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Capítulo 3

MEMORIAS DE LA INFANCIA

EL A N G E L , EL EN A N O Y EL ESCLAVO
O EL N IÑ O EN LA L IT E R A T U R A -

En la literatura medieval de Europa occidental, el niño ha ocupado el lugar del


pobre, cuando no del apestado, del paria. Esta fue la voluntad de la Iglesia. Los
textos de los clérigos recuerdan que el niño es un ser del que hay que desconfiar,
porque puede ser asiento de fuerzas oscuras. El recién nacido_nertenece todavía a
la especie inferior y afín ha de nacer a la vida del espíritu. Carga con la maldición
del hombre^ejtptrtsádo del para-feo^-Eaga por los vicios de los adultos como si siem-
pre fuera fruto del pecado. Los términos que se emplean a su respecto son des­
preciativos y hasta injuriosos. Largo período de desgracia que se explica por el
hecho de que el niño es bautizado tardíamente. Aun cuando se lo bautizará sistemá­
ticamente, se dice que el sacramento del bautismo ho borra el pecado original. A
este oscurantismo sucede el humanismo del Renacimiento, que va a poner fin á la
desgracia de los retacos de Dios, que están en el purgatorio cuando no en el infierno
de los inferiores, domésticos, siervos y animales. M. Alcofribas a la cabeza, con su
genial parábola de Gargantüa quien, por el poder del verbo, nace gigante. Se pide al
adulto que recupere el espíritu de la niñez. Espíritu de infancia que, en el siglo
XVIII, pasará a ser la primera de las virtudes cristianas. La Iglesia, que en un princi­
pio arrojó a la cría del hombre a las tinieblas, la rehabilitará en las conciencias.
“ El Evangelio nos prohíbe despreciarlos (a los niños) por la alta consideración
de que hay ángeles bienaventurados que los protegen”, Traité du choix et de la
méthode des études, Fleury, 1686.
“ Sed como niños recién nacidos”, recomienda Jacqueline Pascal en una oración
incluida en el reglamento de los pequeños pensionistas de Port-Royal (Reglamento
para los niños, 1721).

Es posible que el culto del Niño Jesús haya preparado y facilitado esta rehabili­
tación. En cualquier caso, marca una etapa, una primera conquista. El pesebre fue
inventado por san Francisco de Asís, a comienzos del siglo XIII. Antes de él, no
había cuna del niño símbolo. Angel o demonio, era criatura aérea o permanecía en

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sus ascuas. El niño símbolo está entre el cielo y la tierra, entre dos sillas de beatos,
acostado entre dos reclinatorios. Es, bien uri ángel caído, bien el héroe futuro.
Otra causa histórica de la rehabilitación del niño fue el culto de los principitos.
Comenzó en pleifa guerra de religión. Durante el enfrentamiento entre católicos y
protestantes, Catalina de Médicis se propuso dar la vuelta a Francia en su carroza
exhibiendo a la muchedumbre al nuevo rey, Carlos IX, quien entonces tenía diez
años. Fue en 1560. Cuando Luis XIII es aún un niño, se le trata realmente como al
niño rey. La corte cuida de su popularidad como jamás se lo había hecho con un
infante. Todo lo que concierne a la condición del niño y a su lugar en la sociedad,
es cíclico. Pero la dialéctica del discurso de que es objeto es mucho más compleja
y sutil de lo que las dominantes permiten creer. Por tanto, no se puede afirmar que
en la Edad Media no exista el niño símbolo de inocencia y pureza. Si bien no ocupa
la primera línea en el discurso literario, existe en las canciones populares, en los
cantos de Navidad. En el siglo XHI el repertorio lírico celebra la maternidad. Cierto
es que estas dominantes fuerzan el rasgo hasta el extremo, y desfiguran las cosas al
ocultar todos los otros momentos dialécticos, al dejar en la sombra las otras facetas.
Pero no son pura ficción, juicio arbitrario carente de fundamento. Cada una de las
dominantes recuerda al hombre que, a finales del siglo XX, puede aspirar, ya que no
a captar el fenómeno en su totalidad, al menos a conocer el misterio en su compleji­
dad y respetarlo, una de las componentes de la realidad del ser humano en devenir.
El juicio dominante de la Edad Media revela que el consenso de estos siglos
quiso retener ante todo la maleabilidad, la plasticidad de la infancia y la influencia
del medio, de la educación sobre los jóvenes cerebros; el niño es un perverso en
estado latente. Sólo la religión lo salva. Es la corriente de pensamiento que prescri­
be Fenelón con su Telémaco, racionalizando y laicizando el juicio de los hombres
de la Iglesia: el niño debe ser enteramente modelado por la educación para no
resultar un perverso. Rousseau inventa el postulado: el niño nace como el buen
salvaje, quien lo pervierte es la sociedad. Lenín retomará para sus pequeños pione­
ros el modelo de Telémaco. El ciclo reproduce incesantemente estas contradicciones
internas. Pero antes, los románticos toman el legado de Rousseau. El Emilio de
Rousseau abre el camino a la pequeña Fadette* y a Pablo y Virginia2.
A principios del siglo XIX, según la dialéctica dominante, el angelismo sale
vencedor y pasa a un primer plano. Todos los poetas románticos cantan al niño.
Pero la representación que hacen de éste es pueril. El niño está mal encarnado,
muy poco corporizado. No es sino un frágil espectro que evoca el origen divino del
hombre y el paraíso perdido. El recuerda al adulto la pureza primitiva, el aspecto
más noble y más carismático de la condición humana.
Los novelistas del siglo XIX buscan situar al niño en su medio social y dramati-

' De George Sand.


