenderse por régimen es algo que se
empezó a constatar desde el primer momento por parte de todos aquellos que la
tematizaron, la hicieron objeto de teoría. Así, para el antidemócrata Platón - recordemos
que de la democracia tenemos teoría tan solo a través de sus críticos- no alcanzaba a ser
siquiera un régimen, por cuanto que era una especie de amalgama en la que cabían todos
los regímenes pues la libertad que la definía hacía que hubiera toda clase de modos de
vida, de hombres en él, y era esto un “modo de vida” -uno de los sentidos del término para
régimen, politeía- un “tipo de hombre” lo que distinguía a un régimen. El crítico de la
democracia que fue Aristóteles mostraría de otro modo esa extrañeza. La singularidad de
este régimen queda en él desplazada al régimen que proponía como corrección de la
misma, pero dentro de su mismo género, el extrañamente denominado sin más, politeía.
En efecto, todas aquellas características que según el libro I de Política definirían lo que
corresponde a la pólis, a la política, que definen esta categoría, como las de libertad e
igualdad, gobierno por turno, ciudadanía como participación (metehein) (Aristóteles, 1983,
1275a), deliberación, no instrumentalidad, justicia, ley... debieran conducir a Aristóteles a
reconocer que tenían a la democracia como su plasmación. Al fin, su ecuanimidad
proverbial le llevó a reconocer en el famoso libro III que si el concepto de ciudadano
(politês) se define por esas mismas características, no por eugenia alguna o estatuto de
derechos sino por una determinada actividad participativa en la asamblea, la boulê, las
magistraturas y los jurados, la democracia era el régimen en que mejor se cumplía, “el
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que hemos definido es sobre todo el de una democracia” (Aristóteles, 1983, 1275b). De
ese modo, política, ciudadanía y democracia quedaban como conceptos articulados,
reenviándose esencialmente el uno al otro2.
Y, sin embargo, como sabemos, Aristóteles no fue consecuente, aun cuando su
inconsecuencia fue en cierto modo atenuada al formular la politeía o república, al fin un
régimen democrático, como bien ha señalado P. Aubenque 3, como el régimen en que
aquellos rasgos se encarnarían toda vez que sería el que de modo realista mejor
organizaría la pólis, el que le sería más propio4. Aristóteles utilizaba un término
inespecífico, politeía, el que servía para designar cualquier constitución o régimen;
“cuando es la masa (to pletos) la que gobierna en vista del interés común, el régimen
recibe el nombre común a todas las formas de gobierno: politeía (to koinon onoma pasôn
tôn politeiôn politeía)” (Aristóteles, 1983, 1279a). Y el mismo Estagirita utilizaría politeía en
su acepción genérica. Al fin, podría pensarse, lo que cualquier régimen tuviera de tal
(leyes, ciudadanía...) en esa medida algo tendría de politeía en el sentido ahora
restrictivo, la politeía específica vendría a ser la esencia de todos los demás regímenes
siendo estos si no eran la politeía tan solo imperfectas concreciones de aquella. No otra
cosa respecto de la democracia pensaría Spinoza y el primer Marx. Dejemos aquí ahora
esta cala en la antigüedad y saltemos por los siglos para observar la paralela extrañeza
que este régimen suscita en Foucault, Derrida y Rancière, los tres muy conscientes del
precedente griego.

2. M. Foucault y la dificultad de diferencia ética en la democracia: una extraña


explicación de un pasaje de Aristóteles.

Muy brevemente nos referiremos a este punto en la obra de Foucault. Se plantea en


relación al tema de la paradójica relación entre parresía y democracia que aborda en sus
dos últimos cursos, Le gouvernement de soi et des autres y Le courage de la vérité5. La
parresía, este decir franco, esta libertas, que comporta un êthos determinado
caracterizado por el coraje, dada la situación de riesgo que implica su ejercicio, y por el
compromiso del sujeto con la verdad, había tenido su origen precisamente en un espacio
político, el configurado por la pólis democrática. Sin embargo, en este no se daría sin
problemas estructurales que marcarían su evolución y destino. Problemas estructurales y

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no meramente contingentes o contextuales referibles a un momento u otro de los avatares


de la democracia ateniense. Problemas debidos a la implicación que se da entre las
condiciones mismas de la democracia y la parresía, pieza igualmente esencial dentro de
ella. Foucault nos recuerda el famoso pasaje de Polibio: “no se podría encontrar un
régimen y un ideal de igualdad (isegorías), de libertad (parresía), en suma de verdadera
democracia (demokratias alethines) más perfecto que el de los aqueos".
En él observamos cómo la democracia, la verdadera democracia, es definida por los
rasgos de la isegoría y la parresía. No sorprende el primero, muy frecuente, pero sí el
segundo aunque no debiera si tenemos en cuenta que la libertad (eleuthería) era el rasgo
más común por sí solo para definir la democracia, y parresía no es sino libertad, pero
referida especialmente a aquello de lo que el juego democrático depende: la palabra. A
veces la sorpresa viene dada por lo que parece una reiteración ya que isegoría implica el
derecho de todos a la palabra, a su uso en la ekklêsía. Foucault nos advierte al respecto
de la diferencia que hay entre lo que pertenece al orden del derecho y lo que no es sino
una práctica, que si bien todos podían aspirar a su ejercicio no todos estaban capacitados
debido a su extraordinaria exigencia.
Fuera como fuere el caso es que la práctica de la parresía introducía fuertes tensiones en
la estructura democrática. Recordemos el rectángulo trazado por Foucault para observar
esto. La parresía se movería en un campo de cuatro condiciones: 1) una de carácter
formal: una politeía determinada, la democracia, constituida por unos derechos (isegoría),
instituciones de ejercicio (ekklêsía, boulê, tribunales); 2) una condición de verdad: el que
la práctica de este especial decir va unido a la verdad, es un lógos verdadero; 3)
condición moral: demanda un especial coraje dado el riesgo que siempre implica en un
medio caracterizado por la contraposición al adversario (estructura agonística), el litigio, la
exigencia de cuentas, las veleidades de la masa; 4) una condición de hecho, de gran
importancia: el ascendiente, la posición destacada que el ejercicio de la parresía supone,
que coloca al sujeto por encima del resto en un medio caracterizado por la igualdad de
todos, polo este cuyas reglas y condiciones determinarán lo que Foucault denomina
“juego político”, el relativo a la dynasteía, a diferencia del polo de la politeía, de la
constitución, el formal.
En el juego de estas condiciones se darían finalmente dos tensiones paradójicas entre
democracia y parresía: 1) la democracia es el espacio en que puede posibilitarse el hablar
franco, la libertad del decir, el que la verdad aflore en las intervenciones, donde todo el

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mundo tiene por isegoría el derecho a hablar; de todos se reclama la participación, la


igualdad va unida indisolublemente a la libertad de palabra, pero el empleo de esta en el
modo de la parresía establece un ascendiente, eleva a uno por encima del resto, da pie a
un liderazgo, establece una diferencia ética, inicia una desigualdad problemática.
Recordemos cómo la democracia recurría a la medida del ostracismo para combatir las
diferencias de poder, aun cuando no fuesen ilegítimas; 2) La democracia necesita de la
parresía, del que se diga la verdad, incluso podría decirse que toda su estructura de
confrontación de logoi debiera hacerla florecer, posibilita que todos puedan hablar
francamente, pero esa misma libertad e igualdad también favorece que cualquiera, aun
cuando no tenga el êthos necesario, ejercite un discurso ya no tanto indexado a la verdad
como a la adulación de la audiencia de manera que la parresía se pervierta, lo que iría a
la par con el acentuado riesgo que corre el parresiasta, la posibilidad de su silenciamiento
o castigo pues la masa a menudo prefiere desoír, no sin amenaza, al parresiasta en favor
del retórico adulador. Recordemos la célebre cuestión de los demagogos, tan presente en
todas las críticas a la democracia, tanto de partidarios (Demóstenes) como adversarios
(Platón) o reticentes (Isócrates, Aristóteles). En suma, la democracia requiere de la
parresía pero esta introduce una tensión en la igualdad definitoria de la democracia, por
otro lado la parresía necesita de la democracia, pero esta facilita la demagogia, la mala
parresía o finalmente el acallamiento del auténtico parresiasta:

no hay discurso verdadero sin democracia, pero el discurso verdadero introduce


diferencias en la democracia. No hay democracia sin discurso verdadero, pero la
democracia amenaza la existencia misma del discurso verdadero. Esas son creo las dos
grandes paradojas que están en el centro de las relaciones entre la parresía y la politeía:
una dynasteía indexada al discurso de verdad y una politeía indexada a la exacta e igual
distribución de poder (Foucault 2008: 168)

Entre igualdad y parresía se daría una tensión insuperable, aun cuando históricamente se
diesen buenos momentos en que el juego de la politeía y el de la dynasteía, unido este al
ejercicio de la parresia estuviera ajustado, ese sería el momento de Pericles. Inestabilidad
interna, pues, de la democracia, tensión en las condiciones de su misma constitución,
entre su igualdad y su libertad, entre su constitución o politeía y dynasteía, esto es, la
práctica del poder que le es propia, el del ejercicio de la persuasión, de la palabra
verdadera.
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Toda la tensión es introducida por esta especial eleuthería que es la parresía. Reparemos
ahora en uno de los motivos mencionados de esa tensión, el ascendiente planteado por
ella en virtud de un especial êthos, una diferencia ética que rompe con la igualdad. Nos
interesa el que Foucault pretenda apoyarse en un paso del libro III de la Política de
Aristóteles, un denominado “enigmático texto” para subrayar la especial dificultad de la
democracia para aceptar la diferencia ética. Para Foucault la explicación de que
Aristóteles no encontrase nombre específico para un régimen democrático en el que se
atendía el bien común, y acabase por adoptar el común a todos, el de politeía, no residiría
en otra razón que en que justamente ese régimen carecía de diferencia ética 6; en él no
era posible atribuir al sujeto gobernante, to pletos, la multitud un conjunto de virtudes
características, excelencia, algo que sí ocurría con el gobierno monárquico, el de uno en
aras del bien común como la basileía, o en el de unos pocos en que ese mismo bien se
respeta, la aristokratía. No sería ese el caso cuando se trataba de muchos, de ahí lo
genérico, la vaciedad de su denominación. En realidad, la politeía sería por lo mismo un
régimen muy difícil de darse, de “inverosímil existencia concreta” dado que el bien común
se seguiría de esa misma cualidad ética. Para Foucault, en consecuencia, la
consideración de la politeía sería tan solo “una posibilidad formal” en las distinciones
clasificatorias de la Política.
Creemos que Foucault procede con demasiada premura al extraer tal conclusión, primero
porque es sencillamente erróneo que la politeía fuera considerada una mera posibilidad
formal toda vez que para Aristóteles, en su búsqueda de un régimen justo y a la vez
factible llegara a la conclusión de que este era la politeía. En segundo lugar, Aristóteles no
deja tan vacío de virtud a los muchos; él mismo reconoce en el libro III varias excelencias,
como la de la valentía, la virtud guerrera (aretên polemikên), o también la capacidad de
juzgar, que en conjunto, no individualmente, realiza mejor que nadie e igualmente en
conjunto son menos corruptibles que otros gobiernos (Aristóteles, 1983, 1286a-1286b).
Es en otro lugar, no en su ausencia de virtud, donde creemos debe buscarse la
explicación a esa falta de denominación específica para este especial régimen
democrático y nos parece que ésta se encuentra en que es justamente el régimen que
conviene a la pólis, por lo que tiene la denominación que le corresponde, politeía, el
régimen que precisamente plasma las características correspondientes a la categoría de
política. Política demanda politeía.
La implicación interna entre democracia y política la encuentra Foucault en otro lugar que

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conviene registrar. Habría sido la parresía originada con la democracia la que en sus
avatares habría dado lugar a la problemática política del pensamiento antiguo: a)
problema de la ciudad ideal, del ajuste entre verdad parrésica y politeía, la conjuración del
peligro al que se enfrenta la parresía y sus consecuencias; b) vínculo del parresiasta con
la multitud de la ekklêsía o vínculo con el príncipe en cuanto que consejero; c) problema
pedagógico, de la educación de las almas, la de los ciudadanos o la del príncipe; d)
relación entre teoría y práctica en la parresía, entre mathêsis y askêsis; retórica y filosofía;
¿el sujeto político ha de caracterizarse por lo uno o lo otro?
Problemática política, pues, de largo recorrido que tiene su punto de partida en la relación
democracia-política. Habría aún un vínculo más íntimo entre democracia y política.
Foucault considera que la génesis de la política como ejercicio, como experiencia tiene
lugar en relación con los problemas de la dynasteía concretada en la práctica de la
parresía, por los problemas que plantea, la necesidad de su garantía, de las barreras o no
a su acceso, de sus límites, del encaje dentro de la politeía, etc. Este tipo de cuestiones
serían las netamente políticas, diferentes de las de orden jurídico-institucional ligadas a la
politeía. La dynasteía es el problema del juego político, de sus reglas, de sus
instrumentos, del individuo mismo que lo ejerce. Es el problema de la política, entendida
como una cierta práctica, debiendo obedecer ciertas reglas, indexadas de un cierto modo
a la verdad, y que implica, de parte de aquel que juega ese juego, una cierta forma de
relación consigo y con los otros:

Me parece que lo que se ve nacer en torno a esta noción de parresía o, si quieren, lo que
está asociado a esta noción de parresía es todo un campo de problemas políticos, distintos
de los problemas de la ley, de la constitución de la ciudad (…) esos problemas de la
politeía existen (…) los problemas de la dynasteía, los problemas del poder son en sentido
estricto los problemas de la política (…) y me parece que el problema de la política (de su
racionalidad, de su relación a la verdad, del personaje que la juega) se lo ve nacer en torno
a la cuestión de la parresía. (Foucault, 2008: 146-147)

La parresía se sitúa además en el quicio entre politeía y dynasteía, por lo que, al decir de
Foucault, toda la cuestión de la gubernamentalidad emerge con ella:

Los problemas de la gubernamentalidad se los ve aparecer, se los ve formulados -por


primera vez en su especificidad, en su relación compleja, pero también en su

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independencia en cuanto a la politeía- en torno a esta noción de parresía y del ejercicio del
poder por el discurso de verdad.” (Foucault, 2008: 147)

Los momentos de nacimiento forman parte esencial de la labor genealógica, y la política


como experiencia es uno de ellos, y unido al par democracia-parresía.

