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Acerca del concepto de hermenéutica con referencia a las indicaciones de F. A.

Wolf y al manual de Ast


Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher
(Conferencia leída 13 de agosto de 1829)[1]

Muchas, quizás la mayoría, de las actividades en las que consiste la vida humana, soportan una triple
gradación respecto a la manera como son ejecutadas: una es casi carente de espíritu y completamente
mecánica; otra se apoya en una riqueza de experiencias y observaciones; y, finalmente, en el auténtico
sentido de los términos, otra es conforme al arte [kunstmäßig]. A estas últimas me parece que pertenece
también el interpretar [Auslegen], a saber, en tanto bajo esta expresión subsumo toda comprensión de
un discurso extraño [fremder Rede]. La primera y más inferior la encontramos cotidianamente no sólo en
el mercado y en la calle, sino también en algunos círculos sociales, donde se intercambian modos de
hablar sobre asuntos comunes, de tal manera que el hablante casi siempre sabe con certeza lo que su
interlocutor responderá, y normalmente las palabras son atrapadas y devueltas como una pelota. La
segunda es el punto en el cual, en general, parece que estamos. Así es practicada la interpretación
[Auslegen] en nuestras escuelas e Institutos Superiores [Hochschulen], y en los comentarios
esclarecedores de filólogos y teólogos, pues ambos tienen el campo excelentemente cultivado,
contienen un tesoro de observaciones e informaciones instructivas, las cuales prueban suficientemente
que muchos de ellos son verdaderos artistas de la interpretación, no obstante que, seguramente, aparte
de éstos hay otros que, tratando del mismo asunto, por una parte incurren en la más salvaje
arbitrariedad en algunos pasajes difíciles o, por otra parte, con torpeza pedante, o bien hacen omisiones
con indiferencia, o bien tergiversan neciamente lo más bello. Pero al lado de todos estos tesoros,
ciertamente aquel que ha de ejercer este mismo trabajo y que, por cierto, no puede contarse entre los
que son decididamente artistas y, más aún, si él al mismo tiempo debe en la interpretación adelantarse
a una juventud ávida de saber y guiarla a este respecto, anhela una instrucción tal que, como auténtica
metodología [Kunstlehre], no sólo sea el fruto más deseable de los trabajos magistrales de los artistas en
cada disciplina, sino que al mismo tiempo exponga en forma dignamente científica toda la extensión y
los fundamentos del proceso. Me vi en la necesidad de buscar algo semejante, tanto para mí mismo
como para mis oyentes, cuando me encontré por primera vez en el caso de dictar lecciones en las que
interpretaba; sólo que busqué inútilmente, No sólo la no insignificante cantidad de compendios
teológicos (si bien algunos de ellos, como el libro de Ernst, valen como productos de una escuela
filológica excelente), sino asimismo también los pocos ensayos puramente filológicos de este género
parecen, por cierto, colecciones de reglas particulares recopiladas de estas observaciones de los
maestros, determinadas ora claramente, ora dejando el asunto en vilo, sin seguridad, ordenadas ora
torpe, ora hábilmente. Yo esperaba algo mejor cuando apareció la Enciclopedia filológica de Fülleborn[2],
surgida a partir de los cursos de Wolf, con sólo que lo poco de hermenéutica no hubiera tenido también
la tendencia de querer, por cierto, delinear [abreißen] un todo con muy pocos trazos; y no me encontré
más satisfecho que al principio, por cuanto lo que se ofrecía estaba aplicado también aquí, como algo
natural, en especial a las obras de los clásicos de la antigüedad, del mismo modo como en la mayoría
de los tratados lo está al ámbito particular de las Sagradas Escrituras.

Los ensayos mencionados en el título son lo más significativo que, en este asunto, hasta ahora se ha
publicado. Tiene que ser más instructivo y más provechoso tratar conjuntamente a Wolf y a Ast, tanto
más cuanto Wolf representa entre nosotros el espíritu más sutil, la más libre genialidad en la filología,
tanto más cuanto el señor Ast se esfuerza siempre en proceder en todo como un filólogo que realiza
combinaciones filosóficamente. Y así me parece lo más conforme a mi propósito para lo presente, en
tanto sigo a estos guías, unir a sus proposiciones mis propios pensamientos sobre el problema.

