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PROYECTO DE ARTE DE ESCRIBIR

ARTÍCULOS PARA LA IGLESIA

JOSÉ ALBERTO RESTREPO GALLARDO

PRESENTADO A:

OBED GÓNGORA

INSTITUTO DE FORMACIÓN TEOLÓGICA HEBRÓN

OCAÑA NORTE DE SANTANDER

2019
ADORANDO DE VERDAD

Si preguntamos a cada creyente que se dirige al culto de su iglesia el domingo en


la mañana, qué se supone que va a hacer allí, es muy probable que la mayoría
responda algo como esto: “Voy a adorar a Dios.” Pero si pedimos luego que nos
definan con precisión qué significa eso, es muy probable que recibamos
respuestas muy diversas. Y es que no todos los cristianos poseemos conceptos
claros de lo que es la adoración y mucho menos de la forma que Dios prescribe en
su Palabra para que su pueblo le adore.

Esa ignorancia es muy grave si tomamos en cuenta que el Señor puede ser
adorado en vano (Mt. 15:8-9) e incluso ser profundamente ofendido con nuestra
adoración; como nos enseña la historia bíblica en los casos de Nadab y Abiú, de
Uza o de Saúl, entre otros.

¿Cómo es ese Dios al cual adoramos y qué significa adorarle? ¿Podemos suponer
que cada cristiano debe determinar el qué y el cómo de la adoración confiando en
alguna especie de “intuición espiritual”? En la Palabra de Dios encontramos
enseñanza clara y explícita sobre la adoración para que no tengamos que
depender de nosotros mismos.

Al escuchar la palabra “adoración” lo primero que viene a la mente de muchas


personas es un programa religioso o un conjunto de rituales. Este fue uno de los
problemas principales con que tuvieron que lidiar los profetas de Dios en el AT; la
tendencia del pueblo al formalismo y a equiparar los actos externos de adoración
con la adoración misma (Miq. 6:6-8); (Am. 5:21-24); (Is. 58:3-7).

El Señor Jesucristo enfrentó el mismo problema durante Su ministerio terrenal. En


Mateo 15:7-9 Jesús acusó a algunos judíos de hipocresía y de honrar a Dios en
vano al hacerlo únicamente de labios y no de corazón. La adoración es algo que
ocurre esencialmente en el corazón, entendiendo la palabra “corazón” como el
asiento de nuestra personalidad humana, nuestro ser interior. Esto viene a ser
evidente cuando estudiamos las palabras que escogieron los autores bíblicos,
guiados por el Espíritu Santo, para hablar de la adoración tanto en el AT como en
el NT.

Hay dos palabras hebreas que son las que se usan más frecuentemente para
hablar de la adoración en el AT. La primera es abodah la cual señala el servicio
que rinde un esclavo (del hebreo ebed). Esta es la palabra que se usa en Éxodo
1:14 para hablar de la dura servidumbre a la que estaban sometidos los israelitas
en Egipto, y es la que se usa invariablemente en el Pentateuco para el servicio en
el santuario. Así que en el meollo de esta palabra está la idea del servicio sumiso
que rinde un vasallo a su soberano.

No obstante, hay una diferencia fundamental entre el servicio que los israelitas
debían llevar a cabo en Egipto cuando eran esclavos de Faraón y el servicio que
los sacerdotes y levitas rendían a Dios en el santuario. En la época antiguo
testamentaria había dos clases de siervos o esclavos: los que servían por
obligación y los que lo hacían voluntariamente. Estos últimos eran aquellos que,
habiendo cumplido sus seis años de esclavitud, decidían quedarse con sus amos
(Ex. 21:5-6). Éste es el tipo de servicio que los creyentes ofrecen a Dios al
adorarle, un servicio voluntario; pero no podemos olvidar que esta palabra indica
el servicio sumiso que el vasallo rinde a su señor.

