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J.A. HUERTAS
Uno que tiene cierto gusto en hacer y en investigar en Historia de la Psicología, conoce
que muchos colegas afirman que la historia de la ciencia sirve fundamentalmente para presentar
la disciplina de una forma completa y amena. Nosotros somos de la opinión que su función
principal es la de servir de crítica reflexiva de la historia del desarrollo de los principales modos
de enfrentarse a un problema, en este caso, psicológico. Es probable que el lector se encuentre
en estas líneas no sólo con una exposición sucesiva de los sucesos que sucedieron, sino también
con ciertos comentarios críticos y valorativos, y es que el hombre tiene pasión por interpretar y
evaluar, ¡qué le vamos a hacer!.
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Vamos a destacar en esta manera de considerar la motivación humana a dos de las
personas que secundaron esta vía, y que son sus cabezas más señeras, William James y
William McDougall. Como es sabido, ellos dos recogen toda la tradición anglosajona del
instinto-motivo que tienen en Darwin, Spencer y Bain sus grandes patriarcas.
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que lleva al sujeto a optar, a atender a unos estímulos y no a otros; conlleva, además, una
excitación emocional relacionada, que es fija e inmodificable, y, por último, hablaba de un
tercer componente, el aspecto motor del instinto, la activación final del organismo hacia el
objeto pretendido.
Pero el problema fundamental no era el número, era que se formaban instintos siguiendo
una lógica circular: si algo ocurre recurrentemente se explica entonces por la influencia de un
instinto y los instintos se explican porque algo ocurre sistemáticamente. Algo así como
defender que en nuestros días existe el instinto de atribuir cierto pasado a la madre de un árbitro
de fútbol porque siempre que interviene, los aficionados suelen activarse en esa línea. Peor es
que, además, no sólo se trata de formulaciones de instinto auténticamente tautológicas, sino que
tampoco tenían comprobación empírica.
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1.4.- Lo que queda del instinto en las teorías actuales.
Hoy día ya no se usa la noción de instinto. La etología, que podría ser la más fácilmente
contagiable, habla de patrones fijos de acción que no determinan por entero el comportamiento
final del animal; sólo son un condicionante más, siempre actúan en interacción con otros
atributos situacionales. Esta relativización del instinto no significa que las ciencias que se
encargan del estudio del comportamiento animal no estén preocupadas por el campo de la
motivación. Más bien al contrario, es uno de sus intereses básicos. Términos como energía de
acción específica, estímulo clave, pauta de acción fija, movimientos de intención, son, por
ejemplo, conceptos clásicos para los etólogos a la hora de estudiar el comportamiento animal y
tienen una clara connotación motivacional. Es un modo de estudio tan trascendente este de
seguir la filogenia, para los que seguimos un modelo genético de entender la acción del sujeto,
que no merece la pena reducirlo a unas cuantas líneas; por sí mismo se merece un trabajo
monográfico, pero por desgracia, no puede ser aquí.
Ya que estamos con las renuncias tenemos que hacer alguna más. En este trabajo que
tiene en la mano vamos a dejar de lado todo un campo de estudio de la motivación como es el
que se ha desarrollado desde una perspectiva psicobiológica, porque no es nuestra especialidad
y porque estamos a la busca de un acercamiento robusto al entendimiento de la motivación
humana, y no es menester enredarse en procesos biológicos muy concretos y aislados del
contexto social y personal, que es lo que da forma, significado y sentido a la acción humana.
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2.1.- El Deseo y la Pulsión en Freud.
Es suficientemente conocido que el psicoanálisis ofrece una explicación
fundamentalmente oréctica del comportamiento humano. Estamos dirigidos por el deseo que
surge de las instancias más profundas e inconscientes de nuestra personalidad. La energía de que
disponen esos deseos se regula como si de un sistema hidráulico se tratase; es un fluido que
aumenta, se mueve y busca cualquier salida. Esa fuerza energética se vehicula en las pulsiones.
