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La antropóloga, la madre y la hija transculturizada.

Lección sobre la relatividad o el


relativismo cultural.

Leslie, Heather Young. 1998. “The Anthropologist, the Mother, and the Cross-cultured
Child. Lesson in the Relativity or Cultural Relativism”. En Flinn, Juliana; L. Marshall y
J. Armstrong (comp.) Fieldwork and families. Constructing new models for ethnographic
research. Honolulu, University of Hawai ‘ I Press. 1

Llevar una niña pequeña al campo para una investigación a largo plazo me obligó a
confrontar diariamente con dos ideales que yo había sostenido mas implicita que
criticamente: el relativismo cultural y la maternidad. En el transcurso de mi investigación
en Tonga, mi posición como “antropóloga” se enfrentó a la de “madre”. En este artículo
describo mi situación y los incidentes que me llevaron a re-examinar el relativismo
cultural y a comenzar una (parcial) deconstrucción del relativismo como concepto y
como práctica.
Antes de viajar a Tonga con mi hija y mi marido en 1991, los principios del relativismo
cultural y de la buena maternidad estaban profundamente interconectados en mi. Había
estado viviendo y estudiando la antropología desde 1975. Como una de las primeras
lecciones que recibe un estudiante de antropología, el concepto de relativismo cultural,
estaba profundamente arraigado en la época que comencé mi carrera como graduada en
1987, de tal manera que éste se volvió algo así como un simbolo central y personal para
mi (Schneider 1980). Cuando fuí madre, en 1989, el relativismo cultural me brindó la
base para mi filosofía de la maternidad. Me interesaba que nuestra hija se criara
aceptando otros estilos de vida y que no se perturbara por ideas, prácticas o cuerpos
diferentes; especialmente que no fuera etnocéntrica.

Relativismo cultural en la teoría y en la práctica

Entiendo por relativismo cultural el respeto y la valoración de otras formas de prácticas,


que incluyen otros sistemas de organización y de prioridades (Herskovits 1973). También
incluyo el reconocimiento de que las críticas a las prácticas de los otros debe ser en
función de las relaciones de poder (Foucault 1980) y no de universales sobre lo que es
correcto, equivocado o desarrollado. Antes de que viajara a Tonga, yo mantenía una
adhesión incuestionable acerca de la posibilidad, veracidad y superioridad moral de la
posición relativista cultural. Como lo entendía entonces, era lo contrario al etnocentrismo
y tendía a usar “etnocéntrico” de manera peyorativa. En ésto no estaba sola, como lo
demuestra una carta reciente al Anthropologist Newsletter: “Para muchos antropólogos, el
peor insulto es ser catalogados como etnocéntricos” (Bartholemew 1993)
Antes de llevar a cabo el trabajo de campo con mi hija, el relativismo cultural, junto a
otros conceptos básicos, se fusionaban en un tipo de fé que podría resumirse como
“antropología=una filosofía de vida”.

Practicando el relativismo cultural

1
Traducción de Mónica Tarducci para uso exclusivo del Seminario La familia en contexto: la politización
de la vida cotidiana. Buenos Aires. Agosto del 2000.
Aceptar la postura relativista cultural como una epistemología personal puede afectar un
gran número de cosas, tales como la elección de un partido político, dónde vivir,
opiniones sobre las políticas inmigratorias, los estilos de enseñanza y por cierto, la
crianza de los niños. Pero, para un etnógrafo profesional, es un requisito más poderoso.
Para quienes trabajan haciendo familiares las sociedades extrañas, el relativismo cultural
es esencial. Clifford, (1988, 30) en su descripción del surgimiento de la etnografía en la
antropología observa que
una actitud relativista cultural distingue al antropólogo de campo de los
misioneros, administradores y otros, cuyas visiones eran, presumiblemente menos
objetivas, y estaban preocupados por los problemas de gobierno o conversión.

En otras palabras, ser relativistas culturales confirma parte de nuestra reivindicación