Wolf evita la forma sistemática en todo su ensayo, por cierto premeditadamente, sea porque en general
evita todo lo que pueda parecer pedante y prefiere dejar al criterio de otros colegir con esfuerzo y algo
groseramente lo que él delicada y elegantemente más bien deja caer que disemina, sea también
solamente porque él no considera esta forma como apropiada al lugar de este ensayo, cual es una
revista determinada por antonomasia a recibir una consideración variopinta carente de toda
sistematicidad[3]. El Sr. Ast, por el contrario, se prescribe esta forma y nos explica perfectamente que sin
espíritu filosófico no puede ser comunicada científicamente ninguna doctrina, Entretanto Wolf, por
cierto, nos asegura que el contenido de su exposición fue destinado a servir de introducción a una
enciclopedia filológica, por lo tanto lo particular tiene que ser pensado y, por consiguiente, también
expresado en esta relación, y nosotros estamos, pues, también autorizados, en lo que a él concierne, a
considerar lo que allí encontramos como una teoría auténticamente suya.

En tanto, pues, Wolf trata la gramática, la hermenéutica y la crítica, las tres conjuntamente, como
estudios preparatorios que preservan la entrada en el círculo de las disciplinas auténticamente
filológicas, como un organon de la ciencia de la antigüedad; el Sr. Ast, sin embargo, querría tratar estas
mismas disciplinas como apéndices para un manual, –sólo que todavía no publicado– de filología. Así,
ambos hombres no están de ningún modo distantes entre sí, pues también según la opinión del Sr. Ast,
si bien no se explica precisamente acerca de las circunstancias [Verhältnis] de este apéndice, estas
circunstancias no pueden ser otras que la exposición de la filología lo ha conducido a la necesidad de
un tratamiento científico de estas disciplinas. Nadie se atrevería a negar, por cierto, el parentesco
preciso entre gramática, crítica y hermenéutica, lo cual ambos concuerdan en afirmar. Ciertamente yo
quisiera asegurar todavía otro lugar a la última, pues tengo que dejar de lado ahora las otras dos. Las
obras de la antigüedad clásica son sin duda, como piezas maestras del discurso humano, los más
excelentes y los más venerables entre los objetos con los que trata habitualmente el arte de interpretar
[Auslegungkunst]. Sólo que es innegable que muchos que han cultivado este arte con gran éxito
provienen sobre todo de las Sagradas Escrituras de los cristianos, que justamente no son en absoluto
ricas para el filólogo. Si se asentasen, pues, estos estudios, asimismo, en una enciclopedia, entonces
nuestro arte formaría indiscutiblemente también allí, asociado a muchos otros estudios preparatorios,
un organon semejante para la teología cristiana. Si este arte es, pues, algo para la teología cristiana y,
asimismo, para la ciencia de la antigüedad clásica, entonces ni una ni otra constituirán su esencia, sino
que este arte es algo mayor, de lo cual aquellas son sólo derivaciones. Es verdad que sólo estos dos, los
filólogos clásicos y los teólogos filólogos practicaron nuestra disciplina, y el Sr. Ast podría casi llevarme
a afirmar que esta disciplina tendría su verdadero asiento sólo en estos dos ámbitos. Pues desde el
mismo comienzo en sus lineamientos fundamentales [Grundlinien], donde ha establecido cuál es la
tarea del comprender, nos conduce hacia la más elevada unidad del espíritu y termina con la
afirmación de que la meta de toda nuestra actividad espiritual es la producción de la unidad de la vida
griega y cristiana y que, por lo tanto, la hermenéutica, sin duda, no tendría por objeto a tratar otra cosa
