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MISTERIO DE DIOS

Alberto Múnera, S.J.


2019-3

TEMA 7
NOVEDAD ABSOLUTA EN EN LA PLENITUD DE LA REVELACION
CARACTERISTICAS INESPERADAS DE DIOS: PADRE-HIJO

LECTURA

Revelación en Cristo

Además del fenómeno religioso universal por medio del cual se interpreta al ser humano
y su destino trascendente o salvación en razón de su libre respuesta a una comunicación
histórica de Dios, podemos suponer que Dios puede haberse comunicado de una manera
mucho más explícita a la humanidad.

El cristianismo afirma que esa comunicación ocurrió en la historia inicialmente con una
preparación de siglos en la historia del pueblo de Israel y finalmente en una intervención
extraordinaria de Dios mismo en la persona de Jesús de Nazaret.

El judaísmo presenta una revelación de Dios a través de casi dos milenios de historia. Y
a través de complejos procesos de composición literaria consigna su experiencia
histórica de intercomunicación con Dios en los textos que llamamos del Antiguo
Testamento o Antigua Alianza.

La fe en el judaísmo se sintetiza en la aceptación de la comunicación histórica de Dios,


en una respuesta positiva a la misma hasta conformar con Dios una Alianza y asegurar
que su salvación histórica y trascendente o su plena realización humana en Dios, la
obtiene en razón de su vinculación con Dios.

Y en perfecta consecuencia con lo dicho anteriormente, el prosélito hebreo considera


que la manera de mantener su vinculación salvadora con Dios consiste en la vivencia de
un comportamiento ético establecido por la sabiduría de siglos en su mundo religioso y
que formula como Ley de Dios.

El cristianismo por su parte considera toda la revelación acontecida en el pueblo de Israel


como la preparación de una comunicación plena y definitiva de Dios y afirma que esta
revelación plena y definitiva de Dios acontece en Jesús de Nazaret.

Jesús de Nazaret aparece en la historia humana en los primeros años de la era cristiana
llamada así precisamente porque Jesús es reconocido por sus seguidores como el
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“Cristo”, palabra griega que traduce la expresión hebrea “Mesías” (el Ungido), personaje
prometido al pueblo hebreo como enviado de Dios que realizaría una Alianza nueva con
Israel y que sería ungido como Rey, como Profeta y como Sacerdote de ese nuevo pacto.

El cristianismo inicial recoge datos históricos de Jesús de Nazaret y los registra por
escrito en los cuatro Evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan, textos que juntamente
con otros relatos y cartas de los Apóstoles o compañeros y seguidores más cercanos a
Jesús, constituyen los escritos del Nuevo Testamento o Nueva Alianza. La Biblia cristiana
incluye los textos del Judaismo cuya compilación llama Antiguo Testamento.

La revelación plena y definitiva de Dios en Jesús, según el cristianismo, incluye algo


absolutamente nuevo, inesperado y maravilloso: Dios no se habría contentado con
comunicarse por "palabras" o signos manifestativos de su presencia en la historia,
interpretables por "profetas", personajes capaces de discernir la presencia y acción de
Dios en los hechos históricos gracias a sus experiencias religiosas como aconteció en el
Antiguo Testamento (Heb 1,1). Sino que Dios mismo en cuanto "Palabra" o expresión de
sí mismo, se habría hecho presente en la historia en el hombre Jesús de Nazaret. De
manera que Jesús sería la "Palabra" (Logos en Griego) hecha hombre, encarnada,
humanada, historizada de Dios. O mejor, Dios-Palabra se habría hecho carne y es el
hombre Jesús: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros; y hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de
verdad. (…) De su plenitud hemos recibido todos gracia por gracia. Porque la Ley fue
dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios
nadie le ha visto jamás: lo ha contado el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre”.
(Prólogo de Juan). En la fe cristiana, Dios-Palabra es el Hijo de Dios-Padre. Así en Jesús,
Dios se habría entregado amorosamente a sí mismo a la humanidad. Es lo que en el
cristianismo llamamos la Encarnación de Dios-Palabra o de Dios-Hijo. Así lo expresa
Rahner: (Las citas de Rahner provienen del libro editado por José A. García, S.J., “Dios,
amor que desciende”, Escritos Espirituales, Santander 2008).