2 De Bemardin de Saint-Pierre.

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zan la desventura de su condición. El niño es víctima de la sociedad, desde chivo
emisario a mártir, y asciende tramo por tramo su vía crucis.

Aunque se conmueva con la infancia, aunque considere al niño un personaje


de novela, la literatura del siglo XIX ofrece de él una representación sólo social y
moral o bien hace una recreación poética del verde paraíso perdido o de la ino­
cencia escarnecida. Es nada más que un discurso adulto sobre lo que se ha conveni­
do en denominar “el niño” . Romanticismo obliga, los autores, compadecidos por
las víctimas de un orden establecido, lo ponen en escena según una visión sentimen­
tal y humanitaria: Gavroche, Oliver Twist, David Copjperfield. Pero dejan a un lado
el mundo imaginario de los primeros años. La subjetividad sigue siendo la de los
adultos que idealizan su propia juventud. Revancha del escritor libertario sobre los

D ER EC H O DE V ID A O D E M U E R TE

En Germania, en tiempos del Imperio Romano, la sociedad sólo parece haber


otorgado al padre derecho de vida y muerte sobre el hijo en el momento de su
nacimiento y antes de la primera lactancia.
En Roma, las decisiones de los magistrados tenían fuerza de ley y ponían
límites a la patria potestad, que era un derecho de facto.
En el siglo II d.C., Adriano condenó a un padre de familia a la deportación
por haber matado a su hijo, culpable de adulterio cometido con su suegra,
circunstancias empero muy desfavorables para la víctima.
A comienzos del siglo III d. C., los jueces exigieron que los padres no diesen
muerte a sus hijos sino que los sometieran a juicio.
A comienzos del siglo IV, según términos de una constitución dictada por
Constantino, el padre asesinó debía sufrir la pena de infanticidio (L. unic.,
C., De his parent vel. Lib. occid., IX, 17).
En el siglo VI, el Código de Justiciano pone fin al derecho de vida y muerte
(IX 17, ley única, 318).

IN FA N T IC ID IO S

En los procesos por infanticidio, pese a su impresionante número, es difícil


deslindar una ética de la jurisprudencia.
El asesinato de un recién nacido, ¿se paga menos caro que el de un niño más
grande? ¿Impresiona más al Tribunal el “modo operatorio” (sevicias, veneno,
cuchillo. . .)? Pareciera que el infanticidio seguido de una tentativa de suici­
dio del criminal aceptara esta circunstancia como atenuante. Ejemplos. En
1976, Jocelyne L .. ., de 30 años de edad, mata a su hijo de 10 años e intenta
suicidarse: es condenada a 4 años de reclusión en 1977. En 1975, Eliane G.
sumerge en agua hirviendo a su hijo de 2 años: reclusión perpetua.

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SEV IC IA S GRAVES

Los magistrados parecen optar por una menor severidad de las penas, esti­
mando que la sanción penal de los padres culpables no resuelve el conflicto
con el niño víctima. Obsérvese que los niños mártires carecen de defensa legal
(un abogado que los represente).
En materia de malos tratos infligidos a niños por sus padres, la impunidad
es más frecuente que la represión. El silencio del medio circundante tapa los
actos del o los torturadores. Los que dan la alerta son el médico, la asistente
social, a veces un vecino.
Los golpes y heridas por sevicias reiteradas tienen mayor sanción que las oca­
sionadas por un “correctivo paterno” , muy a menudo excusado como acci­
dente lamentable.
La violación de un niño por el padre o el abuelo es ocultada casi siempre
como secreto de familia. Si llega a intervenir la justicia, tiene dificultad para
distinguir entre la relación sexual por coacción y el acto de violencia del
vínculo por resignación y con complicidad del medio circundante.

clérigos, ellos argumentan lo contrario que la Iglesia: nacemos sin pecado. La que
pervierte es la sociedad.
Con el exaltado naturalismo reaparece la ambivalencia. Otra vez queda en tela
de juicio la bondad natural del niño. Demostrando que se adapta con suma facili­
dad a medios que suponen peligros para él (Dickens, Hugo), haciéndolo andar por
las calles y sentirse en ellas como pez en el agua, el novelista revela sus cualidades
de maña y astucia, sus dotes de imitador lo mismo de los vicios cuanto de las virtu­
des de los adultos, sus tretas, su simulación, su capacidad para vivir en la violencia
y de la violencia social, su amoralidad. El niño es perfectamente apto para la margi-
nación, y el hambre o la necesidad de protección lo disponen cómodamente a la
complicidad con la delincuencia. En la visión naturalista (Zola), el niño ya no es un
personaje que el novelista quiere adornar y gratificar a toda costa. Se pretende mos­
trarlo tal como es, lleno de vida, pero ni bueno ni malo. El hombre pobre y des­
nudo en miniatura, la humanidad sufriente resumida. Algunos hasta recargan el
modelo natural prestando a los chavalines de la calle todos los vicios, como si
quisieran dar razón a los clérigos de los siglos pasados y adoptaran su misma actitud
negativa frente a los huérfanos de Dios.3
Jules Vallés (l’Enfant) rompe con el melodrama naturalista sobre la endeble
criatura, eterna víctima infantil. Víctima, sí, pero ni resignada ni pasiva. A la defen­
siva. Suena la hora de la revuelta. La insurrección de la juventud conoce sus prime­
ros sobresaltos durante la trágica utopía de la Comuna. El niño de Vallés en las
barricadas prosigue la escalada cuya primera piedra había inaugurado Gavroche.