3. La extrañeza de la democracia en Derrida

Para entender qué cosa sea democracia, Derrida, en Canallas7, no parte como es
frecuente del análisis de los términos griegos que componen etimológicamente el nombre,
demos-kratos. Prefiere partir de la idea de libertad, que es como se entendía por lo
general la democracia en la antigüedad, como el régimen de la libertad. Tal es lo que nos
muestran los clásicos, Platón y Aristóteles, quienes admiten que esa era además la
concepción compartida por la tradición. Ellos interpretan libertad, tal como lo recoge
Derrida, en los dos sentidos principales de eleuthería y de exousía, esto es, como
independencia y como licencia, hacer lo que se quiera 8, lo que supone una forma del
kratos, del poder hacer esto o aquello, fuerza para un yo-puedo (krateo, kratein significa
también tener razón, dar cuenta de, tener fuerza de ley, no sólo vencer) (Derrida, 2005:
40-41), cierta soberanía, ser amo de sí (autos, ipse), en relación siempre a una ipseidad.
Justamente en relación con esta libertad estaría, como nos dice Aristóteles, otro de los
rasgos definitorios de la democracia, el de gobernar por turno, pues la libertad va unida a
la igualdad en la democracia. Por la libertad, como dice Aristóteles, nadie permitiría que le
gobernaran, no obedecería a gobierno alguno; pero ha de compartir con los otros esa
cualidad, por lo que la única posibilidad es gobernar por turnos; la igualdad, pues, pone
límites, estructura la libertad.
La libertad y la igualdad no se pueden conciliar más que de forma -digamos- rotatoria y
alternativa, en alternancia. La libertad absoluta de un ser finito (de dicha finitud es de lo
que hablamos aquí) no es equitativamente compartible más que en el espacio-tiempo de
un por-turno” (Derrida, 2005: 42).
El asunto está en que Derrida considera que la idea de libertad (hacer lo que se quiera,
autodeterminación, juego sin fin de los posibles) introduce una libertad de juego, originaria
y radical, una indeterminación e indecidibilidad en el concepto mismo de democracia, que
lo marca por completo, que recorrerá siempre su lenguaje; una indeterminación esencial,

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una inacomodación constante a su historia, la torna un “casi-régimen abierto a su


transformación histórica”, de “autocriticidad interminable”, historicidad absoluta, lo que la
convierte en la extrañeza de ser un régimen por venir, “democracia siempre por-venir”
(Derrida, 2005: 43).
La idea de libertad torna la democracia en algo distinto en realidad a un régimen9, a una
constitución, a una politeía. El término que antes veíamos que, conforme a Aristóteles,
correspondería solo a ella, o, al menos, a una de sus formas, ahora, siguiendo el análisis
derridiano, diríamos que si acaso solo es atribuible a los demás, pues la excepcionalidad
de la democracia la sustrae al concepto de politeía. Derrida recuerda oportunamente
cómo Platón así lo estimaba, pues la democracia permitía toda clase de hombres
(República, 555a)10 ya que todo el mundo puede hacer lo que quiera; abarcaría todos los
regímenes de algún modo: “Platón anuncia ya que democracia, en el fondo, no es el
nombre de un régimen ni el nombre de una constitución. No es una forma constitucional
entre otras” (Derrida, 2005: 44).
En realidad, la democracia carecería de esencia o, como dice Derrida es una “esencia sin
esencia”, siempre por determinar, inacabable, debido a ese libre juego de su concepto, a
su intrínseca indeterminabilidad, “un concepto sin concepto” (2005: 51). Por este camino,
la democracia desafiaría la idea de ipseidad, la idea de lo mismo, pues nunca retorna a sí,
siempre se abre a otra cosa, no llega a definirse, a ser verdadera democracia, no hay
mismidad de la democracia. La democracia es reenvío, es différance, difiere y difiere de sí
misma. Libertad remite, como apuntamos, a ipseidad en la acepción clásica que servía
para definir la democracia. Derrida explora en la obra de Nancy, La experiencia de la
libertad, la posibilidad de deslindar estos dos conceptos. En ella se encuentra la propuesta
de una libertad no subjetiva, no atributo o facultad de sujeto alguno, no como soberanía o
dominio, la libertad imperante en toda la filosofía política, sino una libertad pre-subjetiva y
pre-crática; una libertad como inicialización posibilitada por la escisión del sí, del ipse que
Nancy ve también críticamente como la existencia de un yo y de la comunidad. El
momento de la libertad es el de la singularidad de la vez, del cada vez, por lo que ninguna
mismidad es su sujeto. Una noción de libertad, anota muy significativamente Derrida, que,
por lo tanto, acaso fuera más allá de la noción de democracia y de lo político, una libertad
que no es entendida como poder, no es dependiente del “yo puedo”, como facultad, fuerza
como siempre se ha entendido políticamente, y así en la democracia 11. De hecho,
reconoce Derrida, los filósofos que han pensado en la libertad, como Heidegger, han

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tenido siempre sus reservas respecto de la democracia.


Para Nancy sería en la fraternidad, un concepto al que evidentemente Derrida presenta
sus reservas, donde se encuentran esta libertad y la igualdad: “La fraternidad es la
igualdad en la partición de lo inconmensurable” (Derrida, 2005: 67). Derrida esboza,
entonces, una antinomia en el corazón de la democracia, que es la de su pareja
constitutiva: libertad e igualdad. Pues la libertad es inconmensurable, sin embargo la
igualdad exige la división, el cálculo, la medida -según el número o la proporción – kat´
arithmon, kat´ axian como decía Aristóteles, que conlleva la repartición (cuantos eligen,
cuantos votos, quienes votan, ley electoral), la cuestión del nemein -nómos- de la
distribución. También dejemos apuntado que, como se decía en Políticas de la amistad,
esa igualdad, la isonomía está basada en la igualdad de nacimiento, en la isogonía, el
nómos en la phýsis.12 La igualdad, de algún modo, supone cierta homogeneización
contraria a la singularidad irreductible, establece una medida pero en definitiva facilitará la
libertad, la oportunidad de lo inconmensurable.
La necesidad del cálculo, se nos decía en Políticas de la amistad, es perentoria aun
cuando choca con el no menos necesario reconocimiento de las diferencias irreductibles,
de la singularidad de cada cual, por lo que nos encontramos aquí con otra fuente de
inestabilidad. Dos dimensiones inconciliables de la democracia, y por tanto del concepto
de ciudadano (sujeto, singularidad contable): la singularidad irreductible e inigualable a
cualquier otra y la necesidad del cálculo, de contar; no hay democracia sin respeto a la
alteridad del singular, pero tampoco la hay sin contabilidad de mayorías y minorías.
Tragedia e inestabilidad esencial de la democracia:

“Ninguna democracia sin respeto de la singularidad o de la alteridad irreductible, ninguna


democracia sin “comunidad de amigos” (koina ta philon), sin cálculo de mayorías, sin
sujetos identificables, estabilizables, representables e iguales entre sí. Estas dos leyes son
irreductibles la una a la otra. Trágicamente inconciliables y por siempre hirientes” (Derrida,
1998: 40)

Desde otro punto de vista, cabe considerar que desde que nace el demos, desde que
todo el mundo, quienquiera que sea, como gentes libres se considera también igual, igual
en libertad, entonces la igualdad se establece como intrínseca a la libertad, se torna en un
factor incondicional de la misma. La igualdad así enfocada no es ya medible, calculable,
es “inconmensurable en sí misma”. Nos dice Derrida que esta igualdad no es la igualdad
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según el número o según el mérito, que sí es calculable, es distinta y forma parte de ellas.
Aporía de una igualdad inconmensurable (que atraviesa a las igualdades calculables) y
que es intrínseca a una similarmente inconmensurable libertad13. Y si se introduce la idea
de Nancy de los sujetos escindidos en su mismo sí, ipse, una libertad que inicia, que se
singulariza en cada momento, entonces, la igualdad nunca es igual a sí misma, una nueva
aporía. Los dos principios de la democracia, libertad e igualdad, según todo esto,
introducirían lo inconmensurable en ella, su profunda inestabilidad e infinita inadecuación.
La democracia, decíamos, carece de eidos, de esencia, de forma propia, es
impresentable, y por eso tiende a cambiar continuamente, en busca de su realidad 14. La
democracia es siempre por venir, pero no ha de interpretarse esto en el sentido de una
idea reguladora al modo kantiano, tiene la estructura de un promesa, de la herencia de
una promesa; es un ahora, un venir imprevisible que no depende de yo alguno, de ningún
yo-puedo o ipseidad, es un venir otro que me inquieta siempre ahora, que impide sea
remitido a un más adelante; no es algo idealizable, es lo más real, no es pues la
democracia del futuro. No es tampoco regla o norma alguna que espera en algún
momento ser aplicada, lo que supondría sometimiento a cálculo15.
La democracia “no es nunca propiamente lo que es, nunca ella misma…es el sí mismo, lo
mismo, lo propiamente mismo del sí mismo lo que le falta a la democracia”...por eso no
existe la verdadera democracia, la que correspondería a la mismidad de la democracia, la
democracia auténtica; “la democracia no es lo que es sino en la différance, en virtud de la
cual ella se difiere y difiere de sí misma” (Derrida, 2005: 57). La democracia nunca
existirá, nunca será presente debido a su estructura aporética (autonomía-heteronomía,
conmensurable-inconmensurable, soberanía indivisible-divisible, fuerza sin fuerza). Sigue
Derrida:

“La expresión democracia por-venir tiene en cuenta la historicidad absoluta intrínseca del
único sistema que acoge dentro de sí, en su concepto, esa fórmula de auto-inmunidad que
se denomina el derecho a la autocrítica y a la perfectibilidad. La democracia es el único
sistema, el único paradigma constitucional en el que, en principio, se tiene o se arroga uno
el derecho a criticarlo todo públicamente, incluida la idea de la democracia (…) Es, por lo
tanto, el único que es universalizable, y de ahí derivan su oportunidad y fragilidad (…) es
preciso sustraerla no sólo a la Idea en el sentido kantiano sino a toda teleología y onto-teo-
teleología” (Derrida, 2005: 111)

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Para Derrida, democracia por-venir va unida indisolublemente también a justicia, y ello


aunque la tensión entre ley y justicia es estimada irreductible, otra forma de tensión entre
la medida y lo inconmensurable16. Así mismo la internacionalidad de la democracia, su
rebasamiento del Estado nación, su reenvío espacial, estarían inscritos en la fórmula
democracia por venir. La democracia implica auto-inmunidad, esto es una forma
autodestructiva porque sus elementos (libertad, igualdad, autocrítica, cuestionamiento de
todo, constante reforma) suponen el riesgo de su autodestrucción, el de incluir el munus,
la carga, el virus que la destruya. Esa misma esencia autodestructiva es la que la hace
siempre por venir, nunca presente sino como promesa. La democracia es un régimen
suicida (por eso la vida, el bios-zoe está siempre presente en ella; democracia nos habla
de bios-zoe), que dirige a menudo contra sí su propia protección, sufre de auto-
inmunidad, como se vio en Argelia cuando ganaron los islamistas, que por temor a que
pusieran con su victoria, con su mayoría, fin a la democracia, esta se puso fin a sí misma,
aunque fuera provisionalmente. Este tipo de procesos auto-inmunitarios sucede
frecuentemente. Hay una indecidibilidad interna a la democracia, pues plasmaciones muy
distintas son por igual democracia: el dar voto o no a los inmigrantes, una ley electoral
mayoritaria o proporcional.
La idea de soberanía iría igualmente vinculada a esos procesos autoinmunitarios. Derrida
parte de la idea admitida de que la soberanía, al menos la “soberanía pura”, solo se da si
es indivisible. Presenta un problema de auto-inmunidad, pues, se sustrae a la historia, al
tiempo en ese momento que se presenta, el de la excepción decisoria a la Carl Schmitt, y
por la misma razón se sustrae al lenguaje; dice - muy habermasianamente- que desde el
momento en que se comparte comunicación está presente la universalidad y, por lo tanto,
el autosometimiento a una ley compartida con los otros, la de la racionalidad del propio
lenguaje. Por eso, la autonomía de decisiones al final solo podría ser posibilitada por un
poder gigantesco, y su razón solo sería el del más fuerte.
Al final, lo que queda afectado en la auto-inmunidad es el ipse, el sí mismo, el autos, pues
necesitamos del otro y del tiempo (Derrida, 2005: 134). La misma preservación de la
libertad no deja de conllevar paradojas autoinmunitarias. A partir de la expresión
celebérrima del último Heidegger “solo un dios puede salvarnos (retten)”, Derrida liga el
concepto de libertad con el de preservación, salvación, pues liberar es poner a salvo, por
tanto libertad está en relación con inmunidad. De aquí la aproximación heideggeriana
entre los términos Freie (libre), freien (preservar, inmunizar, salvar), Friede (paz), retten

