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Papel Literario

Carta a Marguerite Yourcenar (5/7)


Marguerite Yourcenar (1903-1987) es una de las voces fundamentales de la literatura en lengua francesa del siglo XX. Fue
novelista, ensayista y autora de libros de memorias. Entre muchos otros reconocimientos recibió el Gran Premio de Literatura
de la Academia Francesa en 1977

Por El Nacional - octubre 4, 2019

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Un humanismo liberal inspirado en el sentido común y la justicia

Prohibida la libertad
Creo que perfeccionarse es el primer objetivo de vivir. Esta afirmación será reiterada
COLUMNISTA octubre 4, 2019
por Ud., casi como un mantra a lo largo de su vida, y el ser humano como individuo
y todas las especies vivientes serán el centro de su atención, en todos los ámbitos
Weber y la oposición venezolana
relacionados con su permanencia, su bienestar, su libertad y su sobrevivencia.
COLUMNISTA octubre 4, 2019

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Si en la infancia disfrutamos de cuidado, amor, ternura y somos felices, podemos


elegir cualquiera de los miles de caminos que nos ofrezca la vida, y en todos y en
cada uno, en el más espinoso, en el más pedregoso y en el más encumbrado que
tengamos que transitar o escalar, sentiremos a nuestro lado la presencia de Dios.

El ser a quien llamo yo —como usted lo afirma en Recordatorio, el primero de sus


libros de memorias—, llegó al mundo un lunes 8 junio de 1903, hacia las 8 de la
mañana, en Bruselas. Nacía de un francés, Michel Crayencour, perteneciente a una
antigua familia del norte, y de una hermosa mujer de origen belga, Fernande Cartier
de Crayencour, cuyos ascendientes se habían establecido en Lieja durante unos
cuantos siglos, para luego instalarse en Hainaut. Aquella criatura de sexo femenino,
ya apresada entre las coordenadas de la era cristiana y de la Europa del siglo XX,
aquel pedacito de carne color de rosa que lloraba dentro de una cuna azul, me obliga
a plantearme una serie de preguntas tanto más terribles cuanto que parecen banales
y que un literato que conoce su oficio se guarda muy bien de formularlas. Que esa
niña sea yo no puedo dudarlo sin dudar de todo.

Esa niña llamada Marguerite, según Ud., gustaba bastante del nombre, que identifica
una flor, y toma su denominación del antiguo iranio a través del griego en cuya
lengua traduce ¨perla¨. Es un nombre místico, que no es de ninguna época ni de
ninguna clase. Era un nombre de reina, pero también de campesina.

No así el Yourcenar, que nace de la graciosa arrogancia juvenil por desprenderse de


la tradición y de las ataduras que pudieran dar a una “futura artista” las
convenciones familiares. Fruto de un juego divertido entre Ud. y su padre —cuando
decidieron publicar su primer poema— para conseguir un seudónimo a partir del
apellido que sonara agradable al oído de quienes serían su público. Entretenidos en
hacer un anagrama con el apellido Crayencour y después de acordar la simpatía de
ambos por la letra Y, valorada su estética y su significado como cruce de camino o
un árbol con los brazos abiertos, esa niña terminaría llamándose Marguerite
Yourcernar, una de la más celebres escritoras del siglo XX.

Según su relato —esta vez en ¿Qué? La eternidad— antes de aprender a leer ya se


sabía de memoria varios de los cuentos de hadas: Blancanieves, La Pequeña cerillera
y La bella durmiente del bosque: Me encantaban. Como todos los niños, me
esforzaba por darles vida, y me paseaba con una varita, y frotaba los objetos,
pidiéndoles que se convirtieran en oro: no se convertían, pero era un juego
delicioso. Pronto asumió el hábito precoz de la soledad como un bien infinito:
Enseña, hasta cierto punto solamente, a prescindir de las personas. Enseña también a
querer más a las personas.

Su padre —quien sigue las recomendaciones del emperador Marco Aurelio en sus
Meditaciones cuando dice: De mi bisabuelo, aprendí a no frecuentar las escuelas
públicas; disfrutar de buenos maestros en casa; saber que en eso hay que gastar de
forma esplendida— asumirá en condición de tutor hasta los dieciséis. El latín y el
griego serán aprendidos entre los diez y los doce y sus primeras lecturas, los clásicos
griegos junto con Racine, La Bruyere, Víctor Hugo, Tolstoi, Shakespeare y en lo
sucesivo muchos otros. El tesoro de los humildes, de Maeterlinck, leído en voz alta
por su padre, le dejará un dulce gusto por el misticismo.

