Sei sulla pagina 1di 3

SOBRE EL PERDÓN

C.S. Lewis

(Extracto de “El peso de la gloria”)

En La Iglesia (y fuera de la iglesia también) decimos muchas cosas sin pensar en lo que estamos
diciendo .

En el Credo, por ejemplo, decimos: "Creo en el perdón de los pecados”Yo he estado años
diciéndolo antes de preguntarme por qué aparece en el Credo. De primeras no parece que
merezca demasiado la pena profundizar en ello. “Si uno es cristiano”, pensaba, “por supuesto
que cree en el perdón de los pecados. Sobra decirlo “. Sin embargo, parece ser que quienes
compilaron el Credo consideraron que era una parte de nuestra fe que debíamos recordar cada
vez que fuésemos a La Iglesia . Y he empezado a descubrir que, por lo que a mí respecta, , tenían
razón .Creer en el perdón de los pecados no es ni mucho menos tan fácil como yo pensaba.
Creer en ello de verdad es una de esas cosas que pierden lustre fácilmente si no procuramos
sacarles brillo.

Creemos que Dios perdona nuestros pecados; pero también que no lo hará si nosotros no
perdonamos los pecados que otros cometen contra nosotros. No hay lugar a dudas sobre la
segunda parte de esta afirmación. Está en el Padrenuestro: El Señor lo expuso con rotundidad. Si
no perdonamos, no se nos perdonará . No hay nada en Su doctrina más claro que esto y no
existen excepciones. No dice que tengamos que perdonar los pecados de los demás siempre
que no sean demasiado horribles, o siempre que existan circunstancias atenuantes, ni nada de
este tenor. Hemos de perdonarlos todos, al margen de lo perversos y lo mezquinos que sean, y
de la frecuencia con que se repitan. Si no lo hacemos, a nosotros no se nos perdonará ninguno.

A mí me parece que solemos equivocarnos tanto con relación al perdón de nuestros pecados por
parte de Dios como al perdón que se nos pide que concedamos a los pecados ajenos.

Empecemos por el perdón de Dios. Me he dado cuenta de que muchas veces, cuando creo estar
pidiendo a Dios que me perdone, en realidad (si me examino detenidamente) le estoy pidiendo
algo muy distinto. No le estoy pidiendo que me perdone, sino que me excuse. Sin embargo, hay
todo un mundo de diferencia entre perdonar y excusar. Perdonar significa: "Sí, has hecho tal cosa
pero acepto tu petición de perdón, nunca te lo reprocharé y entre nosotros todo volverá a ser
exactamente igual que antes “. Y excusar significa: "Comprendo que no lo pudiste evitar o que no
tenlas intención de hacerlo; en realidad no eres culpable". Si de verdad no tenemos ninguna
culpa, no hay nada que perdonar. En este sentido, perdonar y excusar son casi contrarios.
Naturalmente, tanto entre Dios y el hombre como -en miles

de casos- entre un hombre y otro puede haber una mezcla de ambas cosas. Una parte de lo que
a primera vista parecla pecado resulta que en realidad no es culpa de nadie y se excusa; lo que
se perdona es la parte restante. Si tuvieras una excusa perfecta, no necesitarlas perdón; si toda
tu acción requiere perdón, no hay excusa para ella. El problema es que muchas veces lo que
llamamos "pedir perdón a Dios" consiste en realidad en pedir a Dios que acepte nuestras
excusas. Lo que nos lleva a cometer este error es que normalmente existe cierta porción de
excusa, algunas "circunstancias atenuantes". Estamos tan ansiosos de señalárselas a Dios (y a
nosotros mismos) que tendemos a olvidar lo realmente importante, es decir, la parte que queda:
esa parte que las excusas no incluyen, la parte inexcusable pero -gracias a Dios- no
imperdonable. Y, si lo olvidamos, nos iremos, imaginándonos que nos hemos arrepentido y
hemos sido perdonados cuando lo que ha ocurrido en realidad es que nos hemos quedado
safisfechos con nuestras propias excusas. Las excusas pueden ser muy malas: a nadie le resulta
demasiado diflcil sentirse satisfecho consigo mismo.