sobre el valor de nuestro trabajo. Para los etnógrafos, el relativismo cultural, en la
práctica, está a menudo unido a la más básica de nuestras metodologías, la observación
participante.
Como etnógrafos que aceptamos el principio del relativismo cultural y la metodología de
la observación participante, nosotros debemos tratar de ver y de aprender a hacer lo que
otra gente, nuestros sujetos de la investigación, hacen. Nos proponemos comportarnos a
su manera para mostrar respeto por sus valores y prioridades y organizamos nuestro
discurso y conducta de modo significativo e inobjetable para con las personas con las
cuales estamos tratando de ser tanto observadores como participantes. Para un individuo
eso significa también, que las reservas sobre ciertas conductas deben permanecer
silenciadas o delicadamente expresadas a la manera de “ficciones corteses” (Linnekin, en
este volumen). Racionalizamos acerca de que no debemos proyectar nuestras opiniones
sobre cosas de la gente antes de entender sus propios razonamientos. Así, la amenaza de
abofetear a los niños (Kavapalu 1993, 314), enclaustrar a las mujeres, bajar la vista
cuando se habla con un hombre o una persona de rango mas alto, enseñar a las niñas a no
trepar a los árboles o concurrir a la iglesia frecuentemente pueden ser cosas que un
individuo puede cuestionar, pero un trabajador de campo debe observar sin intervenir
cuando está tratando de conocer a otra cultura.
Como observadores participantes relativistas culturales, llevando a cabo una
investigación profesional, nosotros aceptamos esas condiciones y sus consecuencias.
Podemos sentirnos nerviosos por distorsionar las enseñanzas de nuestra cultura, como
Gilmore y Thurston discuten (en otros capítulos de este volumen). Sin embargo lo
hacemos voluntariamente. Consentimos en tratar de conocer otra cultura y nos
anticipamos a que las dificultades que enfrentaremos nos hará mejores antropólogos.
También sabemos que la experiencia será temporaria, aunque sea larga. (Ver Rosaldo
1984 y Rodman y Rodman 1989 para ejemplos cuándo lo “temporario” puede ser
“siempre”)
Cuando los hijos pequeños van al campo, a diferencia de sus padres, ellos van libres de
teoría y metodología. No saben que lo que es temporario y es poco problable que las
prácticas que observan y de las cuales participan sean percibidas como diferentes, dado
que ¡todo es diferente a esa edad! Ese fué el caso cuando llevé conmigo a mi hija de
diciocho meses para investigar en Tonga. Mientras yo estaba mentalmente preparada para
enfrentar los problemas asociados con el aprendizaje de una cultura diferente, incluyendo
el choque cultural y el conflicto de valores, no estaba preparada para la manera en yo
podría reaccionar a las reacciones de mi hija. Había previsto que como niña muy pequeña
que apenas poseía cierto manejo del lenguaje, ella podría adquirir muchas de las
habilidades de los tonga, así como la lengua. Mis prevenciones no me habían preparado
para la experiencia emocional. Cuando Ceilidh (pronunciese “kay lee”) se transformó en
una “nativa”, mi epistemología personal (mi fe en la antropología y mi adhesión
incuestionable al relativismo cultural) fué duramente puesta a prueba.