Cuando infanta, por causas de la primera guerra, apremiada abandona su país, ya


nos anuncia la textura de la que está hecha su alma: En ocasiones, en alta mar,
surge el chorro poderoso de una ballena, el salto grosso de las marsopas tal y como
yo las vi, desde la parte delantera de un barco sobrecargado de mujeres, de niños, de
enseres domésticos y de edredones cogidos al azar, en el cual me encontraba con los
míos en septiembre de 1914, de camino hacia la parte no invadida de Francia, vía
Inglaterra; y la niña de once años que yo era entonces sentía ya confusamente que
aquella alegría animal pertenecía a un mundo más puro y más divino que este que
teníamos, donde los hombres hacían sufrir a otros hombres.

Anima a un ser de otro para los otros, una vida con su historia, donde en su largo
tránsito y las varias vueltas a su prisión, en palabras de Zenón, no consiguió
convertir exclusivamente una fe, no pudo seducir con su perversa óptica ninguna
ideología, no doblegó chauvinismo alguno y no cautivó ningún extremismo
maniqueo. No hay ideas de moda. Es una visión despejada a cielo abierto. Al natural.
No cargó Ud. con peso muerto alguno en sus alforjas de fe y conocimiento, y eso
hace su búsqueda ligera, leve y lineal en la elaboración de alternativas reales a los
problemas del ser humano contemporáneo. Entenderá, sin alucinaciones
caleidoscópicas, que las soluciones serán lentas, parciales y progresivas, como el
discurrir plácido y sin sobresaltos del buen vivir.

La base de la armonización de su pensamiento, según sus convicciones, ha sido


desde el principio la filosofía griega (Platón, seguido de los neoplatónicos y estos de
los presocráticos) las meditaciones de los Upanishad y de los sutras y los axiomas
taoístas. De ellos derivará una cosmovisión cuyos principales nutrientes personales
serán la indeclinable luz de la libertad, la lógica transparencia del sentido común y el
equilibrio humanizado de la justicia, paradigmas que hacen muy útil sus ideas, en
tiempos inciertos para el destino de los seres humanos y de todas las especies
animales que habitan la tierra.

Una religión… una elección…

Por tradición somos iniciados como hijos de una iglesia; al final si somos
descendientes versátiles de Dios, finalizaremos compartiendo nuestra fe con otras
creencias y otras filosofías. No conozco una cultura que permita posponer —para
cuando estemos aptos— la elección de una, ni tampoco alguna que de nociones de
las principales para que cada quien decida la suya. ¡Y aunque luzca por ahora difícil
de demostrar, tiene tanto que ver esa decisión con el desarrollo humano integral!
Siento que sería el primer paso para la verdadera democratización del mundo, y
abriríamos cauce a la principal de las gracias de la inteligencia: la flexibilidad y su
principal enchant, la tolerancia.

Ud., madame Yourcenar, a pesar de haber nacido en el seno de un hogar cristiano


católico conservador, bien temprano supo decidir: Desde niña tuve la impresión —y
quizá me equivoque, porque hay medios de amalgamarlos, pero nadie me lo había
indicado— de que se debía elegir entre la religión, tal como la veía a mi alrededor,
es decir la católica, y el universo; preferí el universo. Ya sentía eso desde niña,
cuando salía de la iglesia y caminaba por los bosques de Mont Noir. En ese momento
eso dos aspectos de lo sagrado me parecían incompatibles. Uno me parecía más
vasto que el otro: la iglesia me ocultaba el bosque… un día sentí que debía elegir
entre un grupo de dogmas cualquiera y todo; elegí todo. Más tarde —prosigue—, el
estudio de las religiones orientales influenció mi juicio, me fijó y me contuvo hasta el
fondo de mi misma, ayudándome a la vez, por su natural retorno de las cosas, a
apreciar mejor el cristianismo de mi infancia.

Tiene Ud. una manera muy singular de ilustrar su profesión de fe, con la cual me
identifico plenamente, cuando dice: Me gusta la mística que se desprende de las
ceremonias… Me gustan las imágenes sagradas, y cuando veo la estatua del Cristo
ultrajado, el hombre de los dolores, en una iglesia de Brujas, vuelvo encontrar
exactamente los sentimientos que experimentaba a los ocho años en una iglesia del
norte de Francia. Siento ya en él, vagamente, a todo hombre insultado. Eso no
significa que no tenga una postura crítica sobre las “tres religiones del Libro” el
judaísmo, el cristianismo y el islamismo, para las que utiliza la palabra desdeñosa
que se pasaban solapadamente los espíritus libres de la Edad Media: “Las tres
imposturas”.

