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CONSTITUCIONALISMO DEMOCRATICO JUDICIAL

julio 07, 2018

POR UN NUEVO PARADIGMA DE RESOLUCION DE CONFLICTOS:


EL CONSTITUCIONALISMO DEMOCRATICO JUDICIAL
Publicado en Infojus, 20/8/2014, www.infojus.gov.ar, Id INFOJUS: DACF140558
¿Ser o no ser un Poder Judicial democrático? Esa es la cuestión.
“Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero
publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador
me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz”
Jorge Luis Borges (“Indagación de la palabra”)

1. EL FENOMENO: LA JUSTICIA COMO PODER DEL ESTADO


DEMOCRATICO
El centro del problema que se refleja en la necesidad de indagar acerca
de la naturaleza democrática del Poder Judicial conduce a formular una pregunta que
surge con notoria evidencia: ¿La Corte Suprema de Justicia de la Nación es democrática
o no lo es?
Se ha vuelto un lugar común el señalar que la Justicia es un Poder del
Estado y que, como tal, se le confían, para su resolución, los conflictos de distinta
naturaleza que se plantean continuamente en toda sociedad civilizada. De igual manera,
se suele afirmar de modo recurrente una siempre renovada “confianza en la Justicia” en
orden a patentizar la creencia de que se tiene la razón y, por lo tanto, así será decidido por
los Tribunales. Empero, lo cierto es que esta confianza se quiebra tan pronto como la
solución a la que llega la Justicia no es la esperada o pretendida. Surge en ese mismo
instante la crítica a ese Poder del Estado en el que tanto se creyó antes de que su
pronunciamiento se conociera; reproche que puede ser amplísimo, pues va desde un
convencimiento de la venalidad de los jueces hasta achacarles su supina ignorancia del
derecho, pasando por acusar su temor o dependencia de algún tipo de poder extraño al
juicio dirimido, aunque no al conflicto que se quiere resolver.
Desde luego que de allí a la amenaza de entablar juicio político a los
jueces o de denunciarlos ante las más diversas instancias hay sólo un paso, con el
razonable impacto que ello gana en el ánimo y la tranquilidad de quien tiene, mientras se
sustancia el reclamo, que seguir resolviendo otros conflictos. Estas actitudes
amenazantes, lejos de compadecerse con el más que justificado espíritu republicano de
controlar los actos de los jueces se aproxima más a una exteriorización del deseo de
subordinar a los magistrados a los designios de las partes del litigio bajo el manto de una
extorsión apenas enmascarada.
De este modo, se advierte, sin demasiada dificultad, que el Poder
Judicial en general, y los jueces que lo integran en particular, terminan siendo puestos en
tela de duda permanentemente, a causa del sentido de las decisiones que adoptan, sin
parar mientes en las importantes consecuencias que ello trae aparejado en una sociedad
ávida –y muchas veces, con sobrados motivos- de descreer de las instituciones. Con
mayor razón se verifica este fenómeno cuando quienes se encuentran involucrados en la
discusión son los restantes poderes del Estado, cuya natural pretensión de prevalecer por
encima de los demás coadyuva a robustecer el cuestionamiento del Poder Judicial si éste
no se aviene, a través de sus decisiones, a ratificar los criterios políticos con los que se
adoptan determinadas medidas, sean éstas legislativas o de acción.
Va de suyo que el calibre que adquiere la crítica en estos casos resulta
sensiblemente más importante, a la vez que más peligroso, no sólo por la naturaleza de
quien formula la queja sino también por la envergadura institucional que esta alcanza, al
punto de poner en crisis la credibilidad de uno de los poderes del Estado, con su notable
amplificación sobre la opinión general de los ciudadanos, atento al origen de la crítica.
En estos casos, en los que lo político se mezcla indefectiblemente con
lo jurídico, y sin que ello implique negar su íntima relación, habida cuenta que a nadie
medianamente avisado puede escapar que lo jurídico es el resultado de debates
esencialmente políticos, pues no otra cosa y no de otra manera se debate en el seno de los
otros dos poderes del Estado como lo son el Ejecutivo y el Legislativo, cabe, sin embargo,
profundizar el análisis. Ello deviene exigible porque las categorías con las que debe
valorar el problema planteado el Poder Judicial no son sólo políticas. Entiéndase bien: la
categoría con la que principalmente –aunque no únicamente- debe evaluar el conflicto la
Justicia es jurídica pero en un nivel supralegal, que es aquél en el que generalmente se
produce la controversia, esto es, en un nivel constitucional.
Contribuye a complejizar el asunto el hecho de que lo constitucional
también encierra aspectos políticos pues es sabido que la Constitución no es sólo una
norma jurídica sino que también contiene un programa político, a largo plazo, creado para
organizar y distribuir el poder así como para gobernar su funcionamiento por encima de
los designios del legislador común.
La Constitución, en sus normas, consagra un plexo axiológico
previamente seleccionado por un sector social que algunos identifican como
representativos de las mayorías populares y otros como referentes de una dirigencia
minoritaria. Lo importante es destacar que, en uno u otro supuesto, en su texto, se
cristalizan valores que orientan a todas las normas de jerarquía inferior.
Ese programa de naturaleza política implica el diseño de un verdadero
plan de acción que se estima vigente para un lapso más o menos prolongado pero que,
sobre todo, concreta la definición de rasgos de identidad de una nación que no pueden ser
soslayados so riesgo de extraviar su esencia como tal. De muy poco serviría una simple
y despojada descripción de los órganos en los que se distribuye el poder del Estado si,
coetáneamente, esto no permite conocer cómo se debe conducir, en la realidad, cada uno
de ellos, en la actuación concreta y eficaz de las atribuciones que se les confieren y de las
limitaciones dentro de las cuales cabe ejercitarlas, con ajuste a criterios de permanencia
a lo largo del tiempo.
Utilizando la nomenclatura de Bidart Campos[1], es dable llamar a esta
perspectiva, constitución material, esto es, la constitución vigente y eficaz de un Estado,
aquí y ahora. Es material en cuanto tiene vigencia sociológica, actualidad y positividad,
equiparándose a la noción de régimen político o sistema político.
Analíticamente, la Carta Magna material, consiste en un orden real de
conductas de reparto que guarda ejemplaridad. Esta última nota implica que esas
conductas obran como modelo que origina seguimiento y que disponen de una viabilidad
de reiteración que las generaliza. A su vez, esas conductas tienen vigencia sociológica
actual y están dotadas de contenidos constitucionales, descriptos y captados lógicamente
como normas generales. Pueden o no estar formuladas expresamente, en virtud de lo cual
no carecen de la dimensión normológica y guardan pretensiones de permanencia.
En principio, existe un nexo de coincidencias entre la constitución
formal y la material. Ello ocurre cuando la constitución formal goza de vigencia
sociológica, funciona y resulta plenamente aplicable, de lo que se deriva que las conductas
de reparto ejemplares se ajustan a la constitución formal.
Sin embargo, también puede ocurrir que la constitución material no
coincida con la formal, total o parcialmente, lo que acontece, evidentemente, cuando la
última no tiene vigencia sociológica, ni funciona, ni se aplica, bien sea que ello ocurra
desde la misma génesis de la norma o que la desvinculación haya sido sobreviniente.
Cabe advertir que la constitución material es siempre más amplia que
la constitución formal, aún en los supuestos de coincidencia total pues la primera excede
a la segunda a tenor de la perenne presencia de contenidos incorporados al margen y por
fuera de la formal.
A guisa de colofón, corresponde señalar que mientras la constitución
normativa cristaliza un determinado estado de cosas en un tiempo dado, el programa
político que ella representa comporta un plan de acción política general proyectado para
tener vigencia en el futuro y cuya interpretación, a cargo del Poder Judicial en su
aplicación concreta a las singulares controversias planteadas, debe compatibilizar la
perspectiva del constituyente con la cambiante realidad en que el principio o el valor
consagrado en el mandato constitucional debe ser aplicado.
Esta es la razón por la cual cualquier conflicto impregnado de tintes
políticos, como lo son aquéllos en los que se debate la constitucionalidad de una ley, pone
a los jueces en el rol de decidir acerca de la legitimidad de una norma emanada de la
voluntad popular y, en caso de que ésta no supere el test al que lo somete la Carta Magna,
debe privar de efectos a la disposición de menor jerarquía, contradiciendo la decisión
mayoritaria. Una solución semejante expone a la Justicia a la crítica más descarnada,
cuestionando su legitimidad para adoptarla por la falta de acceso de los jueces a sus cargos
por vía de la elección popular y directa, a diferencia de los representantes del pueblo,
quienes en el Congreso alumbraron la norma invalidada.
Lo paradójico del conflicto que así se crea es que el Poder Judicial
también es un Poder del Estado, en paridad de condiciones que los dos restantes, con
idéntica génesis constitucional y, además, dotado por la Carta Magna de las atribuciones
cuyo ejercicio se pretende censurar por la vía de la crítica hacia el origen de las
designaciones de los jueces que lo integran.
Este es el difícil panorama ante el que habitualmente se encuentra el
Poder Judicial, que pone en crisis la existencia misma de este Poder del Estado, su
naturaleza y sus funciones, y es, por su complejidad, el tema que nos desafía a ser
abordado.
2. DOS CASOS EMBLEMATICOS.
Con pocos meses de diferencia el Tribunal Cimero de la Nación se
expidió en dos causas igualmente controversiales[2], a saber, una en la que se cuestionó
la constitucionalidad de la ley que pretendió incorporar modificaciones a la forma de
integración del Consejo de la Magistratura y otra en la que el reproche constitucional se
dirigió en contra de la ley de regulación de medios de comunicación audiovisual. Ambas
leyes –se torna indispensable remarcarlo- fueron el resultado de amplios debates en el
seno de la sociedad argentina que, a la vez, repercutieron proporcionalmente en el foro
parlamentario pertinente. Otro de los rasgos relevantes que definieron a ambas normativas
consistió en que las dos leyes fueron presentadas por sus respectivos proponentes como
avances sobre sendos nucleamientos de poder, identificados como corporativos, esto es,
el judicial en el primer caso y el económico-mediático en el segundo.
En lo que respecta a la primera de las leyes mencionadas, vinculada a
la reforma en la manera de integrar el Consejo de la Magistratura, que fue precedida por
una profunda discusión acerca del nivel de representatividad requerido en una sociedad
democrática para seleccionar y remover jueces, la Corte Suprema de Justicia de la Nación
se pronunció, por mayoría, por su inconstitucionalidad. En cambio, sobre la –así llamada-
ley de medios, el Más Alto Tribunal de la Nación se manifestó por su constitucionalidad.
Respecto del primer caso, se criticó a la Corte lo que se calificó como
su defensa corporativa del agrupamiento del que, además, forma parte; mientras que en
el segundo caso se exaltó su sapiencia y altura republicana.
Estas circunstancias, sintéticamente expuestas y sólo a guisa de
mecanismo introductorio y, si se quiere también, provocador, conducen a formular una
pregunta sobre la que no hay duda que sólo admite una respuesta: ¿Es la Corte Suprema
de Justicia de la Nación un Tribunal democrático o no lo es?
Con ajuste a un viejo y sobradamente conocido principio lógico, nada
puede ser y no ser al mismo tiempo. Sin embargo, a juzgar por las críticas que
sucesivamente se levantaron ante ambos decisorios, parece que el Tribunal Cimero
consiguió romper con esta limitación siendo, simultáneamente, democrático y
antidemocrático.
Admito que lo afirmado precedentemente no deja de ser un recurso
destinado a comenzar el tratamiento del tema que, por la jerarquía que tiene la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, así como por la entidad que alcanzaron las materias en
conflicto, a la vez que la naturaleza legal de los instrumentos puestos en crisis, exige un
disparador lo suficientemente explícito y vigoroso para movilizar la discusión que,
anticipo, será ardua.
2.1. La ley de reforma del Consejo de la Magistratura.
El primero de los casos enunciados como ejemplos a considerar en este
estudio consistió en la llamada “democratización del Poder Judicial” y fue decidido el 18
de junio de 2013[3].
En la especie, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dispuso, por
mayoría, declarar inconstitucional la norma sometida a su control. Para así decidir se tuvo
en cuenta la interpretación que se desprende de la literalidad del art. 114 de la
Constitución Nacional[4], determinándose que la misma norma dispone que el Consejo
de la Magistratura está integrado por representantes de los poderes políticos del Estado,
esto es, con elección popular, y de los jueces y abogados de la matrícula federal. De este
modo, “las personas que integran el Consejo lo hacen en nombre y por mandato de cada
uno de los estamentos indicados, lo que supone inexorablemente su elección por los
integrantes de esos sectores. En consecuencia, el precepto no contempla la posibilidad de
que los consejeros puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera, dejarían
de ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo
electoral”[5]. Por otra parte, interpretó la mayoría del tribunal que “en el precepto no se
dispone que esta composición deba ser igualitaria sino que se exige que mantenga un
equilibrio, término al que corresponde dar el significado que usualmente se le atribuye de
‘contrapeso, contrarresto, armonía entre cosas diversas’ (Real Academia Española,
vigésima segunda edición, 2001)”.
En el nudo medular de la argumentación esgrimida se aduce que “… El
segundo párrafo del artículo 114 debe interpretarse como parte de un sistema que tiende,
en palabras del Preámbulo, a afianzar la justicia y asegurar los beneficios de la libertad.
Para lograr esos fines nuestra Constitución Nacional garantiza la independencia de los
jueces en tanto constituye uno de los pilares básicos del Estado Constitucional.- Por ello,
el nuevo mecanismo institucional de designación de magistrados de tribunales inferiores
en grado a esta Corte, contemplado en la reforma de 1994, dejó de lado el sistema de
naturaleza exclusivamente político-partidario y de absoluta discrecionalidad que estaba
en cabeza del Poder Ejecutivo y del Senado de la Nación. Tal opción no puede sino
entenderse como un modo de fortalecer el principio de independencia judicial, en tanto
garantía prevista por la Constitución Federal.- En este sentido, no ha dado lugar a
controversias que la inserción del Consejo de la Magistratura como autoridad de la Nación
ha tenido por finalidad principal despolitizar parcialmente el procedimiento vigente desde
1853 para la designación de los jueces, priorizando en el proceso de selección una
ponderación con el mayor grado de objetividad de la idoneidad científica y profesional
del candidato, por sobre la discrecionalidad absoluta (Fallos: 329:1723, voto disidente del
juez Fayt, considerando 12). Es evidente que con estos fines se ha pretendido abandonar
el sistema de selección exclusivamente político-partidario. En palabras de Germán Bidart
Campos, es inocultable la búsqueda del constituyente de ‘amortiguar la gravitación
político-partidaria en el proceso de designación y enjuiciamiento de jueces’ (‘Tratado
Elemental de Derecho Constitucional’, 1997, T. VI, pág. 499)”.
Asimismo y en ese orden de ideas, se aduna que la Carta Magna fue
precisa al establecer la elección popular y directa para los integrantes de los poderes
políticos del Estado, reservando la elección indirecta –o por estamentos- para los
miembros del Consejo de la Magistratura[6].
Ante la confrontación de la norma contenida en la ley 26.855 con esta
lectura del texto constitucional, la mayoría del Tribunal Cimero concluyó que aquella
disposición no se compadecía con ésta, inclinándose por tacharla de inconstitucional.
Sin perjuicio de la ardua discusión desatada con motivo de este
pronunciamiento, en base al alcance que cabe asignar a la voluntad del constituyente, y
sea que se compartan o no los argumentos empleados, no es menos cierto que se han
expuestos razones sólidas que se afincan en una interpretación gramatical, sistemática e
histórica de la letra del art. 114 de la Carta Magna, llenando con ello las exigencias propias
de la herramienta hermenéutica[7].
Con ello quiero decir que no se advierte en este fallo la exteriorización
de un criterio arbitrario, esto es, carente de motivación o afincado en fundamentos
meramente caprichosos, para que el Tribunal se expidiera en el sentido en que lo hizo.
Por el contrario, emerge de él que se ha llevado a cabo la elaboración de un razonamiento
consistente con la letra y el espíritu constitucional.
2.2. La ley de medios de comunicación audiovisual.
En esta causa, el eje central de la discusión fue el reproche de
inconstitucionalidad dirigido por la parte actora –a la sazón, un conglomerado empresario
titular de un multimedios sumamente poderoso en el país- en contra de los arts. 45[8] y
161[9] de la ley 26.522.
Luego de ratificar que la norma impugnada no constituye un menoscabo
al derecho a la propiedad[10] ni a la libertad de expresión[11], el Más Alto Tribunal de
la Nación señaló, en lo que interesa al art. 45, que “la entidad de los derechos objetivos
que persigue la ley y la naturaleza de los derechos en juego, las restricciones al derecho
de propiedad de la actora –en tanto no ponen en riesgo su sustentabilidad y sólo se
traducen en eventuales pérdidas de rentabilidad- no se manifiestan como injustificadas.
Ello es así en la medida en que tales restricciones de orden estrictamente patrimonial no
son desproporcionadas frente al peso institucional que posean los objetivos de la ley”[12].
Respecto de la impugnación ensayada en contra del art. 161 aseveró la
Corte Suprema de Justicia de la Nación que la limitación en torno a la imposibilidad de
invocar derechos adquiridos debe ser interpretada “en el sentido de que el titular de una
licencia no tiene un derecho adquirido al mantenimiento de dicha titularidad frente a
normas generales que, en materia de desregulación, desmonopolización o defensa de la
competencia, modifiquen el régimen existente al tiempo de su otorgamiento”, en
consonancia con numerosos precedentes del mismo Tribunal, decididos en igual
sentido[13].
Siendo ello así, el Tribunal Cimero juzgó que la norma cuestionada era
constitucional.
Una vez más, se podrá coincidir o no con la fundamentación expresada
por el Más Alto Tribunal de la Nación pero lo que no puede afirmarse es que su
pronunciamiento carezca de motivación y que, además, ésta se encuentre desconectada
de los términos y el sentido del que están impregnados en la Carta Magna.
2.3.
Las disputas que pueden entablarse sobre lo acertado o desacertado de
ambas decisiones o bien de su corrección o incorreción ya se han librado tanto en el
terreno de la Justicia como en el de la doctrina y la academia, exponiéndose argumentos
tanto a favor de una como de otra postura. No es el objeto de este trabajo el examinar este
aspecto de las sentencias emitidas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación sino sólo
partir de su exposición, en base a una selección de las motivaciones esgrimidas en cada
caso, en orden a patentizar, gracias a ellos, dos ejemplos ostensibles de razonamiento de
los jueces y su confrontación con la crítica levantada acerca de la legitimidad que tiene –
o no- el Poder Judicial para evaluar la constitucionalidad de una norma dictada por la
mayoría de los representantes del pueblo y, en su caso, tacharla por no avenirse a los
límites que marca la Carta Magna.
3. LA BÚSQUEDA DE UNA RESPUESTA: LA FUNCIÓN
ESENCIAL DEL PODER JUDICIAL.
El inicio de la búsqueda de una posible respuesta al importante
problema jurídico-institucional que representa la competencia del Poder Judicial –en el
caso, por boca de su cabeza, la Corte Suprema de Justicia de la Nación- para examinar la
constitucionalidad de una disposición legal debe iniciarse, debido a eminentes razones
metodológicas, por cierto, por el análisis de la función que cumple la Justicia en un Estado
de Derecho.
Para comprender cabalmente este punto, conviene recordar que nuestro
Poder Judicial fue forjado, desde una perspectiva institucional, como un verdadero
híbrido entre las concepciones norteamericana y continental –de raíz francesa- de lo que
debe ser la Justicia. Así lo explica Gelli[14] al señalar que en la visión del derecho
continental codificado “el juez es percibido como la boca que pronuncia las palabras de
la ley y debe, en consecuencia, resolver conflictos de interés aplicando y, sobre todo,
interpretando las normas vigentes con particular deferencia a los motivos y voluntad del
legislador”. En cambio, en la tradición norteamericana, “el Judicial es designado y
estructurado como uno de los poderes del Estado”. En el primer caso, el juzgador no es
más que un mero administrador, limitado a dispensar entre las partes en conflicto la
justicia ya contenida en las normas dadas por el legislador, en tanto titular de la soberanía
popular; mientras que en el segundo supuesto, titulariza un verdadero papel político al
ejercer el control de constitucionalidad.
A la luz de los antecedentes que inspiraron su configuración actual, el
Poder Judicial tiene asignada, como su principal tarea, desde el punto de vista
constitucional, el de actuar como el tercero imparcial al que se le encomienda la
resolución de los conflictos que se suscitan entre los ciudadanos y que para nada excluye
el control de constitucionalidad. Se trata de una función de intermediación que “discurre
por los cauces del derecho objetivo en una actuación que deriva de lo dispuesto en la
operación de otras agencias estatales; esa actuación, a su vez, tiene incidencia restringida
puntualmente a los casos sometidos a su decisión”[15]. A ello debe agregarse que “la
generalización, la cuantificación y la difusión del ‘poder’ aparecen recortadas en el caso
del Judicial, por la no espontaneidad inherente al ‘nemo procedat iudex ex officio’; su
poder no se dinamiza sino a partir del reclamo que excita la jurisdicción en concreto”[16].
Ninguna duda cabe de que, a pesar de que ésta es la faceta del ejercicio
del Poder Judicial con la que más familiarizada está la sociedad, no es la que mayores
fricciones institucionales provoca. Antes bien, la cuestión conflictiva emerge con mayor
intensidad en los casos en los que la materia a dirimir versa sobre decisiones adoptadas
por los restantes poderes del Estado y se advierten mejor aun cuando la tarea a cumplir
por los Tribunales radica en el control de constitucionalidad de las normas emitidas por
el Poder Legislativo.
4. DESPEJANDO INGENUIDADES E HIPOCRESIA: LA
DIMENSION POLÍTICA DEL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD COMO
FUNCION ESENCIAL DEL PODER JUDICIAL.
La función esencial del Poder Judicial, desde el punto de vista
institucional es la de marcar los límites constitucionales que deben observar las decisiones
de los otros poderes del Estado.
En orden a comprender cabalmente el problema ante el que nos
enfrentamos, conviene tener en consideración que no cualquier conflicto llega a
conocimiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, mereciendo que se expida al
respecto, sino sólo aquél que por su entidad y gravedad, conectado a –u originado en-
cuestionamientos de índole constitucional, son susceptibles de provocar el
pronunciamiento del Más Alto Tribunal del País.
4.1. El rol (¿vergonzantemente?) político del Poder Judicial.
Decía bien Sagüés que hasta “hace unas décadas, hablar del ‘perfil
político’, o de la ‘naturaleza política’, o de los ‘papeles políticos’ del Poder Judicial
sonaba a algo anómalo y hasta inmoral”, toda vez que los poderes políticos eran el
Legislativo y el Ejecutivo, limitando la labor de la judicatura a una actuación neutra,
profesionalizada y puramente jurídica[17]. No me es posible soslayar que esta visión del
asunto no deja de ser una mirada interesada, toda vez que su postulación implicaba, a la
vez, restar peso específico –que no puede ser otro que político- a la Justicia como Poder
del Estado y subordinarla a planos de decisión secundarios. En este orden de ideas,
conviene recordar lo enfatizado gráficamente por Alejandro Nieto, echando mano de
datos de la experiencia histórica española, al decir que “la politización del juez se entendía
como un rasgo negativo por sí mismo. De aquí la apología del apolítico tanto en los
regímenes democráticos como en los dictatoriales”. En los primeros por la conveniencia
de que “los representantes del Poder Judicial se hallen alejados del terreno de la política
activa, no tomando parte en sus ardientes luchas”, y en los segundos porque la actividad
política era “intrínsecamente prohibida o, al menos, muy sospechosa, lo mismo para
jueces que para ciudadanos, lo mismo dentro que fuera de la función”[18].
Sin embargo, esta manera de ver al Poder Judicial ya no resulta
adecuada al rol que efectivamente debe cumplir en la sociedad en los tiempos que corren.
Este aspecto se revela en toda su importancia, sobre todo, en lo atinente al control de
constitucionalidad[19].
En efecto, resulta obvio el papel político que desempeña el Poder
Judicial, habida cuenta del significado que encierra la posibilidad de bloquear las leyes
del Congreso, así como los decretos o resoluciones emitidas por el Poder Ejecutivo, en la
medida en que puedan ser tachados de inconstitucionales por los jueces. Lo mismo ocurre
cuando se advierte que la Corte Suprema de Justicia tiene a su cargo definir de manera
final las ambigüedades normativas eventualmente contenidas en la Carta Magna o cubrir
sus vacíos, lo que excede la mera facultad de interpretar, sino que conlleva también la
facultad de integrarla[20].
Asimismo, afirma Sagüés, cuando los magistrados definen
incertidumbres interpretativas sobre disposiciones legales, especifican el significado de
las reglas jurídicas de carácter general, evidenciando, de tal suerte, su eminente poder
político.
Este extremo, sin embargo, también permite constatar la existencia de
distintas modalidades distorsivas sobre la interpretación del valor que adquiere el poder
político de la Justicia. En este orden de ideas, se pretende asumir que, en atención a ese
rol político, el Poder Judicial debe mostrarse no sólo afín, sino también subordinarse a
los otros poderes del Estado o, en el peor de los casos, a los designios del partido
mayoritario[21]. Deviene por demás interesante recordar, pues la discusión generada en
torno al tema fue idénticamente recreada en nuestro país, que la decisión a adoptar sobre
esta materia no fue pacífica. Rememora al respecto Kramer lo arduo del debate, ya desde
los albores del funcionamiento institucional de la democracia norteamericana, suscitado
entonces entre los llamados federalistas y los republicanos[22]. Con mayor énfasis en la
discusión puramente jurídica que provocó la cuestión, Ackerman puntualiza la presencia
de un patrón evolutivo que identifica como “movimiento, partido, presidencia”, que es el
que marca la línea de conflicto con la postura que autoriza el control de constitucionalidad
en cabeza del Poder Judicial[23]. Esta circunstancia obliga a pensar en que “en tanto los
altos jueces de un país –del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional- dependan en
su nombramiento de otros poderes estatales controlados por los partidos políticos, la
jurisdicción permanecerá politizada y falta de independencia política”[24]. En este
contexto institucional, “un partido político voraz de poder, que cuando alcanza la mayoría
parlamentaria dispone con libertad del uso de los tres poderes del Estado, por sí mismo si
alcanza mayoría parlamentaria absoluta, o en coalición con otro u otros partidos, si tan
sólo consigue mayoría parlamentaria y forma Gobierno. El partido que gana las
elecciones, por sí mismo o en comandita, designa al Gobierno, a los legisladores que
conformarán la mayoría parlamentaria, y a los jueces más relevantes del país, que
compondrán las magistraturas más altas…”.
A la luz de la historia del problema institucional que representa para la
sana convivencia de los tres poderes del Estado democrático el origen del control que el
Poder Judicial ejerce sobre la constitucionalidad de las decisiones adoptadas por los otros
dos, bien podría afirmarse que se trató de una solución que por imperio de las
circunstancias y de una correcta lectura del texto de la Carta Magna, se tornó necesaria.
En efecto, recuerda Kramer que “para [James] Wilson, así como esos escritores
tempranos, el control judicial de constitucionalidad no era un rasgo conscientemente
elaborado de la Constitución sino más bien uno accidental, un afortunado subproducto de
su estatus como ley suprema. Los tribunales no habían sido especialmente investidos con
el deber de interpretar o hacer cumplir la Constitución, pero tampoco podían ignorarlo.
‘La función y el diseño del poder judicial es administrar justicia según el derecho
aplicable’, y el derecho aplicable está necesariamente incluido en la Constitución: ‘la ley
suprema’ a la cual ‘debe subordinarse y ser inferior todo otro poder’. Los tribunales se
involucraron en la interpretación constitucional y su exigibilidad no porque la
Constitución fuera derecho ordinario dentro de su especial competencia, sino porque los
jueces estaban tan obligados como cualquier otra institución o ciudadano a respetar los
mandatos constitucionales”[25]. Este razonamiento, hecho en el marco de los
antecedentes del instituto del control de constitucionalidad en los Estados Unidos es
perfectamente aplicable a nuestro sistema nacional, habida cuenta de lo innegable del
vínculo que mediara entre las respectivas normas supremas y la filosofía que las inspirara.
La distinción estriba en que, como lo advierte Sagüés, el Poder Judicial
es naturalmente político en tanto está previsto dentro de la Constitución como un Poder
del Estado, pero “su ‘politicidad’ es la de ser autónomo e imparcial frente a los demás
poderes”, pues “si la judicatura no fuese independiente no tendría razón institucional para
existir como tal: sus tareas podrán ser asumidas por la Administración Pública
ordinaria”[26]. Desde luego que esta visión política del Poder Judicial en general y de los
Superiores Tribunales o Cortes Supremas en especial sólo puede justificarse en aquellos
sistemas en los que la Justicia es reconocida como un Poder del Estado, al mismo nivel
que el Poder Ejecutivo o el Legislativo[27].
Es que, tal como remarca Morello, sin perjuicio de resguardar las
formas de “apoliticidad” en la Justicia, tampoco puede perderse de vista que los Jueces
“son un poder del Estado y actúan con independencia absoluta, pero también guiados por
criterios políticos (de alta política), que excluye cualquier partidismo”. Para ello cabe
considerar lo que denomina “la creciente politización del juez”, lo que no equivale “a que
los altos órganos asuman, como integrantes del Gobierno, un papel de ‘élite política’ y
orienten la línea de sentido de las políticas de Estado, porque no son fugitivos de la
realidad ni indiferentes a las ideas de su tiempo”[28].
A mérito de estas apreciaciones surge con prístina claridad el rol
político que debe cumplir el Poder Judicial, legitimado para ello por el mismo texto
constitucional y sin que la cuestión deba confundirse con la naturaleza y el sentido
político que impregna a los otros dos Poderes del Estado. Proclamar, entonces, el carácter
político de la Justicia en modo alguno deviene censurable, sino que, en todo caso, no hace
más que reafirmar su carácter de Poder equilibrante de las pretensiones de los demás
Poderes frente a los ciudadanos y entre sí, así como garantizador de la constitucionalidad
de sus decisiones. De otro modo, fácil resulta descubrir que si no existiera esa paridad
entre los Poderes del Estado, la Justicia vería imposibilitada su labor de contralor de la
actividad de los otros dos y sus resoluciones serían meramente líricas o declarativas, sin
efectividad real para resituar la labor del Ejecutivo o del Legislativo dentro de los carriles
que marca la Carta Magna.
4.2. El control de constitucionalidad como expresión concreta del rol
político del Poder Judicial.
A la luz del contenido de las controversias desatadas alrededor de las
dos leyes mencionadas a título de ejemplo en este estudio, ninguna duda cabe que los
debates se centraron en los elementos constitucionales que se afirmaban desoídos a la
hora de emitirlas. El siguiente inconveniente a superar, entonces, estriba, como es natural,
en discernir las razones por las cuales un Tribunal, cuyos integrantes no accedieron a él
por obra del voto popular, pueden, sin embargo, juzgar la constitucionalidad de una norma
dictada por la mayoría de los representantes del pueblo y, en su caso, emitir un
pronunciamiento cuyos efectos son claramente derogatorios de esa disposición legal.
Gráficamente señalaba Sagüés el problema diciendo que “en un Estado democrático no
es sencillo digerir cómo un poder no electo popularmente, y además vedado para casi
todo el pueblo (dado que para desempeñarse como juez es necesario ser abogado, lo que
implica excluir al 99 % de la población), puede operar como ‘poder moderador’ o como
‘árbitro del proceso político’ de los poderes que han surgido de los comicios”[29].
En rigor de verdad no son pocos los países, y entre ellos muchos de
tradiciones republicanas inquebrantables, que confían el control de constitucionalidad al
Poder Judicial, tal como se encarga de remarcarlo Linares, destacando que el control
judicial de las leyes reconoce su origen hace más de doscientos años en los Estados
Unidos[30]. Pero, acudir al argumento en función del cual una conducta generalizada, en
sí misma considerada, justifica la propia, no puede constituir una explicación racional de
un problema tan complejo, por lo que se torna indispensable, ahondar en el estudio de la
cuestión.
4.2.1. Una norma democrática ¿es siempre constitucional?
El nudo crítico del problema se produce porque “el constitucionalismo
encierra en su núcleo un doble compromiso difícil de mantener: un compromiso con la
idea de derechos (y por lo tanto, con una dimensión sustantiva de la legitimidad), y un
compromiso con la idea de democracia (esto es, con una dimensión procedimental de la