sino estas dos. Y si, por una parte, ella constituye la introducción a la ciencia de la antigüedad y, por
otra, a la teología cristiana, entonces por cierto ambas se llevarán a cabo sólo en el espíritu de la unidad
de ambas. Si ella tuviera que ver, pues, también con el orientalismo que, como es sabido, es la
indiferencia de ambas todavía no separadas y, por otra parte, con la literatura romántica que,
evidentemente, reside en la aproximación a la unidad de ambas, llegaríamos al mismo resultado con
gran facilidad. Pues el orientalismo y la literatura romántica son ámbitos cerrados, al igual que la
filología clásica y la literatura sagrada, tendríamos entonces una cuádruple hermenéutica, cada una
configurada de una manera especial como organon para un determinado círculo, para los cuales, sin
embargo, ciertamente tendría que haber algo común más elevado. Por cierto que en tanto quiero
ascender a esa altura, tengo miedo de la sombra de Wolf. Éste se lamenta en las pocas frases que dedica
a la hermenéutica que ésta sea todavía muy imperfecta como teoría y menciona investigaciones a las
que todavía falta mucho para su fundamentación, las que, empero, no están totalmente ubicadas en
alturas que den vértigo, sino en regiones completamente intermedias, a saber, investigaciones sobre el
significado de las palabras, el sentido de las frases o la conexión del discurso. Él dice al respecto,
todavía consoladoramente, que esta imperfección no perjudica mucho, toda vez que los resultados
contribuirían muy poco a despertar la genialidad del intérprete o a elevar su habilidad espiritual. Él
quiere también aquí indicar, como advertencia, la diferencia que se debe hacer entre, por una parte, las
teorías, tal como las concebían los antiguos, las que de hecho facilitaban la producción, en este caso,
pues, el oficio de interpretar y, por otra, aquellas a las que nos inclinamos los modernos, teorías que
profundizan en abstrusos desarrollos sobre la íntima naturaleza del arte y en sus primeros
fundamentos, los cuales, sin embargo, no permiten hacer nada. Temo que aquí está la diferencia
mencionada con la que he comenzado: la teoría científica pura será aquella que no sirve para nada, útil
será sólo aquella que reúne las observaciones en vistas a un fin. Ahora me parece todavía, a decir
verdad, que, por una parte, la última requiere de algo más para determinar el ámbito de utilización
para sus reglas, lo cual sin duda la primera tiene que permitir; por otra parte, pienso que también esta
misma, si se detiene sólo en la naturaleza y en los fundamentos del arte a los cuales se refiere, siempre
tendrá alguna influencia sobre el ejercicio de este mismo arte; sólo que, dado que no quiero de ningún
modo poner en juego la aplicabilidad de la teoría, prefiero abandonar al guía especulativo en su vuelo
y sigo al práctico.

Esto, pues, lo aclara en principio, sólo que la aclaración, en verdad, no está perfectamente formulada,
sino en un ángulo, en un paréntesis, pero aclara, por cierto, que la hermenéutica es el arte de descubrir
los pensamientos de un autor, a partir de su exposición, con una comprensión [Einsicht] necesaria.
Ahora, una buena parte de lo que esperaba poder alcanzar, sólo que en virtud de otro guía, me queda
también por éste a salvo; la hermenéutica no sólo se ejerce en el ámbito clásico y no es meramente un
organon filológico estrecho, sino que ella practica su obra por doquier donde hay escritores, y sus
principios tienen, pues, que satisfacer todo este ámbito y no tiene que remontarse, por cierto, sólo a la
naturaleza de las obras clásicas.