No entiende Freud la pulsión (trieb) como tradicionalmente se entiende el instinto (instink). Se
trata de un proceso dinámico cargado de energía que tiene un origen, una fuente (una zona del
cuerpo y una situación de tensión, de deseo) y persigue la reducción de esta tensión. Se trata de
un concepto límite entre la esfera mental y la biológica. Son seres míticos, maravillosos en su
falta de definición. En nuestra labor no podemos pasarlos por alto ni un momento y, sin
embargo, nunca estamos seguros de verlos con claridad. (Freud, 1933/1973)
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en el exterior en forma de comportamientos con algún grado de destructividad. ¿Qué cara pone
el lector en esas ocasiones que consigue agarrar esa molesta mosca veraniega? y, ¿cuando
observa el resbalón, la caída y el daño del prójimo (cuanto más próximo mejor)?.
Para sintetizar lo más original de las ideas de otro conocido discípulo-hereje de Freud,
Alfred Adler, puede bastar con recordar su célebre frase: ser hombre significa sentirse inferior
(Adler, 1933/1970). El ser humano viene al mundo con evidentes carencias biológicas
(tardamos mucho en ser mínimamente autónomos de nuestros padres), con claras deficiencias
adaptativas en comparación con otras especies (somos un primate débil y vencible), y esas
circunstancias le llevan a plantearse su vida como una necesidad de superación de esa
inferioridad natural. Este es el punto de partida de su idea del sistema motivacional humano, lo
que básicamente mueve al individuo es el esfuerzo por la superación, el deseo de compensar la
debilidad. Esa búsqueda de la superioridad juega un papel más decisivo para explicar el
comportamiento que el motivo sexual. Para ser algo más, para conseguir imponerse, el
individuo muchas veces tiende a reaccionar de forma agresiva, de lucha. En las formulaciones
finales de Adler, este tipo de pulsión se parece mucho a lo que luego, en otro ámbito
completamente distinto, se ha considerado el motivo social de poder, en el sentido de que la
forma más adecuada de superar la inferioridad es mostrando el individuo un fuerte interés
social, asumiendo que el grupo social es el mejor remedio para librarse de su inferioridad
natural. Dentro del grupo cada uno tiene que colocarse en una buena posición social y para eso
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tiene que saber imponerse, influir o cooperar. El lector que llegue al capítulo 6, verá esta
semejanza con la idea más generalizada del motivo de poder.
Si la Primera Guerra Mundial sirve para que Freud se vuelva más pesimista sobre el ser
humano y coloque en un lugar preeminente al motivo de muerte, la Segunda Guerra sirve para
lo contrario, para evadirse del dolor y para que se busque el optimismo, para que se confíe en el
ser humano (¿o es que la diferencia está en que el primero estuvo en el bando de los perdedores
y los humanistas en lado del vencedor?). En todo caso, los humanistas se han vanagloriado de
buscar un análisis positivo de la personalidad, centrándose en los casos de hombres sanos y
felices. Acomodaremos nuestra descripción de las aportaciones de este movimiento a dos de sus
figuras más importantes: Abraham Maslow y Carl Rogers.
Maslow (1943, 1955, 1971) parte de la idea de que en los seres humanos existe un
impulso hacia el desarrollo. Su aportación mejor conocida es su famosa pirámide de las
necesidades humanas, tan conocida que ha pasado ya a la psicología popular. Siguiendo la
sugerencia de Gordon Allport de establecer un orden que mostrase la autonomía funcional de
los motivos, Maslow estableció una jerarquía con dos órdenes principales: las necesidades
básicas o de déficit y las superiores o de desarrollo. Según el autor, cuanto más abajo aparece
una necesidad, antes aparece en el desarrollo filogenético y ontogenético y mayor es su fuerza
relativa.
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En las necesidades básicas se distinguen: las necesidades fisiológicas, que tienen que ver
con las demandas del organismo para funcionar adecuadamente (comer, beber y esas otras
cositas). Las de seguridad, que son aquellos aspectos que garantizan la vida de la persona
(protección, defensa, condiciones mínimas de alojamiento, salubridad, orden, etc.).
