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CAPÍTULO 1.

J.A. HUERTAS

LOS PRINCIPALES MARCOS DE REFERENCIA DEL ESTUDIO DE LA


MOTIVACION. Un paseo histórico por la psicología de la motivación
humana

Uno que tiene cierto gusto en hacer y en investigar en Historia de la Psicología, conoce
que muchos colegas afirman que la historia de la ciencia sirve fundamentalmente para presentar
la disciplina de una forma completa y amena. Nosotros somos de la opinión que su función
principal es la de servir de crítica reflexiva de la historia del desarrollo de los principales modos
de enfrentarse a un problema, en este caso, psicológico. Es probable que el lector se encuentre
en estas líneas no sólo con una exposición sucesiva de los sucesos que sucedieron, sino también
con ciertos comentarios críticos y valorativos, y es que el hombre tiene pasión por interpretar y
evaluar, ¡qué le vamos a hacer!.

1.- LA TRADICIÓN DEL INSTINTO-MOTIVO.

1.1.- Del instinto animal al motivo humano.


Una de las metateorías fundantes de buena parte de los sistemas psicológicos actuales es
la evolucionista. A principios de siglo XX, cuando ya se han empapado ciertos campos de la
psicología de la teoría evolucionista, en la medida en que se va profundizando en los estudios
del comportamiento animal, jugando con sus necesidades y gustos, la forma de entender los
aspectos relacionados con la motivación humana sufren un vuelco notable. En esos ámbitos se
empieza a prescindir de conceptos más espirituales, como la voluntad, por otros más
mecanicistas y biológicos, como el instinto, de una manera tan entusiasta que se envician en su
uso. Se instaura la costumbre de rastrear en el comportamiento animal para conocer las bases
de la acción y las necesidades humanas. La vieja noción de instinto está dotada ahora de la
máxima capacidad funcional para explicar toda la conducta humana. El argumento era muy
sencillo, si en los animales la mayor parte de sus reacciones son instintivas, en los humanos
debe quedar algún rastro de las mismas. Es decir, el origen de todas las propensiones humanas
tiene que surgir de una serie de instintos heredados, establecidos para una adaptación útil al
entorno.

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Vamos a destacar en esta manera de considerar la motivación humana a dos de las
personas que secundaron esta vía, y que son sus cabezas más señeras, William James y
William McDougall. Como es sabido, ellos dos recogen toda la tradición anglosajona del
instinto-motivo que tienen en Darwin, Spencer y Bain sus grandes patriarcas.

Empezaremos recurriendo a quien le han otorgado, recurriendo a la típica simpleza


historiográfica, el sambenito de ser el padre de toda la psicología americana, William James,
que fue uno de los primeros que llevaron estas ideas de los instintos a la explicación del
comportamiento humano. Defendió la existencia de una larga serie de instintos en el ser
humano que eran predisposiciones a actuar de forma adecuada para conseguir ciertos fines o
metas, comportamientos automáticos que aparecían sin que el sujeto tuviese alguna experiencia
previa en esa actuación (W. James, 1890). Llegó a proponer 20 instintos físicos y 17 instintos
mentales. Por ejemplo, ante un ataque se responde de forma instintiva con agresión; a los niños
pequeños naturalmente se les cuida y protege; ante el dolor ajeno se desencadena la compasión;
ante la suciedad aparece la higiene (sí, como lo leen, James pensaba que eso era automático),
con algo novedoso surge la curiosidad; ante la presencia de los demás, la amistad y la tendencia
a formar grupos, etc. En cualquier caso, para James los instintos eran sólo un primer
componente del psiquismo humano, sus cimientos. Como continuador de la vieja línea
empirista, su preocupación mayor estaba en plantear las bases para el estudio de lo aprendido,
de los hábitos humanos, que eran lo que explicaba la mayoría de nuestros comportamientos
cotidianos.

1.2.- La teoría de McDougall.


En cambio, McDougall sí consideraba que nuestra acción estaba dirigida siempre a
conseguir ciertos propósitos y esas metas o propósitos solían derivarse de instintos o de
preferencias básicas. Pero McDougall (1912) modifica la visión rígida que se había dado antes a
este concepto de instinto por una concepción más flexible. No mantuvo que un instinto fuese
un modo de reacción a un tipo concreto de estímulo, no defendía una visión tan reducida,
automática y mecánica. Los instintos eran algo más que tendencias innatas o disposiciones a
cierta clase de movimientos, entrañaban emociones y formas de percibir el mundo. Se abría un
pequeño resquicio a la interpretación individual, a la variación. Así, se entiende el instinto como
una tendencia general, como una suerte de modos de esfuerzos hacia un objetivo. El instinto es
una predisposición, como decíamos, que se manifiesta en tres formas: perceptiva, emocional y
conductual. Esto es, que incluye una tendencia hacia la percepción selectiva de los estímulos, lo

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que lleva al sujeto a optar, a atender a unos estímulos y no a otros; conlleva, además, una
excitación emocional relacionada, que es fija e inmodificable, y, por último, hablaba de un
tercer componente, el aspecto motor del instinto, la activación final del organismo hacia el
objeto pretendido.

McDougall supuso que en el hombre, por su mayor capacidad de aprendizaje, estas


tendencias innatas quedaban alojadas muy profundamente en su personalidad. Construyó en su
vida varias listas de estos cimientos, que fue variando hasta la exageración. Incluso admitió la
existencia de instintos que explicaban aspectos particulares y que surgían de la combinación de
otros más simples, como por ejemplo, el sentimiento patriótico, derivado del instinto básico de
protección. Nunca partió McDougall de un estudio sistemático de tales instintos, ni se
fundamentó en estudios empíricos, las prolijas enumeraciones de instintos eran tan sólo
especulaciones basadas en listas anteriores de los biólogos. En cualquier caso, hay que
reconocer que su taxonomía ha sido base para casi todas las que han aparecido posteriormente.
Prácticamente no hay motivo humano estudiado por la psicología que no estuviese citado por
este autor. Allí se encontraban ciertos motivos comunes como la agresión, el poder, el
conglomerado de amor, afiliación y sexo, el motivo de eficacia, la ansiedad, el dominio, y la
famosa autorrealización.

1.3.- De la borrachera de instintos a su resaca.


McDougall fomentó una moda psicológica, la de construir listas de instintos. En los
años veinte, varios autores se quejaron del aumento desmesurado del contenido de las listas de
instintos (Bernard, 1924; Dunlap, 1919, Kuo, 1921). Se hicieron recuentos de 2.500, de 6.000
instintos-motivos humanos diferentes. Casi cada acción recurrente humana se debía a un
instinto. Se alcanzó un paroxismo nominalista tal que se hizo famosa la frase de que en todas la
enumeraciones faltaba el instinto más importante, el instinto de creer en instintos.

Pero el problema fundamental no era el número, era que se formaban instintos siguiendo
una lógica circular: si algo ocurre recurrentemente se explica entonces por la influencia de un
instinto y los instintos se explican porque algo ocurre sistemáticamente. Algo así como
defender que en nuestros días existe el instinto de atribuir cierto pasado a la madre de un árbitro
de fútbol porque siempre que interviene, los aficionados suelen activarse en esa línea. Peor es
que, además, no sólo se trata de formulaciones de instinto auténticamente tautológicas, sino que
tampoco tenían comprobación empírica.

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1.4.- Lo que queda del instinto en las teorías actuales.
Hoy día ya no se usa la noción de instinto. La etología, que podría ser la más fácilmente
contagiable, habla de patrones fijos de acción que no determinan por entero el comportamiento
final del animal; sólo son un condicionante más, siempre actúan en interacción con otros
atributos situacionales. Esta relativización del instinto no significa que las ciencias que se
encargan del estudio del comportamiento animal no estén preocupadas por el campo de la
motivación. Más bien al contrario, es uno de sus intereses básicos. Términos como energía de
acción específica, estímulo clave, pauta de acción fija, movimientos de intención, son, por
ejemplo, conceptos clásicos para los etólogos a la hora de estudiar el comportamiento animal y
tienen una clara connotación motivacional. Es un modo de estudio tan trascendente este de
seguir la filogenia, para los que seguimos un modelo genético de entender la acción del sujeto,
que no merece la pena reducirlo a unas cuantas líneas; por sí mismo se merece un trabajo
monográfico, pero por desgracia, no puede ser aquí.