legitimidad). El primero de ellos se expresa en la adopción de una lista de derechos
incondicionales e inviolables. El segundo compromiso se expresa en la adopción de un
régimen de acceso al poder que tiene su eje, por un lado, en la elección periódica de
autoridades y, por el otro, en la toma de decisiones políticas legislativas a través de la
regla de la mayoría”[31].
Lo interesante del fenómeno es que aparece vinculado a lo que se
conoce como la “tercera ola de democratización”. Es decir que, contrariamente a lo que
propone una versión débil del control judicial, esta función atribuida al Poder Judicial, no
es per se no democrática sino, precisamente, fruto del mecanismo democrático de
supervisión.
La importancia del mecanismo democrático como método de creación
de leyes es fundamental dentro del desenvolvimiento consustancial al Estado de Derecho.
Para enfatizar este aspecto deviene conveniente recordar la alta ponderación que en el
criterio de Carlos Nino representa la democracia, excediendo en su concepto y alcance la
sola significación de sistema de gobierno para internarse en el ámbito de la legitimidad
de las normas emanadas de ella. Decía este autor que la cuestión se vincula “con la
relación entre moral y derecho y con la relevancia que tiene para la validez moral de las
normas jurídicas el que ellas tengan o no un origen democrático”[32]. Sobre este aspecto,
destaca Aulis Aarnio que el principio de la democracia es importante porque “se basa
esencialmente en la idea de participación que, a su vez, presupone la aceptación de la
exigencia de apertura. La participación significa la posibilidad de controlar la toma de
decisiones”. Aunque cabe distinguir: en la toma política de decisiones, el control se
realiza, por ejemplo, cambiando a los representantes. El control, sin embargo, es también
algo distinto y más. Supone también la supervisión del contenido de las decisiones”[33].
Esta relación entre el acto generador de la decisión y el acto de control no está exenta de
tensiones que requieren ser constantemente equilibradas, debiendo reconocerse que “el
principio de la mayoría es, por otra parte, elástico, y hace posible que haya una evolución
dinámica de las ideas en la sociedad. La base de valores de la sociedad puede cambiar,
por lo que, en algunas situaciones, la opinión de la minoría disidente podrá obtener el
apoyo de la mayoría. Pero esto se debe a cambios en los valores, de tal forma que la
audiencia estará racionalmente convencida, después de haber reconsiderado el problema,
sobre lo poco razonable de su propia opinión”. Es que “el principio de la mayoría es un
modelo, un ideal. En una situación social actual, la mayoría no necesariamente –quizás
nunca- resuelve de forma racional. La argumentación puede llevar consigo formas
autoritarias y, de esta forma, persuasión, aun cuando la argumentación pueda ser
considerada racional”[34].
Para dirimir el conflicto que crea la crítica relativa a la influencia de la
moral en el derecho positivo, Nino se mostraba convencido de que la mejor alternativa
“está dada por la posición que sostiene que no se accede a la verdad moral por un proceso
solitario, o sectario, de revelación, intuición o aun de reflexión o razonamiento individual,
sino por un proceso colectivo, abierto y público, de discusión libre y racional entre todos
los posibles interesados, de modo que el consenso que se obtuviera como resultado de esa
discusión gozaría de una fuerte presunción de que refleja aquella verdad moral. Esto sólo
puede ser así si la verdad en materia moral está dada por la aceptabilidad hipotética de
principios éticos por todos los afectados por ellos en el caso de que fueran plenamente
imparciales, racionales y conocedores de los hechos relevantes. En la medida que en la
discusión intentemos detectar los principios que gozan de esa aceptabilidad hipotética y
tratemos de reproducir al máximo las condiciones de libertad, apertura a todos los
interesados, racionalidad, etc., el consenso que se obtenga al cabo de ella será un reflejo
presuntamente fiel del consenso ideal que es constitutivo de la verdad moral”. En
consecuencia, “en la medida en que la democracia incorpora esencialmente la discusión,
tanto en el origen de las autoridades como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de
operatividad el consenso unánime por su análogo más cercano que es el consenso
mayoritario), la democracia es un método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones
gozan de una presunción de validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico
del que carecen otros sistemas de decisión”.
He allí, entonces, la justificación de la marcada importancia que guarda
la ley como el producto del consenso democrático, con ajuste a sus propias normas de
procedimiento, estatuidas por la Carta Magna, y que la enfrenta, como decisión
mayoritaria y legítima que es, al escrutinio constitucional de los Tribunales.
Ello revela el verdadero nudo de la cuestión, a saber, la tensión que
media entre los derechos y los procedimientos democráticos. Este aspecto, como lo
expresa Linares, “se materializa en dos cuestiones distintas, aunque interrelacionadas”
que se manifiestan en dos interrogantes: “¿qué justifica que existan asuntos –los derechos
consignados en una ‘Carta de Derechos’- sobre las cuales las mayorías no puedan
decidir?”, traducido en lo que Garzón Valdés[35] llama “el coto vedado” de naturaleza
constitucional; y ¿qué justifica que unos jueces que no son elegidos por el pueblo tengan
autoridad para invalidar las leyes del Congreso?
A la luz de tal postulación surgen con evidencia al menos dos
derivaciones relevantes: la primera de ellas consiste en admitir que el control judicial,
lejos de entrar en pugna con el sistema democrático, contribuye a afianzarlo al garantizar
la prevalencia de determinados derechos de los ciudadanos frente al cambiante criterio de
las coyunturas políticas de turno; la segunda, que la cuestión se resuelve a nivel de la
categoría de constitucionalidad de las disposiciones en crisis.
Esta nueva perspectiva de control se justifica hoy con mayor razón aún
pues el Estado no es sólo un Estado de Derecho sino que ahora es un Estado
Constitucional de Derecho.
En rigor, la solución que autoriza esta atribución no es más que la
natural consecuencia de la apreciable evolución conceptual que media desde el Estado
Legal de Derecho hasta el Estado Constitucional de Derecho[36] y que repercute en la
actividad judicial como el paso que conduce del Juez legal al Juez constitucional[37],
privilegiando entre los deberes que se encuentran en cabeza de los Magistrados el de
controlar la constitucionalidad de los preceptos infraconstitucionales. Desde esta
perspectiva, el juez “legal” plantea y resuelve los conflictos sometidos a su conocimiento
a partir de preceptos infraconstitucionales, interpretando sus disposiciones de manera
aislada respecto de las directivas constitucionales, a las que acude sólo en casos extremos
y de manera supletoria[38].
Ahora bien, la transición del juez legal al constitucional, como resultado
correlativo al paso del Estado legal de derecho al Estado constitucional de derecho,
implica afianzar la tesis de considerar a la Carta Magna como una norma jurídica, así
como reconocer el carácter directamente operativo de sus mandatos, los que dependen
para su actuación, de la interpretación y aplicación judicial. Asimismo, cabe advertir la
expansión de la idea de la supremacía constitucional, lo que conduce a la necesidad de
comprender que el derecho positivo infraconstitucional no es independiente de la
Constitución, sino subordinado a ella, a lo que debe adunarse la superioridad no sólo
normativa sino también ideológica de la Carta Magna[39], aspecto éste último que se
convierte, como se verá más abajo, en un elemento importantísimo a la hora de entender
cabalmente el fenómeno de la interpretación judicial.
Esta circunstancia revela que “la ley ha dejado de ser la única, suprema
y racional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal vez éste sea el síntoma
más visible de la crisis de la teoría del Derecho positivista, forjada en torno a los dogmas
de la estatalidad y de la legalidad del Derecho”[40]. Dicha perspectiva obedece también
a la necesidad de interpretar el ordenamiento jurídico como un sistema coherente, “como
una red integrada y compacta”[41]. Con prístina lucidez dice Nousiainen que “la
mayoría de los juristas, hoy en día, coincidirían en que el derecho moderno es un
sistema. La teoría jurídica moderna conceptualiza el derecho como un sistema. Más
aún, el derecho conceptualizado como un sistema y la ciencia jurídica dependen
mutuamente. Ambos son parte de la modernización del derecho”[42]. Ello propone
valorar a las normas jurídicas en juego como una integralidad, es decir, como un
conjunto al que de ninguna manera son ajenas las disposiciones constitucionales
que, en todo caso, se encuentran en la cúspide de ese sistema y a las que el resto
de las normas deben referenciarse. Por su parte, Carlos Alchourrón y Eugenio
Bulygin señalan en una definición ya clásica, que “un conjunto normativo es un
conjunto de enunciados tales que entre sus consecuencias hay enunciados que
correlacionan casos con soluciones”, agregando que “todo conjunto normativo que
contiene todas sus consecuencias es, pues, un sistema normativo”[43]. A su vez,
ese sistema debe satisfacer ciertas propiedades formales como lo son la
completitud, la independencia y la coherencia[44], características a las que sin dudas
aporta el plexo normativo constitucional en tanto guía e inspirador del resto del
ordenamiento jurídico inferior.
Ahora bien, “las normas aisladas pierden su carácter jurídico y, con
ello, su validez jurídica cuando son extremadamente injustas”, por lo que “la
legalidad conforme al ordenamiento es, dentro del marco de un sistema jurídico
socialmente eficaz, el criterio dominante de la validez de las normas aisladas, algo
que es confirmado cotidianamente por la práctica jurídica”[45]. Por lo tanto la
legalidad de la norma en crisis, cuya vigencia haya sido puesta en cuestión, debe
ser ponderada en el contexto del ordenamiento jurídico en su conjunto, del que la
Carta Magna forma parte esencial, pues de otro modo sólo cabe predicar su
inaplicabilidad por inconstitucional.
A la luz de esta perspectiva, queda claro que el sistema normativo
no puede aparecer, a los fines de su interpretación y consecuente aplicación, como
incompleto o imprevisor, a tenor de lo cual corresponde a los jueces buscar una
solución que autorice a establecer una regla de determinación que permita salvar la
dificultad y que, sobre todo, guarde plena identificación con las orientaciones,
principios y valores consagrados en la Constitución.
4.2.2. El objeto de interpretación constitucional: ¿normas históricas o
normas actuales?
Tampoco parece descabellado sostener que el gran desafío que enfrenta
la Justicia cada vez que debe acometer el examen de una cuestión constitucional reside
en la necesidad de desentrañar el sentido actual de disposiciones que fueron emitidas en
épocas pretéritas. Ello exige extremar los recaudos en orden a que la interpretación de la
norma constitucional histórica, a cuyos designios debe subordinarse la norma legal actual,
sea la correcta y adecuada conforme criterios de justicia contemporáneamente
compartidos en una sociedad dada.
Afirman Siegel y Post que “la legitimidad democrática de nuestro
derecho constitucional depende en gran parte de su sensibilidad a la opinión popular”. Es
que la legitimidad democrática “tiene su precio, porque el derecho constitucional define
su integridad precisamente en términos de su independencia de la influencia política.
Desde la perspectiva interna del derecho, la distinción entre el derecho y la política es
constitutiva de la legalidad. Es por ello que los tribunales con orgullo e insistencia se
proclaman a sí mismos como ‘meros instrumentos del derecho’”. Ello muestra que “no
es asunto sencillo para los tribunales encontrar formas de incorporar las creencias
populares en el ámbito de la legalidad y al mismo tiempo mantener la fidelidad a las
exigencias de la razón jurídica profesional. Este proceso podría imaginarse como una
serie de ‘conversaciones entre la Corte, el pueblo y sus representantes’ (Bickel, 1970:91),
pero el proceso rara vez es tan civilizado y ordenado como una conversación. La Corte
tiene que navegar en un complejo océano de intensos desacuerdos para producir una
versión del derecho constitucional que sea democráticamente legítima y fiel a las normas
del ejercicio profesional”[46].
De otro lado, como lo propone Vigo, la verificación constitucional
puede apuntar a un doble objeto: “o bien se procura con ella fijar el sentido de una norma
constitucional; o bien interesa para fijar el sentido de una norma o de un comportamiento
en relación a la Constitución”[47].
4.2.3. Acerca de la necesidad de interpretar la ley conforme a la
Constitución.
La respuesta debe estar dada a partir de la admisión de la necesidad de
coherencia que deben tener las directivas internacionales en materia de derechos humanos
entre sí y de las leyes para con la Constitución.
Si bien es cierto que, en general, los derechos compiten entre sí, no
todos lo hacen al punto de autorizar la supresión del otro. O, como lo dice Lorenzetti[48],
"la competencia entre derechos no lleva al extremo de derogar el contenido mínimo, que
hemos denominado ‘garantías’…". Para resolver el entuerto, propone que, "donde hay
competencia es necesario poner de acuerdo la ponderación, las curvas de optimalidad y
el antiguo juicio prudencial que se ha utilizado en el derecho". Precisa, en orden al
cumplimiento cabal de esta faena, que "ponderar es medir el peso de cada principio, lo
cual implica armonizar, y esto último requiere hacer distinciones, comparaciones tan finas
como sabias, lo cual ha sido la base del saber jurídico desde Roma hasta el presente". Y
en este punto descubrimos que se trata, entonces, de acudir a lo que la prudencia aconseja,
conforme lo sugiere Carlos Ignacio Massini Correas[49] al señalar, en relación a la
prudencia jurídica que titularizan los jueces, que "el magistrado judicial establece, frente
a un caso concreto en que se controvierte cuál habría debido ser o deberá ser la conducta
jurídica, la medida exacta de su contenido; pero esta determinación por él establecida no
está ya sujeta a revisión o interpretación sino que, para ese caso, su dictamen prudencial
es el que configura lo justo concreto que habrá de ponerse en la existencia". En otras
palabras, de lo que se trata es de delimitar con la mayor precisión posible en cuanto se
trata de reglar conductas humanas y por lo tanto, orientadas a esa misma naturaleza, la
procedencia de las pretensiones de las partes y los alcances que cabe asignar a cada una
de ellas.
Veamos entonces de qué manera resolver el aparente conflicto
normativo y, por tratarse de disposiciones constitucionales y convencionales, también de
principios, conforme lo postula Gustavo Zagrebelsky[50].
Si se ha dicho que el parámetro para medir la adecuación constitucional
de las leyes no puede ser otro que la Constitución y las Convenciones internacionales a
ella incorporadas[51], queda remanente la pregunta acerca de la razón por la cual los
Tribunales deben seguir siendo los que interpreten la Constitución. O, dicho en otras
palabras, cuál es el motivo por el cual la Constitución debe ser interpretada cuando se
denuncia que una ley, correctamente votada por quienes están autorizados por la Carta
Magna para hacerlo, la pone en crisis.
En orden a aproximarnos a una respuesta, bien vale formular otra
pregunta, como la que postula Ackerman: “¿Es la Constitución una máquina o un
organismo?”[52]. Este autor pone de relieve la controversia suscitada entre ambas
posturas, hijas de la evolución del pensamiento jurídico norteamericano, y que denota la
distinta perspectiva asumida respecto de la Carta Magna.
Para comprender estos modos de mirar el texto constitucional, cabe
observar la síntesis de su debate, tal como se produjo entre los académicos
norteamericanos. Originalmente, destaca Ackerman, se pensaba que “nuestros ilustrados
constituyentes nos dieron la máquina que podría funcionar eternamente, sólo con seguir
las instrucciones del manual operativo. Pero este sueño fue destrozado por la Guerra Civil
y cuando los republicanos de la Reconstrucción cambiaron las instrucciones operativas
de la máquina, sus enmiendas constitucionales fueron rebasadas por las realidades
políticas y sociales que habían tratado de reconfigurar”. Por ello, había llegado la hora de
una reevaluación intelectual que despertó una interesante disputa entre los académicos de
las universidades más prestigiosas del momento.
Así, Woodrow Wilson, en su tesis doctoral en la Universidad John
Hopkins, inauguró su ataque a la visión mecanicista de la Constitución señalando que “la
gente seria debería abandonar su obsesión por la Constitución ‘literaria’ y centrarse en la
evolución orgánica de los patrones de autoridad en el mundo real”[53].
En función de ello, aduce Ackerman, “para estos padres fundadores del
pensamiento constitucional moderno, el darwinismo, no la mecánica de Newton, era la
clave intelectual al universo; sus esfuerzos jurídicos no fueron sino una pequeña parte del
gran proyecto intelectual de colocar el desarrollo humano en su contexto evolutivo”[54].
Más todavía: “la maquinaria del constituyente originario no sólo era obsoleta, sino que
estaba intencionadamente diseñada para frustrar las aspiraciones de justicia social de una
sociedad moderna democrática. La tarea de los abogados, jueces y de todos los
norteamericanos sensatos era clara: era el momento de dejar de adorar a los ancestros y
comenzar con el duro trabajo de adaptación de los arreglos constitucionales antiguos a las
necesidades de los tiempos modernos”[55].
Este enfrentamiento revela de manera acabada el gran interrogante de
cuya respuesta depende la asignación de facultades tan relevantes a los jueces como lo es
el control de constitucionalidad, a saber, la comprensión de las directivas consagradas en
la Carta Magna como un conjunto de disposiciones abiertas, flexibles y comprensivas de
situaciones cada vez más novedosas que, por eso mismo, jamás pudieron ser
contempladas por los constituyentes históricos y que, por idéntica razón, exigen ser leídas
e interpretadas a la luz de las nuevas condiciones que contextualizan la vida social actual,
en una suerte de adaptación racional de su sentido a las modernas circunstancias en las
que deben aplicarse. Ello demanda desechar la idea que sugiere ver a la Constitución
como una máquina, para adoptar aquella que propicia percibirla como un programa
flexible y adaptable a los nuevos desafíos que se le presentan, sin por ello perder su
identidad jurídica y política que la convierte en lo que es y que le proporciona la alta
jerarquía que ostenta.
4.3. Aspectos problemáticos.
A los puntos conflictivos ya reseñados, atinentes a las dificultades que
presenta la disyuntiva entre procedimientos constitucionales de formación de las leyes y
los derechos afectados o bien entre la interpretación histórica o actual de la Carta Magna,
se suman otros no menos complejos, pues estriban en la manera de encarar el estudio de
la deficiencia constitucional que se denuncia así como en las fronteras a las que cabe
circunscribir el examen que postula.
Ambos extremos, a su vez, conllevan implícita otra consecuencia, no
menos relevante, a saber, impedir que el Poder Judicial, en ejercicio de sus atribuciones
propias, termine sobrepasándolas e incurriendo, de tal suerte, en un exceso que lo lleve a
escamotear el ámbito de competencia de los otros poderes del Estado. Esto ha hecho decir
a Bianchi[56] que tan peligroso para el Estado de Derecho es un Poder
Judicial acorralado, temeroso o complaciente como el gobierno de los jueces que se
arrogan funciones que no les competen.
4.3.1. Los límites al control judicial: los casos no judiciables.
Este entuerto generalmente ha sido identificado como el de las
cuestiones políticas no judiciables[57]. Se trata de decisiones que afectan, potencialmente
a toda la población, derivan de las atribuciones inherentes a las facultades discrecionales
conferidas a los Poderes políticos del Estado y no resultan susceptibles de ser llevadas
ante un órgano jurisdiccional por un ciudadano, de manera individual, dentro del estrecho
ámbito de un caso judicial, ya que éste no constituye el medio adecuado para ello.
Así como es posible afirmar que hay leyes que reglan materias
sustancialmente políticas, y por ello mismo, en principio, exceden las potestades
jurisdiccionales, hay otras normas que, aún refiriéndose a los derechos políticos de los
ciudadanos, han sido declaradas justiciables. A los fines de justificar la no justiciabilidad
de una cuestión dada, se han esbozado diversas motivaciones, entre las que encontramos
la existencia de una zona de reserva de los poderes políticos del Estado, la naturaleza
discrecional de la decisión y la propia naturaleza de la función judicial que no es
compatible con el planteamiento de cuestiones de índole general.
A la hora de proponer una solución al problema que significa la
dilucidación de la judiciabilidad de un conflicto, se ha echado mano a tres criterios
básicos: el clásico, el prudencial y el funcional. El primero de ellos constituye un criterio
de interpretación de tinte objetivo, y consiste en la abstención del Tribunal de conocer en
una cuestión con fundamento en la letra de la Constitución. La segunda perspectiva se
asienta en la idea de que el órgano jurisdiccional goza de discrecionalidad para inhibirse
de intervenir declarando la inconstitucionalidad de una norma cuando ello implica un
compromiso para la Corte. Se trata de evitar, por parte de la cabeza del Poder Judicial, un
choque con los restantes poderes. Finalmente, desde la óptica funcional, se entiende que
las cuestiones políticas nacen como consecuencia de que el poder judicial no puede
resolver planteos que exceden los límites del caso judicial. Su argumento central radica
en el principio de división de poderes, evitando que el Juez ingrese al conocimiento de
asuntos que no pertenecen a su competencia.
En orden a caracterizar las llamadas cuestiones no justiciables, es dable
afirmar que, por lo general, consisten en la petición de decisiones a los Tribunales que,
interpuestas por una sola persona, exigen un pronunciamiento sobre una cuestión de
índole política que atañe a un grupo indeterminado de individuos, siendo susceptible de
alcanzar a toda la comunidad.
Cabe preguntarse la razón por la cual, los restantes poderes del Estado,
o bien sus integrantes, de manera individual, igual persisten en su actitud de someter a la
Justicia conflictos de índole eminentemente política a sabiendas de las restricciones
existentes.
La primera respuesta que aparece con claridad, autoriza a decir que nos
encontramos ante un fenómeno de transferencia. Cuando el debate político llega o
amenaza llegar a un punto en el que las partes saben, de antemano, que no podrá
evolucionar, sea por el juego de las mayorías como por otras razones de orden formal,
trasladan la cuestión al ámbito de la Justicia. Sin embargo, las razones que conducen a
una conducta semejante no se detienen en la mera traslación del entuerto, pues, a través
de una lectura más profunda del problema es posible advertir una serie de causas que
inspiran tal obrar.
En efecto, varios motivos emergen como posibles respuestas –aislada o
separadamente- para explicar este fenómeno: el primero, paradójicamente, porque el
Poder Judicial tiene una naturaleza no política partidaria, lo que, de frente a la opinión
pública, la posiciona en un lugar institucional más legítimo y menos contaminado de
intereses coyunturales para resolver conflictos esencialmente hijos de la discusión
política; segundo, porque los integrantes de los poderes políticos, a la sazón,
intervinientes en las instancias de designación de los Magistrados, buscan cobrar el favor
concedido con su pronunciamiento; tercero, porque los interesados pretenden imprimir
otros tiempos al conflicto, que son los más lentos y propios de los procesos judiciales,
con lo que escapan a la vorágine que impone el debate político[58] y, por último, la
legitimidad jurídica con la que un decisorio judicial, por opinables que sean los
argumentos que le sirven de inspiración, impregna a una decisión política cuestionada,
contagiándole sus virtudes de motivación, andamiaje teórico y sustento constitucional del
que, en sus inicios pudo ésta carecer.
Lo cierto es que, una vez que se produce el planteo judicial, los jueces
no pueden apartarse ni, menos aún, abstenerse de emitir pronunciamiento, toda vez que
ello está prohibido expresamente –y de modo general- por la manda contenida en el art.
15 del Código Civil, y que además, aparece reproducida, con el matiz de la exigencia de
que la decisión que se adopte sea debidamente fundada, en el art. 3º del proyecto de
unificación de los Códigos Civil y Comercial.
En consecuencia, y para aventar cualquier duda acerca de lo que se está
diciendo: está claro que el Poder Judicial no está llamado a intervenir, en principio y de
oficio, en cuestiones de naturaleza política, en tanto ello le es ajeno a su órbita de
competencia; no obstante esto, cuando el conflicto se plantea en términos de reproche
constitucional, entra en juego la insoslayable obligación de fallar que pesa en cabeza de
los jueces y a la que no pueden sustraerse so riesgo de incurrir en incumplimiento de sus
deberes. Esta es la razón de fondo por la que los magistrados deben pronunciarse, en el
sentido que corresponda, desde luego, para dirimir este tipo de controversias, aun cuando
se sepa, de antemano, el contenido sustancialmente político de la disputa.
Atento a ello y por imperio del mandato constitucional, conforme ya se
viera, el Poder a quien se confía la decisión en esta materia es, inexorablemente, el Poder
Judicial.
Siguiendo a Vanossi[59] sostengo que “[E]l aporte francés llevó a
resaltar la independencia del Poder Judicial, la inamovilidad de los magistrados y la
necesidad de preservarlo a la vez del poder popular y del ejecutivo, pero es mérito de los
americanos el robustecimiento de la autoridad judicial como árbitro de la división del
poder, tanto la división horizontal -por funciones- cuanto la vertical o territorial, el decir,
el federalismo. Es en U.S.A. donde el poder moderador, sin mencionarlo como tal,
terminará siendo arrebatado de las manos ejecutivas para reposar, finalmente, en la Corte
Suprema y en los jueces inferiores... no era necesario crear otro poder ni inventar
sucedáneos de una corona moderadora; bastó con conferir la plenitud jurisdiccional a los
jueces, para que éstos -y más particularmente su cabeza visible: la Corte Suprema-
ocuparan ese vacío de poder y se desempeñaran, entonces, no sólo como meros
dispensadores de justicia distributiva, sino a la vez que ello, como poder político,
entendiéndose por tal no necesariamente el poder de establecer (pouvoir d’etablir), más
bien el poder de impedir el avance de lo inconstitucionalmente establecido por los otros
dos poderes políticos: me refiero, como es natural, al pouvoir d’empêcher”.
4.3.1.1. Las cuestiones políticas.
En palabras de Vanossi[60], “las cuestiones políticas, estrictamente
hablando, son aquellas sometidas a otros órganos del gobierno que no sean los judiciales,
no en términos de excluír el control judicial, sino con respecto a decisiones tan
distintivamente políticas en su carácter que los tribunales consideran impropio procurar
ejercer control, aunque en el ejercicio de la jurisdicción que le ha conferido la
Constitución, la Corte Suprema de los E.U puede considerarse llamada a determinar
decisiones tan delicadas como aquellas que evita juzgar”.
Sin embargo, el enervamiento de esa herramienta tan poderosa, que es
el control de constitucionalidad tiene lugar “cuando la Corte, por propia valoración y por
propio criterio, decide también excluir de su competencia el conocimiento de
determinadas cuestiones, que son las que vulgarmente son llamadas ‘political questions’,
es decir, las cuestiones políticas. La categoría de la no justiciabilidad de las cuestiones
políticas no está expresada normativamente en la Constitución ni en la ley, sino que es un
rubro creado por la propia Corte y, como tal, dosificado por ella, y también como tal,
dejado de lado en algunas circunstancias o retomados por la propia Corte. El fundamento
es la prudencia, prudencia política o importancia institucional”[61].
Concretamente, las cuestiones políticas constituyen el “conjunto de
casos emergentes de la dilucidación de conflictos sobre derechos presuntamente
lesionados por la comisión de actos políticos o de actos ejecutados en función de
atribuciones políticas de los poderes ejecutivo y legislativo del Estado. La conditio sine
qua non para la procedencia de las causas judiciales basadas en el cartabón de las
cuestiones políticas es que en cada caso exista un derecho individual lesionado, cuya
invocación y defensa constituyan el objeto de la petitio; pues de lo contrario no puede
haber viabilidad alguna de la acción, no a causa de la naturaleza del caso, sino como
consecuencia de -precisamente- la falta de acción”[62]. Es cierto que “todo lo político
está fuera de la órbita de los tribunales, pero los actos jurídicos de derecho público,
inclusive los electorales, son susceptibles de juzgamiento, cuando la ley atribuye
competencia a los tribunales y debe atribuirla para que el acto no sea una mera
declaración”[63].
Ahora bien, en lo que respecta a la individualización de una cuestión
como política, debe destacarse que “Como han sido los propios jueces quienes
han ideado el standard de las cuestiones políticas, son ellos quienes determinan cuáles
son políticas y cuáles no lo son... En una palabra, la suerte de esta categoría de casos
depende del propio arbitrio judicial, que la ha creado y que puede ponerle fin si llega a
considerar que su mantenimiento significa una brecha disvaliosa para el sistema de
control del Estado de derecho”[64].
A modo conclusivo, remarca Vanossi[65] lo que él llama “puntos
básicos de la doctrina de las cuestiones políticas”:
1. Aparecen como un status de injusticiabilidad, destinado a amparar
con la no revisión a ciertas determinaciones originadas en los poderes Ejecutivo y
Legislativo, así como también a dar un bill de indemnidad a las consecuencias que
resulten de esas mismas determinaciones.
2. Constituyen en su conjunto una categoría o standard creado por los
propios jueces, que le fijan los alcances con un sentido empírico y de pura oportunidad.
3. Operan una concentración en favor de los poderes políticos, en
perjuicio de los derechos individuales que quedan desprotegidos por obra del
detraimiento de los controles.
4. Tienen como consecuencia privar de carácter operativo a ciertas
normas constitucionales.
5. Exhibe una supuesta virtud de prudencia política y oculta una razón
de imprudencia institucional que se traduce en el notable acrecentamiento de la esfera del
poder discrecional que sustrae de la órbita de las facultades regladas no sólo los aspectos
de oportunidad y conveniencia de los actos en cuestión, sino también el control mismo
de la legalidad en el ejercicio del poder.
6. Crea confusión de conceptos constitucionales.
7. Subsiste el temor de que poniendo fin a la autolimitación de los
jueces se marche hacia el predominio de las valoraciones y criterios ideológicos de los
jueces que no ostentan la representación directa del pueblo para ese cometido.
8. El simple hecho de que en el juicio se busque protección para un
derecho político no implica que él entrañe una cuestión política.
9. La justiciabilidad no pretende subvertir reglas básicas del control de
constitucionalidad, sino que exige nada más que la extensión de ese control en todos los
supuestos que aparecen bajo la forma de casos o causas judiciales, es decir cuando median
controversias o litigios que afectan derechos individuales.
10. Las funciones privativas de los departamentos políticos del Estado
no son susceptibles de un juicio ante los tribunales cuando el ejercicio de esas funciones
no han puesto la ley o el acto ejecutado en conflicto con la Constitución misma.
11. En aquellos casos en que la dilucidación judicial de las cuestiones
políticas puede devenir en un conflicto de poderes, es posible obtener satisfacción dentro
de ciertas reglas de juego que permitan la imposición de un criterio que salve la unidad y
el desborde de los poderes.
12. No es posible desconocer la función y la dimensión política del
Poder Judicial y, más concretamente, de su cabeza visible, la Corte Suprema.
4.3.1.2. El problema de las áreas de reserva.
El argumento central sobre el que los propugnadores de la exclusión del
control judicial afincan tal solución limitativa del control consiste en el respeto debido al
principio de división de poderes, en cuyo mérito, existen decisiones tomadas por los
Poderes Políticos del Estado que resultan irrevisables en razón de haber sido dictadas en
el marco de las facultades exclusivamente reservadas a ellos.
El encabalgamiento de la postura negativa, en un principio concebido y
vigente a los fines de delimitar áreas de actuación y responsabilidad dentro del Estado
aparece, a todas luces, como notoriamente insuficiente.
Según Vanossi[66], “en nuestro país debe distinguirse entre facultades
privativas y cuestiones políticas, y que es menester tratar de ver qué es en realidad lo
privativo y qué es lo que está sujeto a un examen judicial. En rigor, la cuestión política es
una consecuencia de la facultad privativa. La cuestión política surge o se la llama así con
motivo de un caso judicial planteado como consecuencia de actos de ejecución de la
facultad privativa. Pero pareciera ser que una cosa es la facultad privativa en sí, el acto
declaratorio por el cual se pone en juego esa facultad, y otra cosa los actos de ejecución,
que llevan a la lesión de derechos individuales o de intereses legítimos y pueden provocar
el nacimiento de la causa judicial, es decir, de la acción reparatoria”. “En el análisis de la
jurisprudencia concerniente a las cuestiones políticas aparece como dato constante la
invocación del principio de la división de poderes, que se esgrime ambivalentemente tanto
para sostener la procedencia de la justiciabilidad de esos casos cuanto para fundar la tesis
de la abstención de los jueces. Y ello es así, por cierto, al estar en juego la armonía y el
desenvolvimiento de los poderes del Estado, cuyo dimensionamiento institucional
depende en gran medida de la función atribuida al Poder Judicial”[67]. Sólo “aquellos
sistemas que no tienen confianza ni en la división de los poderes ni en la democracia