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(salvar). Sería aquél, en todo caso, un dios con soberanía, de donde nace todo el peligro
de nuevo. En fin, en esas paradojas se mueve la democracia por venir.
La idea de la democracia como sistema escindido dentro de sí, inadecuado a sí, virtud
que no puede excluir el caos, virtud dividida, la extiende Derrida en algún momento a la
política misma, al deseo político, con lo que la vinculación de ambos conceptos se
refuerza aunque no se llega a tematizar17 (Derrida, 1998: 40). Vemos frecuentemente en
su reflexión la atribución a la política de rasgos propios de la democracia, con todo, su
línea principal le lleva a preguntarse reiteradamente si, de mantener el concepto habitual
de política, democracia puede ser una categoría que aun quepa bajo el género de
política18. En realidad, todo lo que define a la democracia le conduce a plantearnos el
buscar una nueva categoría. Eso es lo que ocurre si tenemos en cuenta dos rasgos
capitales: la fraternidad y la asimetría.
Derrida se plantea una democracia que reconoce la “alteridad irreductible” del otro, y que
está desprendida de toda filiación como la que el concepto de amistad cuando se liga con
el de fraternidad aun conlleva, asociado originariamente a la pertenencia propia de la
relación de parentesco. La amistad que quiere Derrida para la comunidad democrática
habría de romper el lazo que el modelo de amistad aún mantiene con la idea de
fraternidad, el concepto de amigo con el de hermano. Su intento es quizá el más grande
que se ha dado después de Aristóteles por desligar definitivamente pólis de oíkos o de la
oikeiótês (parentesco), de depurar las categorías políticas de lo impregnado por ese
complejo; recordemos que Aristóteles reservó a la fraternidad el único lazo que en el oíkos
anticipaba la verdadera politeía. Derrida se plantea la posibilidad de una democracia, de
una política cortada de este secular lazo, en que la libertad y la igualdad no estén
atravesadas por la fraternidad. La amistad tendría que estar determinada por una lógica
del don, que se recoge en el concepto de hospitalidad, que no sigue la reciprocidad o
simetría. Esto, a su modo de ver, pondría en cuestión que pudiéramos seguir calificando
de política la democracia.
Por otra parte, en la democracia, el concepto de justicia, que antes mencionamos, habría
de sustraerse a la equivalencia, esa que se establece entre derecho y venganza, entre
justicia como ley del talión y la venganza, un concepto de igualdad no regido por la
equivalencia19. La introducción de la disimetría introduciría una tensión infinita en el
concepto de igualdad, y, en definitiva, vendría a cuestionar las categorías que sustentan a
política: “¿en qué sentido se podría hablar de igualdad, incluso de simetría, en la

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disimetría y los sin-medida de la alteridad infinita? ¿Con qué derecho seguir hablando de
política, de derecho y de democracia?. (Derrida, 1998: 82-83, 259)20.
Sería difícil situar, según esto, la democracia bajo el orbe de la política, e incluso seguir
pensando con el término democracia toda vez que está intrínsecamente vinculado a la
noción de política; Derrida encuentra difícil su ubicación categorial: "...la democracia no
busca su lugar sino en la frontera inestable e inencontrable entre el derecho y la justicia,
es decir, asimismo entre lo político y lo ultra-político. Por eso, una vez más, no es seguro
que democracia sea de arriba abajo más un concepto político (Derrida, 2005: 58). Por un
lado y otro, el de la ruptura con la filiación, con toda isogonía, con la remisión al amigo-
hermano (Aristóteles), o al enemigo-hostis schmittiana21 y el de la introducción de la
asimetría, para ya no hablar de la singularidad de un concepto sin concepto, esencia sin
esencia, democracia parece alejarse de lo que se entiende y se ha entendido por política
(Derrida, 1998: 126-127). Acaso quepa considerar toda la reflexión derridiana como
concerniente a un final de la política y su posible reinvención. Curiosa paradoja, desde
esta óptica la politeía por excelencia, aquella con la que nace la política misma, resulta
ajena a lo político como tal, supone un más allá de todo lo que política significa, no la
funda sino que la supera y la sitúa en un punto de difícil categorización.

4. La extrañeza democrática en Rancière

Abordemos ahora, con afán sintético, el problema que nos ocupa en Jacques Rancière 22.
El autor de El desacuerdo, registra la radical novedad de la democracia, de que esta no
es un régimen a añadir a la clasificación de las distintas formas de gobierno, hasta el
punto de considerar, creemos que muy pertinentemente, que con ella nace la política, que
lo que ella es en esencia, el principio que la mueve y que plasma, la política misma, eso
que diferencia a esta de algo con lo que suele confundirse y que Rancière prefiere
denominar policía, esto es lo relativo a la gestión del Estado, la marcha de sus
instituciones, el funcionamiento de un orden, “un cierto reparto de lo sensible” (Rancière,
2006b: 70). “La democracia no es un régimen político...es el régimen mismo de la
política.” (Rancière, 2006b: 64)23. Política y democracia surgen al unísono en ese
momento en que una parte de la comunidad que hasta ahora no contaba, no existía como
parte, que yacía invisibilizada, quiere tomar parte, asume su derecho a hacerse cargo de
la comunidad en su conjunto, del archê que la rige. Esa irrupción no significaba una

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reyerta de poder más debido al movimiento de alguna fracción sino algo inaudito como es
la reclamación de una parte que además de excluida carecía de título específico alguno
que la acreditara, en tanto que, a diferencia del resto, no podía hacer valer el apoyo de la
riqueza o de la virtud; en todo caso su título era “el título anárquico, el título propio de
aquellos que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados” (Rancière,
2006a: 70); de hecho esa parte era la de los desheredados, en buena medida los pobres,
sin virtud segura que referirles, y, con todo, ellos se decían a sí el pueblo, el demos, en el
doble y ambiguo sentido del todo y la parte, la población y los de abajo, la singularización
del universal.
Esa era su paradójica legitimidad y acreditación, el no tenerla, en el sentido de
considerarse, sin más, iguales, cada uno como cualquiera, cada uno un cualquiera; ese
simple factum era su fuerza acrediticia, pues ellos se reclamaban ser lo que eran,
hombres, seres de palabra, no mera phonê (voz), seres de lógos y en consecuencia con
derecho igual que cualquier otro. Hacer valer este principio de igualdad, que este es el
principio que ellos encarnan, que lo que define a la comunidad (la igualdad) está presente
en ellos. Lo que no significa reclamar una identidad, ni definir la comunidad por principio
de identidad alguno, pues no es título excluyente. La política, a diferencia de la policía, es
ajena a principios identitarios: “El lugar del sujeto político es un intervalo o una falla: un
estar-junto como estar-entre: entre los nombres, las identidades o las culturas” (Rancière,
2006b: 24). Con razón la libertad, será el rasgo distintivo de la democracia, como
refirieron Platón y Aristóteles haciéndose eco de toda una tradición, como más atrás
apuntamos, porque ella implica no dominación, que ningún cualquiera sea excluido, por lo
que todos han de gobernar y ser gobernados; implica la vindicación de una igual libertad.
La "libertad" del pueblo que constituye el axioma de la democracia tiene como contenido
real la ruptura de la axiomática de la dominación” (Rancière, 2006b: 65). La libertad es lo
que viene a concretar “la igualdad última en que descansa todo orden social” (1996: 31).
Con razón también el sorteo era signo característico suyo. El hacer valer el principio de
igualdad por los sin parte, eso significa para Rancière la irrupción de la política. “Hay
política en razón de un solo universal, la igualdad” (Rancière, 1996: 56).
Política y democracia van así de la mano, se definen ante todo por el mismo rasgo
esencial: la carencia de fundamento es su fundamento, el irrumpir cuando los principios
en que se apoyaba la jerarquía y la exclusión se vienen abajo, sintetizados en el valor de
la filiación, de la cuna, pues esta en definitiva agrupaba todos los valores de sabiduría,

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virtud y riqueza. Desde ese momento, todos, cualquiera, valen, tienen tanto título para
gobernar como para ser gobernados, es decir carecen de título alguno; se terminó el
fundamento que establecía diferencias; el azar del sorteo puede decidir entonces. Con
acierto se dice que con Clístenes se inaugura la democracia, y, por tanto, la política, pues
con él se pone fin definitivo al valor político de las tribus. Ese es el momento en que el
“orden natural” se quiebra (Rancière, 2006a: 59).
Comoquiera que ese gesto no tiene fin, que siempre la realización de la igualdad estará,
por decirlo al modo derridiano, por venir, o, dicho de otro modo, cumpliéndose siempre
parcialmente, siempre deficientemente, siempre dejando la posibilidad de que una nueva
parte sin parte irrumpa reclamando su lugar en el reparto de lo sensible, pues la igualdad
a que se apela es la mayor que cabe, es la que incluye a todos, la que hace igual a uno
con cualquiera, ya que no postula título alguno, sino el que ya todos tienen. Por esto se
dice que supone afirmar la contingencia estricta de la comunidad, pues lo que ahora la
sostendría es la carencia de fundamento, de archê. El principio de la igualdad es
inconmensurable nos dice Rancière -como vimos que lo sería finalmente también para
Derrida-, de donde la irrestañable escisión que siempre representará la comunidad, eso
es lo inherente a la política frente a todo intento de la filosofía política de cerrar la división,
de suturar, de encontrar el fundamento, el principio de cierre. La política, la democracia
estará presente en ese momento de irrupción; por eso, para Rancière, no son muchos los
momentos de la política: “no siempre hay política. Incluso la hay pocas y raras veces”
(Rancière, 1996: 31). Esa será su inestabilidad permanente.
La política hace referencia no tanto al poder como al reparto de lo común, a la
determinabilidad del lugar de las partes, al criterio de su distribución. No se refiere a la
lógica de los intereses; la política supera este plano de lógica mercantil. Se refiere no a lo
contable, calculable como al principio de la calculabilidad, a la medida, no a lo medible.
Comporta necesariamente división, litigio, pues no se da mientras no aparece la escisión,
mientras, se estará en el orden de la dominación o en el de la tribu. Y esa escisión ha de
ser referida a lo que política implica, a lo común y su distribución. Si la lucha de clases es
hecha por Rancière coextensiva a la política es por esa razón, pero tiene que precisar a
continuación que las clases no preceden a la división, que lo que se confrontan no son
tanto intereses como la medida de la comunidad, y que la escisión no tiene fin, aunque
pueda tenerlo esta o aquella división. “En efecto, lo propio de la igualdad reside menos en
el unificar que en el desclasificar, en el deshacer la supuesta naturalidad de los órdenes

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para remplazarla por las figuras polémicas de la división.” (Rancière, 1996: 29)
Esa escisión se dará por siempre y no puede ser solucionada, y esto es debido al
principio de igualdad, o si se quiere, de igual libertad, egaliberté a la manera de Balibar,
cuya irrupción se da en el momento en que el demos dice que ellos son la comunidad,
que ellos son los iguales en tanto que tienen lo necesario para pertenecer a la comunidad.
Ha sido el demos quien ha movilizado el principio de igualdad de manera universal, y por
tanto establecido esa escisión que ya no podrá suturarse nunca. La escisión que introduce
el demos tiene una cara doble: por un lado, introduce la igualdad universal, se reclama de
ella, y al hacerlo, introduce una inconmensurabilidad que ya no podrá tener plasmación
definitiva, finita, que ponga final a su intento sucesivo de ser realizada; y esto a la vez se
da no solo por apuntar a una igualdad universal, que todos, el demos, han de gozar por el
hecho de ser quienes son, unos don nadie, sino -y aquí yace el otro lado- porque se
presentan como parte, la parte hasta ahora excluida, la parte de los sin parte; son parte y
todo, por lo que su institución no dejará de excluir, lo que demandará en otro momento
posterior una nueva irrupción de lo político. Y hay que decir que es en la propia
visibilización de la parte de los sin parte, en su irrupción, que es la de lo político, donde
estas se constituyen (Rancière, 1996: 25).
La lógica de la política es distinta a la de la policía apuntábamos, pero solo existe la
primera en la medida en que entra en contacto con la segunda. Esto es lo que le hace
decir a Rancière que solo cuando se produce el contacto entre la lógica movida por el
principio de igualdad y la de la policía se puede hablar ciertamente de política 24.