Ya que estamos con las renuncias tenemos que hacer alguna más. En este trabajo que
tiene en la mano vamos a dejar de lado todo un campo de estudio de la motivación como es el
que se ha desarrollado desde una perspectiva psicobiológica, porque no es nuestra especialidad
y porque estamos a la busca de un acercamiento robusto al entendimiento de la motivación
humana, y no es menester enredarse en procesos biológicos muy concretos y aislados del
contexto social y personal, que es lo que da forma, significado y sentido a la acción humana.

2.- LA TRADICIÓN PSICOANALISTA.

Vamos a encarar un resumen histórico que siempre quedará incompleto. En breve


espacio no podemos atrapar todas las ideas que sobre el deseo y sus tiranías ha formulado uno
de los paradigmas fundantes del moderno entender científico de la motivación humana, el
psicoanálisis. Para empezar, todo el mundo debe tener presente que el psicoanálisis surge
exclusivamente con una intención terapéutica: proporcionar una alternativa de curación a la
histeria. Desde ahí se expande hasta conformar una teoría general de la personalidad. Pero
nunca pierde ese interés clínico, lo que le lleva a estudiar los motivos de un modo más bien
pesimista, y a considerar originariamente los deseos como una de las mejores explicaciones de
la conducta anormal.

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2.1.- El Deseo y la Pulsión en Freud.
Es suficientemente conocido que el psicoanálisis ofrece una explicación
fundamentalmente oréctica del comportamiento humano. Estamos dirigidos por el deseo que
surge de las instancias más profundas e inconscientes de nuestra personalidad. La energía de que
disponen esos deseos se regula como si de un sistema hidráulico se tratase; es un fluido que
aumenta, se mueve y busca cualquier salida. Esa fuerza energética se vehicula en las pulsiones.
No entiende Freud la pulsión (trieb) como tradicionalmente se entiende el instinto (instink). Se
trata de un proceso dinámico cargado de energía que tiene un origen, una fuente (una zona del
cuerpo y una situación de tensión, de deseo) y persigue la reducción de esta tensión. Se trata de
un concepto límite entre la esfera mental y la biológica. Son seres míticos, maravillosos en su
falta de definición. En nuestra labor no podemos pasarlos por alto ni un momento y, sin
embargo, nunca estamos seguros de verlos con claridad. (Freud, 1933/1973)

A partir de 1920 y como consecuencia de la maduración y desarrollo de sus ideas y de


ciertos acontecimientos históricos (como fueron los desastres provocados por la Primera Gran
Contienda), Freud reformula muchas de sus ideas y también aquellas sobre las pulsiones para
dar con una teoría más completa y estructurada sobre estas fuerzas motivacionales básicas.

Así la pulsión queda satisfecha de diferentes maneras, siempre como resultado de la


elaboración que realiza el Yo teniendo en cuenta las tendencias que marcan las pulsiones del
Ello y los determinantes y restricciones que dictan las catexias del SuperYo (el ideal del yo y los
principios morales y sociales). Es decir, al final el individuo no siempre hace lo que realmente
desea (objetivo pulsional), sino lo que puede. En muchos casos nuestros deseos buscan
acomodo de forma indirecta, se escurren del control consciente del Yo para salir por las vías
diversas y ocurrentes que se describen en los mecanismos de defensa, el último recurso para
reducir la ansiedad de no hacer lo que se quiere.

Las principales energías, necesidades o pulsiones se organizan en dos grandes


categorías: las pulsiones de vida y las de muerte. En ambas se pretende el regreso a un estado
de equilibrio anterior. La primera, busca lo orgánico, la satisfacción sexual en sentido extenso,
lo que mantiene la vida, la procreación, la auto-preservación de la especie, en definitiva todas
las necesidades corporales imprescindibles para sobrevivir. Su opuesta, el tánatos, busca la
vuelta a lo inanimado, la tendencia hacia la destrucción, la agresión. Es sutil y sibilina,
permanece en silencio en nuestro interior y sólo nos damos cuenta de ello cuando se manifiesta

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en el exterior en forma de comportamientos con algún grado de destructividad. ¿Qué cara pone
el lector en esas ocasiones que consigue agarrar esa molesta mosca veraniega? y, ¿cuando
observa el resbalón, la caída y el daño del prójimo (cuanto más próximo mejor)?.

2.2.- Las primeras disidencias: Jung y Adler.


Algunos comparan el psicoanálisis freudiano con una Iglesia, con su Papas, discípulos,
ortodoxias, herejías y hasta eucaristías (se dice que Freud reunía a sus colegas un día fijo a la
semana a tomar el té y la fe). El caso es que desde muy pronto Freud tuvo que sufrir la deserción
de sus principales colaboradores. La de Carl Jung fue quizás la separación que más le dolió.
Precisamente fueron los aspectos motivacionales y energéticos los que provocaron esa famosa
disensión entre Jung y el Maestro. En 1912, Jung en su libro Transformaciones y símbolos de
la libido propuso una nueva interpretación de la libido, de la energía pulsional. El sexo ya no es
el motivo radical, queda sólo como un medio para resaltar el auténtico motivo radical: la
búsqueda de la autorrealización. Se trata de una energía vital, central y la base de todos los
movimientos anímicos que camina hacia la perfección. La meta, la dirección hacia la
autorrealización busca una progresión hacia el desarrollo, hacia el avance cotidiano del proceso
de adaptación psicológica (Jung, 1928/1972).

Para sintetizar lo más original de las ideas de otro conocido discípulo-hereje de Freud,
Alfred Adler, puede bastar con recordar su célebre frase: ser hombre significa sentirse inferior
(Adler, 1933/1970). El ser humano viene al mundo con evidentes carencias biológicas
(tardamos mucho en ser mínimamente autónomos de nuestros padres), con claras deficiencias
adaptativas en comparación con otras especies (somos un primate débil y vencible), y esas
circunstancias le llevan a plantearse su vida como una necesidad de superación de esa
inferioridad natural. Este es el punto de partida de su idea del sistema motivacional humano, lo
que básicamente mueve al individuo es el esfuerzo por la superación, el deseo de compensar la
debilidad. Esa búsqueda de la superioridad juega un papel más decisivo para explicar el
comportamiento que el motivo sexual. Para ser algo más, para conseguir imponerse, el
individuo muchas veces tiende a reaccionar de forma agresiva, de lucha. En las formulaciones
finales de Adler, este tipo de pulsión se parece mucho a lo que luego, en otro ámbito
completamente distinto, se ha considerado el motivo social de poder, en el sentido de que la
forma más adecuada de superar la inferioridad es mostrando el individuo un fuerte interés
social, asumiendo que el grupo social es el mejor remedio para librarse de su inferioridad
natural. Dentro del grupo cada uno tiene que colocarse en una buena posición social y para eso

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tiene que saber imponerse, influir o cooperar. El lector que llegue al capítulo 6, verá esta
semejanza con la idea más generalizada del motivo de poder.

La teoría de Freud y en menor medida la de sus discípulos constituyó durante buena


parte de nuestro siglo (y quizás debería de serlo todavía en nuestros días) un punto de referencia
obligada, un motivo de reflexión y, en muchos casos, el lugar de génesis de una importante
cantidad de conceptos motivacionales, que se han desarrollado desde marcos teóricos muy
distintos. Así, han sido muchas las diversas variaciones teóricas que surgen del concepto
freudiano de pulsión, como, por ejemplo, las que están presentes en el fondo de un concepto tan
conductista como el de impulso. También se han dado derivaciones que surgen de los métodos
psicoanalíticos, como pueden ser el papel atribuido a la fantasía para conocer los motivos
generales subyacentes en una persona concreta y que está en la base de las pruebas proyectivas.

