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Saberes y sabores

en México y el Caribe
FORO HISPÁNICO 39

COLECCIÓN HISPÁNICA DE FLANDES Y PAÍSES BAJOS

Consejo de dirección:
Nicole Delbecque, Katholieke Universiteit Leuven (Lovaina, Bélgica)
Rita De Maeseneer, Universiteit Antwerpen (Amberes, Bélgica)
Hub. Hermans, Rijksuniversiteit Groningen (Groninga, Países Bajos)
Sonja Herpoel, Universiteit Utrecht (Países Bajos)
Ilse Logie, Universiteit Gent (Gante, Bélgica)
Luz Rodríguez Carranza, Universiteit Leiden (Países Bajos)
Maarten Steenmeijer, Radboud Universiteit Nijmegen (Nimega,
Países Bajos)

Secretaria de redacción:
María Eugenia Ocampo y Vilas
Toda correspondencia relacionada con la redacción de la colección
debe dirigirse a:
María Eugenia Ocampo y Vilas – Foro Hispánico
Universiteit Antwerpen
CST – Departement Letterkunde (Gebouw D – 113)
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B – 2000 Antwerpen
Bélgica

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Editions Rodopi B.V.
Toda correspondencia administrativa debe dirigirse a:
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Fax +31-20-4472979

Diseño y maqueta:
Editions Rodopi

ISSN: 0925-8620
Saberes y sabores
en México y el Caribe

Editado por
Rita De Maeseneer y Patrick Collard

con la colaboración de
Kim Huyge

Amsterdam - New York, NY 2010


Este libro ha sido publicado gracias a la ayuda financiera del FWO,
Fonds voor Wetenschappelijk Onderzoek / Fondo de Investigación
Científica de Flandes

Fotos de la portada:

-Rivera, Diego, detalle del mural La Civilización Huaxteca y el Cultivo


del Maíz. [En: Benítez, Ana M. de. 1991. Pre-hispanic cooking = Cocina
prehispánica. México, D.F.: Ediciones Euroamericanas.]
-Alejandro, Ramón, El patio de mi casa. 1991 Pierre noire sur papier, 75 x
110 cm. [En: 2006. Ramón Alejandro. s.l.: L’Atelier des Brisants]

The paper on which this book is printed meets the requirements of “ISO
9706:1994, Information and documentation - Paper for documents -
Requirements for permanence”.

ISBN: 978-90-420-3044-2
E-Book ISBN: 978-90-420-3045-9
©Editions Rodopi B.V., Amsterdam - New York, NY 2010
Printed in The Netherlands
Índice
INTRODUCCIÓN

- Rita De Maeseneer (Universiteit Antwerpen)


Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel 9

MÉXICO

- Adolfo Castañón (escritor, miembro de la Real Academia


Española en México)
Tránsito de la cocina mexicana en la historia. Cinco
estaciones gastronómicas: mole, pozole, tamal, tortilla,
chile relleno 23

- Kim Huyge (Universiteit Antwerpen)


Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 55

- Eugenia Houvenaghel (Universiteit Gent)


Teoqualo o Dios es comido: un plato ritual escenificado
por Sor Juana Inés sobre la base de la crónica de
Torquemada 77

- Catherine Raffi-Béroud (Rijksuniversiteit Groningen)


Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del
siglo XIX 99

- Carmen de Mora (Universidad de Sevilla)


“Comida para todos.” Costumbres culinarias en la
novela de la revolución mexicana 119

- Diana Castilleja (Facultés Universitaires Saint Louis à Bruxelles)


De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la
literatura mexicana 143
6 Saberes y sabores en México y el Caribe

- An Van Hecke (Lessius Hogeschool/K.U.Leuven)


“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en
Caramelo de Sandra Cisneros 161

CARIBE

- José G. Guerrero (Universidad Autónoma de Santo Domingo)


La culinaria colonial de América y Santo Domingo 183

- Rita De Maeseneer (Universiteit Antwerpen)


El Nuevo Mundo comestible de Colón. Los contextos
culinarios en la primera Década del Nuevo Mundo
de Pedro Mártir de Anglería 235

- Efraín Barradas (University of Florida, Gainesville)


El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano
y la formación del nacionalismo en el Caribe 267

- René Vázquez Díaz (escritor cubano, Suecia)


Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera
antillana 281

- Elzbieta Sklodowska (Washington University at Saint Louis)


Entre lo crudo y lo cocido: las representaciones de la
comida en la literatura cubana del Período Especial 297

- Jacques Joset (Université de Liège)


La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho
literario 319

- Patrick Collard (Universiteit Gent)


El Conde en la cocina de Jose 335

NOTAS BIOBIBLIOGRÁFICAS SOBRE LOS AUTORES 351


INTRODUCCIÓN
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel

Rita De Maeseneer

Inspirándome en un artículo de Ronald Tobin, ‘Qu´est’ce que la gas-


trocritique?’ adopté el término de ‘gastrocrítica’ en mi libro El festín
de Alejo Carpentier. Una lectura culinario-intertextual, como una
variación –no desprovista de ironía– sobre enfoques como la ginocrí-
tica o la ecocrítica. Mi aproximación gastrocrítica consistía en estudiar
las múltiples connotaciones de la comida en lo social, racial, geográfi-
co, histórico, sexual, político, filosófico, médico, cultural, ideológico-
político, genérico... y en reflexionar sobre su funcionalidad en deter-
minados textos literarios. La gastrocrítica, término que puede parecer
algo indigesto, se podría considerar una rama de los Food Studies.
Este campo despierta cada vez más interés. Así se creó en 1985 la
revista Petits propos culinaires, relacionada con la Universidad de
Oxford. Allí se celebra cada año un prestigioso Oxford Symposium on
Food & Cookery y se otorga un premio, el Sophie Coe Prize for Food
History, en homenaje a la historiadora Sophie Coe, autora de Ameri-
ca’s First Cuisines, un libro sobre las cocinas azteca, maya e inca.
Otra revista, Gastronomica, aparece desde 2001 y está vinculada a la
Universidad de California. También se fundó en Estados Unidos la
Association for the Study of Food and Society (ASFS) en los ochenta.
En Europa existe desde 2002 el Institut Européen d'Histoire et des
Cultures de l'Alimentation (IEHCA), radicado en Francia, más especí-
ficamente en Tours.1 Es cierto que en los Food Studies orientados
hacia las ciencias humanas son más numerosos los acercamientos de
índole histórica y antropológica que los literarios. Para las dos áreas
abordadas en este libro –México y el Caribe– resulta que una de las
obras fundacionales para México proviene de un historiador, Jeffrey
Pilcher. Publicó en 1998 ¡Que vivan los tamales! Food and the Ma-
king of Mexican Identity, obra traducida al español en 2001. Y uno de
los libros más citados para el Caribe fue escrito por la antropóloga
Sydney Mintz en 1996. Se trata de Tasting Food, Tasting Freedom.
10 Rita De Maeseneer

Excursions into Eating, Culture and the Past, o en traducción Sabor a


comida, sabor a libertad. Por esta razón hemos incluido en la edición
dos textos más bien históricos para las dos zonas estudiadas. La parte
dedicada a México va introducida por una meditación diacrónica de la
mano del poeta y estudioso Adolfo Castañón y los estudios centrados
en el Caribe van precedidos por un texto del historiador dominicano,
José Guerrero. Además, se notará esta pluridisciplinariedad en muchas
de las contribuciones que en la mayoría de los casos parten de textos
literarios.
Un análisis de una obra literaria desde un punto de vista gastrocrí-
tico no siempre cuenta con mucho aprecio por parte de la academia.
Jennifer Ruark ya puso como subtítulo a un artículo de 1999: ‘More
Scholars Focus on Historical, Social, and Cultural Meanings of Food,
but Some Critics Say It's Scholarship-Lite’ (s.p.). En la literatura la
aproximación gastrocrítica fue perjudicada por cierta literatura de
mujeres que usa las recetas como comodín de reivindicaciones femi-
nistas y resulta ser una base bastante light a la hora de interpretar. Por
supuesto, esta corriente fue capitaneada por Como agua para chocola-
te (1989) de Laura Esquivel. También los escritores exóticos o étnicos
tan promocionados hoy en día deslizan muchas veces hacia un uso
fácil de una “gastronomic imagery”. (Huggan 2001: xi) Hay más:
escriben textos aptos para ser consumidos. Sus obras hacen un marke-
ting de los márgenes, de la periferia –también en lo culinario– y repre-
sentan un “postcolonial exotic” para referirme al título de Huggan,
Postcolonial Exotic. Marketing the Margins.
En esta edición hemos procurado no transitar por esta senda light.
El libro recoge 14 contribuciones, fruto de un coloquio celebrado del
22 al 24 de noviembre de 2007 en la Universidad de Amberes, en el
que participaron especialistas en el área del Caribe y/o México de
ocho nacionalidades distintas. Escogimos estas dos áreas muy estu-
diadas en la Universidad de Amberes donde trabajo y donde tiene su
sede el proyecto ‘Los contextos culinarios en el Caribe y México’
auspiciado por el Fondo de Investigación Científica (FWO). México
tiene una cocina internacionalmente apreciada. Y no puede ser más
emblemática la reproducción en la portada, el detalle del mural La
Civilización Huaxteca y el Cultivo del Maíz de Diego Rivera, ya que
se ve a unas mujeres indígenas que están preparando tortillas. Muchos
intelectuales mexicanos han reivindicado este capital cultural. Hasta
un Alfonso Reyes, probablemente inspirándose en el Symposium de
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel 11

Platón, redactó unas Memorias de cocina y de bodega, en las que se


regodea en describir platos como el mole de guajolote Para el Caribe
hispano no se destacan tanto los platos de por sí, sino que viene a la
mente el tropo conocidísimo del canibalismo asociado con la misma
denominación de los habitantes de esa región. También interviene la
asociación con el producto comercial por excelencia de la zona: el
azúcar. De ahí la supuesta dulzura de las islas caribeñas o su contra-
partida, la amargura. Hasta en un libro reciente de 2005, Cuban Pa-
limpsests, el crítico José Quiroga recurre al leitmotiv de la amargura
en sus estudios sobre la década de los noventa en Cuba:

Bitterness was the ‘mood’ that best seemed to encapsulate Cuba then, as the
state demanded enormous sacrifices from its citizens, while tempering with a
momentous change that seemed to have arrived yet failed to arrive. (2005: 16)

Sobre todo para Cuba –país bastante ‘privilegiado’ dentro del Caribe
en este volumen– las metáforas culinarias siempre han sido muy exi-
tosas. Pienso en el ‘ajiaco’ del antropólogo Fernando Ortiz, represen-
tación de la mezcla racial como elemento fundacional de lo cubano.
Otro tropo que recorre la literatura caribeña y la cubana en particular
es la exaltación de las frutas tropicales, “el elemento esencial en la
imaginación de la comunidad cubana”. (Calvo Peña 2005: 80) Efecti-
vamente, los caimitos, las piñas, las guanábanas, los mameyes son una
constante en las letras cubanas, si no desde Espejo de Paciencia
(1608) de Silvestre de Balboa, por lo menos desde el poeta decimonó-
nico Manuel de Zequeira y Arango con su ‘Oda a la piña’ hasta las
décimas de Severo Sarduy, llamadas ‘Corona de las frutas’, título
homónimo de un precioso ensayo de Lezama Lima de diciembre de
1959. El pintor cubano, Ramón Alejandro, que entre otras obras
ilustró libros de compatriotas (‘Corona de las frutas’ de Severo Sar-
duy, Cuerpos en bandeja. Frutas y erotismo en Cuba de Orlando
González Esteva y Las comidas profundas de Antonio José Ponte),
nos hizo un favor muy especial al permitirnos reproducir en la portada
uno de sus cuadros, llamado El patio de mi casa. La opulencia barroca
y el tamaño desproporcionado de las frutas tropicales como la piña, la
papaya (llamada fruta bomba en Cuba para evitar las connotaciones
sexuales de la ‘papaya’) o el plátano, presentes en este cuadro (como
en muchas otras obras suyas), sugieren determinadas interpretaciones.
Se destacan lo identitario y lo sensual/sexual que se combina con
cierta nostalgia, tan característica de muchos artistas que trabajan
12 Rita De Maeseneer

fuera de su querida isla. A este respecto es significativo el título del


cuadro El patio de mi casa. Es el inicio de una canción infantil, bas-
tante extraña y absurda, por cierto: “El patio de mi casa es particular/,
cuando llueve se moja, como los demás.2
Los textos discutidos en este libro son variados, tal como lo refle-
jan los títulos de los ensayos. Para cada área hemos seguido el mismo
orden. Después de un texto introductorio que cubre varias épocas
hemos seguido una línea diacrónica ciñéndonos sobre todo a la narra-
tiva. De los testimonios generados poco después del ‘descubrimiento’
pasamos a textos ubicados en la época colonial para entrar luego en el
siglo XIX y terminar con los siglos XX/XXI. Sintetizo los plantea-
mientos en forma de preguntas: ¿Cómo se acercaron los cronistas y
los conquistadores a todo este Nuevo Mundo comestible, en México y
en el Caribe? ¿Cómo procede una monja del XVII, Sor Juana, para
reconciliar dos mundos y dos cosmovisiones en base a la comida?
¿Qué implican las remisiones culinarias incorporadas a la literatura
mexicana del siglo XIX? ¿De qué modo ve una extranjera sueca,
Fredrika Bremer, los platos ‘cubanos’ hacia la mitad del siglo XIX?
¿Cuáles son los primeros libros de cocina del Caribe publicados en el
XIX y cuál es su significación? ¿Qué funcionalidad tienen las remi-
siones gastronómicas en las novelas de la Revolución Mexicana?
¿Cómo usan las escritoras de origen mexicano el acervo culinario?
¿Qué producción literaria surge en épocas de hambruna como el Per-
íodo Especial de Cuba? ¿Cuán nostálgica puede ser la evocación de
restaurantes y platos perdidos y qué asociaciones genera en un escritor
de la high culture como el puertorriqueño Rodríguez Julíá? ¿Qué
papel tiene un plato en una obra detectivesca del cubano Leonardo
Padura Fuentes? Los investigadores han aceptado el reto de mirar con
un ojo innovador –gastrocrítico– textos muchas veces abordados
desde otros ángulos.
No es mi propósito transcribir en esta introducción las sinopsis que
preceden a los diferentes ensayos. Más bien quisiera formular algunas
reflexiones, dudas e hipótesis provocadas por los ensayos que en parte
constituyeron el punto de partida de todo el proyecto de investigación.
En primer lugar, resulta que las connotaciones sociales (el ‘Dime lo
que comes y te diré quién eres’), las implicaciones identitarias y las
sexuales constituyen la capa más vistosa y previsible de las remisiones
culinarias. Así tanto Catherine Raffi-Béroud como Carmen de Mora
demuestran que la clase social es delatada por la comida en obras
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel 13

como El Periquillo Sarniento de Lizardi o Los de abajo de Mariano


Azuela. En cuanto a lo identitario, casi diría que aparece en todos los
ensayos. Por poner un ejemplo, el pavo relleno al congrí (arroz con
frijoles colorados) preparado por Jose para el detective Conde tiene un
sabor marcadamente cubano. Lo sexual en algunos casos tiende a
servir el marketing feminista, aunque en su análisis de cinco escritoras
mexicanas Diana Castilleja ha destacado el uso variado de un mismo
tema: desde lugar de sumisión en Castellanos a espacio de liberación
en Sefchovich. Aparte de estas funcionalidades bastante previsibles, se
han ido elaborando otros usos como el mágico, el mítico-religioso, el
económico... Luego, sobre todo las reflexiones de Elzbieta Sklodows-
ka sobre la literatura del Período Especial en Cuba y las que atañen a
los cronistas nos enseñan que el hambre y la penuria hacen tambalear
determinadas dicotomías: borran las líneas entre lo comestible y lo no
comestible, hasta rozan con lo abyecto y cuestionan las dicotomías
tradicionales de civilización y barbarie.
Una segunda observación es de índole temporal. La comida mexi-
cana (los tamales, las tortillas, los chiles rellenos...) ya está presente en
textos del siglo XIX, aunque su verdadera aceptación por todas las
clases no se produjo hasta 1940 según Pilcher. De ahí su presencia ya
en el género costumbrista del XIX como lo prueba Catherine Raffi-
Beroud. Por supuesto, habría que complementar el análisis del cos-
tumbrismo mexicano con su equivalente caribeño, enfoque no tratado
en este libro de manera extensa. Por lo que advierte Lisandro Otero
para Cuba, no se encontrarían en la obra de los costumbristas “páginas
deslumbrantes sobre la cocina cubana, (...). No las hay en las estampas
de Victoriano Betancourt, en las de Anselmo Suárez y Romero ni en
las del Lugareño”. (en Bianchi Ross: s.p.) Puedo confirmar esta ob-
servación a raíz de mis lecturas y mi análisis de la novela de costum-
bres cubanas, Cecilia Valdés (De Maeseneer 2009) aunque este libro
es mucho más que costumbrismo. En esta obra fundacional las remi-
siones culinarias escasean en comparación con las contenidas en algu-
nos textos mexicanos de la época. Además las oscilaciones en la de-
nominación y la descripción de los platos son mucho más grandes en
este libro caracterizado por un nacionalismo aún titubeante. Por ejem-
plo, el término ‘viandas’ aún es usado por Villaverde en su sentido
español de ‘comida’ y no en su acepción caribeña de ‘raíces comesti-
bles’. Para las otras islas está por desbrozar el camino. Así para la
República Dominicana sería interesante estudiar la compleja relación
14 Rita De Maeseneer

con el vecino Haití en lo culinario para el XIX. José Guerrero ya nos


señala la curiosa presencia de habichuelas con dulce, provenientes de
Haití, pero exitosos en la otra parte de la isla. En lo que atañe al Puer-
to Rico decimonónico una base útil podrían ser los capítulos dedica-
dos al arroz, las habichuelas, la harina de maíz, el bacalao, las viandas
del historiador Ortiz Cuadra en su importante obra Puerto Rico en la
olla, ¿somos aún lo que comimos?. Cabe agregar también que en el
último tercio del XIX la mexicanidad culinaria se veía propiciada por
el contraste con la influencia europea, sobre todo francesa. Conjeturo
que la comida francesa está mucho más presente en la literatura deci-
monónica mexicana que en los libros caribeños coetáneos que aún se
enfrentaban a una mayor influencia de la Madre Patria. Además de
este afán identitario, no hay que olvidar que las cocinas americanas se
veían obligadas a posicionarse respecto a la modernidad proveniente
de Europa, sobre todo encarnada por Francia y hasta el ‘Desastre’ de
1898 hasta cierto punto por España, tal como lo advierte Janer en
‘Fusión culinaria y epistemología transmoderna’.
También en lo espacial se destacan diferencias entre México y el
Caribe. Muchos estudiosos como Higman insistieron en que el Caribe
(incluso más allá de la parte hispánica) comparte ciertas tradiciones
culinarias:

[...] by the 1970s a consensus has emerged, in which national and generalized
‘Caribbean’ cuisine were seen to be extensively interchangeable. Each place
had its particular specialities, and ‘national dishes’ were widely recognized,
but underlying the differences was a common creole Caribbean cuisine. The
distinguishing feature of this cuisine was consistently identified as spice, and
it was seen as the product of a blending of cuisines from other places. (1998:
85)

Por poner un ejemplo más específico, el ajiaco cubano es el sancocho


dominicano. El arroz con habichuelas de los puertorriqueños se ase-
meja a los moros y cristianos cubanos. Y menciono de paso que ‘His-
toria de arroz con habichuelas’ es evocado como símbolo de la mez-
cla, que tendría que expresar lo puertorriqueño, frente al perrito ca-
liente norteamericano, precursor de la ‘macdonaldización’, en un
interesante cuento homónimo escrito por la puertorriqueña Ana Lydia
Vega. La idea de un Caribe unitario en lo que atañe a la comida se
exterioriza ya en el siglo XIX, puesto que Efraín Barradas prueba que
Cuba y Puerto Rico hasta compartieron un mismo libro de cocina
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel 15

fundacional, aunque publicado por un español. En México, al contra-


rio, se puede observar un movimiento más pronunciado de tensión
entre lo regional y lo nacional, a pesar de que también se encuentran
algunos platos a lo ‘santiaguero’ y a lo ‘habanero’ en los libros de
cocina decimonónicos del Caribe. La tensión regional/nacional es
sugerida por Carmen de Mora en sus reflexiones sobre la cocina esen-
cialmente michoacana en la novela de la Revolución Apuntes de un
lugareño de José Rubén Romero. Lo michoacano se encuentra en
constante relación con la creación de una cocina nacional, precisamen-
te propiciada por esta Revolución. Las numerosas obras sobre cocinas
regionales incluidas en la extensa bibliografía consultada por Adolfo
Castañón no tienen ninguna contrapartida tan amplia para el Caribe.
Incluso en Demasiado amor de Sefchovich el recorrido por México
que efectúan la protagonista y su compañero, es una exploración
culinaria que puede ser interpretada dentro del contexto de las alegor-
ías nacionales y la celebración de la diversidad en la unidad. De esta
manera lo ve Nuala Finnegan:

Demasiado amor, in many ways could be read as a cartographic fiction, a


journey through the landscape of Mexico. The passages devoted to the lovers’
journeys are a lyrical evocation of a landscape and people delivered with
bewildering detail that may also be read as a hommage to the country.
(Finnegan 2000: 20)3

Una pregunta que queda sin solucionar es la supuesta distancia re-


querida para hablar de lo culinario. ¿Se evoca la comida cuando se
está fuera del país o cuando se escribe como extranjero? Parece fun-
cionar la hipótesis para los cronistas que se esmeran en proporcionar
detalles culinarios. Y es cierto que la sueca Bremer tiene más interés
por estas nimiedades, tal como lo demuestra René Vázquez Díaz.
También An Van Hecke constata que Sandra Cisneros recrea una
mexicanidad imaginada e imaginaria en sus símiles culinarios desde
Estados Unidos. En los dos últimos ejemplos, por supuesto, la mirada
femenina también juega un papel en esta reivindicación de lo cotidia-
no. Y tal vez una de las explicaciones para la mayor frecuencia de lo
culinario-identitario en los escritores cubanos (de dentro o de fuera)
respecto a los dominicanos o los puertorriqueños sea que hasta cierto
punto los cubanos siempre escriben desde la lejanía, parafraseando a
Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía. Muchos escritores cubanos
parecen ser peregrinos en su patria, variación sobre el título de una
16 Rita De Maeseneer

obra de Lope de Vega y de uno de los estudios fundacionales sobre


Alejo Carpentier (González Echevarría). Pero esta hipótesis también
requeriría más análisis, ya que el carácter diaspórico define el Caribe
en su totalidad.
Asimismo sigue suscitando preguntas la actitud ambigua al acer-
carse a lo nuevo. Lo nuevo, lo desconocido atrae y repulsa. Muy pa-
radójicamente implica un deseo de hacerlo suyo, lo cual se traduce a
nivel textual por una intertextualidad, lo conocido y lo compartido.
Kim Huyge y yo misma estudiamos en este volumen la proyección de
códigos europeos y los intentos frustrados de equiparar lo ajeno a lo
propio. Eugenia Houvenaghel por su parte se concentra en la manera
como Sor Juana en la loa al Divino Narciso intenta reconciliar lo
incompatible, la transubstanciación en la religión católica y la cosmo-
visión indígena sobre el Teoqualo o ‘Dios es comido’, mediante unas
sutiles traslaciones y cambios de acento, otras tantas tretas de la débil.
Finalmente, las remisiones gastronómicas plantean un problema
metaliterario, ya que exploran los límites del idioma. Muchas veces
los platos y los ingredientes mencionados provocan una gran frustra-
ción en el lector, ya que le faltan los referentes. Los nombres se que-
dan en la mera sonoridad y extrañeza, y se convierten en trabalenguas
como los huauzontles o yoloxochitl. Siendo caribeñista confieso que
no sabía que los huitlacoches/cuitlacoches son hongos de maíz prepa-
rados en salsa, de color mortecino/verde y que el mango Manila es tan
identitario en México. De la misma manera, alguien que nunca ha
estado en Cuba difícilmente se puede imaginar que el fufú es un plato
hecho a base de plátano, y no sólo una mera onomatopea –según cierta
etimología popular, imitación del grito de los negros por food/food.
Mientras que los textos de los albores del Nuevo Mundo aún estable-
cieron puentes como una manera suplementaria de dominar lo desco-
nocido, cada vez más se puede percibir una reivindicación de los
platos sin concesiones, es decir, sin perífrasis explicativas o asimila-
ciones en las obras. Incluso si los escritores remedan las recetas típicas
de los libros de cocina, raras veces las integran como tales, como
advirtió Patrick Collard. Además, los platos muchas veces no nos
hablan “por el olor de sus esencias”, expresión que retomo del cubano
Alejo Carpentier en El siglo de las luces. (1984: 322) Incluso si hay
descripción, siempre falla. Es deficiente por sus limitaciones, sólo hay
remedos de sabores y olores, por ejemplo, mediante juegos de sonidos
que permiten paladear los platos. Las fotos integradas en este volumen
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel 17

aclaran tal vez algo y remedian una mínima parte de la multitud de


sensaciones que provocan los platos.4 El problema escritural se inten-
sifica aún por la lucha entre high y low: ¿cómo integrar en un texto
escrito platos cuya transmisón ha sido oral? Esta problemática es
sugerida en el análisis de Rodríguez Juliá por Jacques Joset: el autor
puertorriqueño no es capaz de bajarse de su trono letrado para evocar
los platos en ‘fondas’ y ‘friquitines’. Constantemente se hace rodear
por referencias literarias.
Esta recopilación viene a demostrar que la comida da mucho que
hablar. No puede ser de otra forma: ambas actividades pasan por la
boca. Me doy cuenta de que habría que continuar este tipo de análisis
integrando más obras y más áreas. Los numerosos ensayos centrados
en autores mexicanos (Fuentes, Boullosa, Del Paso, Pitol, ...) en el
segundo de los tres gruesos volúmenes de En gustos se comen géne-
ros, fruto de un congreso celebrado en México (Yucatán), prueban la
gran presencia del tema en esta área. Bastantes obras cubanas han sido
estudiadas de manera ‘gastrocrítica’. Para la República Dominicana
todo queda por hacer. Por ejemplo, habría que indagar más en textos
como Anadel. La novela de la gastrosofía, un libro del dominicano
Julio Vega Battle publicado póstumamente en el que la comida des-
empeñaría un papel central.5 En la isla del encanto sólo existen estu-
dios muy parciales que a veces llevan a conclusiones sorprendentes.
Salvador Mercado Rodríguez ha demostrado en su ensayo ‘De la
náusea al deleite: referencias culinarias y expresión acústica en la
narrativa de Luis Rafael Sánchez’ que las pocas remisiones a la comi-
da en este autor boricua están más bien ligadas a la música y a propó-
sitos metaliterarios. (2008: 155-173) Y rebasando las dos zonas esco-
gidas, siempre me llama la atención que mis colegas especialistas en
literatura rioplatense fruncen el ceño cuando les expongo el tema.
Aparte de algún asado perdido en alguna obra de Saer, ¿a qué escritor
argentino se le ocurre integrar este tema, por muy connotado que sea
uno de los textos fundacionales de esta literatura desde el punto de
vista culinario, si pienso en El matadero? ¿Tema demasiado trivial,
falta de una gran cocina argentina o hay más? Sólo puedo desear que
este volumen incite a más estudiosos a adentrarse en esta selva sabro-
sa.
18 Rita De Maeseneer

Notas
1
Véase <http://www.kal69.dial.pipex.com/shop/pages/ppc.htm> para Petits propos
culinaires y
<http://www.gastronomica.org> para Gastronomica, <http://www.food-culture.org>
para la Association for the Study of Food and Society que también tiene una revista
Food, Culture, and Society y <http://www.iehca.eu/home.html> para el Institut
Européen d’Histoire et des Cultures de l’Alimentation.
2
Agradezco a Roberto González Echevarría la aclaración sobre esta canción infantil,
que yo, una flamenca/belga, por supuesto nunca escuché de niña.
3
Doy las gracias a Nuala Finnegan quien tuvo la amabilidad de mandarme copia de su
texto.
4
Agradezco a Kim Huyge la ayuda en la búsqueda de las ilustraciones.
5
Le debo esta referencia al especialista en literatura dominicana, Fernando Valerio-
Holguín.

Bibliografía

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do en La Gaceta de Cuba.
Calvo Peña, Beatriz. 2005. ‘Cocina criolla: Recetas de identidad en la Cuba indepen-
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Carpentier, Alejo. 1984. El Siglo de las luces. Obras Completas. Tomo V. México:
Siglo XXI.
Coe, Sophie D. 1994. America’s First Cuisines. Austin: University of Texas Press.
De Maeseneer, Rita. 2003. El festín de Alejo Carpentier. Una lectura culinario-
intertextual. Genève: Droz.
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Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde’. Iberoamericana 36 (diciembre): 27-46.
Esquivel, Laura. 1993. Como agua para chocolate. Novela de entregas mensuales,
con recetas, amores y remedios caseros. Barcelona: Mondadori.
Finnegan, Nuala. 2000. ‘‘Light’ Women/ ‘Light’ Literature: Women and Popular
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González Esteva, Orlando. 1998. Cuerpos en bandeja. Frutas y erotismo en Cuba.
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Higman, B.W. 1998. ‘Cookbooks and Caribbean Cultural Identity: an English-
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por la autora.
Cuando la gastrocrítica se hace carne... y papel 19

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MÉXICO
Tránsito de la cocina mexicana en la historia.
Cinco estaciones gastronómicas:
mole, pozole, tamal, tortilla y chile relleno

Adolfo Castañón

El autor presenta un repaso histórico de la gastronomía mexicana basándose en


numerosas fuentes históricas, antropológicas y literarias. En este impresionante
proceso de hibridación se centra sobre todo en lo que llama las cinco estaciones que
giran alrededor del mole, el pozole, el tamal, la tortilla y el chile relleno. Discurre
también sobre temas afines como los libros de cocina. Muestra la riqueza y la origina-
lidad de la cocina mexicana en todo su esplendor. 1

1. Introducción

Hace unos cuantos meses, se publicó en la ciudad de México un mani-


fiesto político-culinario ‘Arranca en el Centro Histórico campaña en
defensa del maíz nativo’ (véase La Jornada, 6 de agosto de 2007),
suscrito por numerosos escritores, artistas, intelectuales, actores, ma-
estros y ciudadanos en general. En él se alertaba al Gobierno y a la
población de los graves daños y serios riesgos materiales y políticos
que puede acarrear a la economía nacional y a la identidad nacional
misma el uso del maíz transgénico o genéticamente modificado. El
propósito del movimiento es sacar al maíz y al fríjol del capítulo
agropecuario del Tratado de Libre Comercio (ALENA).
El manifiesto, promovido por los escritores y gastrónomos Marco
Buenrostro y Cristina Barros, y suscrito por personalidades de recono-
cida probidad intelectual como Miguel León-Portilla es sólo un episo-
dio más, aunque decisivo, de un largo y sordo combate que se remonta
por lo menos a la Conquista. Entonces, chocaron no sólo las armas y
los escudos, se enfrentaron también las ollas y las cazuelas, las cucha-
ras de palo y las de hierro, los metates y los morteros, el maíz y el
trigo, la carne de cerdo, la de res, las de perro, iguana y, ay, la huma-
na, el chile y las especies, el pulque –bebida hecha de maguey– y el
vino, la leche y el chocolate. Mientras llegaban a México los cereales
24 Adolfo Castañón

y las legumbres como el arroz y las alubias, empezaban a salir de


América el jitomate, el chocolate, el tabaco, el fríjol, la papa, el nopal.
Junto con el lecho, la cocina fue el espacio por excelencia del in-
tercambio, el trasiego y el comercio. ‘Donde hay maíz, hay país’
‘Donde hay tortilla, hay patria’, estas voces son significativas de las
poderosas y arraigadas costumbres que han alzado, por encima de los
vendavales políticos, el estandarte de una identidad nacional mexicana
que va cobrando conciencia de sí misma, para hacer eco al título de un
libro: La lenta emergencia de la comida mexicana. Ambigüedades
criollas 1750-1800 de José Luis Juárez López; casi se diría que la
comida mexicana va surgiendo platillo a platillo a medida que se
siente amenazada, desterrada, discriminada, descartada o desvirtuada
y que, como el maíz, ella también se vuelve transgénica, trans-
mexicana.
En el piso superior del antiguo Jardín de Plantas situado cerca de la
estación de Austerlitz, en París, se despliega un melancólico museo:
ahí figuran las especies extintas, los animales que han desaparecido de
la faz de la tierra como el tigre de Siberia, el pájaro Dodo y ciertas
variedades del Águila Real ¿No debería haber ahí una exposición de la
cocina conjetural y de las gastronomías extintas?
Es sabido que las lenguas desaparecen a un ritmo vertiginoso, co-
mo consta en el proyecto interdisciplinario ‘Voces duraderas’ que está
intentando elaborar una suerte de testamento lingüístico del planeta,
según informa The New York Times. (Grau 2007: 38) Se piensa menos
en que, cada idioma, trae como una sombra, una forma de expresión
culinaria, una gastronomía. ¿Cuántas cocinas habrán desaparecido y
cuántas están a punto de desaparecer? ¿Cuántos platos, quesos, bebi-
das y viandas se han extinguido en el curso de la historia? ¿Cuántas
formas de preparar los alimentos se han eclipsado? Cada día se pierde
una cocina, cada día desaparece una sensibilidad gastronómica, cada
noche se olvida el nombre y el uso de una hierba necesaria para hacer
tal o cual platillo…
Me hago estas preguntas y otras más, al plantarme frente al título
de este ensayo, ‘La cocina mexicana en la historia’. ¿Se puede hablar
de una cocina mexicana? ¿No es esta designación un abuso conceptual
que permite cubrir con fáciles etiquetas una realidad multiforme y
proteica?
Una prueba bibliográfica de la diversidad de la cocina mexicana es
la serie publicada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 25

y la Dirección General de Culturas Populares, que recoge la gastro-


nomía nacional dispersa en la geografía, en cuarenta volúmenes. Tam-
bién hay muchas colecciones de recetarios, formularios, diccionarios y
libros de cocina que recogen documentos antiguos, publicados o inédi-
tos. Hay proyectos editoriales de divulgación como el Diccionario
Enciclopédico de la gastronomía mexicana de Ricardo Muñoz Zurita,
o los diez volúmenes de la Cocina Mexicana a través de los siglos de
diversos autores prestigiados, publicados en 2001. Para no hablar de
los dos volúmenes de El cancionero gastronómico de México que
recapitula la relación profunda literaria y musical que la cultura popu-
lar mexicana sostiene con el universo alimenticio.
La cocina mexicana, si es que se puede hablar de tal entidad, ¿ini-
cia su historia con la primera vez en que se combinaron ingredientes
americanos con elementos nativos, es decir, cuando aflora por vez
primera el mestizaje? o bien ¿hay que comenzarla antes? Sophie D.
Coe, la historiadora y arqueóloga de la gastronomía en su libro Ameri-
ca's First Cuisines, traducido al español como Las primeras cocinas
de América, remonta la historia de la cocina americana a varios miles
de años antes de la conquista y de hecho desmiente a través de los
vestigios alimentarios la idea o más bien de la creación del aislamien-
to proverbial entre las primitivas culturas americanas.
La cocina mexicana es, quizá no sobra decirlo, algo que nace con
la entidad y luego identidad llamada México, que es a su vez el fruto
de un largo proceso de combinaciones, fusiones, químicas, injertos. Al
igual que el territorio, las instituciones materiales y simbólicas, la
cocina es, ella también, un espacio atravesado por la historia, tenso
por los conflictos, flechado por las contradicciones sociales, religio-
sas, políticas. Hay, por ejemplo, una obvia correspondencia, en la
cultura novohispana, entre la arquitectura barroca, los altares dorados,
las formas literarias gongorizantes de sor Juana en el siglo XVII y la
gastronomía (como el mole suntuoso como un hábito litúrgico).

2. La Edad ‘prehistórica’

La historia de la cocina mexicana, la historia de las cocinas mexicanas


podrían ser susceptibles de una periodización que se compagina con la
evolución de la lengua, de los estilos literarios y artísticos y del mo-
vimiento de los medios de comunicación y de dominación.
26 Adolfo Castañón

Comenzaríamos con una remota edad prehistórica, anterior al des-


cubrimiento de ese híbrido o bastardo que es el maíz y de sus herma-
nos el fríjol y el chile domesticados. Esa edad se caracteriza por la
caza, la pesca y la recolección, pero en Mesoamérica tiene poderosas
anclas en el reconocimiento y uso de las malezas, plantas y plántulas,
hierbas silvestres. Bernardino de Sahagún y Francisco Hernández
llegaron a contar más de 200, pero José Sarukhán y Francisco Espino-
sa García cuentan varios miles en su Manual de malezas del Valle de
México: los hongos, los frutos, en particular las cucurbitáceas como la
calabaza y el chayote –tan apreciado por Alzate y los jesuitas del siglo
XVIII. De esta remota edad, el futuro retendrá el empleo de hierbas
comestibles como el quelite, el quintonil, la verdolaga, el nopal, el
tomate silvestre, y toda suerte de hongos comestibles –clavitos, pajari-
tos– y aun alucinógenos o, como quiere Gordon Wasson, enteógenos.
De este espeso subsuelo, viene también la identificación de los diver-
sos chiles o capsicum (‘Yo soy como el chile verde: picante pero
sabroso…’) y, por supuesto, el conocimiento de la multitud de plantas
medicinales que son también condimentos como el epazote, la salvia,
la sábila, el cilantro, la ruda y otros muchos…
El novelista y ensayista francés J. M. Le Clézio ha hecho ver en un
texto sobre la llamada Relación de Michoacán, redactada en purépe-
cha y escrita en el siglo XVI y de la cual cita unas líneas, cómo el
mestizaje –al menos el gastronómico– fue un hecho anterior a la con-
quista:

El hecho capital de la historia de los purépecha […es el] momento [en que] la
civilización de Michoacán se cristaliza y empieza a ‘tomar puerto’; entre los
siglos X-XI de nuestra era fueron nombrados por el petáutli en la relación de
Michoacán como un encuentro en torno del acontecimiento íntimo de la
comida: “… y el pescador andaba sudando de asar pescado, y como iba
asando, íbale dando, y ellos comieron de aquel pescado y dijeron: ‘cierto,
buen sabor tiene’. Y como comían toda manera de caza los chichimecas […]
sacaron de sus redes un conejo y metiéronlo en el fuego, y después de asado
desolláronle y pusieron allí el conejo asado, y dijéronle al pescador: ‘isleño,
come desto, a ver qué sabor tiene, que esto andamos nosotros a buscar. Y
como se echase el pescador un bocado en la boca, dijéronle los chichimecas:
‘púes isleño, ¿qué sabor tiene eso que comes?’, respondió él: ‘Señor, ésta es
verdadera comida; no es cosa de pan, porque bien que sea buena comida, ésta
de estos peces, más hiede y harta luego; mas esta comida vuestra no hiede,
más es comida de verdad.’” (en Le Clézio 2006: 113-114)
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 27

3. El maíz, el taco, el pinole

Pero la historia comienza para nuestro relato con el descubrimiento


del maíz, cuya producción significó una verdadera revolución agrícola
verificada a partir de su grano. Del maíz preparado en nixtamal pro-
viene la masa, la diosa madre del paraíso de las tortillas, tacos, sopes,
tlacoyos, quesadillas, chivichangas, gorditas, tamales, tostadas, corun-
das y bebidas como el atole o el chileatole. Incluso esa plaga del maíz
–el huitlacoche, suerte de tumor vegetal que prospera como un parási-
to de color violáceo– sirve de alimento debidamente cocinado y sazo-
nado; del maíz hervido surge el pozole; del grano tostado o asado en
mazorcas, los elotes, que se consumen como golosinas y hasta como
palomitas de maíz (pop corn); hervido y sazonado con hierbas, los
esquites: granos de elote sueltos y cocidos.
Más allá está, por supuesto, la enorme variedad de tacos que se
pueden rellenar prácticamente de cualquier cosa: los tlacoyos y las
quesadillas, pero también las tortillas rellenas de pescado o de carne
como empanadas fritas en grasa (baril huah o cayil huah en maya) o
simplemente doradas en un comal: ‘chanchanes’. La referencia libres-
ca más consistente sobre este tema es el libro De tacos, tamales y
tortas de José N. Iturriaga, que destaca por su jugoso capítulo sobre
los ‘Tacos indígenas’ que suelen ser regionales y suenan como cosa
excéntrica y única porque derivan de una cocina del hambre, orillada a
inventar alimentos (como en un bricolaje) donde en apariencia no los
hay: tacos de charales, tacos de gusanos de maguey, tacos de acociles,
tacos de escamoles, tacos de grillos o saltamontes, tacos de jumiles
vivos, tacos de ahuaucles (hueva de las moscas acuáticas), tacos de
quelite, tacos de manjúa (peces recién nacidos y larvas de crustáceos),
tacos de hormigas, tacos de gusano elotero, tacos de toritos o periqui-
tos (insectos que plagan las hojas del aguacate), tacos de gusano de
nopal, tacos de xonhues xaue (chinches olorosas), tacos de aneneztli
(larvas de libélula), tacos de chicharras de guamúchil, tacos de gusa-
nos barrenadores, tacos de ticocos o cuauhocuilín (huevas), tacos de
huenches (orugas de mariposas de madroño), tacos de cuetlas o tepol-
chichic (larvas de la llamada mariposa del muerto).
Otra variante o variedad más sutil de la cocina del maíz es el pino-
le. Alfonso Reyes lo asocia a la “cosquilla sensual del diminutivo [...]
que, en un alarde del tacto, viste pulgas y hace con ellas un cortejo de
28 Adolfo Castañón

novios” y al mismo “milagro de la Hostia Santa” que sabe “juntar en


leve pretexto de materia todo el poder de Dios”. Y continúa:

La técnica de lo pequeño, aplicada a las artes del paladar nos llevaría a hablar
del ‘pinole’, último residuo de la trituración de cereales: maíz, ‘cacahuacintle’
o maíz esponjado que se ha tostado previamente, molido al ‘metate’ con
canela y con ‘piloncillo’, que es el azúcar negro, anterior a la refinación. Esta
golosina se encuentra ya por los límites de la materia, a punto de confundirse
con el vaho. El solo aliento basta para absorberla o repelerla, y por eso dice
nuestro refrán: ‘No se puede chiflar y comer pinole’, que vale: ‘No se puede
repicar y andar en la procesión’. Quien come pinole, como quien come
polvorones, tiene que cerrar bien la boca; y el que no sabe cuándo cerrarla, se
ahoga porque –como dice la gente– ‘le da en el galillo’. (Reyes 1989: 110)

Ya en esa historia, relativamente remota, cabría distinguir una cocina


rural y campesina, y una cocina urbana y cosmopolita o trans-regional
que se dio lo mismo entre los mayas que entre los aztecas o nahuas del
Altiplano. Fundamentalmente, la llamada cocina mexicana fue desde
sus orígenes –como apunta Diana Kennedy en The Cuisines of Mexi-
co– “Una cocina campesina elevada al nivel de un arte sofisticado”.
(en Pilcher 2001: 19) Pero decir cocina rural es decir cocina del ham-
bre. El bastión culinario mexicano se ancla efectivamente en la preca-
riedad y en la pobreza, pero hace de esas condiciones parámetros de
una elaboración de segundo grado: se vale comer de todo, insectos,
flores, tallos, hierbas, plantas, plántulas, legumbres, frutos –animales
como el venado o la rata, la iguana o la culebra, que vuelan como los
patos o que nadan como los camarones y las carpas– y se hacen bebi-
das a partir del agave, del maguey, de la cáscara de los frutos (de la
cáscara fermentada de la piña proviene el tepache), del maíz, desde
luego del chocolate. Esa cocina del hambre supone una gramática
inventiva y una sintaxis creadora de los elementos básicos –maíz,
fríjol, chile, tomate, agave, chocolate– que serían como las vocales de
un discurso en permanente transformación y adaptación. Si bien la
conquista o el encuentro entre dos mundos fertilizó las artes culinarias
a ambas orillas del mundo, mantuvo vivas, y a salvo, como en una
suerte de invernadero o bioterio, numerosas prácticas de cocina y
recolección gracias, en buena medida, al racismo y al clasismo que
vieron durante mucho tiempo –hasta bien entrado el siglo XIX– por
encima del hombro a los alimentos nacionales básicos como el maíz,
el chile, el pulque, el fríjol, el tomate, fundamentales en la configura-
ción no sólo de una dieta trans-regional sino de la identidad misma de
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 29

la República. En tiempos prehispánicos, los plebeyos y los señores


comían fundamentalmente lo mismo, aunque los ricos consumían
manjares exóticos provenientes de otras regiones geográficas.

4. La culinaria prehispánica

México es el nombre de un país que se llama como una ciudad, asen-


tada originalmente en un extenso lago o sistema de lagos –uno de agua
salada y otros de agua dulce– que se extendían desde Texcoco hasta la
ciudad de México Tenochtitlán, así llamada por haberse asentado en
ella, en un islote, la pequeña pero combativa tribu de los mexicas
aztecas, última raza de los nahuas proveniente de las distantes tierras
de Aztlán (ahora en el norte de California colindante con Oregon).
La isla de Tenochtitlán tenía, cuando llegaron los españoles, más
de 5000 mil habitantes que se alimentaban de productos agrícolas,
animales de caza y pescado fresco, patos (chichicuilotes) e insectos
(chapulines) que eran transportados junto con otros productos por
numerosas canoas venidas de diversos puntos. Así describe el con-
quistador Hernán Cortés en sus Cartas de relación uno de los merca-
dos de Tenochtitlan:

Hay calles de caza, donde venden todos los linajes de aves que hay en la
tierra, así como gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, cerzatos,
tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, buharros, águilas, falcones,
gavilanes y cernícalos. Y de algunas aves de estas de rapiña venden los cueros
con su pluma y cabeza y pico y uñas. Venden conejos, liebres, venados y
perros pequeños, que crían para comer castrados. Hay calles de herbolarios,
donde hay todas las raíces y hierbas medicinales que en la tierra se hallan
[…]. Hay todas las maneras de verduras que se hallan, especialmente cebollas,
puerros, ajos, mastuerzo, berros, borraxas, acederas y cardos y tagarninas. Hay
frutas de muchas maneras, en que hay cerezas y ciruelas que son semejables a
las de España. Venden miel de abejas y cera y miel de cañas de maíz, que son
tan melosas y dulces como las de azúcar; y miel de unas plantas que llaman en
las otras islas maguey que es muy mejor que arrope […]. Venden pasteles de
aves y empanadas de pescado. Venden huevos de gallinas y de ánsares y de
toda las otras aves que he dicho en gran cantidad. Venden tortillas de huevos
hechas. Finalmente, que en los dichos mercados se venden las cosas cuantas
se hallan en toda la tierra, que demás de las que he dicho son tantas y de tantas
calidades que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria y aún
por no saber poner los nombres no las expreso. (Cortés 1993: 235-236)

Por su parte, Alfonso Reyes en su prodigiosa Visión de Anáhuac dice


glosando La historia verdadera de la conquista de la Nueva España:
30 Adolfo Castañón

El zumbar y ruido de la plaza –dice Bernal Díaz– asombra a los mismos que
han estado en Constantinopla y en Roma. Es como un mareo de los sentidos,
como un sueño de Breughel, donde las alegorías de la materia cobran un calor
espiritual. En pintoresco atolondramiento, el conquistador va y viene por las
calles de la feria, y conserva de sus recueros la emoción de un raro y
palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en cohete los colores; el
apetito despierta al olor picante de las yerbas y las especias. Rueda, se
desborda del azafate todo el paraíso de la fruta: globos de color, ampollas
transparentes, racimos de lanzas, piñas escamosas y cogollos de hojas. En las
bateas redondas de sardinas, giran los reflejos de plata y de azafrán, las orlas
de aletas y colas en pincel; de una cuba sale la bestial cabeza del pescado,
bigotudo y atónito. (Reyes 1953: 29-30)

Era el azteca un pueblo extremadamente religioso (es decir melindro-


so), y las primicias de todos estos alimentos se ofrecían a los dioses y
diosas que gobernaban su panteón. Las excavaciones del Templo
Mayor, realizadas en los últimos años por un sofisticado equipo mul-
tidisciplinario de arqueólogos encabezado por Eduardo Matos Mocte-
zuma, confirmaron, no sin asombro, las hipótesis más audaces, a
propósito de la extensión del imperio militar y comercial gobernado
por los aztecas: conchas de caracol, esqueletos de peces que sólo se
encuentran mar adentro y a gran profundidad, osamentas de aves y
reptiles de tierra caliente que sólo se hallan en las costas, confirman
las ideas sobre la extensión territorial que dominaba aquel imperio
que, a su escala, se podría decir cosmopolita, pues congregaba y asi-
milaba productos y usos de una vasta extensión por toda Mesoaméri-
ca. En los anales de la historia de la gastronomía mexicana contem-
poránea debe registrarse la cena de gala aux chandelles que allá por
1990 Eduardo Matos ofreció en el Templo Mayor a un selecto grupo
de invitados. Dijo en una nota personal:

Hace años hicimos una comida para 99 invitados con 9 platillos que preparó
Patricia Quintana (gran cocinera) de corte prehispánico, en donde el número 9
se debía a los 9 pasos al Mictlan. El invitado 100 era la muerte, por lo que una
silla estuvo vacía. Hubo cantos en nahua por un coro infantil y los pocillos en
que bebimos fueron rotos como se hacía cada 52 años con los enseres
domésticos. Asistieron gentes como Bertha y José Luis Cuevas, y muchos
más. La mesa tuvo forma de cruz recordando los 4 rumbos del universo. Se
efectuó a un lado del Templo Mayor, en Santa Teresa la Antigua (pues no
cabían en el Templo Mayor).

El largo camino de la cocina mexicana se puede decir que empieza en


aquellos vastos tianguis o mercados –como el de Tlatelolco hoy La
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 31

Lagunilla y Tepito– donde convivían y se compaginaban los produc-


tos provenientes de una vasta extensión territorial del continente me-
soamericano. Cabría decir que antes de estar en la historia o entrar a
ella, las cocinas de México, como estribaciones de una poderosa mon-
taña, se desplegaron en la geografía y llegaron a confluir en un centro
simbólico gracias al ejercicio militar y comercial de ese asombroso
imperio, que supo levantar las antorchas extintas de otras culturas
como la Teotihuacana o la Olmeca.
El uso del náhuatl se propagó por lo que luego sería llamado por
Alejandro de Humboldt la ‘América mexicana’, y pasó a ser una
suerte de lingua franca campante y dominante por aquel vasto territo-
rio. El náhuatl se impuso por encima de muchas lenguas regionales,
venciendo a otras culturas menos poderosas. Se puede suponer, sin
demasiada violencia, que así como el uso de la lengua náhuatl se
sobrepuso a otras lenguas –con algunas excepciones: como los Taras-
cos y los Zapotecas–, de esa misma forma, el otro lado de la lengua, la
cocina, también impuso sobre su territorio usos y utensilios, costum-
bres y procedimientos culinarios que eran propiamente nahuas en el
fondo y en la forma, y que recíprocamente los nahuas asimilaron los
usos y costumbres de otros pueblos.

5. El maíz y el tamal

Como telón de fondo, se desplegaba, como ya se ha dicho, una pre-


historia o, mejor dicho, una época anterior a la de los grandes asenta-
mientos urbanos, una era silvestre y nómada, anterior a la domestica-
ción. Una palabra que más bien suele usarse para los animales pero
que, al aplicarse al maíz, que es una planta, explica por qué es deifica-
da y simbólicamente inscrita en el panteón religioso prehispánico.
Cada tramo de tiempo, cada mes era presidido por un Dios o Diosa
al que se hacían sacrificios y ofrendas, y a cada Dios correspondía un
cierto regalo gastronómico específico: a cada Dios se le adoraba –con
la boca– con un plato y una bebida. El hombre está hecho de maíz,
como dicen los quichés en el Popol Vuh: “De maíz amarillo y de maíz
blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las
piernas del hombre.” (Anónimo 1986: 108) Y maíz, imix, es el nombre
del primer día en el calendario maya y el aspecto del glifo calendárico
muestra una teta, signo del alimento primigenio.
32 Adolfo Castañón

El maíz puede ser blanco, amarillo, rojo, azul, violeta. Su trans-


formación en alimento requiere primero de un proceso llamado nixta-
mal o mixtamal, y de un metate, una piedra plana que, junto con una
cilíndrica, funciona como mortero. Moler el maíz en el metate fue
durante muchos siglos y hasta bien entrado el siglo XIX –cuando por
fin se logró mecanizar la molienda– la ocupación cotidiana de la mujer
que “cada mañana tenía que volver a hincarse ante el metate con la
espalda arqueada, como si ella misma fuese un metate utilizado por
alguna despótica diosa del maíz” (Pilcher 2001: 154) o como si el
metate fuese el nombre de “otra divinidad azteca, otra piedra de sacri-
ficios”. (Reyes 1989: 92)
Una vez molido, el maíz sirve para hacer tortillas y tamales. ¿Qué
es un tamal? ‘Al que nace para tamal, del cielo le caen las hojas’. El
tamal se prepara con una masa de maíz molida en metate que luego se
extiende y se rellena; se envuelve en hojas de maíz o de plátano que se
cuecen al vapor. Los tamales pueden ser de muchos tamaños. Sus
formas pueden ser alargadas o cuadradas. Existen desde los tamales
norteños, rellenos de carne deshebrada hasta los titánicos zacahuiles
que aguantan un guajolote, un lechón y, por supuesto, una gallina. Los
tamales pueden estar envueltos en hoja de maíz (en el altiplano y en el
norte) y en hoja de plátano (en el sureste y en las Costas del Golfo).
Pueden estar rellenos de adobo, iguana, venado, pavo, faisán, tepez-
cuintle, frijoles, frijoles blancos, chaya y después del siglo XVI de
puerco, de res o de vaca. Se hacen bajo tierra, al vapor o por el proce-
dimiento llamado ‘pib’.
En Yucatán hay diversos tipos: ‘chachacuahes’ (hechos con axiote,
de ahí la duplicación del fonema chac), ‘polcanes’, pequeños bizco-
chos de maíz que se parecen a la cabeza de una serpiente; los ‘dzoto-
bichayes’, bollos de masa de maíz mezclada con chaya. En Chiapas se
prepara el ‘jacuané’, un tamal de masa relleno de frijoles molidos y
cabezas pulverizadas de camarón, todo envuelto en hojas de acullo y
yerba santa. Hay también en la sierra huasteca, al nor-este de México,
en los límites de los estados de Veracruz, Hidalgo, San Luis y Tamau-
lipas, un tamal gigante en el cual cabe un pequeño cerdo o un guajolo-
te. Es el ‘zacahuil’ que se cuece al vapor en un horno bajo tierra y se
consume in situ, cuando cada uno de los comensales va pellizcando en
la masa. Para hacer el ‘zacahuil’ se excava un hoyo en la tierra donde
el formidable tamal hecho con hoja de plátano y convenientemente
aderezado, baja para cocerse en una tarima, como si fuera una barba-
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 33

coa: cuando emerge del vientre de la tierra se consume pellizcando


con los dedos. Este plato se consume en la festividad consagrada a los
muertos, como una institución en la cual se funda la colectividad. En
el norte del país, de Aguascalientes a Monterrey, se producen unos
pequeños tamales delgados y pequeños con mucho relleno y una ligera
capa de maíz. En el Sureste, los tamales de Oaxaca, Tabasco y Yu-
catán se parecen mucho a las hayacas venezolanas, y pueden estar
rellenos de mole y de pollo, pero también como en Venezuela, de
complejos picadillos. Se dice que la hayaca criolla, cocinada en Co-
lombia y Venezuela, recuperaba en un solo plato los generosos des-
perdicios de la mesa llena de los criollos ricos.
La preparación de la masa de maíz para hacer tamales es larga y
cansada. A principios de los años cincuenta, la compañía mexicana
Herdez, inventó una harina preparada susceptible de ser enlatada: la
tamalina, con un gran éxito, pues ahora esa marca registrada ha pasado
a ser un próspero género industrial. Además de la tamalina hay otros
productos parecidos con los que es relativamente fácil preparar tama-
les (maicena). La tamalina, como el mole industrializado de la marca
Doña María, es consumida preferentemente fuera de México, entre los
emigrantes mexicanos que van a los vecinos países y estados del
Norte, como Canadá, Chicago, California, Texas, Nuevo México y se
le puede encontrar en algunos supermercados cosmopolitas de Europa,
específicamente en París, Madrid y Frankfurt.
La mecanización de la molienda del maíz tardó muchos años en ser
dominada, pero desde fines del siglo XIX y principios del XX se dio
un proceso de mayor industrialización que empezó con la molienda y
luego se pasó a crear una máquina capaz de producir tortillas en serie,
como fue el caso del empresario Rodolfo Celorio. Estos procesos de
mecanización e industrialización fueron más o menos simultáneos al
movimiento político y social conocido como Revolución Mexicana,
cuyos ideólogos propugnaban por una industrialización del campo y
una redención del campesino y de los valores rurales y una educación
ad hoc de ingenieros agrónomos que supiesen estar a la altura de los
tiempo como la que se instauró en la famosa Universidad de Chapin-
go, donde, por cierto, se encuentran unos murales poco conocidos de
Diego Rivera, entre los que destacan: Tierra fecunda, con las fuerzas
naturales controladas por del hombre (1926) y La sangre de los
mártires revolucionarios fertilizando la tierra (1926).
34 Adolfo Castañón

En ese contexto se dan las oleadas de afirmación nacionalista que


saca de las sombras de la tradición oral a la cocina rural y la va situan-
do como corona y centro del orgullo nacional: cocineras profesionales
como Josefina Velásquez de León, Mayita, Salvador Novo, Sodi-
Pallares, artistas plásticos como Diego Rivera y Frida Kahlo partici-
pan en esa misión que consiste en ‘salvar la lengua con la lengua’ y
redimir al país a través de la redención y transformación de su cocina
y de su lengua. Este movimiento traducía un impulso revolucionario
ya que, a lo largo del siglo XIX, y no digamos durante los siglos de la
colonia, la cocina mexicana no existía como tal o bien era una cocina
marginal, regional, susceptible de discriminación y de rechazo.

6. La Colonia y el mole

En la Colonia, existía la comida de los conventos y de los palacios


virreinales que era más bien una cocina española o ibérica transporta-
da a América. La cocina mexicana que iba surgiendo, brotando, por
así decir, de entre las piedras, prosperó a orillas de las murallas y en
las periferias del mundo rural que se iba poco a poco colonizando,
pero también en los intersticios de las recetas.
El guajolote o pavo era considerado en la colonia un alimento in-
digno, si no es que sucio, aunque luego, en el siglo XIX en Jalisco se
le llegó a llamar gobernador –acaso porque esta ave celosa y aparatosa
es la que gobierna el corral. El jitomate fue visto con suspicacia por
Europa hasta bien entrado el siglo XIX. Los frijoles, tamales y tortillas
(la Marquesa Calderón de la Barca sólo las podía tolerar si estaban
recién hechas) eran sinónimos de yantar indígena, campesino y pobre.
Los nopales y las tunas sólo recientemente han sido incorporados a las
mesas oficiales de México.
Se dice que el mole fue inventado en Puebla por Sor Andrea, en el
convento de Santa Rosa en Puebla de los Ángeles. Artemio de Valle-
Arizpe, en su narración policromada, como un azulejo de Talavera,
refiere el origen de este plato. La laberíntica receta del mole produce –
según Alfonso Reyes– “un resplandor cambiante de aromas y sabores,
como otra nueva cola tornasolada a cambio de la que [el guajolote] ha
perdido en el trance”. (Reyes 1989: 113) Las paredes de ese laberinto
que es el mole poblano están compuestas de chile pasilla tostado,
piezas de pan y tortillas fritas en manteca, chocolate, semilla tostada
de chile, ajonjolí, agua, vinagre, azúcar, especies, chile ancho, ajo,
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 35

laurel, cebolla desflemada, tornillo, ciruelas, peronés y algún cuartillo


de jerez.
Criollo y mestizo, el mole evoca al turco, enemigo proverbial de la
cristiandad, por el uso de piñones, nueces, que se mezclan en la mo-
lienda. El mole se come acompañado por una escolta de pulque curado
de avellana y plátano. Pero hay quien sostiene que el mole es una
suerte de curry mexicano, producto de los tres siglos de Virreinato que
pasó la Nueva España en contacto con Filipinas. En Oaxaca, además
del ‘mole poblano’ o rojo, hay mole negro, verde, amarillo, coloradito,
pipián (hecho de pepita molida de calabaza), manchamanteles, para no
hablar de los axiotes rojos, amarillos y anaranjados que dicen de la
necesidad mexicana de envolver las carnes en salsas y de cubrirlas de
vistosos colores. O, para no hablar, el mole de cadera de chivo que se
consume en los alrededores de Tehuacán, Puebla. A estas salsas pesa-
das como el mole o el pipián, hay que añadir las salsas ligeras hechas
de jitomate, tomate, chile y agua que son las de todos los días.
Se dice que una vez al año viajaba el Galeón de Manila entre Aca-
pulco y Filipinas, las islas, llamadas así en honor a Felipe II. Esta nos
trajo a México el arroz y el manchamanteles, esa suculenta combina-
ción de frutas tropicales y chiles aromáticos que matiza las salsas
agridulces de China, pero también el mole. El arroz, a su vez, produ-
ciría con los frijoles el matrimonio perfecto de los moros y cristianos
que es una de las bases de la cocina del Caribe y del sureste de Méxi-
co. El poeta Manuel José Othón es otro autor que ha dejado una sabro-
sa descripción del mole protagonista en un banquete popular mexica-
no en su cuento ‘Una fiesta casera’. Al igual que otros elementos de la
cocina mexicana, el mole ha pasado de la molienda en metate y mol-
cajete de piedra al molino mecánico y eléctrico y a ser envasado en
lata o en cristal para su conservación y expansión: Herdez, Doña
María son algunas de esas marcas de mole prefabricado.

7. El pozole

A modo de transición al pozole citemos los siguientes versos: “Tam-


bién llegó un guajolote,/pero convertido en mole,/y llegó también al
trote/ un cochino hecho pozole” y una cita de Los de abajo donde hay
un uso figurado para decir que no ha habido pelea: “Vente ya, loco,
que al fin no hubo pozole.” (Azuela 1993: 198)
36 Adolfo Castañón

Pozole.
[Tausend, Marylin. 1992. Mexico: Een culinaire reis. authentieke recepten
uit de regionale keukens. Amsterdam: De Lantaarn: 88.]

El Padre Sahagún, describiendo la fiesta que se hacía al dios Xipe,


dice que los cautivos eran sacrificados desollándoles, y agrega que
después de desollados, los viejos que se llamaban quaquacuilli lleva-
ban los cuerpos al calpulco, donde el dueño del cautivo había hecho su
voto o prometimiento. Ahí le dividían y le enviaban a Moctezuma un
muslo para que comiesen y lo demás lo repartían entre los otros prin-
cipales y parientes. Lo iban a comer a la casa del que cautivó al muer-
to. Cocían aquella carne con maíz y daban a cada uno un pedazo de
ella en una escudilla o cajete con su caldo y su maíz cocido. Llamaba
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 37

aquella comida tlacatlaolli. Después de haber comido seguía la em-


briaguez. Pozole era el plato que se preparaba para la fiesta de Xipe
Totec entre los aztecas. Era un alimento sagrado: en él convivían la
carne del desollado al cual se había sacrificado en honor del dios, y el
maíz, carne divina, cuya siembra, cultivo, cosecha y preparación eran,
en sí mismos, procesos naturales y alusivos a rituales, simbólicos de la
creación, muerte y resurrección del Dios. Recordemos, junto con
Fernando del Paso en su prefacio a Douceur et passion de la cuisine
mexicaine, que si los aztecas practicaban el canibalismo ritual, en la
noche de San Bartolomé: “Hombres que no eran caníbales se comer-
ían el hígado y el corazón de los hugonotes e hicieron ‘fricassé de
orejas’”. (del Paso 1991: 21)
Pero al llegar los españoles, en el plato la carne humana sería susti-
tuida por carne de cerdo. Hoy el pozole se guisa en todas partes, y
generalmente lo comen los borrachos consuetudinarios para curarse la
embriaguez. El pozole es un guiso de maíz tierno, carne de cerdo y
chile. Cuando ven algún hombre tonto dicen ‘qué buena cabeza para
un pozoli’ El pozole o potzole –como se dice en Michoacán– se hace
sólo con cierto tipo de maíz (el llamado cacahuazintle); se deja remo-
jar un día y una noche; se pone a hervir; a veces con cerdo; a veces
‘sin’, según la preferencia. En algunos lugares de Michoacán se prepa-
ra el pozole con manitas de cerdo.
El pozole se prepara primero remojando el maíz blanco que pre-
viamente ha sido descabezado. Luego se hierve ligeramente, se pone a
cocer con la carne maciza y con una cabeza de cerdo. De ahí la expre-
sión: ‘cada cabeza: un pozole’. El jueves es el día del pozole, pues el
mejor es el recalentado que se consume el viernes y el sábado. Hay
cierto parentesco entre el pozole y el cocido español que, por cierto, se
aclimató y acriolló muy bien no sólo en México, sino por toda Améri-
ca, probando así la unidad profunda de ‘otra’ de la lengua española.
En Yucatán se habla solamente del pozole como una bebida. Según el
Diccionario de mexicanismos de Santa María, ‘pozole con trompa’ es
una “figura familiar guanajuatense, por chisme, enredo, cuento o
hablada. Ser uno como el pozole de Sayula, de puro hocico o de pura
trompa. Expresión figurada e injuriosa que se dice por desprecio del
hablador echador o fanfarrón (es ingeniosa la comparación porque se
dice que el pozole de Sayula, en Jalisco, se hace con la pura cabeza
del marrano)”.
38 Adolfo Castañón

El pozole es un atlas o un museo, un tianguis, un mercado donde


conviven el maíz y la carne, el rábano, la lechuga o la col, el orégano,
el chile, la cebolla, el limón. Es una metáfora viva y caliente de la
concordia y la conciencia nacional: una imagen del pacto nacional que
está antes de la creación de la nación. El pozole –siempre– está por
llegar.
En cada región de México se prepara un tipo de pozole particular:
en Guerrero con sardinas, en Sinaloa con camarón, en el Altiplano con
carne de cerdo o pollo, curiosamente, nunca con res, y aquí una breve
digresión. Las cocineras mexicanas, las mujeres que cocinan suelen
ser conservadoras. No hay que pedirles que se salgan de sus carriles y
que hagan, por ejemplo, pozole con carne de res. Lo mirarán a uno
con recelo. Un día, le pedí a Irma, la sirvienta de la casa, que hiciera
pozole de res: no hubo forma. Coció el maíz, como lo hacía habitual-
mente, luego coció la carne de res, y nos dejó a nosotros la grave
responsabilidad de reunir esos dos cocidos en uno solo. Para ella se
trataba de una profanación.

8. Los insectos

El uso de los insectos en la cocina mexicana es tenaz y perdurable: los


chapulines, asados con limón y chili piquín sirven de aderezo y aperi-
tivo todavía en Oaxaca y en México; los acociles –pequeños camaro-
nes de agua dulce– se consumen en tacos; los jumiles –especies de
escarabajos (del náhuatl xomitl)– se devoran vivos, en tortilla o con
salsa, en Morelos o secos y tostados; los escamoles (hueva de hormi-
ga) se consumen en diversos lugares de Jalisco y Oaxaca; el agave
produce el mezcal y un gusano –el gusano de maguey que se le pone
al mezcal. Existen diversos libros sobre este tema, pero quizás uno de
los simpáticos en torno al delicado asunto de la entomofagia y la
entomofobia sea el de Federico Arana, Insectos comestibles entre el
gusto y la aversión. El autor, por cierto, informa de un fenómeno
singular de nuestro tiempo: los diversos y prósperos mercados de
insectos comestibles dispersos en Canadá y en los Estados Unidos, de
lo que atestiguan el Food Insects Festival of North America, las acti-
vidades de la profesora Florence V. Dunkel y la revista The Food
Insects Newsletter.
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 39

9. Los libros de cocina

El discurso gastronómico, la escritura sobre la cocina y sobre los


platos atraviesa la literatura. En primer lugar están, los recetarios,
producidos en general por mujeres –durante los tres siglos de la colo-
nia por las monjas anónimas que hacían el recetario o libro de alimen-
tos de cada uno de los conventos–, pero también se da el caso del
escritor que, sólo o acompañado, ha pasado al estado escrito su propio
libro de recetas –como es el caso de Socorro y Fernando del Paso. En
los Códices pre y post-hispánicos no hay propiamente libros de coci-
na. Pero las copiosas alusiones y atribuciones gastronómicas de cada
deidad hacen de estos libros sagrados del México antiguo también –
¿por qué no?– libros de cocina. El libro de recetas debe ser el producto
de una vasta y minuciosa investigación en –no hay otra forma de
decirlo– la cultura oral. El plato, la cazuela, la olla y el sartén pueden
ser vistos como escenario, campo de batalla, entre el exterior y el
interior, pero también arena de combate entre los diversos interiores,
las diversas clases sociales o regiones. Italo Calvino lo vio así en las
páginas que le dedica a la cocina mexicana en su libro Bajo el sol
jaguar: la cocina de México –dice– resulta “de un campo de batalla
entre la ferocidad agresiva de los antiguos dioses de la altiplanicie y la
sinuosa sobreabundancia de la religión barroca”. (En del Paso 2003:
20) Pero la ferocidad –nos recuerda del Paso– estaba de los dos lados,
y la sangre corría en los autos de fe y “sobre la piel de los siniestros
cristos españoles”. (Del Paso 2003: 24)
Pero más allá de la aparición incidental de platos, frutos, vegetales
en poemas, novelas y cuentos desde Sor Juana y Gutiérrez Nájera
hasta Tablada, Novo, Reyes o aun la emotiva y sentimental Laura
Esquivel, están los libros producidos y firmados por algunos autores
en torno a la cocina. Cinco textos despiertan mi atención: Las memo-
rias de cocina y bodega y el poema ‘Minuta’ de Alfonso Reyes; La
cocina mexicana de Salvador Novo; la Nueva guía de Descarriados
de José Fuentes Mares y los diversos ensayos del historiador Luis
González y González en torno a la cocina de Michoacán reunidos en
La querencia; además de, por supuesto, El libro de cocina del conven-
to de San Jerónimo cuya selección y trascripción se atribuye a Sor
Juana Inés de la Cruz, y que va precedido en la edición preparada por
Josefina Muriel y Guadalupe Pérez San Vicente por este ‘Soneto’ que
no resisto la tentación de transcribir:
40 Adolfo Castañón

Lisonjeando oh hermana de mi amor propio


Me conceptuo formar esta escritura
del Libro de Cocina y ¡qué locura!
concluirla y luego vi lo mal que copio.
De nada sirve el cuidado propio
para que salga llena de hermosura,
pues por falta de ingenio y de cultura,
un rasgo no hecho que no salga impropio.
Así ha sido, hermana, ¿pero qué senda
podrá tomar el que con tal servicio
su grande voluntad quiso se entienda
que ha de hacer? Suplicaros que propicia
apartado los ojos de la ofrenda
su deseo recibáis en sacrificio. (Sor Juana Inés de la Cruz 2000: 11)

Aunque es sabido y reconocido que los conquistadores y colonizado-


res probaron con asombro –algunas veces con fascinación y otras con
resignada repugnancia– la cocina mexicana, también es cierto que se
trajeron con la sombra el gusto por las cosas españolas y europeas y
trataron de adaptar la materia culinaria mexicana a sus hormas y nor-
mas. Dice Salvador Novo que el origen de la cocina mexicana se
puede fechar en el momento en que el primer español se comió el
primer taco de cerdo o bien, como propone Guadalupe Rivera como
un juego de mera imaginación: “Fue la ‘cochinita pibil’ originaria de
la Península de Yucatán, al sustituir el achiote, Kukub o adobo con
que se preparaba el armadillo huetch –según la tradición indígena por
el jugo de las naranjas agrias que, junto con otros cítricos, trajeron los
españoles” (Rivera 1992: XV)
Lo que ahora llamamos cocina mexicana es el resultado de un con-
junto de procesos de hibridación, mestizaje, mezcla, injerto, adapta-
ción, fusión no sólo entre dos razas o dos civilizaciones –la española y
la indígena–, sino entre las diversas regiones y geografías. Esas mez-
clas y combinaciones se dieron en el espacio fecundo de las cocinas y
fogones dominados en principio por la mujer o las mujeres. En Méxi-
co, se publicaron libros de recetas desde fechas muy tempranas en la
Colonia. La mayoría de ellas venían de las cocinas de los conventos.
(Castelló Yturbide) Véase, por ejemplo, el Segundo miércoles de
cuaresma en el Convento Jerónimo de San Lorenzo (México, 1628) o
Viandas fatigas para el recibimiento del arzobispo Alonso Nuñez de
Haro y Peralta (Puebla, 1722). Pero si bien todas las monjas eran en
principio hijas de Dios, a las españolas y las criollas se les acordaba el
pan de trigo y el chocolate y la ocasional vianda de cerdo o la carne de
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 41

la gallina o el guajolote, y a las religiosas mestizas, a las criadas y


mocitas indígenas les tocaba el atole y el maíz, el fríjol y el chile.
En esa cocina de los conventos producida por el Virreinato de fili-
grana, para aludir una vez más a Alfonso Reyes, se puede descifrar a
contraluz la historia mexicana. No la historia patria, vertida en los
hechos de armas y en las hazañas militares sino la historia susurrada y
cuchicheada de la matria o de la querencia, el pulso lento de la prepa-
ración culinaria, la masticación y la digestión. Se puede ver en ese
espacio de la cocina conventual de los siglos XVI, XVII y XVIII,
cómo, si había ídolos detrás de los altares, para aludir al libro célebre
de Anita Brenner, también las cazuelas, los metates y las moliendas se
prestaban al disimulo del gusto. De ello, dan prueba algunos procesos
de la Inquisición donde se ve cómo la cocina y la hechicería (Camare-
na), la gastronomía y la medicina tradicional podían andar de la mano,
ya porque los chiles sirvieran para hacer una buena salsa o para ali-
mentar un sahumerio o porque el huevo sirviera de alimento o para ser
pasado por el cuerpo de un niño que hubiese recibido mal de ojo o
porque para ‘amarrar a un hombre’ se le añadiese al chocolate sangre
menstrual o, en fin, porque el toloache (datura), los hongos, el peyote,
el ‘oliliuqui’, definitivamente tóxicos, fuesen preparados en el mismo
espacio.
Pero las recetas de los alimentos propiamente indígenas o de origen
indígena –tamales, atole, tacos, sopes, garnachas, tlacoyos, quesadi-
llas, tlayudas, chivichangas, gorditas, chilaquiles, chiles, salsas y los
chiles rellenos derivados de ellos, hierbas silvestres (quintoniles,
verdolagas), hongos, iguanas, aves y patos del lago, flores (de calaba-
za o de colorín), para no hablar de bebidas como el pulque, el mezcal,
el tepache–, tardarían literalmente siglos en traspasar las fronteras de
la decencia y los terrenos de la trasmisión oral –en principio verificada
por las mujeres– al territorio de la cultura escrita. Habrá que esperar a
que promedie bien el siglo XIX para ver aparecer tímidamente la
cocina del maíz, el chile y el mole que había sido considerada a lo
largo de la colonia desde una perspectiva casi racista y levemente
discriminatoria: cocina de indios, cocina sin memoria, dependiente de
la red frágil de la transmisión oral. La cocina mexicana tendría que
esperar el siglo XX y la Revolución Mexicana para afirmarse con
dignidad y orgullo, como una soberanía cultural.
Si tres son las raíces de lo que se llama cocina mexicana: las indí-
genas, la cocina castellana del siglo XVI y las europeas, empezando
42 Adolfo Castañón

por las francesas, cuatro son las publicaciones periódicas que en el


siglo XIX, en México, ensayaron la difusión de una educación o pai-
deia culinaria mexicana: 1) el Semanario Económico de México
(1810), 2) La semana de las señoritas mexicanas (1857-1852), 3) El
Diario del Hogar (1882-1909), así como el monumental 4) Nuevo
Cocinero Mexicano en forma de Diccionario (1888).
Entre los autores mexicanos del siglo XIX, sobresale, para efectos
de una arqueología del gusto y la alimentación, Guillermo Prieto
(1818-1897), quien en Memorias de mis tiempos (1828-1853) desen-
reda su hilo costumbrista por barriadas, arrabales, plazas, mercados,
tianguis, vecindades, fandangos, bodorrios, fiestas y convivíos de
favorecidos y no tan favorecidos habitantes de la Ciudad de México.
Otro autor que permite reconstruir los templos efímeros del gusto
mexicano es Manuel Payno, quien en Los bandidos de Río Frío, situa-
do en torno al año de 1835, relata la forma en que se alimentaba un
ranchero de la época:

Un hacendado, don Pedro Martín de Olañeta al abrir los ojos a las cinco de la
mañana, se hacía llevar a su lecho un chocolate espeso y caliente con un
estribo o rosca. A las diez en punto almorzaba arroz blanco, un lomito de
carnero asado, un molito, frijoles bien fritos y un vaso de pulque. A las tres y
media estaba pronto para comer: caldo con limón y chilitos verdes, sopas de
fideo o de pan, que mezclaba en un plato; el puchero con una calabacita de
Castilla, albóndigas, torta de zanahoria u otro guisado, sin que faltara la fruta
comprada en la plaza del Volador: naranjas, limas, plátanos, manzanas. A las
seis de la tarde se le traía su chocolate y, a las once la cena. (Payno en Díaz y
de Ovando 1986: XV)

Podrían citarse también tramos de Luis G. Inclán en la novela Astucia


y algunas narraciones costumbristas como la estampa gastrófila y
convivial que el poeta Manuel José Othón nos ha dejado en su ya
citado cuento ‘Una fiesta casera’.
El Nuevo cocinero Mexicano en forma de Diccionario de 1888,
hace figurar en su recetario enciclopédico diversas formas de cocinar
platillos autóctonos mexicanos como por ejemplo el guazontle [hua-
zontle];), los chichicuilotes, o esa otra ave la apipitzca o el auauhtle
[hueva de mosquito] (1992: 370-371; 250-251; 35; 47) o las “ensala-
das de nopalitos” (298) o la “ensalada de xitomate que llaman agua-
camole” (297) o en fin, la “ensalada de alcauciles” (1992: 298; 297),
amen de las diversas formas de preparar y rellenar tamales. (1992:
813-815) Catorce años después, en 1845, la imprenta de Ignacio
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 43

Galván da a la estampa Diccionario de cocina o Nuevo cocinero


mexicano, en forma de Diccionario. En 1855 se vuelve a editar con
añadidos y láminas; en 1858 es enriquecido con recetas, láminas y
apéndices. Finalmente en la edición de 1888 se recogen las recetas
francesas, españolas y europeas adaptadas al gusto mexicano y apega-
das a los usos nacionales. La cocina indígena y la cocina del maíz es
aceptada, aunque con reparos como cuando se habla de los tamales de
capulín o de fríjol “que no son del mejor gusto ni suelen servirse en
las mesas decentes, sino es muy rara la vez, por capricho y de los
mismos que hacen los indígenas, sin que nuestras señoritas los dis-
pongan por sí mismas, como acostumbran hacerlo con los de otras
clases”. (Díaz y de Ovando 1986: XXV)
El Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario 1888, justi-
fica su nombre haciendo figurar en su enciclopédico recetario las
diferentes maneras de guisar los ajolotes, la apipitzca, el chichicuilote,
el acuaci (acocil), el anahutle, la ensalada de caceloxochitl. Incluye,
además, algunas recetas de tamales, pero no la del pozole. En cambio
sí aparecen las recetas de guajolote cocinado en diversos moles (mole
corriente, negro, amarillo, verde, coloradito, clemole). Probablemente
la forma editorial de Diccionario permitió a los autores y editores, en
este caso confundidos, disimular y presentar aceptablemente, por
ejemplo, la tortilla de huevos de mosquito provenientes de nuestros
lagos, alternando esta receta con otras más convencionales.
Quizá una de las características de la mentalidad mexicana sea la
de la ambigüedad hacia su propia tradición. Por un lado, el mexicano
puede estar orgulloso de la riqueza y variedad de la alimentación
indígena mexicana y citar con auto-complacencia y morosidad a
Hernán Cortés en sus Cartas de Relación, quien, como ya hemos
visto, expresa su seducción por los mercados de Tenochtitlán. Pero,
por otro lado, estas memorias no impedirían que la cocina mexicana
de raíz indígena, fuese o bien omitida de los recetarios convencionales
o bien debidamente segregada con la denominación de cocina indíge-
na o indigenista. El pulque, la tortilla, el mole, el chile eran mirados
con suspicacia y reserva. Decía una editorial del periódico El Impar-
cial el 29 de agosto de 1897, firmada humorísticamente con el seudó-
nimo ‘Guajolote’ a propósito de los chiles: “Doctos higienistas acon-
sejan un uso parsimonioso, aunque sea en nogada, de ese otro enemi-
go del alma [el chile] que unido al licor nacional [el pulque] y a la
44 Adolfo Castañón

tortilla sirve de combustible a la incansable máquina de los proletarios


y a algunos que no lo son.” (En Pilcher 2001: 116)
El maíz, la gramínea maldita, como la definió el historiador y so-
ciólogo porfirista Francisco Bulnes en El porvenir de las naciones
hispanoamericanas ante las conquistas recientes de Europa y los
Estados Unidos (1899 México, Imprenta de Mariano Nava) era el
responsable, junto con el pulque sobre el cual, por cierto, también
escribió un tratado, de la apatía y pasividad del carácter nacional
mexicano: “La historia nos enseña que la raza del trigo es la única
verdaderamente progresista” y que “el maíz ha sido el eterno pacifica-
dor de las razas indígenas americanas y el fundador de su repulsión
para civilizarse”. (Bulnes 1909: 119) Bulnes no fue el único. El soció-
logo mexicano Julio Guerrero en El génesis del crimen en México.
Estudio de psiquiatría social (México, 1901) detalló con morbosa
minucia las no muy decorosas condiciones de vida de los pobres de las
ciudades, y esa ‘abominable’ alimentación consistente en larvas de
mosquitos –las mismas que el Conde de la Cortina le recomendará a la
Marquesa Calderón de la Barca como un manjar excepcional– y los
tamales rellenos de pescado entero. Pero el verdadero enemigo no era
ni los tamales ni las tortas de mosquitos sino el pulque, la bebida
extraída del maguey. El pulque era además un gran negocio: en el
siglo XIX había centenares de pulquerías alimentadas por decenas de
haciendas y de ranchos en la ciudad de México como ha informado
Manuel Payno en su ‘Memoria sobre el maguey en México y sus
diversos productos’. (Payno 2006 XVII: 133-152; 159-161)
La sociabilidad de la mujer mexicana es una de las claves de la
formación de una cocina nacional. Así, por ejemplo, María Luisa Soto
de Cosío, esposa de un ranchero de Hidalgo, integró a su propio libro
de cocina las recetas de otras tres mujeres, su abuela, su tía Gabriela y
una vecina amiga, Virginia. Además, copió recetas de otro libro que le
prestó otra amiga, para hacer su libro de Recetas prácticas a fines del
siglo XIX. El comercio de secretos culinarios rebasó los límites de la
familia, de la familia extensa y, al amparo de la Iglesia, se transformó
en el motor de una sociabilidad y de una política, como lo muestran
los diversos registros de cocina comunitarios dedicados a las obras
piadosas –ya sea un orfanato en Guadalajara o las obras de las iglesias
de San Rafael o de San Vicente de Paul. Vicenta Torres de Rubio hizo
así su célebre Manual de Cocina Michoacana (1896). Este libro pio-
nero por muchos motivos fue escrito originalmente por doña Vicenta
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 45

Torres junto con Manuela Pacheco. Decidieron solicitar a sus conoci-


das y amigos

[...] sus colaboraciones, muy en particular, rogándole que de las mil


curiosidades que posee en relación con el arte culinario, se digne trasmitirnos
algunos que sean de su acertada elección, escrita y firmada cada una de las
fórmulas, pues queremos darles cabida con la correspondiente para renombre
del Estado a que tenemos la satisfacción de pertenecer y para prestigio de
nuestro mismo libro. (Torres de Rubio 2004: 39)

La respuesta no se hizo esperar y llegaron alrededor de cincuenta


contribuciones provenientes no sólo de Michoacán, Guanajuato y
Jalisco sino de la Ciudad de México, San Luis Potosí, Aguascalientes
e incluso Nuevo Laredo. Pionero, el libro de Vicenta Torres lo es por
otra razón: incluye en su recetario la cocina regional e indígena como
son los tamales o corundas de Zacapú, las Tapacuas (atápucuas), las
gorditas cordiales de la sierra, los nacatamales, las Toqueres de regalo.
Con la participación desinteresada de mujeres de todo el país, desde la
mujer de Celaya que le envío la receta de los ‘nopalitos de la hervica’
hasta la lectura de Nuevo Laredo que le envió sus ‘gallinas del gastró-
nomo fronterizo’, pasando por la de Guadalajara que le envió la receta
de un guisado de ‘cordero en salsa verde’.
Este oficio de la sociabilidad femenina es el indicio o la punta del
iceberg que sugiere hasta qué punto los laberintos de las redes familia-
res se mantienen y afinan gracias a la tarea de lo que las antropólogas
Larissa Lomnitz y Marisol Pérez han bautizado como “mujeres centra-
lizadoras”, herederas de las mujeres encomenderas estudiadas por la
historiadora Josefina Muriel. Estas redes funcionan como directorios o
agendas vinculados entre sí que permiten la administración de los
flujos y energías sociales tanto entre las clases acomodadas como
entre las más pobres. Estas redes trasladan la sobrevivencia de un
derecho materno, de una política encubierta de la ginecocracia que se
sirve de los instrumentos de la cocina para regular el pulso social,
como todavía lo muestra, Laura Esquivel en su novela Como agua
para chocolate de 1989.

10. El chile relleno y otros chiles

El chile relleno hace su entrada triunfal en la historia mexicana cuando


en el momento de su coronación como emperador se le ofrece a don
46 Adolfo Castañón

Agustín de Iturbide un manjar que presenta los tres colores de la ban-


dera nacional mexicana: el verde del chile, el blanco de la salsa de
nogada y el rojo de los granos de granada. Se sabe que el chile relleno
era uno de los platos más socorridos a principios del siglo XIX, pues
fue objeto de un bando municipal que lo prohibió –sobra decirlo–
inútilmente. El chile relleno podría ser considerado como un emblema
del mestizaje y la convivencia operados durante los largos tres siglos
de virreinato. En principio se usa para este plato el chile poblano que
debe ser desvenado y desflemado. Para hacer esto último, se asa a
fuego bajo y lento. Una vez que la piel del chile se inflama, se envuel-
ve en una bolsa de plástico para que ‘sude’ y se le pueda retirar con
facilidad el pellejo. Por otro lado, se tiene preparado un picadillo de
carne roja (mitad res y mitad puerco) con el cual se rellena. Los chiles
en nogada normalmente no se capean, sólo se bañan con la salsa hecha
a base de nuez pelada y picada y crema. Luego se les espolvorean los
dientes de granada. Los chiles rellenos y capeados se revuelven en
harina y se envuelven en clara de huevo batido a punto de turrón. Una
vez bien envueltos, se ponen a freír hasta que se doren. Se sacan del
aceite. Se les enjuga la grasa y se sirven cubiertos con un caldillo de
jitomate. El chile relleno es –sobra decirlo– un plato de consistencia
compleja que presenta diversos planos de sabor: el relleno, el chile, la
envoltura de harina y huevo, la salsa de jitomate. Hay quien además
añade una pizca de crema. Por la diversidad de sus ingredientes, se ha
creído ver en el chile relleno en salsa de nogada una metáfora de la
unidad nacional. Entre los pueblos prehispánicos, el chile se usaba
como alimento y como medicina contra los parásitos, como saborizan-
te y como tintura, para hacer salsas, pestos, adobos, aderezos, emplas-
tos, y era servido crudo, asado, cocido, marinado, frito. El chile es uno
de los cimientos en que descansa la cultura y la gastronomía mexica-
na.
En México hablar con la verdad –como dice el chef Ricardo
Muñóz Zurita, quien le ha dedicado un hermoso libro al tema: Los
chiles rellenos en México– es hablar ‘al chile’ y en verdad que el chile
relleno es una de las cumbres de la gastronomía mexicana.

¿Cuánto tiempo habría sido necesario para que se tuviese la idea –genial– de
rellenar un chile, un capsicum? ¿Cuánto tiempo para tener la ocurrencia de
pelarlo y para ello usarlo? ¿Cuánto tiempo debió pasar [… para] pensar en
envolverlos en una servilleta humedecida? […] ¿Quién pensó en capearlo y
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 47

después sumergirlo en un caldillo? (…) ¿Cuándo empezaron a comerse los


chiles en frío? ¿Cuándo se gratinaron? (Muñoz Zurita 2001: 10)

Los chiles chipotles (de Tlaxcala), los chiles poblanos, los jalapeños,
los mecos, los chipotles tamarindo, los chilhuacles negros y los chiles
de agua de Oaxaca, los chiles ixcatic y los habaneros (picosísimos
como para despertar a una bella durmiente coreana) en Yucatán, los
perones o manzanos de Guanajuato, casi todas las variedades –
incluida los del chile de California, chile Ana heiva o chile verde del
norte– se rellenan –salvo curiosamente, el chile pimiento morrón que
los mexicanos desdeñan como un chile indigno de rellenar. Los chiles
rellenos se pueden clasificar precisamente por sus rellenos:

Hoy, de costa a costa y frontera a frontera del país, se prepara una gran
variedad de chiles rellenos; sin embargo, es en el centro donde más se
acostumbran. El chile poblano es por excelencia el chile para rellenar con
diferentes tipos de preparaciones como picadillos, quesos, verduras, mariscos
y aves. Las variedades de los rellenos hace que cada una de ellas forme un
grupo: los picadillos constituyen el más extenso, por el número de
ingredientes que se mezclan con la carne de cerdo, de res o una combinación
de ambas; también el pollo ocupa un lugar importante en este grupo. Después
están los quesos; los más comunes de Puebla, el fresco, el de Oaxaca, el de
Chihuahua y el de canasto. Y por último están las verduras, las más utilizadas
como rellenos son las calabacitas, la flor de calabaza y los granos de elote
combinados en diferentes proporciones. También existen muchas recetas de
rellenos de mariscos, que por lo general se consideran preparaciones lujosas
en las que el camarón es el protagonista y la carne de jaiba, los ostiones o los
pulpos sus acompañantes. (Muñoz Zurita 2001: 12)

Aunque, como ya se ha dicho, el pináculo, el Everest de esta categoría


sea el misterioso y albino chile en nogada que se adorna con unos
dientes de granada roja espolvoreados sobre el monte blanco de una
nogada hecha a base de crema y nuez. Desde luego, relleno de lo que
sea, frío, tibio o caliente, el chile relleno tiene en su farsa virtudes
afrodisíacas, como bien saben los lectores de Laura Esquivel, quien en
su novela Como agua para chocolate con su peculiar estilo describe
su elaboración.
Es conocida la anécdota: cuando el general Charles de Gaulle vi-
sitó México se ufanó ante el presidente Adolfo López Mateos de que,
aunque Francia fuese un país relativamente pequeño, comparado con
México, no era una nación fácil de gobernar, pues tenía más de dos-
cientas variedades de queso. López Mateos no se inmutó y le dijo que
48 Adolfo Castañón

en México había más de doscientas variedades de chiles. Ambos se


rieron comprendiendo que ambos países eran dueños de una vasta
riqueza gastronómica, no siempre gobernable.

11. ¿Tiene futuro la cocina mexicana?

La cocina mexicana está en la historia, y ella misma lo es. A lo largo


de esta exposición se ha dado una muestra de los diversos procesos de
modernización que han afectado –y a veces fortalecido– a la cocina
mexicana. Una prueba limpia de este proceso de inscripción en la
historia es el libro de recetas preparado por los obreros y trabajadores
de la Comisión Federal de Electricidad que se ven obligados a cocinar
en sitios inaccesibles, en campamentos, sub-estaciones, plantas eléc-
tricas y termo-eléctricas y al calor de las turbinas, fraguas y crisoles.
La receta del ‘Conejo al chiltepín’ es un ejemplo de esa intrépida
culinaria que sin perder su acento local, resalta más allá de la región
originaria:

Conejo al chiltepín

El conejo es muy ‘xoquioso’; tiene un olor particular no muy agradable; por


eso debe desflemarse. Para quitarle el ‘xoquío’, el conejo se deja remojar un
día y una noche, con partes iguales de agua y de pulque, de tal manera que
quede cubierto completamente.

Se necesita:
Un conejo limpio y pelado
Una cabeza de ajo
Una cebolla mediana
1 kg. de chiltepín (chile piquín)
Aceite para freír
½ litro de pulque

Así se prepara:
El conejo se desflema con el agua y el pulque a fuego lento hasta casi
evaporar el líquido; ya que está desflemado se descuartiza. El ajo y la cebolla
se pican finamente y se ponen a freír, cuando están acitronados se agrega el
conejo. Por último, se añade el jitomate y el chiltepín; se sazona con un poco
de sal y se deja a fuego normal hasta que la carne del conejo esté suave. El
caldillo debe quedar muy espeso. (en Donatien 1999: 47)
Tránsito de la cocina mexicana en la historia 49

Notas
1
Agradezco a Evelyn Useda, mi asistenta, la preparación de este texto.

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Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa

Kim Huyge

Se analizan y se comparan los famosos banquetes de Moctezuma en las Cartas de


relación (Hernán Cortés) y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
(Bernal Díaz del Castillo) desde una perspectiva intertextual. El análisis se centra en
la proyección de valores europeos en el Nuevo Mundo como, por ejemplo, las conno-
taciones feudales (la templanza, la liberalidad, la abundancia). Para hacerlo se exami-
nan las posibles fuentes textuales y socioculturales para ambas descripciones y sus
implicaciones, como Las Siete Partidas, el código alimentario medieval, las novelas
de caballería y otros cronistas del siglo XVI. De todo ello se desprende que hay claras
intenciones estratégico-comerciales de los banquetes en sendos cronistas.