Marina Bethlenfalvay: Les visages de l’enfant dans la littérature francaise du


XlXe siécle, esquisse d ’une typologie, Ginebra, Librairie Droz, 1979.*

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*
)

)
En este aspecto nuestro siglo XX no habrá de inventar nada. Acelerará el tiem­
po reproduciendo el mismo ciclo dialéctico, a tal punto que todos los temas domi­
nantes o latentes de la Edad Media al posromanticismo serán utilizados una y otra
vez por los escritores, en dos generaciones. El existencialismo asume la sucesión
del naturalismo con otros términos. En Las palabras de Sartre, el narrador recons­
truye sus años de juventud como un conjunto de actitudes y de poses fotográficas
ante los suyos. El niño camaleón adapta su comportamiento al de su entorno, para
manipularlo o para vivir en paz. El espectáculo que se le impone lo enajena tanto
que se busca modelos y no logra otra cosa que imitar.
En toda esta tradición literaria y sus rebrotes, sólo la conducta social del niño
es tomada en cuenta, estudiada, descrita. La única novedad, en Sartre, es que trata
de ser neutral.
Opuestamente, hay precursores, marginales que dirigen a la infancia otra mira­
da: de este lado duerme la imaginación sin poder, la creatividad que crece en el
desierto, y todo el problema es impedir que los adultos la asfixien. Pero ¿cómo?
¿Quién se interesa por el consciente y el inconsciente de los primeros años, por el
imaginario de esta soledad tan desesperante como promisoria? ¿Quién explora estas
galerías, estos pozos, estas fuentes naturales como un universo subterráneo, invisi­
ble pero real?
)
Tom Sawyer, Huckleberry Finn, de Marc Twain, son una primera manifesta­
ción del descubrimiento del niño como ser humano tomado por sí mismo, inten­
tando iniciarse en la vida a través de sus propias experiencias.4
Finalmente llega Isidoro Ducasse. En los Cantos de Maldoror, la metáfora no
se deja descifrar con facilidad, pero Lautréamont nos ha brindado el más penetran­
te documento escrito en lengua francesa sobre la subjetividad del. niño. Pero el
lenguaje es iniciático. Sólo se accede a él mediante la intuición poética o con la
inteligencia del psicoanálisis.

Una novela autobiográfica brasileña señala un giro decisivo en el discurso lite­


rario sobre el niño: Mi planta de naranja-lima de José Mauro de Vasconcelos. El
árbol es el confidente de un chiquillo de cinco años. El relato posee una extraordi­
naria fuerza instintiva. Me pregunto' cómo pudo un adulto recordar y expresar tan
bien todo lo que sintió a esa edad. Narra el duelo de toda la vida imaginaria de sus
primeros años -cuando se trata de esta edad la literatura occidental es muy p o b re-
durante una enfermedad que hubiera podido llevárselo. Escribe desde el punto de
vista de la subjetividad del niño que él fué, su propia subjetividad memorizada,
algo así como un completamiento diferente de la subjetividad adulta, su propia
subjetividad de escritor. Subjetividad actual que ha pasado por la castración. Adop-

.
Max Primault, Henri Lhong y Jean Malrieu: Tenes de l ’enfance. Le mythe de
l’enfance dans la littérature contemporaine, París, P.U.F., 1961.

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lando un padre simbólico abandonó el mundo imaginario animado por su árbol
-q u e representa su vida simbólica- para aceptar el mundo de la realidad. Resuelve
la crisis edípica mediante una fijación homosexual infantil sobre un anciano casto a
quien aína como a un abuelo ideal y que se torna sostén de su evolución. El hombre
muere en un accidente cuando estaba a punto de adoptarlo. El niño realiza de este
modo el descubrimiento de la muerte, que marca para él el fm del mundo de lo
imaginario y su entrada iniciática en otro mundo donde todo es comercio y lucha
por la vida. La prueba se cumple absolutamente fuera de la moral o de la contesta­
ción social. No hay rebelión. En literatura, Mi planta de naranja-lima es una obra
marginal, que llega hasta el alma, ilógica y poética, diferente de todas las novelas de
costumbres o de crítica social que ponen niños en escena. Vivir a esta edad es vivir
como el héroe de M i planta de naranja-lima. Y, posteriormente, vivir como adulto es
algo completamente distinto: es aceptar la muerte.
En Europa no hallaría su fuente de inspiración un testimonio semejante. El
niño está demasiado encuadrado por las instituciones. En el país del autor, los niños
no van a la escuela desde los tres años, tienen a sus padres pero se ven con quien
quieren. Su existencia es un poco salvaje.
En la literatura de recuerdos, en los trabajos de memorias, el niño no es más
que proyección del adulto. Al llegar a la adolescencia proyectamos nuestra infancia
sobre otro individuo que no tiene nuestra historia y a quien le interpretamos lo
que vive en función de nuestra propia historia, o más bien de lo que nos queda de
ella, en estado consciente. No hemos sido, en nuestros primeros años, lo que
proyectamos más tarde. Y nunca podremos ser totalmente verídicos sobre nuestra
vivencia infantil. Si así nos traicionamos a nosotros mismos, ¿cómo íbamos a respe­
tar la subjetividad de los otros niños? Esta anulación del otro, si es un niño, es ine­
luctable. Forma parte de la represión de los afectos de este período.
El sacrificio del mundo mágico en provecho del mundo racional es una etapa
tan real como la pérdida de los dientes de leche. Forma parte de la castración del
ser humano. El niño reproduce el ciclo de la humanidad desde sus orígenes: cree en
la razón mágica, mientras que nosotros nos sometemos a las leyes de la ciencia, que
lo explica todo de manera racional. En el lenguaje sigue siendo un enano. Es impo­
sible abstraer a un niño de la etnia en la que ha nacido. Pero lo nuevo para nosotros
los occidentales es que la etnia descubre modos de comunicación y técnicas a las
que el niño se adapta con mucha más rapidez que los adultos. De ahí la inversión
de las relaciones hijos/padres. Se lo comprueba en las guerras: los adultos les temen
y los niños —ya sea que sobrevivan o que mueran poco les importa—, se meten de
lleno y con todas sus energías. Pero llega un momento en que ya no se puede vivir
así, y es cuando se experimenta el sentimiento de la responsabilidad por el próji­
mo en un mundo de la realidad pensada y prevista; tenemos que idear las leyes de
la realidad. Y descubrir el miedo y el peligro. El niño es una persona que por su
estado no tiene en cuenta su historia, ni la experiencia del paso de la despreocupa­
ción impaciente de la infancia a la responsabilidad de la pubertad asumida. En el