representativa ni en los jueces, tienden natural y espontáneamente a limitar la naturaleza
y el alcance del Poder Judicial”[68].
La afirmación de la vigencia del principio constitucional de división de
poderes y la consecuente génesis de determinadas áreas de reserva, en las que la iniciativa
es exclusiva y excluyente de cada uno de los poderes políticos que conforman el Estado
no significa la admisión de la existencia de áreas exentas del control judicial. Ello así,
toda vez que, sin perjuicio de la debida observancia de las áreas de actuación inherente a
cada departamento estatal, adquiere mayor obligatoriedad aún el deber que tiene cada uno
de los órganos emisores de los actos catalogados como políticos, de acatar, ante todo, la
preceptiva constitucional, ya que “no se trata de politizar al Poder Judicial, en sentido
peyorativo, sino de que se imprima juridicidad al gobierno todo y a cada uno de sus
actos”[69].
No olvidemos que “los poderes políticos deben ejercer sus facultades
respectivas sin afectar los derechos y obligaciones establecidos por el ordenamiento
jurídico, porque lo contrario transformaría las facultades privativas en facultades sin
control de los jueces... una cosa significa la política en sí misma y otra es el derecho
político que regula jurídicamente la vida de aquella... Cuando las transgresiones de los
poderes políticos afecten la materia sometida a la competencia jurisdiccional de esta
Corte, se impone la sustanciación de las causas respectivas para decidir en consecuencia,
sin que esos poderes del Estado puedan legítimamente alegar que se trata del ejercicio de
facultades privativas”[70]. Tiene dicho la Corte que “sólo a las personas en el orden
privado es aplicable el principio de que nadie puede ser obligado a hacer lo que la ley no
manda, ni privado de hacer lo que la ley no prohíbe, pero a los poderes públicos no se les
puede reconocer la facultad de hacer lo que la Constitución no les prohíbe expresamente,
sin invertir los roles respectivos de mandante y mandatario y atribuirles poderes
ilimitados”[71].
Por lo demás, ha sido constante orientación de nuestro más Alto
Tribunal Nacional que “la separación de los poderes no es incompatible, sino que, por lo
contrario, se robustece cuando la justicia decide revisar lo que se vincula con las llamadas
facultades privativas de un poder, desde lo que atañe a la real existencia de la facultad
respectiva hasta la manera de ejercerla cuando ésta ha lesionado un interés
legítimo...”[72].
4.3.1.3. Un peligro siempre latente: la judicialización de la política y la
politización de la Justicia.
Es éste uno de los fenómenos más novedosos que se han producido en
los últimos tiempos de la vida institucional argentina, tratándose de una dudosamente
legítima modalidad de interrelación de los poderes políticos del Estado entre sí y con el
Poder Judicial. Consiste en la creciente tendencia, de parte de algunos actores políticos,
sea individual o colectivamente considerados que, en ejercicio de un alegado derecho de
acudir a la justicia, se autoimponen el rótulo de defensores de los intereses comunitarios
e instauran peticiones de naturaleza judicial persiguiendo objetivos políticos más o menos
disimulados.
Por su parte, Nieto habla de una politización de la justicia, a la que
conceptualiza como una de las “perversiones concretas de una correlativa ‘judicialización
de la política’ en sentido amplio y que consiste en la renuncia de los demás poderes
constitucionales a resolver conflictos, que terminan trasladándose a una sede
jurisdiccional”. Precisa, además este autor, con la agudeza crítica que lo caracteriza, que
“para resolver técnicamente este cambio de foro se hace imprescindible, por tanto,
proceder a una mutación previa, transformando en jurídico lo originalmente político, con
lo cual se legitima formalmente al tribunal que va a intervenir; aunque admitiendo que en
rigor los jueces sólo podrán resolver los aspectos legales, que son marginales, y dejarán
intacto el fondo de la cuestión, que así cerrará en falso”[73].
La confrontación por el poder representa una constante a lo largo de la
vida político-social e institucional de la humanidad. Así como en tiempos pretéritos, era
solamente la fuerza la que determinaba el liderazgo y facilitaba la distribución de las
cuotas de poder dentro de la organización de seres humanos, en la actualidad, y sin que
ello implique que se ha renunciado del todo a tan primitivo recurso, las modalidades para
obtener dicho poder y lograr el control de una porción dada del sistema organizacional en
el que le toca actuar a un hombre dado o a un grupo de hombres, se han tornado más
sutiles.
Diversos son los factores que influyen en la materia a efectos de
consagrar este cambio. Entre ellos cabe destacar la notable ampliación en el alcance de
los medios de comunicación social, lo que ha permitido a un sector mayoritario de la
comunidad acceder, en igualdad de condiciones, a información directa de sucesos que
tienen relación inmediata con el manejo del poder y que influyen, en mayor o menor
grado, en la toma de decisiones que pueden llegar a afectarlo.
En segundo lugar, deviene menester puntualizar los nuevos
mecanismos que imperan en la conformación de mayorías dentro del sistema institucional
general. Las agrupaciones que ostentan el dominio de una porción mayor del poder, en
algún nivel organizacional o departamento del Estado como el Ejecutivo o en alguna de
las Cámaras del Parlamento, debe, a su vez, asumir el rol minoritario en otra de las
divisiones en las que se encuentra compartimentada la estructura de gobierno. Todo ello
ha obligado a pergeñar una nueva modalidad de convivencia entre las fuerzas en pugna,
inspirada más en el consenso, el debate y la búsqueda de compatibilizar ideas y proyectos
que en la mera imposición numérica sobre el contrincante de turno, tal como veremos que
lo propone Waldron.
Sin embargo, no todos parecen haber comprendido el significado de
esta evolución, obstinándose en la concreción de su voluntad y de sus propias aspiraciones
sin mayor consideración a las motivaciones esgrimidas por sus ocasionales oponentes. La
estrategia en orden a obtener la superación del escollo, para aquellos que estiman
necesario imponer a todo trance su postura, así como para los que entienden que ha sido
-o puede ser- avasallado el derecho que su sector representa, ha radicado en confiar
sistemáticamente la resolución del conflicto a la Justicia.
En este orden, advierto que tanto el oficialismo de turno como la
oposición circunstancial acuden al Poder Judicial por igual, aunque, de hecho, los
argumentos que esgrimen uno y otra son evidentemente disímiles. Así, el primero,
impedido, a veces, de concretar las propuestas que le interesan a efectos de ejecutar
determinadas políticas de gobierno e imposibilitado de obtener las mayorías legislativas
imprescindibles a tal fin o bien, debido al escozor que produce un nutrido y firme reproche
social hacia tales iniciativas, ocurre por ante la Justicia para que un pronunciamiento
jurisdiccional legitime su pretensión, y le posibilite vencer una voluntad que le es adversa.
En otros casos, es la oposición, en sus múltiples variantes, habida
cuenta que bien puede tratarse de la segunda minoría, de otros grupos minoritarios -con
o sin representación parlamentaria- o de una conjunción de ellos, la que, ante lo que
consideran como un avasallamiento potencial o actual de los derechos sectoriales que
representan, por parte del oficialismo mayoritario, acuden a la vía judicial en orden a
resistir la iniciativa tentada. Por cierto que idéntico fenómeno es susceptible de producirse
cuando, siendo los portadores de la pretensión originaria, a los mismos grupos les resulta
dificultoso o imposible vencer la inamovilidad a la que los somete la mayoría[74]. Se
trata, como se ve, de una confrontación imbuida de innegables objetivos políticos, pero
que, institucionalmente, es extraída del marco de su debate natural, a saber, los foros
parlamentarios o de discusión pública, para depositarla en el seno de un poder estatal cuya
existencia y objetivo primordial tiende a la resolución de enfrentamientos de orden
eminentemente jurídico, despojados, en principio, de connotaciones extrañas a él.
Ciertamente que, por tratarse de un fenómeno de características
complejas, los factores causales que intervienen a lo largo de su proceso de formación y
desarrollo son múltiples y participan de la más variada naturaleza. Entre los más
destacados, a tenor del grado de incidencia que representan en el problema, se encuentran
los de índole política[75], jurisdiccional y la opinión pública.
Los dos primeros no encierran problema alguno a efectos de su
conceptualización y comprensión, debiendo detenerme sucintamente en el último por ser
el más novedoso de todos.
La opinión pública, en cuanto modo de expresión de la sociedad o de
parte de ella, es uno de los ítems más importantes a ponderar desde dos puntos de vista
claramente distinguibles. El primero tiene que ver con la identificación que merece la
sociedad con la destinataria del obrar político y del judicial pues no puede soslayarse que
el accionar político puede acarrear efectos jurídicos y, recíprocamente, el jurídico,
consecuencias políticas. El segundo, en cambio, consiste en tener a la sociedad como la
generadora de voluntades y objetivos. Sin embargo, me inclino a pensar que la
permeabilidad hacia las iniciativas sociales impregna más fácilmente a los sectores
políticos que a los judiciales. La diferencia recepticia se torna razonable toda vez que es
distinta la incidencia de la sociedad y de su expresión -la opinión pública- en cada uno de
los ámbitos involucrados, el político y el judicial.
Con respecto al primero de los enunciados, cabe tener en cuenta que el
político se nutre de lo que la sociedad opina, de manera directa. Un político que se
divorcia de la realidad que le toca vivir, comete un verdadero suicidio y debe resignarse
a desaparecer como alternativa de poder dentro del marco institucional de decisión. Su
mayor o menor grado de flexibilidad y adaptación a los requerimientos sociales constituye
el mejor indicador de la eficacia de las respuestas y soluciones que brinde a la sociedad
en la que está inmerso. Por lo demás, la agilidad de las transformaciones sociales exige
un ágil y continuado análisis de situaciones cada vez más novedosas, a los fines de
proponer salidas específicas para cada una de ellas.
Del poder judicial, sin embargo, no puede predicarse idéntica dinámica.
Tampoco constituye un órgano refractario a las modificaciones de la sociedad, pues de
manera ineludible, está vinculado a ella y a sus vaivenes vitales. Lo que ocurre es que
éste, a diferencia del primero, ofrece soluciones más dilatadas en el tiempo y que son el
producto de una decantación racional más o menos prolongada y no de las meras
respuestas creadas por reflejo a los problemas sociales emergentes.
Asimismo, la sociedad se encuentra, generalmente, mejor predispuesta
a comprender las causas y los efectos de los actos políticos que de los judiciales, en razón
de la mayor inmediatez que representan los primeros respecto de los segundos. La
comunidad, por su parte, sólo atiende a los conflictos judiciales en la medida en que las
soluciones de tal naturaleza resuelvan cuestiones socialmente relevantes. Las demás, sólo
constituyen, a los ojos de la sociedad, noticias de orden estrictamente periodístico y sin
mayores alcances.
Cabe recordar, junto con Legón[76], que “la opinión pública debe ser
opinión y debe ser pública. Para ser opinión no necesita tener ineludible y firme
basamento racional, ni siquiera brotar de auténticas certidumbres personales: basta, acaso
seguir el parecer de una autoridad que se presume mejor informada. No hay que confundir
deseos y opiniones: lo primero parece orientarse hacia el interés egoísta; lo segundo, hacia
el bien común. Para ser pública conviene que responda al consentimiento generalizado
acerca de los fines o propósitos y que consulte el requisito de la intensidad, que no es lo
mismo que el número. Esto de la intensidad interesa mucho en las cuestiones morales.
Cuando se obtiene, puede reconocerse en la opinión pública la base del gobierno popular.
No es necesaria la unanimidad; no basta la mayoría: debe tener fuerza moral para someter
a la minoría disconforme o disidente sin ayuda de la violencia”.
Gran incidencia tienen en el presente apartado, los grupos de presión,
también llamados “factores de poder”, pues su acción “sobre la opinión pública es
condición indispensable para el éxito de la influencia que se pretende ejercer sobre el
gobierno: trátase de presentar como normal y conforme al interés general la campaña que
se realiza en favor de los intereses que defienden”[77].
Ahora bien, median importantes diferencias entre el contenido del
debate político y el debate jurídico, lo que no implica negar sus similitudes.
Entre éstas últimas se cuenta el que la frontera que los separa se
caracteriza por su notorio dinamismo, no siendo posible olvidar la recíproca naturaleza
generadora que cada uno de ellos tiene respecto del otro, conforme se viera más arriba.
Además, tanto lo jurídico como lo político, participan del universo
axiológico. Así como el primero tiene a la cabeza de su escala a la Justicia, el segundo
sitúa, en el mismo lugar, al Bien Común. Se dirá, por cierto, que el último está integrado
también por el primero, a lo que debo responder que ambos mundos persiguen idénticos
valores, sólo que priorizan algunos por encima de otros encarando su consecución por la
vía de la satisfacción directa de alguno e indirecta de los demás. Mas tal circunstancia no
altera el contenido axiológico de los dos fenómenos y es lo que, en orden a subrayar
similitudes, debe ser rescatado.
En cuanto a las diferencias, cabe anotar que los puntos que distinguen
al fenómeno político del jurídico son más precisos y concretos.
a) La dinámica. Existencia de procedimientos:
Entre las múltiples diferencias que pueden establecerse entre el ámbito
de lo político y el de lo jurídico encontramos el de los distintos tiempos que se imprimen
a uno y otro fenómeno.
a.1. La dinámica de los intereses políticos empece a considerar
su articulado y conformación como un todo más o menos estable. Por el contrario, salvo
la permanencia de algunos principios generales basados, mayormente, en la preservación
del sistema democrático de gobierno, así como en la defensa de las instituciones
republicanas que lo integran y permiten su desenvolvimiento conforme a derecho, el resto
del espectro de debate se encuentra sometido a una notable amplitud en lo que respecta a
las reglas que rigen su vida cotidiana.
Los términos temporales en los que discurren los enfrentamientos
políticos no están sujetos a códigos o leyes que establezcan lapsos perentorios, pues, en
realidad, el transcurso de una etapa a otra del debate está dado por el plazo que lleva
generar convicciones y plantear propuestas alternativas para discutir en cada caso
concreto. El avance se debe producir sobre bases debidamente consensuadas, aunque más
no sea mayoritariamente, sin ajuste a la observancia de períodos estrictamente reglados.
a.2. Distinto es el caso dentro la órbita de la Justicia, en la que priman
procedimientos preestablecidos, algunos de los cuales son tenidos por el común de los
ciudadanos como engorrosos, lentos, meramente rituales y, a veces, hasta superfluos. La
nota particular del caso es que quienes así opinan, desde los poderes políticos, son,
precisamente, quienes desde su labor legislativa han creado tales procedimientos. Se
reclama celeridad a un poder que tiene como tarea esencial la ponderación de conductas
humanas, debiendo hacerlo observando y haciendo observar el respeto de todas las
garantías para las partes en litigio y cuidando de no vulnerar los derechos involucrados
en el conflicto. Para eso existe el procedimiento, el que no constituye la mera acumulación
de formalidades creadas en orden a rendir pleitesía al juez, sino para proveer a la
preservación del derecho de defensa, las que, si no son mínimamente acatadas, resultan
susceptibles de autorizar el reproche de arbitrariedad a la conducta del magistrado y, por
ende, a lo que haya resuelto.
b) La entidad del debate.
b.1. En el debate político, los decibeles de la discusión son susceptibles
de alcanzar niveles elevados de acaloramiento, sin que ello menoscabe las instituciones
republicanas, pues, en definitiva, las decisiones políticas nacen al abrigo que proporciona
el ardor de la discusión. El enfrentamiento se produce entre pares, y goza de la mayor
amplitud en la formulación de los temas sobre los que habrá de versar la disquisición, así
como en la flexibilidad del debate. No escapará a la consideración del lector que, tras el
cruce de mutuas y durísimas recriminaciones, los dirigentes políticos pueden arribar a
satisfactorios entendimientos.
b.2. En sede jurisdiccional, en tanto, y habida cuenta que no es un igual
el que decide, sino un tercero dotado de la investidura, independencia, imparcialidad,
idoneidad y conocimientos necesarios para juzgar a sus semejantes, los márgenes de
debate, aún siendo generosos, deben conducirse con arreglo a mecanismos en los que
primen el respeto y la probidad, como deberes de conducta de observancia obligatoria y
se observe el derecho a la defensa en juicio y la garantía del debido proceso.
c) Objetivos.
c.1. La política propende a la consagración del bien común. Pero bajo
tal denominación, agrupa a todo un conjunto de finalidades que se caracterizan por su
enorme generosidad temática, con contenidos de diverso orden, así como con diferentes
alcances.
c.2. Si bien es cierto que resulta imposible pensar en el Poder Judicial
sin relacionar sus decisiones con la necesidad de satisfacer un fin comunitario, cual es el
de proveer a la paz social, no es menos cierto que a ello se accede solamente a través de
un procedimiento y con ajuste a la consagración de un valor que se tiene por supremo,
como lo es la Justicia.
Va de suyo que la actividad del órgano jurisdiccional no queda
totalmente despojada de cierto contenido político que no puede ser desconocido. Sin
embargo, éste no deja de ser una respuesta específicamente jurídica, con eventual
trascendencia política -es cierto- pero cuyos alcances en tal sentido se encuentran
impregnados de mediatez.
d) Resultados:
d.1. Las conclusiones emergentes de la disquisición política gozan de
una notoria flexibilidad y amplitud. Digo ello tanto en lo atinente al alcance material,
siempre sujeto a interpretación, como al temporal, habida cuenta que es susceptible de ser
trocado, con posterioridad, por una solución total o parcialmente distinta que restrinja o
extienda sus alcances.
d.2. Por el otro lado, las soluciones consagradas por la Justicia revisten
calidades propias que las distinguen manifiestamente de las precedentes. Son firmes
desde un punto de vista temporal, acotadas en cuanto sólo atañen al caso sometido a
conocimiento de la Judicatura, estrictas en razón de que, por constituir una interpretación
de hechos y de normas no pueden, a su vez, estar sujetas a nueva interpretación, debiendo
ser ejecutadas conforme la letra del mismo pronunciamiento.
e) Alcances:
e.1. En lo atinente al alcance temporal que pueden tener las respuestas
de naturaleza política, se advierte que gozan de un mayor grado de inestabilidad. A
excepción de aquellas soluciones específicamente aportadas para satisfacer
requerimientos de orden estructural, la mayoría de las respuestas se circunscriben a
superar exigencias meramente coyunturales. Si bien es cierto, resulta posible conectar el
tema con lo que hace a la dinámica del fenómeno político, no es menos cierto que lo que
reviste mayor relevancia en el caso, es la notoria movilidad de la que está dotada la
resolución emanada de este orden.
Así como la realidad con la que se identifica la decisión política es
cambiante, con arreglo a las continuas modificaciones que experimenta la vida misma,
bajo el influjo constante de elementos heterogéneos y extraños, la contestación política,
debe ser igualmente flexible para adaptarse a ella. Por ello, la extensión temporal de
dichas soluciones es finita y estrechamente relacionada con la duración del problema que
se pretende resolver.
Lo mismo cabe afirmar desde una perspectiva espacial, pues las
distintas características susceptibles de ser encontradas en las diversas geografías sobre
las que habrá de reinar la solución propuesta requieren, a su vez, su adaptación a tales
diferencias, so riesgo de caer en una completa inoperancia y consecuente desuetudo.
e.2. El pronunciamiento judicial, en tanto constituye una respuesta específica, dada al caso
concreto, tiene visos de mayor estabilidad. Asimismo, debe tenerse en cuenta que la
jurisprudencia, entendida como la reiteración de decisiones judiciales, que versan sobre
casos similares, y que se orientan en un idéntico sentido, es el resultado de un proceso que
lleva años afianzar. En el mismo, las modificaciones se introducen paulatinamente,
afinando el criterio inicial que se va completando y perfeccionando con los sucesivos
pronunciamientos de distintos órganos jurisdiccionales.
Todas éstas son sensibles diferencias que ponen la relación entre la disputa política y la
judicial en dos planos también distintos que, por sus objetivos, contenido y alcances,
inclinan la preferencia en la solución de los problemas emergentes hacia la primera y no
hacia la segunda, en orden a no distorsionar los efectos buscados.
4.3.1.4. Los límites del control: ¿Qué se controla?
Una de las discusiones más significativas en la materia es aquella que
versa sobre los límites que cabe imponer al juzgador a la hora de verificar los extremos
que autorizan a predicar la constitucionalidad de una determinada norma en sentido
material. Algunos pretenden imponer a dicha atribución la valla de la oportunidad y la
conveniencia, señalando la imposibilidad de que sea soslayada por el juez. Otros, ponen
el acento en el concepto de las facultades privativas que asisten a los departamentos
políticos del Estado. También están los que se oponen tenazmente a la posibilidad de que
el juez revise de oficio y declare la inconstitucionalidad de un precepto dado, exigiendo,
a guisa de requisito sine qua non, la expresa y puntual petición en ese sentido por alguna
de las partes en pugna. Por último, hay quienes se atrincheran en la idea de mantener un
coto inexpugnable por naturaleza, a las aspiraciones de control del Poder Judicial, bajo el
rótulo de actos institucionales.
¿Es que tal vez el sentenciante debe circunscribir su análisis a cotejar
técnicamente una norma con la Constitución y relegar la constatación de otros factores de
colisión que se identifiquen con una controversia puramente externa? Estoy convencido
que la respuesta negativa se impone.
El contenido axiológico de la norma en exámen:
Bidart Campos se ocupa de remarcar que en el marco de nuestro
Derecho Constitucional es posible válidamente que los jueces declaren la
inconstitucionalidad de una norma legal si reputan que su inconstitucionalidad reside en
su injusticia intrínseca, y que hacerlo no conculca ningún axioma de la Constitución. Por
ende, un juez puede –sin evadirse de su estricta función judicial y sin dejar de ser órgano
de aplicación de la ley- juzgar que una ley es injusta, y por razón de esa injusticia,
declararla inconstitucional y no aplicarla. Con ese proceder ni se erige en legislador ni
trastorna la división de poderes, sino únicamente ejerce control judicial de
constitucionalidad. Otra cosa es que valorativamente, cada cual comparta el criterio de
injusticia e inconstitucionalidad de la norma desaplicada por el juez. De ahí que
filosóficamente y constitucionalmente no respaldemos el aforismo de que el juez resuelve
siempre según la ley y no puede juzgar su valor o equidad, lo que significaría que no
puede juzgar su injusticia, y tampoco su inconstitucionalidad. Antes que juzgar según la
ley, debe juzgar según la Constitución a la que toda ley, para valer como tal, debe
subordinarse. Y si un juez razona y argumenta con el debido fundamento requerido por
toda sentencia que una norma legal es intrínsecamente injusta, y que esa injusticia viola
la Constitución (cuyo preámbulo exige afianzar la justicia), está habilitado para declarar
la inconstitucionalidad de la norma injusta y para no aplicarla. Esta postura aparece
constitucionalmente legitimada en virtud de responder a un defecto dikelógico de la
norma, conforme el contexto que brinda el trialismo de Goldschmidt.
La naturaleza del acto inconstitucional:
El escollo fundado en la presunta discrecionalidad de la atribución que
permite el dictado de la norma cuestionada no es ni tan amplio ni tan limitativo como sus
mentores pretenden hacerlo aparecer.
Sabido es que la discrecionalidad juega un papel importante en las
decisiones de la Administración. Según Barra es un caso típico de remisión legal, donde
el administrador ejecuta la voluntad de la ley a través de la apreciación de las
circunstancias; y siempre guardando una medida de proporcionalidad o razonabilidad con
el fin querido por la ley[78]. Esta es la razón por la cual hoy no es dable hablar de actos
discrecionales puros ni totalmente reglados. Sólo cabe predicar casos en los cuales la
actividad administrativa está más libre de normas de contenido y, por lo tanto, la
discrecionalidad es mayor siendo supervisada por reglas orientadoras y limitada por la
unicidad del ordenamiento jurídico.
Barra, por su parte, propuso una nueva clasificación, en actos exigibles
o inexigibles por parte de terceros. Lo discrecional se identifica con lo inexigible. La
distinción entre la actividad reglada y la discrecional, desde el punto de vista del control
judicial, es un problema, primero, de exigibilidad, y por tanto, de legitimación, y luego,
ya franqueada la puerta de entrada al proceso contencioso, de grado, de intensidad del
control judicial desde un máximo a un mínimo pero sin que deje de ser control.
Este control es, a la vez, imprescindible pues el Estado de Derecho se
caracteriza por ser un estado controlable y controlado a los que no puede escapar la
actividad discrecional de la Administración.
Ya la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene dicho que la
circunstancia de obrar “en ejercicio de facultades discrecionales en manera alguna puede
constituir un justificativo a su conducta arbitraria, pues es precisamente la razonabilidad
con que se ejercen tales facultades el principio que otorga validez a los actos de los
órganos del Estado y que permite a los jueces, ante planteos concretos de la parte
interesada, verificar el cumplimiento de dicho presupuesto”[79].
Lo referido respecto del Poder Administrador es igualmente aplicable
al Legislativo.
4.3.1.5. El objeto de control.
Es el aspecto jurídico de los actos de contenido político que tiene su
génesis en los dos poderes políticos del Estado, legislativo o ejecutivo, o bien en
cualquiera de sus integrantes en alguno de sus niveles.
Las formas bajo las cuales pueden exteriorizarse tales actos son las más
diversas, a saber, leyes, decretos, ordenanzas o resoluciones. En definitiva, se trata de
cualquier tipo de pronunciamiento que conlleve la definición de cuestiones fácticas con
criterios políticos y sin importar si sus alcances son generales o particulares. La variedad
formal de la decisión no puede constituir obstáculo alguno a la ejecución del control, ya
que éste versa no sobre aspectos externos sino, antes bien, respecto de la sustancia del
acto.
Deben hacerse dos fundamentales distinciones, a saber: el control del
procedimiento seguido para la emisión del referido pronunciamiento y lo atinente a los
aspectos estrictamente vinculados con el contenido de la decisión adoptada. Debe existir
un control total de los actos emanados del Estado, aunque la intensidad de la revisión
distinga entre los elementos reglados y discrecionales del acto, admitiendo el ámbito de
libertad de la administración, para elegir una entre varias alternativas posibles y
consecuentes con el ordenamiento jurídico, pero quedando como función del juez
controlar su correcto ejercicio. La misión del magistrado será controlar que la solución
dada al caso sea razonable, consecuente con el fin que pretende satisfacer; que no se dé
una desviación del poder otorgado, de conformidad no tan sólo con las normas, sino con
los principios y valores que inspiran el ordenamiento jurídico, y que respeten los
parámetros legales en sus aspectos reglados[80].Ello deviene exigible en el marco de una
interpretación razonable de los derechos y las normas legales y constitucionales en pugna
en el caso concreto, no siendo posible olvidar que “razonabilidad es el moderno nombre
de justicia (…). Razonable es lo que tiene fundamento; lo que guarda relación y
proporción adecuada entre beneficios y perjuicios, lo que es legítimo, lo que siendo
técnicamente idóneo satisface simultáneamente standards éticos y jurídicos, lo que es
acorde a las exigencias de la realidad, lo que tiene una medida adecuada”[81].
El alcance de la revisión de la así llamada “cuestión política”, pero que,
a efectos del presente trabajo, continuaremos identificando como “acto”, en función de la
amplitud que autoriza el concepto, puede extenderse sobre dos aspectos fundamentales:
por un lado, respecto de su período de gestación, esto es, el procedimiento previo que
lleva a la elaboración del acto y, por el otro, en lo atinente al contenido del acto
propiamente dicho.
Ambos resultan igualmente controlables, pues la vulneración a la Carta
Magna puede emerger de la evolución procesal de formación del acto, mediante la
omisión de formalidades que tengan por trascendente finalidad la de preservar el derecho
de defensa de los ciudadanos. Sin dudas que una deficiencia semejante autoriza, por sí, a
la revisión del proceso, a efectos de anular lo actuado o de sanear el yerro, según
corresponda, pero siempre teniendo en vista la indemnidad del derecho
constitucionalmente previsto.
Ninguna duda puede caber respecto a la posiblidad de controlar las
formas procesales seguidas para obtener el resultado o pronunciamiento final del poder
político. Las garantías procesales hacen a la preservación del derecho de defensa en juicio,
y plasma uno de los principios más característicos y preciados del régimen constitucional
consagrado por nuestro ordenamiento supremo, de lo que se deriva que, soslayado el
mentado derecho, se torna viable la reclamación en justicia de su estricta observancia.
Ello se justifica pues resulta inadmisible una decisión, por más contenido político que
represente, si es dictada en contradicción a las normas constitucionales que establecen
principios básicos insusceptibles de una aplicación morigerada.
De lo preapuntado se desprende que la entidad política y excluyente con
que se pretenda identificar la resolución adoptada no alcanza para liberarla del
correspondiente control de los jueces si una vulneración a principios básicos y
elementales de derecho constitucional es invocada.
Todo procedimiento implica la existencia de un orden preestablecido
de actos que no pueden ser obviados, so pena de abrir la esclusa de la nulificación de lo
obrado, en tanto resulte lesivo a las garantías constitucionales previstas.
Tampoco pueden albergarse dudas respecto de la imposibilidad de
supervivencia de un acto que, por su contenido, contravenga la Constitución. Es decir
que, no obstante la escrupulosidad con que se haya llevado adelante el procedimiento,
bien puede ocurrir que la conclusión obtenida resulte repulsiva a los principios fijados en
la Carta Fundamental. En este caso, la solución nulificatoria debe ser idéntica. El fondo
de la cuestión que se resuelva, no está exento del control pertinente. Digo ello a poco que
se avizore la imposibilidad de que subsista una resolución que, tras discurrir por carriles
procesales intachables, consagre una solución notoriamente inconstitucional. Lo
disvalioso de semejante respuesta vuelve improponible su supervivencia.
Ni un proceso viciado puede dar como resultado una conclusión
constitucionalmente aceptable, ni un pronunciamiento deficiente puede ser saneado con
la invocación de un procedimiento intachable. Cada uno de los aspectos de marras debe
ser analizado separadamente, y sólo tras haber sido pasados rigurosamente por el examen
de constitucionalidad y superada dicha exigencia, podrá concluirse en su vigencia o no.
4.3.1.6. El parámetro del control: la Constitución Nacional.
El juez debe verificar la adecuación del acto cuestionado al mandato
constitucional. La colisión entre ambas normativas no puede dar otro resultado que la
prevalencia de esta última, porque la eventual descalificación del pronunciamiento en
crisis debe provenir de su confrontación con el dispositivo constitucional y, por ende, con
los principios en él contenido.
La Constitución refleja una realidad bifronte, pues, así como por un lado
consagra una definida sustancia política, por el otro, otorga a las mismas una correlativa
preeminencia jurídica. Dicho en otras palabras: traduce objetivos políticos en códigos
jurídicos, sin que por ello, ninguno de ambos elementos, el político y el jurídico,
experimente confusión alguna respecto del otro pues se jerarquizan recíprocamente.
Es por tal razón que la magistratura tiene sobre sí el deber primero de
constatar la indemnidad de los valores, principios, derechos y garantías plasmados en la
Constitución frente al acto cuestionado. Ante el mínimo menoscabo que aquellos fueran
susceptibles de sufrir por conducto de la aplicación de ésta, la respuesta jurisdiccional
debe ser una sola: su inaplicabilidad.
Conforme lo señala Oteiza[82], citando las palabras del Juez Marshall
en el célebre caso “Marbury vs. Madison, “la pregunta acerca de si una ley contraria a la
Constitución puede convertirse en ley vigente del país es profundamente interesante. Para
decidir esta cuestión parece necesario tan sólo reconocer ciertos principios que se suponen
establecidos como resultado de una larga y serena elaboración. Todas las instituciones
fundamentales del país se basan en la creencia de que el pueblo tiene el derecho
preexistente de establecer para su gobierno futuro los principios que juzgue más
adecuados a su propia felicidad. El ejercicio de ese derecho supone un gran esfuerzo, que
no puede ser repetido con mucha frecuencia. Los principios así establecidos son
considerados fundamentales. Y desde que la autoridad de la cual proceden es suprema, y
puede raramente manifestarse, están destinados a ser permanentes. Esta voluntad
originaria y suprema organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones
específicas. Puede hacer sólo esto, o bien fijar, además, límites que no podrán ser