En el marco del proyecto sobre ‘Los contextos culinarios en México y


el Caribe’, he trabajado principalmente los textos de Hernán Cortés y
Bernal Díaz del Castillo a partir de un enfoque intertextual aplicado a
los fragmentos culinarios, en particular, las comidas de Moctezuma.
(Díaz del Castillo 19921: XCI, 216-218 y Cortés 1993: 246-247) Si-
guiendo a Rita De Maeseneer (2003: 214-215) podemos distinguir tres
niveles en la intertextualidad: el nivel literario (los libros), el nivel
semiótico (las artes) y el macronivel (el universo sociocultural que se
puede equiparar al contexto del modelo de Jakobson). En cada uno de
estos niveles se puede hacer la distinción entre la intertextualidad
genérica (por ejemplo, las novelas de caballería) y específica (por
ejemplo, Amadís de Gaula de Montalvo).
En cuanto a la intertextualidad a macronivel, podemos establecer
lazos con textos de índole jurídica e histórica. Para Cortés disponemos
de un estudio de Victor Frankl en el que se analizaron las Cartas de
relación y sobre todo la primera Carta desde una perspectiva político-
jurídica. Más concretamente examinó una posible intertextualidad con
Las Siete Partidas, un corpus jurídico castellano que se remonta al
reino de Alfonso X el Sabio en el siglo XIII. Frankl concluyó que las
Cartas de relación no podían haber sido escritas por Cortés sin un
conocimiento profundo de Las Siete Partidas, lo cual le permitió
56 Kim Huyge

justificar su rebeldía contra el gobernador de Cuba, Velázquez, ante la


corona española. Las Siete Partidas es una obra propiamente medie-
val, en el sentido de que se basa principalmente en las relaciones
feudales, las relaciones de dependencia entre señores y vasallos, in
casu el rey y los hidalgos. La obra destaca así la posición y los debe-
res de cada uno. Así nuestra pregunta inicial consiste en saber si Las
Siete Partidas aparte de su influencia en aspectos legales también
influyeron en las Cartas desde una perspectiva culinaria, o sea en las
descripciones de la comida y la etiqueta. Por tanto, como primer paso,
vamos a comparar algunos elementos de Las Siete Partidas con el
fragmento de las comidas de Moctezuma en Cortés.
En efecto, Las Siete Partidas fue sin duda la primera obra en len-
gua española que dedicó algunas páginas a aclarar el simbolismo y la
utilidad de las comidas reales en función de la imagen del monarca.
También consignó unas especificaciones normativas de la organiza-
ción del servicio del rey y de los oficiales a quienes incumbía servir al
monarca como en la segunda partida, título 9, ley 2: “Quál debe el rey
seer á sus oficiales, et á los de su casa et de su corte, et ellos á él”.
(Alfonso X 1972: 56-86) Estipula que el rey viva según ciertos valo-
res, ciertas virtudes para el beneficio de su reino. Entre aquellos valo-
res se sitúa la templanza, la moderación en los apetitos. Este elemento
se encuentra, por ejemplo, en la educación que debe recibir un joven
príncipe en la mesa. A primera vista este valor no parece muy presente
en el fragmento de las Cartas de relación. Sólo hay una frase hacia el
final que dice: “[…] ni tampoco los platos y escudillas en que le traían
una vez el manjar [a Moctezuma] se los tornaban a traer sino siempre
nuevos, y así hacían de los brasericos […]” (Cortés 1993: 246) Moc-
tezuma parece tocar cada plato sólo una vez, lo que si no implica de
por sí la moderación, sí indica el orden en que transcurrían sus comi-
das.
El orden en el servicio es un aspecto fundamental de la templanza
real en la mesa. Al mismo tiempo es un instrumento esencial para
mantener los lazos feudales. Las relaciones feudales que ocupan una
posición tan central en Las Siete Partidas se pueden observar en va-
rios elementos en el fragmento de las comidas de Moctezuma en
Cortés. El conquistador distingue muy bien entre los señores presentes
en el palacio y sus servidores. Se nota por ejemplo en la frase siguien-
te: “Y al tiempo que traían de comer al dicho Moctezuma ansimismo
lo traían a todos aquellos señores tan complidamente como a su per-
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 57

sona, y también a los servidores y gente déstos les daba sus raciones.”
(Cortés 1993: 246) Los servidores, por el contrario, recibían unas
raciones de comida: se distribuía una cantidad determinada, limitada a
cada uno. Esta connotación feudal del banquete, el tratamiento distinto
según la clase social, se ilustra también en otra frase del fragmento:
“Al tiempo que comía estaban allí desviados dél cinco o seis señores
ancianos a los cuales él daba de lo que comía.” (Cortés 1993: 247) La
comitiva de Moctezuma, compuesta por ancianos “señores” principa-
les, come literalmente de la mano del tlatoani. Esta escena está ob-
viamente cargada de un fuerte simbolismo para alguien del siglo XVI.
Sólo un grupo selecto, una élite, podía acompañar a Moctezuma mien-
tras éste comía, ya que los demás huéspedes quedaban en otras salas y
pasillos “sin entrar donde su persona estaba […]”. (Cortés 1993: 247)
Luego el texto indica que Moctezuma es quien elige lo que comerán
esos señores principales de su imperio, él determina lo que pueden
comer.
Se refuerza la posible hipótesis de la proyección de los valores in-
cluidos en Las Siete Partidas si tenemos en cuenta los estudios sobre
las crónicas bajomedievales. Teresa de Castro Martínez estudió la
alimentación en este corpus del siglo XIV hasta el siglo XVI en Espa-
ña y llegó a determinar un código alimentario para aquella época. La
templanza ocupa una posición central en dicho código, pero a ella se
añade otro valor complementario, a saber la liberalidad. Consiste la
liberalidad en una “generosidad en el dar y en el gastar […por las]
clases dominadoras” (Castro Martínez 1996: 78), cuyo objetivo es
“atender a los dependientes” para ganar su voluntad, su respeto y su
fidelidad. “La liberalidad es una forma de manifestar que éste [el
poder] existe, la templanza permite que se ejerza de forma correcta y
ordenada.” (Castro Martínez 1996: 113-114)
Volviendo al fragmento de la comida de Moctezuma en las Cartas
constatamos que está muy manifiesto este segundo valor, la Liberali-
dad de Moctezuma. Antes de pasar a la descripción del banquete
propiamente dicho, Cortés informa a Carlos V que la comida diaria en
el palacio no se limitaba al proporcionar alimentación al líder de los
aztecas, sino que “al tiempo que traían de comer al dicho Moctezuma
ansimismo lo traían a todos aquellos señores”, “personas prencipales ”
que por la mañana, al amanecer, en número de “más de seiscientos”
entraban en el palacio y se quedaban “hasta la noche”. (Cortés 1993:
246) Además, estas personas importantes iban acompañadas de sus
58 Kim Huyge

servidores y otros acompañantes que eran tan numerosos que, “hinch-


ían dos o tres grandes otros patios [que los de los señores] y la calle”,
calle que no era un callejón, sino que “era muy grande”. Resumimos
que, según Cortés el palacio de Moctezuma estaba repleto, porque
hospedaba a una gran muchedumbre que todos recibían comida cos-
teada por Moctezuma, y además Cortés señala: “[…] había cotidiana-
mente la despensa y botillería abierta para todos aquellos que quisie-
sen comer y beber.” (Cortés 1993: 246) De una lectura basada en los
códigos alimentarios de la época resulta que Moctezuma se podía
contar entre los poderosos que efectuaban la virtud de la largueza o la
Liberalidad.
La generosidad de Moctezuma se refleja también en la cantidad
impresionante de servidores que colaboraba diariamente en las comi-
das (trescientos o cuatrocientos mancebos) y en la abundancia de
platos. “El manjar […] era sin cuento”, era muy diversificado: “[...] le
traían de todas las maneras de manjares, ansí de carnes como de pes-
cados y frutas y hierbas que en toda la tierra se podían haber” y se
ponía en una gran sala de comer “que casi toda se henchía” (Cortés
1993: 246, énfasis mío) como si fuera a reventar. La Liberalidad im-
plica pues la abundancia. Ésta asimismo está muy presente en otros
fragmentos de las Cartas. Es muy conocido el tema de la abundancia
de oro. Pero Cortés también indica la fertilidad de la tierra, por ejem-
plo: “La tierra es muy buena y muy abondosa de comida, ansí de maíz
como de frutas, pescado y otras cosas que ellos comen. Está asentado
este pueblo en la ribera del susodicho río por donde entramos en un
llano en el cual hay muchas estancias y labranzas de las que ellos usan
y tienen.” (Cortés 1993: 132) Encontramos descripciones similares en
el episodio de Cholula y finalmente Cortés también describe la profu-
sión de alimentos en el mercado de Tizatlán y más aún en el de Te-
nochtitlán.
Aquella abundancia forma parte de las estrategias de seducción que
Beatriz Pastor detectó en las primeras Cartas de Cortés. Para justificar
su rebeldía ante la corona española Cortés crea la imagen de una tierra
con una abundancia de comida y toneladas de oro o, dicho de otro
modo, proyecta sobre la realidad la imagen de una tierra ideal para ser
poblada por españoles y bautiza aquella tierra con el nombre de la
Nueva España. Las mismas ideas se pueden encontrar en la tercera
Carta en la que Cortés describe su victoria sobre Tenochtitlán y en la
que también enfatiza que hará todo lo posible para encontrar las Islas
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 59

de las Especias, que cree estar muy cerca. Como sabemos, Cortés se
encontraba a mucha distancia de esta área.
Nuestra interpretación de la abundancia descrita por Cortés como
una proyección se debe a varias razones. Primero hay que tener en
cuenta los aspectos geográficos y físicos del imperio de los aztecas.
Historiadores como François Chevalier y Ricardo Piqueras Céspedes
han mostrado que la región que Cortés estaba conquistando estaba
cubierta de montañas ásperas, desiertos estériles y selvas hostiles que
lo hacían necesario llevar consigo comida para varias semanas o in-
cluso para varios meses. Pero estas preocupaciones no le importan
mucho a Cortés. En su visión las provisiones le llegan como regalos
de los pueblos por donde pasa. Segundo, Cortés describe la enorme
variedad de comida en el mercado de Tenochtitlán. Y afirma que “en
aves y animalias no hay diferencia desta tierra a España”. (Cortés
1993: 139) Salta a la vista que no incluya ningún comentario acerca de
la falta de carne de res, oveja o cerdo en el Nuevo Mundo, alimentos
que ocupaban una posición central en la dieta española, mientras que
Bernal Díaz (Díaz del Castillo 1992: prólogo, 37; XXIII 74-75) men-
ciona varias veces la carencia de aquella carne en el Nuevo Mundo.
También es cierto que no era la que se apreciaba más en el Viejo
Mundo donde preferían el venado que además se asociaba con la
nobleza. (Hagueroma y Zambrana Moral 1996: 64-65) Asimismo
sabemos que gran parte de la carne que comían los aztecas provenía
de venado. (Lucena Salmoral 1992: 53) Por ello, no nos sorprende que
en la descripción del mercado de Tenochtitlán Cortés ponga de relieve
la presencia de este tipo de carne. Su abundancia en el Nuevo Mundo
sirve para exaltar las tierras recién descubiertas y para glorificar así
sus propios méritos.
A la mitificación o la proyección de una abundancia de comida que
puede provenir del código alimentario de la época habría que agregar
la posición de los españoles respecto a los indígenas. Es un aspecto
que también se encuentra en la obra de Bernal. Cortés y sus soldados
se ven como huéspedes de los aztecas ya que primero intentan con-
quistarlos sin usar violencia física ofreciéndoles paz. Teresa de Castro
Martínez (1996: 101-105) describe el estatuto privilegiado del emba-
jador en tiempos de guerra en el código alimentario medieval. En las
Cartas Cortés adquiere la posición de embajador del rey y, por consi-
guiente, debe ser tratado con mucho respeto: le deben dar comida
como señal de amistad. Cuando los españoles se enfrentan a una esca-
60 Kim Huyge

sez de alimentos, echan la culpa a los aztecas y se niegan a creer que


falta la comida en México, una razón que la población local alega
varias veces. Al contrario, cuando los aztecas le advierten a Cortés que
no hay bastantes provisiones, Cortés considera estas palabras como
intrigas o señales de hostilidad.2
Por lo demás nuestra búsqueda de más fuentes para la descripción
de la comida de Moctezuma en Cortés nos llevó a compararla con las
comidas en los tiempos de Carlos V estudiadas por Martínez Llopis,
Allard y Jacinto García. Por supuesto sería un anacronismo pretender
que Cortés conociera las usanzas de la corte borgoñona en 1519. Pero
es fundamental darse cuenta de que las usanzas y los mecanismos en
el ceremonial de los monarcas españoles anteriores a Carlos V y los
del emperador eran en esencia muy similares, aunque la etiqueta a
partir de Carlos V se hizo mucho más rigurosa. Se desprende de nues-
tra comparación, recogida en el anexo 1, que la comida diaria de
Moctezuma de la segunda relación de Cortés no se parece mucho a la
comida cotidiana de Carlos V o de cualquier otro monarca de España.
Se asemeja mucho más a los banquetes que se celebraban en ocasio-
nes festivas en las cortes españolas y borgoñonas. La mayor similitud
consiste en la ostentación del poder en la mesa con el fin de corrobo-
rar las relaciones feudales. A ello se añaden semejanzas en detalles
concretos (como por ejemplo el lavado de las manos, la presencia de
un mayordomo) que nos hacen concluir que Cortés también fue influi-
do por aquellos banquetes europeos al describir la comida de Mocte-
zuma.
Pasemos ahora a la intertextualidad en Bernal Díaz del Castillo.
Los estudios que han concedido alguna importancia al aspecto inter-
textual del texto bernaldiano mencionan a menudo la influencia de los
romances y de las novelas de caballería. En los análisis se suelen
destacar algunas referencias específicas del Amadís, aunque algunos
también ponen de relieve ciertos recursos estilísticos típicos de aque-
llos géneros. (Gilman, Green)
La intertextualidad de la Historia Verdadera con las novelas de ca-
ballería en realidad tiene poco interés para el tema de la comida por-
que, según me señaló Adolfo Castañón en una comunicación personal,
a pesar de que tales novelas representan a menudo fiestas de varios
días hasta semanas, no se encuentran en ellas descripciones de ban-
quetes ni se habla de lo que se come ni cómo ni cuándo. Más bien es
el código de honor que respetan los caballeros lo que más se retiene de
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 61

las novelas de caballería en la Historia Verdadera. El parangón con lo


caballeresco en Bernal ha sido establecido por varios autores tales
como León-Portilla, Prampolini, Grunberg (1984 y 1993) y Serés. Al
leer las obras de Cortés y de Bernal con el ojo fijado en la comida
topamos con descripciones de huertas donde se aposentaban y comían
los españoles durante la conquista. Nos preguntábamos en qué medida
las descripciones de aquellas huertas correspondían al tópico medieval
del locus amoenus que la literatura medieval fantástica había adoptado
de la literatura bucólica clásica. Para nuestra sorpresa no fue la des-
cripción de Bernal la que correspondía mejor a ese tópico, sino la de
Cortés tal como se puede ver en el anexo 2.
Al lado de la tenue relación con las novelas de caballería en lo que
atañe a lo culinario, el mismo Bernal menciona explícitamente una
relación intertextual al afirmar que quiere hacer una enmienda de la
crónica de Gómara a quien acusa de valerse de recursos retóricos con
el objetivo de esconder y manipular la verdad. Bernal por su parte no
quiere omitir nada y da muchos detalles precisos en sus descripciones.
Aquella intertextualidad es la que ha recibido mayor atención de los
críticos. Algunos aceptaron las palabras de Bernal como verdad, otros
adoptaron una posición más crítica. Así Ramón Iglesia3 y Robert
Lewis mostraron que la estructura y el estilo de la Historia Verdadera
deben mucho a la obra de Gómara. Rolena Adorno colocó la Historia
Verdadera en su contexto histórico-ideológico y vio el ataque a
Gómara como un alegato indirecto contra Las Casas quien había
cuestionado éticamente la conquista y las recompensas que habían
recibido los conquistadores por ejemplo, las encomiendas perpetuas.
Para Rolena Adorno, Bernal intentó por todos los medios justificar la
conquista y defender los intereses de los conquistadores de la Nueva
España. Siguiendo las huellas de Adorno, se publicaron dos análisis de
fragmentos concretos de la Historia Verdadera, más precisamente de
la mano de Beckjord y de Graulich que adoptaron ambos una perspec-
tiva intertextual. Compararon fragmentos de Bernal con textos ante-
riores en los que el soldado-cronista-encomendero podía haberse
inspirado y detectaron así que varios detalles que Bernal pretendía
recordar por haberlos visto con sus propios ojos eran de hecho ampli-
ficaciones de esos textos, ficcionalizaciones de la realidad, invencio-
nes o a veces mentiras innegables. Bernal exagera, por ejemplo, las
atrocidades y la frecuencia del canibalismo entre los indígenas: ven-
derían la carne humana en los mercados:4
62 Kim Huyge

[…] y cada día sacrificaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y
los corazones ofrescían a sus ídolos […] y cortábanles las piernas y los brazos
y muslos, y lo comían como vaca que se traen de las carnecerías en nuestra
tierra, y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tianguez, que son
mercados (Díaz del Castillo 1992: LI 128)

Además, el canibalismo es uno de los argumentos principales con el


que justifica la acción violenta de los españoles en Cholula. Significa-
tivamente añade los siguientes pormenores a su descripción del episo-
dio de Cholula: “[…] nos querían matar e comer nuestras carnes, que
ya tenían aparejadas las ollas, con sal e aji e tomates.” (Díaz del Casti-
llo 1992: LXXXIII 195) Y se repetirá más tarde para autentificar
aquella afirmación: “En Cholula, cuando tenían puestas las ollas con
ají para nos comer cocidos.” (Díaz del Castillo 1992: CLXIX 531) Por
tanto la Historia Verdadera no se debe aceptar como la verdad, sino
que se debe considerar más bien como una “retórica de la verdad”
(Serés 2004: 99) en la que los detalles (que provienen de un testigo
ocular y que así cuentan como prueba jurídica) sirven para autentificar
la (verdad de la) obra.
Si comparamos la descripción de la comida de Moctezuma por
Bernal con la de Cortés, constatamos que la de Bernal es mucho más
larga y que en efecto ofrece muchos más detalles. Su versión sigue la
de Cortés en cuanto a los valores feudales, la Liberalidad (con cifras
más impresionantes que en el caso de Cortés) y la Templanza, pero
también habla del supuesto canibalismo de Moctezuma, tema ausente
en Cortés. Según Graulich (1996: 79) Bernal probablemente tomó este
elemento de Gómara, aunque el mismo Bernal pretende que la enorme
cantidad de platos en el banquete de Moctezuma originó los rumores
sobre carne humana entre los soldados cuyo eco captó y quiso trans-
mitir al lector. De todas formas, el tema le permite rebajar a los indí-
genas y destacar la humanidad de los conquistadores españoles.
(Graulich 1996: 67) Así nos cuenta que no excluye que Moctezuma
haya comido carne de hombres (utiliza el principio de que no hay
humo sin fuego), pero añade inmediatamente que aquel acto bárbaro
sólo ocurría antes de la llegada de los españoles y destaca así el papel
civilizador de la conquista. De sobras es sabido que el canibalismo se
asociaba con la barbarie y servía para deshumanizar al indio.
Otro elemento que distingue las dos descripciones del banquete de
Moctezuma es la presencia de mujeres. Bernal menciona a las servido-
ras de Moctezuma y la reverencia con la que sirven al tlatoani, mien-
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 63

tras que Cortés omite su presencia. Esa presencia o ausencia de muje-


res es una constante en las dos obras. Bernal muestra un especial
interés por las amantes de Moctezuma que menciona al principio del
capítulo XCI. En la descripción de la comida de Moctezuma en el
mismo capítulo no se le escapaba -¿o se lo inventaba?- que el tlatoani
bebía cacao porque aquella bebida tenía un efecto afrodisíaco.5 Pese al
interés por las mujeres en su vida real y su fama de mujeriego6 Cortés
no les dedica ningún comentario, ni siquiera en el caso de la valiosa
Malinche, su amante, intérprete y consejera que menciona una vez en
la segunda carta y otra vez en la quinta. Bernal Díaz, al contrario,
incorpora un retrato muy elaborado y elogioso de la Malinche “con
una imagen ejemplar de doña Marina como espejo de la mujer cristia-
na” (Rose de Fuggle 1989: 946), a su vez claramente inspirada en los
romances.7 Tampoco pierde de vista a las demás mujeres indígenas,
que le preparan, por ejemplo, tortillas. Los soldados españoles consi-
deraban a esas mujeres como posesiones bastante importantes, según
Bernal, visto que su comida dependía de ellas. Bernal escribe, por
ejemplo, que en un ataque los españoles tuvieron que velar sus cosas
“y [a] las indias que nos hacían pan”. (1992: CLIII 435) En sus escri-
tos Bernal reconoce hasta cierto punto el valor de estas mujeres. Criti-
ca a los soldados de Garay, un arduo adversario de Cortés, cuando
éstos “andaban robando los pueblos y tomando las mujeres como si
estuvieran en tierras de moros, robando lo que hallaban”. (1992: CLXI
489) Está claro que Bernal aprovecha este argumento de humanidad
para saldar cuentas con Garay8, un arduo adversario de la conquista de
Cortés. El mismo argumento del robo de mujeres le servirá a Bernal
para justificar que los españoles se juntaron con los pueblos sometidos
para quebrar la hegemonía de Moctezuma. Pretende reproducir las
quejas del underdog, pero en realidad se inventa detalles. Graulich
(1996: 78-79) muestra cómo Bernal elabora y amplía un episodio
sacado de la obra de Gómara que dice: “Secretamente se quejó a
Cortés de Moctezuma por muchos agravios y tributos no debidos.”
(Gómara en Graulich 1996: 78) En el texto de Bernal aquellos agra-
vios se han cambiado en “[...] secretamente, que no lo sintieron los
embajadores mejicanos dieron tantas quejas de Montezuma y sus
recaudadores, que les robaban cuanto tenían, é las mujeres é hijas si
eran hermosas las forzaban delante dellos y de sus maridos, e se las
tomaban e que les hacían trabajar como si fueran esclavos”. (Díaz del
Castillo en Graulich 1996: 79) Además, es evidente que el papel de las
64 Kim Huyge

indígenas en la tropa castellana no se limitaba a callar solamente el


hambre de los estómagos. Piqueras Céspedes menciona varias otras
funciones: “Las mujeres, aunque también desempeñaban funciones
básicas de porteadores, serán más valoradas como sirvientes, enferme-
ras, cocineras o concubinas, en función de sus cualidades o atractivas
personales.” (Piqueras Céspedes 1997: 169) Aparte del interés que
demuestra Bernal por la poligamia y la vida sexual de Moctezuma, su
texto nos permite discernir, aunque sea de forma indirecta o negativa,
que las mujeres indígenas a él tampoco le dejan impasible. Antes de ir
a Tlaxcala, los españoles recibieron de Xicotenga provisiones y tam-
bién algunas mujeres: “[…] acordó de nos enviar cuarenta indios con
comida de gallinas y pan y fruta y cuatro mujeres indias viejas y de
ruin manera”. (Díaz del Castillo 1992: LXIX 166) Nos deja algo
pensativo la calificación de estas mujeres como si las jerarquías tal
vez importaran también en la adjudicación de mujeres jóvenes o vie-
jas.
Volviendo al fragmento de Bernal quisiéramos destacar una tercera
diferencia en la descripción de Bernal: la distancia jerárquica entre los
aztecas. Aquella distancia entre Moctezuma y sus súbditos se puede
considerar como la cara negativa de las relaciones feudales, un ele-
mento menos presente en las Cartas de Cortés. Ambos autores descri-
ben la estricta jerarquía que se puede notar cuando come el emperador
de los aztecas, pero su enfoque difiere sustancialmente. Cortés obser-
va sobre todo cómo Moctezuma logra mantener el orden jerárquico
entre el monarca, las personas principales invitadas y sus servidores.
Díaz enfoca y elabora más la distancia y el miedo que crea esa jerar-
quía. Así Bernal Díaz siempre nos describe la actitud, el comporta-
miento de los súbditos de Moctezuma. Por una parte enfoca a la élite a
la que Moctezuma da de comer y, por otra parte, a sus servidores, es
decir los mancebos y las mujeres que le sirven la comida. Bernal
subraya la enorme distancia jerárquica entre Moctezuma y sus súbdi-
tos destacando los siguientes elementos en el banquete (1992: XCI
216-218):
a) “Y desque el gran Montezuma había comido, luego comían
todos los de su guarda e otros muchos de sus serviciales de casa”. Los
servidores de Moctezuma no pueden empezar a comer antes de que el
emperador haya terminado.
b) “Y ya que encomenzaba a comer echábanle delante una como
puerta de madera muy pintada de oro, por que no le viesen comer, y
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 65

estaban apartadas las cuatro mujeres aparte”. La distancia entre Moc-


tezuma y sus servidores se hace tangible.
c) Díaz dice entonces que el recibir comida de Moctezuma se
considera como “gran favor” por parte de los cuatro señores viejos,
pero aún entre ellos y Moctezuma hay una gran distancia, hay un
abismo entre el que tiene el poder, que está sentado a una mesa, y los
favorecidos visto que “el plato y manjar que les daba Montezuma
comían en pie e con mucho acato, y todo sin miralle a la cara”.
d) Si los sabios del entorno de Moctezuma pueden discutir con
Moctezuma, o al menos contestar a sus preguntas, las demás personas
deben guardar silencio según Díaz: “Mientras que comía, ni por pen-
samiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda,
questaban en las salas, cerca de la de Moctezuma”.
Bernal utiliza el banquete de Moctezuma como Cortés, es decir,
para causar la admiración del lector por el reino de los aztecas y para
ilustrar los fuertes lazos feudales que reinan en aquel imperio. La
diferencia reside en que la Historia Verdadera se centra mucho más
en la distancia que conlleva aquella jerarquía y que dedica más aten-
ción a la posición que ocupan los de abajo.
La distancia entre los que gobiernan y los subalternos en relación
con la comida no sólo se encuentra tematizada en este fragmento de la
Historia Verdadera. Díaz apunta una situación similar entre los espa-
ñoles a la hora de comer. Así cabe advertir que Díaz distingue muy
bien entre los soldados por un lado y por otro lado a Cortés y los que
comen con él. Dice por ejemplo: “[Los aztecas] trujeron indias para
que hiciesen pan de su maíz, y gallinas y fruta y pescado, y de aquello
proveían a Cortés y a los capitanes que comían con él, que a nosotros
los soldados, si no mariscábamos o íbamos a pescar, no lo teníamos.”
(Díaz del Castillo 1992: XXXIX 105) Bernal busca la compasión en el
lector que quiere convertir en compañero. Pero, en realidad, los solda-
dos españoles sabían de antemano que el reparto de la comida y del
botín tenía que ser jerárquico. Mientras los soldados solían recibir una
ración de dos libras de bizcocho y media libra de tocino por persona
los capitanes tenían un trato dietético más diversificado y de mejor
calidad. (Piqueras 1989-1990: 179) La mayoría de las expediciones al
Nuevo Mundo presentaban la misma estructura jerarquizada. La con-
quista de la Nueva España fue en esencia un asunto individual. La
parte del botín que recibió cada uno correspondía a lo que había inver-
tido en la expedición y en tiempos de escasez los soldados tenían que
66 Kim Huyge

alimentarse por sus propios medios, por ejemplo mediante trueque.


(Zavala 1964: 18- 27) Bernal Díaz no puede haberlo ignorado dado
que dice respecto de las preparaciones de la expedición: “Y estos
vecinos que he nombrado tenían sus estancias de pan cazabi y mana-
das de puercos cerca de aquella villa, y cada uno procuró de poner el
más bastimiento que pudo.” (Díaz del Castillo 1992: XXI, 71)
Pero la representación de la desigualdad entre los militares españo-
les no carece de importancia en una obra cuyo objetivo central –según
su autor– es sacar a la luz la verdadera historia de todos los soldados
que participaron en la conquista de México y no sólo destacar las
hazañas de Cortés, tal como le reprocha a López de Gómara. (León
Portilla 1984: 10) El estudio de los distintos manuscritos de la Histo-
ria Verdadera efectuado por Pérez Martínez nos enseña que Bernal
incorporó esta perspectiva colectiva sobre todo en las últimas fases de
la redacción. Se nota por ejemplo en el uso de la primera persona del
plural que aumenta hacia el final de la obra. Según Rodríguez García
la primera persona ocupa un lugar central en lo que él llama la retórica
de la autolegitimación en Bernal. En un primer movimiento Bernal
convierte a su ‘yo’ real, su testimonio de insignificante soldado de
infantería en el ‘nosotros’ de todos los soldados españoles y destaca
que tomaban todas las grandes decisiones en conjunto. Luego, en un
segundo movimiento, Bernal puede hacer otra diferenciación, para
distinguirse de los demás soldados y enfocar de nuevo a su yo, pero
esta vez como un yo eminente.
Por ejemplo, en la expedición de Cortés a Figueras, el actual Hon-
duras (algunos años después de la conquista de México), en un primer
movimiento Bernal muestra la distancia entre dos grupos, Cortés y sus
capitanes por un lado y los soldados por otro lado, y Bernal adopta la
perspectiva de éstos. Cortés y sus capitanes siempre disponían de
cerdo tal como el mismo Cortés afirma en sus cartas a Carlos V, pero
los soldados padecían hambre. Resulta que cuando llegaron las nuevas
provisiones, los soldados se lo comieron todo y no dejaron nada para
Cortés, diciendo: “[…] buenos puercos habéis comido vos y Cortés.”
(Díaz del Castillo 1992: CLXXVI, 562) En el segundo movimiento
vemos cómo Bernal se distancia de sus soldados compañeros y se
enaltece a sí mismo. Cortés, el gran conquistador de México, se diri-
gió según la Historia Verdadera a nuestro Bernal, le halagó con “pa-
labras melosas” y le suplicó que le diere un poco de comida. Bernal
adopta aquí una posición superior a Cortés. Según él mismo cuenta,
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 67

logra salvar ingeniosamente a Cortés de la penuria y la reacción de


Cortés fue de gratitud: “Y él [Cortés] se holgó en el alma y me abrazó
[...]” Añade Bernal: “He traído aquí esto a la memoria para que vean
en cuánto trabajo se ponen los capitanes en las nuevas tierras.” (Díaz
del Castillo 1992: CLXXVI, 563) Bernal se autoproclama capitán al
lado de Cortés pero el título que usurpa nuestro autor no está docu-
mentado en ninguna otra fuente que su propia historia y por tanto
probablemente se puede considerar como un ejemplo de la mitifica-
ción (para retomar la terminología de Beatriz Pastor) del ‘yo’ de Ber-
nal.
Como conclusión postulamos que la intertextualidad de Bernal con
Gómara y otros cronistas anteriores le sirve como punto de partida
para construir su propia historia que al fin y al cabo sustenta sus pro-
pios objetivos económicos. No olvidemos que Bernal, encomendero
en Guatemala, quiso transmitir sus encomiendas a su descendencia.
En el caso de Cortés también es obvio que las descripciones marcadas
por grandes ejemplos de la cultura europea en las Cartas deben mos-
trar a Carlos V el poder del imperio de Moctezuma y las ganancias
que se pueden obtener mediante la colonización de la Nueva España.
Las descripciones de la comida sirven para mostrar el interés econó-
mico de las tierras de México y así Cortés justifica al mismo tiempo
su rebeldía ante Carlos V y defiende sus propios intereses económi-
cos. La intertextualidad con obras y códigos del Viejo Mundo es el
instrumento, el método para un objetivo esencialmente económico.
Cortés y Bernal transforman la comida de los indígenas a la europea y
la aprovechan para alimentar sus discursos con los que esperan bene-
ficiarse personalmente. El Nuevo Mundo de Cortés y Bernal sabe a
Europa.
68 Kim Huyge

Moctezuma y el mercado de Tenochtitlán en un mural de Diego Rivera (Palacio


Nacional, ciudad de México). [Labón Collado, Rasha. Modos, modas y modales:
manual de etiqueta. México: Trillas, 1992: 201.]
Anexo 1. Comparación de la comida de Moctezuma en Las Cartas de Relación y en La Historia Verdadera de la conquista de la Nueva
España con la comida de Carlos V y los habsburgos.

Cartas de Relación La Historia Verdadera de la conquista Carlos V y los Habsburgos


de la Nueva España
A. COMIDA
Tipos de comida: / Distintos tipos de comida:
-Comida diaria: con mucha gente -Comida diaria: en solitario
(=público) -Comida menos frecuente: en la corte
-Comida semanal: banquete en público
(=banquete).
Cantidad: platos “sin cuento” todos los Cantidad: 300 platos de 30 guisados Cantidad: merienda de 500 platos, banquete
días distintos + 1000 platos para la gente de con 1600 platos en ocasiones especiales.
guarda y más de 2000 jarros de cacao.
Orden: Orden: Orden:
No habla de un orden estricto de los No habla de un orden estricto de los 1.Entrante (fruta, jamón,…)
manjares. manjares. 2.Verdadero yantar
guisados, asados de carne = “servicios”: de
tres hasta doce (entonces 100 bandejas en la
mesa)
3.postres (dulces, fruta,…)
Presentación: Presentación: Presentación:
1. Lavado de las manos (antes y 1. Lavado de las manos (no se 1. Lavado de las manos (antes y des-
después de cada servicio) especifica) pués de cada servicio)
2. Brasericos para calentar la comida 2. Brasericos para dar calor a 2. /
Moctezuma
B. PERSONAS
Servidores: Servidores: Servidores:
1. Servidor de pie, al lado de Mocte- 200 personas de guarda 1. Mayordomo mayor al lado de Carlos V
zuma
2. 300 o 400 servidores.
Invitados: / Invitados:
- son atendidos - deben servirse a si mismos
- no ven a Moctezuma - pueden/deben ver al rey
Presencia de 6 señores ancianos Presencia de 4 señores ancianos de pie. No hay platos individuales, los invitados
más importantes pueden compartir la mesa
del rey si éste les invita (y, en el caso de los
Habsburgos, si pertenecen al orden del
Toisón de Oro). Invitados son atentidos por
“los dueños de la casa”, i.e. el rey
C. ENTORNO
Moblaje: Moblaje: Moblaje:
-una gran sala muy limpia, con alfom- - manteles de mantas blancas, barro de -elegante ornamentación (mobiliario,
bras Cholula, copas de oro candelabros, tapices, manteles, cubiertos,
- Moctezuma sentado a una mesa copas,…)
-Moctezuma está sentado en una -mesa en forma de U
almohada de cuero pequeña muy bien
hecha.
Diversión: no hay música, ni bufones Diversión: algunas veces hay cantos y Diversión: entre los servicios del banquete
bufones hay actuaciones musicales
Anexo 2. Comparación de una huerta en Bernal y Cortés con el tópico del locus amoenus.

Locus Amoenus (Esquema de Fragmento Bernal capítulo Fragmento Cortés Tercera Carta (1993:
Verelst 1994 basado en Cur- LXXXVII (1992: 208) 353)
tius: 189-207)
Naturaleza lujuriante (árbol, “diversidad de árboles”, “andenes “Jardines muy frescos e infinitos árboles de
pradera, flores) llenos de rosas y flores , y muchos diversas frutas y muchas yerbas y flores oloro-
frutales y rosales de la tierra” sas”
Agua con connotación positiva “un estanque de agua dulce” “por medio della va una muy gentil ribera de
(fuente o río) agua y de tracho a tracho”
Pájaros y cante de pájaros / /
Brisa suave / “más fermosa huerta y fresca que nunca se vio,
jardines frescos”
Claridad / /
Ambiente pacífico Le gusta a Bernal dar paseos en el Cortés describe cómo los españoles encuentran
jardín un momento de descanso después de sus pri-
meras conquistas en la huerta.
Despierta el sentimiento amoro- / /
so o crea estado de euforia
Lo maravilloso positivo (una “que fue cosa muy admirable vello y “cierto es cosa de admiración ver la gentileza y
rosa que florece permanente- paseallo” grandeza de toda esta huerta”
mente, fuente de la eterna juven-
tud)
72 Kim Huyge

Notas
1
Por razones de comodidad las citas provienen de la edición de Espasa-Calpe de
1992, pero en 2005 se publicó una primera edición crítica en México, Bernal Díaz del
Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Manuscrito ‘Gua-
temala’), de José Antonio Barbón Rodríguez.
2
Piqueras Céspedes (1997: 248-250) distingue cinco modalidades (entre hospitalidad
y hostilidad) que podían adoptar las relaciones entre los indígenas cuando llegaron
españoles hambrientos a su pueblo: regalaron comida, hicieron una resistencia activa,
abandonaron sus pueblos pero dejaron alimentos, abandonaron sus pueblos sin dejar
alimentos, quemaron sus pueblos. Hay que observar que los datos estudiados por
Piqueras Céspedes son posteriores a la conquista de la zona inicial de la Nueva
España.
3
Hasta la Guerra Civil Española Ramón Iglesia tomó el partido de Bernal. Adoptó
una posición historiográfica positivista y se dedicó a buscar e inventariar los hechos
supuestamente históricos en la Historia Verdadera. Después, en su exilio en México,
cambió radicalmente su visión. Consideró a Bernal como el polo ideológico opuesto
de Las Casas e indicó la necesidad de una (re)interpretación de los hechos en la
Historia Verdadera.
4
Léase por ejemplo el muy ilustrativo capítulo CCVIII de la Historia Verdadera
(Díaz del Castillo 1992: CCVIII 692-693) titulado ‘Cómo los indios de toda la Nueva
España tenían muchos sacrificios y torpedades, y se los quitamos y les impusimos en
las cosas santas de buena dotrina’.
5
De Xavier Domingo aprendemos que hubo toda una controversia en el siglo XVI
acerca del chocolate. La pregunta central era si la bebida del chocolate rompía o no el
ayuno eclesiástico. Varios detractores del chocolate se referían a este fragmento de la
Historia Verdadera. Según el padre Eusebio Nieremberg la fuerza de la bebida era
que “si se toma simple, es refrigerar y causar mucho nutrimento; pero si se toma
compuesto [con ámbar por ejemplo], excitar para el uso venéreo”. (Domingo 1981:
44) Domingo demuestra que Quevedo lo hubiera bebido con el desayuno para estimu-
lar su mente pero no lo llamaba por su nombre porque no quería que se supiera. La
combinación de chocolate y mujeres también ocupó a Martha Few en ‘Chocolate, Sex
and Disorderly Women in Late-Seventeenth and Early Eighteenth Guatemala’. Anali-
za cómo la bebida adquirió nuevas connotaciones en el siglo XVII y se asoció con los
poderes rituales de las mujeres y a veces con el desconcierto social que podían provo-
car. Para más fuentes, véase Henrique Carneiro, ‘Historia da alimentação: bibliografia
geral e específica’.
6
Véase el capítulo XII ‘Un hombre rodeado de mujeres’ en la biografía de Bennassar.
(2002: 259-272)
7
Para no salir demasiado de nuestro tema, no vamos extendernos sobre el retrato que
Bernal presenta de la Malinche, a la que dedica muchas palabras (sobre su origen, su
belleza, su papel en el episodio de Cholula). El tema ya fue estudiado en 1937 por
Olschki en el tercer capítulo de su Storia letteraria delle scoperte geografiche. Olsch-
ki mostró la influencia de los romances medievales en la composición de aquel retrato
de la Malinche en Bernal Díaz del Castillo. (en Gilman 1961: 114)
8
Francisco de Garay (¿ - 1523) “intentó conquistar México dos veces, desde la región
de Pánuco”. (Bennassar 2002: 13)
Cortés y Bernal: El Nuevo Mundo sabe a Europa 73

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Teoqualo o Dios es comido:
un plato ritual escenificado por Sor Juana Inés
sobre la base de la crónica de Torquemada

Eugenia Houvenaghel

Sor Juana dedica la loa del auto sacramental El divino Narciso a un rito indígena de
teofagia, basándose en el material sobre Teoqualo de la crónica de Torquemada.
Preguntándonos cuáles son las claves de la transformación de la ceremonia mexica en
la escenificación de Sor Juana, llegamos a la conclusión de que los criterios de selec-
ción son los siguientes: 1) los parecidos entre el rito de los aztecas y el sacramento de
la eucaristía y 2) la relación simbiótica entre la comida material y la comida espiritual,
que está presente en las culturas antiguas de Europa y de América. Así es que la loa –
leída como un recordatorio de los orígenes paganos del mayor sacramento de la
religión cristiana– se puede interpretar en clave de la búsqueda de una nueva identidad
novohispana.

1. Introducción

1.1. Comida física y comida espiritual

El vínculo original entre la comida física y la religión primitiva es


muy estrecho. Todas las civilizaciones, en sus orígenes, han conside-
rado que la divinidad –no olvidemos que el animismo está en el origen
de toda religión– tenía muchísimo que ver en el aprovisionamiento de
lo esencial en la subsistencia, que es la comida. Por eso instituyeron
servicios y sacrificios que tienen como fin último asegurar el sustento
necesario, el alimento, que depende de los dioses.
Pero si bien es cierto que originalmente, se consideraba que la co-
mida física –la que nos sirve para que el cuerpo sobreviva– depende
de los dioses, hay también aquella otra comida, que es exclusiva de la
religión, la comida espiritual. La comida está, por ejemplo, muy pre-
sente en la tradición cristiana. Tanto en los antiguos textos sagrados de
la tradición judeocristiana, como en el Nuevo Testamento, abundan
78 Eugenia Houvenaghel

las metáforas relacionadas con la comida, tales como el hambre, la


sed, la mesa, pan y vino.
Cuando consideramos la relación jerárquica que existe entre la co-
mida física y la comida espiritual, comprobamos que, en la tradición
cristiana, la comida espiritual supera en importancia a la comida físi-
ca.1 Ninguna cantidad de comida física puede sustituir el efecto de la
comida espiritual: es la comida espiritual que da la satisfacción verda-
dera. De ahí que la comida espiritual se pueda considerar como ‘el
plato más sabroso’, un plato más sabroso que cualquier plato material,
físico.2
Para obtener dicha hartura verdadera, algunas sociedades se comen
–metafóricamente– a sus dioses. ¿Qué significado tiene esta acción de
teofagia? Se trata de una metáfora que hace coincidir, convergir la
existencia con la esencia, el fondo y la forma. Tomar un alimento (la
forma que existe, que es palpable) es comerse o apropiarse la esencia
divina que lleva dentro, el fondo que es la deidad. Entre aquellas
sociedades que se comen a sus dioses, figura la cristiana, cuyo mayor
misterio se halla en un rito de teofagia: el sacramento de la eucaristía
en la que se toma el cuerpo y la sangre de Cristo. Según la teoría de la
transubstanción, no se trata de una metáfora, sino que el pan es de
verdad el cuerpo de Cristo y el vino es la sangre de Cristo, que muere
físicamente y ofrece su cuerpo y sangre.

1.2. Los cronistas frente a la teofagia en el Nuevo Mundo

Pero no sólo la sociedad cristiana sino también otras sociedades se


comen a sus dioses. Es precisamente lo que descubren los conquista-
dores y misioneros al llegar al Nuevo Mundo. Los primeros conquis-
tadores, tales como Cortés en su segunda carta de relación, ya descri-
ben cómo están hechas imágenes divinas en masa de granos y verdu-
ras. Durán también nos ofrece varios ejemplos de fabricación de imá-
genes divinas en masa de granos.
Relatar estos ritos era, en aquella época, una tarea delicada. El pro-
blema principal que se planteaba a los cronistas a la hora de describir
estos ritos, era precisamente el parecido asombroso entre un rito con-
siderado como bárbaro y el sacramento de la eucaristía, el mayor
misterio del cristianismo, porque según los dogmas de la iglesia cató-
lica, la religión es universal y única. Por lo tanto, cualquier tentativa
de religión comparada era un sacrilegio (Cervantes 1991: 6) y el Tri-
Teoqualo o Dios es comido 79

bunal del Santo Oficio fiscalizaba estos asuntos. (López López 1995:
225)
La contigüidad entre las religiones no sólo es sacrílega por la con-
tradicción del dogma único, sino que también es peligrosa porque
posibilita la pervivencia de la idolatría enmascarada con la semejanza.
El caso concreto del rito de los aztecas –que comen pan sacramentado
y mezclado con sangre como cuerpo de dios y llaman esta comida
Teoqualo o Dios es comido– proporciona un ejemplo muy ilustrativo
del objeto de la ansiedad de cronistas tales como Motolinia, Durán,
Sahagún y Acosta. Algunas de las semillas con las cuales se formaba
la estatua del dios para la ceremonia del Dios comido eran bledos de la
planta amarantácea, o alegría, prohibida por la inquisición. A pesar de
esta prohibición, se continuó clandestinamente el uso de esta planta y
el ritual de forma disfrazada, cubriendo la alegría con obleas, preci-
samente el material utilizado para elaborar la sagrada hostia, símbolo
del cuerpo de Cristo. Así, lo mexica se esconde bajo la apariencia
engañosa de lo cristiano: el cuerpo idolátrico es envuelto en una capa
cristiana. El otro se oculta, se enmascara con la semejanza. (López
López 1995: 225) Así, literalmente se confunden el cuerpo de Cristo y
de Huitzilopochtli.

1.3. Sor Juana y Torquemada: la inserción de la cultura indígena


en el marco de la cultura clásica

Sor Juana, en plena época de Contrarreforma, atrevida, no esquiva la


semejanza peligrosa y diabólica entre los ritos azteca y cristiano de
teofagia sino que más bien va en busca de esa contigüidad. Su punto
de partida no es, como en el caso de los cronistas, la realidad histórica
y cultural de los indígenas, sino el misterio teológico de la Eucaristía.
Al ejecutar la tarea de escribir el auto sacramental El Divino Narciso,
dedica la primera parte introductoria de la doble pieza alegórica preci-
samente a un rito indígena de teofagia. El Divino Narciso es destinado
a ser representado en Madrid, por lo tanto una de las funciones de la
pieza (al lado de la función tradicional del auto, la de aclarar el miste-
rio de la eucaristía) es la de dar a conocer al público de la metrópoli
las costumbres y los ritos de los indígenas. En la Loa introductoria al
auto sacramental El Divino Narciso (1690), que abreviaremos en
adelante mediante Loa al Divino Narciso, Sor Juana escenifica cómo
80 Eugenia Houvenaghel

los aztecas comen pan sacramentado que representa el cuerpo de uno


de sus dioses.
Pero para entender el verdadero mensaje vehiculado por la loa in-
troductoria, hay que tener en cuenta no sólo el contenido de la loa
introductoria, sino también el contenido del auto sacramental. En el
propio Auto, la parte principal de la doble pieza, Sor Juana aclara el
misterio de la Eucaristía por medio de una adaptación del mito ovidia-
no de Narciso y Eco, en la que Narciso se convierte en Cristo. Como
consecuencia, si bien es cierto que el misterio de la eucaristía se expli-
ca por una representación mítica de la cultura clásica, también es
verdad que Sor Juana, al optar por un rito de teofagia indígena en la
parte de menor importancia que es la loa introductoria, sugiere que
también la cultura azteca podría ser digna de representar el misterio
eucarístico. (Zanelli 1994: 187)
Varios investigadores, tales como Glantz (1992: 178) y Sabat de
Rivers (1992: 289), se han preguntado de dónde Sor Juana sacó, a
fines del siglo XVII, la información sobre este rito precolombino de
Teoqualo.3 La mayoría de los críticos consideran la crónica de Juan de
Torquemada como la única fuente posible de Sor Juana. La Monarqu-
ía Indiana (1615) es la única crónica mencionada en la obra de Sor
Juana, más precisamente en el Neptuno alegórico (Sabat de Rivers
1992: 289), y fue la única crónica autorizada que circulaba en los
tiempos de Sor Juana. (Glantz 1992: 178)4 Además, algunos detalles
prueban su papel de fuente primaria y la relación directa entre la loa
de Sor Juana y la crónica de Torquemada, tales como elementos que
Sor Juana menciona y que sólo figuran en la crónica de Torquemada.5
Así pues aceptamos la hipótesis defendida por Glantz y Sabat de
Rivers de que la obra de Torquemada tiene que haber sido la fuente
directa de Sor Juana al describir el rito Teoqualo en la Loa al Divino
Narciso.
El aporte personal de la crónica de Torquemada se relaciona con la
posición de la cultura indígena. Su Monarquía Indiana es sobre todo
un intento de introducir la cultura indígena en el marco de la cultura
clásica con el fin de dar a la cultura indígena el mismo prestigio que
tenía por aquel entonces la cultura clásica. Se trata de indicar que las
cult precolombinas significan para el Nuevo Mundo lo que la cultura
clásica de los romanos, griegos, hebreos e egipcios significan para el
Viejo Mundo. Volviendo al ejemplo de la Eucaristía, vemos que Tor-
Teoqualo o Dios es comido 81

quemada sitúa el sacrificio de pan y vino en ceremonias religiosas


tanto entre los pueblos clásicos como entre los indios.6
Pensando en el método intercultural y comparativo utilizado por
Sor Juana en el Divino Narciso –el cotejo del mito de Eco y Narciso
con el misterio de la Eucaristía– y en el efecto surtido por la doble
alegoría del Divino Narciso –el de elevar la cultura indígena casi al
mismo nivel que la cultura clásica– podemos decir que, a pesar de las
grandes diferencias en cuanto a género, extensión entre las dos obras–
existe cierto parecido entre el discurso realizado por Juan de Torque-
mada en la Monarquía Indiana y el de Sor Juana en el Divino Narciso.

2. Análisis comparativo: ¿Cómo usa Sor Juana la descripción de


Teoqualo por Torquemada en su escenificación?

2.1 Introducción

Después de esta presentación de algunos elementos más generales de


la crónica de Torquemada, ya es hora de volver al tema concreto de
nuestra reflexión, que es el rito de Teoqualo o dios es comido, esceni-
ficado por Sor Juana sobre la base del relato de Torquemada. En este
trabajo, nos haremos la pregunta de saber cómo usa Sor Juana la fuen-
te de Torquemada en su escenificación. Para ello, compararemos las
dos versiones del teoqualo, a pesar de las grandes diferencias en cuan-
to al género que hacen dificultosa el cotejo de los dos textos.
Como la crónica es un tipo de discurso complejo, tendremos que
proceder paso a paso.7 Estudiaremos primero la descripción externa
del rito (cuándo, cómo, qué) y nos preguntaremos cuáles son los datos
que Sor Juana mantiene o suprime. Después nos dedicaremos a la
finalidad del rito, comparando las motivaciones citadas por Torque-
mada con los contextos de sentido mencionados en la pieza de Sor
Juana. Después de esta descripción externa e interna del rito, veremos
cómo valoran Torquemada y Sor Juana la ceremonia, volviendo sobre
la ambivalencia en Torquemada y sobre el tema de la semejanza entre
el sacramento católico y el rito azteca.
Por medio de este cotejo bastante detallado, queremos descubrir la
clave de la transformación del rito teoqualo en la pieza de Sor Juana.
Según nuestra hipótesis, la reescritura del rito por Sor Juana se puede
leer sobre la base de la relación entre la comida –tanto la espiritual
como la física– y la religión, que explicaremos más en detalle al ter-
82 Eugenia Houvenaghel

minar este ensayo. Finalmente, volveremos a la idea básica del auto


sacramental, que es la de aclarar el misterio de la Eucaristía y nos
preguntaremos cómo la adaptación del rito Teoqualo puede haber
contribuido a este fin.

2.2 La descripción externa de Teoqualo: el dios de las semillas

La primera pregunta es la de saber a quién, es decir, a qué deidad se


dedica la ceremonia. Torquemada habla siempre de Huitzilopochtli.
Como sinónimo utiliza, en este apartado, “el mayor Dios”. En otros
fragmentos dedicados a Huitzilopochtli, recurre a la denominación
“guerrero dios”, “dios de las batallas”. (Lib. X, cap. xvi, 380; 381;
382) En el mismo contexto guerrero, en el fragmento aparece la refe-
rencia también al dios Paynalto, subordinado a Huitzilopochtli, tam-
bién relacionado con la guerra. (Lib. VI, cap. xxxviii, 114)8 Dentro del
marco de la inserción en la cultura clásica que hemos mencionado,
habla en otros capítulos también del Marte indio.
Sor Juana, en cambio, no utiliza el nombre Huitzilopochtli en la
Loa, ni se refiere a la guerra, aunque sí menciona el sol, otro elemento
relacionado con Huitzilopochtli. En conformidad con lo que leemos en
Torquemada, describe también a la deidad como el “mayor”. Sor
Juana utiliza siempre “Dios de las semillas”, nombre que se ha presta-
do del título del capítulo de Torquemada “La estatua de su mayor
Dios, llamado Huitzilopochtli, de varias y diferentes semillas”. El coro
de música que acompaña la ceremonia festiva y solemne en la versión
de Sor Juana –y que puede remontarse a la descripción de Torquema-
da de los bailes, cantos, instrumentos tocados y sonidos producidos en
las procesiones del rito– repite sin cesar la incitación central a celebrar
al gran Dios de las Semillas. (Escena I, vs. 71-72; Escena II, vs. 88-
89, 98-99,128-129,164-165, 182-183; Escena V, vs. 497-498) La voz
del coro se convierte en un refrán, una constante, que insiste en el
nombre “Dios de las semillas”. Es significativo que estos coros, al
lado de sus versos introductorios al principio de la loa, se limitan a
repetir el refrán alabador al Dios de las Semillas. Es como si la fun-
ción de los coros fuera, a través de toda la obra, recordar a este dios
azteca, y junto con Georgina Sabat de Rivers se podría considerar su
canto como una verdadera “apología del mundo azteca” (Sabat 1992:
267), como origen de la criollidad y mexicanidad.
Teoqualo o Dios es comido 83

El nombre escogido por Sor Juana es precisamente uno de los ele-


mentos que los estudiosos utilizan para demostrar que Sor Juana debe
de haber utilizado la Monarquía Indiana al escribir la alegoría teatral.
Pero sigue vigente la pregunta a qué dios azteca corresponde este
“Dios de las Semillas”. No hay una respuesta unívoca. Resumiendo,
podemos decir que “aquel dios mexicano es un constructo, una crea-
ción única de Sor Juana y no atribuible con exactitud a ninguno de los
dioses aztecas”. (Zwack 1991: 133)9 Sor Juana alcanza una simbiosis
barroca de varios dioses indígenas, como veremos más en detalle.
Volviendo al título Dios de las Semillas, Sor Juana llama la aten-
ción sobre la sustancia básica del ídolo sagrado que se come y que
representa simbólicamente el cuerpo del dios sacrificado. Por medio
de esta opción, Sor Juana subraya varias veces la idea de que la deidad
es la del cuerpo comido, ya que su identidad, su nombre es una refe-
rencia al ingrediente principal de la masa.10
Si ligamos el Dios de las semillas también a un dios relacionado
con el abastecimiento y la alimentación, tales como Centéotl, la dei-
dad del maíz o Tláloc, el dios de la lluvia y la fertilidad, veremos que
en el nombre no sólo se unen el cuerpo y la esencia comestible y la
identidad del dios representado, sino también la función de suministrar
la alimentación.
Pero la masa que se come en el rito no sólo contiene granos (semi-
llas) sino también sangre. Torquemada dedica menos importancia al
segundo ingrediente del ídolo: efectivamente, después de los granos
que forman la base de la masa, los indios añaden la sangre de niños,
que representan la inocencia y la pureza: “El licor con que se revolv-
ían y desleían aquellas harinas era sangre de niños […], que para este
fin se sacrificaban, cuyo intento era denotar en la simplicidad y ino-
cencia de la criatura la de el dios que representaba dicha estatua.”
(Lib. VI, cap. xxxviii, 113) Sor Juana, en el mismo sentido, menciona
un par de veces la sangre y la califica de “más fina” (Escena I, vs. 31-
32) y también de “inocente, pura” (Escena IV, vs. 376), lo que se
puede aplicar posiblemente a la joven edad de las víctimas sacrifica-
das. Ni Torquemada ni Sor Juana dan detalles sobre el modo en que
mataron a estos niños, pero Torquemada sí dice que los niños se sacri-
ficaban “para este fin” (Lib. VI, cap. xxxviii, 113), es decir, especial-
mente para formar con su sangre el ídolo de Huitzilopochtli. Sor Jua-
na, en el mismo sentido, dice que la “sangre/ inocente, [es] vertida/
[…] sólo para este efecto”. (Escena IV, vs. 338-9)11
84 Eugenia Houvenaghel

A más de estos dos elementos –los granos y la sangre que constitu-


yen la masa–, Sor Juana no utiliza más datos suministrados por Tor-
quemada, salvo el detalle de que sólo el sumo sacerdote puede tocar al
ídolo. Sin embargo, hay mucho más material en la descripción de
Torquemada: el cronista relata cómo se lleva el ídolo, acompañado
por otro dios de la guerra, en una procesión por varios lugares, en los
cuales se hacen sacrificios humanos (de cautivos, de esclavos) y de
animales, cómo después se mata simbólicamente al ídolo y cómo se
reparte la masa de su cuerpo entre los hombres, excluyendo a las
mujeres.
Vemos, pues, que en cuanto a la descripción externa del rito de
Teoqualo, Sor Juana suprimió muchos elementos concretos y distinti-
vos de su fuente y, como consecuencia, obtiene una referencia más
bien polivalente, general a un rito religioso de teofagia. Mantiene los
elementos del cuerpo de granos y la sangre, y el carácter sagrado de la
masa que sólo puede tocar el sacerdote, que fácilmente se pueden
aplicar al sacrificio de Cristo en la Eucaristía. Aquí tenemos una pri-
mera clave para entender la selección de datos hecha por Sor Juana: la
semejanza con el sacramento cristiano de la eucaristía.

2.3 Descripción interna del rito: ¿Con qué finalidad se celebra la


ceremonia de Dios es comido?

Conviene ir más allá de la descripción externa del ídolo: hace falta


preguntarse a qué sirve celebrar al Dios de las Semillas. Por extraño
que resulte, Torquemada nunca menciona la finalidad de las fiestas
dedicadas a Huitzilopochtli, de quien únicamente dice que se trata del
dios de las batallas, no obstante que la variedad de sus ritos y su cons-
tancia en el calendario ritual azteca es manifiesta. Sor Juana, en cam-
bio, dedica mucha más atención a la creación de un contexto de senti-
do del rito, y cita una doble finalidad de la ceremonia.
En primer lugar, Sor Juana explica que la ceremonia se celebra pa-
ra obtener campos fértiles que dan frutos en abundancia (Escena I, vs.
260-263) y agrega que esta fertilidad de los campos es el mayor bene-
ficio que se puede obtener.12 Volviendo al texto de Torquemada, la
finalidad citada aquí por Sor Juana se puede relacionar con sus des-
cripciones de las fiestas de Tláloc, el dios de la lluvia y el patrón de
los campesinos. Se busca, concretamente, que las lluvias no falten
para sustentar los sembrados y sementeras:
Teoqualo o Dios es comido 85

[el mes] en el cual hacían fiestas a los dioses Tlaoloques, que era ya ésta la
tercera vez que se la celebraban ; y la razón porque en este mes volvían a
hacer memoria de ellos, era porque como los panes iban algo crecidos y en
algunas partes espigados, pedían con este sacrificio su crecimiento y
conservación y logro ; por cuanto (como vimos en el mes pasado) este de
mayo suele ser algo falto de aguas (y mucho) y les es de grande daño a los
maíces, por lo cual pedían a estos demonios tlaloques no les faltasen con
aguas, porque el año no fuese estéril. (Lib. X, cap. xvii, 385)

Por otra parte, Sor Juana habla de otra vertiente de la finalidad de


la ceremonia, al decir que el Dios de las Semillas, también “es El que
nos limpia/ los pecados” (Escena IV, vs. 264-5) y “haciendo manjar
de sus carnes mismas/ de las manchas el Alma nos purifica”. (Escena
I, vs 65-70) Torquemada, en su descripción del rito, menciona esta
idea, pero la vincula no a la comida de un trozo del ídolo, sino al
momento de ofrenda y limosna, que sigue a la consagración y bendi-
ción de la estatua:

Hecha la consagración […] llegaban todos los que podían […] y juntamente le
sembraban todo su cuerpo de joyas de oro y de piedras preciosas y de valor,
conforme cada cual raía la devoción y tenía el posible, lo cual era fácil de
introducir en la forma de el ídolo por estar fresca y tierna la masa de que
estaba compuesto. Y hacían esta liberal ofenda, pareciéndoles que hacían un
muy gran servicio a su dios, y que por él les perdonaba sus pecados […]
queriendo dar a entender que les valía para su limpieza y purgación de culpas
a los que la hacían y daban. (Lib. VI, cap. xxxviii, 114)

Ambas funciones se pueden relatar con la Eucaristía. Por lo tanto,


aquí también la posibilidad de aplicar los elementos en el contexto
eucarístico parece haber sido de importancia primordial en el texto de
Sor Juana. La relación con Cristo en la segunda finalidad es evidente:
él se sacrifica para salvar el mundo de los pecados. Pero también la
idea de un dios de los campesinos se puede relacionar históricamente
con la Eucaristía. El origen de la procesión de la hostia del cereal,
serían las fiestas de ‘Recolección’ de religiones paganas ‘agrícolas’ en
las que se daban las gracias a la Diosa Madre, por los frutos de verano
o los de invierno, ofreciendo marmitas de granos, cestas de frutos o
bandejas de pan.
Codex telleriano-Remensis: Quetzalcóatl (Codex Telleriano-Remensis folio8v), el templo mayor de Tenochtitlán donde el templo de
Tlaloc erróneamente está a la derecha y el de Tlaloc a la izquierda (folia 39r) y Huitzilopochtli (folio 25r)
[Quiñones Keber, Eloise, Le Roy Ladurie, Emmanuel [edit.] y Besson, Michel [ill.]. Codex Telleriano-Remensis: ritual, divination, and
history in a pictorial Aztec manuscript. Austin: University of Texas Press: 1995.]
Teoqualo o Dios es comido 87

Más allá de la relación con el sacramento católico, vemos que la


comida espiritual y la comida física se unen en el Dios de las Semillas.
El vínculo original entre la comida física y la religión primitiva es
muy estrecho. Todas las civilizaciones, en sus orígenes, han conside-
rado que la divinidad tenía muchísimo que ver en el aprovisionamien-
to de lo esencial en la subsistencia, que es la comida. Por eso institu-
yeron servicios, sacrificios que tienen como fin último asegurar el
sustento necesario, el alimento, que depende de los dioses.
El Dios de las semillas fertiliza los campos y abastece de comida
física y a la vez se ofrece en comida espiritual que perdona los peca-
dos. Ambas ideas, tanto la de la comida espiritual como la de la comi-
da física, están presentes en Torquemada, aunque en dos capítulos
distintos, y aplicados a dos deidades distintas: Tláloc y Huitzilopoch-
tli. La comida espiritual que purifica y perdona los pecados está en el
rito de teofagia de Huitzilopochtli, mientras que la comida física ocu-
pa un lugar central en la ceremonia a Tláloc. Es de observar que Sor
Juana explicita esta relación entre comida física y espiritual en el Dios
de las semillas cuando explica “su protección no limita/ sólo a corpo-
ral sustento/ de la material comida,/ sino que después, haciendo/ man-
jar de sus carnes mismas/ (estando purificadas/ antes, de sus inmundi-
cias corporales), de las manchas/ el Alma nos purifica”. (Escena I, vs.
61-70) La unión de las dos vertientes del alimento sagrado en una
deidad podría suministrar una explicación coherente y aceptable de la
simbiosis de dioses aztecas Tláloc y Huitzilopochtli realizada por Sor
Juana.
La misma idea –la unión de la comida material y espiritual– podría
funcionar como otra de las claves de la reescritura que Sor Juana hizo
de la ceremonia Teoqualo.

2.4 La valoración del rito teocualo

La valoración del rito teoqualo por Torquemada no es unívoca. Tene-


mos que distinguir entre, por un lado, la descripción (positiva) de la
actitud de los indios y por otro, la descripción (negativa) del dios y su
imagen.
La actitud de los indios al preparar la fiesta y al celebrar se descri-
be de modo muy positivo y respetuoso. Leemos por ejemplo fragmen-
tos (Lib. VI, cap. xxxviii, 114-115) como “juntaban muchos granos y
semillas de bledos y otras legumbres y molíanlas con mucha devoción
88 Eugenia Houvenaghel

y recato”; “con muy grande reverencia y estimación la [la estatua]


subían al cu y altar que le tenían muy compuesto y aderezado”, “le
hacían muy solemne ofrenda y grande sacrificio”, “hacían una muy
gran procesión”, “le salían a recibir muy solemnemente”. Por los
términos como “solemne” y “recato”, conocemos la dignidad y el
carácter extenso e intenso de las ceremonias. El lector entiende que,
aunque el centro de la acción se considera como totalmente erróneo, el
indio sí tiene la capacidad religiosa de organizar con el debido respeto
una ceremonia religiosa. Efectivamente, cuando Torquemada describe
la comunión entre los indios ya convertidos, dice explícitamente que
su actitud supera en devoción a la de los españoles. (Lib. XVI, cap.
xxi, 282-283)
En este contexto, hace falta subrayar la fecha tardía de la crónica
de Torquemada (1615), que no sólo es el relato de la sociedad indíge-
na precolombina, sino también de la vida cristiana de los indios ya
convertidos. El caso del rito de teofagia puede ejemplificar la doble
perspectiva temporal de Torquemada: el franciscano describe tanto el
rito azteca de Teoqualo como el sacramento de la eucaristía entre los
indios que ya comulgan. (Lib. XVI, cap. xxi, 281-284) Torquemada
habla de la satisfacción con la que los indios reciben la comunión, la
devoción con la que comulgan los indios:

Vemos la devoción con que estos pobrecitos comulgan y el aparejo que hacen
como dejamos dicho; y a lo menos hacen conocidas ventajas al común de los
españoles, en que no se van luego a jugar, ni pasear, sino que se están en la
iglesia la mayor parte del día, rezando y encomendándose a Dios. (Lib. XVI,
cap. xxi, 281-284)

Si bien es cierto que la valoración de la actitud religiosa y de la ce-


remonia de los indios por Torquemada es positiva y respetuosa, no
vale lo mismo para la presentación del dios ni de la imagen o estatua
suya. Las calificaciones se relacionan con la falsedad y con el diablo.
El propio Dios Huitzilopochtli se califica de “falso y abominable”, su
imagen de “diabólico y infernal pan y masa” o de “retrato del demo-
nio”. (Lib. VII, cap. xi, 157; Lib. VI, cap. xxxviii, 113-115) Ahí abun-
dan en el relato de Torquemada las referencias que indican que este
rito se parece tanto al rito católico por la mímica diabólica: el Diablo
se quiere parecer en la medida de lo posible a Cristo. Torquemada
concluye su relato significativamente en este sentido: “Y con esto
cesaba esta compostura de imagen y simulacro del demonio.”13
Teoqualo o Dios es comido 89

Vemos, pues, que la actitud de Torquemada frente al rito indígena


es doble.14 Ambas vertientes se reconocen en la Loa de Sor Juana.
Primero, las referencias al carácter diabólico y falso del rito de
Teoqualo, las expresan en el texto de Sor Juana los personajes alegóri-
cos que representan España. Dichos personajes hablan de “Idolatría/
con supersticiosos cultos” (Escena II, vs. 79-80), “torpes ritos” (Esce-
na II, vs. 101-102) o “el culto profano/a que el Demonio os incita”.
(Escena II, vs. 111-112) Se emite varias veces que el Demonio es el
responsable de la mímica de los sacramentos católicos: “Si aqueste
infeliz tenía / un ídolo que adoraba/ de tan extrañas divisas/ en quien
pretendió el demonio/ de la Sacra Eucaristía/ fingir el alto Misterio”
(Escena V, vs. 350-355) Pero es sobre todo en los momentos en que el
personaje que representa América explica el rito de Teoqualo cuando
el parecido con la Eucaristía evoca la reacción violenta de los persona-
jes que representan España. El personaje que representa la iglesia
católica de España, Clero, se emociona; a ella le asombra la casi in-
creíble semejanza que sólo se puede explicar como una acción del
demonio:

¡Válgame Dios! ¿Qué Dibujos, /qué remedos o qué cifras/ de nuestras sacras
Verdades/ quieren ser estas mentiras ?/¡Oh cautelosa serpiente !/¡Oh Aspid
venenoso! ¡Oh Hidra,/que viertes por siete bocas,/de tu ponzoña nociva/toda
la mortal cicuta!/ ¿Hasta donde tu malicia/ quiere remedar de Dios/ las
sagradas Maravillas?/ (Escena IV, vs. 271-282)

En segundo lugar, la actitud respetuosa frente al rito indígena está


también muy presente en el texto de Sor Juana. Concretamente, son
los personajes alegóricos que representan América, acompañados por
el coro de Música, quienes subrayan el carácter digno y solemne de la
ceremonia: “hoy es del año/el dichoso día/ en que se consagra/ la
Mayor Reliquia.” (Escena I, vs. 5-8) Hay críticos que relacionan direc-
tamente la actitud respetuosa de Sor Juana en la alegoría con la actitud
de Torquemada. Ya el mero hecho de haber optado por el tratamiento
del tema de Teoqualo en la pieza introductoria de un auto dedicado al
sacramento de la eucaristía indica este respeto. Y tenemos que recor-
dar que una interpretación posible de la Loa es la de sugerir que tam-
bién la cultura azteca –igual que la cultura clásica bajo la forma del
mito de Narciso y Eco– es digna de representar el misterio de la euca-
ristía.
90 Eugenia Houvenaghel

Vemos pues que la ambigüedad de la valoración de Torquemada se


ha traducido en la escenificación de Sor Juana en dos tipos de perso-
najes: la alegoría de América, por un lado, –que subraya el carácter
digno y solemne de la ceremonia– y la alegoría de España, por otro, –
que emite el carácter diabólico de la mimesis de la eucaristía en un rito
bárbaro.
En lo que difieren Torquemada y Sor Juana es en su actitud frente
a la semejanza entre los dos ritos. Lo que salta a la vista es que cada
vez que Torquemada utiliza una palabra reservada a la religión católi-
ca, actúa de modo muy prudente, se corrige o explica muy claramente
que no se trata de la palabra en su verdadero sentido. Las referencias a
la falsedad y a lo diabólico muchas veces se insertan cuando Torque-
mada es obligado a utilizar un término ligado al catolicismo, como
ocurre, por ejemplo, cuando utiliza la palabra reliquia o cuerpo san-
to: “[...] todos los que podían tocarle con las manos, ojos y boca, como
cuando se toca una reliquia o cuerpo santo (aunque aquél era retrato
del demonio)” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) Es de observar que por lo
general sitúa estas observaciones entre paréntesis o añade un adjetivo
que indica la falsedad. Es decir como contrapeso para la palabra o el
término clerical que ha utilizado. Así ocurre con las palabras “consa-
grar”, “bendecir”, “reliquia”, “cuerpo santo”, “sacerdote”.
Demos algunos ejemplos. Torquemada no utiliza la palabra consa-
grar sin relativizarla: “[...] iban los ministros y summo sacerdote a
consagrarla y bendecirla (si consagración y bendición pudiera llamar-
se, aunque estos indios nombraban este acto con este mismo lengua-
je).” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114) Torquemada no hace uso del término
“comunión” directamente, sino que prefiere una expresión más reser-
vada: ésta era “su manera de comunión”. (Lib. VI, cap. xxxviii, 115)
El cronista no menciona la cruz, sino que opta por la descripción
siguiente de la culebra que se carga al principio de la procesión “que
iba delante levantada en alto, a manera de cruz en nuestras procesio-
nes”. (Lib. VI, cap. xxxviii, 114)
Cuando comparamos ésta práctica con el uso que Sor Juana hace
de términos, salta a la vista que ella aprovecha la libertad de la alegor-
ía y de que las voces son las de los personajes de América, para utili-
zar las mismas palabras sin reservas ni correcciones: “la mayor Reli-
quia” (Escena I, v. 8), “devoción” (Escena I, v. 11), “devotos” (Escena
I, v. 20), “Alma” (Escena I, 70), “Sacerdotes” (Escena IV, v. 347),
“Capilla” (Escena IV, v. 419).
Teoqualo o Dios es comido 91

Esta expresión distinta de las facetas de la semejanza entre los dos


ritos probablemente tiene que entenderse dentro del contexto de la
evangelización y tiene que ver con el uso distinto que ambos autores
quieren hacer de los elementos parecidos entre ritos bárbaros y sagra-
dos en el proceso de la evangelizacion.
Para Torquemada, la evangelización de los indios debía hacerse en
una forma elemental, pero por ello mismo muy sólida. Para conseguir
su fin, utilizaron el método que se ha denominado de tabula rasa, es
decir, borrar lo más radicalmente posible cualquier vestigio de una
religión que veían como demoníaca.
Sor Juana, por su parte,15 da mayor importancia al providencialis-
mo. En su pieza, el personaje alegórico de Religión Catolica opta por
utilizar el providencialismo. Para el personaje español de Sor Juana, al
contrario, la astucia del demonio para imitar al dios verdadero es un
arma que se tiene que utilizar en su contra: “pero con tu mismo enga-
ño/ si Dios mi lengua habilita,/ te tengo de convencer” (Escena IV, vs.
283-5) ; “no es deidad nueva,/sino al conocida/ que adoráis en este
altar,/la que mi voz os publica/”. (Escena IV, vs. 299-302) La única
solución al problema del parecido entre los ritos bárbaros y sagrados
reside en considerarlos ceremonias parecidas como preludios miste-
riosos, previstos por Dios, de la verdadera religión.
Aquí se aclara el porqué de la selección hecha en la descripción ex-
terna por Sor Juana. Recordemos que la monja había seleccionado
aquellos elementos que se relacionan con la comunión cristiana y
había suprimido las facetas del rito indígena que no guardan un pare-
cido evidente con la Eucaristía. Ahora bien, cuando los misioneros en
la pieza quieren convencer a los indígenas de que el dios cristiano es
el verdadero Dios de las Semillas, utilizan dichas semejanzas como
argumentos. (Escena IV: diálogo entre América y España)
Las correspondencias que se utilizan en la argumentación están ba-
sadas en la idea de la comida: 1) el dios que abastece de comida mate-
rial y que rige sobre la naturaleza y de comida espiritual por medio de
su cuerpo para perdonar los pecados; 2) el material del que se compo-
ne el dios que también contiene una parte de sustento (las semillas del
trigo) y la sangre en sacrificio ofrecido, 3) la esencia del dios es la de
ofrecerse en comida.16
Vemos pues cómo la correspondencia con el corpus Christi y la
centralidad de la comida, los dos criterios de selección de los datos
92 Eugenia Houvenaghel

sobre el rito de Teoqualo, se convierten aquí en argumentos del proce-


so de evangelizacion.

3. Conclusiones

Volvamos sobre la primera pregunta central de nuestro ensayo: cómo


es que Sor Juana usa en su escenificación dedicado al rito de teofagia
de los aztecas el material sobre Teoqualo de la crónica de Torquema-
da. ¿Cuáles son las claves de la transformación de la ceremonia en la
escenificación de Sor Juana? Los criterios de selección que hemos
podido destacar a lo largo de nuestra exploración comparativa son los
siguientes: 1) los parecidos entre el rito de los aztecas y el sacramento
de la eucaristía y 2) la relación simbiótica entre la comida material y la
comida espiritual.
En la descripción externa, hemos visto como punto más importante
que Sor Juana se basa en el título de Torquemada para escoger el
nombre del dios, el Dios de las Semillas, término que ya resume la
función y la sustancia y de la deidad y que subraya la relación entre la
deidad y la comida. Por lo demás, dicho titulo es lo bastante vago y
general como para poder aplicarse también a Cristo. Vemos que tam-
bién en el resto de la descripción externa, se ha optado por una des-
cripción que incluya aquellos elementos que pueden aplicarse tanto a
Teocualo como al sacrificio de Cristo.
En la descripción de la finalidad del rito, hemos visto que Sor Jua-
na hace un bricolaje de varios pasajes de Torquemada, combinando lo
que Torquemada dice sobre la finalidad de las ofrendas a Huitzilo-
pochtli –la comida espiritual, obtener el perdón de los pecados– con la
finalidad de los ritos de Tláloc –la comida material, obtener la cosecha
de maíz. Ambas funciones se pueden relatar con la Eucaristía; por lo
tanto, aquí también la posibilidad de aplicar los elementos en el con-
texto eucarístico parece haber sido de importancia primordial en el
texto de Sor Juana. La relación con Cristo en la segunda finalidad es
evidente: él se sacrifica para salvar el mundo de los pecados. En este
caso también el parecido entre las respectivas funciones de los ritos
resulta ser un criterio de importancia, y también la simbiosis entre la
comida material y espiritual ocupa un lugar primordial.
En cuanto a la valoración de la ceremonia, Sor Juana incluye en su
pieza la ambigüedad de la valoración de Torquemada, y la reparte
entre dos personajes distintos: América y España. Cuando tiene que
Teoqualo o Dios es comido 93

elegir finalmente entre la tesis diabólica y la providencialista, opta por


la última. La lectura divina y providencialista de la semejanza hace
que se aprovechen las semejanzas preparadas en la descripción externa
e interna en la conversión y evangelización de los indios. Las seme-
janzas se basan en el carácter doblemente comestible del cuerpo del
dios.
Finalmente, volvemos sobre la idea básica del auto sacramental,
que es la de aclarar el misterio de la Eucaristía y nos preguntamos
cómo la adaptación del rito Teoqualo puede haber contribuido a este
fin. Resulta que la escenificación de Teoqualo se puede interrpretar
como un recordatorio de los orígenes paganos de la eucaristia. Basán-
donos en el énfasis que Sor Juana da a las semillas y los granos de la
masa divina, queremos aducir la idea de una referencia más antigua, a
saber, una referencia al origen de la Eucaristía, que constituye, lo
sabemos, el tema central de su auto sacramental. El origen de la cos-
tumbre teofágica del cristianismo de comer hostias en la eucaristía (es
decir, el cuerpo de Cristo-Dios) estriba en la ingesta del grano, al que
los pueblos antiguos de Europa consideraban representación del espí-
ritu divino. El pan tuvo una gran importancia en las civilizaciones
antiguas y adquirió valor religioso. Al término de las cosechas daban
forma humana al pan dotándole de carácter sacramental ya que lo que
decían comer es el cuerpo del espíritu de los granos.17 De esta manera,
el hecho de que Jesucristo sea considerado en la religión cristiana, el
pan de cereal, no es más que una metáfora histórica de los tiempos
antiguos en los que el alimento básico se divinizó. Pero también la
idea de un Tláloc, un dios de la lluvia o un dios de los campesinos se
puede relacionar históricamente con la Eucaristía. El origen de la
procesión de la hostia del cereal, serían las fiestas de ‘Recolección’ de
religiones paganas ‘agrícolas’ en las que se daban las gracias a la
Diosa Madre, por los frutos de verano o los de invierno, ofreciendo
marmitas de granos, cestas de frutos o bandejas de pan.
Por medio de esta pieza introductoria al auto sacramental Divino
Narciso Sor Juana recuerda los orígenes paganos del mayor sacramen-
to de la religión cristiana, el cual se basa en la relación entre la comida
material y la comida espiritual, presente también en las culturas anti-
guas de Europa y de América. Así es que podemos interpretar esta
cristianización de un rito pagano en clave de la búsqueda de una nueva
identidad novohispana.
94 Eugenia Houvenaghel

Notas
1
Antiguo Testamento, Isaías 55: 1-2: “Promesa: Yo te daré comida espiritual para
siempre ”; Nuevo Testamento, Juan 6: 1-59, “Yo les daré comida espiritual que
verdaderamente permanecerá para siempre ”; Dt. 8:3 ; Mt 4:4 “no sólo de pan vivirá
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios ”. El hombre tiene una
vida superior que no puede satisfacer ni con el pan material ni con todas las cosas de
este mundo ni con todos los productos de la cultura y la civilización: esa vida sólo
puede quedar satisfecha y sustentada por el favor de Dios. En la tradición cristiana, en
el Antiguo Testamento y en el Nuevo, también en Agustín y en Pascal, leemos que
ninguna cantidad de comida física podrá satisfacer el hambre que tenemos por la
deidad.
2
Para ilustrar esta relación jerárquica entre la comida espiritual y la comida material,
podemos citar parte de un milagro relacionado con la Eucaristía que Torquemada
(XVI, xxi, 183) toma de Motolinía: “[....] adoleció […] un mancebo y después de
haberse confesado en la enfermedad que estaba, deseó recibir el santísimo sacramen-
to, […] el cual recibió con gran devoción […] y el enfermo quedó muy consolado.
Entró su padre en el aposento donde estaba y otros con él a darle algo que comiese, y
diciéndoselo, respondió que ya había comido lo que él deseaba y había menester y que
no había de comer más porque estaba muy satisfecho […]. […] y así fue verdad que
no comió más pan material, después de haber recibido el sacramento, hata el reino de
los cielos, donde hay con presencia de Dios verdadera hartura […]”. En las citas de
Torquemada, mencionamos primero el número del libro, después el número del
capítulo y finalmente la página de la edición que estamos utilizando.
3
Sor Juana conocía la lengua náhuatl y durante su niñez, cuando vivía en la hacienda
de su madre en Amecameca, estaba en contacto con los niños indígenas. (Sabat de
Rivers 1992: 280) Todo eso explica la familiaridad que Sor Juana tenía con las cos-
tumbres aztecas.
4
Otros trabajos que documentaban los ritos y las prácticas amerindias fueron suprimi-
dos, porque el contenido no correspondía a los ideales de ‘la santa fe y las buenas
costumbres’ destacadas por los censores. El mismo padre de Acosta testimonia en su
Historia natural y moral de las Indias que se preocupa por la posibilidad de que sus
lectores piensen que contar “el cuidado que los indios ponían en servir y honrar a sus
ídolos y al demonio [...] podrá parecer a algunos [...] que es como gastar tiempo en
leer las patrañas que fingen los libros de caballerías”. (Acosta, Libro V, capítulo xxxi)
5
Luego, hay elementos relacionados con el rito que Sor Juana menciona en la pieza –
tales como el paralelo entre el objeto idolátrico azteca y una “reliquia”. Hablando de
“la mayor Reliquia” (Escena I, 8), Sor Juana alude a la veneración de reliquias,
típicamente católica. Como veremos en el ensayo tanto en la religión católica como en
aquella azteca sólo los sacerdotes tenían el permiso de tocar la hostia o el supuesto
cuerpo de Dios. (Escena IV, 332-347)
6
“Estos indios de esta Nueva España [ponían] en los altares muchos tamales (que es
un género de pan cocido en olla de que usan) […] tortillas despicadas hechas de maíz
y más blancas que el papel y otras maneras de panes […]. De Numa Pompilio dice
Plinio, que ordenó la mola salsa, que era grano tostado y molido, rociado con sal y
agua, la cual mandó que se ofreciese en sacrificio a los dioses, revuelta con los panes
y semillas de la tierra. […]. A algunos dioses particulares griegos eran dedicadas unas
Teoqualo o Dios es comido 95

maneras de panes o tortas de particular hechura. Las tortas eran comunes a todos los
dioses y éstas se llamaban pelam, aunque en particular se las ofrecían a Diana, a la
Luna y a Hecate […]; y a Apolo un buye hecho de masa.” (Lib. VII, cap. ix, 154-155)
7
A veces ha sido difícil separar los diferentes elementos de este análisis (descripción
externa, descripción interna y valoración) y resulta un poco artificial pero esperemos
que la separación contribuya a la claridad.
8
“Iban luego por la estatua y ídolo de el dios Paynalton, que es el dios de la guerra,
vicario o sota-capitán del dicho Huitzilopochtli, hecha de madera, la cual llevaba en
brazón un sacerdote que representaba … ” (Lib. VI, cap. xxxviii, 114)
9
Así rezan los primeros versos: “Nobles mexicanos/Cuya estirpe antigua/En las claras
luces/Del Sol se origina.” (Escena I, versos 1-4) Dice López López: “Obviamente en
los versos anteriores, Sor Juana se refiere a los nobles mexicanos como herederos del
glorioso pasado azteca y a su mito de origen, como hijos del Sol, con lo cual se apunta
a las creencias anahuacas de la creación del mundo, a los soles que antecedieron al
quinto sol que estaba viviéndose y al origen del hombre como hijo del Sol.” (López
López 1995: 224)
10
Torquemada nos da los detalles de la preparación en los que probablemente se
basa Sor Juana: “Hacían una imagen […] confeccionada y mezclada de diversos
granos y semillas comestibles; la cual se formaba de esta manera: en una de las salas
más principales y curiosas del templo (que era cerca de su altar y cu) juntaban muchos
granos y semillas de bledos y otras legumbres y molíanlas […] y de ellas amasaban y
formaban la dicha estatua.” (Lib. VI, cap. xxxviii, 113)
11
Después cuando tiene que hablar del verdadero Dios, se utilizan los mismos adjeti-
vos como para la sangre infantil (“inocente, pura y limpia”: Escena IV, v. 376) para
describir la Sangre de la Eucaristía.
12
“como éste es el mayor/ beneficio, en quien se cifran/ todos los otros, pues lo es/ el
de conservar la vida,/como el mayor Lo estimamos:/ pues ¿qué importara que rica/el
América abundara/ en el oro de sus minas,/ si esterilizando el campo/ sus fumosidades
mismas,/ no deajaran a los frutos/ que en sementeras opimas/ brotasen?” (Escena I, vs.
49-61)
13
Dice Torquemada en el capítulo ‘Ofrendas que perdonan sus pecados’: “Y hacían
esta liberal ofrenda, pareciéndoles que hacían un muy gran servicio a su dios, y que
por él les perdonaba sus pecados (que es lo que en doctrina católica y sana nos dice la
Sagrada Escritura, que la limosna disminuye el pecado, y si hecha al prójimo tiene
esta fuerza, mucho mayor será hecha ofrenda a Dios; de manera que aunque aquí no
es de calidad meritoria por ser hecha al demonio, al fin se hacía por incitación suya).”
(Lib. VI, cap. xxxviii, 114)
14
Las fuentes de Torquemada son principalmente dos manuscritos inéditos hasta
entonces, la Apologética Historia sumaria del dominico Bartolomé de las Casas y la
Historia eclesiástica indiana del franciscano Jerónimo de Mendieta. Se trata de dos
obras muy disímiles, a pesar de que ambos escriben a su manera en defensa de los
indios. Y la ambivalencia de la actitud de Torquemada frente a los indios y sus ritos se
puede relacionar también con la gran disimilitud de sus dos fuentes principales.
15
Es cierto que menciona las dos posibles visiones sobre el parecido (la visión diabó-
lica o la del providencialismo). Aún así, la aproximación de Religión a los signos
rituales de los aztecas es ambivalente. Por una parte los interpreta negativamente,
como “remedos” (imitaciones imperfectas), de otra parte positivamente, como “cifras”
(sumas, resúmenes). (IV, 261) Jorge Checa explica la aparente contradicción partien-
96 Eugenia Houvenaghel

do de una teoría de San Agustín. Sostiene que un término puede tener dos significados
diversos y aun contrarios, in bono e in malo.) Esta teoría de San Agustín “subraya la
capacidad del signo para adecuarse a dos lecturas religiosas o morales igualmente
válidas, por más que en apariencia se contradigan”. (Checa 1990: 201) En la loa, el
discurso ritual indígena sugiere una interpretación divina in bono, y una diabólica, in
malo. Pero el sentido diabólico es subordinado al sentido divino, pues ya hemos visto
que se usan las semejanzas entre los cultos aztecas y cristianos para propagar la Fe
católica. Checa nota también que en el auto ocurre algo parecido. La vuelta a lo divino
de la leyenda de Narciso, un personaje tradicionalmente asociado con el pecado,
postula una interpretación positiva, in bono de este personaje.
16
“será esta deidad que pintas/ tan amorosa, que quiera/ ofrecérseme en comida ?”
(450) “Sí, ya quiere ver el dios que me han de dar en comida” (602).
17
Los semitas, quienes conocieron el pan a causa de sustratos con los egipcios, empe-
zaron a fabricar un tipo de pan que, además de satisfacer sus necesidades cotidianas,
tuvo carácter litúrgico. Para los griegos, el origen del pan era divino. Creían que la
diosa Démeter había amasado el primer pan para los dioses del Olimpo y que más
tarde transmitió sus conocimientos a Arcas, rey de Arcadia. En Roma se celebraba el
día de la Vesta ceremonias con panes. Belén significa en hebreo (Bethlechem) casa
del pan.

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Paseo gastronómico por
la narrativa mexicana del siglo XIX

Catherine Raffi-Béroud

En este artículo dedicado al arte culinaria en la narrativa mexicana del siglo XIX,
intentamos mostrar la función que los diferentes novelistas atribuyeron a este aspecto
de la vida de sus personajes y cómo la utilizaron. El estudio se atiene en gran parte al
orden cronológico, evocando las novelas que nos parecen significativas de la situación
socio-histórica, ideológica en que se escribieron y del proceso de construcción identi-
taria que recorrió todo el siglo. También dedicamos un párrafo a las novelas en las
que está completamente ausente toda noción gastronómica, por razones ideológicas.

1. Contexto histórico

A lo largo del siglo XIX mexicano se produjeron muchos cambios que


se reflejaron en el género narrativo y los escritores privilegiaron cier-
tos temas en función de la situación en que estaba el país y de su
punto de vista. Para intentar ver la evolución que puede/debe haber en
cuanto al arte culinario y su presencia/ausencia en la narrativa, me
parece conveniente recordar brevemente cuáles fueron las principales
etapas históricas y sus características.
Hasta 1810 la Nueva España era colonia, de vez en cuando suble-
vaciones indias perturbaban el orden público y los criollos rumiaban
su descontento por estar apartados de los puestos de poder, cuando
eran conscientes de formar la élite culta del país. En este periodo
caracterizado por Jean Franco como el de la “imaginación colonizada”
(1975: 15), no se publicaron ficciones que pasaran a la posteridad.
De 1810 a 1821, el período de las luchas por la Independencia, el
país estaba en el umbral entre colonia y nación, atravesando períodos
de intensos combates o de guerrillas y otros de relativa calma. Fue
precisamente entonces cuando se imprimieron y publicaron en tierras
americanas novelas escritas por un criollo: José Joaquín Fernández de
Lizardi (1776-1827). Tres de sus cuatro novelas están literariamente
en el umbral: la estructura se asemeja a la picaresca española, la inter-
100 Catherine Raffi-Béroud

textualidad tiene un fuerte matiz cervantino y europeo, pero el conte-


nido es ‘americano’. Estas novelas son Periquillo Sarniento (1816),
La Quijotita y su prima (1818-1819) y Don Catrín de la Fachenda
(escrita en 1820 pero publicada en 1832). La cuarta novela Noches
tristes y día alegre (1818) es una pálida imitación de Noches lúgubres
de Cadalso, y es más ejercicio de estilo que obra de creación, más
europea que americana (lo que se puede explicar en parte por la situa-
ción histórica del momento).1
Conseguida la independencia y después del breve Imperio de
Agustín I, el país se constituyó en República. Hasta 1867 la vida
política se caracterizó por la inestabilidad, y por consiguiente también
se notó en la vida social. Crear una nación se reveló difícil. Además
los escritores, en varias ocasiones trocaron la pluma por la espada,
para defender el país de las agresiones extranjeras, norteamericanas
(1848) y francesas (1838 y 1861-67) en particular. Nada sorprendente
pues, si tan sólo tres novelas han quedado en la memoria y están en las
historias de la literatura. Se trata de la novela histórica anónima publi-
cada en 1826 en Filadelfia: Xicoténcatl, del primer folletín de gran
éxito: El fistol del diablo (1845-1846) de Manuel Payno y de la novela
costumbrista-realista de Luis G. Inclán publicada en 1865 y titulada
Astucia, con el subtítulo de El jefe de los Hermanos de la Hoja o Los
charros contrabandistas de la rama.
Retirados los franceses y fusilado Maximiliano I de Habsburgo se
volvió a instalar la República y por primera vez desde la Independen-
cia hubo un periodo de estabilidad política y fuerte control social: de
1876 a 1910 Porfirio Díaz gobernó el país.2 Los años de Pax porfiria-
na se caracterizaron cultural y políticamente por un fuerte afrancesa-
miento que alcanzó muchos aspectos de la vida mexicana. Sin embar-
go, dentro de este ambiente francófilo, numerosos fueron los autores
que, como Altamirano o de Cuéllar, querían desarrollar una ‘literatura
nacional’. El género narrativo floreció.
Se empezaron a publicar numerosas novelas históricas como El pe-
cado del siglo (1869) de J. T. de Cuéllar o Los mártires del Anáhuac
(1873) de Eligio Ancona, por sólo citar las dos a las que aludiré, entre
otras muchas. Al mismo tiempo se publicaban novelas costumbristas o
realistas como las de José Tomás de Cuéllar: Ensalada de pollos
(1869), Baile y cochino (1885) que forman parte del conjunto de
veinticuatro novelas titulado La linterna mágica. En la misma categor-
ía se pueden colocar las novelas de Ignacio Manuel Altamirano: Cle-
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 101

mencia (1869), La Navidad en las montañas (1871) y El Zarco (escri-


ta en 1888, publicada en 1901). El folletín proseguía su camino, en
particular con Manuel Payno que publicó Los bandidos de Río Frío
(1889-1891).
Por supuesto se publicaron muchísimas más novelas y el género
que llamaron ‘leyendas’ fue también muy popular, pero si bien los
autores se fijan mucho en las fiestas y costumbres, el aspecto gas-
tronómico casi no aparece.