El Sr. Ast no me hace esto fácil con una aclaración bien formulada, sino que tengo que rebuscar las
partes singulares. El primer concepto que él establece es el de algo extraño [Fremd] que debe ser
comprendido. Ahora bien, a decir verdad, él no afirma esto en su total rigor, ya que, desde luego, si lo a
ser comprendido fuese completamente extraño para quien debe comprender y no hubiese
absolutamente nada común a ambos, entonces no habría tampoco ningún punto de enlace para la
comprensión. Por lo tanto, estoy autorizado muy bien a concluir que este concepto [el de extraño]
subsiste como un concepto relativo, y a partir de ello se seguiría que, así como en el caso de que todo
fuese absolutamente extraño, la hermenéutica no sabría de ninguna manera articular [anknüpfen] su
trabajo; del mismo modo, en el caso contrario, a saber, si no hubiera nada extraño entre el que habla y
el que escucha, entonces no sería necesario el trabajo hermenéutico, sino que la comprensión sería
simultánea con el leer o el oír, o quizás dada adivinatoriamente siempre ya de antemano y
comprendida, por lo tanto, perfectamente por sí misma.

Estoy perfectamente de acuerdo en encerrar la tarea de la hermenéutica entre estos dos puntos, sin
embargo, confieso también que quisiera reclamar y sostener para ella este dominio en todo discurso;
allí donde haya algo extraño para un interlocutor en la expresión de lo pensado en virtud de un
discurso, allí hay una tarea que el interlocutor sólo puede resolver con ayuda de nuestra teoría, si bien,
desde luego, sólo en la medida en que entre éste y el hablante haya algo en común. Mis dos guías, sin
embargo, me limitan de varias maneras; uno en tanto habla sólo de escritores, los cuales deben ser
comprendidos como si también no pudiera ocurrir lo mismo en la conversación y en el discurso
inmediatamente oído; el otro, en tanto luego limita lo extraño a lo que está escrito en una lengua
extranjera y, de este modo, a las obras del espíritu así escritas, lo cual es un ámbito todavía más
estrecho que el de los escritores en general. Pues, cuántas cosas no hay que aprendemos sólo a partir de
narraciones que se aproximan mucho a la manera como también acostumbramos a presentar pequeños
incidentes en la conversación habitual, muy lejos de la riqueza con la que se escribe historia, o a partir
de cartas de estilo más familiar y descuidado y, por cierto, también en éstos surgen problemas
hermenéuticos de no poca dificultad. Por lo demás me temo, por cierto, que también en este punto
Wolf no ha pensado algo muy distinto que el Sr. Ast y que, si le hubiera preguntado si también algunos
escritores, como los redactores de periódicos y como los que componen todo tipo de anuncios son
objetos del arte de interpretar, no me hubiera tratado de modo muy amigable. Desde luego en la
mayoría de los casos no puede haber nada extraño entre el autor y el lector, pero, por cierto, ocurren
excepciones y no puedo percibir por qué la transformación en algo propio de eso extraño podría o
tendría que ocurrir de una manera distinta de lo que pertenece a un escrito más artístico [kunstmäßig].
Como también en las aquí sucesivas, evidentes y demostrables transiciones de una proposición a otra –
pues existen, por ejemplo, los epigramas, que no se distinguen significativamente de un artículo de una
revista– sería imposible separar para estos dos dominios, dos métodos o teorías diferentes. Sí, tengo
que volver una vez más sobre esto, la hermenéutica no debe estar limitada meramente a las
producciones escritas, pues me sorprendo a menudo en medio de una conversación familiar realizando
operaciones hermenéuticas, cuando no me satisfago con un grado habitual de comprensión, sino que
procuro discernir cómo, en el caso de un amigo, éste ha dado el paso de un pensamiento a otro, o
cuando indago con qué opiniones, juicios y tendencias se vinculan, tal que sobre un asunto en
discusión se expresa precisamente de este modo y no de otro. Los mismos hechos de los que toda
persona atenta tendría que dar testimonio por sí misma, manifiestan muy claramente, pienso, que la
solución al problema, para el cual estamos justamente buscando la teoría, no depende en absoluto de
que el discurso esté fijado para los ojos por medio de la escritura, sino que ocurre siempre que tenemos