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fondo, el niño es como un sonámbulo. El sonámbulo no.se cae del tejado, pero una
persona despierta, que toma conciencia del vacío, comprende el peligro del riesgo,
se asusta y cae. Y los adultos se lo pasan queriendo despertarlo. No hay que desper­
tarlo demasiado pronto, y , al mismo tiempo, no es posible no despertarlo un día,
porque él forma parte de una etnia que fatalmente lo despertará. Iniciarlo demasia­
do precozmente le hace perder potencialidades. De todas formas, en todos los seres
humanos tiene lugar, tarde o temprano, una mutación.
En Mi planta de naranja-lima, el encuentro entre el anciano y el niño es capital.
Ambos parecen vivir algo juntos y pueden comprenderse: el viejo ya no tiene una
vida sexual erótica, y el niño todavía no la tiene, y los dos viven su am o r.. . un
amor entre aquel que va a morir y aquel que acaba de dejar el limbo.
Un libro precioso da cuenta también de la relación auténtica entre el pequeñín
y el adulto: Les dimanches de Ville-d’Avray. La sociedad no acepta esta inocencia.
Y, sin embargo, qué fundamentales son este intercambio, esta vida que se dan uno
al otro esos dos seres mediante una comunicación simbólica y casta.
El campo imaginario de la infancia es absolutamente incompatible con el
campo de racionalidad a través del cual el adulto asume su responsabilidad sobre
el niño. Testimoniarlo auténticamente, sin proyección del narrador, sin repetición
de tópicos, sin referencia a un modelo social, fuera de toda moral y de toda psicolo­
gía, y sin intentar hacer poesía con ello es, en última instancia, “intraducibie”
para el adulto.
Entonces, la verdadera literatura, ¿será la que escribiría un niño (como Anna
Frank, pero ella no relata sus primeros años)? Habría que animarlo a eso. No se
parecería a la literatura escrita para gustar a los niños. Pero aunque no interese al
vecino, tal vez sería una terapéutica de la escritura. Cumpliría la Palabra de San
Pablo: “ Cuando yo era niño, hablaba como un n iñ o .. . ” (Epístola a los Corintios).
¿No tendría valor de testimonio? Mi planta de naranja-lima prueba que esta
tentativa de reconstruir y recrear la subjetividad de la infancia es comunicable, y
al mismo tiempo posee un gran valor literario. Si florecieran trabajos de este género,
a diferencia de todos los novelistas conocidos que se sirven de su infancia bajo el
prestanombre de un héroe para contar una historia, parafrasear un mito o saldar sus
cuentas en un planfleto social, ¿no contribuiría esto a desarrollar en el lector el
respeto por la subjetividad del niño? ¿El presentimiento de que en los primeros
años de nuestra vida vivimos una experiencia sensorial e imaginaria sin relación con
lo que se proyecta más tarde? Puede ser, pero forma parte de la evolución normal
de cada individuo traicionar y deformar algún día su propia subjetividad.

Hasta el siglo XX, el niño sólo aparece en la literatura dominante como un


símbolo de la debilidad fundamental del hombre, ya sea positivo: es un ángel caído;
ya sea negativo: es un pequeño monstruo. . . es realmente el patito feo; sólo el
humanismo puede salvarlo. En los cuentos y leyendas, y en las canciones, encontra­
mos ya, o bien al niño malvado, o bien al niño angelical.