2. José Joaquín Fernández de Lizardi

Por el momento en que le tocó vivir, el uso que Fernández de Lizardi


hace de la comida en sus novelas es un poco diferente del de los nove-
listas más tardíos y además no es el mismo en las tres novelas. El
punto común entre ellas es que la vida corporal de los personajes se
reduce esencialmente a la comida.
En Periquillo Sarniento es donde todo lo referido a la nutrición
ocupa más espacio. Primero evoca la comida que se da a los niños y
les enferma, las golosinas3, y luego lo que se hace en fiestas caseras
acompañadas o no de baile: se sirve algo de comer. Por eso observa:
“Entramos a la sala donde se había de servir el almuerzo, que era el
centro a que se dirigían todos los parabienes y ceremonias de aquellos
comedidísimos comedores.” (1967a: 38)4 La observación vale para
México y otras partes. Así, Lizardi lo aprovecha para citar un ‘versito’
jocoso a propósito:

A la raspa venimos,
Virgen de Illescas,
a la raspa venimos,
que no a fiesta. (1967a: 39)

Y la situación le permite al narrador (un maduro Pedro Sarniento,


nombre verdadero de Periquillo) hacer algunos comentarios y utilizar
palabras populares para designar la comida: “la mamuncia”, “la coca”,
“la raspa” (38; 39) o jugar con recuerdos literarios. Así, al evocar los
pésames “suelen comenzar con suspiros y lamentos y concluir con
bizcochos, queso, aguardiente, chocolate o almuerzo, según la hora;
ya se ve que habrán oído decir que los duelos con pan son menos, y
que a barriga llena, corazón contento”. (1967a: 39) Fervoroso admira-
dor de Cervantes, Lizardi no resistió la tentación de sustituir los “due-
102 Catherine Raffi-Béroud

los y quebrantos” (Cervantes 1968: 35) que forman la comida de Don


Quijote el sábado, por “suspiros y lamentos”, como si lo único impor-
tante del pésame no fuera el muerto y su familia sino la comida que se
sirve y como si el velorio fuera un banquete. Era una manera indirecta
de criticar ciertas costumbres, como la de ir a todos los velorios de la
ciudad sin saber siquiera quién era el muerto, sólo para comer y beber
gratis. Y termina su frase ensartando refranes como Sancho.
Luego, siempre que el personaje está en mala situación o en una en
que no le gusta, el narrador alude a lo que desearía comer o a lo que
come el personaje. Como su creador, Periquillo es un criollo, y para
utilizar la expresión de Cecilia Frost en Las categorías de la cultura
mexicana, Periquillo ya se había “tropicalizado” (Frost 1972: 96), es
decir, que era orgulloso de ser español, pero al no conocer España
vivía según las costumbres locales. Y esto se observa bien cuando
tiene hambre: sueña con un “pocillo de chocolate” (82, 83) y le cuesta
hacer como sus compañeros de cárcel que “hacen la mañana” o sea
que “desayunan con aguardiente pues están reñidos con el chocolate y
el café y más bien gastan un real o dos a estas horas en chinguirito
[aguardiente de caña de calidad inferior] malo que en un pocillo del
más rico chocolate” (126). Así, Lizardi pone de relieve el papel de
marcador social que tiene la comida o la bebida, lo que no deja de
tener su excepción. La mejor comida que señala haber hecho Periqui-
llo es la que tomó con los mendigos, ejemplos de buena organización
y de solidaridad en este caso:

[...] nos sirvió la Anita un buen cazuelón de chile con queso, huevos, chorizos
y longaniza; pero todo tan bien frito y sazonado que sólo su olor era capaz de
provocar el apetito más esquivo.
Luego que dimos vuelta a la cazuela, nos trajo un calabazo o guaje grande, un
vaso y otra cazuela de frijoles fritos con mucho aceite, cebolla, queso, chilitos
y aceitunas, acompañado todo del pan necesario. (283)

Llama la atención que en este caso lo que come no difiere de lo que


comía en mayor o menor cantidad en los figones o almuercerías cuan-
do apenas tenía dinero. Lo que sí hace de los manjares corrientes algo
apetitoso, además de las circunstancias un tanto excepcionales, es su
preparación. Es la única vez en que Lizardi alude al arte de cocinar, y
deposita ese arte en las manos de las mujeres del pueblo.
Otra característica de la relación personaje-comida es que sólo se
acuerda de lo que comía cuando no tenía dinero o apenas lo tenía y
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 103

pasaba hambre. En la isla utópica, al principio de la tercera parte,


evoca al jefe, Limahotón, el Chino, la ropa que llevaba pero de la
comida, no dice nada. A partir del momento en que endereza su con-
ducta ya no hay ninguna alusión, ni siquiera evoca lo que se sirvió el
día de su boda, y no hay boda sin banquete. Esto no se debe sólo al
cambio de situación económica sino al cambio de estatuto, de soltero
que comía ‘en la calle’ a casado que come ‘en casa’, este espacio
privado que se preserva lo mejor posible de la curiosidad ajena.
El espacio privado al que tiene acceso el lector de Lizardi es la ca-
sa del virtuoso coronel Linarte, de Matilde, su esposa, y de Pudencia-
na, la hija de ambos, en La Quijotita y su prima, y en menor medida el
de la casa de Pomposa, la Quijotita, prima de Pudenciana. En esta
ocasión el narrador pone de relieve el papel de la mujer y da informa-
ción en cuanto al ritmo del día (50-51). Matilde se levanta las siete, y
desayuna con su hija después de la misa. Cuando la niña está en la
amiga [escuela], prepara el almuerzo de su esposo. A las doce sazona
el plato de su esposo que vuelve a casa a la una y un poco después
comen. Por la tarde, como a las cinco o seis, toman el chocolate y
cenan a las diez antes de recogerse. Pocas veces se encuentran tantos
detalles. Matilde y su esposo son criollos y tienen una criada. Nor-
malmente, Matilde no tendría por qué encargarse de las tareas caseras.
Sin embargo ella es quien va a “sazonar el plato de [su] esposo” (50),
y como su hermana no lo entiende, se lo explica: “[...] quiero que
Linarte coma a su paladar, no al de la cocinera, y como nadie conoce
su gusto ni su modo mejor que yo, de ahí es que yo misma le sazone la
comida” (50). La comida casera como señal de amor: no es algo origi-
nal, pero sí que parecía poco común de aquella manera en México y
en 1816. También por estar en el espacio privado se alude al papel
medicinal de ciertos productos. En esta ocasión se oponen las medici-
nas de las ‘viejas’: “la col de China, el pollo prieto molido, el azogue,
la manteca y otras drogas tan inútiles como sucias” a lo que recetaba
el médico: “jarabe de durazno, oximiel escilítica, hipecacuana, ruibar-
bo, tártaro emético…”5 (9).
Queda otra oposición en esta novela: la comida de la ciudad (de la
que no se dice casi nada particular) y la del campo. Marantoña, “pobre
ranchera”, es experta cocinera: “Si es para la comida hecha [sic] unas
tortillas que parecen un papel de blancas y delgadas, y si sus mercedes
comieran de sus manos unos chiles rellenos, un mole de guajolote, una
chanfaina [guiso hecho de bofes (pulmones) picados] y otros guisados
104 Catherine Raffi-Béroud

como éstos, hasta se chuparan los dedos” (90). En La Quijotita y su


prima, que se basa en constantes oposiciones entre la educación y la
vida de las dos jóvenes, las oposiciones se vuelven a encontrar cuando
se evoca la vida corporal y todo lo que de cerca o de algo más lejos se
relaciona con la alimentación de ambas.
En la última novela de Lizardi, Don Catrín de la Fachenda, la co-
mida se evoca, pero sobre todo cuando don Catrín no tiene nada sino
hambre. Don Catrín vive casi siempre en la calle y frecuenta los cafés
–que empezaban a multiplicarse6– cuando espera tomar de gorra, o si
no, come algo en las almuercerías, o bebe algo en las pulquerías.
Acostumbrado a pasar hambre, al final de su vida Don Catrín se en-
cuentra con Marcela, cocinera, que le “hacía mil bocaditos diferentes
y bien sazonados cada día” (98) lo que contribuyó a arruinarle defini-
tivamente la salud. Pero “entre los matadores que tuve, fue sin duda el
mayor, el uso excesivo de licores” (98). Poco más dice, o le hace decir
el narrador a su personaje.
Sin embargo, reaparece la comida para calificar ciertas conductas,
ciertos actos. Quien se enfada, se “amostaza” y cuando los jóvenes
hablan mal de las mujeres, dice: “no quedó mujer conocida de México
cuya honra no sirviese de limpiadientes a mis camaradas” (20), y
“quedan hechas harina debajo de su lengua” (21) las buenas reputa-
ciones. Otra expresión sabrosa es la siguiente amenaza: “[...] si me
enfado, del primer tajo te he de enviar a buscar el mondongo y la
asadura7 más allá de la región del aire”(25). También es la única nove-
la de todas las que voy a evocar en que el aguardiente sirve de arma.
Atacado, don Catrín se defiende: “[...] afianzado el vaso de aguardien-
te que tenía delante, lo arrojé a la cara de Tremendo” (27), y sigue una
trifulca digna de las que ocurren en el saloon de una película del oeste.
Fernández de Lizardi en las tres novelas concede cierta importan-
cia a todo lo que se relaciona con la comida, de manera diferente
según la situación novelesca. En un mundo que estaba en el umbral,
los criollos de Lizardi parecen haber elegido: Periquillo casi no con-
sume nada que no sea americano, por no decir mexicano; Matilde,
criolla ilustrada gracias a todo lo que le dice su marido, no se compor-
ta como una mujer ociosa –o sea como una gachupina–, sino como
una esforzada mexicana que le prepara la comida a su esposo. En
cuanto a Don Catrín, hombre soltero de su época8, frecuenta los cafés
y la comida le preocupa cuando no la tiene (como Periquillo) o cuando
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 105

la tiene en exceso. Lo más gastronómico son las expresiones y refra-


nes de los que di algunos ejemplos.9

3. Luis G. Inclán

Medio siglo después, Luis G. Inclán publicó Astucia, novela que se


suele calificar de ‘campestre’. No está de más precisar que todo ocurre
en aldeas, pueblos o ciudades (más o menos importantes) de provin-
cias. Los charros no iban a la capital, en la novela.
Como muchas veces están en camino, los charros contrabandistas
se llevan su comida: “chocolate, pan, sardinas, bizcochos, dos botellas
de vino y cuanto pudo” (49) y encuentran en la naturaleza lo necesario
para subsistir, el animal humano se puede conformar con lo que tiene
el animal silvestre: “Mientras me habilito de bastimento, comeré
frutas que tanto abundan en estos sitios: pitahayas, garambullos [plan-
ta cactácea], plátanos, limas, guayabas […] me conformo con sólo
frutas silvestres, como los jabalíes” (78-79). Para celebrar el ingreso
de dos nuevos miembros en el grupo de contrabandistas, empiezan
con “un gran canastón de bizcochos y queso y […] con botellas de
vino y licores” y más tarde, “Mariquita les dispuso un almuerzo cam-
pirano de barbacoa10, enchiladas, nata y otros manjares apetitosos”
(85).
Señal del paso del tiempo: apenas aparece el chocolate. La bebida
más nombrada es el vino, lo que indica que los Hermanos de la Hoja
tenían una posición económica desahogada. También por primera vez
aparece el arroz.
En Astucia la comida es por cierto campestre pero variada y repre-
sentativa del género de vida de los personajes. Ellos conocen la natu-
raleza y no pasan hambre porque ella es generosa. La única mujer que
pasa hambre fue educada como una citadina y tan mimada que no sabe
hacer nada.

4. Ignacio Manuel Altamirano

Durante el período que empezó en 1876, con la restauración de la


República, uno de los novelistas de mayor importancia fue Ignacio
Manuel Altamirano (1834-1893). Participó activamente en la política,
luchó en las guerras de Reforma y contra la Intervención francesa y el
Imperio. Poeta, periodista, novelista, estaba convencido de que había
106 Catherine Raffi-Béroud

que escribir una literatura nacional y dedicó varios artículos a este


tema. Recomendaba ciertos temas, relacionados con la historia nacio-
nal, y sobre todo apartarse de los modelos franceses y españoles “cuya
forma es inadaptable a nuestras costumbres y a nuestro modo de ser”.
(Altamirano 1992: 11) En Clemencia (1869) utiliza el episodio del
Imperio y de la lucha contra éste. Si en esta novela se habla de un
banquete ofrecido a los oficiales liberales para agasajarles y animarles,
no hay ni una palabra relativa al aspecto gastronómico: la belleza de
las mujeres que los hombres devoraban con los ojos les saciaba…
La Navidad en las montañas (1871) evoca un pueblo modelo por el
bienestar que reina gracias al cura que emprendió muchas reformas,
introduciendo el cultivo del trigo –lo que aliviaba el trabajo de las
mujeres que ya no tenían que arrodillarse delante del metate para
moler el maíz–, de ciertos árboles –frutales o no– y de la ganadería.
Así los campesinos no padecen hambre. Cuando alude a lo que co-
men, es con ocasión de la cena de Nochebuena que se caracteriza por
su frugalidad y su ‘neutralidad’. Consiste en unos elementos mexica-
nos y otros europeos:

La cena fue abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional


ensalada de frutas a la que da color el rojo betabel; algunos dulces, un pudín
hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el famoso
y blanco pan del pueblo, [...]. Se repartió algún vino; los pastores tomaron una
copa de aguardiente […] y a mí me obsequiaron con una botella de jerez seco,
muy regular para aquellos rumbos. (1977a:111-112)

Si todos comen lo mismo, lo que aquí señala la categoría social es la


bebida: aguardiente –lo más basto– para los rudos pastores, vino –algo
más refinado– para los habitantes del pueblo y jerez –la mejor de
todas las bebidas– para el oficial que está de paso. Ningún exceso se
produce en esta aldea tan aislada que funciona como isla utópica, que
representa lo que sería un pueblo mexicano ideal para Altamirano.
Con El Zarco, Altamirano lleva al lector a otro ambiente, el de los
‘plateados’, estos bandidos que asolaban ciertas regiones después de la
caída del Imperio y del despido de muchos soldados a los que el go-
bierno no podía pagar. Sólo en una ocasión Altamirano alude a la vida
cotidiana, física de los plateados, y nunca a la de los habitantes de las
aglomeraciones que aterrorizaban. Perseguidos por las autoridades, los
bandidos se habían instalado en una cueva y Manuela, la joven raptada
por el Zarco –el jefe de los ‘plateados’– la descubre:
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 107

Por acá, y cerca de la puerta, estaba la cocina de humo, es decir, el fogón en


que se cocían las tortillas, y junto al cual estaba la molendera con su metate y
demás accesorios. Un poco más lejos estaba otro fogón, en el que se
preparaban los guisados en ollas o en cazuelas negras. (1977b: 60)

Muy mexicana es la descripción en la medida en que alude a lo que se


considera más auténticamente nacional: el metate y la molendera,
indispensables para preparar la base de la alimentación, o sea las
tortillas.
Como en La Navidad en las montañas, la categoría social es reve-
lada por lo que beben: “¡Vamos, aquí hay refresco! –dijo uno de los
del grupo trayendo un vaso de aguardiente, de ese aguardiente de caña
fuerte y mordente y desagradable, que el vulgo llama chinguirito”
(60). El chinguirito ya aparecía en Periquillo Sarniento y se conside-
raba de lo peor (aunque algo mejor que el champurrado, mezcla de
licores o brebajes alcohólicos) y para los más pobres. Si los plateados
beben chinguirito es que están abajo en la escala social y moral, aun-
que tienen dinero con todo lo que robaron.
Me parece interesante ver que Altamirano que tanto abogaba por
una ‘literatura nacional’ nunca se había interesado más en este aspecto
de la vida de sus personajes11, como si fuera evidente lo que cada
grupo social comía y bebía.

5. José Tomás de Cuéllar

José Tomás de Cuéllar (1830-1894) también intentó ‘nacionalizar’ las


letras mexicanas y en las 24 novelas de La linterna mágica así como
en artículos, prestó especial atención a la sociedad de su época para
criticarla. Las costumbres gastronómicas no podían estar ausentes, o
por lo menos un aspecto de ellas. Evoca más bien las costumbres
sociales que implican la presencia de ciertos manjares o bebidas: son
elementos complementarios y se nombran para ‘mostrar’ mejor las
costumbres.
En Ensalada de pollos, el lector se entera de cómo los pollos –
nietos de los catrines de la época de Lizardi- tratan a las pollas. En
este juego, ellas suelen perder y tanto que algunas acaban en la prosti-
tución. Al llamativo título de la novela siguen no menos llamativos
títulos para los capítulos. Cito algunos a modo de ejemplo: ‘De cómo
una gallina vieja puede hacer un mal guisado’(cap.8), o ‘Entra en
escena un gallo de pelea con buen espolón y buena cresta’ (cap.17), y
108 Catherine Raffi-Béroud

‘Los pollos fritos’ (cap.18). Dichos títulos revelan el placer que siente
el autor al jugar con las palabras y una sensualidad muy presente en la
novela. Por supuesto los pollos no suelen comer en casa, frecuentan
cafés y restaurantes y casas ajenas donde pueden juntar dos placeres:
conquistar a la polla y comer de gorra. En este ambiente no sorprende
que la lista de comestibles sea mucho más breve que la de las bebidas.
Sin embargo, se nota un sensible cambio que revela el afrancesamien-
to de la vida en la capital: ya no comen tortilla, frijoles o chalupitas
[tortas de maíz], sino “vol-au-vent”, “queso fermentado de Gruyère”,
“ostiones” y “jamón de Westfalia”.12 Además la modernidad ya entró
con las “latas de pescado en aceite”. El fenómeno también vale para
las bebidas: mexicanas quedan algunas como las aguas de colores, la
horchata, la chía13, el agua de tamarindo o de limón, pero como no son
bebidas alcohólicas se reservan a las mujeres. Los hombres prefieren
“catalán” (no sé si vino o cava), “ajenjo”, “licor”, “cognac”, “char-
treux verde”, “licor de los Benedictinos”, “Aya Pana”14 y “vermouth
de Torino”, sin olvidar el vino. Como lo demostró Josefina María
Moreno de la Mora en su artículo “Ensalada de pollos, de José Tomás
de Cuéllar, y el discurso alimenticio”: “[...] las referencias explícitas a
los alimentos [...] cobran tal relevancia que sin este elemento sería
imposible el texto” (2000: s.p.), y enumera los diferentes campos en
los que intervienen dichas referencias. Como lo señalé para otras
novelas, la comida es descripción del ambiente, marcador de clase
social, y puede ser antecedente o sustituto de la cama, es arma eficien-
te para persuadir y llevar a cabo la conquista y la bebida puede ser
recurso contra el dolor y remedio para darse ánimo, o huir de la reali-
dad.
En Ensalada de pollos el narrador llega a comparar la novela con
la misma ensalada e invita al lector a dejarse llevar de la gula literaria.
La crítica que hace a toda esa clase ociosa que despilfarra los bienes
suyos y ajenos cuando y cuanto puede, que no respeta ninguna norma
moral ni social parece así más amena, pero si la mezcla resulta fácil de
tragar, no deja de ser amarga. Y como lo mostró Heriberto Frías en su
novela El último duelo (1896), las consecuencias podían ser mortales.
En su novela Frías narra cómo un personaje borracho afrenta a otro en
el curso de una orgía, y a causa de los rumores se baten en duelo
ocasionando la muerte de un joven periodista, y la ruina de la reputa-
ción de otro.
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 109

En Baile y cochino (1885) de Cuéllar utiliza más o menos los mis-


mos procedimientos pero limitándose al ámbito del baile que se orga-
niza en una casa. La situación que se describe se asemeja mucho a la
que evocaba Fernández de Lizardi en Periquillo Sarniento: llegan
muchos invitados que no son conocidos por la familia que invita, son
los inevitables gorrones que cometen los mismos excesos, en particu-
lar con la bebida. Las novedades culinarias, las refinadas bebidas
francesas han destronado en gran parte y en estas circunstancias15 lo
tradicional mexicano, pero detrás de la fachada no cambia nada: el
mexicano/la mexicana no sabe portarse bien, se deja llevar por sus
instintos, no conoce la mesura.
Dos observaciones finales acerca de José Tomás de Cuéllar. La
primera es que en su novela histórica El pecado del siglo, sólo utiliza
personajes actantes españoles que comen y beben al estilo español. La
segunda es que, no resisto la tentación de señalarlo, en un artículo
publicado en Estampas del siglo y titulado ‘En el Tívoli del Eliseo’ los
comensales almuerzan los platos siguientes: “mondongo a la lionesa”,
“pollo a la Marengo”, “huevos a la placa”, “petit poison [sic] a la
crème” (y precisa luego que se trata de pescado) y “jamón York Laza-
ñas al Málaga” (s.p.). No da indicación relativa a lo que bebieron pero
probablemente cualquier vino preferentemente francés o húngaro, otro
vestigio del Imperio y de la Intervención. El Tívoli era uno de los
cafés que los pollos frecuentaban y se encontraba en la esquina Calza-
da de Bucareli con calle del Puente de Alvarado, o sea en el mismo
centro de la ciudad. Una escena del mismo tipo con un menú casi
igual se encuentra en Ensalada de pollos, y sirve para deslumbrar a la
polla y hacer ver al lector que la pobre no conoce nada de lo que come
y dice burradas. El volver a utilizar para una escena semejante el
mismo menú o revela las limitaciones del género costumbrista/crítico
o el descuido del autor, posibilidad que no se puede descartar, cuando
vemos la tan abundante producción de de Cuéllar.

6. Manuel Payno

La obra que más información da sobre este aspecto gustativo de la


narración mexicana es de Manuel Payno (1810-1894): Los bandidos
de Río Frío (1889-1891).16 Bien se merecería un estudio aparte porque
hace intervenir todas las clases sociales y en cada ocasión da informa-
ción no sólo sobre lo que comen y beben sino también sobre las coci-
110 Catherine Raffi-Béroud

nas, los comedores, manteles, vajillas, etc. Para no extenderme dema-


siado sólo citaré unos ejemplos. En el rancho de don Espiridión así se
presenta la cocina:

La cocina estaba en el corral y era de varas secas de árbol, con su techo de


yerbas, lo que en el campo se llama cocina de humo, con sus dos metates, una
olla grande vidriada para el nixtamal16, dos o tres cedazos para colar el atole y
algunos jarros y cántaros. Se guisaba en tres piedras matatenas y el
combustible lo ministraban los yerbajos y matorrales que rejuntaba un peón
en el cerro. (I,1: 3)

En cuanto al comedor18, en esta ocasión no lo describe pero sí precisa


que tiene un tinajero en el que está la vajilla: “[...] se componía de una
variedad de platos, vasos, tazas, y pocillos de todos los tamaños y
colores, interpolados con muñecos de cera y naranjas secas, doradas y
benditas, restos de monumento del curato del pueblo” (I,1,3). Y para
rematar la descripción de este aspecto de la vida ranchera, precisa:

La base de la alimentación era el maíz en sus diversas preparaciones de atole,


tortillas, gordas, chalupitas, tamales, etc… A esto se añadía el chile, el tomate,
la leche, carne, pan, bizcochos los domingos, lunes y a veces duraba la
compra hasta el martes o miércoles. Doña Pascuala se permitía el lujo de un
buen chocolate con gorditas calientes [véase foto] con manteca, pues había
adquirido esta costumbre mientras vivió con el cura, y la imitó fácilmente su
marido. Solían sacar para el chocolate, cuando había visitas dos mancerinas de
plata maciza, que habían comprado en el Montepío, […] cenaba en familia un
buen plato de frijoles, sus tortillas calientes y un vaso de tlachique.19 (I,1: 4)

Por supuesto, el domingo y si había visitas todo se mejoraba: un man-


tel bordado, la mejor vajilla de la familia y una comida más variada y
de más categoría que incluía “pan, bizcochos, fruta, carne, chicharrón,
chorizos, longaniza y recaudo [especias]”(I,1,4). También puede la
comida ofrecerse en señal de agradecimiento, como cuando Cecilia –
propietaria de una trajinera y de un puesto bien abastecido de frutas y
verduras– agasaja al Licenciado Lamparilla (I, 42: 238-241) que
aceptó intervenir en ciertos asuntos. Al terminar la comida para la que
Payno se complace en enumerar los platos servidos, el Licenciado
concluye: “¡Qué comida, qué guisos tan sabrosos! Yo creo que si San
Pablo tiene gusto, no comerá en el cielo más que a la mexicana.” (I,
42: 239)
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 111

Gorditas potosinas
[Urquiza, Ignacio. 2005. Éste no es un libro de cocina sino una sabrosa historia de 30
años. México: AM editores: 75.]

En el extremo más bajo de la escala social y gastronómica están los


Agachados:
112 Catherine Raffi-Béroud

Así se llamaban los puestos de comida que había en el Callejón de


Tabaqueros. Los manjares eran las sobras y desechos de las casas, que
vendían las cocineras, y calentaban, revolvían y recomponían las vendedoras.
Se podía comer pollos, costillas y guisados por medio real. Muchos pedían
cuartillas de escamocha [sobras o sopa de mala calidad]. (I, 42:245)

A lo largo de la novela y de sus 758 páginas, todos los aspectos posi-


bles del tema gastronómico o alimenticio aparecen, en todas las clases
sociales. Pero lo que sí se privilegia es la función social de la comida,
el momento en que los miembros de una familia, de un grupo gremial,
o de una tropa de soldados se reúnen y comparten el sustento. Es por
cierto una función muy tradicional, de acuerdo con la propia ideología
de Payno, la que le llevó a aceptar ser senador durante el porfiriato.
En diversos aspectos, las novelas de Payno y Los bandidos de Río
Frío en particular, tienen un parecido con las novelas de Lizardi, pero
sin su afán moralizante. Para Payno, hay que procurar que el lector se
divierta, sin salirse totalmente de la realidad pero sin ponerla radical-
mente en tela de juicio, curiosamente, en cuanto al aspecto culinario
Payno es/sigue siendo totalmente mexicano en un ambiente de afran-
cesamiento; ¿es que no se podía ridiculizar lo extranjero que tanto
gustaba a las élites y a los gobernantes de su época?20 ¿No le gustaba
esa comida extranjera? ¿no la encontraba adaptada al país?
Es curioso observar que una de las últimas novelas del siglo parece
cerrar un círculo que empezó con la primera novela, en cuanto a la
estructura y a cierto realismo, pero lo que difiere es precisamente el
tema culinario. Periquillo, el criollo, suspiraba por chocolate y comía
cualquier plato o platillo porque era más barato. En la novela de Pay-
no ya no hay criollos, todos son mexicanos, comen mexicano y si la
ocasión se presenta comida francesa o inglesa, pero no la valoran más
que la mexicana, si nos fijamos en la deformación voluntaria de las
palabras.21
La comida/bebida es el símbolo de la nación y vale cuando es
mexicana. La comida/bebida extranjera está presente con más fre-
cuencia en las novelas costumbristas.

7. Xicoténcatl y Los mártires del Anáhuac

Lo que queda por examinar rápidamente son dos novelas en las que la
comida/el arte culinario está totalmente ausente o apenas aludida. En
Xicoténcatl (1826) no hay ninguna alusión a la comida y en Los márti-
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 113

res del Anáhuac (1873) de Eligio Ancona sí se alude a ella, pero una
vez y para describir el ceremonial que rodeaba a Moctezuma cuando
comía.
Publicada poco después de la Independencia, Xicoténcatl se sitúa
en la época de la Conquista, cuando Cortés llegó a Tlaxcala y comba-
tió contra el joven Xicoténcatl antes de que éste tuviera que someterse
a los ancianos de Tlaxcala y seguir a Cortés antes de ser ejecutado. En
esta novela la ‘República de Tlaxcala’ aparece como un modelo de
equidad, de política sabia y los españoles no la entendieron, la destru-
yeron antes de establecer su dominación: aniquilaron lo que no era
mexicano. El conflicto ideológico es muy fuerte, y ocupa todo el
espacio novelesco. Por consiguiente no se da ningún detalle ni sobre el
paisaje ni sobre la vida cotidiana, la ropa o la comida, ni entre los
tlazcaltecas ni entre los españoles.
En Los mártires del Anáhuac, publicada seis años después del fusi-
lamiento de Maximiliano, Ancona recrea el México de la época de la
Conquista (en un implícito paralelo con la Intervención francesa y el
Imperio) y lo más importante es el conflicto entre los ‘aztecas’ (que
representan la nación de origen) y los españoles conquistadores y
avasalladores, y cómo se resuelve el conflicto. No cabe duda de que lo
bueno estaba del lado de los aztecas. En dos ocasiones se evocan
banquetes siempre calificados de espléndidos. La comida de Mocte-
zuma con su ceremonial y su refinamiento se describe ampliamente
(443-444) e incluso se indica que “se hallan reunidas la producción
[sic] de todos los climas y de los países más remotos […] todo, en
suma, cuanto hubiera apetecido para el banquete más espléndido del
mayor potentado de oriente”.22 (444) En total contraste está lo que
pasa del lado español: “Allí encontraron una mesa servida, Dios sabe
cómo, porque la colonia no nadaba en la abundancia” (429). Pese a
ello, y sin prestar atención a lo que parece contradictorio, el narrador
especifica que los huéspedes, nobles indígenas, “supieron hacer honor
a la ilustre cocina europea” (429).23 Pero hay algo más sorprendente
todavía. El personaje femenino indígena, Geliztli, mantenida prisione-
ra por Cortés se escapó y el sumo sacerdote la convenció de asesinar a
Cortés: sólo tendrá que poner una droga narcótica en su bebida. Y allí
reside para mí la sorpresa: la bebida elegida es una “botella de vino”
(542). Los aztecas también disponían de bebidas alcohólicas, pero no
de vino. Ancona no da ninguna explicación. Queda la posibilidad de
114 Catherine Raffi-Béroud

que sólo se haya considerado como medio para cometer el crimen, o


para estigmatizar el gusto de los españoles por el vino.
En estas dos novelas la recreación de un pasado lejano se centra
esencialmente en el conflicto entre conquistados y conquistadores,
interpretado en términos ideológicos del siglo XIX y no quedaba
espacio para otros aspectos. Incluso las múltiples intrigas amorosas
tienen esta función ideológica.

8. Conclusión

De este paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX,


se pueden sacar unas conclusiones, no muy originales. La comi-
da/gastronomía aparece como marcador social, sobre todo al principio
del siglo, y el arte culinario aparece ligado a la mujer, tanto en Peri-
quillo Sarniento como en La Quijotita y su prima y al final del siglo
en Los bandidos de Río Frío. La composición de una comida, los
alimentos que se sirven son significativos de la situación sociohistóri-
ca, de la ideología del autor y de sus intenciones críticas o no. De esto
depende el grado de presencia de la gastronomía en la novela: desde la
total ausencia a una presencia esencial, reguladora de las relaciones
humanas. En todo caso el proceso de evolución que se observa en este
sabroso aspecto va unido al proceso de construcción identitaria. Y se
recorre el camino desde el criollo que sueña con chocolate pero bebe
pulque si no tiene otra cosa, a una situación en que todo mexicano
come mexicano. Los que se afrancesan forman parte de una minoría
bastante criticada, por de Cuéllar en particular.
La bebida añade otra diferencia: la hay destinada a la mujer (respe-
table) y la hay para los hombres (y algunas mujeres de no muy buena
vida).
Una última observación: es sobre todo en las novelas de Fernández
de Lizardi donde la metáfora culinaria es la más abundante y variada,
aunque de Cuéllar juega con mucho placer con estos términos.
El apóstol de la literatura nacional, como a veces se le llama a Ig-
nacio Manuel Altamirano, no se interesó demasiado en el asunto, y
sólo en La Navidad en las montañas evoca una cena especial. A todo
lo largo del relato, lo que quiere mostrar es lo que sería el mexicano
ideal: él que consigue mantener el equilibrio entre lo mexicano y lo
europeo. El relato es una utopía, también en cuanto a la comida. El
autor que más abre el apetito del lector es Payno. Lo que ya se obser-
Paseo gastronómico por la narrativa mexicana del siglo XIX 115

vaba en El fistol del diablo –un gusto por describir comidas, cafés y
restaurantes– se desarrolla en Los bandidos de Río Frío y se sirven
platillos de todas las categorías posibles en la sociedad de su época.
México ya era una nación.

Notas
1
Durante el período que va del fusilamiento de Morelos, en 1815, a 1820, los españo-
les parecían haber vuelto a dominar la situación.
2
De 1880 a 1884, oficialmente, era presidente Manuel Gónzalez, hombre de paja de
Porfirio Díaz, por lo que se suele considerar que durante todo el período imperó el
gobierno de Díaz.
3
Es interesante observar que en Periquillo Sarniento no precisa en qué consistían
dichas golosinas. Sin embargo, en La Quijotita y su prima, es algo más explícito, dice
lo que son e indica que no hay que dárselas: “peritas verdes, tejocotes, chicharrón ni
otras porquerías semejantes” (Fernández de Lizardi 1967b: 9), siendo el tejocote un
fruto parecido a la ciruela.
4
Para todas las novelas que citaré, indicaré después de la cita sólo el número de
página que remitirá a la edición indicada en la bibliografía.
5
‘Oximiel’: una preparación farmacéutica que se componía de una mezcla de 2/3
partes de miel y 1/3 de vinagre con la que se hacía un jarabe./ ‘Escilítica’: probable-
mente aluda a las virtudes de la cebolla./ ‘Hipecacuana’: planta medicinal, emítica,
tónica, purgante y sudorífica./ ‘Tártara’: planta euforbiácea, purgante, emético o
vomitivo.
6
Véase Clementina Díaz de Ovando, Los cafés en México en el siglo XIX.
7
‘Mondongo’: intestinos y panza de las reses/ ‘Asadura’: conjunto de entrañas de un
animal.
8
En eso, Don Catrín es el antepasado de los ‘pollos’ de de Cuéllar.
9
Hay que observar que en varios artículos –y desde los que salieron en El Pensador
Mexicano, en 1812– Lizardi evocó las prácticas alimenticias de los que asistían al
teatro y que en la Pastorela en dos actos, le organiza a Bato un banquete particular-
mente revelador de la posición ideológica reformadora del autor. Para más detalles,
ver Raffi-Béroud, En torno al teatro de Fernández de Lizardi.
10
Campirano o rústico. La barbacoa se hacía cociendo la carne en el suelo, entre
brasas.
11
Tampoco se fijó Altamirano en este aspecto de la vida mexicana en sus artículos
costumbristas.
12
¿Será un resto de las costumbres gastronómicas del Imperio? Bien puede ser, si se
considera que Maximiliano importó muchos productos europeos para el uso de la
Corte y el suyo, deslumbrando a sus invitados que le quisieron emular.
13
Chía: planta herbácea, puesta a remojo da una bebida refrescante.
14
Planta que viene de la isla de Francia o de la isla Mauricio y tiene un valor medici-
nal indudable: fortifica y es aperitiva y digestiva. Se preparaba en infusión como el té.
Se podía utilizar para aromatizar pasteles, cremas y helados. Me basé en Dumas, Le
grand dictionnaire de cuisine [traducción mía].
116 Catherine Raffi-Béroud

15
En otras circunstancias, en la misma novela, un pollo manda comprar tortillas y
mole para su concubina, madre de sus hijos a los que visita, y su concubina pertenece
a una clase social mucho más baja y por consiguiente no afrancesada, sin esnobismo.
16
Hubiera podido utilizar también El fistol del diablo, novela constantemente citada
para este tipo de detalles gustosos, pero la representación social más estrecha limita
mi placer de lectora.
17
Maíz cocido en agua de cal que sirve para hacer tortillas después de molido.
18
En el capítulo 42 de la primera parte, apenas alude a la sala en que Cecilia ofrece
comida a Lamparilla, pero en el capítulo 50 de la misma parte se describe ampliamen-
te el comedor de una rica hacienda.
19
Tlachique: aguamiel, pulque a medio fermentar.
20
Autores posteriores no se privaron de ridiculizar este afán europeizante, como
Aridjis en Adiós mamá Carlota.
21
A veces se puede notar cierta ironía cuando habla de “rosbises” y “bisteses” (239).
22
En esta descripción del banquete de Moctezuma se observa una fuerte intertextuali-
dad con las Cartas de relación de Hernán Cortés y sobre todo con la Verdadera
historia de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, escenas
comentadas en este volumen por Kim Huyge.
23
Esta observación muestra claramente que la reconstrucción del pasado no es históri-
ca ni arqueológica sino invención adaptada a la ideología del siglo XIX.

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dam-Atlanta: Rodopi.
“Comida para todos.” Costumbres culinarias en la no-
vela de la revolución mexicana

Carmen de Mora

En consonancia con la diversidad de enfoques que presentan las novelas de la revolu-


ción mexicana, el contexto culinario en ellas es también muy variado y, con frecuen-
cia, cumple funciones diferentes, siendo una de las más significativas la revelación de
los conflictos sociales entre las clases privilegiadas y los campesinos. Dado que el
estallido de la revolución mexicana movilizó dentro de un mismo movimiento a
grupos antagónicos y procedentes de distintas regiones, las referencias a la comida
testimonian las peculiaridades locales y la integración de las cocinas regionales en la
cocina nacional. Las novelas seleccionadas para examinar estos aspectos son: El
águila y la serpiente, La sombra del caudillo, Los de abajo, Apuntes de un lugareño y
El resplandor.

“La revolución mexicana –escribe Paz– es un hecho que irrumpe en la


historia de México como una verdadera revelación del ser mexicano.”
(Paz 1993: 279-280) Se refiere a que fue entonces cuando los mexica-
nos se reconciliaron con su historia, rescataron el pasado, lo asimila-
ron e integraron en el presente. También la hora en que “el pueblo
rehúsa toda ayuda exterior, todo esquema propuesto desde afuera y sin
relación profunda con su ser, y se vuelve sobre sí mismo”. (Paz 1993:
292) El estallido revolucionario movilizó dentro de un mismo movi-
miento a grupos antagónicos y pertenecientes a lugares distintos de-
ntro del panorama nacional. A pesar de su carácter espontáneo e im-
provisado sirvió para poner de manifiesto los grandes problemas que
habían quedado solapados en la historia de México, sobre todo el
problema agrario, íntimamente vinculado a la población indígena. El
protagonismo de las masas campesinas en el movimiento –tan magní-
ficamente captado por los muralistas y por algunos escritores como
Azuela o Magdaleno– sacó a la superficie un México hasta entonces
prácticamente sumergido. En ese contexto, la novela surgió de la
necesidad de dar cuenta y de explicar a través del arte un fenómeno
120 Carmen de Mora

tan complejo y de tan extraordinario alcance. La mayor parte de los


novelistas pertenecía a la pequeña burguesía provinciana y apoyaba
los ideales utópicos y de justicia social que acompañaron la revolución
maderista. Algunos de los rasgos genéricos que presentan estas obras,
producidas entre 1915 y 1948, son conocidos: el sesgo autobiográfico,
la fidelidad a los acontecimientos históricos, la búsqueda de una iden-
tidad nacional, el carácter episódico de los hechos, la ausencia de
prédicas y especulaciones teóricas, el aliento épico de las acciones
militares, la actitud crítica y con frecuencia desencantada de la Revo-
lución, el dinamismo narrativo mediante la incorporación de técnicas
cinematográficas, el contenido social e histórico y la presencia de los
líderes revolucionarios en muchas de sus páginas.1 Pero las obras más
representativas son muy distintas unas de otras, aunque tienen en
común el asunto tomado del contexto histórico de la Revolución.2
Como afirma Rogelio Rodríguez Coronel (1975: 9): “No existe un
ejemplo que abarque la totalidad del proceso revolucionario, con todas
sus aristas, matices y peripecias. No hay una vocación globalizadora
en el novelista de la Revolución.”
Uno de los logros del movimiento fue favorecer la consolidación
de la unidad frente a las diferencias regionales y desarrollar una cultu-
ra nacional. Naturalmente las variedades regionales atañen a numero-
sos factores que van desde las peculiaridades lingüísticas o paisajísti-
cas, entre muchas otras, hasta la gastronomía, que constituye nuestro
objeto de interés en este caso.
La cocina nacional mexicana es fruto de un largo proceso de gesta-
ción que solo cristalizó a mediados del siglo XX.3 En ese proceso la
comida de las clases bajas jugó un papel fundamental, como se deduce
del testimonio recogido por Pilcher: “Diana Kennedy, la más destaca-
da autora de libros de la cocina mexicana, y Craig Claiborg, el crítico
de comida del New York Times, describieron la cuisine mexicana
como “comida campesina elevada al nivel de un arte sofisticado”.”
(Pilcher 2001: 18-19)4 La presencia de mexicanismos en la literatura
culinaria matiza más aún el carácter nacionalista de la gastronomía.5
Desde los cronistas y Sor Juana en la época colonial pasando por Los
bandidos de Río Frío (1889, 1891) de Manuel Payno, las vivencias
culinarias infantiles de José Juan Tablada (1937), las Memorias de
cocina y bodega (1953)6 de Alfonso Reyes, Los recuerdos del porve-
nir (1963) de Elena Garro, la Cocina mexicana (1972) de Salvador
Novo, hasta el archiconocido Como agua para chocolate (1992) de
“Comida para todos” 121

Laura Esquivel, las referencias gastronómicas son recurrentes en la


literatura mexicana. Inclusive el segundo manifiesto de los estridentis-
tas, aparecido en Puebla, en 1923, termina con el grito irónico de
“¡Viva el mole de guajolote!” como colofón de la actitud iconoclasta y
antipatriota que sostenían.
A pesar de que en muchos casos, la proximidad de los hechos
históricos no les permitió a los escritores enjuiciar la Revolución con
la objetividad necesaria, en estas novelas se proyectan las tensiones
sociales y políticas que enfrentaron a la sociedad mexicana en muy
diversos planos. El contexto culinario cumple una función importante
en este sentido porque, con frecuencia, sirve de detonante para que
estallen los conflictos o se manifiesten las peculiaridades y diferencias
sociales y regionales. Dada la diversidad de autores que integran la
llamada novela de la revolución mexicana, he elegido para acercarme
al tema que nos ocupa un corpus de cinco novelas que lo tratan de
manera distinta.

1. Gastronomía y política en las novelas de Martín Luis Guzmán

El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929)7 son


dos de los mejores exponentes de la novela de la revolución. Fruto del
interés de su autor por plasmar la historia política de México, la pene-
trante visión que nos transmite –principalmente en La sombra del
caudillo– sobre los mecanismos que presiden la política de los gobier-
nos revolucionarios no tiene parangón en este género y aun ha servido
de modelo para los narradores mexicanos a lo largo del siglo XX,
entre ellos Rulfo (Pedro Páramo) y Fuentes (La región más transpa-
rente).8
El águila y la serpiente (1928), que se publicó en el exilio madrile-
ño de Guzmán, es muy autobiográfica y está organizada mediante
escenas y episodios reales, basados en su experiencia de la Revolu-
ción. Abarca el período comprendido entre 1913, cuando el autor se
marchó a Cuba y Estados Unidos huyendo de Huerta, y 1915 en que
emigra nuevamente a Estados Unidos. En su mayor parte, el libro
presenta una serie de retratos de los líderes y representantes de la
Revolución que había conocido, entre los que destaca particularmente
el de Pancho Villa. Aparecen en él varias referencias culinarias al hilo
de los distintos desplazamientos que realiza el autor. De todas, destaco
dos que por tener lugar en la zona fronteriza con los Estados Unidos
122 Carmen de Mora

permiten apreciar dos fenómenos relacionados con la ambivalencia de


la frontera: una zona en la que convergen las influencias mutuas entre
los espacios separados –entre cocina mexicana y norteamericana, en lo
culinario– y la necesidad de afirmación identitaria frente a los otros.
Una tiene lugar en casa de Vasconcelos –antiguo compañero suyo
del Ateneo de la Juventud– en San Antonio, Texas. Allí había llegado
el autor, junto con Salvador Martínez Alomía y Alberto J. Pani, tras
un penoso viaje desde La Habana en el Virginie, una especie de buque
fantasma en el que habían estado sometidos a un estricto régimen de
pan, vino y queso. Después de tan duras jornadas, en la modesta casa
que ocupaba Vasconcelos como político mexicano desterrado en los
Estados Unidos, Guzmán saborea los olores mañaneros de la harina en
el horno, la vainilla y la canela en los dulces de leche, y el perfume del
café, antes de disfrutarlos en la mesa:

Poco después, sentados a la mesa, lo distante de aquellos perfumes se nos


concretaba en la materialidad de un desayuno a la vez sobrio, suculento y –
quiero atreverme a llamarlo así– de fina calidad estética. En él predominaban
lo blanco y lo claro, o, en todo caso, la crema. Se derretía la mantequilla en los
butter, calientes y humeantes, de masa tierna y esponjosa como algodón de
harina9; la negrura del café se perdía en la blancura de la leche; brillaban los
vasos de agua clara, y en la gran dulcera de cristal nadaba en almíbar la
cuajada de los chongos morelianos. (Guzmán 1978: 226)

Siendo San Antonio una zona próxima a la frontera entre México y


los Estados Unidos, el desayuno de Vasconcelos es un mestizaje entre
la tradición americana –los butter (butter cake) calientes– y la mexica-
na –los chongos morelianos10–, un postre de leche típico cuyo origen
se remonta a los conventos de la época virreinal.
Además de Vasconcelos, en los ocho días que dura la estancia en
San Antonio, tuvieron la compañía de Samuel Belden, abogado revo-
lucionario carrancista, que los paseaba por la ciudad. De esos paseos,
“el caballo de batalla” eran los restaurantes mexicanos que califica el
narrador de “restaurantes patrióticos de cocina nacionalista sintética”:

Uno a uno los conocimos todos, no obstante que el primero hubiera podido,
con creces, suplir a los demás. Todos se caracterizaban por una misma especie
de minuta sobre una misma especie de mesas; en todos había un mismo culto
de los colores patrios y una misma efigie del cura Hidalgo –porque el solo
patriotismo mexicano íntegro y absoluto es el de la Independencia y la
bandera–, y en todos, por supuesto, comíamos los mismos manjares
sabrosísimos, tan sabrosos, que por momentos resultaban de un mexicanismo
“Comida para todos” 123

excesivo o desvirtuado por interpretaciones demasiado coloristas de nuestro


color local. (Guzmán 1978: 228)

Se alude aquí a la expansión de la cuisine mexicana en forma de


cadenas en las que se consumen ciertos productos como los tacos,
burritos, frijoles y tamales principalmente, que se han exportado inter-
nacionalmente debido a la influencia de los Estados Unidos, donde
son firmas norteamericanas las encargadas de su producción. Guzmán
se refiere a la estandarización de ciertos productos limitados que
supuestamente representan a la cocina nacional en el extranjero, pero
que en realidad la desvirtúan. Un precedente de los tex-mex norteame-
ricanos. El simbolismo patriótico del decorado (los colores patrios y la
efigie del cura Hidalgo) subrayan el propósito identitario en la selec-
ción de los productos culinarios que se ofrecen en el restaurante.11
La sombra del caudillo tiene un trasfondo real e histórico, corres-
pondiente a los períodos presidenciales de Obregón y Calles, que ha
permitido identificar a algunos de los personajes ficticios.12 Dos son
los hechos históricos ficcionalizados; uno, el levantamiento de Adolfo
de la Huerta en 1923, bajo el gobierno de Álvaro Obregón, que fue
sofocado gracias a la intervención de Plutarco Elías Calles, quien
contaba con el apoyo de Obregón para sucederlo en el gobierno. A
consecuencia de ello, Martín Luis Guzmán, que apoyaba a Huerta, se
vio obligado a abandonar el país y se marchó a España. El segundo
episodio está basado en el levantamiento del general Serrano, candida-
to a la presidencia de la República, contra el gobierno de Calles por
haber aprobado la modificación constitucional que permitía la reelec-
ción del presidente aunque no de forma sucesiva, lo que favorecía a
Obregón. El general fue asesinado junto con sus partidarios en Huitzi-
lac, en la carretera que va de Cuernavaca a México, el tres de agosto
de 1927. Guzmán decidió escribir la novela cuando tuvo noticia en
España de la matanza.13 El exilio favoreció sin duda que La sombra
del caudillo pudiera ver la luz, pues, como afirma Luis Leal, apareció
“años antes de que en México se pudiera discutir en público el asesi-
nato de Huitzilac”. (Leal 2002: 714)
Ermilo Abreu Gómez ha destacado certeramente que esta novela
difiere mucho del modelo episódico de Los de abajo, construido a
base de escenas representativas de la lucha entre las distintas facciones
revolucionarias: “Aquí se presenta el panorama urbano y político –de
trasfondo criollo– con sus aguas turbias, tan turbias que semejan lo-
do.” (Abreu Gómez 2003: 489) Un esquema que se repite en otras
124 Carmen de Mora

novelas, como Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael N.


Muñoz. El momento histórico es posterior al período bélico, se ocupa
de la Revolución hecha ya gobierno. Además, Los de abajo, como su
mismo nombre indica se focaliza principalmente en el pueblo llano,
mientras que en La sombra del caudillo, el juego está entre “los de
arriba”, los que se disputan el poder. Hay dos secuencias representati-
vas relacionadas con la comida: ‘Banquete en el bosque’ y ‘Brindis’.

1.1 ‘Banquete en el bosque’

Desde El Banquete de Platón se mostró que la gastronomía cumplía,


además de la función alimenticia que le está destinada, otra de carácter
social, tan representativa como aquélla, que surge del placer de la
mesa. En el siglo XIX, el escritor francés Brillat-Savarin escribió una
Fisiología del gusto en que hablaba de la influencia de la gastronomía
en los negocios, pues los hombres, hasta los que están más cerca del
estado natural, suelen tratar los asuntos de importancia en la mesa. La
razón radica en que un hombre satisfecho no es igual que uno en
ayunas, y la mesa establece vínculos entre los comensales y los hace
más aptos para recibir ciertas impresiones o someterse a influencias.
De ahí nació la gastronomía política:

Las comidas se han convertido en un instrumento de gobierno y la suerte de


los pueblos se decide en los banquetes. Esto no es una paradoja, ni una
novedad; sino una simple constatación. Si se repara en todos los historiadores,
desde Heródoto hasta nuestros días, se verá que, sin exceptuar las
conspiraciones, jamás ha ocurrido ningún gran acontecimiento que no hubiese
sido concebido, preparado y dispuesto en los festines. (Brillat-Savarin 1866:
54, mi traducción)

Siguiendo, pues, la tradición de que los mejores negocios se hacen


en la mesa, el general Ignacio Aguirre, ministro de la Guerra, es invi-
tado a comer por un grupo de políticos en el famoso Restaurante de
Chapultepec construido durante el régimen de Porfirio Díaz. El ban-
quete es descrito muy pormenorizadamente, pero en ningún momento
se hace referencia a ningún plato, solo la bebida adquiere protagonis-
mo. El hecho no es casual, pues en este caso la comida está subordi-
nada a lo político. Se describe el momento del aperitivo y posterior-
mente el de la comida, y se enumeran los comensales principales y el
lugar que ocupaban, siendo el de honor para el ministro Aguirre.
“Comida para todos” 125

Durante el aperitivo, uno de los camareros, familiarizado con los


gustos de Aguirre, le trae una botella de coñac Hennessy-Extra, bebida
preferida de Aguirre que es un leitmotiv en La sombra del caudillo.14
Emilio Olivier Fernández, el más extraordinario de los agitadores
políticos de aquel momento, fue quien distribuyó los sitios cuando
pasaron al comedor, con objeto de convencer a Ignacio Aguirre del
apoyo que tenía para proclamarse como candidato a la presidencia de
la República, frente a la candidatura del general Hilario Jiménez.15 Los
manjares y vinos, mencionados así en términos generales, sirven como
pretexto ideal para insinuar velados propósitos políticos que iban
soltándose entre brindis y bocados mientras se encendían los ánimos.
Después, algunos de los reunidos, los más representativos, siguen la
juerga en la casa de unas amigas de Olivier Fernández, en realidad una
especie de burdel, donde de nuevo se reúnen alrededor de una mesa
para charlar y beber cerveza –excepto Aguirre, que, acompañado por
Encarnación, beberá su cognac favorito. Animados por la bebida y
encandilados por las mujeres alternan los discursos sobre temas socia-
les y políticos con la oratoria propia de una asamblea política o una
sesión del Congreso.

1.2 ‘Brindis’

Otro banquete, más importante aún, tiene lugar con motivo de la con-
vención del Partido Radical Progresista reunida en Toluca para pro-
clamar el candidato a la Presidencia de la República. Olivier Jiménez,
verdadero cerebro del evento, le dio instrucciones al general Catarino
Ibáñez, gobernador del Estado de México, sobre los preparativos de la
Convención. Hay que señalar que, en un principio, el candidato iba a
ser Hilario Jiménez. De ahí que todos los participantes estuvieran
predispuestos hacia él y que Catarino hubiera mandado colocar con
letras de oro en las tarjetas del menú “Banquete para celebrar la desig-
nación del C. General Hilario Jiménez como candidato del P.R.P. del
E. M. a la Presidencia de la República”. Poco antes de la convención
Olivier se vio obligado a cambiar de candidato, que ahora resultaba
Ignacio Aguirre, y así se lo hizo saber a Catarino, quien no estaba de
acuerdo pero tuvo que resignarse. Todo lo que sucederá después será
consecuencia de estos tejemanejes políticos.
Como señala Luis Leal, Catarino es el personaje más grotesco de la
novela; gracias a su olfato para los negocios y a sus habilidades políti-
126 Carmen de Mora

cas, de repartidor de leche a domicilio, se había convertido en un gran


hacendado y “dueño de las mejores vacas de la República”. (Leal
2003: 712) Catarino había organizado una comida digna de las cir-
cunstancias en el mejor restaurante de Toluca. Estando ya todo el
mundo reunido, esperó para anunciar el banquete cuando

(…) los mil indios de la manifestación roían sus huesos y sus tortillas en el
jardín de la casa incautada. Entonces, vuelto hacia Olivier, hacia Mijares,
hacia Axkaná, exclamó con sencillez revolucionaria de trazo espléndido:
-¿Comida para unos? ¡Pos comida para todos! 16 O no se malician ustedes que
también nosotros tenemos derecho a vivir ?... ¡Ándenles, muchachos: vamos a
tomar el mole! (Guzmán 2002: 93)

El comentario no cayó en el vacío y más tarde, ya en plena comida,


al traerlo a colación Olivier derivaría en una pelea violenta. No es
casual que la disputa comenzara antes de servirse el mole, plato na-
cional y “símbolo de la nación mestiza mexicana”, en términos de
Pilcher. (2001: 50)17 Uno de los comensales elogió el guacamole que
les habían servido previamente, a lo que respondió el hacendado:

-¿Le gusta, amigo? Pues ya lo ve usté: este guacamole es el mismo que están
comiendo allá, con sus tacos de barbacoa, los compañeros que dejamos hace
rato en el jardín.
Y subrayaba Catarino las palabras con sonrisas de profundo convencimiento
democrático. Agregó al punto:
-¿Quién se atreverá ahora a decir que nosotros no sentimos a fondo la
Revolución? ¿Estaríamos comiendo aquí tan contentos, sin haber asistido
enantes al convite del pueblo? (Guzmán 2002: 97)

Esta intervención de Catarino provoca la réplica inesperada y con-


tundente de Olivier que lo acusa de farsante por tales afirmaciones:

El guacamole será igual (…); no lo discuto. Pero la mentira consiste en que


llamas “compañeros” a los pobres indios de la manifestación y en que dices
que nosotros no disfrutaríamos de este banquete si antes no los hubiéramos
visto comer a ellos. Si son nuestros compañeros, ¿por qué a ellos les das
huesos y tortillas martajadas, dejando, además que eso lo coman en el suelo,
mientras a nosotros nos tratas regiamente? Aquí no pasamos de treinta; allá
son más de mil. Sin embargo, estoy seguro de que la comida nuestra va a
costarte lo doble o lo triple de lo que pagarás por la mísera barbacoa de los
que vinieron a gritar tus vivas y tus mueras. (Guzmán 2002: 98)
“Comida para todos” 127

Con sus palabras, Olivier desenmascara la demagogia y el racismo


de Catarino, que, en realidad, se aprovechaba de los indios para sus
intereses políticos. La disputa verbal entre los dos no tiene desperdi-
cio. Astuto como era, cuando ya estaba bastante borracho, Catarino
aprovechó para darle la réplica y denunciar el chaqueteo político de
Olivier (al cambiar de candidato a la Presidencia), quien arrojó una
copa de champaña a la cara del gobernador y desencadenó una batalla
campal en que los comensales sacaron los revólveres y volaron platos
y botellas. Todo el episodio está contado en términos tragicómicos.
Con humor, pero también con bastante amargura, Guzmán rompe con
la tradición del banquete como ágape fraternal para dejar al descubier-
to la corrupción y la degradación de la vida política. El banquete
organizado para comer ‘el plato nacional’ se convierte en una metáfo-
ra de la lucha de intereses por el poder y pone en evidencia el clasismo
racista y la división social entre el pueblo, los indios en este caso, y
sus dirigentes.

2. Pobreza y tortillas en Los de abajo

En Los de abajo (1916) de Azuela, donde los personajes pertenecen a


las clases más humildes, el hambre y la falta de comida contribuyen a
la casi ausencia de referencias gastronómicas. Hay un episodio con
elementos costumbristas que ocurre cuando, después del enfrenta-
miento con los federales en el cañón de Juchipila, Demetrio Macías,
herido, y sus hombres tomaron rumbo hacia el Norte. En el camino
iban encontrándose con algunos serranos que al verlos en tal estado
les daban algo de comer: “¡Gracias a Dios! ¡Un alma compasiva y una
gorda copeteada de chile y frijoles nunca faltan! –decía Anastasio
Montañés, eructando.” (Azuela 1988: 15) Al atardecer, se acercaron a
unas “casucas” que había en una explanada para pasar la noche: “Eran
unos cuantos pobrísimos jacales de zacate, diseminados a la orilla del
río, entre pequeñas sementeras de maíz y frijol recién nacidos.”
(Azuela 1988: 15) La mujer que los acogió, “Señá Remigia”, solo
pudo ofrecerles lo mismo que les habían ofrecido los serranos, chile y
tortillas: “[...] tenía güevos, gallinas y hasta una chiva parida; pero
estos malditos federales me limpiaron.” (Azuela 1988: 16) Igualmente
modesto es el desayuno (una olla de leche) que le ofrece Camila a
Demetrio. En otro momento se describe a la mujer desnuda arriba de
la cintura, pasando y repasando su nixtamal, esa masa preparada con
128 Carmen de Mora

maíz y con cal destinada a la elaboración de las tortillas.18 El proceso


de elaboración de las tortillas en la forma artesanal es bien conocido:
primero se hervía el maíz en la cazuela con cal. Luego, las mujeres
arrodilladas molían el nixtamal en una piedra de moler con tres patas
(metate). Por último, mediante palmadas, se iban formando discos
delgados que se cocían en el comal o cazuela. La imagen plástica de la
mujer desnuda repasando el nixtamal, rescata la asociación que existía
en el imaginario mexicano del acto de moler maíz con la sexualidad
femenina, recurrente en los pintores costumbristas del XIX. (Pilcher
2001: 98) Interviene en esta secuencia uno de los alimentos básicos de
la cocina cotidiana: las tortillas. A propósito de éstas y sus ingredien-
tes, como el maíz, los frijoles y el chile, a fines del siglo XIX se impu-
so la creencia en la debilidad de los indígenas por su afición al maíz
frente al trigo. Fue el llamado discurso de la tortilla del senador Fran-
cisco Bulnes19, que preconizaba la inferioridad nutricional del maíz.
Llegó a imponerse en el discurso de la élite durante la época de Porfi-
rio y se prolongó en el pensamiento revolucionario que consideraba
las tortillas “como uno de los indicadores básicos de pobreza y re-
traso”. (Pilcher 2001: 141) Que sea ésta prácticamente la única refe-
rencia gastronómica de Los de abajo y que se recurra a ella para des-
cribir la vida miserable de los campesinos indica que Azuela estaba
familiarizado con el discurso de la tortilla y probablemente suscribía
la tesis de Bulnes. Existe, en efecto, cierto interés en esta novela por
los hábitos alimenticios, de bebida y curativos de las clases bajas. Un
ejemplo es el comienzo revelador de la segunda parte: “Al champaña
que bulle en burbujas donde se descompone la luz de los candiles,
Demetrio Macías prefiere el límpido tequila de Jalisco.” (Azuela
1988: 73)20 Frase que preside los capítulos relativos a la violencia, el
robo y el saqueo de las tropas revolucionarias. Se contrastan también
los remedios curativos caseros, propio de una sociedad atrasada, frente
a la medicina basada en conocimientos científicos que practica Luis
Cervantes. Así, para curar las hemorragias de sangre del jefe revolu-
cionario, la mujer partió un pichón en dos y “aplicó calientes y cho-
rreando los dos pedazos del palomo sobre el abdomen de Demetrio”.
(Azuela 1988: 31) Sólo Cervantes, con las medidas que toma, conse-
guirá sanarlo. Lo mismo sucede en El resplandor de Mauricio Magda-
leno: el peyote se utiliza como paliativo para dolores fuertes, yerba del
toro para cicatrizar, epazote colorado como antídoto, la infusión de
orinas de un toro curaba las fiebres graves; Apolonio Juárez, uno de
“Comida para todos” 129

los personajes, juraba que el excremento del tlacuache, un marsupial


mexicano, puesto a hervir con otros yerbajos e ingerido al acostarse
con una buena dosis de alcohol, le había aliviado los dolores de costa-
do que padecía. Y en Arráncame la vida (1988), de Ángeles Mastretta,
Andrés Ascencio muere envenenado por beber habitualmente un té de
limón negro.
Con arreglo a la visión negativa y desesperanzada que demuestra
Azuela, la comida en esta novela sirve o bien para caracterizar los
hábitos alimenticios de las clases más pobres o para sugerir metafóri-
camente los efectos destructivos y degradantes de la Revolución,
como sucede en una escena muy simbólica en que Demetrio y Cervan-
tes se encuentran en el cuartel:

Luis sintió un vértigo. La cerveza regada parecía avivar la fermentación del


basurero donde reposaban; un tapiz de cáscaras de naranjas y plátanos,
carnosas cortezas de sandía, hebrosos núcleos de mangos y bagazos de caña,
todo revuelto con hojas enchiladas de tamales y todo húmedo de deyecciones.
(Azuela 1988: 95)

3. La cocina michoacana en la nostalgia: Apuntes de un lugareño


(1932) de José Rubén Romero

Apuntes de un lugareño es uno de los textos de este grupo que más


referencias gastronómicas contienen. Se trata de una narración auto-
biográfica o una biografía novelada que evoca con nostalgia la vida
del autor desde 1890 hasta 1813, cuando tenía veintitrés años, y fue
escrito en España cuando era cónsul general en Barcelona.21 Siendo
niño, Romero vivió hasta los siete años en Ciudad de México donde
su padre había establecido una casa de comisiones, pero los negocios
le fueron mal y la familia tuvo que regresar a Michoacán, a Ario de
Rosales, un pueblo al sur de Pátzcuaro. Allí el padre recibió la prefec-
tura de un distrito. Muchas de las observaciones pintorescas de los
Apuntes salieron de los recorridos que el escritor hacía con su padre
por los lugares del distrito en razón del cargo que ocupaba: “[...] la
vida del autor y de los suyos, de los parientes, los amigos, los conter-
tulios y los vecinos y los sirvientes, será el tema obligado y gustoso de
su obra.” (Castro Leal 1975: 352) La novela narra su vida hasta que se
instaló en Morelia (1912) como secretario particular con Miguel Silva,
gobernador del estado de Michoacán; a través de él conoció a Madero.
Con Victoriano Huerta en el poder, Silva renunció al gobierno. Rome-
130 Carmen de Mora

ro continuó en el cargo con otros dos gobernadores, pero tuvo que


salir huyendo cuando llegó como gobernador el general Jesús Garza
González, agente de Huerta, porque su vida corría peligro. Las cir-
cunstancias de lejanía en que Romero escribió el libro explican el tono
evocador y gozoso de la escritura, verdadera recuperación de olores y
sabores del terruño.
Romero cuenta en el libro las repercusiones que tuvo la revolución
maderista en Ario de Rosales, el pueblo donde vivió. Los alimentos y
comidas, junto con la gente, los paisajes, las costumbres y expresiones
populares, pertenecen a los recuerdos placenteros de la infancia y
juventud del autor. Están asociados principalmente a la vida familiar y
también a fiestas, excursiones, paseos campestres y escenas costum-
bristas. En lo culinario, como corresponde a la vida tradicional de la
sociedad provinciana, sobresale la figura de la madre: “[...] pasaba
largas horas en las mañanas frente a los fogones de la cocina, prepa-
rando cositas sabrosas a las que todos éramos afectos.” (Romero 1978:
12) Fue de ella de quien escuchó por primera vez la palabra revolu-
ción. Y resulta curioso que mujer, revolución y cocina estén aquí
asociadas de manera espontánea, porque ello deja entrever algo más
importante: el papel que han jugado las mujeres y la vida doméstica en
la formación de las identidades nacionales. (Pilcher 2001: 19) La
breve referencia que hace al tiempo que su madre le dedicaba a la
cocina indica que todavía no había llegado a Ario el cambio de cos-
tumbres propio del desarrollo industrial que liberaría a las mujeres de
la dedicación casi religiosa que les exigían las laboriosas comidas
caseras.
Los platos, postres y frutos mencionados en el libro no siempre
pertenecen a la cocina michoacana de forma exclusiva sino que se
encuentran también en otras cocinas regionales, sobre todo las más
cercanas a la región de Michoacán. Precisamente el intercambio de
productos y hábitos alimenticios entre distintas regiones, propiciado
por el movimiento revolucionario, contribuyó a la creación de una
cocina nacional. Vasconcelos, en Ulises criollo, describe una profusa
variedad de productos de diferentes lugares, a veces con verdadera
glotonería: la gastronomía cosmopolita que podía conseguir su familia
en la ciudad fronteriza de Piedras Negras y las cenas improvisadas en
las mesas populares de la Plaza del Comercio. Las golosinas y frutas
que los vendedores ponían a su alcance en las paradas que hacían
durante el viaje de Durango a Campeche: varas de limas, cestos de
“Comida para todos” 131

fresas o de higos, aguacates, cajetas de leche en Celaya, camotes en


Querétaro y “turrones de espuma blanca y azucarada”. Evoca también
con fruición los dulces de frutas que podían saborearse en los portales
de Toluca. Y entre todos esos alimentos ensalza las bondades de la
fruta tropical y de la cocina campechana, en su opinión, “la mejor del
país”. (Vasconcelos 2000: 111)22

Chongos zamoranos (Foto de Pedro Rotger-Salmer)


Martínez, J.M. S.f. Postres y dulces mexicanos. s.l.,Ediciones Castell: 19.

Volviendo a los Apuntes…, un ejemplo de la importancia que tiene


la comida para Romero son los dos detalles asociados a la escuela que
guarda en la memoria: haber conseguido un plato de cajeta quemada
en una rifa y los paseos campestres llevando en su morral “sabrosas
gorditas de maíz rellenas de arroz, de longaniza y de frijoles”. (Rome-
ro 1978: 11) La cajeta, dulce de leche original de Celaya (Guanajua-
to), recibe el nombre de las cajas de madera que se utilizaban para
empacarlo. Alfonso Reyes comenta a propósito de éste y de otros
dulces de leche americanos que, a comienzos de siglo, las madres
solían imponerles a las muchachas la elaboración de este dulce como
penitencia y castigo: “Lo cierto es que el tal postre exige, para que la
132 Carmen de Mora

leche no se queme y no se pegue al fondo del cazo, una agitación de


varias horas que agota cualquier resistencia.” (Reyes 1953: 110) Entre
las comidas, hace referencia a la chachalaca en chile verde, el apo-
rreadillo (comida típica de Michoacán consistente en huevos revueltos
con carne y bañados en salsa que van acompañados de tortillas), el
tamal, que solía ser un plato festivo, mole y cordero asado. A propósi-
to del mole y del cordero, se queja el narrador en su libro de haberse
visto obligado en una ocasión en que se encontraba en las fiestas de la
Virgen de madera, en Santa Clara, a aceptar “cuanto plato de mole o
de cordero asado se nos ofrecía. Vieja costumbre que no admite excu-
sas. La repulsa de un plato de estos guisos es una ofensa que los indios
no perdonan jamás”. (Romero 1978: 66) Y entre los postres típica-
mente michoacanos menciona los chongos zamoranos (véase foto),
elaborados a base de leche (a la que se añaden pastillas de cuajo,
azúcar y canela), cuyo origen se atribuye a los conventos zamoranos.
Con el sensualismo y plasticidad propios de su estilo, tan benéficos
para la expresividad de las evocaciones, con motivo de un viaje fami-
liar a Pátzcuaro, mediante el recurso de la evidencia, describe el mer-
cado de los viernes en la plaza y dibuja ante los ojos del lector la
variedad de frutas de los pueblos michoacanos expuestas en el petate
del arriero: “[...] los aguacates charolados de Tacámbaro, las chirimo-
yas aterciopeladas de Ario, los carnosos mameyes de Pedernales, y las
guayabas olorosas de Jacona.” (Romero 1978: 39)23 Y por las maña-
nas “como un chico glotón, recorría los portales y el mercado en busca
de antojitos sabrosos: requesones, toqueras (de maíz verde), uchepos”
[tamalitos de maíz en Michoacán]. (Romero 1978: 44) Los platos
regionales se mezclan con otros que tienen carácter nacional, como los
ya citados (tortillas, tamales, frijoles, mole, etc.) y el pozole, sopa
preparada con un tipo especial de maíz llamado cacahuazintle a la que
se agrega sal, carne de cerdo o pollo, así como otros ingredientes. En
la bebida destaca el rompope (licor preparado con yemas de huevo de
gallina, vainilla, canela, almendra molida, leche de vaca, azúcar y
alcohol) que tradicionalmente se considera un producto creado en los
conventos virreinales de Puebla. No falta un elogio del “chocolate de
metate molido en casa, oloroso a canela, sopeado en la intimidad del
hogar con rosquitas doradas de manteca”. (Romero 1978: 75) Tam-
bién Alfonso Reyes, en Memorias de cocina y bodega, después de
haberse lamentado en el Descanso XI, de que en México estaba des-
apareciendo el noble arte de hacer café, se consuela en el capítulo
“Comida para todos” 133

siguiente con que los mexicanos todavía conservan el clásico chocola-


te, “los cacaos de Moctezuma, ya amargos y en agua a la vieja moda,
ya dulces y en leche a la moderna”. (1953: 118)24 Recuerda también
su presencia en los cronistas –en Cortés, Díaz del Castillo, Oviedo,
Acosta–, su introducción en Europa y los cambios que fue experimen-
tando en Europa y en América.
En suma, la apología de la cocina regional y la mezcla entre platos
regionales y nacionales que se da en Apuntes de un lugareño constitu-
yen una muestra del papel que desempeñó el estallido revolucionario
en el protagonismo que adquirió la vida provinciana y en el sincretis-
mo que caracteriza la cocina nacional.

4. La mala alimentación en El resplandor (1937) de Mauricio


Magdaleno

En esta novela, la más importante del autor, todo gira alrededor del
mundo rural indígena y sus condiciones de vida antes y durante la
Revolución. Como dice uno de los personajes: “El problema del indio
(…) es el problema de México (…). Cuando se cumplan los ideales de
reivindicación de los revolucionarios, no habrá pobres en México. Lo
que necesitamos es incorporar al indio a la civilización, ¡para que te lo
sepas!” (Magdaleno 1978: 907) Palabras que revelan el sentir de
Mauricio Magdaleno y estaban en el programa de los sucesivos go-
biernos revolucionarios que se esforzaron por incorporar a los campe-
sinos en la comunidad nacional. (Pilcher 2001: 121)
En la novela, dos pueblos otomíes, San Andrés y San Felipe, perte-
necientes al estado de Hidalgo, situados en una tierra yerma en donde
nunca llovía, se disputan a muerte las aguas de la cuenca del río Prieto
que quedaba junto a la hacienda ‘La Brisa’25 y significaba para ellos la
supervivencia. Las únicas tierras fértiles de la zona pertenecían desde
los tiempos de la Conquista a la familia Fuentes, propietaria de ‘La
Brisa’, que las mantenía sin cultivar. En ese contexto de miseria y
desigualdad social, cuando todavía vivía don Gonzalo Fuentes, estalla
la Revolución y con ella nuevos episodios de violencia. Los alzados
atraían a los indios con falsas promesas de comida y prosperidad. Uno
de ellos, Cavazos, llegó a convertirse en un verdadero mito para los
otomíes:

Hablaba de vegas feraces como paraísos para la hora del triunfo, de mucho
maíz –cargas y más cargas de maíz– y de mucho frijol para el pobre, de un
134 Carmen de Mora

gobierno justo y de tranquilidad para todos. Los reunió en la plaza, trepado


sobre la piedra del camino real y les dijo: “-Yo les traigo de comer. Los que
no le tengan miedo a la muerte que me sigan.” (Magdaleno 1978: 856)

El maíz y el frijol, en efecto, junto con la calabaza y el chile eran


los cuatro alimentos básicos de la dieta mesoamericana.26
Tras uno de los numerosos enfrentamientos a cuchillo entre los de
San Felipe y San Andrés por el agua de río Prieto, que terminó con
ocho muertos y quince heridos, los de San Andrés se encaminaron con
los muertos al cementerio mediante un ritual en el que vestían sus
mejores ropas, las mujeres engalanadas con zarcillos y collares de
“vistosas cuentas de vidrio” (Magdaleno 1978: 860), y acompañados
de una banda. Al llegar la comitiva al cementerio, en cada túmulo
acomodaron tortillas con chile verde, pepían pulque y flores porque de
noche saldrían las ánimas a devorar el banquete. Magdaleno hace
referencia aquí a una costumbre ancestral, muy arraigada en México,
la de las ofrendas a los muertos, que se remonta a la época prehispáni-
ca. A pesar de la influencia del culto católico, en plena revolución
mexicana, estas poblaciones conservaban sus prácticas mágico-
religiosas cuyo origen está en el culto que las razas autóctonas les
rendían a sus muertos mediante ofrendas, en la creencia de que la
muerte era una continuación de la vida. La idea de que la personalidad
del muerto se conservaba a pesar de la desaparición del cuerpo deter-
minaba en parte la elección de la comida: “El diablo de Pío Luna, la
Iguana, fue hombre de un apetito que daba miedo, y por su parte Ser-
vando y Gil, cuando se ponían a comer tunas, se acababan fácilmente
el ciento de coloradas.” (Magdaleno 1978: 861) Más adelante se ex-
plica que tres veces al año, el día onomástico del muerto, el del patro-
no del rancho y el dos de noviembre, los vecinos de San Andrés de la
Cal acudían al cementerio durante toda la mañana y la tarde “atibo-
rrando las sepulturas de carne con chile, tortillas y pulque”. (Magdale-
no 1978: 866)
La acción de la novela se focaliza principalmente en la comunidad
indígena de San Andrés de la Cal, una tierra estéril de pedernal, salitre
y cal, “comida por la erosión” (Magdaleno 1978: 847), que recuerda
algunas poblaciones rurales del microcosmos rulfiano como Luvina o
Comala. Incluso en determinado momento se les llama a los habitan-
tes “los hijos del páramo”. (Magdaleno 1978: 852)27 La situación
límite en que viven los indígenas a causa del hambre y la miseria les
lleva a cifrar sus esperanzas en Saturnino Herrera, más conocido por
“Comida para todos” 135

el coyotito28, un mestizo que siendo muy niño quedó huérfano y fue


adoptado por el patriarca de la comunidad. Más tarde, el gobernador
del estado de Hidalgo lo ayudó a salir de la pobreza al escogerlo para
que estudiara en Pachuca. Transformado en candidato a Gobernador
del Estado, y casado con la heredera de ‘La Brisa’, Matilde Fuentes,
Saturnino decide volver a San Andrés de la Cal y utilizar al pueblo
para conseguir sus objetivos políticos. Con el señuelo de construir una
presa y hacer las tierras fértiles, mientras se construye la presa los
hace trabajar en las labores de ‘La Brisa’ que hasta entonces había
permanecido abandonada por su última propietaria, doña Matildita
Fuentes. Convertido ya en gobernador y terrateniente, Herrera deja la
hacienda en manos de un capataz y se marcha a la ciudad. Pronto
descubren que aquél en quien habían puesto todas sus esperanzas los
había engañado vilmente. Los indios se rebelan contra el capataz y lo
matan. Saturnino, después de haberse vengado de los indios, le deja la
administración de la finca al tendero Melquíades Esparza, personaje
ambicioso y rastrero.
De acuerdo con el ambiente indígena de la novela las referencias a
la comida están asociadas a las costumbres de los otomíes y al propó-
sito de denuncia y reivindicación social que urde la trama. Tienen que
ver con el hambre de los indios y las falsas promesas de quienes los
explotan en sus haciendas, sin olvidar la manipulación que ejercen
sobre ellos al emborracharlos de pulque para acallar las protestas. La
afición al pulque era tan común entre campesinos y proletarios que
Justo Sierra llamó al alcoholismo el mal del siglo.
Cuando Saturnino Herrera regresa a San Andrés con las falsas
promesas de prosperidad organizan una comida en la que sirven mole
de guajolote y coñac, y Saturnino manda a comprar pulque para el
pueblo. Como es de sobra conocido, el pulque, es una bebida elabora-
da con el jugo o aguamiel que se extrae del corazón de las pencas del
maguey y se fermenta, forma parte de toda una cultura popular en
torno a esta planta que constituye un verdadero icono identitario.29
Bajo el porfiriato, las leyes agrarias favorecieron el latifundismo, que
quedó en manos de colonizadores nacionales o extranjeros y dio lugar
a una época de esplendor de las haciendas pulqueras. La familia Fuen-
tes en El Resplandor explota una rentable plantación de maguey utili-
zando a los indios como peones en un régimen de semiesclavitud y
bajo vigilancia para evitar robos:
136 Carmen de Mora

Todavía oscuro, a las cuatro de la mañana, ya andaban, ya andaban los


aguamieleros sacando el pulque para repletar las doscientas barricas diarias
que vendía “La Brisa”. El jayán atravesado había puesto guardias que
cuidasen que los indios no llevasen la bebida a sus jacales. Y después de
raspar las magueyeras, a reventar de necesidad, mirando por todo el día arder
los cielos feroces, sin un signo de agua. (Magdaleno 1978: 883)

En cambio cuando acuden los indios a Pachuca para apoyar la can-


didatura a gobernador de Saturnino Herreran, – “el inmaculado revo-
lucionario”, en palabras del vate Pedroza (Magdaleno 1978: 938)–
frente a su rival, se produjo un sangriento enfrentamiento entre los
partidarios de uno y otro bando, pero sí les repartieron comida y pul-
que: “En un parque, por el lado de los mesones, se repartía a las turbas
el yantar. Llegaban los camiones repletos de barbacoa, de barricas de
pulque y de refino, y eran asaltados como un botín, menudeando los
empellones y toda suerte de violencias para obtener un buen recaudo.”
(Magdaleno 1978: 941) Convertido ya en gobernador, Saturnino
Herrera regresa a ‘La Brisa’, donde lo esperaban los indios para pedir-
le justicia frente a los abusos del capataz Felipe Rendón y reclamarle
todo lo que les correspondía, de acuerdo con las promesas que les
había hecho antes de conseguir el cargo. Herrera, con astucia, para
ganarse su voluntad y quitárselos de encima, les ofrece pulque gratis:

-¿Dónde anda Bonifacio? Aquí traigo doce barricas por orden del amo para
que las reparta Bonifacio.
¡Pulque, pulque! Tornaron a apretarse los grupos, porfiando por llevarse una
barrica cada uno, y Bonifacio se abrió paso entre la turba y se hizo cargo del
presente. Lo distribuyó equitativamente.
(…) Toda la tarde bebieron, y al calor del pulque afloraron las monótonas
tonadas, el canto de la tierra en que la tristeza gime en el bordoneo de las
guitarras. (Magdaleno 1978: 967)

El resplandor es probablemente la novela que con más contunden-


cia y pasión supo denunciar el problema económico y social del indio,
y con él la frustración de las expectativas que había generado el mo-
vimiento revolucionario entre las clases más pobres.

5. Conclusión

La lectura de estas obras pone de manifiesto una variedad de perspec-


tivas en el enfoque de la cuestión culinaria acorde con la visión que
cada autor se proponía proyectar acerca del momento histórico trata-
“Comida para todos” 137

do. Tal diversidad encaja en la naturaleza variopinta de las novelas,


que registran recuerdos y experiencias autobiográficas, con frecuencia
de carácter viajero, episodios históricos y retratos de líderes, desen-
mascaran los entresijos de la vida política o denuncian la explotación
y marginalidad de la población indígena. Algunos escritores, como
Vasconcelos y Romero, hablan de los productos de la tierra y de la
comida con una sensualidad y glotonería capaces de abrirle el apetito a
lectores. En Azuela y Magdaleno, la alimentación o su ausencia están
asociadas a la denuncia de las desigualdades sociales. En Martín Luis
Guzmán se emparejan la gastronomía y los negocios políticos. En
todas, el contexto culinario refuerza la estructura de la obra y entra en
correlación con los demás elementos que articulan la semántica tex-
tual. Y si bien las referencias a la comida revelan las tensiones socia-
les entre las clases privilegiadas y los campesinos, al mismo tiempo
testimonian la progresiva integración de las cocinas regionales en la
cocina nacional favorecida por la dimensión convergente del proceso
revolucionario.

Notas
1
Véase al respecto el prólogo de Antonio Castro Leal a La novela de la Revolución
Mexicana. (1978: 17-30)
2
Adalbert Dessau distingue tres fases: una primera en que la literatura participa en el
movimiento revolucionario de masas (1920-1928); una segunda de florecimiento
(1928-1938) que empieza tras el viraje de Calles, en que algunos escritores se
aproximan a la clase obrera y a la ideología marxista; y una tercera (1938-1947) en
que ocupan el primer plano las cuestiones formales.
3
Como explica Pilcher: “Sólo a mediados del siglo XX surgió una cocina nacional
incluyente que combinaba las tortillas de maíz indígenas con el pan de trigo europeo.”
(2001: 15-16)
4
Según Pilcher “una creciente clase media urbana, confiada en su identidad mestiza,
se apropió de los alimentos populares de las calles y del campo y proclamó que
representaban la cocina nacional mexicana”. (2001:16)
5
Así ocurrió en El cocinero mexicano (1831), probablemente el primer recetario
impreso en el país y el más influyente. (Pilcher 2001: 79)
6
En este libro se ocupa Reyes de la literatura gastronómica y de diversas cocinas
internacionales, destacando de la mexicana el chocolate y el mole de guajolote, dos
productos culinarios con carácter nacional.
7
La novela, escrita en el exilio madrileño, apareció primero en versión periodística, a
través de los avances que fue enviando desde el 20 de mayo de 1928 al 3 de noviem-
bre de 1929 a tres diarios: La Opinión de Los Ángeles, La Prensa de San Antonio y
El Universal de la Ciudad de México. En 1929 fue publicada con importantes modifi-
caciones por la editorial Espasa-Calpe de Madrid.
138 Carmen de Mora

8
En principio, tenía pensado escribir una trilogía, pero los acontecimientos precipita-
ron sus planes; así se lo confiesa a Rand F. Morton en una entrevista: “Había estado
planeando una trilogía que haría un resumen de la vida política de México. El primer
volumen había de tratar de una manera novelística de la derrota de Carranza por
Obregón. La segunda de la asonada delahuertista y la tercera del régimen callista y sus
maquinaciones políticas.” (Morton 1949: 122)
9
Supongo que se refiere a los hot-cakes, que –según Pilcher– se impusieron a finales
de los cincuenta entre las familias de clase media en México por influencia norteame-
ricana.
10
Para su elaboración, a la leche se le agregan pastillas de cuajo, azúcar y canela. El
plato resultante consiste en glomérulos suaves de leche en almíbar de exquisito sabor
y consistencia.
11
Cuando se trata de una situación política, el interés culinario de Guzmán se despla-
za hacia otros aspectos. En Nogales, Alberto J. Pani y Guzmán eran invitados cada día
a cenar con Carranza. En lugar de describir los manjares y bebidas llama su atención
el lugar que ocupaban los colaboradores de Venustiano Carranza en relación con su
jefe por las implicaciones políticas que conllevaba ese hecho. “Era como vivir sujeto
–escribe Guzmán– a una función social sui géneris casi palaciega –aunque al lado del
monte– y que duraba poco.” (Guzmán 1978: 236) Lo mismo sucede con la cena de
bienvenida en casa del general Iturbe, en San Blas, a la que asistieron unas veinte o
veinticinco personas. Describe la sencillez de la habitación acorde con la personalidad
del general, la humildad de la vajilla y de los vasos, pero sobre todo la cena le sirve de
pretexto para detenerse en la personalidad de Iturbide y en sus convicciones revolu-
cionarias que analiza con una penetración sicológica admirable.
12
El Caudillo, cuyo nombre nunca se menciona en la novela, es Álvaro Obregón; el
personaje central, el general Ignacio Aguirre, ministro de la Guerra, se basa en dos
generales norteños que fracasaron en sus aspiraciones presidenciales: Adolfo de la
Huerta, derrotado en la rebelión de fines de 1923 y Francisco F. Serrano. Hilario
Jiménez –ministro de Gobernación– está inspirado en Plutarco Elías Calles y el
diputado Axkaná resulta en cierto modo una proyección del autor y representa ‘la
conciencia revolucionaria’.
13
José Emilio Pacheco ha escrito una excelente crónica de este episodio tremendo
titulada ‘Crónica de Huitzilac’, basada en informaciones de los periódicos de la época,
donde reconoce, al final, que el verdadero beneficiario de la matanza fue Calles.
14
Rafael Olea Franco explica en una nota al texto de la edición de Ayacucho que en
ese detalle (en el gusto de Aguirre por esta bebida y por abrir siempre una botella
nueva) se copian rasgos del comportamiento del personaje histórico Francisco Serra-
no. (en Guzmán 2002: 240)
15
Este mismo personaje, Olivier Fernández, cuando constata que la situación se le
escapaba de las manos y que el Caudillo apoyaba a Jiménez, decide tramar un plan
nuevo: abandonar a Ignacio Aguirre y apoyar a Hilario Jiménez. Y no tardó en presen-
tarse personalmente ante el general Jiménez para mostrarle su apoyo.
16
En el cinismo demagógico contenido en estas palabras, por la doble trampa que
encierran, el autor ha querido testimoniar todo el desengaño de las promesas revolu-
cionarias: no sólo evocan el espíritu solidario que presumían tener los dirigentes
revolucionarios para con los pobres (comida para todos) y su propósito de liquidar la
miseria en que vivían las masas campesinas (primera mentira); sino que están utiliza-
“Comida para todos” 139

das al revés: como si los privilegiados fueran los indios que están comiendo en el
jardín y los necesitados, ellos, los políticos (segunda mentira). A propósito del clasis-
mo que se trasluce en la separación entre los políticos y los indios en el banquete,
recordemos que ya en la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Bernal
Díaz señalaba que los servidores del “gran Montezuma” comían después de que su
señor lo hubiera hecho. Véase también el ensayo de Kim Huyge incluido en este
volumen.
17
Cita Pilcher a los numerosos autores que han indagado sobre los misteriosos oríge-
nes de este plato: “Alfonso Reyes, Carlos de Gante, Artemio del Valle Arizpe, Salva-
dor Novo, Amando Farga, Paco Ignacio Taibo, Mayo Antonio Sánchez y Alfredo
Ramos Espinosa”. Y recoge la opinión de que hacia 1680 las monjas de Puebla
crearon el mole en honor del virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón. (Pilcher
2001: 50)
18
La cal viva “ayudaba a aflojar la pielecilla indigerible y agregaba valiosos nutrien-
tes, entre ellos calcio, riboflavina y niacina”. (Pilcher 2001: 26)
19
El porvenir de las naciones hispanoamericanas (1899). Tomo los datos del libro
¡Vivan los tamales!
20
Estas sugerentes palabras con una clara referencia al refinamiento francés evocan la
polémica entre lo europeo y lo mexicano, lo civilizado y lo incivilizado, que se dio en
México en el siglo XIX.
21
Esta combinación de costumbrismo, nostalgia y descripciones culinarias, tiene un
precedente en Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno, aunque sea una novela
muy distinta y, además, de ámbito nacional, no local como los Apuntes. Véase al
respecto el artículo de Ignacio Díaz Ruiz. (2001: 327-337)
22
Al recordar unas vacaciones de verano en Campeche, Vasconcelos desobedece la
prohibición de comer fruta tropical porque, le decían que producía “paludismo y
cólicos” y clandestinamente disfruta de “el mayor (goce) de los que da el sentido del
gusto. A escondidas me aficioné a los zapotes amarillos y chicozapotes marañones,
mameyes y ciruelas. La novedad me llevaba a la fruta dulce y madura, pero mis
compañeros, hastiados quizá de mieles y aromas, preferían las ciruelas verdes y el
tamarindo en rama”. (Vasconcelos 2000: 110) Sobre la cocina campechana escribe
con entusiasmo: “A los arroces azafranados, las aves y los lechones, añade peces sin
rival en el mundo, como el cazón y el robalo. Además, una variedad de ostras, cangre-
jos, langostas, que se traen de la playa rocallosa situada al Norte, y aparte los produc-
tos nativos, un tráfico asiduo por mar deja al mercado local buena provisión de latas,
conservas y vinos a precios reducidos. –El palo de Campeche nos lo devuelven hecho
vino– exclamaba mi padre a propósito de un tinto corriente que se gastaba de diario,
inclusive en las mesas de los marineros.” (Vasconcelos 2000: 111) Para Rafael Olea
Franco uno de los leitmotiv del Ulises criollo es “el de las gratas sensaciones asocia-
das al gusto, el placer derivado de la comida y la bebida”, y encuentra en el texto “un
dilatado catálogo de la cultura culinaria mexicana de fines del siglo XIX e inicios del
XX”. (Olea Franco 2000: 791 y 792)
23
Los mercados aldeanos y las fiestas populares eran marcos privilegiados para la
exhibición y degustación de la cuisine popular. Y se sabe que Frida Kahlo solía
comprar en los mercados populares los alimentos que servía en sus fiestas.
24
La bebida primitiva era fría y amarga, y se disolvía siempre en agua.
25
Su primer propietario había sido don Gonzalo Fuentes, que había llegado en la
expedición de Cortés y se convirtió en encomendero.
140 Carmen de Mora

26
“El maíz, el grano básico, representaba hasta el 80 por ciento de la ingesta calórica,
y proporcionaba una excelente fuente de carbohidratos complejos. Las proteínas
esenciales para regenerar el tejido corporal provenían en gran medida de los frijoles
que contienen más de una quinta parte de su peso en proteínas.” (Pilcher 2001: 28)
Cuando Mauricio Magdaleno publica su novela, el discurso de la tortilla que tanta
influencia había ejercido en las clases altas mexicanas ya había dejado de tener
importancia; cuando en los años cuarenta se creó un Instituto Nacional de Nutrición,
el trigo y el maíz tenían la misma importancia nutricional. (Pilcher 2001: 144) Tam-
bién sobre esa fecha desaparecieron los antiguos prejuicios clasistas contra los ele-
mentos indígenas y se adoptaron los alimentos indígenas como parte sustancial de la
cocina nacional mexicana.
27
Sobre la relación entre los textos de Rulfo y El resplandor véase Yvette Jiménez de
Báez.
28
Guilhem Olivier, en ‘Huehuecóyotl, ‘coyote viejo’, el músico transgresor ¿Dios de
los otomíes o avatar de Tezcatlipoca?’ relaciona al coyote con el Dios Huehuecóyotl:
“Músico lúbrico, guerrero que siembra la discordia, ladrón del fuego, héroe astuto y
chismoso, el dios Huehuecóyotl, ‘coyote viejo’ aparece en las fuentes del siglo XVI
como un personaje singular, atractivo y enigmático a la vez. Despierta el interés en la
medida en que el intérprete del Codex Telleriano. Remensis lo identifica como al dios
de los otomíes”. La referencia es: <www.eljournal.unam.mx/cultura_
nahuatl/ecnahuatl30/ECN0 3005.pdf> (consultado el 07.11.2008). Por otra parte,
‘coyote’ se le llama al descendiente de indio y mestizo.
29
Entre los indígenas precolombinos tenía un carácter ritual y de ofrenda ceremonial
para los dioses. La embriaguez de los jóvenes se castigaba con severidad, excepto en
las fiestas religiosas, en que se permitía. Tras la Conquista, el pulque perdió su carác-
ter ritual y el alcoholismo se convirtió en un medio para la evasión; fue una bebida
muy apreciada entre indios y españoles y con gran valor comercial. Aunque el alco-
holismo resultó un serio problema en el Valle de México, las autoridades virreinales
no tomaron medidas para no perjudicar los intereses de los hacendados pulqueros.
Inclusive la iglesia se vio implicada: “Obligada a condenar la embriaguez desde los
púlpitos, la Iglesia, sin embargo, tenía un conflicto de intereses porque algunas de las
órdenes religiosas más ricas poseían grandes plantaciones de maguey”. Cfr. Reseña de
Enrique Serna a Historia de la vida cotidiana en México/1.Mesoamérica y los ámbitos
indígenas de la Nueva España de Pablo Escalante, en:
<www.letraslibres.com/index.php?art=10819> (consultado el 07.11.2008).

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De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo
en la literatura mexicana

Diana Castilleja

La relación que se plantea en el binomio cama-comida, ha encontrado en la narrativa


un terreno fértil para su manifestación. Se presentan aquí algunas variantes de vínculo
propuestas por seis escritores mexicanos que, incorporando estos dos ingredientes,
juegan con la arbitrariedad y plantean diversas problemáticas que se antojan ocultas,
pero no ausentes, en el discurso literario.

1. Introducción

No quiso la lengua castellana


que de casado a cansado
hubiese más de una letra de diferencia.

Sirviéndome prosaicamente de esta –misógina– cita de Lope de


Vega, me atreveré a parafrasearla diciendo:

No quiso la lengua castellana


que de comer a coger
hubiese más de una letra de diferencia.

Aunque en esta segunda propuesta, la ‘letra de diferencia’ no sea


añadida, –como la ‘n’ entre casado y cansado–, sino substituida, la
cercanía entre comer y coger es evidente.
Cabe recordar que en los países hispanohablantes, el verbo coger
tiene distintos significados connotativos; en algunos de ellos todavía
es sinónimo de ‘tomar, asir, agarrar’. En el caso particular de México
(así como de otros países de América Latina), coger lleva implícita
una connotación sexual. En su acepción 31, el Diccionario de la Real
Academia indica que: coger se utiliza en América Latina como sinóni-
mo de ‘realizar el acto sexual’. Inclusive, algunos libros para el apren-
dizaje del español advierten a los estudiantes sobre el delicado –y a
veces peligroso– uso de este verbo. Advierte Pau: “Mais attention, en
144 Diana Castilleja

Amérique latine coger signifie faire l’amour, de sorte que la paire


tomar-coger péninsulaire laisse sa place à agarrar-tomar.” (Pau 2002:
16)
Con este referente, es fácil comprender que al hablar de comida, el
sexo vaya muy de cerca. En la lírica popular, el uso de metáforas
gastronómicas para conciliar ambos placeres está arraigado desde
tiempos remotos. Y son numerosos los ejemplos en donde el binomio
erótico-culinario está presente. Las formas sugestivas y sugerentes de
algunos alimentos han servido también de pretexto para propiciar el
albur y el doble sentido: las carnes jugosas, las pieles de durazno, las
boquitas azucaradas y lo picoso del chile tienen un lugar privilegiado
cuando se trata de evocar sabores y saberes, y cuando se convoca la
imaginación al servicio del goce.
Para profundizar sobre el tema, sería interesante ver el trabajo de
Aline Desentis Otálora, quien compiló 449 canciones populares en
torno a la comida en El que come y canta.... Cancionero gastronómico
de México, Donde se menciona que una de las tendencias de la lírica
popular nos muestra “dos tipos de realidad de las mexicanas: o son
frutas jugosas [...] y valen sólo mientras no se magullan, o bien, están
condenadas a hacer de las cazuelas su yugo”. (Desentis 1999: 27)
Una de las estrofas menos conocidas de Allá en el rancho grande
(1934), canción atribuida a Silvano Ramos que da nombre a la pelícu-
la de Fernando de Fuentes de 1936, indica:

Me enamoré de un ranchero
por ver si me daba elotes,
pero el ingrato ranchero
me daba puros azotes.

Cuatro versos que plasman el triste destino de la mujer que se une


a un hombre (normalmente pobre) y que da cuenta del más ancestral
de los trueques efectuados con el fin de aplacar los apetitos todos:
sexo a cambio de comida.
A la lírica popular habría que añadir los refranes en cuyo ingenio
compiten la riqueza culinaria e inventiva. Y a los que se recurre tam-
bién para ... nombrar lo innombrable: Por ejemplo, se dice que alguien
“se comió la torta antes del recreo” para indicar que se embarazó o
que tuvo relaciones sexuales antes del matrimonio. La gran variedad
de alimentos nos permite incluso, resumir una fracasada relación
amorosa cuando “la media naranja nos da atole con el dedo, nos hace
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 145

de chivo los tamales y finalmente nos da calabazas”. (Desentis 1999:


28) Los refranes también dan cuenta de la antropofagia amatoria: así,
alguien puede ‘estar como mango’ y podemos desear ‘comérnoslo con
los ojos o comérnoslo a besos’.
Ojos, nariz, manos, boca, paladar, lengua y dientes serán los uten-
silios de los que se echará mano para conciliar y convocar a la comida
y al erotismo. Siendo ambos fuentes de placer, podemos inferir que
raramente, los escritores resistirán el ‘antojo’ de dejar en sus textos
una probadita de lo que despierta en ellos el tema de lo culinario y lo
amatorio. En el menú que proponemos a continuación, tendremos 6
textos-platillos en donde los ingredientes cama y mesa se incorporan.
Intentaremos demostrar algunas de las variantes en que comida y sexo
se combinan.