3.- LA TRADICIÓN HUMANISTA.

Si la Primera Guerra Mundial sirve para que Freud se vuelva más pesimista sobre el ser
humano y coloque en un lugar preeminente al motivo de muerte, la Segunda Guerra sirve para
lo contrario, para evadirse del dolor y para que se busque el optimismo, para que se confíe en el
ser humano (¿o es que la diferencia está en que el primero estuvo en el bando de los perdedores
y los humanistas en lado del vencedor?). En todo caso, los humanistas se han vanagloriado de
buscar un análisis positivo de la personalidad, centrándose en los casos de hombres sanos y
felices. Acomodaremos nuestra descripción de las aportaciones de este movimiento a dos de sus
figuras más importantes: Abraham Maslow y Carl Rogers.

Maslow (1943, 1955, 1971) parte de la idea de que en los seres humanos existe un
impulso hacia el desarrollo. Su aportación mejor conocida es su famosa pirámide de las
necesidades humanas, tan conocida que ha pasado ya a la psicología popular. Siguiendo la
sugerencia de Gordon Allport de establecer un orden que mostrase la autonomía funcional de
los motivos, Maslow estableció una jerarquía con dos órdenes principales: las necesidades
básicas o de déficit y las superiores o de desarrollo. Según el autor, cuanto más abajo aparece
una necesidad, antes aparece en el desarrollo filogenético y ontogenético y mayor es su fuerza
relativa.

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En las necesidades básicas se distinguen: las necesidades fisiológicas, que tienen que ver
con las demandas del organismo para funcionar adecuadamente (comer, beber y esas otras
cositas). Las de seguridad, que son aquellos aspectos que garantizan la vida de la persona
(protección, defensa, condiciones mínimas de alojamiento, salubridad, orden, etc.).

Las necesidades superiores son principalmente cuatro: necesidades de estima, de amor,


de buenas relaciones afectivas. Necesidades cognitivas, de logro, de conocimiento (sí señor, el
saber sí ocupa un lugar aquí). Se atreve Maslow a mencionar otras necesidades más estéticas,
de búsqueda de la belleza. Y por último, en la cúspide, aparece la necesidad de
autorrealización, de la consecución del desarrollo del potencial personal. Es la necesidad
menos dependiente del entorno, se rige por criterios particulares de realización personal. Al ser
la última, es propia de sujetos adultos e implica seguir progresando y creciendo. Es sabido que
las necesidades superiores sólo pueden emerger cuando se satisfacen las inferiores. Se entiende
su sucesiva satisfacción como el mejor criterio de felicidad personal, de eficiencia biológica y
humana. La venta y el consumo de un producto tan edulcorado y sano, fue y sigue siendo muy
popular.

El otro autor que vamos a mencionar viene a decir más de lo mismo. Carl Rogers
(1951; 1963) afirma que el organismo tiende básicamente al esfuerzo por realizarse, mantener
y acrecentar su experiencia. Defiende, de nuevo la idea de la existencia de un motivo básico y
constructivo la tendencia a autorrealizarse. Se trata de un tendencia permanente que nos
mantiene en constante crecimiento, que nos lleva a mantener y a mejorar las condiciones de la
vida. El sujeto tiende a un funcionamiento completo, a abrirse a la experiencia, a vivir el
momento, a ser creativo y libre. Ese crecimiento está determinado tanto por el ambiente como
por la consideración que tengamos de los demás, por eso afirma que al desarrollarse se
adquieren dos necesidades: la de ser positivamente estimado por los demás, sentir amor y
aceptación; y la de acabar considerándose positivamente, que es formarse un juicio positivo de
sí mismo a partir de lo que las personas significativas para cada uno suelen afirmar del sujeto.

Las críticas que se han hecho a esta corriente también son conocidas. Sus teorías se
fundamentan en ejemplos escogidos, siempre favorables. Prácticamente no se conocen
investigaciones empíricas que demuestren las claves de las vivencias humanas que defienden.
Es curioso, pero por circunstancias parecidas al psicoanálisis se le ha expulsado de la
Academia. Quizás la pega más importante de esta consideración humanista es que en su

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formulaciones se habla del hombre y de los demás, pero no se tiene en cuenta la naturaleza de
las condiciones ambientales, los entornos que rodean y dan significado y sentido a la acción
humana.

4.- LA TRADICIÓN EMPIRICO-FACTORIAL.

En este apartado vamos a incluir la obra de dos autores que no tienen más relación entre
sí que la noble aspiración de sustentar sus ideas en datos empíricos. Ambos quieren resolver de
forma objetiva la penosa tendencia hacia el nominalismo a la hora de delimitar los diferentes
motivos humanos.

4.1.- La Clasificación de motivos de H. Murray.


El pionero en esta aspiración fue Henry Murray (1938). Este autor intentó en un
principio, desde un marco empirista, crear una clasificación de motivos humanos que permitiese
aclarar el triste panorama del momento, cuando aparecían interminables listas de instintos y
motivos (alguna con hasta 6.000 instintos distintos). Su intención era dar con el menor número
de motivos que mejor explicasen la conducta humana. En esta línea desarrolló su aportación
más conocida: el T.A.T. (Test de Apercepción Temática).

Lo que él buscaba no era dar con rasgos estables y consistentes. Los motivos explicaban,
según Murray, las inconsistencias, los cambios. Cualquier procedimiento riguroso era bueno
para ese fin, utilizó métodos tan diversos como el análisis de autobiografías, de ensoñaciones,
de fantasías, de narraciones, de cuestionarios. Sobre todo su preferido fue el mencionado
T.A.T., un conjunto de láminas con escenas cotidianas, abiertas, a las que el sujeto debe dar
sentido a través de una historia, donde se dejan ver, de una forma desinhibida, los motivos que
más dominan al individuo. Como hay todo un capítulo dedicado a la evaluación de la
motivación, dejamos aquí el T.A.T. hasta ese momento. Para sus objetivos de dar con los
motivos humanos auténticos, también recurrió a diferentes observaciones longitudinales de
grupos de estudiantes, en cuatro años recogió una enorme cantidad de información sobre el
cambio y desarrollo de los motivos en las diferentes personas. El resultado final de este trabajo
fue la creación por un grupo de expertos de una clasificación de motivos y de un vocabulario
que ha sido la base de todo el trabajo posterior en motivación humana. En esa lista aparecen
todos los motivos estudiados posteriormente, está el logro, la afiliación, el poder, la autonomía,

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el jugar, el sexo, la evitación del dolor,…, hasta la humillación (la tendencia a someterse a una
fuerza exterior, a aceptar la injuria, la censura y el castigo - Murray, 1938).

Para finalizar con este pionero de la motivación, Murray creía que esos motivos eran
manifestaciones de necesidades humanas que surgen de procesos internos o externos, que tienen
una base fisiológica-cerebral. Estas necesidades generan tensión y procuran energía, orientan y
dirigen la conducta. En realidad su clasificación tenía al final mejores intenciones que
resultados, se le acusó de serios problemas en el procedimiento usado para la estimación de los
jueces de los motivos más relevantes. Si uno lee la susodicha lista se encuentra con facilidad
que allí están juntos las peras y las manzanas, que no hay criterios claros y homogéneos para
definir qué es un motivo, qué una actitud y qué una acción completa. Quizá sus repercusiones
fueron más trascendentes que sus resultados, Murray fue el antecedente directo de la gran línea
de trabajos sobre motivación que desarrollaron Atkinson y McClelland y que veremos
extensamente en el capítulo 6.

4.2.- La Teoría Factorial de los Motivos de R.B. Cattell.


