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¿Qué tal sería ser educado?

Peter Bieri (2005)

La educación es algo que cada ser humano hace consigo y por sí mismo: uno se educa.
Otros pueden instruirnos, pero educarse es algo que solamente puede hacerse cada
uno a sí mismo.1 No se trata de un simple juego de palabras, pues educarse es
realmente algo muy diferente a ser instruido. Adquirimos una instrucción con el fin de
poder hacer algo. Por el contrario, cuando nos educamos, nos ocupamos en llegar a ser
algo, aspiramos a ser en el mundo de una determinada manera. ¿Cómo podríamos
pues describir la educación?

Educación como orientación en el mundo

La educación comienza con la curiosidad. Si se mata la curiosidad, se le roba a la


persona la oportunidad de educarse. La curiosidad es el deseo insaciable de
experimentar cuanto existe en el mundo. Ella puede desplegarse en direcciones
completamente diferentes: hacia arriba, a la estrellas; hacia abajo, a los átomos y los
cuantos; hacia afuera, a la diversidad de especies naturales; hacia adentro, a la
fantástica complejidad del organismo humano; hacia atrás, a la historia del universo, de
la Tierra y la sociedad humana; y hacia adelante, a la pregunta de cuál será el destino
de nuestro planeta, de nuestra forma de vida y nuestras autoimágenes. Se trata
siempre de dos cosas: de saber qué es lo que sucede y de entender por qué es eso lo
que sucede.

La cantidad de cosas que hay por conocer y comprender es gigantesca y crece cada
día más. Educarse no significa correr detrás de todo hasta perder el aliento. La solución
consiste en hacerse un mapa general de lo cognoscible y lo comprensible y aprender
cómo se podría aprender más sobre las diferentes provincias. La educación es pues un
doble aprendizaje: se conoce el mundo y se aprende el aprender.

De aquí surgen dos cosas igualmente importantes. Lo primero es un sentido de las


proporciones: para ser educado no se requiere saber el número exacto de lenguajes
que hay sobre la tierra, pero si se debe saber que son más bien 4000, que 40; que
China es el país más poblado pero, por mucho, no el más grande; que no existen
cientos de elementos químicos; que la velocidad de la luz no es ni de 10, ni de un millón
de kilómetros por segundo; que el universo no tiene un antigüedad de millones, sino de
billones de años; que la Edad Media no comenzó con el nacimiento de Jesús, ni la

1
Traduzco aquí los términos alemanes Bildung y Ausbildung como “educación” e “instrucción”, respectivamente.
1
Modernidad hace 100 años. También cuenta la capacidad para apreciar la importancia
de las personas y sus logros: Louis Pasteur fue más importante para la humanidad que
Pelé; la invención de la imprenta y de la bombilla más rica en consecuencias que la de
la rasuradora y el lápiz labial.

Lo segundo que aparece en el marco de la orientación en el mundo es un sentido de la


precisión, una comprensión de lo que significa conocer y entender algo con exactitud,
sea ello una roca, un poema, una enfermedad, una sinfonía, un sistema legal, un
movimiento político, un juego. Nadie logra conocer con exactitud más que un minúsculo
sector del mundo y no es eso lo que demanda la idea de educación. Pero el sujeto
educado es el que puede hacerse una idea de lo que es la precisión y que ella tiene un
significado muy diferente en las diferentes provincias del saber.