2. Cocina-prisión

En ‘Lección de cocina’, texto aparecido por primera vez en el libro de


cuentos Álbum de familia de 1971, Rosario Castellanos (México 1925
– Tel Aviv 1974), relata la fallida experiencia de una recién casada al
preparar la comida. La cocina para Castellanos se torna en el espacio
hiperbólico de tortura. La cocina será pues ese espacio ‘femenino’,
teatro en donde se concentra lo asfixiante y lo angustioso del rol que
su especie le impone actuar. El sujeto femenino, se vuelve objeto y,
como subalterno, se ve forzado a aceptar la (dura) carga que le impone
la tradición.
¿Cómo acercarse a este espacio hostil sin ser engullida por el mis-
mo? Castellanos prefiere establecer una distancia intelectual, lógica e
irónica mientras intenta recuperar sus referentes. Esta narración auto-
biográfica la hace una intelectual que anduvo “extraviada en aulas, en
calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas”. (Castellanos
2002: 31) Haciendo un paralelo entre la carne cruda que se propone
cocinar para su marido (recordemos que la vox populi indica: que ‘el
amor por la boca entra’ y que ‘barriga llena, corazón contento’), Cas-
tellanos menciona:

Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar. Del mismo color


teníamos la espalda, mi marido y yo, después de las orgiásticas asoleadas en
las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y
tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada
mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a
146 Diana Castilleja

semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de


rosas” y se volvió a callar. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino
el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de
desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos. (Castellanos 2002:
33)

Mediante esta visión irónica sobre la sumisión (incluida la mención


sobre la postura clásica para hacer el amor), Castellanos ilustra la
concepción de las tareas y el (nulo) espacio de expresión atribuido a
las mujeres. Así, donde ella indica: “Él podía darse el lujo de ‘portarse
como quien es’”, se lee entre líneas que él sí podía afirmar su
identidad, derecho exclusivamente masculino. Mientras que ella tenía
no sólo el lujo sino la obligación de “portarse como se debe”; esto es,
revestirse de una identidad creada a partir de estereotipos que
excluyen y discriminan a la mujer en las prácticas sociales en que ésta
se desempeña. Borrarse, callarse.
Burlándose del discurso dominante, Castellanos cuenta su propia
versión de la luna de miel, discurso de resistencia que denuncia ‘lo
disfuncional’ de las situaciones que enfrenta la “abnegada mujercita
mexicana”. Así, el sexo es una actividad más que se añade a la lista de
las tareas domésticas que la mujer debe ejecutar con la mayor finura y
delicadeza posible. Resumido en: “el gemido clásico. Mitos, mitos”,
se encierra una crítica en la que resalta que la mujer no sólo tiene que
evitar el dolor del otro, sino sufrirlo y callarlo, disfrazarlo de goce,
como signo del placer que el varón debe procurar.
Los paralelos seguirán estableciéndose a lo largo del texto: Al
tiempo en que la carne va cediendo al fuego abrasador en que se con-
sume para finalmente resignarse y ablandarse, la recién casada intenta
aceptar y doblegarse a su nueva vida; vida que ha borrado su identidad
anterior al otorgarle, con el apellido, un nuevo nombre al que no se
acostumbra y que tampoco le pertenece. Mientras que a su mente la
abrazan y la cobijan las reflexiones, la lumbre abrasa y quema la carne
hasta hacerla “soltar un humo negro y horrible”. (Castellanos 2002:
41) La intelectual encuentra rápidamente una posible solución:

Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para


que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a
recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial
invitación a comer fuera. [...] Nosotros examinaríamos la carta del restaurante
mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculta, en el
fondo del bote de basura [...]. (Castellanos 2002: 42)
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 147

Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire,


no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee,
como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino
a mujer inútil. (Castellanos 2002: 42-43)

La lógica que pareciera haberle faltado a la intelectual al momento


de asar la carne (recordemos que, en esta representación paródica, la
carne se le antoja como un ente con el que jamás había tenido contacto
alguno), regresa para auxiliarla en las decisiones que van más allá de
la preparación de un platillo. Inmediatamente vislumbra no una sino
dos salidas. Reaccionar de manera efectiva: “abrir la ventana [y] co-
nectar el purificador”, o hacer uso del encanto femenino (las tretas del
débil, como diría Ludmer) e invitarlo a cenar, mientras que la culpabi-
lidad no dejará de perseguirla al pensar en el “pedazo de carne carbo-
nizada [...] oculto en el bote de basura”.
O bien, asumir la ‘realidad’, y dejar que el sujeto masculino, dota-
do de autoridad, le quite su valía y la tache de “inútil” al no haber
sabido realizar la tarea para la cual está ‘destinada’. Sabiendo que en
este intento de rebeldía sobrevendrá el consabido ataque y la ofensa.
Para Castellanos, la vida de la mujer termina precisamente cuando se
casa y debe vivir la vida que le eligieron. Así, la vida personal de la
protagonista se pretende como una alegoría de la opresión a la que
están sujetas las mujeres, descrita por Rosario a quien para decirlo
todo le dieron “palabras y palabras... y silencio”. (Castellanos 1998:
149)

3. Trabajo doméstico: sumisión

En la misma línea de Castellanos, Rosa Beltrán (1960) nos ofrece un


minicuento “Liberación femenina” de 1996, cuya breve extensión nos
permite leerlo completo:

Al grito de “yo no soy criada de nadie”, Juanita abandonó el lecho conyugal.


Volvió pronto, porque se había olvidado de tender la cama. (Beltrán 2002:
209)

Veinticinco años separan este minicuento del texto de Castellanos.


Sin embargo, aún y a pesar de que la protagonista se rebela y decide
romper con las ataduras, su karma de fémina mexicana le recuerda sus
deberes y dócilmente, luego de su momento de catarsis, regresa a
148 Diana Castilleja

tender la cama... El grito de Castellanos sigue encontrando eco en sus


sucesoras. Una vez enunciada esta frase de desacato, en donde priman
las pulsiones y la ruptura con la tradición, pervivirá la ley del patriar-
cado. Y, víctima del sistema, Juanita se convertirá en la reproductora
de sus esquemas, del condicionamiento tradicional. Al grito inicial de
“yo no soy criada de nadie”, sobrevendrá su resignación silenciosa de
víctima social. De tal suerte que, en Castellanos y en Beltrán a la
protagonista la aprisione su condición de fémina. La comida y la cama
se insertan así, a la lista de quehaceres domésticos. No hay lugar para
el placer ni el deseo, sino para la obligación.

4. Vagina dentada

En 1962, Carlos Fuentes (1928) hechiza a las letras con Aura, descrita
también como “ese cuento que Edgar Allan Poe olvidó escribir”.
(Agüero 1962-1963: 15-16) En este texto, Felipe Montero lee un
anuncio en el periódico que pareciera estarle destinado solamente a él:

Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua


francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. [...] Tres mil pesos mensuales,
comida y recámara cómoda, asoleada... (Fuentes 1994: 13)

Montero responderá al anuncio luego de haber dejado pasar un día


y comprobar que la plaza sigue vacía, como si lo estuviera únicamente
esperando a él. Al cruzar la puerta de la casa ubicada en el centro de la
ciudad, mirará por última vez la calle y su trajín diario e indiferencia-
do. La casa lo recibirá con su olor a humedad y encierro. Todo pare-
ciera haberse enmohecido en aquel lugar que, a pesar de lo sofocante,
lo incita a adentrarse aún más, como si el deseo por develar el misterio
fuera mayor que su repugnancia. Se dejará guiar por la voz de una
mujer entre los muros y las sombras que se desprenden de las velado-
ras, únicas fuentes de luz. Al llegar frente a la dueña de la casa, Con-
suelo, un ajado y misterioso ser que “se pierde” entre la cama y que
está rodeado de “corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmar-
cados, [...] vasos [y] cucharas de aluminio” (Fuentes 1994: 15) le
indicará que su trabajo es ordenar y completar las memorias de su
esposo muerto hace sesenta años. A este encuentro sobrevendrá el de
Aura, la compañera y ‘sobrina’ de Consuelo. Perdido en sus “ojos de
mar que fluyen, [que] se hacen espuma [y] vuelven a la calma [para]
inflamarse [de nuevo] como una ola” (Fuentes 1994: 18), Montero
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 149

quedará atrapado en ese espacio verde, verde de vida, verde de muer-


te.
El primer encuentro a solas con Aura ocurrirá durante la cena. Lo
primero que remarcará es que hay cuatro cubiertos dispuestos, aún y
cuando (en apariencia) solamente sean dos personas en la mesa. Con
una cadencia que se antoja seductora, Aura apartará la cacerola y
Felipe Montero no podrá menos que dejarse “englutir” por el juego
que comienza a tomar forma. Ni el olor punzante del menú de esa
noche “riñones en salsa de cebolla” y “tomates enteros asados” (Fuen-
tes 1994: 20) será capaz de romper la magia de ese momento. Co-
merán en silencio Felipe tendrá que hacer esfuerzos para desviar la
mirada y que Aura no lo “sorprenda en esa impudicia hipnótica”
(Fuentes 1994: 20) que no puede controlar. Desea ver a Aura. Apenas
desvía su mirada de ésta, necesita verla de nuevo porque se le borra, se
le aleja, se le desdibuja. Felipe lo sabe, ha caído en un hechizo que la
lógica le hace atribuir al aturdimiento del vino, a lo viciado del am-
biente.
Tratará de tocar la mano de Aura para darle una llave, pero ésta se
apartará. Tendrá que conformarse con dejar caer la llave en la palma
abierta. Haciendo más imperiosa la necesidad de establecer un contac-
to físico con ella. Así, luego de cenar, en cuanto ella abandone el
comedor irá a sentarse al lugar de Aura, le es necesario acercarse
físicamente a ella.
Más tarde irá a buscar a Consuelo como habían previsto y la en-
contrará “hincada ante [su] muro de las devociones” en donde reposan
las imágenes de Cristo, María, San Sebastián y los demonios sonrien-
tes, los únicos seres sonrientes porque “en esta iconografía del dolor y
la cólera [...] ensartan tridentes en la piel de los condenados [y] les
vacían calderones de agua hirviente”. (Fuentes 1994: 21-22) Al acer-
carse más, verá las vísceras conservadas en frascos de alcohol, los
corazones de plata: la señora Consuelo que murmura encantaciones e
invoca otras voces.
En la cena siguiente, Consuelo y Aura estarán en la mesa, nueva-
mente cuatro cubiertos, riñones y tomates. Felipe no podrá evitar
establecer un paralelo entre ambas mujeres, cuyos movimientos están
sincronizados mientras comen. El deseo por poseer a Aura, cada vez
mayor será saciado esa noche. Ella dirá “Eres mi esposo”, él accederá
“aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los
dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura”. (Fuen-
150 Diana Castilleja

tes 1994: 28) Queriendo salvarla del encierro al que la tiene sometida
Consuelo, Felipe buscará a Aura para proponerle escapar de ahí. Y la
irá a buscar al único lugar que seguramente le habrán asignado: la
cocina. El lugar por excelencia de criados y de sirvientes al servicio de
sus amos. Será la primera vez en que verá a Aura actuando con vigor e
intensidad, mientras degüella un macho cabrío. Imagen detrás de la
cual se pierde la imagen de una “Aura mal vestida, con el pelo revuel-
to, manchada de sangre, que [lo] mira sin reconocer[lo] [y] que con-
tinúa con su labor de carnicero”. (Fuentes 1994: 30) Esta imagen se le
repetirá cuando entre a buscar a Consuelo y la vea “cumpliendo su
oficio de aire [con] las manos en movimiento, extendidas en el aire:
una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para
detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una
y otra vez en el mismo lugar [...] como si despellejara una bestia”.
(Fuentes 1994: 30) En estas dos imágenes se sobrepone la figura de la
cocinera (Aura) y la hechicera (Consuelo), aunque el “sacrificio”
imaginario que realiza Consuelo constituiría el “sacrificio” real que
Aura estaba realizando momentos antes. Degollar al macho cabrío. Al
macho. La cocina de Aura y el altar de Consuelo se funden y se con-
funden. Y atrapan al macho, Felipe, –que todavía no ha sido degolla-
do–, pero que, jadeante y sudoroso, comprende o mejor dicho, deja
que la lógica sea quien tome el lugar del deseo intentando apartar de
su mente la imagen de la vieja que “despellejaba al cabrío de aire con
su cuchillo de aire” repitiéndose “está loca, está loca”. (Fuentes 1994:
30-31) Imagen que, inevitablemente, le recuerda otra escena que le
generó repulsión y náuseas, ocurrida en la cocina.
La cocina recobra su lugar mítico como laboratorio de hechizos, de
pócimas, de encantamientos. La cocinera-hechicera es una sola. Hábil
artífice que nutre y que echa mano de su ancestral sabiduría, normal-
mente transmitida de generación en generación, para asegurar y pro-
longar su poder y su autoridad en ese espacio privado femenino al que
se le ha delegado. En Consuelo y Aura se configura a la mujer en sus
contradicciones: como santa, como un infeliz ser abandonado y como
bruja. (Gómez Trueba 2002: s.p.) Sin embargo, y a pesar de que la
sabiduría y los poderes de bruja de Consuelo se vinculan con el cono-
cimiento de la naturaleza, “la búsqueda del amor eterno, conduce a los
protagonistas a un estado de encierro, asfixia y esterilidad”. (Thomas
Dublé 1998: s.p.) El tiempo que toma del presente-futuro la energía
para fluir, permanecerá atrapado en un continuo regreso al pasado.
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 151

A Montero lo aprisionan su apetito y su deseo, que encuentran un


eco favorable en la mujer que, haciendo uso de sus hechi-
zos/seducciones logra poseer al macho que creía dominarla. En una
acción que se antoja sacrificial y tánatica, Montero sucumbirá a los
rituales establecidos por Consuelo y por Aura. El escenario aquí plan-
teado, permitirá que las más insólitas fantasmagorías se realicen,
sugiriendo, además, la presencia del mito de la vagina dentada.

5. Los sentidos, termómetro del amor

Lejos de cacerolas y hechizos, en 1990 Sara Sefchovich (1949) ofrece


en su novela Demasiado amor, una sensual guía turística en donde
protagonista y lector se pasean por rincones conocidos e insospecha-
dos de México. Concebida en dos planos que se alternan: la escritura
del diario de la protagonista y un intercambio epistolar con su herma-
na, Demasiado amor cuenta la historia de Beatriz, mujer de 26 años y
72 kilos que con su hermana, planea viajar a Italia para abrir una casa
de huéspedes frente al mar. Han decidido que una de ellas viajará para
buscar la casa e iniciar el negocio. Mientras que la otra permanecerá
en México para enviar el dinero necesario.
El destino decide que sea Beatriz, la voz narrativa y la protagonista
quien se quede en México: “Por tu culpa empecé a querer este país.
Por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima culpa.” (Sefchovich
1994: 7) Tergiversando la oración del acto penitencial, la protagonista
–quien no se confiesa sino que acusa–, comienza a narrar la pasión
que la consumió y de la cual seremos testigos. Este cambio será im-
portante en tanto que el sujeto femenino se afirma precisamente, como
sujeto. Es ella quien acusa, quien vive, quien abandona:

Porque tú me llevaste y me trajiste, me subiste y me bajaste, por veredas y


caminos, por pueblos y ciudades [...] Y ahí iba yo atrás de ti y contigo,
mirándote, bebiéndote, esperándote para que me hicieras el amor después de
tanto recorrido, de tanto polvo, verdor, desolación, calor y lluvia que fuimos
encontrando en este país nuestro de cada día. (Sefchovich 1994: 7)

El encuentro de un misterioso hombre en un Vip’s (una cadena de


cafeterías muy conocida en México) la pondrá en movimiento, la hará
conjugar todos los verbos en todas sus inflexiones y le permitirá en-
contrar por primera vez un sentido a su vida. Así, en apariencia pasi-
va, detrás de él, mirándolo, bebiéndolo, y ansiándolo, sus recorridos se
152 Diana Castilleja

teñirán de una fogosidad que ella no se imaginaba. El descubrimiento


de México se hará a la par de su propio descubrimiento. Todos los
fines de semana tendrá su cita con este hombre misterioso del que
conoceremos muy poco. Salvo que es alguien culto y con medios
económicos suficientes como para pasear a Beatriz y hacerla alejarse
de su rutina cotidiana.

Me acuerdo cuando te dio por probar todas las comidas que se hubieran
inventado en este país. Fuimos por gusanos a Tlaxcala, por pan de huevo a
Huejutla, por manzanas a Zacatlán, por pescado frito a Nautla...[por un] mole
a Puebla y otro mole más negro a Oaxaca, por tamales a Chiapas, [...] fresas a
Irapuato, dulces de cajeta a Celaya. (Sefchovich 1994: 9)

Mole poblano en una ofrenda de la Fiesta de los muertos (Cortesía de Kim Huyge).

Este desconocido traerá a Beatriz sabores, olores, lugares y place-


res que, latentes, esperaban ser descubiertos para alcanzar su mayor
potencial. Estos recorridos serán “un desplazamiento permanente a
través de lo erótico y lo geográfico”. (Sánchez-Blake 1998: 105) La
soledad hará que Beatriz comience a bajar al Vips y que encuentre a
quien habría de cambiar su vida:
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 153

Nunca podré olvidar la forma como me ignoraste cuando me senté a tu lado.


[...]. Y de repente, tú te paraste y yo me paré, tú caminaste hasta la caja y yo
caminé detrás de ti, tú te formaste en la cola y yo me formé atrás de ti, como
advertencia de lo que sería mi vida [...]. Luego fue tu voz [...] Y la voz dijo:
“dame la nota”. Y yo [...] alargué la mano y te entregué mi nota, mi nota de
consumo [...] y mi nota de mujer por fin mirada [...]. (Sefchovich 1994: 11)

La actitud en apariencia ‘pasiva’ de Beatriz será guiada por el


hechizo (que sin brujería) ejerce ese hombre en su vida. Hará y se
dejará hacer, gozará y dejará que la gocen, probará y dejará que la
prueben. Vendrán luego los experimentos más osados, los que instalan
una complicidad que está dispuesta a luchar contra todas las rutinas:

¿Te acuerdas que me diste a morder galletas rellenas de crema mientras me


tenías boca abajo sobre un piso fresco de barro? ¿Te acuerdas que me sentaste
encima de la televisión muy untada de mermelada y muy olorosa a perfume
para mirarme desnuda al mismo tiempo que veías una película en la que no sé
quién bailaba vestida de rojo? [...] ¿Te acuerdas que bebiste vino blanco
derramado en mis huecos mientras yo me retorcía más de ardor que de placer?
(Sefchovich 1994: 20)

Mermelada, crema, vino blanco. Mujer objeto erótico, mujer sujeto


erotizado. Aunque aquí el binomio dolor y placer se presenta de nue-
vo, la enunciación del ardor/dolor pareciera haberse asumido como
una travesura cómplice en la que ambos participan y no como una voz
acallada, como el reproche que nunca será escuchado. La necesidad de
beber, de comer, de ingerir al ser amado (lejos de todo canibalismo) se
presenta como un intento de prolongar el placer más allá del placer,
vivir con amor no es suficiente, para ello hace falta demasiado amor.
¿Qué es el hambre sino el deseo no saciado? Ahora que lo ha co-
nocido, tiene hambre de amar, por ello exigirá cada vez más la presen-
cia de su amante. El sujeto pasivo comenzará a ‘despertar’ de su ale-
targamiento para exigir a su vez aquello que le da placer:

Ya se me olvidaron tus rincones, esos que tan cuidadosamente exploré y que


tan bien conocía. Ya se me olvidaron tus olores y sabores. Necesito otra vez
recorrerte, tocarte, sentirte, para poder acordarme de todo [...] porque ya todo
se me olvidó. (Sefchovich 1994: 20)

Beatriz aprenderá a estar consciente de su cuerpo, de sus senti-


mientos, de sus deseos, se propone un nuevo sujeto femenino que
asume su libertad sexual y emocional. La soledad, nuevamente la
154 Diana Castilleja

soledad, hará que Beatriz baje todos los días al Vips y que en esos ires
y venires, comience a hacerse de una clientela masculina a la que lleva
a su departamento. Así, combinando su trabajo como secretaria y
prostituta, pronto irá descubriendo y entendiendo las debilidades y los
finos hilos de los cuales se agarra la vida. Cuando ve que vender su
cuerpo le proporciona un beneficio económico, no se atreverá a nom-
brar ‘prostitución’ a su nueva actividad, para ella será un intercambio
equitativo de placeres. Ella satisface apetitos y ellos satisfacen su
necesidad.
A lo largo de las múltiples páginas Beatriz vivirá una vida que se
antoja triple. En un inicio, le ocultará a su hermana que ha conocido a
un amante y, por supuesto, que se prostituye con otros más. Y a su
amante no le dirá nada de su actividad durante la semana; no es que lo
oculte, sino que con éste únicamente comparte una vivencia erótico-
turística que a ambos satisface. Mientras avanza su relación, a la des-
cripción inicial, en que iban descubriendo sabores y olores de platos y
postres, seguirán las dudas: “¿Dónde era que olía tan fuerte a cebolla?
[...] ¿Dónde fue que comimos buñuelos enormes bañados en miel?
¿Dónde era que vendían miles y miles de manzanas y olía toda la calle
a esa fruta?” (Sefchovich 1994: 28) Poco a poco se irán borrando las
vivencias, ésas que tan intensamente se habían inscrito en sus cuerpos.
Si la memoria se empeña en borrar lo vivido ellos se empeñarán en
que ello se quede un poco más en sus pieles:

Y todos esos días me hablaste, me acariciaste, me abrazaste y me hiciste el


amor. El amor parados, sentados y de pie. El amor vestidos, desnudos y
dormidos. El amor con los dedos, con la lengua, con todo tu cuerpo. [...] El
amor con frío, con agua, con lluvia, con calor. [...] El amor así y como sea, el
amor. (Sefchovich 1994: 40-41)

Las enumeraciones se nos antojarán como un intento por capturarlo


todo, por aprisionar la experiencia que fugaz pasa. A una lista de
lugares y de experiencias sucederá otra:

¿Te acuerdas de todo lo que comimos? Probé contigo platos hervidos, asados,
cocidos al fuego, al vapor y bajo la tierra [...] Me serviste calabacitas rellenas,
nopales capeados, chiles en nogada, quelites, huauzontles, verdolagas, ejotes,
romeritos, chayotes, chinchayotes, chayocamotes y tepecamotes [...].
(Sefchovich 1994: 80-81)
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 155

La saturación intertextual, la acumulación de referencias, datos y


argumentos, en los cuales, un lector ingenuo corre el riesgo de perder-
se será una de las características de esta novela. Aplicando a Sefcho-
vich las palabras de Pitol a propósito de Yvy Compton-Burnett, diría-
mos que: “[n]os hallamos ante un flujo in[in]terrumpido y sincopado,
críptico y nítido que no cesa a lo largo de [casi] doscientas [...] pági-
nas.” (Pitol 1996: 93-94) En Sefchovich, el conjunto de palabras e
imágenes se incrementan, pero no se desbordan. Todas ellas forman
parte del encadenado, de la serie de razonamientos lógicos con los que
Beatriz, la protagonista, ordena el mundo que le rodea:

¡Cómo te amo yo a ti, como a la sal, como al maíz, como al agua, como a la
tierra, como al peyote encargado por los dioses de cuidar a los hombres, como
al pulque mandado por los dioses para aligerar el corazón, como a la vida!
(Sefchovich 1994: 91)

En Sefchovich, los elementos van encadenándose sin perturbarse ni


asfixiarse, sino formando parte de los argumentos que pretenden
encontrar una lógica o una explicación posible. La disposición de
hechos (en apariencia ajenos unos a otros), viene a llenar los vacíos en
la interpretación de las situaciones. Con ojo avizor, Sefchovich em-
prende una mirada a vuelo de pájaro, el más mínimo detalle tiene
significado en los procesos humanos.

Pero un día las cosas se empezaron a poner difíciles. [...] (Sefchovich 1994:
145)

Descubrimos que los granos de elote con chile eran de lata y no de verdad.
(Sefchovich 1994: 155)

Y cada vez la cosa se ponía peor. [...] Vimos una abeja que destruía las
cosechas, un gusano que atacaba a las vacas, [...]. Vimos subir el tabaco a un
avión y sacarlo de este país. Vimos bajar el maíz de un tren y meterlo a este
país. Vimos subir el dinero a un avión y sacarlo de este país. [...] Por el norte
vimos entrar cajas con televisiones y salir gente sin nada en los bolsillos. [...]
¿Qué nos sucedía que veíamos lo feo por doquier? (Sefchovich 1994:
158-160)

El ritmo con el que Sefchovich construye su discurso es vertigino-


so. A la mención de un hecho sigue un nombre, al nombre un lugar, al
lugar una imagen, a la imagen una causa, a la causa una explicación, a
la explicación una voz, a la voz las canciones populares, y a éstas
156 Diana Castilleja

otras voces más... En el largo abanico referencial de Sefchovich, los


argumentos se suceden uno tras otro, como barajas que se echan ince-
santemente sobre la mesa; una sola lectura de este texto no da tiempo
a la reflexión. Luego de una primera lectura, es necesario ir ‘desmenu-
zando’ las frases, encontrarles su valor en la sucesión de oraciones
para encontrar un respiro, un instante de reflexión. De otra manera, los
datos con los cuales se bombardea al lector corren el riesgo de sofo-
carle y de ahogarle en la avalancha de información que recibe. En lo
anterior búsquese menos una crítica negativa, que la construcción del
lector implícito para el que se construye el texto. Nada es dejado al
azar, si aparece en el texto es porque su presencia modifica los demás
componentes. Todo forma parte de la estrategia. En la narrativa de
Sefchovich, ninguna relación es inocente.

6. Sabores ajenos

En la relación entre cocina y erotismo, existen situaciones que van


más allá del placer y la suculencia. En ‘El secreto de la infidelidad’,
Ethel Krauze (1954), pone en relieve el peligroso y perverso juego de
los sabores ajenos.
Genoveva me era infiel. Sólo yo conocía el sonriente letargo con el que
regresaba a casa después de haber estado con el otro, ese olor a gruta
submarina que recorría su cuerpo [...]. A mí me tocaba el ritmo de sus muslos
recién pulsados, su boca ligeramente abierta cuando se sentaba en la mecedora
de mimbre y cruzaba las piernas, preguntándome cómo me había ido esta
tarde y qué quería cenar. [...] Qué poderosa se veía levantándose hacia la
cocina, envuelta en las saladas fragancias corporales que había traído consigo
untadas como miel en los ondulantes cabellos. (Krauze 2005: 125)

El protagonista, un profesor universitario que se casó “cuando ya


nadie creía que fuera a casarse” (Krauze 2005: 128), encontrará nue-
vos placeres al descubrir que la infidelidad de su mujer le proporciona
un deleite que jamás había experimentado. Ávido de seguir probando
los nuevos sabores que emanan del cuerpo de Genoveva, la incitará a
continuar con sus salidas –cuidándose, claro está–, de que sepan que
sabe que al cuerpo de su mujer lo habitan muchos hombres más. Cada
uno de los amantes de Genoveva atizará el deleite y, emulando el
relato de la sirena en brama al que se hace alusión (‘El hombre que vio
las sirenas’ de Pierre Mille (1864-1941)) (Krauze 2005: 131), su ma-
rido estará obligado a contemplar el espectáculo de la manada, para
ver cómo es que su amada, llevada por el signo animal que la define,
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 157

se descoyunta sobre los machos sedientos; y cómo, pasado el trance,


vuelve candorosamente a los brazos humanos que la esperan. De esta
forma, en cada amante de Genoveva se cocina la promesa de un lento
viaje al deseo. De la monotonía matrimonial ha pasado a una alternan-
cia excitante que se rompe el día en que Genoveva regresa a la mono-
gamia. Y ante sus ojos, la hembra que se le antojaba “untuosa y tur-
gente”, se torna “lenta y pudorosa”. (Krauze 2005: 136; 137) La an-
siedad por recuperar a esa mujer que era la summa de todas las muje-
res, rebasa sus límites. Necesita recuperar la piel que se alimentaba de
otras pieles. Recuperar a Genoveva para sí solo, significa desconocer-
la, perderla. La ternura con que Genoveva lo trata ahora, la niega
como hembra y la reafirma como ‘madre universal’. Ante la posibili-
dad de un pseudo-incesto, responde con la negación y el rechazo.
Paradójicamente, en la monogamia recuperada se dará la fragmenta-
ción de la pareja. El protagonista descubrirá las posibilidades de la
soledad y deseará, como nunca antes, volver a disfrutar la incertidum-
bre que sazona cada uno de sus días al imaginar el cuerpo de Genove-
va que irrumpe en otros cuerpos.
Justo ahora que todos en el pueblo aplauden la conversión de Ge-
noveva y ya no lo miran con compasión. Justo ahora en que recobra
“una redoblada dignidad ante los demás porque ningún hombre hubie-
ra reaccionado con su gallardía”. (Krauze 2005: 138) Justo ahora en
que las cosas parecieran haber encontrado su sitio, únicamente anhela
que Genoveva le sea infiel otra vez. Genoveva-carnada, devorada por
los amantes-fiera para sí recuperarla entera, abierta, mujer-especie,
mujer-manantial, mujer-eterna.

7. Gastroerotismo y pornoculinaria

Con un título sugestivo, Mónica Lavín (1955) narra en Despertar los


apetitos el viaje en tren que realiza un grupo de críticos culinarios
internacionales, con el fin de descubrir la comida canadiense. La
desaparición de uno de ellos –el fotógrafo Toshio– despertará no sólo
el apetito, sino la morbosidad del grupo. El apetito será aquí percibido
no solo como una necesidad física, sino como imaginación.
La relación de cada uno de los personajes con la comida se nos an-
toja como un abanico que intenta abarcar todas las posibilidades;
mencionaremos sólo algunas:
158 Diana Castilleja

a) Vinicius, hijo de una familia de pasteleros, conoció el placer


de la crema batida mientras chupaba el dedo de Lydia:

Yo había las tareas sobre la mesa de mármol donde Lydia, la ayudante de


mamá, la suave Lydia, estiraba la masa con el rodillo. Dos por dos cuatro y
Lydia aplacando la masa [...]. Y cuando acababa la tabla del cuatro, Lydia
metía el dedo al tazón de crema batida y lo acercaba a mi boca. Premios
dulces. [...]. Y [...] me imaginaba envuelto, como aquel fajo de crema, por la
masa que Lydia esmeradamente había aplanado hasta dar el grosor perfecto.
Envuelto el cuerpo, los brazos, las piernas [...]. (Lavín 2005: 34-35)

Sin embargo, la estrecha relación de Vinicius con los pasteles en-


torpecerá su vida sexual y amorosa, cuando éste se entere de que las
chicas se mofaban de su obesidad. Así, renegando de los panes y
bizcochos, perderá 30 kilos y se alejará de su familia y de sus ‘afectos
encremados’.
b) Andrew, el chef, habrá aprendido en la cocina –considerada
aquí como matriz simbólica– a preparar pan junto a su madre. Al irse
a París a estudiar para chef, su padre lo tachará de maricón. Y el
perdón vendrá cuando, muerta su madre, Andrew prepare el pan con el
que su padre pretenda recuperar de nuevo a su esposa.
c) Celia, editora de una revista, encontrará también en la cocina
materna el paraíso. La cocina será el espacio uterino en el que encuen-
tre calidez y protección.
Pero será precisamente el personaje ausente –el de Toshio– quien
despierte en los demás ciertos apetitos que no se imaginaban. Toshio,
en cuyas fotografías sobre comida se podía “oler el vinagre balsámi-
co”, o encontrar en el rojo marrón preciso de una carne sus olores y su
temperatura, ejercerá “un arte de incitación”. (Lavín 2005: 42) A su
misteriosa ausencia se sumará un descubrimiento inusitado: En su
alcoba se ha encontrado una carpeta con una serie de dibujos de muje-
res platillo: Eat ’em alive (Comerlas vivas). El dibujo de “la mujer
chucrut” mostrará a “una mujer desnuda metida a medias en una
enorme col y cuyos pies apenas asomaban por las hojas”. (Lavín 2005:
112) La “mujer caviar del Ártico sobre láminas de salmón”, mostrará
a una mujer rosada –como el lecho de pescado sobre el cual se extend-
ía boca abajo– con una hilera gruesa de caviar negro que se prolonga-
ba de la espalda a los glúteos. (Lavín 2005: 112) Y de postre, “la
mujer maple”: “Una pelirroja menuda y de pechos muy redondos
sentada en flor de loto barnizada del sirope de maple que le escurría
De rutina a ritual: Cotidianeidad y erotismo en la literatura mexicana 159

por el torso y que había formado un charco alrededor de sus nalgas”, a


la que había que “lamer con delicadeza”. (Lavín 2005: 113)
Aún y cuando esta imagen pornoculinaria o gastroerótica de la mu-
jer comestible está frecuentemente incrustada en la iconografía sexual,
no dejará de estimular a todos los viajeros, quienes se imaginarán unos
a otros –cual cuadros de Arcimboldo– con aceitunas negras en el
vientre o con los cabellos chorreando de una vinagreta que iba a parar
a la hoja de espinaca con la que se cubría el pubis.
La gastronomía, al igual que el erotismo, será concebida como un
placer pasajero “que desafía lo efímero y lo mortal”. (Lavín 2005:
138) La posibilidad de la antropofagia, unida al placer erótico, des-
pierta el instinto depredador que la sociedad civilizada ha refrenado.
La exploración de las pasiones humanas a través de la comida, llevará
de la añoranza a la rebeldía, de la negación al voyeurismo, del ménage
à trois al pudor. Los secretos, temores y placeres de los personajes
quedarán al descubierto en el peligroso juego que se inicia cuando los
apetitos se despiertan.

8. Conclusión

En los textos iniciales de Castellanos y Beltrán, las protagonistas son


comidas (devoradas) por las convenciones sociales y por el someti-
miento del que la mujer es objeto. Sugiriendo el mito de la vagina
dentada, en Fuentes, el protagonista también será engullido por la
bruja-mujer. Alejándonos cada vez más de la cocina considerada
como ese templo cuyo acceso se permite sólo a las sacerdotisas que
comparten un saber ancestral capaz de transformar el mundo, en Sef-
chovich los sentidos, todos, permitirán ir absorbiendo y digiriendo el
mundo que le rodea. La mujer no solamente se asume como sujeto,
sino que además, desafía las convenciones sociales para comportarse
como su voluntad y su deseo le indican. Krauze nos sugiere un juego
malévolo, en donde el sabor del ser amado se mejora cuando ha sido
sazonado en otros vapores y en otras pieles. Para Lavín la relación
entre comida y sexo tiene diversas caras; pero sin duda, la más suges-
tiva es atreverse a pensar al otro como un platillo (objeto erótico) que
responda al imaginario del gourmet-amante más exigente. A pesar de
lo heterogéneo de estos textos, los vapores que de todos ellos emanan
dejan suspensa en el aire la disyuntiva que plantea el acto amatorio:
Comer o ser comido... ésa es la cuestión. Más nos valdría elegir pron-
160 Diana Castilleja

to, porque recordemos que “a la mesa y a la cama, sólo una vez se


llama”.

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“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en
Caramelo de Sandra Cisneros

An Van Hecke

El presente análisis de los contextos culinarios en la novela Caramelo or Puro Cuento


de Sandra Cisneros, enfoca varios temas. En primer lugar, se examinan el impacto de
la nostalgia y la reivindicación de la tradición. En segundo lugar, se analiza el lugar de
la mujer en la cocina. Luego, el análisis se centra en los fragmentos que revelan una
relación particular entre comida y magia. Finalmente, se presta especial atención a la
estrategia estilística típica de Cisneros de crear múltiples metáforas y comparaciones.
En éstas, el comparante pertenece a menudo al campo culinario, lo que lleva a consi-
derar la comida como parte fundamental de la mexicanidad imaginada.

1. El elogio de la gastronomía mexicana

La autora chicana Sandra Cisneros inicia su última novela Caramelo


or Puro Cuento (2002) con el siguiente epígrafe, en español: “Cuén-
tame algo, aunque sea una mentira”, y así es, la autora nos lleva a un
mundo de imaginación sin límites, un mundo inventado, que no sólo
oscila entre la realidad y la ficción, sino también entre dos mundos
diferentes –Estados Unidos y México–, y entre dos gastronomías muy
distintas hasta opuestas –la norteamericana y la mexicana–. Cisneros,
hija de una madre mexicano-americana, y de un padre mexicano,
nació y fue criada en el norte de Estados Unidos, en Chicago. Publicó
todas sus obras en inglés. Para la traducción al español de su última
novela, Caramelo, colaboró con su traductora, Liliana Valenzuela.
En este ensayo me dedicaré principalmente al análisis de la comida
en Caramelo. Sin embargo, me parece interesante hacer primero un
breve recorrido del tema de la comida en dos obras anteriores de
Cisneros, The House on Mango Street (1989) y Woman Hollering
Creek and Other Stories (1991)1, para destacar la evolución del tema a
través de estas tres obras, e ir precisando mi enfoque, a saber el de la
relación entre magia y comida. Aunque la comida no es un tema cen-
tral en su obra, tal como lo es en Antieros de Tununa Mercado, o en
162 An Van Hecke

Como agua para chocolate de Laura Esquivel, por ejemplo, la impor-


tancia de la comida en Cisneros ya se observa desde los mismos títu-
los, que se refieren al mango y al caramelo, ambos pertenecientes al
campo de lo dulce, aunque esto no excluye la presencia, al mismo
tiempo, de lo amargo, lo agrio y lo salado. Es más, el nombre de Man-
go Street termina siendo irónico: la vida en esta calle no es ‘dulce’ en
absoluto, sino ‘amarga’, ya que está situada en un barrio dominado
por la pobreza y la violencia. Además de esta primera oposición, entre
lo dulce y lo amargo, se distingue otra, evidente en la literatura chica-
na: la comida norteamericana frente a la comida mexicana. La primera
se limita, en la obra de Cisneros, a unos pocos productos y platos,
típicos de Estados Unidos como donuts (Cisneros 1992: 13) o pop-
corn. (Cisneros 2004: 13) En cambio, la variedad de productos y
platos mexicanos a los que se refiere Cisneros es mucho más amplia y
rica. Entre las múltiples referencias a todo tipo de comida mexicana,
destaca por supuesto el producto básico de la gastronomía de México,
que vuelve a menudo en las tres obras, el maíz, y todas las preparacio-
nes hechas a base de maíz: nixtamal (el maíz ya cocido en agua de cal
que sirve para hacer tortillas después de molido), tortillas, tacos, tama-
les, chilaquiles, nachos etc. Pero la autora nos seduce también con
otros sabores mexicanos, curiosamente ausentes en la primera obra,
The House on Mango Street, pero muy presentes a partir de la segunda
obra, Woman Hollering Creek, donde nos habla de frijoles, carnitas,
barbacoa, churros, tortas, huevos rancheros, mole, piloncillo, sopa
tarasca y sopa fideo. Esta variedad de delicias mexicanas se va am-
pliando aún más en Caramelo, con pan dulce, frijoles con cilantro,
molletes, chorizo, huevos a la mexicana con chile, sopa de lentejas,
carne asada, bolillos… De hecho, la preponderancia de la comida
mexicana ya es sugerida implícitamente en los títulos: el mango y el
caramelo evocan lo latinoamericano, el mango por ser fruta tropical, el
caramelo por ser una palabra en español.
The House on Mango Street puede ser clasificada como una novela
de aprendizaje, y entre los diferentes mundos y tipos de personas que
Esperanza va conociendo, se encuentra también con la bruja Elena,
witch woman, quien le lee las cartas. Según Esperanza, las brujas
saben muchas cosas, y así la niña aprende también que los productos
alimenticios tienen poderes mágicos: “If you got a headache, rub a
cold egg across your face.” (Cisneros 1992: 64) Aunque no se dice
explícitamente, lo más probable es que algunos de estos conocimien-
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 163

tos de brujería tengan su origen en América Latina. La bruja Elena usa


sólo una palabra en español, cuando empieza la sesión y siente la
mano fría de la niña: “Good, she says, los espíritus are here.” (Cisne-
ros 1992: 63) La cocina de la bruja Elena es una cocina fuera de lo
común. Elena hizo de su cocina su lugar de trabajo, un espacio propio.
Rodeada de objetos religiosos, tanto de origen cristiano como del
vudú, habla ahí con los espíritus. La cocina se convierte en un santua-
rio, en una iglesia y la mesa de cocina tiene entonces un doble uso:
para comer y para predecir el futuro, tal como lo expresa Esperanza.
(Cisneros 1992: 63) Elena se distingue entonces de la mayoría de las
mujeres descritas en la novela, que tienen más bien un papel pasivo y
que sufren la dominación de los hombres. Así que a través de los
fragmentos se va desarrollando cierta rebelión por parte de la niña
Esperanza que desea salir de este barrio, y es sobre todo al final de la
novela, donde se percibe ya cierto intento de liberarse, de ir muy lejos
de Mango Street, aunque sabe que regresará algún día.
Este proceso de liberación, iniciado en The House on Mango Stre-
et, se observa más claramente en algunos de los cuentos de Woman
Hollering Creek and Other Stories. La relación entre magia y comida,
brevemente sugerida en la figura de la bruja Elena en The House on
Mango Street, observada por la niña, se profundiza más en Woman
Hollering Creek. Aquí escuchamos a una bruja, protagonista y narra-
dora del cuento ‘Eyes of Zapata’. Se llama Inés, la mujer de Zapata, y
nos enumera todos los remedios usados por su tía Chucha, no sólo
contra enfermedades físicas (Cisneros 2004: 102)–, sino también
contra el mal de amores. Cuando Inés sufre por el abandono de Zapa-
ta, revolucionario y mujeriego, su tía intenta curarla con el yoloxo-
chitl2, la “flor de corazón”. (Cisneros 2004: 97)
Sin embargo, la relación entre la magia y la comida se vuelve más
complicada. No sólo la comida tiene fuerzas mágicas, sino que hay
mujeres que ejercen sus fuerzas mágicas sobre los productos alimenti-
cios. Inés heredó de su madre estos poderes, incluso sin quererlo:
“They say when I was a child I caused a hailstorm that ruined the new
corn.” (Cisneros 2004: 104) Este maldito suceso la persigue toda su
vida. Mataron a su madre, y su familia tuvo que mudar. Todas las
mujeres de su familia –su madre, su tía, hasta su propia hija– ven más
que los demás: “[...] we’ve always had the power to see with more
than our eyes.” (Cisneros 2004: 105) Cuando la gente murmura a sus
espaldas: “bruja, nagual”, le duele, pero finalmente acepta su condi-
164 An Van Hecke

ción: “If I am a witch, then so be it, I said. And I took to eating black
things –huitlacoche the corn mushroom, coffee, dark chiles, the brui-
sed part of fruit, the darkest, blackest things to make me hard and
strong.” (Cisneros 2004: 106) Inés decide entonces comer cosas ne-
gras, como el huitlacoche, para ser una mujer fuerte, aunque parece
que no puede deshacerse del embrujo de los ojos de Zapata.
Lo mágico no puede ser separado de un contexto mitológico, que al
mismo tiempo puede explicar a veces el porqué de la magia. El nom-
bre de yoloxochitl, flor de corazón, aparece ya en la ‘Leyenda de los
Volcanes’ en la que se cuenta la muerte de la diosa Xochiquétzal.
Cuando el guerrero azteca que había sido su amado, la encontró muer-
ta, se cubrió los sienes con las flores de yoloxochitl (Franco Sodja
1998). Vemos en el cuento ‘Eyes of Zapata’ que la tía Chucha le cubre
el pecho a Inés con la misma flor del corazón. La sobrevivencia de
ciertos mitos se percibe también en la fuerte creencia en “La madre
tierra que nos mantiene y cuida” (Cisneros 2004: 110), expresada por
la misma Inés. Bien se sabe que en las tradiciones precolombinas en
Hispanoamérica es la tierra, diosa madre, la que alimenta a los hom-
bres, llamada Tlalteu en náhuatl, pero que, según Correa Luna, cambia
de aspecto. Entre las diferentes transformaciones llama la atención su
metamorfosis en Xochiquétzal, la “seductora”. (Correa Luna 2004) Es
la flor preciosa, la diosa del rostro benévolo.

2. Caramelo or Puro Cuento

Por lo que concierne al tema de la comida se observa una enorme


evolución en la obra de Cisneros. En The House on Mango Street
queda muy reducido el interés por la comida. En Woman Hollering
Creek se desarrolla ya mucho más el tema. Sin embargo, es en Cara-
melo donde se manifiesta un interés ilimitado por todos los sabores y
olores de la gastronomía mexicana. Podríamos hablar de una mexica-
nidad en aumento. Esta evolución se explica por supuesto por el des-
plazamiento del espacio novelesco, de Estados Unidos a México, en la
primera parte de la novela, pero también por el hecho de que se trate
de una novela que cubre la historia de varias generaciones, y en la que
la abuela, siempre llamada “la enojona”, le traspasa sus conocimientos
a la nieta, Lala, aunque precisamente no las de cocina. Lala, que cre-
ció con seis hermanos hombres, reconoce que no sabe cocinar: “I’m
not good for anything in the kitchen unless it’s burning rice […]. I’m
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 165

not meant for the kitchen even though I’m an only daughter” (322).3
Caramelo es una novela, en gran parte autobiográfica, que pertenece
al género de las sagas de familia, un género muy popular hoy día en
todo el mundo, y practicado desde hace mucho tiempo en América
Latina, con Cien Años de Soledad de García Márquez como prototipo.
Las tradiciones culinarias forman parte de la tradición oral transmitida
de generación en generación. Con su última novela, Cisneros va ex-
plorando mundos desconocidos, muy en particular el de los sabores y
olores olvidados, que se van recuperando gracias a la imaginación.
Gran parte de esta novela se sitúa en México, llamado significati-
vamente “the land of los nopales” (91), de la misma manera como
Oaxaca aparece como “land of the siete moles” (195). México es el
país de origen de la familia Reyes que viaja cada verano desde Chica-
go hasta la casa de los abuelos en la Ciudad de México. Apenas cru-
zada la frontera con México, la niña Lala, bien encantadora, describe
la sensación física de todos los olores, sobre todo los de comida:

The smell of diesel exhaust, the smell of somebody roasting coffee, the smell
of hot corn tortillas along with the pat-pat of the women’s hands making
them, the sting of roasting chiles in your throat and in your eyes. Sometimes a
smell in the morning, very cool and clean that makes you sad. And a night
smell when the stars open white and soft like fresh bolillo bread.

Every year I cross the border, it’s the same –my mind forgets. But my body
always remembers. (18)

Es el cuerpo el que recuerda y no el cerebro. El primer contacto es a


través de los olores, por lo que la confrontación con México es una
sensación principalmente física, corporal y sensual.
Las innumerables referencias a la comida en Caramelo no han de-
jado indiferentes a los críticos literarios. En 2006, Ana María Gonzá-
lez presentó en un congreso en San Antonio, Tejas, una ponencia (aún
inédita) sobre el tema. Su tesis principal consiste en que Cisneros
relaciona siempre los sentimientos, como el asombro, la soledad o la
alegría con “los olores, los sabores y los colores de las comidas”.
(González 2006: s.p) Entre estos sentimientos destaca el del consuelo.
Para los chicanos que se encuentran “en tierras ajenas y extrañas”
(González 2006: s.p.), la comida desempeña un papel importante de
consuelo. Otro aspecto interesante que toca la profesora González es
su enfoque, diría más bien de gender, sobre la relación entre madres e
hijos (“el amor maternal se demuestra por la comida”) (González
166 An Van Hecke

2006: s.p.), y sobre la cocina, como lugar desde el cual las mujeres
ejercen su poder. Si es cierto, como dice González, que en Caramelo
“se identifican alrededor de seiscientas quince citas relacionadas
directa o indirectamente con algo de comer” (González 2006: s.p.), es
evidente que aún queda mucho por estudiar. Una de las pistas que
puede ser explorada más a fondo es la que llamaría la pista de la ma-
gia, en particular en contextos donde la comida se asocia con fuerzas
superiores y, en algunos casos, también con la muerte. Es precisamen-
te el enfoque que ya adopté en mi análisis de las dos obras anteriores y
que profundizaré más adelante también en Caramelo.
El título Caramelo se refiere en primer lugar al rebozo de la abue-
la, que es de estilo caramelo. Es un rebozo de estilo rayado que Lala
describe como “a cloth the golden color of burnt-milk candy” (58),
“an exquisite rebozo of five tiras, the cloth a beautiful blend of toffee,
licorice, and vanilla stripes flecked with black and white, which is
why they call this design a caramelo” (94). Sin embargo, es este mis-
mo color caramelo con el que la niña describe el color de la piel de
Candelaria, la hija de la lavandera Amparo.4 La madre de Lala le
prohíbe jugar con Candelaria, probablemente por ser indígena, de una
clase social inferior. Ahora, Lala queda fascinada con el color de la
piel de Candelaria y lo va comparando con la piel de los demás:

The girl Candelaria has skin bright as a copper veinte centavos coin after
you’ve sucked it. Not transparent as an ear like Aunty Light Skin’s. Not
shark-belly pale like Father and the Grandmother. Not the red river-clay color
of Mother and her family. Not the coffee-with-too-much-milk color like me,
nor the fried-tortilla color of the washerwoman Amparo, her mother. Not like
anybody. Smooth as peanut butter, deep as burnt-milk candy. (34)

Al final de este capítulo, titulado The Girl Candelaria, Lala concluye:


“Her skin a caramelo. A color so sweet, it hurts to even look at her”
(37).
En un primer nivel del discurso descubrimos que la comida aparece
de una manera muy particular, a saber en canciones. Es algo que ya se
observa en la primera novela de Cisneros, The House on Mango Stre-
et, en la que se escuchan ecos de canciones infantiles. Estas se caracte-
rizan a menudo por los juegos de palabras de productos comestibles o
platos sencillos, que aparecen a veces por meras razones fonéticas, por
la rima:
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 167

Apples, peaches, pumpkin pah-ay.


You’re in love and so am ah-ay. (Cisneros 1992: 24)

I like coffee, I like tea.


I like the boys and the boys like me.
Yes, no, maybe so. Yes, no, maybe so… (Cisneros 1992: 49)

Los niños cantan en inglés, y parece que las canciones en español han
pasado al olvido, porque no aparecen en la novela. Significa que una
receta como el pumpkin pie, típico de Estados Unidos y en particular
del día de Thanksgiving, entra de manera natural en el mundo referen-
cial de los niños mexicoamericanos, aunque no lo coman en sus casas.
Al igual que en The House on Mango Street, se incluyen en Caramelo
canciones por la rima, es decir el sonido. La gran diferencia es que
ahora sí se canta en español, porque se trata de un contexto mexicano:
“San Juan, San Juan, atole con pan” (111, 118). Otra diferencia es que
ya no se trata de canciones infantiles sino religiosas. La gente las
canta en la fiesta de San Juan, el día 24 de junio, con rosarios y esca-
pularios.
En un segundo nivel, encontramos en Caramelo descripciones de-
talladas de la preparación y el consumo de los platos, y más específi-
camente de uno de los platos más famosos de México: el mole. Para la
fiesta de cumpleaños del padre de Lala, la abuela le prepara su plato
favorito: pavo con mole, el llamado mole mancha manteles. La abuela
decide ir ella misma al mercado, porque no confía en la muchacha
Oralia para comprar los ingredientes más frescos (47). Con mucha
graciosidad, Lala relata que la abuela pone un plástico transparente
arriba del mantel de encaje, incluso para la fiesta de cumpleaños. A la
abuela no le importa: “–Why do you think they call this dish mancha
manteles? It really does stain tablecloths, and you can’t ever wash it
out, ever! Then she adds in a loud whisper, –It’s worse than women’s
blood” (53). La comparación con la sangre de mujer se hace en primer
lugar por lo difícil o lo imposible de quitar las manchas, pero a este
primer significado se añade indudablemente otro, más sutil y delicado:
el mole se compara con lo femenino, en su carácter más íntimo. De
ahí que también se puedan interpretar en su doble sentido los comen-
tarios de los tres hermanos, hijos de la abuela, cuyas valoraciones van
en crescendo:

–Delicious mole, Mamá! Uncle Baby says.


–Delicious? says Fat-Face. –Mamá, it’s rich!
168 An Van Hecke

–Are you crazy? Father says, wiping the mole from his mustache with his
napkin. –Don’t even listen to them! It’s exquisite, Mamá. The best. You’ve
outdone yourself as always. This mole is excellent. (54)

Los superlativos van en aumento y tratan de expresar una sensación de


máximo placer. La anécdota del mole tiene también particular interés
por lo que se refiere a la confrontación entre los dos mundos, el mexi-
cano de la abuela, y el norteamericano, defendido por los hijos y
asimilado por los nietos. La abuela contesta a los halagos de los hijos
con cierto tono de ambigüedad, diciendo que no fue ninguna molestia,
aunque sí lo hizo completamente desde el inicio: “Ay, it’s no trouble at
all, even though I made it from scratch” (54). Y aprovecha la oportu-
nidad para criticar muy sutilmente a sus nueras: “I’m not like these
modern women. Oh, no! I don’t believe in cooking shortcuts! the
Grandmother says, not looking at her daughters-in-law. –To make
food taste really well, you’ve got to labor a little, use the molcajete
and grint till your arm hurts, that’s the secret” (54). Y cuando uno de
los hijos le pregunta con asombro por qué no usó la batidora que le
trajeron el verano anterior, contesta con cierto enojo: “The blender!
Forget it! Not even if God willed it! It never tastes the same. The
ingredients have to be ground by hand, or it never comes out tasting
authentic” (54). El rechazo de todo tipo de electrodomésticos vuelve a
aparecer más adelante cuando la abuela también se opone al uso del
microondas, a favor del comal: “Qué microwave oven, ni qué nada.
You talk like a little foul. Tortillas never taste like tortillas unless
they’re scorched from the comal” (121). Lo interesante es que ya no
sólo se trate de un conflicto entre mujeres tradicionales y modernas, o
entre el mundo tradicional mexicano y el moderno norteamericano,
sino que la abuela lleva el asunto a un nivel de conflicto entre mujeres
y hombres: “These modern kitchen gadgets, really! What do you men
know? Why, your own father’s never even entered in my kitchen”
(54). La cocina es un lugar exclusivamente reivindicado por la mujer.
Finalmente, resulta que la niña Lala no puede comer el mole porque
pica, lo que provoca otra vez el enojo de la abuela que hasta se apoya
en los antiguos aztecas para defender su mole: “What do you mean?
You like chocolate, don’t you? It’s practically all chocolate, with just
a teeny bit of chile, a recipe as old as the Aztecs.5 Don’t pretend
you’re not Mexican!” (55) y le obliga a acabar el plato, con la típica
amenaza de perderse el postre. Afortunadamente para la niña, en
cuanto se ha ido la abuela, interviene el abuelo bondadoso y le da el
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 169

plato a la sirvienta: “Give this to the neigbor’s dog. And if my wife


asks, say the child ate it”. La niña le dice asustada al abuelo: “But it’s
a lie”, pero el abuelo la tranquiliza con las siguientes palabras sabias:
“Not a lie! A healthy lie. Which sometimes we have to tell so that
there won’t be trouble” (56). Es la primera confrontación de la niña
con el mundo de las pequeñas mentiras en la familia, tema sugerido ya
en el subtítulo de la novela: “Puro Cuento”.
A diferencia de las dos obras anteriores, hay en Caramelo un des-
tacado interés por las cocinas. Implícitamente se revela una oposición
entre las cocinas norteamericanas que parecen no tener tanta impor-
tancia, o, si aparecen, están super limpias (321), y las cocinas mexica-
nas que ocupan un lugar central en la casa. Cuando era joven, la abue-
la, Soledad Reyes, trabajaba como sirvienta en la cocina de los que
iban a ser sus futuros suegros. Por eso es llamada “she of the kingdom
of kitchen” (167). Se insiste en que el abuelo nunca ha entrado en la
cocina y que ni siquiera sabe cuál es el color de las paredes de la
cocina (54, 121). Aquella cocina de los suegros, en un departamento
muy antiguo con balcones, en el centro de la Ciudad de México, había
dejado una fuerte impresión en Soledad: “And the kitchen! Big
enough to dance in. The oven alone had six hornillas for coal! One of
those old-fashioned types that had to be lit with an ocote stick bought
from a street peddler” (114). Este tipo de cocina, de la clase alta (aun-
que venida a menos) va junto con un estilo de vida, y aún más, de un
estilo de comer, bien señalado por la abuela: “Because here is where
one can most tell what class a person is. By the way one eats. And by
one’s shoes. Narciso ate like the well-to-do” (121).
En Estados Unidos, la familia Reyes muda muchas veces de una
casa a otra. Lala describe particularmente la cocina de la casa en San
Antonio, Tejas, en El Dorado Street: es una cocina de pobres, hecha
de materiales baratos, con muebles de segunda mano, y, según la niña,
imposible de mantener limpia (359). Además de pobre, es una familia
numerosa, por lo que nunca pueden comprar comida de lujo, y siem-
pre tienen que compartir la comida: “When you have nine people in a
family, you can never buy luxury food like Lucky Charms cereal. […]
You could never get anything just for yourself” (382). Curiosamente,
la niña, cuyo sentido del olor está excepcionalmente bien desarrollado,
asocia los olores de la cocina con los inquilinos anteriores: “After all
the apartments and kitchens we’ve inherited, I’ve become an expert at
170 An Van Hecke

detecting the smell of previous tenants. Usually I associate a family


with a single food item they left behind” (328).
Pasemos ahora a otro nivel en el análisis, a saber el estilístico. Una
característica muy llamativa del estilo de Cisneros es el uso de múlti-
ples metáforas y comparaciones para describir personajes, sentimien-
tos, ambientes o espacios. En estas figuras estilísticas, el comparante
pertenece a menudo al campo culinario. En The House on Mango
Street y en Woman Hollering Creek ya se encuentran muchos ejem-
plos. En Caramelo, Cisneros acude aún más a este tipo de metáforas y
comparaciones. Ya vimos la imagen principal del caramelo, para
definir el color de la piel y del rebozo, pero se amplían las imágenes,
como por ejemplo: “her family [Regina’s] was as dark as cajeta and as
humble as a tortilla of nixtamal” (116).6 No ha de sorprender que
también en estas imágenes haya una predominancia de la comida
mexicana. Hay imágenes que vuelven, como los tamales para describir
los pies de la abuela (40-252). En muchas imágenes, el referente real
es un objeto, como la cama: “The bed high and fat like a big loaf of
bread” (42); pero también puede ser un lugar como el valle de Méxi-
co: “The valley [of Mexico City] like a big bowl of hot beef soup
before you taste it” (25). En muchos casos el referente es una persona,
“someone as dried up and ugly as a roasted chile poblano” (186) o una
parte corporal de una persona: “with eyes as tender and dark as café de
olla” (146). En cuanto a las comparaciones del tacto, las que se refie-
ren a la piel, éstas tienen una clara connotación sexual: “Regina was
like the papaya slices she sold with lemon and a dash of chile; you
could not help but want to take a little taste” (117). Se percibe este
mismo sentido erótico en los piropos dichos por Narciso a Soledad:
“How sad there isn’t a tortilla big enough to wrap you up in, you’re
that exquisita” (156). Hasta en la descripción de la voz de Exaltación
Henestrosa, de la que se enamora el abuelo Narciso, volvemos a en-
contrar una comparación con comida: “Voice ronca like the sea, a
voice squeezed with lemon” (168).
¿Qué es lo que pasa en estas comparaciones y por qué Cisneros
acude a esta figura del símil tan frecuentemente? Se trata siempre del
mismo procedimiento por lo que se vuelve muy repetitivo, aunque al
mismo tiempo refleja la gran riqueza de imaginación de la autora. Se
observa aquí un desplazamiento de la comida al mundo de la imagina-
ción, es decir a un segundo plano. La comida es aquí siempre la ima-
gen, nunca el objeto real. Por lo tanto, está al mismo tiempo presente y
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 171

ausente. Así que el epígrafe de la novela “Cuéntame algo, aunque sea


una mentira”, puede ser parafraseado de la siguiente manera: “Come
algo, aunque sea imaginario”, “Pruébalo, aunque no existe”. De
hecho, es algo que los niños pequeños suelen hacer siempre: preparar
comida en sus cocinas de juguete para que los adultos prueben sus
comidas inventadas. ¿Cuántas veces no hemos repetido “Qué rico”? Y
probamos algo que sólo existe en la imaginación del niño, pero que
para el niño es totalmente real. De la misma manera, el mundo de la
comida es algo muy presente en la mente de Cisneros, en particular en
la mente de la niña protagonista, Lala. Además, la inmensa cantidad
de productos y platos con sabores y olores infinitos constituye un
universo muy rico del que la autora se nutre constantemente para crear
nuevas imágenes y enriquecer el mundo real.
Con el fin de poder interpretar mejor el significado de los múltiples
productos y platos, me detengo en algunos pocos, sean imaginarios o
reales. Bien se sabe que a cierto tipo de comida, productos o platos, se
atribuyen fuerzas específicas, como el mole que, según la abuela, es
como la sangre de mujer, rojo e imborrable. Ahora, es interesante ver
que en algunos casos, para el mismo producto estas fuerzas pueden ir
de lo positivo a lo negativo, o al revés. El dicho mexicano, ‘Al que
nació para tamal, del cielo le caen las hojas’, se usa con connotaciones
negativas, según el diccionario de Santamaría, donde leemos que
“expresa la fuerza de la predestinación, según la creencia popular,
especialmente en sentido pesimista.” (Santamaría 1974: 1000) En
cambio, en Cisneros, viene a ser un dicho muy optimista, porque la
frase sigue así: “[...] and Inocencio is one lucky tamale. In Little Rock
Inocencio is finally recognized for the royalty he is. He’s not a wet-
back. He’s a Reyes” (210). En ambos casos, positivo o negativo, el
dicho del tamal manifiesta una clara creencia en el destino.
La misma ambigüedad se observa también en el uso del huitlaco-
che, el hongo negro comestible parásito del maíz. En Caramelo apare-
ce primero con una connotación muy positiva, por lo exquisito del
color negro: “Ambrosio Reyes’s black shawls were the most exquisite
anyone had ever seen […] as black as huitlacoche, the corn mushro-
om, as true-black as an olla of fresh-cooked black beans” (92).
Además de ser famoso por su exquisito sabor, el huitlacoche es cono-
cido por presentar propiedades medicinales y es usado por los indíge-
nas en México “contra los granos, la erisipela y las quemaduras”.
(Guzmán 1999: s.p.) Además, el uso de ciertos hongos se ha relacio-
172 An Van Hecke

nado a menudo con la brujería, por ser tóxicos y alucinógenos, y


también por el color negro, tal como lo vimos ya en el caso de la bruja
Inés de Woman Hollering Creek. Así que a veces se le atribuyen fuer-
zas negativas, tal como pasa también con otros hongos, como los
Ndjixito de Oaxaca por ejemplo, sobre los que la narradora se explaya
ampliamente en una nota sobre los hippies, extranjeros, niños mima-
dos de los ricos y otros que van a ver a la bruja María Sabina quien les
da estos hongos para ganarse así “a shortcut to nirvana” (195). Mu-
chos hongos están ligados a la brujería, en particular los que crecen en
forma de disco y que son conocidos como “‘anillos de brujas’ o ‘ani-
llos de hadas’, tan citados desde la época medieval”. (Guzmán 1999:
s.p.) Ahora, la connotación negativa del huitlacoche puede explicarse
también por el origen etimológico de “huitlacoche”, que sería corrup-
ción de “cuitlacoche”, que hace referencia a un ave que duerme sobre
el excremento (cuitlatl, excremento; cochi, dormir). Según Pilcher
“huitlacoche” significaría “excremento de los dioses”. (Pilcher 2001:
201)

Huitlacoche que crece en el maíz (a la izquierda).


Dobladas de huitlacoche estilo Tlaxcala (a la derecha)
(Fotos de Sebastián Saldívar y Pablo Esteva)
[Quintana, Patricia. 2003. Antojería Mexicana. México: Landucci editores: 89.]

Otro plato que surge en un contexto muy peculiar en Caramelo es


el pozole, un guiso de maíz tierno, carne y chile con mucho caldo.
Una noche la Tía Güera le cuenta a Lala su historia, de cómo se casó
con “él”, el papá de Antonieta Araceli, el hombre cuyo nombre nunca
menciona. Es una historia de mucha pasión, de amor y de odio por
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 173

haberlas abandonado a ella y a la hija. La Tía cuenta que aunque lo


odia, lo sigue amando. Y eso no tiene nada de contradictorio, porque
“[o]nly people you love drive you to hate” (274), y entonces recuerda
la historia de una mujer mexicana que hizo pozole de la cabeza de su
esposo infiel:

You know that pobrecita who came out on the cover of ¡Alarma! magazine,
the one who made pozole out of her unfaithful husband’s head? Qué coraje
¿verdad? Can you imagine how mad she must’ve been to make pozole out of
his head? That’s how we are, we mexicanas, puro coraje y pasión. (274)

En este cuento de horror se traspasan todas las fronteras de la norma,


de lo aceptable y de lo civilizado. Es un paso más, aunque a un nivel
extremo, en el área de la magia y de la brujería. Es la locura, debida a
la pasión, y la Tía lo explica aún más: el amor y el odio no sólo son
cosas del corazón y del alma, sino también de “las tripas”: “We love
like we hate. Backward and forward, past, present, and future. With
our heart and soul and our tripas, too” (275). Esta anécdota de la
prensa sensacionalista, como es la revista ¡Alarma!, puede parecer
poco creíble, pero es al mismo tiempo simbólica de lo que puede
representar la comida. Se puede interpretar como una forma de caniba-
lismo, pero también nos hace pensar en el pasaje de la Biblia, en el
que se ofrece la cabeza de Juan el Bautista en un plato a Herodes
(Marcos VI).
Además del mole, el tamal, el huitlacoche, y el pozole, llama tam-
bién la atención el mango, más precisamente el mango Manila, que en
la novela parece convertirse en símbolo nacional de México. La abue-
la se pone furiosa cuando los aduaneros le confiscan los mangos en la
frontera: “to bring across Manila mangos is harder than trying to bring
across Mexicans. […]. Manila mangos are the best, that’s why they
don’t let them pass. That’s why you never see Manila mangos in the
States. Those borders agents, they know what’s good” La abuela se
vuelve loca por el mango Manila: “Before I left I ate Manila mangos
day and night to satisfy my craving for them” (277). De toda la comi-
da mexicana, es el mango Manila el que la abuela más echará de
menos en Estados Unidos. Al mango se le atribuye una fuerza extra-
ordinaria, y hasta se compara con el oro de Cortés.
Este antojo, este volverse loco por la comida, por lo dulce sobre
todo, se observa también en el abuelo, Narciso, que en cierto momento
tiene una necesidad tremenda de comer chuchulucos, es decir golosi-
174 An Van Hecke

nas. Esto se explica por su enamoramiento de una mujer a quien cono-


ció en Oaxaca, Exaltación Henestrosa, una mujer inalcanzable, una
sirena, “a mermaid” (202). En las noches, el abuelo siempre sueña con
ella, mientras su mujer, Soledad, lo abraza…Un día fue a la Calle
Cinco de Mayo, a la Dulcería Celaya a comprar todos los dulces posi-
bles. Se los comió todos, junto con un perro callejero que vino a
acompañarlo. Sin embargo, los dulces no tenían sabor: “[...] they
tasted like the food in dreams, of air, of nothing”, y se volvió muy
triste. Finalmente logró decir su nombre: “Exaltación Henestrosa. He
said her name. A deep root of pain. The little wall he had built against
her memory crumbling like sugar” (201, 204). El muro que impide
recordarla está hecho de azúcar. Cuando se derrite, aparece el rostro
de la mujer a la que amaba apasionadamente. Y sólo siente un profun-
do dolor. Parece que los chuchulucos lo han llevado a la aceptación y
a la resignación, pero que no le han podido quitar el dolor.
El último plato que en Caramelo nos lleva a los ámbitos misterio-
sos de lo sobrenatural, es la barbacoa, que aparece en los últimos
capítulos de la novela. Todo empieza con la muerte de la abuela eno-
jona en el capítulo 71. La noche en que se muere la abuela, la madre
Zoila les ordena a los hijos que abran todas las ventanas, a pesar de
que ya es medianoche. La madre odiaba profundamente a su suegra: “I
can’t sleep, it stinks in here like rotten barbacoa” (349). Lala, a pesar
de su buen sentido del olor, no lo huele, por lo menos no en aquel
momento. En cambio, la mera mención de la barbacoa evoca en la
niña un recuerdo asqueroso: “Barbacoa reminds me too much of that
one Sunday I bit into a taco and found a piece with hairs on it. What
part of the cow did I get? The ear? The nostril? An eyelash? What
disgusted me most was the not knowing” (349). La niña no puede
evitar seguir pensando en las piezas grasosas de barbacoa con pelos,
aunque sabe que tendría que pensar en su abuela, pero es un ser a
quien no quería: “But I don’t feel anything for my grandmother, who
at this very moment is no doubt fluttering above our heads searching
for her route out of this world of pain and rotten stink” (349-350). En
el capítulo 75, en cambio, ya no es la madre la que huele el olor a
carne frita, sino sólo Lala: “Every time I so much as step in the
Grandmother’s bedroom of the kitchen, the smell of fried meat just
about knocks me out. Mother says I’m imagining it, and the boys say
I’m just telling stories” (362). A partir de entonces, ya no sólo es el
olor de barbacoa, sino que la abuela empieza a hacer sus apariciones a
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 175

la niña. Lala la ve como si fuera real y viva: “Even more alive now
that she’s dead. Her. The Grandmother. With her stink of meat frying”
(362). Las terribles experiencias de las apariciones de la abuela llegan
a un clímax cuando la abuela le aparece a Lala en el momento de su
primer beso, que recibe de Ernesto Calderón, su primer amor: “Some-
body must be unwrapping a taco or torta, because the place smells
like fried meat. That’s when I jerk my eyes open and see her. Her with
her stink of barbacoa! The Awful Grandmother sitting right behind
me watching me being kissed by Ernesto Calderón!” (370). La última
vez que la abuela enojona asusta a la niña es cuando el papá está en
cuidados intensivos en el hospital. Lala está sentada al lado de su
cama cuando entra el olor: “The room floods with the stink of fried
meat. Perched on the headbord, it’s her”. La abuela quiere llevarse al
hijo favorito al otro lado, al mundo de los muertos, y lo quiere para
ella sola: “You’ve had him long enough. Now it’s my turn, she his-
ses”. La niña no le tiene ni el menor respeto a la abuela y la insulta
llamándola “metiche”, “mirona”, “mitotera” y “hocicona” (405). Lo
que sigue es un largo diálogo en el que finalmente llegan a un acuer-
do: la nieta puede quedarse con su padre, a condición de que cuente la
historia de la abuela. Lo que quiere la abuela es ser comprendida y
perdonada para que pueda salir de aquel espacio terrible entre la vida
y la muerte, cruzar finalmente al otro lado, y encontrar la paz.

3. Conclusión

A lo largo de esta presentación hemos tocado varios aspectos de la


comida en Caramelo, como el anhelo de reivindicar tradiciones, la
nostalgia, la mujer y la cocina, la mexicanidad imaginada, y finalmen-
te, la dimensión mágica de la comida. La magia no es un aspecto que
domina en Caramelo ni podemos clasificar esta novela dentro del
realismo mágico. Sin embargo, a través de varios productos y platos,
la magia se revela sutilmente en la narración y se convierte en una
especie de hilo conductor. Son precisamente los olores y los sabores
de estos productos los que permiten establecer nexos, aunque frágiles,
con ‘el otro lado’, con lo invisible, con este mundo que no puede ser
comprendido ni por la lógica ni por la razón. Cada producto o plato
establece esta relación de una manera muy particular: el mole aparece,
por un lado, como símbolo de la mexicanidad, y, por otro, en su aso-
ciación con lo femenino; el tamal refuerza la creencia en la predesti-
176 An Van Hecke

nación; el huitlacoche y el Ndjixito son hongos propios de la brujería;


el pozole aparece en un contexto lúgubre de asesinato por pasión; el
mango Manila, al igual que el mole, asume una función identitaria y
revela asimismo la locura y la pasión por lo dulce; los chuchulucos
parecen confirmar cualquier teoría que relacione lo dulce con el sexo;
y finalmente, el olor de la barbacoa invade los cuartos cada vez que
aparece la abuela muerta.
Desde un ángulo más general, podemos preguntarnos cuál puede
ser la función de la comida para la identidad de los chicanos en la obra
de Cisneros. Por lo general, los chicanos en Estados Unidos suelen
mantener gran parte de las tradiciones mexicanas en cuanto a comida.
Muchos de los personajes de las novelas y los cuentos de Cisneros
nacieron y crecieron en Estados Unidos, rodeados de olores y sabores
mexicanos. Se podría decir casi que lo mexicano lo han ‘mamado con
la leche’. Desde muy pequeños, los niños saben que su comida diaria
no tiene su origen en Estados Unidos, sino que viene de lejos, de
fuera. La conservación de la comida mexicana ayuda sustancialmente
a mantener también una identidad propia, diferente de la norteameri-
cana. Para los jóvenes chicanos, nacidos en Estados Unidos, la evoca-
ción de los olores y los sabores mexicanos contribuye al complejo
proceso de búsqueda de origen, tan fundamental, tal como lo expresa
la mujer del cuento ‘Bien pretty’: “We have to let go of our present
way of life and search for our past, remember our destinies, so to
speak. Like the I Ching says, returning to one’s roots is returning to
one’s destiny.” (Cisneros 2004: 149) No hay duda de que la comida
refuerza la nostalgia y constituye uno de los caminos que les lleva a
encontrar estas raíces, que son al mismo tiempo su destino. Es como si
con los ingredientes y las recetas mexicanas se cocinara el ‘alma
mexicana’. No se trata de un sentido de nacionalismo o de patriotismo
mexicano, porque los chicanos ya no son mexicanos estrictamente
hablando. Sin embargo, al insistir tanto en los platos típicos y las
costumbres culinarias de México (como la de presentar los platos en la
mesa por separado, o la de usar el molcajete y el comal), Cisneros se
inserta en un discurso que no hace más que repetir estos estereotipos
del mexicano y de ‘lo mexicano’. Sus obras están repletas de clichés
sobre México, que además refuerzan una imagen muy tradicional del
país. Así que cabe recordar aquí la tesis de Roger Bartra en La Jaula
de la Melancolía. Después de su lectura de los estudios sobre ‘lo
mexicano’, en particular de Samuel Ramos y de Octavio Paz, Bartra
“As black as huitlacoche”: la comida mexicana en Caramelo 177

no puede sino concluir que este concepto es una “entelequia artificial:


existe principalmente en los libros y discursos que lo describen o
exaltan […]. El carácter nacional mexicano sólo tiene, digamos, una
existencia literaria y mitológica; ella no le quita fuerza o importancia,
pero nos debe hacer reflexionar sobre la manera en que podemos
penetrar el fenómeno”. (Bartra 1987: 17) No hay nada malo en repetir
estos estereotipos, porque, como bien lo indica Homi K. Bhabha, para
distinguirse del ‘otro’, es necesario recurrir a los estereotipos:

An important feature of colonial discourse is its dependence on the concept of


‘fixity’ in the ideological construction of otherness. […]. Likewise the
stereotype, which is its major discursive strategy, is a form of knowledge and
identification that vacillates between what is always ‘in place’, already
known, and something that must be anxiously repeated. (Bhabha 1994: 3)

Aunque uno quisiera, no es evidente deshacerse de los estereotipos. El


carácter necesario e inevitable de los estereotipos se observa clara-
mente en Cisneros, quien adopta y hasta repite a menudo muchos de
los lugares comunes y estereotipos del mexicano. Sin embargo, no
sólo los adopta sino que al mismo tiempo juega con ellos, y es en
estos juegos con los estereotipos donde se revela cierta originalidad
del estilo de Cisneros. Ésta se debe en primer lugar al carácter muy
suigéneris de muchos de sus personajes, como la abuela Soledad, o la
nieta Lala, de Caramelo. En segundo lugar, se debe a la gran capaci-
dad de imaginación, tal como pudimos constatar en la creación de
innumerables imágenes cuyo comparante pertenece siempre al mundo
de la comida. En tercer lugar, hay que reconocer que la autora tiene el
don de contar, y que sabe entretener al lector con cuentos amenos y
divertidos. Sin embargo, todo esto no puede ocultar el hecho de que
siga siendo una recuperación de materiales requeteusados, en función
de un gran mercado de lectores norteamericanos y de un marketing de
bestsellers en Estados Unidos. Abogo pues por una reflexión aún más
crítica en el campo de los estudios literarios sobre latina-writing en
Estados Unidos, para que se pueda apreciar la obra de Cisneros en su
justo valor, es decir, ni sobrestimando ni subestimando, tal como
suelen hacerlo muchos críticos que o bien la idolatran o bien la recha-
zan. Parece que Cisneros sólo provoca reacciones extremas. Finalmen-
te, hace falta también situarla mejor dentro de las diferentes tradicio-
nes existentes, tanto de América Latina como de Estados Unidos.
Aunque la propia autora se distancia de otros autores chicanos y lati-
178 An Van Hecke

noamericanos, no hay duda de que la temática, el género hasta el estilo


de la narrativa de Cisneros se inscriben dentro del gran intertexto de
las latina-writers en Estados Unidos, y muy en particular dentro de la
literatura chicana, cuyo tema principal sigue siendo la gran búsqueda
de identidad. Dentro de esta amplia temática, el tema de la comida
ocupa un lugar muy especial, y uno de los logros de Cisneros consiste
indudablemente en haber traspasado al lector esta gran fascinación por
los sabores y los olores de un México al mismo tiempo real e imagina-
rio.

Notas
1
Me baso para este estudio en las versiones originales de las tres novelas, escritas en
inglés.
2
El yoloxóchitl es una flor que aparece ya entre las múltiples flores, plantas y hierbas
descritas por Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España: “Son
estas flores preciosas y de muy suave olor, tienen la hechura de corazón y por de
dentro son muy blancas” y el cronista se refiere también a su poder medicinal. (Sa-
hagún 1975: Lib XI 691)
3
De aquí en adelante las citas que provengan de Caramelo or Puro Cuento (Cisneros
2003) sólo llevarán la página.
4
Al final de la novela (403-404) se revela que Candelaria es hija ilegítima del padre
de Lala. Nació antes de que Inocencio Reyes se casara con Zoila, la madre de sus siete
hijos (legítimos). Es uno de los secretos mejor guardados de la familia Reyes.
5
Según varios autores, el mole sería una receta colonial y no azteca. Sin embargo,
Pilcher aclara que a mediados del siglo veinte “los autores reconocían las contribucio-
nes indígenas al platillo en el nombre ‘mole’, que venía del náhuatl molli, ‘salsa’, y no
del español ‘moler’”. (Pilcher 2001: 200)
6
Los ejemplos son innumerables. A modo de ilustración incluimos aquí algunos más:
“Ito gallops off with me bouncing on his back like a sack of rice” (41-42); “she swims
so far away she is a little brown donut in the distance” (74); “The woman was like the
milk with a drizzle of coffee his mother served him as a boy before bedtime, coffee
with lots of sugar, a woman who made him happy just by looking at her” (140); “He’d
had women pink as a rabbit, and dark as bitter chocolate” (141); “for a moment as fine
as una espina de nopalito” (153), “the ceiling with its scrolled molding like frozen
cream pies” (381)…

Bibliografía

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CEISAL de Latinoamericanistas (Bruselas, abril de 2007).
CARIBE
La culinaria colonial de América y Santo Domingo

José G. Guerrero
‘Dime lo que comes y te diré quién eres’

Se aborda la culinaria americana desde el punto de vista etnohistórico tomando a


Santo Domingo como la puerta de entrada y salida de los inicios de la mayor revolu-
ción culinaria mundial, realizada en el triángulo de América-África-Europa, a partir
de finales del siglo XV. El autor seleccionó ocho ‘peripecias culinarias’ coloniales de
la historia y la cultura del Nuevo Mundo, que abarcan desde el Diario de Colón,
precursor literario de América, hasta El Montero de Bonó, la primera novela de
República Dominicana.

1. Introducción

Este trabajo recoge algunas peripecias culinarias de Santo Domingo,


comunes al Caribe y a los inicios de América. ‘Peripecia’ es palabra
griega que significa cambio repentino, mudanza súbita, vuelta brusca,
caída en el entorno o alrededor y se vincula con la trama de las narra-
ciones de la historia, la literatura y el cuento oral. En tal sentido, no se
trata la culinaria desde el punto de vista histórico y antropológico.
Sólo se seleccionan textos, autores y momentos en los cuales la culi-
naria se vincula con determinados hechos significativos de la historia
y la cultura durante la época colonial.
En la mejor definición de Lévi-Strauss, la culinaria se desarrolla en
el triángulo universal de lo crudo-a lo cocido-a lo podrido, siendo lo
cocido o la cocina el enlace material y simbólico de la naturaleza y la
sociedad, de la biología y la cultura. La cadena alimenticia, imperativo
categórico de toda cultura, recorre un trayecto de tres pasos: biológico,
cultural y estético. Parte de la necesidad –la comida como sustento–
pasa por la culinaria donde la cocina convierte elementos en alimento
y culmina en la gastronomía, según los griegos, la ley de la panza o el
arte del buen comer. Aunque los tres momentos son simultáneos y los
184 José G. Guerrero

términos se usan indistintamente, cada cultura singulariza o pondera


un aspecto del proceso.
Comer es de los grandes placeres de la vida y su significado suele
tener connotación sensual y sexual. En muchas culturas es símbolo de
vida, pero también peligro y tabú, cuya transgresión es causa de des-
gracia y tragedia. Los primeros seres humanos bíblicos perdieron el
paraíso y la vida eterna al comer un fruto prohibido. A pesar de su
importancia no siempre es un acto consciente ni un objeto de estudio
por comelones y científicos. Sólo microhistoriadores pueden demos-
trar, como lo hizo Ginsburg en su libro El queso y los gusanos, que
una fábrica de quesos puede ser una prueba histórica más fehaciente
que el Archivo Nacional. Al estar tan ligada a la vida cotidiana no
siempre se le pondera como arte, aunque países como Francia y Espa-
ña han hecho de la comida un himno o bandera. Ciertamente es un
arte, aunque efímero, funcional y delicioso, ¡jamás un arte por el arte!
El descubrimiento de América tenía objetivos económicos y culi-
narios. No se sabe cuál hambre era mayor entre los europeos, si de
oro, especias o comida. En la historia inicial del Nuevo Mundo se
mezclan historia, economía, cultura y literatura. El mismo año en que
Colón partió de Puerto de Palos, Antonio de Nebrija redactó la prime-
ra Gramática Castellana para plasmar los acontecimientos históricos
en una nueva lengua. El desarrollo de la ciencia y la literatura del
mundo moderno no se conciben sin los aportes de América. Las cróni-
cas fueron de vital importancia para el proyecto colonizador y también
para el desarrollo científico y literario, ya que incluían historia, antro-
pología y etnografía. Inicialmente, registraron, entendieron e interpre-
taron una realidad absolutamente desconocida con la cosmovisión
europea y la mitología asiática. Antes de descubrir, conquistar y colo-
nizar tenían que resolver tres problemas: sobrevivir a la travesía,
comunicarse con la gente y comer. Describieron la flora, la fauna y la
alimentación con frecuencia de manera exagerada para resaltar la
importancia de la colonia, pero también como un objeto estético, de
gozo y deseo. Entre la comida, la culinaria y la gastronomía constru-
yeron un espacio retórico y literario, aunque siempre anclado al interés
político y económico de la Corona. Según Lévi-Strauss, América fue
para Europa una revelación, cuyas consecuencias intelectuales y mora-
les permanecen aún vivas en el pensamiento moderno colocando a la
humanidad ante su primer gran caso de conciencia y haciéndole ver al
europeo que no estaba solo en el mundo. A partir de entonces, todo
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 185

fue puesto en entredicho. (Lévi-Strauss 1975: 16-17) Para Tzvetan


Todorov el verdadero descubrimiento de América fue la subjetividad
o el descubrimiento que el ‘yo’ hace del otro, aunque Colón no descu-
brió América, sino que la encubrió con Europa y Asia.
Beatriz Pastor distingue en los cronistas un discurso histórico y
otro narrativo. Sobre la dinámica histórica se articula un proceso
narrativo que enlaza la transformación del conquistador, su perspecti-
va de América y su visión del mundo. En la presentación de los textos
se concreta el proceso de emergencia de una literatura incipiente. Esta
literatura que ha dejado, de forma paulatina, de ajustarse a los cánones
y exigencias de la literatura europea del período, expresa la nueva
realidad de la naciente Hispanoamérica. Los discursos narrativos de la
Conquista, con varias voces opuestas a la misma realidad, se dividen
en tres: uno mitificador y dos desmititificadores. Frente al primero
(mitos que nada tienen que ver con la realidad que pretenden relatar y
revelar) se construyen dos discursos que la autora llama del fracaso y
de la rebelión. (Pastor 1983: 9)
Es posible utilizar este esquema tripartito para definir la culinaria
del contacto indo-europeo y sus transformaciones iniciales siguiendo
el proceso que va del mito o fantasía a la realidad, de la complicidad al
rechazo, de la mitificación a la crítica. La primera representación
verbal de una realidad americana fue percibida según las coordenadas
imaginarias propias del mundo europeo. En la fantasía se describe lo
que el europeo quiere o desea (especias, trigo, vino de Europa y Asia).
El fracaso lleva a la realidad (lo que se encuentra, lo que se tiene a la
mano: no hay trigo, pero sí cazabe) y a la crítica o rebelión (se incor-
pora lo nativo y se descarta lo que no se adapta: el cazabe es mejor,
más sabroso y digerible que el trigo, produciéndose de inmediato la
primera fusión: carne de cerdo con batatas y cazabe). Aunque Colón
represente el modelo del primer discurso y el Inca Garcilaso y Alonso
de Ercilla el último, no es posible separarlos nítidamente. La nueva
realidad y la conciencia hispanoamericana transformaron a las culturas
dominante y dominada a través de la integración, el rechazo y la inno-
vación.
Colón fue un precursor literario y científico, tal como Fray Ramón
Pané, Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Mártir
de Anglería, entre otros. Cuando Gabriel García Márquez recibió el
premio Nóbel de Literatura en 1982 identificó en las crónicas españo-
las los antecedentes de su obra y del llamado ‘realismo mágico’ lati-
186 José G. Guerrero

noamericano. Carlos Fuentes llamó a la obra de Bernal Díaz del Casti-


llo épica angustiada o novela esencial. Las crónicas se pueden leer con
la misma fruición que las novelas caballerescas o novelines de vaque-
ros. (Romero 1993: 12) Denzil Romero no es el primero ni el único en
despertar su vocación de escritor leyendo a los cronistas y creer sólo
en lo increíble como dice Manuel Machado. Muchas cosas de los
indios parecían inverosímiles, pero también las de los españoles.
Colón vio sirenas y, según Pedro Mártir, quien nunca estuvo en Amé-
rica, los españoles encontraron a las indias tan hermosas como dríadas
o ninfas, mientras Walter Raleigh juró ver una dama de Inglaterra.
La fusión temprana de las culinarias antecedió a la hibridación de
la gente y la cultura. En carta a los Reyes entre 1498-1500, Colón
fundaba el éxito de la colonización en una mezcla de carbohidratos y
proteínas aportados por alimentos europeos y aborígenes: el pan de los
indios más sano que el trigo, la carne europea de los puercos y gallinas
que rápidamente se reprodujeron y los conejos o ‘jutías’ que los indios
cazan con perros. Sólo faltaba vino y vestuario. (Deive 2002: 37) El
primer plato indo-americano fue un mejunje de puerco, gallina o
pescado cocido con batatas, jutía ahumada y pan de yuca o cazabe. El
menú del conflicto socio-político que hizo fracasar a La Isabela, la
primera villa del Nuevo Mundo, incluía un chisme culinario: para
Colón había carne, pan y pescado, mientras para sus enemigos no
había bastimento alguno...
Las peripecias culinarias de Santo Domingo que se tratan en este
trabajo son comunes a todo el Caribe y parte de América. Abarcan
desde la llegada de Cristóbal Colón hasta el último bucanero o monte-
ro. Se desarrollan en la época colonial e introducen el período de la
Independencia –la cual imprimió identidad nacional a la culinaria
heredada–, y la modernidad, cuyo primer producto fue la encarnación
de un fantasma muy vivo en la actualidad: el hambre. Por más desgra-
ciada que sea ésta, no ha faltado quien escriba La bella historia del
hambre dominicana. Al fin y al cabo, fue Sócrates, el máximo filósofo
de Occidente, quien dijo que el hambre es el mejor sazón de la comi-
da. Estos no son ensayos de historia ni antropología, sólo un modesto
intento de convertir el sabor en saber.
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 187

2. Triángulo culinario de América, Europa y África

Gran parte de la alimentación mundial actual proviene del triángu-


lo culinario de América, África y Europa. El intercambio culinario
intercontinental no ha cesado desde el Descubrimiento. Al respecto se
pueden consultar las obras editadas por Viola y Margolis Seeds of
Change. Five Hundred Years since Columbus (1991) y por Escobedo
Mansilla Alimentación y gastronomía: cinco siglos de intercambios
entre Europa y América (1998).
Es materialmente imposible hacer un inventario completo de los
aportes culinarios que el Nuevo Mundo le hizo al Viejo y viceversa.
Los europeos impusieron, muchas veces de manera violenta, sus inter-
eses y valores económicos, políticos, culturales y religiosos, pero en la
culinaria tuvieron que ser flexibles. Para Pérez de Tudela, la coloniza-
ción implicó su “indianización”. (1955: 374) La comida de los pue-
blos que entran en contacto se conforma en el traer y llevar, ver y
probar, aceptar y rechazar, fusionar y cambiar. Entre culinaria y cultu-
ra se articula la diversidad, la oposición complementaria y la contra-
dicción. La del Nuevo Mundo comprende innovación, intercambio,
síntesis, prohibición e imposición entre varias tradiciones culinarias.
Fue un proceso de ida y vuelta: europeización, pero también indiani-
zación, africanización y criollización de la comida. El Thanksgiving
norteamericano ilustra la dependencia e intercambio culinario indo-
europeo, mientras la independencia de América apunta a la ruptura,
pues se inició concomitantemente con la comida criolla, o como lo
decían, ‘de la tierra’.
Para Gloria Hinostroza, citando a Xavier Domingo, no existiría
ninguna cocina europea –ni francesa, ni italiana, ni alemana, ni britá-
nica, ni española–, sin el aporte de productos llevados a Europa desde
Las Indias. Tampoco pueden los europeos vanagloriarse de la antigüe-
dad de sus cocinas, porque su actual popularidad se debe a elementos
desconocidos por ellos antes de 1492. Pero lo mismo puede decirse de
América y África. Se trata de la primera revolución culinaria mundial
después del Neolítico.
Europa aportó más de 40 hortalizas y vegetales (zanahoria, col, co-
liflor, rábano, chícharo, lentejas, mandarina, uva, cítricos), cerca de 25
plantas que sirven de condimento como hinojo, mostaza, ajo, caña de
azúcar, canela, clavo, comino, tomillo, hinojo, genjibre, romero, men-
ta, mostaza, nuez moscada, orégano, pimienta, azafrán, culantro, así
188 José G. Guerrero

como carne de cerdo, vacas, chivos, ovejas y gallinas, entre otros. En


La Isabela, primera villa del Nuevo Mundo, se cosecharon rábanos,
borrajas, lechugas, coles, melones, calabazas y cohombros. (Deive
2002: 44-45) Aparte de éstos, Oviedo menciona melones, pepinos,
hierbabuena, berenjenas, fésoles, apio, zábila, culantro, perejil, cebo-
llas, coles, nabos, zanahorias, remolacha, cardos y acelgas. El Inca
Garcilaso agrega escarolas, espinacas y espárragos. Según Oviedo,
naranjas, cidras, limas y limones dulces y agros, siempre había. Tam-
bién se trajeron priscos, brevas, cerezas, uvas, figos, toronjas, peras,
duraznos, cidras y manzanas. Entre los platos están las natillas a base
de huevos de gallina y leche; los churros de harina de trigo y aceite de
oliva; el arroz con leche, los polvorones con manteca de cerdo, azúcar
de caña y harina de trigo; los bollos conocidos en América como pan
dulce y turrón. (Sánchez Tellez 1995: 222, 220) La caña de azúcar, la
planta de mayor uso industrial, se plantó en La Isabela, aunque no
cuajó bien. Para 1518 se producen cañas gruesas como la muñeca de
un hombre y se comienzan a hacer ingenios para molerla. En el mismo
año, Zuazo sembró semillas de pimienta que trajo secretamente de
Portugal. La sal era la misma que la que los indios usaban.
La base cárnica americana es fundamentalmente de origen euro-
peo. Colón trajo ocho puercas de la Isla Gomera para su reproducción.
En 1518, Zuazo informa al Rey que “abundan los ganados [...] los
puercos, ovejas y yeguas en multiplicación maravillosa”. (en Deive
2002: 39) Aunque se abandonó la cría de puercos, porque afectaba las
granjerías de azúcar, éstos se hicieron salvajes al igual que las vacas,
perros y gatos. Según Oviedo, cada día se comía carne en Santo Do-
mingo. Mártir exagera: los bueyes eran como elefantes y los cerdos
como mulas. La carne de puerco era sabrosa y saludable, porque co-
mían frutas silvestres. También trajeron tantas gallinas hasta más no
poder, conejos y cabras de Canarias, siendo las mejores las de Cabo
Verde y Guinea. (Deive 2002: 47, 174)
Algunos productos hoy esenciales en la dieta europea fueron lleva-
dos de América como la papa, el maíz, el frijol, el ají, el tomate, la
piña, el cacao o chocolate y el aguacate. El de mayor impacto mundial
es la papa. En Perú la comían cocida, asada, secada al sol y, según
Acosta en 1590 como guiso o cazuela llamado locro. (Sánchez Tellez
1995: 219) En Argentina es un plato de maíz con ají y, en Santo Do-
mingo, locrio es arroz con carne. La papa fue llevada a España y al
resto de Europa entre 1580-1585, aunque su difusión –como papa
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 189

asada o frita– se le debe al francés Parmentier a finales del siglo


XVIII. En Santo Domingo y España se come sobre todo después de la
ocupación francesa de 1795 y 1802, respectivamente. Irlanda se espe-
cializó en su cultivo a un punto tal que muchos la consideran original
de allí. Cuando el cultivo sufrió en 1830 una epidemia, los irlandeses
emigraron masivamente a Estados Unidos donde hicieron popular su
consumo. Un plato indo-hispánico temprano es la tortilla de papa
peruana con huevos de gallina española.
El maíz era el cereal aborigen más importante. Fray Antonio
Caulín describió cuatro o cinco especies diferentes. Para conservarlo
hasta un año lo ahumaban. El maíz jojoto lo comían asado o cocido.
Fray Bernardino de Sahagun reportó en México más de ocho tipos de
tortillas de maíz. Las había blancas y dobladas, grandes, delgadas y
anchas, pardillas, largas, hojaldradas y coloradas. Oviedo tenía un
maizal en Santo Domingo hacia 1540 y lo comía tostado y tierno sin
tostar. Los españoles lo daban a indios, negros y caballos.
La yuca se comía en variedades amarga y dulce, especialmente la
primera como cazabe o “pan de las Indias”, sustento de colonos y
marineros porque “se conservan hasta un año, en lugar de pan”. (en
Deive 2002: 44) Había uno grueso para gente de trabajo y otro fino
para gente principal. La yuca dulce se comía asada o cocida en la olla.
De ambas especies, según fray Antonio Caulín, se saca un almidón
“tan bueno o mejor que el del trigo”. (Romero 1993: 48) Según Mártir
“todos han experimentado ser sabroso y saludable”. (en Deive 2002:
44) Oviedo, quien lo llevó a España, aporta siete razones positivas
para su consumo.
El aje o batata sirvió como sustento para los europeos desde los
inicios. Fue el primer comestible indígena registrado por Colón como
pan muy sabroso “con sabor a castaña”. (1980: 91) Un tubérculo
parecido había en Guinea, África, pero el de aquí era gordo como una
pierna. Oviedo señala una bifurcación social en su consumo: lo co-
mían indios y negros cocido con carne o pescado y, los españoles
como sobremesa, asado y con vino. Las mujeres de Castilla hacían
diversos ‘potajes a la olla’. (en Deive 2002: 83) Aunque recordaba a
los mazapanes, era mejor en sabor y digestión. Tan buen potaje o
conserva era que se podía presentar al Rey como “presciado manjar”.
(en Deive 2002: 85) Oviedo lo llevó personalmente a Ávila y descri-
bió cinco tipos diferentes.
190 José G. Guerrero

Del cacao se hace el chocolate, cuyas hojas servían de moneda en


el mercado con el mismo precio y estimación que el oro para los cris-
tianos. Bernardino de Sahagún describió en México muchas maneras
de prepararlo. Los indios hacían un chocolate aguado con harina de
maíz, ají y azúcar de maguey y, algunas veces, especies aromáticas,
miel de abeja y agua rosada. Según Sánchez Tellez, éste parece el
lejano antecedente de la bebida que hoy se conoce en todo el mundo
como chocolate a la taza. También se bebía con espuma, un poco de
bija y como afrodisíaco. Oviedo afirma lo que todo el mundo sabe:
que es de buen sabor y sanísimo brebaje. Cortés lo llevó a España en
1528, luego pasó a Flandes, Florencia y París, donde la esposa de Luis
XIV lo puso de moda como aperitivo en los banquetes. Luego lo
llevaron a África. Los clérigos y teólogos realizaron debates sobre si
el chocolate quebrantaba o no el ayuno. El chocolate endulzado con
vainilla y canela fue una receta inventada por monjas de un convento
en América. (Sánchez Tellez 1995: 221)
Un aporte cárnico americano de gran aceptación internacional es el
pavo. Los españoles introdujeron el guajalote mexicano en España,
Perú y otras partes de América. Para Oviedo era más sabroso y tierno
que los pavos reales españoles. (en Sánchez Tellez 1995: 218) Los
cronistas no lo mencionan en Santo Domingo, donde se integra en la
dieta navideña a partir del Gobierno Militar norteamericano (1916-
1924). Otras aves eran pajuiles, palomas torcazas, gallinas de monte,
perdices, codornices, guacharacas, uquiras, pava de monte, patos y
tórtolas.
Algunos platos eran comunes o parecidos en ambos continentes.
Los europeos conocían una especie de batata o ñame. El pescado
salado, alimento principal, era conocido en España desde la época
romana y, según Oviedo, los indios lo hacían como nosotros. En Ve-
nezuela, fray Pedro de Aguado vio bollos y puches de harina con
pescado. Del pescado sacaban un aceite con el cual comían ‘mahamo-
rras’. Oviedo los describe por sus nombres y era “de tanta diversidad y
cantidad de ellos, que no se podría expresar sin mucha escritura y
tiempo para lo escribir”. (en Romero 1993: 43) Eran iguales o más
sanos que los de Castilla: lizas, lenguados, salmones, corvinas, cama-
rones…
La forma de cocción de la comida aborigen era ‘a la barbacoa’, de
donde procede ‘bar-b-cue’, dos palos entrelazados sobre los que ahu-
maban, cocían o asaban las carnes de pescado, reptiles o pequeños
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 191

mamíferos. El padre Gumilla dice que “tejen los cañizos sobre los que
han de poner la carne para ir secando a fuego manso”. (en Romero
1993: 266) Era la mejor forma de conservar el alimento en un clima,
como dice Oviedo, donde el pescado o la carne se daña si no se cocina
al mismo día.
El ingrediente básico del sazón aborigen era el ají o chile. En Santo
Domingo y Cuba se hacía un sopón con ají y pescados, un antecedente
del sancocho. Chanca afirma en 1494 que lo comían con pescado y
aves “de infinitas maneras”, es decir, en casi todos los platos. (en
Deive 2002: 37) Mártir dijo que era más picante que la pimienta del
Cáucaso. También para Oviedo daba buen gusto a pescados, carne y
demás manjares, especialmente uno, cuya hoja se usaba en una salsa
al gusto, como la del perejil, con el caldo de carne a la olla. Del jugo
de la yuca hervido y tibio se hacían sopas, y frío un licor dulce o
vinagre para otros manjares. En México, la cocción del maguey pro-
ducía licor, miel, azúcar, vinagre o vino. Estos sabores cayeron en
desuso en tiempos de Oviedo siendo sustituidos por el agrio de naran-
jas y limones, y el dulce, por el azúcar. (en Deive 2002: 86, 81) El ají,
quizás el primer producto americano comercializado en Europa, muy
tempranamente se incorporó a guisos y embutidos.
El frijol o judía pinta –diferente a la judía blanca o alubia– está en
las cocinas modestas desde que Colón lo llevó de regreso en su Primer
Viaje. El tomate lo menciona Díaz del Castillo en 1524 en México en
una guerra en la cual los indios “querían comer nuestras carnes en
ollas con sal, ají y tomate”. (en Sánchez Tellez 1995: 223) Oviedo
describe variedades de tomate y, en especial, el xitomate, el que se usa
en la cocina, en una salsa con ají que mejoraba el sabor de los alimen-
tos y estimulaba el apetito. Sin el ají y el tomate no sería posible el
popular gazpacho. El aguacate lo mencionó Las Casas en Santo Do-
mingo y Oviedo lo recomendó sazonado con queso.
Los españoles probaron o comieron tortugas, huevos de aves, pe-
rros gozques, culebras, curíos o conejos de Indias, calabazas nativas y
como las de España, iracas o hierbas cocidas como potaje de espinacas
guisadas con calabazas y ají, así como ‘lirenes’ cocidos en Navidad,
maní, raíz y hojas de yahutía y muchas frutas. La mejor descrita de
éstas fue la piña, la cual según Mártir, llevaron de la isla de Guadalupe
a Las Canarias y España. En Santo Domingo, comían iguana durante
los días de Cuaresma, cocida o asada de la misma manera que una
gallina, con especias, tocino y berza. Comieron tantas jutías que rápi-
192 José G. Guerrero

damente las exterminaron. Un español envió a otro tres jutías y una


carta con un indio, el cual por hambre se las comió en el camino.
Cuando el destinatario las reclamó, el indio le preguntó cómo se había
dado cuenta del hecho si lo hizo sin testigos. (Deive 2002: 54)
Algunos platos aborígenes fueron descritos etnocéntricamente ex-
travagantes, tales como huevos de hormiga, gusanos blancos fritos,
arañas del tamaño de pollitos, grillos de una libra y media de peso,
piojos, lagartijas, salamanquesas, culebras, víboras, tierra, madera,
estiércol de venado y otras cosas que, según Cabeza de Vaca “dejo de
contar y creo que averiguadamente que si aquella tierra hobiese pie-
dras, las comerían”. (en Romero 1993: 35) En una ocasión en que
faltó comida, Michele de Cuneo comió una serpiente asada al fuego
que le pareció muy buena. En Venezuela, Oviedo vio un bollo de maíz
amasado con más hormigas que masa. El padre Gumilla relata el
placer de los indios en comer carne dura de monos, aunque su hígado
era “bocado regalado y apreciable”. (en Romero 1993: 267)
El aporte africano a la culinaria americana y europea no es nada
desdeñable, aunque a diferencia de éstas, según Villapol, de muy
pocas es posible probar satisfactoriamente esa atribución. (1977: 325)
Los africanos aportaron ñame, molondrón, guandul, sandía, aceite de
palma, gallina de Guinea, café, banano y plátano. Aunque Humboldt
habla de un plátano precolombino, el que se come popularmente lo
trajo el dominico fray Tomás de Berlanga desde Canarias en 1516,
que a su vez provenía de África y Asia. Los esclavos africanos dejaron
una gran impronta en las cocinas locales porque durante la colonia
eran quienes cocinaban. El gobernador Ovando tenía un negro ‘loro’
como cocinero, autor del primer refrán colonial, quien decía que sólo
era ‘una abofetadilla’, cuando cortaba la cabeza a un indio sin motivo
ni razón. La gente decía: “Dios te guarde de la bofetadilla de fulano
loro.” (Rodríguez Demorizi 1978: 190)
Explica Villapol (1977: 327-335) que, si bien no podían escoger li-
bremente su alimentación, los negros manipularon los alimentos de
libres y esclavos, mientras los amos enfrentaron problemas de eco-
nomía alimentaria, valoraron técnicamente cómo la alimentación
deficiente era freno a la producción y realizaron experimentos para
incrementar su rendimiento aumentando la cantidad y calidad de los
alimentos, aunque con el menor costo posible. De ahí los patrones
alimenticios ricos en carbohidratos como el arroz y los víveres. El
arroz, desplazado por el tabaco en Estados Unidos, fue sustituido por
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 193

el maíz por ser más barato. Las plantaciones estaban tan especializa-
das en la agricultura de exportación que el esclavo no producía ali-
mento para sí o éste era marginal. Por eso, existen en el Caribe hábitos
alimenticios y productos sin relación con el medio ambiente, importa-
dos de otras zonas. Cuando las guerras impedían las importaciones,
muchos esclavos morían de hambre. El tasajo, el bacalao y el arenque
eran las fuentes principales de proteína animal de los esclavos. Existen
ciertas diferencias entre las cocinas americanas dependiendo del ori-
gen del colonizador: español, inglés, francés, holandés, portugués,
danés o sueco. La herencia africana, europea y americana está tan
imbricada a la economía y la sociedad que es difícil establecer qué
provino de cada región. En la actualidad, las mayores secuelas de
hambre se encuentran en las antiguas zonas de plantaciones, donde
arribó el 90% de los esclavos, quienes con su trabajo y cocina contri-
buyeron durante siglos a aliviar el hambre de Europa.
Los inventarios culinarios de los cronistas recogen la mezcla y
combinación de productos españoles, indios y negros. Desde muy
temprano surgieron comidas a la olla, muy populares como el ajiaco,
el sancocho, las coladas o mazamorras, especies de sopas con carnes y
viandas, cada una con un estilo propio y criollo. Además, en América,
África y Europa se hierve, se asa a fuego directo, se fríe y se cocina al
vapor. El sofrito con cebollas, ajo, pimiento y tomates del Caribe es
similar a la salsa ata de Nigeria. (Villapol 1977: 329)
En Santo Domingo, donde los españoles establecieron sus primeras
villas, se realizó el primer contacto indo-europeo y los negros, según
Las Casas, se adaptaron de manera más natural que en Guinea. Fue la
puerta de entrada y salida de la primera revolución culinaria mundial
realizada en el triángulo de América, Europa y África.