El escenario

A fines de agosto de 1991, dejé Canadá para hacer mi investigación de tesis en Tonga.
Viajaba con mi esposo, Mike, que también estaba realizando una investigación, y nuestra
hija Ceilidh. Estabamos llenos de esperanza y excitación y nos sentíamos seguros por los
preparativos cuidadosos. En la tercera semana de setiembre nos habíamos establecido en
una casa de madera con dos habitaciones, techo de chapas delgado con un depósito de
agua sin grietas. El entorno inmediato incluía vecinos que aún no habíamos conocido,
cerdos, cabras, perros, caballos, un árbol de mango y una vista del oceano Pacífico.
Estabamos sorprendidos por la importancia de nuestra experiencia, la cual se mimetizaba
con lo que era la etnografía clásica (ver Clifford 1988, 28-31). Era como estar viviendo
un relato de las páginas de un libro muy leído.
La aldea en la que nos asentamos estaba en la región de Ha’ apai, en el reino de Tonga,
probablemente la parte más pobre del reino. La componía un grupo pequeño de unidades
domésticas cooperativas en una de las islas más alejadas, a medio día de viaje del centro
regional. En 1981, un fuerte huracán destruyó todas las casas de la aldea y la mayoría de
la gente hoy vive en casas exactamente iguales a las que ocupaban antes. La emigración
ha sido muy severa y ha afectado los recursos de la comunidad. Queda poca gente para
cargar con las responsabilidades de la familia extensa con la iglesia, los nobles, el rey y
un desarrollo económico difícil por la escacez de trabajo.
Las mujeres adultas trenzan pandanus para el intercambio con Tongatapu y para el
extranjero. Los maridos y hermanos generalmente se ocupan de la huerta, del ganado, y
pescan con redes en altamar. Los hijos que tienen más de trece años están afuera,
concurriendo a la escuela en la capital de Nuku’alofa o en el centro regional de Pangai.
Muchas madres con hijos pequeños acompañan al mas grande cuando se incorpora a la
secundaria. Los padres pueden quedarse, viajar todos los días o mudarse también.
Algunas personas nunca regresan, contribuyendo a la emigración global. Algunos
regresan solo en las vacaciones escolares o para ayudar en la huerta, incidiendo en los
censos como población fluctuante. Cuando llegamos, no entendíamos ni hablabamos la
lengua tonga, pero estábamos estudiando con la ayuda de libros, grabaciones y algunos
vecinos. La gente estaba tan impaciente como lo estábamos nosotros así que podíamos
entenderlos.
Mi propuesta de investigación incluía usar a mi hija como un pasaporte para con las
mujeres de la aldea. Había planeado estudiar los modos en que tienen y mantienen a los
niños saludablemente. Mis supervisores y amigas antropólogas, todas mujeres que habían
hecho trabajo de campo con niños, creían que mi hija podría ser un valor importante.
Juntas, mi hija y yo, construiríamos los mas naturalistas instrumentos de investigación
(Lincoln y Guba 1985). Su presencia, le permitiría a la gente considerarnos una familia,
mas que individuos anómalos. Me sería posible preguntar a las mujeres cómo tratar cosas
tales como los comportamientos y enfermedades de Ceilidh a medida que ella los
manifestara. Me posibilitaría llevar a Ceilidh conmigo cuando visitara a las mujeres,
podríamos pasar el tiempo juntas analizando y planificando la vida como las mujeres de
Tonga. Ceilidh amaría el calor, el aire puro, los paseos a la orilla del mar, nadar, la
comida fresca, la gente amistosa, muchos niños y una sociedad segura; yo había tomado
montones y montones de lecciones interesantes sobre el cuidado de los niños, la
maternidad y la salud. Amaríamos todo esto.
Para los días de nuestra llegada a Ha’ apai, Ceilidh estaba transtornada y luchando contra
los ruidosos y largos vuelos en avión, las camas extrañas, el lenguaje incomprensible, el
sol tan fuerte, la comida nueva y la gente que se sentía en la libertad de tocar su pelo
rubio, pellizcar sus brazos y piernas y de llevarla a caminar lejos de sus padres. La tenía
que alzar diez veces por días, una frecuencia mucho mas alta que en Canadá en los meses
previos. En nuestras primeras semanas en Tonga, los nunca bien establecidos patrones de
sueño de Ceilidh, se volvieron menos predecibles aún. Comenzó a pedir el pecho cada
vez que estábamos en un ambiente nuevo o extraño, sea éste un almacén, la iglesia o una
casa. Ella no sabía que en Tonga, las mujeres no daban de mamar en público.
En esos primeros meses, yo estaba desgarrada entre el deseo de proteger a Ceilidh
(ayudarla a sentirse confiada y a protegerla de la gente y los lugares que la asustaban) y el
deseo de comenzar a conocer a la gente y al lugar donde la habíamos llevado. Aquí yo
estoy en el campo!. Ahora comenzaría a ser una verdadera antropóloga!. A menudo, en
esos primeros meses, mis dos deseos, la maternidad y el trabajo de campo eran
incompatibles.
Traté de llevar a Ceilidh conmigo al visitar a las mujeres cuando ellas trabajaban con sus
pandanus pero el solo hecho de llevar una niña berreando entre mis brazos me llenaba de
verguenza y frustación. Las mujeres de la aldea no llevaban a sus hijos con ellas porque
demandaban atención. Esperaban que los chicos estuvieran jugando independientemente
antes de ponerse a trabajar con intensidad. Enviaban a sus hijos a la escuela primaria
(incluso antes de los tres años de edad) o tenían un hijo o hija más grande, marido,
hermano, tía o abuela que cuidaba a los que no iban a la escuela. Tratamos de presentar a
Ceilidh a dos chicas vecinas, con la esperanza de que ellas la entretuvieran unas pocas
horas al día (lo suficiente para que yo pudiera estudiar la lengua, visitar a algunas
mujeres, hacer un censo de la aldea o cualquier otra cosa) pero Ceilidh esta aterrada con
las chicas y nosotros estabamos aterrados con ella. Sólo entonces apreciamos el consejo
de nuestros predecesores: “busca una abuela como baby-sit”. Sólo que no había una
abuela en toda la aldea que no estuviera ocupada trenzando pandanus. Ceilidh, me
parecía, no amaba Tonga y estaba comenzando a sentir como si yo tampoco lo amara.
La aldea tenía un trazado simétrico con casas a lo largo de un sendero principal con el
mar a un lado y las huertas en el otro. La mujer en cuya casa estábamos viviendo,
Katoana, vivía en el lado opuesto, al final de la aldea, con su madre, su hijo, su hermano,
cuñada y sobrino. La suya era una unidad doméstica típica. A diferencia de la mayoría de
las mujeres de la aldea en esos meses, Katoana no estaba involucrada en el intercambio
de trenzados por ropa o dinero. Ella trabajaba en su casa con su madre mas que en una
cooperativa con otra gente y en consecuencia tenía más tiempo. Su cuñada, Paea, no
trenzaba muy bien, porque su hijo era aún pequeño. En las ocasiones en que visité a
Katoana, Ceilidh había jugado muy contenta con el hijo de Paea que tenía seis meses mas
que ella. Así, comencé a llevarla conmigo a menudo y les rogaba que la cuidaran por
pocas horas. Les explicaba a las chicas vecinas que mi hija estaba mejor en la casa de
Katoana porque había otro niño de su edad con quien jugar. Cuatro meses más tarde, por
la epoca que Ceilidh cumplió dos años, se fue sintiendo mas comoda con algunos