A pesar de esta afirmación, aclara, para confirmarse en su fe inicial: obtengo una


calma y quizá cierto orgullo de mis orígenes católicos; no sería del todo lo que soy si
la atmosfera de piedad católica no hubiera influido en mi desde niña, y no habría
amado más tarde las ceremonias y las plegarias de la ortodoxia. Reconoce en los
países en los que el islam dejo su rastro la austera grandeza musulmana, y la gran
fortaleza espiritual de la mística judía. Entonces sentencia: La impostura no está en
los dogmas, los ritos, las leyendas, que pueden ser admirables o enriquecedoras para
la psiquis humana, sino en la aserción insolente, encontrada con demasiada
frecuencia en estos tres grupos, de que son los únicos que están, por decirlo así, en
línea directa con Dios.

Por eso me resulta muy simpática y creativa la adaptación que hace del Avemaría,
ese bello poema litúrgico que todos los católicos de niños recitamos con devoción
celestial: Esta oración, que es un poema, la he recitado en varias lenguas, cambiando
a menudo el nombre de la entidad simbólica a la que va dirigida. Dios te salve,
Kwannon, llena de gracia, que oyes correr las lágrimas de los seres. Dios te salve,
Shechinah, benevolencia divina. Dios te salve Afrodita, deleite de los dioses y de los
hombres…Es hermoso esperar que, con una u otra forma que la mayoría de las
religiones han escogido fémina como María, o andrógina como Kwannon, la dulzura
y la compasión nos acompañarán tal vez invisiblemente a la hora de nuestra muerte.

El ocaso de las ideologías

Todas las ideologías que pretendían cambiar la vida a partir de un catálogo de ideas
preconcebidas terminaron en el más rotundo fracaso. Todas las revoluciones
políticas —a excepción de la estadounidense— que intentaron transformar a su país
sucumbieron para convertirse en los más siniestros regímenes policiales, que
liquidaron ilusiones y sueños de progreso de los hombres libres de los países donde
se instalaron. De nuevo se impuso la inteligencia de los liberales, que advirtió hace
siglos acerca de los peligros de la incursión del Estado en todos los planos de la vida
del ser humano: la moral, la propiedad, el libre intercambio y la democracia. En el
presente han resucitado con virulencia algunos vestigios de nacionalismo
revolucionario, destinados más tarde que temprano a languidecer bajo el peso de los
parámetros de la sensatez y de la globalización.

Tiene una alta credibilidad su opinión sobre las revoluciones en contraste con la
realidad… terminan produciendo reacciones, más virulentas todavía, y es casi
inevitable que se estanquen también en sociedades funcionarizadas, jerarquizadas, y
acaben en los Gulag. Son las reformas y no las revoluciones, las que mejoran al
mundo. Es de los individuos y no del Estado de donde nace lo nuevo y lo mejor,
como lo advierte Einstein en su Visión del Mundo… el Estado no puede ser lo más
importante: lo es el individuo creador, sensible. La personalidad. Solo de él sale la
creación de lo noble, de lo sublime. Lo masivo permanece indiferente al pensamiento
y al sentir.

Prefiere Ud. en consecuencia las soluciones individuales; son más emocionantes. San
Francisco, San Bernardo, Maese Elkhart son otras tantas soluciones parciales. La
madre Teresa recogiendo moribundos en las calles de Calcuta. Dorothy Day
recogiendo vagabundos en las calles de Nueva York… Pienso también en Ralph
Nader, que inicia en Estados Unidos la lucha contra los productos adulterados en
venta por los grandes trusts alimenticios; en Rachel Carson, insultada porque fue
una de las primeras en advertir sobre el inmenso peligro ecológico; en Marguerite
Sanger, que asume la ignominia de ser la promotora de la anticoncepción; en Mme.
Gilardoni, en Francia, con cuya amistad me honro, luchando contra la crueldad
infligida a los animales en los mataderos.