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La tradición popular reúne en colección todos los clisés establecidos por siglos
de hábitos y prejuicios y que sirven para distinguir a los niñitos de las niñitas.
Estas son imitación de las mujeres, y los niñitos, imitaciones de hombres. A-unos y
otras se les indica el camino a seguir para no echarse a perder. Se considera al niño
como un ser inmaduro, como un ser inferior, sin que exista una clara línea diviso­
ria entre niño y niña. Entonces, ¿cuándo aparecen los personajes de niñas en la
literatura? Es indiscutible que, hasta el siglo XX, los pequeños protagonistas mascu­
linos son mucho más frecuentes que los femeninos. En los cuentos y leyendas,
Caperucita Roja podría ser, en último extremo, un chiquillo, salvo que el lobo se la
come y que finalmente el lobo es un viejo sátiro. Pero se sabe que un niñito también
tiene motivos para temer a los sátiros.
Durante mucho tiempo los personajes femeninos de la literatura novelesca se
limitaron a personificar a la madre del niño, o a la joven casadera, a la mujer madre
o a la mujer futura. Parece haber sido preciso vencer más que la inercia, el rechazo
de toda una sociedad, para que la chiquilla entrara realmente en la literatura como
personaje principal. Se entiende que el niño de los cuentos no esté sexualmente
diferenciado cuando no es un varón típico, porque es una emanación de una socie­
dad conducida por hombres, cuando no profundamente misógina. Hay que recono­
cer que la mayoría de los escritores son hombres. George Sand fue una vanguar­
dista. En Francia, La pequeña Fadette es la primera heroína con faldas. Les Petites
Filies modeles, bajo su manto rosa, introduce la ambigüedad erótica en el perso­
naje. Sophie es la nieta de Justine.
La Condesa de Ségur no escribía para los adultos, sino para sus nietos. No
consideraba que su obra fuese literatura. Sólo ahora se dice que es literatura.
Está un poco en la línea de los cuentos cuya moraleja debe inducir al niño a
aceptar la norma, pero el tema del sadismo está muy presente; éste es, por lo demás,
el punto más original: hay toda una tradición educativa de la novela escrita para
los jóvenes con el fin de indicarles el camino a seguir, el saber vivir, el código de la
integración social. La Condesa de Ségur lamentaba que no fuese posible flagelar a
las indóciles hasta hacerlas sangrar. ¿Acaso no decía: “El castigo debe inspirar
terror” ?

Tess, de Thomas Hardy, es una figura premonitoria, una mártir de la rebelión


del segundo sexo. Siendo muy pequeña, a los 11 años, se la coloca al servicio de
un castellano. A los 15 es más o menos violada por el hijo del señor. Se marcha,
tiene un hijo y se casa. Pero nunca olvidará a ese hombre que la forzó y la doblegó.
Acabará por liquidarlo, con rabia en el alma. Está rebelión femenina es nueva en
literatura a finales del siglo XIX. Pero la rebelión sólo es obra de la mujer que ha
alcanzado la madurez. De pequeña, es una víctima social. Rebelión femenina de
clase y no rebelión sexista en el interior de la clase burguesa, como sucede con
Simone de Beauvoir.

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El niño víctima de la sociedad es una concepción del siglo XIX. En nuestro fin
de siglo, el tema de la mujer-ñifla explotada por el hombre nos desvía de la verda­
dera cuestión: el discurso sobre el niño oculta el imaginario de los diez primeros
años de la vida. ¿Es ineluctable, como un destino, no poder utilizar la escritura más
que para una recreación Hteraria de nuestra juventud, más que para inventar una
infancia que no existe en la realidad o para servir a una ideología imponiendo sus
modelos? ¿Es la literatura la expresión más enajenadora de la infancia al mismo
tiempo que la más iniciativa del paso a la vida adulta? En este sentido, sería el prin­
cipal instrumento de la llamada al orden, del adoctrinamiento, del sofocamiento de
la sensibilidad artística, con el escritor cediendo inconscientemente al mimetismo
que la sociedad desarrolla en los “buenos alumnos” , más que su creatividad.
¿Acaso la literatura no puede, también ella, dar testimonio de la subjetividad
de la primera edad e incitar a un mayor respeto de la persona humana en su estado
de máxima fragilidad?
La poesía de Lautréamont y Rimbaud es en el plano escrito lo que el psicoaná­
lisis infantil fue en el plano oral, desde hace cincuenta años.

¡Hoy día, quién no cuenta sus recuerdos de la niñez! En la literatura francesa


actual este narcisimo comprime marcadamente el universo novelesco, y hay que
leer la producción extranjera para encontrar temas más épicos, más cósmicos.
Michel Tournier intenta efectivamente recuperar los grandes mitos, pero en con­
junto la inspiración de la novela francesa actual se basa en la infancia que el autor
ha tenido o no.

Tal vez esto sea obra del psicoanálisis, que va entrando en la cultura de los
intelectuales. Estos sospechan más que nunca la importancia de sus primeras sensa­
ciones.
Esta “cuna” imaginaria que preside el dormitorio de nuestros novelistas con­
temporáneos no hace más que representar el espacio cada vez mayor concedido por
la sociedad de la década de 1960 a los problemas de la infancia. ¿Moda, culto?
Si hay un culto de la infancia, ¿es reciente en nuestra sociedad occidental? En
lo que respecta a la concepción actual —digamos americana—, no creo que se pueda
hablar de culto del niño, ni siquiera en la primera parte del siglo XX: más bien se
trata de una entrada del niño como personaje de pleno derecho, pero en cualquier
caso está enteramente nimbado de símbolos. Esto hace que realmente no se pueda
decir que se lo toma por él mismo, que se lo estudia por él mismo, con una actitud
neutra, y que se lo muestra tal como es, sin verborragia poético-mitológica. El niño
sigue prisionero de todos los símbolos que se le asignan, y el adulto centra en él
todos sus sueños y ve en él una edad de oro perdida. E incluso, actualmente, ¿se
puede hablar de un culto del niño? No es seguro que verdaderamente se defienda al
niño como persona. También este “culto del niño” tiene una faceta mítica. No por
concedérsele hoy día un lugar en apariencia muy considerable se hace más clara la

