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LA IMPERFECCION EN EL EVANGELIO
Ricardo Peter

Universidad Iberoamericana golfo centro


Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla
Universidad Intercontinental

Adoramos la perfección porque no la podemos tener,


La repugnariamos si la tuviésemos. Lo perfecto es lo
inhumano porque lo humano es imperfecto.
Fernando Pessoa
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INTRODUCCION
UN CAMINO PERSONAL DE LIBERTAD

Este Nuevo libro de Ricardo Peter, que prosigue la reflexión dedicada a


la Terapia de la imperfección,<(1) Ver R. Peter, Una terapia para la persona
humana. México, BUAP, 2a. ed., 1996; Para una terapia de la imperfección,
San Pablo, Madrid, 1996: Honra tu límite, México BUAP, 1998; Ética para
errantes, México, BUAP, 2000.> presenta al lector, antes que nada, una
lectura inédita de los Evangelios. Aún sin perseguir intentos directamente
exegéticos y teológicos, como el autor precisa en la conclusión del trabajo,
el delinea aquí una perspectiva capaz de reconducir nuestra recepción del
mensaje evangélico a la luz de la misericordia y de la aceptación de sí. Por
otra parte y al mismo tiempo, Peter abre la vía a una conciencia
antropológica que captura en la angustia de no ser Dios y en el rechazo de la
finitud las tendencias más fuertes a negar nuestra humanidad, a vivirla
como una maldición que hay que ocultar en vez de asumirla plenamente.
La propuesta del autor es la de acceder a la conciencia del límite, a
partir de la aceptación de nuestra finitud o también, para decirlo con
Nietzche, de la fidelidad a la tierra y a sus fecundas imperfecciones. Pero
se cometería una injusticia con Peter si se considerara que su concepción
desemboca en un discurso de pura exaltación del límite humano en cuanto
tal. Es necesario prestar atención, según mi opinión, no solo a las claras
indicaciones que el nos ofrece, sino también a la manera de acoger y, sobre
todo, a como ponerse en diálogo con este texto. Por consiguiente, más que
resumir los contenidos del libro, aquí quisiera evidenciar el valor del proceso
que la perspectiva peteriana logra suscitar. En particular, me parecen
esencial al menos dos aspectos.
En primer lugar, no se trata simplemente de pasar del perfeccionismo a
una especie de ideología del imperfeccionismo, haciendo bandera de los
defectos y de las faltas como estamos acostumbrados a hacer con nuestras
presuntas perfecciones. La perspectiva que se abre no es, de hecho,
opuesta a la precedente. No es una banal dialéctica puesta al revés, donde
aquello a lo cual se llega no es otra cosa que representarse el punto de
partida colocado al revés. Las categorías de imperfección y de
inconsistencia conducen más bien a formas originales y poéticas en el
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sentir, en el pensar, en el actuar, donde se libra la libertad del amar, del


acoger, del aceptarse y del aceptar.
La “imperfección” aparece entonces como el espacio de posibilidad del
encuentro y de la relación consigo mismo así como con los otros. La
“inconsistencia” se manifiesta a su vez como la libertad de los absolutos, la
capacidad de no juzgar y de acoger las contradicciones reservando cuidado,
compasión y ternura a la fragilidad de la existencia humana. Se adecuan a
este tipo de sensibilidad las palabras con que Theodor W. Adorno ha
indicado la primera condición del ser amado: “eres amado sólo donde puedes
mostrarte débil sin provocar en respuesta la fuerza”. (2) Th. W. Adorno,
Minima moralia. Meditazioni della vita offesa, Turina, Einaudi, 1979, p. 230.
Ejemplar y decisivo, para este propósito, como muestra convincente
Peter, es la actitud de Jesús, quien testimonia en sí y en su vida como la
misericordia es “la respuesta de Dios al delirio del hombre de querer ser
perfecto”(p.47). Emerge así la figura de un Dios inconsistente, o sea, de un
“Dios vacio de dogmatismos” y también “vacio de control y de poder”(p. 46).
Aquí Peter toca un punto determinante, ya sea desde el punto de vista
teológico, o, correlativamente, desde el puento de vista antropológico.
Escribe el autor: “la misericordia niega –como una especie de ateismo
visceral- la existencia de los dioses que no se toman a pecho la condición del
hombre” (ibid).
Asumir verdaderamente la finitud de nuestro ser equivale a hacer
propias modalidades de vida que se califican como antiidolatricas y
antisacrificiales, en las que realmente lo divino y credible, y por tanto lo
realmente digno de la persona humana es solo el Amor misericordioso y,
para cada uno de nosotros, el reconocimiento de la indigencia en que vivimos.
De aquella indigencia que es “tener necesidad de todo” (p.37), descubriendo
que en este “todo” buscado y deseado se alcanza la presencia de Dios mismo.
Ya de cuanto hemos evidenciado hasta ahora se puede entender como, en
segundo lugar, no se trata tampoco de volverse a la reflexión peteriana
como una doctrina de la cual volverse adeptos y propagandistas,
cristalizando el pensamiento en dogmas y convicciones absolutas. Puede
reaccionar de esta manera solamente quien, en realidad, permanence ligado
a una actitud proyectiva por lo que se cree de poder encontrar en un
mensaje preconfeccionado la solución para cada problema. Tal actitud es lo
contrario de la disponibilidad a hacer experiencia, a ponerse en relaciones
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dinámicas, a rediscutir con profundidad el propio mapa comportamental, que


son precisamente las tendencias vitales a las cuales Peter se refiere.
Tomar en serio el mensaje de este libro significa abrirse a un camino
personal de libertad que involucra los sentimientos, el pensamiento, el
actuar, las relaciones. El libro de Peter es una provocación a meterse en
camino liberándose de aquellos tiranos interiores, de aquellas órdenes más o
menos inconscientes por las que nos sentimos obligados a esconder o, tal
vez, a superar cada límite de nuestro ser. Y es también librarnos de aquella
frialdad que todavía Adorno denunciaba así: “cada uno hoy, sin excepciones,
se siente demasiado poco amado, porque cada uno es demasiado poco capaz
de amar”(3) Th. W. Adorno, Parole chiave Modelli critici, SugarCo, Milano,
1974. La provocación de Peter toma de la mano aquella frialdad
entreabriendo la vía a lo largo de la cual podrá disolverse en la misericordia.

Roberto Mancini (4)


Roberto Mancini es uno de los filósofos italianos de más auge, autor de
numerosos libros, colaboraciones y escritos. Esistenza e Gratuita es uno de
sus libros más leidos.
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CAPITULO PRIMERO
DEL MITO AL LOGOS: DEL LENGUAJE
INCONSTATABLE AL LENGUAJE INCONTESTABLE

Tres modelos de lenguajes han marcado profundamente la conducta del


hombre occidental, el mito, el logos y la parábola. Tres personajes
representan respectivamente cada uno de estos lenguajes: Homero,
Aristóteles y Jesús de Nazaret.
Homero es el autor o recopilador de una serie de narraciones
desconcertantes, de un lenguaje que con la mentalidad de hoy definiríamos
vago y nebuloso, que refiere la vida “fabulosa” de los dioses y semidioses de
Olimpo. Su lenguaje es inconstatable, es decir, no podemos comprobarlo. No
hay forma de cotejarlo con la realidad. Podemos examinar e investigar sus
figuras literarias, su recurso al hexametro dactílico, pero no podemos
verificar su contenido: ¿existió Odiseo, entro realmente en casa del
Alcinoo, llego realmente a Ítaca, se encontró con Eumeo? ¿Penélope esperó
y consagró su vida a Odiseo? Y si quisiéramos tocar fondo: ¿Zeus, como
relata la Iliada, fue realmente engañado? ¿Aconteció alguna vez la “lucha de
los dioses”? Podemos conocer las acciones nobles y el impetus de Aquiles,
Odiseo, Penélope y Telemaco, la valentía de Ulises y la arrogancia de los
ciclopes, pero lo que realmente ocurrió permanecerá inaccesible. La
existencia del mismo Homero se encierra al punto que siete ciudades se
disputaron su cuna.
Homero constituye la más pura fabulación de la antigüedad. Sus
leyendas, en efecto, son concatenaciones opulentas y hazañosas de
fantasías “cosmogónico-naturales”. Sin embargo, su épica heroica supero el
conocimiento informe del primitivismo precedente. Con Homero hay un
avance.
Homero proporcionó al hombre de la antigüedad el gusto por el “arete”,
por la acción virtuosa, épica y éticamente hablando. Junto a la destreza y
capacidad en la acción militar, Homero hace hincapié en la honestidad, en la
decencia moral, en la honradez consigo mismo y con los demás. Desde este
punto de vista, Homero tenía más alta estima por los hombres que por los
dioses, quienes superaban a los primeros en conductas aberrantes y
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licenciosas. Mientras los dioses no conocen límites en sus bajezas, el


hombre “espiritual” reconoce sus límites.
En la Iliada y la Odisea, como han enseñado sus estudiosos “juegan
importante papel la conducta moral, la actitud correcta y decente y las
costumbres honestas”(1 Así, por ejemplo, José Almoina en su introducción a
la Iliada y Odisea, México, Editorial Jus, 1960, p. XI), sin embargo, su afán
educativo contrasta con el “escalofriante primitivismo” (2. Ibidem.) con que
se tratan las grandes cuestiones de la condición humana.
Los problemas esenciales del hombre son presentados groseramente
como todavía corresponde a las cosmovisiones religiosas naturales. Dioses y
semidioses se desentienden de los asuntos fundamentales del hombre. El
conocimiento mítico, por consiguiente, con sus arcanos y esoterismos no
logro desanclar al hombre de la disgregación politeística en que estaba
sumido.
De aquí que algunos siglos después Jenófanes, frente a las creencias
mágicas y supersticiosas a que daban lugar los poemas de Homero (y de
Hesiodo), planteé la necesidad de abandonar el antropomorfismo y de
afirmar como explicación del origen del universo, la existencia de un ser –
aunque todavía concebido politeísticamente- único e indefectible.
Los griegos, otra vez ellos, generaron una ciencia rigurosa capaz de
desnudar la realidad. Ellos la habían cubierto con el velo del mito y ellos se
ocuparon de develarla con el logos.
Aconteció entonces un cambio radical en la mente del hombre occidental.
Esta novedad, única entre los pueblos de la tierra, tuvo el nombre modesto
de philos, amigo, porque solo los dioses, aún en medio de sus desatinos, eran
los propietarios de la sabiduría, mientras al hombre le correspondía la
cercanía, el gusto, la amistad de la sabiduría, la filosofía.
Pero si los dioses con toda su sabiduría no lograron explicar las cosas
visibles, era improbable que pudieran iluminar con sus sinrazones las cosas
invisibles. Esta labor, con la aparición de la filosofía, tocaba ahora al
hombre.
Con la filosofía la postura mental del hombre cambió substancialmente.
Un modo de pensar ficticio quedó arrinconado por un modo de pensar
analítico, crítico y juicioso. En otras palabras, lógico. El pensamiento puro –
indudable e indiscutible- suplantó el pensamiento impuro.
A raíz de entonces el conocimiento se transfirió del Olimpo de la fábula
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al mundo del silogismo; de la reflexión imprecisa e incierta a la especulación


sutil y rigurosa. De un mundo conocido a través de las gestas de los dioses a
uno “aprehendido”, asido y atrapado directamente por la razón a través de
sus categorías nítidas y exactas. El salto de calidad consistió en volver el
conocimiento humano no sólo posible y bien estructurado, sino coherente y
lo que es más todavía: sensato.
Los presocráticos pusieron en marcha ese gigantesco proceso que iba a
transformar la mentalidad alegórica en realística. La leyenda se mudo en
theoorein, en principio demostrable. La discusión se volvería la expresión
espiritual del conocimiento. Una mente hasta entonces indiferente a la
“cuestión” se convirtió en una mente donde todo era ansia de “asuntos”,
“argumentos” y “controversias”.
Con la filosofía nació la pregunta, es más del mero hecho de preguntar
surgió el filosofar. Con la pregunta se constituyó el problema y con la
aparición del problema se dio luz verde a la búsqueda de la solución. Desde
el momento en que se concibió la filosofía, todo problema tiene en lista de
espera una solución. La necesidad de encontrar una solución a todo problema
es típicamente filosófica. La mente racional establece dos principios
madres: el de la no contradicción y el “principio” de que todo problema tiene
solución. Más adelante volveremos sobre este punto.
Una pregunta entonces, liquidó las creencias de Homero y dio a los
dioses el golpe de gracia, arrebatándoles su poder absoluto sobre los
hombres. Esa pregunta es: “¿qué son las cosas?” Una fórmula tan sencilla
como la sentencia de Parménides, “el ser es y no puede no ser”, se volvió
letal para el pensamiento mitológico.
Los que hasta entonces habían sido fabricadores de misterios, ahora se
proponían acabar con los misterios. Pero develando los misterios que
determinaban la vida pública, el conocimiento se reservó el vasto campo de
lo impenetrable.
Antes que los griegos crearan la filosofía, el hombre disponía de ese
“algo” de la realidad del ser que es lo que aún queda (como diría Gabriel
Marcel y Rollo May) después de haberlo averiguado, penetrado, demostrado,
descifrado y desenredado todo: el misterio del ser.
La primavera del logos dejaba caer su primera luz sobre la atmósfera
oscurecida por el mito. Lo que antes parecía indescifrable ahora brillaba con
un esplendor intenso que ocultaba definitivamente a los inquilinos del
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Olimpo.
Derrumbando el mito, el logos construyó el camino de la ortodoxia. Pero
al ser así, la razón quedó objetivada como una nueva divinidad, que tras
largas peregrinaciones, desde el siglo VI a. C., fecha de las primeras
increpaciones de Jenófanes a Homero, hasta el siglo XVII de nuestra Era,
la cual será reconocida oficialmente como la “diosa razón”. El “siglo de las
luces” demostrará hasta donde iba a extenderse el atrevimiento iniciado
con los presocráticos.
En efecto, desde el momento de su aparición la razón se manifestó
desprovista de límites. Se presentó al acecho de la perfección, como el
“órgano” de lo desmedido y de lo ilimitado.
De esta manera, arremetiendo contra la teogonía o teodicea de Homero,
la razón daría lugar a una nueva “teosofía”. La fe un tiempo requerida por las
narraciones mitológicas se mudaría en reflexión legitimada por la fe de los
filósofos, quienes componían ahora la nueva clase de los iluminados. En
adelante la realidad sería filosófica.
Encontrando el arche, el “principio” primero y fundamental del apeiron, la
realidad original, la razón hizo su botín del universo. Los cielos y la tierra
perdieron sus antiguos enigmas. Las nuevas explicaciones no eran
“fabulosas”, sino simplemente comprensibles.
Lógicamente la lógica se volvió el nuevo pensamiento del hombre
occidental, pero, ¿qué sucedió con el misterio del ser a partir del nacimiento
de la filosofía? ¿Dónde fue a parar?
Querer descubrir todo fue la desolación del misterio del ser. Y así como
la relojería suiza solo mide el tiempo que ha pasado, no el instante que se
vive, el nuevo conocimiento descubrió esa parte de la realidad que no
envuelve ningún misterio. El hombre como tal, la condición humana, no hizo
parte de ese descubrimiento.
El lenguaje del logos no reveló al hombre en sí mismo, sino el mundo de
las cosas y el mundo de las ideas. El hombre, como dice María Zambrano,
continuaría padeciendo “el sufrimiento más terrible: ser enigmático”(3
María Zambrano, El hombre y lo divino, México, Fondo de Cultura
Económica, 1973, p. 47.)
Con su exceso de especulación, la filosofía griega haría más íntimo y
doloroso el enigma del hombre, como lo vemos en Kierkegaard, Nietzsche y
Schopenhauer, no más diáfano y ligero. Para aligerar la carga del ser, para
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suavizar la tensión de su misterio, el hombre tenía que aguardar un nuevo


