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En tiempos donde todo se licua y el hombre se empeña en mantener el pie sobre el acelerador,

leer a un autor como José María Arguedas, no sólo constituye un momento de poesía, misticismo
y origen, sino, incluso, una imperiosa necesidad. Una mirada cosmológica se abre y fluye hacia
dentro de las venas de Latinoamérica misma, se extiende a lo largo del argumento, y suena como
igual que un río. Es Cuzco, es Abancay, es la geografía peruana y sus siglos escondidos, cual
palimpsesto, debajo de la cáscara blanda del colonialismo con su pintura blanca y sus ladrillos
mudos de civilización. Pero sobre todo, es la voz de un niño que devenido en hombre y que,
quizás, sea la clave para descubrir la propia identidad. Una voz de raíz mestiza, que busca la paz
y el equilibrio, que es también espejo de otras voces, de otras consciencias que sopesan que a
la hora de elegir entre una bandada de pájaros y una gomera, eligen la última. Un hombre que
lucha contra el olvido en su propia memoria, que evoca a su niño interior y le regresa las riendas
de su historia.

De esta manera, la novela se configura en un sentido tan musical (más allá del ritmo o la
presencia de instrumentos a lo largo de la obra), que se convierte en muchas voces, pero sobre
todo en una: la voz del niño, que es la voz original resistiendo a la modernidad, la voz del suelo
ancestral que late bajo las capas de pintura del colonialismo, que duerme ese sueño lento del
que aún no puede despertar.

Ernesto parece entender que la naturaleza está hablando. Lo observa en los muros, en las
catedrales que tienen la voluntad de impedir a los árboles crecer ante su imponencia.
La mirada mágica de Ernesto es un símbolo que opera incluso en la estructura de la obra, que se
extiende sobre las cosas, que les imprime su lógica. Siempre se está escapando de algo: el
desprecio de la modernidad y sus gentes (incluyendo a otros mestizos), la propia condición de
un pasado innegable y diferente. Es a partir de esto, que el niño oscila entre la ensoñación que
embellece al mundo y el intento por comunicarse con la naturaleza, o “con lo que queda del
mundo”, en palabras de Vargas LLosa.

Dice el narrador: “el canto de las torcazas iluminaba los maizales”, una bella imagen sinestética
que además nos observa cómo el Ernesto narrador revive su mirada de la infancia, y por si fuera
poco, sintetiza la mecánica del majestuoso lenguaje de la naturaleza, cuya sola presencia narra
y le da forma a las cosas. La voz de Ernesto se funde con la naturaleza, con la historia, con la
estructura de la novela y con el suelo mismo.

En consonancia con el espíritu del libro, la obra del filósofo Rodolfo Kusch cristaliza lo que
venimos diciendo. El suelo para Kusch es aquello que siempre configura las circunstancias y los
aconteceres. Esta categoría es medular en el pensamiento del filósofo. Escapando a los
condicionamientos de esquemas occidentales y europeos, busca reivindicar a las culturas
ancestrales y promover ciertas categorías de análisis que, desde un punto de vista Jungueano,
permitirían deconstruir al hombre y darle una perspectiva diferente sobre sí mismo y sobre la
Historia, lo que le posibilitaría convivir con su yo interno en un contexto de acuciante
transmodernidad. En estos albores acelerados, violentos, en donde la individualidad se disipa,
irónicamente, en la masiva horda del culto a la individualidad misma.

En curioso que el enlace en inglés de Wikipedia sobre Arguedas lo defina de la siguiente manera:
“Arguedas fue un autor de ascendencia española, con una rara fluidez en el idioma nativo
quechua, desarrollada por vivir en dos hogares quechuas desde los 7 a los 11 años…” Es
pertinente observar que se considera que esta novela es de corte autobiográfico, lo cual se
asoma a lo largo del argumento sin entorpecer para nada el devenir ficcional. Lo llamativo del
fragmento citado puede arribar a diferentes conclusiones, pero el juego literario nos invita a
decir que allí mismo se halla el espíritu de la novela: una esencia de mitades polares, cuya
genética ancestral mágicamente hace aparecer esa “rara fluidez del quechua”. Wikipedia
simboliza la voz de occidente, el ojo hegemónico que ubica en primer lugar la ascendencia
europea y luego coloca el vínculo de Arguedas con el quechua en la categoría de raro. Y es
justamente lo contrario. La novela parte de esa dualidad para hacer dialogar sus dos partes con
la naturaleza, incluso con el mismo Ernesto; las iguala, no anula lo occidental sino que lo asume
y lo integra sin restarle importancia a lo verdaderamente latinoamericano, proponiendo una
cosmovisión desprovista de los vínculos jerárquicos propios de una sociedad dominada por el
darwinismo social.

Arguedas ha escrito una novela con un espíritu similar al de obras como El limonero real, de Juan
José Saer, o Pedro Páramo, Juan Rulfo. En estas obras también el suelo está presente, el
ambiente también tiene algo para decir.

El ritmo de la novela de Saer es el ritmo del río, el tiempo del Paraná y su devenir cotidiano. Es
un juego de fragmentos que se unen mediante la experimentación y la poesía, pero
principalmente es la voz de la naturaleza fijando el argumento y su peso sobre la vida de las
personas.

De una manera levemente diferente (aunque no tanto), la narrativa de Rulfo también halla su
sentido más profundo en el suelo. La geografía, el mundo inmediato de los personajes, definen
el relato y, al mismo tiempo, espejan la muerte y la desolación de esa tierra seca, alta y sin abrigo
que es Comala: un páramo donde la vida continúa muy a pesar del concepto occidental de
muerte.

Se puede trazar entonces, claramente, una línea horizontal entre estas obras, porque de una
manera o de otra, ponen el acento en aquellas voces calladas por el avance de la urbanidad, del
colonialismo, de la marginación; las sacan de ese silencio ancestral, petrificante, y permiten que
broten desde el centro mismo de la tierra hacia el exterior. Entonces es que habla otra noción
del origen del mundo, otro tiempo, simultáneo, latinoamericano.

Mario Vargas llosa realiza una interesante distinción entre dos categorías de novela
latinoamericana: una novela primitiva, aún impregnada de la mirada occidental y europea sobre
Latinoamérica, en la cual la naturaleza hace a los hombres, y una novela de creación, ya más
alejada de la mirada de occidente en la que es el hombre que hace a la naturaleza desde su
propia voz. Ya no son las poblaciones originarias las que son dichas, sino que son las que dicen,
directamente, sin intermediarios, sobre sí mismas. Esto implica una literatura más genuina. En
estas novelas lo importante no es la recreación de la latinoamericanidad y su geografía, ni la
simple reproducción de las categorías occidentales de lo indigenista, lo importante es servirse
de estos elementos con fines literarios. Lo mágico y lo metafísico. Europa y Latinoamérica. Raíz
o colonia. Estas son algunas de las ambigüedades que explota Los ríos profundos, y las lleva hacia
el centro mismo del personaje de Ernesto, cuya identidad parece intentar conformarse en el
seno de una fuerte lucha entre dos opuestos que constituyen una misma cosa.
Esta novela de creación, como la llama Vargas Llosa, rompe la cáscara blanda de la colonización
y deja entrever esos ladrillos de formas inverosímiles, le quita la cuerda al reloj para que el sol
vuelva a ser el que dicta el trayecto del tiempo, y no al revés.

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