que aprehender pensamientos o encadenamiento de éstos a través de palabras. Tampoco la
hermenéutica se limita a los casos en que el idioma es extranjero, sino que también al interior de la
propia lengua y, nótese, independientemente de los diversos dialectos en los cuales ella eventualmente
se descomponga, o de las peculiaridades que se encuentran en uno y no en otro, existe para cada uno lo
extraño en los pensamientos y expresiones de otro, y esto, por cierto, en las dos exposiciones, la oral y
la escrita. Sí, confieso que realizo esta práctica de la hermenéutica en el dominio de la lengua
materna y en el trato inmediato con personas como una parte mucho más esencial de la vida de la
gente culta, prescindiendo de todo estudio filológico o teológico. ¿Quién podría comunicarse con
personas distinguidas y espiritualmente ricas, sin esforzarse por entender entre las palabras como
leemos entre las líneas de los escritos inteligentes y densos? ¿Quién no querría hacer la precisa
consideración que se merece una conversación significativa, poner de relieve los puntos vitales, captar
la interna ligazón, seguir todas las discretas insinuaciones? Y Wolf, principalmente, que era un artista
de la conversación, que ofrecía tanto, pero más por insinuación que por declaración, más por guiños
que por indicaciones, ciertamente no puede haber deseado desdeñar ser aprehendido de modo hábil,
para que se supiese tanto como es posible lo que pensaba cada vez. ¿Debería, pues, este arte de
observar e interpretar de hombres vividos y experimentados en cuestiones de Estado, ser efectivamente
del todo diferente de aquel que empleamos en nuestros libros cuando su objeto es el discurso? ¿Tan
diferente que reposara sobre otros principios y no fuera susceptible de una exposición igualmente
elaborada y metódica? No creo eso, sino que se trata sólo de dos empleos diferentes del mismo arte, de
modo que en uno ciertos motivos son más resaltados y otros son menos atendidos, y en el otro
inversamente. Me gustaría ir todavía más lejos y afirmar que los dos no están tan apartados uno del
otro al punto que aquello que importa sobre todo a uno pudiera faltar al otro. Particularmente quiero,
sin embargo, para permanecer más en aquello que nos interesa en lo inmediato, aconsejar
perentoriamente al intérprete de obras escritas ejercitar con celo la interpretación de conversaciones
más significativas. Pues la presencia inmediata del hablante, la expresión viva que manifiesta la
participación de todo su ser espiritual, la manera cómo aquí los pensamientos se desenvuelven a partir
de la vida común, todo esto estimula mucho más que el examen solitario de un texto completamente
aislado, a comprender una secuencia de pensamientos simultáneamente como un momento de vida
que irrumpe y como un acto conectado con muchos otros que son incluso de índole diferente; y
justamente este aspecto es el que, en la explicación del escritor, es más desatendido, incluso en gran
medida completamente descuidado. Así, pues, cuando comparamos las dos, yo diría más bien que
vemos dos partes y no dos formas diferentes de la misma tarea. Donde somos detenidos por lo extraño
de la lengua, allí investigamos sin duda inmediatamente a ésta; pero la lengua puede sernos
completamente familiar y nos encontramos igualmente detenidos, en tanto no podamos aprehender el
encadenamiento de las operaciones del hablante. Si los dos casos ofrecen igualmente muy poco,
entonces la tarea puede volverse insoluble.

Pero retorno a las explicaciones en cuestión, y debo ahora, en lo que concierne a Wolf, al menos para
toda hermenéutica que yo sea capaz de elaborar, interponer una protesta contra la expresión según la
cual los pensamientos del autor deben ser descubiertos con un conocimiento necesario. No se trata de
que esta exigencia, en general, me parezca excesiva, se trata más bien de que para un gran número de
casos no me parece exagerada, sin embargo, temo que presentándose la explicación así se pierda de
vista otros casos a los cuales esta expresión no les conviene en absoluto, los cuales no quisiera dejar de
lado. En muchos casos se puede, ciertamente, probar que un término en un contexto dado no puede
sino tener un significado determinado, si bien la prueba difícilmente se completa sin las investigaciones
sobre la naturaleza del significado de las palabras que Wolf tal vez fácilmente deja de lado.