lenguaje, el de la parábola.
Con la filosofía, la imagen y la fantasía cedieron ante la idea y la forma.
La realidad comenzó a definirse en categorías. La realidad dejo de ser
“luminosa”, divina. Todo era clasificable, ordenable, divisible en clase y
género. Surgió la ciencia de la tipología. Detrás de cada enigma se rastreaba
una explicación. Los rebus de Sófocles podían resolverse en hipótesis.
El descubrimiento de la filosofía fue la primera victoria de la razón.
Pero, el esfuerzo de los griegos para despertar al hombre de los sueños de
la imaginación se volvió la primera derrota del gigantesco misterio sobre el
cual se asienta la existencia del hombre.
La filosofía infundió en el hombre el atrevimiento de revelar “todas las
cosas desde el punto de vista de sus causas últimas”. El hombre, lo más
enmarañado del universo, se sujetó a la inconmesurable potencia superior de
la mente. En adelante, los jeroglíficos de su ser, todos los juegos absurdos
de la vida, quedaran encarcelados por el Gran Inquisidor de las
cosmovisiones: la razón.
La filosofía se volvería el nuevo reto para el hombre que salía de la
caverna de la alegoría, embriagado por el florecimiento de la razón. Salirse
del espacio estricto de lo racional iba a constituir la nueva versión de la
“alegoría de la caverna” de Platón.
El maestro del Occidente en el orden de la mitología fue revelado por el
maestro en el orden de la búsqueda de la “causa primera”. Adaptar los
dioses de Homero a las fuerzas naturales fue la tarea de Aristóteles. Este
trabajo consistió en pasar del pensamiento y lenguaje precientífico al
pensamiento y lenguaje basado en la episteme, en un conocimiento que
procede por principios y causas eficiente, final, formal y material.
La originalidad y luminosidad de su pensamiento determinó el curso de
todos los pensadores posteriores del Occidente. En pleno sigo XIII su
nombre andaba de “boca en boca”.
La autoridad de Aristóteles era tan irrebatible que en 1611 un filósofo
italiano, Cesare Cremonini, se negó a curiosear las manchas solares por el
telescopio de Galileo porque, sicut Magister dixi”, los cuerpos celestes eran
puros. Sin saberlo somos “aristotélicos anónimos”. La llamada “filosofía
perenne” es la suma de Aristóteles y Tomás de Aquino y el movimiento
“neotomístico”, que en la década de 1940 recibió un notable impulso por
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obra de Jacques Maritain no es otra cosa que la exhumación de los restos


de ambos.
Muchos de los juicios de los “hechólogos”, como diría Unamuno, se
conforman con las reglas y principios descubiertos por Aristóteles.
Seguimos precisamente la primera ley del pensamiento aristotélico, el
“principio de no-contradiccion” el cual sostiene que “es imposible que una
misma cosa convenga y no convenga al mismo tiempo a una misma cosa y bajo
la misma relación”, que es igual que decir, si es chano no es juano: A no
puede ser al mismo tiempo no-A.
Nuestro pensamiento, aún en sus pequeños detalles, está determinado
por las premisas de Aristóteles, quien nos definió como “seres racionales”.
El “entendimiento agente”, que es como la lámpara con la cual iluminamos la
esencia universal de las cosas, es la base de la comprensión.
Con Aristóteles la comprensión se volvió un proceso de conocimiento
intelectivo. Comprender algo es equivalente de conocer intelectivamente. En
el Occidente, entender algo comenzó a significar conocer con la razón, un
proceso puramente intelectual. Aun hoy en día para mucha gente “dilucidar”,
“penetrar”, “comprender” la naturaleza de un problema existencial es
meramente llegar a entenderlo racionalmente.
El lenguaje de Aristóteles se volvió entonces el “metro mental”, como
diría Novalis, para medir y adquirir retazos de la verdad. Pero, ¿de qué le
sirve al hombre descubrir las “causas últimas” de todo lo que existe si
pierde su alma? ¿De qué le sirve saber que el universo se mueve a la
velocidad de los millones de millas por segundo, si luego no es capaz de
acoger la vida en todo lo que parece ser su condición propia y específica: la
imperfección?
¿Qué cuenta dilucidar con el “entendimiento activo” el misterio del ser si
esa no es la razón del misterio?
Dado que los seres humanos seguimos sudando y llorando a causa de lo
que hemos llamado el “misterio del ser”, nuestra curiosa civilización que
tiende a convencernos de que lo abstracto, lo que conoce a través del logos,
es lo real, requería de otro lenguaje para ser fiel al misterio de la
existencia.
¿Es posible otra forma de encarar la existencia sin recurrir al mythos y
al logos? ¿Acercarse a la plasticidad de la vida concreta sin encubrirla con
los oropeles de la fábula y sin envolverla con la especulación pura? ¿Podía
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superarse la bipolaridad del mundo lleno de dioses y demonios, por una


parte, y del mundo conformado por el logos, por la otra?
Fue posible y así sucedió. Un hombre rebasará los dos mundos y desviará
la atención hacia las “fronteras” de la vida. Su lenguaje tomará distancia de
la quimera de Homero y de la abstracción de Aristóteles.
Entre dioses del Olimpo y la diosa de la razón, entre mythos y el logos,
este hombre optó por una figura literaria que parece confundirse con el
misterio de la vida. En virtud de esta opción se acercó a la vida sin
encubrirla y sin desnudarla. La dejo fluir. No nos colocó ni en la vieja
caverna de Homero ni en la nueva caverna del conocimiento racional.
Este hombre, Jesús de Nazaret, tomó posición: no dio continuidad a la
mitología –todo lo contrario: no dejo dioses en pie-, ni recurrió a la
mediación de la ontología. Su buena nueva, el Evangelio, en su calidad
originaria, enlaza la vida sin adulterarla.
El evangelio no recoge las “lecciones de filosofía” de Jesús. Aunque
plantea preguntas capaces de morder la existencia del hombre, el Evangelio
no constituye, afortunadamente, una introducción a la metafísica. Lo que
Jesús enseño no fue el resultado de una investigación filosófica. El
Evangelio está libre de aparatos y esquemas conceptuales. Jesús no se
preguntó por el ser de las cosas, por el fondo oscuro del universo, ni por las
“causas últimas” de todo lo que existe.
Jesús no recurrió a un solo concepto filosófico. No se preocupó por
distinguir la substancia de los accidentes, ni el acto de la potencia ni la
felicidad primera de la felicidad segunda o práctica. Su manera de hablar no
procedió de lo universal a lo particular. Jesús no enseño abstrayendo. Desde
este punto de vista la superioridad de Aristóteles sobre Jesús esta fuera
de discusión.
¿En qué consiste esta superioridad? Para comenzar Jesús de Nazaret no
dejó ni siquiera una línea escrita. La única vez que escribió lo hizo “en el
suelo con el dedo” (Jn 8,6). En cambio, la producción de Aristóteles es
desmedida. La biblioteca de Alejandría, la más grande del mundo antiguo con
sus 800 000 libros, tenía catalogadas 146 obras de Aristóteles distribuidas
en 400 libros.
Además mientras que Jesús de Nazaret se concentró en el anuncio del
Reino de Dios, la pasión intelectual de Aristóteles lo llevo a tratar
cuestiones naturales, físicas, éticas, políticas y metafísicas. Se ocupó de la
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tragedia, lo mismo que de la retórica y del silogismo, del movimiento, del


tiempo y del espacio.
Por otra parte, Aristóteles frecuentó veinte años la Academia de
Atenas, vivió en la corte del rey Ermia, en Mysia, se traslado a Macedonia, a
la corte de Filipo II, donde fue preceptor de su hijo Alejandro Magno,
conquistador de uno de los imperios más grandes de la historia, vencedor de
Dario, rey de los persas y creador de la prestigiosa biblioteca de
Alejandría. ¿Qué decir en defensa de Jesús de Nazaret? Su vida quedó
confinada en Palestina, un sector geográfico de poca importancia mundial. Y
en lo que a corte se refiere, la vida de Jesús de Nazaret fue insignificante.
Vivió en un país pequeño, con escaso desarrollo material, constituido por
tribus nómadas que dieciocho siglos antes habían salido de caldea.
Pues bien, este hombre en relación con la existencia, puso el dedo en el
misterio del ser, es decir, en la llaga. Lo hizo hablando no al estilo de
Homero o de Aristóteles, sino de una manera que, aún después de 70
generaciones de cristianos, sigue siendo un acontecimiento.
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CAPITULO SEGUNDO
LA PARÁBOLA: UN LENGUAJE INCONSISTENTE

La mitología lego al Occidente un conocimiento comprensible pero no


racional ni relacional con la realidad. En el fondo de ese conocimiento, el
hombre permaneció extraño como un enigma sin sostén alguno.
Aunque el conocimiento mitológico estaba repleto de dioses, semidioses
y demonios y el hombre vivía fascinado –y también aterrado- por sus
aventuras, la mitología no aludió para nada lo más sagrado: al misterio del
ser.
La indiferencia de los dioses a la suerte de los hombres fue inmensa e
inocultable. Desde este punto de vista, la mitología es el arte del olvido del
hombre. Los dioses nunca salvaron las apariencias de su desdén por lo
humano.
Fue la filosofía la primera en percibir que el mundo no estaba lleno de
dioses sino de una realidad múltiple y unitaria al mismo tiempo, pues el ser
estaba en la base de ella y “el ser se dice de muchas maneras”.
Con este descubrimiento los dioses de Homero se desvanecieron. Pasaron
a la noche eterna. Dejando de ser “cuestión” pues no eran ni ser, ni no-ser.
Ante esta razón, la mitología se volvió definitivamente inconstatable.
En compensación, la filosofía ofrecía un conocimiento acabado y preciso
que nacía de la necesidad de volver las cosas inteligibles. Pero por ser fruto
de la inteligibilidad, la filosofía nos heredo un lenguaje incontestable.
Incontestable está por definidor. Aristóteles fue el Gran Definido (1
María Zambrano, op. cit., p. 78). Con la definición, el pensamiento filosófico
aplicó todo su rigor a la realidad y, a la vez, su congénito espíritu dogmático,
es decir, su tendencia a confinar la realidad en un sistema. Por lógica, cada
sistema filosófico es doctrinal. Aunque el filósofo se declara “amigo” de la
sabiduría, esa amistad termina siendo autoritaria y no comprensiva,
acogedora, de la sabiduría. Tanto Leibniz, Kant y Hegel como Heidegger y
Sartre pueden pavonearse de rigurosidad. Enseñaron de manera
sistemática, con autoridad. Sus convicciones sobre la realidad son
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imperativas.
Por razones que no pueden ser diversas, el filósofo anida a un dogmático
en su alma o a un escéptico, que es otra especie de dogmático, pues
desmiente de manera irrefutable que el conocimiento humano alcance una
verdad irrefutable.
En cambio, ¿de qué naturaleza era el lenguaje de Jesús? Con Jesús el
hombre tuvo la posibilidad de disponer de un lenguaje inconsistente.
Jesús hablaba en parábolas: todo lo que decía a las muchedumbres lo
decía en parábolas (Mt. 13,34). Jesús no recurrió al hexámetro ni se sirvió
de la dialéctica. Hablaba sólo en parábolas.
Así, ante las crecientes y frecuentes demandas de “glasnot”, de
transparencia, como si se tratara de un profesor de liceo, Jesús optó por
una estrategia singular: siempre que podía “añadía una nueva parábola” (Mt.
13,33). Creaba tal suspenso en su auditorio que quienes estaban a punto de
ver, “no veían” y quienes estaban a punto de entender, “no entendían” (Jn.
12,40).
Con sus parábolas Jesús no manipuló a la muchedumbre. No explotó la
mente de quien lo escuchaba. Desde el punto de vista filosófico, el Nuevo
lenguaje no tenía carácter dogmático. No descifraba misterios ni imponía
verdades. No ideologizaba la existencia.
Jesús no quería controlarlo todo y saberlo todo. Los judíos, quienes no
tenían ninguna habilidad en el arte de la argumentación y del raciocinio puro,
se hartaron de la manera de hablar de Jesús y lo confrontaron
enérgicamente: “¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo?” (Jn. 10,24).
Demandaban un lenguaje “claro” y “abierto” al estilo de los doctores de la
ley. Resultaba tan misterioso el modo de hablar de Jesús que los judíos “no
comprendían lo que les hablaba” (Jn. 10,6). Prácticamente, Jesús
replanteaba los antiguos enigmas” (Sal. 78.2).
Los doctores y maestros de la ley entregaban la verdad a las
muchedumbres. Eran claros como el agua. Puntuales, precisos, exactos en su
lenguaje. De sus bocas, los judíos aprendían lo que tenían que hacer para ser
aceptados por Dios. En esta tarea el Levítico les daba la mano.
Respecto a la salvación eterna, problema agudo para todo judío, el
Levítico constituía el manual del “How to do it”. De hecho, el Levítico
diagnosticaba el quehacer del aspirante a complacer a Dios: “All You do is
put it together!”. Así de fácil.
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Los sacerdotes eran peritos en lo puro y lo impuro. Inspirándose en el