miembros de la aldea, así como con la lengua de los tonga. Aún tenía el sueño irregular,
pedía de mamar en la noche (casi cada hora) y protestaba si se daba cuenta que la llevaba
a la casa de Katoana para dejarla allí, pero su apetito había mejorado y estaba menos
asustada de la gente con las que se contactaba.
Un año más tarde el cambio fué notable. Mi hija se había transformado de una pegote y
asustadiza papalangi (europea) en una tonga enérgica y voluntariosa. No hablaba más
inglés, pero comprendía cuando lo hablabamos nosotros. Comía, se sentaba, hablaba, e
incluso me parecía que pensaba como un niño tonga. Raramente comía en casa y prefería
los panqueques fritos en sebo, los bollos dulces, cerdo grasoso, mangos verdes, a
cualquier delicadeza de superior valor nutritivo que yo le pudiera ofrecer. Cuando ibamos
a otras aldeas, la gente hablaba con Ceilidh y sobre Ceilidh. Una vez, iba yo caminando
sola por una calle en la capital de la región y escuché claramente a dos chicas decir: “Ko
e fa e a Keli” (esa es la madre de Keli). Ceilidh se había transformado en Keli la favorita
de la aldea.
El cambio en mi misma en esos años fué menos romántico pero no menos profundo.
Teniendo a Keli, a sus amigos y a vecinos buenos y sensatos como profesores, aprendí a
hablar tongueano. Porque Keli hablaba solo tongueano y porque tratabamos
continuamente de mejorar la fluidez del lenguaje, Mike y yo tendíamos a hablar en
tongueano incluso entre nosotros. Imitando a Katoana y a otras mujeres yo aprendía a
comportarme como una tonga y comencé a sentir una empatía por lo tongueano. Me
estremecía muy avergonzada cuando los turistas europeos tomaban sol. Estaba
horrorizada cuando altos funcionarios de una comisión extranjera visitaron la aldea
vestidos de short y con gorros de baseball. Me sentía cómoda, cuando, en ocasiones
especiales, vestía una estera de pandanus sujeta a la cintura. Mientras concurríamos a
todas las iglesias, yo pertenecía al coro de una y participaba en los preparativos del Song
Evening anual con exitación. Incluso comenzaba a intentar la oración pública en los
encuentros y festividades de las mujeres de la iglesia. Mientras yo estaba emulando lo
“tongueano”, mi hija era una tonga.
Con menos de tres años, Keli estaba negociando el largo camino de una punta a otra de la
aldea por otro para ella y tenía libre acceso a todas las casas. Se despertaba en la mañana
anunciando en tonga “Voy a ir a lo de Siaosi’s” o, a la escuela pública o a la casa de un
vecino. Sus gestos, miedos, incluso el modo en que masticaba la comida, eran idénticos a
los de los otros chicos tongas y muy diferentes a los nuestros. A menudo yo escuchaba
chismes sobre la aldea porque Keli los decía: “Sione fué a Vava’u”, “Pauline se enfermó
otra vez”. En una ocasión en que Mike y yo debatíamos respecto de la frase correcta a
usar en un comunicado formal, Keli interrumpió su juego para darnos la respuesta
correcta. Aprendí que la mejor manera de conseguir la cooperación de Keli era imitando a
las madres de Tonga que yo conocía. Aprendí a suplicar, a poner cara triste, a dejar caer el
mentón y a extender las palmas de las manos como rogándole, para que se fuera a bañar.
La alentaba a ser generosa, como lo hacían otras madres con sus chicos, fomentando la
lástima: “Oh Ceilidh dale eso al pobre Siaosi, pobre chico”.
Keli se pensaba a sí misma como una tonga, lo que era la diversión y deleite de las
personas que nos encontrabamos. Esto fue comicamente evidente el día en que su rección
al ver a dos “yachties” (gente que vive en yatchtes) deambulando por la aldea, fue a
golpear la puerta de nuestra casa, excitada y temerosa, diciendo, en tongueano, por
supuesto: “Heather, ven a ver! Hay extranjeros!”. Nosotros nos referíamos a Keli como
“nuestra hija tonga” y pensábamos patrocinar la migración de su mejor amiga y
“hermana” tonga de la aldea para que vaya a la escuela. No queríamos perder nuestros
contactos y especialmente los de Keli, con la gente de la aldea.
Nuestros vecinos y amigos también estaban preocupados por su inminente sepación con
Keli, sin embargo yo no me di cuenta hasta más tarde. Retrospectivamente, la primera
insinuación fué cuando los padres de Mike fueron a visitarnos en mayo de 1992. Durante
su visita, se hizo evidente que la mayoría de los aldeanos creía que la razón por la que
los padres de Mike llegaran era para llevar a Keli de regreso a Canadá. Cuando estuvo
claro que ése no era el caso, ellos comenzaron a creer que a nosotros nos gustaba
verdaderamente la aldea y que nos tenía sin cuidado que nuestra hija hablara solo
tongueano y se comportara como una tonga. Esto marcó un momento crucial en nuestra
investigación.
Antes de la visita y partida de mis suegros sin su nieta, la gente parecía incrédula cuando
yo les decía que quería aprender cómo ellos hacían las cosas y lo que ellos pensaban era
lo bueno y correcto. Mi emulación del comportamiento de los tonga fué extremadamente
importante como método para convencerlos de que ellos podían contarme a mi, una
extranjera blanca y educada, cómo hacer cosas. Su experiencia, habia sido, en general,
precisamente la contraria. Después de obtener alguna fluidez en el lenguaje, mi técnica de
imitar el comportamiento habia demostrado ser exitosa. A menudo, cuando viajaba en
bus, las mujeres hablaban de mi y de mi familia con otras personas, señalando cómo
ayudabamos en la iglesia, dando dinero, carne enlatada para las fiestas, no ocupando
sillas y viviendo como cualquiera de la aldea. La gente debatía si el hecho de aprender a
hablar y comportarse como tonga se debía al hecho de ser canadienses a diferencia de los
voluntarios de Nueva Zelandia o norteamericanos con quienes entraban en contacto
comunmente. A menudo hablaban de que la vida en la aldea no podía ser lo
suficientemente buena como para que nos gustara. Su principal fuente de comparación
era el Cuerpo de Paz, voluntarios que habían estado en los ’70.
No enviar a Keli de regreso a Canadá con sus abuelos fue algo así como una señal de que
nosotros considerabamos a la sociedad de Tonga aceptable. Pienso que eso, les permitió
considerarnos algo más que visitantes pasajeros. Los hombres y las mujeres comenzaron
a alentarme a aprender a trenzar, la ocupación tradicional de las mujeres. Comenzamos a
analizar problemas tales como la crianza de los niños, la educación, el desarrollo
económico, el cuidado de la salud, el parlamento. Al final de nuestro primer año allí, la
gente se sentía en libertad para hablarme de cómo criar a Keli incluyendo el contradecir y
socavar mis posiciones, una experiencia frustrante, como Turner (1987) y Carrier (1985)
también discuten. Empezaron a insinuar, tanto a Keli como a mí, la permanencia de ella
en la aldea cuando finalizara la investigación. ¡A veces Keli aceptaba la idea! De este
modo comenzó una desalentadora paradoja: como mis vecinos admitían que nosotros nos
sentíamos completamente a gusto en su sociedad, en parte por su relación con mi hija, y
comenzaron a dar lo que aparentaba ser las respuestas mas honestas a mis preguntas, yo
me sentía ambivalente sobre mi relación con mis maestros culturales por su relación con
mi hija.
Angustias maternales