Obviamente se puede, en virtud de la imbricación mutua de tales pruebas elementales, sólo con tal de
que se tenga un punto de referencia exterior a este círculo, probar el sentido de una proposición de
manera satisfactoria. Pero, cuántos otros casos hay –y tales son ante todo la cruz de la interpretación
neotestamentaria– donde no hay lugar para una evidencia necesaria, justamente porque probablemente
a partir de uno de los puntos de apoyo se pueda dar con una interpretación algo diferente de aquella
con la que se dé a partir de otro. También en el dominio de la crítica no acontece raramente que otros
no saben oponer nada distinto al resultado de una investigación en profundidad, que el que todavía
caben posibilidades de que podría ser de otra manera. Naturalmente tales demostraciones a la larga
producen muy poco, pero en tanto una sola de tales posibilidades no esté completamente descartada,
no se puede hablar de conocimiento necesario. Y sigamos, pues, adelante y pensemos cuán a menudo
es difícil demostrar, en la mayor parte de un todo, el encadenamiento de los pensamientos y descubrir
los aditamentos escondidos y las insinuaciones, por así decir, perdidas. Entonces, no se trata solamente,
como Wolf lo presenta, de la reunión y de la ponderación minuciosa de los momentos históricos, sino
del adivinar el modo de combinación individual de un autor, lo cual habría, siendo diferente, en una
misma posición histórica y con una misma forma de explicación, dado un resultado diferente. En cosas
de este tipo la propia convicción puede ser muy firme y también comunicarse muy fácilmente a los
compañeros de la misma opinión y análogo procedimiento; pero se buscaría inútilmente imprimir a la
exposición la forma de una demostración. Y esto no está dicho en modo alguno en detrimento de tales
descubrimientos, sino que en este dominio bien vale preferentemente por lo demás admitir la en cierta
manera paradojal palabra de una cabeza excelente, que justamente nos ha de salvar: que la afirmación
es mucho más que la demostración. Se trata de una certeza completamente diferente, también –como
Wolf lo elogia de una certeza crítica– más adivinatoria, que surge cuando el intérprete penetra tanto
cuanto es posible en la entera disposición del escritor; por eso no es raro que las cosas pasen aquí de
hecho como el rapsoda platónico reconoce de sí mismo, –por cierto muy ingenuamente– que él es capaz
de explicar excelentemente a Homero, pero que para otro poeta o prosador a menudo no pretende
ofrecer ninguna luz. A saber, en todo lo que no depende sólo de las palabras, sino también de algún
modo de la situación histórica del pueblo y de la época, el intérprete puede y debe, si tiene la
disposición y la amplitud pertinente de conocimientos, mostrarse en todo igualmente excelente. En
aquello que, por el contrario, depende de la exacta comprensión del proceso interior del autor, en el
momento del esbozo y de la composición, en aquello que es producto de la originalidad personal en la
lengua y del conjunto de sus relaciones, incluso el intérprete más hábil no tendrá un éxito perfecto sino
para con los autores que le son más familiares, sólo para con sus autores favoritos con los cuales está
más familiarizado, así como en la vida alcanzamos mejor este resultado con los amigos más próximos,
pero para con otros escritores, en ese dominio, estará menos satisfecho consigo mismo, y no tendrá
vergüenza de pedir consejo a otras personas del ramo y que están más próximas a esos escritores. Sí,
uno podría estar tentado de sostener que toda práctica interpretativa tendría que ser dividida de tal
manera que una clase de intérpretes, más orientada a la lengua y a la historia que a las personas,
examinase de igual manera a todos los escritores de una lengua, si bien algunos de ellos se dedicasen
más bien a una región y otros a otra; la otra clase, empero, estaría más orientada a la observación de las
personas, considerando la lengua sólo como medio por el cual éstas se expresan, y la historia sólo como
modalidades bajo las cuales ellas existen; cada una de ellas se limitaría únicamente a los autores que se
les abriesen de mejor grado. Y es posible que ocurra así efectivamente, sólo que los últimos, porque su
arte escasamente se puede comunicar a través de explicaciones, también se descubren poco
públicamente, sino que disfrutan en silencio del placer de sus frutos. Que tampoco Wolf, empero, de
ningún modo haya del todo percibido ese aspecto, sino que reivindicó al menos en parte para nuestra
disciplina aquí descrita una certeza más adivinatoria que demostrativa, se sigue de otros pasajes, y uno
de esos merece también un examen más preciso.