Los que tradujeron el AT del hebreo al griego en el segundo siglo a.C., la versión
que conocemos como la LXX, usaron dos palabras griegas para traducir abodah y
que luego fueron usadas por los escritores del NT. Una es latría y su forma verbal
latrevo, la cual era usada en el idioma griego para señalar cualquier tipo de
servicio, como por ejemplo el servicio de una madre que cuida de sus hijos. Esta
es la palabra que Pablo usa en Romanos 12:1 para resaltar el servicio que los
cristianos rinden a Dios al presentar sus cuerpos en sacrificio vivo.

La otra palabra que usaron los traductores de la LXX es leitourgia, de donde


proviene el vocablo en español “liturgia”. Esta palabra no estaba confinada a la
esfera religiosa, ya que se usaba también para señalar el servicio que el
ciudadano debía rendir al estado. Esta es la palabra que usa Lucas en Hechos
13:2 para referirse al ministerio de los líderes de la iglesia en Antioquía. Estos
hermanos, al ministrar en la iglesia, rendían un servicio a su Amo y Señor.

Aparte de abodah, en el AT también encontramos la palabra hebrea shakjá que la


concordancia de Strong define como “deprimir, es decir, postrarse (especialmente
en homenaje a la realeza o a Dios); postrar, rendir, reverenciar, encorvar, inclinar,
arrodillarse”. Esta palabra lleva consigo la idea de una profunda humillación (Gn.
24:52); (2 Cro. 7:3); (Is. 2:11; 51:23). En este caso las palabras que usaron los
traductores de la LXX no fueron usadas por los autores del NT. Sin embargo,
usaron la palabra griega proskuneo que es la que se usa más comúnmente en el
NT para hablar de adoración; posee un significado similar: “besar, como el perro
lame la mano del amo; agazaparse, postrarse en homenaje (hacer reverencia…,
adorar).”

La verdadera adoración, entonces, implica un reconocimiento de la grandeza y


majestad de Dios, así como un corazón maravillado y postrado ante esa grandeza.
Pero ahora debemos añadir otro elemento vital de la adoración.
Al adorar debemos estar apercibidos de la grandeza y majestad de Dios por un
lado, y de nuestra bajeza y pequeñez por el otro; pero debemos estar apercibidos
también de la santidad de Dios y de nuestra pecaminosidad. Dice en Is. 57:17:
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el
Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de
espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de
los quebrantados.”

Nuestro Dios es santo y nosotros somos pecadores. De ahí el énfasis de las


Escrituras en la necesidad que tenemos de que nuestros pecados sean expiados
antes de que podamos acercarnos a Dios. El pecador necesita reconciliarse con
Aquel que ha sido ofendido por nuestros pecados; de lo contrario, no puede tener
acceso a su presencia. Es por eso que toda la estructura de la adoración en el AT
está enraizada en el sistema sacrificial.

En el NT esa relación entre expiación y adoración es más clara y profundamente


enfatizada por el sacrificio expiatorio de Cristo como el centro de nuestra
reconciliación con Dios. Todos los sacrificios del AT no eran más que una sombra
que apuntaban hacia el sacrificio de Cristo como el verdadero Sustituto que lleva
sobre sí el castigo que merecemos por nuestros pecados. Con la luz que nos
brinda el NT podemos ver más claramente la santidad de Dios y lo horrendo de
nuestro pecado, lo que nos prepara para dar a Dios una adoración más reverente.

Pero al mismo tiempo debe ser una adoración gozosa porque reconoce la realidad
del perdón y la nueva relación que ahora tenemos con Dios por causa de Cristo.
LA VERDAD HECHA PERSONA (Jn. 1:47)

Jesús cuando se encontró con Natanael lo definió como “un verdadero israelita en
quien no hay falsedad”. La cara contrapuesta es encontrarnos con personas que
engañan y mienten (Jn. 2: 23-25).