3. Comida para hombres del cielo

Colón fue el primer escritor del Nuevo Mundo, aunque se conoce


mejor como descubridor. Precursor literario del realismo mágico
latinoamericano, sintió y expresó los encantos de la naturaleza y la
sociedad con una deslumbrante embriaguez panteísta, poética y litera-
ria. (Balaguer 1992) El original de su Diario se perdió y se conocen
sus escritos por versiones de Las Casas y Fernando Colón. No hay un
escritor en América ajeno a su vida y relatos. No se sabe cuál de los
Colón es más prolijo, si el de los historiadores o el de los novelistas.
194 José G. Guerrero

La hazaña histórica –la más grande después del nacimiento de Jesús,


según Gómara–, narrada con imaginación, mentiras y exageraciones
es la clave de la obra colombina. Sus cuatro viajes encajan en un
esquema retórico: metáfora, sinécdoque, drama y tragedia. Colón
escribía bien, aunque con numerosos portuguesismos, pues había
aprendido el castellano en Portugal. Como escritor de encrucijadas su
relato se sitúa entre la imaginería medieval sobre el Oriente, la nueva
realidad de América y sus propios deseos y objetivos. Su primer en-
cuentro con los indios hizo añicos su utopía: “[...] me pareció que era
gente pobre de todo.” (Colón 1980: 30) En vez de dudar de sus hallaz-
gos, explica Veloz Maggiolo, dio contenido a lo encontrado y aceptó
rápidamente la grandeza de las nuevas tierras y de su naturaleza ex-
huberante con un agregado de aventura. (2005: 10) Según Charlevoix,
Colón daba fácil crédito a las maravillas que podían hacer más céle-
bres sus descubrimientos. (en Deive 2002: 310)
Toda empresa marítimo-colonizadora tiene dos requisitos primor-
diales: prevenir el escorbuto y proveer la comida. Se combatía la
‘enfermedad de los marineros’ comiendo naranjas, limones, verduras
y carne. Cristóbal Colón aporta una receta para producir perejil a
bordo: “Poner las semillas del perejil en remojo y vinagre por tres
días, luego se coloca en el sobaco por tres días más. Cuando se necesi-
te, se planta y dentro de una hora germina y se come.” (Bottiglieri
1996: 5) Debido a que los médicos atacaban la idea de que fuese sano
comer fruta o beber su jugo (Ritchie 1988: 132), los cronistas no sólo
probaron, comieron y gustaron de las frutas, sino que también hicieron
precisas explicaciones de sus beneficios.
Desde que Colón zarpó de Puerto de Palos “abastecido de muchos
mantenimientos” (Colón 1980: 16) hasta que regresó triunfalmente a
Europa, la alimentación aparece constantemente en su diario. En
Canarias toma agua, leña y carnes. En el trayecto, observa la flora, la
fauna y la salinidad del agua como indicios de tierra cercana. Los
primeros peces, al parecer, no fueron para comer, sino para mostrarlos
a los Reyes. Aunque en las quejas de la tripulación durante el viaje no
se mencionó la falta de comida, ésta era un detonante de los motines.
Martín Alonso Pinzón –no Colón– llegó a tierra el 11 de octubre de
1492, no el 12. Este día fue un encuentro de historia y de cultura, pero
sobre todo de comida. A Colón, en vez de oro, le trajeron agua y cosas
de comer dicendo: “Venid a ver los hombres del cielo, traedles de
comer y beber.” (Colón 1980: 33) En la religión animista, los dioses
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 195

comen y beben como los seres humanos. Según afirma Fray Diego de
Landa, los dioses indígenas reclamaban comida diariamente, y Benzo-
ni apunta que lo que más pedían los indios era abundancia de comida
y bebida. No es casual que su deidad principal era el dios de la yuca.
El médico-curandero de la tribu bendecía y repartía pan de yuca o
cazabe entre los fieles, antes de la llegada de los cristianos.
No se sabe si el primer día en América los españoles probaron la
comida de los indios. Colón estaba atento a saber si había oro. Llevó a
seis indios para que aprendieran a hablar castellano y sirviesen como
guías e intérpretes en la travesía. Los españoles quebraban útiles de
cocina porque los indios cambiaban por oro “hasta pedazos de escudi-
llas y de tazas de vidrio”. (Colón 1980: 32) En los sucesivos encuen-
tros, los indios le daban agua y comida. En el derrotero, Colón en-
contró a un indio que traía un poco de pan, una calabaza de agua,
hojas secas y, lo que más le llamó la atención era una tierra bermeja
hecha en polvo, que podría servir para preparar bolas comestibles,
como las reportadas por la arqueología, hechas de barro, huesos y
aceite de mamíferos. (Veloz Maggiolo 1972)
Los indios traían objetos, comida y agua fresca, gesto que Colón
devolvía con miel de azúcar. Notó que los peces eran diferentes y
dignos de apoteosis: “Hay algunos hechos como gallos de los más
finos colores del mundo, azules, amarillos, colorados y pintados de
mil maneras [...] que no hay hombre que no se maraville y no tome
gran descanso para verlos.” (Colón 1980: 38) Observó árboles para
tinturas, medicina y especiería sintiendo de la tierra un olor tan bueno
y suave de flores o árboles que era “la cosa más dulce del mundo”.
(Colón 1980: 41) El 25 de octubre describió la ‘canoa’, nave de un
madero sin vela, la primera palabra aborigen integrada al castellano
por Antonio de Nebrija en 1495.
En una laguna Colón mató una sierpe, posiblemente una iguana,
cuyo cuero guardó para los Reyes. También vio un perro que no la-
draba, verdolagas, bledos y un caracol grande o lambí muy usado
como comida y fotuto, una especie de trompeta con la cual se anun-
ciaba la venta de carnes hasta el siglo XIX. Anotó pescadores que
llevaban pescado tierra adentro y que habría vacas por unos huesos de
cabezas que encontró, los cuales seguramente eran de manatí, animal
que los aborígenes cazaban por su carne, pero sobre todo por sus
costillas que utilizaban en ceremonias religiosas. Confundió un manatí
con una sirena, aunque reconoció que no era tan bonita como decían,
196 José G. Guerrero

porque tenía cara de hombre. El manatí fue considerado por casi todos
los cronistas como un pescado de mar, aunque decía Oviedo que su
cabeza parecía de vaca. Para Mártir era cuadrúpedo con forma de
tortuga y escamas. Los españoles lo mataban con ballestas y el propio
cronista afirma: “[...] creo que es uno de los mejores pescados del
mundo en sabor [...] y la cecina de él muy especial.” (en Romero
1993: 274) En el convento de los franciscanos, el primero construido
en América en 1502, la arqueología encontró numerosos restos de
manatí por lo que se supone que era boccato di cardinale para curas y
legos.
Colón siempre invitaba a los indios a comer en su nao. El 2 de no-
viembre envió a Luis de Torres, judío que sabía hebraico, caldeo y
arábigo, junto a dos indios para saber cuán lejos estaban Zayto y
Guinsay, las supuestas tierras del Gran Khan de China. Les dio una
sarta de cuentas y muestras de especiería “para comprar comida si les
faltase”. (Colón 1980: 52) El 4 de noviembre, Colón se enteró –no por
Torres, sino por los indios intérpretes– de hombres con un ojo y hoci-
co de perro que comían gente, bebían sangre y cortaban ‘natura’, al
tiempo que describió los primeros sabores de la comida indígena:
ñames, en realidad batatas, como zanahorias con “sabor a castaña” y
“faxones y fabas muy diversas de las nuestras”. (Colón 1980: 52, 54)
Al día siguiente vio un tizón de hierba usado en sahumerios: la hoja o
túbano de tabaco. Tomó un ‘peje-puerco’ para los Reyes, vio ‘ratones’
de la India, en realidad jutías, cangrejos y supo que muchos indios
huían porque pensaban que los españoles eran caníbales que los quer-
ían comer. El 26 de noviembre registró la palabra ‘caniba’, tierra de
caníbales, por cuya corruptela se formó caribe.
El 5 de diciembre avistó la isla La Española (Santo Domingo), “la
más hermosa cosa del mundo” (Colón 1980: 78), por sus valles y
campinas semejantes a Castilla, Córdoba y Andalucía. Los marineros
pescaron lisas, lenguados, albures, salmones, pijotas, gallos, pámpa-
nos, corbinas, camarones y sardinas. El 13 de diciembre recibió de los
indios pescado y pan de ajes, raíces como rábanos grandes cocidas y
asadas con sabor de castañas, muy sabrosas y algunas tan grandes
como la pierna de un hombre. Llegó a la conclusión de que los indios
eran buenos para trabajar, hacer villas y sembrar, todo lo que el pro-
yecto colonizador necesitaba. En medio de la fiesta de la Anunciación,
celebrada con tiros de lombarda, Colón compartió comida española
con un indio, quien después que probaba un bocado lo repartía entre
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 197

los suyos. Ordenó que donde quiera que encontraran un indio les
dieran de comer. (Colón 1980: 95) Notó que aquí, a diferencia de
otros lugares donde escondían las mujeres, éstas tenían muy lindos
cuerpos y eran las primeras que brindaban cosas de comer, pan de
ajes, gonza de avellana y frutas. (Colón 1980: 99) El 22 de diciembre,
Colón recibió en la nao pan, pescado y una especie en grano llamada
‘ají’, la cual bebían con agua como cosa sana. Para Colón “vale más
que pimienta” y nadie come sin ella. (Colón 1980: 131)
El 25 de diciembre, la nao Santa María encalló y con su madera y
la ayuda de los indios se construyó el fuerte La Navidad. Allí queda-
ron 39 hombres con “mantenimientos de pan biscocho y vino por más
de un año” (Colón 1980: 112), simientes para sembrar y mucha arti-
llería. Como agradecimiento, Colón comió con un cacique de la re-
gión, el cual retribuyó con una colación de ajes, camarones, pan de
casabe y verduras. Supo que en una isla cercana se cogía oro del ta-
maño de habas y, en La Española, como grano de trigo o lentejas. El
13 de enero de 1493, al mandar un grupo de hombres a buscar ajes
para comer, se produjo un altercado con los caribes y el primer derra-
mamiento de sangre en el Nuevo Mundo. Antes de partir para Europa,
notó que los indios hacían muchas ahumadas con las que cocinaban
sus carnes.
En medio del océano, mataron una tonina y un tiburón, porque sólo
quedaba de comer pan, vino y ajes de las Indias. Poco después, una
tormenta puso en peligro la embarcación y se agotó el alimento euro-
peo y el indígena. Los marineros jugaron a la suerte con garbanzos
para escoger quién cumpliría la promesa o romería en caso de sobre-
vivir. Colón, quien iba muy dolido de piernas por el poco comer,
lanzó al mar un pergamino dentro de un barril. Por suerte, llegaron a
las Azores, un día de Carnestolendas, donde comieron gallinas y pan
fresco. En Lisboa el rey de Portugal ordenó demostrar que las tierras
descubiertas no pertenecían a Guinea. Para ello, los aborígenes mos-
traron con habas las islas La Española, Cuba, Lucayas y otras más,
quedando aquél convencido de la novedad del descubrimiento. Le
ofreció transporte por tierra a Castilla, pero Colón no aceptó por temor
a que lo matasen en el camino.
El Segundo Viaje de Colón (1493-1496) fue apoteósico: 17 barcos,
1.200 gentes, 200 sin sueldo y muchos ilegales escondidos en los
barcos, incluyendo mujeres vestidas como hombres. (Guerrero 1988:
31) La Isabela fue la primera villa construida en la costa norte de
198 José G. Guerrero

Santo Domingo a finales de 1493. Para alimentar a la población Colón


trajo trigo, pan, galletas, vino, aceite, vinagre, garbanzos, tocino,
jamón, manteca, carne salada de cerdo y de vaca, pescado, ovejas,
gallina, queso, ajo, cebolla, limón azucarado, mermeladas, dátiles,
aceitunas, azafrán, arroz, azúcar blanca, rosada y miel. La clase baja
europea consumía mucho trigo o pan cocido, tocino rancio, queso
podrido, habas, garbanzos y vino. (Deagan 2002: 140-142) Los ali-
mentos se preparaban asados, hervidos en agua y fritos en aceite de
oliva o manteca de cerdo. Utilizaban fuentes o soperos, jarros para
líquidos, tazas sin asa, jarritas y tinajas para la comida y el agua. Las
ollas o pucheros para cocinar aún se usan para cocinar estofados,
sopas, harinas, potajes, guisos y gachas que combinan vegetales,
granos, frijoles, carne o pescado y sazón a manera de la paella o aso-
pao. Junto con el pan, eran la dieta del pueblo. El pescado lo guarda-
ban para los días de ayuno.
Luego de colocar los cimientos, el primer problema a resolver era
alimenticio. En enero de 1494 solicitó a España enviar vinos, pan,
bizcocho y trigo, carnes de tocinos, cecina, animales para la reproduc-
ción, pasas, azúcar, almendras, miel, arroz, vino y, para los enfermos,
miel y azúcar de Canarias por ser “el mejor mantenimiento del mundo
y más sano”. (Marte 1981: 133, 140) El aporte alimenticio aborigen
fue necesario para la supervivencia española. A cambio de vituallas
españolas los indios daban pescado como sardinas y salmonetes,
langostinos, langostas y pulpos. Ramos Gómez piensa que se llegó a
intercambiar alimentos indígenas hasta por ver y tocar la campana de
la Iglesia, que los indios pensaban que era un Dios o “guanín que
habla”. (1992: 294, 288) De todos modos, la comida era insuficiente.
Esa fue la principal queja de los colonos en contra del gobierno de
Colón. El conflicto político entre Colón y la Iglesia tomó un matiz
alimenticio: el padre Boyl se negó a darle misa –¡excomunión! – y
Colón a suministrarle pan.
La Isabela fue despoblada por un acto político y culinario. Cuando
el alcalde Roldán se levantó en 1496 asaltó la alhóndiga real –el al-
macén de los alimentos–, robó y mató el ganado y se marchó con 320
hombres a Xaraguá, donde había “muchas mujeres hermosas y mucho
de comer”. (Marte 1981: 167) Las Casas decía que un español comía
en un día más que una familia indígena en meses. Se obligó a los
indios a sembrar y entregar alimentos a los españoles, para lo que les
enseñaron a trabajar con azadas, azadones y hachas de hierro, en vez
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 199

de sus hachas de piedra. (Marte 1981: 220) Para Deagan el hecho de


que en La Isabela sólo el 16% de utensilios eran para la cocina –de los
cuales 37% de cerámica para moler granos y 61% ollas para cocinar–
indica que los españoles dependían en gran medida de la importación
de alimentos.
Al principio, los españoles no se adaptaron a la cocina aborigen,
pues según Mártir “les era difícil hacerse a las comidas isleñas”. (1964
I: 143) Pero no era cuestión de querer, sino de poder. Se comieron la
comida aborigen porque la suya llegó dañada y los animales domésti-
cos –cerdos, gallinas, ovejas y caballos– eran para la reproducción. En
1494 los españoles abandonaron los escrúpulos y comieron desde
perros hasta guayabas podridas. El doctor Chanca dijo que los “ages
son excelente manjar, de los cuales hacemos de muchas maneras y nos
tiene a todos muy consolados”. (en Gil 1984: 173) También dijo que
comían ají con pescado o aves. Después de la primera incursión al
interior, los españoles comían los alimentos aborígenes como si fueran
suyos. Según Las Casas, quien sembró las primeras cebollas, comenzó
a comer la gente “casabe o pan y ajes, y de los otros mantenimientos
de los indios”. (1985 I: 375) Habría surgido el primer refrán o fórmula
culinaria: a falta de pan, casabe. Colón llevó harina para preparar
casabe a su regreso a España en 1496.
La caña de azúcar se aclimató de gran manera, aunque Colón no
logró extraer sacarosa porque el jugo no cuajaba. Desde 1497, recibió
instrucciones para traer labradores y hortelanos para sembrar caña de
azúcar y criar ganado. El azúcar no se usaba sólo para endulzar bebi-
das, servía también para evitar la putrefacción de los alimentos y
como especia y medicina. Laurioux lo encontró en el casi 50% de las
recetas inglesas en el siglo XV. (Mintz 1996: 86-87) Por eso Colón
solicitó al Rey encarecidamente el envío de 50 pipas de miel de azúcar
porque “es el mejor mantenimiento del mundo y más sano”. (1980:
167)
Para Santo Domingo, Colón solicitó en 1498 carnes de oveja, ter-
neros, cabritos, vino, vinagre, bizcocho, queso, garbanzos, lentejas,
habas, arroz, almendras, pasas, pescado salado y redes para pescar.
Pioneros como Juan Rojas y Pedro Gallego pasaron penuria pues “no
comían sino dos jaibas por ración”, mientras el testigo Francisco
Gámez dijo que uno comía un cangrejo y el otro un “güevo”. (Utrera
1951: 132) Juan de Castellanos puso en boca de los indios la alimen-
tación de los españoles hambrientos:
200 José G. Guerrero

Si son gentes de buenos pensamientos, a bien es recebilos, si son gratas, si


vienen fatigados y hambrientos, darémosles comidas bien baratas, de nuestros
alimentos, guamas, auyamas, yuca y batatas, cazabís y maíces, otros panes
hechos de raíces, jutías con ajíes, pescados de ríos, manatíes, guariquinajes y
coríes. (en Vega 1982: 117-118)

La carne principal de la dieta española fue el cerdo, a cuyo paso se


hizo la Conquista de América. (Sánchez Tellez 1995: 218) Los prime-
ros fueron traídos por Colón desde las islas Canarias. Ya en 1508 se
hacía montería de puercos. Guillermo Coma, poblador de La Isabela,
menciona quizás el primer plato indo-hispánico –cerdo con batatas– el
cual “si lo tomas cocido, se te antojaría estar probando calabazas”. (en
Ramos Gómez 1992: 85 n.26) Una fiebre suína propagada por los
cerdos provocó gran mortandad en la población. Para Sánchez Tellez,
el chorizo con carne de cerdo y ají picante fue el primer plato sincréti-
co iberoamericano. (1995: 218) Las primeras vacas, puercos y chivos
se desarrollaron de manera extraordinaria en la isla desde que Colón
los trajo en 1493.
Colón fracasó como gobernante al no poder enviar el oro prometi-
do y esperado porque la gente cayó enferma, pues a diferencia del
Primer Viaje en el que nadie enfermó ni cayó en cama, ahora “había
menester llevar muchos mantenimientos” que no los había. (1980:
156) En La Isabela los alimentos permanecían en las naos, mar aden-
tro. Colón temía que un indio con un tizón podía prender fuego a la
villa. La gente, enferma por “el agua y los aires”, sanaría si tuviese
“algunas carnes frescas” (Colón 1980: 157) y los mantenimientos que
acostumbraba a comer en España. El vino se había perdido por pro-
blemas en los toneles. Colón solicitó el envío urgente de vino, bizco-
cho de trigo, tocinos y cecina, carneros, corderos, cañas y miel de
azúcar, cajas de azúcar, pasas, almendras, miel, arroz y conservas. La
producción de alimentos se retrasó, porque enfermaron los pocos
labradores que había. (1980: 160)
Durante el Tercer Viaje (1498-1500), Colón se dirigió a la isla Tri-
nidad y a la costa de Venezuela a buscar perlas. Nuevamente perdió el
trigo, el vino y la carne y tuvo que depender del pan, frutas, vino y
maíz de los indios. El maíz lo había llevado a España y aseguró que ya
había mucho en Castilla. Afirmó que la tierra no era totalmente esféri-
ca, como se decía, sino que tenía forma de pera con una protuberancia
como pezón de teta de mujer. Además, habría localizado el sitio del
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 201

Paraíso Terrenal, noticia ésta más importante que todo el oro del
mundo.
El Cuarto Viaje (1502-1504) fue una tragedia, posteriormente muy
difundida por el cine. Estuvo en Jamaica náufrago y tan gravemente
enfermo que pasó nueve días sin esperanza de vida. Presenció visiones
terribles: un mar rojo como la sangre hirviendo y gente tan desconso-
lada que deseaba la muerte. Tuvo que profetizar un eclipse lunar para
salvar la vida. Solicitó al Rey el envío de 500 quintales de bizcochos y
otros bastimentos para explotar las perlas que se venderían por oro.
Sin embargo, desde los inicios de la colonia la producción de alimen-
tos era mejor negocio que la extracción de oro. Según Las Casas, los
mineros vivían siempre endeudados y presos, mientras que los granje-
ros tenían “más descanzo y abundancia” al criar puercos y hacer la-
branzas de cazabí, ajes y batatas. (en Bosch 1971: 23)
Colón murió en 1506 quejándose amargamente de que, a su pesar
de su fama, no tenía casa ni dinero para comer: “Poco me han aprove-
chado veinte años de servicio, que hoy no tengo en Castilla una teja; si
quiero comer o dormir no tengo, salvo el mesón o taberna, y las más
de las veces falta para pagar el escote”. (Colón 1980: 191)

4. El día que la cruz cristiana hizo crecer la yuca de los indios

La Relación de Fray Ramón Pané acerca de las antigüedades de los


indios, las cuales, con diligencia, como hombre que sabe la lengua de
ellos, las ha recogido por mandato del Almirante constituye un hito en
la historia cultural de América. (Arrom 1980: 1-19) Compuesta en
Santo Domingo, entre 1494 y 1498, es la única fuente directa sobre los
mitos y ceremonias de los aborígenes, una de las obras clásicas de la
antropología americana, el primer libro escrito en el Nuevo Mundo en
idioma europeo y, su autor, el primer misionero en aprender la lengua
y maestro de indios, iniciador de la alfabetización, primer etnógrafo y
primer antropólogo de América.
Para los aborígenes la alimentación es parte esencial de su cosmo-
visión mítico-religiosa. Pané recoge su principal deidad Yúcahu Ba-
gua Maórocoti, el dios de la yuca y del mar, dos elementos fundamen-
tales en su alimentación; hombres transformados en árboles y aves,
niños en ranas, anguilas en mujeres, huesos en peces y agua de mar,
tortuga en casa o pueblo; isla de iguanas y amazonas; lo que sucede a
las almas después de la muerte, las ceremonias y curaciones mágicas
202 José G. Guerrero

de los sacerdotes, los mitos sobre el origen del universo, del mar y los
peces, los primeros seres humanos y la domesticación de la yuca,
palabras aborígenes, la profecía de hombre vestidos que los matarían
de hambre, la evangelización y el primer milagro de América cuando
una yuca creció en forma de cruz.
Pané era un pobre ermitaño de la Orden de San Jerónimo, vino en
el segundo viaje con Colón, vio el desastre del primer fuerte, estuvo
en la fundación de la primera villa, participó en la primera incursión al
interior, observó las primeras matanzas de indios y convivió casi dos
años con los aborígenes. Colón llevó su manuscrito en el regreso del
tercer viaje a España, Anglería lo conoció entre 1500 y 1504, Las
Casas y Hernando Colón lo trascribieron y Alfonso Ulloa lo publicó
en 1571. El original de Pané y la copia de Hernando desaparecieron.
Lo único que se conserva es el resumen en latín de Anglería, el extrac-
to en español de Las Casas y la traducción al italiano de Ulloa. La
primera versión en español es de 1749.
La obra de Pané es la más literaria de todas las crónicas y no son
pocas las recreaciones literarias, teatrales y pictóricas realizadas de la
misma en la actualidad, entre las que merece distinción De dónde vino
la gente de Marcio Veloz Maggiolo (2006). Pané ordena su saga con
mitos, pero también con su mentalidad religiosa y objetivo evangeli-
zador, reconociendo que no entiende bien lo que le cuentan o que los
indios no cuentan las cosas en orden. No es casual que inicie con
Yúcahu, el dios de la yuca, considerado por Las Casas como el propio
Dios de los cristianos, y termine con la historia de los primeros indios
cristianizados. Aparte de los mitos antropogónicos (origen del hom-
bre) y cosmogónicos (origen del universo y la naturaleza), Pané reco-
ge mitos de transformación del hombre en seres cósmicos o naturales
como “consecuencia del pecado original”. (Jiménez Lambertus 1989:
60) Tiene ciertos prejuicios etnocéntricos –habla de idolatría, supersti-
ción, gente ignorante–, por lo que observa e interpreta a las culturas
partiendo de un modelo europeo y de la lengua castellana. Si Pané
aporta el testimonio más directo y creíble sobre los aborígenes es por
su conocimiento de las lenguas aborígenes, ya que los españoles sólo
aprendían a decir “dame pan y oro”. (Matos Moquete 1989: 292-293)
De todas maneras, Pané no era iconoclasta y advirtió problemas de
redacción por dificultades materiales y limitaciones propias: “[...]
escribí de prisa y no tenía papel bastante, no pude poner en su lugar lo
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 203

que por error trasladé a otro; pero con todo y eso, no he errado”. (Pané
1980: 30)
Según Pané, el más grande de sus dioses o ‘cemí’ es el dios de la
yuca, lo que indica el papel fundamental de esta planta en la vida
social y religiosa de los aborígenes. Por vivir en el cielo y ser inmor-
tal, invisible y eterno Las Casas lo consideró una prueba del conoci-
miento previo que tenían los aborígenes de “un verdadero y solo
Dios”. (en Pané 1980: 104) De dos cuevas salió toda la gente, pero no
podían salir durante el día para alimentarse. Los que salieron a pescar
fueron convertidos por el Sol en árbol (jobo) y ave cantora. Las muje-
res fueron llevadas a una isla donde se convirtieron en amazonas. Los
hombres volvieron a tener mujeres cuando un pájaro carpintero escul-
pió el sexo a unas anguilas, pero aclara Pané que “esto es según cuen-
tan los más viejos [...] lo creen todo tal como lo he escrito”. (1980: 56)
Los peces de comer y el mar se formaron de unos huesos que se
cayeron de una calabaza colgada en el techo de una casa. Cuatro her-
manos pidieron a su abuelo cazabe, “el pan que se come en el país”
(Pané 1980: 30), pero como éste pensó que era un robo, en vez de pan
les tiró un ‘guanguayo’ con sustancias mágicas de modo que al impac-
tar en la espalda de uno de aquellos nació una tortuga que se convirtió
en una casa o pueblo. Los muertos comen guayaba y cohabitan con los
vivos y su única diferencia es que no tienen ombligo. Muchos vivos
yacen con mujeres que, al abrazarlas, desaparecen. Pané aclara que
esto lo creen todos en general.
Los ‘behiques’ o sacerdotes supuestamente hablaban con los muer-
tos. Curaban enfermedades con huesecillos, piedras y carne que se
metían en la boca, luego chupaban el cuerpo del enfermo, escupían en
la mano y, sacando lo que se habían metido en la boca, le decían: “Has
de saber que has comido una cosa que te ha producido el mal que
padeces, mira cómo te lo he sacado del cuerpo.” (Pané 1980: 37)
Recomendaban descanso y una hierba como laxante estomacal. Si el
objeto sanador era piedra la guardaban y daban de comer a sus deida-
des o cemíes, quienes exigían siempre ser alimentados. Un dios envia-
ba enfermedades porque no le daban yuca para comer, por lo que en
días solemnes llevaban mucho pescado, carne o pan a la casa del ídolo
para que comiera de todo. Si el paciente moría, le daban de beber un
jugo de hierba “con hojas semejantes a la albahaca, uña, cabellos”
(Pané 1980: 38) y preguntaban si la causa de su muerte era natural o
provocada. Algunas deidades tenían forma de nabo grueso con hojas
204 José G. Guerrero

de olmo y creían que una de tres puntas hacía nacer la yuca, cuya
planta Pané no pudo comparar con otra de España. Su jugo lo conside-
raban milagroso porque hacía crecer el cuerpo, brazos y ojos. Los
‘behiques’ utilizaban el ayuno para debilitar el cuerpo y afinar su
sensibilidad para las visiones y profecías. En una ocasión, el dios de la
yuca les advirtió que vendría gente vestida a matarlos y que “se morir-
ían de hambre”. (Pané 1980: 48)
Para continuar su trabajo etnográfico y evangelizador, Pané se mo-
vió a una región donde se hablaba la lengua universal, por lo que
Colón ordenó que le diesen de comer de todo lo que allí había. Des-
pués de dos años de evangelización infructuosa, se marchó a tierras
más proclives al cristianismo. Dos días después, ocurrió una peripecia
culinaria dramática, un lamentable episodio antropológico, pero que se
convirtió en el primer milagro del Nuevo Mundo. (Guerrero 1983a)
Seis indios tomaron las imágenes cristianas que el fraile había dejado
en un adoratorio, las enterraron en un campo de labranza o conuco y
se orinaron encima diciendo “ahora serán buenos y grandes tus fru-
tos”. (Pané 1980: 53) Según Pané fue por vituperio, no entendiendo
que se trataba de un ritual agrícola que los indios solían hacer con sus
ídolos para que la tierra diese frutos. Como los españoles no entendían
de tales ritos propiciatorios pensaron que habían querido escarnecer-
los. Entonces, Bartolomé Colón formó proceso “contra los malhecho-
res” y, sabida “la verdad”, los hizo “quemar públicamente”. (Pané
1980: 7, 81) En respuesta, los indios mataron a los que se habían
hecho cristianos y eran custodios de las imágenes, las cuales desente-
rraron y rompieron. Pasados algunos días, en el mismo lugar crecieron
unos ‘ajes’, batatas “semejantes a los nabos, en forma de cruz”. (Pané
1980: 54) Este fue el primer milagro de América, el día que la cruz
cristiana hizo crecer la yuca de los indios. Igual como lo cuenta Pané:
como lo compré así lo vendo.

5. La maldición de las iguanas o la indianización de la alimenta-


ción hispánica

Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista de América, en su


obra Historia natural y general de Indias, escrita en Santo Domingo y
publicada en 1532, recopiló con una objetividad encomiable todo un
tratado sobre el mundo natural americano y, dentro de éste, los pro-
ductos alimenticios de aborígenes, españoles y negros, plasmándolos
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 205

en grabados y dibujos ajustados a la realidad. Su descripción lleva la


impronta del etnógrafo, pues ve, pregunta, prueba, argumenta, reco-
mienda y hasta da algunos consejos culinarios, por ejemplo, para
preparar huevos de iguana es preciso hervirlos en agua, no en aceite.
Por eso es el más científico y a la vez literario de los cronistas.
Su descripción de la piña (Ananas comosus) es antológica. Primero
aclara la cuestión terminológica. Es un producto nuevo, que no existe
en Europa y utiliza el término piña como el más cercano, pero sin
serlo. Segundo, pondera sus cualidades: es hermosura para la vista,
suavidad de olor, gusto de excelente sabor, “una de las más hermosas
que yo he visto en lo que del mundo he andado”. (en Deive 2002: 91)
Menciona varios reyes y lugares en Europa para indicar que ni la alta
y sofisticada realeza, ni el mundo habían conocido algo parecido.
Además, en el mundo no hay algo parecido. Entonces, establece una
teoría del gusto:

[…] de cinco sentidos corporales, los tres que se pueden aplicar a las frutas, y
aun el cuarto, que es el palpar, en excelencia participa de estas cuatro cosas o
sentidos sobre todas las frutas e manjares del mundo […]. Y tiene una
excelencia muy grande, y es que sin algún enojo del agricultor, se cría e
sostiene. El quinto sentido, que es el oír, la fruta no puede oír ni escuchar,
pero podrá el lector, en su lugar, atender con atención lo que yo escribo. (en
Deive 2002: 91)

Mirándola, oliéndola, gustándola, palpándola llega a la conclusión de


que no hay mejor fruta, aunque reconoce que su escrito queda limita-
do, pues la cualidad de la cosa lo supera y necesita presentarla a través
de la pintura. Esto es para los que no la conocen; a los que la han visto
basta la descripción literaria. Si alguno la prueba y no queda satisfe-
cho, apunta Oviedo, es por limitación del juicio o por subjetividad.
Suele señalarse el choque de copas en un banquete como la operación
que completa los cinco sentidos. La ausencia del sonido, Oviedo la
sustituye por su testimonio y escritura.
Así como la piña es la fruta más ampliamente descrita por Oviedo,
la iguana fue objeto de una descripción taxonómica y etnológica y
ejemplo de la indianización de la alimentación hispánica. Corrige su
primera impresión cuando la incluyó como pescado siendo en realidad
animal terrestre o reptil. La confusión común entre los españoles de si
era pescado o carne se debía a que el animal andaba en ríos y árboles.
Los españoles la comían en Cuaresma como sustituto de la carne.
206 José G. Guerrero

Oviedo advirtió que era efectivamente carne, aunque respetaba la


voluntad de la gente y la orden de la Iglesia que permitía comerla en
esos días.

Iguana viva y sopa de iguana


[Parkinson, Rosemary. 1999. Culinaria de Cariben. Een culinaire ontdekkingstocht.
Keulen: Könemann: 436.]

La iguana no podía ser más repugnante a los ojos de los españoles


y del cronista: una serpiente o dragón, fea, espantosa, extraña y de
terrible aspecto que ningún hombre se aventuraría a comerla. ¿A partir
de cuándo y por qué comienzan los españoles a comer iguanas? Des-
pués de un gracejo que se convirtió en su maldición e inicio de su
desaparición como especie. (Guerrero 1983b: 14) En 1496, Bartolomé
Colón fue a Xaraguá, la región de más alta alcurnia y producción de
alimentos de la Isla, a recoger un tributo, siendo recibido por el caci-
que Bohechío y su hermana Anacaona, bellísima mujer. Tan magná-
nimo fue el encuentro que envió dos naves llenas de bastimentos a la
hambrienta villa La Isabela. Además, le regalaron grandes cantidades
de dos clases de pan –el de raíces y el de trigo–, jutías o conejos,
pescado asado y serpientes o iguanas, este último un manjar exquisito,
exclusivo de caciques. Anacaona quiso hacerle un ‘gracejo’ al Adelan-
tado convidándole a probar la iguana, al tiempo que le regalaba 14
asientos, 60 vajillas de barro y 4 ovillos de algodón. Pedro Mártir de
Anglería señala que hasta entonces nadie se había atrevido a probarla,
pues su fealdad no sólo le producía horror sino náuseas. El Adelantado
se decidió a hacerlo y su sabor comenzó a acariciar su boca, paladar y
garganta. Esta acción valiente rompió el tabú alimenticio que tenían
los españoles, pues “todos convertidos en glotones a ejemplo suyo, no
hablaban ya de otra cosa sino de la delicadeza de las serpientes, afir-
mando que tal manjar es más exquisito que lo son todos entre nosotros
el pavo, el faisán y la perdiz”. (en Charlevoix 1977: 32)
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 207

Los cristianos pagaban dinero por ellas y, según Oviedo, cocidas o


asadas son mejores que los conejos de España. El cronista tuvo algu-
nos ejemplares en su casa y testifica que “yo he comido estos anima-
les” y sus huevos fritos en agua, aunque refuta a los que consideran
esta prueba –que los huevos de iguana sólo cuajan cuando se fríen en
agua– como animal de agua, porque los pescados se guisan y fríen con
aceite sin problemas. También corrige a Mártir que las consideró tan
grandes como cocodrilos del Nilo por escribir ‘de oídas’. Señala que
se cuece o se guisa de la misma manera que una gallina, con especias,
tocino y berza. Su ‘grama’ sirve para la medicina y la cocina. El híga-
do es buen manjar y digerible, pero recomienda tener cuidado con el
color porque “cuando se echa por la cámara digerido, es tan negro
como fina tinta, que pone cuidado al que no lo sabe”. (en Deive 2002:
170) También Bartolomé de Las Casas afirma que “dicen los españo-
les comúnmente que no hay tan sabroso manjar, aún en los tiempos
primeros que en esta isla tuvimos necesidad. Cómenla en Viernes
Santo por pescado”. (1967 I: 56) Todavía en 1559 no la había proba-
do, quizás por la creencia de que producía mal de bubas, una enferme-
dad de transmisión sexual aborigen. Oviedo señaló que los únicos que
se quejaban por el consumo de iguanas eran estos enfermos, quienes
cuando comían de este animal, les tomaba atentar aquella dolencia,
aunque después de un tiempo estuvieran sanos. Pero, es fenómeno que
no contradecía ni aprobaba. Raro este comentario porque, según
Sánchez Valverde, él era un buboso y un comedor empedernido de
iguana. Por eso, el guayacán, palo con el que se preparaba un jarabe
para su cura, fue ampliamente descrito por el cronista. Oviedo envió
una iguana en 1547 al secretario de su Señoría en Venecia y, quizás,
fue lo último que comió antes de morir como alcalde de la primera
fortaleza de América con las llaves de la cárcel en sus manos, las
mismas que habían escrito su maravillosa obra.
Actualmente, en la provincia de Pedernales, señala la tradición
oral, que la iguana produce dermatosis a algunas personas. Hoy, 511
años después del ‘gracejo’ inter-étnico, el Parque Nacional Xaragua
advierte en un cartel público: “Iguana: animal protegido en peligro de
extinción”.
208 José G. Guerrero

6. Comida de piratas y bucaneros

Los piratas y bucaneros llegaron a América poco después del Descu-


brimiento. En 1513 fue asaltado cerca de Canarias un navío español
que regresaba de Santo Domingo. Ingleses, franceses y holandeses,
enemigos del comercio monopólico español, contrabandeaban escla-
vos, mercadorías y alimentos (harinas y frutas secas) y atacaban villas
para robar azúcar, cueros, ganado y cañafístola, una planta utilizada
para malestares estomacales. Se construyeron murallas con fondos
obtenidos de un impuesto especial a la carne. Los holandeses buscaron
en América, a partir de 1594, la sal que importaban de España y Por-
tugal para la salazón del arenque, su principal producto de exporta-
ción.
Después de 1550, la carne y los cueros eran los principales produc-
tos de Santo Domingo. Tanta era la matación que según Oviedo se
dejaba perder la carne, lo que produjo plagas de moscas y perros y,
quizás, el refrán ‘cuando los perros se amarraban con longaniza’.
Piratas, corsarios y bucaneros establecieron en el norte y oeste de la
isla un contrabando tan grande que España ordenó quemar el territorio
y ahorcar a los cómplices en 1605. No obstante, se produjo lo que se
quería evitar: el establecimiento de extranjeros enemigos en la zona.
Tanta escasez produjo la devastación que se comenzó a comer la carne
salada. (Moya Pons 1981: 64)
La colonia francesa de Saint-Domingue, situada en el oeste, esta-
bleció una relación complementaria con el Santo Domingo español
durante los siglos XVII y XVIII. Los primeros vendían productos
agrícolas y manufacturados y los segundos animales y carne. Un
personaje importante para la historia y la culinaria de ambas colonias
fue el bucanero, cuyo nombre proviene del lugar donde preparaba la
carne de vacas y puercos cimarrones ‘a la barbacoa’. La cocina buca-
nera alimentó a piratas y filibusteros para hacer sus fechorías. La
misma fue un importante antecedente de la cocina criolla caribeña
porque fusionó la tradición indo-afro-hispánica con el gusto de france-
ses, holandeses, ingleses y portugueses.
Los aventureros se movieron de las pequeñas islas del Caribe a la
célebre Tortuga y, luego, a la parte oeste de Santo Domingo –actual
Haití–, donde producían azúcar, cueros, cañafístula, jengibre y tabaco.
Eran filibusteros (piratas de barcos ligeros), bucaneros (productores de
cueros y carne ahumada) y habitantes (agricultores y estancieros). Los
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 209

cueros, que tenían especial demanda, valían como minas de oro y se


trocaban por alimentos y mujeres. En Santo Domingo se llama cueros
a las trabajadoras sexuales, la misma palabra que usan los argentinos
para denominar a una mujer bella y honrosa. Le Vasseur, quien im-
plantó la piratería como terror a partir de 1640, vivía lujosamente y
comía en vajilla de plata. (Bosch 1971: 77)
Los bucaneros eran clase aparte. Su sociedad nació, vivió y murió
en Santo Domingo. Fueron desacreditados por Bertrand de Ogeron,
nombrado gobernador de La Tortuga por el rey Luis XIV en 1665, a
pesar de haber sido uno de ellos. Según Juan Bosch esto se debió a
que formaban una curiosa institución llamada Hermanos de la Costa,
una sociedad de hombres libres sin leyes ni autoridades. (1971: 65)
Alexandre O. Exquemelin, ‘médico a palos’ como diría Molière,
vino al Caribe con la Compañía Francesa, fue vendido como esclavo
en 1666 y participó activamente en la piratería. Su libro, publicado en
Amsterdam en 1678 con el título Historia de los bucaneros, se convir-
tió en “la fuente secreta de los novelistas del género que tanto ha
influenciado en la mitología de la infancia”. (Exquemelin 1971: 7) A
pesar de sus numerosos barbarismos –plantajes por cultivos, jardines
por huertas– y de su total desprecio por la concordancia gramatical, no
sólo inspira al personaje Alexandre Olivier de El Siglo de las luces de
Alejo Carpentier, sino que sus testimonios y observaciones geográfi-
cas, naturalistas y culinarias lo hacen un libro apasionante y de gran
interés antropológico. Exquemelin es el responsable de la promoción
de la cocina bucanera y de la técnica a la ‘bar-b-cue’ a nivel mundial.
El Viejo Mundo vivía atemorizado por la piratería europea. La na-
ve de Exquemelin tuvo que disparar a un barco inglés que le perseguía
antes de salir para el Caribe. Al llegar a La Tortuga vio a plantadores
de tabaco y el palo santo, el árbol que sanaba “a los que no observan
el tercer voto o sexto mandamiento”. (Exquemelin 1971: 18) Descri-
bió ‘frutas’ como la yuca, patatas, piñas, cajuil y palmite de cuyo jugo
preparaban vino, así como animales como las palomas torcaces y los
cangrejos buenos para mantener a criados y siervos, aunque nocivos a
la vista y flaqueza de cerebro. En La Española encontró ‘con alegría’
abundancia de toros, vacas, jabalíes y caballos. Después de hallar una
fuente de agua cristalina capaz de refrescar a mil personas, los france-
ses comenzaron a poblar según su modo de vida: cazando, plantando y
navegando. La Compañía Francesa había intentado vender mercado-
rías a los españoles a crédito, como hacían los holandeses en Curazao.
210 José G. Guerrero

Al no poder recobrar la deuda, ordenó vender propiedades y sirvien-


tes, entre los que estaba Exquemelin, quien fue a parar como esclavo
del gobernador, quien le castigaba y le hacía andar “a pura hambre
canina”. (Exquemelin 1971: 24) Luego, fue revendido a un cirujano,
quien lo liberó y le enseñó cirugía –que entonces parecía barbería– y
participó en fechorías de piratas hasta 1672.
En Santo Domingo encontró a una población alegre, fructuosos
jardines, víveres, cazadores y plantadores, cacao y un rico chocolate,
jengibre, tabaco, sebo, tortugas de mar y de río, pescados muy sabro-
sos y ‘palomas’ pintadas de Guinea que eran buen mantenimiento.
Exquemelin hace gran apología de las frutas al estilo de Oviedo: re-
crean “el sentido de la vista a porfía con el olfato y ambos rindiendo al
gusto tributo que el tacto ofrece nunca oídos. Lisonjean el apetito otras
diversidades, especialmente la multitud de naranjos y limones, dulces,
agridulces, fresquísimas limas, toronjas y cidras”. (Exquemelin 1971:
28) De la palma comen el palmito o repollo blanco del mismo modo
que en Europa se hace con las coles cocidas echándolas a rebanadas
en la olla de carne. Sus hojas sirven para envolver la carne ahumada y
sus frutos son delicioso banquete para puercos salvajes. Para evitar la
picada de mosquitos untan la cara con manteca de puerco y, en las
noches, queman hoja de tabaco. Observó poblaciones mulatas y mes-
tizas porque “los españoles gustan del sexo femenino negro más que
las propias”. (Exquemelin 1971: 27)
Los bucaneros, según Exquemelin, cazan el ganado cimarrón en el
bosque durante uno o dos años y ahuman y salan su carne en lugares
llamados boucan, de donde viene bucanero. Las carnes de vaca y de
puerco se curan según una antigua receta indígena. Las lonjas de carne
salada, untadas con salmuera o secadas al sol, se cocinan a la barbacoa
convirtiéndose, por la creosota del humo, en una conserva rosada y
con un aroma tentador. Servía como alimento y antídoto contra el
escorbuto, antes de que el capitán Cook demostrase que éste se pro-
ducía por falta de vitamina C. Se podía comer cruda, como si fuera un
embutido, ablandada en agua o guisada. El bucán que mejor se con-
servaba era el de carne de jabalí o puerco cimarrón. (Ritchie 1988:
136-137) El puerco a la puya se asa entero, ensartado en una estaca
sobre dos horquillas, con fuego por todos lados, tal y como se hace
actualmente en las navidades dominicanas.
El bucanero tenía un raro desayuno: cuando cazaba la res, le corta-
ba las patas y sorbía el tuétano caliente. Su bocado predilecto era las
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 211

ubres de la vaca. La carne de toro no la comía por dura, mientras la de


vaca la sazonaba con una pimentada de limón y ají molido y, luego, la
colocaba sobre una hoja de plátano. Otro plato bucanero era cerdo con
mango, del cual también hacía confituras. No había lugar en que los
puercos cimarrones no comieran de ellos, por lo que su carne tenía un
sabor delicado y exquisito. Además, se cocía el mango con la carne.
Esta cita del mango en siglo XVII es incompatible con la información
de que vino de La India con los portugueses, que llegó a Puerto Rico
en 1742 y después a Santo Domingo en 1747. (Gutiérrez Escudero
2007: 301)
Luego que los bucaneros vendían carne ahumada, gastaban su di-
nero “en tanto les duraba” en vino, tabaco, pólvora, balas y prostitutas,
muchas de las cuales se entregaban “más por hambre que por lasci-
via”. (Exquemelin 1971: 88) La primera plantación de tabaco para el
comercio mundial data de 1598 y la primera simiente que los france-
ses plantaron fueron las habas. Las patatas eran cocidas y sabían a
castañas. Bebían licores de maíz, de yuca y de bananas considerados
agradables, sustanciosos y sanos. De la yuca extraían casabe, cuya
harina suplía la falta de pan de trigo. Rallaban su raíz en guayos de
metal como hacían en Holanda con la raíz picante con gusto de mosta-
za llamada mirick con la cual preparaban una salsa para el pescado.
Un sazón de limones agrios, sal y pimienta molida, componentes
básicos de la salsa del Caribe, usado como tortura contra esclavos y
criados, servía como condimento general. (Exquemelin 1971: 45-52)
Los piratas atacaban los barcos enemigos después de abastecerse
con carne de puerco y tortugas saladas y abandonaban una villa sa-
queada sólo después de tomar vituallas suficientes. Cuando un pirata
no tenía o perdía sus bienes, los otros acudían en su ayuda, mientras
los taberneros le fiaban la bebida. En la travesía muchos piratas pasa-
ban tanta hambre que comían zapatos, vainas de espadas hasta algún
indio en caso de que apareciese. Era común que cuando sitiaban una
villa dispusieran de grandes banquetes, mientras dejaban morir de
hambre a los prisioneros que debían confesar donde escondían los
bienes. El pirata inglés Morgan llegó a pedir como rescate de seis
españoles secuestrados 500 bueyes o vacas con bastante sal para salar-
los. Para los piratas la comida era sagrada. Un inglés fue ahorcado en
Jamaica por quitarle a un francés los huesos de una vaca que desolla-
ba. De acuerdo a Exquemelin, el tuétano de los huesos era un plato
predilecto. En una ocasión, el gobernador Ogeron fue atrapado en
212 José G. Guerrero

Puerto Rico después de encallar su nao en una tempestad. Sobrevivió


al hacerse el loco y servir de diversión a los soldados, quienes algunas
veces le daban un mendrugo de pan, cuando los otros prisioneros nada
tenían para satisfacer sus caninos estómagos. Pudo escapar y sobrevi-
vió con pescadillos a la brasa asados con fuego hecho con dos palitos
de madera. Una vez en La Tortuga, preparó una armada para rescatar a
sus compañeros, pero fueron vencidos. A los que quedaron como
prisioneros, los españoles les cortaron algunos miembros de sus cuer-
pos para mostrarlos como señal de victoria, al tiempo que encendían
fuegos y luminarias de alegría. Un gobernador holandés salvó algunos
de esos franceses cuando compraba provisiones y ‘refresco’ para su
armada. Muchos se reencontraron en Francia y volvieron a La Tortuga
donde armaron una nueva flota de piratas para seguir atacando alguna
embarcación en el Caribe. (Exquemelin 1971: 56, 126, 105, 120)
Santo Domingo fue una colonia sin ningún tipo de inversión por
parte de España. En cambio, Francia, Holanda e Inglaterra crearon
colonias en el Caribe como empresas comerciales para producir y
vender azúcar, tabaco y cacao en París, el Havre, La Rochela, Burde-
os, Londres, Liverpool, Rotterdam, Amsterdam y Amberes. El sentido
de aislamiento y miseria del siglo XVII obligó a los dominicanos a
desarrollar hábitos propios de vivienda, vestuario y comida. Para Juan
Bosch, fue en ese siglo miserable cuando, en el contexto de la demo-
cracia racial en el trato entre amos y esclavos, se formaron ciertos
hábitos nacionales como la comida a base de plátanos, arroz, frijoles y
carne, productos que podían cosechar el esclavo de una estancia y amo
de un hato. Los entierros y servicios religiosos se pagaban con carne-
ros y frutos. (Bosch 1971: 66, 94-95, 97)
En la medida en que la colonización europea del Caribe se estabili-
zaba, aumentaba la necesidad de aniquilar la sociedad bucanera y, más
tarde, la de los piratas. Sucedió poco antes del tratado de Ryswick en
1697 cuando España reconoció implícitamente la presencia francesa
en el oeste de la isla de Santo Domingo. En esta región, dominicanos
y franceses destruyeron el ganado cimarrón y los bucanes de los buca-
neros, quienes fueron sustituidos por monteros. Bucaneros y piratas
subsisten en el imaginario de la literatura y el cine, pero también en
cada plato a la ‘bar-b-cue’.
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 213

7. El Comegente

Entre 1790 y 1793 la colonia de Santo Domingo estuvo pendiente de


las noticias sobre un peligroso criminal llamado Comegente o negro
incógnito que azotaba impunemente ciudades, villas y poblados. Auto-
ridades, hacendados y ayuntamientos ofrecieron premios y armaron
cuadrillas de buscadores con armas y perros para atraparlo vivo o
muerto. Pero el criminal misteriosamente evadía la más tenaz de las
persecuciones.
La historia del Comegente, recogida por el historiador Raymundo
González, parece una historia policial o de antropología forense. Se
desarrolla en el contexto del imaginario social y remite a la relación
entre alimentación, marginalidad y criminalidad. Si bien el hecho se
registra a finales del siglo XVIII, reaparece en modalidades diferentes
en otros siglos y hasta en la actualidad. El personaje criminal fue
descrito como negro, aunque de color claro ‘indio’, con boca y ojos
colorados, semidesnudo, procedente de África y con un hedor y grajo
que infestaba por donde pasaba. Desarmado y cobarde, no obstante,
mata y destruye cruelmente mujeres, esclavos, animales y labranzas.
Es enfermo patológico, porque expía a mujeres y goza de ellas cuando
expiran. Hasta le achacan poderes mágicos. Una forma de comer y de
comida le identifica: es voraz ‘carnifice’, es decir consume grandes
cantidades de carne al instante, no guarda para el otro día y acostum-
bra llevar un asador para cocinar en el lugar de las fechorías. Las
tripas y frituras son sus platos preferidos: trompas, lenguas, pies y
ubre de cerdo. (González 2004: 189) Su mejor aliado en las correrías y
batidas es la exhuberante comida que siempre tiene a su alcance gra-
cias a los puercos cimarrones, plátanos y otros frutos de conucos que
se dan de manera semisilvestre, en contraste con las restricciones
alimentarias de las tropas que le persiguen. Más que un personaje, se
trata de una categoría social y un modo de vida inicial del campesino
arcaico libre y semilibre que empalma la historia de la alimentación en
Santo Domingo entre los siglos XVIII y XX.
Está claro que el Comegente real o imaginario fue víctima de este-
reotipos y prejuicios de las ideas de la clase dominante en el siglo
XVIII. Quizás el tipo de alimentación contribuyó a su denigración. El
hecho de alimentarse de tripas y frituras puede indicar que era comida
exclusiva de esclavos y de seres semi imaginarios llamados ‘mondon-
go’. Es cierto que Europa trajo a América tripas, embutidos y frituras
214 José G. Guerrero

como alimento, pero en África, y los esclavos que de allí vinieron,


también lo comen. ‘Mondongo’ es palabra bantú que designa a una
tribu del Congo al norte del río Lisala y, en América, cocido de intes-
tinos y panza de res y cerdo. (Deive 1996: 99) En Santo Domingo, una
ordenanza de 1544 permite a los negros vender menudos de vaca,
carnero y puerco para longanizas y morcillas en la puerta de la carni-
cería. Muchos negros se apellidan Mondongo como María del Carmen
Mondongo, hija de José Mondongo. (Larrazábal 1967: 113, 84) A
mediados del siglo XIX, los ‘mondongos’ eran considerados antropó-
fagos y cimarrones que huían de la esclavitud de la colonia francesa y
compartían características con el Comegente.
La presencia de los ‘mondongo’, recreada historiográficamente en
los siglos XIX y XX, tenía por objetivo criticar las africanías supervi-
vientes y desligar las historias de Santo Domingo y Haití. En efecto,
según narra el cura Carlos Nouel en 1913, en las sierras del Bahoruco,
lugar de indios alzados, negros cimarrones y bucanes, vivían los ‘vien-
vien’ o ‘bienbienes’. Para Armando Rodríguez, la palabra ‘bien-bien’
se deriva de una corruptela bucanera de indien (indio). Esclavos fugi-
tivos de la colonia francesa, desde 1750, encontraron allí refugio ante
las persecuciones. En 1764 el gobernador Azlor propuso mudarlos
como hombres libres a pueblos fundados para tal efecto. Pero no
aceptaron. En 1785 fueron reconocidos por los gobernadores franceses
y españoles. Vivían desnudos, retirados y no tenían lenguaje, pues el
único sonido que articulaban era vien-vien. Solían bajar a proveerse de
víveres y granos y, ante incursiones de extraños, amenazaban por las
noches con gritos y alaridos. Ágiles como monos, eran difíciles de
atrapar. En 1860 una autoridad militar detuvo a dos de ellos, pero
murieron poco después. En nota aparte, el cura-historiador Nouel
afirma que entre ellos “hay una clase llamada mondongo que es dada a
la antropofagia”. (en Larrázabal 1967: 170) Su pelo era color rojo
amarillo: una de sus mujeres, atrapada en 1868, no articulaba palabra
y ladraba como perro. Bautizada en Santo Domingo con el nombre de
Isabel María de Jesús volvió al lugar de origen sin hablar castellano.
Para el canónigo, los mondongos-bienbienes no eran seres imagina-
rios, sino de carne y hueso: “[…] escritores hay que han supuesto que
los vien-vien no existen sino en imaginaciones fantásticas. Lo que
acabamos de referir prueba lo contrario. Ellos existen…” (Larrázabal
1967: 171) Para Armando Rodríguez formaban parte de leyendas
como las ‘ciguapas’, mujeres que caminan con los talones de los pies
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 215

hacia atrás y viven en fuentes de agua: “La verdad es que indios o


negros caminaban así para no dejar rastros ciertos de los lugares don-
de habitaban.” (Larrazábal 1967: 172) Las leyendas que ubican a los
‘vien-vien’ hacia 1860 buscaban justificar el origen franco-haitiano de
las africanías dominicanas. Al insistir en su realidad no imaginaria
buscaban diferenciar las historias de Santo Domingo y Haití, hispani-
zando al primero y africanizando al segundo. El primer documento del
Comegente es del 26 de abril del 1867 y hace referencia a una relación
del padre Amézquita escrita en 1792. La del cura Nouel es de 1913 y
registra a los mondongos-bienbienes hacia 1860.
El Comegente se convierte en la actualidad en el ‘cuco’ u hombre
del macuto –negro y haitiano– que se lleva a los niños desobedientes
para comérselos, y en el ‘chupacabras’ de México que hace estragos
en todo el Caribe devorando animales de manera siniestra. Todavía no
se ha comido el primer ser humano. Pero es sólo cuestión de tiempo o
de mente.
De hecho, el Comegente tiene que estar relacionado con la alimen-
tación de los esclavos. Era una preocupación constante de la burocra-
cia colonial y los amos esclavistas. El trabajo esclavo rendía si estaba
bien alimentado. Se ensayaron varias fuentes de aprovisionamiento,
tales como importación, producción local y autosustento de los pro-
pios esclavos que comían productos aborígenes, europeos y algunos
africanos como el ñame y el plátano, introducido éste por los padres
dominicos en 1517, justo al inicio de la entrada de los esclavos boza-
les, que vinieron directamente de África. En 1521 se registró la prime-
ra rebelión de esclavos jelofes, posiblemente islamizados, y se diag-
nosticó que la fuga de esclavos era por mala alimentación y castigos
excesivos. Por eso, en 1528, se ordena a los señores darles como
alimento casabe, maíz, ‘ajos’ (deben ser ajes o batatas), abundante
carne y permitirles ‘mazamorrear’, buscar alimentos silvestres, aunque
se prohibía alojar o alimentar a los alzados y controlar el horario de
las negras que vendían alimentos y dulces por las calles y plazas. En
1544, también se les permite que tengan frituras y venta de frutas y
hortalizas. En 1691, Santo Domingo se presenta como la colonia ideal
para importar negros por tener los mantenimientos para su sustento
como carnes, casabe, plátano, maíz, arroz, frijoles, granos y legum-
bres. En 1768 se ordena que cada semana los amos les provean tres
libras de carne, seis de casabe, así como plátano o batata, aunque no
había consenso al respecto. Unos proponían seguir el ejemplo de los
216 José G. Guerrero

franceses que sembraban plátanos y batatas para su manutención en


sustitución de carne. Decían que era imposible darle al esclavo tanta
carne fresca o salada y que cuando faltasen víveres (plátano, maíz,
millo) se le suministrase bacalao y otras salazones. Francisco de Tapia
recomendó suplir con arroz las tres libras de carne. (Larrázabal 1967:
49, 120) Para 1784 muchos negros eran libres y, según una queja del
gobernador “no trabajan sino cuando tienen hambre y roban al vecino
víveres o animales”. (Larrázabal 1967: 123) Dicho código ordena que
los negros libres y esclavos llamados vividores se agrupen en pobla-
ciones “para la reventa de víveres en la capital”. (Larrázabal 1967:
168) Desde 1760 el pueblo de Los Minas, fundado con esclavos que
huyeron de la colonia francesa, se dedicaba al cultivo y venta de de
productos de víveres, especialmente casabe, que solían llevar a Santo
Domingo atravesando el río Ozama en canoas.
El Comegente marca los límites del Estado colonial en resolver la
cuestión de la alimentación y el trabajo de los esclavos en Santo Do-
mingo. Su historia empezó en La Vega, en marzo de 1790, donde
ocurrieron homicidios de gentes indefensas en el campo. Un año
después hubo heridos, contusos, incendio de casas, destrucción de
labranzas y muerte de animales. De inmediato, la Real Audiencia
ordenó a las autoridades civiles y militares del lugar perseguir y atra-
par al “negro voraz carnifice”. (González 2004: 176) La falta de so-
siego y tranquilidad públicas, resultado de sus acciones podían retrasar
o frustrar los planes de fomento, especialmente las exportaciones de
tabaco. Por eso la burocracia colonial decidió cortar las infidencias de
los negros que vivían dispersos por los montes y, en agosto de 1791,
anunció mediante carteles un premio en metálico por su captura.
Cuatro meses después, la ciudad de Santiago, la segunda en impor-
tancia, se alborotó por muertes e incendios, aunque mayor peligro
revestía la insurrección de esclavos en la colonia francesa. Era grave
el estado de indefensión de la colonia española y necesario reforzar su
vigilancia. De acuerdo al Arzobispo de la época:

[...] los negros criollos no lograrán vencer al Negro, más cruel y


desnaturalizado que las fieras mismas, quien se presenta en las inmediaciones
de la ciudad, observa a las mujeres, las hiere y las mata cruelmente, pero nadie
se atreverá a embestirle, aunque sólo lleve un machete y un asador, una mujer
le hizo huir armada sólo de un cántaro. Nadie se atreve a caminar de noche, ni
solo. (González 2004: 179-180)
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 217

Los munícipes oraron a Dios para que éste cogiera y entregara al


negro. No se enviaron refuerzos a la frontera por el temor de la gente
de quedarse sin seguridad ante el Comegente y el cura propuso crear
nuevos curatos para agrupar en pueblos a los que vivían “más como
brutos que como seres racionales”. (González 2004: 181) El asesinato
de una joven que lavaba ropa a orillas del río obligó a escoger un día
fijo a la semana para este tipo de menesteres con guardias suficientes.
Los desmanes alcanzaron el Cibao, la zona más poblada y con mayor
cantidad de hatos y estancias dedicados a la ganadería y cultivos como
tabaco, maderas y otros bienes de exportación. La Real Audiencia
formó una cuadrilla especial de buscadores con dinero y armas. Pero
también fracasó. Lo sorprendente es que nadie lo viera. Entonces, se
ordenó apresar a todos los negros levemente sospechosos. De todas
maneras, continuaron los crímenes contra viejos, enfermos, niños y
mujeres, llegándose a la conclusión de que “personas encubridoras y
cooperantes le comunican noticias por las que burla la persecusión”.
(González 2004: 185) La gente llegó a pensar que tenía poderes so-
brenaturales o mágicos.
Hasta 1792, el Comegente había asesinado a 25 personas y herido a
otras 29. Se realizaron batidas contra sospechosos en los campos,
incluyendo a negros extranjeros o errantes. Se anunció un premio de
200 pesos para quien encontrara a una persona de color negro, baja
estatura, grueso, pelado a modo de judía, con canas, sin barba y con
hoyos de viruelas, camisota y calzones rotos, casi en cueros, trapo
negro en la cabeza, un rosario al cuello, con machete corto y ancho y
azadón de hierro. Sus armas: sables, espadas o cuchillas en un palo y
púas agudas. No usa dinero, no bebe y tiene ojeriza a perros. (Gonzá-
lez 2004: 188-189)
Si bien en 1792 la paz retornó al Cibao, la muerte y la desolación
aparecieron en la ciudad de Santo Domingo. En febrero de 1793 se
persiguió “a todos los negros o personas vagamundas sin oficio ni
destino que por perjuicios y escándalos y con su mal ejemplo y seduc-
ciones pervierten a los buenos y bien intencionados”. (González 2004:
191) En un informe del padre Amézquita, después de afirmar lo in-
fructuoso de la búsqueda, bien anota Raymundo González el hecho
curioso de cómo el escrito se interrumpe de manera abrupta con la
noticia del 26 de junio de 1792 de que “unos monteros con perros
capturaron por fin al Comegente en el Cercado alto” siendo conducido
218 José G. Guerrero

a Santo Domingo “donde pagó todas sus crueldades con la muerte”.


(González 2004: 220)
Esto no impidió el incremento del robo de ganado en la frontera y
el paso de esclavos rebeldes, así como el asesinato de tres negros en
La Furnia, a cinco kilómetros de la Capital, sin pistas ni testigos. Sólo
se supo que cinco cimarrones habían huido a Monte Grande o Los
Minas. El oidor Pedro Catani organizó una tropa de 200 hombres y los
hacendados de azúcar y dueños de esclavos formaron sus propias
cuadrilllas para buscarlos. El problema ya no era el Comegente, sino
los negros sin obediencia ni subordinación política entregados a los
vicios y holgazanería y la infuncionalidad de las rondas de gentes que
no cumplían órdenes por padecer hambre de carne y no poder tomar
cosa alguna de las haciendas y conucos. El oidor se sintió frustrado:

Yo me admiro de que las rondas no hayan encontrado ni aprehendido


cimarrón ni criminal alguno; no quiesiera atribuirlo a la flojedad y poca
actividad de nuestra merced y de los que están a su mando. Aburrido me veo
con estas gentes al considerar todos mis trabajos y fatigas inútiles. [...] Los
perseguidores son tan malos como los perseguidos. No extraño que las
primeras compañías favorezcan y auxilien a los pícaros, y aun cuando los
encuentren, los dejen escapar porque son de un mismo pelo y de unas mismas
costumbres que los otros [...] ya que no he podido encontrar los malvados
asesinos, pensaba limpiar esta tierra de ociosos, vagamundos, ebrios y
ladrones, que son el principal origen y fomento de todos los males. [...] Estos
hombres no tienen conucos, ni labranzas, ni oficio honesto con qué
mantenerse; sin embargo, comen, beben, se emborrachan y triunfan [...].
Aquellos son los destructores de las haciendas, los que matan reses, caballos y
otros animales causando grandes perjuicios a los hacendados. […].
Comegente en mi concepto no lo hay, sino que son muchos los comegentes;
sólo quedan los vagos, ociosos y vagabundos, los que son sin duda los
ladrones y los comegentes. (González 2004: 198-200)

El Comegente no existía ni era uno, sino muchos. El principal pro-


blema era la facilidad que tenían de alimentarse con los puercos cima-
rrones, algunos plátanos y otros frutos que robaban de los conucos. En
1794, Catani capturó a uno de los asesinos de La Furnia y creyó dejar
cerrado el expediente del Comegente. Pero, como bien explica el
historiador Raymundo González, “del seno de esta población dispersa
y sin sujeción al trabajo esclavo surgió la resistencia anónima que
asumió en su forma más extrema la figura del Comegente”. (2004:
210)
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 219

El 28 de marzo de 2006, un editorial del periódico Listín Diario, el


de mayor circulación en Santo Domingo, describiendo la situación de
inseguridad ciudadana actual, advierte que “el criminal está en todas
partes y en todas partes hace daño, pero sobre todo, mata sin compa-
sión, porque la vida ya no vale nada en este país”. (Anónimo 2006:
10)

8. Los franceses y los frijoles de la tragedia

Los franceses son de vital importancia para la historia del Caribe y,


muy especialmente, la culinaria. En Santo Domingo introdujeron la
salsa, los lacticinios, la cerveza, los hoteles y restaurantes, la etiqueta
y el protocolo, la comida en la política, las legumbres y las habichue-
las con dulce, un plato único en el mundo.
La vida austera de los dominicanos contrasta con la de los france-
ses con su protocolo y comidas suculentas. El primer gran gourmet de
los franceses fue Jean-Baptiste Labat (1663-1738), un connotado
viajero, clérigo, naturalista, ingeniero, militar, filibustero, cartógrafo y
médico. Visitó Santo Domingo en 1694. Describió comidas, bebidas,
debatió sobre el origen de la batata y aportó recetas de platos indíge-
nas, africanos, bucaneros y criollos. El menú antropológico y los
comentarios culinarios en sus capítulos hacían de su obra, publicada
en 1722 y enmarcada en el expansionismo francés, una guía turística.
Sus opiniones son las de un conocedor de buenos vinos y platos ex-
quisitos como la tortuga a la bucanera, cocinada al horno a fuego lento
y servida en su propia concha, con limón, pimiento, sal, clavo y yemas
de huevos duros. (Veloz Maggiolo 2001: 135) Era habitué a la sopa de
papagayos, pues “he comido más papagayos que perdices de Europa”.
(Labat 1979: 90) Recomienda nutritivos y sabrosos vinos criollos de
piña, cajuil, casabe, batata y melao y un mabí de sirop, batata y naran-
ja agria tan agradable como el mejor vino de pera de Normandía. La
grappe de los negros, una limonada o guarapo tibio de caña, era un
deleite, así como el ponche a la inglesa con leche y aguardiente, el
pastel en hojas de bananas y postres de cañafístula y azúcar hechos
por judíos. Describió la costumbre de un niño africano que comía
tierra, como lo hacían los aborígenes en Santo Domingo y Remedios
la Bella en la novela Cien años de Soledad de Gabriel García
Márquez. Labat era ¡le père du rhum! por perfeccionar el ron de alam-
bique. Gracias a él, el aguardiente o tafiá de caña de azúcar, que ini-
220 José G. Guerrero

cialmente era un remedio, era bebido por todos. Para los enfermos de
fiebre amarilla prescribía un ponche de huevos con nuez moscada,
clavo y canela. La batata, parecida a la cotufa de Francia, alimento
ordinario de indios, negros y colonos de clase moderada, se comía
asada o cocida y con salsa picante a base de limón, sal y pimiento;
acompañada con carne, era el principal alimento en los buques de
guerra.
Otro padre francés, Pierre Charlevoix recomendó en 1730 en Santo
Domingo congríos, pargos, dorados, manatíes, cocodrilos, caracoles,
langostas, almejas, tortugas y, especialmente, cangrejos que eran ricos
“manás”, a los que los esclavos llamaban “sus pollos” por servirles de
subsistencia. (en Deive 2002: 308) Todavía se comía manatí con sabor
de ternera fresca o de atún salado, iguana –a pesar de la creencia que
producía sífilis–, gallinas pintadas o de Guinea, pajuiles, faisanes y, lo
más exquisito, lengua de flamenco.
Durante los siglos XVII y XVIII la Isla fue compartida por la colo-
nia francesa de Saint-Domingue y La Española de Santo Domingo,
siendo ésta cedida a Francia entre 1795 y 1809, cuya ocupación ter-
minó con una tragedia culinaria digna de un capítulo de El siglo de las
luces de Alejo Carpentier. El desarrollo manufacturero y agrícola de
Saint-Domingue obligó a importar carne necesaria para alimentar a
más de quinientos mil esclavos y cuarenta mil colonos. Los españoles
le traspasaron su colonia y su población alimentada frugalmente como
un ‘hato de reses’. Según observó Soulastre en 1798, el ganado y un
poco de tabaco constituían la ocupación principal de Santo Domingo.
(en Rodríguez Demorizi 1955: 127) Sembraban apenas para la subsis-
tencia y no veían más allá de las necesidades básicas.
El viajero francés Daniel Lescallier observó en 1764 una naturale-
za pródiga y una sociedad indolente. Expresó indignación y disgusto
al ver tan poca industria entre sus habitantes, pues ‘no se ve un huerto
ni siquiera una legumbre, apenas cultivos. El tabaco, el cacao y los
plátanos crecen espontáneamente y sin esfuerzo. Apenas los ricos
comen pan y la mayor parte se alimenta de casabe, plátanos y carne.
Había ingenios y matas de cacao, pero “hacen falta brazos y ganas de
trabajar”. (en Rodríguez Demorizi 1979: 10-11, 15-16, 21) En sus
viajes cargaba sus propios víveres, porque no había alimentos en
venta. Decía que “daría trabajo convencer a muchas personas de que
sea posible hallarle encanto a una vida semejante”, aunque reconoce
que la belleza natural hacía olvidar todas las fatigas y algunos ríos
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 221

eran “baños de Diana”. (en Deive 2002: 319) Expresó cierto prejuicio
contra la población hispana por tener buena tierra y no trabajarla,
bastándole una choza ruin, un pequeño redil para ganado, algunos
cocoteros o bananeros, un pequeño terreno de caña para producir
azúcar cruda o endulzar el chocolate de cacao silvestre. En fin, pro-
piedades pobres y sin cultivo. Preferían el hato para la cría de ganado
a otra clase de explotación más lucrativa, activa y laboriosa. A su
entender, el problema era la mezcla de la población de negros libres,
mulatos, caribes y pocas familias blancas, siéndole difícil conciliar el
orgullo castellano con el poco escrúpulo de mezclarse. Un buen aporte
culinario es su descripción del plátano y el guineo como el principal
alimento de negros y criollos y sus variadas maneras de comerlos:
asados, salcochados, cortados en trozos menudos con fricasé de carne,
hechos dulce, maduros y crudos. (en Deive 2002: 330-339)
El cura criollo Sánchez Valverde defendió en 1785 al poblador na-
tivo de las críticas francesas. Argumentaba que el trabajo no era tan
necesario en una naturaleza pródiga, rica en frutos naturales y una
población sin glotonería. Como ‘filósofos frugales’ se contentaban
con los dones gratuitos de una benéfica madre: una taza de jengibre o
de café, plátano asado y vianda fresca o salada. (Deive 2002: 361)
Mitigan la sed con naranjas agrias o dulces y frutas silvestres. Con la
leche de las vacas se hacen quesos y mantequilla. Joseph Peguero
registra en 1763 mantequilla y pan tierno; un gremio de panaderos
participaba en las fiestas oficiales. (Mañón Arredondo 1992: 237)
Subsistían con tasajo, leche de chiva, plátano, yuca y batata. Beben
poca agua y mucho tafiá. De Santo Domingo, los franceses obtenían
ganados para carnes “del gusto más delicado” y abundante leche y
grasa; bestias de carga, cerdos que se multiplicaban por el fruto de la
palma, tabaco para el rapé y bija o rocou para dar color y gusto a los
manjares y guisos. (Deive 2002: 384) Aunque ricos, los franceses
dependían de los suministros de los pastores o vaqueros dominicanos,
sin los cuales tendrían que abandonar la isla. Sánchez Valverde pon-
deró las guineas como “alimento y regalo en las mesas”, patos de buen
sabor, pajuiles de carne sabrosa, cotorras y pericos de buena carne,
peces, tortugas y, especialmente, ‘jicoteas’, cuya carne es “de los
manjares más deliciosos con que pueda regalarse el paladar”. (en
Deive 2002: 392)
Lyonnet en 1800 observó que la alimentación de los españoles era
carne de buey y de cerdo, condimentada con pimiento, tomillo y toma-
222 José G. Guerrero

te llamado pomme d’ amour o manzanas de amor. Cultivaban arroz –


superior al norteamericano–, maíz, millo, caña, bija, jengibre, tabaco
en andullos y, en Santiago y Constanza, trigo. El café estaba poco
cultivado y el cacao abandonado. Tomaban café en el desayuno y
chocolate en la cena. Padrón, otro francés, en 1800 observó aguacate,
coco y naranja en abundancia y una economía de trueque en la que
todo se pagaba con tabaco, madera y aguardiente. (Rodríguez Demori-
zi 1958: 121, 131, 168, 174)
En 1783, Moreau de Saint-Méry recogió la vida cotidiana de la
época. Las mujeres cocinaban, pero no comían en la mesa, sino en el
suelo. En los campos se comía carne de vaca y de puerco, pero sin
condimentos. Esto significa que la salsa adicional de los franceses
sólo fue asimilada en las ciudades. Menciona la cecina –tasajo cortado
en tiras–, una carne de vaca con sal, jugo de limón, secada al sol y
cocida con pimienta. El tocino de cerdo, mechado con hojas de palo
de India, se seca al sol o se ahúma. En vez de pan, se comen víveres,
casabe, plátanos, carne, algo de pescado y tortugas, pero nunca ensa-
ladas, cuyo uso reprueban por considerarlas comida de animales.
Sembraban pimientos, tomillos y granados, pero muy raramente le-
gumbres. El desayuno: una taza de chocolate, café o jengibre y un
plátano asado. En la cena preferían chocolate. En la comida y la cena
comían arroz, papas, ñames, casabe, plátanos y carne salada o ahuma-
da. Los huevos y las aves eran golosinas. Los esclavos se alimentaban
en general como sus amos. Siguiendo el ejemplo de los franceses, los
españoles recomendaron en 1784 alimentar a los negros con plátanos,
batata y arroz. (Larrazábal 1967: 118)
El caso de las habichuelas con dulce merece un tratamiento ponde-
rado por ser un plato dominicano –que se come en Cuaresma y Sema-
na Santa–, único en el mundo. No se encuentra en Europa ni en África
y, peor, tampoco en Puerto Rico, Haití, Cuba, Jamaica, Venezuela y
otras culturas del área. (Guerrero 2006a) Constituye un tema fascinan-
te para la historia culinaria, aunque precedido por una desgracia
humana muy conmovedora. De ahí el título de los frijoles de la trage-
dia.
Su origen se relaciona con los franceses y la Revolución haitiana a
finales del siglo XVIII. El dato lo aporta Dorvo Soulastre, un militar
galo que en 1798 describió la vida de los españoles de Santo Domingo
y la de los franceses que emigraron con sus negros por los conflictos
de Saint-Domingue. (Rodríguez Demorizi 1955: 68) Aquí, encontró a
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 223

François Delalande quien introdujo la costumbre de sembrar y comer


legumbres o frijoles, el más viejo antecedente de las habichuelas con
dulce. El monsieur tenía en el norte de Haití una pequeña finca de
legumbres por cuya venta gozaba de una vida holgada. Un mulato le
solicitó permiso para casarse con una de sus hijas quien, ante su nega-
tiva, se vengó matándolas en su presencia y persiguiendo al resto de la
familia. Delalande emigró para Santo Domingo, en donde un español,
conmovido por la desgracia, le cedió un pedazo de tierra para reiniciar
su siembra de legumbres.
Soulastre se hospedó en la casa de un francés que alquilaba cuar-
tos, quizás el primer hotel-restaurante del país. Comió una “excelente
crema de zanahoria y frijolillos” en una mesa servida “a la francesa”
con frutos y legumbres. Al preguntarle a su huésped el origen de éstos,
fue remitido al señor Delalande por quien se enteró de la costumbre
culinaria hasta entonces ajena a los dominicanos: “Antes de su llegada
a aquel lugar, los habitantes de Santo Domingo no conocían sino las
legumbres secas que les venían de España o de la América septentrio-
nal, y nunca las habían visto verdes en sus mercados”. (Rodríguez
Demorizi 1955: 70) Años atrás Saint-Méry dijo que “se dedican poco
al cultivo de los jardines, siembran [...] muy raramente legumbres”.
(1972: 91) La presencia de casi dos mil franceses demandó legumbres
“de todas clases”. A Soulastre le llamó la atención especialmente unos
“frijolillos”, mejor cuidados que otros, que se comían “tan finos y
azucarados” como en Francia. Como no fue posible aclimatar los
frijoles franceses a la tierra local, Delalande los sustituyó por otros. Al
militar le brindaron no sólo estos “frijolillos finos y azucarados”, sino
también una merienda de “lacticinios, confituras del país, pastelones
de azahar, merengues con vainillas, dulce angélico, chocolate”. (en
Rodríguez Demorizi 1955: 71) Aquí se encuentran tres ingredientes de
las habichuelas con dulce: frijoles, productos lácteos y azúcar.
El proceso de fusión y síntesis culinaria habría convertido estos in-
gredientes, después de la Independencia de 1844, en las habichuelas
con dulce dominicanas preparadas con leche, azúcar y especias. Los
frijoles franceses sembrados y los importados debieron ser sustituidos
por habichuelas precolombinas. El propio Soulastre encontró en La
Vega un conuco bien cultivado de “maíz y frijoles”, y en un bohío
campesino “tierra cultivada con legumbres”. (Rodríguez Demorizi
1955: 59) ¿Eran frijoles franceses, americanos o criollos? No importa,
esto indica que los dominicanos habían aceptado la costumbre france-
224 José G. Guerrero

sa y que pasaron a consumir frijoles franceses o criollos, salados o


azucarados. Todavía queda algo pendiente por explicar. Si los france-
ses vinieron desde Saint-Domingue ¿por qué en Haití no se preparan
las habichuelas con dulce? Al parecer, la costumbre de comer frijoles
azucarados a la francesa era un hábito culinario exclusivo de la clase
dominante (nobleza y ricos plantadores). Al desaparecer de Haití o
emigrar a otros lugares, la costumbre no llegó a hacerse popular; lo
que sí, en cambio, sucedió en Santo Domingo, porque según Saint-
Méry “los esclavos son alimentados en general como sus amos”
(1972: 91) y según Soulastre la población es “una mezcla de todos los
colores”. (en Rodríguez Demorizi 1955: 80) Igual proceso debió
ocurrir con las habichuelas con dulce.
Con los franceses, la comida se convirtió en un acto social y un ob-
jeto de murmuración. “Si hay un banquete en la función, no sabe que
hará, dudoso, si come mucho, es goloso, y si comer no resuelve, así
que no ven que lo vuelve, dice que es un melindroso”. (Rodríguez
Demorizi 1973: 31) Durante la ocupación haitiana surgieron la ‘ensa-
ladilla’ o ‘salpicón’ que eran libelos anónimos críticos contra la élite y
la Iglesia. Después de la Independencia (1844) fueron numerosas las
décimas burlescas, triviales y rastreras con temas culinarios.
Grande fue el sufrimiento de los franceses durante el asedio de las
tropas haitianas de Dessalines a la ciudad de Santo Domingo en 1805
por la escasez y altos precios de los alimentos. Se comía un pan horri-
ble de harina podrida y ‘huesos de monjas’. Un pedazo de tocino del
tamaño de una piedra de fusil valía 95 francos y una cotorra 60. Una
persona murió al salir asustada de su casa en Santiago con una torta de
casabe en la mano. De todas maneras, Francia continuó en el gobierno
de Santo Domingo hasta 1809 y también el escaso esfuerzo del criollo
en alimentarse. Según Delafosse “allí el español, libre o esclavo, ara
un poco en el suelo alrededor y siembra algunos víveres de tierra,
patatas, ñames y los montes le proporcionan, sin trabajo, plátanos...”.
Y continúa diciendo:

A los víveres de la tierra es necesario agregar el tocino y la cecina, carnes de


puerco y de buey cortadas en tiras, secadas al sol, envueltas en forma de bolas
como cuerdas, de las cuales es suficiente para hacer una sopa. Como
complemento de su vida, el tabaco. (Delafosse en Rodríguez Demorizi 1958:
151)

Los franceses preparaban una gelatina con forma de queso:


La culinaria colonial de América y Santo Domingo 225

Se despojaba del pelo una parte de la piel o la piel entera: la mitad se


convertía en gelatina y la otra, cocida, y cortada en pedazos se mezclaba con
la primera con sal, pimienta y mucho vinagre. Se enfriaba y se cortaba en tiras
como entre nosotros se hace con el queso de cabeza de puerco. (Rodríguez
Demorizi 1958: 190)

Entre 1802 y 1809 el gobernador francés Ferrand incentivó la agricul-


tura, especialmente legumbres, café y cacao. La ración militar incluía
arroz, carne, vino, café, azúcar, tabaco y ron, lo que completaban con
víveres recogidos en las afueras de la ciudad. No se descarta que el
sancocho dominicano haya recibido una impronta importante del
poule au pot o gallina a la olla, un sopón que comen los franceses de
las clases populares en encuentros o ágapes.
La colaboración franco-dominicana duró hasta que Ferrand ordenó
suspender la venta de ganado a Haití. Para echar a los franceses, el
gobernador de Puerto Rico ofreció a Cristóbal Huber Franco la secre-
taría del virreinato de Perú y un ‘jamón’, un cargo en el gobierno que
se paga sin trabajar. (Rincón 2003: 25) Gran hambruna sintieron los
franceses en la ciudad de Santo Domingo durante el cerco del criollo
Sánchez Ramírez entre noviembre de 1808 y agosto de 1809. De
acuerdo a un testigo ocular, mucha gente prefirió morir envenenada y
comer guáyiga cruda. En la lista de artículos comestibles –harina de
trigo, pan, yuca, casabe de yuca y de almidón, almidón de guáyiga,
arroz, maíz, ron, aguardiente, vino, azúcar, café, aceite, carne de buey
o de cerdo, cotorra, gallina, pavo, huevo de gallina, puerco salado en
pedazos, jamón, mantequilla, pescado, plátanos, frijoles, verduras y
hortalizas–, incluía cuero de buey y de cerdo sazonados a manera de
quesos, carne de burro, de caballo y de perro, gato, ratas y grasa de
perro. (en Moya Pons 1981: 204, 207)
Después de la retirada de los franceses, el gobernador español Car-
los Urrutia implementó en 1814 medidas a la francesa consideradas
impopulares y dignas de burla obligando a vagos y presos a cultivar
víveres y legumbres en los jardines del Palacio de Gobierno. El pueblo
le puso un título pomposo: Don Carlos ‘conuco’.