traspuestos por tales poderes... Los poderes de la legislatura están definidos y limitados.
y para que esos límites no se fundan u olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué objeto
son limitados los poderes y a qué efectos se establece que tal limitación sea escrita si ella
puede, en cualquier momento, ser dejada de lado por los mismos que resultan sujetos
pasivos de la limitación? Si tales límites no restringen a quienes están alcanzados por
ellos y no hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la distinción entre
gobierno limitado y gobierno ilimitado, queda abolida. hay sólo dos alternativas
demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución controla cualquier ley contraria a
aquella o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley ordinaria. Entre
tales alternativas no hay términos medios: o la Constitución es la ley Suprema, inalterable
por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes y de tal modo, como
cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efectos, siempre que al Congreso le
plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces, una ley contraria a la Constitución no
es ley; si en cambio es verdad la segunda, entonces, las constituciones escritas son
absurdos intentos para limitar un poder ilimitable’”. Por ello, apunta el autor citado que
“la tesis de Marshall determinó que la Corte Suprema se autoatribuyera el poder de
controlar al legislativo y al ejecutivo”.
4.3.1.7. Conclusiones.
 Nada queda excluido del control jurisdiccional.
Por imperio del principio republicano de gobierno, ha quedado
definitivamente consagrado, dentro de nuestro sistema institucional, el recíproco control
entre los distintos departamentos que componen el Estado. Así como distinta es la
naturaleza de los actos que cada uno de los citados poderes realiza, también es diferente
la índole del control que cada uno de ellos ejercita. Mientras los dos departamentos
esencialmente políticos del Estado, a saber, el legislativo y el ejecutivo, se movilizan con
arreglo a razones de orden político y actúan sus mecanismos de control respecto de los
restantes, el judicial hace lo propio aplicándose a su análisis desde una perspectiva
eminentemente jurídica.
La enunciación del principio no me permite eludir la posibilidad de la
existencia de excepciones, las que, sin embargo, no pueden ser sino ponderadas con un
criterio estrictísimo. Dos razones me conducen a formular la afirmación de marras: por
un lado, la necesidad de dejar sentada, más allá de toda duda, la regla general que debe
regir en la materia, con lo que excluyo, en principio, que puedan existir áreas de actuación
de los otros poderes, exentas de revisión; por el otro lado, tampoco es posible determinar
categorías estables de actos situados fuera del cono de control, habida cuenta que la
dinámica política obligaría a modificar periódicamente los parámetros para identificar tal
naturaleza de actos.
Lo verdaderamente necesario, en cada caso concreto, es acudir, primero
al principio que zanja la cuestión, esto es, el que consagra la vigencia del control y, sólo
por excepción aplicada con criterio estricto y debidamente fundada, soslayar su revisión.
Por cierto que no se me escapa que, a los fines de justificar tal conducta excluyente de
parte de los órganos jurisdiccionales, deberán invocarse razones que apunten a señalar en
el acto bajo exámen, un contenido identificado con la misma supervivencia del Estado y
dotado de valores tales que pueda predicarse de ellos su equiparación, en el supuesto
particular, con la justicia.
 Es requisito previo que los actores políticos agoten los medios
naturales de debate a su alcance.
Hago especial referencia a los actores políticos como los sujetos que
tienen a su cargo el deber de extremar los recaudos para agotar la discusión en una ámbito
previo al judicial pues son los principales responsables en este sentido. Ciertamente que
esta exigencia no se puede imponer al resto de los ciudadanos, quienes no están obligados
a transitar por todo el intrincado camino administrativo para, recién entonces, acceder a
una respuesta a sus reclamos. Si el ciudadano –individual o colectivamente considerado-
no dio motivo al acto o decisorio político que lo involucra no se advierte la razón por la
que deba subordinarse, con carácter previo a interponer el reclamo judicial pertinente, a
agotar vías que, por su complejidad o demora pueden poner en riesgo efectivo algún bien
jurídico de su pertenencia.
Los protagonistas políticos de la vida institucional del país tienen para
sí la titularidad y el ejercicio de la representación popular de la que están investidos a los
fines de participar activamente de la dinámica republicana. La leal práctica de ese
cometido debe conducirlos a promover las iniciativas propias o a oponerse a las ajenas
con estricta observancia de los requisitos legales y reglamentarios impuestos según sea el
foro de debate en el que deban intervenir, sin menoscabo del mismo derecho de los demás.
Ello exige también extremar los recaudos para asegurar la eficacia de su participación
dentro de los ámbitos naturales para ello, abdicando de cualquier pretensión de extraer el
debate de tal contexto con el embozado fin de superar los obstáculos que normalmente se
le oponen, llevando la discusión a terrenos que le son absolutamente extraños para tal fin
como lo es el debate judicial y sobre lo que –gracias al aporte de Jeremy Waldron-
profundizaré más adelante.
4.3.2. Un caso extremo: el control de constitucionalidad de oficio.
Sobre la difícil tarea que representa la declaración judicial de la
inconstitucionalidad de oficio, la Dra. Kemelmajer de Carlucci[83] sistematizó los
argumentos esgrimidos en contra de esta posibilidad, a saber, la necesidad de preservar
el equilibrio de los poderes del Estado, la presunción de legitimidad de los actos del
Estado y el derecho de defensa en juicio.
Empero, la cuestión, luego de reconocerse que la declaración de
inconstitucionalidad ex officio es un acto de suma gravedad institucional[84], puede ser
resuelta limitándosela a aquellos especiales supuestos en los que la disposición en crisis
no admita una interpretación que la adecue al ordenamiento constitucional y, además, que
esa confrontación emerja manifiesta. La mentada gravedad que reviste un
pronunciamiento judicial de inconstitucionalidad de un dispositivo legal ha conducido
tradicionalmente a formular el cuestionamiento acerca de su justificación pues “… los
jueces, que son una minoría, sustituyen a la mayoría y afectan la base de la
democracia”[85]. Sin embargo, como lo afirma Lorenzetti, “la justificación está
sustentada en la noción de democracia constitucional, puesto que interesa no sólo la regla
de la mayoría, sino la tutela de las minorías. En tal sentido, los jueces son custodios de la
Constitución, y por lo tanto de las instituciones y de los derechos individuales…”[86].
La cuestión aparece definitivamente dilucidada por la Corte Suprema
de Justicia de la Nación en el precedente “Rodríguez Pereyra”[87], en el que Tribunal
recordó que “la doctrina atinente al deber de los jueces de efectuar el examen comparativo
de las leyes con la Constitución Nacional fue aplicada por esta Corte desde sus primeros
pronunciamientos cuando -contando entre sus miembros con un convencional
constituyente de 1853, el Doctor José Benjamín Gorostiaga- delineó sus facultades para
‘aplicar las leyes y reglamentos tales como son, con tal que emanen de autoridad
competente y no sean repugnantes a la Constitución’ (Fallos: 23:37)”.
Siendo ello así, “se expidió el Tribunal en 1888 respecto de la facultad
de los magistrados de examinar la compatibilidad entre las normas inferiores y la
Constitución Nacional con una fórmula que resulta hoy ya clásica en su jurisprudencia:
‘es elemental en nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber
en que se hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos
que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar
si guardan o no conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentran en
oposición con ella, constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos
y fundamentales del Poder Judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha
entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución, contra los abusos
posibles e involuntarios de los poderes públicos’”. Tal atribución "es un derivado forzoso
de la separación de los poderes constituyente y legislativo ordinario" (Fallos: 33:162).
Por otro lado anotó que “un año antes, en el caso ‘Sojo’, esta Corte ya
había citado la autoridad del célebre precedente ‘Marbury vs. Madison’ para establecer
que ‘una ley del congreso repugnante a la Constitución no es ley’ y para afirmar que
‘cuando la Constitución y una ley del Congreso están en conflicto, la Constitución debe
regir el caso a que ambas se refieren’ (Fallos: 32:120). Tal atribución encontró
fundamento en un principio fundacional del orden constitucional argentino que consiste
en reconocer la supremacía de la Constitución Nacional (art. 31), pues como expresaba
Sánchez Viamonte ‘no existe ningún argumento válido para que un juez deje de aplicar
en primer término la Constitución Nacional’ (Juicio de amparo, en Enciclopedia Jurídica
Omeba, t. XVII, pág. 197, citado en Fallos: 321:3620)”.
Asimismo, se tuvo en consideración que “el requisito de que ese control
fuera efectuado a petición de parte resulta un aditamento pretoriano que estableció
formalmente este Tribunal en 1941 en el caso ‘Ganadera Los Lagos’ (Fallos: 190:142).
Tal requerimiento se fundó en la advertencia de que el control de constitucionalidad sin
pedido de parte implicarla que los jueces pueden fiscalizar por propia iniciativa los actos
legislativos o los decretos de la administración, y que tal actividad afectarla el equilibrio
de poderes. Sin embargo, frente a este argumento, se afirmó posteriormente que si se
acepta la atribución judicial de control constitucional, carece de consistencia sostener que
el avance sobre los dos poderes democráticos de la Constitución no se produce cuando
media petición de parte y sí cuando no la hay (Fallos: 306:303, voto de los jueces Fayt y
Belluscio; y 327:3117, considerando 4°)”.
Agregó el Tribunal que la declaración de inconstitucionalidad de oficio
tampoco "se opone a la presunción de validez de los actos administrativos o de los actos
estatales en general, ya que dicha presunción cede cuando se contraria una norma de
jerarquía superior, lo que ocurre cuando las leyes se oponen a la Constitución. Ni (...)
puede verse en ella menoscabo del derecho de defensa de las partes, pues si así fuese,
debería también descalificarse toda aplicación de oficio de cualquier norma legal no
invocada por ellas so pretexto de no haber podido los interesados expedirse sobre su
aplicación al caso" (Fallos: 327:3117, considerando 4° citado).
Ahora bien, expresó el Más Alto Tribunal del país en su
pronunciamiento en la referida causa “Rodríguez Pereyra” que, “sin perjuicio de estos
argumentos, cabe agregar que tras la reforma constitucional de 1994 deben tenerse en
cuenta las directivas que surgen del derecho internacional de los derechos humanos. En
el precedente ‘Mazzeo’ (Fallos: 330:3248), esta Corte enfatizó que ‘la interpretación de
la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia
de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)’ que importa ‘una insoslayable
pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su
competencia y, en consecuencia, también para la Corte Suprema de Justicia de la Nación,
a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema
interamericano de protección de los derechos humanos’ (considerando 20)”.
De igual manera, “[s]e advirtió también en ‘Mazzeo’ que la CIDH ‘ha
señalado que es consciente de que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio
de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el
ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como
la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están
sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la
Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin,
y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos’. Concluyó que ‘[e]n otras palabras, el
Poder Judicial debe ejercer una especie de 'control de convencionalidad' entre las normas
jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre
Derechos Humanos’ (caso ‘Almonacid’, del 26 de septiembre de 2006, parágrafo 124,
considerando 21)”.
Por lo demás, “en diversas ocasiones posteriores la CIDH ha
profundizado el concepto fijado en el citado precedente ‘Almonacid’. En efecto, en el
caso ‘Trabajadores Cesados del Congreso’ precisó que los órganos del Poder Judicial
deben ejercer no sólo un control de constitucionalidad, sino también ‘de
convencionalidad’ ex officio entre las normas internas y la Convención Americana [‘Caso
Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú’, del 24 de
noviembre de 2006, parágrafo 128]. Tal criterio fue reiterado algunos años más tarde,
expresado en similares términos, en los casos ‘Ibsen Cárdenas e Ibsen Peña vs. Bolivia’
(del Io de septiembre de 2010, parágrafo 202); ‘Gomes Lund y otros ('Guerrilha do
Raguaia') vs. Brasil’ (del 24 de noviembre de 2010, parágrafo 176) y ‘Cabrera García y
Montiel Flores vs. México’ (del 26 de noviembre de 2010, parágrafo 225)”.
Destacó la Corte Suprema de Justicia de la Nación que
“[r]ecientemente, el citado Tribunal ha insistido respecto del control de convencionalidad
ex officio, añadiendo que en dicha tarea los jueces y órganos vinculados con la
administración de justicia deben tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la
interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana (conf. caso ‘Fontevecchia
y D'Amico vs. Argentina’ del 29 de noviembre de 2011)”.
De este modo concluyó el Tribunal Cimero que “[l]a jurisprudencia
reseñada no deja lugar a dudas de que los órganos judiciales de los países que han
ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos están obligados a ejercer,
de oficio, el control de convencionalidad, descalificando las normas internas que se
opongan a dicho tratado. Resultaría, pues, un contrasentido aceptar que la Constitución
Nacional que, por un lado, confiere rango constitucional a la mencionada Convención
(art. 75, inc. 22) , incorpora sus disposiciones al derecho interno y, por consiguiente,
habilita la aplicación de la regla interpretativa -formulada por su intérprete auténtico, es
decir, la Corte Interamericana de Derechos Humanos- que obliga a los tribunales
nacionales a ejercer de oficio el control de convencionalidad, impida, por otro lado, que
esos mismos tribunales ejerzan similar examen con el fin de salvaguardar su supremacía
frente a normas locales de menor rango”.
Por otra parte, y tal como lo remarca Ferrajoli, “la sujeción del juez a la
ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley,
cualquiera que fuere su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, es decir,
coherente con la Constitución. Y en el modelo constitucional garantista la validez ya no
es un dogma asociado a la mera existencia formal de la ley, sino una cualidad contingente
de la misma ligada a la coherencia de sus significados con la Constitución, coherencia
más o menos opinable y siempre remitida a la valoración del juez”[88]. En rigor, éste
aspecto ya había sido agudamente advertido por Alexis de Tocqueville al puntualizar que
el motivo por el cual los jueces (norteamericanos) contaban con la facultad de dictar la
inconstitucionalidad de una ley emitida por la mayoría legislativa “reside en este solo
hecho: los americanos han reconocido a los jueces el derecho de basar sus sentencias en
la constitución más que en las leyes. En otros términos, les han permitido no aplicar leyes
que les parezcan inconstitucionales”[89].
A mérito, entonces, de estas consideraciones, a las que adhiero y hago
propias, juzgo que si ya era considerado un deber ineludible de la Magistratura inspirar
sus decisiones, primordialmente, en la Constitución, hoy ello se ve también reforzado en
el deber no sólo de efectuar el control de constitucionalidad, sino también de
convencionalidad. Sólo si la norma legal supera dicho test es posible decir que la
disposición cuya aplicación al caso se predica debe gobernar el conflicto a dirimir, aun
cuando la cuestión no hubiera sido planteada por las partes de autos.
5. LA PREGUNTA DE FONDO: ¿EL PODER JUDICIAL PUEDE
CONTROLAR LA CONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES APROBADAS POR
LAS MAYORIAS PARLAMENTARIAS?
En rigor, el punto central de la disquisición que se plantea con este
interrogante que, como se ve, es de naturaleza político-institucional y no jurídica, radica
en la necesidad de desentrañar la razón por la cual, dentro del contexto de un sistema
democrático de gobierno, un juez o Tribunal se encuentra habilitado para declarar la
invalidez constitucional de una norma dictada por los departamentos políticos del Estado,
que concentran en sí mismos las mayorías necesarias para adoptar las decisiones que, a
la larga, resultan reprochadas.
Desde luego que ya algo se ha dicho al respecto pero no es menos cierto
que ha llegado la hora de profundizar el estudio en orden a establecer si este mecanismo
de control, consagrado por la Carta Magna es, sin embargo, compatible con el régimen
democrático, en el que imperan, en principio, las orientaciones que imponen las mayorías
electorales, reflejadas en las mayorías parlamentarias correspondientes.
5.1. EL PODER JUDICIAL ES UN PODER CONTRAMAYORITARIO.
El valor de un Poder contramayoritario y su compatibilidad con la
democracia: el equilibrio de los poderes
En primer término, es posible señalar la creciente cuota de
protagonismo político que ha ido ganando el Poder Judicial, a través de sus
pronunciamientos. Para definir este fenómeno, afirma Alejandro Nieto que “la enorme
importancia que tiene hoy el Derecho Judicial se debe en buena parte a la notoria y
creciente judicialización de la vida moderna”, provocada por las siguientes
circunstancias: a) la judicialización es consecuencia necesaria del imparable aumento de
la juridificación de las relaciones sociales y políticas, b) en cuanto a las relaciones
políticas, su inesperada y sospechosa judicialización es consecuencia de la lucha de
partidos y c) los jueces son, en fin, quienes dicen la última palabra, los que ofrecen
seguridad y certidumbre[90]. Como resulta fácil advertir, estas apreciaciones no dejan de
guardar congruencia con lo que se viene diciendo hasta esta parte y surgen de modo
patente de la confrontación del par Constitución/Ley.
Desde el punto de vista de la teoría del Estado, ha quedado
sobradamente demostrado que el Poder Judicial es el departamento contramayoritario del
Estado. Esto, a su vez, en asociación con el deber de fundamentar las decisiones que
emita, ha resultado ser tanto el factor de relevancia en el que reside la fuerza de sus
decisiones como el motivo de reproche más frecuente a la hora de poner en tela de juicio
su legitimidad dentro de un sistema democrático de gobierno, tal como lo demostraron
las críticas y elogios levantados respecto de los fallos emitidos por la Corte Suprema de
Justicia de la Nación en los casos reseñados en el apartado 2 de este estudio.
Es decir que lo que constituye su fuente de independencia es, a la vez,
el origen de las críticas que se le endilgan.
La cuestión conduce inexorablemente a preguntar acerca de la razón
por la que en un Estado democrático, en el que la regla que gobierna es la que, en
principio, impone la mayoría, sea tolerada la presencia, en calidad de cabeza de uno de
los Poderes del Estado y que cuenta entre sus funciones con la de controlar la actividad
de los otros dos, de un Tribunal que no se compone de miembros elegidos por el voto
popular directo y que, para colmo de males, heredó una denominación más propia de un
régimen monárquico que republicano. O, dicho en palabras de Linares, “¿qué es lo que
justifica que unas personas que no son elegidas por el pueblo –y, por lo tanto, no
responden ante él- puedan declarar la invalidez de una ley, que es expresión de la voluntad
popular?”[91].
5.2. ARGUMENTOS EN CONTRA.
Existen consideraciones decididamente relevantes que se muestran
opuestas a autorizar la revisión judicial de normas aprobadas por las mayorías
parlamentarias, ni siquiera a título de control de constitucionalidad. Linares recuerda,
entre estas posiciones críticas, la asumida por Waldron, quien arranca de la base de
admitir cuatro premisas, a saber, que existe una legislatura representativa que funciona
razonablemente bien, cuyos miembros son elegidos por el pueblo; que existe un conjunto
de instituciones judiciales razonablemente bien organizadas, cuyos miembros no son
elegidos por el pueblo; que existe un compromiso de la mayor parte de la sociedad y de
los funcionarios públicos con la idea de los derechos individuales y, por último, que existe
un desacuerdo persistente, sustancial y de buena fe entre los miembros de la sociedad
sobre el contenido, los límites y el alcance de los derechos.
Más todavía, la posición adoptada por Jeremy Waldron, crítica respecto
de la expresada por Dworkin, parte de la base de que “la tesis sobre la justicia puede ser
en definitiva imposible de verificar. E incluso si fuera cierta, aún conllevaría un
problemático trade-off entre la justicia y los ideales democráticos, a menos que la tesis
más ambiciosa deFreedom’s Law pudiera sostenerse. Puesto que Dworkin acepta que la
democracia sería erosionada si otorgáramos a un puñado de reyes-filósofos no electos el
poder de invalidar la legislación sólo sobre la base de que la consideran injusta”[92].
Es por ello que este autor centraliza la cuestión del argumento de
Dworkin que pretende contestar en la necesidad de distinguir entre tomar una decisión
acerca de la democracia y tomar una decisión por medios democráticos[93]. En
consecuencia, concluye, “dentro de esta tradición de pensamiento político no llegaremos
muy lejos con ningún argumento que limite la capacidad del autogobierno popular sobre
cuestiones sustantivas y las detenga cerca del umbral del procedimiento político,
atribuyendo las cuestiones sobre las formas de gobierno a un órgano de otro tipo. La
democracia versa en parte sobre la democracia; uno de los primeros ámbitos sobre los
que la gente reclama tener voz y respecto de los que reivindica su competencia, es el
carácter procedimental de sus propios arreglos políticos”[94].
La cuestión, para Waldron, parece resolverse mediante la enunciación
de distintos postulados que admiten ser resumidos en lo siguiente: cabe aceptar, en
coincidencia con Dworkin, que “existe una conexión importante entre los derechos y la
democracia”; que “algunos derechos individuales deben ser considerados condiciones de
la legitimidad de la decisión mayoritaria” y que “si la gente discrepa sobre las condiciones
de la democracia, apelando a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar el
desacuerdo puede incurrirse en petición de principio”.
Ahora bien, a lo expresado, añade –ahora en discrepancia con Dworkin-
que “si una apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un
desacuerdo sobre las condiciones de la democracia incurre en una petición de principio,
entonces una apelación a la legitimidad del control judicial de constitucionalidad (o de
cualquier otro procedimiento político) para zanjar dicho desacuerdo incurre
probablemente en petición de principio”; que “el hecho de que una apelación a la
legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un desacuerdo acerca de las
condiciones de la democracia incurra en petición de principio no significa que debamos
usar, sin posibilidad de elección, un procedimiento de decisión seleccionado según un test
que atiende a los resultados” y, por último, que “en los casos en los que una apelación a
la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un desacuerdo acerca de las
condiciones de la democracia no incurre en petición de principio, no hay ninguna razón
para menospreciar la decisión mayoritaria sobre la base del nemo iudex in sua causa”[95].
Finalmente, y ya decididamente en contra de la posición esbozada por Dworkin, sostiene
Waldron que “siempre se produce un menoscabo para la democracia cuando una
concepción sobre las condiciones de la democracia se impone mediante una institución
no democrática, incluso cuando la concepción es correcta y su imposición mejora la
democracia”; que “no hay ninguna razón para pensar que el control judicial de
constitucionalidad mejora la calidad del debate político participativo en una sociedad” y
que “sigue estando abierta la cuestión de si el control judicial de constitucionalidad ha
hecho más justos a los Estados Unidos (o haría más justa a cualquier sociedad) de lo que
serían sin esta práctica”[96].
A mi modo de ver, el fundamento sustancial de la tesis esgrimida por
Waldron es susceptible de ser resumida –con las limitaciones inherentes a mi propio
pensamiento, para nada achacables a Waldron, por cierto- en que debe mantenerse una
estricta confianza en el funcionamiento de los dispositivos, órganos y procedimientos
democráticos, en orden a tornar innecesaria la intervención judicial para resolver
conflictos que reconocen su génesis en las deficiencias de los resultados obtenidos. Por
otro lado, estos mismos elementos -orgánicos y procedimentales- deben extremar los
recaudos para que su funcionamiento pleno, en ejercicio de las responsabilidades políticas
que le son connaturales, garanticen la adopción de decisiones democráticamente correctas
y jurídicamente válidas.
En efecto, señala el autor seguido en este punto que “no hay nada
inapropiado lógicamente en invocar el derecho de participación para determinar
cuestiones sobre los derechos, incluyendo cuestiones sobre la participación misma”, en
cuyo mérito “la lógica no nos obliga a atribuir la decisión última sobre los arreglos
políticos y constitucionales a una institución no participativa”, en clara referencia al Poder
Judicial. Con mayor contundencia aun, indica que “nos puede parecer no suficientemente
democrática –e incluso desagradablemente condescendiente- una constitución que
transfiera a un pequeño grupo de jueces u otros funcionarios el poder de vetar lo que el
pueblo o sus representantes ha acordado en respuesta a las cuestiones controvertidas
acerca de lo que conlleva la democracia”[97]. Por ende si, como afirma Waldron, todo
está al alcance de nuestra mano en una democracia, “todo lo que es objeto de desacuerdo
de buena fe está al alcance de nuestra mano. Ésta es la clave del asunto, puesto que afirmar
lo contrario sería imaginarnos a nosotros mismos, como una comunidad, en posición de
tomar parte en tal desacuerdo pero sin que lo parezca en ningún momento”[98].
Desde luego que, lejos de ser ingenuo, Waldron puntualiza los
problemas centrales que afronta su postulación: “tal vez la política es sólo un conflicto de
intereses (…) Pero si esto es así, deberíamos reconocer que no es sólo la reputación del
mayoritarismo popular lo que está en peligro. Si la política democrática es sólo una lucha
constante con los demás buscando sacar partido personal, entonces los hombres y las
mujeres no son las criaturas que los teóricos del derecho creían. Si pensamos en todo caso
que algunos de sus intereses requieren de una protección especial (contra las mayorías y
otros tipos de tiranías), tendremos que desarrollar una teoría de la justicia y una teoría de
la política que no asocie la petición de esta protección con el respeto activo por la
capacidad moral que la idea de los derechos ha implicado tradicionalmente”[99].
A su vez, expresa que “sabemos que si confiamos la protección de los
derechos al pueblo, se les confiará a hombres y mujeres que discrepan acerca de qué es
lo que implican tales derechos. Es tentador inferir del hecho de dicho desacuerdo y de los
procesos (como el voto) que serán necesarios para resolverlo que este tipo de protección
en política equivale a dejarlos desprotegidos. Es tentador pensar que la gente que está
preparada para conceder su voto en materias de derechos fundamentales y para aceptar el
punto de vista de la mayoría simplemente no se toma los derechos en serio”. Pero,
“seguramente, los magistrados de la Corte Suprema se toman en serio los derechos si
nadie más lo hace, pero dichos magistrados discrepan acerca de tales derechos tanto como
los demás, y también resuelven sus desacuerdos por un voto de mayoría simple (…)
Contamos manos alzadas en el tribunal, pedimos el nombramiento de un magistrado
conservador o uno liberal, hablamos de un magistrado concreto por el ser el ‘voto
oscilante’ en la Corte, y nada de esto nos parece zarandear nuestra confianza de que los
derechos están siendo protegidos de la única manera posible por individuos de
pensamiento articulado y con opiniones fundadas. No podemos, por lo tanto, sostener que
los derechos no están siendo tomados en serio en un sistema político simplemente por el
hecho de que el sistema permite el voto mayoritario para zanjar los desacuerdos sobre los
derechos que debemos tener”[100].
En virtud de tales razones, concluye Waldron reconociendo que
“discrepamos acerca de los derechos, y es comprensible que lo hagamos. No deberíamos
temer ni estar avergonzados de dichos desacuerdos, ni atenuarlos ni llevarlos más allá de
los foros en los que se toman importantes decisiones de principios en nuestra sociedad”.
De allí que juzga que “tomarse los derechos en serio tiene que ver también con la forma
en que respondemos cuando los demás nos contradicen, incluso en una cuestión de
derechos. Aunque todos consideramos razonablemente importantes nuestros propios
puntos de vista, debemos también (todos nosotros) respetar la condición elemental de
estar con otros, que es a la vez la esencia de la política y el principio de reconocimiento
que reside en el corazón de la idea de los derechos. Cuando estamos ante un portador de
derechos (rights-bearer), no estamos tratando sólo con una persona a la que se la
reconocido la libertad, el sustento o la protección. Sobre todo, estamos ante una
inteligencia particular –una mente y una conciencia distinta a la nuestra, que no está bajo
nuestro control intelectual, que tiene su propia visión del mundo y su propia concepción
de las bases adecuadas de las relaciones con los demás, a quienes él también ve como
otros-. Tomar los derechos en serio, entonces, es responder respetuosamente a este
aspecto de la otredad, y estar deseoso entonces de participar dinámicamente, pero como
un igual, en la determinación de cómo debemos vivir conjuntamente en las circunstancias
y en la sociedad que compartimos”[101].
La lúcida descripción proporcionada por el autor seguido me permite
sostener que, sin perjuicio de la importancia del planteo desarrollado, su punto de vista
remite a un estadio jurídico-político anterior al del control judicial de constitucionalidad,
cual es el de formación de las decisiones que luego habrán de ser revisadas. Ello permite
entender contextualmente la crítica emprendida. En el fondo, la cuestión de la asignación
del deber de control constitucional a los jueces surge debatible en el marco de una
discusión incluso pre-constitucional. Ciertamente que esto no invalida en nada la opinión
de Waldron sino que, en todo caso, estimo necesario remarcar este aspecto –atinente al
eje hacia el cual se dirige- para permitirme examinar las posturas que se inclinan a
justificar el control judicial.
Otro argumento que me conduce a concluir como lo hago, consiste en
la valoración que me merece la recomendación formulada por el autor a los estamentos
políticos para emplear exhaustivamente todos los resortes de discusión a su alcance, pero
que, en la práctica, y contradiciendo abiertamente su perspectiva de confianza en las
instituciones democráticas, se manifiesta en el apresurado y, muchas veces, injustificado
llamado a intervenir al Poder Judicial por parte de quienes no sólo están obligados a
debatir sobre los derechos en crisis, sino también a acatar lealmente los resultados
parlamentarios obtenidos y no forzar una mudanza del ámbito de discusión. No se trata
de oponer al enjundioso análisis de Waldron la realidad de una práctica en cuyos defectos
coincido plenamente con el autor sino que, antes bien, considero apropiado, para no
perder el centro de este examen, ubicar adecuadamente su crítica en el punto en el que
verdaderamente pienso que debe ser situado, esto es, en la etapa de formación y toma de
las decisiones parlamentarias.
5.3. ARGUMENTOS A FAVOR.
La aparente contradicción que media entre afirmar, por un lado, la
vigencia del control de constitucionalidad en manos de los jueces y, por el otro, el sistema
democrático de formación de las leyes, encuentra su razón de ser en el sistema de frenos
y contrapesos que rige a la República, en el que ninguno de los Poderes del Estado ostenta
el dominio absoluto y en el que debe someterse al control de los restantes departamentos
que conforman el Estado. Se trata, a no dudarlo, de una derivación del pensamiento liberal
que, desde la Revolución Francesa impuso los límites que creyó convenientes al poder
absoluto, hasta entonces titularizado exclusivamente por el monarca. Desde luego que
influyó notoriamente en ello el cambio filosófico-teórico en la concepción de la fuente
del Poder Soberano, desde la Divinidad al Pueblo.
Dice Posner al respecto que “el hecho de que los jueces elegidos
mediante votación popular sean menos independientes desde el punto de vista político
que aquellos que han sido nombrados, especialmente los nombrados de forma vitalicia,
no es necesariamente algo negativo. Esto no se debe sólo al acicate que para el esfuerzo
supone que se niegue la seguridad del puesto de trabajo, sino también porque las
decisiones de los jueces que han sido elegidos por votación popular suelen ser más
predecibles que las de quienes han sido nombrados. Estas conclusiones concuerdan con
–incluso quizás derivan de- el hecho de que los jueces elegidos por votación popular son
menos independientes. Es más probable que el juez independiente tenga una forma de
cálculo más compleja para tomar decisiones porque no quiere dejarse guiar simplemente
por el rumbo marcado por la política. Y en la medida en que el elemento populista
presente en la resolución judicial de conflictos no llega hasta el punto de condenar a
personas que son inocentes por crímenes que nunca cometieron, o no tiene lugar ningún
otro tipo de distanciamiento enorme de la legalidad, conformar las políticas judiciales a
las preferencias democráticas puede verse como algo bueno en una sociedad que se
enorgullece de ser la democracia líder en el mundo”.
Concluye Posner, en referencia al sistema judicial norteamericano, que
“la independencia judicial es inversa a la responsabilidad judicial. Si (quizá un gran sí) se