Levítico podían declarar con autoridad y detalladamente la manera de
proceder, incluso en forma de receta, para no fallar a los ojos de Dios.
El libro del Levítico ofrece veintisiete capítulos de leyes prácticas para
evitar los cargos de conciencia. Lo que aún quedaba pendiente era
completado por el libro de los Números y por el Deuteronomio, que significa
precisamente la “Segunda Ley”.
En ese contexto cultural y religioso, el lenguaje de Jesús aparecía
inconsistente frente a la autoridad de los doctores y maestros de la ley,
quienes no recurrían a un lenguaje exótico ni esotérico. El lenguaje de Jesús
era inconsistente como la figura literaria que utilizaba, la parábola. Pero
todavía más: esa misma figura literaria, en boca de Jesús, sufrió una
enésima evolución. Jesús volvió la parábola más inconsistente aún, es decir,
menos enfática y sentenciosa como lo eran, por lo general, las parábolas de
los demás rabinos. El recurso a la parábola, pero el tipo de parábola que
Jesús usó, es la prueba de que el dogmatismo fue la forma mental más
extraña a la mente de Jesús.
Para que la verdad haga libre no debe imponerse. Lo que se impone es
contrario al misterio del ser del hombre. ¿Quién puede resistirse a la
verdad pitagórica de “dos más dos, cuatro” o al axioma filosófico de que
“todo problema tiene una solución”?
Una verdad obligatoria aborta la decisión en la misma raíz de su
nacimiento. Para decidir el hombre no necesita demostrarlo o justificarlo
todo, sino la posibilidad de contestarlo todo. Jesús daba esa oportunidad.
Pero aún usando un lenguaje inconsistente, Jesús “enseñaba muchas
cosas” a la gente (Mt. 4,1-2). Sin embargo, si Jesús no era un hidden
persuader, un “encubridor”, ¿por qué quedaban atónitos quienes acudían a
oírlo? ¿Por qué un lector de hoy experimenta la misma perplejidad y
desorientación ante el lenguaje de Jesús? Adentrémonos en su lenguaje.
Jesús se sirvió de una de las formas literarias más simples de la
tradición hebrea y que precisamente caracteriza la llamada “colección
sapiencial”
Jesús recurrió al masal, sustantivo hebreo traducido en griego por el
sustantivo parabole.
El género masal consiste en una narración breve, en prosa, de tendencia
realista, cuya formulación tiende a maravillar, encantar, sugestionar o
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cautivar la atención. Por esto mismo, la forma simple del masal, en su


evolución daría lugar a diversas figuras literarias que en ocasiones resultaba
un dicho o refrán popular, un proverbio o sentencia de sabiduría, una
máxima, una alegoría, un enigma, una fábula, un oráculo, una sátira, un
apólogo o, en fin, una parábola.
El tipo de masal utilizado por Jesús no tuvo carácter de fábula. De
hecho, Jesús no recurrió a un lenguaje exótico para narrar las vicisitudes
de un animal con finalidad de dar a los hombres una enseñanza moral.
Tampoco asumió el masal en su forma de sátira con el pretexto de
ridiculizar a alguien. Cuando quiso comunicar a los fariseos lo que pensaba de
ellos, lo hizo directamente. Incluso, fue tan llano y franco con sus
adversarios que los llamó como nadie solía hacerlo: “hipócritas”, “guías de
ciegos”, “serpientes” y “raza de víboras” (Mt. 23, 1-36).
Jesús no ofreció consejos prácticos. En su boca el masal no tuvo
carácter de refrán o dicho popular. Tampoco dispenso “sabiduría” consejos
de vida, proverbios al estilo de Salomón o los famosos maestros, tannaim, de
la primera mitad del siglo I. Al tiempo de Jesús no escaseaban los sabios y
los amoraim, intérpretes y comentaristas de la Tora.
La evolución del masal en el Evangelio excluye también la forma del
oráculo, pues no anuncia ni vaticina nada. No hay rastros de promesas.
En Jesús las parábolas conservan un sentido encubierto. En ocasiones,
Jesús utilizó la parábola con una intención enigmática, dejando a la gente en
estado de confusión: “Quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4,9). Lo
hizo a propósito para que un sector de su auditorio (“los demás” –Lc. 8,10- y
“ellos”, los fariseos –Jn. 10,6-) “viendo no vean y oyendo, no entiendan”. Pero
aún con la manifiesta voluntad de esconder presente en algunas parábolas,
el masal –enigma no es la forma característica de las parábolas de Jesús.
¿En qué consiste entonces la peculiaridad del masal empleado por Jesús?
Las parábolas de Jesús no son enigmáticas sino paradójicas. Es como si
dijéramos que Jesús hizo de la paradoja una forma estilística donde la
narración se caracteriza por sus rarezas explicitas y, sobre todo, implícitas.
A esta forma corresponde el masal de Jesús.
La virtud o cualidad de las parábolas de Jesús es que no obligan ni
imponen nada, pero tampoco aceptan la indiferencia. No encierran entre los
dos polos de una disyuntiva. La complejidad planteada por la parábola de
Jesús no se resuelve en las categorías dualísticas de lo bueno y lo malo, lo
17

puro y lo impuro. Hay que resaltar para este propósito la total libertad en
que dejan al destinatario. En alto nivel de respeto que manifiestan por la
decisión del hombre.
Las parábolas evangélicas no quitan importancia a las parábolas rabínicas,
ni tampoco se desatienden de sus fuentes de sabiduría popular. De hecho, el
masal de Jesús es heredado de la literatura rabínica, no invención propia. La
polivalencia del término hace ver el uso potencial que podía hacerse del
masal. Lo que ocurre en la parábola de Jesús no es una invención estilística
ex novo, sino que la ductilidad propia de esta figura literaria adquirirá en los
Evangelios una modalidad acentuadamente paradójica.
Al hablar de la parábola de Jesús nuestro interés no es estudiar su
género, sino advertir su peculiaridad en orden al lenguaje que caracteriza a
Jesús. La paradoja de su vida, de sus hechos, se refleja en la paradoja de
sus dichos, las parábolas.
Las parábolas de Jesús encierran algo inesperado, imprevisible,
desconcertante. Por esta razón, Jesús consigue no solo cautivar, sino chocar
su auditorio aun dos mil años después de que fueron contadas.
El motivo central de sus parábolas está íntimamente relacionado con la
vida. Pero no es este el secreto por el cual sorprenden y provocan un efecto
inesperado en el sistema mental de quien las oye o lee. Los elementos
presentes en sus parábolas refieren conductas, acciones y actitudes, que no
son normales. Lo que Jesús dice está sorprendentemente lleno de rarezas.
Jesús refiere cosas inconcebibles, inauditas, asombrosas.
Las historias contenidas en las parábolas de Jesús son dinámicas no solo
por la forma in crescendo como se narran. La verdadera dinámica no está
tanto en el desarrollo de la historia, sino en la energía y prontitud de
cambio que solicitan entre quienes las escuchan. Esta es la sorprendente
dynamisis, fuerza, energía, actividad, que mueven. Pudiéramos decir que
desde este punto de vista la literatura rabínica era estática. Los modos de
expresión tendían a ser estáticos, a veces también aburridores. Tal vez el
afán de enseñar, su naturaleza acentuadamente didáctica, la constante
referencia a un modelo conocido y resabido, no provocaba la dinámica que
desencadenan las parábolas de Jesús.
También Jesús se refirió a la Tora, tanto escrita como oral, y solicita
que se la ponga en práctica, pues de lo contrario equivale a “edificar sobre
arena” (Mt. 7,26) Muchas ideas de Jesús son afines a las de los rabies
18

conocidos en su época. Jesús, por ejemplo, no fue el primero en embestir a


los fariseos (2. D. de la Maison. Parábolas rabínicas. España. Verbo Divino,
1985, p. 14.). La novedad que queremos señalar está en la dinámica de
cambio que plantean sus parábolas.
De aquí pues que aún cuando las parábolas se narran en verbos en formas
pasadas, la dynamis que desencadenan, el impacto que generan en el sistema
mental interpelan al hombre en su “aquí y ahora”, en el instante mismo en
que la oyen.
La inconsistencia que reconocemos en las parábolas de Jesús deriva del
contenido paradójico que manejan y comunican al interlocutor. ¿Qué servicio
presta dicho contenido? ¿Qué función desempeña la paradoja en las
parábolas de Jesús?
La paradoja, tal como la maneja Jesús, preserva al auditorio de la
dependencia. Jesús no quiere domesticar a sus oyentes, sino despertarlos,
provocarlos, interpelarlos. Jesús no quiere sujetar al hombre, sino que el
hombre, después de encontrarlo y oírlo, pueda devenir sujeto ante Dios. De
aquí que sus parábolas no proponen máximas, sentencias ni exhortaciones,
sino acciones paradójicas.
Las acciones sugeridas por Jesús provocan un impacto, pero no una
dependencia. En terminus psicológicos diríamos que Jesús no inhibe los
recursos del potencial humano. Mientras los fariseos frenan el crecimiento
imponiendo leyes, prácticas y ritos inútiles, Jesús lo deja fluir. El “método
pedagógico” que revela el padre en la parábola del Hijo pródigo contrasta,
por ejemplo, con la actitud del hermano mayor que encarna la pedagogía de
los fariseos.
Los fariseos hacían de la relación con Dios un peso, una carga y también
una prestación.
Los fariseos sacaban lo viejo de lo viejo. De esta manera fomentaban las
tradiciones y la dependencia. Jesús hará ver la diferencia: “Habéis oído que
se dijo a los antepasados…Pues yo os digo” (Mt. 5,21). Con la expresión “yo
os digo”, Jesús subraya su fuerza interior, su albedrio frente a los
“escribas y fariseos” (Mt. 5,20), su capacidad de trascender las enseñanzas
tradicionales aún en aquellos aspectos “sagrados”, incuestionables para la
comunidad judía. El sábado era un día consagrado a Dios desde los tiempos
del Génesis (2,3): Dios descanso, sabbat, el séptimo día, transformándolo en
una institución divina, como resulta en el Éxodo (31,12-17). Jesús relativiza
19

esta institución divina que fomentaba la dependencia de quienes manejaban


los asuntos religiosos.
Hay diferencia entre el autoritarismo de los doctores de la ley y la
autoridad de Jesús que el mismo introduce con la palabra “Amén”, “en
verdad”. El “pues yo os digo”, tan frecuente en el llamado “discurso
evangélico” (Mt. 5), no contradice la inconsistencia que atribuimos a sus
parábolas. Jesús se afirma con autoridad ante quienes se arrogaban el
derecho de interpretación de las Escrituras y el monopolio de Dios, pero
anuncia su visión de Dios en términos paradójicos para respetar la persona
de los otros y su derecho a la libertad de optar por su anuncio. De esta
manera, el contenido paradójico de sus parábolas facilita que sus oyentes se
reconozcan y funcionen como personas.
¿De dónde deriva el contenido paradójico de las parábolas? De la propia
existencia de su autor: Jesús es el máximo prototipo bíblico de la paradoja
y, en este sentido, de la inconsistencia de la vida. Jesús no disuelve las
contradicciones de la vida en un lenguaje incontestable, sino que las acoge,
les concede un espacio. El absurdo encuentra un lugar en las parábolas de
Jesús.

JESÚS: UN HOMBRE INCONSISTENTE

El tema del logos en la cultura helénica está emparentado con el tema de


la “Sofia”. El papel del logos es el de penetrar la realidad. El logos pretende
ser aceptado sin cuestionamientos. Resistirse a este es una manera de
oponer resistencia a la realidad, pues el logos la descifra.
La conceptualización y formulación de la realidad hecha por el logos
consiente manejarla y adecuarla a nuestro sistema mental. La manera de
percibir la realidad desde el logos depende del modo como el logos la
estructura, le da “forma”. La necesidad del logos es la de clasificarlo todo.
El logos se nos ha dado para revelarlo y descubrirlo todo.
La función de la parábola –el logos hecho carne- es distinta. En el
lenguaje de Jesús, el logos sufre un abatimiento, se hace paradoja. Cuando
el logos se hace carne, pierde su condición convincente. Se reduce a una
narración inconsistente.
Mientras el logos da lugar a una fuente de luz que mira y vuelve a los
“entes” las cosas visibles, que en la vida humana hay algo, la existencia en
20

cuanto tal –el misterio del ser- que más que penetrarlo, nos penetra. No es
el hombre, por consiguiente, quien a través del logos encierra el misterio del
ser, sino el, misterio del ser que encierra la realidad del hombre.
Ese “algo” de la realidad no es absorbida por los conceptos que la
explican y definen, no “queda” como residuo en los términos que la anuncian,
sino en las “rarezas” y “extrañezas” que la envuelven y vuelven
indescifrable. Pero, ¿de qué “realidad” se trata? O más bien: ¿a qué realidad
aludimos?
El logos y la parábola postulan la existencia de realidades diversas: la de
los “existentes” y la de la existencia.
La realidad alcanzada por el logos es analizable y sintetizable. El logos
puede “decirla”. Es la realidad de los existentes. El logos tiene la capacidad
de enseñorearse sobre los ens-logicus aut realis. No hay secreto custodiado
en la realidad de los existentes que permanezca inaccesible al logos.
De hecho, el logos ha abierto camino en la realidad de los existentes
desde la búsqueda de una explicación del origen del universo hasta alcanzar
el conocimiento de Dios como Acto Puro. Sin embargo, cuando el logos entra
en la realidad de la existencia, la otra frontera de la vida, se encuentra en
medio de un laberinto de definiciones.
La existencia humana, como dice Viktor Frankl, no es analizable ni
sintetizable. En otras palabras, no es cosa, “ens”. La existencia es un
continente hermético al logos.
El lenguaje enciclopédico del logos enmudece ante la existencia. Se
vuelve impertinente, fastidioso, descarado, desfachatado. El logos corre el
riesgo de ser grosero con el misterio del ser. Como argumento a nuestro
favor pudiéramos evocar las definiciones filosóficas sobre el hombre animal
“racional”, “político”, “económico” “alineado”, “erótico”, “faber”, “lúdico”,
“simbólico”, “utópico”, etc. Desde este punto de vista, la filosofía es la
ciencia de las clasificaciones. Ahí donde existe un “ens”, una cosa, existe la
posibilidad de una definición pura, de una sistematización.
La existencia, sin embargo, es la frontera de lo desconocido. Todo
intento filosófico de explicación de la existencia remitirá al comienzo, es
decir, a lo desconocido.
No debe confundirse la parábola con el logos. La parábola, en efecto,
toma la existencia tal cual es. No la distorsiona, pues sencillamente no la
explica ni la demuestra. La parábola traspasa todo eso.
21