9. El último montero

Pedro Francisco Bonó (1828-1906) es el pensador más original de la


República Dominicana. Escribió la primera novela dominicana El
Montero en 1848 y la publicó en 1856, aunque permaneció descono-
226 José G. Guerrero

cida hasta 1968. Tanto el autor como la obra constituyen un epílogo


de la sociedad colonial en transición hacia la modernidad, en la cual la
culinaria es parte coadyuvante.
Publicó su novela mientras luchaba en la última guerra dominicana
contra los haitianos en 1856 escogiendo al montero como personaje
central, una síntesis del bucanero, del campesino arcaico y del hatero,
casi siempre olvidado y despreciado, pero clave para entender la trans-
formación de la sociedad colonial y republicana de Santo Domingo a
finales del siglo XIX. (González 2004, Cassá 2004) Con un apetito
proverbial, según Bonó, el montero se dedicaba fundamentalmente a
la caza del puerco cimarrón y al pequeño conuco. Durante la guerra
contra franceses, haitianos y españoles se convirtió en el verdadero
héroe de nuestras guerras libertadoras, pues cada soldado era un mon-
tero. El progreso moderno le declaró la guerra y lo venció. Entonces,
fue considerado vago, bárbaro, ladrón, polilla y el peor enemigo de la
República, junto a la crianza libre de cerdos y las revoluciones. Para
Rodríguez Demorizi, la novela de Bonó precipitó “esa apremiante
erradicación”, aunque el autor no la alcanzó a ver. (1968: 22)
Bonó es precursor de la historia social en República Dominicana.
(Guerrero 2006b) En vez de héroes políticos o religiosos, escogió
productos culinarios como categorías históricas, considerando al
tabaco como democrático –el ‘verdadero padre de la Patria’–, y, al
cacao oligarca y el azúcar imperialista, como enemigos del pueblo.
Más que una novela, describe un cuadro de costumbres teniendo
como protagonistas al fandango y el amor rural convertidos en trage-
dia en medio de un jolgorio musical y culinario en vías de desapari-
ción. Rodríguez Demorizi afirma que la novela debe leerse como un
capítulo del folklore, pues recoge bailes populares e instrumentos
musicales olvidados, viejos juglares, porfías poéticas, cantos en desaf-
ío, pintorescas bodas campesinas; la resonante y colorida cabalgata en
que se hace ostentación de la andadura de los caballos y de la gracia
de los jinetes; las pistolas de chispa, el sable de vaina de cobre y la
bien nutrida cocina campesina y la caza del cerdo montaraz, culmi-
nando en zambras de cuchilladas y sablazos, las habituales reyertas a
mano armada, fin de toda fiesta .
En la novela, la naturaleza compensa la pobreza. El montero coci-
na y duerme en una barbacoa, un mueble formado por cuatro estacas
clavadas en el suelo, soportando dos cortos palos atravesados, sobre
los que descansaban cinco tablas de palmas barnizadas por el continuo
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 227

frote de los cuerpos. Anda con un machete que es parte de su cuerpo y


prepara sancocho, plato esencial de toda fiesta o celebración: “Acaba-
ba la joven que disponía la cena de traer tres platos llenos de sancocho
de tocino, que puso sobre la mesa al lado de tres cucharas de jigüeros
[...]” (Bonó 1968: 31-32) Bonó no tiene prejuicios, como otros intelec-
tuales dominicanos, contra el sancocho. Espaillat, quien llegó a ser
presidente de la República en 1876 y José Ramón López en 1896 lo
consideran causa de la desnutrición y del atraso dominicano. Según
Bonó, los esclavos comían plátanos y sancocho agrio.
El montero baila fandango con dos cuatros, dos güiras, dos canto-
res, un tiple, mucha bulla y, cuando raya en lujo, una tambora al
compás de una costilla de jabalí. Una mujer se levanta sin previa
invitación y se lanza girando alrededor del circo donde pronto la
acompaña un hombre destacado del grupo de la orquesta; ella va ligera
como una paloma; él va arrastrando los cabos de su sable y marcando
compás ya en precitados, ya en lentos zapateos; la mujer concluye tres
vueltas circulares, y entonces avanza y recula hacia el hombre que la
imita siempre a la inversa en aquellos movimientos, y aquí es donde él
prodiga el resto de su agilidad y conocimiento de esta danza conoci-
dos con el nombre de puntas. Tan pronto imita el redoble de un tam-
bor como el acompasado martillo de un herrero, o por fin con más
suavidad el rasgueo de las güiras. Concluye la dama con una pirueta a
guisa de saludo, y el galán tira una zapateta en el aire y cae con los
pies cruzados. Una de las cosas más notables en estas danzas popula-
res son los cantores, copia fiel de los bardos de la Edad Media. Empu-
ña la güira e improvisa cuartetas y décimas que cambian a medida de
los diferentes sentimientos que lo animen… No se puede cantar solo,
es menester un compañero que responda las coplas que sabe, las que
improvisa y las que glosa: esto se llama cantar en desafío. Según
indica el nombre dado, los versos son una polémica que suscita: uno
alaba su saber y el otro le contesta que es un asno; el primero replica
con más fuertes palabras, y tales improperios en cabezas ya acaloradas
concluyen en una zambra general de cuchilladas y sablazos, que hacen
ir al otro mundo a muchos pacíficos, pero imprudentes espectadores.
Mientras tanto, la carne se cocina en una barbacoa bucanera espetada
en palos de guayabo. Si hay apetito que pueda pasar por proverbial es
el del montero, oficio que obliga a una locomoción perpetua, y por
consiguiente a una actividad relativa del estómago. En la novela hasta
el cura es bueno y gordo. El naranjo era el vinagre o sazón principal
228 José G. Guerrero

del montero. La naranja dulce o agria silvestre era sustento fundamen-


tal para el montero según escribe Sánchez Valverde en 1785. Bonó
dice que del puerco comían la grasa y las viandas, mientras las tripas,
el cuero y la sangre se echaba a los perros. (Bonó 1968: 45-61, 101-
105)
Bonó, precursor del pesimismo dominicano, criticó el progreso idí-
lico de la modernidad. Otro seguidor de esta corriente, José Ramón
López, dirigió sus críticas en La alimentación y las razas (1896) a “la
deficiente alimentación” de la culinaria popular, especialmente del
insípido sancocho, que es hoy el plato nacional, como causa de la
pobreza y atraso dominicano. Registra como plato diario carne, pláta-
nos, arroz y frijoles, lo que Tulio Cestero en su novela La sangre,
publicada en París en 1914, llama la ‘bandera dominicana’. (Guerrero
2006b: 136) Será con la intervención militar norteamericana (1916-
1924) y la importación masiva de un arroz superior al pésimo indos-
taní, que se estructure la fórmula de la identidad culinaria dominicana
actual: arroz, habichuela y carne.
En otro ensayo de 1863, mientras era inspector militar de la guerra
contra los españoles, Bonó describe escenas de la vida cotidiana,
incluyendo la culinaria. Aquí no hay general o héroe demiurgo de la
historia; sólo hombres con un modo de vida seminómada, recolector y
cazador, clave en la resistencia contra el ejército español. Para el
general español La Gándara se podía ganar la guerra contra los domi-
nicanos si se concentraba a la población y se destruían conucos y
monterías. He aquí la descripción de Bonó del montero como soldado:

La Comandancia de Armas era el rancho más grande de todo el cantón, donde


todo estaba colocado como Dios quiera. El parque eran ocho o más cajones de
municiones que estaban encima de una barbacoa y acostado a su lado un
soldado fumando tranquilamente su cachimbo. Varias hamacas tendidas,
algunos fusiles arrinconados, dos o tres trabucos, una caja de guerra, un
pedazo de tocino y como 40 ó 50 plátanos era todo lo que había. “Y como
comemos aquí? Dije yo a Santiago. – No hay cuidado, me dijo, cada soldado
es montero... unos cogían calabazos y bajaban por agua al arroyo, otros
mondaban plátanos y los ponían a asar. Y yo visité detalladamente los
ranchos, en los que no faltaba una tasajera con uno o dos tocinos, y
beneficiaban uno o dos cerdos. El cantón en masas vivía del merodeo, pero le
era fácil, porque estaba en medio de una montería.” (en Rodríguez Demorizi
1980: 119-120)

Cuando se entrevista con Siño Isidro, un hatero que tenía reses, al cual
se le solicita una contribución para la revolución, recoge en la narra-
La culinaria colonial de América y Santo Domingo 229

ción el hablar típico del campesino cibaeño que inexplicablemente no


utilizó en la novela El Montero: “[…] mucho me alegro conoceilo,
señó.” (en Rodríguez Demorizi 1980: 122)
Al ser comisionado especial de agricultura de la provincia de la
Vega en junio de 1876 sabemos que el principal producto de la zona
era el tabaco y el arroz. De éste describe su mala calidad: “[...] arroz
canillita, el congo, al amarillo largo, el punzante [...].Toda esa amal-
gama, que es el vicio de nuestras siembras, da por resultado un pro-
ducto de sabor terroso, de color rojo o cariaco [...] de digestión difí-
cil.” (en Rodríguez Demorizi 1980: 155) El arroz congo tenía dos
variedades: ambas de grano grueso y redondo. El de cáscara amarillo
oscuro se llamaba congo cerdoso. El arroz de cáscara colorada extran-
jero, traído de los Estados Unidos “no ha muchos años, no ha podido
generalizarse por la resistencia de las caseras que lo encuentran muy
duro para descascararlo en el pilón. El más abundante es el arroz largo
blanquito y el congo sin arista”. (Rodríguez Demorizi 1980: 260)
Bonó consideró la pelea de gallos, el ron, el baile y la comida co-
mo tradiciones típicas de la sociedad rural subdesarrollada. Denunció
en 1876 el mal que producen los juegos de gallos:

[…] una huelga anual en todas las clases desde San Andrés [...] hasta el
miércoles de ceniza […]. Hay un departamento de bebidas alcohólicas que
siempre es poca para apagar la sed de los desgañitados y un salón de baile en
permanencia que se calma de día y recrudece de noche, y todo esto cargado de
bateas y bandejas cargadas de dulces, licores, fiambres, cigarros vendidos por
mujeres, la mayor parte cortesanas [...]. El representante del gobierno [...]
baila como apuesta y bebe y a veces rueda por el suelo con otros más, bajo el
peso de libaciones sin cuento o bajo el choque de un garrotazo que es por lo
común con lo que se acaba la fiesta [...]. Hacen de un joven de veinte años un
viejo caduco que ya sin vigor sólo piensa en jugar lo que adquiere, beber
aguardiente y cuidar de sus gallos y gallinas de calidad. (en Rodríguez
Demorizi 1980: 162)

Aconsejó suprimir las galleras o, como las llamaba, escuelas públicas


del juego y de la vagancia.
En un ideal Congreso extraparlamentario, escrito en 1895, reunidos
bajo la Mata del Borrego, agricultores y ganaderos preparan una fiesta
en honor de los Diputados con música y comida:

Varios lechones al asador, bien tiernos y con cueros bien tostados. Sazonados
con el mojo de puerros y ajíes caribes; servidos en yaguas verdes cubiertas de
frescas hojas de plátanos, empanadas, rosquetes y hojaldres de cativía; quesos
230 José G. Guerrero

y casabe, longanizas y plátanos maduros fritos, víveres y bebidas a discreción


y un palo al aire libre con faroles en lugar seco, llano y barrido. Diferentes
orquestas esparcidas: aquí cuatros, güiras y décimas; allí acordeones y
tamboras, y allá clarinetes y bombardos, y coma y baile quien quiera y pueda.
(en Rodríguez Demorizi 1980: 378-379)

Bonó fue abogado, político, legislador, economista, comerciante,


agricultor, artesano, industrial, patriota, civilista, periodista, médico
naturalista, boticario, pero también alambiquero. Producía alcohol en
una época en que era medicinal, pero también causa de tragedia: “Su
romo o tafiá era conocido a diez leguas a la redonda y su clientela
muy considerable visto que su bebida era buena.” (Nadal 1991: 75) El
autor tenía la costumbre de beber agua con ron quizás para desinfec-
tarla, ya que tenía problemas estomacales. Criticó en 1900 un impues-
to al ron de alambique so pretexto de moralidad y de contención de
homicidios advirtiendo que la medida no lograría los fines propuestos,
porque “desde Noé se ha bebido y que se beberá siempre” sea vino,
cerveza, aguardiente de uvas, de cañas, de papas, de granos, pulque o
whisky. (en Rodríguez Demorizi 1980: 415) Esto no le impidió a
Bonó colocar en su novela al ron como motivo y contexto de la vio-
lencia social:

La tradición, el aguardiente, sable en mano es la espuela que anima al joven a


empeñar una pelea general por cualquier niñada. Si la civilización ha
dulcificado las costumbres del hombre en Europa, los de estos campos sin
semejante modificador, están aún en los primitivos tiempos del
descubrimiento de América […]. El deseo de los jóvenes en hablar de sí y no
derogar de raza, se aumentó con el producto de muchos alambiques, y pronto
los fandangos, fiestas en donde se hacía más uso del aguardiente, sólo fueron
bacanales y el teatro de cuantas disensiones podía haber [...]. La tradición ha
degenerado en costumbre y el aguardiente ha pasado, como a los enfermos las
tisanas, es decir, por agua común. (en Rodríguez Demorizi 1980: 92)

Bonó describió categorías sociales y comidas que pronto desaparecie-


ron. En el siglo XX apareció un fantasma que rondaba en la época
colonial, pero que con el capitalismo, la producción industrial y los
excedentes de alimentos, se hizo carne: el hambre y la pobreza. La
bella historia del hambre dominicana, en un mundo donde la comida
sobra, es tema de otra historia.
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El Nuevo Mundo comestible de Colón.
Los contextos culinarios en la primera
Década del Nuevo Mundo de
Pedro Mártir de Anglería

Rita De Maeseneer

La primera Década del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería ofrece una amplia
información interesante sobre temas culinarios del Caribe. No sorprenderá que apa-
rezca el tema del canibalismo, aunque tratado de manera matizada. Pero también nos
enteramos de ciertas costumbres culinarias y de los distanciamientos al respecto.
Resulta que al inicio del Descubrimiento se advierte poca transculturación y mucha
transcultivación. Al estudiar estos temas culinarios, se revelan una serie de problemas
recurrentes que surgen al toparse con lo nuevo: civilización y barbarie, rechazo y
atracción de lo erótico exótico, lucha entre ficción y realidad, enajenación e intento de
apropiación.1

1. Las Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir, un texto por


estudiar

A De orbe novo decades (Las décadas del Nuevo Mundo) de Pedro


Mártir (1456 (¿?)-1526)2 no se le ha dedicado la atención que se me-
rece dentro del corpus de textos sobre el Descubrimiento. La crítica se
ha detenido en la vida de este humanista lombardo que se trasladó en
1487 a España. Allí desempeñó varias funciones importantes en la
Corte, entre las cuales se pueden destacar la de preceptor para fomen-
tar la cultura humanística entre los cortesanos, una misión diplomática
a Egipto y su nombramiento en 1524 como consejero del Real y Su-
premo Consejo de Indias. A partir de 1493 Pedro Mártir recibe un
caudal de informaciones de primera mano sobre tierras nuevas e indí-
genas cuyas características irán precisándose a medida que le lleguen
más noticias. Aunque Pedro Mártir nunca pisó tierras americanas, se
puede afirmar que las noticias del Nuevo Mundo no se hubieran di-
fundido de manera tan presta ni eficaz sin el genio de este lombardo
236 Rita De Maeseneer

quien, durante unos treinta años (1493-1526) cubriría, como hoy se


diría, los acontecimientos. La crítica ya ha identificado innumerables
fuentes en las que bebía Pedro Mártir y que muy a menudo señalaba
de manera explícita en sus textos. Así es sabido que Pedro Mártir
habló con Cristóbal Colón, con Diego Colón, con el piloto del segun-
do viaje, Antonio Torres, entre otros protagonistas de la época. Luego
en su función de consejero del Real y Supremo Consejo de Indias
desde 1524 pudo tener acceso a muchas fuentes escritas de primera
mano, aunque ya antes le habían llegado escritos sobre los territorios
descubiertos.
En sus cartas, dirigidas principalmente a autoridades italianas, Pe-
dro Mártir recogía toda esta información. Luego incorporaría parte en
las Décadas, no sin retocarlas a veces sustancialmente, y agregaría
datos en las ediciones sucesivas. Es una pena que no exista edición
crítica completa.3 Así queda por hacerse un cotejo sistemático de las
diferencias entre las cartas y décadas que revelaría a veces una versión
bien distinta de los hechos. También hay divergencias serias entre las
ediciones, tal como lo demostraron en Cartas de particulares a Colón
y Relaciones coetáneas Juan Gil y Consuelo Varela para la parte
dedicada a los viajes de Colón en las ediciones de 1511 (la primera
década) y de 1516 (las tres primeras décadas). Queda por averiguar
asimismo la posible influencia de ejemplos latinos, tanto en la forma,
–pienso en las cartas ciceronianas–, como en el contenido, por ejem-
plo, la relación, por cierto bastante tenue, con las Décadas de Tito
Livio4, a quien se refiere como intertexto en un típico procedimiento
de captatio benevolentiae por oposición: “Si no es una década de Tito
Livio, la causa es que este tu Mártir no ha recibido el espíritu de Livio,
según lo entiende Pitágoras.” (Mártir 1989: 79-80)5 Otra pista por
explorar a fondo es la relación con otros textos de la época, como del
médico Diego Álvarez Chanca, mencionado en el sexto capítulo de la
Década III (III, 6: 212), Vespucio, Colón, Miguel de Cuneo, Barto-
lomé de las Casas, Hernando Colón... Constituyen una casi inextrica-
ble madeja de tejidos/textos a los que sólo me referiré en casos bien
puntuales a título de comparación.
El relativo descuido de las Décadas en los estudios sobre los cro-
nistas es tanto más sorprendente en cuanto que el interés por este texto
en su tiempo era muy grande, en especial por las tres primeras décadas
redactadas entre 1493 y 1516, casi simultáneas a los sucesos, y publi-
El Nuevo Mundo comestible de Colón 237

cadas oficialmente en 1516 con un prefacio de Antonio de Nebrija.


Advierte Torre Revello:

Después de las cartas de Cristóbal Colón y de Américo Vespucio, difundidas


por la imprenta en Europa, en donde los hombres cultos esperaban ansiosos
cuantas novedades se daban a las prensas relativas al Nuevo Mundo, las
Décadas de Pedro Mártir fueron sin duda los escritos que más llamaron la
atención por la variedad de los hechos que difundían. (1957: 148)

El que rápidamente se hicieran traducciones al francés (1532) y al


inglés (1555) y que existieran traducciones (parciales) al italiano antes
de la publicación oficial (1504) no puede sino probar la fascinación
que ejercieron estos escritos en Europa. También es sabido que Ramu-
sio incluyó un resumen (con adiciones y omisiones) de las tres prime-
ras décadas en su Navigazioni e Viaggi de 1534.
En la carta introductoria al “Príncipe Carlos, Rey Católico”, agre-
gada a la edición de 1516 de las tres primeras décadas, Pedro Mártir se
muestra muy consciente de su papel de difusor de las maravillas de
América:

La misma providencia parece que me hizo venir a España, [...], para que
recogiera con particular diligencia estos acontecimientos maravillosos y nunca
vistos, que de lo contrario habrían quedado tal vez ignorados en las voraces
fauces del olvido, por atender sólo en general a estos descubrimientos los
historiadores españoles, muy distinguidos por cierto. (5)

Por supuesto, la salvación del olvido es una mera figura retórica típica
de la historiografía renacentista, pues en aquel entonces se leían (y se
escuchaban) con avidez las noticias sobre el Nuevo Mundo cuya
producción de textos (también en español) se dispararía. No obstante,
esta frase plantea una serie de interrogantes: ¿Mártir expresa cierta
incomodidad en su posición de ‘extranjero’ que se ocupa de asuntos
‘españoles’? pero, ¿de la misma manera que podríamos preguntarnos
cuán extranjero era Colón para España, hasta qué punto es considera-
do de ‘fuera’ este hombre importante en la corte española que constan-
temente se refiere a un nosotros imperialista y defiende el providen-
cialismo español? ¿va inspirada esta frase por el hecho de que dirige
esta introducción al príncipe Carlos, el mismo un ‘extranjero’? ¿A qué
historiadores españoles se refiere, ya que al inicio del descubrimiento
son sobre todo textos escritos por ‘italianos’ en ‘italiano’ o en latín los
que circulan?6
238 Rita De Maeseneer

Sea como sea, aún existen muchos interrogantes en el texto entero,


híbrido entre género epistolar, diario y crónica que a veces edulcora
los hechos o incluye rarezas. Por ejemplo, Mártir dice, algo incrédulo,
que los compañeros de Vasco de Balboa comieron carne de tigre “no
inferior a la de vaca” (III, 2: 176). Y ¿qué pensar de la siguiente cita?:

[Los indígenas del Darién] No gastan mesas ni servilletas ni manteles, sino


acaso los caciques, que adornan las mesas con algunas vasijas de oro; los
demás matan el hambre tomando con la mano derecha el pan de su tierra y en
la izquierda una tajada de pescado o alguna fruta; carne pocas veces logran, y
si tienen que limpiarse los dedos untados con alguna comida, les sirve de
servilleta la planta de los pies o la piel del muslo y, a veces, el escroto. Lo
mismo cuentan de los isleños de la Española; sin embargo se sumergen
frecuentemente en los ríos y se lavan por completo. (III, 3: 180-181)

Todos estos enigmas distan mucho de ser elucidados.

2. Los contextos culinarios y Pedro Mártir

En sus Décadas Pedro Mártir proporciona bastante información sobre


las costumbres y las divergencias culinarias de este Nuevo Mundo
totalmente desconocido donde había que describirlo todo. Como ya
dije, el que escribiera a la par de los acontecimientos no es razón
suficiente para explicar la presencia del tema culinario, puesto que
otros textos primarios no se explayan tanto en el tema. Hay que recor-
dar que Pedro Mártir fue un testigo de oídas y no de vista, lo que
reitera con mucho énfasis a lo largo de sus Décadas. Muy a sabiendas
de que se le puede criticar el que no haya ido in situ, Mártir sustituye
la corporeidad ausente por un relato que apela a las sensaciones. Así
es como se podrían explicar los detalles evocados por Pedro Mártir y
la insistencia en la descripción de las costumbres indígenas que con-
siste en referencias a rituales, adornos, creencias, utensilios, armas,
pintura en el cuerpo, ... y a lo culinario. Además, el relativo énfasis en
asuntos gastronómicos se puede atribuir al hecho de que era una de las
pocas cosas que podía comprobar desde España. Los productos exóti-
cos llegaron hasta la Península: Pedro Mártir conoció la piña y la
yuca, hasta probó la batata (VIII, 3: 494). Leamos lo que dice sobre la
reina de las frutas, tan difícil de describir y de trasladar (en el sentido
literal y figurado) y (por eso) tantas veces exaltada:7
El Nuevo Mundo comestible de Colón 239

Otra fruta, dice el invictísimo rey Fernando que ha comido, traída de aquellas
tierras [Urabá], que tiene muchas escamas, y en la vista, forma y color se
asemeja a las piñas de los pinos; pero en lo blanda al melón, y en el sabor
aventaja a toda fruta de huerto; pues no es árbol, sino hierba muy parecida al
cardo o al acanto. El mismo Rey le concede la palma. De ésta no he comido
yo porque de las pocas que trajeron, sólo una se encontró incorrupta,
habiéndose podrido las demás por lo largo de la navegación. Los que las
comieron frescas donde se crían, ponderan admirados lo delicadas que son.
(II, 9: 150)

Nos podemos preguntar asimismo si el interés de Mártir por asuntos


gastronómicos no iba inspirado por preferencias personales, ya que el
humanista era conocido por su glotonería según cuenta su biógrafo
Mariéjol. Otra razón de más peso es que la intención de las Décadas
consistía en deleitar, de ahí el énfasis en asuntos culinarios, entre otros
temas amenos. Los textos de Pedro Mártir eran lectura de sobremesa,
por ejemplo, para el Papa León X, quien divertía así a su sobrina y a
los Cardenales (III, 9). En comparación con otros cronistas, más inte-
resados en perseguir fines de índole personal (títulos y encomiendas
para Colón, Cortés, Bernal), imperialista-científica (describir e inven-
tariar el Nuevo Mundo para Oviedo), etnográfico-filosófica (Sahagún)
o ética (obtener la fama eterna en Bernal), Pedro Mártir en su afán de
‘historiador’ renacentista trata de informar sobre las grandes hazañas
describiéndolas sin privarse de detalles sabrosos. En el capítulo X de
la primera Década confiesa:

Grandes alabanzas merece en estos nuestros tiempos España, que tantos


millares de antípodas ocultos hasta estos días, ha dado a conocer a nuestra
gente; y a los que tienen ingenio les ha suministrado amplia materia de
escribir, a los cuales yo les he abierto el camino, coleccionando estas cosas sin
aliño, como ves, ya porque no sé adornar cosa alguna con más elegantes
vestidos, ya también porque nunca tomé la pluma para escribir históricamente,
sino para dar gusto, con cartas escritas deprisa, a personas cuyos mandatos no
podía pasar por alto. (I, 10: 89)

Si no puede esquivar lo histórico, por ejemplo, en lo referente a


Cortés, prefiere ser breve, a diferencia de Oviedo o Las Casas. Así
leemos en la segunda Década:

[...]; y yo de las muchas cosas que cada uno me contó, pasando por alto las
que no son dignas de mención, escojo únicamente lo que me parece que ha de
satisfacer a los amantes de la historia; pues en medio de tantas y tan grandes
240 Rita De Maeseneer

cosas hay muchas necesariamente que juzgo debo pasar por alto para no
alargar demasiado el discurso. (II, 7: 138)

Aunque pretende no alargar el discurso, es innegable que los detalles


retienen su atención. En cierta ocasión, después de evocar una serie de
especias nuevas, se defiende de eventuales críticas en relación a su
inclinación hacia las “menudencias” apelando a sabios como Plinio:

Con las cosas ilustres [Plinio y los sabios] mezclaban otras oscuras, pequeñas
con las grandes, menudas con las gordas, a fin de que la posteridad, con
motivo de las cosas principales, disfrutara del conocimiento de todas, y los
que atendían a asuntos particulares y gustaban de novedades pudieran conocer
regiones y comarcas particulares, y los productos de las tierras, y las
costumbres de los pueblos, y la naturaleza de las cosas. (III, 9: 232)

En las Décadas se observa por tanto una oscilación entre el relato de


las grandes hazañas realizadas por parte de los máximos protagonistas
y una tendencia a veces desaforada a la digresión que en más de una
ocasión atañe a cuestiones culinarias. Roberto González Echevarría ya
había reparado en esta característica:

Pedro Mártir centra su historia en las figuras cimeras como Colón, Cortés y
Moctezuma, guiado por el principio de que son éstas las que dan la talla
histórica de los acontecimientos, y los dotan de un aura de nobleza. Son las
dignas de fama. Repite con frecuencia su desdén por lo trivial y contingente,
pero sólo (por suerte para nosotros) porque es incapaz de resistir su atractivo,
tal vez porque algunos detalles nimios dan alivio en medio de tantas
cuestiones de peso. (2002: 64)

Junto a la labor historiográfica importa, por tanto, la estética y el


placer, lo que Pedro Mártir expresa desde su carta introductoria me-
diante un tropo manducatorio: “Dios guarde felizmente a vuestra
Majestad, a cuyo paladar, si llego a entender que saben bien las pro-
ducciones de mi cultivo, le ofreceré con el tiempo mayor abundancia
de ellas en canastos llenos” (6).
Nada más leer el primer capítulo de la primera Década, un resu-
men del primer viaje de Colón con énfasis en La Española, constata-
mos que lo culinario es tratado de manera bastante extensa, por lo
menos en la versión de 1530. Como la primera Década atañe a las
islas del Caribe, área que me interesa en particular, me limitaré a
comentar los diez capítulos incluidos en la primera Década, sin perder
de vista las observaciones ulteriores sobre el tema. Soy consciente de
El Nuevo Mundo comestible de Colón 241

que muchos de los ejemplos que voy a comentar a continuación ya


fueron citados en el interesante ensayo ‘España y América: el encuen-
tro de dos sistemas alimentarios’ de María de los Ángeles Pérez Sam-
per, pero me detendré más en determinadas ideas sobre el intercambio
de comida y enfatizaré los recursos literarios.

3. El canibalismo, un tema inevitable en los cronistas

Numerosos estudios sobre la antropofagia han señalado su importan-


cia en la visión sobre el otro desde los primeros textos. Muy significa-
tivamente la primera referencia en el primer capítulo de la primera
Década atañe al canibalismo de habitantes de otras islas por contraste
con La Española y sus indígenas muy pacíficos y liberales. Demetrio
Ramos Pérez (1982: 15-18) ha probado que el fragmento sobre los
“hombres feroces que comen carne humana” (I, 1: 12) es antedatado.
No pudo ser escrito en 1493, fecha del primer capítulo sobre el primer
viaje, sino que serían noticias adquiridas después del segundo viaje en
1494, que suele ser el viaje donde más se insiste en la comida. Es
entonces cuando Mártir fue informado por Antonio de Torres sobre
estos hechos que provienen del segundo viaje de Colón, según se
puede deducir de la epístola 146 del 5 de diciembre de 1494 de Pedro
Mártir. La colocación estratégica, pero cronológicamente errónea, en
el primer capítulo de la Primera Década de esta información ‘gas-
tronómica’ y el ocultamiento de los informantes, son, por tanto, muy
significativos. Veamos como evoca a los caníbales de los que los
descubridores “adquirieron noticia”, prudente delegación de la infor-
mación:

A los niños que cogen [los caníbales], los castran como nosotros a los pollos o
cerdillos que queremos criar más gordos y tiernos para comerlos; cuando se
han hecho grandes y gordos, se los comen; pero a los de edad madura, cuando
caen en sus manos, los matan y los parten; los intestinos y las extremidades de
los miembros se las comen frescas, y los miembros los guardan para otro
tiempo, salados, como nosotros los perniles de cerdo. El comerse las mujeres
es entre ellos ilícito y obsceno; pero si cogen algunas jóvenes las cuidan y
conservan para la procreación, no de otra manera que nosotros las gallinas,
ovejas, terneras, y demás animales. A las viejas las tienen por esclavas para
que les sirvan.8 (I, 1: 12)

Pedro Mártir describe de manera muy sistemática la suerte de los


diferentes grupos que caen en manos de los caníbales/caribes equipa-
242 Rita De Maeseneer

rados a cazadores: la castración y la cebadura de los niños y el consu-


mo fresco o salado de partes de los cuerpos adultos. A las mujeres les
quedan reservadas otras modalidades de canibalismo: el sexual, para
las mujeres jóvenes destinadas a la procreación, y el económico, para
las viejas condenadas a servir en la esclavitud. Comparemos esta
primera descripción con la primera mención de Colón quien todavía
no usa el término de caníbales, sino que va en busca de monstruos
cinocéfalos, de acuerdo con la cosmovisión de aquel tiempo, inspirada
entre otras lecturas en el Ymago Mundi de Pierre D’Ailly hasta en El
libro de las maravillas de Marco Polo: “Entendió también que lexos
de allí avía hombres de un ojo y otros con hoçicos de perros que co-
mían los hombres, y que en tomando uno lo degollavan y le bevían la
sangre y le cortavan su natura.” (Colón 1989: 51) Vemos que el Almi-
rante presenta un cuadro más horroroso, aunque ambos insisten en la
bestialidad.
A lo largo de su texto Pedro Mártir quien dice haber visto a los
caníbales en Medina del Campo (I, 2: 20) condenará a estos caribes,
pero, reacio a insistir en temas catastróficos, no siempre enfatiza las
crueldades. La actitud de Mártir hacia el canibalismo corrobora lo
advertido por Salas entre otros críticos: “Más aún, el humanista re-
huye los temas catastróficos y sangrientos o pasa muy sutilmente
sobre ellos, como si su pluma sólo se complaciera en los temas dicho-
sos y felices.” (Salas 1959: 23) Si cuenta crueldades, intenta menguar
su importancia. Por ejemplo, al relatar la estancia de los españoles en
tierras de los indígenas de Curiana, Mártir agrega como en una especie
de paréntesis un combate con los caníbales del que salen vencedores
los españoles. Cautivan a un caníbal y liberan al único preso sobrevi-
viente quien relata que vio como seis de sus compañeros habían sido
comidos por esa “gente nefanda” “sacándoles las entrañas y cortándo-
les cruelmente en pedazos”. Luego se permite al mismo prisionero
maltratar al caníbal cautivado “a palos, puñetazos y patadas” como
venganza. (I, 8: 72).
La actitud matizada hacia los caníbales se puede observar también
al segundo capítulo de la primera Década sobre el segundo viaje de
Colón cuando se detiene en describirlos de manera más pormenoriza-
da. A pesar de determinados detalles espeluznantes, llama la atención
la insistencia en los elementos de cierta ‘civilización’, por ejemplo en
lo que atañe a los bohíos de los caníbales, su manera ‘civilizada’ (en el
El Nuevo Mundo comestible de Colón 243

sentido de Lévi-Strauss) de preparar los platos cocidos (con carne


humana, eso sí) y el uso de huesos humanos para hacer saetas:

Entrados en las casas, echaron de ver que tenían vasijas de barro de toda clase:
jarros, orzas, cántaros y otras cosas así, no muy diferentes de las nuestras, y en
sus cocinas carnes humanas cocidas con carne de papagayo y de pato, y otras
puestas en los asadores para asarlas. Rebuscando lo interior y los escondrijos
de las casas, se reconoció que guardaba cada uno con sumo cuidado los
huesos de las tibias y los brazos humanos para hacer las puntas de las saetas,
pues las fabrican de hueso porque no tienen hierro. Los demás huesos, cuando
se han comido la carne, los tiran. Hallaron también la cabeza de un joven
recién matado colgada de un palo, con la sangre aún húmeda. (I, 2: 19)9

Lestringant advierte una fabulación y asimilación en esta cita:

[...], force est de constater une sorte de rationalisation aberrante par laquelle le
légendaire -ces Cannibales d’abord connus par ouï-dire et dont la farouche
présence est sortie tout armée de la bouche des Taïnos- se ramène à une
familiarité scandaleuse. L’équivalence recherchée entre le “par-delà” lointain
et le “par-deçà” proche revient à projeter sur le cannibalisme américain un
modèle culinaire européen, qui retrouve de morbides “salaisons” dans les
pièces de chair humaine conservées et suspendues au plafond des cabanes, ou
qui invente d’inexistantes broches où les victimes rôtissent au petit feu.(1994:
58-59)

Bouyer Marc & Duviols, Jean-Paul. 1992. Le théâtre du nouveau monde. Les grands
voyages de Théodore de Bry. Paris: Gallimard: 125.
244 Rita De Maeseneer

Cuando Mártir se refiere más adelante a las incursiones de los caníba-


les a San Juan (II, 8), parece yuxtaponer dos interpretaciones del
canibalismo, el canibalismo de venganza (visión de los indígenas) y el
canibalismo como barbarie (visión de los españoles):

Preguntados los caribes por qué habían destruido el pueblo y dónde estaban el
cacique y su familia, respondieron que habían arrasado el pueblo y se habían
comido al cacique y a su familia cortados en pedazos, por vengar a sus siete
operarios y que guardan en haces los huesos de ellos para llevárselos a las
mujeres e hijos de los siete operarios, para que sepan que no yacen sin
venganza los cuerpos de los maridos y padres. Y mostraron a los nuestros los
haces de sus huesos. Asombrados los nuestros de tanta barbarie y precisados a
disimular, se callaron y no se atrevieron a inculpar o reprender a los caníbales.
(II, 8: 146-147; énfasis mío)

Es como si intuyera algo de la función de lo que en este caso sería


exo-canibalismo como manera de apropiarse de la fuerza del enemigo,
del otro, del extranjero. E incluso, de manera prelascasiana10, relatará
más adelante acciones de los españoles bajo el mando de Vasco
Núñez de Balboa, el descubridor del Pacífico, que se asemejan a la
barbarie de los caníbales: “Como en los mataderos cortan a pedazos
las carnes de buey o de carnero, así los nuestros de un golpe quitaban
a éste las nalgas, o a aquél el muslo, a otros los hombros; como anima-
les brutos perecieron seiscientos de ellos, junto con el cacique” (III, 1:
165).
Mártir no recalca más de lo debido la crueldad, aunque recurre a la
delegación de la palabra para distanciarse del horror y transmitir estos
hechos poco verosímiles. Este distanciamiento lo comparte con la
mayoría de los testigos coetáneos. Coma, por ejemplo, refiere a Pedro
Margarite, un testigo “digno de todo crédito” que evoca a “indios
ensartados en asadores para solaz de la gula” y “montones de cadáve-
res a los que se había cortado la cabeza o arrancado las extremidades”
(Gil 1984: 190) en una descripción más larga que la de Mártir de la
que copio la parte más cercana al texto de éste:

A los niños cautivos y a los muchachos prisioneros es costumbre cortarles los


testículos y cebarlos como capones; a los enclenques y a los que descarna la
delgadez los alimentan con cuidado como carneros, y una vez que están
gordos y cebados pasan a su más voraz garganta. Las mujeres raptadas las
asignan como criadas a sus esposas o las reservan para su placer; si acontece
que nazca algún niño de ellas, con más realidad que en la fábula de Saturno,
El Nuevo Mundo comestible de Colón 245

que imaginan los poetas que se saciaba de la carne de sus hijos, se los comen
como cautivos. (Gil 1984: 190-191)

Coma continúa diciendo que confía en que dejarán esta costumbre. En


la cita anterior no debe sorprender que Coma, imbuido de cultura
clásica, al final remita a Saturno cuando describe a los hijos comidos
por lo que él llama aún “canabalos”. Llama la atención que Mártir, tan
dado a las referencias eruditas, se abstiene en la década de establecer
esos puentes, por lo que resalta aún más la extrañeza. En cambio, en la
epístola 146 refiere a “Lestrigones o Polifemos que se alimentan con
carne humana” antes de incorporar la misma descripción. (Mártir
1990: 41) Para hablar de los caníbales, ejemplo de lo poco verosímil,
Coma y Mártir (en parte) remiten por tanto a dos factores frecuentes,
tales como los apunta López de Mariscal. Acuden a “la repetición de
lo esperado, como mitos, leyendas, lugares comunes” y practican la
delegación, “la adjudicación del relato al saber colectivo; al conoci-
miento del grupo que ha presenciado lo fabuloso”. (López de Mariscal
2004: 121)
En cuanto al doctor Chanca, otro testigo privilegiado del segundo
viaje, éste reconoce cierto grado de civilización en las casas de los
caribes. Para referirse al canibalismo como tal delega la palabra a unas
mujeres cautivas (¿por estar más inclinadas a la mentira y a lo fabulo-
so?). Su descripción comparte muchos elementos con la de Mártir,
aunque proyecta menos imágenes de carnicería en los caribes:

Esta gente [los caribes] saltea en las otras islas, que traen las mugeres que
pueden aver, en espeçial moças y hermosas, las cuales tienen para su serviçio
e para tener por mançebas, [...]. Dizen también estas mugeres que estos usan
de una crueldad que pareçe cosa increíble, que los hijos que en ellas han se los
comen, que solamente crían los que han en sus mugeres naturales. Los ombres
que pueden aver, los que son vibos, llévanselos a sus casas para hazer
carneçería d’ellos y los que han muertos luego se los comen; dizen que la
carne del ombre es tan buena que no ay tal cosa en el mundo, y bien pareçe,
porque los huesos que en estas casas hallamos, todo lo que se puede roer todo
lo tenían roído, que no avía en ellos sino lo que por su mucha dureza no se
podía comer. Allí se halló en una casa, coziendo en una olla, un pescueço de
un ombre. Los mochachos que cativan córtanlos el miembro e sírvense de
ellos fasta que son ombres y después, cuando quieren fazer fiesta, mátanlos y
cómenselos, porque dizen que la carne de los mochachos e de las mugeres no
es buena para comer. (Gil 1984: 160)
246 Rita De Maeseneer

Por último, miremos la descripción por Miguel de Cuneo de las comi-


lonas de los que él designa mediante el término de “cambalos”. Cuan-
do llega a la isla de Guadalupe donde se fueron huyendo los cambalos,
Cuneo se refiere a la antropofagia de los habitantes mediante un ligero
distanciamiento discursivo: “[...]; juzgamos que se les [a dos mucha-
chos] había castrado para que no se juntaran con sus mujeres, o al
menos para cebarlos y después comerlos.” (Gil 1984: 241) Incluso
relata la historia bien curiosa de su intento de “solazarse” con una
cambala. Primero la cambala lo arañó, pero después de unos azotes, le
complació y “parecía amaestrada en la escuela de rameras” (Gil 1984:
242). Les culpa a los cambalos de todos los pecados: glotonería, so-
domía que transmiten a los otros indios, violencia, ferocidad. La única
semejanza con Mártir se encuentra en la frase: “[...] [a los cautivos]
los comen como nosotros los cabritos, y afirman que la carne de mu-
chacho es bastante mejor que la de doncella” (Gil 1984: 250). Cuneo
es en su descripción menos detallado y muy negativo hacia indios y
cambalos que en más de una ocasión son equiparados a animales.
Podemos concluir que el canibalismo, uno de los tropos coloniales
por excelencia, ocupa un lugar prominente en las Décadas al igual que
en otros documentos coetáneos. La mayoría de los testimonios suelen
cuidarse en delegar la información a otra fuente de manera explícita.
A pesar de que Mártir presenta una imagen no únicamente negativa y
cruel, si se lee de manera atenta, son sobre todo los detalles aterrado-
res de esta “Caribbean barbecue” (Hulme 1998: 18) los que han sido
destacados por los testigos y los que han sobrevivido en el imaginario
europeo. También la asociación lingüística entre caribe y caníbal
parece ser una ficción, ya que en otros testimonios se les denomina a
los antropófagos de otra manera, por ejemplo, cambalo (Cuneo) o
canabalo (Coma), por lo que se destaca la dificultad de nombrar y de
identificar. De hecho, Perinissotto remite en sus observaciones sobre
cambalo, caníbal y caribe (1989: 73-74) a las 33 variaciones de caribe
que consignó Friederici en su Amerikanistisches Wörterbuch y entre
las cuales no figura cambalo...

4. Comida y transculturación

A la descripción del canibalismo en el primer capítulo sigue casi


inmediatamente la evocación de la alimentación de los indígenas.
Pedro Mártir habla de diferentes tubérculos: el aje, la yuca y el maíz.11
El Nuevo Mundo comestible de Colón 247

Recurre a la asimilación (no tanto combinada con la diferenciación


como en Oviedo más tarde) en un afán de dominar lo desconocido y
de armonizar lo nuevo con lo conocido. En esto sigue fielmente los
pasos de Colón que a su vez se basó en las descripciones de los portu-
gueses sobre la comida en África (Varela 1989: XXXVII-XXXVIII),
de manera que se instaura toda una red de reescrituras. Compárense
las dos descripciones del aje, un tubérculo que incluye diferentes
especies, del que Mártir especifica más adelante haberlo visto. En
Colón leemos:

Toda esta isla [La Española] y la de la Tortuga son todas labradas como la
campiña de Córdova; tienen sembrado en ellas ajes, que son unos ramillos que
plantan, y al pie d’ellos naçen unas raízes como çanahorias, que sirven por
pan y rallan y amassan y hazen pan d’ellas, y después tornan a plantar el
mismo ramillo en otra parte y torna a dar cuatro y cinco de aquellas raízes que
son muy sabrosas: proprio gusto de castañas. (1989: 83)

Pedro Mártir habla de “raíces, semejantes a nuestros nabos, ya en el


tamaño, ya en la forma, pero de gusto dulce, parecido al de la castaña
tierna; ellos les llaman ages. [...]; pero los ages más los usan asados o
cocidos que para hacer pan, [...]” (I, 1: 13). En las diferentes fuentes
que he consultado el aje es identificado a la batata, al ñame, al nabo,
por mencionar las comparaciones más frecuentes.12 Viene a demostrar
una vez más que es difícil nombrar y captar una realidad otra y nueva
y que las comparaciones presentan un espejo fragmentado que no
refleja una imagen única.13 Y eso que el aje parece ser fundamental en
la dieta de los indígenas. El aje parece prestarse a varias formas de
preparación tal como aprendemos de Coma que las evoca de manera
sensorial ya en su primer acercamiento:

A los frutos que hay en ella [la isla de Guadalupe] más excelentes los llaman
“ajes”, muy parecidos en su forma a un nabo cónico, salvo que crecen más,
como melones. No se ha de pasar por alto que tienen distintos sabores: si
cambias su preparación, los encuentras diferentes al paladearlos; comidos
crudos, como solemos preparar las ensaladas, se parecen a las chirivías;
asados, a las castañas y, si los tomas cocidos con carne de cerdo, se te
antojaría estar probando calabazas; si los rocías con leche de almendras, no
catarás nada más suculento ni devorarás nada con más gula. (Gil 1984: 188-
189)

Mártir, en cambio, en su primera mención de los ajes, insiste única-


mente en la forma, el sabor y el uso. No se deleita en el placer estético
248 Rita De Maeseneer

de la descripción. Tampoco tiene en cuenta las connotaciones sociales


o rituales, la integración en un contexto unitario cultural y religioso
global que Domingo encuentra primordial para entender las culturas
prehispánicas: “Pero el caso es que toda la cocina y todo lo que se
puede comer desde la miel hasta la yuca está siempre integrado, en las
culturas prehispánicas, en sistemas ‘religiosos’ o en cosmologías que
inciden asimismo en la organización social y familiar y en sus leyes y
tabúes.” (Domingo 1984: 42)14 No obstante, en el capítulo 10, cuando
Mártir habla de la religión de los indígenas insulares inspirándose en
Pané, advierte el carácter sagrado del aje: “Otros [zemes] son venera-
dos en raíces, como encontrados entre los ages, es decir, en la clase de
alimentos que arriba hablamos” (I, 10: 84). A diferencia de muchos
otros cronistas, Mártir parece intuir algo de las características religio-
sas de las plantas, importantes dentro de los ritos. En cuanto a las
connotaciones sociales, no insiste en la diferenciación social del pan
de yuca, destinado a los caciques, frente al pan de maíz, más común,
tal como lo explicita en una carta dirigida al papa León X en 1520
según explica Gauvin en su edición bilingüe (2003: 299 n.10), infor-
mación de la que no disponía todavía cuando se hicieron las primeras
publicaciones.
Pedro Mártir parece dudar más sobre el uso del aje como pan, lo
que sí describe en la carta 133, ya que habla de

[...] pan de raíces de ciertas matas de palmitos, llenos de nudos, que ellos
cuando es tiempo cubren de tierra, y entre nudo y nudo se les forman unos
tubérculos a modo de peras o calabacillas. Cuando están maduros los secan al
sol, como hacemos nosotros con los nabos o los rábanos, los trituran hasta
hacerlos harina, los amasan, cuecen y comen. A estas bolitas las llaman agies.
(1990: 27-28)

Sobre todo distingue el pan de yuca (cazabe) y el pan del trigo de allá
(maíz), aunque en capítulos ulteriores hablará a veces de tres tipos de
pan (II, 3: 117). Llama también la atención que la dieta principal de
los indígenas está compuesta por raíces en oposición (no explicitada) a
la dieta con carne, asociada con los españoles. Tampoco pecan de
gula: todo respira sobriedad. Implícitamente, se sugiere mediante esta
insistencia en los tubérculos en una jerarquía donde los españoles son
superiores a los indígenas: en el imaginario medieval que todavía
imperaba, los tubérculos eran asociados a la clase baja, campesina.
Con todo, no hay un rechazo total de los vegetales en Mártir. Mártir se
El Nuevo Mundo comestible de Colón 249

interesa por lo que se encuentra en el Nuevo Mundo, a pesar de que no


se corresponde con las expectativas de los descubridores. No desdeña
los vegetales a diferencia de las descripciones de Cuneo para quien
muchos vegetales sólo son buenos para cerdos y sólo importa lo que
se puede obtener de carne y pescado. Mártir no enumera en una lista
de lo que carecen frente a lo que hay como es el caso del Cura de
Palacios (Bernáldez 1962: 300-301), sino que intenta acercarse a lo
nuevo.
Después del párrafo sobre los vegetales hay como una digresión
sobre el oro que se puede encontrar en los ríos. Luego, a diferencia de
muchos otros cronistas ulteriores, Mártir presta atención a la fauna,
aunque el abismo gastronómico parece ser casi infranqueable. Men-
ciona las jutías, y en el segundo capítulo de la primera Década papa-
gayos que comen los indígenas en La Española. También habla de
perros, “que se los comen como nosotros los cabritos” (I, 3: 35) en
una isla cerca de Cuba. Ni siquiera al encontrar una comida preparada
para una fiesta en Cuba los españoles llegan a ser tentados por las
serpientes, designación para las iguanas, preciadas como comida de
los nobles, a diferencia de los peces con los que sí satisfacen su ham-
bre (I, 3: 33).
No obstante, lo desconocido atrae e intriga: en el capítulo V de la
primera Década Mártir integrará una receta muy detallada de cómo se
preparan estas “serpientes” que acaban gustando al Adelantado Barto-
lomé Colón después de un primer acercamiento tímido. Parece que es
una mujer, la célebre Anacaona, la que lo incitó a trasgredir sus fron-
teras culinarias:

El Adelantado, inducido por el gracejo de la hermana del cacique [Anacaona],


determinó catarlas poco a poco; pero apenas el sabor de aquella carne
comenzó a gustar al paladar y garganta parecía que las deseaba a boca llena.
Después ya no las probaba con la punta de los dientes o aplicando apenas los
labios, sino que, habiéndose hechos todos glotones, [los españoles] de nada
hablaban ya sino del grato sabor de las serpientes y de que tales viandas [sic]
eran más exquisitas que entre nosotros las de pavo, faisán y perdiz.15 (I, 5: 52)

Es sabido que la iguana seguirá provocando reacciones contrarias.


Más tarde, Las Casas confesaría que incluso en época de hambruna no
pudo tragar la carne de iguana, mientras que según muchos españoles
es “excelente cosa de comer”. (Las Casas 1994: 570) De por sí es un
animal ambiguo, ya que fue clasificado primero como animal acuático
250 Rita De Maeseneer

y luego terrestre por Oviedo, de manera que su carne originó disputas


teológicas y acabó comiéndose en viernes por ser considerado pesca-
do.
Después de mencionar los vegetales y los animales, sería lógico
que diera comentarios sobre los insectos, siguiendo el orden de Plinio,
pero empieza a hablar de algunos productos como el áloe y los granos
rugosos (I, 1: 14), remisión al ají. Aún distanciándose Mártir no mues-
tra un desdén profundo: casi nunca menciona lo que Gerbi tilda de
comer sucio de los indígenas. No ingieren larvas, gusanos, piojos,
muestra clara de su bestialidad en muchos otros textos como el del
doctor Chanca: “(...); [los indígenas de La Española] comen cuantas
culebras e lagartos e arañas e cuantos gusanos se hallan por el suelo;
ansí que me pareçe es mayor su bestialidad que de ninguna bestia del
mundo.” (Gil 1984: 175, casi exactamente reproducido en Bernáldez
1962: 301) En Mártir son más bien los españoles quienes podrían ser
acusados del comer sucio. El hambre les lleva a comer a muertos y
perros sarnosos: el capítulo X de la segunda Década Mártir pormeno-
riza comidas asquerosas ingeridas por los españoles por necesidad en
el Darién:

Se convinieron algunos compañeros en la compra de un perro flaquísimo que


ya casi se estaba muriendo de hambre; le dieron al amo del perro muchos
pesos de oro castellanos; le despellejaron para comérselo, y la piel sarnosa, y
en ella los huesos de la cabeza, los tiraron a unos espinos próximos; al día
siguiente, un infante de ellos dio con la piel tirada, llena de gusanos y que casi
hedía. Llevósela a su casa: quitándole los gusanos la hechó [sic] a cocer en
una olla, y cocida, la comió. Acudieron muchos con sus platos, por el caldo de
la piel cocida, ofreciéndole un castellano de oro por cada plato de caldo. (II,
10: 160)

También otros elementos apuntan hacia una actitud matizada respecto


al indígena. Así Mártir comenta su ingeniosidad en Cuba al pescar y
subraya que algunos van vestidos, señal de que es “gente culta” (I, 3:
35; 36).
Mártir se abstiene de especificar si los españoles comen de la co-
mida “del país”, expresión usada más adelante para designar la comida
de allá. Por ejemplo, no sabemos si realmente comen o cuánto ingie-
ren de la “opípara cena preparada a su usanza” o de los panes de raíces
(yuca) ofrecidos por Anacaona y su hermano en La Española (I, 5: 49,
53). Parece que los españoles siguen prefiriendo los productos de
España. Por eso, el retorno de Colón a España se explica por el hecho
El Nuevo Mundo comestible de Colón 251

de que quiere ir a proveerse de trigo, vino, aceite, “puesto que no


podían fácilmente acostumbrarse a las comidas insulares” (I, 4: 41).
Cuando no llega la comida española, la dependencia de los indíge-
nas por el sustento pone a los españoles en una posición muy vulnera-
ble y dependiente. A este respecto Mártir relata un acontecimiento
muy interesante en el cuarto capítulo situado en La Española: los
españoles, ávidos de oro, pero desprovistos de comida española que
esperan ansiosamente, se ven obligados a pedir comida a los indíge-
nas. Al destruir el cultivo de las plantas comestibles, los indígenas
crean de manera artificial un período de hambruna que tanto les afecta
a ellos mismos como a los españoles:

Pues viendo que los nuestros querían escoger asiento en la isla, pensando ellos
que podían echarlos de allí si faltaban los alimentos insulares, determinaron,
no solamente abstenerse de sembrar y plantar, sino que cada uno comenzó en
su provincia a destruir y arrancar las dos clases de pan que tenían sembrado,
del cual hicimos mención en el capítulo primero, pero principalmente entre los
montes Cibanos o Cipangos, porque conocían que el oro en que aquella
provincia abundaba era la causa principalísima que detenía a los nuestros en la
isla. (I, 4: 43)

Es una de las muchas tretas de los débiles para enfrentarse al coloni-


zador (al lado de otras técnicas atestiguadas como el suicidio colectivo
o las mutilaciones sexuales): los indígenas convierten el hambre fi-
siológica en técnica de resistencia para combatir de manera “malicio-
sa” el hambre de oro (y de otras cosas apetecibles)16 del ocupante
colonizador en la espera de que se vaya por inanición. A esta manera
de convivencia, contraproducente para los mismos indígenas que
mueren “como rebaño apestado” (I, 4: 42), Colón reaccionará instau-
rando un tributo de oro, algodón, especias, a veces acompañado de
comida.
Por tanto, los españoles no tienden a transculturarse en lo alimenti-
cio en los primeros momentos del descubrimiento. Se podría hablar de
una especie de “neofobia”. (Rozin citado en Becker 2000: 9) Lo asi-
milable y lo parecido es lo único que atrae. Sólo algunas leves dife-
rencias en el sabor son admitidas. Así Mártir advierte que en las pa-
lomas torcaces de Cuba hay un sabor especial debido a las flores
olorosas que comen estas aves (I, 3: 37). Luego aplicará esta observa-
ción también a los cerdos de La Española (I, 10: 89; II, 8: 150) cuyo
aroma particular se convertirá en una especie de cliché retomado hasta
por el padre Labat en su Voyage aux îles. (1993: 241) Y también
252 Rita De Maeseneer

menciona que los españoles prueban en Tierra Firme vinos, no de


uvas, sino de otras frutas, “pero que no eran desagradables” (I, 6: 59).
Esta observación es una de las muchas calificaciones que nos dejan un
tanto perplejos: ¿Mártir habrá probado aquellos vinos o se basará en
los testimonios de los españoles regresados de allá? El abismo entre
los dos sistemas culinarios se manifiesta en las uvas silvestres madu-
ras “de excelente sabor, según dijo [Colón], pero los isleños no tienen
ningún cuidado de ellas” (I, 3: 31). Efectivamente, la uva, o mejor
dicho el vino, es una obsesión para los paladares españoles acostum-
brados a estos jugos deliciosos provenientes de vides tan difíciles de
aclimatar en el Nuevo Mundo. (Plasencia 2001: 73-82) Basta con
pensar en la ansiedad de Juan de Amberes de ‘El camino de Santiago’
de Alejo Carpentier por encontrar cualquier morapio, una vez llegado
a Cuba, con tal de que sepa a vino. Por supuesto, también interviene la
obsesión igual de apremiante de encontrar vino para celebrar misa.
No obstante, a veces los españoles se ven obligados a comer las
cosas de allá por falta de otros alimentos españoles y cuando aprieta el
hambre en situaciones de guerra o de conflicto. El hambre, menos
presente en esta parte que en otras crónicas sobre el mismo período
por razones estratégicas, incitará a transgredir las fronteras culinarias
comiendo panes de la tierra “de poco alimento para los que están
acostumbrados a nuestro pan de trigo” (I, 10: 89).17 Durante una cam-
paña de guerra en La Española “no lograron ningunas viandas, fuera
de cazabí, es decir, su pan de raíces, y de éste pocas veces se hartaron,
y algunas hutías, es decir, conejos de allí, si cazaban algunos con sus
perros; y la bebida algunas veces agradable, pero con frecuencia aguas
fangosas y palustres; en medio de estas delicias, estar siempre a la
intemperie y en perpetuo moverse, pues así lo exigía la condición de
guerra” (I, 7: 66). Brigitte Gauvin da el siguiente comentario sobre la
expresión “en medio de estas delicias”: “Il s’agit d’une antiphrase,
figure rarissime chez Pierre Martyr, révélatrice de l’aisance grandis-
sante de l’auteur qui utilise l’ironie comme un moyen de dénonciation
supplémentaire.” (2003: 164 n.17)
De todo ello resulta que los españoles sólo se acercan a la comida
indígena por sustitución, un procedimiento recurrente en situaciones
de penuria que sobrevive hasta hoy en día, por ejemplo, en la Cuba
actual, donde se desesperan por imitar ciertos productos incluso no
disponiendo de todos los ingredientes.18
El Nuevo Mundo comestible de Colón 253

Tampoco los indígenas parecen poder adaptarse a la comida de Es-


paña, ya que sobreviven tres de los traídos en el primer viaje “por el
cambio contrario de tierra, aire y comidas” (I, 2: 22). En esta primera
fase del descubrimiento que describe Mártir de manera edulcorada,
parece que el rechazo del otro en su comida es total. No hay transcul-
turación, sino constante deseo de encontrar lo propio, sólo abandona-
do en casos de premura. Sabemos que este rechazo es insostenible y
que es en parte una invención. No quedará más remedio que ir mes-
tizándose en lo culinario cada vez más. Los intercambios biológicos y
culturales han sido una constante desde muy temprano. (Crosby 1973:
65-121)

5. Comida y transcultivación

Pedro Mártir, interesado tanto en las grandes hazañas como en las


ganancias comerciales en su calidad de hombre de la Corte quien
escribe desde España, dirige su atención hacia lo que puede ser renta-
ble para el Reino. Además de la búsqueda obsesiva de oro y de perlas,
también integra el utilitarismo de los productos agrícolas, lo que se
concretiza en una exaltación de la fertilidad del campo y de sus frutos.
En esta agricultura comercial interesan sobre todo productos ya cono-
cidos o parecidos a los productos de España. La Española produce
especias, “granos rugosos de diversos colores, más picantes que la
pimienta del Cáucaso” (I, 1: 14), probable remisión al ají, aparte de
algodón y otros productos que pueden ser aprovechados. En el segun-
do capítulo de la primera Década se corrobora esta visión transculti-
vadora, ya que al final Mártir ofrece productos de allá a su destinatario
mediante un portador. En lugar de dibujos de los que se servirá Ovie-
do19, Pedro Mártir, como ejemplo de la verificatio o de la attestatio
rex visae, hace acompañar sus cartas de productos como aloé y lo que
cree ser canela (en realidad clavo) para usos más bien farmacéuticos,
especieros y perfumistas provenientes de un Nuevo Mundo todavía no
bien ubicado y asemejado a un Oriente, sinónimo de especias. Tam-
bién añade un producto totalmente nuevo: el maíz. Mártir sugiere que
él mismo ha probado los productos, porque le da al “Príncipe Ilustrí-
simo”, en este caso probablemente al cardenal Ascanio Sforza20, el
siguiente consejo pormenorizado, una joya de descripción sensual:

Si se te ocurre, Príncipe Ilustrísimo, gustar ya los granos, ya ciertas pepitillas


que observarás se han caído de ellos, tócalas aplicando suavemente el labio;
254 Rita De Maeseneer

pues aunque no son dañinas, sin embargo, por el demasiado calor son fuertes
y pican la lengua si se les aplica despacio; pero si acaso por gustarlos se
enciende la lengua, en bebiendo agua desaparece aquella aspereza. (I, 2: 26)21

En la dirección opuesta, ya he hablado de la necesidad de exportar


productos españoles de subsistencia al Nuevo Mundo:

El Prefecto [Colón] prepara, para obtener crías, yeguas, ovejas, terneras y


otras muchas con los machos de su especie; legumbres, trigo, cebada y demás
semillas como éstas, no sólo para comer, sino también para sembrar. Llevan a
aquella tierra vides y plantas de otros árboles nuestros que no hay allá; pues en
aquellas islas no encontraron ningún árbol conocido, fuera de pinos y palmas,
y éstas altísimas y admirablemente duras, grandes y rectas por la riqueza del
suelo, y también otros muchos árboles que crían frutos desconocidos. (I, 1:
15)

Hace falta la exportación (en un primer momento) y el cultivo de


alimentos españoles en las tierras nuevas. Son considerados más nutri-
tivos y conllevan la civilización y la domesticación de las tierras nue-
vas. Permiten asimismo tener las condiciones físicas para poder cons-
truir el Imperio, es decir, buscar oro, especias y perlas y fundar ciuda-
des.
Este cultivo no planteará problemas, ya que las tierras se prestan de
maravilla a esta actividad y dan mejores frutos. En varias ocasiones
Mártir insiste en la fertilidad de la tierra mediante el topos tan usado
en los cronistas de la abundantia naturae rozando con lo edénico y lo
arcádico. Copio un ejemplo relativo a La Española que contiene todos
los clichés sobre el tema. La evocación de un locus amoenus –en este
caso hiperbolizado– se inscribe en una larga tradición que se apoya en
las descripciones de Platón sobre la llamada isla del Atlántico (Pastor
1983: 23) o los fragmentos bucólicos de Hesíodo. Se encuentra asi-
mismo en unos pocos fragmentos de El libro de las maravillas de
Marco Polo, y sobre todo en la carta de Colón a Santángel donde se
une el tópico del locus amoenus con el de la abundancia, tal como lo
demuestra Ortega. (1988: 106) Mártir nos presenta la siguiente escena
bucólica:

Un río de aguas saludables, llenísimo de varias clases de óptimos peces, corre


hacia el puerto hacia amenísimas riberas. Cuentan que son admirables las
condiciones naturales del río. Pues en toda la extensión de su curso todo es
delicioso, todo es útil. Los bosques de palmeras, los árboles frutales insulares
de toda especie, inclinaban sobre los navegantes, a veces dándoles en la
El Nuevo Mundo comestible de Colón 255

cabeza, sus ramas cargadas de flores y de frutos, y ponderan la fertilidad de su


suelo, igual o más rico que el de la Isabela. (I, 5: 48)

La fertilidad del suelo es asombrosa. Habla de “huertos para cultivar-


los, de los cuales todo género de verduras, como rábanos, lechugas,
coles, borrajas y otros semejantes, a los dieciséis días de haberlas
sembrado las han cogido en regular sazón; los melones, calabazas,
cohombros y cosas así los cogieron a los treinta y seis días, y decían
que jamás los habían comido mejores” (I, 3: 30).22 También los puer-
cos se multiplican a una velocidad inaudita. Más adelante advertirá
que ya se podrán exportar animales desde La Española: “Hay tanta
abundancia de tanta clase de cuadrúpedos, que ya se traen a España
caballos, y cueros de bueyes y de ganado. Ya en muchas cosas la
‘hijita’ socorre a su ‘madre’” (III, 7: 219). De todo lo anterior se de-
duce una clara dimensión político-comercial: los nuevos territorios
descubiertos son provechosos para España, también en lo alimenticio,
y contribuyen a ensalzar la expansión imperial española. Sabemos que
en realidad la exportación de oro proveniente de las nuevas tierras
descubiertas cobraría más importancia y que la llegada a España de
productos alimenticios fue más lenta, mucho más reducida y compli-
cada.

6. ¿Cómo describir el Nuevo Mundo comestible?

En cuanto a la forma en que se presenta este texto, resulta difícil


ahondar en lo estilístico al tratarse de una traducción. No obstante,
quisiera formular tres observaciones generales al respecto.
En primer lugar, se ha repetido hasta la saciedad que Pedro Mártir
recurre a las comparaciones doctas, puesto que el texto de este huma-
nista está impregnado del espíritu clásico (y no del bíblico como en el
caso de Colón): establece lazos entre los diferentes reinos en La Espa-
ñola y las diferentes partes de Lacio (I, 2: 23) o dice que la vida de los
indígenas es una Edad de Oro (I, 3: 38-39). En la comida tal vez es
donde menos se puede basar en la antigüedad. Plinio nunca había
descrito el maíz y en la Antigüedad se creía que en la zona tórrida no
había vida. Cuando Mártir se apoya en alguna autoridad, el intento
queda frustrado:

Sentáronse y disfrutaron contentos de los peces cogidos con ajeno trabajo,


dejando las serpientes, las cuales afirman que en nada absolutamente se
256 Rita De Maeseneer

diferencian de los cocodrilos de Egipto sino en el tamaño; pues de los


cocodrilos dice Plinio que se encontraron algunos de diecicocho codos, pero
las mayores de estas serpientes tienen ocho pies. (I, 2: 33)

Conforme con lo que dice Louise Bénat-Tachot (2005: 82) no siempre


funcionan las observaciones y las clasificaciones de Plinio, pero las
aplica, por analogía y a pesar suyo, para poder basarse en el funda-
mento por excelencia.
Una segunda observación atañe al uso de los indigenismos, que son
todos neologismos en latín, recurso que le reprocharon mucho a
Mártir. A diferencia de Colón que va introduciendo paulatinamente
palabras americanas, –también en lo culinario–, o de Cuneo quien se
limita a dar perífrasis, Mártir incluye los indigenismos desde la prime-
ra mención, acompañados de una perífrasis explicativa. Muchas veces
constituye la primera atestiguación de la palabra tal como lo prueban
los estudios de Alegría y Moreno de Alba. Para los ingredientes mu-
chas veces inexistentes en España no le queda otra que introducir las
palabras desconocidas. Incluso en el texto en latín se percibe la extra-
ñeza, ya que muchas veces ni siquiera latiniza las palabras indígenas
ni las declina. Por un lado se puede considerar esta introducción de
palabras indígenas como un “acriollamiento”23, una prueba de acerca-
miento a la cultura diferente, diría casi a la fuerza. Por otro lado,
Pedro Mártir intenta sacar el carácter enajenante a estos términos
domesticando su pronunciación. Como ya he dicho Mártir asimila y
coteja con lo conocido estos productos que dan fe de la varietas del
mundo. Por eso, para muchos realia de allá insiste también en que se
pueden pronunciar fácilmente: “[...] todos los demás vocablos los
pronuncian no menos claramente que nosotros los latinos” (I, 1: 14).
Menciona la manera como hay que acentuar estas palabras recurriendo
a la fórmula “con acento en la ...”, lo que comparte con otros autores
como Las Casas u Oviedo. Tiene que ver con la lectura en voz alta
que todavía se practicaba mucho en aquel entonces. Pero a la vez
Mártir (al igual que Las Casas y Oviedo) transfieren al alfabeto latino
los sonidos con los que los indios se referían a su entorno y contribu-
yen a domar por la letra el Nuevo Mundo. Advierte Carrillo Castillo
inspirándose en las ideas de The Darker Side of the Renaissance de
Mignolo: “A través de esta operación, los nombres de las cosas, el
acceso al conocimiento por excelencia, podían ser transcritos y leídos,
trascendiéndose así el carácter transitorio e inestable de las manifesta-
ciones orales.” (2004: 151)
El Nuevo Mundo comestible de Colón 257

Finalmente, vemos que en lo culinario, más que en otros campos,


Mártir procede por repetición y amplificación, procedimientos típicos
del género epistólico. (Trueba Lawand 1996: 104-107) En la tercera
Década que trata de Tierra Firme, Mártir vuelve sobre las plantas
comestibles, pero dedica más atención a la manera como se cultiva la
yuca, y especifica más sobre la batata y el trigo. La repetición (con
amplificatio) es un recurso textualizado en las Décadas. En parte se
puede explicar por la pérdida de memoria de la cual Mártir ya se queja
en la quinta Década. También se debe a la publicación fragmentada de
estos textos dirigidos a diferentes personas de modo que tal vez el
interlocutor no siempre dispone de la información contenida en las
décadas anteriores. En parte, el mismo Pedro Mártir la justifica. En el
capítulo ocho de la tercera Década, dedicada al Papa León X, leemos
la siguiente observación, bien impregnada de la dimensión religiosa
que Pedro Mártir, sacerdote desde 1492, no muy ferviente por lo
general, acentúa en consideración de su interlocutor beato:

Si en el discurso de mi narración repitiere estas cosas alguna vez; si de cuando


en cuando hago una digresión para contar estas cosas [sobre animales y
plantas], no se me enoje Vuestra Santidad, Beatísimo Padre. El entusiasmo de
mi alegría cuando sigo, cuando veo, cuando escribo estas cosas, me agita cual
cierto espíritu de Apolo y de las Sibilas, y me obliga a referir muchas veces lo
mismo, principalmente cuando comprendo hasta dónde llega la amplitud de
nuestra religión. (III, 8: 226)

Más adelante, para clausurar la cuarta Década, Mártir introduce otra


reflexión metaliteraria después de haber alabado una vez más la abun-
dancia de La Española:

Pero me ha parecido bien repetir la mayor parte de ello [los beneficios de la


Naturaleza], porque me parece que muchos lectores, apartando su atención del
peso de negocios graves, la han aplicado a recordar estas cosas, y los labios no
rehusan lo que bien sabe con tal que la materia, de sí preciosa, se cubra con
preciosa vestidura. (IV, 10: 288)

7. La importancia de las suaves narraciones

Esta incursión en los contextos culinarios en Pedro Mártir me lleva a


las siguientes hipótesis y conclusiones.
Como era de esperar en un texto del Descubrimiento, el tema culi-
nario sirve más bien propósitos político-comerciales, y no interesa por
258 Rita De Maeseneer

su otredad en primer lugar. En la cadena producción-distribución-


preparación-consumo importan los dos extremos, las posibilidades de
cultivo y el carácter comestible para paladares españoles. No viene al
caso hablar de la distribución (mercados, almacenamiento), ya que aún
nos encontramos en la fase del Descubrimiento sin énfasis en la colo-
nización. En Cortés, por ejemplo, se insistirá en los mercados, pues el
contexto y las intenciones ya serán diferentes. Tampoco nos entera-
mos de la cocina prehispánica aparte quizá de las técnicas del asado.
Advierte Domingo:

En los lugares del Descubrimiento, la cocina prehispánica queda sólo de


forma muy residual. La devastación de la cultura local, cocina incluida, fue
prácticamente completa, y tan sólo en algún plato podrían encontrarse huellas
de la cocina de los indígenas. Quedan, eso sí, aunque incorporados en recetas
llegadas de Europa o mestizadas, los productos locales. Fue una dieta, según
Levi [sic; Leví] Marrero en su trabajo ‘Población y economía indocubanas’,
perfectamente adaptada a las formas de vida y al mundo definido por
Cristóbal Colón como un Paraíso. (Domingo 1984: 26)

En sus descripciones culinarias Mártir intenta apropiarse de lo desco-


nocido, pero sigue habiendo grietas por no poder incorporar lo otro a
lo universal. El otro es un otro asimilable en la visión de este humanis-
ta para quien la humanidad es una, aunque presenta ligeras diferen-
cias. No ataca la superioridad de lo occidental, por supuesto. A pesar
de esta concepción holística del mundo, no siempre llega a dominar lo
nuevo en toda su complejidad. De la misma manera que no presenta
una imagen blanquinegra ni de los españoles ni de los indígenas, de la
misma manera que no intenta oponerse tajantemente a las afirmacio-
nes de Colón quien cree haber llegado a las costas asiáticas
(O’Gorman 1972: 18-41), en la descripción de la comida y sobre todo
en el tema del canibalismo no es radicalmente excluyente.
Parece que los cronistas en su acercamiento a la alimentación, al
igual que a otros temas novedosos, recurren a una serie de tópicos.
Paradójicamente los primeros cronistas se inspiran en un conjunto
restringido de sintagmas conocidos para describir lo nuevo. Además,
todos se repiten y no es fácil rastrear el origen de determinadas imá-
genes o comparaciones. Se crea por tanto una especie de koiné culina-
ria/alimenticia en los relatos del Descubrimiento. De esta manera
también lo más cotidiano y referencial se convertiría en lo ficcional, lo
escritural, lo más intertextual. Hasta amenazaría con convertirse en lo
estereotipado que aparentemente es lo más domesticable. Otra conse-
El Nuevo Mundo comestible de Colón 259

cuencia sería que la descripción de la comida, por lo menos en lo que


atañe al área caribeña al inicio del Descubrimiento, no pueda adquirir
rasgos proto-identitarios, puesto que la diferenciación culinaria entre
una isla descubierta y otra es mínima hasta inexistente, lo cual se ha
corroborado en las excavaciones precolombinas. Tampoco se estable-
cen muchos distingos sociales: no se manifiesta un gran deseo de
acercarse a las estructuras sociales del otro.
Los breves cotejos de las descripciones nos indican también cuánta
manipulación puede existir en la presentación de lo culinario. Según
se van omitiendo o destacando datos, va cambiando la imagen, y es
precisamente lo que los textos nos presentan: imágenes, representa-
ciones, ficciones. Los datos factuales compiten constantemente con
proyecciones y ficcionalizaciones. Citando a Rabasa hay un constante
vaivén entre facts y fables o en la variación de William Nelson entre
fact y fiction.
El texto de Mártir refleja los tanteos iniciales y todas las dificulta-
des de enfrentarse a lo nuevo, la lucha entre su mundo dominado por
códigos clásicos y un mundo nuevo, la tradición y la modernidad. Las
referencias culinarias aligeran los textos y la manera muy pormenori-
zada de describir a veces los platos y las costumbres recalcan su litera-
riedad. La descripción de la comida responde a una realidad apremian-
te y a la vez contribuye a realzar lo placentero, lo erótico exótico,
hasta lo fabuloso. Esta mezcla de dolor y placer caracteriza la manera
de enfrentarse a la alteridad del Nuevo Mundo. Stephanie Merrim
quien se apoya en Mary Baine Campbell lo formula de la siguiente
manera:

Given the desestabilization occasioned by the advent of the New World for
the Old, sixteenth-century Spanish accounts of the colonies manage the
anxiety of newness, alterity, and conquest with a carefully calibrated mix of
pain and pleasure. To transmute the former with the latter, what Mary Baine
Campbell calls texts’ “colonialogic” (63) tends to site anxiety-provoking
issues in pleasure zones, that is, under the aegis of pleasure. (Merrim 2004:
218)

Y Merrim añade que se trata de “sensational, sensorial, seductive


novelty”. (2004: 218) La comida precisamente forma cierto contrape-
so a la crueldad que se encuentra del lado humano. Mediante la inte-
gración de los elementos sensoriales de la gastronomía se quita la
agresividad, o, en palabras de Mártir, “a fin de que con esta suave
260 Rita De Maeseneer

narración se temple el mal humor que hayan producido narraciones


sanguinarias” (III, 10: 246).

Notas
1
Este texto no fue presentado en el coloquio. Una versión un tanto diferente fue
publicada en Casa de las Américas, 247 (abril- junio 2007): 24-37. Agradezco al
comité editorial de Casa el que me permitieran incorporar el ensayo a este volumen.
2
Se discute la fecha de nacimiento de Pedro Mártir cuyo ‘apellido’ Anglería no
tendría que llevar acento (Angleria), ya que proviene de Anghiera (Angera), lugar en
Lombardía, según Antonio Alatorre. (1992: 67)
3
Véanse también las observaciones de Juan Fernández Valverde ‘Para una edición
crítica de de las Décadas de Orbe Novo de Pedro Mártir de Anglería’. Para este
trabajo manejo la traducción de Torres Asensio de las ocho Décadas publicadas en
1530. Existe otra traducción (a veces superior) de Carlo Agustín Millares publicada en
México en 1964 y prologada por Edmundo O’Gorman. He consultado asimismo la
excelente traducción de la primera Década propuesta por Gil y Varela que se basan en
las ediciones de 1511 y 1516. También he cotejado los textos con la versión en latín
tal como figura en la edición bilingüe de Brigitte Gauvin.
4
Advierte Juan Gil: “Pedro Mártir, muy lejano a la ubérrima facundia de Tito Livio,
pretende imitar la áurea concisión de Salustio.” (1984: 37) Ni siquiera respeta el lapso
de tiempo de diez años, ya que en su primera década cubre 18 años. La única relación
con el dígito es que llega a escribir diez capítulos para la primera década.
5
En adelante citaré por esta edición indicando la Década con una cifra romana,
seguida por el capítulo y la página.
6
Véase ‘Le vol de l’Amérique ou le monopole italien’ de Carmen Bernand y Serge
Gruzinski (1991: 175-180) y Antonello Gerbi. (1978: 144-145) Recuerdo también que
Menéndez Pelayo, no desprovisto de cierta xenofobia, lo tilda de “italiano hasta las
uñas” en ‘De los historiadores de Colón’ (1942 VII: 82).
7
Remito al apartado de Oviedo dedicado a la piña/cardo/alcachofa estudiado por
Louise Bénat-Tachot en ‘Ananas versus cacao’ (1997), por Rabasa (1993: 141-147) y
por López-Baralt (2005: 188-190) como ejemplo de la imposibilidad de definirla, su
irreproductibilidad, su carácter plurisensorial y su oscilación entre lo asible, lo antiguo
y lo nuevo. Véanse también las observaciones de Guerrero en este volumen.
8
El fragmento se encuentra con pocas variaciones en Andrés Bernáldez, el Cura de
los Palacios. (1962: 284-285) Ha sido retomado hasta por autores contemporáneos,
por ejemplo, en Vigilia del Almirante de Augusto Roa Bastos quien lo relaciona con
leyendas tupí-guaraní. (1992: 311)
9
Encontramos en la carta 146 del 5 de diciembre de 1494 una descripción bastante
parecida: “Atacan las aldeas de sus habitantes, y a los hombres que cogen se los
comen crudos. Castran a los niños, como nosotros a los pollos; cuando ya han crecido
y engordado, los degüellan y los comen. Prueba de ello tuvieron los nuestros cuando,
al arrimar las naves, aterrorizados por el tamaño nunca visto de los navíos, los caníba-
les, abandonaron sus casas y huyeron a las montañas y a los espesos bosques. Entran-
do los nuestros en las casas de los caníbales -que son redondas, construidas con
maderos de pie- encontraron colgadas de las estacas piernas de hombres saladas,
como nosotros solemos hacer con las del cerdo, y la cabeza de un joven recién mata-
El Nuevo Mundo comestible de Colón 261

do, llena aún de sangre, y pedazos del mismo joven en ollas para cocerlos junto con
carne de patos y papagayos, y otros puestos al fuego en asadores.” (Mártir 1990: 42)
También Vespucio en su carta “Mundus Novus” establece un paralelismo con las
carnicerías. Habla de “la viande humaine salée, suspendue au plafond, comme il est
de coutume, chez nous, de suspendre du lard et de la viande de porc”. (Vespucci
1992: 78)
10
Sabemos que Las Casas en su afán de presentar al noble salvaje se limitará más
tarde a repetir lo dicho por Colón e incluso desmentirá sistemáticamente el canibalis-
mo o por lo menos lo sorteará de diferentes maneras, “por comparativismo cultural, la
formulación de un sentido bíblico para la resistencia caribe, el reconocimiento de una
dimensión teológica en algunos ritos caníbales, y la construcción de un nuevo caníbal
–el conquistador y el encomendero” (Jáuregui 2003: 207) .
11
El aje ya aparece desde la edición de 1511, la evocación de la yuca fue añadida a la
edición de 1516 y el maíz ya está descrito en la primera edición de 1511, pero no es
designado con la palabra maíz hasta en la de 1516.
12
El aje es la batata según la nota del traductor. Hortensia Pichardo explica en una
nota a la carta de Diego Velázquez del primero de abril de 1514 que existe efectiva-
mente mucha confusión sobre este tubérculo. Ella lo identifica con el boniato, es
decir, la batata. (1977 I: 75 n.15) Gauvin explica en una nota: “Le terme ages, latini-
sation de l’espagnol aje, désigne toutes sortes de tubercules proches des ignames.”
(2003: 277 n. 28) El ñame que Colón vio en Africa es un tubérculo introducido hacia
1540. (Ortiz Cuadra 2006: 187 n.42) En su vocabulario exótico al final de su obra
Olmedillas de Peréiras dice que son “especialidades de nabos” que nombran los
indígenas con distintos vocablos. (1974: 200) Coma y el doctor Chanca lo asemejan a
un nabo y alaban sus cualidades nutritivas. Mi magra conclusión es que se trata de un
tubérculo tropical, probablemente de la familia de las batatas, tal como lo demuestra
Guerrero en su ensayo de este volumen apoyándose en Marcio Veloz Maggiolo y
Chez Checo.
13
Me inspiro en la idea de Yolanda Martínez San-Miguel quien comenta las “roturas”
de la estructura especular en el Inca. (2003: 72)
14
Las observaciones de Arjun Appadurai sobre La India van en la misma dirección,
ya que insiste en la dimensión moral y médica de muchas cocinas entre las cuales no
considera las precolombinas: “Like the cooking of ancient and early medieval Europe,
preindustrial China, and the precolonial Middle East, cooking in India is deeply
embedded in moral and medical beliefs and prescriptions.” (1988: 5)
15
La traducción propuesta por Gil y Varela es netamente superior: “Inducido por el
gracejo de la hermana del rey decidió el Adelantado dar un bocado con tiento a la
iguana, pero cuando el sabor de la carne comenzó a deleitar su paladar y su gaznate,
parecía que las comía a dos carrillos; después, no las tomaban con la punta de los
dientes o sin mancharse apenas los labios, antes bien, convertidos todos en unos
glotones no tenían más tema de conversación que hablar de la exquisitez de las
serpientes y de que era manjar más suculento que acá el pavo, el faisán o la perdiz.”
(Gil 1984: 91-92) La descripción de la iguana por Hernando Colón es mucho menos
sugerente y viva: “(…), pues [la sierpe] era el mejor alimento que tenían los indios, ya
que, una vez quitada aquella espantosa piel y las escamas de que está cubierta, tiene la
carne muy blanca, de suavísimo y grato gusto; la llamaban los indios iguana.” (2000:
117) Sobre la confusión entre iguana, serpiente, lagarto y cocodrilo, véanse Gerbi
(1978: 245-251) y las observaciones de Oviedo (libro XII, cap. VII) comentadas por
262 Rita De Maeseneer

Carrillo Castillo. (2004: 154-155) Para la asociación de las iguanas con las élites en
las culturas de los antiguos mayas y de Panamá y las Grandes Antillas, véase Mary W.
Helms, “Iguana and crocodilians in tropical American mythology and iconography
with special reference to Panama”. Stephanie Jed (1997: 52-56) comenta un uso
comercial de la iguana. La iguana, este animal que no parecía comer según Oviedo,
fue enviada por el cronista en 1540 a Ramusio en Venecia con el fin de atraer a
inversores para este Nuevo Mundo tan exótico y fantástico. Es sabido que Ramusio no
sólo era su editor sino también su socio en un negocio que consistía en vender en
Santo Domingo productos de Venecia, para luego comprar ron y azúcar en Santo
Domingo que sería vendido en Cádiz. Existía por tanto una relación comercial y
cultural con Ramusio. El regalo y la descripción de la iguana con sus curiosas cos-
tumbres culinarias (es decir, no comía), estaba por tanto al servicio de todo un marke-
ting de lo exótico y conectaba de esta manera con un género muy exitoso en aquel
entonces, las novelas de caballerías
16
Mártir advierte la violencia y la rapiña de los españoles: “[...] so pretexto de buscar
oro y otras cosas insulares, nada dejaban intacto o impoluto” (1, 4: 44). Remito
también a las observaciones sobre la iguana en el ensayo de Guerrero incluido en este
volumen.
17
Comer la comida de allá es una verdadera humillación, como se desprende de una
mención ulterior sobre Jamaica: “(...) les aliviaban el hambre algunas veces con pan
de aquella tierra; pero, ¡cuánta miseria y desdicha es, Beatísimo Padre, haber de lograr
el pan mendigándolo! Conjetúrelo Vuestra Santidad, principalmente cuando falta lo
demás, como vino, carne y todo lo que se hace de leche prensada, con que suelen
alimentarse desde niños los estómagos de los europeos” (III, 4: 194). Curiosamente,
en la epístola 152 del 10 de enero 1495 sobre La Española, Mártir defiende una tesis
contraria sobre el cazabe, más conforme con la realidad: “Los nuestros gustan más
comer el pan de raíces de aquella tierra, que no de trigo, porque es de sabor más
agradable y se digiere más fácilmente.” (Mártir 1990: 48) Respecto a la omisión del
hambre Brigitte Gauvin advierte: “On peut par exemple noter que Pierre Martyr ne
signale pas les difficultés des colons d’Hispaniola (famine, maladie, mortalité...) avant
le livre V, alors qu’elles sont apparues beaucoup plus tôt: sans doute ses informateurs,
à la tête desquels se trouvait l’Amiral, n’ont-ils pas jugé bon d’attirer l’attention du
chroniqueur sur ce point.” (2003: XXXI). El hambre desempeñará un papel más
importante en la tercera Década que relata la expedición de Vasco Núñez de Balboa
18
Advierte Guillermo Jiménez Soler en ‘De cómo los cubanos esquivaron el hambre y
burláronse de ella’: “El vestigio más remoto y primero en nuestra historia de estas
añagazas gastronómicas es el cazabe, hecho con la yuca, que los primeros colonizado-
res tuvieron que tragarse en contra de su voluntad, en sustitución del pan de trigo que
no tenían a mano para engañar al hambre en la Isla o en Tierra Firme o en sus naves.”
(2006: 36)
19
En una edición ulterior se han añadido ilustraciones, tal como advierte Julio
Sánchez Martínez: “[La edición de las ocho décadas] Fué reimpresa dos veces en
París, la primera en 1533 y luego, en 1587, con anotaciones e ilustraciones por Rich.
Hakluyti [sic].” (1949: 183)
20
Discrepo con la identificación por parte de Juan Gil. Aunque Gil dice que los dos
primeros capítulos van dedicados a Ascanio Sforza, advierte sobre este fragmento
extraído del segundo capítulo: “(...); y, al probar las presuntas especias de la isla,
El Nuevo Mundo comestible de Colón 263

[Mártir] siente en su lengua un vivo escozor cuya molestia intenta ahorrar al cardenal
Luis de Aragón (I, 2, 19).” (Gil 1984: 27)
21
La traducción propuesta por Gil y Varela me parece más fluida: “Si quieres gustar
los granos o una telilla que verás desprenderse de los granos o la propia madera,
ilustrísimo príncipe, pruébalos llevándolos a la punta de los labios, pues, aunque no
son dañinos, son picantes por la enorme intensidad del calor y queman la lengua, si se
posa en ellos largo tiempo; pero si queda escocida por casualidad al probarlos, des-
aparece al punto la aspereza bebiendo agua.” (Gil 1984: 62)
22
Se repetirá casi exactamente esta serie de cultivos en relación a Urabá en Tierra
Firme (II, 9: 149). Cabe observar que matiza algo la fertilidad en el sentido de que no
rinde tanto el cultivo de trigo (I, 10: 88), lo que es un hecho comprobado. (Véase ‘El
trigo en la alimentación americana de la primera mitad del siglo XVI’ de Del Río
Moreno, López y Sebastián donde se prueba que no fue posible cosechar trigo en las
Antillas). En su introducción Gauvin arguye que va desapareciendo la exaltación de la
naturaleza en la primera Década. Se puede agregar que ulteriormente vuelve a subra-
yarse para culminar en la evocación idílica de Jamaica en la octava Década.
23
Llarena González ve en Bernal el inicio del acriollamiento, el inicio de un lenguaje
criollo, un discurso americano. Con razón advierte Yolanda Martínez San Miguel:
“(...): este “acriollamiento” comienza a gestarse desde los textos de Colón, Pané, y
Cortés, entre tantos otros, porque todos ellos comienzan a apropiarse de vocablos y
usos indígenas para llenar los vacíos de su escritura. De ahí que se pueda decir que la
experiencia americana marca, necesariamente, los textos de los cronistas, aunque no
exista en ellos una agenda autónoma ni regionalista.” (2000: 124)

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El cocinero puertorriqueño,
El manual del cocinero cubano
y la formación del nacionalismo en el Caribe

Efraín Barradas
A Susan Homar, otra vez más

Los recetarios no se consideran textos de importancia, pero sirven para entender el


proceso de formación del la nación. Así ocurre con el primero cubano (1856) y el
puertorriqueño (1859), un mismo libro con distintos títulos y obra del español Euge-
nio Coloma y Garcés. Este texto en sus dos versiones sirvió como una pieza más en el
desarrollo del concepto de nación en estas dos Antillas. Siguiendo las ideas de Bene-
dict Anderson sobre el nacionalismo decimonónico aquí se postula que los libros de
cocina también son parte de la lista canónica que sirve para construir el concepto de
nación.

1. Aquel otro encuentro fortuito

Me excusarán los lectores de estas páginas, pero para investigar el


tema de la formación del concepto de nación en el Caribe en el siglo
XIX a través de los libros de cocina me veo obligado de valerme aquí
de algunas memorias.1 Me tengo que remontar a un ya lejano 1971.
Era yo entonces un pobre estudiante en el Departamento de Estudios
Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. A la vez,
enseñaba una sección de un curso de introducción a los géneros litera-
rios y me desempeñaba como ayudante de cátedra de Francisco Man-
rique Cabrera, el autor de la que usualmente se considera la primera
historia de la literatura puertorriqueña. Lo poco que ganaba con este
empleo era la totalidad de mis ingresos, porque ya había declarado mi
independencia económica de mis padres, quienes sólo me habían
podido costear mis primeros cuatro años de estudios universitarios.
Como todo pobre estudiante, me paseaba frecuentemente por las
librerías pero con muy poca frecuencia podía comprar alguno de los
libros que golosamente examinaba. Un día, casi al final del año
268 Efraín Barradas

académico 1970-71, vi en una de esas frecuentes excursiones bi-


bliográficas un libro que se acababa de publicar. Se titulaba El cocine-
ro puertorriqueño y era una nueva edición del que se supone que sea
el primer libro de cocina o recetario boricua. Esta nueva impresión
aparecía bajo el sello de la Editorial Coquí y con un prólogo de Emilio
M. Colón, el director de dicha empresa. En la introducción Colón
decía que el libro había aparecido originalmente en 1859, que había
una segunda edición y que sólo se conservaba un ejemplar de la terce-
ra, de 1890, publicada en Puerto Rico en la Imprenta Acosta, la más
importante casa editorial boricua del siglo XIX. Colón nos informaba
también que no se conocía ningún ejemplar de la primera edición pero
que sabíamos que había aparecido en 1859, porque en su Bibliografía
puertorriqueña de 1887 Manuel María Sama nos informa de su exis-
tencia. Si la de 1890 era la tercera edición, debió haber una segunda,
pero no sabemos cuándo apareció porque no tenemos ejemplares ni
noticia de la misma. Hoy sólo tenemos una copia de la tercera edición,
la de 1890, que se conserva entre los libros raros de la Colección
Puertorriqueña de la Biblioteca Lázaro en la Universidad de Puerto
Rico en Río Piedras. La edición el 1971 era, pues, la cuarta y la hojeé
ávidamente en las librerías, pero no la compré porque no tenía dinero.
Eso sí, la puse en la lista mental de libros que tenía que adquirir algún
día.
Por cuatro años más continuaron los míos de pobre estudiante.
Cuando comencé a trabajar el libro, que apareció en una tirada limita-
da, ya no se conseguía. Así que me olvidé de El cocinero puertorri-
queño hasta 2004, cuando apareció la quinta edición. En un viaje a
Puerto Rico la hallé y no titubeé un minuto; compré una copia que
devoré –y aquí este verbo es muy apropiado–. La lectura abrió muchas
puertas y suscitó mayores preguntas. ¿Por qué si hubo tres ediciones
de este libro en el siglo XIX sólo tenemos en Puerto Rico un ejemplar
de 1890? ¿Quién fue el autor o la autora de este texto tan popular que
mereció tres ediciones, caso único en nuestra historia editorial?
Ningún otro libro boricua del siglo XIX tuvo tantas en el espacio de
21 años. Ni El jíbaro, libro que se emplea para marcar el nacimiento
de nuestras letras, ni La charca, una de las mejores novelas naturalis-
tas de toda Hispanoamérica, ni la poesía de Gautier Benítez, nuestro
gran poeta romántico, todos clásicos desde su aparición, tuvieron tres
ediciones en ese siglo. El cocinero puertorriqueño fue obviamente un
libro muy popular. ¿Por qué, entonces, sabemos tan poco del mismo?
El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano 269

Portada de El cocinero Puerto-Riqueño.


[José Carvajal, ed. 2004. Puerto Rico: Ediciones Puerto.]
270 Efraín Barradas

2. ¿Dos recetarios?

Quería responder a esa pregunta, pero no sabía por dónde comenzar.