considera que la existencia de una judicatura elegida por votación popular significa una
preferencia democrática legítima por acercar las actitudes judiciales y las populares más
de lo que es posible en un sistema en el que judicatura no resulta de una elección por
votación popular, entonces un juez que desafía a la opinión pública no sólo es muy poco
probable que sea reelegido, además, paradójicamente, podría afirmarse que es un mal
juez, incluso un usurpador. La otra cara de esta moneda, sin embargo, es que cuanto más
uniforme sea la opinión pública, más importante es la independencia judicial para
salvaguardar los derechos de las minorías”[102].
El significado de lo contramayoritario implica la posibilidad de resolver
aun en contra de la voluntad de las mayorías legitimadas por el voto popular, lo que
conlleva poner en crisis el sistema democrático, tal como lo denuncia Waldron. Pero
también es cierto que en algún punto debe establecerse el control final acerca de la
constitucionalidad –pues a eso se circunscribe- de las decisiones adoptadas por las
mayorías y que éste poder de control debe ser ejercido por una agencia que no haya estado
involucrada en la generación de la decisión y que, por su naturaleza, tienda a perdurar por
encima de las coyunturas políticas que la favorecieron o, en su caso, se opusieron a ella.
Otro elemento diferenciador se suma a lo ya señalado, en relación a la
índole del debate merced al cual alumbran las decisiones políticas, traducidas en leyes, y
las jurídicas, representadas en su valor político: “mientras que en las legislaturas
predomina el razonamiento basado en objetivos colectivos, la negociación de intereses y
la cruda votación, dice Dworkin, en la judicatura predomina el razonamiento basado en
principios”[103].
Ello no es más que la consecuencia de las condiciones estructurales que
rodean e informan a la Justicia en tanto Poder del Estado, a saber, “a) los jueces están
obligados a confrontar todos los reclamos que se les plantean, b) los jueces tienen la
obligación de justificar sus decisiones tomando como base el texto constitucional, un
texto que, vale la pena destacar, incluye principios; y c) el cargo de juez goza de
numerosas garantías institucionales (mandato vitalicio, remoción por juicio político,
intangibilidad de los salarios, entre otros) que les vuelven menos vulnerables a múltiples
presiones o coacciones”[104].
Quizás convenga, en aras de encontrar la razón nodal por la cual el
control judicial de constitucionalidad resulta tan cuestionado, recordar que dicha
supervisión no deja de tener un fuerte componente político –e ideológico- sin importar la
carga de juridicidad que se le pretenda inyectar a fin de mantener una aspiración de
asepsia en el análisis efectuado. En efecto, tal como apuntan Mendonca y Guibourg,
“sucede que el control de constitucionalidad es, sin lugar a dudas, un control político y,
cuando se impone frente a otros órganos del poder, contiene, en toda su plenitud, una
decisión política. Cuando los tribunales proclaman y ejercen semejante derecho de
control, dejan de ser meros órganos de ejecución de decisiones políticas y se convierten,
por derecho propio, en órganos de poder. Cuando el control judicial se aplica a decisiones
políticas (legislativas o ejecutivas), los tribunales adquieren la función de órganos de
control con poder político”[105]. Este fenómeno produce lo que se conoce, según los
mismos autores, como una anomalía democrática y que pone en evidencia la crisis de
legitimidad a la que es sometida la Judicatura cada vez que este poder de control es
ejercido.
Mirado desde otro punto de vista, no menos relevante, por cierto, y
dirigido a examinar el rol que tienen las Cortes y Superiores Tribunales en su doble
carácter de órganos judiciales y de cabezas de poder, “cuando se habla de función política
de los tribunales superiores nos tenemos que referir a aquellos tribunales que forman en
su conjunto un Poder del Estado al mismo nivel que el poder administrador o el Poder
Legislativo”[106]. Ello conduce a la necesidad de recordar permanentemente que “las
Cortes como la argentina constituyen un poder del Estado y que la política es inevitable
para la dirección de la sociedad”, pero “la independencia, prudencia y efectivo ejercicio
de los poderes tienen demasiados vaivenes, a la vez que el poder administrador,
especialmente, presenta una tendencia casi constante a controlar el Poder Judicial”[107].
De otro lado, los Tribunales Supremos también se pronuncian
políticamente cuando resuelven los casos sometidos a su conocimiento y decisión y éstos
están dotados de fuertes contenidos constitucionales. Ilustra al respecto Posner diciendo
que “cuanto más preocupado se ve al Supremo con los casos constitucionales polémicos,
más parece un órgano político con una discrecionalidad de amplitud comparable a la del
legislativo. Como la Constitución federal es difícil de enmendar, el Supremo ejerce, por
lo general, más poder cuando se ocupa de resolver casos constitucionales que cuando
resuelve casos legislativos”[108].
En este contexto, sostiene Posner que un Tribunal Supremo integrado
por jueces que no fueron elegidos merced a la participación popular directa, investidos de
cargos vitalicios y a quienes, además, se les confía la decisión sobre casos con alto
contenido emocional y político, orientados por una Constitución histórica, con directivas
vagas y de relativamente difícil modificación, “está destinado a ser un poderoso órgano
político, a menos que, a pesar de las oportunidades que se les presentan a los magistrados,
se las compongan para comportarse como lo hacen otros jueces”. Afirma el autor seguido
que “los asuntos políticos pueden ser resueltos sólo mediante la fuerza o por medio de
uno de sus sustitutos civilizados, el voto: aquí se incluye también la votación por los
jueces en aquellos casos en los que, muy probablemente y dado que el texto de la
Constitución no ofrece guía alguna en relación con esa cuestión, sus preferencias políticas
determinen el sentido de su voto”[109].
No menos claro es Aguiló Regla cuando recuerda que “las normas
constitucionales son el producto de una decisión” que se traduce en reglas que, a su vez,
definen lo que este autor llama “un cierto momento 0”, al que se suma una vocación de
permanencia por “lo que se agudiza en el interior del constitucionalismo la tensión entre
el pasado y el futuro”. Ello “explica que siempre que hay una constitución formal pueda
plantearse un conflicto de poder entre constituyente (llamado a extinguirse) y soberano
(permanente)”[110].
Desde otra perspectiva, ni siquiera la confirmación o desestimación
constitucional de una norma legal, mayoritariamente consagrada como tal, por parte de
un Tribunal Supremo tiene garantizada, por ese mismo hecho, la aquiescencia de la
ciudadanía, no obstante la idea reinante sobre la supremacía judicial. A partir del
reconocimiento de que, en definitiva, la integración del Poder Judicial sigue estando en
manos del control político, titularizado por los otros dos poderes del Estado, “ninguna
interpretación judicial de la Constitución puede soportar o resistir la oposición
movilizada, persistente y determinada del pueblo. Incluso el magistrado Antonin Scalia
admite que ‘el proceso de designación y confirmación’ asegurará la influencia última de
la opinión pública”[111].
Con igual orientación aunque, evidentemente desde un punto de vista
sustancialmente distinto desde lo ideológico al de Posner, Taruffo recuerda la afirmación
de Ferrajoli al señalar la inconsistencia de la crítica sustentada en la ausencia de
legitimación de los jueces a través de su elección por el voto popular porque “la elección
directa de los jueces no puede llevarse a cabo (…) pues trae como resultado desastres,
corrupciones, condicionamientos políticos, publicidad, financiamiento de elecciones, es
decir, muchos elementos que operan en contra de la independencia y de la imparcialidad
del juez”. Agrega aquél autor que “el juez tiene una legitimación que podría ser
considerada diferente, que no le viene conferida por el hecho de haber sido elegido por el
pueblo, y en todo caso le deriva por el hecho de desempeñar correctamente sus funciones.
Para verlo de manera sencilla, se autolegitima día con día, es decir, no viene legitimado
desde el origen”[112]. Puntualiza, además, que en los sistemas verdaderamente
democráticos “el juez se autolegitima todos los días haciéndose creíble con autoridad ante
los ojos de un contexto social determinado, en la medida que ejercita correctamente sus
propias funciones, por lo que aquel juez que realmente protege los derechos
fundamentales de los ciudadanos se autolegitima en cuanto defensor de los derechos de
los ciudadanos. Estamos, pues, ante una legitimación política esencial y no formal, que
se adquiere no antes del nombramiento, sino a través de su actividad”[113].
Conviene, empero, acudir a las apreciaciones de Carlos Santiago Nino,
adecuadamente recogidas por Gosa[114], en orden a encontrar argumentos que abonan la
tesis favorable al control judicial de constitucionalidad en un marco de plena
compatibilidad con el sistema democrático de formación de las leyes.
Señala Gosa que, para Nino, existen tres motivos esenciales para
justificar la reseñada posición, permisiva del contralor judicial, a saber, que los jueces se
presentan como controladores del proceso democrático; que los jueces no son los
custodios de los derechos individuales, sino que es el propio proceso democrático el que
debe ofrecer la protección final de estos derechos y, finalmente, que este control
representa la continuidad de la práctica constitucional.
La primera de las razones reseñadas indica “que los jueces están
obligados a determinar en cada caso las condiciones que fundamentan el valor epistémico
del proceso democrático, los jueces necesariamente deben ejercer un control del
procedimiento democrático. La revisión que los jueces hacen del procedimiento
democrático también tiene un sentido correctivo hacia el futuro, cuando los jueces
prescriben modificaciones en tal o cual procedimiento a los fines de maximizar su calidad
epistémica, esto tiene un sentido de promover una aproximación de un proceso
democrático concreta al ideal deliberativo que fundamenta su justificación”.
En lo que respecta a la segunda de las motivaciones señaladas, esto es,
la que determina que es el propio proceso democrático el que debe ofrecer la protección
final de los derechos individuales, se explica porque “[S]i se analiza cómo se constituye
el valor epistémico de la democracia, vemos que su valor está dado por su tendencia a la
imparcialidad, porque tiene un procedimiento de discusión amplio, con posibilidades de
participación igual sobre la justificación de los intereses en juego por diferentes
principios, y de decisión mayoritaria con injerencia igualitaria por todos los involucrados.
En definitiva la imparcialidad es el criterio de validez de los principios”. No obstante ello,
cabe apuntar que “el criterio de que la imparcialidad es el parámetro de corrección de
principios morales, no se aplica respecto de los principios morales autorreferentes. La
validez de un ideal de excelencia humana no depende de que sea aceptable para todos en
condiciones de imparcialidad, ya que estos principios no hacen un balance entre los
intereses de distintas personas, a diferencia de lo que ocurre con los principios
intersubjetivos. De esta consideración surge la conclusión, que el valor epistémico del
proceso democrático no se aplica a las decisiones sobre ideales de excelencia o virtud
personal”. De allí, entonces, cabe inferir que “el juez no tiene motivo para dejar de lado
su juicio y el de los ciudadanos involucrados, para atenerse a los resultados del proceso
democrático, cuando ese proceso se ha inmiscuido en ideales de excelencia humana, que
afectan la autonomía de las personas”. He allí un límite claro y justificado al principio de
autorrestricción judicial en materia de control de constitucionalidad de las leyes.
Por último, en lo atinente al significado de continuidad de la práctica
constitucional que reviste el control, se afirma que “[L]a concepción de la Constitución
como una práctica social implica considerarla como una regularidad de conductas y
actitudes, la conducta de los funcionarios, los jueces y de los ciudadanos, de identificar a
las normas que cumplen con ciertas condiciones positivas y negativas, procesales y
sustantivas como normas legítimas, las actitudes de criticar a quienes no observan o
aplican las normas y de avalar a quienes lo hacen”. Para cumplir este cometido “[E]l juez
no puede ignorar que si bien las decisiones democráticas, son un criterio válido para
determinar los principios valorativos que debe aplicar a la práctica, la continuidad de esa
práctica es condición para la operatividad del proceso democrático Por eso el juez debe
custodiar esa continuidad y puede llegar a considerarse obligado a invalidar decisiones
democráticas si considera que ponen en riesgo tal continuidad”.
Por tal motivo el juzgador debe valorar distintos elementos, como lo
son que el peligro de debilitamiento de la continuidad sea muy serio; que se trate de una
desviación de esta continuidad, tomando en cuenta los márgenes muy amplios que dejan
las convenciones interpretativas y que la necesidad de continuidad debe ponerse en
balance con la necesidad de su perfeccionamiento, según principios de moralidad social,
respecto de los cuales el proceso democrático tiene prioridad epistémica.
En su mérito, entonces, concluyo en la procedencia del control judicial
de constitucionalidad, no sólo por razones puramente formales como lo es la derivación
interpretativa que surge de la propia Carta Magna sino, antes bien, porque no existe otro
modo –institucionalmente considerado, desde luego- de resolver entuertos de esta
naturaleza. Alguien debe tener la última palabra en materia de controversias
constitucionales y ese alguien es el Poder Judicial. Como bien ilustra Hart, aunque desde
una perspectiva crítica en cuanto a la atribuciones de los jueces, “un tribunal supremo
tiene la última palabra al establecer qué es el derecho y, después que lo ha establecido, la
afirmación de que el tribunal se ‘equivocó’ carece de consecuencias dentro del sistema;
nadie ve modificados sus derechos o deberes. La decisión, claro está, puede ser privada
de efectos jurídicos por una ley, pero el hecho mismo de que sea menester recurrir a ello
demuestra que, en lo que al derecho atañe, el enunciado de que el tribunal se equivocó
era un enunciado vacío. La consideración de estos hechos hace que parezca pedante
distinguir, en el caso de decisiones de un tribunal supremo, entre su definitividad y su
infalibilidad. Esto conduce a otra forma de negar que los tribunales, al decidir, están
sometidos de algún modo a reglas: ‘El derecho (la constitución) es lo que los tribunales
dicen que es’”[115].
Sé que no es una respuesta exclusivamente jurídica pues, al inicio de
este apartado (ver 5) ya advertí que no es eso lo que se pretendía desentrañar, sino que la
clave de la cuestión debe ser, necesariamente, a tenor de la índole del dilema, político-
institucional. Y es esto lo que hemos encontrado.
6. LA CUESTION IDEOLOGICA.
Con toda razón afirma el Ministro Zaffaroni en el voto que emitiera al
resolver el precedente “Rizzo”, que “no es posible obviar que es inevitable que cada
persona tenga una cosmovisión que la acerque o la aleje de una u otra de las corrientes de
pensamiento que en cada coyuntura disputan poder. No se concibe una persona sin
ideología, sin una visión del mundo”[116]. Sobre este particular punto, Bunge
conceptualiza a la ideología diciendo que es “un sistema de creencias compuesto por (a)
enunciados muy generales –verdaderos o falsos- (…); (b) juicios de valor bien fundados
o sin fundamento (…); (c) metas sociales alcanzables o inalcanzables (…) y (d) medios
sociales realistas o no realistas”[117]. Por su parte, y ya en el ámbito específico –y más
acotado, por cierto- de la filosofía del derecho, anota Atienza que “debe tenerse en cuenta
que la expresión ‘ideología’ es ambigua, se usa al menos con dos significados diferentes.
Por un lado, las ideologías son los sistemas de ideas, las concepciones del mundo que
funcionan como una guía para la acción en el campo de la política, del Derecho o de la
moral, así como la proyección que tales ideas tienen en la conciencia de los
individuos”[118]. Aduna este autor que en este supuesto estamos ante un uso neutral,
descriptivo de la expresión empleada. Sin embargo, también se habla de ideología para
hacer referencia “al conocimiento deformado de la realidad, a un fenómeno de falsa
conciencia”.
Desde esta última perspectiva, señala Atienza que “el conocimiento que
tenemos sobre las cosas, sobre el mundo, es, en mayor o menor medida, siempre
ideológico: ninguna ciencia puede darnos un conocimiento perfecto y absolutamente
objetivo de la realidad, sin embargo, parece también claro que el riesgo de distorsión es
mucho mayor en el ámbito de las ciencias humanas y sociales que en el de las naturales
y formales”[119].
La cuestión ideológica, cuando de jueces se habla, busca entretejer
conceptos que contribuyan a deslegitimar la decisión que en definitiva se adopte y sin
que, en rigor, interese demasiado en qué sentido se expiden. Lo central del caso es utilizar
la calificación que proporciona la ideología, ubicada en cabeza de los magistrados
impregnada de un tinte peyorativo, para restarle objetividad o, más precisamente,
imparcialidad e independencia que son las garantías constitucionales puestas en juego en
cada litigio.
Ciertamente que a partir de su misma raíz etimológica, el vocablo
ideología se presenta íntimamente asociado a las ideas socialmente compartidas. En este
sentido, alerta van Dijk, cuyo trabajo seguiré en este apartado, que las ideologías
“adquirieron una connotación negativa como sistemas de ideas dominantes de la clase
gobernante. O se definieron como las falsas ideas de la clase trabajadora que era
erróneamente aconsejada respecto de las condiciones de su existencia. Como una versión
más sutil de esa ‘falsa conciencia’, las ideologías fueron descriptas posteriormente en
términos de las ideas hegemónicas, persuasivas, aceptadas por los grupos dominados
como parte del sentido común sobre la naturaleza de la sociedad y su lugar en ella. Y
finalmente, más allá de las limitaciones de un análisis de la lucha de clases, se ha
considerado a las ideologías de una manera más general como cualquier sistema de ideas
míticas que sirven a sus propios intereses o que son engañosas de alguna otra manera,
definidas en contraste con las ideas verdaderas de ‘nuestra’ ciencia, historia, cultura,
institución o partido”[120]. Con mayor precisión aún, expresa van Dijk que
“prácticamente ninguna definición breve de la ideología dejará de mencionar que las
ideologías sirven típicamente para legitimar el poder y la desigualdad. Igualmente, se
piensa que las ideologías ocultan o confunden la verdad, la realidad o las ‘condiciones
objetivas, materiales, de la existencia’ o los intereses de las formaciones sociales”[121].
Los valores tienen asignado un rol central en la construcción de las
ideologías por lo que, junto con éstas, “son puntos de referencia de la evaluación social y
cultural”[122]. Su característica –dice el autor seguido- estriba en que gozan de una base
cultural más amplia, a tenor de lo cual, “cualesquiera que sean las diferencias ideológicas
entre grupos, poca gente en la misma cultura tiene sistemas de valores muy diferentes: la
verdad, la igualdad, la felicidad, etc., parecen ser generalmente, si no universalmente,
compartidas como criterios de acción y al menos como objetivos reales por los que
luchar”.
Puntualiza Bunge que “los cínicos tienden a subestimar la ideología
como mero epifenómeno o incluso escaparatismo”, lo que puede llegar a ser cierto en el
caso de los líderes moralistas, pero no en el de sus seguidores. A ello, añade este autor
que “ya sean verdaderas o falsas, políticas o apolíticas, interesadas o desinteresadas, las
creencias no son innatas. Emergen en cerebros, tanto de la experiencia (aprendizaje,
análisis, duda, reformulación) como de la interacción social (persuasión, discusión,
acción). De tal modo, mientras que el creer, el descreer y el dudar son personales, las
creencias se vuelven sociales en la medida en que se difunden”[123]. Ello conduce a
compartir la afirmación de van Dijk en cuanto sostiene que “todos los enfoques
tradicionales concuerdan en que las ideologías son sociales, aunque sólo sea por sus
múltiples condiciones y funciones sociales”. Ello así incluso desde un punto de vista
cognitivo, pues “se ha enfatizado esta dimensión social: las ideologías no son solamente
conjuntos de creencias, sino creencias socialmente compartidas por grupos”, siendo
empleadas y modificadas en situaciones sociales, y sobre la base de los intereses sociales
de los grupos y las relaciones sociales entre grupos en estructuras sociales
complejas[124]. Pero también la ideología sirve para tener por constituido al grupo
porque “un conjunto de personas constituye un grupo si y sólo si, como colectividad,
comparten representaciones sociales. Para los miembros individuales del grupo esto
significa que parte de su identidad personal (sí mismo) está ahora asociada con una
identidad social, o sea, la autorrepresentación como miembros de un grupo social”[125].
A su vez, la ideología se exterioriza y se reproduce a través de diversos
mecanismos o actos comunicativos, socialmente difundidos, entre los que gana absoluta
relevancia el discurso que, a su vez, se debe amoldar a los variados roles profesionales
que ejercen los participantes en tales eventos comunicativos, los que, por lo demás,
acceden a esos roles bien sea por asignación social o legal, como es el caso de los
legisladores y, desde luego, los jueces[126].
Es en este preciso punto en el que se abre al estudioso preocupado por
la cuestión en examen, un panorama más complejo pero no por ello menos significativo,
en cuanto autoriza a visualizar la íntima relación que la ideología tiene con la formación
del Derecho vigente y con sus respectivas interpretaciones.
Se ha dicho, entonces, que la ideología implica un intento por legitimar
el poder y que el derecho es, sin dudas, una emanación del poder, el que, a su vez,
constituye una clara manifestación de la autoridad estatal. Afirma Atienza que “el
funcionamiento del aparato estatal sería incomprensible sin el fenómeno de la autoridad,
esto es, del poder que se tiene no –o no sólo- porque se dispone de la fuerza física, sino
en virtud de ciertas cualidades vinculadas con el saber, con el prestigio, con la posición
social”[127]. Este producto cultural que es el derecho[128] se caracteriza, además, por
gozar de una cierta racionalidad formal, que “deriva fundamentalmente de la
previsibildad que genera al ordenar la conducta mediante normas generales y abstractas,
dictadas por órganos preestablecidos por el propio Derecho…”[129].
En relación a ello, y accediendo a la comprensión del asunto en el
contexto de un estado de derecho, “el concepto de ideología permite entender mejor la
relación entre el Derecho y el consenso. Por un lado, el Derecho no necesita imponerse
siempre –ni, quizás, habitualmente- por la fuerza en la medida en que sus normas reflejan
ideologías vigentes socialmente. Por otro lado, el Derecho es también una instancia
segregadora de ideología y de consenso: lo jurídico aparece como algo que asegura el
orden, la paz, la justicia, algo que debe ser obedecido por el simple hecho de existir”[130].
Asimismo, tampoco puede dejarse de lado que el control de
constitucionalidad está vigorosamente inspirado en una selección de valores a partir de
una escala axiológica provista y consagrada en la Carta Magna, en el que la Justicia, a
través de la actuación de los jueces, ocupa un lugar de privilegio. Es por ello que Atienza
afirma que “el poder también se presta para expresar el ideal del Derecho: un sistema
jurídico es tanto más justo cuanto más contribuye a poner límites al poder como
dominación y a aumentar los espacios regidos por el poder del diálogo, de la persuasión
racional”[131].
La orientación ideológica de los jueces –es verdad- puede presentarse
como problemática en, al menos, dos momentos distintos, a saber, a la hora de su
selección para ser incorporados a la judicatura y cuando deben resolver los conflictos
sometidos a su conocimiento.
6.1. La ideología a la hora de seleccionar jueces.
Hoy nadie se atrevería seriamente a poner en cuestión que los jueces
tienen ideología y que la expresan a través de la elección de las soluciones que
proporcionan a los casos sometidos a su conocimiento y decisión.
Destaca al respecto Hernández García que “Si partimos, como
difícilmente cabe cuestionar, que los jueces ya no son simples aplicadores de la norma y
que por la constitucionalización del derecho éste se nutre tanto de reglas de textura
cerrada como de principios de textura abierta cuya aplicación reclama comprometidas
operaciones de tipo ponderativo, utilizando escalas axiológicas móviles, resulta evidente
que tanto la ideología judicial como la forma en que ésta se proyecta en los procesos de
toma de decisión deben convertirse en un objetivo de análisis constitucional del primer
orden”[132].
No es posible olvidar, a la hora de examinar este asunto, en oportunidad
de seleccionar a los aspirantes a llenar los cargos de la judicatura, que la ideología es una
cuestión privada, encerrada en la protección que le proporciona el principio de reserva y,
por ende, excluida del control del Estado. Ello conduce a que nadie pueda ser
discriminado en razón de su ideología ni excluido por esa misma razón del proceso de
designación de jueces.
Pero ello no empece a advertir que en función de la exigencia de
protección del derecho a un proceso justo y equitativo, la ideología que titularizan los
magistrados puede volverse un factor de exclusión del proceso por vía de recusación. Una
de las razones que justifica esta opción estriba en reconocer que “si bien la dimensión
interna de la libertad ideológica no puede ser objeto de control estatal, resulta muy difícil
identificar un supuesto, sobre todo cuando el titular del derecho es un agente público, en
el que la ideología hiberne en condiciones que la hagan invisible o desapercibida en la
esfera pública”[133].
La otra razón consiste en valorar que, en el caso de los jueces, el
estándar de exclusión de funciones públicas por motivos ideológicos, debe también
nutrirse de los demás valores e intereses en conflicto que por su naturaleza social exceden
al derecho individual del magistrado, dando pábulo, de tal suerte, a soluciones diferentes
que autorizan la exclusión temprana del postulante.
6.2. La ideología dentro del proceso.
Por otra parte, todo lo atinente a la incidencia de la ideología del
proveyente en el proceso, “viene obligando al juez a reflexionar sobre el papel que ocupa
su ideología en la toma de decisiones y en la argumentación de las mismas”, haciendo
que la ideología judicial actúe como una suerte de precondición metodológica en los
procesos decisionales. Esta exigencia deviene de reconocer que “la fijación judicial de
los hechos tiene que perseguir su objetivo –la formulación de aserciones verdaderas-
teniendo en cuenta, al mismo tiempo, la necesidad de preservar otros valores. Estos
valores son fundamentalmente de dos tipos. De un lado, un valor que podríamos
llamar práctico, por cuanto expresa una característica básica del proceso judicial: la
finalidad práctica, y no teorética, que lo anima. De otro lado, una serie de valores que
podríamos llamar, en sentido amplio, ideológicos”[134].
Conforme lo refiere Piero Calamandrei[135], “juzgar ha sido siempre
la función más ardua a que los hombres puedan ser llamados, quizá una función
demasiado onerosa para la fragilidad humana. Pero hoy a esta inevitable intromisión en
todo juicio de inconscientes elementos sentimentales de orden individual, se agregan (y
en esto sobre todo consiste la crisis actual) factores sentimentales de inspiración colectiva
y social, que tratan de conciliar las leyes de la lógica con las exigencias irracionales de la
política. El juez, como hombre que es, se encuentra inevitablemente implicado en ciertos
movimientos de carácter moral o religioso, en aspiraciones colectivas hacia ciertas
reformas políticas: y ni siquiera el juez puede sustraerse a lo que los marxistas
denominarían su ‘conciencia de clase’, que le deriva de sentirse partícipe de una cierta
categoría social, de un cierto círculo económico. El juez no sólo es juez; es un ciudadano,
es decir, un hombre asociado, que posee determinadas opiniones e intereses comunes con
otros hombres. No se halla solo, sino ligado por inconscientes solidaridades y
connivencias: es inquilino o dueño de casa; casado o célibe; hijo de comerciantes o de
agricultores; pertenece a una iglesia y quizá, aunque no lo diga, a un partido. ¿Es posible
que todas estas condiciones personales no repercutan de algún modo sobre su justicia?
¿Es posible que en su razonamiento justicia y política jamás entren en contacto? Cuando
predicamos (y es una santa aspiración) que la justicia debe ser independiente de la
política, ¿decimos algo que sea prácticamente realizable, o tratamos simplemente de
ilusionarnos a fin de no perder la fe en la legalidad?”. A su turno, y ya desde una mirada
sociológica del mismo problema, tengo dicho en otro lado[136] que los pronunciamientos
judiciales, como modo de expresión de la voluntad estatal traslucen siempre la
personalidad de su emisor, por lo que existirán perfiles y rasgos que quedan como
impronta en cada decisión que se dicte, elementos que, en palabras de Bourdieu,
constituyen su “habitus”[137]. Estas características son consecuencia de construcciones
subyacentes que se nutren en lo nuclear de la personalidad del magistrado, con lo que
resulta evidente que cada juez compromete su integridad cuando resuelve un conflicto
dado.
Se ha sostenido que los jueces no deben dejar trascender en sus
pronunciamientos una determinada orientación ideológica. Pero también es sabido que el
principal objetivo de la magistratura es administrar justicia, con su implicancia de
conocimientos técnicos, inspirados por contenidos ideológicos de los que el juez no puede
desligarse[138]. Desde lo simbólico, el juez es el garante de la aplicación del derecho que
hace a la convivencia en paz, bajo las premisas de legalidad y legitimidad. El rol y la
función de los magistrados se traducen como de participación dependiente, se manifiesta
por sus sentencias, como partes del sistema, e intenta realizar la justicia en el caso
concreto preservando los valores sociales y haciéndolos conjugar con sus valores
individuales[139].
Señala Andruet (h) el rechazo que generan, “por ser una contradictio in
adjectus, los ensayos que afirman la existencia de una sentencia químicamente pura, sin
dichas penetraciones ideológicas”[140]. Más todavía, los aspectos ideológicos integran
la propia personalidad de los magistrados como los de cualquier persona, no obstante la
imposibilidad de señalar con precisión cuándo y cómo se han constituido, es posible
indicar con certeza que existen y que aparecerán en toda actividad humana, mostrándose
con mayor facilidad según la temática que le toque decidir al juez. En efecto, cuanto
mayor sea la complejidad o la gravedad del conflicto a dirimir, mayores serán las
posibilidades para que se exteriorice la impronta ideológica, en razón de que el sistema
normativo se hace menos constringente para el juzgador y, al hallar éste mayor libertad,
se siente menos condicionado para consagrar su propia orientación. Este proceso se torna
todavía más evidente en la medida en que se produzca una mayor juridización de ámbitos
otrora no comprendidos en la actividad jurisdiccional.
Este sentido revelador se encuentra en los llamados “casos difíciles”,
en los que no existe un criterio precedente que sirva de referencia para la decisión del
magistrado, a tenor de lo cual la respuesta jurisdiccional puede originarse a partir de una
ausencia jurídica que demanda una construcción definitoria por parte de aquel[141].
Concluye Andruet (h) que no hay procedimiento alguno, conviniendo en una militancia
judicial coherente, que pueda erradicar las influencias ideológicas provenientes de las
cosmovisiones adquiridas por la propia especulación teórica, pues “constituyen la misma
naturaleza del magistrado”.
De igual manera, Perfecto Andrés Ibáñez dice que “la legitimación del
juez es legal, pero la forma necesariamente imperfecta en que se produce su sujeción a la
ley, tiñe de cierta inevitable ilegitimidad las decisiones judiciales (Ferrajoli), en la medida
en que el emisor pone en ellas siempre algo que excede del marco normativo y que es de
su propio bagaje. Y, por ello, muy directamente, de su exclusiva responsabilidad”. En
consecuencia, no es exagerado decir “que en el ejercicio de la jurisdicción –como en el
de otras funciones estatales sujetas a la ley- hay siempre un componentefisiológico (en la
medida que pertenece a la naturaleza de las cosas) de poder personal”, por lo que “una
última exigencia ética dirigida al juez de este modelo constitucional es que debe ser muy
consciente de ese dato, para ponerse en condiciones de extremar el (auto)control de ese
plus de potestad de decidir”, constituyendo “una garantía cultural, no reclamada por
ninguna ley escrita, pero cuyo fundamento, a tenor de lo expuesto, está fuera de
duda”[142].
Por ello, se torna legítimo preguntarnos, junto con Augusto
Morello[143], “¿Cómo, entonces, pretender que el Derecho, la Justicia y sus operadores
limiten su menester al de cómodos y distantes espectadores?”
Por otra parte, el reconocimiento de la presencia insoslayable de jueces
dotados de ideología también debe permitir establecer algunos límites para su
manifestación, tanto dentro del proceso como fuera de él. Hacia adentro del litigio, el
magistrado debe conducirse con la mesura, equidistancia y prudencia adecuadas para con
las partes y para con todos aquellos que intervengan en el proceso bajo cualquier título
que sea. Hacia afuera del proceso, en cambio, su actitud debe ser de corrección y decoro,
incluyendo las posibles manifestaciones de sus naturales preferencias políticas e
ideológicas[144].
Estos datos marcan la incidencia relevante que la necesaria ideología de
la que están dotados los juzgadores tiene en la decisión que adoptan a título de
pronunciamiento final que dirime el conflicto sometido a su conocimiento. Ello vuelve a
la ideología en un factor que no puede ser minusvalorado a la hora de explicar las
argumentaciones expuestas por el sentenciante en su fallo y, menos aun cuando la