La parábola se acomoda a la existencia. Comparte el gusto por lo


incongruente, lo insólito, lo anómalo y peculiar de la existencia. La parábola
confirma y certifica la necesidad de lo raro. De aquí pues su inconsistencia.
Su choque frontal con el principio de no-contradicción.
A este punto, volvamos a nuestro asunto: ¿qué tenía Jesús de
inconsistente? Su existencia. Sus dichos y sus hechos son la expresión de su
existencia. Todos los elementos de su vida, su existencia en absoluto, son
una paradoja. Sus parábolas narran la “curva” o trayectoria de su vida, su
propia parábola. Se pueden entender solo a la luz de su autor, es decir, de
manera personal. Las parábolas descubren mucho de lo que era realmente
Jesús de Nazaret, de sus creencias, de sus acciones paradójicas, de su
estilo de vida, de su modo de ser.
Del nacimiento al ocaso, la existencia de Jesús es paradójica como sus
parábolas. Basta “leer” la vida de Jesús a la luz de una de sus parábolas, la
del hijo pródigo. (Lc. 15, 11-32).
¿Acaso no era él mismo ese hijo prodigo que se va de su casa? ¿No vivió
él mismo el camino que describe hasta llegar a tomar la “condición de
esclavo” (Flp. 2,7)? Su “tengo sed” en la cruz, ¿no se parece al “hambre” que
padeció el hijo menor en ese “lugar lejano”, donde no lo trataron siquiera
como a un cerdo, no lo consideraron humano, no se compadecieron de él,
pues “nadie se las daba” (las algarrobas)?
¿No fue él mismo desacreditado, considerado como un “tornado”
respecto a su buena nueva?
En el Occidente estamos bastante familiarizados con la vida de Jesús.
No es necesario detallar lo paradójico de su existencia. La descubrimos en
cualquier pasaje de su vida.
Jesús conoció la parábola porque tocó el fondo de la vida, la cuota de
absurdo inevitable e irresolvable. Desde su sistema mental los problemas de
la existencia no tienen solución. No podemos deshacernos de ellos. Jesús
conoció la miseria no solo de bienes materiales, sino la del espíritu. La
miseria de quienes se mueven desde la soledad, el abandono, la traición.
Experimentó la desesperación. La existencia resiste a las soluciones. En el
interior del hombre, el misterio del ser se resiste a la luz del logos. El afán
de soluciones no encaja en su sistema mental, abierto y sostenido por la
paradoja de la existencia.
En Jesús no hay rastros del “logrado”. No hay huellas del hombre
22

autorrealizado. Ninguna de sus acciones dejan ver la idea del triunfo, de la


Victoria. Jesús fue un disidente de la potencia.
Su vida pública fue precedida por una triple contestación de la fama y
del poder. El relato de la tentación (Mt. 4,1;Mc 1,12; Lc 4,1) evidencia el
interés de Jesús por las tres grandes ofertas insinuadas por el Adversario.
En primer lugar, el Acusador (del límite) le pide que muestre la
“metamorfosis” de lo humano a lo divino: “Si eres Hijo de Dios di (“manda”
se lee en Lc.) que estas piedras se conviertan en panes” (Mt. 4,3).
Transforma el desierto en panadería, realiza un “megashow”: deja por un
solo instante de ser criatura, sacrifica tu condición de ser limitado. En
contraste, Jesús señala que el hombre no solo vive de cosas “sólidas” como
el alimento. No puede sumirse en la condición del animal que hace de la
comida el primado de su vida. Esta es la primera maravilla del Evangelio: no
necesitamos aparecer como superhombres para ser gratos a Dios.
Diríamos que en la primera respuesta en absoluto de Jesús, la búsqueda
de sentido –ese algo tan inconsistente que puede dar significado a la vida
del hombre- es la primera razón para que la vida del hombre tenga un
sentido.
En la Segunda seducción, “todo –los reinos del mundo y su Gloria- será
tuyo”, hay una invitación a concentrar el poder en sus manos. A cambio se le
pide algo modesto: “si te arrodillas delante de mí y me adoras” (Mt. 4,8). Es
una propuesta embriagadora: sustraerse a la pobreza y al ocultamiento
característico de la pobreza y en compensación alcanzar la potencia y la
celebridad. Pero Jesús no se sustrajo a su fragilidad.
El Tentador prueba por tercera vez recurriendo al origen de la
“autoinflación”: vuela, embriágate de tu condición, ciégate a las limitaciones,
desarráigate de todo lo que te vuelve humano: “Tírate de aquí para abajo”
(Lc. 4, 9). “Planea” en tu superioridad. No te sientas al nivel de los demás.
Pero Jesús vació esa prueba fijando límites al que entraña una aversión por
los límites: “No tentarás al Señor, tu Dios”. El hombre tienta a Dios cuando
pretende autodeificarse. Jesús acepta la inconsistencia de la existencia.
A tal punto abraza Jesús la indigencia del ser que quienes lo encuentran
y escuchan –o quienes hoy leemos su Evangelio- se percatan inmediatamente
de estar ante un hombre profundamente humano. No hay arrogancia. No hay
resentimiento. No hay amarguras en su conducta. No hay queja por lo que
pasa en la vida, no hay obsesión por los resultados, por el éxito. No es
23

vengativo ni competitivo. No actúa para servirse a sí mismo. Eso era


precisamente lo que quería el tentador: que viviera para complacerse y
servirse a sí mismo, que le mostrara que El era the Best.
¿De qué tipo era el sistema mental de Jesús? ¿Desde qué perspectiva
percibe la vida?
El sistema mental de Jesús simpatiza con el límite, no con el concepto de
perfección. Los sucesos y dichos referidos por el Evangelio nos presentan
un hombre que no utiliza sus cualidades y virtudes para criticar a los dem ás.
No se da ínfulas. No presume de modelo. No pretende que lo reconozcan
como un “cumplidor” del deber.
En realidad, Jesús siempre hizo “sus cosas”. No se preocupó por
amoldarse a las expectativas que los demás tenían de él. No se preocupó de
ser bueno, obediente, agradable, amable, oportuno.
En Jesús lo humano no queda sofocado por la necesidad de ser ejemplar.
Jesús tomó sus propias opciones sin esforzarse para ser virtuoso a los ojos
de los otros. No se comportó en función de lo que los demás consideraban
“adecuado”. Jesús tuvo el coraje de hacer las cosas que él creía que tenía
que hacer. Hay poco de “virtuoso” en Jesús. No copió a nadie, ni siquiera a
Juan el Bautista que tenía una gran popularidad y simpatía entre quienes
esperaban la llegada del Mesías. Por no imitarlo lo trataron de “glotón” y de
llevar una vida licenciosa, en contraste con la austeridad y el ascetismo del
predicador del Jordán. Jesús, en cambio, no está deseoso de aprobación.
¿Qué ocurre entonces en el sistema mental de Jesús de Nazaret? ¿Qué
hay “dentro”?
Lo primero que detectamos en el sistema mental de Jesús es una
perspectiva de la vida desde el límite. Su anuncio a las muchedumbres
confirma la existencia de esta perspectiva. Jesús es un hombre
inconsistente porque su sistema mental se rige desde el límite. Su visión de
la vida no distorsiona la realidad. Su sistema mental está en contacto con la
fragilidad de la existencia.
De aquí que Jesús no sea el hombre de la queja ni del prejuicio. A pesar
de no ser un duro, no es el hombre del lamento. Jesús fue el hombre que
atajó la condena. No tuvo el temor de ser excluido.
Jesús se sentó a la mesa con pecadores y se mezcló con prostitutas.
Este es un rasgo arriesgado de su conducta que sólo se comprende a la luz
de la perspectiva del límite desde la cual se mueve. Por su familiaridad con
24

los pecadores lo calificaron –creyendo de desacreditarlo- “amigo de


pecadores y publicanos” (Lc. 7. 34).
Su visión de la vida desde la perspectiva del límite se expresa a través
de lo que pudiéramos considerar posiblemente la primera tipología de la
inconsistencia. Ningún hombre antes de Jesús había formulado una tipología
de tal naturaleza.

TIPOLOGÍA DE LA INCONSISTENCIA

Jesús se dirigió a los que no atraían ningún interés de la gente: pobres,


oprimidos y desterrados. Por esta clase de gente, carente de “valor
mercantil”, como diría Erich Fromm, Jesús enfrentó a los hombres de poder.
Su preocupación por la suerte de los desgraciados revela el lugar
central, hegemónico, que ocupa la perspectiva del límite en su sistema
mental. Por esta razón se atrevió –contra toda lógica- a llamarlos
“bienaventurados”, “felices”, dichosos”. Esto enojó mucho a los cumplidores
de la ley, a los custodios de la pureza de las creencias y costumbres judías.
A esta clase de gente representada por el hermano mayor de la parábola del
Hijo pródigo.
Jesús arranca su misión anunciando “otro camino”, pidiendo un cambio de
vida, lo que suele traducirse con la palabra “conversión”. Quien maneja
automóvil sabe, aun sin ser biblista, que hacer una “conversión” es invertir el
rumbo que se está llevando, cambiar de dirección, tomar otra ruta. Sin este
cambio en el territorio interior del hombre no es posible percatarse de la
bienaventuranza, dicha y felicidad que Jesús divulga.
La “tipología de la inconsistencia” la localizamos solo en Mateo y en
Lucas. El primero enumera ocho “tipos”, mientras el Segundo refiere cuatro.
Disponemos entonces de una doble presentación: la extensa y la abreviada.
Lo esencial es que ambas versiones descubren la perspectiva del límite.
Fuera de esta perspectiva característica del sistema mental de Jesús no es
posible percatarse de la noción central que se encuentra en la base de la
“tipología de la inconsistencia”.
¿Cuál es esa noción central que sustenta todo el modelo tipológico de
Jesús? Para localizarla seguiremos dos pasos. Primero, examinaremos las
personas a quienes se dirigen las bienaventuranzas: ¿qué tienen en común
los destinatarios de las bendiciones de Jesús? Segundo, ¿qué “categoría’
25

canaliza toda esa variedad humana?


En la presentación extensa de la “tipología de la inconsistencia”, en
Mateo (5, 1-12). Jesús comienza hablando de “pobres de espíritu” o, según
otras traducciones, “pobres en espíritu”.
La primera bienaventuranza está dirigida a quienes ordinariamente no
ofrecen ningún interés económico. En el Antiguo Testamento, los pobres
fueron reconocidos por algunos profetas por su “piedad”, aunque a lo largo
de sus páginas, la pobreza es una especie de maldición y la riqueza un signo
de bendición. Los pobres tuvieron que esperar a Jesús para recibir el
calificativo de felices o dichosos.
Algunos capítulos más adelante (Mt. 11, 4-5), Jesús rectificará el por
qué de semejante paradoja. A los enviados o discípulos del Bautista Jesús
acreditará su opción: alarga la “tipología” a ciegos, cojos, leprosos y sordos y
además añade: “se anuncia a los pobres la Buena Nueva”. En esta ocasión,
Jesús hace de los pobres destinatarios de su propio proyecto teológico y no
meramente de sus “clases” de catecismo, como acostumbraban hacer los
fariseos. Ahora el “Reino” concentra su interés en los pobres.
Siendo la perspectiva de Jesús diversa de la de los fariseos y doctores
de la ley, su mensaje revela un proyecto teológico diverso del de los
fariseos y doctores de la ley.
La Era que inaugura Jesús está absolutamente en función de los pobres.
No anuncia una economía monetaria para los pobres, sino un Dios
insólitamente bondadoso.
De aquí que la “tipología” prosiga hablando de “mansos”, de los que
“lloran”, de “hambrientos y sedientos de justicia”, de “misericordiosos”, de
“puros”, de “pacíficos”, de “ perseguidos” y de “injuriados”. Ningún
postergado de la realidad social queda fuera del elenco. En el “Reino” no se
echa nada a la basura, porque no hay basureros humanos.
A lo largo de su corta vida, Jesús continuará alargando la “tipología de la
inconsistencia”. A los ya mencionados se unirán los “recaudadores”, gente
deshonesta por vocación y profesión; los “samaritanos”, quienes de meros
ciudadanos de la Samaria se convierten en sinónimo de apostasía a los ojos
de los fariseos y las “prostitutas”, a quienes Jesús destina un lugar
privilegiado en el “Reino”.
Por fin, los desdichados, los despreciados, los fracasados, los “no-
espirituales”, en otras palabras, todos los que viven una condición infernal,
26

son reciclados como bienaventurados desde la perspectiva del límite de


Jesús.
Enunciados los tipos básicos, sujetos de la buena nueva, pasemos ahora a
la segunda pregunta: ¿qué noción se encuentra en la base de la “tipología de
la inconsistencia”? ¿Qué “categoría” pudiera agrupar y expresar todas las
formas de seres insignificantes, reubicados por Jesús en el “Reino”? En
realidad, las preguntas anteriores pudieran resumirse en una sola: ¿qué
descubre la visión de Jesús sobre la condición humana?
El Evangelio descubre la indigencia infinita contenida en la interioridad
de la existencia.
La versión de Jesús manifiesta la indigencia en su totalidad. Jesús se
dirige a quienes perciben este “secreto”: la vida del hombre en su desnudez
es verdadera indigencia.
Jesús abole todo lo que pueda encubrir la indigencia. Después de Jesús,
la indigencia se vuelve transparente. La fórmula del “Reino” no encubre la
indigencia, como hizo el pensamiento griego recurriendo al concepto
magistos o teleios, indefectible o perfecto, respectivamente, o la mitología
con el de “arête”, virtud.
El concepto de indigencia revela el fondo de la existencia humana. Al
dejarla al descubierto, Jesús permite que el hombre la reconozca y acepte
en lo más profundo de su corazón.
La aceptación de la indigencia es un anhelo profundo del hombre, pero
históricamente el hombre se ha movido en sentido contrario a la indigencia.
Después de Jesús la conversión equivale a moverse hacia la indigencia.
El anuncio de Jesús entraña la condición de indigente. La indigencia no
desaparece en el horizonte evangélico. Todo lo contrario, Jesús relaciona el
hombre con su abismo, con el área del “misterio del ser”. Lo relaciona con la
máxima realidad de su ser, con ese “algo” que precisamente concentra su
realidad.
Lo que en cambio desaparece a partir del Evangelio es la relación con la
perfección. La perfección es removida porque comporta el extrañamiento
del hombre de su propia realidad. Querer vivir la perfección es ausentarse
del “Reino”, es quedar otra vez sumido en la religiosidad del mérito.
Desde la perspectiva del límite cambian los criterios, los sentimientos y
las conductas.
¿En qué consisten ahora los criterios, los sentimientos y las conductas
27