La clave para emprender la pesquisa me la ofreció el editor de la
quinta edición de El cocinero puertorriqueño, José Carvajal, quien
dice en el prólogo a ésta que había un libro paralelo al nuestro en
Cuba, el Manual del cocinero cubano y que éste había aparecido en
1856, tres años antes. Pero José Luis Díaz de Villegas, un entusiasta
comentarista de la cocina caribeña, dice en otro texto sobre nuestra
gastronomía que este libro de cocina era meramente una adaptación
del cubano. Ni Carvajal ni Díaz de Villega explican cómo llegaron a
esta observación. Pero este dato me llevó a buscar una copia de ese
otro recetario antillano. Exploré los catálogos de cuanta biblioteca
caribeña, latinoamericana, estadounidense y europea al que tuve acce-
so a través del Internet. Nada hallé. La fuente más obvia era la Biblio-
teca Nacional José Martí de La Habana, pero ésta no tiene un catálogo
en línea. Así que me aventuré a enviar un correo electrónico a esa
institución con la esperanza de que alguien me respondiera. Tres
semanas más tarde recibí la añorada respuesta: se me informaba que la
biblioteca tiene una única copia de la segunda edición del libro, de
1857. Pero lo que me verdaderamente me sorprendió fue que la biblio-
tecaria cubana me diera el título completo del libro que todo sus estu-
diosos llaman solamente Manual del cocinero cubano y del que dicen
es anónimo. Ahí estaba en el correo electrónico que recibía de Cuba el
título completo de ese recetario: Manual del cocinero cubano: reper-
torio completo y escogido de los mejores tratados modernos del arte
de cocina por Don Eugenio Coloma y Garcés. ¿Por qué nadie había
dado el título completo? Creo que muy pocas personas han vuelto a
estudiar este texto y por eso sólo citan el título por otras fuentes y de
manera incompleta. Pero, ¿quién era este señor de dos apellidos uni-
dos por una aristocrática conjunción que se había dignado a publicar
el primer recetario cubano? ¿Qué relación existía entre éste y nuestro
primer libro de cocina? Al menos ya tenía una nueva clave: sabía
quién había escrito o recopilado el primer libro de cocina cubano,
libro que ya algunos emparentaban con el nuestro.
Este nuevo dato me llevó a nuevas pesquisas bibliográficas y a en-
terarme, por sendas mínima nota en la vieja Enciclopedia Ilustrada de
Espasa Calpe y en el Diccionario biográfico cubano (1878) de Fran-
cisco Calcagno, que Coloma y Garcés fue un español que vivió gran
El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano 271

parte de su vida en Cuba (no sabemos sus fechas vitales) y que pu-
blicó todo tipo de manuales, incluyendo uno de derecho que se utilizó
como libro de texto en la Universidad de La Habana hasta principios
del siglo XX. En la colección de libros raros de la biblioteca de la
Universidad de la Florida se atesoran varios de sus libros, pero no el
de cocina. De nuevo, por la casi magia del Internet, descubrí que la
British Library reclamaba tener una copia de la primera edición del
manual de cocina cubano, la edición de 1856. Para este punto ya había
contagiado con mi entusiasmo a todos los bibliotecarios de la colec-
ción latinoamericana de la biblioteca de la Universidad de la Florida y
éstos se ofrecieron a conseguirme un micro-film del libro. Se pusieron
de inmediato en contacto con sus colegas británicos y a la semana
recibimos un correo electrónico que nos aclaraba que no podían enviar
un micro-film, porque en un bombardeo alemán durante la Segunda
Guerra Mundial la única copia del Manual del cocinero cubano que
atesoraba la British Library se había quemado junto con cientos de
otras joyas bibliográficas.
Se me cerraba esa puerta y debía intentar abrirme otras. Para hacer-
lo obsesivamente busqué todo lo que podía hallar sobre alimentación y
cocina en el Caribe. El azar y los excelentes fondos de la colección
latinoamericana de la biblioteca de la Universidad de la Florida me
pusieron en las manos un texto de pocos méritos pero clave para mi
trabajo cuasi detectivesco. Se trata de un libro titulado Gastronomía
caribeña escrito por un venezolano, José Rafael Lovera, y publicado
en Caracas en 1991. La primera parte de este libro consiste en un
comentario sobre la dieta de los países del Caribe desde la perspectiva
de un nutricionista. Esta primera parte no tenía gran interés para mí,
pero en la segunda Lovera recoge recetas de cinco libros de cocina de
la Cuenca del Caribe del XIX: un libro guatemalteco de 1844, uno de
Trinidad del 1900, uno venezolano de 1861, veintitrés recetas del
Manual del cocinero cubano, que él dice es de 1857 (obviamente
había manejado la edición que se conserva en la biblioteca de La
Habana) y treinta y cinco de El cocinero puertorriqueño. Leí con
avidez esas veintitrés recetas del libro cubano. Y la sorpresa fue gran-
de pues éstas me parecían muy familiares. Saqué mi copia del receta-
rio puertorriqueño y hallé que esas 23 recetas se incluían en el receta-
rio nuestro y que eran idénticas o casi idénticas en ambos, casi palabra
por palabra.
272 Efraín Barradas

Para entonces ya me había puesto en contacto con dos de las auto-


ridades en el campo de la gastronomía caribeña, particularmente la
boricua: José Luis Díaz de Villega y Cruz Miguel Ortiz Cuadra. Am-
bos me ofrecieron claves para aclarar el problema del origen de estos
recetarios. Díaz de Villega me encaminó a La enciclopedia de Cuba
(Tomo VIII), donde hallé reproducidas treinta y una recetas del Ma-
nual del cocinero cubano. De éstas, cuatro no aparecen en El cocinero
puertorriqueño, pero las demás son idénticas a las que se hallan en el
texto boricua. De nuevo las coincidencias era casi identidad. Aunque
el texto boricua moderniza y corrige algunas estructuras sintácticas del
cubano y también cambia algunos términos para acoplarlos al uso de
esta otra Antilla –por ejemplo, el ‘boniato’ se convierte en ‘batata’–
no cabía duda de que los libros eran idénticos.
Y ya, por fin, el verano de 2007 tuve en mis manos una copia de la
edición de 1856, la única que creo se conserva, del Manual del coci-
nero cubano. La hallé en la Biblioteca Latinoamericana de la Agencia
Española de Cooperación Internacional en Madrid.2 Por fin podía
cotejar los dos libros y no cabía ya duda alguna: el Manual del cocine-
ro cubano y El cocinero puertorriqueño son uno y el mismo libro,
obra de Eugenio Coloma y Garcés.3

3. La continuidad de los misterios

Ya había hecho un descubrimiento: sabía que nuestro primer recetario


y el cubano eran un mismo libro y que éste era la obra de un español.
Pero el mismo hallazgo traía a su vez más dudas, más interrogantes,
más misterios. Los principales, probablemente, eran ver cómo y por
qué el autor de nuestro primer recetario era un español acriollado y
cómo un mismo libro sirvió de génesis a la literatura gastronómica de
las dos Antillas.
Los estudiosos del siglo XIX puertorriqueño han visto en este mo-
mento el nacimiento de nuestra identidad como pueblo. Tanto Colón
como Carvajal, en los prólogos a sus sendas ediciones de El cocinero
puertorriqueño, destacan el nacionalismo evidente en este recetario
que se presenta como muestra de que para entonces los puertorrique-
ños éramos un pueblo ya formado, pues hasta teníamos nuestra propia
cocina. Pensemos por un momento en la fecha de la primera edición
del libro de cocina boricua: 1859. Éste apareció diez años después del
primer clásico de la literatura puertorriqueña, El jíbaro de Manuel
El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano 273

Alonso, texto que todavía usamos para marcar el comienzo de nuestra


literatura culta y el despertar de una conciencia nacional. Recordemos
que Antonio S. Pedreira postulaba en su clásico libro sobre nuestra
historia y cultura, Insularismo (1934), que El jíbaro es nuestro Mío
Cid, nuestro Martín Fierro. Recordemos también que nuestro primer
recetario apareció nueve años antes del Grito de Lares (1868), el
movimiento que marca la evidentísima presencia de un grupo de
puertorriqueños que intenta construir una nación y, para ello, intenta
liberarse del poder metropolitano español. No cabe duda, pues, que
nuestro primer libro de cocina es una manifestación más de una con-
ciencia nacional y nacionalista.
Pero si nuestro primer recetario era una copia quizás pirateada de
un libro cubano, ¿qué pasaba con esta imagen de nacionalismo que
hasta imprimía su sello en la gastronomía? El Manual del cocinero
cubano desempeñaba también la función de marcador del nacionalis-
mo en la otra Antilla, aunque curiosamente allá no ha despertado la
misma curiosidad y atención que el recetario en su versión puertorri-
queña ha tenido. Son mucho mejor conocidos y han sido estudiados
con más detalle otros recetarios cubanos posteriores, como el Nuevo
manual del cocinero cubano y español 4, Nuevo manual de la cocinera
catalana y cubana (1858), El cocinero de enfermos, convalecientes y
desganados (1862) y Nuevo manual del cocinero criollo (1903), todos
posteriores al recetario de Coloma y Garcés y casi todos vistos por
Beatriz Calvo Peña como muestras de textos que intentan definir la
identidad cubana ante la española y, más tarde y en el caso del último
de estos recetarios, la estadounidense.5 Pero el caso cubano no era
tampoco muy distinto ni menos problemático que el nuestro, ya que
ese primer libro de cocina nacional era obra de un español, un indivi-
duo que, por la evidencia indirecta que he podido recoger sobre él, fue
funcionario gubernamental y defensor del dominio español sobre
Cuba. Como no tenemos acceso a los archivos de la Imprenta Acosta,
la casa editorial que publicó el libro puertorriqueño, no sabemos si
hubo un acuerdo financiero entre el autor y la editorial sanjuanera o si
se le cambió el título y se le hicieron otros pequeños cambios al libro
cubano para venderlo como puertorriqueño sin el consentimiento del
autor. Lo que sí sabemos con certeza es que ese libro, a pesar de ser
obra de un español, sirvió para asentar la identidad cultural antillana
en el siglo XIX y, en el caso cubano aunque no en el puertorriqueño,
abrió las puertas a otros que intentaron definir lo antillano a través de
274 Efraín Barradas

recopilaciones más auténticas de las tradiciones gastronómicas, pues


los libros cubanos que se publicaron después del Manual del cocinero
cubano son más fieles a la realidad nacional que éste.
Ahora, a pesar de los descubrimientos ya hechos, las preguntas
eran más abundantes y más apremiantes que las respuestas. Aunque ya
sabía que el libro cubano y el puertorriqueño eran idénticos, no podía
establecer con claridad qué significaba todo esto. Tenía que distan-
ciarme un poco del problema, tenía que buscar formas de verlo más
fríamente para así entenderlo mejor.

4. En busca de un contexto mayor

Para cobrar distancia de mi investigación, para entender mejor el


sentido de lo que estudiaba, decidí aprender algo más sobre los receta-
rios o libros de cocina. Descubrí, para mi asombro, que poco sabemos
sobre esos textos. Sabemos, sí, que las primeras recetas que tenemos
aparecen en tablillas de barro en alfabeto cuneiforme; que entre los
greco-romanos el más famoso es el recetario recopilado por Apicio,
quien vivió durante el reinado del emperador Tiberio; que los monjes
medievales recopilaron muchas e importantes recetas; que en el Rena-
cimiento los italianos nos dieron los primeros libros modernos de
gastronomía; que el primer libro de cocina latinoamericano probable-
mente sea uno brasileño de principios de siglo XIX; que en ese siglo
hubo un incremento en la publicación de este tipo de texto en toda
América Latina; que hoy en Amazon.com podemos hallar unos 17.000
libros de cocina a la venta; que, según Jane Kramer, en los Estados
Unidos se publican unos 1.500 al años; que la Schlesinger Library en
Radcliff College tiene la colección más grande del mundo de libros de
cocina, con unos 16.000 ejemplares, que se concentra ésta en libros
norteamericanos; que muy pocas bibliotecas les prestan la atención
debida a los libros de cocina; y que no tenemos una historia ni un
verdadero análisis de éstos.
Probablemente no hemos explorado este campo del saber porque es
un ámbito tradicionalmente asociado a lo femenino. Susan Leonardi,
una de las mejores estudiosas de los libros de cocina como textos
narrativos, se pregunta retóricamente si el dedicar su trabajo a estos
textos no la desacredita ante los ojos de sus colegas, especialmente
ante los de sus colegas varones. La misma pregunta me la he hecho y
me la sigo haciendo. Así es porque tendemos a despreciar estos textos,
El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano 275

ya que los concebimos como algo de poca monta. Recientemente ha


habido intentos de ver los recetarios y la cocina en general como un
ámbito de mayor relevancia, aunque a veces persiste en esos intentos
la visión de lo gastronómico como algo que nunca cae en el centro de
la discusión intelectual.
Mi investigación sobre los libros de cocina, pues, me dejó con po-
cas pistas para continuar mi trabajo. Me di cuenta que éste está aun
por estudiarse a fondo y que debía tener algo de cuidado al acercarme
a estos textos porque son el producto de gente que escribe sobre comi-
da desde la abundancia y desde el deseo de la innovación. En la in-
mensa mayoría de los casos, escriben, leen y consultan los libros de
cocina los que tienen más que suficiente que comer. El cocinero puer-
torriqueño, obviamente, no era lectura de las jíbaras o campesinas del
centro de la isla ni de las negras de la costa, sino de las señoras bur-
guesas de los núcleos urbanos más grandes del país, de San Juan y de
Ponce. Los libros de cocinas son el producto de una sociedad letrada
que quiere sistematizar y controlar todo su mundo, hasta la alimenta-
ción. Por ello están escritos para y por la burguesía que vive en la
abundancia y quiere dominar y marcar su ambiente. Estos libros no
representan necesariamente un retrato fiel de realidad gastronómica de
un pueblo. Por eso para saber qué comían los puertorriqueños en 1859
tenemos que buscar otras fuentes, como diarios de viajeros, listas de
importaciones de comestibles y libros de cuenta de comerciantes. Por
ello el ya clásico trabajo de Berta Cabanillas y el más reciente estudio
de Cruz Miguel Ortiz Cuadra sobre la historia de la alimentación son
herramientas útiles para conocer nuestra historia gastronómica. A los
libros de cocina nos tenemos que acercar con el mismo cuidado y
temor con que un sicoanalista freudiano se acerca a los sueños de su
paciente, ya que el recetario no dice directa ni claramente cuál es la
realidad sobre la alimentación en un momento sino cuáles son las
fantasías y las obsesiones de los comensales de un período.

5. La nación entra por la cocina

El comentario detallado de los dos libros de cocina antillana, que son


uno y el mismo, tendrá que esperar otro momento. Pero sí creo impor-
tante ofrecer ahora una de las claves que me sirvió para entender
mejor el sentido y la importancia de este curioso libro sobre el cual
tanto nos falta por estudiar. Éstas me las ofreció Benedict Anderson,
276 Efraín Barradas

el intelectual estadounidense que ha dado un libro que nos ha servido


para entender mejor el proceso de formación de una nación, proceso
que él ve como el de imaginarse comunidades inexistentes. Anderson
en el fondo sustenta sus ideas en las que ya Ernst Renan nos ofrecía en
el siglo XIX en un breve ensayo que revela casi tanto sobre el proceso
de creación de una nación como muchos libros que se publicaron
posteriormente. Pero la importancia del texto de Anderson es que nos
hace ver cómo se da ese proceso de invención de la comunidad com-
partida que Renan ya postulaba. Según él, la nación surge cuando un
grupo de intelectuales comienza a establecer y compartir unas lecturas
canónicas y van imaginando su comunidad a través de ellas. Esos
intelectuales comparten revistas, periódicos, novelas, poemas épicos y
libros de historia donde se imaginan la comunidad que formará la
nación. A esa lista de Anderson añado el recetario o libro de cocina.
Propongo que casi siempre –en Hispanoamérica y en África, como
apunta Goody, así ocurre, aunque no en la India, por ejemplo y como
apunta Appadurai– los criollos que crean la nación tras romper con el
poder metropolitano, aunque no necesariamente los intelectuales entre
ellos, sienten la necesidad de inventarse una cocina nacional y para
ello se valen de los libros de cocina.
Mi propuesta es simple pero creo que útil: cuando una comunidad
postcolonial comienza a identificarse como nación tiene que inventar-
se una cocina, no en la manera de preparar los alimentos sino en la de
nombrarlos y de reclamarlos como propios. Me explico. Por años, por
décadas, hasta por siglos un grupo pudo estar preparando los alimen-
tos que consumía de una manera particular. Así lo hacía y lo volvía a
hacer sin tener conciencia de que ésa era su forma particular de hacer-
lo. Entonces, cuando la comunidad empieza a imaginarse como na-
ción, esos platos adquieren nombre y se convierten en la cocina nacio-
nal. Una cocina nacional es una de las formas – una entre otras – por
la cual la comunidad se autodefine y se reconoce como nación. Por la
comida también nos definimos como pueblo.
Eso precisamente fue lo que ocurrió en la década de 1850 en Cuba
y Puerto Rico. Estas comunidades comenzaron a tener conciencia de
sí mismas como entidades distintas a la española. Eso lo podía ver
hasta un astuto español acriollado que apoyaba el régimen colonial,
Eugenio Coloma y Garcés. Coloma se inventó un recetario que es, en
verdad, una antología de recetas típicamente cubanas y otras tomadas
de libros europeos de la época, recetas, algunas de ellas, que poco
El cocinero puertorriqueño, El manual del cocinero cubano 277

tienen que ver con la realidad gastronómica antillana. Pero en su libro


aparece con frecuencia y muy sintomáticamente el término ‘criollo’
para definir platos que sirven, a su vez, para fijar lo nacional. La reali-
dad era que la comida cubana y la puertorriqueña del momento no se
diferenciaban tanto; aun hoy las diferencias entre las dos cocinas son
mínimas y, en muchos casos, se centran en la nomenclatura. Las co-
munidades boricuas y cubanas de entonces se valieron del manual de
Coloma para definir su cocina y así definirse a sí mismas como una
comunidad distinta a la metropolitana, a la española.
Este fenómeno se da en toda Hispanoamérica. Sólo que en esos
otros países los libros de cocina aparecen después de la independencia
política, no antes, como en nuestro caso y el cubano. Por toda Hispa-
noamérica en el siglo XIX aparecen libros de cocina que declaran ser
muestra y producto de una identidad nacional. En 1831 en México,
1848 en Chile, en 1853 en Colombia, en 1861 en Venezuela, en 1866
en Perú, en 1890 en Argentina, en 1903 en Costa Rica. En algunos de
estos casos tenemos ejemplares del libro, en otros, sólo tenemos noti-
cia de su aparición y no sabemos quién lo escribió. Lo curioso es que
el caso cubano-puertorriqueño haya sido relativamente temprano:
1856/1859. Lo curioso también es que los cubanos y los puertorrique-
ños hayamos compartido un mismo primer libro de cocina, aunque así
no se supiera en el momento. Pero de todas formas y como en el resto
de Hispanoamérica, aunque sin dejar de ser una sorpresa o una para-
doja, con Manual del cocinero cubano y El cocinero puertorriqueño,
uno y el mismo libro, obra de un burócrata español que apoyaba el
sistema colonial, nos comienza a definir como comunidad imaginada
o nación. Y es que la nación, como el amor, también entra por la
cocina.

Notas
1
Publiqué otra versión de este trabajo con el título de ‘Si Aristóteles hubiera guisa-
do… o el saber también entra por la cocina’ en la revista Cayey (Universidad de
Puerto Rico, número 84, 2007: 49-56). En el presente estudio se incorporan importan-
tes datos descubiertos después de la publicación de ese primer ensayo.
2
Agradezco a la Dra. Izaskun Álvarez Cuartero del Departamento de Historia de la
Universidad de Salamanca su ayuda en localizar este libro.
3
Posteriormente he podido localizar una copia de la primera edición de El cocinero
puertorriqueño en la Biblioteca Nacional de Cataluña. La pista para este hallazgo se
la debo al Dr. Ortiz Cuadra, a quien le doy las gracias públicamente por la informa-
ción sobre el paradero de este texto. Ya con copias de la primera edición de los dos
278 Efraín Barradas

recetarios en mano pude hacer un cotejo de los mismos y no me cabe la menor duda
de que son uno y el mismo libro, con pequeños cambios, como ya había notado al
cotejar algunas de las recetas que había hallado en La enciclopedia de Cuba. En otro
momento habrá que hacer una comparación detallada y un estudio de las dos versio-
nes del libro, la cubana y la puertorriqueña. Pero ya podemos establecer con total
certeza su identidad.
4
Este libro, obra de J.P. Legran, apareció en La Habana, en la Papelería La Cruz
Verde, pero sin fecha de publicación. El adjetivo “nuevo” en su título ha llevado a los
editores de la segunda edición del libro (2005) a postular que es posterior al libro de
Coloma. Se apunta, pues, como fecha de aparición la segunda mitad del siglo XIX.
Concuerdo con esta idea. Sí se sabe que Legran era francés y que tenía un restaurante
en La Habana para 1856.
5
Beatriz Calvo Peña ofrece una visión paralela a la que aquí damos acerca de los
recetarios antillanos. Hay que apuntar que este trabajo fue redactado sin haber visto el
suyo y que Calvo ignora el recetario de Coloma y Garcés, así como el de J.P. Legran.
Obviamente no estudia El cocinero puertorriqueño ya que sólo centra su atención en
la cocina cubana.

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Sabores cubanos de Fredrika Bremer,
la viajera antillana

René Vázquez Díaz

En el vasto periplo americano que la escritora sueca Fredrika Bremer (1801-1865)


realizó a mediados del siglo XIX, los aspectos culinarios ocupan un lugar importante
y poco estudiado. Viajera solitaria y observadora minuciosa, Bremer hace anotaciones
detalladas acerca de lo que come, lo que vive y lo que ve e incluso de lo que intuye
aun sin entenderlo, legándonos estampas periodísticas de los lugares que visita, los
manjares que prueba y las situaciones en las que se involucra.1

La viajera antillana, como ella misma se define en una carta desde


Cuba, no es una escritora cualquiera. Se trata de una novelista de éxito
y de una personalidad insigne, comprometida en la lucha por los dere-
chos civiles y sociales de la mujer. Pese a los lastres ideológicos y
racistas de su clase social, Bremer está muy lejos de lo que Pérez de la
Riva definió, en su obra El barracón, como los viajeros banales.
Haciendo gala de una curiosidad insaciable y muchas veces con un
atrevimiento rayano en la intrepidez, todo lo que ‘descubre’ y porme-
noriza nos permite establecer conexiones históricas y entender aspec-
tos esenciales de su tiempo y su entorno. Ella decía que viajaba no sin
angustia, pero sin titubear, y como estaba fascinada por el universo de
la comida, desde los ingredientes en crudo hasta la forma de organizar
una cena, a su lado es posible hacer un viaje a lo profundo de los
sabores de la Cuba de la esclavitud, tanto en las mansiones suntuosas
y el barracón infame, como en los hoteles habaneros y los saraos de
los sacarócratas de la época del anexionismo y los Capitanes Genera-
les.
Fredrika nació en Finlandia en 1801 y era hija de un acaudalado
industrial sueco-finés que tres años más tarde se estableció con su
familia en Estocolmo. La madre de Fredrika hizo esfuerzos dictatoria-
les, e infructuosos, para convertirla en una joven casadera de la alta
sociedad. Sus niñas debían regirse por un código pedagógico en el que
282 René Vázquez Díaz

había un punto curioso, y crucial, que determinaría el marcado interés


culinario (también podría decirse el trauma) de la Fredrika adulta: las
niñas comerían lo menos posible, en aras de obtener un físico ‘etéreo’
al gusto de la madre buena. Fredrika pasó la infancia y la adolescencia
rodeada de lujos, pero con un hambre constante. Siendo una adoles-
cente, sus padres hacen con ella un viaje de estudio a París y a bordo
del buque que las llevaría hasta Alemania le escribe a su hermana:

A las 10.00, al fin, desayunamos arenque y bocadillos. ¡Ay, Agatha, qué


delicia! Porque si a una la han mantenido sin comer durante todo un día y una
noche, y luego le dan un pedacito de arenque y un bocadillo [...]. Te juro que
algún día publicaré una monografía titulada: La excelencia del arenque
cuando uno ha resucitado del mareo. (Leijonhufvud)

Nunca escribió esa monografía; pero en sus libros de viajes sí nos dejó
tal cantidad de apuntes gastronómicos que configuran un libro de
cocina internacional. Rebelde desde pequeña y consciente de las res-
tricciones impuestas a su sexo por su familia y la sociedad, desde muy
temprano decidió no unir su vida a la de ningún hombre, con la si-
guiente divisa: “El manejo de un hogar sueco es incompatible con el
reino de la fantasía.” (Johansson) Con respecto a la comida, mantuvo
siempre un vivo interés por probarlo todo en sus viajes, pero haciendo
gala de una frugalidad a ultranza que, hasta el fin de sus días y para
victoria póstuma de su madre, mantuvo sus formas delicadas y casi
‘etéreas’.
Gracias a las traducciones y la buena acogida de sus novelas, tanto
en Europa como en Estados Unidos, cuando Fredrika desembarca en
Nueva York el 4 de octubre de 1849 es recibida como una celebridad.
El viaje lo ha financiado con los honorarios de su novela “Vida de
hermanos”. (Syskonliv, Estocolmo, 1848) Desde el primer momento, y
durante toda su estancia en la Unión, la escritora se aloja en casas de
la alta burguesía, lo cual será esencial para sus apuntes culinarios.
Enseguida le presentan a los grandes escritores de la época, que la
acogen como a una igual. Para dar sólo dos ejemplos, conoce a Long-
fellow y a Emerson. Aquél queda tan impresionado con la sueca soli-
taria, que hace una reproducción en yeso de su mano derecha; éste la
lleva a su casa de Concord, donde pasan temporadas de amistad y
charlas literarias. Ningún otro escritor ejercería sobre ella un influjo
tan poderoso como Emerson, y ella es la primera que lo traduce al
sueco. Fredrika entra en contacto con publicistas, negociantes, aboli-
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 283

cionistas, cuáqueros, swedenborganos y representantes del Gobierno.


Visita falansterios, orfanatos, cárceles para mujeres delincuentes,
asociaciones para la liberación de la mujer y algunos manicomios.
Estudia las actividades de la Female Academy, en Brookling, conoce a
Harriet Beecher Stowe y a Lydia Maria Child y viaja en diligencia
hacia el oeste rodeada de hombres rudos que, en la soledad de la pra-
dera, le preguntan con mal aliento a tabaco: “Are you afraid, Maam?”
En un campamento de indios, se mete con ellos en sus tiendas, las
describe prolijamente asombrándose de su limpieza y pulcritud, y
come con ellos. Finalmente realiza un largo viaje fluvial por el Missi-
sipí hasta Nueva Orleans, desde donde zarpa hacia Cuba.
El tren de vida de Fredrika Bremer en Estados Unidos puede califi-
carse de frenético. Durante dos años viaja constantemente, viviendo
‘como una princesa’ pero sometiéndose a todo tipo de ceremonias
sociales bajo la presión doble de sus anfitriones y de su propia curio-
sidad, mientras escribe su testimonio Hogares del Nuevo Mundo, obra
que tiene este elocuente subtítulo: Un diario epistolar, escrito durante
dos años de viaje en Norteamérica y Cuba. En forma de cartas que
regularmente envía a su hermana menor (enferma de tuberculosis en
Estocolmo y que fallecería antes del regreso de Fredrika) la viajera
relata sus impresiones y aventuras. Pero el largo peregrinar por tierras
extrañas arruina su salud. Padece de problemas estomacales y de
migraña. Los cambios de clima le hacen daño, y lo que más la ator-
menta es la mala comida. Escribe en Boston en enero de 1850:

Mi médico asevera que mis males tienen su origen en el estómago [...]. Para
mí, la mayor dificultad consiste en seguir una dieta favorable. Estoy
convencida de que aquí el régimen alimenticio no es saludable ni se adapta al
clima, que es impetuoso y estimulante. En el desayuno, con el pan tostado se
comen cosas agobiantes y mantecosas, como carne de cerdo frita, embutidos
de puerco, tortillas, etc. En las cenas sirven ostras, fritas o en ensalada, y
confitura de melocotón o helados.

Fredrika se queja de que esa comida es abrumadora e indigesta para


los estómagos débiles como el suyo. Teniendo en cuenta las apeten-
cias insatisfechas de su infancia, uno podría esperarse que Fredrika
desarrollara algún tipo de glotonería; lo que ocurrió fue todo lo contra-
rio. Hastiada, en noviembre de 1849 se pregunta: “¿Acaso hay algo
más aburrido, pesado, deplorable, insufrible, excesivo, atroz e inso-
284 René Vázquez Díaz

portable, algo más hecho para matar el alma y el cuerpo que una gran
cena en Nueva York?”
El 29 de marzo del mismo año se encuentra en Charleston, donde
hace un descubrimiento trascendental: prueba los plátanos por primera
vez en su vida y anota: “Saben a jabón. Los plátanos y yo no seremos
buenos amigos”. Sin embargo, ya el 20 de abril ha cambiado de opi-
nión: “Uno aprende a cogerle el gusto a los plátanos. Es una fruta
suave y agradable, y tiene un efecto saludable”. Dos días antes, en
pleno campo, ha probado la comida de los esclavos: frijoles con carne
de cerdo y tortas de maíz. El rancho le parece sustancioso, aunque con
demasiada pimienta para su gusto, y constata que la comida de los
esclavos es más abundante y mejor que la de los campesinos pobres de
su lejano país. “Lo que no les dije fue que es preferible vivir libres con
escasa comida, que vivir esclavizados con alimento en abundancia”.
Pese a los prejuicios de su raza y su clase social, Bremer condenó la
esclavitud en términos muy duros. Sobre todo la situación de la mujer
esclavizada la llenó de indignación en contra de las mujeres blancas,
en cuyo ‘sentido innato’ de la moral, la equidad y la justicia siempre
depositó sus esperanzas. Su decepción fue muy grande. En los estados
esclavistas las mujeres blancas la llenaron de indignación a causa de
su desprecio por las negras esclavas.
Irritada, Fredrika describe una cena en el Sur de la Unión con tanto
sarcasmo, que sirve para comprender su ulterior entusiasmo por las
costumbres cubanas:

En la mesa, aquí la atormentan a una con preguntas y ofrecimientos


incesantes. De tanto responder a las preguntas y los ofrecimientos, es
imposible disfrutar de la comida y aún menos de la conversación. Tampoco
dejan que una se sirva por sí misma. Siempre hay alguien que te llena el plato
de comida, una tía, un tío o un sirviente –en el Sur siempre un negro– y casi
nunca te dan de lo que deseas ni te lo ponen en el lugar del plato que tú eliges
[...] ¿Quiere pickles?, te preguntan. No gracias. Pero dos minutos más tarde
alguien a mi izquierda ha descubierto que no hay pickles en mi plato, y se
apresura a ofrecérmelos: ¿No quiere pickles? No, gracias, para mí no, ¡muchas
gracias! Unos minutos después una persona a mi derecha observa la ausencia
de pickles en mi plato y se apresura a poner delante de mí una fuente con
pickles: ¿No le gustan los pickles? ¡No, gracias! Cuando al fin logro entablar
una conversación de interés con alguien, y le voy a hacer una pregunta
importante, el que está sentado delante de mí se percata de que no tengo
pickles. De modo que una bandeja llena de pickles viaja rápidamente hacia mí,
atravesando la mesa...
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 285

En lo que en su tiempo fue tomado como una violenta provocación,


Bremer suelta la siguiente andanada: “Los plátanos, los negros y sus
bailes son lo más estimulante que he visto en Estados Unidos”.
Durante su estancia como huésped de honor en los hogares de Es-
tados Unidos Fredrika oye hablar muy bien de Cuba, y se contagia con
la fascinación inexplicable que la isla ejerce sobre unos anfitriones
acomodados que, o ya han estado en Cuba, o están locos por visitarla.
Mucho antes de zarpar hacia La Habana ya habla de ‘la reina de las
Antillas’ como un lugar que uno debe visitar si se siente mal, para
recuperar las fuerzas del cuerpo y el alma. Levi Marrero cuenta que
entre los meses de octubre y abril Cuba atraía, “desde el segundo
tercio del Ochocientos, a centenares y aun millares de enfermos nor-
teamericanos, cuya salud mejoraría considerablemente durante y
después de su estancia en lugares altamente sanos, según la experien-
cia y consejo de médicos de Estados Unidos”. En varios lugares de su
libro Fredrika llega incluso a anotar que siente ‘nostalgia’ de Cuba,
país que todavía no ha visto. Simplificando un poco, puede decirse
que la escritora tiene dos grandes motivaciones para ir a Cuba: la
primera es estudiar a fondo la esclavitud bajo el dominio español, para
poder compararla con la esclavitud en Norteamérica; la segunda es
descansar en un clima benigno y benéfico, comer bien, divertirse y
recuperar la salud. O sea, disfrutar de la vida.
Cuando la sueca solitaria llega a La Habana a principios de febrero
de 1851, procedente de Nueva Orleans, se siente enferma, cansada y
prematuramente envejecida. Al principio se hospeda en un hotelito
cerca de la Plaza de Armas que le parece extremadamente caro. La
Habana, botarate y ostentadora, es una ciudad cara. Un viajero de la
época dejó el siguiente testimonio: “La Habana sólo resultaría barata
para alguien capaz de vivir a base de dulce de guayaba y tabaco.”
(Marrero) Fredrika paga 6 dólares al día con pensión completa. A las
7.30 de la mañana toma su primer desayuno, compuesto por café y un
panecillo dulce (la traducción correcta de lo que Fredrika dice que
come es un ‘bollo dulce’, pero ya sabemos que esa formulación es
imposible en Cuba ya que en la Isla la palabra bollo designa el sexo
femenino). A las 9.30 es hora de tomar lo que la viajera llama el se-
gundo desayuno, en el luminoso comedor de mármol del hotel con sus
mesas “exquisitamente servidas, en numerosa compañía, mientras el
aire y la luz deliciosos entraban a raudales por las puertas y las venta-
nas abiertas”. (Bremer) La costumbre de la época era, como cuenta
286 René Vázquez Díaz

Fredrika, madrugar y tomar una taza de café. Alrededor de las 10.00


de la mañana se comía lo que hoy sería nuestro almuerzo. La cena
tenía lugar temprano, a eso de las tres de la tarde al menos en La
Habana, y era la última comida del día. ¿Qué manjares habría en
aquella mesa, de la que Fredrika, siempre interesada por la comida
pero siempre frugal, sólo toma arroz con un huevo? Oigamos a Leví
Marrero: “La tentadora abundancia del menú servido en los hoteles y
restaurantes cubanos llevaría a un médico norteamericano [...] a adver-
tir contra la indulgencia excesiva ante los platos condimentados y los
abundantes vinos que encontrarían”. Los testimonios de la diversidad
culinaria cubana en las clases sociales con medios para pagarla son
numerosos. Unos hablan de grandes fuentes rebosantes de arroz ‘color
de sangre’, pollos aliñados con aceitunas, almendras, uvas y ciruelas
pasas, lonjas de carne preparadas con vino tinto y azúcar, ensaladas
varias y frutas tropicales.

Cada plato es presentado separadamente, por lo que a veces hay más de


catorce fuentes en la mesa [...]. Este suntuoso banquete se riega con clarete
catalán, se endulza con frutas antillanas frescas o en conserva y se finaliza
repartiendo tabacos y cigarrillos y el delicioso café noir. (Goodman)

Cabe suponer que en aquel mismo año de 1851 el cubanizado cocine-


ro catalán Juan Cabrisas se afanaba entre las cacerolas y los cuchillos
de la Fonda de los Tres Reyes. Siete años más tarde y ya retirado,
Cabrisas publicaría uno de los libros de cocina más completos de la
época: el Nuevo Manual de la cocinera catalana y cubana, o sea
completísimo manual de cocina, repostería, pastelería, confitería y
licoristas, según el método práctico que se usa en Cataluña y la Isla
de Cuba. Se trata de un libro verdaderamente prodigioso, del que sólo
se conserva un ejemplar en la Biblioteca del Congreso de los Estados
Unidos. En 1995, la Editorial Planeta lo publicó en Barcelona en
edición facsimilar. Leyendo sus recetas el lector asiste, como si estu-
viera delante de las ollas podridas, los fogones de carbón, las sartenes
de los sofritos y los hornos de leña de la década de 1850, a la transcul-
turación viva del boniato y el bacalao, la yuca y los conejos, los gar-
banzos y las jicoteas, las espinacas y las jutías, los frijoles y los mon-
dongos. Este manual nos ofrece también un panorama deslumbrante
de los platos que se preparaban en las cocinas de los ricos y los pobres
–ya fuesen blancos o negros–, y de los que se servían en las fondas y
los hoteles cubanos. En el momento de su publicación, y a manera de
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 287

presentación del cocinero-autor-recopilador, se nos informa de que


Cabrisas fue ‘antiguo’ cocinero de la Fonda de los Tres Reyes, lo cual
nos habla de un prolongado proceso de cocción de sus experiencias
gastronómicas multiculturales, adquiridas en la brega diaria ante el
fogón. Este libro fundamental, publicado en La Habana en 1858 en la
Imprenta y Librería de Andrés Graupera en la calle Obispo número
113, indica en la portada que contiene además “una noticia de la lim-
pieza de la cocina y de la cocinera; utensilios y condimentos; cocidos
y asados de carne, pescado, volatería y caza; salsas y gelatinas; paste-
les y embuchados; cremas y requesones; confituras y almívares [sic];
licores y refrescos, etc., etc.”. Con la ayuda de sus recetas podemos
imaginarnos que en las mesas “exquisitamente servidas” de aquella
primera comida cubana de Fredrika Bremer habría ‘Riñones de vaca
criollos’, ‘Picadillo con tomates habanero’, ‘Quimbombó en ensalada’
y ‘Fufú de malanga y plátano’, amén de yuca frita y ‘Cangrejo a la
criolla’ e incluso ‘Ranas con pastelitos’ y algún ‘Ajiaco de monte’, y
por qué no el portentoso ‘Cochifrito cubano’, que poco a poco fue
desapareciendo de los libros de cocina criollos pero que a la sazón
podía ser venado, cordero o cabrito, relleno con una masa picadita de
perejil, ajos, jamón, yerbabuena, cebolla, mejorana, tocino, cilantro,
especias finas y alcaparras, que se mezclan con las menudencias del
venado, cabrito o cordero. Lo que sí podemos asegurar es que aquel
día había ‘Huevos perdidos’, que son huevos escondidos en la masa
del arroz blanco, pues eso fue lo que Fredrika tomó además de sus
eternos bananos.
El manual de cocina de Cabrisas vino a completar otro, Manual del
cocinero cubano, publicado dos años antes, en la Imprenta de Spencer
y Compañía sita en O’Reilly nr. 110. Aun siendo menos ‘cubano’3,
este libro de cocina es igualmente importante para entender el intenso
proceso integrador, aglutinador e inclusivo de la gastronomía isleña en
la época de la visita de la Bremer, ya que contiene “un repertorio
completo y escogido de los mejores tratados modernos del arte de
cocina española, americana, francesa, inglesa, italiana y turca, arregla-
do al uso, costumbres y temperamento de la Isla de Cuba”. Esta voca-
ción de transculturación por medio de los saberes del sabor, que no
excluye a la cocina turca (!) pero en la que siempre predominaron los
elementos españoles y africanos, se inserta en un proceso mayor de
intercambio de influencias de todo tipo gracias al cual se fueron fra-
guando “las costumbres y el temperamento de la Isla de Cuba”.
288 René Vázquez Díaz

Obsérvese la insistencia en el hecho de que los manjares, aunque


provengan de Castilla o de Constantinopla, están arreglados al modo
que les gusta a los criollos. Cabrisas, el viejo catalán aplatanado, se
cuida de advertir que su compilación se ajusta al “método práctico que
se usa en Cataluña y la Isla de Cuba”. En el manual anterior se especi-
ficaba que las recetas, incluso las provenientes de la gastronomía
turca, estaban arregladas “al uso, costumbres y temperamento de la
Isla de Cuba”. Once años más tarde, en un librito de cocina “para
enfermos y desganados” se informaba en la portada: “Arte de preparar
varios caldos, atoles, sopas, jaleas, gelatinas, ollas, agiacos [sic],
frituras, asados y dulces, pastas, cremas, pudines, masas, pasteles, etc.,
dedicado a las madres de familias”. Y a continuación se especificaba
que todo estaba tan “arreglado al gusto de la Isla de Cuba” que al
describir cómo se hace el arroz blanco, ‘criollo’, el compilador anó-
nimo nos advierte que el arroz debe quedar “granado”, y nos sugiere
que “para ese efecto es preferible el arroz cultivado en el país, pues
tiene un savor [sic] más pronunciado y sabroso que el del Norte de
América.”
Fredrika Bremer se relaciona con familias de la alta sociedad colo-
nial, que la hospedan y también la tratan como a una princesa. Como
comparación a las cenas agobiantes de Nueva York y del acoso de los
odiosos pickles en los estados del Sur, léase este testimonio de una
cena con música y baile a la que fue invitada en El Cerro:

Las bellísimas mujeres; los alegres y atentos caballeros; la buena música [...]
la contradanza cubana, su armonía extraña, tan característica del
temperamento criollo (en tanto que expresa una vida juguetona, llena de
deleites y sin embargo melancólica, en la que los soplos de la brisa parecen
susurrar y moverse); el tono alegre y libre de la conversación; las diferentes
lenguas que se hablaban, la belleza de la noche; los suaves vientecillos que
soplaban y las estrellas que se asomaban por las puertas y las ventanas
abiertas [...] todo eso hizo de aquella velada una de las fiestas más hermosas y
perfectas a las que yo haya asistido. Nada era esfuerzo, nada obligación; uno
descansaba y se divertía al mismo tiempo.

Fue en el seno de esos hogares donde Fredrika es testigo de uno de los


hechos más significativos de la identidad cubana en formación: el
papel crucial del negro y su cultura. Escribe Fredrika:

Las señoras de aquí no tienen muchas complicaciones con los quehaceres


domésticos. La cocinera, siempre una negra (cuando la familia no tiene un
cocinero, en cuyo caso es un negro), recibe cierta suma de dinero a la semana,
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 289

con lo cual cubre los gastos de las comidas de la familia. Va a la plaza a hacer
las compras y adquiere lo que mejor le parece o lo que se le antoja. La señora
de la casa, a menudo, no sabe lo que va a comer la familia antes de que los
platos aparezcan sobre la mesa. Y yo no puedo hacer más que admirarme de
que las amas de casa puedan dejar este asunto con tanta tranquilidad en manos
de sus cocineras, y de que ello les salga tan bien. (Bremer)

Esa imagen vívida de la familia acaudalada y blanca devorando, en


compañía de sus distinguidos huéspedes, lo que unas manos negras
casi siempre esclavas han elegido y preparado ‘a su antojo’, explica la
invasión suave de los saberes y los sabores del negro en la cultura
cubana, y por tanto la profusión de recetas con ñame, yuca, bacalao,
calabaza, quimbombó, plátanos y malanga –ingredientes apreciados
por los negros esclavos– en los recetarios anteriormente mencionados:
quimbombó con arroz y a lo criollo; fufú de malanga, de plátano y
criollo; plátanos verdes asados, plátanos maduros fritos, plátanos
salcochados; pudín de ñame, de malanga y de maíz seco, melcocha,
cusubé, etc. Cuando Fredrika deja la capital y se adentra en los cam-
pos de Cuba para visitar los ingenios con sus dotaciones de esclavos,
es cuando al fin entra en contacto con la comida que los negros con-
sumían en bruto, como combustible para mantener la producción en
alto, y que ella había degustado maravillosamente ennoblecidas, tam-
bién por manos africanas, en las mansiones habaneras.
Pero antes de entrar con Fredrika en el barracón asqueroso, es ins-
tructivo mencionar su excursión en el Valle del Yumurí, en la que
tuvo la oportunidad de almorzar en casa de unos campesinos canarios.
Después de mucho andar desde el amanecer, Fredrika y la esclava de
mano que la acompaña (y que, por cierto, estaba tuberculosa, cosa que
desbarata a la viajera cuando se entera) llegan a un bohío. A eso de las
diez de la mañana es hora de almorzar y la señora de la casa llama a
los hombres que trabajan en el Valle, soplando “en una caracola que
produjo un sonido penetrante y largo, pero melodioso”. Esa comida es
importante. Allí aparece un menú similar a los que Fredrika había
visto y degustado en los hoteles de La Habana en casa de sus amigos
adinerados, pero ahora en compañía de gente humilde, inmigrantes
‘blancos’ que ‘no’ eran peninsulares. Se sabe que en Cuba los canarios
constituyeron un grupo atípico de la migración española, por tres
razones principales. La primera fue la cantidad de mujeres que emi-
graron (hacia 1862, el 7 % de la población femenina blanca en edad de
procreación era de origen canario, pero en zonas como Matanzas y sus
290 René Vázquez Díaz

alrededores, o sea donde Fredrika vivió su aventura gastronómica


campestre, las mujeres canarias llegaron a representar más del 40 %
de la población). (Moreno Fraginals 1992) La segunda razón fue la
tendencia de los canarios a asentarse y permanecer en Cuba, sin la
idea de volver a España, tan frecuente por ejemplo entre los gallegos.
La tercera fue la vocación del inmigrante canario por el cultivo de la
tierra, lo que llevó a identificar al isleño (al canario) con el campesino
criollo. (Jiménez del Campo)2 La presencia de los isleños en los cam-
pos de Cuba desarrolló el cultivo del tabaco, influyó en las costumbres
culinarias y dejó una impronta muy honda en la música guajira.
Al almuerzo, que fue servido en el portal del bohío, asisten siete u
ocho personas y comen bacalao y ñame, pan de maíz, plátanos fritos,
carne de cerdo “y un tipo de harina, de color amarillo pálido, servida
en un gran cuenco”. Fredrika no logra entender qué era aquello, pero
cabe suponer que se trataba de algún plato de gofio, muy apreciado
por los canarios. El vocablo gofio es voz prehistórica heredada de los
guanches aborígenes de las Islas Canarias, y se utiliza para diferencias
la harina de determinados cereales previamente tostados y molidos:
cebada, trigo, garbanzos, millo, etc. (Sánchez Araña) Probablemente
lo que la campesina canaria sirviese fue lo que los isleños llaman
‘escaldón’, que se hace revolviendo el gofio con leche o caldo, que
luego se deja cocer. Amasado con plátanos, el gofio se come con
queso; amasado con chicharrones en caliente, es muy apreciado como
segundo plato; mezclado a fuego lento con manteca y azúcar, es muy
apreciado por los campesinos isleños a la hora de merendar. (Sánchez
Araña) A manera de choteo, todavía hoy los cubanos usamos el térmi-
no ‘comegofio’ para decir que alguien es tonto, bobalicón o incluso
estúpido. Según Fredrika, “el almuerzo era abundante, pero mal prepa-
rado y mal servido. En la comida había también carne cocida y frijoles
negros con arroz, pero todo tan mal preparado, tan duro y tan poco
apetitoso, que yo no pude comer nada del rebosante plato que la bien
intencionada campesina me puso delante”. Aquí sale a relucir la niña
mimada de la alta sociedad, que para colmo ha aprendido a distinguir
entre el empaque de unos frijoles y otros.
El espectáculo del barracón y de la esclavitud en el ingenio deja en
ella una huella indeleble. Fredrika corrobora la frase escalofriante de
Juan Pérez de la Riva: la verdadera esclavitud comienza en la puerta
del barracón. Sin embargo, a diferencia de otros viajeros, la Bremer sí
traspasa su umbral, según ella buscando algún tipo de ‘consuelo’, cosa
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 291

que no encuentra: el barracón está formado por un muro ancho y bajo,


donde los esclavos viven encerrados bajo barrotes y candados durante
la noche. Allí dice que vio “caras de expresión tan sombría, que todo
el sol de los trópicos no parecía poder iluminarlas. ¡Qué desesperación
amarga, muda, terrible! En especial, nunca olvidaré el rostro de una
joven”. Desde su ventana ve todo el día a un grupo de negras moverse
bajo el látigo, cuyo chasquido sobre sus cabezas las mantiene traba-
jando sin cesar, mientras el capataz grita: ¡arrea, arrea! “Quedé tan
deprimida –comenta– que no fui capaz de hacer casi nada”. Pero su
“instinto educativo”, como ella le llama a su capacidad infinita de
aprender, la conduce al barracón a la hora de la comida:

En el barracón he presenciado más de una vez la comida de los esclavos, y los


he visto ir a buscar sus cuencos de güira, llenos de arroz blanco como la nieve,
el cual se cuece para ellos en un enorme caldero y es repartido con un
cucharón por una cocinera negra, a mi entender con generosidad sin reservas
[...]. Tienen, además, pescado salado y carne ahumada; también he visto en
alguna de las habitaciones [del barracón] racimos de plátanos y tomates.
Según la ley, el dueño de una plantación está obligado a dar a cada esclavo
cierta cantidad de pescado seco o cerdo salado a la semana, y un número
determinado de bananos. En esto, el dueño de los esclavos procede,
naturalmente, según le parece; porque ¿qué ley puede llamarlo a contar?

La ración mínima diaria , según el artículo 6 del Reglamento de escla-


vos de 1842, era de 6 u 8 plátanos o su equivalente en boniatos, ñame,
yuca u otras raíces alimenticias, además de 8 onzas de tasajo (lo que
Fredrika llama “cerdo salado”) o bacalao (el “pescado seco” de Fre-
drika). Todo eso se completaba con 4 onzas de arroz y de otra menes-
tra, o harina de maíz. (Perez de la Riva) Las cantidades generosas de
bacalao y tasajo que mantenían vivos y produciendo a los esclavos se
debían a que

[...] los grandes comerciantes españoles eran a un tiempo negreros y


refaccionistas de los hacendados, es decir que suministraban a la vez al negro
y su comida, y ganaban tanto sobre el uno como sobre la otra, y así obligaban
al hacendado , su cliente ‘entrampado’, a comprarle grandes cantidades de
‘víveres secos’. (Pérez de la Riva)

Otra gran experiencia de Fredrika es que descubre, dramáticamente, la


diferencia entre el llamado ‘negro de mano’, o sea los esclavos de la
ciudad o del campo que viven en casa del amo en condición de sir-
vientes o esclavos domésticos, y que por lo general eran alegres, di-
292 René Vázquez Díaz

characheros, limpios, cariñosos, con ciertas prerrogativas y ‘liberta-


des’ dentro del ambiente hogareño de los amos, en horroroso contraste
con el ‘negro de barracón’, siempre angustiado, hediondo, en harapos,
exhausto y propenso a hacerse cimarrón o suicidarse. En varias oca-
siones Fredrika se asombra de que los negros no se suiciden más a
menudo. La generosidad en la comida que Fredrika describe tenía una
explicación netamente comercial: “Considerado como equipo, el
esclavo perdió significación humana, estaba desprovisto de personali-
dad. Cuando muere un esclavo, perece un capital.” (Moreno Fraginals
1978) En el ingenio Santa Amelia, Fredrika es testigo de cómo a la
dotación se le hace trabajar 20 horas seguidas, y dice que son condu-
cidos a sus labores como bueyes, pero con menos consideración, y se
entera de que el propietario calcula que sale ganando si explota a los
esclavos por espacio de siete años, hasta que éstos mueren. Luego
monta otra dotación con esclavos que adquiere a unos 300 dólares
cada uno. Hasta la década de 1840, informa Moreno Fraginals, fue
más barato reemplazar a los negros que cuidarlos.
De los alimentos que forman la dieta esclava y que Fredrika men-
ciona, hay que destacar, por la importancia que irían adquiriendo en la
formación de una gastronomía ‘nacional’ partiendo de los barracones
y generando implicaciones lingüísticas aún vigentes, el bacalao, el
tasajo, el fufú, la papaya y la yuca. Moreno Fraginals demostró que el
dicho ‘cortar el bacalao’ procede directamente de la esclavitud. Siendo
el bacalao, tal y como Fredrika lo palpa bien de cerca, uno de los
alimentos más importantes de las dotaciones hambrientas, la persona
responsable de cortarlo y repartirlo gozaba de un poder enorme, de
modo que el bacalao llegó a asociarse a la idea de autoridad. Por eso,
‘el que corta el bacalao’ es persona principalísima que manda, ordena
y decide. Hacia la década de 1840, los comerciantes catalanes y viz-
caínos invadieron el mercado cubano con bacalao noruego, importado
bajo la bandera de España. El consumo de bacalao creció desmesura-
damente en los ingenios, pero la mesa del blanco también se ‘baca-
lizó’. Los grupos de presión política de los comerciantes obtuvieron
prebendas arancelarias en Madrid así como un tratado preferencial con
Noruega. Parte del desarrollo bacaladero de Noruega se efectuó gra-
cias a las compras millonarias cubanas.
El tasajo, muy por el contrario de lo que creía Fredrika, es carne
salada de res y no de cerdo. Debido al auge de la esclavitud, la necesi-
dad de comida se hizo enorme en las dotaciones y el tasajo se impor-
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 293

taba de Tampico, pero ante todo de Uruguay y Argentina. Las guerras


de independencia en el continente interrumpieron la importación de
tasajo; más tarde, varios comerciantes catalanes vincularon la impor-
tación de carne salada con la importación de negros esclavizados.
Hasta la década de 1860, el tasajo fue considerado en Cuba ‘comida
de negros’. Sólo después de la Guerra de los Diez Años el tasajo (con
boniato y otras variantes) se convierte en ‘plato nacional’. En el Nuevo
Manual de la cocinera catalana y cubana de Cabrisas no hay una sola
receta de tasajo. En El cocinero de los enfermos, convalecientes y
desganados, publicado seis años antes del Grito de Yara (1868), apa-
rece una sola, con un nombre metafórico y críptico que podría evocar
la huida de un cimarrón: “Tasajo ahumado a lo ¡ataja, primo!”
¿Por qué en Cuba se le dice papaya al sexo de la mujer, sobre todo
en las provincias occidentales, de modo que allí se les llama ‘fruta
bomba’? Las negras esclavas, que veían con repugnancia y con horror
la posibilidad de quedar embarazadas ya que sus hijos, en su condi-
ción de ‘inversión reproductiva’, podían ser vendidos, alquilados,
trasladados y esclavizados, aprendieron a hacer unas pócimas de los
frutos y las hojas de papaya como abortivo. Además, ya al segundo o
tercer día del parto, las negras tenían que volver a las durísimas labo-
res productivas. Como reacción a esta barbarie la mujer esclava se
autoimpuso un duro control de la natalidad, y como los mejunjes
preparados con la papaya fueron tan usados en ese contexto, la palabra
papaya llegó a hacerse sinónimo de sexo femenino. (Moreno Fraginals
1978)
En cuanto al fufú, Fredrika lo come en todas partes, en los lumino-
sos comedores de los magnánimos señores que la albergan, pero tam-
bién en los bohíos de los libertos que visita en Limonar. Ya casi al
final de su estancia en Cuba le hace una verdadera declaración de
amor:

La mesa de la señora Carrera es una de las más exquisitas. Pero ninguno de


los platos selectos me ha agradado más que el favorito de los negros esclavos,
el fufú, una especie de pudding duro, pero muy gustoso, que ellos hacen con
plátanos aplastados y que comen con una masa de tomates u otras verduras. Es
un plato muy bueno y saludable, que hemos comido varias veces en el
almuerzo, después de que yo declaré mis preferencias por él. (Bremer)

Cabrisas nos proporciona la siguiente receta de ‘Fufú de malanga y


plátano’:
294 René Vázquez Díaz

Se escogen 3 ó 4 plátanos machos pintones cortándoles la cáscara de arriba a


abajo; 3 ó 4 malangas grandes quitadas las raíces y mondadas; se ponen a
cocer en una cazuela de agua y sal, cuando todo está cocido, se machaca en el
mortero, amasándolo con manteca y sal, cuando está a punto la pasta se
forman como albondiguillas de tamaño regular y se sirven con el caldo de
ajonjolí. (Cabrisas)

Fufú de plátano (Cortesía de Gabriela Ochoa).

El ‘Fufú criollo’, que era el que Fredrika amaba, se diferencia en que


las bolitas se cubren con un sofrito de tomates, cebollas, ajos picados,
pimientos dulces y zumo de limón al gusto.
La yuca, comida obligada de los esclavos, también fue objeto de
adoración por parte de la viajera sueca: “Y después de nuestras papas,
que son una rareza en Cuba, no conozco ningún tubérculo tan bueno,
tan sabroso ni exquisito como la noble raíz de la yuca, que se come –
igual que las papas– con mantequilla fresca y que crece lo mismo en
la pobre tierra de los negros que en las ricas plantaciones de los cafeta-
les.” (Bremer) Moreno Fraginals encontró que numerosos giros del
lenguaje popular cubano provienen directamente del universo opro-
bioso de la esclavitud, en el que se mezclan alimentos y labores típicas
de las plantaciones y del ingenio. Uno de ellos es la expresión ‘echar
un palo’, que en Cuba significa hacer el amor ‘una’ vez. Según Fragi-
Sabores cubanos de Fredrika Bremer, la viajera antillana 295

nals, en los siglos XVIII y parte del XIX ‘echar un palo al tumbadero’
era depositar la leña que los negros estaban obligados a cargar desde
el campo hasta esa parte del ingenio. Y como el tumbadero era un sitio
apartado, allí se producían los encuentros sexuales furtivos y desespe-
rados, para satisfacer con urgencia la traumática vida sexual de los
esclavos. Otra expresión elocuente es ‘la caña está a tres trozos’, que
se usa para hablar de los malos tiempos o de un estado violento de las
cosas. En época de crisis, en los cañaverales ‘quedados’ las cañas
crecían mucho, hasta alcanzar una altura considerable. Y era un traba-
jo muy duro porque había que cortar cada tallo tres veces, en tres
trozos. Todavía hoy, cuando pasa algo malo, se dice que la caña está a
tres trozos. El ‘aguaje’ era uno de los pasos que se daban en el proceso
de purga del azúcar. La palabra aguaje vino a significar en Cuba fanfa-
rronería, exageración, guapería y alarde. ‘Amelcochar’ significaba
darle consistencia a la melcocha (melado o meladura que, concentra-
da, es batida hasta cristalizarse en una pasta muy dulce). Amelcochar-
se significa, ‘en cubano’, enternecerse bajo los efectos del amor.
Eso fue lo que hizo Fredrika Bremer en Cuba: amelcocharse total-
mente con la sabrosura agridulce de un país en formación, que la
sedujo hasta tal punto que le hizo exclamar: “¡Ah esa isla preciosa con
sus brisas acariciantes, sus magníficos árboles y sus atardeceres deli-
ciosos, yo siempre la amaré como una de las creaciones más hermosas
del Señor, y por siempre estaré agradecida de haberla disfrutado y de
haberme ayudado a entender un nuevo cielo y una nueva tierra!” Cuba
la libera de su jaqueca, a la hora de partir su delicado estómago jamás
ha funcionado mejor, y así lo reconoce: “He gozado y gozo mucho en
Cuba, en alma y cuerpo; he engordado y rejuvenecido aquí en compa-
ración con los Estados Unidos, donde había adelgazado y me sentía
envejecida”. Pero la escritora lleva dentro de sí, como una imagen
muy clara e hiriente, la barbarie de la esclavitud y de la corrupción de
la Administración española. Y al decirle adiós para siempre a las
palmeras y a las ceibas, a los cocuyos y a las contradanzas, al fufú y a
sus platanitos amados, a las guardarrayas y las constelaciones, a la
yuca de los negros y la de los blancos, a los tambores africanos, a las
canciones y a los bailes de Cuba, no puede dejar de decirle también
adiós “a este pueblo feliz y desgraciado, a su infierno y a su paraíso”.
(Bremer)
296 René Vázquez Díaz

Notas
1
Para este ensayo el autor ha mencionado las fuentes sin especificar las páginas, de
manera que los editores nos limitaremos a referirnos al apellido, eventualmente
acompañado del año en el caso de que se citen dos obras del mismo autor. Para los
libros de Fredrika, si no mencionamos nada las citas provienen de Hemmen i den nya
världen y han sido traducidas por el autor del original sueco de 1854. En el caso de
que mencionemos Bremer entre paréntesis se trata de las Cartas, una selección publi-
cada en español.
2
A los canarios se los llama ‘isleños’, como si los cubanos fuesen oriundos de un
continente.
3
Véase el ensayo de Efraín Barradas incluido en el mismo volumen.

Bibliografía

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na: Imprenta y Librería La Cubana, O’Reilly n° 52.
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nal de Cuba.
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Sánchez Araña, Vicente. 1993. Cocina Canaria. León: Everest.
Entre lo crudo y lo cocido:
las representaciones de la comida
en la literatura cubana del Período Especial

Elzbieta Sklodowska

Este artículo ubica la representación de la comida en la literatura del Período Especial


dentro de un marco de la teoría de lo abyecto de Julia Kristeva, apoyándose adicio-
nalmente en los estudios sobre la pureza y el tabú de Mary Douglas, Peter Stallybrass
y Allon White. Se analizan textos publicados en el umbral del siglo XXI (Manteca de
Alberto Pedro Torrente, ‘César’ de Nancy Alonso, ‘Fricadel’ de Reina María Rodrí-
guez) con el propósito de destacar las diversas maneras en que los autores desestabili-
zan las fronteras entre lo comestible y lo abyecto y cuestionan la distancia entre lo
animal y lo humano en el contexto de la penuria y del desengaño post-socialista.

La experiencia colectiva de la crisis de los 90 en Cuba, conocida como


el ‘Período Especial en Tiempos de Paz’, ha dejado una huella indele-
ble en la literatura dentro y fuera de la isla. Las representaciones del
Período Especial se construyen alrededor de las imágenes de carencia
–falta de comida, cortes de luz, inexistencia de transporte, dilapida-
ción de la vivienda, escasez de productos de primera necesidad. Si
bien es cierto que el caso cubano no alcanza la magnitud de una emer-
gencia humanitaria dentro de la geografía global del hambre, desde la
perspectiva local la escasez de la comida marca un parteaguas verda-
deramente traumático en la experiencia de los cubanos. El escritor
Leonardo Padura describe así el impacto que la situación alimenticia
en la isla ha tenido para la psicología de sus compatriotas: “Cuba es
un país donde nadie se ha muerto de hambre en 50 años, pero donde
casi nadie ha comido lo que quiere en ese mismo tiempo, y la búsque-
da de la comida, el sueño de la comida es una constante que nos persi-
gue, y no nos abandona.” (Sierra: s/p)1 Hay, por cierto, quienes dicen
que no hay mal que por bien no venga. Así pues, en un informe divul-
gado por la prensa en septiembre de 2007, un equipo de investigadores
cubanos y estadounidenses concluyó que el fenómeno generalizado de
298 Elzbieta Sklodowska

la pérdida de peso entre la población cubana durante el Período Espe-


cial –que se debía tanto a la escasez de alimentos como al aumento de
la actividad física por la falta de transporte– ayudó a reducir la inci-
dencia de enfermedades cardíacas y diabetes. En el informe no se
menciona, sin embargo, el impacto que el drástico deterioro de las
condiciones de vida pudo haber tenido en las enfermedades como la
polineuritis o la depresión.2
Como correlato de la privación material, la literatura cubana de los
últimos cuatro lustros registra el imaginativo repertorio de estrategias
de sobrevivencia –que en el habla popular se conocen como ‘la lu-
cha’–mientras que la propaganda oficial se hace eco de la retórica
sacrificial del himno nacional (“morir por la patria es vivir”) y recurre
a las lecciones martianas sobre el poder de sacrificio para alentar a los
ciudadanos en su contienda diaria contra las adversidades.3 La literatu-
ra cubana del Período Especial ha creado todo un registro aparente-
mente testimonial de las ingeniosas maniobras de ‘resolver’, ‘conse-
guir’ y ‘negociar’, frecuentemente vinculadas a las actividades ilega-
les, desde el jineterismo hasta el robo.4 De manera más indirecta, estos
textos nos hacen pensar también en el clásico modelo levi-straussiano
que distingue tres fuentes de alimentación: la agricultura, la caza y el
canibalismo.
Por lo general, las representaciones de la comida en la literatura del
Período Especial trascienden lo meramente folklórico. Algunos auto-
res hasta usan la comida como pretexto para sofisticados juegos inter-
textuales y alusiones culturales, remitiéndonos tanto a la tradición de
la picaresca española como a las metáforas canibalísticas del moder-
nismo brasileño con el fin de abordar en clave carnavalizadora lo
absurdo de la vida cotidiana. Dentro del registro simbólico asociado
con la comida se exploran los vínculos con el erotismo, con el ritual
(el sacrificio, la antropofagia), con las tabúes y prohibiciones religio-
sas, con los estereotipos de género (el papel ‘nutritivo’ de la mujer) y
de raza (el negro Come-Gente). Muchos de estos aspectos adquieren
una dimensión cultural cubano-caribeña muy sui generis como, por
ejemplo, en lo referente a los vínculos entre la comida y el sacrificio,
tan característicos de las religiones de sustrato africano (la santería, el
palo monte, el vodú). Puesto que la comida destinada a las deidades
afrocubanas se rige por regulaciones y prohibiciones muy específicas,
las carencias del Período Especial han tenido un impacto particular-
mente profundo en esta esfera de la vida social. Podemos imaginarnos
Entre lo crudo y lo cocido 299

que el desafío de conseguir los ingredientes tradicionales para las


ofrendas de comida para los santos –miel, codornices, patos, gallinas,
palomas– sería casi igual al reto de preparar el famoso ‘almuerzo
lezamiano’.
Por otro lado, hoy más que nunca Cuba forma parte del ‘menú’
tropical caribeño cuidadosamente confeccionado para saciar los apeti-
tos de los consumidores de los centros metropolitanos. Cuba corres-
ponde al pie de la letra a la afirmación de Celia Britton de que en el
imaginario europeo el Caribe está vinculado a productos que “se
pueden meter en la boca”. (1996: 15) Si Oswaldo de Andrade lamen-
taba que Brasil, con todos sus recursos naturales, hubiera sido reduci-
do a un país del postre –café, azúcar, tabaco, especias, ron–, algo
similar puede decirse de Cuba y de su dependencia económica, prime-
ro del mercado de los Estados Unidos, luego de los países del bloque
soviético y, a partir de los años noventa, del turismo canadiense y
europeo.
Con frecuencia los escritores de los noventa evocan también las de-
licias de la comida criolla y a las comilonas pantagruélicas de la época
prerrevolucionaria. En Las comidas profundas –un ensayo narrativo
de Antonio José Ponte perspicazmente estudiado en otra ocasión por
Rita De Maeseneer– la cesura que separa el Período Especial de ese
‘antes’ cada vez más irreal y mitificado está claramente marcada por
la desaparición de las otrora abundantes exquisiteces culinarias.5 La
nostalgia por la ‘prehistoria’ del Período Especial se manifiesta, por
un lado, en una mitificación poética –casi a la manera de las Odas
elementales de Neruda– de los ingredientes más prosaicos de la cocina
criolla (arroz, cebolla, ajo, frijoles, picadillo, plátanos) y, por el otro,
en una estetización hiperbólica de los platos más elaborados, como en
la emblemática cena de doña Augusta en Paradiso de José Lezama
Lima. Según observa Patrick Collard en otro ensayo que integra este
volumen, en las novelas de Leonardo Padura –Paisaje de otoño, Vien-
tos de cuaresma o Pasado perfecto– se destaca la figura de Josefina,
quien oficia su magia culinaria “como una bruja de Macbeth” desple-
gando “los sabores, olores, colores y texturas” (Padura 2001: 65) de
exquisitos platos criollos: filetes de ternera enrollados y rellenos con
tocino y queso gruyère, frijoles negros dormidos, yuca con mojo,
plátanos verdes fritos a puñetazos, cebollas rebozadas. La exaltación
de la comida criolla es indicativa de un sentido de orgullo por un
patrimonio cultural cubano que, al igual que el plato nacional típico, el
300 Elzbieta Sklodowska

ajiaco, también es una mezcla de varios ingredientes: el europeo, el


africano, el chino, el franco-haitiano.6
Sería equivocado asumir que la época republicana se asociase ex-
clusivamente con el refinamiento culinario y la abundancia de víveres.
Antes, al contrario, los ejemplos del hambre forman parte integral de
la literatura testimonial cuyo objetivo es la denuncia de la miseria de
la población en la época prerrevolucionaria. Así pues, en La fiesta de
los tiburones Reynaldo González transcribe el abundante menú criollo
del almuerzo con que el presidente Machado celebró el Día de Cuba –
“Huevos fritos a la criolla, arroz de la tierra, aporreado de tasajo de
Camagüey, viandas salcochadas: yuca, ñame y malanga, ensalada de
chayote con berro y torrejas en almíbar” (1983 II: 230)– tan sólo para
contraponer esta cornucopia a los testimonios de gente común que
había sufrido hambre a pesar del cínico dictamen del mismo presiden-
te de que “[e]n Cuba solamente pasan hambre los vagos”. (1983 II:
218)
La llamada ‘Libreta de Control de Venta para los Productos Ali-
menticios’ –conocida popularmente como ‘libreta de la bodega’ o
‘libreta de (des)abastecimiento’– fue introducida por el gobierno
revolucionario el 12 de marzo de 1962 y administrada a partir de 1963
por la Oficina de Control y Distribución de Abastecimientos
(OFICODA). Este sistema de racionamiento tenía como objetivo
acabar con las desigualdades heredadas del período republicano, pre-
venir la especulación y asegurar la distribución igualitaria de los ali-
mentos básicos con la premisa de que, con el esperado aumento de
productividad agrícola, tales medidas pronto se volverían obsoletas.7
No resultó así. Aún hoy, cuatro lustros después de la caída del muro
de Berlín, más del 80% de los alimentos destinados a la llamada ‘ca-
nasta básica’ en Cuba proviene del extranjero y el sistema de raciona-
miento goza de la dudosa fama de ser el más longevo en toda la histo-
ria. La historia de la Revolución está marcada por iniciativas agrícolas
fallidas, como El Plan del Cordón de La Habana de 1968 o la llamada
zafra de los diez millones de 1970.8 Como resultado de varios des-
aciertos, muchos cultivos tradicionales fueron erradicados y algunas
de las frutas típicas, antaño abundantes –el níspero, el anón, el caimi-
to, la chirimoya–desparecieron de la experiencia y del vocabulario de
los cubanos o se hicieron más exóticas que las grosellas enlatadas de
Albania o el zumo de manzana de Bulgaria. Asimismo, con la libreta
de abastecimiento y la importación masiva de las insípidas conservas
Entre lo crudo y lo cocido 301

de la Europa del Este, se dio una homologación de consumo y un


empobrecimiento de la rica diversidad de la cocina criolla.
Fue Nitza Villapol, la autora del bestseller Cocina criolla (1954) y
del programa televisivo ‘La cocina al minuto’ –emitido todos los
domingos a lo largo de casi cuarenta años– la que guiaba a sus compa-
triotas por los meandros de la nueva realidad culinaria. En palabras de
Ivette Leyva Martínez:

En la medida en que desaparecían ingredientes básicos de sus recetas,


[Villapol] comenzó a inventar, proponiendo tortilla de yogurt, huevos fritos en
agua y picadillo de gofio, entre otros engendros, reflejo de una vocación
sustitutiva que nos ha acostumbrado a aparentar en vez de asumir la carencia.
(s.p.)

Durante el Período Especial el programa ‘La cocina al minuto’ dejó de


emitirse. Tal vez la misma Villapol se rindió ante la reducción drástica
de los productos vendidos por la libreta que se impuso sin atenuantes
tanto en términos cuantitativos como cualitativos.9 Estas medidas
resultaron verdaderamente chocantes para la población acostumbrada
durante treinta años a tener asegurada la canasta básica de víveres a
precios mínimos.
Aunque los cubanos habían pasado por épocas de hambruna a lo
largo de su turbulenta historia –en particular durante las guerras de
independencia y la reconcentración weyleriana (Jiménez Soler 2006:
41)–, el sufrimiento y las humillaciones del Período Especial parecían
inexplicables a finales del siglo veinte, treinta años después del ‘triun-
fo de la Revolución’ y ‘en tiempos de paz’. Recordemos, sin embargo,
que a lo largo del siglo XIX la invención culinaria era la madre de la
necesidad tanto para los cimarrones apalencados como para los mam-
bises. En palabras de Jiménez Soler:

El alimento más preciado del mambí pasó a ser de nuevo la jutía y, a falta de
ella, el gato cimarrón, el majá y la tripa de corojo, o sea, aquella parte blanda
del tallo de la palma envuelta en la corteza que posee jugo azucarado y
normalmente se destina al ganado en tiempo de seca. También componían su
frugal menú el ñame cimarrón, la guanábana cimarrona y sobre todo la miel
de abeja y la caña de azúcar en los lugares cercanos a los ingenios. Según
algunos autores, también consumieron carne de perro, aunque en contadísimas
ocasiones […] La imaginación resultaría en muchos casos el mejor auxiliar
del ‘mambí’ para sobrevivir, pues experimentaria con los más insólitos
nutrientes de la campiña cubana, tales como pajaritos, caracoles, moluscos,
302 Elzbieta Sklodowska

hierbas silvestres como el bledo y la verdolaga, los palmitos de la palma o los


guajacones y bijacas de ríos y arroyos. (2006: 42-43)

Tampoco hay que recurrir a Karl Marx para darse cuenta de que la
repetición de los desastres históricos desemboca en su propia desfigu-
ración paródica, o sea, se vuelve una farsa. Así lo percibe, por ejem-
plo, la protagonista de un cuento de Mirta Yáñez, al comentar sobre
una postal enviada en 1902 desde la Ciudad de La Habana a Santa
Cruz de Tenerife: “En la misiva puede leerse este breve y sorprenden-
te texto: ‘Quisiera, querida Conchita, decirte mucho, pero he estado
muy preocupada en estos días con la falta de guaguas, carne, pan, etc.,
etc. Ha sido un segundo bloqueo, pero a pesar de todo no te olvido
[…].” (1999: 17) La perplejidad de la narradora tiene que ver con el
hecho de que, si no fuera por la fecha que acompaña la postal, la
retórica de la carencia sería perfectamente aplicable a la realidad
cubana de fines del siglo veinte.
La penuria del Período Especial ha dejado también una huella dis-
tintiva en el vocabulario cotidiano de la isla. Más específicamente, el
habla cotidiana se ha ido llenando tanto de neologismos inventados
para designar los sucedáneos alimenticios como de eufemismos crea-
dos con la intención de enmascarar la insospechada –e igualmente
sospechosa–identidad de los productos distribuidos por el gobierno.
Así pues, cuando a partir de 1992 la siempre cotizada y escasa carne
de res fue sustituida por una mezcla de harina de soja, sangre y vísce-
ras molidas, esta fórmula llegó a conocerse como ‘picadillo extendido’
o ‘picadillo texturizado’ mientras que la carne de ave fue suplantada
por la misteriosa ‘pasta de oca’. Al lado de los términos inventados
por la burocracia, como ‘fricandel’ (un tipo de salchicha), ‘perros sin
tripa’, ‘masa cárnica’, ‘producto sazonador’, ‘pollo de población’,
‘pollo de dieta’ o ‘pollo de novena’ (distribuido cada 9 días en vez de
cada semana, para escamotear una cuota mensual), surgieron verdade-
ras invenciones culinarias como ‘croquetas de averigua’, ‘coquicol’
(col con col), ‘chicharrones de macarrones’, ‘arroz saborizado’ a base
de cuadritos de caldo, chicharroncitos obtenidos del pellejo del pollo,
‘sopa de gallo’ (agua con azúcar prieta), bistec empanizado de cáscara
de toronja, fricasé de zanahorias, aporreado de col, albóndigas de
gofio, ‘pollo al bloqueo’, mahonesa de papas o pizzas de yuca y bo-
niato. Mientras tanto, el invencible choteo cubano inventó un acróni-
mo OCNI –Objeto Comestible No Identificado– para describir los
productos de este complejo proceso de imposturas, disfraces y meta-
Entre lo crudo y lo cocido 303

morfosis donde nada era lo que parecía. (Jiménez Soler 2006: 37; Díaz
Vázquez 2000: 51)
Ante la escasez del café los cubanos recurrieron tanto al té negro
importado de la Unión Soviética como a los mismos sucedáneos que
sus antepasados habían probado ya durante las guerras de independen-
cia, a saber, “la achicoria, la guanina, la brusca, el palmiche maduro,
el platanillo o malva té, el maíz y el boniato, todos ellos quemados y
molidos o rallados”. (Sarmiento Ramírez 2002: 90) La bien conocida
afinidad del cubano con el café –que a raíz de la emigración franco-
haitiana a Cuba a principios del siglo XIX reemplazó el chocolate
como la bebida más popular– queda consignada tanto en las palabras
de uno de los informantes de Lydia Cabrera (“El café es un consuelo y
una necesidad que Dios le dió a los pobres. ¡Se puede dejar de comer,
pero no se puede dejar de tomar café!” 1975: 348) como en la canción
inmortalizada por Bola de Nieve cuya letra dice: “¡Ay, mamá Inés, ay,
mamá Inés, todos los negros tomamos café!”
Por su misma naturaleza surrealista, las invenciones culinarias del
Período Especial se convierten en ingredientes obligatorios de la
literatura de la época. Tanto los narradores cubanos de la diáspora
como los que escriben desde la isla sazonan sus libros con referencias
alimenticias para configurar una mezcla sui generis entre el realismo
mágico y el realismo sucio. Para dar un ejemplo muy obvio, la novela
de Daína Chaviano, El hombre, la hembra y el hambre, dedica todo un
capítulo, titulado ‘Donde se revelan ciertos secretos culinarios’ a un
archivo de penuria gastronómica. Desde una óptica intertextual, este
inventario se lee como una amarga parodia de las exquisiteces trasmi-
tidas de generación en generación por las mujeres de las novelas ‘cu-
linarias’ latinoamericanas bien conocidas, como Afrodite de Isabel
Allende o Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Al mismo
tiempo, en la novela de Chaviano las negociaciones en torno a la
comida terminan entrelazándose siempre con el intercambio sexual: la
“hembra”, aquejada por el hambre, termina “en la cama con un tipo a
cambio de comida”. (Chaviano 1998: 42-43) No es de extrañar que en
este ‘mundo al revés’ amargamente carnavalizado un carnicero se
convierta en el objeto de deseo no tanto por su atractivo personal
como por su proximidad a las fuentes de abastecimiento de carne.10
La presencia de las grotescas creaciones culinarias dentro de la po-
esía resulta aún más desconcertante que dentro del marco, al fin y al
cabo prosaico, de la narrativa. Tomemos a manera de ilustración el
304 Elzbieta Sklodowska

nada lírico poema de Reina María Rodríguez, ‘Fricadel’, que recoge


con dolorosa precisión las diferentes maneras de ‘resolver’. Lejos de
poetizar con la magia de la imaginación los ingredientes más crudos
de la realidad, el poema es un testimonio de las humillaciones de la
‘lucha’ diaria que acaba esclavizando y doblegando al individuo:

Busco como si fueran joyas,


como si fueran amuletos o ilusiones...
los mandados, las palabras.
Me esclavizan y doblegan.
Granos
Vegetales
Leche
Huevos
Pescado
¿Carnes?
No había hígado ni pollo.
Sólo, pasta de oca
corazón de pollo
molleja (pescuezo)
perro sin tripa
corazón extendido
y doliente.

Cuando llegó Almelio con la noticia que le dio su madre:


—Y ¿dónde consiguió ese bistec? –le pregunto, ilusionada.
Pues, en la toronja –me responde con sonrisa infantil–,
entre la masa acolchada de la toronja.
En el torrente esponjoso de la fruta más ácida,
con la corteza de desear
algo caliente.
“Se adoba y queda igualitico” -dice el poeta y guarda su toronja,
confiado.

En este juego de perspectivas truncadas, simulacros y (au-


to)engaños, los insípidos inventos culinarios del Período Especial
acaban alterando el orden de lo comestible y no comestible. Los tab-
úes culinarios que, independientemente de la cultura, pueden parafra-
searse con el bien conocido dictamen de Levítico, “nada abominable
comerás”, se ven camuflados bajo las apremiantes condiciones del
momento. Esta trasgresión de los límites y de las prohibiciones se
vincula directamente con la noción de lo abyecto. En su libro de 1980
Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection (traducido como Poderes
de la perversión en 1987), Julia Kristeva define la abyección como el
Entre lo crudo y lo cocido 305

sentimiento primordial de rechazo, de náusea, de asco hacia lo que se


percibe como inaceptable y, por lo tanto, prohibido. Kristeva distingue
tres esferas que se consideran abyectas y que están asociados con los
respectivos orificios del cuerpo humano: la comida (vinculada con lo
oral), los desechos corporales (lo anal), y los signos de la diferencia
sexual (lo genital). Lo que abyectamos, sigue Kristeva, es lo que
perturba el orden, lo que se encuentra, de algún modo, ‘fuera de lu-
gar’: las trazas del excremento sobre las manos, los anillos de leche
seca en la ropa, el pelo en la sopa y, para agregar un ejemplo de nues-
tra propia cosecha, el cerdo en la bañera de un apartamento habanero.
La abyección acompaña todas las definiciones socio-religiosas del
tabú, de la (im)pureza, contaminación, exclusión y prohibición. (Kris-
teva 1980: 27) Por otro lado, puesto que en la abyección operan los
principales mecanismos del absurdo –la “extrañeza,” el “no-sentido”,
el “linde de la inexistencia y de la alucinación”, la realidad que “ani-
quila” (Kristeva 1980: 8)–, en la literatura y en el arte el uso de lo
abyecto es un recurso que permite desafiar los parámetros de un ‘or-
den’ establecido. La abyección cataliza un juego entre la represión de
lo repulsivo y la fascinación que lo asqueroso tiende a ejercer sobre
nuestros deseos. Las esferas de lo anal (el excremento) y lo genital (el
sexo en todas sus variantes) se imponen como las más obvias manifes-
taciones de lo abyecto en la Trilogía sucia de La Habana de Pedro
Juan Gutiérrez, obra emblemática del llamado realismo sucio cubano,
cuyo narrador se autodefine en algún momento como “revolcador de
mierda”. (1998: 104) Pero la abyección asociada con la comida es
igualmente prolija en el imaginario del Período Especial y, en la ma-
yoría de los casos, casi inseparable de las zonas de lo excrementicio y
lo sexual.
Dada la importancia de la carne en la dieta cubana y su simbolismo
como signo de poder y machismo, no debe sorprendernos la preponde-
rancia que en este contexto de penuria y escasez adquiera la temática
‘cárnica’, ‘carnal’ y ‘carnívora’.11 Otra vez, el tema no resulta del todo
nuevo. Recordemos que en ‘El matadero’, cuento fundacional hispa-
noamericano escrito por el argentino Esteban Echevarría hacia 1837
como alegato contra la dictadura de Juan Manuel Rosas, la obsesión
carnívora del ‘pueblo’ culminaba en la violencia orgiástica del popu-
lacho. Asimismo, en el alucinante relato ‘La carne’ (1944), que forma
parte de la colección Cuentos fríos de Virgilio Piñera, el apetito carní-
voro desemboca en una serie de actos auto-antropofágicos. El ejemplo
306 Elzbieta Sklodowska

de Piñera es, por cierto, tanto más significativo que en los años 90 del
siglo XX presenciamos su ‘redescubrimiento’ en Cuba y su influencia
sobre los ‘novísimos’ escritores de la isla llega a ser tan prominente
que acaba eclipsando a los maestros de las generaciones anteriores:
Carpentier y Lezama Lima.
Piñera describe una comunidad que se niega a subsistir con una di-
eta vegetariana y acaba saciando sus apetitos consumiendo, poco a
poco, trozos de sus propios cuerpos. La autodestrucción individual
conlleva también la desintegración de la fibra misma de la sociedad: el
bailarín que se ha ingerido los dedos de sus pies no puede seguir ejer-
ciendo su profesión mientras que las mujeres que han devorado sus
propios labios son incapaces de hablar o besar. Según el conocido
dictamen de Claude Lévi-Strauss, el ser humano es un animal que
cocina y el paso de la naturaleza a la cultura es, literal y simbólica-
mente, el paso por el fuego. El cuento de Piñera, no obstante, acaba
desmantelando este eje levi-straussiano entre lo crudo/lo natural, por
un lado, y lo cocido/cultural, por el otro, puesto que la noción de que
las partes del cuerpo humano pasen a ser filetes y frituras en el proce-
so de elaboración culinaria acaba deconstruyendo la noción misma de
‘cultura’ o ‘civilización’. En ‘La carne’ Piñera recoge todo un registro
de connotaciones culturales, tanto regionales como ‘universales’:
desde el mito del canibalismo caribeño hasta la antropofagia de los
modernistas brasileños, desde el simbolismo religioso del cuerpo
sacrificado hasta el binomio latinoamericano de civilización y barba-
rie. Unas seis décadas más tarde, los ecos del grotesco mundo de
Piñera van a reverberar en el cuento de Rolando Menéndez titulado
‘Carne’ de la colección De modo que esto es la muerte, en el cual dos
ladrones, Cirilo ‘Ojo Tuerto’ y Bill, tratan de robar una vaca, pero
acaban siendo atrapados por unos campesinos, convirtiéndose en un
suntuoso plato para sus antropófagos captores.
Al repasar la literatura cubana de los últimos tres lustros, resulta
verdaderamente asombrosa, además, la cantidad de textos donde la
obsesión ‘cárnica’ se manifiesta a través de un motivo temático que es
el epítome mismo de la abyección: la crianza de un puerco en azoteas,
bañeras, techos, traspatios o armarios de una casa urbana. Desde una
escena en la película Fresa y chocolate, donde vemos a algunos veci-
nos arrastrando un puerco vivo escalera arriba, hasta la obra teatral
Manteca (1993) de Alberto Pedro Torriente (1954-2005), el cuento de
Nancy Alonso (1949- ) ‘César’ incluido en el volumen Cerrado por
Entre lo crudo y lo cocido 307

reparación (2002) y casi toda la narrativa de Rolando Menéndez


(‘Carne’, Las bestias) los escritores parecen haber decantado este
elemento del folklore habanero en una metáfora predilecta de toda una
época.12
A modo de ejemplo, me voy a detener en dos textos aquí mencio-
nados, la obra teatral Manteca de Alberto Pedro Torriente y el cuento
‘César’ de Daisy Alonso. Manteca sitúa a los lectores/espectadores en
un apartamento habanero, compartido por tres hermanos, Pucho,
Celestino y Dulce. Ante los apremios del Período Especial, la casa
parece haber sufrido ciertos ajustes, transformándose en “una especie
de almacén”. (Torriente 2005: 55) En un espacio repleto de “latas de
conserva oxidadas, sacos, cajones de todo tipo” (55), entre tragos de
agua con azúcar, Pucho y Celestino discuten sobre las ventajas y
desventajas de la presencia soviética en la isla, mientras que su her-
mana, como una Cenicienta, se dedica a contar “ceremoniosamente”
los granos de arroz y dividirlos en raciones diarias (61).13 Para Celes-
tino, los años 70 y 80 se perfilan como la época de un relativo bienes-
tar, asegurado por la importación masiva de productos alimenticios de
los países del bloque soviético. Ante los augurios de que “[ll]egará el
momento en que la base de nuestra alimentación no será el arroz”
(61), Celestino recuerda con nostalgia sus experiencias culinarias con
la papa y el bortsch.
Fue precisamente en los años 70 y 80 cuando la comida tradicional
cubana –frijoles negros con arroz, yuca, carne de puerco, plátanos,
boniato, malanga– se vio complementada, y hasta cierto punto suplan-
tada, por la carne enlatada de la Unión Soviética, la ensalada de col,
zanahoria y remolacha de Bulgaria y la exótica jalea de grosellas de
Albania. Con su habitual creatividad, los cubanos sometían estos
productos a toda clase de transformaciones con la esperanza de que,
metamorfoseados, iban a ajustarse más al paladar criollo:

El ‘arroz con pollo a la jardinera’, de factura búlgara, se lavaba antes para


quitarle la espesa grasa y se convertía en una especie de ensalada de pollo, o
se pasaba por una batidora, convirtiéndolo mediante un hechizo, en una pasta
para bocaditos digerible. La sopa de pollo se espesaba con diferentes
condimentos como la salsa bechamel, y se presentaba como croqueta. Al ají
relleno con picadillo se le extraía este, se enjuagaba y se hacía al estilo
cubano. (Jiménez Soler 2006: 39)
308 Elzbieta Sklodowska

Desde la primera escena el autor de Manteca crea un suspense cu-


ya naturaleza no llegamos a captar hasta mucho más tarde. Aunque
Pucho alude a la necesidad de deshacerse violentamente de un intruso
cuya presencia se ha vuelto insoportable –“Si no lo hacemos pronto,
terminará acabando con nosotros” (56)–, la identidad de este indesea-
ble permanece velada. Más o menos a mediados de la obra nos ente-
ramos, desconcertados, de que los hermanos están criando clandesti-
namente un puerco y que han decidido matarlo para el fin del año,
temporada tradicional en Cuba para celebrar las fiestas con el lechón
asado. Un motivo semejante aparece en el relato ‘César’ de Nancy
Alonso, donde la crianza del puerco es una respuesta –bien diferente
de la que hemos visto en el cuento de Piñera– al imperativo de saciar
las “necesidades carnívoras” (Alonso 2002: 12) del patriarca de la
familia. Harto de la comida vegetariana suministrada en abundancia
por los ingeniosos cultivos de la abuela y desesperado con “la comida
como si fuera” (13) inspirada por los simulacros gastronómicos de
Nitza Villapol, el pater familias toma la decisión de “criar animales”
(13).
Lo que une a los protagonistas de ambos textos es la sensación de
lo absurdo de esta lucha por la subsistencia que se entreteje con la
humillación de tener que ceder a la ley de la jungla. Avergonzado por
el retroceso civilizatorio de su comunidad, Pucho anuncia incrédulo:
“Estamos criando un puerco en los umbrales del año dos mil, a escon-
didas, en un edificio de apartamentos, desafiando las leyes sanitarias
que han hecho posible el florecimiento de las ciudades del planeta,
porque necesitamos proteínas, proteínas y manteca…” (Torrente 2005:
90) Para sobrevivir, ambas familias recurren, pues, a la agricultura
urbana o retroceden al antiguo sistema de recolector-cazador. “Era esa
la época en que todos criábamos o cultivábamos algo,” confiesa la voz
narrativa de ‘César’. (Alonso 2002: 12) Los actos de cocinar y comer
no se disfrutan, se sufren, ya que son una culminación de una penosa
cadena de labores: conseguir, sembrar, cultivar, cosechar/matar, trans-
portar y procesar.
En un gesto desesperado de afirmación de su ‘urbanidad’ puesta en
peligro, uno de los protagonistas de Manteca defiende la lógica de
deshacerse del cerdo, ya que el animal es un intruso que “vino del
campo” mientras que él, Pucho, nació en La Habana. (Torrente 2005:
56) Por muy absurda que parezca, la dicotomía entre la ciudad y el
campo establecida por Pucho capta los sentimientos de desprecio y
Entre lo crudo y lo cocido 309

recelo expresados por muchos habaneros hacia los inmigrantes que


llegaron masivamente a la capital de las provincias orientales a me-
diados de los noventa y que eran conocidos bajo el peyorativo nombre
de ‘palestinos’. Dentro de este contexto, resulta pertinente mencionar
un estudio sobre las transformaciones de La Habana en el cual el
arquitecto Mario Coyula habla de la ‘ruralización’ del paisaje urbano
como resultado de la penuria del Período Especial:

El paisaje urbano de los años noventa y principios de este nuevo siglo ha sido
marcado por un debilitamiento suicida del control sobre las intervenciones en
la ciudad. El resultado es una especie de ajiaco, que ahora se llama caldosa
por efectos de la inmigración desde las provincias orientales. […]. Plátanos,
gallinas, cerdos, tanques de petróleo usados como depósitos de agua, cercas de
malla eslabonada, y carporches de chapa, forman parte del enjaulamiento de
un nuevo paisaje urbano oxidado y carcomido donde la tierra apisonada
sustituyó lo que un día fueron jardines elegantes. Esto coexiste con las
incivilizadas tapias de los pobres-nuevos-ricos, trasplantadas desde una
hacienda homogeneizada por las telenovelas, con sus ostentosas portadas
inevitablemente rematadas con tejas criollas. (2004: s/p)

Pig in the Street (Cortesía de Andrea Brizzi).