Casi treinta años después de Murray, Cattell continuó con ese mismo afán, identificar y
medir motivos empíricamente. Lo hizo con un método estadístico avanzado, el preferido por los
ansiosos por descubrir las diferencias individuales, el análisis factorial. Ese método, que no es
lugar éste el apropiado para describirlo, consigue establecer factores que agrupan, de todas las
variables medidas, aquellas que tienen algo en común, que covarían entre sí. De alguna manera
sabemos con esta técnica qué medidas se aproximan entre sí y en qué sentido. Pues bien, Cattell
recogió de una muestra amplia de sujetos diferentes medidas que indicaban aspectos
relacionados con la motivación, análisis de las biografías, autoinformes, recuentos de
preferencias en la vida cotidiana de esas personas, etc. Una vez introducidos estos datos, el
análisis factorial, como comentábamos, ofrecía una serie de factores. Cada uno de los cuales
correspondía a un grupo homogéneo de motivos. Curiosamente con este procedimiento no llegó
Cattell a resultados sorprendentes, prácticamente obtuvo los mismos motivos que había definido
Murray.

Yéndonos por un terreno más teórico, Cattell considera que la motivación tiene dos
componentes principales: la fuerza, su energía, y las metas que se propone el sujeto. Este autor
define la fuerza motivacional en virtud del grado de interés que despliega una persona en
situaciones concretas como trabajar, cocinar, estudiar, etc. Siguiendo su estilo de trabajo, la

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estructuración de los componentes subyacentes al concepto de fuerza motivacional, los obtuvo
tras otro análisis factorial, curiosamente la denominación de esos factores principales coinciden
con una de las teorías con las que más ha flirteado Cattell a lo largo de su vida, el psicoanálisis.
Así, el primero se refería al componente impulsivo, de deseo; el otro, al componente de análisis
racional y toma de decisiones entre los deseos y la realidad; y el último hace referencia a los
deberes y normas sociales a las que el individuo se debe acomodar. No es muy original
descubrir, por evidente, que estos tres factores remiten claramente a ciertas particularidades de
las tres instancias de la personalidad del último Freud: el Ello, el Yo y el SuperYo.

El siguiente aspecto constituyente de la motivación son las metas, que él denomina


ergios, incluyen tanto esos objetivos o metas como las diferentes trayectorias de acción que
conducen a esa meta. Cattell, como buen diferencialista, estaba preocupado por deslindar
siempre que fuese posible lo universal de lo cultural. Tal afán también lo satisface en su teoría
motivacional. Considera que las Metas, los ergios, propiamente hablando se refieren a
propósitos universales de la especie humana. Como decíamos unos párrafos más arriba, la lista
de ergios obtenida era muy semejante a la de necesidades de Murray: curiosidad, sexo, hambre,
ira, gregarismo, protección, autoafirmación, curiosidad, seguridad, desagrado. Si los ergios
eran universales, lo que varía de una cultura a otra eran los modos de conseguirlos, las
actividades que satisfacen estas metas, por ejemplo, la educación es uno de los medios de los
que nuestra sociedad dispone para cumplir las necesidades de curiosidad, de gregarismo o
socialización, etc.; en otras sociedades estas funciones las cumple la familia, el clan, la madre.
La labor primera del psicólogo o del terapeuta será, en este campo, la de deslindar la relación
entre actividades y ergios, conocer la estructura de actividades preferidas o rechazadas y los
ergios que subyacen a las mismas.

Varios son los problemas de esta perspectiva. En primer lugar, todos los derivados del
sustento estadístico que usan, el análisis factorial. Es este solo un método matemático, cuyo
resultado depende, como en todos estos casos, de la calidad de los datos que se introduzcan. Es
más, varían enormemente los resultados con tal de que cambien unas pocas variables. Por otra
parte, es una de las pruebas estadísticas que más se dan a la interpretación del analista, hay que
decidir qué variables saturan en cada factor, y ponerles una etiqueta a aquellas que lo hacen. Lo
normal es juntar y nombrar de acuerdo con el sesgo previo del experimentador. Para finalizar,
lamentar que, como pasa en otros órdenes de fenómenos analizados por Cattell una cosa era lo
que estaba proyectado hacer, que reunía todo lo necesario para ser completo, riguroso y

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objetivo, y otra lo que se acabó haciendo, que fue, por decirlo lisa y llanamente, la mitad de la
mitad. Por ejemplo, nunca se terminó el contraste experimental propuesto para demostrar en la
realidad la virtualidad de los distintos ergios definidos.

5.- LA MOTIVACIÓN EN LA TRADICIÓN CONDUCTISTA.

5.1.- Durante el conductismo clásico: el reino del impulso.


Llegamos al punto en que nos toca describir una de las aproximaciones que más
repercusión ha tenido para la Psicología, el conductismo. No es este el momento para hacer una
reflexión crítica del paradigma, ni siquiera podemos hacer una buena revisión de sus ideas sobre
los aspectos relacionados con la motivación. Han sido tantos los que han dicho tanto, durante
tanto tiempo en la hegemonía conductista, que cualquier resumen deberá ser sesgado.

Para empezar, recordar que el conductismo surge históricamente en el crisol americano


de principios de siglo, como resultado de un precipitado químico de diferentes sustancias. El
evolucionismo, el pragmatismo, el funcionalismo, la psicología comparada, el rechazo a la
introspección, la búsqueda de la objetividad y de una metodología fisicalista, son algunos de los
elementos que siempre forman parte de la pócima conductual. En el campo de estudio de lo
motivacional se remata definitivamente lo poco que quedaba de los viejos flecos de la voluntad,
y se olvidan de los abusos instintivistas. El comportamiento aprendido, sus leyes y modos son el
núcleo central del trabajo del conductista, desde ahí surgen términos como impulso, incentivo y
refuerzo, pero vayamos por partes.

Es el concepto de impulso el que de forma más genuina reúne las principales


características de lo que hoy referimos con el de motivo. Este término se dice clásicamente que
lo introduce Woodworth en 1918, pero su origen se encuentra en la teoría evolucionista que
destaca que la deprivación genera actividad y tendencia hacia el cambio. Por otra parte, la idea
de actividad espontánea de Alexander Bain se puede considerar también otro antecedente de
este concepto.

Hasta los trabajos de Thorndike, el concepto de impulso (drive) no toma forma


empírica. Así, el impulso se define por las características conativas de un estímulo. No es un
estado subjetivo, sino aquello que impele la conducta, lo que la orienta. Es la energía y el
volante que da fuerza y dirección a la conducción cotidiana de cualquier ser humano. El

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impulso está estrechamente ligado a la perturbación de necesidades biológicas, es el recurso
para recuperar el equilibrio cuando algo básico en el organismo empieza a disminuir. Así
funcionaba el impulso más estudiado del momento, el impulso de hambre (¡qué lejos quedaba
eso tan morboso de la libido psicoanalítica!).

La vía de trabajo abierta por los estudios de aprendizaje con animales, permite ir
perfilando la noción de impulso, de manera que con el tiempo se consigue operativizar y medir
este estado de tensión interna (cf. Richter, 1927). Así por ejemplo, los trabajos de aprendizaje de
evitación-escape con la parrilla eléctrica de la famosa Columbia Obturation Box permitieron
medir y controlar con más detalle el nivel del impulso de los organismos, se habla de horas de
deprivación, de intensidad del choque eléctrico, de tipos de ensayos, etc.

5.2.- Durante el Neoconductismo: Auge y caída de la obra de ingeniería de Hull.