5. Destacable convergencia

Por caminos distintos se da una cierta convergencia en puntos esenciales relativos a la


democracia en los tres filósofos franceses. Los tres hacen cuenta de la extrañeza de la
misma, su incomodidad para ser ubicada fácilmente en los parámetros de la teoría política
al uso. La democracia no podría ser incluida como un tipo de régimen más, al lado de
monarquías, aristocracias, oligarquías, ni respondería a la determinación o estabilidad que
el concepto mismo de régimen demanda, y su relación a lo político sería de un orden
singular.
1) No-régimen. Democracia no parecía, en efecto, acomodarse bien en cualquier
clasificatoria de regímenes, con independencia de la cuestión del valor que a cada uno le

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pudiera ser atribuido. Los tres autores vienen a mostrarlo partiendo del mismo punto, de
que la libertad, o libertad e igualdad, define a la democracia (en el caso de Foucault la
libertad de partida es la parresía)25. Foucault ve razonable que Aristóteles encontrase
dificultades para denominar ese régimen a través de una cualidad específica, una virtud -
al menos la modalidad aceptable de la democracia- como sí podía hacer con la
aristocracia o la realeza, y por ello acabase por adoptar la anomalía de darle un nombre
común, el que valía para todos: politeía. Foucault creía encontrar el motivo último de esa
dificultad nominativa en el difícil lugar de la presencia de la diferencia ética en la
democracia.
Derrida se hacía igualmente eco de la extrañeza detectada por los antiguos, en particular
por Platón, pues para el autor de República la libertad (entendida al tiempo como
eleutheria y exousía) característica de la democracia lo convertía en una multiplicidad de
regímenes o en el régimen en el que cabían todos, de ahí que le negara hasta poseer una
constitución. Derrida, con independencia del sesgo apasionadamente antidemocrático del
genio griego, veía cierta pertinencia en esa observación por cuanto que la
inconmensurabilidad que eleuthería introducía desordenaba cualquier orden convencional
como el atribuible a las nociones de régimen y constitución signadas en griego con el
mismo término, politeía; democracia carecía de esencia como para que pudiera ser
recogida en aquellas nociones. En fin, Rancière negaría más decididamente que sus
colegas el carácter de régimen porque la democracia lo que significaría esencialmente es
la ruptura de lo que caracteriza a este, el reparto de las partes, cuando la novedad
inaudita de la democracia, lo que introducía es la quiebra no de un reparto, sino del
reparto mismo. La democracia introducía una escisión portadora de una inestabilidad sin
fin en la que todo reparto dejaría de ser posible; pondría en cuestión la posibilidad de
reparto, y con ello de orden asentado, de régimen. La democracia no sería de la
naturaleza de la policía, no es dominación alguna, y por ello constitución o régimen
alguno, sino algo novedoso: política.
2) Indeterminación. Hay igualmente convergencia en la radical indeterminación (o
inestabilidad, o implausibilidad, imposibilidad de aquietamiento en un orden) de la
democracia debido justamente a lo más propio de ella, a la libertad. Foucault prefiere
destacar una libertad especial, la del hablar franco, la de la parresía. Derrida subraya la
inconmensurabilidad introducida con ella, no desligada de la igualdad. Rancière atiende
más a esta última, entendida como igual libertad y coincide con Derrida en su carácter no

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menos inconmensurable. En todo caso, en los tres autores es ese rasgo definitorio, la
libertad o la egaliberté, el responsable de su rareza, de su inclasificabilidad como régimen,
del proceso de inestabilidad y nunca definitiva plasmabilidad o imposibilidad de realización
o concreción última. 3) Política. Por último, y ciertamente no lo menos importante, hay que
destacar un punto, sobre el que sorprende la falta de atención por parte de los estudiosos,
y, sin embargo, no puede estar más cargado de trascendencia teórico-práctica: el relativo
a la coimplicación de democracia y política. Ninguno de los autores llega a desarrollarlo.
Foucault se limita a registrarlo, Derrida hace cautelosas aproximaciones sin establecer
una conclusión, Rancière sin duda es el que va más lejos especialmente al introducir la
diferencia capital entre política y policía, pero deja demasiados cabos sueltos y no repara
en todas sus dimensiones.
Un genealogista como Foucault, tan atento a esos momentos de nacimiento decisivos
para una cultura, no podía dejar de registrar el propio de la política, y lo hace justamente
con la problematicidad ínsita a la democracia en la que las cuestiones de la dynasteía se
cruzan con las de la politeía, y es el juego de ambas lo que vendría a sellar el momento
de aparición de eso que cabe llamar política -o al menos de política como experiencia, de
la vida política. Rancière identifica lo político con ese gesto que solo la democracia hizo
por vez primera y que desde ese momento determina todo lo que quiera calificarse de
político, a saber, el de una determinada, no cualquiera, división. Una división realizada por
el que no cuenta y que apela al hecho simple de las cuentas, del contar, esto es a la
medida misma con el que se establecía el reparto; y lo hace para establecer no solo que
la medida existente ya no mide, es inservible, sino que ya no habrá medida servible pues
la que se impone es una que da entrada al todo, pues lo que se exige para ser medido por
ella no es otra cosa que el ser cualquiera. De ahí en adelante el gesto definidor de la
política será este, el de esa división que cuestiona la divisibilidad misma y reclama el
derecho del que queda fuera pues él pertenece al universal, a él es atribuible la igualdad.
Política es una cuestión siempre de igualdad, de particularidad universal y por ello de
división irrestañable. Lo que, sin embargo, suele denominarse política convencionalmente
no sería sino alguna forma de policía. Derrida no sostiene esta tesis de coextensividad
entre política y democracia, no se hace cuestión de ello, a pesar de las aproximaciones
que por momentos se hace entre ambos conceptos; por ejemplo, en Políticas de la
amistad, cuando, comentando a Schmitt, se refiere a la oposición de toda la teoría política
occidental frente a lo que supone al respecto el Islam, que podría conjeturarse, en la

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senda del jurista alemán, como “un ser radicalmente extraño a lo político” lo que se da a la
par que su raíz antidemocrática, como la única cultura que rechaza abiertamente la
democracia (Derrida, 1998: 109). En otro pasaje registra atinadamente la coimplicación de
los conceptos de política y democracia a través del de fraternidad, y sostiene, apoyado en
Aristóteles, que esta relación de amistad, esencial a lo político, origen y telos de lo político
es a la democracia a quien conviene por excelencia, pues donde hay igualdad hay más en
común, hay más ley (nómos), más contrato (synthêkê), donde se genera más amistad
(Derrida, 1998: 225). Y así se refiere a un célebre paso de la Ética a Nicómaco en estos
términos: “Pues la relación paterna es regia o monárquica; la relación entre hombre y
mujer es aristocrática. Pero propiamente “política”. La politeía es cosa de los hermanos
(tôn adelphôn). Y luego pasa a decir: "La tiranía, la oligarquía y la democracia (Aristóteles
dice aquí simplemente dêmos) son derivadas de esas tres formas entre lo político como
tal, la fraternidad y la democracia, la coimplicación o la copertenencia son quasi
tautológicas.” (Derrida, 1998: 223-224).
Derrida apostilla, en todo caso, que funciona ahí un concepto antropocéntrico de amistad -
algo que atestigua especialmente a través de la Ética a Eudemo - y que ni mucho menos
toda amistad tendría que obedecer a esa concepción, por lo que a partir de ahí se podría
esbozar un concepto distinto de lo político, y por lo mismo de la democracia. Sin embargo,
todo lo que conlleva su propuesta de lectura del raro concepto de democracia vendría a
establecer una especie de decalage con respecto al concepto de política. Lo que se nos
plantea es la incomodidad de la noción de democracia respecto de lo político mismo,
como cuando se nos dice, lo registramos, que la democracia, en tanto que por venir, se
situaría entre lo político y lo ultrapolítico, pues ni se refiere a un momento positivo, un
orden jurídico concreto ni tampoco a una especie de ideal regulativo: “no es seguro que
democracia sea de arriba abajo más un concepto político”. Derrida se debate
continuamente en la duda entre rechazar radicalmente el concepto de político o,
reclamando el término, inscribir en él toda su propuesta de depuración o
“desnaturalización” filial (Derrida, 1998: 182-183). La decisión, que no llega a explicitarse,
por esto segundo tendría que proceder de la constatación lúcida de que ya la democracia
forma parte del proceso de esa desnaturalización de la fraternidad, por lo que colige,
consecuentemente, que la exigencia de una democracia por venir es ya “la
deconstrucción en acción” (Derrida, 1998: 183).
Según esto, con el nacimiento de la democracia no tendríamos el de lo político sino de

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algo distinto de ello, que lo excede sin llegar a dejarlo atrás. La irrupción de la democracia
no sería la de lo político ni de lo ultrapolítico. Por ello creemos que podría entenderse
como infrapolítico, esto es, como algo que remite a lo político, no se sitúa fuera de él pero
tampoco es estrictamente hablando político. Esa perspectiva parece en curso en esa
misma obra cuando en su intento de “sustraer la democracia a su enraízamiento
autoctónico y homofílico”, nos plantea la posible operación de una “despolitización” del
concepto para abrir paso a “otra política, otra democracia” (Derrida, 1998: 127)26. La
democracia no solo no sería coextensiva a lo político, o representaría el nacimiento de
este, cualquiera que fuere su evolución posterior, sino que su esencia sin esencia no
podría acomodarse al concepto de lo político mismo, y no ya porque, como ocurriría en
otros regímenes, incluya elementos no políticos o antipolíticos, o suponga una mala
concreción de una noción más abstracta, sino que su ser mismo no puede definirse a
través de las notas que distinguirían a lo político. Tanto Foucault como Derrida y Rancière
se remontan a los orígenes griegos y prestan atención a Platón y Aristóteles para
componer su reflexión en torno a la singularidad de la democracia. Constatan el hecho de
que la rareza de la democracia fuera observada, registrada de distinto modo por ellos.
Tanto Foucault como más tarde Rancière llegan, como vimos, a la tesis fuerte de que
democracia y nacimiento de la política van de consuno. Y, sin embargo, ninguno de ellos
se apercibe de que a lo que conducía toda la reflexión aristotélica sobre la categoría de
política era a su identificación con el concepto de democracia, aunque, por razones
contingentes relativas a su posición preventiva frente a la democracia de su tiempo, no
fuera consecuente e hiciese una especie de superposición respecto a lo que definió con el
nombre común de politeía. Es llamativo que punto tan relevante se les pasase por alto,
más aún cuando su reflexión, de un modo u otro, según el camino recorrido por cada uno,
bordea, sino gira, como es el caso de Rancière, sobre ese motivo.
* *
Dadas todas estas características puede decirse que en los tres autores la democracia
significa un desajuste respecto a la teoría política, bien porque la democracia desborde
toda posibilidad de encaje en eso que se conoce como constitución o régimen, bien por la
extraña inconmensurabilidad de sus principios (libertad e igualdad), bien por su singular
relación con lo político. Es verosímil que la política naciera con la democracia misma, que
desde ese momento ambas categorías estén coimplicadas, pero también es muy posible
que el poso que la historia ha ido dejando en ellas situé todo intento de profundizarlas,

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como revela especialmente la reflexión derridiana, sitúe a estas en un lugar todavía no


categorizado en que acaso política quede rebasada por un nuevo tipo de acción y
democracia tome la forma real de un no régimen.27 Infrapolítica pretende explorar ese
lugar, hacerse cargo de esa paradoja de que la democracia, el régimen por excelencia, el
único que merecía plenamente el nombre de tal, se revelase como lo que le excede, lo
que no cabe en él, como lo que no podía recogerse serenamente en su misma
concepción.

Notas

1 Para una aclaración sobre infrapolítica remitimos a: dossier dirigido por. Moreiras, A., Debats,
128, 2015/3 y el dossier cargo de Rodriguez Matos, J., Transmodernity 5.1, 2015; el dossier "De
otro modo que politico", dirigido Mendoza de Jesús, R & Sanatore, M., Pléyade, enero-junio, 2017;
el libro Marranismo e inscripción o el abandono de la conciencia desdichada (2016), de Moreiras,
A.;. Álvarez Yágüez, el trabajo J. “Limites y potencial crítico de dos categorías políticas: infrapolítica
e impolítica”, Política Común, vol 6, 2014; y la entrada “infrapolítica”, de Álvarez Yágüez en
Moreiras, A. & Villacañas, J.L (eds), Conceptos fundamentales del pensamiento latinoamericano
actual, Madrid, Biblioteca Nueva, 2017, p. 351-368.

2 Desde este punto de vista resulta iluminador que E. Balibar hable de “constitución de ciudadanía”
(constitution de citoyenneté) para verter el concepto de politeía. Balibar, E., “Politeia”, Universidad
de Tesalónica, 22, mayo, 2005, http://www.revue-geste.fr/articles/geste2/GESTE%2002%20-
%20Assembler%20-%20Balibar.pdf

3 Ver Aubenque, P., “Aristote et la democratie”, en P. Aubenque, A.Tordesillas (ed.).- Aristote


politique. Etudes sur la Politique de Aristote, P.U.F., 1993, p. 255-264.