desde la perspectiva del límite? ¿En qué consiste la experiencia de la


indigencia?
Ser indigente es no tener nada o precisamente es necesitarlo todo. Ese
“objeto”, todo, abre el hombre a lo que Jesús alude y dibuja como Dios.
Ese “todo” evangélico es el “algo” que siempre hará falta aún después de
“vender lo que se tiene y repartirlo entre los pobres” (Lc. 18.22). Ese “algo”
es el “todo” después del viraje de dirección provocado por la nueva
perspectiva.
Jesús no propone que se deje “todo”, sino que se acepte que siempre
hará falta “algo”. La muda de perspectiva provoca una profunda conciencia
de la propia indigencia. Desde la perspectiva del límite que maneja Jesús en
sus parábolas, seguir necesitando “algo” equivale a confesar la propia
indigencia.
Todas las formas de fariseismo tienen que ver con la negación de ese
“algo” y, en su reverso, con la convicción de haber cumplido “todo”. El joven,
por ejemplo, que pregunta qué hacer para heredar la vida eterna ( en Mc. y
en Lc. Se trata de un adulto) deja pensar que no necesita nada y que por
consiguiente se merece el premio, la salvación: “Todo esto yo lo cumplo
desde joven” (Mc. 10,20). Al que ha cumplido “todo”, la única respuesta es –
en términos paradójicos- hacerle ver: “solo te falta una cosa”:
experimentarte indigente de ser salvado. Ese “algo” es lo único que puede
abrirlo al “Todo” que daba por descontado.
Confesar la propia indigencia era ese “algo” que faltaba a los fariseos
que creían tenerlo “todo” ante los ojos de Dios.
En la parábola del hijo pródigo y del Fariseo y el publicano volvemos a
encontrar las figuras que afirman haberlo cumplido todo: “Hace años que te
sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes”, replica el
hermano mayor al padre, mientras, por su parte, el fariseo en el templo
resalta a Dios que él también ha cumplido –que deriva del participio pasivo
de perficere, totaliter factus, perfecto-, por lo cual no es como “los demás
hombres” (Lc. 18,11).
El “hermano mayor” y el fariseo de la parábola son figuras de los que
teniendo todo, le hace falta “algo”. Ese “algo”, reconocer la propia
indigencia, abre al hombre a Dios y a los demás.
Decimos que la “inconsistencia” que ponen en relieve las parábolas de
Jesús y que recogemos “tipificada” en las bienaventuranzas son reflejo de
28

la perspectiva desde la cual operan sus creencias, sentimientos y conductas.


Jesús divisa y abarca la existencia desde la perspectiva del límite. Sus
dichos y sus hechos son los de un hombre donde la perspectiva del límite
funciona constantemente.
Sin embargo, donde la perspectiva revela su mayor despliegue es en la
visión misma de Dios. Así, a la pregunta: ¿qué es lo que hace de Jesús un
hombre inconsistente?, solo cabe la respuesta: su visión de Dios. Su
lenguaje inconsistente, su tipología de la inconsistencia, son consecuencias –
incluso su misma perspectiva- de la visión que alcanza de Dios.
Jesús anuncia un Dios que jamás había sido narrado. Un Dios que
contiene algo esencial para el hombre. Lo único que reclama Jesús para este
Dios es su misericordia. Pero de esta manera Jesús deja al descubierto un
Dios inconsistente.

UN DIOS INCONSISTENTE

Jesús provocó una gran desilusión para un sinnúmero de gentes. Para los
sectores revolucionarios y politizados, Jesús era el profeta libertador de
quien iban a recibir el consuelo de la independencia romana. Pero resulta que
ha llegado un hombre manso y pacífico hablando de misericordia, de
humildad y de amor a los enemigos. Los zelotas se encuentran entre estas
“víctimas” del desengaño político. A las víctimas políticas hay que sumar las
víctimas espirituales.
Fariseos, saduceos y levitas se llevan con Jesús el gran escándalo de sus
vidas. Un chasco completo. Jesús no solo traspasa las reglas señaladas por
ellos, el sábado relativizado, la descalificación por sus buenas costumbres y
el fiel cumplimiento de las leyes. Jesús observa que estas personas son más
celosas de sus apariencias que de Dios. Les preocupa parecer “buenos” y
perfectos, aunque en el fondo “honran a Dios con la boca, no con el corazón”
(Mt.15, 8).
Los más afectados y desilusionados fueron los fariseos, quienes se
creían superiores por vivir en una sociedad que manejaba la propaganda de
los buenos y los malos.
El Dios de Jesús no hace lo mismo que el Dios de los fariseos. No
compara a los unos con los otros. No pone en desventaja a los impuros. De
hecho, después de que Jesús advierte a la gente que no es “lo que entra por
29

la boca lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale de su boca ” (Mt.15,11),
los discípulos advierten e informan a Jesús que los fariseos “se
escandalizan” al oírlo hablar así (Mt. 15, 12). Los fariseos –y los
perfeccionistas, como el “hijo mayor”- son fáciles para el escándalo. Jesús
deshacía lo que ellos, a través de siglos y tradiciones sobre lo puro y lo
impuro, habían filigranado en la mente de los hombres y de las mujeres.
El Dios de los fariseos condena a los pecadores, el Dios de Jesús los
absuelve. El primero se dedica a los sanos, el segundo, a los enfermos.
Incluso a los no justos, a los perdidos de Israel. Blasfemos y poseídos se
acercan al Dios de Jesús. Los no-escogidos se ven a su alrededor.
Jesús revela el “extravío” de Dios. Los fariseos se sienten especialmente
modelos del pueblo porque viven atraídos por un Dios que solo ellos habían
encontrado. La seriedad y moralidad de los fariseos se comprende a la luz
del Dios en que creen. Es duro vivir al lado de un fariseo, porque es duro su
Dios. De aquí que los fariseos evocan alegría por el justo, no por el pecador.
El Dios de Jesús surte el efecto de la cercanía y reconciliación. De
hecho, Jesús se sienta y come con pecadores (Lc. 15, 1-2), porque su Dios
participa en ese mismo banquete.
Jesús entonces plantea en medio de su pueblo la cuestión de Dios. Este
es el asunto abierto: ¿“siendo pecador saldría Dios conmigo?. A esta
pregunta los fariseos respondieron negativamente: primero debes cumplir
los diez mandamientos y luego merecer la salvación.
Jesús cambia el planteamiento. Deja claro que el amor de Dios no
depende de que yo no tenga fallas. Rechaza el enfoque tradicional: no
necesito “ser justo” para que Dios me acepte. Ahora el pecador encuentra
una esperanza. Lo que Jesús ha transformado totalmente es a Dios.
Jesús refiere un Dios que “corre al encuentro” del pecador y lo “cubre
de besos” (Lc. 15, 20).
Los fariseos comenzaron a ver que Jesús estaba cambiando radicalmente
la comprensión de Dios. Este Dios podía provocar confusión y dispersión
entre las personas religiosas. El comportamiento del Dios que anuncia Jesús,
que demuestra un amor incondicional por los pecadores, comenzaba a
esconder el Dios de los fariseos. Se abría una lucha de “Dios contra Dios”.
Jesús coloca en el centro de su anuncio la indigencia, no la perfección.
Cuando pienso y actúo desde la perspectiva de límite, me dejo encontrar por
Dios. Cuando dejo de pensar desde la perspectiva del límite me vuelvo a
30

perder. En la vida “Todo” puede perderse si falta ese “algo” que nos
convierte en seres totalmente reencontrables, es decir, disponibles,
abiertos, a la gracia de Dios. La indigencia nos permite encontrar “Todo” lo
que necesitamos. Este es el camino de Dios hacia el hombre y del hombre
hacia Dios.
Pero la visión que Jesús tiene de Dios no solo oculta al dios de los
fariseos, sino el rostro de los dioses de Homero y del dios de Aristóteles.
Después de Jesús, Dios solo puede percibirse como inconsistente.
Lo que resulta substancialmente diverso en los lenguajes mitológicos,
filosófico y paradójico es la presentación de lo divino. Los dioses del
lenguaje incontestable se volvieron automáticamente inciertos con la
aparición del lenguaje filosófico. Pero a su vez, el Dios incontestable de
Aristóteles, se descompuso ante la inconsistencia del Dios de Jesús.
Aristóteles, a la luz de la filosofía, convirtió a Dios en algo inteligible.
Descubrió lo oculto de la divinidad. Derribó las tinieblas de los dioses de la
mitología. Dios es la luz de la Inteligencia. El Acto Puro que no puede
manifestar vida humana. Pero la inconsistencia del Dios de Jesús, que se
revela como un Dios errante en busca del hombre, condujo al suicidio al Dios
de la filosofía. Murió por no haber podido convertirse en carne, en un ser
desnudo y desamparado.
La condición inconsistente de Dios disolvera a lo largo de la historia los
dioses que no corresponden a la perspectiva del límite, a la desnudez y
fragilidad de la existencia humana.
El dios de Aristóteles no respondía al anhelo oculto del corazón del
hombre. Ninguna oscuridad de la existencia queda iluminada con la luz
intelectual que desprende la presentación de Dios como “Motor Inmóvil” o
“Acto Puro”. El Dios conocido a traves del pensamiento permanecía
desconocido.
La visión intelectual de Dios se convertía en tinieblas para la existencia
indescifrable del hombre. La existencia no es “vida intelectual”, sino
paradoja existencial.
Por muy resplandeciente que fuera el dios de la filosofía, esa luz no
penetraba en la condición humana. Esta se resiste a la mirada intelectual.
Los absurdos de la vida no son objetos de la razón. Los absurdos son
indescifrables como la vida misma.
El dios de la filosofía traspasó la razón y la inteligencia, pero no el
31

corazón del hombre. La abstracción es negación del “misterio del ser” que se
identifica con la máxima realidad del hombre.
Frente a la abstracción de lo divino, que se traduce en ausencia de lo
divino, Jesús coloca a los hombres ante un Dios que condensa toda la
inconsistencia, que simplemente se traduce en la conciencia de lo humano.
El Dios de Jesús asume lo humano al punto que libra al hombre de la
exigencia de ser como Dios. Dios ahora comporta la maxima humanidad. Dios
esta sumido en lo humano. El “Reino” de Jesús no pretende seres
excepcionales, mejores que “los demás hombres”, que se preocupan por la
contaminación.
Lo que tiene de chocante el Dios de Jesús es su tremenda inconsistencia.
La inconsistencia de Dios, su vacío de dogmatismos, provoca al hombre. Este
es el drama de los fariseos: la ausencia del Dios seguro, estricto y severo
del Antiguo Testamento.
Los que distinguen el dios de los fariseos del Dios de Jesús formularán,
con razón, su muerte. La expresión “Dios ha muerto”, el grito de
resentimiento de quienes topan con un Dios que esconde su poderío, se
volvera inarrestable a lo largo de la historia.
El Dios de Jesús sufre de eclipses. Esta es la pesadilla del “Reino” que
configura Jesús en sus parábolas. Este será en adelante el problema de los
creyentes.
Que los dioses en la mitología de Homero fueran divinos era algo poético.
Que el dios de la filosofía fuera por definición algo irreductible a lo humano
era su éxito, pero que el Dios de Jesús, tal como relata en las parábolas, se
revele como un dio que “salva lo perdido” (Mt. 18, 11), que parte a buscar lo
extraviado y que hace de lo pequeño el criterio para entrar en el “Reino”
(Mt. 18, 4) es la pesadilla.
Jesús acoge el anhelo del hombre de librarse de la perfección. El Dios de
Jesús desliga al hombre de la implacable demanda de “ser alguien” y que se
tenga que decir de el que “es el mejor”, pues con el Dios de Jesús cesa la
pretensión de una vida de competitividad y de rivalidad para ser el primero.
El evangelio es el espacio donde el hombre puede ser enteramente el
mismo. No necesita renunciar a nada de lo que es.
El hombre puede tomar parte en el “Reino” siendo enteramente lo que es:
un ser indigente.
Los fariseos no estaban acostumbrados a ver a Dios despojado de su
32

deidad. La idea de Dios entraña la potencia: el Todopoderoso había librado a


los hebreos de la tierra de Egipto recurriendo a “toda clase de males
extraordinarios” (Ex. 3, 20). Ese Dios ha desaparecido.
El Dios de Jesús hunde su presencia en la dimensión de lo pequeño. Lo
pequeño se vuelve ahora lo indispensable. Lo pequeño, como el “grano de
mostaza” (Mt. 13,31) o la escasa dosis de levadura en la masa (Mt. 13, 33)
son las figuras que revelan el Dios de Jesús.
El Dios de Jesús es la ruina del Dios de los fariseos. La debilidad ha sido
revalorizada por el Dios de Jesús. La peor desgracia no es ser nepioi,
pequeño, ptochoi, pobre, tapeinoi, humilde. Todo lo contrario. Jesús anuncia
un banquete para esta clase de gente, “malos y Buenos”, según Mateo (22,
10), pero Lucas, de manera más específica, identifica como “pobres,
inválidos, ciegos y cojos” (14,21).
El Dios de Jesús, al no presumir de nada, dio miedo a los fariseos. Estos,
desde su sólida formación teológica, fueron los primeros en percatarse que
Jesús anunciaba un Dios vulnerable.
33

CAPITULO TERCERO
LO HUMANO (LUCAS 6,36) EN LUGAR DE LA PERFECCIÓN (MATEO,
5, 48)

Recojan los pedazos que sobran para que no se pierda nada.


(Jn. 6, 12)

El dios de Aristóteles redujo a la nada a los dioses y semidioses de


Homero, pues al carecer del “ser” se disolvían como el color negro en las
tinieblas de la noche. Asimismo, el Dios de Jesús provocó la sinrazón del
Dios Intelectual de Aristóteles, esencialmente Puro, invisible luz del
pensamiento, Incorrupto, pero inesencial para la humilde vida de cada día.
Sin embargo, la devastación determinada por Jesús alcanzará todavía
mayores proporciones.
El Dios predicado por Jesús entrañaba lo humano. De esta manera, Jesús
ocasionó el fracaso del dios “confesional” de los fariseos, quien conserva
intacta su opción preferencial por los justos.
A partir de Jesús, la relación del hombre con Dios sufre un cambio
radical: se da un nuevo horizonte para Dios. Dios ahora se distingue por la
acogida de lo humano. El Dios de Jesús rescata la profunda imperfección del
hombre e intensifica su relación con ella.
La inconsistencia se vuelve entonces la nueva versión de Dios y la
misericordia el contenido de esta. El Dios de Jesús queda definido por su
sensibilidad por lo frágil del ser del hombre. Pensar acerca de Dios es
pensar acerca de la misericordia.
En la nueva versión de Dios, lo humano recobra un lugar que en el
Evangelio se delinea con toda claridad.
Para este propósito, Jesús cumple varias revelaciones. Revela, como ya
dijimos, un Dios vacío de dogmatismos. Pero revela, además, un Dios vacío de
control y de poder. Esta triple revelación se simplifica en la manifestación
34

de un Dios esencialmente misericordioso.