Entrados ya en los años 30, el neoconductismo metodológico, sobre todo bajo la égida
de Clark Hull (cf. Hull 1943), reconduce, como es sabido, toda la psicología de la conducta y,
cómo no, con ella la forma de conceptuar el término de impulso. Su modelo de psicología va
más allá del fisicalismo, pretende estudiar al hombre como si de una inmensa obra de ingeniería
se tratase, hay que describir el funcionamiento de la máquina humana, las piezas y las variables
del robot, con un depósito de combustible, con su termostato y un sistema de recogida de
energía. El comportamiento es algo más complejo que una mera asociación de estímulos y
respuestas, es algo más completo, pero no esencialmente distinto. Un comportamiento hacia un
objetivo deseado es una secuencia de conductas simples, es en sus términos una respuesta
fraccionada y anticipatoria de meta. Imaginémonos una mañana desangelada y aburrida de
invierno, andamos (r1), miramos (r2) y sentimos los coches de la calle (e1), la misma gente
alegre, como nosotros (e2), los escaparates (e3) y entre todos uno, que desprende un maravilloso
olor a bollería recién horneada (e4). De repente en nosotros se desata una turbulencia (i1), unos
impulsos de hambre que llegan a ser espasmódicos, que aumentan progresivamente (i2, i3, …)
conforme llegamos a la puerta, pasamos a la pastelería, escogemos (r3, r4, r5,…) y conforme
tenemos que ir de un olor indiferenciado al pastel preferido (e4, e5,
e6,…). Al final, reducimos el impulso, engullendo más o menos rápido el bollo. Hemos
realizado una serie de conductas entrelazadas para reducir una necesidad interna. Como hemos
tenido éxito, toda la secuencia anterior queda reforzada y se repetirá en situaciones similares, es
decir, siempre que nos encontremos de mañana con un día desapacible de invierno, comeremos
bollos.

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e1 e2 y e3 e4 e5

MEDIO estímulos gente y pastelería oler a pasteles


de la calle escaparates

r1 r2 r3 r4 y r5 META FINAL
COMPORTAMIENTO
andar mirar entrar escoger, pedir comer pasteles

i1 i2 i3
ORGANISMO
impulso de incremento incremento
hambre de impulso de impulso

Esquema de respuesta fraccionada anticipatoria de meta según el modelo de C.L. Kuhl.

De esta manera quedaba explicado en términos mecánicos algo tan personal e interno
como el propósito. La energía y la dirección de una conducta ya no depende sólo del impulso.
Se le sigue considerando como la manifestación psicológica de una estado de necesidad, pero
ahora el drive no es el único elemento que explica la tendencia a actuar hacia una meta del
organismo. Esa tendencia, el potencial de excitación, se relaciona también con el hábito y con el
incentivo.

En general, el potencial de activación es función de tres factores: de un estado temporal,


que Hull llamará impulso o drive. El impulso son una serie de necesidades básicas que se
regulan homeostáticamente. Son unos estados de tensión interna que impelen a la acción. La
acción también depende de las propiedades de la meta, a las que Hull llamará incentivo. En los
experimentos de aprendizaje animal resultaba evidente que el volumen del premio afecta a la
tendencia a dar una respuesta. A mayor incentivo e igual impulso, más fuerte es la respuesta.
Por último depende de un factor de aprendizaje, que será la fuerza de los hábitos relacionados
con los comportamientos aprendidos por el organismo.

Esta relación queda expresada, como todo lo que hacía Hull en la siguiente fórmula
lógico-matemática. Se llama Potencial de excitación al producto del hábito por el impulso
(Drive) por el incentivo.
Pe = H x D x I.

En definitiva, se entiende que este potencial, esta tendencia de activación engloba todos
los aspectos relacionados con la motivación.

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Posteriormente (1952), Hull desarrolla su teoría desmenuzando el concepto general de
incentivo, considerando que es un compuesto de tres factores independientes: el valor de la meta
(K), la demora del refuerzo (J) y la intensidad del estímulo (V). No obstante con añadir más
factores no se conseguía explicar mejor el potencial de excitación, no hacía su teoría más fiable,
más bien se conseguía lo contrario, hacía más fácil encontrar ejemplos experimentales en los
que la acción que el organismo llevaba a cabo en ausencia de estos factores.

Este modelo tuvo continuación en la obra de Spence, Miller, Mowrer, Brown, etc.
Llevaron estas ideas al campo de estudio del aprendizaje humano. De esta manera Spence
(1958), después de unos apasionantes estudios sobre el papel de la intensidad del soplido sobre
el condicionamiento del reflejo palpebral, creyó ver demostrada su teoría de que la mejor
fórmula del potencial de excitación era la que relacionaba el impulso y el incentivo sumándolos,
después su resultado se multiplicaba por el hábito ( Pe = (D+ I) H). Conforme pasaron los años
este modelo teórico, que había aspirado a un lugar hegemónico en la psicología, perdió
relevancia ante las inconsistencia empíricas que se fueron encontrando y ante el rechazo general
al marco hiperpositivista que lo sustentaba. Veamos el cuento de la caída del imperio hulliano.

5.3.- Reinterpretación del Impulso.


Por los mismos años que Hull construía con orgullo sus teorías y fórmulas en el frío
Yale, Tolman y sus colaboradores sacaban a la luz en la soleada California una serie de
experimentos que complicaron la vida a la simpleza conductista. Nos estamos refiriendo al
conocido fenómeno del aprendizaje latente, un grupo de ratas saciadas que habían tenido la
oportunidad de explorar un laberinto, se movían con menos errores que otro grupo de
congéneres absolutamente novatas, cuando ambas estaban hambrientas y tenían que buscar el
alimento que estaba al final del recorrido. Tolman concluyó algo evidente en los perezosos
parajes católicos de España, que una cosa es saber y otra hacer, que la ejecución sí depende del
refuerzo, que sólo para esa ejecución es necesario la intervención del impulso, en cambio para el
aprendizaje no tanto. Estos trabajos significaron, como el lector espabilado se habrá dado
cuenta, una dura falsación al principio del potencial de excitación hulliano, en esos casos en que
el impulso era 0, el potencial no era nulo, las ratas se movían y aprendían (recuerde que según
las matemáticas por muchos factores que multipliquemos basta con que uno sólo sea cero para
que el resultado sea cero, es la fuerza inmensa de la nada).

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A partir del momento en que los datos de estos experimentos empezaron a incordiar
(que fue bastante más tarde de su publicación), el organizado ejército hulliano se puso en
marcha no para corregir la fórmula, sino para salvaguardar el edificio teórico (una buena
falsación histórica a la teoría poperiana de la falsación científica). La contradicción afirmaron no
era tal, en esos experimentos de aprendizaje latente sí existía un impulso: el exploratorio, la
curiosidad ante lo novedoso, era lo que movía a esas ratas a aprender. Con esta conclusión se
quedaron tranquilos, pero habían subvertido uno de los postulados sacrosantos del conductismo
metodológico, el impulso no era ya algo provocado por un déficit de origen biológico, como el
hambre y el sexo, también había impulsos determinados por gustos más mentalistas y
difícilmente operacionalizables como la curiosidad (el lector curioso tendrá la oportunidad de
saber más del impulso exploratorio en el capítulo 3).

El camino estaba abierto, empezaron a aparecer nuevos tipos de impulsos. Veamos dos
de los mejores ejemplos de esta moda, con numerosas repercusiones posteriores: el modelo de
Miller y Dollar y el de Zajonc de la facilitación social.

Para evitar el riesgo de caer en un nominalismo incomprensible, en unas nuevas de listas


sin sentido de impulsos, Miller (1948) quiso sentar las bases mínimas que debían de reunir los
impulsos. Un impulso es cualquier estímulo fuerte que impele a la acción. Por lo general los
estímulos de mucha intensidad siempre impulsan. El impulso más primario y básico es el dolor.
No existe, entonces, la tendencia a una búsqueda de placer, es la evitación del dolor la base
primera de muchas actividades. Siempre que se usa la evitación del dolor se producen
aprendizajes, condicionamientos muy rápidos, fuertes y muy generalizables. Queda entonces
situada la ansiedad como el motivo principal de la conducta humana (Mowrer, 1950).