4 El régimen que respondería a la pregunta sobre “la mejor forma de gobierno y cuál es la mejor
clase de vida”, y a la vez fuera factible “para la mayoría de las ciudades y la mayoría de los
hombres” (1295a 25-26).

5 Ver Foucault, M. Le gouvernement de soi et des autres (2008) y Le courage de la vérité (2009).

6 Recuérdese lo que se decía en el Menexeno de Platón: “Unos lo llaman democracia, otros con
cualquier otro nombre que les agrade” (238d, 1-2).

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7 Derrida, J. (2005). Canallas. Dos ensayos sobre la razón, trad. Cristina de Peretti. Madrid: Trotta.

8 Platón emplea también el término parresía, pero desafortunadamente ello no le mereció


comentario alguno a Derrida (República, 557b, 6).

9 En Políticas de la amistad se observaba ya la inoportunidad de calificar de régimen la


democracia. Ver. Derrida, J. (1998). Políticas de la amistad, trad. P. Peñalver, F. Vidarte, Madrid,
Trotta. p. 12.

10 Rancière considera este mismo texto en En los bordes de lo político, trad. A Madrid-Zan, J.
Grossi, Univ. Arcis, p.33-34, www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS ; ver
también Política, policía, democracia, trad. M. E. Tijoux, Chile, LOM, 2006.

11 La afinidad en más de un punto con la concepción de H. Arendt es llamativa, como el mismo


Nancy reconoce en el libro aquí tratado, pero Derrida no hace referencia a ello. Ver: H. Arendt,
“¿Qué es la libertad?”, en Entre el pasado y el futuro, trad. Ana Poljak, Barcelona, Península, 1996.
J-L Nancy, La experiencia de la libertad, trad. Patricio Peñalver, Madrid, Trotta, 1996, p. 86-87, 91,
162, 186.

12 Derrida, J. Políticas de la amistad. p. 117, 126-127.

13 En Kant (1998) la representación de la igualdad de todos los hombres, consustancial a la idea


de “amigo de los hombres”, exige la obligación, el deber de realizarla, de hacer que se dé, y esto
desliga la igualdad de toda medida, de lo calculable. p.291.

14 Sobre idea de Nancy de que la democracia ni siquiera se anticipa a sí como idea totalizante, ver
“La democracia no es figurable”, en La verdad de la democracia (2009), p. 49.

15 Ver también, “A democracia é unha promessa”, Entrevista de E. Fernámdez a J. Derrida, Jornal


de Letras e Ideias, 12, XII, 1994, pp 9-10, en :
https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/democracia.htm; Derrida, Sauf le nom, Galilée,
Paris, 1993, p. 108; Espectros de Marx, trad. J.M. Alarcón, C. de Peretti, Barcelona, Trotta, 1995, p.
79.

16 Derrida, J. Espectros de Marx, p. 189.

17 Ver el análisis crítico que J. Rancière hace de Derrida, señalando que lo que está en el fondo
del concepto derridiano de democracia por-venir es en realidad un principio ético, el de la
obediencia absoluta al Otro: “¿La democracia está por venir? Ética y política en Derrida”, en A. P.
Penchaszadeh. E, Biset (comp.), Derrida político, Buenos Aires, Colihue, 2013.

18 En Nancy sí parece sostenerse la íntima vinculación entre política y democracia, como cuando
en Democracia finita e infinita nos dice: “En realidad, todo comienza con la propia política. Y es
preciso recordar que la política tuvo un comienzo. Con frecuencia tendemos a pensar que siempre
y por todas parte hay política. Es indudable que siempre y por todas partes hay poder. Pero no
siempre ha habido política. La política es, al igual que la filosofía, una invención griega y, como la
filosofía misma, también es una invención surgida del fin de las presencias divinas: de los cultos
agrícolas y teocráticos. De igual manera que el logos se construye sobre la descalificación del
mythos, la política se organiza a partir de la desaparición del dios-rey. La democracia es, antes que
nada, lo otro de la teocracia. Esto significa que es lo otro del derecho dado: la democracia ha de
inventar el derecho. Ha de inventarse a sí misma”. Ver Democracia en suspenso (2010), p. 79-96.

19 Sobre la contraposición justicia/ley, ver Fuerza de ley (1997). p.50, 38-39.

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20 Es esta una pregunta que Derrida se hace una y otra vez a lo largo de Políticas de la amistad, p.
325-338. Rancière hace una incisiva crítica sobre el planteamiento derridiano y traza las
diferencias con su propia concepción en “¿La democracia está por venir? Ética y política en
Derrida”.

21 Todos los intentos en esta línea (Bataille, Blanchot, Derrida, Nancy, Agamben) formulan
denominaciones aporéticas que tratan de salir de ese cauce de la philía y se inscriben en ese
intento de reinvención: singular plural, comunidad inconfesable, inobrable, “comunidad de los que
no tienen comunidad”.

22 Nos atenemos en lo fundamental a los siguientes textos: El desacuerdo (1996), El odio a la


democracia (2006), y Política, policía, democracia (2006b).

23 “La democracia, entonces, no es para nada un régimen político, en el sentido de constitución


particular entre las diferentes maneras de reunir hombres bajo una autoridad común. La
democracia es la institución misma de la política, la institución de su sujeto y de su forma de
relación” (2006b), p.65.

24 Sobre esta relación: cap. “La distorsión: política y policía” de El desacuerdo, ver “Política y
policía” de Política, policía y democracia, p. 17-18.

25 En este punto también podría unírseles Nancy: “La verdad de la democracia es la siguiente: no
es, como lo era para los antiguos, una forma política entre otras. No es una forma política en
absoluto, más aún, o al menos, no es ante todo una forma política”, J.L. Nancy, The Truth of
Democracy, trad. P.A. Brault, M. Naas, Fordham U. Press, 2010, p. 32.

26 “Seguiría teniendo sentido hablar de democracia allí donde no sería ya cuestión (en lo esencial
y de manera constitutiva) de país, de nación, de Estado incluso de ciudadano, dicho de otro modo,
al menos si nos atenemos a la acepción recibida de esta apalabra, allí donde no sería ya cuestión
de política” (1998), p.127.
27
Ver mi ensayo “De la crítica de dos conceptos políticos: sujeto y acción” (2016).

Bibliografía

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conceptos-politicos-sujeto-y-accion?rgn=main;view=fulltext

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______(2008). Le gouvernement de soi et des autres, Paris: Gallimard-Seuil.

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Madrid: Escolar y Mayo.
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suspenso, Murcia: Casus Belli, pp. 79-96.

______ (2009). La verdad de la democracia, Buenos Aires: Amorrortu.

______(1996). La experiencia de la libertad, trad. Patricio Peñalver, Madrid: Trotta.

Rancière, J. (2013). “¿La democracia está por venir? Ética y política en Derrida”, en
Penchaszadeh, A.P & Biset, E. (comp.), Derrida político, Buenos Aires: Colihue.

______(2006a). El odio a la democracia, trad. I. Agoff, Buenos Aires: Amorrortu.

______ (2006b). Política, policía, democracia, trad. M. E. Tijoux, Chile: LOM.

______ (1996). El desacuerdo, trad. Horacio Pons, Buenos Aires: Nueva Visión.

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Artículo
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Felicidad infrapolítica

Conversación con Alberto Moreiras1

Gerardo Muñoz & Peter Baker

Lehigh University & University of Stirling

gem317@lehigh.edu

peter.baker@stir.ac.uk

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1. Nos gustaría comenzar preguntándote por la universidad hoy, y lo que


percibimos como un malestar generalizado sobre dicha institución. La organización
del saber y la misión intelectual de la universidad contemporánea parecen haber
extraviado su destino y legitimidad. En varios lugares (pensamos en algunos
pasajes de tu libro Marranismo e inscripción, o en tu ensayo "Universidad, principio
general de equivalencia") te has referido a cierto fin epocal de la universidad2. Sin
preguntarte 'como es que hemos llegado a este punto', nos gustaría que dijeras
algo sobre qué significa para ti vivir "contrauniversitariamente" hoy, una propuesta
que has venido afirmando más o menos sistemáticamente en los últimos años.
¿Piensas que es posible reconducir el deseo intelectual o la pasión por el
pensamiento hacia otro lado más allá de lo que ofrece hoy el espacio universitario?
¿Y hacia dónde apunta ese paso atrás?

Vamos a postular, hoy más que nunca, que la universidad, antigua institución, sea hoy lo
suficientemente madura y sólida como para tolerar críticas radicales a su funcionamiento,
que incluye por supuesto el comportamiento habitual de sus miembros en los varios
estamentos; vamos a imaginar que nada de lo que se diga hoy contra la universidad y su
modus operandi tenga repercusión alguna en la vida cotidiana del universitario, o en sus
asociados; vamos a pretender que todos los trabajadores intelectuales empleados por la
universidad sean por definición más amigos de la verdad que de Platón, y así que la
crítica, aunque duela, es lo que siempre aprecian por encima de cualquier tradición de
silencio y omertá; vamos a suponer que no hay realmente universidad sino solo conjuntos
de probos individuos que trabajan de la mejor forma posible para ganarse la vida en
instituciones académicas y que nunca le harían daño a un colega que pudiera poner su
estructura ganancial en entredicho; vamos a sugerir que el viejo dicho sobre no morder la
mano que te da de comer es otra cosa que moral de esclavos. ¿Va sonando plausible la
serie de suposiciones? No. Menos que nunca. Por eso la pregunta es incontestable para
una persona razonable como pretendo ser: es simplemente demasiado peligrosa, sin
compensaciones, porque hoy ya la libertad de expresión, en la universidad, no excluye la
represalia. Incluso te piden que hagas cursillos al respecto. Ahora bien, la pregunta
puede ser reconvertida a pregunta por la mejor modalidad de trabajo intelectual bajo
condiciones presentes. Hemos hablado con frecuencia de una estructura de trabajo en
grupo virtual que permita crear condiciones para la palabra libre. Sabemos que tanta

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gente hoy se siente enterrada en vida o, peor, ha perdido hasta la conciencia de estar
enterrada viva, porque la soledad repetitiva los atenaza y los encierra en las aulas y
pasillos. Sabemos que solo se puede pensar y solo se puede escribir en compañía,
cuando esa compañía no es la compañía de fantasmas y figurones, gigantes y
cabezudos. Afortunadamente tenemos los recursos técnicos para ello, y no son
particularmente onerosos.

La estructura de trabajo de pensamiento en grupo es contrauniversitaria en la medida en


que, para llegar a ella, uno tiene que asumir su calidad de "forajido," es decir, de "salido
fuera" de una institución donde no encuentra alimento suficiente. La imagen clásica es la
de la caravana en el desierto- los camellos, los carros, las mercancías producen un cerco
en el interior del cual es posible encontrar acomodo y refugio, se puede hablar mientras
uno toma té o cualquier otra cosa. Hay guardias que se encargan de lidiar con los
chacales. Eso es lo mejor que puede pasar. En la universidad actual - no siempre fue
así- hay tres tipos de individuos: los que asumen su propia hegemonía, desde su calidad
de dominantes o subalternos (toda hegemonía produce subalternidad, y la universidad
está llena de subalternos, como los que piensan que ellos serán prudentes hasta que
consigan la permanencia laboral, y luego se sueltan, sin reparar en que cuando uno ha
sido esclavo durante diez años ya no dejará de serlo nunca; estos son los que intentan
pasar de subalternos a hegemónicos, y a veces lo consiguen); los pobres diablos que
pasan la vida en la angustia y el agobio, confusos, desorientados, tratando de complacer,
obedeciendo sin alegría, o más bien con una alegría falsa y trullera, histérica, la alegría
del indeciso al que la inercia va sosteniendo hasta que deja de hacerlo; y el forajido real o
virtual, del que depende cualquier posibilidad de libertad en el campo intelectual presente.
Estos son los menos. Y ahí estamos. Sin mayor modestia ni inmodestia - fuimos tan
idiotas, nosotros que fuimos forzados a entendernos como forajidos, que creímos al
principio que todos eran como nosotros. Hay que perder esa idiotez, y aprender a buscar
a los otros forajidos. Sin amistad no hay pensamiento.

2. Afinando un poco la pregunta anterior, ¿hasta qué punto podemos hablar de la


posibilidad de una renovación de los Estudios Hispánicos en la universidad
norteamericana, latinoamericana, o europea? ¿O es ésta una batalla de pérdida?
Parecen haberse quemado ya varios momentos. ¿Queda algo? Tu propuesta del
'registro marrano' elaborada con cierta insistencia desde hace años es una apuesta
por salir del impasse postcolonial, algo que ha quedado programáticamente

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expuesto con claridad en la introducción de Conceptos fundamentales del
pensamiento latinoamericano actual (2017)3, libro que editas junto a José Luis
Villacañas. ¿Te parece que el registro marrano entraría en contradicción con la
universidad contemporánea en la medida en que un recomienzo marrano también
implicaría una cierta institución? ¿Pero qué institución sería ésta si es que es
posible hablar de una institución marrana?