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mirada dirigida al niño. Tengo la impresión de que el discurso sobre el niño sigue
siendo tributario de toda una herencia cultural y mitológica.
El Niño mayúsculo no existe más que la Mujer con M mayúscula. Ambos son
entidades abstractas que ocultan a los individuos. En el análisis del discurso litera­
rio, el paralelo entre las relaciones niños-sociedad y las relaciones hombre-mujer
es revelador de la fuente común a todas las neurosis. Así como los adultos pro­
yectan sobre los niños lo que rechazan de un universo o lo que no encuentran en sí
y quieren magnificar, así también el hombre proyecta sobre la mujer sus fantasías,
sus sueños defraudados, su malestar. La mujer-madre hace otro tanto al cobijar a
un compañero que busca un ala protectora. Las parejas se infantilizan. Si la actitud
del adulto, tanto hombre como mujer, cambiara respecto de los niños, quizá la
misma relación de la pareja se sanearía. El fin del sexismo, de la falsa rivalidad y de
la psicosis de alienación machista pasaría por un mayor respeto a la persona del
niño y a su autonomía, lo que implica una mejor vitalidad sexual y amorosa entre
adultos en pareja, padres.

“ PIEL DE A SN O ” Y “ PLA NETA A ZU L”


(D E LOS CUENTOS DE HADAS A LA CIEN CIA -FICCIO N )

Los autores de cuentos y leyendas, los que transcribieron la tradición oral de


ese patrimonio común que es el folklore, parecen haber tenido la segunda intención
de ayudar a sus pequeños lectores a pasar del estado de infancia a la vida adulta,
de iniciarlos en el aprendizaje de los riesgos y en la adquisición de los medios de
autodefensa. Bruno Bettelheim5 traza, así, una línea divisoria entre cuentos de
hadas y mitos. Los mitos ponen en escena personalidades ideales que actúan según
las exigencias del superyó, mientras que los cuentos de hadas pintan una integración
del yo que permite una satisfacción conveniente de los deseos del ello. Esta diferen­
cia subraya el contraste entre el pesimismo penetrante de los mitos y el optimismo
fundamental de los cuentos de hadas.

Los mitos proponen el ejemplo del héroe con quien no es posible identificarse
porque es un dios o un semidiós, realiza hazañas extraordinarias a las que no se
puede aspirar. Los cuentos de hadas, en cambio, hablan de la vida cotidiana; a
menudo, los personajes principales, chiquillos, niñitas, los adultos, las hadas, etc.,
ni siquiera tienen nombre: se dice “un n iñ o .. . una niña. . . un pastor. . No
tienen historia ni padres. Son seres humanos de familia indeterminada. No son el
príncipe de. . . el rey d e .. . Los héroes de la mitología tienen algo de inimitable.
Encontrarse ante una montaña inaccesible es desesperante. Desempeñan para el
niño el papel del padre aplastante.8

8 Bruno Bettelheim: Psychanalyse des contes de fées (The uses of enchant-


ment), R. Laffont, 1976, págs. 39 y 58.

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No todos los héroes griegos tienen un fin trágico como Prometeo o Sísifo.
Ulises regresa a Itaca. Esto es importante para los lectores muy pequeños. Si el
personaje con el que se ha identificado muere o conoce el suplicio eterno, el niño,
que sí debe seguir viviendo, puede verse tentado a abandonar la lucha. El happy-
end es necesario para alentarlo al esfuerzo, a la combatividad.
Con todo, los mitos poseen un valor de iniciación para el joven lector: se hace
perceptible la noción de prueba; si se hacen esfuerzos a menudo es posible, si no
siempre, salir victorioso en las pruebas inevitables de la vida.
Pienso que el happy-end de los cuentos de hadas proporciona al niño la imagen
de pruebas que, evidentemente, distan de su realidad, pero que le permiten momen­
táneamente identificarse con héroes que atraviesan trances difíciles y que aun así
conseguirán vencer los obstáculos.

Antes de la era de la televisión, los pequeños leían o se hacían leer cuentos de


hadas, de una generación a la otra. Ahora, en la pequeña pantalla miran historias
de “ciencia-ficción” .

Pienso que hay una sustitución. Un signo: los niños quieren el happy-end.
Él otro día seguí por la TV un combate entre ovnis y me dije: “Es el exacto equiva­
lente de los cuentos de hadas: hay suspenso, un héroe con el que el niño se identi­
fica, los robots cumplen el papel de las hadas malvadas o de las hadas buenas, pero
siempre hay un sujeto humano. En el film de ovnis en cuestión, una mujer supuesta­
mente extraterrestre se convertía de golpe en una bella joven y el robot desaparecía.
No obstante, en estas historias de “ciencia-ficción” , los telespectadores de menos
de cinco años no encuentran reemplazante para el chiquillo y la niñita de los cuen­
tos de hadas.
Bruno Bettelheim, que no' hace culto del pasado, que no acusa sistemática­
mente a la televisión o al cine, no encuentra en ellos equivalente, páralos menores
de cinco años, de los cuentos de hadas. Todavía hay en la televisión francesa cuen­
tos de hadas escenificados de manera dramática, pero forzando lo grotesco, lo
bufonesco. El niño ya no encuentra en ellos la ética que sostiene su deseo de iden­
tificarse con un héroe.
Devolvamos los cuentos de hadas a su contexto social. ¿Se habían hecho para
los niños? No lo creo. Los cuentos de hadas se hicieron para las veladas, tanto para
los adultos como para los niños. Eran un mensaje. Podían ser entendidos “por todas
las edades” , pero para aprender verdades crudas. Piel de Asno es completamente
chocante para los niños: perseguida por su padre incestuoso, es obligada a disfra­
zarse de asna a fin de impedir que su padre la posea. Piel de Asno es la historia de
una muchacha que esquiva el placer incestuoso de su padre. Los adultos entendían
esto de una manera totalmente erótica, y los niños también. Y al mismo tiempo se
daba a entender que, cuando la madre ha muerto, es peligroso que una niña perma­
nezca en contacto con su padre.