En 1965, Zajonc amplió un poco más lo que ya era el campo confuso del impulso al
añadir que en ciertos organismos, por ejemplo en los humanos y en los pollos, la presencia de
otro miembro de la especie incrementa la fuerza de las respuestas. Así, si un pollo que ha
comido hasta hartarse se encuentra con otro congénere que empieza a comer, el pollo saciado
vuelve a tener hambre. A los que nos gusta practicar el ciclismo sabemos que junto con otros
vamos más rápidos y descansados, y que cuando estamos solos siempre nos cuesta más. Lo que
empezó considerándose como un impulso básico y general, la facilitación social, llegó hasta a
ser considerado el germen, el origen de la tendencia social del ser humano, posteriormente ha
sufrido serios vaivenes empíricos. No se ha demostrado experimentalmente que la mera

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presencia tenga un efecto unívoco favorable, si la tarea es compleja, no hay facilitación,
tampoco si se infiere que los demás están evaluando negativamente. Si fuese un impulso debería
darse además un correlato fisiológico claro y tampoco se ha encontrado ese patrón de activación
biológica diferenciada.

En definitiva, cuando desde el conductismo se intentó extrapolar lo que se había


estudiado de forma simple en experimentos muy controlados con animales a los seres humanos,
empezó el edificio conductual a resquebrajarse. No se podía mantener el mismo rigor
experimental al intentar explicar la motivación humana, cualquier aproximación añadía otros
factores, otros impulsos que no eran tan simples y formalizables como los impulsos de déficit,
se hablaba de ansiedad, de curiosidad, de facilitación, de diferencias individuales, de dificultad
percibida de la tarea, etc. Se acaba haciendo un imposible tratar conceptos mentalistas
rechazando factores de interpretación, percepción, atención, procesos cognitivos que eran de
otro reino.

6.- LA TRADICIÓN COGNITIVA.

6.1.- Características de la revolución cognitiva.


Uno que, como ya he dicho, tiene cierto aprecio por la Historia de la Psicología debe
reconocer que hablar de las características básicas y comunes de un movimiento psicológico tan
poco unitario, tan diverso y en donde encuentran amparo y denominación de origen modelos tan
contrapuestos como, por ejemplo, los piagetianos y los fodorianos, resulta una labor casi
imposible. El mínimo común denominador de estas teorías no es muy amplio, si acaso un
interés claro por recuperar el estudio de los procesos mentales, desde la percepción al
pensamiento; una metodología menos molecularista; cierta pasión por la construcción de
microteorías, una por cada fenómeno particular que se estudia; y una epistemología de
contenido racionalista que conlleva una nueva dictadura de la razón sobre los sentimientos, es
decir, y para lo que nos importa, el arrumbamiento del estudio de lo motivacional y lo afectivo.

Como decíamos, estamos en el triste momento de las microteorías. Resulta curioso


como en los Symposia de Nebraska, el foro anual para los estudiosos de la motivación, a partir
de 1970 desaparece el lugar para las grandes teorías y pasan a ocuparse cada año de un tema
monográfico, la sexualidad en el 72; la agresión en el 73, etc.. Las diferentes teorías
motivacionales que aparecen en estos momentos se distinguen entre sí por los distintos objetos

21
de estudio que tratan, mucho más que por su referente teórico general o metateórico. Lo que
ocurre entonces con las perspectivas cognitivas es que se expanden de una forma poco reflexiva,
parten de una teoría reducida a un campo específico de aplicación y se quedan allí. Algunos
osados, en cambio, se atreven a dar con una supuesta teoría general de la motivación,
recogiendo por el camino cualquier apoyatura teórica que viniese bien para ese fin. Siguiendo la
ocurrente distinción de Vygotski (1992), esos enfoques de la motivación son teorías
invertebradas, como esos animales inferiores que llevan su esqueleto en la parte exterior, siendo
lo de dentro una masa blanduzca y poco diferenciada.

Pero es que la mayoría de las teorías cognitivas no intentan incluir una teoría de la
motivación, más bien pretenden quedarse en la misma cognición, colonizando de este modo el
campo oréctico (cf. Gardner, 1985/1987). Al apelar al estudio de las funciones cognitivas se
olvidan del carácter energético y puramente afectivo de la motivación (Morales, Gaviria, 1990).
De esta misma manera supeditan su idea del desarrollo de la motivación al desarrollo de las
funciones cognitivas, sin referirse siquiera a un posible desarrollo afectivo-motivacional por
separado.

6.2.- El papel de los procesos cognitivos en la Motivación.


Habíamos zanjado la revisión de la aportación conductista a la motivación, concluyendo
que conceptos como impulso, incentivo y hábito no podían explicar por sí solos la enorme
variabilidad de la acción humana. Por ejemplo, ante un examen académico, que en principio
tiene un mismo valor de incentivo externo y un mismo impulso (necesidad de aprobar) no todos
los estudiantes demuestran los mismo tipos de acción, ni se plantean las mismas metas. El ser
humano tiene la mala costumbre de interpretar, de jugar con las variaciones de significado de
todos los elementos que intervienen en una acción particular, y así no hay otra manera de
enfrentarse a un problema psicológico como la motivación que, teniendo en cuenta una serie de
procesos conscientes como la percepción, recuerdo, la toma de decisiones, las expectativas, etc.,
todos ellos determinan, en suma, la dirección de esa acción.

En general, podemos decir que las disposiciones conscientes o cognitivas caracterizan


al proceso motivacional principalmente en dos circunstancias:

1. - Caracterizan la interpretación que se da de las demandas de la situación en la que se va a


producir la acción y del resultado de la esa tarea.

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2. - Conforman las creencias y valores que añaden estimación a determinadas acciones y metas.

Lo que ahora se va a encontrar el lector, si todavía le quedan ganas de seguir con este
capítulo, es una revisión histórica de aquellas aproximaciones típicamente cognitivas que han
aportado algo al estudio de la motivación, a la explicación de qué factores activan al individuo
en determinadas circunstancias.

6.3.- Teoría de la Atribución y Motivación.


A Fritz Heider siempre se le ha reconocido como el fundador de la vía atribucional en
psicología. Su idea básica fue que el hombre está motivado a buscar las explicaciones causales
de lo que ocurre en el mundo. El ser humano naturalmente tiende a buscar el por qué de las
cosas que le pasan. En este sentido, esta tendencia atribucional actúa como una especie de
empuje consustancial a la especie humana.

Fritz Heider leyó su tesis en la Universidad austríaca de Graz en 1920, su director fue el
profesor Meinong, que a su vez había sido doctorando de Brentano. Heider es heredero entonces
de la tradición de la psicología alemana que se inicia con la psicología del acto y que continúa
con la escuela gestaltista, es decir de esa línea teórica que da un papel central a la intención y al
significado en la explicación del comportamiento.

Aunque sus ideas sobre la atribución son anteriores a 1958, es en este año cuando
publica The psychology of interpersonal relations que tuvo una enorme repercusión en
psicología (Weiner, 1992). Sus ideas sobre la tendencia a la causalidad humana se basaban en la
idea de causalidad típica del asociacionismo. Como James Mill decía, causa es aquella
condición que antecede y covaría con un efecto, que está presente cuando el efecto está
presente y no aparece cuando el efecto no está presente.

Fue luego Herbert Kelley quien, en los años sesenta y setenta sistematizó los factores
que organizaban las atribuciones de las personas.. A partir de ese momento, se fueron perfilando
poco a poco las dimensiones que agrupaban y caracterizaban las principales explicaciones
causales humanas.

Pero es Weiner quien en sus primeros trabajos de 1972 y 1973 retoma estas ideas y las
introduce directamente en el estudio de la motivación humana. Defiende como punto de partida

23
que la base de la conducta motivada no es una disposición estable de personalidad relacionada
con una necesidad natural, no es que haya gente más o menos predispuesta para activarse de una
manera, que tengan más o menos motivación de logro, por ejemplo. La clave de la motivación
radica en el deseo de recabar información válida para una buena autoevaluación. Las
explicaciones que damos a nuestras acciones y a las acciones de los demás, determinan nuestras
tendencias de acción. Esas explicaciones se regirían por ciertas regularidades, por ciertas
dimensiones típicas de explicaciones causales, como el grado de estabilidad, de control y de
internalidad. Un resultado malo en un examen lo solemos atribuir a las malas intenciones del
profesor de turno, que es una explicación inestable (ya se sabe que los caprichos de los
profesores varían); que son externas o nosotros (ojalá fuésemos nosotros maestros, entonces ya
verían); e incontrolables (el profesor siempre hace lo que le da la gana, sin contar con nosotros).
De todas formas, como somos muy machacones, el lector interesado va a encontrarse con más
especificaciones de esta teoría más adelante.