Durante los últimos tres meses de estadía en el campo, comencé a preocuparme por la
manera en que Keli enfrentaría su regreso a Canadá con su repertorio de
comportamientos, que para los standars canadienses eran anormales y, en algunos casos,
desagradables. Antes yo tenía las inquietudes típicas: me preocupaba que el alto
contenido de grasa y colesterol de su dieta la predispusiera a la obesidad y a las
enfermedades cardíacas. Me angustiaba la relación madre/hija y el rol de disciplinadora
que a mi me desagradaba, pero al que me sentía impulsada cuando todos intentaban
malcriarla, tratandola generalmente como la “predilecta”. A veces, incluso estaba
envidiosa de su rápida aceptación y comodidad en mi lugar de trabajo de campo. Su
conducta verdaderamente tongueana me mostraba me mostraba cuán provisionales eran
mis intentos.
Me sentía en una situación paradójica. Cada vez más, nuestros amigos tongueanos nos
trataban y esperaban que nos comportásemos como verdaderos vecinos e incluso como
parientes ficticios o lejanos, en parte por el compromiso con mi hija y en parte por el
esfuerzo existoso de Mike y mío de aprender a “ser” tongueanos. El incrementos de la
aceptación significaba mejores datos. Sin embargo, cuando más aceptada me sentía en la
comunidad, más especulaba acerca de empujar a Keli fuera de ella. Era ambibalente:
¿debía enseñarle a considerar a Tonga y el comportamiento de los tongueanos como algo
opcional y prepararla para su vida como una niña en el ámbito canadiense o, debía dejarla
disfrutar de los mimos y la libertad que recibía como preciada mascota en la aldea? Como
el tiempo en Tonga se estaba terminando, mis preocupaciones se volvieron más
específicas: ¿aceptarían sus abuelos y sus pares a una niña que escupía en el suelo la
comida que no quería, que orinaba en el umbral, que masticaba su comida entre sus
incisivos y sus labios, limpiaba su nariz con la punta de su remera y miraba a través tuyo
si no queria hacer algo que le hubieras sugerido?
Mis preocupaciones sobre Keli eran correspondidas en la misma medida por las
preocupaciones de nuestros amigos por la partida de Keli. Usaban mi inquietud para
presionar sobre la permanencia de ella en Tonga. Tres queridos amigos hicieron evidente
su temor por Keli en el mundo del afuera y querían mantenerla en la aldea, donde ella
estaría segura, feliz, libre y tongueana. Es común para los tongueanos que viven en el
extranjero dejar a los niños pequeños con los abuelos u otra familia por varios años. La
oferta de adoptar a Keli fue otra señal de nuestra aceptación y del amor que sentían por
mi hija. Yo tenía una gran dificultad para ignorar o negarme a esos requerimientos.
Estaba de acuerdo en que “la aldea era el mejor lugar”, era segura, menos dominada por
la ansiedad (para nosotros) que Canadá. Yo admiraba la integridad y el sentido de sí
mismos que todo hombre y mujer tenían, más allá de su posición social. Admiraba las
habilidades que adquirían las mujeres transformándose en las más reconocidas
productoras de textiles de pandanus en el reino. Era obvio para mi que Keli prefería a sus
amigos de Tonga, sus nuevos hermanos y hermanas a mi propia compañia. Sentía timidez
con los europeos, incluso con sus abuelos, cosa que no sentía con los extranjeros
tongueanos. Mientras yo me sentía afixiada por la carencia de privacidad que implicaba
la sociedad de Tonga, Keli como otros niños y adultos de la aldea que habiamos
conocido, solo sentía seguridad y comodidad en la mirada cálida, y la continua atención y
observación que los tongueanos prodigaban para demostrar buenos modales y cariño.
Estaba segura de que con sólo tres años Keli enfrentaría muy bien una adopción. ¿Le
estaba realmente haciendo un favor, llevandola a una sociedad donde debería confrontar
con temas tales como la desigualdad de género, el rapto y abuso de los niños, el consumo
de drogas, las enfermedades de transmisión sexual y la polución? . En la aldea “probar la
calle” significaba aprender a no caminar detrás de un caballo! Incluso mientras yo me
alegraba por la niñez excepcional que Ceilidh estaba recibiendo y del obvio amor que
mostraban hacia ella, me agustiaba demasiado por el dolor inesperado que me causaba mi
hija volviendose un miembro de una cultura y una sociedad que yo solamente habia
planeado imitar.