cuestión ventilada consiste en un reproche constitucional de normas dictadas por las
mayorías parlamentarias.
7. UN PASO PREVIO POCO PONDERADO: ACEPTAR LAS REGLAS DEL JUEGO
IMPLICA ACEPTAR SU RESULTADO.
Es común que las partes, al inicio del conflicto judicial en cuyas resultas
afincan toda su confianza institucional, efectúen repetidas declaraciones de apego a las
normas constitucionales, legales y procesales a las que se subordinan para dirimir la
controversia. Sin embargo, ello es así mientras el pronunciamiento judicial no es emitido
y, además, en tanto éste no les resulte adverso.
Pero la perspectiva de las partes cambia diametralmente cuando sale a
la luz el decisorio tan esperado, resultando ser negativo para sus pretensiones. En tal caso,
la cuestión da pábulo a la crítica dirigida hacia el juzgador.
Deviene por demás ilustrativo sobre este tópico lo rememorado por
Kramer al señalar que “al protestar frente al deseo de algunos miembros de la Cámara de
Representantes de adoptar la petición cuáquera sobre la esclavitud, Abraham Baldwin, el
diputado de Georgia, declaró no temer que la Cámara pudiera interferir con la peculiar
institución del Sur dado que, incluso si dicho proyecto lograra la aprobación del Senado
y el Presidente, todavía necesitaría ‘la aprobación de la Corte Suprema de los Estados
Unidos (…) posiblemente una de las Cortes más respetables sobre la tierra”[145]. Es decir
que aun ante la espinosa posibilidad de tener que dirimir un aspecto íntimamente
vinculado con la identidad institucional de un pueblo, por chocante que este resulte a la
perspectiva moral actual, siempre queda vigente –y así se expresa- la confianza que se
deposita en el criterio del Tribunal que habrá de resolver el conflicto, con la expectativa
que lo hará conforme los intereses que cada una de las partes persigue, por lo que, por lo
menos hasta allí, permanece también vigente la confianza en la Justicia de su decisión.
Ello se traduce en la aceptación de las reglas del juego procesal, derivado –entre otras
cosas- de los mandatos constitucionales que lo informan, lo que debería desembocar en
la correlativa aceptación de la decisión que, como consecuencia de ese proceso, se
produzca.
Sin embargo, la experiencia indica que ello no siempre ocurre de esa
manera, revelando un límite irracional, por contradecir lo previamente admitido, a la
comprensión del resultado final obtenido cuando lo que se decide por el Tribunal no se
compadece con lo esperado.
8. ¿QUIEN LE TEME AL PODER JUDICIAL?
A su vez, se torna indispensable tener en cuenta que ni siquiera las
decisiones contramayoritarias adoptadas por la Corte, emitidas en defensa de la
superioridad de la Constitución, son susceptibles de generar problemas de gobernabilidad
o de inestabilidad institucional pues “es necesario que las mismas tengan cierto consenso
en la comunidad para tener algún efecto, sea para impedir o al menos demorar decisiones
legislativas o de la administración. En definitiva, las decisiones de los jueces constituyen
un gran aporte a la democracia deliberativa, pero no la sustituyen”[146]. En este sentido,
Siegel y Post enfatizan que lo que está verdaderamente en juego en esta discusión es el
concepto de supremacía constitucional, del que debe precisarse que ello “no significa que
las cortes estén facultadas para determinar las creencias de los ciudadanos acerca de la
Constitución”[147]. De esto se deriva que aun los pronunciamientos de los Tribunales
Superiores están subordinados a una cierta cuota de aquiescencia ciudadana, sin la cual
carecen de legitimidad política, sin perjuicio de la legitimidad jurídica de la que
ineludiblemente debe estar dotado.
Imagina Hart[148] un ejemplo que demuestra la importancia de la
función del juez y ahuyenta los temores sobre su tiranía: “es posible, por supuesto, que
escudados en las reglas que dan a las decisiones judiciales autoridad definitiva, los jueces
se pongan de acuerdo para rechazar las reglas existentes, y dejen de considerar que las
leyes del Parlamento, aún las más claras, imponen límite alguno a sus decisiones”. Aclara
que “ninguna regla puede ser garantizada contra las transgresiones o el repudio, porque
nunca es psicológica o físicamente imposible que los seres humanos las transgredan o
repudien, y si un número suficiente de hombres lo hace durante un tiempo suficientemente
prolongado, la regla desaparecerá”. Finaliza admitiendo que “es lógicamente posible que
los seres humanos pudieran violar todas sus promesas, sintiendo al principio, quizás, que
eso es incorrecto, y más tarde sin experimentar tal sentimiento. La regla que obliga a
cumplir las promesas dejaría entonces de existir; pero esto sería un magro fundamento
para sostener que esa regla ya no existe y que las promesas no son realmente obligatorias.
El paralelo argumento referente a los jueces, basado en la posibilidad de que maquinen la
destrucción del sistema en vigor, no tiene más fuerza”.
La temida tiranía de los jueces o una conspiración de la Magistratura
destinada entorpecer si es que no a colapsar directamente el sistema democrático de
gobierno, deviene de imposible realización. Ello así porque lo que habitualmente se
reprocha al Poder Judicial se vuelve, en este caso, un valor importante, a saber, la
independencia de criterios de los jueces en sus distintos fueros e instancias que, a la larga,
garantizan la ausencia de una pretensión, así llamada “corporativa”, en orden a
desequilibrar a los otros dos poderes del Estado.
Por ende, no existe peligro alguno al respecto.
9. LA GRAVEDAD DE LA CRITICA INTERINSTITUCIONAL:
LA ACUSACION DE SER UN TRIBUNAL ANTIDEMOCRATICO.
Nadie duda, a esta altura de la vida institucional argentina, que la crítica
que se formula tanto a los funcionarios como a las instituciones resulta un elemento
enriquecedor para el debate público y la construcción de ideas y alternativas de prácticas
de gobierno más beneficiosas para la sociedad. La aceptación de este mecanismo libre
que tienen los ciudadanos para conectarse con la labor pública no está exenta de
dificultades pues es también cierto que no son pocos los casos de abuso en estas
atribuciones, los que, sin embargo, resultan preferibles a un silencio sumiso de los
gobernados.
El asunto se complica cuando la crítica ya no emana sólo de los
ciudadanos sino que proviene de los titulares o integrantes de los restantes Poderes del
Estado, con lo que el reproche excede el ámbito de la mera disconformidad, natural entre
quienes se sienten defraudados por la solución judicial emitida, para ingresar en el del
cuestionamiento institucional, que es más peligroso por los efectos destituyentes
susceptibles de producir. Con ello no pretendo afirmar que los funcionarios involucrados
no puedan pronunciarse críticamente respecto del decisorio emitido sino que lo que
sostengo es que el reproche que se formule debe ser mesurado, sin perder de vista la
jerarquía constitucional e institucional que tiene el Tribunal Cimero y sin que pueda
escudarse quien lo realice en su calidad de ciudadano que, para el caso, todos portamos,
incluyendo a los jueces, desde luego.
Bien vale proponer que se entienda la idea de lo expresado por medio
de ofrecer el ejemplo opuesto: ¿Cuántas veces la crítica emprendida en contra de los actos
de gobierno propios del Poder Ejecutivo o en contra de la acción –o inacción- del
Congreso fueron traducidos como destituyentes por la gravedad implícita que la
impregna? Lo mismo debe predicarse de los cuestionamientos dirigidos en contra de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación que, en tanto cabeza del Poder Judicial representa
uno de los tres poderes del Estado y merece idéntico grado de respeto hacia sus decisiones
que el resto de los departamentos, lo que se justifica aún más cuando se tiene en cuenta
que sus pronunciamientos son definitivos y últimos.
Expresado con otros términos: la crítica no sólo es esperable sino
también necesaria, mas, cuando la llevan a cabo los titulares o integrantes de los otros
Poderes del Estado se torna indispensable que éstos observen las debidas formas, evitando
caer en reproches vacíos de fundamento, debiendo, en todo caso, efectuarlas acudiendo a
las razones que la moderación y el respeto por la investidura de quienes son criticados
merecen. Esta circunstancia deviene todavía más comprensible al valorar que en todo
conflicto judicial, lo que se le concede o reconoce a una de las partes, se le deniega a la
otra, sea esto total o parcialmente, con lo que siempre habrá un vencedor y un vencido,
cuya ponderación acerca de las bondades de la solución consagrada por la Justicia será
también diametralmente distinta. De su lado, Lorenzetti destaca la importancia de lo que
llama "regla de armonización". Reconoce que "es difícil lograr que todos los derechos,
reglas institucionales, principios y valores se realicen de ese modo, ya que no hay
posibilidad de atenderlos a todos en la máxima cantidad deseable por cada individuo, por
el carácter relacional de los derechos. Cada derecho concedido a una parte es una quita al
derecho de otro"[149].
Esa distinta posición que asumen las partes, según cuál haya sido la
suerte seguida por sus respectivas pretensiones exige comprender, también, que la
cuestión de fondo, sobre todo en materia de control de constitucionalidad de normas
legales, es sumamente opinable, pues suele haber –e invocarse- argumentos para todos
los gustos. Lejos de ser ésta una afirmación cínica, no es más que el resultado mismo de
la práctica judicial, en el que deviene una cuestión común la esgrima argumental a que
están acostumbrados todos los operadores del derecho, a saber, jueces, fiscales, abogados,
etc.. Y, precisamente, en ese complejo ámbito, ocupado por la zona gris de la discusión,
es que los magistrados deben desplegar su sapiencia y su prudencia para decidir la
controversia, sabiendo de antemano que una de las partes quedará conforme y la otra no
pues resulta altamente improbable una solución que satisfaga simultáneamente ambas
pretensiones.
Por ello, si una de las partes es uno de los poderes del Estado que, en el
caso, se ha subordinado previamente a las reglas del juego procesal, admitiendo también
que, llegado el caso, deberá acatar lo que se decida, no puede incurrir luego –cuando la
sentencia le es adversa- en reproches que excedan los límites de la leal observancia del
deber de respeto hacia la investidura de otro poder del Estado y que, en el caso, además,
está obligado por la Constitución y la ley a emitir un fallo al que deberá someterse. Una
solución distinta, cuando la decisión final ya ha sido tomada y debidamente publicitada,
se vuelve, al menos, una sobreactuación innecesaria que lesiona no ya la clásica “majestad
de la Justicia”, sino la estabilidad institucional del mismo Estado del que Poder Judicial
es uno de sus departamentos, al igual que la parte eventualmente vencida.
Lo digo de una manera definitiva y para que no queden dudas: no sólo
se puede sino que se debe criticar cuando el comportamiento de un Poder del Estado así
lo justifica, pues ello hace a la salud del sistema democrático; pero el reproche debe
guardar ciertos márgenes de decoro que lo tornen aceptable para el marco de convivencia
en el que todos estamos involucrados y en el que, sin dudas, habrá de seguir
desenvolviéndose la relación dialéctica indispensable entre los poderes del Estado.
10. EL CENTRO DE LA CUESTION: LA INDEPENDENCIA DEL
PODER JUDICIAL.
Va de suyo que para conseguir pronunciamientos jurídicamente
intachables, sin perjuicio de las insoslayables connotaciones políticas e ideológicas que
ya hemos visto que deben tener, se necesita de una garantía esencial. En efecto, ninguna
de las acciones interpretativas confiadas al Poder Judicial, en general, y a la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, en particular, pueden ser satisfechas sin la debida e
imprescindible independencia de este departamento del Estado respecto de los otros dos,
de naturaleza eminentemente política y que gobiernan dos elementos esenciales del que
la Justicia carece pero necesita, a saber, la fuerza pública y el tesoro[150]. De su lado,
sostiene Owen Fiss que lo que denomina “aislamiento político” es esencial para alcanzar
la justicia, la cual “es un ideal objetivo que se diferencia del sentimiento popular”.
Continúa diciendo que “los tribunales deben decidir lo que es correcto y no lo que es
popular. Una definición de objetivos de esta clase (…) origina la doctrina de la separación
de poderes y permite que la judicatura actúe como contrapeso en el sistema político y
controle los abusos de poder en que incurran el legislativo y el ejecutivo”[151].
Esta característica, que alcanza la jerarquía de una verdadera garantía
para los ciudadanos sometidos a su potestad, identificada específicamente como
jurisdicción, posibilita que los criterios constitucionales, comprensivos de los valores,
principios, ideología, directivas y preferencias contenidos en la Carta Magna prevalezcan
a lo largo del tiempo frente a los vaivenes de las coyunturas políticas, determinando de
tal suerte una continuidad jurídica que le da identidad al Estado y a la sociedad.
La identidad de una sociedad constituye un tema inescindiblemente
unido a la persistencia de determinadas características que le proporcionan continuidad a
lo largo del tiempo, permitiéndole, simultáneamente, seguir siendo lo que es,
diferenciándola del resto de las sociedades nacionales contemporáneas, y mantener su
cohesión interna, con el suficiente grado de flexibilidad que le permita adaptarse a las
modificaciones que la vida le requiere. Es decir que, a la vez que no experimenta cambios
apresurados, que le restarían su identificación con determinados factores como valores y
principios admitidos como imprescindibles para su existencia, autoriza una dinámica que
le permita absorber las modernas necesidades de sus integrantes, asimilarlas y proveer a
su satisfacción sin renegar de aquéllos elementos que la informan ab initio.
Pero para ello, el Poder Judicial, en su rol de garante de la supervivencia
de tales valores y principios, debe poder conciliarlos razonablemente con los nuevos
requerimientos que se le presenten a la sociedad, sin debilitar la identidad social que los
cobija. A esos fines este departamento del Estado debe gozar de independencia.
La independencia judicial se ejerce también aun en contra de las
mayorías, en cuyo mérito se ha dicho –conforme se viera más arriba- que la Justicia es un
poder contramayoritario. Ello es así pues el juez no sólo es custodio de la ley, en cuanto
expresión mayoritaria, sino que cuida los valores constitucionales, habida cuenta que
existe la necesidad de poner límites a cualquier poder, incluyendo el que se funda en la
soberanía popular[152]. De esta forma, el magistrado se vuelve guardián del pacto social,
y en una democracia constitucional su rol consiste en defender los derechos de la persona,
por encima de la voluntad de la mayoría, cuando ésta contraviene el programa contenido
en la Carta Magna[153]. Sobre este punto en particular, deviene menester recordar que,
como lo asevera Dworkin, “podríamos pensar que el gobierno por mayoría es la decisión
más justa en política, pero sabemos que a veces la mayoría tomará decisiones injustas
acerca de los derechos de los individuos”[154].
En orden a comprender esta dinámica, conviene tener presente que los
jueces se vinculan con la ciudadanía en una relación dialéctica distinta a la que mantienen
el legislador y el gobernante, pues no poseen otro medio de imposición que el derivado
del reconocimiento de la autoridad argumentativa y ética de sus decisiones y el decoro de
su actuación[155].Conforme lo sostiene Martín Laclau, “se puede adjudicar la expresión
‘Estado de derecho’ a aquella organización jurídica en la cual los poderes públicos deben
actuar dentro del ámbito fijado por las normas generales que regulan su comportamiento.
El poder legítimo sólo será aquel que actúe conforme a pautas legales”[156]. En este
punto es que se cumple con el ideal clásico de la preeminencia del gobierno de las leyes
sobre el gobierno de los hombres, quedando descartado el ejercicio arbitrario del
poder[157]. Por otra parte, su invocación también importa el reconocimiento de la
existencia de derechos propios de los individuos contra los cuales los órganos del
gobierno no pueden avanzar.
El Estado de Derecho actúa como límite y como garantía. Lo primero,
en cuanto fija una frontera mínima que no se puede rebasar sin asumir los riesgos
señalados y lo segundo, en cuanto el respeto a las normas jurídicas es un postulado de
cultura que aleja la arbitrariedad y distingue al Estado moderno del Estado absoluto,
generando la convicción en el ciudadano de que vive en un ámbito de libertad[158].
Existe tanto una dimensión formal como una material del Estado de
Derecho, cruciales a la hora de considerar las condiciones bajo las cuales es posible una
tarea de reforma del Poder Judicial y la función de juzgar. “Buen gobierno” es así el
Estado de derecho en función gubernativa, basada en el reconocimiento de la premisa
básica de que el derecho configura la forma más eminente de legitimación pública y
racional. De allí la garantía que sólo el derecho puede proporcionar como instrumento de
organización y limitación racional del poder a través de un equilibrio entre sus diversas
funciones y, paralelamente, la afirmación del principio democrático precisamente en
aquella función visualizada por la tradición como las más lejana a las condiciones de la
regla de la mayoría[159].
La independencia del Poder Judicial debe ser afirmada en virtud de que
en un Estado democrático los jueces deben hallar los motivos para resolver las causas
sometidas a su conocimiento dentro del sistema de reglas. Se trata de una garantía de la
voluntad popular que elige sus representantes y a través de ellos discute la formación de
las leyes, en el convencimiento de que éstas sirvan como pauta para resolver las causas
judiciales. En consecuencia, cuando las presiones resultan efectivas, los magistrados
dirimen los conflictos por motivos ajenos al sistema de reglas preestablecido, aun cuando
procuren disimular la situación con fundamentos aparentes.
Señala Ernst que “si las autoridades electivas deciden presionar a la
judicatura para obtener decisiones favorables a una cierta política instrumentada en leyes
y los jueces carecen a un tiempo del control de constitucionalidad y de las herramientas
normativas que garantizan su independencia negativa, esa es una jurisdicción débil y en
situación de indefensión ante las presiones”[160].
Desde luego que el juez no es ni puede convertirse en legislador. Ello
es así pues es evidente que la competencia del poder legislativo consiste en obrar con
arreglo a argumentos políticos y adoptar programas que vengan generados por tales
argumentos, ámbito en el que no puede introducirse el juzgador[161].
Ahora bien, la solución asoma a través de la afirmación de que “en las
democracias modernas, la actividad creadora de los jueces, que se desarrolla a partir de
la interpretación, es una actividad controlada por principios positivos de naturaleza
garantista que –en las sociedades actuales- se encuentran consagrados
constitucionalmente, y que muestra que ha habido un tránsito del Estado de derecho al
Estado constitucional, en el que tanto las leyes como los jueces se subordinan a tales
principios constitucionales”[162].
En este orden de ideas, las denominadas garantías de la independencia
judicial, esto es, la inamovilidad, la intangibilidad salarial y el método de ingreso a la
carrera judicial, adquieren, según esta perspectiva, connotaciones negativas. Así, la
inamovilidad pasa a ser considerada una condición no democrática; el modo de ingreso
en la función y su carácter técnico, también, por no ser propios de un mandato
representativo; la intangibilidad pasa a ser entendida como un privilegio.
Empero, cuando se comprende cabalmente que la existencia de tales
garantías no se reconoce en beneficio del juez sino, antes bien, de los ciudadanos que son
llamados a comparecer por ante el Poder Judicial, es igualmente posible entender la razón
nodal por la que el Constituyente argentino ha establecido el régimen de control de
constitucionalidad que hoy se critica –cuando la decisión no es la esperada- pero que se
vuelve absolutamente indispensable a efectos de enervar el poder absoluto so capa de
decisión mayoritaria. Ello así por la incompatibilidad que media entre un poder de tan
inconmensurables dimensiones con el régimen democrático de gobierno.
11. DERECHO Y POLITICA: LA JUSTICIA.
Tradicionalmente se ha enfatizado la oposición que media entre el
derecho y la política, como herramientas necesarias para consagrar soluciones justas a los
conflictos que se suscitan en el seno de la sociedad. Sin embargo, a la luz de una
observación minuciosa de la realidad, concluyo que ello no es necesariamente así. En
rigor, tanto la política, como forma de manifestación programática ordenada de la
sociedad, enderezada tanto a la resolución de los problemas que aquejan a los ciudadanos
como a su evitación, como el derecho, en su calidad de exteriorización de las decisiones
políticas a título de mandatos generales, se orientan razonablemente a conseguir
estándares aceptables de Justicia. En efecto, nadie puede dudar acerca del carácter
eminentemente político que tiene el derecho “pues consagra en cualquier caso una
distribución adecuada de las cargas de cada uno de los sujetos sociales sostenida, en
último término, coercitivamente”[163].
Ello, en modo alguno, puede significar desatender otro aspecto de la
realidad que también acecha en relación a la misma materia y que se traduce en lo que se
ha dado en llamar justicia política. Se entiende por tal, “en principio, al uso perverso de
los procesos jurisdiccionales realizado por quien detenta el poder, bien para reprimir a la
oposición o a una parte de ella, bien para afianzar su propio dominio ideológico mediante
la represión emplarizante de ciertos sujetos elegidos como víctimas propiciatorias. Como
dice Kirchheimer, la justicia política es la utilización del procedimiento jurisdiccional
para fines políticos”[164].
Entre los métodos empleados por la justicia así entendida encontramos
un abanico extenso de normas de excepción[165] que buscan permitir la elusión del
juzgamiento o disminuir la intensidad de la condena[166] así como la existencia de
condicionamientos contextuales del procedimiento judicial que lo desnaturaliza, al
impregnar a la faena juzgadora criterios políticos de oportunidad.
Lo llamativo del asunto es que la justicia política no es privativa de
sistemas políticos autocráticos sino que también puede manifestarse en regímenes
democráticos y representativos.
Es importante, luego de haber repasado las múltiples posibilidades de
ejercicio de un accionar distorsivo sobre la Justicia, es aventar cualquier posibilidad de
instrumentación del Poder Judicial para cumplir pretensiones espurias, naturalmente
ajenas a los objetivos que deben orientar el buen obrar del Estado. Esta alternativa, reñida
con los mandatos constitucionales por buscar una utilización viciada de las decisiones
jurisdiccionales, debe ser desechada de todo programa de gobierno así como del de los
opositores para no evadir el ámbito de discusión propio de los diversos proyectos políticos
en pugna, agotando el debate allí donde en verdad debe producirse, tal como lo predica
Waldron.
12. CONCLUSIONES:
El análisis desarrollado en el presente trabajo, como se ha visto, no ha
versado centralmente sobre los contenidos, fundamentos y las decisiones adoptadas por
la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los casos relativos a la constitucionalidad
de la ley de reforma al modo de integración del Consejo de la Magistratura y de la ley de
Servicios de Comunicación Audiovisual, sino que, en todo caso, estos han servido de
pretexto para ahondar en la revisión de las miradas que se posan sobre el Más Alto
Tribunal de la Nación según el resultado de sus sentencias.
En efecto, la preocupación que inspira este estudio no radica tanto en el
sentido de los pronunciamientos sino, antes bien, en la repercusión socio-política y
jurídica que tienen en la sociedad a la que van dirigidos y la consiguiente puesta en crisis
del modelo democrático frente a ellos. El peor de los equívocos en que se puede incurrir
a la hora de examinar este complejo problema es, sin dudas, el de la ingenuidad al suponer
que tanto las consecuencias como las críticas que despiertan los decisorios emitidos por
el Tribunal Cimero no son más que el resultado de análisis asépticos y de factura e
inspiración puramente académicas. Por el contrario, toda la discusión generada antes,
durante y después de estos actos de decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación
está claramente afincada en razones ideológicas, políticas, sociales y económicas que no
pueden ser soslayadas so riesgo de despojar al estudio de sus elementos de valoración
más fuertes. Con ello no se pretende debilitar, en modo alguno, el imprescindible
componente jurídico que es el que termina definiendo la cuestión, sino que se torna
menester reconocer que éste tanto puede servir para encubrir y justificar una decisión ya
previamente adoptada, buscando presentarla como una solución racional al asunto
planteado, como también puede ser considerado un mero resultado de la confrontación de
aquellos elementos, a la sazón, tenidos como más relevantes por el juzgador.
A mi modo de ver, el punto central a tener en cuenta estriba en la
necesaria consideración institucional que merece la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, lo que para nada empece a la crítica que pueda dirigirse a sus pronunciamientos
sino que, en todo caso, exige un tratamiento respetuoso de su posición constitucional.
Es que, según creemos haberlo demostrado a lo largo de este estudio, la
circunstancia de que el control de constitucionalidad de las leyes, dictadas por el poder
legisferante y en ejercicio de su competencia constitucional, le haya sido confiada a los
Jueces, no designados por medio del voto popular, en nada desmerece el contenido
republicano de su decisión final como tampoco el sentido igualmente constitucional que
tiene su labor. Si bien es cierto que este aspecto de la tarea desarrollada por la
Magistratura tiende a ser peyorativamente menoscabado bajo el rótulo de
“contramayoritaria”, no es menos cierto que aun las decisiones políticas asumidas
democráticamente por las mayorías, traducibles en normas legales de carácter general,
también deben someterse al imperio constitucional pues ser el resultado de una voluntad
mayoritaria no las exime de esta exigencia.
Sobre este punto, indica Lorenzetti que “la democracia funciona en base
al respeto de las decisiones de la mayoría”, lo que obedece “a un fundamento de sentido
común, puesto que si se respeta habrá mayor cantidad de personas satisfechas”[167]. Pero
ello no puede hacer perder de vista que “las mayorías podrían tomar decisiones
inconstitucionales como por ejemplo apoyar el terrorismo de Estado, o la pena de muerte,
y en tales casos las mentadas decisiones encuentran su límite en la norma
constitucional”[168]. En consecuencia, la justificación del control judicial de
constitucional se asienta firmemente en la idea de democracia constitucional, con el alto
valor agregado, desde el punto de vista epistémico y moral que señala Carlos Nino, pero
en el que se debe saber congeniar no sólo la regla de la mayoría, sino también la tutela de
las minorías. De ello se deriva que “el límite es importante, porque la actuación no debe
estar encaminada a sustituir la voluntad de las mayorías o minorías, sino a asegurar el
procedimiento para que ambas se expresen. De tal modo, la actuación de los jueces no
debe ser, en este sentido, sustantiva, sino procedimental, garantizando los instrumentos
de una expresión diversificada y plural, antes que sustituirlas mediante opiniones
propias”[169].
A su vez, también debe comprenderse que la Constitución Nacional no
es susceptible de ser interpretada sólo como un texto histórico pues, si así fuera, el
resultado de esta faena resultaría materialmente incompatible con el gobierno de las
novedosas circunstancias vitales que informan la vida social actual y futura y que jamás
pudieron ser previstas por el constituyente, no obstante su presumible sabiduría. Dice bien
Zaffaroni en su solitario voto disidente en la causa “Rizzo”, que el constituyente, una vez
alumbrado el texto normativo, sólo alcanza a despedirlo, desprendiéndose de él. Pero esta
metáfora, con ser cierta históricamente, no es, sin embargo, jurídicamente aceptable
cuando de lo que se trata es de cumplir el riguroso mandato que pesa sobre los jueces de
interpretar compatibilizando la norma legal puesta en crisis con la Carta Magna pues el
mensaje constitucional profundo sigue subyacente en el texto de esta última, sobre todo
en sus pasajes más precisos, que menos quedan librados a la imaginación o a la
improvisación argumentativa.
Haciendo propia la afirmación de Ackerman, digo que la Constitución
es “viviente”; debe ser vista como un órgano y no como una máquina; sometible a
constante interpretación y reinterpretación, pero siempre única y suprema en los valores
y principios que alberga y consagra pues ellos son los que la convierten en el proyecto
político que proporciona identidad a una sociedad determinada a lo largo del tiempo y
frente a otros grupos sociales de los que debe diferenciarse y con los que debe convivir.
Ese carácter viviente exige a los jueces mantener permanente actualizados sus criterios
que, naturalmente, excederán los puramente jurídicos, para integrarse también con los
sociológicos, económicos, políticos y filosóficos, entre otros, a través de los cuales, la
interpretación actual que se obtenga de los textos constitucionales históricos será también
la de la sociedad, lo que es otra forma de decir que será una interpretación democrática.
Ello no implica afirmar que los jueces deban pronunciarse siempre según los mandatos
de la mayoría, o emitir pronunciamientos populares[170] sino que sus decisiones ganarán
en contenido democrático cuanto mayor sea su apego a los mandatos constitucionales con
respecto a los cuales tienen el deber de confrontar cada decisión cuyo cuestionamiento
sea sometido a su conocimiento.
En suma, entonces, concluyo que formar parte de un Poder
contramayoritario y no ser designados por el voto popular no deslegitima a los
Magistrados para ejercer el más alto deber que la misma Constitución les confía cual es
el de controlar la constitucionalidad de los actos de los demás poderes del Estado. Esa
atribución, de las más elevada responsabilidad, por cierto, fue concebida como una
manera no sólo de hacer realidad el mecanismo de contrapesos necesario en toda
República que se precie de tal, sino también como un modo razonable de garantizar la
continuidad de los valores y principios plasmados en la Constitución así como también
de fijar un contexto de estabilidad frente a los avatares propios de las renovaciones
políticas que deben experimentar periódicamente los Poderes Legislativo y Ejecutivo.
He allí pues, la razón fundamental por la que un Juez, un Tribunal y,
con mayor razón todavía, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en tanto cabeza de
uno de los Poderes del Estado, no deja de ser democrática por el hecho de tachar de
inconstitucional una norma creada por la mayoría de los representantes del pueblo. Lo he
advertido antes: ser ingenuos no es una opción cuando se debate acerca de estos temas
tan sensibles –nada más y nada menos- como lo es la forma republicana de gobierno y la
alta valoración que merece la participación popular en un sistema democrático. Es por
esa misma razón que tampoco podemos ser indiferentes a la crítica que, sobrepasando la
legitimidad de su formulación, pone en riesgo la institucionalidad que la Carta Magna le
ha conferido al Tribunal Cimero.
Según se ha visto, la Corte, como nada en la vida ni en la lógica formal,
no puede ser y no ser democrática al mismo tiempo. En todo caso, será requisito
indispensable siempre, antes de sopesar el sentido de sus decisiones, examinar
pormenorizadamente sus motivos y, recién allí, si la materia lo justifica, reprocharlas
cabal y lealmente porque el sistema republicano también lo exige para seguir existiendo,
pero sin excesos que sólo atentan contra la saludable convivencia republicana y no hacen
más que facilitar las aspiraciones destituyentes de los interesados de siempre.
Quizás el nudo de este aporte no consista en otra cosa más que en
reconocer que la auténtica valía de un Poder Judicial, profundamente consustanciado con
el sistema democrático, estriba en el apuntalamiento que le presta a pesar de no ser
designados sus integrantes por el voto popular, pues una esto último no deslegitima lo
primero. El fruto de esta actividad es innegablemente provechoso para el buen desarrollo
de la vida en democracia así como para el fortalecimiento de los derechos de los
ciudadanos en ese contexto. En esto coincido plenamente con la opinión de Charles Epp
al señalar que “la revolución de los derechos siempre se ha desarrollado y ha alcanzado
su máxima cima mediante una interacción entre jueces inclinados a apoyarla y la
estructura de sostén necesaria para litigar a lo largo de todo el proceso judicial”[171].
Sin dudas, no puedo permitirme dar por cerrado un debate que, en rigor,
apenas empieza y que, como lo dijera Borges en las palabras que inician este estudio, no
se trata más que de un despojado reparto de ignorancias que otros, con más sabiduría,
podrán alumbrar. La discusión quedará saludablemente abierta pues es más que seguro
que la Corte Suprema y los tribunales inferiores continuarán tomando decisiones que
estimularán nuevos intercambios, a la sazón, enriquecedores del sistema republicano al
que nos debemos. La buena convivencia social, institucional, política y jurídica de nuestro
País demanda madurez, lo que es tanto como decir, lealtad a la hora de contradecir
argumentos ajenos, sin abdicar del deber de observar el mayor de los respetos por el
ocasional contrincante. Esa conducta, tan simple a la vez que tan difícil de conseguir, nos
aleja definitivamente de la lógica del amigo/enemigo para permitirnos ingresar en otra,
más cordial, en la que todos habremos de vernos recíprocamente como partícipes de un
crecimiento democrático conjunto y unívoco, haciendo que tanta sangre derramada y
tanta tragedia sufrida en nuestra Patria a lo largo de su historia no haya sido en vano.
LUIS ERNESTO KAMADA
SAN SALVADOR DE JUJUY, JUNIO DE 2014.
[1] Germán Bidart Campos, Tratado elemental de derecho constitucional argentino, EDIAR, t. I, El derecho constitucional de la