Para mí la noción de "registro marrano" tiene que ver con Estudios Hispánicos en primer
lugar porque es cierto que el marranismo se da como fenómeno histórico en la Península
Ibérica, o entre sujetos cuya historia ibérica no ha dejado de importar. Refiere a la "doble
exclusión," es decir, lo marrano es lo que ha quedado excluido tanto de la comunidad
originaria como de la comunidad de conversión, y no tiene ya retorno ni meta. El registro
marrano es lo que ocurre desde esa condición existencial precisa, que solo es, por lo
tanto, metonímicamente referible a la historia de los judeoconversos ibéricos. Yo puedo
vivir hoy en registro marrano muy por fuera de cualquier genealogía religiosa. Pero el que
vive en registro marrano sabe bien que su refugio no puede ser identitario y es, de hecho,
beligerantemente anti-identitario. Ahora bien, ser beligerantemente anti-identitario hoy es
jugársela, por la muy sencilla razón de que, en general, la identidad, la apelación a la
identidad, es lo único que entiende la gente, o dice entender. Dramáticamente, pues en el
fondo no sirve nunca para nada. Además, por desgracia, la identidad ha sido y en muy
grande medida continúa siendo el único pensamiento legible de la tradición cultural
hispánica desde hace más de doscientos años. (Si ha habido pensadores patentemente
anti-identitarios en la tradición de la lengua, tenemos que confesar que hay que buscarlos
con la linterna de Diógenes.). Por eso buscar el registro marrano en el archivo hispánico
es tan difícil - es buscar trazas no más. A menudo frustrantes. No puede crear escuela, no
puede crear proyecto, no puede sostener carreras. Al revés: puede sostener catástrofes y
desastres tan solo.

Pero eso es lo que hay cuando se ha permitido y fomentado que el hispanista no pueda
ya hablar de otra cosa que de identidad: la mujer escritora que reinvidica su condición
femenina, el gallego que habla de la diferencia específica de serlo, o el vasco que no
dejará de serlo en exclusiva nunca así lo aspen y caiga quien caiga son ya solo figuras
peninsulares más o menos intercambiables a añadir a las figuras de la mexicanidad, la
bolivianidad o la argentinidad, en sí variantes criollas de lo que la llamada opción
decolonial prefiere entender en clave quechua, maya-quiché o guaraní y que también

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puede entenderse en clave queer, o en clave racial, etcétera. No es que nada de eso sea
importante. Es que la identidad ha secuestrado toda noción de historia, y poco importa
que en los últimos años esa misma identidad prefiera ser leída en clave política. Porque la
política, en una inmensa mayoría de casos, también ha sido secuestrada por la identidad.
Es desde este punto de vista que yo me permitiría hablar de la caída epocal de los
estudios hispánicos. Desde el registro marrano dejan de tener sentido, no pueden ya
articular ninguna especie de regionalismo crítico, ninguna clase de bloque geocultural o
civilizacional desde el que tramar algún encuentro o cruce o, en fin, conflicto que merezca
la pena. Esto deja el archivo intacto, por supuesto. Uno puede todavía conmoverse con
algún poema de Gustavo Adolfo Bécquer o José Asunción Silva si quiere.

La pregunta para mí es: a estas alturas, bajo condiciones presentes, ¿desde qué
perspectiva puede justificarse dedicar la propia vida al estudio del texto hispánico en
cuanto tal? Mi sensación es que las respuestas que se han dado en los últimos cien años
son hoy radicalmente insuficientes, cuando no directamente infumables. Y, en fin, el
registro marrano pretende abrir una modalidad tenue de lectura y de experiencia, una
clave de encuentro. Con una condición esencial: ¡la condición es que no se entienda el
registro marrano en clave identitaria, que siempre es comunitaria, regresiva,
compensatoria! La condición es que se asuma la calidad existencial salvaje, libre, sin
refugio, nómada, y alerta del registro marrano de pensamiento. Por lo tanto el registro
marrano no puede ser más que el comienzo de un tipo de pensamiento insólito en nuestro
mundo, y ojalá podamos llegar a él. No sé si eso reclama, como decís, "una nueva
institución." Lo que sí es obvio es que reclama un grupo dispuesto a hacerlo,
contrauniversitariamente, desafiando las inercias disciplinarias habituales, que todavía
controlan (o son controladas por) los aparatos de poder profesional.

3. La reinvención de la política necesariamente tendría que pasar por una


transformación de la democracia, esto es, por un proyecto que vuelva a hacer
pensable la radicalización de la igualdad en términos realistas. Sin embargo, esta
opción no es muy común en buena parte de los discursos teóricos en la izquierda
que permanecen anclados en la subjetividad o en la comunidad política, en el
fideísmo neocomunista y en el peor de los casos en el identitarismo decolonial. Por
otro lado, la democracia tal y como es nombrada por los liberales del Primer Mundo
es un orden que ya no puede producir transformación, y que más bien sirve
exclusivamente para abastecer el mismo vaciamiento de dominación ahora caído a

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la lógica económica de rendimiento de la subjetividad. Entonces, te queríamos
preguntar por las condiciones de esa reinvención de la democracia en un momento
en el cual, como se ha propuesto en el eje de este dossier en torno a esos dos
términos, "democracia - infrapolítica", estamos experimentando el fin de la política
de principios o fundamentos y que obviamente, coincide con una intensificación del
nihilismo. ¿Por qué hablar de democracia y no de anarquismo (claro que tú
entiendes el anarquismo como algo substancialmente diferente a la tradición
política de principios de siglo)? ¿Dirías, entonces, que pudiera decirse que la
reinvención de la democracia pasa hoy por la elaboración de un pensamiento otro
no-hegemónico o absoluto? ¿Puede la noción de la res publica orientar un sentido
de largo aliento para la vida pública en común?

Pretendemos hacer frente a un presente (y a un futuro) en el que no cesamos de detectar


nuevos mecanismos de dominación, formas nuevas en las que la captura destructiva de la
vida aumenta. Hablamos de biopolítica, de tecnopolítica, de financialización de la vida
humana, de calculabilidad y ordenabilidad cibernética, de nuevos índices de explotación
de la fuerza de trabajo viva - pero pretendemos hacerle frente a todo eso usando viejos
recursos de una ya cansada tradición ilustrada. No tiene sentido. Queremos renovar
nuestra democracia y no se nos ocurre más que hacerlo tratando de intensificar la fuerza
del presunto "nosotros," para ir hacia democracias hegemónicas, democracias llamadas
populares que en el fondo son la antesala del infierno idiota porque en ellas se perderá lo
más esencial de la democracia misma. Es necesaria la invención democrática, desde la
convicción efectiva de que nadie es más que nadie y de que no debemos obedecer sino
nuestra propia ley, pero esa invención democrática es incompatible con un espacio
político centrado en las cadenas de equivalencia y en la demanda histérica al y del líder.
Decía el viejo Kant que era preciso dotarse de instituciones que permitieran la estabilidad
de una "república de diablos," y yo prefiero usar la expresión "república marrana" o
"república de marranos". Para Kant, esa era la forma de usar la "sociabilidad asocial" o
"insociabilidad sociable" del humano - proteger el auto-interés, proteger la patología, y no
ponerle más límites que los que se deriven de proteger la patología de todos, y no solo de
algunos. O todos cuentan o nadie cuenta - eso es necesariamente así. Es verdad que la
lógica económica no es la lógica política, y que no es posible pensar que hay total
autonomía política. Pero tampoco hay total autonomía económica. La política
democrática es siempre el esfuerzo por corregir en sentido igualitario el terreno de juego.
A mi juicio eso solo puede darse en el intento de establecer instituciones impersonales,

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que no dependan de primeras ni de segundas personas del plural. Yo no tengo por
supuesto recetas ni sé más de política que cualquier otro, pero sí tengo la fuerte
impresión de que no habrá invención democrática si la teoría permanece anclada en el
pasado mientras que la práctica cotidiana cruza fronteras sin cesar.

No es ya posible creer que, por ejemplo, Antonio Gramsci sea el gran pensador de la
política futura, por la sencilla razón de que Gramsci era el pensador de un tiempo que ya
se fue. No significa que no podamos aprender de Gramsci, o de Marx, o de Kant. Pero
las soluciones para nuestro tiempo no van a venir del suyo - y la izquierda en particular
parece tener problemas comprendiendo tal perogrullada. Sigue siendo una izquierda
parroquiana, comunitaria, una izquierda del nosotros o del nosotras, una izquierda antigua
y caduca por mucho hiperliderazgo mediático que quiera echarle al asunto. Habláis de
an-arquía en vuestra pregunta- -para mí esa palabra remite, efectivamente no a la
doctrina anarquista ya caduca históricamente, sino al hecho de que nuestro mundo ha
entrado en una época en la que no existen más que fantasmalmente los principios,
entendidos como valores hegemónicos, valores que asientan la legitimidad social, y así
las formas mismas de dominación. Moverse hacia una invención política (democrática) a-
principial supone haber constatado críticamente la inoperatividad destructiva de tantos
elementos de la tradición en tanto elementos de la tradición; incidentalmente, eso
permitiría salvar tantos otros elementos de una tradición que no tenemos por qué
malbaratar ni despreciar. La a-principialidad democrática debe, para mí, estar basada en
la constatación de la igualdad humana - nadie es más que nadie porque, en primer lugar,
nadie es equivalente a nadie. En la medida en que no hay valores ni principios que
puedan asignar méritos relativos y cuantificables que sometan la equivalencia a
corrección, en esa justa medida solo la democracia marrana sirve: como nadie tiene
mayor legitimidad, nadie es (ya) más que nadie. Solo nuestra soledad nos da fuerza, solo
nuestra soledad es común. La hegemonía basada en la primera persona del plural, sea
cual sea, obviamente no sirve para nada de esto.

4. Hagamos una pausa en un momento político concreto, en particular, en el


complejo momento español. Algunos han sugerido que la irrupción de Podemos
buscaba la refundación de la res publica, y esto supone una apuesta de
democratización efectiva de la sociedad española, pero también la necesidad de un
liderazgo fuerte (Fernández Liria habla, por ejemplo, de una línea vertical que esté
en condiciones de cerrar el círculo, y a eso le llama populismo 4). El mismo Pablo

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Iglesias habla de una "nueva transición". Como has escrito largamente sobre
Podemos, y entendemos que estás preparando un libro sobre populismo en el
contexto español, queríamos preguntarte: ¿cómo te posicionas ante ese momento
republicano que en ocasiones ha sido reivindicado como un "progresismo
patriótico, pero también con una vinculación fuerte con la lógica maestra de la
hegemonía"5?

La explosión de energía política que llevó al 15-M, y que fue desde luego consecuencia
de la crisis financiera del 2008, quizás todavía no haya dado sus mejores frutos. Hay que
tener paciencia. Podemos surgió en la estela del 15-M, como una posibilidad muy
razonable de canalizar, articular y potenciar la fuerza latente en las protestas silenciosas
en las plazas. Conviene confiar en que Podemos esté en pleno proceso de evolución y
de reflexión teórica y práctica en relación con sus propias metas como partido y en
relación con su concepción del espacio político democrático, que afectaría no solo a
España sino también al conjunto de la Unión Europea. No creo que Podemos haya
llegado a una configuración estable de lo que quiere o puede ofrecer.

Ha habido grandes errores, errores incluso imperdonables, caprichosos, atacantes, y no


es que haya habido también (todavía) grandes aciertos - lo cual es a mi juicio más un
problema del liderazgo que de cualquier otra cosa. Pero ojalá los haya, los aciertos, en el
futuro. Todo tiene que partir de una renovación reflexiva real - no basta con sentirse los
elegidos de la historia, volviendo otra vez a la tocata de la superioridad moral de los
jóvenes, o de la superioridad moral de la izquierda, o de la santidad inmaculada y
espontánea del pueblo, etc. Y la renovación reflexiva no es tanto cuestión de sentimiento
oceánico como de pensamiento real. Y eso falta - hay algunos teóricos muy anclados en
el pasado, falsos renovadores que sin embargo tienen fuerza y proyección en el partido;
hay otra gente con posibilidades reales pero mala formación; hay otros un tanto
excesivamente dogmáticos en sus tomas de partido y sus adhesiones inquebrantables a
esto o a lo otro: en fin, lo de siempre, y desde luego lo de siempre en una izquierda que
sigue sin levantar cabeza a pesar de que tienen todos los argumentos posibles a su favor.
La idea que empezó a esbozar Errejón sobre transversalidad podría radicalizarse - yo veo
ahí una posibilidad real de invención democrática en el sentido que yo apoyo con más
convicción. Pero Errejón parece haber dado marcha atrás ya demasiadas veces y
haberse plegado a una estructura de partido que se está anquilosando retóricamente
semana a semana y mes a mes. Es una pena.