Vivimos tiempos donde muchas veces parece que las cosas están fuera de
control. Hay voces de todo tipo, ya sean de políticos, religiosos, periodistas,
educadores, profesionales y muchos más. La información que recibimos, como la
manipulación de la misma; la falta de veracidad en los ámbitos del poder crea
confusión, luchas y distorsión de la realidad. Lo realmente cierto es que la
pobreza, inseguridad y la pérdida de valores nos golpean a diario. No se mira lo
que hay que ver. La gente se encuentra como ovejas sin pastor (Ez. 34:1-6), (Mc.
6:34).

El salmo 12 nos habla de personas de labios lisonjeros, que no han sido fieles y
sinceros. Gente que vive con doblez y mentira (Sal 12:1-2). Por lo general son
personas que dicen una cosa con su mente y sus labios, pero en su corazón
tienen otra cosa. Son aquellas personas que tienen un discurso oficial pero no
real. Según las circunstancias, la palabra puede jugar determinado papel para
engañar al prójimo. La palabra de los mentirosos inventa y deforma la realidad.
Muchos tienen un poder de confusión. Con la mentira nos engañamos a nosotros
mismos y al prójimo.

La palabra de Dios nos invita a conocer la verdad, seguirla, permanecer y


enamorarnos de la misma. Jesús nos dice: “Si se mantienen fieles a mis
enseñanzas, serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad
los hará libres” (Jn. 8:31-32). Es vivir como hijos de luz donde se nos exhorta a
producir el fruto de la misma que consiste en toda bondad, justicia y verdad (Ef.
5:8-9). Es cuando el amor y la verdad se encuentran, cuando se besan la paz y la
justicia (Sal. 85:10).

Implica vivir una vida de amor (Ef. 5:2). El apóstol Pablo escribe: “El amor es el
cumplimiento de la ley” (Ro. 13:8). “El hombre nuevo es el hombre que ama, el
que ha sido libertado para una existencia creadora al servicio de los demás”. “El
amor se define como la inquebrantable disposición a acudir al “servicio” del otro,
sin preguntarse quién es ni si tiene culpa, sino considerando su necesidad. Para
ser más precisos, no se trata simplemente de ofrecer un servicio o una ayuda, sino
de la entrega de uno mismo, de una total solidaridad que no repara en el costo”.

Tiene un precio vivir en la verdad y la luz. Es dejar que la palabra de Dios y su


Espíritu nos examinen, nos descubran y muestre quienes somos. “El que robaba,
que no robe más, sino que trabaje honradamente…, para tener que compartir con
los necesitados” (Ef. 4:28). “Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y
calumnias, y toda forma de malicia. Más bien sean bondadosos y compasivos
unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes
en Cristo” (Ef. 4:31-32).

Una de nuestras barreras para vencer la oscuridad y andar en la verdad es el


miedo. Cuando nos acercamos a la luz y a la verdad, no debemos tener miedo. El
hecho que nuestras malas obras se descubran delante de Dios es para salvarnos
y sanarnos. Para vencer el miedo es necesario tener coraje y ser valientes.
Debemos confiar en el amor de Dios que nos invita (Jn. 3:16-18), (Mt. 11:28-30).
“Dios es amor. En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el
temor” (1 Jn. 4:16-18). La invitación es acercarnos al amor, la luz y la verdad.
Jesucristo es la verdad y la luz del mundo (Jn. 8:12; 14:6).

Nuestra esperanza y oración es la misma que la del salmista: “Tú, Señor, nos
protegerás; tú siempre nos defenderás de esa gente, aun cuando los malvados
sigan merodeando, y la maldad sea exaltada en este mundo” (Sal. 12:7). Ante la
injusticia Dios nos dice: “Voy ahora a levantarme, y pondré a salvo a los oprimidos,
pues al pobre se le oprime, y el necesitado se queja” (Sal. 12:5). “Porque él no
desprecia ni tiene en poco el sufrimiento del pobre; no esconde de él su rostro,
sino que lo escucha cuando a él clama” (Sal. 22:24).