El Dios de Jesús no necesita mandar, controlar o poseer. Le basta la
misericordia. Precisamente la misericordia explica la falta de dogmatismo,
de control y de poder de parte del Dios de Jesús.
La misericordia niega –como especie de ateismo visceral- la existencia de
los dioses que no toman a pecho la condición del hombre. La misericordia
vuelve al Dios de Jesús accesible a lo limitado, a lo humano, pues todo lo que
es humano denuncia el límite.
Esto es lo que anuncia y entrega Jesús al hombre: un Dios que su aracano
misterio, “mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al
presente” (Rm. 16,25), se revela misericordioso. A partir del Evangelio, la
misericordia es lo plenamente divino que puede ser plenamente humano.
El Dios de Jesús no llena el vacío de dogmatismos, control y poder con la
indiferencia de quien vive por encima despreocupado, de la indiferencia del
hombre, sino con la misericordia de quien corre hacia el hombre, lo abraza y
lo cubre efusivamente de besos, como hizo el padre con el hijo pródigo.
La misericordia es la respuesta a la indigencia del hombre. El Dios de
Jesús no pretende librar al hombre de su indigencia. Antes bien, quiere que
coexista con ella, que la reconozca, que se encamine hacia ella y la abrace.
La misericordia es la negación de lo que hace sufrir al hombre. Los
fariseos, verdaderos burocratas del sufrimiento humano, eran y son todavía
expertos en lo que el Dios de Jesús ha dejado de practicar: el juicio y la
condena. La misericordia ofrece ahora la posibilidad de dejar atrás el juicio
y la condena. El pasado de errores y fracasos es suplantado por el presente
de la aceptación y el perdón. Donde no hay misericordia tampoco hay
esperanza para la humanidad del hombre, sino condena.
La misericordia es la respuesta de Dios al delirio del hombre de ser
perfecto. La misericordia es la respuesta a la exigencia plateada por el
pensamiento de ir fuera de los propios límites.
Todo el anuncio de Jesús gravita alrededor del concepto de misericordia,
en contraste con la predicación y enseñanzas de los fariseos que nutrían el
ideal de la perfección. Sin embargo, leyendo los Evangelios topamos con dos
direcciones antagónicas.
Mientras Lucas incita a ser “misericordiosos como Dios es
misericordioso” (6,36), Mateo traza un camino opuesto, el ser perfectos
como Dios es perfecto (5,48).
35

En los pasajes de Lucas 6, 36 y de Mateo 5, 48 detectamos un


encontronazo de perspectivas y de lenguajes.
Lo central en la predicación de Jesús es la manifestación de un Dios que
ama al hombre de manera inagotable, pero en el caso de Mateo 5,48
tropezamos con la invitación explícita a recorrer el viejo camino de los
fariseos, a transitar nuevamente por el sendero abandonado porJesús.
Al mismo tiempo que Lucas alienta a ser “misericordiosos como Dios es
misericordioso”, Mateo exhorta a ser “perfectos como Dios es perfecto”.
¿Qué indicación tomar?
Lucas propone un modo de ser hombre inseparable de la misericordia;
Mateo, en cambio, pide ser de una manera imposible para los hombres.
Lucas y Mateo descubren la presencia de dos proyectos: el “nuevo” y el
“viejo”. El de “antes” queda ahora reubicado al lado del original diseño de
Dios trazado por Jesús.
La exhortación de Lucas esta sometida a la levedad del ser humano; la de
Mateo, grave y pesada, revive el juicio y la condena como parte de la
cercanía a lo sagrado, pues quien es imperfecto se expone a la sentencia
divina.
La perspectiva del límite desde la cual funciona Lucas 6,36 revela la
misericordia, un Dios de “entrañas”; la perspectiva perfeccionistica de
Mateo 5,48 plantea algo frío y duro, la exigencia de hacer bien las cosas y
de no fallar, en otras palabras, un Dios “desentrañado”.
Lucas 6,36 es la mirada humana y compasiva que puede alcanzar un
sistema mental que funciona desde la perspectiva del límite; Mateo 5,48 es
la mirada endiosada que puede producir un sistema mental que trabaja
desde una perspectiva ilimitada, perfeccinística.
Mateo 5, 48 expresa el afán del hombre de volverse paradigma, modelo,
ejemplar, “como Dios”. Lucas 6, 36 afirma el anhelo del hombre por
encontrar su indigencia y acogerla enteramente. La tragedia se encuentra
con la fiesta.
Mateo 5, 48 revive el “hermano mayor”, intachable, cumplidor de la ley,
quien nunca se aleja de la casa paterna, quien tiene una queja profunda con
los pecadores, pues no son como él. El hermano mayor es el hombre que
intenta alcanzar la salvación a través de la “punctual observancia de todos
los mandamientos”, como se lee en el catecismo de Ripalda, que a lo largo de
400 años y “una infinidad de ediciones”, aleccionó la idea de un Dios
36

aficionado a lo preciso, exacto y meticuloso que Jesús había enseñado


olvidar. (1) Luis Resines, Catecismo de Astete y Ripalda. Madrid, 1987, p.
230, bac.
Solicitando a “ser misericordioso como Dios es misericordioso”, Lucas 6,
36 plantea la inconsistencia de Dios. Inconsistencia que Juan,
Posteriormente, reconoce como el secreto del Dios de Jesús, “pues Dios es
Amor” (1 Jn. 4, 8). De que otra manera podía Jesús ofrecer “vida en
abundancia” (Jn. 10, 10), sino formulando un Dios misericordioso?
El “ser perfectos…” de Mateo revela toda la consistencia del Dios de los
fariseos. El “espiritu” religioso que aquí se condesa no se relaciona con la
indigencia del hombre. Carece de compasión, de clemencia, de miseri-cors,
de piedad hacia todo lo que se revela carente, mísero, necesitado.
El dios de los fariseos que Jesús expulsa por la puerta ancha en Lucas 6,
36, se vuelve a infiltrar por la rendija que abre Mateo 5,48. ¿A quién
achacar la responsabilidad de esta infidelidad al mensaje de Jesús? ¿Quién
propuso la inversión de ruta? ¿Quién volvió a Dios inaguantable?
El Dios perfecto de Mateo 5,48 no constituye ninguna novedad. Algo así
circulaba en la mente de los filósofos y de los fariseos.
Los fariseos estaban lejos de definir a Dios –y menos de etiquetarlo- de
“perfecto”, término que en el mundo judaico no se usa en referencia a Dios.
EL uso de este concepto entre los judíos estaba reservado no a Dios, sino –y
pocas veces- al hombre y, sobre todo, a los animales que se presentaban al
templo para su sacrificio. Sobre este asunto remitimos a lo que hemos
tratado ampliamente en otras partes. (2) Ricardo Peter, “El desarrollo
histórico del concepto de perfección” en: Una terapia para la persona
humana, México, BUAP, 1996, 2a ed., pp. 19-33.
Sin embargo, sin hacer uso de la palabra perfección, los fariseos,
seduceos y maestros de la ley habían desarrollado la idea de un dios con
todas las modalidades de la perfección. En la vida diaria, la conducta de los
fariseos –que Jesús ataca energicamente- delata la existencia de un dios
que demanda la perfección.
De hecho, los fariseos se sirven de la práctica religiosa para buscar el
aprecio de los demás, la consideración. Se sirven de Dios para ser
declarados justos y temerosos de Yahve. Sus obras públicas –ayunos,
limosnas, plegarias recitadas en las plazas, etc.-tienen carácter de
propaganda de ellos mismos. Sus criterios religiosos son clasistas.
37

Según Jesús, la religiosidad de los fariseos es meramente externa. Se


preocupan de lo que “entra por la boca” (Mt. 15,11). La fe se reduce a la
pureza. Jesús denuncia el juego sucio de los fariseos y del dios que ellos han
creado a imagen de sus creencias.
El “sed perfectos…” de Mateo consiente la reintroducción del ideal de la
perfección que, de hecho, no en teoría, manejaban los fariseos a su propia
ventaja. De aquí que Jesús insiste ante la muchedumbre y sus discípulos que
“abran los ojos y tengan cuidado de la “levadura” de los fariseos como de la
de Herodes” (Mc. 8,15). No cabe duda que la “levadura” se refiere a las
enseñanzas de los fariseos y saduceos (Mt. 16,12).
El “Sed perfectos…” de Mateo esta reñido con el “ser misericordioso” de
Lucas. Ambos tienen en común la referencia a un texto del Antiguo
Testamento. En el Levítico (11,45 y 19,2) se dice: “Sed santos…porque yo
soy santo” y posteriormente Pedro, dirigiéndose a los cristianos de la
provincia de Asia, se refería al Levítico pidiéndoles que sean santos, “según
dice la Escritura” (1Pedro, 1,16). Mateo y Lucas estan familiarizados con el
contenido y la estructura de ese pasaje y con el impacto que puede producir
esa fórmula en el sistema mental. Solo que ambos la utilizan en proyectos
que reflejan perspectives diversas. Diríamos que Lucas 6, 36 y Mateo 5, 48
revelan sistemas mentales con contenidos diametralmente opuestos.
Lucas 6,36 hace del sistema mental el recinto de lo humano. “Ser
misericordiosos” es la exigencia de acoger el ser precario del hombre. Es la
respuesta a la indigencia. Lucas 6,36 salva la contingencia. En este “recinto”,
de lo divino parece filtrarse a traves del límite. El hombre acechado por su
propia fragilidad es recibido de manera esplendida. Siendo misericordioso
como Dios, el hombre recibe la mas alta invitación y el mensaje más
profundo sobre como tratarse a sí mismo.
En virtud de la petición a “ser misericordiosos”, el hombre puede
conservar algo que en Mateo 5, 48 está destinado a negarse: su condición
humana. Esta es la dádiva de Lucas 6,36. Nada de lo que pueda brotar de
esa condición será reo de justicia ante los ojos de Dios. No hay lugar para
formular castigos.
Mateo 5,48 hace surgir inevitablemente la sed de castigo en un sistema
mental que pretende ser perfecto “como” Dios. Que Dios pueda ser
perfecto es un asunto que no atañe al hombre, pero se trata de un asunto
que el hombre puede manejar en perjuicio de sus semejantes.
38

Dios puede ser perfecto en lo alto, pero es muy arriesgado que el


hombre pretenda serlo en cualquier lugar de la tierra. El camino trazado por
el ideal de la perfección se ha revelado historicamente antihumano. El goce
que genera un ser misericordioso solo puede ser aventajado por el
sufrimiento que produce ser perfecto.
Jesús se rodeo de mendigos, de gente que los fariseos no amaban
incorporar en sus fiestas. Fue descubierto al lado de pecadores,
mezclándose con prostitutas. A partir de lo que era la gente que acudía de
todas partes a oirlo no es pensable que haya demandado la perfección. Ni en
público ni en privado. Ni la muchedumbre en general ni a sus discípulos en
particular. Jesús no es filósofo. Sus dichos no revisten un pensamiento
acostumbrado al cogito. Jesús parece ser un hombre distinto a lo que
fueron los rabinos y maestros contemporaneos. La singularidad que el
detenta lo ha hecho perdurar en la memoria humana a través de los siglos.
La palabra perfección no podía brotar de sus labios. Definitivamente fue
un hombre misericordioso. De su persona mana la piedad, la clemencia, la
ternura, el dolor por la desgracia ajena. Es el hombre del indulto. Propicio al
límite. Mateo 5, 48 es una pretendida alteración del Dios anunciado por
Jesús. ¿Quién entonces osó poner en su boca ese concepto? ¿A quién podía
interesarle y beneficiarle la existencia de un Dios definido Perfecto? Solo a
un griego. A uno acostumbrado a pensar en Dios como un ser distante del
hombre, incontaminable, trascendente al punto de desconocer las pasiones
humanas.
Mateo 5, 48 no es producto de Mateo o Levi, “cobrador de impuestos”
(9,9). Un hombre acostumbrado más a los “hechos”, que los “dichos”.
La palabra perfección fue colocada abusivamente en Mateo 5,48. Su
“dueño” no puede ser otro que el traductor.
Los dos primeros evangelios sinópticos, Mateo y Marcos, por estar
dirigidos a la comunidad judía se sirvieron de idiomas semíticos. Fueron
escritos entonces, hacia los años cuarenta y cincuenta, en arameo, la lengua
de Jesús, o más probablemente, en hebreo. Estas primeras redacciones se
perdieron.
Diez años más tarde, entre los años cincuenta y sesenta, Lucas, médico
sirio de cultura griega, escribió directamente en griego, mundo al cual
quería llegar a través de Teófilo, amigo posiblemente rico, con la intención
de que hiciera varias copias de su manuscrito.
39

Hacia los años sesenta-setenta y tres, varios años después del texto
redactado por Lucas en griego, Mateo y Marcos fueron traducidos al griego
por necesidades de expansión y difusión del cristianismo.
A nuestras manos no han llegado los evangelios originales, sino las
terceras redacciones. Mateo 5,48, el pasaje en cuestión, es producto de la
traducción al idioma que dominaba los intercambios comerciales y culturales,
y regía, en general, la vida urbana del imperio romano.
De esta manera, el texto griego de Lucas resulta anterior a las
traducciones al griego de Mateo y Marcos y, por lo mismo, Lucas 6, 36,
anterior a Mateo 5,48.
¿Qué término hebreo llego a los ojos del traductor griego de Mateo
5,48? La hipótesis es doble. Pudo haber sido el termino rahamin, que dice
misericordia, subrayando el aspecto de compasión o el término hesed que
también significa misericordia, pero subrayando más el aspecto de piedad o
perdón. En ambos casos, rahamin hace referencia a la ternura, a la bondad,
a la clemencia, al amor casi instintivo, es el caso particular de rahamin, pues
arranca de las “entrañas” mismas de la madre o del padre o a un amor
consciente, voluntario, fruto de una decisión, como conviene al término
hesed.
Cualquiera de los dos terminos hebreos podía traducirse al griego por su
equivalente eleos, perfecto. Asi, el Dios de la misericordia inquebrantable
de Lucas se convirtió en el Dios de la perfección inalcanzable de Mateo.
Además, el adverbio de equivalencia “como” usado por Lucas se distingue
substancialmente del “como” usado por Lucas se distingue substancialmente
del “como” de Mateo.
El “como” de Lucas manifiesta la confianza en la capacidad del hombre de
mostrarse misericordioso como Dios. El hombre es semenjante a Dios.
–“como”- cuando se comporta de manera compasiva, clemente, bondadosa.
Pero, ¿puede darse una semejanza, en el uso del “como” de Mateo, con
referencia a la perfección divina? En este caso, los exégetas se ven
obligados a explicar, con rodeos y malabarismos varios, que no se trata de
perfección como tal, sino de la perfección entendida entre comillas y
relacionada con la práctica de la caridad. (3) Asi por ejemplo X. Leon-
Dufour en el Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona, Herder, 1993, p.
546.
En la petición de Levítico “sed santos…”(11, 45 y 19, 2) se usa la
40

conjunción casual “porque” (Dios es Santo) y no en el adverbio “como”. El


hagiógrafo es consciente que a causa de la santidad de Dios el hombre debe
volverse santo, pero esto no implica serlo “como” lo es Dios.
Mateo 5, 48 usa un adverbio de semejanza o equivalencia que nos trae
reminiscencias del Génesis 3,5 donde la serpiente que esconde el
Adversario del límite, el primer ser orientado a la perfección, replica a la
mujer que si desconocen los límites impuestos por Dios, “serán como dioses”.
En la difución del cristianismo Mateo 5, 48 y Lucas 6,36 han plateado al
Occidente dos direcciones. La de Mateo 5,48 ha sido la decisiva. El “sed
perfectos” tomo la delantera sobre el “sed misericordiosos”, provocando la
embriaguez de catequistas, predicadores, confesores, directores
espirituales y pastores.
Efectivamente, desde que arrancó la reflexión sobre el mensaje de
Jesús, con la patrología, se comenzo a entronizar el ideal de la perfección y
alrededor de él se construyó una “cosmovisión” religiosa.
En el Tratado de los Principios 13, 8, Orígenes plantea la perfección
como culmen y meta de la vida espiritual.