El otro autor que vamos a mencionar viene a decir más de lo mismo. Carl Rogers
(1951; 1963) afirma que el organismo tiende básicamente al esfuerzo por realizarse, mantener
y acrecentar su experiencia. Defiende, de nuevo la idea de la existencia de un motivo básico y
constructivo la tendencia a autorrealizarse. Se trata de un tendencia permanente que nos
mantiene en constante crecimiento, que nos lleva a mantener y a mejorar las condiciones de la
vida. El sujeto tiende a un funcionamiento completo, a abrirse a la experiencia, a vivir el
momento, a ser creativo y libre. Ese crecimiento está determinado tanto por el ambiente como
por la consideración que tengamos de los demás, por eso afirma que al desarrollarse se
adquieren dos necesidades: la de ser positivamente estimado por los demás, sentir amor y
aceptación; y la de acabar considerándose positivamente, que es formarse un juicio positivo de
sí mismo a partir de lo que las personas significativas para cada uno suelen afirmar del sujeto.
Las críticas que se han hecho a esta corriente también son conocidas. Sus teorías se
fundamentan en ejemplos escogidos, siempre favorables. Prácticamente no se conocen
investigaciones empíricas que demuestren las claves de las vivencias humanas que defienden.
Es curioso, pero por circunstancias parecidas al psicoanálisis se le ha expulsado de la
Academia. Quizás la pega más importante de esta consideración humanista es que en su
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formulaciones se habla del hombre y de los demás, pero no se tiene en cuenta la naturaleza de
las condiciones ambientales, los entornos que rodean y dan significado y sentido a la acción
humana.
En este apartado vamos a incluir la obra de dos autores que no tienen más relación entre
sí que la noble aspiración de sustentar sus ideas en datos empíricos. Ambos quieren resolver de
forma objetiva la penosa tendencia hacia el nominalismo a la hora de delimitar los diferentes
motivos humanos.
Lo que él buscaba no era dar con rasgos estables y consistentes. Los motivos explicaban,
según Murray, las inconsistencias, los cambios. Cualquier procedimiento riguroso era bueno
para ese fin, utilizó métodos tan diversos como el análisis de autobiografías, de ensoñaciones,
de fantasías, de narraciones, de cuestionarios. Sobre todo su preferido fue el mencionado
T.A.T., un conjunto de láminas con escenas cotidianas, abiertas, a las que el sujeto debe dar
sentido a través de una historia, donde se dejan ver, de una forma desinhibida, los motivos que
más dominan al individuo. Como hay todo un capítulo dedicado a la evaluación de la
motivación, dejamos aquí el T.A.T. hasta ese momento. Para sus objetivos de dar con los
motivos humanos auténticos, también recurrió a diferentes observaciones longitudinales de
grupos de estudiantes, en cuatro años recogió una enorme cantidad de información sobre el
cambio y desarrollo de los motivos en las diferentes personas. El resultado final de este trabajo
fue la creación por un grupo de expertos de una clasificación de motivos y de un vocabulario
que ha sido la base de todo el trabajo posterior en motivación humana. En esa lista aparecen
todos los motivos estudiados posteriormente, está el logro, la afiliación, el poder, la autonomía,
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el jugar, el sexo, la evitación del dolor,…, hasta la humillación (la tendencia a someterse a una
fuerza exterior, a aceptar la injuria, la censura y el castigo - Murray, 1938).
Para finalizar con este pionero de la motivación, Murray creía que esos motivos eran
manifestaciones de necesidades humanas que surgen de procesos internos o externos, que tienen
una base fisiológica-cerebral. Estas necesidades generan tensión y procuran energía, orientan y
dirigen la conducta. En realidad su clasificación tenía al final mejores intenciones que
resultados, se le acusó de serios problemas en el procedimiento usado para la estimación de los
jueces de los motivos más relevantes. Si uno lee la susodicha lista se encuentra con facilidad
que allí están juntos las peras y las manzanas, que no hay criterios claros y homogéneos para
definir qué es un motivo, qué una actitud y qué una acción completa. Quizá sus repercusiones
fueron más trascendentes que sus resultados, Murray fue el antecedente directo de la gran línea
de trabajos sobre motivación que desarrollaron Atkinson y McClelland y que veremos
extensamente en el capítulo 6.
Yéndonos por un terreno más teórico, Cattell considera que la motivación tiene dos
componentes principales: la fuerza, su energía, y las metas que se propone el sujeto. Este autor
define la fuerza motivacional en virtud del grado de interés que despliega una persona en
situaciones concretas como trabajar, cocinar, estudiar, etc. Siguiendo su estilo de trabajo, la
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estructuración de los componentes subyacentes al concepto de fuerza motivacional, los obtuvo
tras otro análisis factorial, curiosamente la denominación de esos factores principales coinciden
con una de las teorías con las que más ha flirteado Cattell a lo largo de su vida, el psicoanálisis.