El relativismo cultural revisitado

Restrospectivamente, siento que no logré mi propósito original de ser una observadora


participante relativista cultural por la simple razón de que casi consideré dejar a Ceilidh
en Tonga. Con sólo pensarlo, las lágrimas arden en el fondo de mis ojos cuando escribo
ésto, meses más tarde. Fué una respuesta muy emocional como canadiense y como
madre que me llevó a contradecir mi postura anti-etnocéntrica. Más allá de creer en el
relativismo cultural y de mis deseos de comportarme del modo mas parecido posible al
que se comportaría un tonga, me encontré a mí misma resentida y rechazando la misma
cultura a la que había ido para aprender, gritandole muy enojada a Ceilidh “¡No hagas
eso, es desagradable!, ¡me tiene sin cuidado que sea la manera tonga!, ¡Tu no eres una
tongueana!”.
Aquí, quizás la similaritud de mi experiencia con las de Turner (1987) y la de Carrier
(1985) es significativa, en contraste con la de McGrath (en este volumen). La
investigación de McGrath, también fue en Tonga, pero sus hijos eran más grandes y si
bien su esposo fue con ella, no era antropólogo. Su situación personal y familiar les
permitió mantener un sentido de su cultura americana. Sus hijos eran lo suficientemente
grandes como para tener sus propias preferencias, para comparar los valores americanos
y los de Tonga y elegir aquellos con los cuales se sintieran más cómodos. El problema de
McGrath fué tratar de que sus chicos comprendieran que el haber crecido en un ambiente
cultural diferente los podría llevar a recciones emocionales diferentes. Turner llevó a
cabo su investigación en Fiji, pero como yo, modificó sus planes para incluir a su
pequeña hija. Como mi Keli, “meqi”, la hija de Turner, enfrentada a una situación similar
en Papua Nueva Guinea, fué objeto de una conflictiva e incluso competitiva socialización
(Turner 1987, 103). De manera muy semejante la hija de Turner y la mía se conviertieron
en miembros de la cultura que habíamos ido a estudiar y como madre sufrimos una gran
inseguridad por la pérdida de una “solidaridad cultural compartida” que ansiabamos tener
con nuestras hijas. Schneider usa casi las mismas palabras cuando define el significado
simbólico de los términos del parentesco americano “solidaridad difusa y verdadera”, uno
de cuyos mejores ejemplos es la relación entre padres e hijos (1980, 51-53). McGrath
nunca sintió la pérdida de esa solidadaridad con sus hijos y, notablemente, mi marido
tampoco.
Haber sentido dolor e inseguridad ante la separación potencial de una madre y su hija, me
dió una cierta perspicacia acerca de la práctica del relativismo cultural. Aprendí algo
sobre el hacer relativismo cultural cuando logré un estado mental de lo tongueano, que
hacía que me identificara más con sus creencias y prioridades que con la ideologías que
había considerado como propias y, habiendo logrado esa posición, la rechacé y me
“reposicioné” (Rosaldo 1984 y Gilmore en este volumen). Como con el etnocentrismo, el
relativismo cultural fluye más facilmente desde una posición de confianza, seguridad o
poder que desde una de subordinación. Es decir, ser relativista cultural es mas facil
cuando una está en una situación donde nuestras propias ideologías, prácticas y
simbolizaciones no son amenazadas.
Más que oponer el relativismo cultural al etnocentrismo, yo adoptaría una perspectiva
deconstruccionista que nos llevaría a comparar esas supuestas oposiciones. El
etnocentrismo es la expresión externa y políticamente potente, de una certidumbre interna
en aquellas prácticas e ideologías que son consideradas “correctas” e incluso “mejores”
simplemente porque ellas son (cómodamente) las nuestras. En el pasado, el
etnocentrismo reflejaba una forma de filosofía evolucionista social. Desde comienzos del
siglo se fué volviendo una forma de estrechez mental, una voluntad de juzgar
negativamente a los otros sobre la base de criterios seleccionados uniteralmente, que son
asumidos como universales pero que derivan de nuestra propia cultura o sociedad. En
contraste, el relativismo cultural es descripto a menudo como triunfo y resultado de la
investigación etnográfica de los primeros tiempos (Hatch 1983, 49-50). La perspectiva
del relativismo cultural es ofrecida como una cura para el pensamiento etnocéntrico,
dentro del cual el racismo es su forma más extrema. Como expresa Hammel (1994, 48),
la perspectiva boasiana fué presentada “en cierta forma como parte de la campaña de los
aliados contra las teorías racistas de los poderes del Eje, en la Segunda Guerra Mundial”.
Así, oponiendo etnocentrismo y relativismo, la contribución teórica y metodológica de
Boas representa un potente desafío político externo a la clasificación implícita de las
prácticas y creencias culturales inherente al evolucionismo social del siglo XIX.
Hatch (1983, 50-59, 105) sugiere, sin embargo que la idea de cómo el relativismo cultural
logró importancia en la teoría y práctica antropológica se debe menos a la evidencia