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No sé si Podemos será un instrumento real de cambio en el futuro, o si Podemos puede y
debe ser sustituido por formaciones más novedosas, menos convencionalmente
populistas por un lado y viejo-izquierdistas por el otro. A mí me parece que la renovación
de la izquierda española tiene una oportunidad histórica real ahora, dado el agotamiento
del nosotros nacionalista que será una consecuencia irrefragable del conflicto catalán, lo
que puede permitir a esa izquierda abandonar posiciones que han estado plagándola
absurdamente durante los últimos 40 o 50 años. Pero está por ver. ¿Puede plantearse
este asunto como un problema de líderes? A mí lo de los líderes (caudillos sería una
palabra más castiza) no me gusta en absoluto. Se necesitan, eso sí, singularidades
fuertes que sean capaces de proponer un discurso renovador, y se necesita que ese
discurso sea oído y discutido ampliamente. Es verdad que la política no es cuestión de
discusiones teóricas interminables, pero sí que es cuestión de estilo. Y Podemos tiene
que cambiar de cuajo su estilo público, el que han estado desplegando desde al menos
las últimas elecciones, o desde la campaña previa a ellas. Ese cambio de estilo implica
un cambio de pensamiento. Ese cambio de pensamiento no se producirá
espontáneamente. Y sabemos que no nos podemos fiar de la universidad para dárselo.
Veremos qué pasa.

5. Nos gustaría ahora pasar a cómo entiendes el aporte que se anuncia con el
concepto – si efectivamente se puede hablar de concepto o cuasi-concepto – de
infrapolítica para una reflexión sobre la posibilidad de pensar la política de otro
modo, como quiasmo entre la vida singular y la politicidad. El título de este dossier
sugiere que hay un vínculo entre la infrapolítica y la reinvención de la democracia, y
que tal vinculo debe asumirse como una las tareas para el pensamiento
contemporáneo. Es un nexo que tú mismo enfatizas en varios momentos del
desarrollo del concepto de la infrapolítica en tu trabajo y lo vinculas de forma
explícita con una crisis política actual, al fin de la legitimidad a que ya has referido,
pero también a la insuficiencia de las categorías políticas modernas. ¿Podrías
esbozar para nosotros cuáles son las dimensiones de esta crisis y cuál es el papel
de la palabra ‘infrapolítica’ para enfrentarse a ella?

La infrapolítica es, mínimamente, un campo de reflexión abierto a la indagación de


condiciones y manifestaciones de experiencia en la época de la consumación de la
estructuración ontoteológica de la modernidad. Yo creo que esa es la "crisis política
actual," conectada a cosas de muy grande alcance, a movimientos históricos difíciles de

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controlar desde el sujeto individual o colectivo y que lo exceden radicalmente: el
capitalismo financiero en su momento presente, el despliegue biopolítico que cruza toda la
política convencional silenciosa pero inexorablemente, la técnica cibernética que va a
alterar de formas tan dramáticas como insondables nuestro mundo en una o dos
generaciones. Contra todo eso, contra la conciencia cada vez más asentada de que la
lucha política hoy no puede llegar ni a tantear sus propias condiciones de enunciación y
corre por lo tanto el riesgo mortal de ser política ciega, nos queda notar algo muy sencillo:
la experiencia, la de todos y la de cada uno, está cruzada por la política, que la marca y
determina y enmarca de forma fundamental e irreducible, pero en última instancia la
determinación política no agota la experiencia. La experiencia excede o subcede la
política, y puede por lo tanto ser tematizada y estudiada infrapolíticamente. Y quizás no
hay más que eso: la infrapolítica no busca determinar filosóficamente cuál sea la esencia
de la política, ni siquiera en sus dispensaciones contemporáneas. Su interés,
hermenéutico, fenomenológico y deconstructivo, se da más bien en el intento de acotar la
determinación política a favor de su exceso o suceso. Para encontrar en eso que excede
a la política una forma de vida, el principio de una forma de vida.

Preguntáis por la relación entre eso y la política. La infrapolítica es un campo de reflexión


que indaga el suceso de la política en nuestro mundo. En cuanto su-ceso, es decir,
exceso que precede, campo experiencial no circunscribible ni agotable por determinación
política alguna, la infrapolítica tiene dimensiones críticas—la infrapolítica piensa la política
en la medida en que piensa su negación–, pero su ejercicio primario no es crítico (de la
política) sino interpretativo. La infrapolítica vive en una retirada de la política de la que no
se nos oculta que incluye una intensa politicidad—pero es la politicidad impolítica que
suspende y cuestiona toda politización aparente, y la coloca provisionalmente bajo el
signo de su destrucción. Llamamos a la dimensión de politicidad impolítica de la
infrapolítica posthegemonía, o democracia posthegemónica. La infrapolítica encuentra en
la democracia posthegemónica, y en su praxis, que es la democratización
posthegemónica, la interrupción suplementaria de su propia praxis subcedente. La
infrapolítica no pide inscripción ni perdón. Se anuncia como voluntad de pensamiento al
margen de canales establecidos y reconocibles, al margen de toda política cultural, al
margen de toda recuperación bienpensante. Tratará, por supuesto, de crear sus lugares,
pero nuestra querencia es virtual y oscura, y nos atraen más los bares y las calles y las
playas y los desiertos que las aulas, las salas de conferencia o los grandes hoteles
convencionales. No insistimos en secreto alguno, pero sabemos que el pensamiento es

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siempre secreto. No pedimos comunidad, no pedimos filiación, no pedimos siquiera
comprensión alguna. Nos manifestamos contracomunitarios y hostiles a toda formación
de captura. Y apostamos a un largo plazo incalculable desde el cómputo servil del
produccionismo excelentista. Sabemos que sólo contamos con nuestro tiempo de vida, y
que tal tiempo excede, y sucede, al tiempo de trabajo. Y esa es la cosa. No es mucho,
pero es más que nada, y es también, pienso yo, en su impretenciosidad radical, una
posible fuente de felicidad individual contra la histeria de la incesante demanda política
que tantas veces no es siquiera política y es tan solo demanda.

6. Siguiendo un poco este hilo, podemos decir que hay hoy día numerosas
respuestas que toman como punto de partida la crisis de la política y se plantean
explícitamente como salidas exitosas. Podríamos mencionar en esta línea, por
ejemplo, el llamado pensamiento de la "Italian Theory" en el que podríamos incluir
no sólo el trabajo de Giorgio Agamben o Roberto Esposito, sino también la obra de
otros como Antonio Negri, Elettra Stimilli, o Massimo Cacciari. Y desde luego, está
el neocomunismo que ha reactivado con fuerza el legado político del 68. Pero
podríamos también incluir otros quizás no tan obvios tales como el nuevo libro de
Geoffrey Bennington, Scatter 1 (2016), donde se avanza la noción o la cuasi-noción
de política de la política. Sin embargo, en tu énfasis noto una cierta facticidad
existencial, lo cual te lleva a tomar distancia de otros horizontes teóricos. ¿Cómo
ves esta diferencia respecto al trabajo de estos autores? ¿Y qué papel juega el
archivo “hispano” para la infrapolítica? Estamos pensando, por ejemplo, en figuras
que tienen un papel importante en tu trabajo como Javier Marías, Rafael Sánchez
Ferlosio, Jorge Luis Borges, María Zambrano, José Lezama Lima, la picaresca o el
thriller, por enumerar tan solo algunas cosas y sin ánimo de cerrarlas en un archivo
monolítico…

Quizás una de las llamadas "ventajas estratégicas" de la pobre infrapolítica, que tiene muy
poco que ver con militarismo alguno, es que es un campo reflexivo que no surge
directamente de la filosofía entendida como disciplina académica. Ese pensamiento
italiano al que te refieres no solo se formula y se autoriza en el campo de la filosofía, sino
que trama o sueña constituirse, como sabemos, como propuesta nacional, "pensamiento
italiano," "diferencia italiana," para una "filosofía del futuro," en la expresión de Agamben.
La infrapolítica ni es pensamiento nacional ni aspira a dominar futuro alguno. Es
consecuencia, en realidad, de una crisis discursiva en el campo de estudios culturales

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hispanista-latinoamericanista. Pero esto quiere decir en primer lugar que una enorme
parte de sus referencias es literaria, y que otra enorme parte de sus referencias es visual
(pictórica, cinematográfica, fotográfica.) Lo que la infrapolítica ama como lo inconspicuo,
o lo más inconspicuo, no es tantas veces susceptible de tematización filosófica - y sin
embargo ese es el lugar preeminente de habitación infrapolítica. Claro, podríamos decir
que, como consecuencia de todo ello, solo la infrapolítica hoy está indicando que hay un
lugar otro para el pensamiento que no es el lugar de la política: obvio que la tematización
de lo impolítico en Cacciari y Esposito es tematización política de lo impolítico; obvio que
el proyecto de Agamben no aspira solo a producir la "filosofía del futuro," y ni más ni
menos que prima filosofía, sino también la política del futuro; obvio que otros intentos,
como los de Inna Viriasova o Laurent Dubreuil, que han escrito libros tematizando lo no-
político o a-político, son en el fondo intentos de pensar lo político desde su envés; y obvio
que Geoffrey Bennington piensa, literalmente, "la política de la política" como forma de
politización discursiva6. La infrapolítica estudia y aprende de todo ello, por supuesto, pero
reclama otro lugar de habitación, otra estancia.

Creo que en el segundo tomo de La bestia y el soberano Jacques Derrida dice como de
pasada, sin fijarse mucho, que toda filosofía es filosofía política, o que la filosofía política
es el principio de la filosofía, algo así. Quizás la infrapolítica no es política porque no es
filosofía y no es filosofía porque no es política. Lo que, por cierto, no le quita nada a su
doble posibilidad filosófico-política de ser a la vez destructora de la política y destructora
de la filosofía. Mis aliados más queridos en ello son por supuesto figuras del archivo,
figuras de la tradición, que para mí es inmediatamente, por razones de lengua, la tradición
hispánica. Rastrear en ese archivo trazas marranas, trazas infrapolíticas, trazas de una
tematización no reificante de la existencia, del tiempo existencial - en fin, eso sostiene y
ha sostenido mi tiempo profesional y le debo todo a ello. A los autores que mencionas yo
añadiré Juan Goytisolo, Juan Benet, José Ángel Valente, pero también Álvaro Cunqueiro,
también Josep Pla, y también desde luego el Arcipreste, Garcilaso de la Vega, la
Celestina, Teresa de Ávila, el Quijote, cierto Baroja. Pero luego está el otro inmenso
archivo de la pintura y de lo visual en el que casi nunca me he atrevido a entrar porque
tengo verdadero pánico a ponerlo en palabra, y que para mí ha sido un compañero
constante - voy a mencionar solo a Rembrandt y a Velázquez, a Cézanne, a Robert
Bresson, a Anselm Kiefer. Y hay tantos otros, como decís. Es posible incluso que la
totalidad del arte sea definible como infrapolítica - que el arte sea la empresa infrapolítica
por excelencia, si bien en el arte, en cuanto arte, tendríamos ya que hablar de una
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empresa transfigurante de la infrapolítica, infrapolítica transfigurada: abocada a una figura.

7. La relación entre escritura y vida es de gran interés para nosotros. Giorgio


Agamben en su ensayo reciente L'avventura (2016) argumenta que el género de las
aventuras medievales expone una cierta experiencia del destino de la vida singular.
En realidad, Agamben piensa que debemos recuperar o al menos volver la mirada
hacia las novelas de caballerías y las fábulas que encierran algo así como el hueco
mistérico de la existencia por debajo de toda narrativización, justamente porque allí
la narrativización falla y aparece una relación con el destino. ¿Cómo pensar hoy
algún tipo de experiencia parecida si actualmente nos encontramos también en el
fin de la Gran Literatura, esto es, de la liquidación de la forma "Literatura" como
máquina o motor alegórico?