Así, el primero se refería al componente impulsivo, de deseo; el otro, al componente de análisis
racional y toma de decisiones entre los deseos y la realidad; y el último hace referencia a los
deberes y normas sociales a las que el individuo se debe acomodar. No es muy original
descubrir, por evidente, que estos tres factores remiten claramente a ciertas particularidades de
las tres instancias de la personalidad del último Freud: el Ello, el Yo y el SuperYo.
Varios son los problemas de esta perspectiva. En primer lugar, todos los derivados del
sustento estadístico que usan, el análisis factorial. Es este solo un método matemático, cuyo
resultado depende, como en todos estos casos, de la calidad de los datos que se introduzcan. Es
más, varían enormemente los resultados con tal de que cambien unas pocas variables. Por otra
parte, es una de las pruebas estadísticas que más se dan a la interpretación del analista, hay que
decidir qué variables saturan en cada factor, y ponerles una etiqueta a aquellas que lo hacen. Lo
normal es juntar y nombrar de acuerdo con el sesgo previo del experimentador. Para finalizar,
lamentar que, como pasa en otros órdenes de fenómenos analizados por Cattell una cosa era lo
que estaba proyectado hacer, que reunía todo lo necesario para ser completo, riguroso y
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objetivo, y otra lo que se acabó haciendo, que fue, por decirlo lisa y llanamente, la mitad de la
mitad. Por ejemplo, nunca se terminó el contraste experimental propuesto para demostrar en la
realidad la virtualidad de los distintos ergios definidos.
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impulso está estrechamente ligado a la perturbación de necesidades biológicas, es el recurso
para recuperar el equilibrio cuando algo básico en el organismo empieza a disminuir. Así
funcionaba el impulso más estudiado del momento, el impulso de hambre (¡qué lejos quedaba
eso tan morboso de la libido psicoanalítica!).
La vía de trabajo abierta por los estudios de aprendizaje con animales, permite ir
perfilando la noción de impulso, de manera que con el tiempo se consigue operativizar y medir
este estado de tensión interna (cf. Richter, 1927). Así por ejemplo, los trabajos de aprendizaje de
evitación-escape con la parrilla eléctrica de la famosa Columbia Obturation Box permitieron
medir y controlar con más detalle el nivel del impulso de los organismos, se habla de horas de
deprivación, de intensidad del choque eléctrico, de tipos de ensayos, etc.
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e1 e2 y e3 e4 e5
r1 r2 r3 r4 y r5 META FINAL
COMPORTAMIENTO
andar mirar entrar escoger, pedir comer pasteles
i1 i2 i3
ORGANISMO
impulso de incremento incremento
hambre de impulso de impulso
De esta manera quedaba explicado en términos mecánicos algo tan personal e interno
como el propósito. La energía y la dirección de una conducta ya no depende sólo del impulso.
Se le sigue considerando como la manifestación psicológica de una estado de necesidad, pero
ahora el drive no es el único elemento que explica la tendencia a actuar hacia una meta del
organismo. Esa tendencia, el potencial de excitación, se relaciona también con el hábito y con el
incentivo.
Esta relación queda expresada, como todo lo que hacía Hull en la siguiente fórmula
lógico-matemática. Se llama Potencial de excitación al producto del hábito por el impulso
(Drive) por el incentivo.
Pe = H x D x I.
En definitiva, se entiende que este potencial, esta tendencia de activación engloba todos
los aspectos relacionados con la motivación.
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Posteriormente (1952), Hull desarrolla su teoría desmenuzando el concepto general de
incentivo, considerando que es un compuesto de tres factores independientes: el valor de la meta
(K), la demora del refuerzo (J) y la intensidad del estímulo (V). No obstante con añadir más
factores no se conseguía explicar mejor el potencial de excitación, no hacía su teoría más fiable,
más bien se conseguía lo contrario, hacía más fácil encontrar ejemplos experimentales en los
que la acción que el organismo llevaba a cabo en ausencia de estos factores.