Volvamos con nuestro relato histórico. A partir de ese momento se fueron perfilando
poco a poco las dimensiones que agrupaban y caracterizaban las principales explicaciones
causales humanas. De este modo, el factor de lugar de causalidad, de internalidad-externalidad
surge de la distinción de Heider de factores de la persona y factores del entorno. Otros trabajos
también ayudan a su especificación actual como los de Rotter (1966), De Charms (1968),
Leeper, Green & Nisbett (1973), Deci, (1975), etc. El factor de grado de estabilidad es propio
de Weiner (1972), aunque lo recoge de la idea de Heider de que alguna atribución típica como la
habilidad fluctúa desde una concepción más constante a una capacidad más variable. La tercera
dimensión, el lugar de control, también la deduce de otros trabajos anteriores Weiner (1979)
como los de Rotter cuando hacía referencia a la percepción interna o externa del control de un
refuerzo.

6.4.- Formación de creencias y planes.


Muchos historiadores sufren de una curiosa compulsión que consiste en buscar siempre
un origen histórico concreto a cualquier acontecimiento. En este sentido se suele decir que la
publicación en 1960 del libro de Miller, Gallanter y Pribram de Planes y estructura de la
conducta es el inicio de la psicología cognitiva. Lo cierto es que la formación de creencias, de
metas y de planes fue uno de las perspectivas que volvieron a la psicología después del dominio
conductista. El comportamiento humano se explicaba mucho mejor si se tenía en cuenta que
todos tenemos un conjunto de creencias, de ideas sobre el mundo sobre cómo funcionan las

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cosas, que hemos internalizado pacientemente a lo largo de nuestra socialización. Nos parece,
de este modo, ocurrente y hasta graciosa la anécdota de Bruner (1990) que relata cómo unos
indígenas de Nueva Guinea consideran que un reloj de pulsera es sólo un pequeño ídolo al que
consultamos antes de efectuar una acción importante. En definitiva, que todos tenemos
creencias, que planificamos muchas de nuestras acciones y que condiciona nuestros gustos y los
modos de conseguirlo es algo tan evidente que no merece la pena que nos detengamos más en
ello.

Tan sólo vamos a referirnos a una peculiaridad curiosa de los modelos cognitivos. Como
se sabe tienen un fuerte trasfondo racionalista, suponen que nuestro pensamiento sigue ciertas
leyes lógicas y que procesa la información con un lenguaje simbólico, computacional. Pero
resulta que es un experiencia corriente que el ser humano no siempre es lógico, racional ni
formal, que muchas veces considera que la decisión más adecuada no es la más correcta, sino la
más sencilla. Ante tantas incongruencias un grupo de psicólogos se han especializado en lo que
han llamado curiosamente, en vez de la forma humana de pensar, los sesgos de pensamiento,
que determinan en buena medida nuestra forma de actuar y de querer.

La base de todos ellos es un principio básico que se ha llamado de economía cognitiva,


que no es otra cosa que ese viejo principio fundamental de la termodinámica que dice que todo
cuerpo permanece en un estado de reposo o movimiento siempre que no hay una fuerza mayor
que lo cambie, que de natural la materia es perezosa. Es decir, que lo más sencillo, lo que
significa menos esfuerzo mental, siempre será preferible a complicarse la vida. Todos tendemos
a percibir el mundo de una forma coherente, ordenada y simple, y como eso condiciona nuestra
activación algunos lo han llamado el motivo de coherencia cognitiva.

Derivados de esta tendencia general se han descrito una serie de sesgos más concretos,
de tendencias determinantes de nuestra forma de pensar. Así, pensamos que cuando varias cosas
aparecen juntas es que tienen que ver una con otras, a quien buen árbol se arrima… (heurístico
de representatividad) . En cada situación usamos la información que en ese momento tenemos
más accesible, que el alma dormida, despierte, que se avive el seso cuesta mucho (heurístico de
disponibilidad). Al buscar un mundo estable, somos muy reticentes a los cambios, es mejor lo
malo conocido que… (conservadurismo cognitivo). Lo más importante es que estas
disposiciones cognitivas afectan al modo de actuar, de activarnos, de dirigirnos, de motivarnos
en suma y que cualquier estudio sobre estos aspectos lo debe tener siempre presente.

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6.5.- La Disonancia Cognitiva.
En los años cincuenta Festinger desarrolló un modelo muy ocurrente y contraintuitivo
de explicar algunos patrones de activación humana y de cambio de creencias, la teoría de la
disonancia cognitiva (ya era hora de que la psicología se saliese, por una vez, del sentido
común). El punto de partida es el mismo que el del presupuesto anterior, las personas
preferimos un mundo coherente, estable y ordenado. La disonancia explica cómo cambiamos de
creencias, por efecto de otras presiones, no de nuestra voluntad.

Ocurre este fenómeno cuando nos vemos sometidos a una inconsistencia entre nuestros
valores y alguna característica de la situación que estamos viviendo (por ejemplo, si nos
amordazan y nos obligan a escuchar de forma continua e inmisericorde canciones de Raphael),
se producen en nosotros un estado de disonancia, un estado que resulta desagradable. Cuando
nos damos cuenta de que no podemos cambiar una acción inconsistente con nuestros valores,
podemos llegar a cambiar nuestros valores para reducir la disonancia (corremos entonces el
riesgo de volvernos fans de Raphael).

Esa inconsistencia entre actitudes y conducta es entonces activante, tan motivador que se
producen incluso cambios fisiológicos (Croyle y Cooper, 1983). De manera que el proceso de
disonancia cognitiva cumple todas las características de un estado motivacional, genera tensión,
busca la evitación de una situación poco placentera y dirige y orienta a determinadas acciones y
pensamientos para reducir la tensión.

¿Cuando se produce una inconsistencia entre actitudes o creencias propias y ajenas?. Por
lo general cuando estas creencias se contradicen psicológicamente, cuando son incompatibles
entre sí o cuando una implica la negación de la otra. En definitiva, la disonancia surge cuando se
encuentran dos creencias que no son armónicas entre sí, el refinamiento del intelectual y la
nadería raphaeliana, por ejemplo.

Una de las cosas que siempre nos han llamado la atención de la teoría de la disonancia
cognitiva es la descripción de las situaciones típicas que claramente la provocan. Esta relación
puede servir, además, como aviso a navegantes, para que cada uno reflexione y conozca cómo y
cuando cayó en la redes de la admisión de la incongruencia.