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Las más de las veces se confunde los cuentos para niños con los cuentos que los
adultos cuentan a los niños, que los padres o abuelos gustan de contar a los niños.

La historia de Pulgarcito o la historia de Piel de Asno aparecen también en


China: son arquetipos. La Cenicienta nació en el Tibet. Lo atestigua este folklore
ladaji, recogido para los refugiados tibetanos de Oíd Delhi (India) por Ngawang
Sopa: “ En el fondo de un valle vivía un rey. Y allá arriba, sobre la ladera, una vieja
permanecía sola con su hija. . .” Queda planteado el tema de Cenicienta. En esta
versión tibetana, Cenicienta, engatusada por su madrastra, ha matado a su madre
con sus propias manos: mientras ésta machacaba cebada en la piedra de amolar, la
hija soltó la rueda del molino que aplastó a su madre. Su trabajo de fregona y su
vida de exiliada son un medio para asumir la falta o el error de su existencia pre­
cedente.

Son historias de la evolución del niño en dificultades con los adultos, el cos­
mos, la naturaleza, la realidad. Representar a un niño enfrentado al gigante de
ningún modo es mostrar al pequeño ser inmaduro, pero no hay mejor metáfora del
pasaje obligado de todo futuro adulto: o pasa usted al lado, o se mete dentro sin
darse cuenta. Pero, si se da cuenta, eso es lo que usted será llevado a vivir. Aunque
sea un discurso escrito para el adulto y por adultos, no hay nada más valorizador
para el niño.
Me pregunto si los mitos no sirven más al destino de un ser humano esencial,
y que por tanto todo ser humano encuentra, mientras que el cuento de hadas servi­
ría de apoyo a los estadios particulares de ciertas personas. Los mitos darían cuenta
de las relaciones del niño en cuanto individuo de la humanidad, del niño cósmico
frente a las fuerzas de la naturaleza en cuanto tienen de incomprensible, enfrentado
con lo real que no conoceremos nunca. Y el cuento de hadas sería, más bien, la
representación del niño histórico y social. Pero considerando “niño” , salvo en los
cuentos pervertidos, o sea edificantes, de una manera absolutamente apersonal,
despersonalizada, y comprendiéndolo en su totalidad.
En los mitos nunca aparecen personajes enfermos; en los cuentos de hadas sí,
aparece el niño enfermo, la madre enferma, el padre herido a raíz de un maleficio
echado por una bruja. En los mitos son prisioneros de fuerzas, pero no son en­
fermos.
Otro aspecto específico es que los mitos suelen representar los orígenes de la
humanidad, pues a menudo se trata de conflictos y filiaciones entre dioses. Es ésta
tal vez- una función propia de los mitos y que no encontramos por fuerza en los
cuentos de hadas. . . Así es entre los hindúes, en toda la cuenca mediterránea: se
trata del combate de los dioses, de la infancia de los dioses, de las duras pruebas
atravesadas por los dioses; de las guerras entre dioses, del odio, los celos, el amor, el
incesto entre dioses. Son historia o prehistoria, mientras que los cuentos de hadas
poseen el espacio de lo imaginario.

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)

)
“ Había una vez” . . así comienzan los cuentos, mientras que los mitos son
actuales, una manera de antropomorfizar fuerzas cósmicas, telúricas, de siempre. )
En este sentido se puede decir que el mito es un aprendizaje de la metafísica
y de la religión, del hombre cósmico en relación con las fuerzas y con la llamada de )
los orígenes, mientras que el cuento de hadas sería mucho más el aprendizaje de la
preparación para la integración social. Por lo demás, en su diversidad, de un país al )
otro, a través de sus objetos, decorados y modo de vida, se reflejan tipos de socie­
dad dados. En los mitos, las constantes son más sorprendentes: los incestos, las
)
maldiciones, los tabúes infringidos, todo esto se dice casi tal cual en los mitos hin­
dúes, grecorromanos, africanos. Es asombroso ver que en el mito de la creación del
mundo massai hay una mezcla de arquetipos cristianos, bíblicos y puramente )
animistas. Dios creó un hombre y una mujer, con un toro.
Antes que de Ulises o Prometeo, sería quizá más interesante hablarles a nues­ )
tros hijos de la Luna, de Plutón, de Marte; contarles, en realidad, cuentos del
espacio. Tal vez sea una literatura que podríamos adoptar, pero cuyos anteceden-' )
tes existen; bastaría simplemente con utilizar más leyendas procedentes de Asia,
América y Africa.
Michel Tournier, sus Reyes Magos mediante, intenta retomar el hilo de la
)
tradición parafraseando libremente la leyenda. El inventó al cuarto Rey Mago que
llega a Belén únicamente para encontrar la receta de los likums: es un glotón. Se )
trata de un humor capaz de divertir mucho a los niños de hoy.
Y por mi parte creo que, por diversas razones, el cuento de hadas de Perrault )
ha dejado de ser un mediador (primero porque ya no hay contexto para contarlo,
porque ya no hay abuelos que lo cuenten. . . Y.después, porque el mundo ha cam­
)
biado). Me pregunto si entre la ciencia-ficción, la conquista del espacio y los gran­
des mitos no hay una nueva osmosis; quizá estemos en un momento en que los
niños pueden nutrirse en los arquetipos planetarios y tomar contacto directo con
)
los grandes mitos, y quizá al mismo tiempo con un vocabulario y un espacio dife­
rentes. Los dibujos animados los han preparado para ello. )
Contrariamente a los cuentos de hadas, los dibujos animados son historias sin
palabras pero no sin colores ni sonoridades. Se trata de lenguaje en actos (pasivos )
y activos), en medio de un decorado natural o creado por la mano del hombre pero
simplificado, casi abstracto; marco para la historia en que un héroe (no forzosa­
)
mente humano) tiene que resolver los problemas de vida, supervivencia, vecindad,
rivalidad, prestigio, celos, malevolencia, malentendidos, violencia, humillación del
)
débil por el fuerte, pero todas estas pruebas acaban compensadas, cuando no
resueltas, por el amor. Los dibujos animados han suplantado a las historias conta­
das por los adultos a los niños. Los héroes animales enanos permiten a los menores )
de 5 años identificarse con ellos, y los niños que tienen poco vocabulario comprenden
el texto latente. Lástima que falte una persona amada con quien poner en palabras )
las emociones que esta historia en imágenes ha suscitado como respuesta a expe­
riencias reales o a fantasías que los niños imaginan en sus momentos de soledad.
)
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)
EL NINO-SANDWICH