Así como, a saber, en su compendio el Sr. Ast reúne gramática, hermenéutica y crítica unos con otros,
como conocimientos complementarios sin asociarles otra cosa, y ahora nosotros aquí como tenemos
ante nosotros sólo un apéndice, no entendemos exactamente cómo ellas se relacionan entre sí; así Wolf
tampoco se satisface con este trío en cuanto organon de la ciencia de la antigüedad, y asocia a ella la
habilidad del estilo y el arte de la composición, a los cuales pertenece también la métrica antigua a
causa de la poesía. Ciertamente, a primera vista esto es muy sorprendente. Por mi parte, yo estaría al
menos satisfecho si consiguiese la habilidad en el estilo antiguo –y se trata solamente de la composición
en lenguas antiguas– sólo como el fruto tardío de una larga práctica en la ciencia de la antigüedad.
Pues se tiene que haber vivido en el mundo antiguo al menos tanto y tan concienzudamente como en el
presente, se tiene que ser vivamente consciente de todas las formas de existencia humana de entonces y
de la peculiar constitución de los objetos circundantes, para realizar más que la mayoría un elegante
trazado con las fórmulas recogidas, para configurar efectivamente, en representaciones griegas o
romanas, aquello que nos impresiona en nuestro mundo actual, y restituir entonces aquellas
representaciones bajo un aspecto lo más antiguo posible. ¿Cómo, entonces, Wolf viene a exigirnos este
arte como precio para entrar a los santuarios de la ciencia de la antigüedad? ¿Y por qué honrada vía
deberíamos haberlo ya conseguido? Si no hay para esto medios mágicos, no veo ningún otro sino la
tradición y una apropiación feliz, no meramente imitativa sino también adivinatoria, del procedimiento
de aquellos que poseen en última instancia esta habilidad sólo como fruto de sus estudios. Y esto nos
conduciría sin duda a un bello círculo, pues no podemos, como es el caso de la ininterrumpida orden
apostólica, hacer derivar nuestro estilo latino –y para ese fin deberíamos tener para este asunto
necesariamente también un estilo griego– de aquellos que no tenían aún otra lengua materna que estas
dos y, por lo tanto, no tenían que agradecer su habilidad a un tal estudio, sino a la vida inmediata.
Asimismo, no habría creído encontrar aquí a la métrica delante de la puerta; me parece más bien que
ella pertenece a las disciplinas más inherentes a la ciencia de la antigüedad, como una parte esencial de
la doctrina antigua del arte, en la medida en que, asociada a la música, del mismo modo como también
lo está estrictamente a la poética y arrastrando necesariamente consigo la teoría del ritmo de la prosa y
de la declamación, representa todo el desarrollo nacional de los temperamentos en el carácter de los
movimientos conforme al arte. Por cierto ahora dejaremos de lado la métrica; en lo que se refiere,
empero, a la habilidad propia en composición antigua, la verdadera clave de esta exigencia wolfiana es
la siguiente. Él no exige esta habilidad inmediatamente para las disciplinas internas de la ciencia de la
antigüedad, sino primariamente para la hermenéutica, con el fin de una comprensión correcta y
completa en el elevado sentido de la palabra, y también, se entiende por sí mismo, para la crítica tanto
como para la métrica, si bien no las acentúa particularmente, de suerte que su acceso al santuario de la
ciencia de la antigüedad nuevamente consiste en dos niveles: el inferior está conformado por la
gramática, la cual él coloca igualmente como fundamento de la hermenéutica y de la crítica, y junto a
ella la habilidad de estilo; el nivel superior está conformado por la hermenéutica y la crítica. Ahora, así
como Wolf pone aquí la gramática en un estilo superior, y no con la parca dimensión como la que
podríamos exigir de alumnos egresados de la escuela secundaria, del mismo modo él no entiende