La encarnación del Logos eterno, la mundanización de Dios, la salida de sí mismo como


Ágape, constituye la verdad, realidad y posibilidad fundamental de Dios. Pero esto
significa que ese amor afecta tan directamente a Dios que Dios, en su propia vida y
señorío, se convierte en el contenido de nuestra vida de criaturas, y que tal amor sólo es
posible porque Dios desciende personalmente al mundo. El resultado es que el amor
ascendente que nosotros tenemos a Dios es siempre complemento de la bajada de Dios
al mundo. [...] Ese amor de Dios es el amor que desciende, que se comunica al mundo,
el amor que de algún modo se pierde en el mundo, el que opera la encarnación del
Logos, que significa la permanencia del Logos eterno en su condición de criatura y que,
por ende, significa también la divinización del mundo y de la Iglesia. Mas quien
complementa con su amor personal este amor divino que baja a nosotros en el mundo y
lo acepta, debe por la misma razón servir, debe intentar realizar su amor en esa
objetivación del mundo. Este servicio no es una prueba externa de algo esencialmente
independiente de la misma prueba; ese amor es un servicio con Dios, que desciende a
lo exterior, a lo perdido y pecaminoso de este mundo. En consecuencia, ese «amor» no
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es eros, sino ágape en el sentido típico del Nuevo Testamento. (El sacerdocio cristiano
en su realización existencial, 269-271).

Sobre las cuestiones fundamentales de nuestra existencia no poseemos otra respuesta


real y concreta que no desemboque en un amargo interrogante, fuera de ésta: hay un
hombre que nació como nosotros a la vida terrena, igual a nosotros en todo y cuya
existencia -y con ella también la nuestra- tiene un sentido y un remate bienaventurado,
una inteligibilidad, si bien nos resulta por ahora incomprensible. Y es que aquí nació el
Verbo eterno de Dios, el bienaventurado auto-conocimiento del Padre, queriendo así
mostrarse y hacerse ver por los hombres. Con ello, y pese a su camino hacia la muerte,
esta epifanía da inicio a la divina transfiguración del mundo. Aquí comienza el fin de los
tiempos, que, según san Pablo, ha llegado ya a nosotros (1 Co 10,1 1). Antes, el diálogo
entre Dios y el mundo quedaba aún abierto; no era posible saber cómo seguiría. Dios se
había reservado la fórmula de esta continuación (Ef 3,9). De la historia del mundo antes
de Cristo, ni siquiera de su historia de salvación o condenación, podía descubrirse cómo
concluiría. Pero con la natividad de nuestro Señor, Dios ha dicho al mundo la última
palabra: establece a su Logos como la palabra del mundo.

De suerte que ahora el Verbo de Dios y la respuesta del hombre coinciden en un mismo
Dios-hombre, se han hecho hipostáticamente uno para toda la eternidad. Aquí se cierra,
pues, la historia del mundo, que se cumple propiamente en el diálogo con Dios. En
realidad, ya no puede acontecer nada inesperado. Por ello desciende sobre este
acontecimiento de Navidad el júbilo de los ángeles, el misterioso anuncio de la doxa de
Dios sobre la tierra, que hasta ahora había negado este honor a Dios, que en realidad
no podía dárselo, puesto que le faltaban la paz y la unidad interior de la eudokía divina.
Sigue abierta ahora únicamente la cuestión de cómo nos comportamos nosotros con
este Verbo definitivo de Dios al mundo, que es palabra de misericordia, de venida de
Dios al mundo y de aceptación de éste en la intimidad divina. El horizonte de nuestra
existencia es ahora indiscutiblemente este Verbo de Dios al mundo. Ante tal horizonte
cósmico no podemos permanecer neutrales. Dios en carne de mundo tiene que ser la
inquietud abrasadora y la alegría de nuestro corazón. Rumiemos este acontecimiento en
nuestro corazón, como lo hizo María» (Lc 2,19). (Meditaciones sobre los EE de San
Ignacio, 144-145).

Así se habría comunicado y entregado amorosamente Dios de la manera más histórica,


más accesible y más definitiva a la humanidad. Por eso la fe en el cristianismo consistiría
en una aceptación libre de Jesús como Palabra humanada de Dios, como Dios-Hijo
encarnado. Y la vinculación con Jesús operaría la salvación del ser humano por cuanto
le permitiría asumir humanamente y en lo humano a Dios, y a la vez ser asumido
humanamente y en lo humano por Dios.

Entonces la fe cristiana acontece primariamente en esta vinculación con Jesús como


experiencia religiosa personal. Pero en perfecta consonancia con lo ya establecido, la
vinculación salvadora con Jesús acontece en la vivencia de un comportamiento ético
señalado por la misma forma histórica como Jesús lo vivió y por la fuerza interior que
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Jesús deposita en cada cristiano como impulsor de sus acciones específicas y que es su
propio Amor divino e infinito al que designamos como Espíritu Santo.

Los Obispos católicos en el Concilio Vaticano II concluido en 1965, en el documento


Constitución dogmática “Palabra de Dios” sobre la divina revelación, presentaron la
manera como en la actualidad entiende la Iglesia católica esta intervención extraordinaria
de Dios en la historia. Por eso es necesario analizar detenidamente este documento del
Concilio.