Cuando yo era pequeña, la publicidad no mostraba imágenes de niñitos varo­


nes; los bebés tenían el sexo de los ángeles. En los anuncios y propagandas, era el
bebé-objeto. Desde que se inventó el daguerrotipo se tomó la costumbre de fotogra­
fiar a los recién nacidos desnudos pero panza abajo. La colita, ni vistani ccmxxcida.
En los álbumes de familia, los chiquillos se esfuman bajo su largo vestido de bautis^-
mo. Esta indiferenciación o esta ambigüedad se mantuvo prácticamente hasta las
vísperas de la Segunda Guerra Mundial.
Los primeros anuncios ilustrados relativos a los lactantes se ceban en las amas
de cría. Presentan nodrizas y nodrizas. Después se publicitaron las primeras leches
envasadas. Después las féculas. Se representaba la Fosfatina Falliére con una gran
sopera y una retahila de niños trepándose a ella al asalto. Sucedáneos de los angelo­
tes de antaño. La primera representación publicitaria de una chiquilla aparece en
el afiche del Chocolate Menier: la niña se esmera en escribir sobre una pared “Cho­
colate Menier” con una escritura de buena alumna acorde con el estándar de la
época.
Este precedente —la intrusión de las pequeñas modelos en la publicidad-
queda largo tiempo sin continuación.
Observamos que a partir del momento en que la representacjóft-publicitaria
del niño se hace claramente sexuada, domina, hasta la década dé 1950,já imagen
masculina. Como si la publicidad fuera cosa de hombres, grandes-a-petjueños, para
elegir la marca y el color. Paralelamente, el vestido de bautismo del niñito desapa­
rece del álbum familiar, a medida que aquél pasa a ser, en las paredes de la ciudad,
el parangón delnifio-consumidor^o-más bien mediador de compra.
~~T.u~sríEffilogía es una muletilla resaltar que los spots publicitarios de la televi­
sión sorflos programas que más atraen a los telespectadores pequeños. Después de
mayo del 68, se denunció este “ desvío de menores” cultural: “ ¡Qué calamidad,
tomar al niño por un consumidor!" Es verdad, pero la respuesta del interesado
no es pasiva. El niño no es tonto y ejerce su sentido critico: sólo se ríe si el gag le
divierte, y no retiene más que los slogans cuyas aproximaciones, gazapos y aso­
nancias caen bien a sus oídos. La publicidad juega con el lenguaje, inventa efectos
cómicos_La,vida cotidiana es poco relajada; la'l2riEdád7HlíansañcÍóxrispáh' los
rostros de los adultos. Pocas son las personas de buen humor, y los juegos de pala­
bras que no hace mucho divertían a los colegiales son reemplazados por las onoma-
topeyas de los dibujos animados. Los spots publicitarios desdramatizan el “de casa
al trabajo y del trabajó a ¿asa" ' y ayudan al niño a liberarse de ciertas situaciones
conflictivas mediantciarisa olajlgarabja.___ ™— —
No debe excluirse que el lenguaje publicitario, con sus gags visuales y verba­
les, desarrolle las facultades críticas del niño más aun que la escuela. El niño puede
decir: si elijo, no lo haré forzosamente como el chico de la película.
La niñita del Chocolate Menier estaba en la vanguardia al comenzar el s'.glo de
los medios de comunicación de masas. Anunciaba, con cincuenta años de adelanto,
que el niño de menos de diez años iba a ser la estrella en las paredes de la ciudad y
en los extraños tragaluces, por millones. La conquista tendría lugar por etapas:
hubo un reinado de la pareja madre-bebé, después vino la familia nuclear, radiante
gracias a la marca tal, el papá-gallina sucedió al soltero musculoso y la publicidad
presentó al principito solo sobre su orinal. El niño-sandwich, clamaron los publi-
fóbicos. En realidad, este 1ugac..de..ptLrngr--plnnn ,que se Je asigna es más bien valori­
zados Ahora la sociedad leí reconoce el derecho a elegir/El niño forma parte de la
decisión de compra. Se lo representa despiértoTastuto, de manos diestras, de buen
gusto, con facilidad de palabra. Adiós a los tópicos del chico-catástrofe. El tema de
la explotación de los niños por parte de los medios de comunicación de masas es
una causa equivocada.

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