Educación como ilustración

Educada es entonces una persona que se sabe orientar en el mundo. ¿Cuál es el valor
de esa orientación? “Saber es poder”. En lo que respecta a la idea de educación, esto
no puede significar dominar a otros con el propio saber, pues el poder del saber radica
en otra cosa: él impide que se convierta uno en víctima. Quien conoce del mundo puede
ser engañado con menor facilidad y defenderse cuando otros pretenden convertirlo en
juguete de sus intereses, por ejemplo en la política o en la publicidad. La orientación en
el mundo no es la única orientación que se puede alcanzar; ser educado significa
también familiarizarse con la cuestión acerca de lo que constituye el conocimiento y la
comprensión y cuáles son sus límites, poder plantearse la pregunta: ¿Qué sé y qué
comprendo realmente? Esto es, poder hacer un balance del saber y la comprensión. De
ello hacen parte preguntas como estas: ¿Qué evidencias apoyan mis convicciones?
¿Son ellas confiables? ¿Justifican ellas realmente lo que parecen justificar? ¿Qué
distingue a los buenos argumentos de la engañosa palabrería? El saber del que aquí se
trata es un saber de segundo orden, aquel que distingue al científico ingenuo del
educado y al periodista serio del simplón, el que nunca ha escuchado hablar de crítica
de las fuentes. El saber de segundo orden nos salva de convertirnos en víctimas de
supersticiones. ¿Cuándo un suceso hace otro probable? ¿Qué es una ley, por oposición
a una correlación fortuita? ¿Qué distingue una explicación auténtica de una aparente?
Cosas como estas debemos saberlas si apreciamos un peligro y queremos formarnos
un juicio sobre los vaticinios con lo que se nos bombardea. Alguien atento en estos
asuntos conservará una escéptica distancia, no sólo frente a la literatura esotérica, sino
también frente a los pronósticos económicos, los argumentos de las campañas
electorales, las promesas psicoterapéuticas y las osadas pretensiones de la
investigación sobre el cerebro, y se sentirá irritado cuando escuche a otros repetir como
loros formulas científicas. Educado es, en este sentido, quien sabe distinguir entre
meras fachadas retóricas y verdaderos pensamientos; y puede hacerlo, porque dos
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cuestionamientos se han convertido para él en una segunda naturaleza: ¿Qué significa
exactamente eso?; y ¿De dónde sabemos que eso es así? Formular una y otra vez
esas preguntas nos hace resistentes frente a ejercicios retóricos, el lavado cerebral y la
afiliación a sectas y agudiza la percepción frente a las ciegas costumbres del
pensamiento y del habla, a las tendencias de la moda y a toda forma de adhesión
irreflexiva. En esas condiciones, se deja de estar expuesto al engaño y a ser tomado
por sorpresa; parlanchines, gurús y periodistas prepotentes ya no tienen posibilidad.
Este es un bien supremo y su nombre es incorruptibilidad de pensamiento.

Educación como consciencia histórica

La consciencia ilustrada de la persona educada no es solamente una consciencia


crítica, sino que está también marcada por una curiosidad histórica: ¿Cómo ha llegado
a ocurrir que pensemos, sintamos y vivamos como lo hacemos? Y sobre la base de esa
curiosidad descansa la idea de que todo habría podido ser diferente, de que no existe
en nuestra cultura ninguna inevitabilidad metafísica. La consciencia ilustrada es, por
tanto, una consciencia de la contingencia histórica, que se expresa en la capacidad de
contemplar la propia cultura desde una cierta distancia y de tomar frente a ella una
posición irónica y juguetona. Esto no significa que no pueda uno declararse partidario
de su propia forma de vida, sino sólo que se distancia de la ingenua y arrogante idea de
que la propia forma de vida, más que cualquier otra, se adecúe a una supuesta esencia
humana. Tal presunción, constitutiva de todo imperialismo y de toda actitud misionera,
es un signo inequívoco de falta de educación.

La consciencia histórica conduce a la necesidad de una nueva apropiación de la cultura