Agreguemos que fue precisamente a partir de mediados de los noventa


cuando en el interior de las ciudades cubanas empezó a instalarse a
310 Elzbieta Sklodowska

gran escala la producción agrícola. Los llamados organopónicos han


tenido una suerte desigual y mientras que siguen fascinando a los
extranjeros, para los mismos cubanos siguen siendo un mal necesario.
Tanto Manteca como ‘César’ recogen también las contradicciones
que desde los tiempos inmemoriales han incidido en la dinámica entre
el mundo humano y el porcino. Aunque las proscripciones alimenti-
cias, tanto del Viejo Testamento como del Korán, convierten al cerdo
en el símbolo de lo impuro y lo prohibido, según Peter Stallybrass y
Allon White en el imaginario europeo medieval el cerdo era celebrado
como símbolo de la fertilidad y la abundancia y tan sólo con la llegada
de la modernidad se convirtió en el emblema de la suciedad. En otras
palabras, la abominación por su supuesta falta de higiene creció en
proporción directa a la obsesión sanitaria de la sociedad moderna. Eric
Smith añade una dimensión interesante a esta perspectiva:

The pig is, obviously, a symbol of gross physicality. Its ability to digest
human and animal dung, its propensity to lie in its own bodily waste, the
human-like color and texture of its skin, and its associations with death all
contributed to its marginalization by the ascendant middle-class, whose utopic
aims sought to isolate and purge reminders of these distasteful elements of
existence from modern urban life. On the other hand, the pig’s literal and
figurative nearness to humanity in the pre-bourgeois era made it a
fascinatingly hybrid, transgressive figure ideal for appropriation by the
carnivalesque tradition. (Smith 2002: 132-33)

Curiosamente, en una de sus frecuentes intervenciones en los medios


de comunicación masiva, el mismo Fidel Castro aludió precisamente a
los criterios higiénicos en una nota publicada en el diario Granma el
11 de marzo de 2002, donde exhortaba a los habaneros a erradicar los
criaderos, ya que “la cría de cerdos dentro de la ciudad constituye una
vergüenza, es símbolo de malos hábitos, indisciplina e irresponsabili-
dades”.14 Desde el punto de vista del líder cubano la presencia del
animal en el seno de la familia urbana representa el colmo de la ab-
yección en el sentido de que la inmundicia y la hediondez implican la
negación de la civilidad y de la higiene prometidas por el ‘triunfo de
la revolución’ modernizadora.
Varios estudiosos han tratado de explicar las prescripciones en
materia alimenticia planteadas en el capítulo 11 del Levítico que
prohíben el consumo de carne impura, incluyendo la carne de puerco.
Según el estudio de 1966 de la antropóloga británica Mary Douglas,
Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y
Entre lo crudo y lo cocido 311

peligro, la impureza de ciertos animales puede ser atribuida a su ano-


malía con respecto a las clasificaciones establecidas. Según Marvin
Harris, quien explica los tabúes alimenticios en términos pragmáticos
de costes y beneficios, a diferencia de los rumiantes que comen pro-
ductos ricos en celulosa, como la paja y la hierba, el cerdo acaba
compitiendo con el ser humano por los mismos alimentos (los vegeta-
les). Además, sigue Harris, puesto que el cerdo no tiene otra utilidad
sino su carne, su manutención puede hacerse insostenible. En su opi-
nión, cuando un alimento se hace difícil o costoso de conseguir o de
preparar o cuando incide negativamente sobre el entorno, se convierte
en un alimento rechazado, es ‘malo para comer’ y tachado de pecami-
noso, ilegal o repulsivo, resultando en los tabúes culinarios que están
compartidos independientemente de las creencias religiosas, como es
el caso de la proscripción de la carne de puerco tanto por los judíos
como por los musulmanes.
Sin embargo, el puerco es un animal más complejo de lo que pare-
ce: por su apariencia evocadora de un bebé rosado y su proximidad
física al hogar humano, puede convertirse fácilmente en un ‘miembro
de familia’. En la tradición literaria mundial basta con recordar la
escena de Alicia en el país de las maravillas (1865) en la cual hay un
bebé que se transforma en un cochinito. Stallybrass y White conclu-
yen su reflexión sobre la proximidad entre lo humano y lo porcino de
la siguiente manera:

Not only did the pink pigment and apparent nakedness of the pig disturbingly
resemble the flesh of European babies (thereby transgressing the man-animal
opposition), but pigs were usually kept in peculiarly close proximity to the
house and fed from the household’s leftovers. In other words, pigs were
almost, but not quite, members of the household and they almost, but not
quite, followed the dietary regimes of humans. (Stallybrass y White 1986: 47)

Curiosamente, en los últimos años los avances en la esfera de la bio-


tecnología han demostrado que la proximidad entre el ser humano y el
cerdo puede tener una base genética. Esto llevó a los científicos a
contemplar los posibles usos de los cerdos para la producción de
órganos para los transplantes.
Parece curioso que las observaciones de Stallybrass y White man-
tengan su vigencia en la Cuba de hoy. En el vocabulario cotidiano el
animal es llamado de diferentes maneras, pero siempre con cariño:
puerquito, marranito, lechón, cerdito o macho, uno de los restaurantes
312 Elzbieta Sklodowska

más cotizados de La Habana es ‘El Cochinito’ y todo el mundo cono-


ce una canción de Beny Moré dedicada con ternura a un ‘marranito’
que está a punto de convertirse en chicharrón y jamoncito. Según el
testimonio contemporáneo de un habanero:

Cuca, La Niña, Cuco, Horacio, Federico, Alfredo, Walterio, Lola, no son


nombres ni apodos de personas o niños, sino distintivos de cerditos
juguetones, muchas veces amaestrados, obedientes y dóciles como una
mascota más. Hay familias que les toman tanto cariño que, llegados los días
de la matanza (del 24 al 31 de diciembre) optan por venderlos antes que
sacrificarlos.15

Los dos textos aquí analizados reafirman la sospecha de que la


línea entre lo humano y lo porcino resulta más fácil de cruzar de lo
que parece. En Manteca, Celestino confiesa haberse encariñado con el
puerco “como si fuera un familiar” (89), mientras que Dulce, en un
lenguaje repleto de diminutivos, capta el amor verdaderamente mater-
nal vertido en la crianza del animal: “¿Tienes valor para abrirle la
barriga fríamente a un animalito que llegó chiquitico, metido en un
sombrero, erizadito como un osito de peluche? […] Hubo que darle la
leche en pomo, como a los bebitos. Estaba acabado de destetar. Lo
separaron de la madre antes del tiempo” (98-99). De manera semejan-
te, en el cuento de Alonso los miembros de la familia acaban enca-
riñándose con el animal que están criando. Alimentado con un biberón
y adornado con el lazo rojo alrededor del cuello contra el ‘mal de ojo’,
el puerco es un gracioso cruce entre un muñeco y un bebé. No es de
sorprender, por lo tanto, que a la hora de la verdad César se escape del
sacrificio y acabe recibiendo el estatus oficial de “un miembro más de
la familia” (20).
En conclusión, la representación de la comida y sus correlatos –el
hambre, el canibalismo, la abyección– en la literatura del Período
Especial va más allá de un picante detalle costumbrista. En su intento
de captar lo absurdo de la experiencia colectiva de esta época, los
autores y artistas usan la comida como un vehículo tanto satírico como
catártico. El efecto es rotundamente deconstructivo: además de des-
montar el clásico triángulo culinario de Levi Strauss de lo crudo, lo
guisado y lo podrido (lo corrompido), estos textos y actos de perfor-
mance desestabilizan las fronteras entre lo comestible y lo abyecto y
cuestionan la distancia entre lo animal y lo humano en el marco del
desolador paisaje de desengaño post-socialista.
Entre lo crudo y lo cocido 313

Notas
1
Según observa Megaly Muguercia, los artistas cubanos recurren a sus propios
cuerpos marcados por el hambre como el vehículo más poderoso de performance: “I
recall, among the dozens of performances of this period, Fast Food, a dance solo by
the great artist Marianela Boán. The public was gathered outside a well-known thea-
ter, waiting to enter the auditorium. Suddenly, the dancer came through the doorway
and displayed her thin body, which seemed to the onlookers to be charged with a
strange excess of energy. She carried a dinner plate and a metal spoon, rough, prison-
like utensils, which, of course, were empty. The choreography borrowed something
from those sterile objects. Her body, that of a virtuoso dancer, broke up and recompo-
sed itself fleetingly in a minimalist combat that posed strength and assertion against
tiny, microscopic movements. And this incandescent body executed at the end the
horrendous, impeccable act of eating its own fingers. This final gesture concentrated
all our energies, all our greed and our courage, as we watched. Pale, in black leotards,
without makeup, her performance said: hunger. We all had different hungers, but we
accepted the offering of her vigor and her rigor, played out on the very threshold
between street and the stage.” (Muguercia 2002: 181-82)
2
Véase al respecto el artículo ‘Investigadores de EE UU y la Isla concluyen que el
Período Especial ha sido bueno para la salud’ en el portal ‘Cuba encuentro’. En línea
en: <http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro-en-la-red/cuba/noticias/investiga-
do-res-de-ee-uu-y-la-isla-concluyen-que-el-periodo-especial-ha-sido-bueno-para-la-
salud/(gnews)/1190825160> (consultado el 10.11.2009).
3
Esta retórica oficial del sacrificio se presta fácilmente a la parodia, según se puede
observar en la novela de Zoé Valdés, La nada cotidiana (1995), cuyo primer capítulo
se titula, precisamente, ‘Morir por la patria es vivir’.
4
En términos de James C. Scott, autor de Los dominados y el arte de la resistencia,
las diversas formas de economía informal, incluyendo el robo y la adulteración de
productos, no son solamente formas de subsistencia, sino que forman parte del discur-
so oculto (hidden transcript) de la resistencia ante el poder.
5
A la icónica imagen del almuerzo lezamiano conjurado por Diego para David, con la
ayuda de Nancy, en la película Fresa y chocolate se agrega la evocación de los
legendarios sabores despachados antaño en la heladería Coppelia en contraste con
apenas dos –fresa o chocolate– disponibles, con suerte, en el presente. En una frase
cargada de simbolismo que va más allá de lo gastronómico, David dice en la película:
“había chocolate, pero pedí fresa.” Daína Chaviano, por su parte, así describe la
‘decadencia’ de Coppelia durante el Período Especial: “En esa heladería llegó a haber
más de cincuenta sabores, pero todo eso pertenece a la prehistoria. Hoy apenas quedan
cuatro o cinco para los cubanos, que tenemos que sentarnos abajo, en las mesitas al
aire libre, porque los salones altos son para los extranjeros. Arriba la variedad es
mayor, aunque nunca como en la edad de oro del helado cubano.” (1998: 93)
6
De igual manera que la tortilla se ha convertido en el símbolo de la identidad mexi-
cana, la metáfora del ajiaco le ha servido al antropólogo cubano Fernando Ortiz en su
acercamiento a la cubanidad. Otro país que ha convertido la comida y la digestión en
una poética identitaria es, por cierto, Brasil (‘Manifesto Antropofágico’).
7
El des/control respecto a la comida –incluyendo la distribución de los alimentos por
el gobierno a través de la libreta de racionamiento– epitomiza la relación entre el
poder y la comida. Viene aquí al caso el siguiente fragmento de El reino de este
314 Elzbieta Sklodowska

mundo de Alejo Carpentier que, según la perspicaz observación de Alicia E. Vadillo,


establece un enlace metonímico revolución-comida-poder: “A golpe de pico se
destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de duelas, los toneles largaron el
morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de las mujeres. Arrebatadas entre gritos
y empellones, las damajuanas de aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaron en
las paredes. Riendo y peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano,
tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque que clareaban sobre el suelo de
ladrillos, al chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se había
metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos viejas pelea-
ban, en congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían jamones y colas de
abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca, largamente, con muchas
bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino español.” (49-50; citado por
Vadillo)
8
La idea de crear El Cordón de La Habana llevó a un derribo masivo de huertos para
crear plantaciones de café que nunca rindieron frutos. Más o menos en la misma
época (1967-1968) la llamada Brigada Invasora Mecanizada Che Guevara arrasó
miles de hectáreas de bosques y montes naturales, dejando como secuela la desertifi-
cación de varias zonas del país.
9
Durante mi última estadía en Cuba en 2007 las raciones mensuales de algunos
alimentos básicos proporcionados cubiertas por la libreta eran las siguientes (por
persona): arroz 2,27 kg; frijoles 0,45 kg; manteca de cerdo 0,91 kg; azúcar 1,36 kg;
café 115 gr; sal 300 gr; 8 huevos; pollo 0,45 kg; 1 pan por día. La libreta incluye
también algunos productos higiénicos (jabón, detergente, pasta de dientes).
10
En 1965 el cineasta brasileño Glauber Rocha propuso el término ‘la estética del
hambre’ para plantear, tanto en términos éticos como estéticos, el problema de la
representación de la miseria sin convertirla en un producto de consumo folclorizado.
11
El libro de Carol Adams, The Sexual Politics of Meat (1990) vincula la mitificación
de la carne con las culturas patriarcales. Comer carne es asociado con la virilidad y
muchos de los rituales antropófagos tienen que ver con los ritos masculinos de inicia-
ción.
12
Aunque el título Manteca parece designar la grasa de la carne, el texto nos remite
tanto a la pieza clásica del jazz afrocubano de Chano Pozo con el mismo título, así
como al término que en la jerga popular de la época designaba la marihuana.
13
Anotemos aquí el perspicaz comentario de Johannes Birringer: “Portraying Cuba's
economic and psychic disintegration in a painstakingly exact naturalist manner, with
an audience responding emotionally to almost every single scene of (self)recognition,
Manteca both questions the mythology of the home and the nation by depicting them
as a decaying island ghetto filled with amputated families and broken revolutionary
dreams, while at the same time appealing to the ethos of a spiritual resistencia and to
the recreation of family unity as the only hope of redemption left for a society that
needs to rebuild itself. Perhaps too obvious and stereotypical for my taste, the vision
of ‘lo principal es la familia’ is articulated by the nurturing, sweet, and conciliatory
female character, icon of self-sacrifice and endurance. Dulce's depressed and aggres-
sive brothers carry the burden of acting out the schizophrenia of a situation in which
life itself has become insupportable.” (Birringer 1996: 123)
14
Véase <http://www.cubanet.org/CNews/y02/mar02/13o2.htm> (consultado el
10.11.2009).
Entre lo crudo y lo cocido 315

15
Véase <http://www.cubanet.org/CNews/y00/jul00/04a14.htm> (consultado el
10.11.2009).

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La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá:
un sancocho literario

Jacques Joset

La guía gastronómica de Edgardo Rodríguez Juliá, Elogio de la fonda (2001), que


presenta las mejores direcciones de restaurantes familiares “fondas, friquitines y
lechoneras” de Puerto Rico, es también una especie de registro de los gustos cultura-
les del autor. Su itinerario de los sabores locales cruza una y otra vez sendas literarias
mediante la evocación de figuras y obras de Hispanoamérica, de Puerto Rico y del
mundo occidental. Entre sus preferencias figuran unos escritores del así llamado
“boom’ de la novela hispanoamericana y autores puertorriqueños del siglo XX.

Ahora que hay tanto gourmet en ciernes es importante subrayar que lo


esencial a la hora de valorar la comida y la bebida es saber reconocer en un
bocado o en un sorbo, aunque sea de pan y de vino, el valor poético y el
estremecimiento físico que los convierten en una experiencia del deleite.
(Jarque 2007: 14)

Este texto de un brevísimo recorte de presentación del reciente libro


de Manuel Vicent, Comer y beber a mi manera parece ratificar la
existencia de una ‘gastrocrítíca’ que apenas bautizada sufre hetero-
doxias epigonales como es la que sustituye nada menos que la termi-
nología bien sentada de la intertextualidad por la precariedad de una
perspectiva antes que nada temática.1 Nuestras disciplinas literarias
tan apegadas a las imágenes tienen que desconfiar una y otra vez de
las metáforas que transforman en espejismo metodológico, o sea en
engaño intelectual, los objetos de sus indagaciones. Más legítimos y
arraigados en la retórica, la vieja retórica que se remoza entre los
postestructuralismos ya antiguos y más recientes subalternologías, son
los estudios de la metáfora en tanto proceso que equipara cualquier
referente y una realidad alimenticia (o recíprocamente). Nos invita
explícitamente a explorar este campo Benjamín Torres Caballero,
prologuista de las crónicas gastronómicas recopiladas en Elogio de la
fonda, quien titula su texto ‘Historia de un guiso’ duplicando la metá-
320 Jacques Joset

fora culinaria por otra, biológica, en las palabras de encabezamiento:


“El tomo que el lector tiene en sus manos ha sido un proyecto colecti-
vo de larga gestación, que además ha experimentado una radical me-
tamorfosis.” (Torres Caballero 2001: 7) Notemos que ambas, la del
alimento cocinado (guiso) y la del niño (larga gestación), que tienen
como referente el libro que tenemos entre las manos, remiten en es-
tructura profunda a las acciones de preparar (cocinar el guiso / sedu-
cir), experimentar un placer (saborear el plato / gozar del sexo), expul-
sar (los alimentos digeridos / parir), con perdón por estas aproxima-
ciones verbales reñidas con la pudibundez pero el análisis semántico
no tiene ni moral ni melindres. Del lado del referente las acciones
correspondientes serían escribir, leer (le plaisir du texte) y comunicar
lo leído (provocar le désir du texte).
La historia de los tópicos retóricos relacionados con la alimenta-
ción se remonta, consabido es, a los testimonios más antiguos de la
literatura occidental. La erudición de Ernst Robert Curtius puso de
manifiesto metáforas alimenticias mediante las cuales Píndaro, Esqui-
lo, Plauto y Cicerón designaban su quehacer literario y nos recordaba
que el sentido de satura es ‘guiso de varios vegetales’ o sea, digo yo
en castellano, ‘menestra’. El convivio de Dante era un ‘banquete’ para
los hambrientos de ciencia y sabiduría (Curtius 1956: 166-167)2,
mientras la Divina comedia era una fruta (Inferno, XX, 20) o alimento
espiritual (Paradiso, X, 25) para el lector. (Curtius 1956: 400) Pero el
libro no hubiera sido posible sin la escritura que Nono de Panópolis,
escritor griego de finales de la Antigüedad, autor del poema mitológi-
co Las Dionisiacas, condensó en una gráfica metáfora: “[Cadmo]
había aprendido en su patria [Egipto] los misterios de una ciencia
divina, la sabiduría egipcia […]. Y ahí había mamado la leche inefable
de los libros sagrados; con una mano que inscribía al revés caracteres
oblicuos, trazaba curvas complicadas.” (Nonnos de Panopolis 2003:
69-70; mi traducción) Así se transmitía el mito de la invención del
alfabeto griego mediante una imagen toda delicadeza en la que se
funden (άρρητον αμελγόμενος γάλα βίβλων)3, con quince siglos de
anticipación, lo alimenticio y lo biológico de las metáforas de apertura
del prólogo a las crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá.
Pasando el tiempo, las culturas y las religiones, la metáfora alimen-
ticia sufrió traducciones a lo divino, entre las cuales recomiendo la
siguiente por su mal gusto, por lo menos a la altura de un paladar
actual:
La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 321

[…] los letrados y predicadores y aquellos a quien toca proponer al pueblo la


doctrina divina y darles los manjares spirituales y a comer aquel celestial
Cordero tienen necesidad de dárselo bien guisado y con salsas y saynetes
como a enfermos de la salud del alma para que lo puedan comer […]. Y
porque unos son aficionados a metro y otros a prosa, quise dar de todos
manjares a todos para quitar el hastío, porque los sermones y las escripturas
que al pueblo se ordenan han de ser compuestas de muchas yervas como
ensalada […].

Este divino menjurje es preparación de un tal Antonio de Espinosa


que nos da la receta en unas Reglas de bien vivir, publicadas en Bur-
gos por Juan de Junta en 1552 (fol. sign. Ajv). Los ingredientes, con
las “maneras” de guisarlos y aliños, vienen prestados del Desprecio
del mundo (Zaragoza, 1546) de Antonio Sarmiento, señas de identidad
detrás de las cuales se ocultaría quizá el mismo Espinosa, según Pedro
M. Cátedra, a quien debemos la exhumación de esta cocina teológica
(Cátedra, 2006). Y hablando de textos áureos resucitados recientemen-
te, no me extrañaría que del sentido etimológico de satura se hubiese
acordado Marcos Fernández cuando tituló la suya Olla podrida a la
española, compuesta y sazonada en la descripción de Munster en
Vesfalia, con salsa sarracena y africana […] (1655) (Vaíllo 2006).4
Este camino de la retórica lo dejaremos en el umbral del Elogio de
la fonda por el hecho de que el propio Edgardo Rodríguez Juliá lo
transita poco en su itinerario gastronómico de la isla.5 Éste, en cambio,
cruza una y otra vez sendas literarias mediante la evocación de figuras
y obras de Hispanoamérica, de Puerto Rico y de todo el mundo occi-
dental.
La novelística del así llamado boom se estampa desde la primera
reseña de nuestro escritor, dedicada a la “fondita puertorriqueña por
definición y excelencia” (21), ‘La Casita Blanca’, conocida de todos
los nacionales y extranjeros aficionados a la cocina criolla. En esa
crónica publicada por primera vez el 23 de septiembre de 1990 en el
suplemento dominical ‘En Grande’ del periódico El Nuevo Día6,
irrumpen dos ficciones de referencia:

La entrada de La Casita Blanca es tan acogedora que parece soñada: desde la


Calle Tapia la reconocemos sin pérdida; con su techo de cartón verde a ratos,
¿como la de Vargas Llosa?, es el punto de esquina que nos invita sin falla;
necesariamente hubo ahí, en los tiempos del twist, un billar fatídico. Ese gallo
enjaulado que está en la puerta es el del Coronel sin apellido, el de las ansias
epistolares; el lugar cobra repentinamente un fuerte sabor latinoame-
ricanocaribeño; por un momento nos olvidamos de que vivimos en la patria de
322 Jacques Joset

Burger King y del Coronel Sanders; nos pensamos, muy exóticamente, en


Cartagena de Indias, o, mejor en Barranquilla. (22)

Fonda – La Casita Blanca (Cortesía de Aracelis Rodríguez).

Huelga decir que las novelas aludidas son La casa verde (1966) y El
coronel no tiene quien le escriba (1961)7 cuyos títulos entrañan por
asociación sendas alusiones al uso anterior algo sospechoso del local y
al icono publicitario de los Kentucky Fried Chicken (Coronel San-
ders), con insistencia particular sobre las ciudades donde el joven
Gabriel García Márquez hizo sus pinitos periodísticos, lo mismo que
Rodríguez Juliá como crítico gastronómico de El Nuevo Día. En fili-
grana de estas líneas se lee también la vigorosa reivindicación de la
cocina puertorriqueña tradicional “mucho más nutrimental” que la de
los “fast foods”, postura que redunda en el orgullo identitario de que
hace gala el autor de La noche oscura del niño Avilés (1984) no sólo
en su guía personal de las “fondas, friquitines y lechoneras” (10) de la
Isla.8
Hacia la misma actitud ‘puertorriqueñista’ apunta la evocación del
poeta Luis Palés Matos que el cronista imagina contemplando un
bodegón pintado por un “naif artista del barrio”, Johnny Vázquez,
para la fonda de Lalín, que “era uno de los dulces pocitos donde el
La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 323

vate curaba su neurastenia tropical con la afelpada euforia de los


trinquis” (26). La pintura que representa “todos los temas de la abun-
dante cornucopia puertorriqueña” fue recuperada por Jesús, dueño de
‘La Casita Blanca’, quien por lo tanto recibe su carta de nobleza de
“fondero historicista” y “fondero postmodernista” de manos de un
irónico Rodríguez Juliá.9 Éste, después de una “segunda botella de
vino arzobispal” está a la espera de “la visita –o aparición– de Luis
Palés Matos y el enano que veía en grande De Diego Padró, vestidos
de dril escrupulosamente percudido, ambos en plan de francachela”
(21-22). Como lo apunta Benjamín Torres Caballero, en el trasfondo
de esta frase está el recuerdo del libro Luis Palés Matos y su trasmun-
do poético (1973) de José I. De Diego Padró “y las peñas de la “Ma-
llorquina” y de “Ciro Malatrasi’s”, con su descripción de los espacios
y los personajes de la bohemia”. (Torres Caballero 2001: 160)
El cronista remata sus páginas dedicadas a ‘La Casita Blanca’ con-
tradiciendo a Lawrence Durell. El autor de El cuarteto de Alejandría
aconsejaba que nadie volviera al sitio donde había sido feliz. Yo, dice
el comentarista gastronómico que se identifica con “el vate”, “no me
puedo resistir a la tentación de volver a la Casita Blanca, es uno de los
poquísimos pocitos dulces que nos van quedando” (27). Palés contra
Lawrence, la isla eterna colonia contra la Isla colonial. Con más am-
bigüedad reaparece la tetralogía del novelista inglés esta vez como
antítesis de la prensa people leída por un político del patio: “[…]
añoremos, sin excesiva nostalgia, a Don Teodoro Moscoso, cuya
lectura preferida, y de cabecera, era el Cuarteto de Alejandría…”
(100).
Pero no cabe duda de que el autor más referido en Elogio de la
fonda sea la vedette del ‘boom’ literario hispanoamericano, Gabriel
García Márquez, presente como vimos desde la primera reseña publi-
cada en el suplemento de El Nuevo Día. Cuando el propietario de un
friquitín del muelle del barrio sanjuanero de Puerta de Tierra retrata al
dueño anterior como “un pobre señor tirado en el piso y que dormía
entre la basura”, el culto y memorioso gastrónomo no vacila en identi-
ficarlo con “un viejo ángel, de los de García Márquez, sin las alas de
la euforia o la ilusión, allí varado en el muelle, a veces pestilente”
(58). La evocación de ‘Un señor muy viejo con unas alas enormes’
escrito en 1968 y publicado en 1972, es tanto más pertinente cuanto
que el desgraciado protagonista del cuento aparece de repente en el
324 Jacques Joset

patio convertido en lodazal de una casa a orillas del mar. Así reza la
primera frase:

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que
Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el
niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era
a causa de la pestilencia. (García Márquez 1972: 11; mi énfasis)

El adjetivo pestilente de la crónica ‘Un friquitín muellero’es indicio si


no de una relación de fuente stricto sensu, a lo mínimo de una remi-
niscencia bastante precisa.
En cambio, la otra mención de La increíble y triste historia de la
cándida Eréndira es algo confusa:

Doña Laura, quien se parece a la ayudante de la abuela Eréndira –justo, con


abalorios y faldas de calicó–, es la alucinante valet del parking; estaciona los
automóviles con la alegre autoridad de Úrsula y una amabilidad que es muy
suya. (66)

Esa persona que trabaja en ‘El Gran Café’ de la Plaza del Mercado de
Bayamón ¿se parece a la “abuela desalmada” del cuento o a la nieta?
Si de aquélla se trata, hay un error de nombre y si de ésta, hay error de
sintaxis. Y si hay errata, bajo reserva de verificar el texto tal y cómo
apareció en el suplemento de El Nuevo Día, sugiero corregir el de
Elogio de la fonda en ‘Doña Laura, quien se parece a Eréndira, la
ayudante de la abuela…’ o, mejor, ‘a la ayudante de la abuela de
‘Eréndira’’ con referencia a la abreviación generalmente adoptada del
título del cuento de 1972. Y aún así confieso que me sigue opaca la
incisa “–justo, con abalorios y faldas de calicó–” que no hacen parte
del vestuario de los personajes de García Márquez.10 Tampoco aclara
mucho la mención de la fundadora de Macondo. La “alegre autori-
dad” no es precisamente la característica más destacada de Úrsula,
quien permanece en la memoria de los lectores de Cien años de sole-
dad en tanto transmisora de las tradiciones familiares de los Buendía o
por su eterna vejez. Tampoco se distingue por la “excentricidad”
achacada a doña Laura y, eso sí, a la abuela de Eréndira. Y nosotros
achacaremos la poca coherencia de esas comparaciones literarias a la
rapidez exigida de un cronista que no tiene siempre la posibilidad de
revisar cuidadosamente lo escrito aunque hubiera podido subsanarse a
la hora de la recopilación de las reseñas en 2001 como se hizo en otros
casos.11
La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 325

Antes de volver a la presencia de las obras de Gabo en Elogio de la


fonda, no quisiera abandonar las páginas dedicadas a ‘Otro Gran Café’
sin hacer hincapié en la nostalgia de la década de los años cincuenta
que empapa el párrafo de apertura que resucita el primer Gran Café, el
de la entrada de Arecibo, los “carritos del chicharronero” y “la afama-
da lechonera de Juan Román”. “Pero eso quedaba muy atrás, en los
linderos entre Bayamón y Capara. ¿Ubi sunt?” (65) En latín en el
texto para que nadie se equivoque: el crítico gastronómico no puede
ocultar su cultura literaria y menciona a las claras el tópico, casi sub-
género de la poesía medieval y renacentista.12
La crónica que precede ‘Otro Gran Café’ en el volumen es un can-
to de alabanza a la lechonera Flores de los montes de Aguas Buenas
que dan lugar a otra recuperación de la memoria ancestral y a “la
celebración de unas raíces personales y familiares” del autor (61):

La casa solariega donde nació mi abuela ha desaparecido, aunque, por estos


lares, sea fácil evocar a mis ancestros campesinos: Su padre, Don Francisco
Flores, Papito Cico, mi bisabuelo, murió muy cerca de aquí, en los años
veinte, a pocos pasos de la lechonera, mi abuela me contaba que en una
reyerta de barrio, aunque fuera hombre perfectamente honorable. Murió
destazado, como Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada. (61-
62; la puntuación es la del original)

Tratándose de lechoneros y lechones, el encuentro de un recuerdo


autobiográfico familiar con una ficción cuyo protagonista muere
asesinado por matarifes que “tenían un criadero de cerdos, con su
piedra de sacrificios y su mesa de destazar” (García Márquez 1981:
65-66) no puede ser más ocurrente.
En ‘El fogón del mago Melquíades’ (70-74), Edgardo Rodríguez
Juliá juega, como era de esperar, con el nombre del dueño de ‘El
Mesón de Melquíades’ y el del personaje de Cien años de soledad,
quien “sin duda vendría a comer aquí”. El cruce onomástico del ‘ma-
go’ de la cocina del Barrio Culebras de Cayey y del personaje de la
realidad ficticia recorre la crónica de cabo a rabo: asombrado por la
tranquilidad de los niños que llenan el comedor, el autor sonríe “ante
la posibilidad de que el duendecillo de Melquíades les haya dado un
piloncito mágico” (71). El lector de García Márquez relaciona los
“secretos” culinarios del mesonero (72) con las claves herméticas que
estorban hasta el final de la novela el desciframiento de los manuscri-
tos del “gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión”
326 Jacques Joset

(García Márquez 200517: 83) profeta de la historia de Macondo. El


explicit de la reseña también es de doble sentido: “El flan de calabaza
es más substancioso que el de coco, la calabaza es de este modo el tic
que abunda en el estilo culinario de Melquíades, porque todo buen arte
está hecho de esas insistencias bien disimuladas” (74). ¿No serían
“esas insistencias bien disimuladas” un buen rasgo de la escritura de
García Márquez tan identificable que ya cuando se publicó la guía de
Rodríguez Juliá (2001) lograban imitarlo los menos dotados y que
ahora hasta el Premio Nóbel de Literatura 1982 remeda sus propios
tics?
Un último guiño a la obra de García Márquez es la tergiversación
de un título famoso (como todos los suyos) que sale como remate de
la descripción de los baños del restaurante ‘El Pomarrosas’ atiborrado
de antigüedades de toda clase:

El de las mujeres tiene una señora de la Hacienda del Siglo XVIII, con
regadera en mano cuida su jardín. El de los hombres tiene una chamaca de la
playa de El Alambique, la tanga apenas un gesto, el portentoso y “poderoso”
trasero espetado al aire. Aquí están los emblemas de lo que una feminista de
labios apretados llamaría la “sociedad patriarcal”, o el mal amor en los
tiempos de la cólera. (111)

Dejando de lado la reflexión socarrona sobre el vocabulario cliché de


moda en un sector de la crítica socioliteraria, llama la atención la
distorsión jocosa sufrida por El amor en los tiempos del cólera (1985),
con paso emblemático de un masculino a un femenino muy apropiado
al caso, cruzado con un eco algo apagado del título no menos sonado
de la obra de Juan Ruiz, Libro de buen amor, aunque, consabido es, la
antítesis de “buen amor” según el Arcipreste de Hita no es ‘mal’ sino
‘loco amor’.
Del feminismo al boom femenino no hay mucho trecho: la misma
crónica donde estaba convocado el destino fatal de Santiago Nasar
concluye con un título de quien bien supo aprovechar las lecciones de
‘realismo mágico’ de García Márquez: “[Los chilenos] tienen una gran
tradición en el asado del lechón, recuerden los festines campestres de
La casa de los espíritus [1982]” (64).
Empecé esta nómina de los integrantes del boom masculino pre-
sentes en la guía gastronómica de Rodríguez Juliá (¡también llaman la
atención los ausentes!) por el más joven, Vargas Llosa. La cerraré con
la evocación algo críptica del mayor, Julio Cortázar. Visitando la
La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 327

fondita ‘El Pacífico’, el cronista de ‘En Grande’ se da cuenta de que el


local ocupa el mismo espacio donde había actuado el cantante Daniel
Santos venido a menos: “El fantasma de Daniel ronda por ahí, como
diría Julio Cortázar evocando a Borges” (87). La memoria ha vuelto a
ponerse en marcha junto con la nostalgia, como en muchos incipit de
esas reseñas suyas. Son probablemente los mismos mecanismos que
indujeron la escritura de La importancia de llamarse Daniel Santos
(1988) de Luis Rafael Sánchez cuya sombra se desdibuja detrás de los
fantasmas ya lejanos de Cortázar, muerto en París en 1984, y de Bor-
ges, que descansa en Ginebra para siempre jamás desde 1986.13 ¿Sería
atrevido sospechar que Edgar Rodríguez Juliá colocó a Luis Rafael en
la misma situación cronológica al rescatar en 1988 el espectro del
músico emblemático de la canción popular hispanoamericana que iba
a morir tan sólo en 1992?
La evocación siquiera indirecta y posiblemente imaginaria del au-
tor de La guaracha del macho Camacho nos lleva ahora a las sendas
de la literatura puertorriqueña bien representada, como era de esperar,
en la(s) memoria(s) culinaria(s) de Rodríguez Juliá, quien vuelve a
mencionar a Wico bajo las señas del conocido apodo de Luis Rafael
Sánchez en un recuerdo del amigo más que del escritor (114). Amiga
también es Mayra Montero mencionada en la misma crónica (116)
dedicada al ‘Polo Norte Bar and Grill’: “Los champiñones rellenos
son de los mejores que he comido, estuve a punto del derrame, según
Mayra Montero, el picadillo bastaría para comerlo con cuchara” (116).
La puntuación un tanto equívoca no permite decidir si la apreciación
de la escritora cubanopuertorriqueña tiene que ver con el estado físico
del comilón o con el sabor del relleno. El contexto parece excluir la
primera posibilidad: nadie acompaña al cronista en esa excursión
gastronómica. Con mayor verosimilitud, Mayra Montero confirmó a
posteriori el juicio de Rodríguez Juliá, como lo hace Rosario Ferré a
propósito de un plato preparado por Raúl Flores, el de la lechonera,
que ya conocemos: “A veces hay ñame brujo y la batata más dulce y
primorosa que imaginarse puedan. Rosario Ferré la probó y me señaló,
con justeza y justicia poética, que sabe a piña, perfecta descripción de
mi exquisita colega” (64).
Olga Nolla (“Olguita” así en diminutivo en el texto de Edgardo) es
mencionada como la escritora que identificó y bautizó el concepto de
“barroco campesino” del que la casa de Melquíades, el del Mesón que
ya hemos visitado con García Márquez, es buen ejemplo (70).
328 Jacques Joset

Entre las antiguallas del ‘Pomarrosas’, “en una de las vigas hay di-
bujos que más o menos representan a Corretjer, [… y] Sylvia Rexach”
(108). Aquí se pone de manifiesto la ‘puertorriqueñidad’ de las dos
personalidades de la poesía culta y popular de la Isla: así me lo hace
suponer el que en el orden del discurso sus dibujos enmarcan otro de
Albizu (“y todavía más Albizu Campos”) el héroe de la independencia
siempre frustrada de Puerto Rico. Y por si fuera poco, compara
Rodríguez Juliá el ‘Pomarrosas’ con una fonda de Río Piedras fre-
cuentada por universitarios nacionalistas demasiado estrechos a su
gusto: “Se trata de una especie de El Canario postnacionalista.”14 El
poeta de Ciales vuelve a nombrarse y, a todas luces, citarse en un
contexto jocoso que no corresponde a la imagen petrificada del vate de
la patria puertorriqueña. De hecho en el ensayo agregado a las cróni-
cas periodísticas, ‘Cena navideña’, se lee con sorpresa: “[…] a dife-
rencia de nuestra reciente pasión macrobiótica aconsejada para la
presión alta, no es posible la sobriedad o moderación (nombres todos
de mujer, diría Juan Antonio Corretjer) con el lechón” (134).
Entre los dedicatarios del ensayo añadido ‘Cena navideña’ figuran
dos puertorriqueños: el poeta Luis Palés Matos, ya mencionado en la
crónica inaugural ‘La Casita Blanca’ y Tomás Blanco, autor de una
colección de ensayos Sobre Palés Matos (1950), de novelas y de
cuentos, pero sobre todo conocido todavía hoy por su Prontuario
histórico de Puerto Rico (1935) que “vendrá a constituirse, junto a
Insularismo (1934), de Pedreira, en la otra columna principal sobre la
que ha de asentarse por entonces el análisis de las esencias histórico-
culturales puertorriqueñas”. (Rivera de Álvarez 1983: 345) Dentro del
ensayo propiamente dicho, Rodríguez Juliá recuerda la degustación de
hayacas (pasteles de maíz) en casa de dos profesores universitarios:
“[...]; también estaba de visita pastoral mi obispo favorito, José Luis
González” (129).15 La metáfora humorística denota aquí la amistad
que unía nuestro autor con el de El país de cuatro pisos, quien, para
sellarla, le traía el “delicioso mole poblano” cada vez que de México
regresaba a Puerto Rico (129).16
Manuel Ramos Otero es el último escritor puertorriqueño mencio-
nado en ‘Cena navideña’ y, por lo tanto, en Elogio de la fonda. Rodrí-
guez Juliá lo introduce en un paréntesis gráfico que interrumpe las
varias recetas antillanas del pernil de cerdo deshuesado y cocinado al
caldero, inventando sin saberlo ni mucho menos quererlo una ‘meta-
gastrocrítica’, término de que seguro se burlaría el cronista reacio a la
La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 329

pedantería de lo presuntamente ‘nuevo’17: “(Por cierto, el admirado


escritor Manuel Ramos Otero nos ofrece, en su libro de relatos Página
en blanco y staccato, una variante china de este fino plato criollo,
sustituyendo la cebolla con los cebollines)” (133).
Al lado de los dedicatarios puertorriqueños de ‘Cena navideña’ fi-
guran los cubanos José Lezama Lima, Severo Sarduy y Antonio Bení-
tez Rojo convocados como testigos de un sistema culinario caribeño.
A éste sólo se le recuerda en la misma dedicatoria como autor de La
Isla que se repite (1998), pero a los dos exponentes del barroco cuba-
no se les dedica más atención hasta arrancar el texto de una larga cita
de Severo Sarduy que comenta una “misteriosa frase de Lezama Li-
ma” (“La piña barroca de Sceaux”), “donde los manjares y frutas de la
Península han sido sustituidos por la chisporroteante cornucopia insu-
lar” (119). Lezama y Sarduy siguen cruzando palabras y obras de
culto en una personal aproximación de Rodríguez Juliá a los orígenes
del sistema culinario caribeño, recuperando la imagen de la cornuco-
pia tropical obsesivamente recurrente a lo largo de Elogio de la fonda:

En la novela Paradiso la escena fundante del convite se encandila con los


ritos alimenticios de la familia cubana, ya sentados todos a la mesa. Esta, mi
cena que celebra la Navidad, esa siempre imposible inauguración de la
mansedumbre de Cristo en el mundo, se allegará a unos signos más
perturbadores: la piña barroca de Lezama es la idea de la cornucopia
derramada, de la casa volcada por la ventana, o sea, del cuerno barroco de la
abundancia. Pero ¿de dónde son los cantantes? ¿De dónde nos han llegado
tantos manjares?, preguntaré aquí. Nos llegan de las distintas constelaciones
de la cocina caribeña, en esa sigilosa y ancestral emigración de isla en isla,
peregrinación que conforma nuestro Caribe horizontal. (120)

Y Rodríguez Juliá riza el rizo acordándose y recordándonos a la hora


del postre que al abrir su ensayo había exaltado “lo ‘abrillantado’ ” de
la escritura de Lezama (119): “Los dulces brillantes llamados pastas
son parientes del membrillo peninsular, variante criolla de los abri-
llantados de Sarduy” (135).
En ‘El gusto de las tres Marías’, el cronista había remedado lo re-
torcido de la escritura barroca del cubano al irrumpir con voz propia
en el discurso indirecto libre de una cocinera vasca a la que se le
pregunta

(...) por la ausencia de pasas en el bacalao a la vizcaína nos mira con ese, pues
hombre, no faltaba más –tan poco celtíbero–, que nunca ha llevado pasas, que
330 Jacques Joset

no, que esos son embelecos de la cocina criolla, la auténtica cocina de


Vizcaya lo hace con el bacalao fresco y sin pasas que esas son suavidades o
complejidades agridulces, fatalmente antillanas y cursilonas, cosas inventadas
por Lezama Lima. (82)

Dudamos mucho de que Micaela, la cocinera de la fonda gallega


‘Maruja’, oriunda de San Sebastián, haya oído nombrar al autor de
Paradiso y menos leído la novela con la “escena fundante del convi-
te”.
Volviendo a la ‘Cena navideña’, ésta como la cocina criolla toda es
inconcebible sin el aporte africano. Aquí el crítico gastronómico, casi
humilde transmisor de recetas familiares en el ensayo añadido, recurre
a la sabiduría del antropólogo brasilero Gilberto Freyre para quien
“envolver manjares o dulces en hoja de plátano es casi una seña in-
equívoca, o emblema, de la fuerte presencia africana en nuestra cultu-
ra” (129).
Con Gilberto Freyre acabamos de salir del orbe literario hispanoa-
mericano. Ya vimos que, con la mención de Lawrence Durell en la
primera reseña publicada, se ensanchaba la biblioteca de Rodríguez
Juliá a toda la literatura occidental. Pasemos rápidamente en revista
esas lecturas integradas en Elogio de la fonda, empezando por supues-
to por la literatura escrita en su propia lengua. Vinculado a los de la
“nueva novela hispanoamericana” por la gracia de Carlos Fuentes
(1969: 78-84), Juan Goytisolo comenta la pesadez de las alcapurrias
de Piñones: “¡Son terribles!”, hubiera exclamado delante de Rodrí-
guez Juliá, quien, comparándolas con las del ‘Mesón de Melquíades’,
aligeradas por la yautía de la masa, le contesta medio socarrón desde
la reseña de ‘En Grande’: “Se agradece la poca vaselina hispánica,
Conde Juan Julián…” (72-73).
El contexto de comilona en un puesto de la playa de Piñones le
quita todo dramatismo a la cita del clásico Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías (“a las cinco de la tarde y sin los tarros que nublaron los ojos
de Ignacio Sánchez”, 79). Con perdón por la pedantería de la referen-
cia, nos las habemos con un reciclaje paródico muy postmoderno de
Federico García Lorca. Y sin perdón, digamos que es iconoclasta.
Los escritores norteamericanos como todo lo que huele a yanqui-
landia no son del santo del crítico gastronómico Edgardo Rodríguez
Juliá, con excepción de Ernest Hemingway posiblemente por la estre-
cha y vital complicidad que éste sintió por las culturas hispánicas.
Precisamente su sombra cruza la madrileña plaza de Santa Ana para
La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 331

entrar en “La Cervecería Alemana, un bar de gran notoriedad” (90) sin


que esta evocación agregue ni quite argumento a la descripción de la
paella preferida de nuestro cronista. También le atribuye a Heming-
way una cita divertida para retratar a una “pareja de amigas cuarento-
nas que, […], “ya no podrían negociar bien las caderas”” (109).
Hasta aquí, pues, los ingredientes del sancocho literario de Elogio
de la fonda, o sea la memoria literaria de su autor en tanto crítico
gastronómico aunque, como vimos una y otra vez, se trata muchas
veces de una memoria de amistades o de un uso retórico, ornamental,
de su cultura letrada. Pero la memoria es también un problema de
vasos comunicantes. No me cabe duda de que esa memoria literaria
tiene conexiones con el “paladar memoria” definido por un antropólo-
go cultural que dedicó sus quehaceres de investigador a la cocina
puertorriqueña, como “la formación de una intimidad alimentaria
modelada por circunstancias materiales, la cocina de las madres, la
reiteración de confecciones, y los ‘principios de sabor’”. (Ortiz Cuadra
2006: 19) La fórmula se parece demasiado al “ceremonioso paladar de
los antepasados” (34) de Edgardo Rodríguez Juliá para que entre
paladar y paladar no hubiese contacto.

Notas
1
Por lo tanto me permito no compartir las aserciones y terminología metodológicas de
Morell (2006).
2
Siglos antes, Isaac Casaubon había recordado la etimología de satura en su reperto-
rio De satyrica graecorum poesí, & romanorum, satira libri duo, in quibus etiam
poetae recensentur, qui in utraque poesi floruerunt, París: A. y H. Drouart, 1605.
3
Huelga decir que no hay que buscar en este mito ni una huella de la historia verdade-
ra de la escritura ni siquiera de la tradición sobre la misma anterior a Nono. El poeta,
nacido en Egipto como el héroe transmisor de civilizaciones por él cantado, deriva el
alfabeto griego de los hieroglíficos de su patria con alguna interferencia de la escritura
fenicia (véase la noticia de P. Chuvin en Nonnos de Panopolis, 2003: 44-45).
4
Modernizo la ortografía y puntuación del título.
5
Un ejemplo sacado de la crónica ‘Méndez y su sabrosa compañía’: “una verdadera
epopeya del yantar.” (Rodríguez Juliá 2001: 43)
6
Véase el prólogo de Torres Caballero (2001: 7) La ‘aventura culinaria’ terminó el 10
de septiembre de 1995. La recopilación bajo forma de libro es una revisión de las
crónicas de ‘En Grande’ a las cuales se agregan otras reseñas y ensayos de Rodríguez
Juliá (‘El antiguo sabor’, ‘Camino al Polo Norte Bar and Grill’, ‘Elogio de la fonda’,
‘Cena navideña’) así como el prólogo ya mencionado y un epílogo del mismo B.
Torres Caballero, ‘Para comer en puertorriqueño: la función de la comida en la obra
de Edgardo Rodríguez Juliá’.
332 Jacques Joset

7
Para la cronología de la génesis, publicación en revista y bajo forma de libro de El
coronel…, véase la introducción a mi edición de Cien años de soledad. (García
Márquez, 2005: 15 n. 8)
8
Para la descalificación de los fast foods y la defensa de la comida criolla en Elogio
de la fonda, véase Ortiz Cuadra, 2006: 282; para la presencia de la comida en la obra
publicada de Edgardo Rodríguez Juliá, véase el epílogo de B. Torres Caballero citado.
9
El desprecio irónico de Rodríguez Juliá para con lo postmoderno se nota en expre-
siones tales como, hablando de ‘El Jibarito’: […] es una fonda algo gentrified; so pena
de ponerme paranoico, detecto ya el germen gentilicio wow; hay cierta pavonería
postmodernista en el aire” (51). Según Torres Caballero (2001: 165), en materia
culinaria, el crítico gastronómico de ‘En Grande’ relaciona postmodernidad y “nouve-
lle cuisine portoricaine”, objeto de su sorna y pullas repetidas.
10
Lo que más se acerca al “calicó” de Rodríguez Juliá es el “vestido de flores ecuato-
riales” que le pone Eréndira a la abuela. (García Márquez 1972: 98)
11
“[…] Rodríguez Juliá escribió versiones más largas de casi todas las reseñas de la
serie en las que aborda tanto comida como ambiente. Esas versiones hasta ahora
inéditas son las que aparecen en ese tomo.” (Torres Caballero, 2001: 8)
12
Véase el pormenorizado estudio de Morreale (1975).
13
En los comentarios que siguieron la presentación oral de este texto, mi querido
amigo Patrick Collard propuso que en el propio título de la guía de Rodríguez Juliá
hubiera otra evocación de Borges. De hecho, son notables los ecos fonéticos entre
Elogio de la sOMbrA y Elogio de la fONdA.
14
No me parece relevante para mi propósito esa “plancha de vapor que perteneció a la
abuela de Corretjer” (109), metáfora por “muy vieja” integrada en un retrato gracioso
bajo forma de interrogación retórica. La casi contigüidad con el anterior dibujo que
representa al poeta explica la aparición fantaseada de su abuela. Sobre el ambiente
“estrechamente ‘puertorriqueñista’”de ‘El Canario’, véase Rodríguez Juliá. (2001: 14)
15
Cito el contexto completo: las hayacas se han conservado “muy significativamente,
entre la pequeña y alta burguesía de Puerto Rico, lo que podríamos llamar el old Porto
Rican upper middle class. Una vez las comí muy elegantemente en casa de Luce
López Baralt y Arturo Echavarría; también estaba mi obispo…” (129).
16
Torres Caballero (2001: 166), cita acertadamente el libro de sociología histórico-
política de José Luis González en su comentario de la hibridez cultural de la cocina
antillana.
17
Son a veces despiadados sus ataques a la “nouvelle cuisine portoricaine”, de la que
condena menos la creatividad que la presunción. Habla, por ejemplo, del sabor “ele-
gante, sutil, casi nouvelle cuisine, pero sin pretensiones ni títulos rimbombantes” de
las patitas de cerdo del “Mesón de Melquíades” (74). Véase también supra.

Bibliografía

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La fonda de Edgardo Rodríguez Juliá: un sancocho literario 333

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El Conde en la cocina de Jose

Patrick Collard

De las novelas de Leonardo Padura, se examinan las seis cuyo protagonista es Mario
Conde y que pertenecen al género policiaco o detectivesco. La comida y su carencia
son un verdadero leitmotiv tratado en general con sarcasmo e ironía. De las seis
novelas, la que más llama la atención es La neblina del ayer (2005). No sólo por la
extensión de algunas escenas de gastronomía, sino por el desarrollo de manera muy
insistente de la relación entre el libro (y su consumo) y la comida (y su carencia). En
casa de Josefina, madre del amigo íntimo del Conde, se hacen realidad los sueños. La
cocina de Jose es el espacio de la maravilla, explícitamente designada como tal, que
se hace realidad. Este tipo de contexto culinario, revela la intención de actualizar,
irónica y subversivamente, el viejo realismo maravilloso carpentieriano.

Pasado perfecto (1ª ed. 1991), Vientos de Cuaresma (1ª ed.1994)


Máscaras (1ª ed. 1997), Paisaje de Otoño (1ª ed. 1998), Adiós,
Hemingway (1ª ed. 2003) y La neblina del ayer (1a ed. 2005) son las
seis novelas en las que se basa esta contribución. Hasta ahora las seis
que en la obra de Leonardo Padura Fuentes (La Habana, 1955) perte-
necen al género policiaco o de detective, y tienen un mismo protago-
nista, Mario Conde, ‘el Conde’. Aunque también La novela de mi vida
(2002), que desarrolla en paralelo un drama de delación en la Cuba de
hoy y la vida del poeta decimonónico José María de Heredia, tiene un
marcado carácter de trama de investigación detectivesca; pero sin la
presencia de Mario Conde. Este nostálgico incurable respecto de su
adolescencia, era, antes de volverse comprador y vendedor de libros
de segunda mano, un policía bastante atípico, experto y apasionado
bibliófilo, preocupado por cuestiones artísticas y metafísicas. El Con-
de es gran bebedor de ron y experto fumador de habanos, y en todo
caso “fanático de las mesas abundantes”. (Padura Fuentes 2000: 31)
Su único fanatismo, por cierto y eso en un país en que su ejercicio no
está al alcance de cualquiera, ni mucho menos del Conde, para quien
sólo es posible gracias a la cocina de Josefina –Jose– la madre de su
amigo el Flaco Carlos. Leonardo Padura acude al conocido procedi-
336 Patrick Collard

miento de la creación de un mundo familiar para el lector, por la pre-


sencia de un núcleo fijo de personajes relacionados entre sí que reapa-
recen y por las alusiones a episodios y personas evocados en otras
novelas.
Para Wilkinson, Mario Conde ostenta un notable parecido con De-
tective Inspector Jack Regan de la serie televisiva The Sweeney produ-
cida por Thames Televisión para ITV (1975-1978); entre otras cosas
“Regan drinks, smokes and is divorced as well as having this ambi-
guous attitude forwards the society he is supposed to serve”. (Wilkin-
son 2006: 165)1

1. Novelas sociales sobre el Período Especial

El proyecto inicial contenía una evidente referencia a las Sonatas de


Valle-Inclán (y a Vivaldi) ya que las cuatro primeras formaban un
ciclo llamado “Las cuatro estaciones”. Quizás sea un poco más Valle-
Inclán que Vivaldi, ya que se pueden rastrear otros momentos inter-
textuales que apuntan al sarcástico y genial escritor gallego. Por ejem-
plo: en su primera aparición, el mulato Juan Tenorio está descrito
como “feo, amable y latoso”. (2006b: 47) La referencia al marqués de
Bradomín –Don Juan “feo, católico y sentimental”– es, por supuesto
transparente. Y, para volver al telón de fondo ambiental, efectivamen-
te, en cuatro de las novelas (Máscaras, Paisaje de otoño, Pasado
perfecto y Vientos de cuaresma) el desarrollo del argumento está
pautado por toques descriptivos de elementos meteorológicos propios
del período del año, que en el caso de Vientos de cuaresma y Paisaje
de otoño se anuncian desde el título. El tiempo del relato se sitúa,
dependiendo de la novela, entre 1989 y 2003 (La neblina del ayer,
cuyo título es un verso de Vete de mí, uno de los boleros preferidos del
autor), lo que significa que en las cuatro primeras, las que inicialmente
formaban ‘Las cuatro estaciones’, dicho tiempo del relato es el del
Período Especial. Pero las encuestas criminales del Conde necesaria-
mente implican analepsis cuyo conjunto ofrece un resumen de las
grandes líneas de la historia social y cultural de Cuba desde el princi-
pio de los años cincuenta del siglo XX, al mismo tiempo que confor-
ma también una biografía de Mario Conde. Es éste un hombre de la
misma edad que el autor (nacido en 1955) y de quien el novelista
declara entre otras cosas, que en Pasado Perfecto creó al personaje
para que tuviera “mis ojos, mi voz, mi modo de ver y entender la
El Conde en la cocina de Jose 337

realidad y muchas cosas de la vida”. (Political Affairs 2006: 6) Y en


otra entrevista añadió: “Mario Conde no es mi alter ego, pero sí es en
muchos sentidos la forma en la cual yo veo la realidad cubana y veo
incluso la interioridad de un persona.” (Wieser 2005: 7) Dice explíci-
tamente algo que cualquier lector comprueba muy pronto: que utiliza
los “recursos, formas y estructuras del género policial” para producir
novelas en rigor sociales –es decir de crítica social– que sean un refle-
jo “de lo que ha sido la vida cubana y la sociedad cubana en estos
últimos años”. (Wieser 2005: 2) En la larga lista de sus admiraciones
y modelos literarios declarados figuran Dashiell Hammett, Chandler,
Chester Himes, Jean Patrick Manchette, Paco Taibo II y, cómo no, ese
otro gastrónomo compulsivo, extraviado, igual que Padura, en el
género policial: Manuel Vázquez Montalbán, además de Salinger,
Carpentier, Lezama Lima, Hemingway, Virgilio Piñera, etc.. Desde el
punto de vista de la actual generación literaria, el mismo Padura sub-
raya sus afinidades con Abilio Estévez, Pedro Juan Gutiérrez y Jesús
Díaz, con quienes comparte “ese sentimiento de desencanto, esa nos-
talgia por un pasado, esa visión un poco apocalíptica de La Habana y
de la sociedad cubana”. (Wieser 2005: 3) “Un poco” son palabras más
bien eufemísticas, porque las encuestas criminales (que ponen al
desnudo todo un mundo de corrupción, arribismo, abuso de poder,
tráfico de influencias, droga, censura, discriminación sexual, mercado
negro…) se desarrollan sobre un telón de fondo de miseria, y en parti-
cular de hambre, de colas ante las tiendas, de racionamiento, de lucha
cotidiana por la subsistencia y de alcoholismo. Por eso me parece que
debamos tomar cum grano salis las palabras de Alfonso Molina cuan-
do éste afirma que “no hay en ninguna de sus novelas una frase en
contra del socialismo, de Fidel, de un régimen que restringe las liber-
tades y encarcela disidentes”. (2007: 2) Por eso también hay que
destacar que las citadas afinidades de Padura, corren parejas con su
crítica fundamental de la literatura detectivesca que se practicaba en
Cuba en los años 80. El trabajo de Wilkinson pone de relieve el carác-
ter innovador de Padura: “The new times provided a challenge for
novelists. In this respect, I suggest that the advent of Leonardo Padura
Fuentes’s ‘problematic’ policeman carácter, Mario Conde, marked the
realization that the Cuban revolutionary Zeitgeist changed during the
1990s.” (2006: 160)
Los personajes de Leonardo Padura parecen buscar compensacio-
nes a todas sus frustraciones –sentimentales, económicas e ideológi-
338 Patrick Collard

cas– en el consumo impresionante de ron de distintas marcas y proce-


dencia (y el subsiguiente consumo de la duralgina del morning after).
De los seis títulos quizás sea Vientos de cuaresma el más significativo
en cuanto a ese ambiente ‘un poco’ apocalíptico ya que une la intem-
perie (la espera de un huracán como pronto se entera el lector) con un
período de ayuna purificadora.
La comida y su carencia son un verdadero leitmotiv con alusiones
de contenido a veces dramático, como en este fragmento: “Pero hoy
me encontré con uno que fue mayor del ejército y la verdad es que
está a punto de morirse de hambre […].” (Padura 2005b: 51) Pero es
un leitmotiv tratado en general, precisémoslo, con sarcasmo e ironía.
Véase por ejemplo la reflexión filosófica que al Conde le inspira una
conversación entre dos mujeres “que habían cambiado el tema de los
huevos por el del pollo, que seguía sin venir a la carnicería. Lo mismo
de siempre: ¿El huevo o la gallina?” (Padura 2007: 199-200) O el
panorama desolador ofrecido por frigorífico del Conde:

Desde las tinieblas de sus tripas escuchó una llamada pavorosa. Ir a implorarle
a Josefina un plato de comida era injusto a aquella hora de la tarde […] y
decidió ganarse otro mérito laboral preparándose su propio almuerzo. […]
abrió el refrigerador y descubrió la dramática soledad de dos huevos
posiblemente prehistóricos y un pedazo de pan que bien pudo haber asistido al
sitio de Stalingrado. En una manteca con sabor heterodoxo de fritadas
excluyentes dejó caer los dos huevos, mientras con la punta del tenedor
tostaba sobre la llama las dos rebanadas que logró arrancarle al corazón de
acero del pan. Puro realismo socialista, se dijo. (Padura 2007: 148)

La cita es una buena muestra de la acumulación de guiños al lector. Se


habrá observado la presencia –frecuentísima en Padura– de referencias
intertextuales en plan humorístico: primero, los inolvidables huevos
prehistóricos del primer párrafo de Cien años de soledad (reforzados
por la misma palabra soledad) y la canción Corazón de acero de Mar
de Copas. El sintagma “realismo socialista” parece transformar la
evocación de la nevera en obra pictórica o en fragmento literario
hecho según las consignas de la estética estalinista; pero la lectura que
obviamente se insinúa, mejor dicho se impone, implica la sustitución
de ‘realismo’ por ‘realidad’.
De las seis novelas comentadas, la más interesante desde el pun-
to de vista que nos ocupa aquí es sin duda la más larga del grupo, La
neblina del ayer. No sólo por la extensión de algunas escenas de gas-
tronomía, sino por ser la novela en la que Padura desarrolla de manera
El Conde en la cocina de Jose 339

muy insistente, y desde distintos ángulos, la relación entre el libro (y


su consumo) y la comida (y su carencia). Los ocupantes de una casa
ex señorial del Vedado, ahora “decrépita mansión” (Padura 2005b:
20)2, deciden vender lo que puedan de la valiosa biblioteca que perte-
neció a la familia aristocrática propietaria de la casa antes de la Revo-
lución. Conde y su compadre Yoyi examinan los estantes, “cataban
los libros”; los libros más valiosos son “delicatessen”, mientras que
tanto para los dos inquilinos, los hermanos Amalia y Dionisio Ferrero,
como para el Conde la primera función de la compraventa de aquellos
libros es la de proporcionar comida: “[...] estaba ante veinte, treinta
posibles tesoros bibliográficos, capaces por sí solos de matar –o al
menos de aturdir por un buen tiempo– el hambre de los hermanos
Ferrero y la suya propia” (24). Y efectivamente el Conde nota que con
la primera entrega del dinero los hermanos “se habían regalado un
banquete excepcional” (66). Especial relieve cobra un tic de la herma-
na, “la impulsiva necesidad de comerse las uñas y la piel de sus alre-
dedores” (39). Que Padura oriente al lector hacia una relación entre
dicha “impulsiva necesidad” y una expresión exacerbada del hambre,
lo muestra la escena de la segunda entrega de dinero por los libros:

Mientras Dionisio, ensimismado, contaba el dinero, Amalia no sabía dónde


posar sus ojos acuosos […] Sin poder contenerse, la mujer se llevó uno de sus
dedos a la boca y empezó a morder la piel que rodeaba la uña, lacerada más
allá del borde del dedo, y en su rostro afloró una sombra de dolorosa
satisfacción autofágica. […] Al Conde le pareció auténtica la expresión de
extrañeza e incomprensión con que lo observó Amalia, que de mala gana
abandonó su afición caníbal. (73)

De modo irónico se sugiere pues que el canibalismo autofágico podría


ser el último recurso contra el hambre en Cuba. La escena recuerda
una cita en la primera nota de Elzbieta Sklodowska, en este mismo
volumen, acerca de un espectáculo cubano que contenía una escena de
autofagia. Por supuesto, también el cuento ‘La carne’ de Virgilio
Piñera planea sobre este fragmento. Nótese que en Paisaje de otoño,
el Conde también experimenta el fenómeno, “el deseo de tirarse en la
cama fue rebatido por el murmullo torpe de sus intestinos, clamantes
al borde de la autofagia”. (Padura Fuentes 2006a: 153) Pero toda la
atención gastro-bibliófila del Conde se centra de pronto en el descu-
brimiento de ¿Gusta usted? Prontuario culinario y … necesario “im-
preso por Úcar y García en 1956, e ilustrado por el gran caricaturista
340 Patrick Collard

Conrado Massaguer” (38). Un libro por supuesto auténtico y que por


cierto fue reeditado en Miami en 1999 con el título de: ¿Gusta usted?
¿Cómo cocinan los cubanos?: prontuario culinario y necesario: lo
mejor y lo clásico de la cocina cubana. Pensando en su propio interés
gastronómico, el bibliófilo Conde decide regalar el libro a Josefina,
por supuesto, para que ella aplique su arte a la realización de algunas
de las recetas contenidas en el libro, y a base de ingredientes compra-
dos con el dinero ganado por el Conde en su compraventa. Cuando el
Conde le enseña al Flaco el libro ¿Gusta usted? Prontuario etc. rinde
un bonito homenaje al poder del texto, a la vez que vuelve a denunciar
la dramática y vergonzante realidad social del hambre:

–Pero para abrirlo la primera condición es tener delante una mesa con bastante
comida, porque si no, uno puede morir de hambre en la primera receta. […]
–[…] Este libro está lleno de recetas imposibles.
–Ése es un libro subversivo, tú – concluyó Carlos.
–Casi terrorista. (51)

Se podría decir que aquí Padura subvierte el discurso oficial en cuanto


al mismo concepto de subversión.
En una novela en que la comida ocupa un lugar tan destacado, apa-
rece pues un libro del que salen recetas preparadas por Jose… Esta-
mos ante un caso como de procedimiento en abismo que no hace sino
subrayar la importancia de dicho tema. Tan importante, que cuando el
Conde, dormido, tiene un sueño, calificado de “recurrente”, con una
vida de pareja, en la imagen de la felicidad van unidas la intimidad
sentimental y sexual con la comida:

Habría aprovechado la mañana para escribir –claro, una historia simple y


conmovedora sobre la amistad y el amor– ahora, con los cordeles bien
cebados en el mar, esperaría a que la suerte pusiera en su anzuelo un lindo
pescado para la comida de esa noche. En una roca cercana […] una mujer
dorada de tanto sol leía las páginas que él había escrito ese día. Con ella haría
el amor en la ducha, al anochecer, mientras que el olor del pescado que se
cocinaba en el horno invadía el espacio de aquel sueño recurrente. (Padura
2007: 215)

En notable contraste con la miseria cotidiana del mundo exterior,


está un lugar de ensueño: la casa siempre abierta del Flaco Carlos y su
madre Jose. Es el espacio entrañable de una sorprendente e improba-
ble abundancia gastronómica estrechamente unida al cariño y la amis-
tad: el verdadero locus amoenus de las seis novelas. En cada una de
El Conde en la cocina de Jose 341

ellas vemos al Conde visitando una o más veces a su amigo Carlos, de


quien obsesivamente se repite que “ya no es flaco”. Él es el vivo y
doloroso recuerdo de la presencia militar cubana en Angola, donde en
1981 una bala le destrozó la médula convirtiéndole en un inválido
para el resto de una vida destinada a ser breve. Con él, y eventualmen-
te otros amigos (el Conejito, Andrés, Tamara), el Conde se emborra-
cha de manera bastante sistemática y se entrega a memorables comi-
lonas, productos de las artes casi mágicas –luego se comentará este
adjetivo– de Josefina, la cariñosa Buena Samaritana del siempre ham-
briento protagonista. La comida es como el emblema más característi-
co de su amor materno al hijo inválido: “[…] se dedicó a vivir para su
hijo […] y el acto de alimentarlo cada día era tal vez el ritual más
completo en que se expresaba el dolor de su cariño.” (Padura Fuentes
2000: 187) Los episodios que transcurren en casa de Carlos y Josefina,
le proporcionan al lector, igual que en las novelas de Manual Vázquez
Montalbán, descripciones detalladas (unas quince) de menús, con sus
ingredientes y a veces sus recetas; por ese detallismo la lista de pro-
ductos elaborados por Josefina es impresionante. Y por lo opíparas
que son las comidas de Jose, ésta aparece, explícitamente, como una
contrafigura de la conocida cocinera y presentadora de televisión
Nitza Villapol (1923-1998), de quien escribió Manuel Vázquez Mon-
talbán:

Para Fidel, una de las principales Marías Auxiliadoras de revolución era la


divulgadora televisiva Nitza Villapol, que ya venía de los tiempos de Batista y
que durante el periodo especial en tiempo de paz estuvo dos años dando
recetas de cocina en las que no intervenía la carne: patatas asadas con cebolla
o con ajiaco o con grasa de cerdo y zumo de naranja, mayonesa de papa,
postre de papas con corteza de naranja y azúcar, platos que Alina [la hija de
Castro] recitaba con voz gangosa, asqueada. (2008: 47)

La poca valoración que les merece Nitza Villapol al narrador de Vien-


tos de cuaresma y a Josefina queda definida sin rodeos: “Por ver
televisión digería hasta los programas de cocina de Nitza Villapol,
sólo por el placer de enmendarle la plana cuando descubría ausencias
o añadidos torpes en ciertas recetas de la especialista” (124). Conde es
consumidor de libro, Jose de televisión; se habrá observado el juego
con el verbo “digerir” en este contexto culinario en el que la preposi-
ción “hasta” coloca sin apelación los programas evocados en la cate-
goría de alimentos indigestos o poco atractivos. A su nivel, la reacción
342 Patrick Collard

de Jose es acto rebelión, aunque humilde, contra el discurso oficial


representado en este caso por Nitza Villapol y la televisión.

2. El texto-recetario

Me detengo a continuación en el marco, las motivaciones y técnicas


descriptivas de estas escenas. Señalo gustoso –sin juego de palabras–
que me ha sido muy útil cotejar estas descripciones con las recetas y
los comentarios de René Vázquez Díaz en su apetitoso libro El sabor
de Cuba. Comer y beber.
En Máscaras, el pavo relleno al congrí, “plato compuesto de arroz
y frijoles colorados” (Vázquez Díaz 2002: 203) se anuncia como la
recompensa que le da Jose al Conde por el cuento que éste había
escrito y que le había gustado a ella. La relación entre la creación
literaria y la gastronómica es directa y explícita: “Le voy a dar de leer
el cuento a la vieja y, si le gusta, prepárate a comer bien. –¿Y si no le
gusta? –Arroz y tortilla.” (Padura Fuentes 2005a: 194) Nótese la ame-
naza; el castigo por el fracaso literario es el plato banal y cotidiano.
Una vez más, va unido el consumo de dos alimentos: la comida y la
cultura, que es unión de larga tradición literaria y frecuente en Leo-
nardo Padura. A continuación cito excepcionalmente la receta comple-
ta de un fragmento típico, para que se tenga cabal idea del sistema
descriptivo practicado por el novelista y su manera de integrar dicha
receta en la narración:

Josefina se sopló la nariz con su pañuelito, y dijo:


–Ay, mi hijo, pobre muchacha que la maten así por gusto. A ti se te ocurre
cada cosa, chico. Y ese pobre guagüero…Pero me conmovió y como este hijo
mío dice que es el mejor cuento cubano pues me inspiré un poco y me puse a
pensar qué podía hacerles de comida para que no se tome el ron con la barriga
vacía y lo que hice fue una bobería, lo primero que se me ocurrió aunque creo
que se me está quedando rico: un pavo relleno con congrí.
–¿un pavo?
–¿relleno?
-Sí, si es muy fácil de hacer…. Miren, ayer compré el pavo y como hoy
descongelé el refrigerador, todavía estaba suave para que queden aciditos,
como a ustedes les gustan, ¿no?
–Sí, sí, a mí me gustan.
–Y a mí también.
–¿Y qué más?
–Bueno, entonces le eché el arroz blanco para hacer el congrí, y le puse laurel,
un poco más de orégano, así al desprecio, un tin de sal, y un aguacero de
El Conde en la cocina de Jose 343

cebolla picada en cuadritos. Entonces esperé a que el arroz se secara, pero sin
que el grano se ablandara todavía, claro, y lo apagué y con ese congrí rellené
el pavo, para que se termine de cocinar allá dentro, ¿verdad? Mira tú, ¿tú
sabes lo que no tenía? Palillos de dientes para cerrarlo… Así que le puse unos
tallitos de naranja agria, que son bien duros…Y, claro, los metí en el horno,
así que no se desesperen, que eso demora un poco. Tómense su traguito
tranquilos, que a las nueve y media debe estar ya. Échame aquí un poquito de
ron a mí… Así, poquito, ya, ya, Condesito, que me voy a emborrachar…
–¿Y cuánta gente come de eso, Jose?
–Como el guanajo tenía ocho libras, debe alcanzar para diez o doce gentes…
pero con ustedes dos… Bueno, espero que quede algo para el almuerzo de
mañana. Voy a echarle un vistazo.
–¿Oíste eso, salvaje? Esta vieja está loca.
–Y lo que me pregunto es de dónde coño ella saca todo eso… Lo único que no
tenía eran palillos de dientes.
–No seas tan policía, tú. Dame un trago… Este ron está bueno para agarrar un
buen peo y salir volando.
–¿Qué te pasa, Flaco?
[…] (Padura Fuentes 2005a: 195)

Congrí. Foto de Merja Vázquez Díaz.


[Vázquez Díaz, René. 2002. El sabor de Cuba. Comer y beber.
Los 5 sentidos: Tusquets, Barcelona: 106.]
344 Patrick Collard

La escena contiene tres elementos recurrentes en las escenas similares


de las distintas novelas, que contribuyen a la creación de ese universo
familiar y reconocible al que he aludido al principio: la insistencia en
la insaciabilidad de los comensales, el asombro de los presentes y la
pregunta por la procedencia de tantos productos culinarios Luego
volveremos sobre dichos elementos. Vemos que aquí la enunciación
de la receta preparada a modo de recompensa por un placer producido
por un texto literario (el cuento del Conde) se convierte a su vez en
cuento, en relato oral, imitador del estilo coloquial, de Jose. La narra-
ción incluye la reacción de oyentes, adultos que se vuelven niños
maravillados… y hambrientos. Estamos ante una especie de ejercicio
de estilo –por cierto muy a lo Vázquez Montalbán– como respuesta a
la pregunta de cómo incorporar de manera vívida, en una escena que
sigue dialogada, una receta, que suele ser un trozo descriptivo con
reglas propias. Dicho de otro modo: aunque el trozo contenga una
receta, en rigor no lo es ni podría figurar tal cual en un recetario. Sigue
siendo un fragmento en inconfundible prosa novelesca. El capítulo
termina con la reaparición de dos temas del relato: la nostalgia de
Flaco respecto de Dulcita y el tema de las máscaras (sociales). Con lo
que la escena apenas si constituye una interrupción en la trama; queda
perfectamente enmarcada en el asunto principal del relato.
Sin citar ya de manera tan extensa, señalo a continuación los otros
fragmentos más representativos para el asunto tratado. Pasado perfec-
to ofrece un ejemplo de lo que se podría llamar la frustración produci-
da por la receta in absentia. El Conde llama a Jose para felicitarla por
su cumpleaños, ya que su trabajo le impide asistir al almuerzo de
cumpleaños de su interlocutora: “–Lo que te pierdes, muchacho. –
¿Something special? –No, nothing special pero muy rico. Oye bien:
[…]”. Y sigue la tentadora descripción del plato previsto: malangas
hervidas con mojo, bistecitos de puerco y ensalada. “¿No te has muer-
to, Condesito?” (Padura Fuentes 2000: 30-31), termina Jose cariñosa-
mente sádica. La receta in absentia puede ser el placer anunciado; los
personajes entonces disfrutan de la sola enunciación de lo que se
promete: “¿Tú sabes lo que quiere hacer la vieja por mi cumpleaños?
Dice que un asado argentino, con bife de chorizo, chinculines, solomi-
llos, filetes…” (Padura Fuentes 2005a: 232) La descripción del plato
también puede articularse sobre la evaluación –encomiástica, por
supuesto– en un párrafo en que las comparaciones, las definiciones y
El Conde en la cocina de Jose 345

la adjetivación precisa y variada, motivadas por la mirada analítica del


Conde, transforman la lista de los ingredientes en texto:

Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las ofertas de Josefina: los frijoles


negros, clásicos, espesos; los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y
sin embargo jugosos, como pedía la regla de oro del escalope; el arroz
desgranándose en la fuente, blanquísimo y tierno como una novia virginal; la
ensalada de verduras, montada con arte y combinación esmerada de los
colores verdes, rojos y el dorado de los tomates pintones; y los plátanos verdes
a puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella de
vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones (Padura Fuentes
2000: 100; mi énfasis).

Otra variante es la descripción de Josefina en plena acción, doble, de


cocinera y comentarista de su propia obra. Se transforma en “una
bruja de Macbeth ante la olla de la vida” (Padura 2007: 65) o en “la
Maga del caldero”. (Padura 2006b: 61) No será casualidad que aquello
de “bruja de Macbeth ante la olla de la vida” aparezca en el contexto
de la evocación de las virtudes y excelencias de un plato absolutamen-
te emblemático: el ajiaco. Remito a René Vázquez Díaz quien en el
momento de emprender su capítulo sobre Sopas y Guisos comienza
recordando que según “grandes eruditos como don Fernando Ortiz”

El ajiaco representa la cubana más profunda. Según esta tentativa de nuestro


carácter nacional (que, una vez más, alía lo cubano a los menesteres de la
boca), somos una mezcolanza de ingredientes autóctonos e inmigrados cuyos
sabores, al son de una larga cocción, se han ido fecundando unos a otros hasta
alcanzar un grado sumo de representatividad criolla. (Vázquez Díaz 2002:
131)

Jose se revela ser además culta comparatista culinaria:

Esto lo hacia mi abuelo, que era marinero y gallego, y según él, este ajiaco es
el padre de los ajiacos y le saca ventaja a la olla podrida, al pot-pourri francés,
al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por
supuesto, al borsh eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sopones
latinos. (Padura 2007: 65-66)

Se trata de una cita en la quizás lo político no ande muy alejado de la


cultura culinaria; el desprecio por el borsh eslavo suena a recuerdo de
la época anterior al derrumbe del comunismo.
En La neblina del ayer, la novela de particular interés para nuestro
tema, la compra del famoso ¿Gusta usted?, regalado a Jose, da lugar a
346 Patrick Collard

una de los más extensos y memorables fragmentos –seis páginas– de


descripción gastronómica. El escenario es la casa de Jose; está reunido
el grupo básico de siempre, aumentado con el policía Manolo, Yoyi y
Tamara. Están “como esperando la lectura de un misterioso testamen-
to destinado a cambiar sus vidas” (123) delante de la mesa

[...] florecida de especies exóticas y hasta considerada por ellos en peligro de


extinción, cuando no definitivamente desaparecidas de sus mapas
gastronómicos individuales y colectivos: aceitunas rellenas, trocitos de queso
manchego, lascas de jamón serrano; ruedas de chorizo gallego, maní y otros
granos tostados, foie-gras, rueditas de salpicón, galletas finas y espárragos
bañados en mayonesa… (124)

Las seis páginas están ocupadas por recetas que Jose sacó del libro
adquirido por el Conde –en lo esencial jigote camagüeño y pavo relle-
no a lo Rosa María, además de arroz congrí y un postre de helado de
chocolate– recetas cuya enunciación está interrumpida por los diver-
sos comentarios de los comensales. El Conde tiene calculado que la
operación de compraventa de libros que acaba de realizar le da para
vivir tres días como ése. Su filosofía de la vida, una filosofía de lo
inmediato y de la amistad se resume en las palabras finales de capítu-
lo: “Pasado mañana vuelvo a la pobreza. Pero valió la pena ser rico
tres días, ¿verdad? –Claro que sí, que coño –ratificó Carlos–. A lo
mejor así aguantamos con más firmeza y coraje otros cuarenta años de
bloqueo imperialista y libreta de racionamiento…” (129) Los encuen-
tros en casa de Carlos y Jose, se caracterizan pues por un discurso de
la abundancia; en rigor, una increíble abundancia en contraste bastante
violento con la carencia y el hambre que caracterizan el mundo fuera
de esa casa (excepto en los restaurantes clandestinos). Y para definir
este contraste nos debemos fijar en un triple leitmotiv, –hablo del
conjunto de la seis novelas examinadas– que, como ya queda dicho,
prácticamente forma parte del modelo de descripción de comilonas,
compuesto por (1) la incredulidad y el asombro que suscitan los platos
de Jose, (2) la insistencia en la glotonería compulsiva de los tres o
cuatro amigos y (3) la reiteración de la pregunta de cómo y dónde ella
consigue los ingredientes necesarios. He aquí unos ejemplos de (2) y
(3):

–¿Y cuánta gente come de eso, Jose?” –Como el guanajo tenía ocho libras,
debe alcanzar para diez o doce gentes…pero con ustedes dos…Bueno, espero
que quede algo para el almuerzo de mañana. […] –Y lo que yo me pregunto es
El Conde en la cocina de Jose 347

de dónde coño ella saca todo eso…Lo único que no tenía eran palillos de
dientes. –No seas tan policía tú (Padura Fuentes 2005a: 196).

Ella [Josefina] podía matar el hambre de aquellos depredadores; [y se pone a


preparar el ajiaco a la marinera] Da para diez personas, pero con cuatro como
ustedes…[…] –Jose, y de dónde tú sacas todo esto? –preguntó el Conde, al
borde del infarto emotivo. – No seas tan policía y saca lo platos. (Padura
2007: 65-66)

[...] y cada noche el Conde lo [a Carlos] visitaba para escuchar juntos la


misma música que oían desde hace veinte años, hablar de lo que pudieran
hablar, beber lo que hubiera para beber y tragar, con voracidad y alevosía,
los platos de asombro salidos de las manos de Josefina, la madre de Carlos.
[..] ¿Cuántos tamales dejamos vivos? –Como diez. Eran más de cuarenta,
¿no? –¿Dejamos diez? Estamos perdiendo facultades. Antes nos los
jamábamos todos, ¿no? (58-61, passim).

Véanse también: “–Ya tengo hasta las cosas que me hacen falta para la
comida. –¿Y con qué dinero las compraste? –No te preocupes, que ya
todo está resuelto” (Padura Fuentes 2006a: 82); en Pasado perfecto
después de la recitación por Jose de su receta de bacalao a la vizcaína:
“¿Y de dónde tú sacas todo eso, Jose? –Mejor ni averigües, Condesi-
to.” (Padura Fuentes 2000: 187); o Jose a propósito del pollo frito a lo
Villeroi: “Es comida para seis franceses, pero con tragones como
ustedes… ¿Me van a dejar algo?”(Padura 2007: 220)

3. A modo de conclusión: una revisión sorprendente del realismo


maravilloso

Como se acaba de ver, en opinión de sus entrañables consumidores,


las realizaciones culinarias se definen como platos “de asombro”.3
(Padura 2005: 58) Y hay otras expresiones para calificar no sólo el
arte de cocinar de Jose, su mera posibilidad de hacerlo y conseguir lo
necesario, sino su capacidad para resucitar sabores y abundancias de
una época desaparecida. En La neblina del ayer, la comida hecha a
base del libro comprado por el Conde se transforma en “aquel vodevil
de la más absoluta e inverosímil fantasía, por una vez convertida en
masticable realidad” (124). En Paisaje de otoño: “Hacía falta una
iluminación como las de Josefina, capaz de provocar el milagro poéti-
co de extraer algo nuevo con la mezcla atrevida de componentes olvi-
dados y perdidos.” (Padura Fuentes 2006a: 27) Jose es “la única per-
sona conocida por el Conde con la capacidad mágica para operar el
348 Patrick Collard

milagro –aún en tiempos de Crisis– de convertir algunos de aquellos


platos de ensueño en una realidad comestible” (38); “[...] le pedí a la
vieja Jose que nos hiciera hoy una comida de sueños” (2005b:120); en
Adiós Hemingway el Conde, el Conejo y el Flaco, devoran pollos al
ajillo, una cazuela de malanga, una “montaña de buñuelos en almíbar
[…] sin que nadie preguntara de dónde podían haber brotado aquellas
maravillas extinguidas en la isla”. (Padura 2006b: 182) Resumiendo:
en la cocina de Jose se realizan los sueños; su cocina es el espacio de
la maravilla, explícitamente designada como tal, que se hace realidad.
Ante la reiterada referencia a esta dimensión del contexto culinario,
¿podría el lector medianamente familiarizado con la literatura cubana,
no pensar en una actualización, irónica, subversiva, del viejo realismo
maravilloso? No olvidemos que en los libros Leonardo Padura abun-
dan –no exagero– los guiños y juegos intertextuales. Sobre todo, no
olvidemos que Padura es autor de un conocido libro sobre Carpentier
y lo real maravilloso. En cuanto al tema que nos ocupa aquí, el juego
amargamente irónico consistiría en decirnos el narrador: Cuba sigue
siendo la patria de pensadores de teorías de contextos y de lo real
maravilloso. Pero en un nivel un poco más modesto, más cotidiano
que antes: el de la lucha por la comida diaria decente y del sueño con
bellos imposibles. Porque la buena comida se ha convertido en litera-
tura; y en literatura dentro de la literatura. La verdadera realidad ma-
ravillosa sería el tipo de milagro que opera Jose, en su cocina, espacio
sin duda más maravilloso –más literario y onírico– que real. Pero
claro, ya lo decía el maestro Carpentier: “[...], la sensación de lo ma-
ravilloso presupone una fe”… (1967: 116)

Notas
1
Existe otra obra importante sobre las novelas de Padura. Me refiero a Uxo, Carlos
(ed.). 2006. The Detective Fiction of Leonardo Padura Fuentes. Manchester: Man-
chester Metropolitan University Press. Desgraciadamente, hasta la fecha, no he
podido consultarlo a pesar de mis esfuerzos.
2
Para Neblina de ayer cito en adelante sólo la página.
3
En este apartado todos los subrayados son míos.

Bibliografía

Carpentier, Alejo.1967. ‘De lo real maravilloso americano’. En: Tientos y diferencias.


Montevideo: Arca, 102-120.
El Conde en la cocina de Jose 349

Molina, Alfonso. 2007. ‘Letras. El rodeo semántico de Leonardo Padura’. Ideas de


Babel. En línea en: <http://ideasdebabel.blogspot.com/2007/05/letras-las-cuatro-
estaciones-de.html> (consultado el 08/10/2007).
Padura Fuentes, Leonardo.1989. Lo real maravilloso: creación y realidad. La Haba-
na: Letras Cubanas.
Padura Fuentes, Leonardo. 2000. Pasado perfecto (colección andanzas 397). Barcelo-
na: Tusquets.
Padura, Leonardo. 2002. La novela de mi vida (colección andanzas). Barcelona:
Tusquets.
Padura Fuentes, Leonardo. 2005a. Máscaras (colección andanzas 292). Barcelona:
Tusquets. 3ª ed.
Padura, Leonardo. 2005b. La neblina del ayer (colección andanzas 577). Barcelona:
Tusquets.
Padura Fuentes, Leonardo. 2006a. Paisaje de otoño (colección andanzas 345). Barce-
lona: Tusquets, 2ª ed.
Padura, Leonardo. 2006b. Adiós, Hemingway (colección andanzas). Barcelona:
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Padura, Leonardo. 2007. Vientos de cuaresma (colección andanzas). Barcelona,
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sa con PA’. En línea en:
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08.10.2007).
Uxo, Carlos (ed.). 2006. The Detective Fiction of Leonardo Padura Fuentes. Man-
chester: Manchester Metropolitan University Press.
Vázquez Díaz, René. 2002. El sabor de Cuba. Comer y beber (fotografías de Merja
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Vázquez Montalbán, Manuel. 2008. ‘Las comidas profundas’. En: El País semanal
nº1643 (domingo 23 de marzo de 2008): 46–48.
Wieser, Doris. 2005. ‘Leonardo Padura: ‘Siempre me he visto como uno más de los
autores cubanos’. En: Espéculo. Revista de Estudios Literarios. En línea en:
<http://www.ucml.es/info/especulo/numero29/padura.html> (consultado el
08/10/2007).
Wilkinson, Stephen. 2006. Detective Fiction in Cuban Society and Culture. Oxford &
Berne: Peter Lang.
Notas biobibliográficas sobre los autores

Efraín Barradas es catedrático de literatura y estudios latinoamerica-


nos en la Universidad de Florida. Especialista en literaturas caribeñas
y estudios latino-estadounidenes, es autor, entre otros libros, de Para
leer en puertorriqueño: Acercamiento a la obra de Luis Rafael
Sánchez (1981), Partes de un todo: Ensayos y notas sobre literatura
puertorriqueña en los Estados Unidos (1998) y Mente, mirada, mano:
Visiones y revisiones de la obra de Lorenzo Homar (2007). Co-editó
con Rita De Maeseneer Para romper con el insularismo: Letras puer-
torriqueñas en comparación (2006). En el presente trabaja en
un estudio sobre la historia de los libros de cocina en América Latina.

Adolfo Castañón es poeta, ensayista, traductor, editor, co-productor


de una serie de programas de televisión sobre maestros eméritos uni-
versitarios, gastrónomo autodidacta. Es miembro de la Academia
Mexicana de la Lengua, investigador asociado de El Colegio de Méxi-
co. Es autor de poemas, como los reunidos en la Campana y el tiempo,
de ensayos y crónicas como los reunidos en la serie de Paseos –
Arbitrario de la literatura mexicana, Los mitos del editor. Trabajó
más de 25 años para la editorial mexicana Fondo de Cultu-
ra Económica, donde estuvo al cargo de diversos proyectos editoriales
como son las ediciones de Pasado en claro o México en la obra de
Octavio Paz. Es lector de Michel de Montaigne sobre el cual ha escri-
to un libro titulado Por el país de Montaigne. Ha recibido diversos
premios y reconocimientos.

Diana Castilleja es doctora en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos


de la Universidad de la Sorbona (Paris III). Fue profesora en el Institu-
to Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM-CEM,
México). Colaboró como investigadora en la Universidad Católica de
Lovaina. Ha sido profesora invitada en la Universidad de Lieja, la
Universidad de Gante y la Universidad de Amberes. Actualmente es
profesora en las Facultades universitarias de San Luis (FUSL, Bruse-
352 Rita De Maeseneer y Patrick Collard (eds)

las) y la Universidad Libre de Bruselas (VUB). En 2008 publicó en


L’Harmattan, L'essai: perspectives théoriques et l'exemple hispano-
américain.

Patrick Collard es doctor en Filosofía y Letras por la Universiteit


Gent (Gante, Bélgica) de la que es catedrático emérito. Es miembro de
la Real Academia Belga de Ciencias de Ultramar. Su principal línea
de investigación se centra en la prosa narrativa hispánica contemporá-
nea, en particular las modalidades de las relaciones entre historia y
ficción. Con Rita De Maeseneer co-dirigió el proyecto científico del
que procede el presente libro. Algunos de sus libros son, como autor,
Ramón J.Sender en los años 1930-1936. Sus ideas sobre la relación
entre literatura y sociedad, (1980); Cómo leer a Alejo Carpentier
(1991). Como editor: La memoria histórica en las letras hispánicas
contemporáneas (1997, con la colaboración de M.E. Ocampo y Vilas
e I. Jongbloet); con R. De Maeseneer, Murales, figuras, fronteras.
Narrativa e historia en el Caribe y Centroamérica (2003) y En el
centenario de Alejo Carpentier, 1904-1981 (2004); con M. Norbert
Ubarri e Y.Rodríguez Pérez, Encuentros y reencuentros. Flandes,
Países Bajos y el Mundo Hispánico en los siglos xvi-xvii (2009).

Rita De Maeseneer es catedrática de Literatura Latinoamericana en la


Universidad de Amberes. Es especialista en literatura caribeña sobre
la que ha escrito numerosos artículos. Es autora de El festín de Alejo
Carpentier. Una lectura culinario-intertexual (2003) y de Encuentro
con la narrativa dominicana contemporánea (2006). Ha escrito en co-
autoría con Salvador Mercado Rodríguez Ocho veces Luis Rafael
Sánchez (2008). Ha co-editado varios volúmenes sobre temas caribe-
ños, por ejemplo, Murales, figuras, fronteras. Narrativa e historia en
el Caribe y Centroamérica (2003), El escritor caribeño como guerre-
ro de lo imaginario (2004), Para romper con el insularismo. Letras
puertorriqueñas en comparación (2006). Dirigió el proyecto ‘Los
contextos culinarios en el Caribe y México’ (2006-2010) junto con
Patrick Collard (Universidad de Gante). Actualmente dirige el proyec-
to ‘Los escritores del canon latinoamericano en la narrativa contem-
poránea del Caribe y del Cono Sur (1990-2010)’ junto con Ilse Logie
(Universidad de Gante).
Saberes y sabores en México y el Caribe 353

Carmen de Mora es catedrática de Literatura Hispanoamericana de la


Universidad de Sevilla. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del
cuento en Cortázar (1982). Las siete ciudades de Cíbola. Textos y
testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992). En
breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo
(2000, 2ª ed). Escritura e identidad criollas. Modalidades discursivas
de la prosa hispanoamericana del siglo XVII (2001). Co-editó, entre
otros libros, Nuevas lecturas de ‘La Florida’ del Inca (2008). Ha
publicado numerosos artículos y editado obras de Arreola, el Inca
Garcilaso, Uslar Pietri, Jorge Isaacs, Macedonio Fernández y Roa
Bastos. Es directora de la colección ‘Escritores del Cono Sur’ (Uni-
versidad de Sevilla). Actualmente dirige un Proyecto de Excelencia
sobre: ‘Migraciones intelectuales: escritores hispanoamericanos en
España (1914-1939)’

José G. Guerrero es licenciado en Historia, Universidad Autónoma


de Santo Domingo (UASD) e hizo la maestría en Educación, Funda-
ción Getulio Vargas, Brasil. Es director del Instituto Dominicano de
Investigaciones Antropológicas de la UASD y miembro de la Acade-
mia Dominicana de la Historia. Ha publicado los libros: Cotuí: villa,
palos, carnaval y cofradía: Un estudio etno-histórico (2005); Fradi-
que Lizardo: cultura y folklore en República Dominicana (2005);
Carnaval, cuaresma y fechas patrias (2003); Los inicios de la coloni-
zación de América: La arqueología como historia (1988), así como
los ensayos “Antropología culinaria: el caso de las habichuelas con
dulce” (2006), “Historia, saber y poder: 75 años de historia de la
Academia Dominicana de Historia” (2006), “El pensamiento conser-
vador dominicano: Bobadilla, Del Monte y Tejada, J. Ángulo Guridi y
Galván” (2010).

Eugenia Houvenaghel es profesora titular en la Universidad de Gante


con un mandato especial del Fondo de Investigaciones Científicas
(BOF). Se dedica al estudio de la literatura mexicana. Es autora de
Alfonso Reyes y la historia de América. la argumentación del ensayo
histórico (2003). Dirigió el proyecto ‘La recepción de la cultura clási-
ca en la literatura hispanoamericana’ (2005-2010) y ha escrito en co-
autoría artículos sobre la recepción de la filosofía de Heráclito y el
mito clásico en Julio Cortázar, sobre la recepción de la tragedia Antí-
gona en Argentina y sobre la cultura clásica en Sor Juana. Ha co-
354 Rita De Maeseneer y Patrick Collard (eds)

editado con Ilse Logie el volumen Alianzas entre historia y ficción


(2009) y actualmente se dedica al estudio de la nueva novela histórica
en México, prestando atención a A. Muñiz-Hubermann y a la genera-
ción del Crack. Actualmente co-dirige el proyecto ‘The ‘Nepantla’
generation: Identity discourse in the essays of the second generation of
Spanish exiles in Mexico’ con D. Vandebosch (Universidad de Lovai-
na).

Kim Huyge estudió Filología Románica en la Universidad de Gante y


ha sido becario en la Universidad de Amberes en el marco del proyec-
to ‘Los contextos culinarios en el Caribe y México’ (2006-2010). Se
ha especializado en la literatura colonial de México. Acaba de termi-
nar su tesis doctoral, titulada La Nueva España sabe a Europa: los
contextos culinarios en Cortés, Fernández de Oviedo y Díaz del Casti-
llo (2010). Ha publicado algunos artículos, por ejemplo, ‘¿La cocina
del Nuevo Mundo con una salsa europea? Los cronistas novohispanos
del siglo XVI’ y ‘‘El vino es inocente, sólo el borracho es el culpable’:
de borrachos y borracheras en Bernal Díaz del Castillo y Gonzalo
Fernández de Oviedo’.

Jacques Joset es catedrático emérito de la Universidad de Lieja. Sus


campos de estudio son la literatura española medieval y del Siglo de
Oro, así como la literatura hispanoamericana contemporánea. Es autor
de ediciones comentadas y críticas (G. García Márquez, Cien años de
soledad (2007, 18ª ed. Revisada); Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, Libro
de buen amor (1990); Francisco Delicado, La Lozana andaluza, en
colaboración con Folke Gernet (2007)…) y de libros de historia y
crítica literarias (Gabriel García Márquez, coetáneo de la eternidad
(1984); Nuevas investigaciones sobre el Libro de buen amor (1988);
Historias cruzadas de novelas hispanoamericanas (1995); Hacia una
novela puertorriqueña descolonizada: Emilio Díaz Valcárcel (2002)
…). En marzo de 2010, la editorial Taurus (Madrid, Bogotá, México,
Buenos Aires) publicó su ensayo La muerte y la gramática. Los derro-
teros de Fernando Vallejo.

Catherine Raffi-Béroud fue docente universitaria en la Rijksuniver-


siteit Groningen (RuG) hasta el 1 de noviembre de 2009. Después de
una tesis de tercer ciclo, Periquillo Sarniento: du récit au roman, sens
et structures (Lille, 1980, no publicada) se doctoró en 1994 en la RuG
Saberes y sabores en México y el Caribe 355

con una tesis sobre el teatro de José Joaquín Fernández de Lizardi,


editada algo corregida bajo el título de En torno al teatro de Fernán-
dez de Lizardi (1998). Durante doce años fue secretaria del Centro de
Estudios mexicanos (CEM) de la Universidad de Groninga y en mu-
chas ediciones co-editó o editó las Actas de los Días de Mexicanistas
organizados por el CEM. La colección lleva el título general de Méxi-
co en movimiento. Actualmente está investigando la representación de
dos personajes históricos (Maximiliano y Carlota) en diferentes obras
y tipos de textos.

Elzbieta Sklodowska, de origen polaco, ocupa la cátedra de Ran-


dolph Family Professorship en Washington University en Saint Louis
(EE.UU.), donde dirige el Departamento de Lenguas y Literaturas
Románicas y es co-editora de la Revista de Estudios Hispánicos.
Dentro de sus áreas de investigación requieren especial mención la
narrativa hispanoamericana contemporánea, con énfasis en Cuba
dentro del contexto del Caribe, el testimonio y la teoría literaria. Ha
publicado más de sesenta artículos así como varios libros y co-
ediciones, incluyendo La parodia en la nueva novela hispanoamerica-
na (1990), Testimonio hispanoamericano: historia, teoría, poética
(1991) y Todo ojos, todo oídos: control e insubordinación en la novela
hispanoamericana (1895-1935) (1997). Su libro más reciente, Espec-
tros y espejismos: Haití en el imaginario cubano, fue publicado por
Iberoamericana-Vervuert en mayo de 2009. Tiene en preparación un
libro provisionalmente titulado Still Lives: Cuban Literary and Cultu-
ral Production at the Edge of the Millennium.

An Van Hecke es profesora titular de español en el Departamento de


Lingüística Aplicada de Lessius en Amberes, e investigadora asociada
de la Universidad Católica de Lovaina (K.U.Leuven). Obtuvo el doc-
torado en Letras en la Universidad de Amberes con una tesis sobre
Augusto Monterroso, titulada Espacio e intertextualidad en Augusto
Monterroso. Un viaje de Guatemala a México (2005). Ha publicado
artículos sobre literatura mexicana, chicana, y guatemalteca. Co-editó
con Rita De Maeseneer El artista caribeño como guerrero de lo ima-
ginario (2004).

René Vázquez Díaz es un novelista cubano que reside en Suecia


desde 1975. En 2007 fue laureado con el Premio Juan Rulfo de Radio
356 Rita De Maeseneer y Patrick Collard (eds)

Francia Internacional por su novela De pronto el doctor Leal (2008).


Su libro más reciente es El pez sabe que la lombriz oculta un anzuelo
(2009). Las novelas que componen su “Trilogía de la Cuba profunda”,
La era imaginaria (1986), La isla del Cundeamor (1995) y Un amor
que se nos va (2006) han sido traducidas a varios idiomas. Otras nove-
las suyas son Fredrika en el paraíso (2000) y Florina (2007).
Vázquez Díaz ha escrito cuatro libros en sueco y es miembro de la
directiva de la Unión de Escritores de Suecia, así como del Grupo de
trabajo de los clásicos de Statens Kulturråd, Consejo Estatal de Cultu-
ra.

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