Este modelo tuvo continuación en la obra de Spence, Miller, Mowrer, Brown, etc.
Llevaron estas ideas al campo de estudio del aprendizaje humano. De esta manera Spence
(1958), después de unos apasionantes estudios sobre el papel de la intensidad del soplido sobre
el condicionamiento del reflejo palpebral, creyó ver demostrada su teoría de que la mejor
fórmula del potencial de excitación era la que relacionaba el impulso y el incentivo sumándolos,
después su resultado se multiplicaba por el hábito ( Pe = (D+ I) H). Conforme pasaron los años
este modelo teórico, que había aspirado a un lugar hegemónico en la psicología, perdió
relevancia ante las inconsistencia empíricas que se fueron encontrando y ante el rechazo general
al marco hiperpositivista que lo sustentaba. Veamos el cuento de la caída del imperio hulliano.
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A partir del momento en que los datos de estos experimentos empezaron a incordiar
(que fue bastante más tarde de su publicación), el organizado ejército hulliano se puso en
marcha no para corregir la fórmula, sino para salvaguardar el edificio teórico (una buena
falsación histórica a la teoría poperiana de la falsación científica). La contradicción afirmaron no
era tal, en esos experimentos de aprendizaje latente sí existía un impulso: el exploratorio, la
curiosidad ante lo novedoso, era lo que movía a esas ratas a aprender. Con esta conclusión se
quedaron tranquilos, pero habían subvertido uno de los postulados sacrosantos del conductismo
metodológico, el impulso no era ya algo provocado por un déficit de origen biológico, como el
hambre y el sexo, también había impulsos determinados por gustos más mentalistas y
difícilmente operacionalizables como la curiosidad (el lector curioso tendrá la oportunidad de
saber más del impulso exploratorio en el capítulo 3).
El camino estaba abierto, empezaron a aparecer nuevos tipos de impulsos. Veamos dos
de los mejores ejemplos de esta moda, con numerosas repercusiones posteriores: el modelo de
Miller y Dollar y el de Zajonc de la facilitación social.
En 1965, Zajonc amplió un poco más lo que ya era el campo confuso del impulso al
añadir que en ciertos organismos, por ejemplo en los humanos y en los pollos, la presencia de
otro miembro de la especie incrementa la fuerza de las respuestas. Así, si un pollo que ha
comido hasta hartarse se encuentra con otro congénere que empieza a comer, el pollo saciado
vuelve a tener hambre. A los que nos gusta practicar el ciclismo sabemos que junto con otros
vamos más rápidos y descansados, y que cuando estamos solos siempre nos cuesta más. Lo que
empezó considerándose como un impulso básico y general, la facilitación social, llegó hasta a
ser considerado el germen, el origen de la tendencia social del ser humano, posteriormente ha
sufrido serios vaivenes empíricos. No se ha demostrado experimentalmente que la mera
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presencia tenga un efecto unívoco favorable, si la tarea es compleja, no hay facilitación,
tampoco si se infiere que los demás están evaluando negativamente. Si fuese un impulso debería
darse además un correlato fisiológico claro y tampoco se ha encontrado ese patrón de activación
biológica diferenciada.
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de estudio que tratan, mucho más que por su referente teórico general o metateórico. Lo que
ocurre entonces con las perspectivas cognitivas es que se expanden de una forma poco reflexiva,
parten de una teoría reducida a un campo específico de aplicación y se quedan allí. Algunos
osados, en cambio, se atreven a dar con una supuesta teoría general de la motivación,
recogiendo por el camino cualquier apoyatura teórica que viniese bien para ese fin. Siguiendo la
ocurrente distinción de Vygotski (1992), esos enfoques de la motivación son teorías
invertebradas, como esos animales inferiores que llevan su esqueleto en la parte exterior, siendo
lo de dentro una masa blanduzca y poco diferenciada.
Pero es que la mayoría de las teorías cognitivas no intentan incluir una teoría de la
motivación, más bien pretenden quedarse en la misma cognición, colonizando de este modo el
campo oréctico (cf. Gardner, 1985/1987). Al apelar al estudio de las funciones cognitivas se
olvidan del carácter energético y puramente afectivo de la motivación (Morales, Gaviria, 1990).