libertad, p. 85.

[2] Prefiero utilizar el vocablo “controversial” antes que el más difundido mediáticamente, “polémico”, porque entiendo que, en

términos de litigio procesal aquél es más apropiado para calificar la naturaleza judicial de la disputa que se ventila. Por lo demás,

tampoco puedo soslayar la circunstancia que, en general, constituye un artilugio excesivamente empleado, en orden a poner en

tela de juicio cualquier cosa, aludir a su carácter “polémico”, sin determinar en qué consiste la polémica que desata o cuál es su

causa. En cambio, lo controversial conlleva una nota descriptiva que, conforme se verá a lo largo de este estudio, busca aportar la

necesaria neutralidad científica que debe primar en el tratamiento de la materia.

[3] En los anales jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia de la Nación se identifica como “Rizzo, Jorge Gabriel (apoderado

Lista 3 Gente de Derecho) s/ acción de amparo c/ Poder Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar (Expte. Nº 3034/13)”.

[4] CSJN, “Rizzo”, considerando 17.

[5] CSJN, “Rizzo”, considerando 18.

[6] CSJN, “Rizzo”, considerando 28.

[7] Beuchot, Mauricio, Hermenéutica analógica y derecho, p. 14, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2008, señala que “la hermenéutica

es la disciplina que nos enseña a interpretar textos”, entendiendo por “el interpretar como un proceso de comprensión que cala en

profundidad, que no se queda en una intelección instantánea y fugaz”. En lo atinente al valor que asume la hermenéutica en la

interpretación judicial, postula este autor que en la jurisprudencia “se cuenta con la hermenéutica como el elemento apropiado para

lograr una comprensión adecuada de los textos jurídicos, sobre todo para captar la intención de su autores, es decir, la

intencionalidad del legislador” (op. cit., p. 25).


[8] Esta norma determina los límites cuantitativos para las licencias susceptibles de ser titularizadas por cada sujeto: Multiplicidad
de licencias. A fin de garantizar los principios de diversidad, pluralidad y respeto por lo local se establecen limitaciones a la
concentración de licencias.
En tal sentido, una persona de existencia visible o ideal podrá ser titular o tener participación en
sociedades titulares de licencias de servicios de radiodifusión, sujeto a los siguientes límites:
1. En el orden nacional:
a) Una (1) licencia de servicios de comunicación audiovisual sobre soporte satelital. La titularidad
de una licencia de servicios de comunicación audiovisual satelital por suscripción excluye la posibilidad
de ser titular de cualquier otro tipo de licencias de servicios de comunicación audiovisual.
b) Hasta diez (10) licencias de servicios de comunicación audiovisual más la titularidad del registro
de una señal de contenidos, cuando se trate de servicios de radiodifusión sonora, de radiodifusión
televisiva abierta y de radiodifusión televisiva por suscripción con uso de espectro radioeléctrico.
c) Hasta veinticuatro (24) licencias, sin perjuicio de las obligaciones emergentes de cada licencia
otorgada, cuando se trate de licencias para la explotación de servicios de radiodifusión por suscripción con vínculo físico en
diferentes localizaciones. La autoridad de aplicación determinará los alcances territoriales y de población de las licencias.
La multiplicidad de licencias –a nivel nacional y para todos los servicios– en ningún caso podrá implicar la posibilidad de prestar
servicios a más del treinta y cinco por ciento (35%) del total nacional de habitantes o de abonados a los servicios referidos en este
artículo, según corresponda.
2. En el orden local:
a) Hasta una (1) licencia de radiodifusión sonora por modulación de amplitud (AM).
b) Una (1) licencia de radiodifusión sonora por modulación de frecuencia (FM) o hasta dos (2) licencias
cuando existan más de ocho (8) licencias en el área primaria de servicio.
c) Hasta una (1) licencia de radiodifusión televisiva por suscripción, siempre que el solicitante no
fuera titular de una licencia de televisión abierta.
d) Hasta una (1) licencia de radiodifusión televisiva abierta siempre que el solicitante no fuera titular
de una licencia de televisión por suscripción.
En ningún caso la suma del total de licencias otorgadas en la misma área primaria de servicio o conjunto de ellas que se
superpongan de modo mayoritario podrá exceder la cantidad de tres (3) licencias.
3. Señales:
La titularidad de registros de señales deberá ajustarse a las siguientes reglas:
a) Para los prestadores consignados en el apartado 1, subapartado “b”, se permitirá la titularidad
del registro de una (1) señal de servicios audiovisuales.
b) Los prestadores de servicios de televisión por suscripción no podrán ser titulares de registro de
señales, con excepción de la señal de generación propia.
Cuando el titular de un servicio solicite la adjudicación de otra licencia en la misma área o en un
área adyacente con amplia superposición, no podrá otorgarse cuando el servicio solicitado utilice

la única frecuencia disponible en dicha zona.


[9] Esta disposición determina la frontera temporal que los sujetos interesados tienen en orden a adecuarse al nuevo régimen legal:
“Adecuación. Los titulares de licencias de los servicios y registros regulados por esta ley, que a la fecha de su sanción no reúnan
o no cumplan los requisitos previstos por la misma, o las personas jurídicas que al momento de entrada en vigencia de esta ley
fueran titulares de una cantidad mayor de licencias, o con una composición societaria diferente a la permitida, deberán ajustarse a
las disposiciones de la presente en un plazo no mayor a un (1) año desde que la autoridad de aplicación establezca los mecanismos
de transición. Vencido dicho plazo serán aplicables las medidas que al incumplimiento –en cada caso– correspondiesen.
“Al solo efecto de la adecuación prevista en este artículo, se permitirá la transferencia de licencias.

“Será aplicable lo dispuesto por el último párrafo del artículo 41”.

[10] CSJN, “Clarín”, considerando 34.

[11] CSJN, “Clarín”, considerando 36.

[12] CSJN, “Clarín”, considerando 49.

[13] CSJN, “Clarín”, considerando 66.

[14] Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina. Comentada y concordada, T. II, p. 443 y siguientes, ed. La Ley,

cuarta edición ampliada y actualizada, Buenos Aires, 2011.

En sentido semejante se manifiesta Jorge Vanossi al desarrollar el acápite titulado “¿Qué jueces queremos? El perfil de los

juzgadores”, Teoría constitucional, T. II, p. 997 y siguientes, tercera edición, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013.

Dice allí que debe establecerse una diferenciación entre la Justicia como Poder del Estado y como órgano administrador de Justicia,

lo que, a su vez, deriva en la correlativa distinción entre “función judicial” y “servicio de Justicia”, inclinándose por reconocer una

mayor jerarquía a lo primero que a lo segundo. Comparto la necesidad de diferenciar una cosa de la otra, lo que, sin embargo, no

me impide advertir que el ciudadano no está obligado a hacerlo y, en todo caso, percibe que lo que el Poder Judicial le brinda es

un servicio que, como tal, debe ser suministrado con la mejor calidad y de la mejor manera posible, enderezado a obtener, a su

vez, los mejores resultados para los protagonistas del conflicto.

[15] Soler Miralles, Julio E., “Poder Judicial y Función Judicial”, publicado en El Poder Judicial, p. 103, AAVV, ed. Depalma, Buenos

Aires, 1989.

[16] Soler Miralles, Julio E., op. cit., p. 104.

[17] Sagüés, Néstor Pedro, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, p. XIX, ed. LexisNexis, Buenos Aires,

2005.

[18] Nieto, Alejandro, El desgobierno judicial, p. 253, ed. Trotta, Madrid, 2005.

[19] Bercholc, Jorge O., comentario al art. 108 de la Constitución Nacional, en Constitución de la Nación Argentina y normas

complementarias. Análisis doctrinal y jurisprudencial, AAVV, dirigida por Daniel Sabsay y coordinada por Pablo Manili, T. 4, p. 308,

ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2010.

[20] Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 43. Agrega este autor un comentario interesante a esta situación: “en definitiva, y como es

habitual oír decir en los Estados Unidos, ‘la Corte Suprema es una convención constituyente en sesión permanente’. Naturalmente,
esto es más acentuado si en un país hay un Tribunal Constitucional, en lo que a éste hace. Y ello importa, por supuesto, contar

con un innegable poder político”.

[21] Explica Sagüés, op. cit., p. 43, que esta mirada sobre el Poder Judicial conduce a inferir que existe una forzosa consecuencia:

“que quien ha triunfado en la última contienda electoral cuenta con el derecho de integrar los tribunales con jueces provenientes

de (o próximos a) tal partido político; e incluso, a modificar en ese sentido los tribunales ya existentes, en particular a los supremos,

que según la gráfica expresión de uno de los adscriptos a tal teoría, son ‘cotos de caza’ del victorioso en los comicios”. Es decir

que lo “político” del papel que le toca desempeñar al Poder Judicial implica que “tendría que guardar correspondencia con la fuerza

‘política’ gobernante. Lo ‘político’ de la judicatura empalmaría de tal modo con lo ‘político’ de los otros poderes”.

[22] Kramer, Larry D., Constitucionalismo popular y control de constitucionalidad, p. 123 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid,

2011.

[23] Ackerman, Bruce, La Constitución viviente, p. 44 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2011.

Señala este autor, en orden a esclarecer el contenido de cada uno de los pasos de esa evolución, que “la característica que define

al movimiento son sus activistas, un gran grupo de ciudadanos que están dispuestos a invertir una gran cantidad de tiempo y

esfuerzo en la consecución de la nueva agenda constitucional”. En cuanto al llamado “movimiento-partido”, afirma que “la mayoría

de los movimientos no despegan, y aquellos que lo hacen no forman un nuevo partido político o colonizan uno antiguo”, agregando

que “los movimientos partidistas siempre se encuentran en una carrera contra el tiempo. Las motivaciones idealistas se desdibujan

una vez que algunos problemas se resuelve, otros desaparecen y aparecen nuevos problemas que desafían la ideología del

movimiento. El poder comienza a corromper a los políticos del movimiento, y el partido sirve cada vez más como un imán para

oportunistas a quienes no les importan nada los ideales originarios. Inexorablemente, el gran movimiento popular para el cambio

institucional cae en el olvido”. A esto se denomina “normalización de la política de los movimientos”.

Finalmente, y merced a lo anterior, adviene la presidencia, respecto de lo cual, cabe advertir que “en virtud de su posición

estratégica, el presidente miembro de un movimiento tiene los recursos organizativos para ganarle la carrera al tiempo movilizando

una coalición ganadora en el Congreso en apoyo de una ley estandarte y logrando la confirmación de jueces simpatizantes del

movimiento para ocupar puestos en el Tribunal Supremo”.

[24] Soriano, Ramón, El silogismo de la incertidumbre jurídica institucional, publicado en Interpretación y argumentación jurídica,

AAVV, coordinado por Carlos Alarcón Cabrera y Rodolfo Luis Vigo, p. 439, ed. Marcial Pons, Sociedad Española de Filosofía

Jurídica y Política y Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 2011.

[25] Kramer, Larry D., op. cit., p. 131.

[26] Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 44.

En igual sentido, en cuanto hace a la génesis constitucional del Poder Judicial como dato revelador de su esencia política, se

pronuncia Jorge Bercholc, op. cit., p. 309. Señala este autor que “la Corte Suprema encabeza uno de los tres poderes políticos del

Estado, aunque sin las características propias del reclutamiento electoral típico de los otros poderes políticos en el marco de una

democracia representativa, pero con una clara demanda normativa del art. 108 de la Const. Nacional para ejercer un rol institucional

como tribunal de garantías constitucionales, que, luego de la reforma de 1994, se extienden inequívocamente a la protección del

sistema político, en tanto democrático (art. 36, Const. Nacional)”.


[27] Falcón, Enrique M., “La función política y los tribunales superiores”, publicado en El papel de los tribunales superiores, AAVV,

Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters y Eduardo David Oteiza (coords.), p. 23, ed. Rubonzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

[28] Morello, Augusto Mario, El proceso justo, segunda edición, p. 8, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2005.

[29] Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 5.

[30] Linares, Sebastián, La (i)legitimidad democrática del control judicial de las leyes, p. 17, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y

Derecho, Madrid, 2008. Puntualiza este autor, citando a Horowitz, que “hacia el año 2005, más de tres cuartos de los países del

mundo consagraban alguna forma de control judicial de constitucionalidad o revisión judicial”.

[31] Linares, Sebastián, op. cit., p. 45.

[32] Nino, Carlos Santiago, Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino, T. II, Derecho, moral y

política, p. 189, ed. GEDISA, Buenos Aires, 2007.

[33] Aarnio, Aulis, ¿Una única respuesta correcta?, publicado en Bases teóricas de la interpretación jurídica, p. 32, AAVV,

Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2010.

[34] Aarnio, Aulis, op. cit., p. 43.

[35] Linares, Sebastián, op. cit., p. 46, citando a Garzón Valdés, 1989, agregando otras denominaciones como la propuesta por

Ferrajoli, “esfera de lo indecidible”; por Prieto Sanchís, “derechos atrincherados” o por Dworkin, “cartas de triunfo”.

[36] Vigo, Rodolfo Luis, Fuentes del derecho. En el estado de derecho y el neoconstitucionalismo, LL, 2012-A, 1012.

[37] Sagüés, Néstor Pedro, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, p.33 y siguientes, ed. LexisNexis,

Buenos Aires, 2005.

[38] Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 30.

[39] Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 33 y siguientes.

[40] Prieto Sanchís, Luis, Neoconstitucionalismo y ponderación judicial, publicado en Neoconstitucionalismo(s), p. 131, AAVV,

editado por Miguel Carbonell, ed. Trotta, Madrid, 2009.

[41] Pérez Bermejo, Juan Manuel, Coherencia y sistema jurídico, p. 272, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid,

2006.

[42] Kevät Nousiainen, Las interacciones del derecho, p. 142, publicado en La normatividad del derecho, AAVV, Aulis Aarnio,

Ernesto Garzón Valdés y Jyrki Uusitalo (comp.), ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Derecho/Filosofía, Barcelona, 1997.

[43] Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio, Sistemas normativos, p. 82, ed. Astrea, colección mayor Filosofía y Derecho, Buenos

Aires, segunda edición revisada, 2012.

[44] Alchourrón y Bulygin, op. cit., p. 91.

[45] Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, p. 94, ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Filosofía del Derecho, Buenos Aires,

1994.

[46] Post, Robert y Siegel, Reva, Constitucionalismo democrático, p. 57, ed. Siglo Veintiuno, colección Derecho y Política, Buenos

Aires, 2013.

[47] Vigo, Rodolfo L., Interpretación constitucional, p. 83, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, segunda edición, Buenos Aires, 2004.

[48] Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 258, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.
[49] Massini Correas, Carlos Ignacio, La prudencia jurídica. Introducción a la gnoseología del derecho, p. 46, ed. LexisNexis

Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2006.

[50] Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil, p. 110, ed. Trotta, Madrid, 2011.

[51] Sobre este punto, conviene ver el interesante trabajo de Víctor Bazán, Control de convencionalidad, tribunales internos y

protección de los derechos fundamentales, LL, 2014-A, 761; íd., Ibáñez Rivas, Juana María, Control de convencionalidad:

precisiones para su aplicación desde la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, publicado

en www.anuariocdh.uchile.cl, anuario 2012, p. 103 y siguientes.

[52] Ackerman, Bruce, op. cit., p. 89 y siguientes.

[53] Ackerman, Bruce, op. cit., p. 90, citando a Woodrow Wilson.

[54] Ackerman, Bruce, op. cit., p. 91.

[55] Ackerman, Bruce, op. cit., p. 93.

[56] Bianchi, Alberto, Control de constitucionalidad, p. 382, ed. Abaco, Buenos Aires, 1992.

[57] Kamada, Luis Ernesto, El Poder Judicial en la Constitución Nacional, p. 57 y siguientes, ed. Nova Tesis, Rosario, Santa Fe,

2008.

A lo largo del desarrollo de esto sub apartados seguiré la línea argumental ya trazada originalmente en la obra de mi autoría, a las

que se agregarán los elementos de juicio novedosos sobre la materia, aportados, entre otros, por Alejandro Nieto.

[58] Existe al respecto una decisiva expresión de uso común en nuestro país, enormemente identificado con las preferencias

futbolísticas que le son connaturales: “tirar la pelota afuera”. Este giro grafica poderosamente la pretensión que se manifiesta en el

acudir a la Justicia para que dirima entuertos que, por su naturaleza política, deberían ser resueltos en otras sedes.

[59] “Teoría Constitucional”, Ed. Depalma, T. II, p. 60.

[60] Op. cit., p. 169, con cita de Corwin.

[61] Cfr. Vanossi, op. cit., p. 113.

[62] Cfr. Vanossi, op. cit., p. 183.

[63] Cfr. Bielsa en LL, 4/3/60.

[64] Vanossi, op. cit., p. 186.

[65] Op. cit., p. 192/196. También se encuentra idéntica referencia en la tercera edición de la misma obra, T, I, p. 811 a 814, ed.

Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013.

[66] Op. cit., p. 114.

[67] Op. cit., p. 177.

[68] Op. cit., p. 94.

[69] Op. cit., p. 164.

[70] Disidencia del Sr. Ministro Boffi Boggero, Fallos, 248-61 y 518.

[71] CSJN, Fallos, 32-120.

[72] Op. cit.., p. 167, Fallos, 243-260; 243-504; 244-164; 248-61; 248-518; 252-54; 253-386; 254-116.

[73] Nieto, Alejandro, El desgobierno judicial, p. 256, ed. Trotta, Madrid, 2005.
[74] Cabe recordar sobre este particular, lo decidido por el voto mayoritario de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la
causa “Rodríguez, Jorge en ‘Nieva y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional’”, CSJN, 17/12/978, publicado en Rev. LL, nº 248 del 29 de
diciembre de 1997, p. 1, en cuanto denegó legitimación a los legisladores nacionales para solicitar la revisión de un decreto
emanado del Presidente de la Nación. Decidió la mayoría del Alto Tribunal que “otorgar legitimación a los diputados de la Nación
para solicitar una medida cautelar a fin de suspender los efectos del decreto 842/97 (Adla, Bol. 23/97, p. 4) de privatización de los
aeropuertos, significaría admitir que cada vez que su voto en el recinto no sea suficiente para alcanzar las mayorías requeridas por
las respectivas reglamentaciones para convertir un proyecto en ley, puedan obtener por vía judicial un derecho que va más allá
que el conferido por su propio cargo de legislador, esto es, paralizar las iniciativas que, en el mismo sentido, pueda tener el Ejecutivo
Nacional”.
[75] Sobre este punto, sólo me interesa destacar, en consonancia con lo que ya tuviera oportunidad de expresar en otro lado –
Kamada, Luis Ernesto, Las audiencias públicas judiciales como manifestación republicana. El derecho a ser oído para ejercer el
derecho a ser oído, LL NOA, año 16, nº 11, diciembre de 2012, p. 1161 y siguientes, con sus citas-, que “[N]o resulta novedoso
afirmar que uno de los signos más característicos de los tiempos que corren es la crisis de representatividad política e institucional.
Deviene apropiado señalar, para no caer en interpretaciones equívocas, que cuando mentamos ambos elementos en crisis, a
saber, lo político y lo institucional, lo hacemos en el sentido más amplio y profundo que encierran ambos conceptos y que,
naturalmente, involucran la política en todo su espectro de actuación (gubernativo, educativo, económico, social, sanitario,
legislativo, judicial, etc.) y lo institucional como su modo de manifestación más ostensible y directo. No se nos escapa tampoco que
la crisis de marras es la consecuencia de una forma de pensar que, privilegiando la coyuntura frente a la estructura, ha puesto el
énfasis en diluir todo sentido de permanencia y seguridad para aportar soluciones casuísticas, inconexas, de corto plazo y, lo que
es peor, que profundizan las injusticias ya existentes. Ello es así pues la Justicia como valor pertenece al orden de la estabilidad
de un sistema preestablecido y a la confiabilidad recíproca de la conducta de sus actores, por lo que resulta absolutamente extraña
a mecanismos que sólo buscan honrar la inestabilidad, predicando que ésta es la única característica estable de un mundo
radicalmente cambiante.
“Trasladados estos criterios al ámbito del proceso, conviene atender a Peyrano [Peyrano, Jorge W., Aprovechamiento del
pensamiento contemporáneo por el Derecho Procesal Civil actual, La Ley On line, 10/8/2011], quien alerta acerca de que ‘el
posmodernismo (…) se caracteriza, entre otras cosas, por descreer de las ideas rígidas y excluyentes y por la renuencia a aceptar
explicaciones totalizadoras y rigurosamente racionales. Además, no expresa simpatía por un pensamiento implacablemente
sistemático sujeto a reglas que posean la virtud de tornar predecible todo acontecimiento relacionado con el sistema respectivo.
Dicha despreocupación hacia lo sistemático explica su afición por lo particular o excepcional como complemento insoslayable de
un ‘sistema’ entendido al modo posmodernista. Igualmente, identificatorio del posmodernismo es su predilección por la
performatividad, vale decir, pro la eficiencia y el pragmatismo”.
“Se dirá, entonces, que parece que todo tiene su raíz en una cuestión ideológica. La respuesta afirmativa se impone pues mal
puede pretenderse ignorar lo que es una verdad a gritos: la ideología impregna todos y cada uno de los actos humanos e
institucionales, orientando el sentido de las decisiones que se asumen en cada caso concreto. Sólo partiendo de ese
reconocimiento podrá hablarse en términos de una honestidad intelectual responsable”.
“Las pretensiones de los ciudadanos deben, en principio, ser legítimamente conducidas hacia el Estado, en su calidad de ejecutor
organizado de estas aspiraciones, por los canales adecuados. Estos, a su vez, ponen de manifiesto las dificultades, si es que no
la imposibilidad, de realizar la democracia directa, por lo que se torna indispensable acudir al escenario del sistema democrático
representativo, cuya función consiste en contribuir a la formación de la voluntad estatal a través de órganos elegidos por el pueblo,
sobre la base del sufragio amplio (universal, secreto, libre e igual), que decide de acuerdo con la mayoría. Ciertamente que ello
demanda también admitir las limitaciones que debe enfrentar el sistema deliberativo, en el contexto de un estado de derecho, pues
cabe recordar que, lejos de sus orígenes, ‘la sociedad que subyace en los gobiernos democráticos es pluralista, es decir, se aleja
del pensamiento único y recepta multiplicidad de planes de vida’” [Gil Domínguez, Andrés, Los derechos humanos como límites a
la democracia, publicado en Los derechos humanos del siglo XXI, AAVV, coordinado por Germán Bidart Campos y Guido Risso,
ed. EDIAR, Buenos Aires, 2005, p. 102, citando a Norberto Bobbio, El futuro de la democracia].
“El valor del procedimiento democrático de participación amplia o deliberativo, no reside sólo en la determinación numérica de las
aspiraciones de los ciudadanos o, como alguna vez se dijo, en la tiranía de la estadística [En contra de la consideración de la
democracia como una forma de gobierno que sólo se limita a reflejar las decisiones de las mayorías, véase Amy
Gutman, Democracia deliberativa y regla de la mayoría: una réplica a Waldron, publicado en Democracia Deliberativa y Derechos
Humanos, AAVV, compilado por Harold Hongju y Ronald C. Slye, ed. Gedisa, Barcelona, 2004, p. 269 y siguientes], sino en que
se convierte en un mecanismo de determinación de las razones profundas que inspiran las decisiones que se toman. Así lo
reconoce Nino [Nino, Carlos Santiago, Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, ed. Gedisa, Buenos Aires,
2007, en especial su capítulo III, titulado Democracia Deliberativa, p. 191] al señalar que “el hecho de que a la verdad moral no se
acceda en forma individual y solitaria, sino mediante el mismo difícil proceso intersubjetivo de deliberación, discusión y consenso
que sirve también como técnica social de resolución pacífica de los conflictos, asegura que la democracia –que incluye también
ese proceso- ofrezca la única garantía de un orden genuino y estable, frente al caos al que nos conducen las variadas formas de
autoritarismo”.
Afirma Juan Manuel Abal Medina (h) [La muerte y la resurrección de la representación política, p. 52, ed. Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2004], en directa referencia a la materia política partidaria, que la representación fue posible en la
sociedad en tanto los individuos pueden reconocerse como pertenecientes a una parte de la sociedad y, por consiguiente, verse o
sentirse representados por un partido.
“Las tareas que, a su vez, les incumben a los representantes en las distintas áreas estatales exigen la distinción entre las atinentes
a la producción y a la aplicación del Derecho, requieren ser delegadas por los ciudadanos a instituciones específicamente creadas
para cumplir ese cometido. De allí, entonces, es que es posible calificar a un gobierno como representativo en tanto sus funciones
sean el resultado de la legítima voluntad del universo de electores, asumiendo su responsabilidad ante éste por las decisiones
adoptadas. Mas cuando ello no se produce de tal manera, es decir, cuando se produce una interrupción entre las pretensiones de
los ciudadanos -tanto mayoritarias como minoritarias- y la conducta de sus representantes, debe hablarse de una crisis de
representatividad que, naturalmente, hace perder vigor a las decisiones que se tomen en nombre de quienes, en rigor, no participan
del proceso de su formación. Esta situación ha derivado, tal como dijera Raúl Gustavo Ferreyra [La Constitución vulnerable, ed.
Hammurabi, Buenos Aires, 2003, en especial su capítulo V], en que ‘la ausencia de credibilidad necesaria y suficiente para un
correcto y eficaz desempeño de las actividades gubernativas republicanas es uno de los cuestionamientos más oído actualmente’.
Ello motiva que ‘se está formando una sociedad abierta de cuestionadores, donde también buena parte de los ciudadanos hace oír
su queja, a veces bastante estentórea’”.