empírica que a un espíritu de escepticismo, históricamente preciso, hacia modos de
pensamiento cambiantes, que incluyen las definiciones de “razón” y “cultura”. Ese
escepticismo caracterizó al pensamiento de comienzos de siglo. La solución de Hatch a
los debates morales que enfrentaron a los relativistas culturales fué dividir a éste en tres
tipos diferentes: relativismo del conocimiento, ético y metodológico.
No obstante su plausibilidad filosófica, la solución de Hatch no ha sido incorporada a la
práctica de la antropología. Las mismas discusiones que se desarrollaron en las primeras
décadas del siglo (Sapir 1924) cuando Benedict (1934), Boas (1901), Herskovits (1947) y
otros promocionaban una “teoría moral de la tolerancia” (Hatch 1983, 68) continúa hoy.
Aparece tanto en las comunicaciones formales (por ejemplo en Skomal1993; Kavapalu
1993; Gordon 1991; Scheper-Hughes 1987b) como comunicaciones informales. Muchos
de los temas debatidos en Anthropology Newsletter y los registros del General
Anthropology Bulletin Board (1993-1994), así como las discusiones en Internet, parecen
indicar un cambio similar al ocurrido a comienzos del siglo. Por ejemplo, la carta que
envió Bartholomew al editor de la Anthropology Newsletter, discutiendo el
establecimiento de un código de ética para la American Anthropological Association
afirmando que los sistemas de valores tienden a ser constituídos cultural y
subjetivamente. La diferencia principal entre estos debates recientes y los del comienzos
del siglo XX es el hecho de que la infabulación femenina (la escisión y sutura de parcial
o total de los genitales externos femeninos) ha actualizado a la Alemania nazi como el
interrogante que hace estallar la discusión del etnocentrismo y el relativismo.
Mientras Hatch reconoce lo insostenible de una posición relativista estricta y los
ambientes temporales propicios que permiten la popularización del relativismo, por otro
lado no da cuenta de los antecedentes polícos, culturales y sociales que lo hacen posible y
de la similaritud de esos antecedentes en la base del etnocentrismo. Lo que llega a ser
etnocéntrico o relativista cultural requiere un grado de confianza, un tipo de confianza, de
seguridad, que es inherente a las relaciones de poder o de dominación como la de ser
miembro de una mayoría social. En otras palabras, ser relativista cultural o practicar el
relativismo cultural está relacionado con la posición de un individuo en una sociedad.
Mi perspectiva suena como la de Hammel, pero ligeramente diferente cuando afirma que
“la utilidad del relativismo cultural se asienta en su conveniencia política” (1994, 48)
Ser relativista cultural en la sociedad multicultural de Canadá requiere de la tolerancia y
reflexión individual, pero también de una seguridad política de que nuestros símbolos y
prácticas culturales centrales permanezcan inviolados, tal vez criticados o desafiados,
(Marcus y Fischer 1986) pero nunca amenazados de manera sistemática e intima. Si
nuestras epistemologías personales son puestas en peligro en nuestras relaciones
profesionales, tenemos la posibilidad de dejar el campo, interrumpir una entrevista o
cambiar de tema de investigación. Es más, nuestro concepto de relativismo cultural se
aplica generalmente a la díada “nosotros” y “otros”, frecuentemente categorizada como
grupos con un patrimonio Anglo/Euro/Occidental/Judeo-cristiano y aquellos
encapsulados como migrantes/indígenas/marginales. Nada de lo que leí antes del trabajo
de campo en Tonga me preparó para lo que sucedería si otra cultura invadiera y
amenazara algunos de mis simbolos centrales como la relación madre-hija. Creo que ésto
también es sufrido por los padres inmigrantes, cualquiera sea el lugar a dónde vengan.
Cuanto más Ceilidh se comportaba como una tonga, más frustada, enojada, culpable,
divertida, orgullosa y confundida me sentía. La mayoría de las veces no me gustaba ese
comportamiento. Cuando ella desviaba los ojos de mí y murmuraba, siguiendo una
conducta considerada correcta para un tonga, yo trataba de que me mirara y hablara en
voz alta. Cuando corría hacia alguna mujer y se acurrucaba comodamente en su regazo,
me sentía traicionada. Cuando hacía bromas en tongueano con nuestros vecinos, me
ponía celosa. Cuando era insolente, especialmente para los standars de Tonga, les pedía a
mis vecinos que la reprendieran e incluso que la castigaran como ellos hacían con sus
hijos, que no le dieran el tratamiento de una “preferida”. Trataba en vano de explicar el
concepto de malcriar a una niña, especialmente de una que yo poderaba como inteligente
y perspicaz. Ellos consideraban que yo no debía pegarle y ni siquiera enojarme con ella.
Con casi tres años, Ceilidh no era aún poto “capaz”, era aún kei iiki “todavía pequeña” y
por lo tanto no responsable de sus actos ni lista para ser controlada. Nadie se sentía más
frustada que yo en las ocasiones en mi hija me provocaba diciéndome “¿Sio?Oku sai pe”
(“¿Ves? Está todo bien”).

