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Y es que sólo de pensarlo, ya me canso.

Recordar por un momento la oscuridad, aquella


noche con la luna teñida de negro. Entre los árboles, la espesa vegetación y el tacto frío
de las gotas de agua suspendidas en el aire, abrazándome a cada paso. Y de nuevo
encender la luz, para que su caricia no me ahogue, no me inunde.

Me canso sólo de pensar en encender la luz y no verte a mi lado. Y seguir observando


ese cuerpo desnudo que es el mío.

A veces me pregunto, ¿tú qué me das? Yo te tengo que invitar y tú, ¿qué me das? Me lo
das todo y nada, supongo. A veces lo veo, otras lo ignoro. Mantengo la teoría de que
todo depende de mi espina dorsal. De la tensión. Hay veces que no se pueden pensar las
cosas con tranquilidad. En ese momento entra la paranoia, la esquizofrenia y todos los
demás nombres que se les ocurran a estos hijos de puta, que sólo ponen nombres a lo
que reconocen en sí mismos. Y me encierran a mí, para encerrarse a ellos. Porque se
tienen miedo. No, no a mí, sino a ellos.

Pero yo ya no soy como los demás. Yo ya no tengo miedo. Yo soy libre, porque en una
noche que nunca te llegué a contar... En esa noche, descansé. Y en lo más profundo de
aquel bosque, de altos árboles alzados como oscuras rejas, ellas volvieron a aparecer. Sí,
las vi venir. No como las otras veces, que las intuía y me despertaba de un sobresalto.
Esta vez no temí y permití que se acercaran. Eran criaturas extrañas. En realidad, no sé
qué eran. Por eso nunca te lo llegué a contar. Y porque no tiene sentido darle
importancia a los sueños, ¿no?

Nunca te lo dije, pero en una de esas noches de luna negra, me dejé guiar por esas
sombras. Ellas me acogieron. Me acariciaban y me besaban todo el cuerpo. Después
vino la segunda etapa. Aparecían también cuando estaba despierto. Tampoco te lo conté.
No llegué a decírselo a nadie. De repente llegaban y me sentía cómodo en ellas, sin
nadie más, sólo con ellas.

Ahora están todo el día conmigo, porque son mis amigas. El miedo ha pasado. Y sólo de
pensar en él, ya me canso.

Me gusta estar en este templo, caminar por sus habitaciones y no abrir nunca las
ventanas. Me gusta estar aquí y ha sido mi elección. Ya sé que no puedo salir, ¿crees que
soy tonto?, sé que estos cabrones no quieren que salga. Pero yo decidí entrar. Sí, fue mi
decisión. Y ahora yo estoy aquí, y tú, ahí fuera. Estás ahí, y sólo de pensar en ti, ya me
canso.

Marcos G. Piñeiro

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