Diferencia esencial entre la revelación de Dios en el Antiguo y en el Nuevo


Testamento

Hay una gran diferencia entre los hechos en el Antiguo Testamento y el hecho
fundamental del Nuevo Testamento. Porque este acontecimiento excepcional y único de
revelación de Dios es la persona misma de nuestro Señor Jesucristo. Él es Dios-Palabra
que históricamente se encarnó, se hizo hombre en la historia. Así al hacerse humano
nos revela en forma humana cómo es Dios en su realidad íntima y cómo acontece la
salvación del ser humano por medio de Él mismo. Por eso el documento que estamos
comentando dice: “Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana
se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de
toda la revelación” (DV 2).

El Concilio va a ser supremamente claro y taxativo al declarar que el misterio de la


interioridad de Dios como Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo; la instauración del
Reino de Dios en la tierra; el misterio de la encarnación de Dios-Hijo en la historia, el
Señor Jesucristo; el misterio de la salvación de los seres humanos por su vida, muerte y
resurrección; el envío del Amor infinito del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo; “este misterio
no fue descubierto a otras generaciones, como es revelado ahora a sus santos Apóstoles
y Profetas en el Espíritu Santo, para que predicaran el Evangelio, suscitaran la fe en
Jesús, Cristo y Señor, y congregaran la Iglesia. De todo lo cual los escritos del Nuevo
Testamento son un testimonio perenne y divino”. (DV 17).

Todo esto indica la preeminencia del Nuevo Testamento sobre el Antiguo y cómo la
esencia de la comunicación reveladora de Dios y de su plan de divinización de la
humanidad, se encuentran en plenitud en la persona del Señor Jesús y en la predicación
de los Apóstoles consignada en los escritos del Nuevo Testamento, ordenado a suscitar
la fe en el Señor Jesús y a congregar la Iglesia.

Después de conocer las indicaciones tan claras del Concilio, no se entiende cómo en la
Iglesia Católica durante estos cincuenta años las cosas no cambiaron ni en la Liturgia, ni
en la Catequesis, ni en la educación religiosa que se imparte en las instituciones
educativas. Seguimos como en el período anterior al Concilio, leyendo la Sagrada
Escritura sin tener en cuenta la exégesis, repitiendo la historia y las narraciones del
Antiguo Testamento como esenciales para el cristianismo, presentando a Dios como
aparece en la revelación preparatoria de la revelación plena, definitiva y única acontecida
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en Cristo, exigiendo el seguimiento de las leyes de la Antigua Alianza como si fueran las
propias del Señor Jesús y de la Iglesia, tratando de ilustrar los graves problemas
humanos de la actualidad a partir de elementos del Antiguo Testamento como si tuvieran
validez por sí mismos y no a partir de su apreciación desde lo propuesto en la revelación
consignada en el Nuevo Testamento. Es como si la Constitución Dogmática Dei Verbum
del Concilio Vaticano II no hubiera existido jamás.

CUESTIONARIO

1. Frecuentemente se utiliza la frase "el Dios de Jesús". ¿Qué significa esta frase para Ud.?

2. También afirmamos abiertamente: "Jesús nos revela a Dios". ¿Qué significa esta frase
para Ud.?

3. ¿Cómo es el Dios que Jesús nos revela?

4. En el Nuevo Testamento aparecen frases como éstas: "Dios que resucitó a Jesús";
"Cristo Jesús por voluntad de Dios"; "Te conjuro en nombre de Dios y de Cristo Jesús"; "Paz
de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo", etc. Todo esto pareciera indicar que
Jesús es un personaje distinto a Dios. Y la fe cristiana afirma que Jesús es Dios. ¿Cómo
piensa Ud. que se resuelve este problema?

5. El Nuevo Testamento nos habla de Dios "Padre". Según su opinión, ¿quién es este
personaje y qué relación tiene con Yahvéh: es el mismo Yahvéh o es alguien diferente? Si
el Padre es el mismo Yahvéh del Antiguo Testamento, ¿quiere decir que Yahvéh es el Padre
de Jesús? ¿Qué implicaciones trae esta afirmación?

6. ¿Qué cree Ud. que significan las afirmaciones del Nuevo Testamento que llaman a Jesús,
por una parte "el Señor", y por otra, "el Hijo", "la Palabra" o "el Verbo"?

7. ¿Piensa Ud. que el Jesús histórico fue un hombre común y corriente que fue poco a poco
adquiriendo la divinidad que Dios le concedió?

8. ¿Piensa Ud. que el Jesús histórico fue un hombre común y corriente que fue poco a poco
adquiriendo conciencia de una especial predilección de Dios para con él?

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