Hasta que finalmente, cuando hayan sido renovadas y juzgadas todas las
manchas de polución e ignorancia, llegará a un grado tan alto de pureza y
limpieza, que aquel ser, que había sido dado por Dios, se convierte en digno
de aquel Dios que lo había dado para que pudiera llegar a tal pureza y
perfección, llegando a tener una perfección que quiso que tuviera el que lo
creo, recibirá de Dios la virtud de existir para siempre y de permanecer
eternamente.

San Gregorio de Nisa, en sus Homilías sobre el Eclesiastes, 6, advierte


que “conviene que el hombre de Dios sea íntegro y perfecto” y en su
Tratado de conducta cristiana, habla del “camino de vida que lleva al
perfecto cumplimiento de los preceptos”.
Hasta el mismo San Agustín en sus Sermones, 169,18 da cuerda a la
dinámica de la perfección pidiendo: “Desagradete siempre lo que eres, si
quieres llegar a lo que aún no eres, pues donde encontraste agrado, allí te
paraste”.
Pareciera entonces que Mateo 5,48 sirvió de filtro al mensaje
evangélico. Este se difundió, penetró y se cimentó en el Occidente a través
41

de la perspectiva de la perfección. ¿Con cuáles consecuencias?


Mateo 5,48 y Lucas 6,36 indican direcciones antagónicas para el sistema
mental. Mateo 5,48 sacará a la luz los aspectos negativos, las debilidades
humanas; pondrá énfasis en los errores o, como decía Orígenes, en “todas
las manchas de polución e ignorancia”. Leer e interpretar el anuncio de
Jesús a través de los lentes de Mateo 5,48 generará una tendencia al
análisis meticuloso de los defectos.
Mateo 5,48 no constituye el versículo de un pasaje cualquiera, por decir,
uno de los 1071 versículos de los 28 capítulos de que se compone dicho
evangelio.
Mateo 5,48 es una dirección, una indicación de camino, un sentido, una
vía espiritual. De hecho, en la Iglesia ha sido asumido como una especie de
guía del homo viator, originando una manera de pensar de tipo dualístico. El
resultado es una visión acentuadamente pecaminosa de la vida, percibida
como una lucha entre la carne, lo bajo, y el espíritu, lo alto.
Mateo 5,48 “conduce” inexorablemente a modalidades de control y
ordenamiento de la vida, a la razonalización. Mateo 5,48 se convierte
inevitablemente en fuente de prejuicios en relación con las conductas de
quienes no se ajustan a la perfección. Con qué facilidad los fariseos se
referían a “los demás hombres” (Lc. 18, 11), categoría que engloba a los
ladrones, injustos, adúlteros, publicanos y prostitutas. A todos los que no
formaban parte de estrecho círculo de los perfectos.
Claro que a los simpatizantes de Mateo 5,48, los que se sienten elogiados
por Jesús al leer ese pasaje, Jesús les juega una broma al dejar ver que su
amistad con pecadores y publicanos es el resultado de la amistad del Dios
que anuncia, pues él es amigo de los “no-perfectos”. En otras palabras, para
Dios no cuentan los criterios de quienes se consideran perfectos. Los
principios de quienes se regulan por el ideal de la perfección son
insignificantes a los ojos de Dios.
Considerar a Mateo 5,48 como “hilo directo” con Dios significa dar
origen a una teología moral severa, estricta, dura, meticulosa.
Mateo 5,48 representa el sentido de la ortodoxia, la “pureza” doctrinal,
la garantía de las “tradiciones” y de los “valores” perenes. Lucas 6,36,
siendo la dirección antagónica, es la opción por la tolerancia, la clemencia, el
perdón “hasta setenta veces siete”. Es el camino sembrado de desafíos. Por
razón de su exhortación, Lucas 6,36 es la heterodoxia implantada en el
42

sistema mental.
Quien “conforma” su sistema mental a la invitación de Mateo, termina
con la legalización de Lucas. Acomodará el “sed misericordiosos” a una serie
de criterios que lo llevan a considerar, sopesar, balancear y calcular la
misericordia.
Eso significa que Mateo 5,48, igual que Lucas 6,36, tienen carácter de
perspectivas para el sistema mental y que como tal tienden a generar
sistemas de creencias, de sentimientos y de conductas. En calidad de
perspectivas generan lenguajes básicamente diversos, que lógicamente se
enfrentan y se excluyen.
La perspectiva perfeccionista que caracteriza Mateo 5,48 dará lugar a la
creación y elaboración de lo que denominamos “Códigos de perfección”,
textos que asumirán formas de catecismos, devocionarios, confesionarios,
vidas de santos, lecturas espirituales o piadosas.
Los “Códigos de perfección” se caracterizan por el hecho de producir la
conformación mental. Esta es la primera característica. Los “Códigos”
operan una nivelación de las creencias alrededor de la perspectiva
dominante, en este caso, de la perfección. Los “códigos” crean
“confesionalidad”. Reducen el espcio mental, el horizonte espiritual, del
individuo. Se termina pensando “sectariamente” sobre la vida.
Una segunda característica es la tendencia a uniformar la conducta, es
decir, a imponer normas morales que tienen el efecto de “codificar” la
conducta. Desde este punto de vista, los “códigos” son verdaderos patrones
culturales de comportamiento.
De aquí entonces que los “códigos” ejerzan un control sobre la sociedad,
en las áreas más determinantes de la vida social. La tendencia a la
uniformidad es producto de la perspectiva de Mateo 5,48.
A través de los principios que derivan del “sed perfectos”, se logra la
uniformidad en el modo de pensar y en la forma de comportarse. Los
“códigos” reclaman la “compostura del alma”, como leemos, por ejemplo, en
una gramática castellana y doctrina cristiana del 1763. (Método uniforme
para las escuelas de cartillas, deletrear, leer, escribir, gramática castellana
y ejercicio de doctrina como se practica por los padres de las escuelas pías
de Madrid, en la imprenta de Pedro Marín, años MDCCLXIII.)
¿En qué consiste la llamada “compostura del alma”? En la pretensión de
alcanzar una homogenización de la existencia con base en reglas, normas y
43

principios. Los puntos esenciales de este intento, se refieren a la piedad, la


religiosidad, la vida conyugal y las relaciones sociales.
De aquí resulta que quien no bendiga la mesa al momento de las comidas
tiene “mucho de impío”, es decir de irreverente, de incrédulo, de irreligioso.
Las normas de urbanidad y de buena crianza juegan un papel importante en
los “códigos”. Así, se subrayan la importancia “religiosa” de besar las manos
de los sacerdotes al encontrarlos, saludarlos por las calles, mantener una
expresión de gravedad, emplear el pensamiento en el recuerdo de los
santos, recurrir a las jaculatorias, mañana, tarde y noche, besar las manos
de los propios padres al despertarse, pedir su bendición al salir a la calle y
al ir a dormir, etc. Estas reglas ayudan a conservarse virtuoso y, por lo
mismo, cerca de Dios, de la Virgen, de los ángeles y santos del paraíso.
En el proceso de uniformidad, el catecismo ocupará un lugar privilegiado.
Para hacer frente a la ignoracia religiosa entre los católicos y para
contener la hemorragia provocada por la Reforma de Martín Lucero, en
1520, la Iglesia católica recurrió a la formulación de los elementos
esenciales de la fe a través de textos breves y sencillos.
Con el acontecimiento de la imprenta, el siglo XVI se convertirá en la
centuría del catecismo. La proliferación de catecismos a nivel mundial
destacará como un dato característico de la época.
Por lo que respecta al mundo de habla hispana, los catecismos de los
jesuitas Gaspar Astete y Jerónimo de Ripalda maracarán un camino
profundo en la fe de los católicos de España y de la geografía que caía
entonces directamente bajo su dominio cultural, esto es, América Latina y
Filipinas.
Los catecismos de Astete y Ripalda, en las formas en que ls conocemos
hoy, a más de 400 años de sus respectivas publicaciones, reflejan
numerosas modificaciones, correcciones y alteraciones. Sin embargo, desde
los primeros ejemplares, en sus núcleos originales, hasta los textos que
circularon en años recientes, ilustran el camino de Mateo 5,48. Aunque hay
una diferencia entre los originales y sus versiones corregidas y ampliadas,
Astete y Ripalda ofrecen un núcleo teológico, admiraciones, contenidos y
enseñanzas, donde el denominador común es la aspiración a la perfección.
¿Cuál ha sido el resultado? La tendencia a la “matematización” de la
doctrina cristiana. Hacer bien las cuentas se volvió determinante para
alcanzar la vida eterna.
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En cada una de las páginas de Astete y Ripalda, dos de los catecismos de


la Contrarreforma más difundidos por el orbe católico, encontrámos los
pronombres indeterminados “¿cuántas veces?” En ambos catecismos, el
número cumple la función de garante de la fe cristiana. Para darnos una idea
del lugar que ocupan las matemáticas en la transmisión de la fe,
transcribimos algunos ejemplos del texto del P. Astete.
De entrada, el catecismo del P. Astete pide que se haga la señal de la cruz
“a menudo” “¿Por qué tantas veces?”, parece preguntar alarmado el
catequizado: “Porque en todo tiempo y lugar nuestros enemigos nos
combaten y nos persiguen”, responde el catequista. Esta respuesta da una
idea de la paranoia del pecado que caracteriza la tardía Edad Media. El
catecismo prosigue enseñando la fe en términos de contabilidad:
“¿Cuántas cosas está obligado a saber el cristiano?”
“¿Cuántas naturalezas, entendimientos y voluntades hay en Dios?”
“¿Cuántas personas?”
“¿Cuántas memorias?”
“¿Cuántos infiernos?”
“¿De cuántas maneras es la oración?”
“¿De cuántas maneras es la contricción?”
“¿Por cuántas cosas se perdona el pecado (venial)?”
En resumen, el católico debe aprender las siete peticiones del Padre
Nuestro, los 10 Mandamientos de la ley de Dios, los cinco mandamientos de
la Santa Iglesia (que sirven para “mejor guardar los divinos”), las 14 obras
de misericordia (siete espirituales y siete corporales), los Siete
sacramentos (los cinco primeros necesarios, de hecho o de libre decisión;
dos de decisión), las cinco partes o condiciones del Sacramento de la
penitencia, las nueve cosas por las cuales se perdonan los pecados veniales,
los tres beneficios del Sacramento de la Extremaunción, los siete pecados
capitales, las siete virtudes, los tres enemigos del alma, las tres virtudes
teologales, las cuatro virtudes cardinales, los cinco sentidos corporales, las
tres potencias del alma, los siete dones del Espíritu Santo y sus 12 frutos,
las ocho bienaventuranzas, los cuatro Novísimos o Postrimerías, los 15
misterios del rosario (cinco gozosos, cinco dolorosos y cinco gloriosos), etc.
Además, conviene que el católico sepa que hay dos tipos de juicio, cuatro
clases de infiernos (“en el centro de la tierra”: el de los condenados, el
purgatorio, el Limbo de los niños y el limbo de los justos o Seno de
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Abraham) y manejar al dedillo el complejo sistema del ayuno y la


abstinencia: horarios, días del año, clase de alimentos, cantidades –en
onzas- y Bulas que exentan o suavizan en determinadas regiones, pues quien
“sin legitima causa no ayuna peca mortalmente”.
El papel de quienes metieron mano para completar, modificar o ampliar el
catecismo original del P. Astete, refuerzan la visión perfeccionista, como
confirman los mismos añadidos.
En primer lugar, colocan como fondo del catecismo la figura de un Dios
“premiador de buenos y castigador de malos”. Se vuelve, en otras palabras, a
levantar un tabique entre puros e impuros, al estilo de los fariseos.
Los “añadidos” reflejan una línea moralizante, que hacen del catecismo
algo espiritualmente intrincado. La misericordia de Lucas 6, 36 queda
relegada. En su lugar, las adiciones restauran la perspectiva
perfeccionistatica de Mateo 5,48.
Las añadiduras que se injertan al núcleo original del catecismo del P.
Astete destacan por la tendencia a la sutileza, por la inquietud de completar
lo que se considera imperfecto. Se acentúa la cantidad de observaciones
moralizantes. En fin, el catecismo termina convirtiéndose en un tratado
donde el pecador vuelve a encontrar el juicio duro, la proliferación de las
penas y castigos en que se incurre cuando se comete pecado mortal.
Se define el pecado mortal como la muerte del alma y se incide en la ironía
de “matar el alma” varias veces, según la gravedad del pecado.
El catecismo del P. Jerónimo de Ripalda, que se llevará la palma de oro en
la evangelización de América Latina, ha sido definido definido de “lenguaje
mucho más arcaico, y consecuentemente más difícil que el de su homónimo
Astete” (Luis Resines, op. cit. P. 226) Igual que el del P. Astete, el núcleo
original quedó sepultado por las manos indulgentes que a lo largo del tiempo
quisieron “completarlo”, es decir, perfeccionarlo.
Una de esas adiciones llevará a decir, en el catecismo Ripalda, que la
perfección de la vida cristiana consiste “en la puntual observancia de todos
los mandamientos”. (Ib., p. 379)
La “puntual observancia” significa la exacta, precisa, rígida y metódica
ejecución de “todos los mandamientos”.
¿Quién es capaz de hacer eso? Sólo el hermano mayor de la parábola del
Hijo pródigo. Precisamente, sólo el fariseo se ufana ante Dios de cumplir
todos los mandamientos (Lc. 17,11).
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La “puntual observancia” de “todos” los mandamientos está fuera del


