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“En algún rincón apartado del universo titilante que se derrama en innumerables sistemas

solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el


conocimiento. Fue el minuto más arrogante y más solapado de la «historia universal»,
pero fue solo un minuto”. Así comienza Nietzsche uno de sus ensayos más importantes
de juventud, titulado Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral (1872). La
traducción es de José Jara, un profesor y filósofo chileno que, entre otras muchas
hazañas, fue el primero en leer y escribir seriamente algo sobre Michel Foucault por estos
lados. En una conversación personal, me contó que le había escrito una carta al “filósofo
de Poitiers”, quien amablemente leyó su tesis doctoral y la llenó de elogios, suscribiendo
allí las principales tesis que recorrían el análisis crítico de su propio pensamiento. José
Jara, aquejado de una extraña enfermedad, dejó de existir en el mundo de las “palabras
y las cosas” el año 2017, casi al finalizar su último curso que, curiosamente llamó “Michel
Foucault y la política de la verdad”. Lo recuerdo como una persona muy generosa. Sus
palabras me visitan todo el tiempo. Recuerdo, por ejemplo, que siempre citaba a
Nietzsche para señalar que “la filosofía se hacía a martillazos”, que “las ideas había que
rumearlas” como si fuésemos vacas, o que cuando del pensamiento se trataba,
“debíamos ser modestos, siempre pensar con modestia”. Fue así que conocí acerca de
los astros y de esta frase maravillosamente formulada, que ha sido analizada por
décadas. Jara solía hablar de astrofísica al comienzo de sus clases. Un día hablamos de
la luna…A diferencia de todos los demás astros, es quizá aquel que más nos incumbe,
puesto que nos informa acerca de nuestra existencia terrestre, al tiempo que nos
anuncia lo infinito de un relato cosmogónico. Habita un interregno, un cierto umbral de
indistinción entre lo actual y la finitud, lo potencial y la completa desmesura. De cualquier
forma, pareciera ser que toda su gravedad se juega en haber determinado la existencia
de todos los pueblos a lo largo de la historia, para recordarnos que somos “humanos,
demasiado humanos” (otra vez Nietzsche) y que la gravitación de la vida tiene un
nombre femenino que no es aquel del logos, como pensaba despectivamente el filósofo
alemán para despreciar el conocimiento, sino el de una intensidad cósmica que siempre
está a punto de transmutar la existencia, a punto de hacernos variar, menguar. La vida
se des-pliega junto a la luna y sus ciclos; en su tiempo germina aquello que niega y afirma
la finitud; es por ello, siempre una promesa, una potencia, incluso un deseo que
acompaña a la humanidad para señalar también su dependencia, sus luces, así como
su oscuridad…

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