La limitación del combate individual y las reformas, piensa Ud, es que los
reformadores son pocos y desaparecen y parte del ardor de la lucha de la que son
portavoces se desvanece, mientras las injusticias y los males se agigantan
exponencialmente, pero estamos obligados a continuar. Porque, aunque fuera
imposible debemos intentarlo. En el Bhagavad Gita hay un pasaje en el cual Krisna
dice a Arjuna: “Combate como si el combate sirviera para algo; trabaja como si el
trabajo sirviera para algo.” Y usted conoce —dice a Matthieu Galey— más próximo a
nosotros, la divisa de Guillermo de Orange: “No es necesario esperar para
emprender.”

Comparto su juicio sobre la llamada izquierda y la tecnocracia capitalista: la gente


llamada “de izquierda” sufre con frecuencia de una ingenuidad de creyentes de los
primeros tiempos del cristianismo; están persuadidos de que sus soluciones son
necesariamente buenas y, como todos los creyentes, sueñan con una suerte de Edén,
que siempre termina siendo inaccesible, porque el hombre es imperfecto, y ningún
sueño de perfección puede ser en parte realizado sin llevar también a la violencia y
al error, y no digo que estos ensueños escatológicos sean malos porque sean de
izquierda, digo que lo son porque se los transforma en fórmulas huecas. Por otro
lado, el capitalista tecnócrata que pretende instaurar la felicidad en la tierra con sus
métodos de aprendiz de brujo me parece de la misma categoría de la gente llamada
de izquierda. Creo que la época de las etiquetas políticas ha quedado y deberá
quedar en el pasado.

Hay un nudo fundamental que se debe resolver entre las opciones políticas
denominadas equivocadamente de izquierda y derecha, estigmatizadas por
ideologías: es decir, falsas visiones de la realidad, para sustituirlas por políticas
publicas inspiradas fundamentalmente en el sentido común, la integridad y la
ciencia.

Se debe aprender a amar la condición humana tal como es, aceptar sus limitaciones
y sus peligros, volverse a poner al mismo nivel de las cosas, renunciar a nuestros
dogmas de partidos, de países, de clases, de religiones, todos intransigentes y, por lo
tanto, todos mortales.

Los libros, las primeras patrias

No es fácil desprenderse de los afectos nacionalistas. Desde los primeros años forman
parte de la cultura de los pueblos que erigen su sentido de valoración y pertenencia
anclados a códigos tan convencionales y decadentes como un himno, un escudo, una
bandera, los santos patronos, las gestas de sus próceres y los cantos y las
representaciones primarias de sus folkloristas.

En mi caso, la patria quedó en la escuela, en el patio donde mirando ondear la


bandera tricolor, a sol pleno, escuche durante años por unos viejos altavoces
disonantes el himno de mi país. Después la Historia Universal y la Geografía me
abrirían el horizonte de la mano de mis maestros y de los grandes escritores
franceses, alemanes, ingleses, rusos, latinos, clásicos y modernos, por cuyas palabras
en el papel se desplazarían mi imaginación y mi alma para hacer mía la condición de
ciudadano, no solo de mi país, donde, ironías, no ha podido sedimentarse tal título,
sino del mundo, para lo cual no requiero de documento oficial.

Dicha la suya, que desde que tuvo conciencia de ser se vio inducida por su padre,
quizá el hombre más libre que haya conocido, a vivir en el mundo como si fuera su
patria. Él le hizo sentir que el sitio de la primera mirada inteligente, era el lugar de
nacimiento y a percibir en la inicial lectura de los libros las primeras patrias. Uno de
sus axiomas favoritos era: “¿Dónde se está mejor que en el seno de la familia? En
cualquier parte.”; y también:” “Nunca se está mejor sino en otra parte.” Él no hubiera
pensado en legarme una tradición en el caso de que la tuviera. Por Grecia desde
niña, como el emperador Adriano, sentirá devoción especial; visitará Rusia, Noruega,
Holanda, África, Alemania y la India y tendrá estadías en Italia, Francia, y España.

Su recorrido será continuo e incesante; solo la detendrá la muerte en los días previos
a un viaje cuyo itinerario describe en carta fechada en 22 de octubre a los 84 años:
“Estaré el 12 de noviembre en el hotel Europe-Amsterdam, y me propongo ir en
coche a Bélgica (Hotel-Amigo-Bruselas) para tres días… Luego regreso en coche a
Ámsterdam y cena o recepción en Palacio. Luego me quedare en Ámsterdam hasta el
3 de diciembre… Viaje en coche (agradable) a Copenhague, donde debo dar la
conferencia —sobre Borges— el día 8… llegada el 11 de diciembre a Paris… Salida
de Zúrich para Bombay el 22 de diciembre”.