Finalmente, nuestro horizonte exige una respuesta y compromiso. Tiene que ver
con la necesidad de las naciones. El salmo 22 es el salmo de la cruz que retrata la
realidad humana con total crudeza en medio de sus quejas y un lamento
descarnado. En este contexto es interesante observar que se contempla la
necesidad de las naciones. Se menciona con sentido profético a las etnias: “Se
acordarán del Señor y se volverán a Él todos los confines de la tierra; ante Él se
postrarán todas las familias de las naciones, porque del Señor es el reino; Él
gobierna sobre las naciones” (Sal. 22:27-28).

Hay una preocupación por la gente que habita en ellas. En medio de una situación
donde no hay estabilidad, tranquilidad y prosperidad, el salmista nos propone que
se puede y se debe proclamar un mensaje de esperanza. Implica construir una
realidad diferente. Dios es el que da vida a las naciones. El sufrimiento y el dolor
pueden convertirse en canales significativos para llevar a cabo una tarea
misionera. Será un testimonio poderoso donde Dios puede y quiere obrar en
medio de ese contexto. Nuestro desafío como creyentes en Jesucristo es cumplir
nuestras promesas, “…ante los que te temen cumpliré mis promesas” (Sal. 22:25).
Natanael podría llegar a un verdadero conocimiento de Jesús si lo buscaba con
corazón, sinceridad, sin doblez o engaño. Quizás estaría meditando y orando
debajo de una higuera (Jn.1:48). Nosotros al igual que Natanael somos desafiados
por el Señor (Jn. 1:50), para estar en su seguimiento y vivir con integridad. Tal vez
Jesús nos diga: “Aquí tienen a una verdadera persona, en quien no hay falsedad”.
Que Dios nos ayude en esto.
RESPIRANDO POR GRACIA

Para muchas personas la vida ha sido injusta con ellas, porque lo que han sufrido,
según ellas, no lo han merecido; y lo bueno que sí merecen, no se les ha
otorgado. Gran parte de la humanidad vive engañándose a sí misma creyendo que
son dignas de mérito alguno; incluso hay quienes día a día se esfuerzan
trabajando duro y sacrificando muchas cosas para merecer algo mejor de lo que
ya tienen.

Curiosamente la Real Academia de la Lengua Española define la palabra


“merecimiento” como la acción y efecto de merecer; y la palabra “merecer” la
definen como hacerse digna o digno de premio o castigo. Yo personalmente
modificaría este significado tomando en cuenta que el hombre por su maldad está
incapacitado de hacer, decir o pensar cualquier cosa que sea buena, haciéndose
merecedor sólo de castigo y no de premios.

También hay otra palabra que es “mérito”, de la cual se dice que es la acción o
conducta que hace a una persona digna de premio o alabanza, o derecho a
reconocimiento debido a las acciones o cualidades de una persona. Después de
realizar este estudio y profundizar en la Palabra de Dios me di cuenta que la
palabra “mérito” ni siquiera debería existir, porque toda ella le atribuye gloria al
hombre y no a Dios.

Es por esta misma razón que todo creyente debe ser muy consciente de esta gran
verdad, teniendo en cuenta que la razón de todo lo que tiene y lo que no tiene, es
Dios.

Empezaremos por decir que el hombre no merece absolutamente nada bueno, por
la sencilla razón de que él no hace nada. Es Dios quien hace todo por el hombre
capacitándolo de fuerza y de inteligencia para que pueda cumplir con sus
actividades diarias y sin la intervención de la providencia de Dios, el hombre no
podría si quiera hacer algo.

Al pueblo de Israel le estaba sucediendo lo mismo (Dt. 9:1-6). Antes de entrar en


la tierra prometida, Dios les da una serie de indicaciones y de instrucciones para
que les fuera bien una vez estuvieran allí; de la misma manera, Dios les recuerda
dos cosas muy importantes, que a medida que ellos las tuvieran presentes
siempre, serían un pueblo agradecido para con el mismo Dios.