De esta misma manera supeditan su idea del desarrollo de la motivación al desarrollo de las
funciones cognitivas, sin referirse siquiera a un posible desarrollo afectivo-motivacional por
separado.
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2. - Conforman las creencias y valores que añaden estimación a determinadas acciones y metas.
Lo que ahora se va a encontrar el lector, si todavía le quedan ganas de seguir con este
capítulo, es una revisión histórica de aquellas aproximaciones típicamente cognitivas que han
aportado algo al estudio de la motivación, a la explicación de qué factores activan al individuo
en determinadas circunstancias.
Fritz Heider leyó su tesis en la Universidad austríaca de Graz en 1920, su director fue el
profesor Meinong, que a su vez había sido doctorando de Brentano. Heider es heredero entonces
de la tradición de la psicología alemana que se inicia con la psicología del acto y que continúa
con la escuela gestaltista, es decir de esa línea teórica que da un papel central a la intención y al
significado en la explicación del comportamiento.
Aunque sus ideas sobre la atribución son anteriores a 1958, es en este año cuando
publica The psychology of interpersonal relations que tuvo una enorme repercusión en
psicología (Weiner, 1992). Sus ideas sobre la tendencia a la causalidad humana se basaban en la
idea de causalidad típica del asociacionismo. Como James Mill decía, causa es aquella
condición que antecede y covaría con un efecto, que está presente cuando el efecto está
presente y no aparece cuando el efecto no está presente.
Fue luego Herbert Kelley quien, en los años sesenta y setenta sistematizó los factores
que organizaban las atribuciones de las personas.. A partir de ese momento, se fueron perfilando
poco a poco las dimensiones que agrupaban y caracterizaban las principales explicaciones
causales humanas.
Pero es Weiner quien en sus primeros trabajos de 1972 y 1973 retoma estas ideas y las
introduce directamente en el estudio de la motivación humana. Defiende como punto de partida
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que la base de la conducta motivada no es una disposición estable de personalidad relacionada
con una necesidad natural, no es que haya gente más o menos predispuesta para activarse de una
manera, que tengan más o menos motivación de logro, por ejemplo. La clave de la motivación
radica en el deseo de recabar información válida para una buena autoevaluación. Las
explicaciones que damos a nuestras acciones y a las acciones de los demás, determinan nuestras
tendencias de acción. Esas explicaciones se regirían por ciertas regularidades, por ciertas
dimensiones típicas de explicaciones causales, como el grado de estabilidad, de control y de
internalidad. Un resultado malo en un examen lo solemos atribuir a las malas intenciones del
profesor de turno, que es una explicación inestable (ya se sabe que los caprichos de los
profesores varían); que son externas o nosotros (ojalá fuésemos nosotros maestros, entonces ya
verían); e incontrolables (el profesor siempre hace lo que le da la gana, sin contar con nosotros).
De todas formas, como somos muy machacones, el lector interesado va a encontrarse con más
especificaciones de esta teoría más adelante.
Volvamos con nuestro relato histórico. A partir de ese momento se fueron perfilando
poco a poco las dimensiones que agrupaban y caracterizaban las principales explicaciones
causales humanas. De este modo, el factor de lugar de causalidad, de internalidad-externalidad
surge de la distinción de Heider de factores de la persona y factores del entorno. Otros trabajos
también ayudan a su especificación actual como los de Rotter (1966), De Charms (1968),
Leeper, Green & Nisbett (1973), Deci, (1975), etc. El factor de grado de estabilidad es propio
de Weiner (1972), aunque lo recoge de la idea de Heider de que alguna atribución típica como la
habilidad fluctúa desde una concepción más constante a una capacidad más variable. La tercera
dimensión, el lugar de control, también la deduce de otros trabajos anteriores Weiner (1979)
como los de Rotter cuando hacía referencia a la percepción interna o externa del control de un
refuerzo.
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cosas, que hemos internalizado pacientemente a lo largo de nuestra socialización. Nos parece,
de este modo, ocurrente y hasta graciosa la anécdota de Bruner (1990) que relata cómo unos
indígenas de Nueva Guinea consideran que un reloj de pulsera es sólo un pequeño ídolo al que
consultamos antes de efectuar una acción importante. En definitiva, que todos tenemos
creencias, que planificamos muchas de nuestras acciones y que condiciona nuestros gustos y los
modos de conseguirlo es algo tan evidente que no merece la pena que nos detengamos más en
ello.