alcance del hombre. Si alguien cree posible la “puntual observancia” de
“todos” los mandamientos no tiene idea del ser humano.
La espiritualidad de la perfección que delinea la “puntual observancia” es
insana, tóxica. Desde el punto de vista psicológico resulta clínicamente
psicógena. Desde el enfoque de la Terapia de la Imperfección (Ver Ricardo
Meter, Una terapia para … op cit..) es causa de un tipo de neurosis
direccional: el perfeccionismo es una neurosis de pérdida del sentido de
dirección. El individuo termina desorientándose de su propia realidad, de lo
que es. Esta pérdida de sentido o dirección acontece en lo más profundo del
ser del hombre. Ahí donde el hombre descubre su ser limitado y se le
plantea la radical exigencia de tomar el camino que lo pone de “vuelta” hacia
sí mismo o lo aleja de su propio ser limitado.
Quienes se dedicaron a la notable tarea de enriquecer los catecismos de
los padres Astete y Ripalda fomentaron, en vez de aliviar, los “casos de
conciencia”. Introdujeron la vacilación y la culpa, facilitando la formación de
la “conciencia escrupulosa”.
El inventario de las culpas dio como resultado que las almas “impías” se
alejarán progresivamente de la Iglesia y que muchas almas “pías”, de ánimo
religioso sensible, cayeran fácilmente en sutiles tormentos psicológicos.
¿Qué ocurriría, por ejemplo, si se descubrían distraídas durante la misa?
¿Eran distracciones involuntarias o voluntarias? ¿Habían asistido con
notable atención o se habían dormido, aburrido o descuidado de lo que
estaba ocurriendo en el altar? ¿Se habían ocupado durante la misa de “cosas
temporales”?
Tener uso de razón cumplidos los siete años, era convertirse en sujeto de
culpabilidad. Las ocasiones eran múltiples. Así, en un añadido al catecismo de
Astete, leemos:
“Pregunta: ¿Y el que se pone en peligro de no llegar a oír misa, aunque por
casualidad llegue y la oiga, peca?
Respuesta: Sí, Padre, mortalmente”. (Luis Resines, op. cit., p. 143.)
“Mortalmente” es la palabra que más resuena en los catecismos. El dolor
de los pecados se vuelve un perfecto dolor de cabeza. La lista de los
motivos por los cuales se peca mortalmente no conoce la mesura. Con base
en los catecismos pudiéremos elaborar una extensa “tipología” de los
pecadores. Probemos, aunque sólo sea por pasatiempo, levantar un “censo”
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de los que pecan mortalmente.


- El que jura…con duda de si lo que jura es verdad.
- El que trabaja sin necesidad (más de dos horas) en las fiestas.
- Los hijos que no obedecen a sus padres en lo tocante a las buenas
costumbres.
- Los que hablan y cantan cosas torpes o con complacencia las oyen.
- El que estando en misa está en parte notable sin atención.
- Los que teniendo uso de razón no confiesan ni comulgan.
- Los que sin legitima causa no ayunan.
- Los que están obligados a la abstinencia de carne en los días
establecidos. (Además pecan mortalmente todas la veces que
ingieren carne en el mismo día. Siendo el pecado mortal lo que “mata
el alma del que lo hace”, se admite la adición de las muertes del
alma).
- Al que no cumple la penitencia grave o dilatada por mucho tiempo.

Los “códigos” miran a la “puntual observación”, de aquí que propongan


medios para alcanzar el objetivo de la perfección. Pero la búsqueda de la
perfección conduce a bizantinismos que vuelven obsoleta la misma meta.
Queriendo elevar y dignificar la vida, los “códigos” la vuelven enmarañada
e inaguantable. Rsulta normal entonces que los perfeccionistas reflejen en
sus conductas el ideal enarbolado en sus mentes y que fácilmente se
conviertan en seres duros, amargados, insensibles y estereotipados.
El deseo de ser perfectos, como solicita Mateo 5,48 es contra
producente. Como observa Henri J. M. Nowen, comentando sobre el extravío
del hermano mayor de la parábola del Hijo pródigo: “Hay mucho
resentimiento entre los ‘justos’ y los ‘rectos’. Hay mucho juicio, condena y
prejuicio entre los “santos”. Hay mucha ira entre la gente que está tan
preocupada por evitar el “pecado”. (Henri J. M. Nouwen, El regreso del Hijo
pródigo; meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, Madrid, 1996, PPC, 9ª
edición, p. 78).
El inmenso amor de Dios subrayado por Lucas 6,36 queda relativizado por
el Dios perfecto que hace resonar Mateo 5,48. La perspectiva de Mateo
provoca una corrección radical de la perspectiva de Lucas.
Mateo 5,48 quiere, en definitiva, que el hombre sienta culpa al ofrecer la
visión de un Dios perfecto, pues al hombre no les posible vivir de esa
48

manera. Pretender que el hombre sea perfecto equivale a pretender que el


hombre no sea hombre y que Dios se conforme a ser severo, exigente y
justiciero. Pues si Dios es perfecto no tengo disculpas para ser imperfecto.
No queda más salida que la de alimetar el desprecio por las propias
imperfecciones.
Un Dios perfecto como lo sugiere Mateo 5,48 es un Dios moralizante, que
pone su atención en los defectos y en las fallas cometidas. Es un Dios que
resalta el error. No puede tolerar que algo quede incumplido, inacabado.
Mateo 5,48 conduce a un Dios censor e inquisidor. Entonces, no es ninguna
sorpresa que la Iglesia, teniendo a sus espaldas la inspiración de Mateo
5,48, haya inventado el mecanismo de la Inquisición, que no fue otra cosa
que la “puntual observancia” de “todos” los mandamientos.
La actitud de inquirir es el “precipitado” psicológico de una perspectiva
perfeccionística. Si hay perfeccionismo, hay inquisición. No hay
perfeccionista que no sea inquisidor, ni inquisidor que no sea perfeccionista.
Inquirir es un rasgo de las personas que están preocupadas por los
defectos ajenos. El inquisidor esconde un perfeccionista pues pretende que
todo salga bien, sin fallas.
Desde este punto de vista, la Inquisición refleja el máximo de
perfeccionismo en mentalidad eclesiástica de la época.
Durante siete siglos la Iglesia practicó la inquisición, indagó y castigo los
llamados “delitos contra la fe”. Su preocupación central fue el dogma y, por
lo tanto, persiguió y reprimió las herejías. Para frenar los daños de la
conciencia, tomó medidas que causaron grandes perjuicios a las personas. Su
preocupación por la pureza la condujo a combatir con personas físicas y
tormentos psicológicos a los impuros.
La creación de la Inquisición se extendió a todo el orbe católico y
mientras en las cortes pontificias se celebraron atropellos a la santa moral,
“extra muros” se perseguían son “penas saludables” no sólo a los herejes,
sino a los apóstatas, a los magos y a los hechiceros. Mucha gente inocente –
enfermos mentales- cayeron en sospecha de herejía, sobre todo cuando sus
ideas resultaban liberales respecto a los parámetros de la época. Cabe
admirarse de que el Evangelio, un anuncio de misericordia, no haya sido
censurado y colocado en el Índice de los Libros Prohibidos.
La perspectiva de Mateo 5,48, al llegar a crisparse, termina produciendo
el “afán perfeccionista”, o sea, el monopolio del concepto de la perfección
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en el sistema metal del individuo. Esto significa que el ideal de la perfección


se “asienta” en lo más profundo del sujeto, prevalece sobre cualquier otra
idea. Todo lo que no se acomode a este ideal, resultará chocante, repulsivo,
desechable.
A este punto, los valores y significados quedarán coloreados por la idea
que los monopoliza. Los sistemas de creencias se volverán perfeccionistas.
Podemos continuar localizando la perspectiva de Mateo 5,48, la
orientación perfeccionista, en la literatura religiosa, en las biografías de
santos, en los confesionarios y devocionarios. (No sólo abundan los
catecismos, de los cuales sólo en el mundo de habla hispana, Luis Resines, op.
cit. P. 30, menciona la existencia de 111 ejemplares, entre los 1505 y el
1600. La proliferación de devocionarios y lecturas espirituales
perfeccionistas es igualmente notable. Señalamos algunos de gran difusión:
Juan Vives, Instrucción de la mujer cristiana , primera edición en Amberes,
1524; Alonso de Herrera Salcedo, Consideraciones de las amenazas del
juicio y penas del infierno sobre el salmo cuarenta y ocho, Sevilla, 1617;
Alonso de Herrera y Molina, Discursos predicables de las excelencias del
nombre de Jesús y de los atributos de Cristo, 1619; Alonos de Jesús María,
Peligros y reparos de la perfección y paz religiosa, Barcelona, 1636; Fray
Alonso de Herrera, Espejo de la perfecta casada, Blas de Martínez,
Granada, 1636; Ivan Machado Chavez, Perfecto confesor y cura de almas,
Madrid, 1647; Antonio Jacinto de Suazo, Espejo del Amor Divino en la vida
dela Venerable Madre Sor María Villani, 1692; Clemente de Ledesma,
Compendio del despertador de noticias de los Santos Sacramentos, María
de Benavides, Viuda de Juan Ribera, México, 1695; Alonso de Vascones,
Destierro de ignorancias y alivio de penitencias, Madrid, 1737; Ludovico
Blosio, Espejo espiritual, Sevilla, 1674.) En la mayoría de los medios que,
como en el caso de los catecismos, tenían la función de promover y asegurar
la búsqueda del perfeccionamiento moral y religioso.
Los principios que pueden elaborarse a partir de Mateo 5,48, la ideología a
que pueden dar lugar, favorecen la censura, el control, la tendencia a la
uniformidad, la acción insolente e inquisitiva, la manipulación de la
conciencia. Pero no es todo.
Es claro que Mateo 5,48 permite continuar hablando de “pecadores” yd e
penas. De castigos para combatir los pecados y soluciones para
“defendernos, como diría Juan Luis Vives, de las astucias y engaños del
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enemigo, en esta miserable vida”.


Si podemos definir la perspectiva de Lucas 6,36 una “medicina”, a Mateo
5,48 cabría considerarlo como una “purga” constante que da lugar a una
revisión crítica interminable de la propia vida.
Pero dijimos que no era todo. En efecto, las exhortaciones de Mateo 5,48
y de Lucas 6,36 son yuxtapuestas, porque se cimientan sobre bases
radicalmente opuestas. ¿Cuáles son esas bases?
Mateo 5,48 encamina al “cumplimiento” porque su base es el ideal de la
perfección. Anunciar en mensaje de Jesús desde esta raíz significa poner
en marcha una dinámica de estructuras mentales inflexibles ante la
veriedad de circunstancias que presenta la vida. Mateo 5,48 tiende a
provocar ceguera y endurecimiento ante el que falla.
Así lo manifiesta el hermano mayor de la parábola de Hijo pródigo, un ser
obediente, sacrificado, servicial, cualidades que pueden provocar la visión
de Mateo 5,48, pero a la vez, severo, estrecho y frío, rasgos esenciales de
quien busca la perfección.
En el plano intelectivo, el “hermano mayor”no es capaz de comprender la
angustia vivida por su hermano. En el plano emocional, se encallece ante el
que ha caído en desgracia. La base de la perfección provoca la cerrazón de
la razón y la dureza del sentimiento ante los problemas existenciales.
Lucas, al contrario, resalta el valor de vivencias. Lucas 6,36 se funda soble
el amor. Sobre la vivencia de la clemencia. Ser misericordioso se califica por
su manera de “padecer”, de conmiserarse, con la miseria ajena. De aquí que
el efecto de la misericordia sea la apertura y la calidez human, pues
misericordioso se mueve hacia el prójimo desde sus “entrañas”.
Mateo 5,48 alimenta la visión de la “élite” moral que se traduce en
comportamiento de jerarquía y de exclusividad. Así entendemos porque en
los tiempos de Jesús el grupo de los fariseos no querían sentarse en la
misma mesa con pecadores y cobradores de impuestos (Mc. 2,16) y porque
Jesús no se definió médico de sanos, sino de enfermos (Mc. 2,17).
En cambio, Lucas 6, 36 establece la paridad en las relaciones
interpersonales pues “el amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere
aparentar ni se hace el importante”(Cor 13,4)
Mateo 5,48 y Lucas 6,36 se convierten, entonces, en ejes de la existencia.
En el primer caso, la persona se rige por la razón. Sus juicios no se separan
un milímetro de sus reglas y principios. Prestan más atención al sábado que
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al hombre. La observancia de las leyes es sagrada. En el segundo caso, la


persona se rige por la intución: “El sábado ha sido hecho paraa el hombre”
(Mc.2,27).
La perspectiva o enfoque asume entonces un carácter directivo: orienta la
conducta al punto que es imposible separar ésta de aquella.
En conclusión, “sed perfectos” no constituye ninguna “buena nueva” para el
sistema mental.
La perfección sugerida por Mateo mantiene viva la llama del fariseismo.
Relaciona al hombre con él antes de la experiencia religiosa. Con el Dios
conocido como Juez severo, que “premia a los buenos y castiga a los malos”.
Con la exhortación de Lucas, el ideal de la perfección queda en ruinas.
Decae al mínimo espacio de lo humano. La perfección corresponde ahora a la
órbita de la deshumanización. Expresa la tragedia antropológica: la
desorientación del hombre de su propia realidad. La perfección es la
perspectiva violenta a lo que el hombre ha recibido en herencia: su ser
limitado.
Sólo Lucas 6,36 reviste una novedad. En efecto, la transformación del
sistema mental que introduce Lucas termina con la pretensión del hombre
de ser como Dios y hace de la misericordia el verdadero acontecimiento
divino. La novedad que reviste Lucas consiste en abandonar el juicio y la
condena contra la frágil realidad del hombre.
Lucas 6,36 es la señal radical de la “buena nueva”. El “vino nuevo” que
provoca la embriaguez de la mente.
Pero hermanando la categoría de lo divino a la categoría de la
misericordia, la misericordia se vuelve no sólo lo constitutivo de lo divino,
sino también de lo humano. Lo humano y lo divino perviven ahora en el mundo
de la misericordia.

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