Lo primero que el Señor les recuerda y con lo cual a su vez los confronta, es que
era Él, Dios, quien iría al frente de ellos, superando cada obstáculo y peleando
cada batalla que enfrentarían. Realmente es Dios quien lucha por nosotros. Cada
problema y cada dificultad por la que pasamos, se convierten en eso; batallas y
obstáculos que muchas veces nos hacen dudar del poder de Dios.

El pueblo de Israel tenía una tarea humanamente imposible (Dt. 9:1-2). Debían
cruzar el río Jordán que para esa época se desbordaba (Jos. 3:14-17); tenían que
pelear contra naciones más numerosas y más poderosas que ellos; tenían que
entrar a conquistar ciudades grandes con murallas que llegaban hasta el cielo y
por último, debían enfrentar a hombres más altos y más fuertes que ellos. Así es
como el Señor muestra su poder y su gloria. Y así es como lo ha venido haciendo
desde que el hombre fue creado por Él. ¿Qué puede merecer el hombre que sea
bueno, si es Dios quien hace todo por él?

Además de eliminar todo obstáculo y pelear nuestras batallas, el Señor es quien


también nos sustenta. El hombre por sí solo es incapaz de conseguir siquiera un
pequeño bocado de pan. Toda cucharada de comida está patentada por Dios
mismo al igual que todo sorbo de alguna bebida. El salmista dijo: “En ti he sido
sustentado desde el vientre” (Sal. 71:6), mostrando con esto que desde que el
hombre es formado en el vientre de su madre, desde ahí, ya Dios está
sosteniéndolo.

Lastimosamente, muchos creyentes caen en el error de creer que merecen algo


bueno, cuando lo único que merece todo hombre es el mismísimo infierno.
¿Fuerte, verdad? Dicen por ahí que la verdad duele; y sí; es cierto.

Lo segundo que el Señor le recuerda al pueblo de Israel y que al mismo tiempo


nos recuerda a nosotros, es que ellos como pueblo no iban a entrar a la tierra
prometida porque fueran justos o porque hubieran hecho algo bueno; porque no
era así. En este caso ellos iban a entrar a Canaán era por la maldad de los
actuales habitantes en ese tiempo, pero el principio se aplica hoy en día para
nosotros.

Ningún hombre sobre la faz de la tierra merece algo bueno, debido a que todo
hombre está incapacitado por sí mismo para hacer algo bueno que merezca algo
bueno. La única forma de hacer algo bueno es por medio de la obra del Espíritu
Santo quien nos capacita para hacer buenas obras; y nuevamente vemos a Dios
detrás de todo. Sin Dios el hombre no puede hacer nada bueno (Rom. 3:12).

Lo otro, es que a pesar de ser alcanzados por el Señor, aún seguimos pecando,
porque aún tenemos la naturaleza pecaminosa; pues hemos sido librados del
poder del pecado mas no de la presencia del pecado (Ecl. 7:20).
Si todo esto te ha parecido fuerte y complicado de asimilar, no porque no sea
entendible, sino por la dureza de la misma verdad, entonces lo que viene a
continuación te parecerá inconcebible.

El hombre no merece ni la vida misma. Nadie pudo haber hecho algo bueno que
mereciera recibir la vida, ya que nadie existía antes de ser concebido. Si
existimos, si fuimos creados y formados no es por mérito alguno de nosotros; la
razón nuevamente es Dios (Is. 43:7). Todo lo que existe, incluyéndonos, es para
gloria y honra de Dios. Es por esto, que si estás respirando, no es porque lo
merezcas; es por gracia.

Lo más interesante de todo esto, es que a pesar de que no merezcamos nada


bueno, aun así, Dios nos visita (Sal. 8:3-4). Cuando Dios decide visitar al hombre
no sólo es para bendecirlo, sino también para corregirlo; y ni siquiera la disciplina
del Señor merecemos. Porque el hecho de que el Señor nos discipline es reflejo
de su amor; así como dice Hebreos 12:6: “Porque el Señor al que ama, disciplina,
y azota a todo el que recibe por hijo”. ¿Y qué hombre merece el amor de Dios?
¿Nadie, verdad? Eso se sigue llamando gracia.

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