“Este quiebre entre la voluntad delegada y la ejecutada significa el correlativo quiebre del sistema de representatividad y, por ende,

la pérdida de legitimidad de los mandatarios frente a sus mandantes. Como respuesta a dicho fenómeno mucho debe reconocerse

el valor que adquiere la actividad de los movimientos sociales, que ‘son factores poderosos en el desarrollo constitucional, debido

a razones que son parcialmente reflejadas en los modelos político y judicial, pero que no son adecuadamente capturadas por

ninguno de los dos modelos’”.

[76] Tratado de derecho político general, Ed. EDIAR T. II, p. 441.

[77] Linares Quintana, “Tratado de la ciencia del derecho constitucional”, ed. Alfa, T. VII, p. 700.

[78] Abramovich, Víctor y Courtis, Christian, Los derechos sociales como derechos exigibles, p. 127, ed. Trotta. Madrid, 2004, bajo

el título “La autorrestricción del Poder Judicial frente a cuestiones políticas y técnicas”, remarcan que “cuando la reparación de una

violación de derechos económicos, sociales y culturales importa una acción positiva del Estado que pone en juego recursos

presupuestarios, o afecta de alguna manera el diseño o ejecución de políticas públicas, o implica tomar una decisión acerca de

que grupos o sectores sociales serán prioritariamente auxiliados o tutelados por el Estado, los jueces suelen considerar tales

cuestiones como propias de la competencia de los órganos políticos del sistema”. A ello, agregan ambos autores que “el margen

de discrecionalidad de la administración es mayor –y por lo tanto, es menor la voluntad de contralor judicial- cuando el acto

administrativo se adopta sobre la base de un conocimiento pericia técnica que se presume propio de la administración y ajeno a la

idoneidad del órgano jurisdiccional”.


Es verdad que la materia no es el eje central de este trabajo, apenas circunscripto a dilucidar la razón esencial por la que los jueces
pueden abordar el control de constitucionalidad de leyes aprobadas por las mayorías parlamentarias, pero no es menos cierto que
habiendo despertado tantas controversias la judiciabilidad de las decisiones adoptadas por los Poder Administrador y Legislativo,
bien vale recordar lo dicho por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el paradigmático caso “Verbitsky” (3/5/2005,
considerando 27): “Que a diferencia de la evaluación de políticas, cuestión claramente no judiciable, corresponde sin duda alguna
al Poder Judicial de la Nación garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que éstos sean vulnerados, como objetivo fundamental
y rector a la hora de administrar justicia y decidir las controversias.- Ambas materias se superponen parcialmente cuando una
política es lesiva de derechos, por lo cual siempre se argumenta en contra de la jurisdicción, alegando que en tales supuestos
media una injerencia indebida del Poder Judicial en la política, cuando en realidad, lo único que hace el Poder Judicial, en su
respectivo ámbito de competencia y con la prudencia debida en cada caso, es tutelar los derechos e invalidar esa política sólo en
la medida en que los lesiona. Las políticas tienen un marco constitucional que no pueden exceder, que son las garantías que señala
la Constitución y que amparan a todos los habitantes de la Nación; es verdad que los jueces limitan y valoran la política, pero sólo
en la medida en que excede ese marco y como parte del deber específico del Poder Judicial.Desconocer esta premisa sería
equivalente a neutralizar cualquier eficacia del control de constitucionalidad.- No se trata de evaluar qué política sería más
conveniente para la mejor realización de ciertos derechos, sino evitar las consecuencias de las que clara y decididamente ponen
en peligro o lesionan bienes jurídicos fundamentales tutelados por la Constitución, y, en el presente caso, se trata nada menos que
del derecho a la vida y a la integridad física de las personas”.

[79] Fallos, 306:400.

[80] Ponencia titulada “ACCION DECLARATIVA DE INCONSTITUCIONALIDAD: LEGITIMACION Y ALCANCES DE LA

SENTENCIA O EL PROBLEMA DE SUS LIMITES SUBJETIVOS Y OBJETIVOS”, presentada por los Dres. Ricardo Alberto Grisetti,

Ignacio Martín Parera Gaviña, Constanza María López Iriarte, Alejandra María Luz Caballero, Amalia Inés Montes y Luis Ernesto

Kamada en el XXI Congreso Nacional de Derecho Procesal, San Juan, 13 al 16 de Junio de 2001, publicada en el Tomo II del Libro

de Ponencias, p. 862.

[81] Santiago (h), Alfonso, En las fronteras entre el Derecho Constitucional y la Filosofía del Derecho, p. 63, ed. Marcial Pons

Argentina, Buenos Aires, 2010.


[82] “La Corte Suprema”, ED. L.E.P., p. 19. Por su parte, Bickel (citado por Oteiza, op. cit., p. 20 y ssgtes.) remarca que “el

argumento desarrollado por Marshall deja abierta una segunda cuestión aún más importante, que consiste en responder porqué

debe ser la Corte la encargada de decidir la correspondencia entre un acto y la Constitución. La falta de representatividad directa

de los ministros de la Corte trae aparejada la objeción fundada en su carácter contramayoritario, situación que les resta legitimidad

para objetar el accionar de los otros dos poderes y que se encuentra balanceada tanto por la participación del Ejecutivo y del

Legislativo en el nombramiento de los magistrados como por la posibilidad de que el Congreso destituya a los jueces a través de

un juicio político”. Sin embargo, puntualiza Oteiza (op. cit., p. 22) que “la posición que cuestiona el carácter contramayoritario de la

actuación del Poder Judicial al invalidar una ley o acto de otro poderes representante directo del electorado, recibe distintas rèplicas

que la atenúan. En primer lugar, la democracia no es solamente el principio mayoritario, sino que también está caracterizada por

el ejercicio responsable y limitado del poder de la mayoría, que debe reconocer la inviolabilidad de determinados derechos y el

respeto de las minorías. Además la democracia entraña un proceso complejo en la toma de decisiones , en donde el Poder Judicial

juega un papel decisivo para encontrar el equilibrio y lograr la eliminación de tensiones y la participación social. Su debilidad

congénita, por ausencia de la bolsa y la espada, lo aleja del riesgo de convertirse en tirano y lo colocan en una muy buena posición

para servir de moderador del sistema”.

[83] Kemelmajer de Carlucci, Aída, Reflexiones en torno de la declaración de inconstitucionalidad de oficio, publicado en El Poder

Judicial, p. 235 y siguientes, AAVV, ed. Depalma, Buenos Aires, 1989.

[84] CSJN, Fallos, 155:248; 311:2580.

[85] Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 420, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

[86] Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 420.

[87] CSJN, 27/11/2012, LL, 30/11/2012, 5.

[88] Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, p. 26, ed. Trotta, Madrid, 2010.

[89] De Tocqueville, Alexis, La democracia en América, p. 68, ed. Folio, Barcelona, 2001.

[90] Nieto, Alejandro, Crítica de la razón jurídica, p. 154, ed. Trotta, Madrid, 2007.

[91] Linares, Sebastián, op. cit., p. 27.

Vale aclarar en este punto que no es cierto que los jueces no respondan por sus faltas. Si bien no lo hacen ante el pueblo, en la

latitud total del concepto, sí lo hacen ante sus representantes y de los más diversos modos, pues las responsabilidades que pesan

sobre los magistrados son, simultáneamente, de naturaleza política, penal, civil y administrativa. Para abundar sobre la materia

recomiendo la enjundiosa obra dirigida por Alfonso Santiago (h), La responsabilidad judicial y sus dimensiones, AAVV, dos tomos,

ed. Abaco, Buenos Aires, 2006; íd., Hernández Marín, Rafael, Las obligaciones básicas de los jueces, ed. Marcial Pons, Madrid,

2005; íd., Malem Seña, Jorge F., El error judicial y la formación de los jueces, ed. Gedisa, Barcelona, 2008.

Es decir que no es posible predicar que los jueces sean irresponsables ante la sociedad.

[92] Waldron, Jeremy, Derecho y desacuerdos, p. 393, ed. Marcial Pons, Madrid, 2005.

[93] Waldron, Jeremy, op. ci., p. 397. Puntualiza a este respecto que “Dworkin parece sugerir que si una decisión política versa

sobre la democracia, o sobre los derechos asociados a la democracia, entonces no hay ninguna cuestión relevante, o

suficientemente distintiva, que plantear sobre el modo en que (…) se toma la decisión. Lo único que importa es que la decisión sea

correcta, desde el punto de vista democrático”.


[94] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 402.

[95] Aclara Waldron, op. cit., p. 402, esta objeción diciendo que “los que invocan el principio de nemo iudex in sua causa en este

contexto afirman que éste requiere que la decisión última sobre los derechos no sea dejada en manos del pueblo, y que deba

trasladarse en cambio a una institución independiente e imparcial como la Corte Suprema de los Estados Unidos”. Ello se tornaría

explicable en razón de que si una ley es aprobada por una mayoría parlamentaria, representativa, a su vez, de una mayoría de

ciudadanos, sería sumamente difícil que éstos advirtieran los defectos de constitucionalidad que la norma pudiera contener, por lo

que resulta recomendable que la revisión sea confiada a un tercero, independiente e imparcial, como lo es el Poder Judicial, a

través de los jueces que lo integran.

Desde luego que Waldron no comparte esta idea.

[96] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 408/409, bajo el sugestivo título “Summa contra Dworkin”.

[97] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 409.

[98] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 410.

[99] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 411.

[100] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 413 y siguientes.

[101] Waldron, Jeremy, op. cit., p. 419.

[102] Posner, Richard A., op. cit., p. 156.

[103] Linares, Sebastián, op. cit., p. 65.

[104] Linares, Sebastián, op. cit., p. 65.

[105] Mendonca, Daniel y Guibourg, Ricardo A., La odisea constitucional, p. 149, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho,

Madrid, 2004.

[106] Falcón, Enrique M., La función política y los tribunales superiores, publicado en El papel de los Tribunales Superiores, vol. 1,

p. 23, Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters y Eduardo David Oteiza (coords.), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

[107] Falcón, Enrique M., op. cit., p. 72.

[108] Posner, Richard, A., Cómo deciden los jueces, p. 300, ed. Marcial Pons, Madrid, 2008. Agrega este autor que “una

Constitución suele ocuparse de los asuntos fundamentales, asuntos que suscitan mayores pasiones que los asuntos legislativos,

y la emoción puede llevar a los jueces a desviarse de un análisis técnico desapasionado. Y es que se trata de asuntos políticos:

asuntos acerca del gobierno de la nación, de los valores políticos, de los derechos políticos y del poder político. Los artículos

constitucionales tienden también a ser a un tiempo viejos y vagos: viejos porque no es frecuente que se introduzcan enmiendas

(en parte porque introducirlas es algo difícil) y vagos porque, cuando la introducción de enmiendas es algo difícil, un artículo

constitucional formulado en un lenguaje preciso suele convertirse en una fuente de problemas ya que no podría amoldarse con

facilidad para ser ajustado a las circunstancias cambiantes, y las circunstancias claramente cambian más durante un intervalo largo

de tiempo que durante uno corto”.

[109] Posner, Richard, A., op. cit., p. 301.

[110] Aguiló Regla, Josep, Sobre el constitucionalismo y la resistencia constitucional, publicado en Interpretación y argumentación

jurídica, AAVV, coordinado por Carlos Alarcón Cabrera y Rodolfo Luis Vigo, p. 18, ed. Marcial Pons, Sociedad Española de Filosofía

Jurídica y Política y Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 2011.
[111] Post, Robert y Siegel, Reva, op. cit., 123.

[112] Taruffo, Michele, Proceso y decisión, p. 34, ed. Marcial Pons, Madrid, 2012.

[113] Taruffo, Michele, op. cit., p. 35.

[114] Gosa, Santiago M., Control judicial de constitucionalidad. Objeción contramayoritaria, LL, 11/3/2014, p. 1, AR/DOC/493/2014.

[115] Hart, H.L.A., El concepto de derecho, p. 176, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998.

Sólo me permito discrepar respecto de lo afirmado al final de esta cita pues no resulta totalmente ajustado a la realidad sostener

que los magistrados no se hallen sujetos a reglas. Reconocer una facultad tal implicaría tanto como predicar la más absoluta

discrecionalidad que, en los hechos, se reflejaría en una peligrosa posibilidad de arbitrariedad. Por el contrario, los jueces, más

que ningún otro funcionario estatal, están subordinados a directivas inquebrantables so riesgo de tener que afrontar las críticas

constitucionales –no mediáticas, lo aclaro- pertinentes. Entre éstas se cuentan, el deber de fundamentar las sentencias; de que

sus pronunciamientos sean la derivación razonada del derecho vigente con arreglo a las circunstancias comprobadas en la causa;

el principio de autoabastecimientos de los fallos judiciales, lo que no significa otra cosa que deben ser completos; que se encuentren

conformes con la Constitución y los Tratados Internacionales a ella incorporados; que observen el sentido de los precedentes

jurisprudenciales de los Tribunales Superiores, nacionales e internacionales, entre otras muchas exigencias.

[116] CSJN, “Rizzo”, voto del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni, considerando 16º.

[117] Bunge, Mario, Filosofía política, p. 205, ed. GEDISA, colección CLA-DE-MA, Filosofía, Barcelona, 2009.

[118] Atienza, Manuel, El sentido del derecho, p. 145, ed. Ariel, Barcelona, 2012.

[119] Atienza, Manuel, op. cit., p. 146.

[120] Van Dijk, Teun A., Ideología. Una aproximación multidisciplinaria, p. 31, ed. GEDISA, Serie CLA-DE-MA, Lingüística/Análisis

del discurso, Sevilla, 2006.

[121] Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 178. Más adelante, p. 181, en su mismo trabajo, expone que “cada grupo social o formación que

ejerza una forma de poder o dominación sobre otros grupos podría asociarse con una ideología que funcionaría específicamente

como un medio para legitimar o disimular tal poder. Antes se enfatizó que también los grupos que resisten tal dominación deberían

tener una ideología para organizar sus prácticas sociales”.

[122] Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 101.

[123] Bunge, Mario, op. cit., 201.

[124] Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 175.

[125] Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 182.

[126] Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 279.

[127] Atienza, Manuel, El sentido del derecho, p. 142, ed. Ariel, Barcelona, 2012.

[128] Acerca de esta calificación del derecho como producto cultural, sostiene Alejandro Nieto en Crítica de la razón jurídica, p. 73,

ed. Trotta, Madrid, 2007, que merced al quiebre, a fines del siglo XIX del dogma de la única religión verdadera y de la moral

universal “pudo considerarse al Derecho como dato cultural propio de cada pueblo y de cada momento…”, lo que explica que “un

Parlamento puede aprobar una ley en una semana; pero si esta ley no concuerda con las normas culturales del pueblo (en la

conocida terminología de M.E. Mayer) encontrará una enorme resistencia a la hora de su aplicación práctica”.

[129] Atienza, Manuel, op. cit., p. 143, citando a Max Weber.


[130] Atienza, Manuel, op. cit., p. 147.

[131] Atienza, Manuel, op. cit., p. 155.

[132] Hernández García, Javier, “El derecho a la libertad ideológica de los jueces”, publicado en Los derechos fundamentales de

los jueces, AAVV, Saiz Arnaiz, Alejandro (dir.), p. 68, ed. Marcial Pons, Centre d’Estudis Juridics i Formació Especialitzada,

Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2012.

[133] Hernández García, Javier, op. cit., p. 77.

[134] Gascón Abellán, Marina, Los hechos en el derecho, p. 119, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004.

Precisa esta autora que en la persecución de la verdad los ordenamientos jurídicos tienen que preservar valores ideológicos que

“no son consustanciales a la idea de acción judicial como actividad encaminada a poner fin a un conflicto, sino que forman más

bien parte de una cierta ideología jurídica”.

[135] “La crisis de la Justicia”, en “Crisis del Derecho”, AAVV, ed. E.J.E.A., Buenos Aires, 1961, p. 313.

[136] Kamada, Luis Ernesto, Elogio de la independencia (la metagarantía de la justicia del siglo XXI), publicado en Proyectando la

Justicia del Siglo XXI en el bicentenario de la Revolución de Mayo, p. 74, editado por el Poder Judicial de la Provincia de Córdoba,

Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez, Colección Premios y Homenajes, Córdoba, 2010.

[137] Pierre Bordieu, en El sentido social del gusto, p. 39, ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2010, señala que debe reconocerse que los

individuos son también el producto de condiciones sociales, históricas, etc., “y que tienen disposiciones (maneras de ser

permanentes, la mirada, categorías de percepción) y esquemas (estructuras de invención, modos de pensamiento, etc.) que están

ligados a sus trayectorias (a su origen social, a sus trayectorias escolares, a los tipos de escuelas por los cuales han pasado)”.

[138] Niño, Luis Fernando, Juez, institución e ideología, en La administración de justicia en los albores del tercer milenio , compilada

por Messuti y Sampedro Arrubla, Ed. Universidad, p. 219, dice: “si una ideología es un conjunto de ideas fundamentales que

caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, no sólo reconozco que

tengo una ideología, sino que desconfío de quien argumente carecer de ella, porque ha de ser un impostor o un mentecato”.

[139] Ghersi, Carlos Alberto, “El rol y la funciones del Poder Judicial, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed.

Abeledo-Perrot, p. 798/799.

[140] Andruet (h), Armando S., La sentencia judicial. Diversas conceptualizaciones de ella, discurso de incorporación como

Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.

[141] Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, p. 46, ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, caracteriza los casos difíciles,

mentados por los positivistas, del siguiente modo: “cuando un determinado litigio no se puede subsumir claramente en una norma

jurídica, establecida previamente por alguna institución, el juez –de acuerdo con esa teoría- tiene ‘discreción’ para decidir el caso

en uno u otro sentido. Esta opinión supone, aparentemente, que una u otra de las partes tenía un derecho preexistente a ganar el

proceso, pero tal idea no es más que una ficción. En realidad, el juez ha introducido nuevos derechos jurídicos que ha aplicado

después, retroactivamente, al caso que tenía entre manos”.


[142] Andrés Ibáñez, Perfecto, Etica de la función de juzgar, Reelaboración del texto de la ponencia expuesta en el seminario sobre
“Ética de las profesiones jurídicas”, organizado por la Universidad de Comillas. Madrid, febrero de 2001, publicado en Jueces para
la Democracia. Información y debate nº 40/2001.

[143] “El Estado de Justicia”, ed. Librería Editora Platense, Buenos Aires, 2003, p. 178.
[144] Malem Seña, Jorge, La función judicial. Ética y democracia, p. 163 y siguientes, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo

Vázquez, compiladores, ed. GEDISA e ITAM, Barcelona, 2003.

[145] Kramer, Larry D., op. cit., p. 129.

[146] Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 419, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

[147] Siegel, Reva y Post, Robert, Constitucionalismo democrático, op. cit., p. 123.

[148] Hart, Herbert L. A., El concepto de Derecho, p. 181 y siguientes, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998.

[149] Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 256, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.

[150] No es posible iniciar un balance adecuado del problema de la independencia judicial si no se parte de la realidad que contienen

las críticas dirigidas hacia el Poder Judicial. A su vez, cabe tener en consideración que esa ineficacia, como lo advierte Alejandro

Nieto en El desgobierno judicial, p. 37 y siguientes, ed. Trotta, Madrid, 2005, no es más que el resultado de la confluencia de otras

características que parecen informar, según la unánime coincidencia social, el accionar de este Poder del Estado, que se muestra

como tardío, atascado, que resulta ser un servicio relativamente caro, proporciona soluciones desiguales y que es imprevisible.

Entre nosotros, Néstor Pedro Sagüés, en El tercer poder. Notas sobre el perfil político del poder judicial, p. 3 y siguientes, ed.

LexisNexis, Buenos Aires, 2005, ha expuesto la situación de la Justicia describiéndola como huérfana, confundida, débil,

domesticada, acosada y dividida.

De su lado, Owen Fiss en El derecho como razón pública, p. 99 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2007, no deja pasar la

circunstancia de que reina, en materia de organización del poder judicial, una deficiencia a la que llama “burocracia judicial”,

fenómeno que no deja de exhibir una serie de patologías que menoscaban la eficacia en el funcionamiento de este poder del

Estado (op. cit., p. 105).

[151] Fiss, Owen, op. cit., p. 91.

[152] Kemelmajer de Carlucci, Aída, El poder judicial hacia el siglo XXI, publicado en Derechos y garantías en el siglo XXI, AAVV,

Aída Kemelmajer de Carlucci y Roberto López Cabana (Directores), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 19 y siguientes.

[153] Vanossi (1996:122) recuerda que Bartolomé Mitre, en oportunidad de su mensaje legislativo del 1º de mayo de 1863, “pudo

declarar enfáticamente que el gobierno ‘se había penetrado de la necesidad de completar nuestro sistema político e instaló la Corte

Suprema de Justicia Federal, que tan grande y benéfica influencia está destinada a ejecutar en el desenvolvimiento de las

instituciones, como un poder moderador’”.

Por su parte, del análisis que del concepto de soberanía hace Giorgio Agamben en Estado de excepción, p. 24 y siguientes, ed.

Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, se desprende la tangible posibilidad de que las mayorías adopten decisiones lesivas a los

derechos de las minorías. El ejemplo proporcionado por este autor, relativo al ascenso constitucionalmente legitimado de Hitler al

poder en Alemania para, luego, incurrir en la distorsión ostensible de sus objetivos, resulta históricamente contundente a la hora

de probar la necesidad de la existencia de un Poder independiente que, aún en contra de los designios mayoritarios, provea a la

protección de los derechos de las minorías.

[154] Dworkin, Ronald, El imperio de la justicia, ed. GEDISA, Barcelona, 2005, p. 133.

Sobre este mismo punto, expresa Tom Campbell en La justicia. Los principales debates contemporáneos, p. 92, ed. GEDISA,

Barcelona, 2002, que “la protección de las minorías contra las pretensiones morales de las mayorías ha sido considerada durante

mucho tiempo como una prueba fundamental de toda teoría de la justicia, ya que es debido a consideraciones de justicia que
buscamos razones sobre las cuales limitar los derechos políticos de las mayorías”, señalando que “la cuestión que surge es si este

principio mayoritario implica que no hay límites a lo que una mayoría de personas en una comunidad política pueda decidir imponer

a minorías disidentes”.

[155] Recuerda Kemelmajer de Carlucci, op. cit., p. 21, que “en este sentido, explica Dworkin que mientras los organismos políticos

deben ocuparse de lidiar con los objetivos colectivos (esto es, los objetivos orientados a satisfacer las necesidades generales de

la sociedad), los jueces tienen que custodiar los derechos individuales para impedir que se lleven a cabo políticas públicas que no

respeten la autonomía de cada individuo en particular”.

Por otra parte, el decoro en la actuación de los jueces, en mayor grado aún que al resto de los funcionarios del Estado, les resulta

plenamente exigible incluso en su vida privada. Véanse al respecto las apreciaciones vertidas por Jorge Malem Seña en “La vida

privada de los jueces”, publicado en La función judicial. Ética y democracia, p. 163 y siguientes, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco

y Rodolfo Vázquez (comp.), ed. Gedisa, Barcelona, 2003.

[156] Laclau, Martín, Reflexiones sobre la noción de Estado de derecho: su origen y su papel en la actual problemática jurídica,

publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General,

nº 24, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 34.

[157] La admisión de la posibilidad de que el poder mayoritario incurra en violaciones a los derechos de las minorías, exigiendo la

intervención moderadora de los jueces, no implica –en modo alguno- desconocer la importancia primordial que, por principio, tiene

el sistema democrático de toma de decisiones, aún cuando éste deba someterse al control constitucional. Sobre ello, Nino señala

en Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, p. 191, ed. GEDISA,

Buenos Aires, 2007, que “en la medida que la democracia incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las

autoridades como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime por su análogo más cercano

que es el consenso mayoritario), la democracia es un método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una

presunción de validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros sistemas de decisión”.

Asimismo, anota Marcelo Alegre en Igualitarismo, democracia y activismo judicial, publicado en Los derechos fundamentales, p.

102. SELA 2001 y Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2003, que “la regla de mayoría que goza de primacía normativa como modo de

tomar decisiones es un método idealizado, en el que todas las partes involucradas tienen igualdad de acceso a la información, son

igualmente racionales y razonables, sus costos de participación son iguales, etc. Al pasar a la regla de mayoría como institución

real, no idealizada, algo de peso normativo se pierde”.

[158] Aída Kemelmajer de Carlucci, citando a Pablo Lucas Verdú en Emergencia y Seguridad Jurídica, publicado en Revista de

Derecho Privado y Comunitario, T. 2002-I, p. 22.

[159] Enrique Zuleta Puceiro, Poder judicial y función de juzgar en el nuevo contexto de la organización estatal, publicado

en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 18, ed.

Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 322.

[160] Ernst, Carlos, Independencia judicial y democracia, publicado en La función judicial. Etica y democracia, p. 242, AAVV, Jorge

Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (compiladores), ed. GEDISA, Barcelona, 2003.

[161] Señala Dworkin, op. cit., p. 150, que “como los jueces, en su mayoría, no son electos, y como en la práctica no son

responsables ante el electorado de la manera en que lo son los legisladores, el que los jueces legislen parece comprometer esa
posición”. A ello debe agregarse que “la primera objeción, legislar debe ser misión de funcionarios electos y responsables, no

parece admitir excepciones cuando pensamos en la legislación como política, es decir, como un compromiso entre objetivos y

propósitos individuales en aras del bienestar de la comunidad como tal”. De allí que “el funcionamiento del sistema político de la

democracia representativa es quizás apenas indiferente en este aspecto, pero es mejor que un sistema que permita que jueces no

electivos, que no tienen contacto con el público ni están sometidos al control de grupos de presión, establezcan, a puertas cerradas,

compromisos entre los intereses en juego”.

[162] Arocena, Gustavo, Ensayo sobre la función judicial, ed. Mediterránea, Córdoba, 2006, p. 90.

[163] Capella, Juan Ramón, Elementos de análisis jurídico, p. 150, ed. Trotta, Madrid, 2008.

[164] Capella, Juan Ramón, op. cit., p. 151, citando a Kircheimer en Political Justice, Princeton University Press, Princeton, 1961.

[165] Para una comprensión adecuada de la historia y los diversos sentidos que encierra el giro “estado de excepción”,

véase Agamben, Giorgio, Estado de excepción, tercera edición, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007.

[166] Entre estos Capella, op. cit., p. 152, enuncia los siguientes: la sustitución de los tribunales de justicia ordinarios por otros

especiales; la instauración de jurisdicciones especiales cuya naturaleza perversa se patentiza en que los jueces son designados

por el poder político o seleccionados por métodos distintos a los ordinarios; la violación al principio de legalidad; autorización de

procedimientos especiales; creación de un clima de opinión coactivo para los jueces, entre otros.

[167] Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 417, citando a Jeremy Waldron.

[168] Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 417.

[169] Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 420.

[170] Sobre este particular afirmo sin hesitación que la mayoría de los fallos emitidos por los Jueces son tanto acordes a las

aspiraciones de las mayorías como “populares”, pero como los que llegan a conocimiento de la sociedad -por imperio de la

estimulación mediática- son aquéllos que los interesados en cuestionarlos tildan de “polémicos”, calificación que he abdicado de

utilizar al inicio de este estudio por sus connotaciones poco rigurosas, se tiene la impresión que todos los pronunciamientos

judiciales son contrarios al buen sentido y a las pretensiones de la ciudadanía. Esto no es así y basta para probarlo la sola mención

a la enorme cantidad de decisorios que se dictan a diario y que no merecen la menor atención social o mediática, sólo por ser

correctos y adecuados a las circunstancias del caso resuelto.

Esto, traducido en términos constitucionales, se identifica con la labor de afianzamiento de la justicia y la consiguiente paz social

que le encomienda la Carta Magna al Poder Judicial.

[171] Epp, Charles R., La revolución de los derechos: abogados, activistas y cortes supremas en perspectiva comparada, p. 293,

ed. Siglo XXI, colección derecho y política, Buenos Aires, 2013.

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