Tan sólo vamos a referirnos a una peculiaridad curiosa de los modelos cognitivos. Como
se sabe tienen un fuerte trasfondo racionalista, suponen que nuestro pensamiento sigue ciertas
leyes lógicas y que procesa la información con un lenguaje simbólico, computacional. Pero
resulta que es un experiencia corriente que el ser humano no siempre es lógico, racional ni
formal, que muchas veces considera que la decisión más adecuada no es la más correcta, sino la
más sencilla. Ante tantas incongruencias un grupo de psicólogos se han especializado en lo que
han llamado curiosamente, en vez de la forma humana de pensar, los sesgos de pensamiento,
que determinan en buena medida nuestra forma de actuar y de querer.
Derivados de esta tendencia general se han descrito una serie de sesgos más concretos,
de tendencias determinantes de nuestra forma de pensar. Así, pensamos que cuando varias cosas
aparecen juntas es que tienen que ver una con otras, a quien buen árbol se arrima… (heurístico
de representatividad) . En cada situación usamos la información que en ese momento tenemos
más accesible, que el alma dormida, despierte, que se avive el seso cuesta mucho (heurístico de
disponibilidad). Al buscar un mundo estable, somos muy reticentes a los cambios, es mejor lo
malo conocido que… (conservadurismo cognitivo). Lo más importante es que estas
disposiciones cognitivas afectan al modo de actuar, de activarnos, de dirigirnos, de motivarnos
en suma y que cualquier estudio sobre estos aspectos lo debe tener siempre presente.
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6.5.- La Disonancia Cognitiva.
En los años cincuenta Festinger desarrolló un modelo muy ocurrente y contraintuitivo
de explicar algunos patrones de activación humana y de cambio de creencias, la teoría de la
disonancia cognitiva (ya era hora de que la psicología se saliese, por una vez, del sentido
común). El punto de partida es el mismo que el del presupuesto anterior, las personas
preferimos un mundo coherente, estable y ordenado. La disonancia explica cómo cambiamos de
creencias, por efecto de otras presiones, no de nuestra voluntad.
Ocurre este fenómeno cuando nos vemos sometidos a una inconsistencia entre nuestros
valores y alguna característica de la situación que estamos viviendo (por ejemplo, si nos
amordazan y nos obligan a escuchar de forma continua e inmisericorde canciones de Raphael),
se producen en nosotros un estado de disonancia, un estado que resulta desagradable. Cuando
nos damos cuenta de que no podemos cambiar una acción inconsistente con nuestros valores,
podemos llegar a cambiar nuestros valores para reducir la disonancia (corremos entonces el
riesgo de volvernos fans de Raphael).
Esa inconsistencia entre actitudes y conducta es entonces activante, tan motivador que se
producen incluso cambios fisiológicos (Croyle y Cooper, 1983). De manera que el proceso de
disonancia cognitiva cumple todas las características de un estado motivacional, genera tensión,
busca la evitación de una situación poco placentera y dirige y orienta a determinadas acciones y
pensamientos para reducir la tensión.
¿Cuando se produce una inconsistencia entre actitudes o creencias propias y ajenas?. Por
lo general cuando estas creencias se contradicen psicológicamente, cuando son incompatibles
entre sí o cuando una implica la negación de la otra. En definitiva, la disonancia surge cuando se
encuentran dos creencias que no son armónicas entre sí, el refinamiento del intelectual y la
nadería raphaeliana, por ejemplo.
Una de las cosas que siempre nos han llamado la atención de la teoría de la disonancia
cognitiva es la descripción de las situaciones típicas que claramente la provocan. Esta relación
puede servir, además, como aviso a navegantes, para que cada uno reflexione y conozca cómo y
cuando cayó en la redes de la admisión de la incongruencia.
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a) Suele aparecer este fenómeno ante situaciones de elección entre alternativas muy
parecidas, ¿qué hacemos hoy, vemos la televisión o seguimos durmiendo?. Curiosamente suele
ocurrir lo que se ha llamado la confirmación post-decisión (Knox e Inkster, 1968), que
acabamos viendo los aspectos positivos de la alternativa elegida y los negativos de la rechazada.