Hace poco leí el opúsculo de Agamben, que me interesó mucho, como todo lo de él. Creo
que tiene un centro, que es el de la propuesta de traducción a “aventura” del término
alemán que se convierte en un término especial en el pensamiento de
Heidegger, Ereignis. Si Ereignis significa en alemán corriente “acontecimiento,” y si está
relacionado con el verbo eignen, “apropiar,” las traducciones de Heidegger tienden a darlo
como “acontecimiento de apropiación,” que es una traducción a todas luces torpe y
patosa. Agamben propone ahora “aventura,” y dice que toda aventura remite a un
“vestíbulo,” que sería el momento en el que el humano se hace “propiamente” humano,
como “acontecimiento de acontecimientos” o más bien “aventura de aventuras” (Agamben
2018, p.81)7. Cruzar el vestíbulo, pasar el pasaje: esa es la experiencia de con-versión
que la palabra Ereignis lleva hacia lo propio, pero que “aventura” restituiría a su esencia
espacial (en la aventura ad-vienen a un mismo lugar esencialmente lo humano y una
cierta experiencia del ser). Con-versión o transformación o transfiguración más que
apropiación, pero improgramable y contingente. Aventura es tyché. Aun así, define la vida
“poética” que es trasunto de la vida del caballero andante, y con ella toda vida sustraída a
lo que es “ordinario” en la concepción moderna (que, en el texto de Agamben, Dante
Alighieri parece pre-ordenar teológico-jurídicamente como vida desprovista de aventura y
cerrada en su circuito de castigo y recompensa, perdición y salvación).
Agamben tiende a llamar "ética" a la forma en la que uno lidia con su propia "aventura,"
pero yo propondría que tal relación no es primariamente ética, supuesto que “ética” refiera
en Agamben a un cierto domiciliarse de la vida, a un morar en el tiempo y el espacio.
Antes de la ética hay una exposición a la existencia misma cuyo carácter es infrapolítico,

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con respecto del cual la ética es una toma de partido y una orientación específica, como lo
sería la política. En uno de los ejemplos de “aventura” que da Agamben, el lais de Marie
de France llamado “Bisclavert,” la historia es la del barón que debe transfigurarse en lobo
durante tres días cada semana. La relación del barón con su daimon no es, diría yo,
fundamentalmente una relación ética; pero lo es infrapolítica, en la medida en que lo
expone a una condición existencial irremediable, la aventura misma entendida como
aventura de aventuras. El encuentro es infrapolítico– al margen de la ética de sus
conclusiones. Amor y esperanza serían para Agamben los ingredientes propiamente
éticos que pueden regular nuestra relación con el daimon, pero a mí me interesa más el
albur preético de la relación potencial con la aventura, que es la potencia de la aventura
misma en relación con Da-sein–con su carácter ex-tático. En ese intento permanente de
con-versión, de transformación y de transfiguración hay una potencia de aventura que se
sustrae a toda ética en el reclamo singular de existencia abierta, en cuanto tal expuesta
sin condiciones.
Pero para ir a tu pregunta concreta: Yo soy un lector empedernido de novelas de
aventuras, de novelas donde el mundo se narrativiza en mil formas insólitas - desde las
novelas de caballería a los thrillers contemporáneos, pasando por las novelas de Salgari,
o las de Guillermo, las del Oeste, la ciencia ficción, las policiacas, pero también los
cómics. Los melodramas me atraen menos, sin embargo, no sé por qué - quizá porque
todos acaban, como se decía, en alegorías nacionales, que me traen abiertamente sin
cuidado. No sé si la aventura en cuanto tal tiene la capacidad de volver a ser forma
narrativa dominante--hoy lo es el thriller, su descendiente perverso, en cierto sentido. En
toda aventura hay un punctum, como decía Roland Barthes de la imagen fotográfica, y
ese punctum es también el lugar de desnarrativización. Pero en esa desnarrativización
puntual, a veces muy trivial en apariencia, se abre en cada caso una especie de aleph
que proporciona otra experiencia de mundo, otra experiencia de apertura a lo abierto. En
todo caso la narrativa se convierte, para el lector o también para el narrador mismo, en
aventura - es decir, no remite a una aventura, sino que es o se hace aventura - a través
de un mecanismo de identificación o de enganche libidinal: el escudo de Galahad o el
caballo de Lanzarote, la gabardina mojada por la lluvia de un detective en el Los Ángeles
de 1935, o la pitillera de plata para cigarrillos Craven A de una espía fascista española
durante la Guerra Civil.
¿Cómo no enamorarse de esos trastos, más allá de toda razón? Pero es porque, en su
carácter de objetos parciales, son los lugares del deseo que toda narrativa canaliza y

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eventualmente encharca. Caer en esos charcos - bueno, quizás uno solo lee para eso,
¿no? ¿Para qué otra cosa? Digamos que toda narrativa encubre y al mismo tiempo
produce una formación de deseo que, al revelarse en cuanto tal, interrumpe la narrativa
misma y la abre a su verdad: la desnarrativización es, así, paradójicamente, no lo que
busca la narrativa, pero desde luego lo que busca el que lee o escucha en cada caso.
Esto tiene por supuesto diversas implicaciones para la deconstrucción o para el análisis
freudiano-lacaniano, también para la analítica existencial heideggeriana. Y esas son las
tres grandes referencias teóricas de la infrapolítica. Pienso que el ensayo de Agamben
sobre el que preguntas envía a una serie de problemas extraordinariamente importantes.

8. Vamos terminando este intercambio. En tu trabajo sugieres que la forma


institucional que corresponde a la práctica de una reflexión infrapolítica sería la de
la democracia posthegemónica. Una elaboración importante de posthegemonía es
la de Jon Beasley-Murray que retoma las ideas de habitus y de multitud para
plantear que “no hay hegemonía y nunca la ha habido”8. Sin embargo, tu
articulación de posthegemonía se diferencia a la de Beasley-Murray en el sentido en
que no niega que haya o que haya habido bloques hegemónicos, y sugiere que
pensar la política hegemónicamente es siempre una trampa antidemocrática.
Podríamos decir, quizás, que una reinvención de la democracia tendría que ser
posthegemónica puesto que no existe democracia sin posthegemonía ni sin
conflictividad. Nos parece que esta formulación es sugerente porque el lenguaje de
hegemonía tiene un vínculo claro con las ideas de populismo en el trabajo de
Ernesto Laclau que han sido tan influyentes en la praxis de la izquierda en América
Latina y más recientemente en la formula de Podemos en España. ¿Es la
poshegemonía una respuesta a este tipo de práctica política de la izquierda? ¿Es la
democracia posthegemónica lo único que le puede dar vida al ascenso de los
populismos?

Para mí no hay duda de que estamos en una época marcada por la dominación, y en la
medida en que esa dominación se manifiesta como mezcla de persuasión y coerción me
parece que podemos usar para esa dominación la palabra “hegemonía.” Afirmar que hay
dominación no nos hace directamente “hegemónicos” en ningún sentido que yo alcance a
entender de esa palabra. Otra cosa es si creyéramos que podemos salir de tal situación
de dominación fáctica mediante una estrategia hegemónica, que sería de entrada

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contrahegemónica pero solo provisionalmente: el gramscianismo busca por definición una
salida hegemónica a la situación hegemónica, aunque lo hace desde la postulación de
una contrahegemonía. Un “pensador hegemónico,” en el sentido amplio, sería un
pensador que hace de la búsqueda de una dominación/contradominación hegemónica
parte central e insustituible de su pensamiento–parte no renunciable. Eso es lo que
significa, para mí, aferrarse a la hegemonía– no solamente, aunque puede ser el caso
para algunos, describir una situación de dominación fáctica que no funciona solo con
porrazos, también con servidumbre voluntaria, sino más bien o sobre todo aspirar a
cambiar esa dominación fáctica, hegemónica, entre la porra y el placer de la obediencia,
por otra con distinto signo pero formalmente idéntica. Ni que decir tiene que lo que quiera
que pueda nombrarse “posthegemonía” puede tener posiciones diferentes en sus
descripciones fácticas de lo que hay o ha habido, pero tiene en común no pretender una
sustitución hegemónica como solución política, y menos republicana. No cree en ellas.
Hay una hegemonía civilizatoria realmente existente, la que combina en sí el capitalismo
financiero y el discurso de la técnica y la caída precipitosa de lo humano en la
autobiopolítica. La infrapolítica no es una forma de combate político, sino una forma de
sustracción a un combate político que hoy no puede lidiarse sino de forma interna al
capitalismo financiero, al discurso de la técnica, y la forma autotecnobiopolítica (con
perdón por la palabrota) de vida. Hay hegemonía, entendida como dominación social a
múltiples niveles y registros consistentes entre sí, y pienso que la forma de resistir a ella
no es el intento por formular una nueva hegemonía, no es el intento por construir una
nueva hegemonía, no es el intento por instaurar, finalmente, una nueva hegemonía (obvio
que lo del “hiperliderazgo mediático” de Podemos que confundió el sorpasso al PSOE con
la instauración de una nueva hegemonía es inadmisible y un poco patético). Y tampoco
es el intento de seguir amarrado a una idea que cumplió su fin histórico, a mi juicio, en el
marxismo tardío. Es más bien el intento de colocarse, política y existencialmente, fuera
de su alcance, en la (imposible) medida de lo posible; buscando un paso atrás con
respecto de soluciones políticas que traicionan su propia posibilidad.

Pienso que esto es lo consistente con la posición de “ilustración radical,” para usar el
concepto de Jonathan Israel, que comparten algunos pensadores de la Escuela de
Frankfurt y la deconstrucción en su sentido amplio (el sentido que incluye, digamos, a
Lyotard, Foucault, Lacan, Derrida, Nancy, etc.). Ahora bien, las cosas no se acaban en el
ejercicio infrapolítico, que es un intento de pensar la forma de vida del existente más allá
de su secuestro tecnobiopolítico, porque entendemos que, además de que hay existencia

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fuera de la política, la política marca la existencia. La posthegemonía es lo que la
infrapolítica ofrece como posición política, igual que la infrapolítica es lo que la
posthegemonía ofrece como lugar de amparo o positividad de su propia resistencia. No
es que la posthegemonía o la infrapolítica sean un lugar cómodo, y desde luego no se
entienden como teoría política– pero son, o buscan ser, una instancia de resistencia
radical a teorías políticas de la modernidad obsoletas, marcadas en su obsolescencia por
el capitalismo financiero y la tecnobiopolitización del mundo, que ya no tienen más fuerza
que la de la autopersuasión. No hay cadena equivalencial posible que no esté de
antemano caída en la hegemonía actualmente existente, que no constituya una
modificación más o menos banal de tal situación– la fuerza de la hegemonía moderna es
tal que no depende de nosotros ponerle fin; solo podemos disponer una resistencia que
sea también un comienzo de sustracción, y que guarde en esa posibilidad la memoria y el
adelanto de otro lugar. Creo que ese es el sentido final de mi propia conceptualización,
en la medida en que es política, del par posthegemonía-infrapolítica.

9. Volvamos al comienzo de esta conversación. Hablábamos de universidad y de su


crisis en cuanto institución capaz de producir una relación con el saber sin las
prótesis métricas que se sostienen a partir del principio general de equivalencia y
de la valorización de las lenguas y de las ideas. Ahora con la presidencia de Donald
J. Trump se habla mucho de "resistencia", y ha vuelto a reaparecer con ropajes
nuevos la vieja muletilla del 'qué hacer', con claros ánimos humanistas de defender
a la universidad en nombre de las Liberal Arts. En otras palabras, surge una
conciencia crítica que nos "demanda" ser "críticos" o "prácticos". Hay un revival
del viejo espíritu leninista, pero ya sin un Lenin y sin el horizonte efectivo de lucha
de clases. ¿Cómo pensamos hoy la posibilidad de una institucionalidad
universitaria que se retire de la lógica de equivalencia del capitalismo tardío y de su
cierre comunitario capaz de preparar un nuevo consenso fuera de las trampas de la
hegemonía, si por hegemonía entendemos el gesto de la demanda a una sujeción
efectiva?

Me temo que no tengo mucho que decir que no esté ya implícito en lo anterior sobre esta
última pregunta que me hacéis. Pienso, no que la universidad sea un baluarte capaz de
producir "opinión crítica" contra las reacciones más perversas o más potencialmente
perversas a la ideología dominante, a la hegemonía general, sino que la universidad es
hoy orgánicamente máquina de producción de esas reacciones perversas: la universidad

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Pensamiento al margen. Revista digital. Nº especial Infrapolítica y democracia. 2018. ISSN 2386-6098
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no tiene un afuera interno, ya no, si alguna vez lo tuvo. Tiene, eso sí, tradicionalmente la
pretensión de constituirse como un afuera interno al régimen de dominación imperante--
pero los que ya llevamos muchos años dentro de esa máquina sabemos que esa
pretensión es ahora ya falsa, mera cita del pasado, y que se sostiene solo en la mala
conciencia o incluso en la culpa del intelectual. La universidad es máquina hegemónica, y
no debemos dejarnos engañar por el espejismo de la supuesta disidencia
intrauniversitaria, casi siempre una farsa. La disidencia solo se da
contrauniversitariamente.

Gracias por esta conversación, Alberto.

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Notas

1
Alberto Moreiras es profesor de estudios hispánicos en Texas A&M University. Sus más recientes
publicaciones son Marranismo e inscripción (2016) y Manual de infrapolítica (2018).
2
Ver Moreiras, A. (2016). Marranismo e inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada.
Madrid: Escolar y Mayo. Y la ponencia, "Universidad, principio de equivalencia" (2016):
https://www.youtube.com/watch?v=op4uK3KWFW4
3
Moreiras, A & Villacañas, J. L., Eds. (2017). Conceptos fundamentales del pensamiento
latinoamericano actual. Madrid: Biblioteca Nueva.
4
Ver Fernández Liria, C. (2016). En defensa del populismo. Madrid: Libros Catarata.
5
Muñoz, G (2017). "Podemos or the rise of progressive patriotism in Spain: an interview with Iñigo
Errejón". http://www.publicseminar.org/2017/12/podemos-or-the-rise-of-progressive-patriotism-in-
spain/
6
Ver los siguientes libros: Il potere che frena (2014), de Massimo Cacciari; Categorie dell'impolitico
(1999), de Roberto Esposito; Potentialities (1999), de Giorgio Agamben; At the limits of the political:
affects, life, things (2018), de Inna Viriasova; The Refusal of Politics (2016), de Laurent Dubreuil; y
finalmente, Scatter 1: The Politics of Politics in Foucault, Heidegger, and Derrida (2016), de
Geoffrey Bennington.
7
Agamben, G. (2018). The Adventure, trad. Lorenzo Chiesa. Boston: MIT University Press.

8
Beasley-Murray, J. (2010). Posthegemony: Political Theory and Latin America. Minnesota:
University of Minnesota Press.

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