Antropóloga/Madre: ventajas y desventajas para la investigación

En verdad, de acuerdo a todas las expectativas, llevar una hija al trabajo de campo
posibilitó que la gente me diera la signitivativa categoría social de adulta y buena madre,
lo cual fué beneficioso para mi investigación. Mi hija fue probablemente el factor
principal de que yo lograra hablar fluidamente de la manera en que los tonga comunes lo
hacían. Sin embargo, también sentía que tenía menos flexibilidad con el tiempo y menos
control y espontaneidad en mis acciones, como discute Linnekin (en este volumen). Tenía
que preocuparme por Ceilidh y eso me ponía en situaciones ambiguas. Por un lado, yo
había tratado de alentar a las mujeres a contarme y mostrarme sus prácticas como madres,
sus miedos, éxitos y frustaciones. Era cuidadosa de no hablarles de lo que yo pensaba era
lo correcto, ya que aprendí rapidamente que la gente era muy amable como para
contradecirme, al menos al principio. Por otro lado, yo luchaba por impedir que esas
misma mujeres le enseñaran a mi hija cosas que yo pensaba podrían dañarla, como comer
azúcar a manos llenas o jugar violentamente. De este modo, algunos días, mis
interpretaciones implicaban “sus métodos son valiosos” y otros les negaba valor.
Al final de nuestro primer año en la aldea, Ceilidh pasaba muy poco tiempo con nosotros,
y se volvió mas una informante que una hija. No podía separar en mi mente las cosas que
aprendía de Keli de las que aprendía de los otros niños tonga. Mi interacción y la de mi
hija en la aldea, planteó la cuestión de la contaminación de los datos de investigación.
Mis maestros culturales tonga me observaban tan cuidadosamente como yo los observaba
a ellos. Así como yo me preocupaba por no ofenderlos y controlaba mi conducta
concientemente, ellos también se preocupaban por mostrar su mejores facetas a mi
familia y a mi. En Tonga no contestar una pregunta está mal visto, especialmente si viene
de alguien considerado de rango más alto, como lo son los extranjeros, al menos al
principio. En esas ocasiones, lo aceptable es tanto, dar una respuesta inventada (Evans y
Young Leslie 1993; Korn y Decktor Korn 1983) o contestar con lo que se piensa que la
persona que pregunta quiere escuchar. Dado que la mayoría de las mujeres que yo
entrevisté no entendían por qué yo querría saber lo que ellas hacían con sus hijos, mis
preguntas durante los primeros meses parecían poco importantes. Trataban de encontrar
qué respuestas yo quería oir o observaban lo que hacía yo con mi hija y reivindicaban eso
como prácticas propias. Ese fué el problema mayor al principio de la investigación, que
se resolvió cuando Ceilidh se transformó en Keli. Yo no hubiera considerado este dilema
analítico si no hubiera tenido a una niña conmigo.
La angustia personal a que me sometí a mi misma por hacer malabarismos en la relación
con mi hija y con mis amigos tonga, fué un derroche de energía que modificó aspectos de
la experiencia. Por ejemplo, me sentía forzada a adoptar un rol más disciplinario del que
tendría, porque en mi estimación, (etnocentrica) Keli no estaba incorporando estructuras
de cualquier lugar. Incluso cuando yo me identificaba con sus motivaciones, sentía
resentimiento por los intentos de mis amigos de atraerla, e inseguridad cuando ella
parecía querer quedarse en Tonga. Más allá de todo lo que gané, hubiera preferido no
tener esa parte de la experiencia.
Como para refutar mucho de ese dolor emocional, Ceilidh viró totalmente al inglés en
menos de un año del regreso a Canadá, justo antes de su cuarto cumpleaños. También,
después de un incierto período inicial, se relacionó mejor con sus pares, con sus abuelos y
primos. Parecía una niña típica. La mayor parte de su conducta tonga se desvaneció junto
a los recuerdos de su lenguaje, amigos y parentesco ficticio.
Como yo escribo y reviso este artículo en 1996, puedo reflexionar y decir que al final de
mis dieciocho meses en el campo, debido a mi desconexión, había adoptado las creencias
tonga acerca de la sociedad norteamericana. A su vez, me sentía atrapada entre los deseos
de realizar una buena investigación, mi compromiso con hacer lo mejor por mi hija, la
sensación de ser la mejor madre posible y una aceptación incuestionable del relativismo
cultural. Mi sensatez como madre fué amenazada al convencerme de que no era la mejor
madre para mi hija y que por su propio bien yo debía dejarla y permitirle vivir como una
tonga. Una posiblidad que me horroriza aún hoy. Ahora puedo coincidir con los padres
inmigrantes que tratan de mantener alejados a sus hijos de las prácticas de la nueva
sociedad.
Fuimos al campo como adultos, y como investigadores accedimos y armamos tanta
información como nos fué posible. Con una niña pequeña es imposible hablar de acceso
a la información con algún grado de consentimiento. ¿Cómo informarle a una bebé de
dieciocho meses, que sólo usa frases de tres palabras, acerca de vivir en un ambiente
cultural diferente? ¿Cómo explicarle lo que es temporario cuando el tiempo transcurrido
es el mismo que el de su vida? ¿Cómo explicarle “ir a casa” cuando su única casa
conocida es la del campo?
El consentimiento para entrar a un entorno diferente no es el único problema que tuvimos
cuando llevamos a una niña al campo. Cuando fuí a Tonga, yo planifiqué comportarme
como si aceptara ciertas prácticas locales, incluso si no las aceptaba (ver Goffman 1959;
Linnekin en este volumen). Una niña pequeña no sabe que el “como si” es obligado; esas
conductas locales son vistas, experimentadas y cognitivamente procesadas y aprobadas.
Una niña pequeña no recibe esas marcas sociales de la cultura anfitriona con un sentido
alternativo, perspicaz y reflexivamente. Para los niños, la cultura dominante es solamente
cultura. Cuando llevé a mi hija al campo, ella no se dió cuenta de que era el campo y no
sabía nada sobre relativismo cultural. Llegó a Tonga como una inmigrante y volvió a
Canadá de la misma manera.
A pesar del supuesto de que otros sistemas y prácticas de organización deberían ser
válidas cuando vivieramos en el campo, y a pesar de mi experiencia anterior de vivir
fuera de mi sociedad, yo nunca me anticipé a cómo el hecho de ser una madre podría
intensificar la preferencia por mi propia cultura y potenciar mi angustia al ver a mi hija
comportarse como una extraña, incluso como una extranjera. Esto me brindó una
renovada apreciación sobre el poder de mi cultura y de uno de nuestros símbolos
centrales, la díada madre-hijo. La experiencia me llevó a considerar al relativismo
cultural más como una acción que como una ideología, a examinar las similitudes más
que las diferencias entre relativismo cultural y etnocentrismo, y a reconocer los
antecedentes que hacen posible al relativismo cultural. Aprendí exactamente cuán
relativo es el relativismo cultural.

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