en la que casualmente se ha crecido. Esto tiene una gran relación con la reflexión sobre
el lenguaje: iluminar nuestra historia como participantes en una determinada cultura
significa, sobre todo, hacernos presente la historia de nuestras palabras, porque somos
animales parlantes y nada contribuye más a nuestra identidad cultural que las palabras
con las que damos forma a nuestra relación con la naturaleza, con los demás seres
humanos y con nosotros mismos. Las formas de vida humanas se acuñan por medio de
lenguajes en los que se manifiestan cosmovisiones. Cómo vemos el mundo es algo que
se muestra en las categorías en torno a las que se condensa un lenguaje. ¿Cómo han
surgido y se han transformado estas categorías? Rápidamente llaman la atención
categorías como “espíritu”, “alma”, “consciencia” y “razón”, aquellas palabras, por tanto,
que sirven para caracterizar lo particular del ser humano, su especial dignidad. El
cambio histórico es aquí dramático y ha dejado a su paso una inseguridad nocional,
cuyo conocimiento hace parte de la educación. Lo mismo vale para las ideas del bien y
el mal, la culpa y la expiación, el respeto y la dignidad, la libertad y la justicia. Las
historias de estas palabras muestran todo lo diferente, difuso y fragmentario que se
oculta bajo las relucientes superficies. Palabras como “crueldad” y “sufrimiento”,
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“felicidad” y “serenidad”, son ejemplos de la manera en que, en unas pocas palabras, se
condensan autoimágenes culturales. En el lenguaje de los sentimientos encuentra su
expresión la forma en la que los partícipes de una cultura se perciben a sí mismos. Las
formas de vida y sus valoraciones se expresan a menudo en metáforas acuñadoras.
Sólo se entra realmente en una cultura cuando se domina el lenguaje de la ternura, las
palabrotas y las obscenidades, cuando se conocen los tabús lingüísticos existentes.

Comprender una cultura significa entenderse con sus representaciones de integridad


moral. Nacemos con determinados mandamientos y prohibiciones morales, los
respiramos en el aire de la casa paterna, de la calle, de las películas y libros que nos
asombran y nos marcan; ellos constituyen nuestra identidad moral y determinan en
nosotros sentimientos morales tales como la indignación, el rencor y la mala
consciencia. Al principio – y esto pertenece al rigor de la moral – ponemos estas cosas
como absolutas, no las aprendemos como una posibilidad entre otras. El proceso de
educación consiste entonces en tomar consciencia de que en otras partes de la Tierra,
en otras sociedades y formas de vida, se piensa sobre el bien y el mal de otra manera y
se les percibe con otra sensibilidad; que también nuestra identidad moral es
contingente, un azar histórico; que las representaciones de pecado y humildad, por
ejemplo, son diferentes fuera de las religiones monoteístas; que no en todas partes la
venganza y la retaliación se consideran reprobables; que se puede pensar de otra
manera sobre el sufrimiento, la muerte y la felicidad; y que en otras partes se las
arreglan con los males físicos y morales en el mundo sin recurrir a la idea de que ellos
no son la última palabra y que, algún día, se llamará a cuentas.

La educación puede producir conmoción en el creyente. Enterarse de que millones de


personas no poseen la fe correcta debe ser algo chocante. Y puesto que pertenece a la
substancia de las creencias religiosas el que su base no puede ser el azar histórico,
resulta igualmente difícil el reconocimiento de lo evidente: que lo que se crea, la liturgia
que se siga e incluso el aspecto que tenga la propia moral, son el resultado de un albur
geográfico y social. Ello amenazaría con despojar la fe de su valor, la religión
aparecería de repente como el juguete de la casualidad cultural. Por eso la educación
es subversiva en lo que respecta a la cosmovisión, porque ella hace consciente de la
relatividad de toda forma de vida. Las ideologías totalitarias y también la iglesia, tratan
sistemáticamente de sofocar este aspecto de la educación; de ahí la prohibición de los
libros y de los viajes. En el Islam se castiga la apostasía con la pena de muerte. La
educación disuelve la metafísica totalitaria y comprende la religión como expresión de
una forma y un soporte que los seres humanos quieren darle a su vida. En este sentido,
la religión no tiene nada que ver con verdad metafísica, sino con la formación de una
identidad, con la pregunta de cómo queremos vivir. El conocimiento de alternativas la
despoja de su valor sólo de manera aparente; este valor puede incluso vivirse con más
intensidad, porque ya no nos las tenemos que ver con un destino intangible, sino con
una elección libre. Se podría decir que sólo quien conoce y reconoce la contingencia
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histórica de su identidad cultural y moral se ha hecho verdaderamente adulto. En tanto
se permita que una instancia ajena prescriba cómo se debe pensar sobre el amor y la
muerte, sobre la moral y la felicidad, no se ha asumido completamente la
responsabilidad de la propia existencia.