Así en el experimento típico en el que los sujetos tenían que apostar entre candidatos muy
semejantes, las personas que habían hecho sus apuestas estaban más confiadas en acertar que las
que no habían todavía apostado.
d) En este fin de milenio abundan las religiones que se empeñan en poner fecha y hora al
fin del mundo. Pues bien, Festinger, Riecken y Schachter (1956) aprovecharon una de esas
ocasiones para preguntar a los fieles de esa religión, después de pasar la fecha sin que nada
pasara, si habían cambiado su fe en su religión. Curiosamente para la mayoría ese hecho
contradictorio había servido para reafirmar sus creencias, la explicación era sencilla, Dios les
había puesto a prueba. Es este último, un caso curioso de disonancia, no hay cambio de
creencias sino una reafirmación de las originales para evitar la incongruencia (el mundo no se ha
acabado hoy). Cuando aparece una información nueva, relevante y que contradice una creencia,
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la forma de reducir la disonancia es asemejar de alguna manera las información nueva a las
creencias firmemente establecidas.
En resumen, hoy día la teoría de la disonancia se aplica mejor a las situaciones que
implican cierta aversión, donde las actitudes de los demás son muy marcadas o fuertes y las
consecuencias de mantener la disonancia se entienden que son negativas, considerándose el
propio sujeto el responsable de las mismas.
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personalidad. A partir del análisis de la multitud de experiencias personales que vive, el
individuo construye una representación general de su identidad, de su self. Para cada ámbito de
actuación forma un grupo de esquemas resistentes al cambio pero que a la larga se modifican.
Recuerde el lector que el origen etimológico del término persona proviene de las distintas
máscaras que se ponían los actores griegos, según fuese el tipo de argumento a representar.
Algunos autores han señalado que otra situación motivadora relacionada con el
autoconcepto se produce cuando ocurre una discrepancia entre el self real, actual y el ideal. Se
parte del supuesto, en una clara importación del concepto psicoanalítico, que en todos nosotros
hay unos modelos a los que aspiramos, que deseamos ( por ejemplo en talla, peso y fisionomía),
obviamente con un claro origen social y cultural. De manera que hacia su búsqueda se
encaminan muchas de nuestras acciones (Markus y Nurius, 1986).¡Cuántas cosas hacemos
(usted también querido lector, reconózcalo) para conseguir ese estándar apetecible!, del tipo que
sea, que seguro que tiene que ver con características físicas, y es que este mundo espiritual da
para poco.
Con esto vamos a dar por terminado, por ahora, nuestro paseo por el pasado lejano y
cercano de los enfoques de estudio motivacional. Lo siento, querido lector, pero no voy a poder
evitar que afloren a lo largo de este texto mis dos sesgos teóricos favoritos: una visión genética
completa de todo lo psíquico y, de entre ellas, una pasión por lo histórico. En casi todos los
capítulos verá cómo la historia encuentra un hueco para explicar algún aspecto motivacional
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humano y, cómo no, para criticarlo. De paso, se cubren algunas lagunas históricas que seguro
que el perspicaz lector ha apreciado en esta narración que ahora se cierra.
Una última cosa, probablemente usted esté convencido de que si el autor ha sido tan
crítico y, a veces, tan demoledor con las teorías ajenas, ¿cuáles son las propias?, ¿cuál es la
moraleja o la meta que se propone el autor y que justifica todo este recorrido histórico?, ¿cuál es
su sesgo, su presentismo?. La verdad es que no lo sé con certeza, tan sólo quería exponer y
valorar las principales teorías que no están perdidas en el pasado, sino que permanecen en el
presente de la psicología de la motivación. Los dos capítulos que siguen tienen como objetivo
clasificar y sistematizar una forma de entender la motivación y su desarrollo, que forzosamente
entendemos que deben engranarse con un modo de conocer al sujeto psicológico y que tiene que
ser compatible, además, con una filosofía de la ciencia. En otras palabras, lo que a continuación
va a poder leer es un intento de sintetizar y de crear una forma de entender la motivación
humana, siempre fundamentado en lo que hoy día se dice en el campo del querer y sus motores,
y que pretende superar el triste remedo de las microteorías al uso.
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