La verdadera grandeza de la nacionalidad está en el legado que deja cada creador al


acervo de la civilización, por aquel axioma borgiano que dice: Lo que es bueno en
literatura no pertenece a nadie… a no ser a la lengua y a la tradición.

En un mundo lleno de divergencias “ingenuas o desconsoladoras”, todos los


chauvinismos son nocivos, incluyendo el feminismo; solo valen las soluciones
individuales, y solo importan —y aquí la acompaña agradado Octavio Paz— los que
tienen el coraje de decir NO. No a la proliferación de armas nucleares, no a las
represas que masacran el medio natural, no al ciego culto del provecho, no a la
contaminación que destruye la flora y la fauna. No al racismo. No a la discriminación
sexual. No a la injusticia.

Sus predilecciones literarias: Hardy, Conrad, Ibsen, Tolstoi, algún Chejov y algún
Thomas Mann, y el de mayor beneficio, la autobiografía de Gandhi. Releo también a
Balzac, a Saint Simon y a Montaigne. La o él novelista que más admira, Murasaki
Shikibu, con respeto y reverencia. Tiene el instinto, el sentido de las variaciones
sociales, del amor, del drama humano, de la forma en que los seres se estrellan
contra lo imposible. No se ha escrito nada mejor en ninguna literatura. Ella es el
Marcel Proust de la Edad Media nipona, a quien he releído siete u ocho veces. Por su
mente en algún momento pasó la idea de que, en lugar de Adriano, el personaje
hubiera podido ser Churchill. Un crítico español ha dicho, no sin cierto dejo de
ironía, que al final de sus días terminaría siendo más sajona que latina.

Nunca gusto de particularismos; así lo confirma su opinión, a Matthieu Galey, sobre


el feminismo: Estoy contra los particularismos de países, de religiones, de especie.
No cuente conmigo para particularismo del sexo. Si se trata de luchar por que las
mujeres, a igual merito, reciban el mismo salario que un hombre; si se trata de
defender su libertad para utilizar la anticoncepción; si se trata de educación, o de
instrucción, estoy por supuesto con la igualdad de los sexos. Si se trata de derechos
políticos, no solo del voto, sino de participación en el gobierno, aunque dudo que las
mujeres puedan no más que los hombres, mejorar mucho la detestable situación
política de nuestro tiempo, a menos que unos y otras, y sus métodos de acción sufran
una transformación radical.

Todo logro obtenido por la mujer en la causa por los derechos cívicos, el urbanismo,
el medio ambiente, la protección del animal, del niño, de las minorías humanas, toda
victoria contra la guerra, contra la monstruosa explotación de la ciencia en favor de
la avidez y de la violencia, y de la mujer, será por añadidura una victoria también
del feminismo.

Siento que el grueso de adversarios y adversarias del feminismo lo inspiran los


sectores de ese movimiento social más vehemente con su particularismo. Su
radicalismo contra la sociedad patriarcal hace crecer el espíritu de cuerpo del sexo
masculino, que aun reconociendo la justicia de sus reivindicaciones termina
fortaleciendo su contrario: el machismo.

Por eso resulta oportuna su consideración… las mujeres que dicen “los hombres” y
los hombres que dicen “las mujeres”, por lo general para quejarse tanto en un grupo
como en el otro, me inspiran un enorme hastío, así como los que recitan todas las
formulas convencionales. Hay virtudes específicamente “femeninas” que las
feministas pretenden desdeñar, lo que no significa que hayan sido siempre atributos
de todas las mujeres: la dulzura, la bondad, la finura, la delicadeza; virtudes tan
importantes que un hombre que no poseyera por lo menos una pequeña parte de
ellas sería un bruto y no un hombre. Hay virtudes llamadas “masculinas”, lo que
tampoco significa que todos los hombres las posean: coraje, resistencia, energía
física, control de sí, y la mujer que no detenta una parte de ellas, no es más que un
trapo, por no decir un guiñapo. Me gustaría que esas virtudes complementarias
sirvieran para el bien de todos.

Su respuesta a la pregunta, de si nunca había lamentado ser mujer habla por sí sola
de la excelente catadura de su condición femenina: En lo más mínimo, y no he
deseado más ser hombre, de lo que siendo hombre hubiera deseado ser mujer.

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