La consciencia de la contingencia histórica incluye todavía otras cosas: de una parte, el


saber sobre diferentes formas de Estado y sistemas legales, pero también cuestiones
como las representaciones de la intimidad; lo que despierta pudor; la relación con el
cuerpo; las formas de la cortesía y la dignidad; cómo se festeja y se viste; la relación
con las drogas; las formas del alborozo y de la ternura; cuando se llora y cuándo se ríe;
las manifestaciones de humor; las expresiones de tristeza; los rituales fúnebres; lo que
es ofensivo; cómo se come; lo que se desprecia; las formas de acercamiento entre
hombre y mujer; las maneras del flirteo. También aquí ser educado significa un
conocimiento de la diversidad, el respeto por lo extraño, la retractación de una
arrogancia precipitada.

Si soy educado en este sentido poseo una cierta forma de curiosidad: la de querer
saber cómo hubiese sido haber crecido en otra lengua, en otro entorno y tiempo, en otro
clima. Cómo sería sentirse a gusto en otra profesión, en otro estrato social. Tengo la
necesidad de un viajar atento para ampliar mis fronteras internas. La educación nos
hace adictos a las películas documentales.

Hasta aquí he definido la educación como orientación en el mundo, ilustración y


conciencia histórica. Ahora agrego la definición que me es más querida: la persona
educada es aquella que tiene una comprensión amplia y profunda de las muchas
posibilidades de vivir una vida humana.

Educación como capacidad de expresión

El sujeto educado es un lector. Sin embargo, no basta con ser un devorador de libros y
un sabedor de muchas cosas, pues, por paradójico que pueda sonar, existe el erudito
inculto. La diferencia radica en que una persona educada sabe leer libros que la
transforman. “¿No nos protege entonces el humanismo de nada? se preguntaba Alfred
Andersch refiriéndose a Heinrich Himmler, quien provenía de una familia de la
burguesía cultivada en el humanismo. La respuesta es que él protege sólo a aquél que
no sólo consume escritos humanistas, sino que se deja atrapar por ellos, aquel que tras
la lectura se convierte en un otro. Es un signo inequívoco de educación no considerar el
saber como mera colección de información, divertido pasatiempo o decoración social,
sino como algo que puede significar una transformación y ampliación internas que
tienen a su vez efecto sobre la acción. Esto no vale sólo para el caso de asuntos

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moralmente relevantes, pues la persona educada se transforma también con la poesía;
esto lo distingue del burgués y del pequeñoburgués cultos.

Cuando se trata de encontrar el juicio correcto en un asunto determinado, el lector de


libros especializados tiene en su cabeza un coro de voces, ya no está solo. Algo le
sucede cuando lee a Voltaire, a Freud, a Bultmann o a Darwin: ve el mundo de manera
diferente, puede hablar sobre él de forma distinta, más precisa, reconociendo más
interrelaciones. El lector de literatura aprende todavía otra cosa, a saber, cómo se
puede hablar sobre el pensar, el querer y el sentir humanos. Aprende el lenguaje del
alma, aprende que, frente al mismo objeto, se puede tener un sentimiento diferente al
acostumbrado, otro amor, otro odio. Aprende nuevas palabras y nuevas metáforas para
los sucesos del alma y, puesto que su vocabulario, su repertorio conceptual, se ha
ampliado, puede hablar sobre sus vivencias con más matices, lo que, a su vez, le
posibilita sentir de forma más diferenciada.

Tenemos ahora una definición más amplia de educación: educada es una persona que
puede hablar mejor y más interesantemente sobre el mundo y sobre sí mismo que
aquellos que repiten siempre retazos de palabras y fragmentos de pensamiento con los
que se toparon hace tiempo. Su capacidad de expresarse mejor les permite profundizar
y desarrollar cada vez más su autocomprensión, sabiendo que en ello no hay un punto
final, porque nunca se arriba a la esencia última de sí.

Educación como autoconocimiento

Es propio de las personas problematizar lo que se refiere a sus opiniones, deseos y


emociones y ocuparse de sí mismas. La educación es algo que entrelaza con esta
capacidad. Alguien puede ser suficientemente instruido y poseer una gran orientación
que le permita navegar exitosamente por el mundo, pero si no puede confrontarse y
trabajar sobre sí mismo, no dispone de educación en el sentido pleno del término.