Para este peligro existen dos remedios: Uno consiste en recordar que Dios conoce todas las
excusas reales mucho mejor que nosotros. Si de verdad existen “circunstancias atenuantes”, no
hay que temer que las ignore. Más de una vez conocerá muchas excusas que a nosotros nunca
se nos han ocurrido; por eso, después de morir, las almas humildes recibirán la agradable
sorpresa de descubrir que en determinadas ocasiones han pecado mucho menos de lo que
pensaban. Dios excusará lo que sea realmente excusable. Lo que hemos de presentarle nosotros
es la parte inexcusable, el pecado. Lo único que hacemos cuando le hablamos de todas las
partes que (según nosotros) pueden ser excusadas, es perder el tiempo. Cuando vas al médico ,
le enseñas la parte de ti que está mal:por ejemplo, un brazo roto. Seria una pérdida de tiempo
que te pusieras a explicarle que las piernas, los ojos y la garganta están bien. Puede ser que te
equivoques; pero en cualquier caso, si de verdad están bien, el médico lo sabrá.

El segundo remedio consiste en creer real y verdaderamente en el perdón de los pecados. Buena
parte de nuestro afán por poner excusas procede de no creer de verdad en él, de pensar que
Dios no volverá a aceptarnos mientras no le presentemos alguna clase de alegato en nuestro
favor. Pero eso no sería perdonar.

El auténtico perdón significa mirar fijamente nuestro pecado, ese pecado que queda una vez
aplicada la condescendencia; verlo en todo su horror, su suciedad, su intención y su malicia; y,
aun así, reconciliarse con el hombre que lo ha cometido. Eso, y sólo eso, es el perdón; y lo
podemos recibir de Dios si se lo pedimos.

Cuando se trata de perdonar a los demás, ocurre en parte lo mismo y en parte algo diferente.
Ocurre lo mismo porque tampoco en este caso perdonar significa excusar. Hay muchos que
creen que sí: creen que, si les pides que perdonen a alguien que les ha engañado o maltratado,
estás intentando convencerles de que en realidad no ha habido engaño o maltrato. De ser así, no
habría nada que perdonar. Y siguen diciendo: "Te repito que ha roto una promesa solemne".
Exacto: eso es precisamente lo que tienes que perdonar. (Lo cual no quiere decir que tengas
obligación de creer en su

próxima promesa. Quiere decir que tienes que hacer todo lo posible por eliminar cualquier
regusto de rencor que haya en tu corazón, cualquier deseo de humillarle, de hacerle daño o de
vengarte). La diferencia entre este caso y aquel en que pides perdón a Dios es la siguiente:
cuando se trata de nosotros, aceptamos las excusas con demasiada facilidad; cuando se trata de
otros, no las aceptamos con suficiente facilidad. En el caso de mis pecados, es muy probable
(aunque no seguro) que las excusas no sean tan buenas como creo; en el caso de los pecados
que otros han cometido contra mí, es muy probable (aunque no seguro) que las excusas sean
mejores de lo que creo. Por eso hay que empezar por fijarse en todo aquello capaz de revelar que
el otro no ha tenido tanta culpa como pensábamos. No obstante, aunque sea absoluta y
plenamente culpable, aun así tenemos que perdonarle; y si un noventa y nueve por ciento de la
culpa aparente puede justificarse con excusas realmente buenas, el problema del perdón
empieza con ese uno por ciento de culpa restante. Excusar lo que de verdad puede proporcionar
buenas excusas no es caridad cristiana: es simplemente justicia. Ser cristiano significa perdonar
lo inexcusable, porque Dios ha perdonado lo que hay de inexcusable en ti.

Esto es algo que cuesta. Quizá no cueste tanto perdonar una única ofensa grave. Pero ¿cómo
perdonar las constantes provocaciones de la vida diaria: perdonar una y otra vez a la suegra
dominante, al esposo tirano, a la esposa gruñona, a la hija egoísta, al hijo mentiroso? Sólo
podemos hacerlo, creo yo, recordando cuál es nuestra posición, dando sentido a nuestras
palabras cuando por la noche rezamos

"perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El
perdón que recibimos no tiene otra condición. Negarlo es negar la misericordia de Dios para con
nosotros. No existe un solo indicio de excepciones y Dios quiere decir lo que dice.

Potrebbero piacerti anche