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a) Suele aparecer este fenómeno ante situaciones de elección entre alternativas muy
parecidas, ¿qué hacemos hoy, vemos la televisión o seguimos durmiendo?. Curiosamente suele
ocurrir lo que se ha llamado la confirmación post-decisión (Knox e Inkster, 1968), que
acabamos viendo los aspectos positivos de la alternativa elegida y los negativos de la rechazada.
Así en el experimento típico en el que los sujetos tenían que apostar entre candidatos muy
semejantes, las personas que habían hecho sus apuestas estaban más confiadas en acertar que las
que no habían todavía apostado.

b) Muchas veces caemos en la disonancia cuando no tenemos una justificación


suficiente para explicar un cambio realizado. Tenemos la tendencia a dotar de sentido a
conductas propias que en realidad tienen muy poca justificación. En el pionero experimento de
Festinger y Carlsmith (1959), a los sujetos que se había pagado poco dinero por realizar una
tarea aburrida, quedaron más convencidos de la presunta utilidad de la tarea que a los que los
que se les había pagado suficientemente.

c) La justificación de un sobre-esfuerzo es otra de las situaciones donde fácilmente se


cambia para superar una disonancia. Se dice que las personas que realizan conductas extremas,
que significan un gran esfuerzo, tienen que desarrollar pensamientos radicales para justificar tal
comportamiento (Aronson, 1988). Este mismo autor en un experimento muy curioso (Aronson
y Mills, 1959) encontró que el grupo de mujeres que habían tenido una sesiones previas de lo
que llamó, iniciación severa al sexo (tranquilo, querido lector, tan sólo tenían que leer relatos
con explícito contenido obsceno) encontraron una discusión aburrida posterior sobre las
relaciones humanas mucho más interesante que las que no había sufrido esas sesiones tan
excitantes.

d) En este fin de milenio abundan las religiones que se empeñan en poner fecha y hora al
fin del mundo. Pues bien, Festinger, Riecken y Schachter (1956) aprovecharon una de esas
ocasiones para preguntar a los fieles de esa religión, después de pasar la fecha sin que nada
pasara, si habían cambiado su fe en su religión. Curiosamente para la mayoría ese hecho
contradictorio había servido para reafirmar sus creencias, la explicación era sencilla, Dios les
había puesto a prueba. Es este último, un caso curioso de disonancia, no hay cambio de
creencias sino una reafirmación de las originales para evitar la incongruencia (el mundo no se ha
acabado hoy). Cuando aparece una información nueva, relevante y que contradice una creencia,

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la forma de reducir la disonancia es asemejar de alguna manera las información nueva a las
creencias firmemente establecidas.

Como dijimos, la disonancia se entiende como un estado motivacional de evitación de la


inconsistencia, en este sentido se ha considerado que se pueden distinguir tres dimensiones
características. La dimensión puramente motivacional, en el sentido que activa hacia una
determinada ejecución y hacia la consecución de una meta de reducir la tensión disonante. Así,
las personas trabajan mejor cuando el nivel de disonancia es alto y la tarea es simple, lo que no
ocurre cuando la tarea es compleja. Acompañado a esta activación psicológica, lógicamente
tiene que producirse un determinado patrón de activación fisiológico, caracterizado por
vasoconstricción sanguínea en las extremidades y una elevación de la tasa psicogalvánica,
similar al observado en personas con alto nivel de estrés en situaciones de alta elección y alto
esfuerzo. Por último, la dimensión fenomenológica hace referencia a la naturaleza subjetiva de
la disonancia. El efecto de la disonancia depende, en esta dimensión, de las atribuciones internas
que haga el sujeto. El proceso de disonancia, en este sentido, se caracterizaría por el hecho de
que el sujeto percibe el estado de activación como subjetivo e interno, esto es, como algo
personal y no relacionado con estímulos ambientales. Esta disonancia será mayor conforme sea
mayor la responsabilidad del sujeto en la situación o si se pueden predecir algunas
consecuencias negativas en el caso de no cambiar, si es algo que me atañe y que no huele bien.
Parece también que se explica mejor la activación hacia el cambio de creencias si se da, como
en el caso de creyentes del fin del mundo anteriores, sobre actitudes iniciales bastante marcadas.
Mientras que cuando las creencias previas del sujeto son difusas, el cambio se produce por la
modificación que ocurre en nuestras percepciones (Bem, 1972; Fazio, Zanna y Cooper, 1977).
En relación con esto mismo, muchos defienden que lo que realmente activa al sujeto no es la
disonancia sino la necesidad de mantener la autoestima, antes mi imagen que mis ideas.

En resumen, hoy día la teoría de la disonancia se aplica mejor a las situaciones que
implican cierta aversión, donde las actitudes de los demás son muy marcadas o fuertes y las
consecuencias de mantener la disonancia se entienden que son negativas, considerándose el
propio sujeto el responsable de las mismas.

6.6.- El mantenimiento del autoconcepto.


La psicología ha considerado, casi desde siempre, que la construcción de unas
determinadas creencias sobre nuestro yo es un de los motores que mueven y organizan nuestra

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personalidad. A partir del análisis de la multitud de experiencias personales que vive, el
individuo construye una representación general de su identidad, de su self. Para cada ámbito de
actuación forma un grupo de esquemas resistentes al cambio pero que a la larga se modifican.
Recuerde el lector que el origen etimológico del término persona proviene de las distintas
máscaras que se ponían los actores griegos, según fuese el tipo de argumento a representar.

El autoconcepto está relacionado con la motivación principalmente de la siguiente


manera. Como acabamos de decir, somos reticentes a cambiar nuestra idea de nosotros mismos,
sobre todo porque en situaciones normales suele ser buena. De forma que aprovechamos los
nuevos acontecimientos vividos para confirmar nuestro autoconcepto. Cuando nos encontramos
con informaciones inconsistentes con la idea que tenemos de nosotros mismos, reaccionamos
automáticamente de la misma manera, distorsionando la información que nos distorsiona. Es
decir, cualquier acontecimiento discrepante nos activa. Obviamente dependerá de lo seguro que
nos encontremos con nosotros mismos así seremos más capaces de desconfiar de la información
contradictoria. Por lo general, las personas que tienen una autoimagen débil están más
sometidos al poder de la información, incluso llevándolos al cambio del autoconcepto en la
dirección propuesta por la información recibida (Swann, 1983). Como ya hemos hablado de la
disonancia, no es menester machacar más al lector con una de esas modalidades de cambio.

Algunos autores han señalado que otra situación motivadora relacionada con el
autoconcepto se produce cuando ocurre una discrepancia entre el self real, actual y el ideal. Se
parte del supuesto, en una clara importación del concepto psicoanalítico, que en todos nosotros
hay unos modelos a los que aspiramos, que deseamos ( por ejemplo en talla, peso y fisionomía),
obviamente con un claro origen social y cultural. De manera que hacia su búsqueda se
encaminan muchas de nuestras acciones (Markus y Nurius, 1986).¡Cuántas cosas hacemos
(usted también querido lector, reconózcalo) para conseguir ese estándar apetecible!, del tipo que
sea, que seguro que tiene que ver con características físicas, y es que este mundo espiritual da
para poco.

Con esto vamos a dar por terminado, por ahora, nuestro paseo por el pasado lejano y
cercano de los enfoques de estudio motivacional. Lo siento, querido lector, pero no voy a poder
evitar que afloren a lo largo de este texto mis dos sesgos teóricos favoritos: una visión genética
completa de todo lo psíquico y, de entre ellas, una pasión por lo histórico. En casi todos los
capítulos verá cómo la historia encuentra un hueco para explicar algún aspecto motivacional

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humano y, cómo no, para criticarlo. De paso, se cubren algunas lagunas históricas que seguro
que el perspicaz lector ha apreciado en esta narración que ahora se cierra.

Una última cosa, probablemente usted esté convencido de que si el autor ha sido tan
crítico y, a veces, tan demoledor con las teorías ajenas, ¿cuáles son las propias?, ¿cuál es la
moraleja o la meta que se propone el autor y que justifica todo este recorrido histórico?, ¿cuál es
su sesgo, su presentismo?. La verdad es que no lo sé con certeza, tan sólo quería exponer y
valorar las principales teorías que no están perdidas en el pasado, sino que permanecen en el
presente de la psicología de la motivación. Los dos capítulos que siguen tienen como objetivo
clasificar y sistematizar una forma de entender la motivación y su desarrollo, que forzosamente
entendemos que deben engranarse con un modo de conocer al sujeto psicológico y que tiene que
ser compatible, además, con una filosofía de la ciencia. En otras palabras, lo que a continuación
va a poder leer es un intento de sintetizar y de crear una forma de entender la motivación
humana, siempre fundamentado en lo que hoy día se dice en el campo del querer y sus motores,
y que pretende superar el triste remedo de las microteorías al uso.

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