Se puede tratar de educación como autoconocimiento: en lugar de simplemente creer,


desear y sentir determinadas cosas, me puedo preguntar, de dónde provienen ellas,
qué origen tienen y sobre qué bases descansan. En el caso del pensamiento y la
opinión surge entonces un saber de segundo orden al que ya hemos hecho mención.
Sin embargo, quisiera referirme ahora de modo más preciso a lo concerniente a mi
voluntad y mis emociones: ¿Cómo he llegado a ellas? ¿Qué las ha impulsado y qué tan
bien fundadas están? Se trata de entenderse uno mismo en su pensar, sentir y querer,
en lugar de dejar simplemente que estas cosas ocurran, de la interpretación del propio
pasado y de la dilucidación de los proyectos para el futuro, en síntesis; se trata de la
construcción y la readaptación de las autoimágenes. La persona educada se ve
reflejada en su capacidad de formular preguntas de este tipo: ¿Cómo sé yo que una

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autoimagen no es una fantasmagoría? ¿Poseemos un acceso privilegiado a nosotros
mismos? ¿Son las autoimágenes resultado de un descubrimiento o de una invención?

De acuerdo a mi siguiente definición, educada es una persona que sabe de sí misma y


de las dificultades que este conocimiento conlleva. Es alguien cuya auto-imagen puede
ser mantenida en suspenso con escéptica atención, alguien consciente de la frágil
diversidad que le habita y que no acepta identidad social alguna como algo
incuestionable.

Educación como autodeterminación

En el proceso de educación no se trata solamente de ampliar el conocimiento de sí


mismo, sino también de estar en condiciones de valorarse a sí mismo en el propio
pensar, sentir y querer, de identificarse con una parte y distanciarse del resto. En ello
consiste la construcción de una identidad espiritual; así se cincela una escultura
espiritual para nosotros mismos.

Por diversas razones puedo estar insatisfecho con el mundo de mis voliciones, mis
pensamientos y mis sentimientos: porque carece de claridad y de armonía en su
interior; porque choco permanentemente en el exterior; porque me siento extraño en él.
Es entonces cuando requiero de una éducation sentimentale, en el sentido amplio del
término, es decir, del tipo de educación que, con buenas razones, solía denominarse
educación del corazón: apoyado en la creciente lucidez frente a la lógica y la dinámica
de mi propia vida anímica aprendo que los pensamientos, los deseos y los sentimientos
no son un destino inevitable, sino algo que se puede elaborar y transformar; de esta
manera experimento lo que significa llegar a ser autodeterminante no sólo en lo que
hago, sino también en lo que quiero y vivencio. Esta autodeterminación no puede
consistir en encerrarme en un fortín interior para huir de cualquier influencia extraña que
pueda contener el veneno de la determinación ajena. Lo que aprendo es algo diferente:
a diferenciar entre una influencia que me aliena y otra que me hace más libre en la
medida en que aproxima más a mí mismo. Toda forma de psicoterapia que no se agote
en un simple condicionamiento y descondicionamiento contribuye a este modo de
formación interior.

La autodeterminación no acontece, en este sentido, desde un elevado mirador interior,


desde el que pueda dirigir mi transcurrir anímico, pues el yo no es nada diferente a ese
transcurrir anímico mismo. Que yo me determino sólo significa que tiene lugar un
permanente anudar, soltar y re-anudar de la red de episodios, estados y disposiciones
anímicas que me componen, un proyectar, descartar y reconstruir mi autoimagen, en
los que calibro lo que me pasa interiormente. El sujeto educado es alguien que
determina su forma anímica en cuanto admite un proceso permanente de

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autoevaluación y es capaz de soportar la inseguridad que esto conlleva. Es así que se
convierte en un sujeto en sentido estricto.

Educación como sensibilidad moral

La éducation sentimentale, educación del corazón, puede todavía tener otro significado,
a saber, desarrollo de la sensibilidad moral. De la mirada profunda en la contingencia de
la propia identidad cultural surge la tolerancia, no como formalidad de soportar lo
extraño, sino como respeto auténtico y natural ante otras formas de viva. No se trata,
por supuesto, de que ello sea siempre fácil y menos cuando lo extraño desafía las
propias expectativas morales. ¿Qué hacer con la crueldad que despierta nuestra ira
pero que en otros lugares se ve como parte normal de la vida? La educación es el arte
difícil de aprender, de mantener el equilibrio entre el reconocimiento de lo extraño y el
mantenimiento de la propia visión moral. Se trata de aguantar esta tensión: la educación
exige intrepidez.

Ya lo hemos visto: entre mejor domine alguien el lenguaje del vivenciar, percibe de
manera más diferenciada y, en consecuencia, su relación con los otros se enriquece.
Esto vale, en especial, para esa capacidad llamada empatía, que es un indicador de la
educación: entre más educada sea una persona, más capaz será de ponerse en el
lugar de los demás. La educación posibilita una fantasía social precisa: ella hace visible
las formas veladas de opresión e ilumina las crueldades que se cometieron sin notarlo.
De esta manera, se convierte ella realmente en un bastión contra la crueldad. Para
hacer lo que Himmler hacía hay que sufrir de una inimaginable falta de fantasía.

Educación como experiencia poética

La instrucción se orientan siempre a una utilidad: se adquiere un know-how para lograr


algo. Por el contrario, la educación, de la que aquí nos ocupamos, tiene un valor en sí
misma, como el amor. Sería incorrecto decir que ella es un medio para ser feliz, pues la
felicidad no es algo hacia lo que se pueda tomar rumbo con planeación. Y no se trata
tampoco, por supuesto, de que no haya felicidad sin educación; pero sí existen
experiencias de felicidad que están estrechamente ligadas a las facetas de la educación
comentadas: la alegría de entender un poco mejor el mundo; la experiencia liberadora
de poder sacudirse de una superstición; la fortuna de leer un libro que nos abre un
corredor histórico; la fascinación de una película que muestra lo diferente que es la vida
en otro lugar; la venturosa experiencia de aprender una nueva lengua para la propia
vivencia; la alegre sorpresa de entenderse repentinamente mejor; la liberación de lograr
abandonar los viejos senderos de la vivencia y experimentar así más

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autodeterminación; la sorprendente experiencia de que con el crecimiento de la
sensibilidad moral se amplía el radio interior.

Y la educación abre otra dimensión de la felicidad: la experiencia intensificada del


presente al leer poesía, contemplar pinturas, escuchar música. La fuerza iluminadora de
las palabras, las imágenes y las melodías sólo se abre completamente a aquel que es
consciente de su propio lugar en el complejo tejido de actividades humanas al que
llamamos cultura. Nadie que conozca la densidad de esos momentos confundirá
formación con educación ni cometerá el disparate de afirmar que lo que busca la
educación es “ponernos en forma para el futuro” [fit für die Zukunft].

Educación apasionada

La persona educada se reconoce por sus vehementes reacciones frente a todo lo que
obstaculice la educación. Las reacciones son vehemente, porque está en juego todo: la
orientación, la ilustración y el autoconocimiento, la fantasía, la autodeterminación y la
sensibilidad moral, el arte y la felicidad. Frente a los obstáculos levantados de manera
intencional y a la negligencia cínica no puede haber ni indulgencia ni
desapasionamiento. La prensa amarillista, que en su avidez de lucro destruye todo
aquello de lo que he hablado, sólo puede despertar la repulsión más impetuosa. El
sujeto educado es alguien que siente repulsión ante determinadas cosas: ante la
mendacidad de la publicidad y de las campañas electorales; ante las frases, clichés y
demás formas de la hipocresía; ante los eufemismos y la cínica política informativa
militar; ante toda forma de fanfarronería y de adhesión irreflexiva, como se encuentran
también en los periódicos burgueses que se toman a sí mismos por el lugar de la
educación. La persona educada percibe cada detalle como ejemplo de un gran mal y su
vehemencia crece con cada intento de minimización, porque, como ya se dijo, es todo
lo que está en juego.

(Traducción del alemán: Fernando García Leguizamón. Bogotá, enero del 2010)

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