ciertamente por habilidad de estilo la redacción latina tal como ésta se da en nuestros liceos, como
diestra imitación y aplicación del conocimiento gramatical; pero es cierto, por otra parte, que el
auténtico manejo antiguo de ambas lenguas en una exposición original enteramente libre podría ser
alabado sólo respecto de aquel que recorra toda la extensión de las ciencias de la antigüedad. ¿Puede el
gran hombre pensar aquí en algo distinto que en el conocimiento, vuelto vivo en virtud del ejercicio de
las diversas formas de exposición y de los límites y libertades que le son propias? Y este conocimiento
tiene ciertamente una gran influencia sobre aquel lado del arte de interpretar menos susceptible de
demostración, vuelto más hacia la actividad espiritual del escritor; y si justamente nos es abierta por
este medio una nueva comprensión, sin duda Wolf tiene que haber integrado también este aspecto a su
imagen de la interpretación, incluso si esto no se descubre con igual evidencia en su exposición. Pero la
cuestión es esencialmente la siguiente. Si vemos desenvolverse ante nosotros las diferentes formas de la
oratoria y los diferentes tipos de estilos, también de las composiciones científicas y comerciales, que en
una lengua se han cultivado, entonces claramente toda la historia de la literatura se descompone, desde
esta perspectiva, en dos períodos opuestos, cuyos caracteres, sin embargo, se repiten igualmente
después, sólo que de una manera subordinada. El primero es aquel en el que estas formas se
constituyen gradualmente, el otro es aquel en el que ellas dominan; y si la tarea de la hermenéutica
es reconstruir del modo más completo la entera evolución interior de la actividad compositora del
escritor, entonces también es extremadamente necesario saber a cuál de los dos períodos él
pertenece. Pues, si pertenece al primero, entonces era en toda esta actividad puramente sí mismo, y
entonces se deducirá de la intensidad de su fuerza productiva y de su fuerza en la lengua, que no
produce sólo formas aisladas, sino que en parte con él y por él nace un tipo fijo en la lengua. Lo mismo
vale, pero secundariamente, para todos aquellos que al menos modificaron esas formas de manera
particular, llegaron a elementos nuevos o fundaron en ellas otro estilo. Al contrario, cuanto más un
escritor pertenece al segundo período y no engendra la forma sino que compone y trabaja en esta o
aquella forma, tanto más precisamente se debe conocer éstas para comprenderlo enteramente en su
actividad. Pues, desde el primer esbozo para una determinada obra, también se desenvuelve en él la
fuerza conductora de la forma ya fijada, ella colabora en virtud de sus medidas generales a una
ordenación y a una repartición del todo y, en virtud de sus leyes particulares, por un lado cierra para el
poeta un dominio de la lengua y asimismo también una determinada modificación de representaciones,
y allí le abre también otro, modifica así un detalle no sólo la expresión, sino también la invención, ya
que las dos nunca se dejan separar enteramente una de la otra. Quien, en el negocio de la
interpretación, no perciba correctamente cómo la corriente del pensamiento y de la poesía, por decirlo
así, choca con el borde de su cama y rebota, y entonces se dirige en otra dirección a la que
espontáneamente habría tomado, ése ya no puede comprender correctamente la marcha interna de la
composición, menos todavía atribuir al escritor mismo su lugar correcto, con respecto a su relación con
la lengua y sus formas. Él no percibirá cómo un autor habría utilizado en la lengua, más fuerte o más
acabadamente, imágenes e ideas que ya se hacían sentir en él, si no estuviese limitado por una forma
que entra en algún tipo de conflicto con su originalidad personal; él no sabrá tampoco apreciar
correctamente a aquel que no haya osado hacer algo grande en ese o aquel género, si no estuviese bajo
la potencia protectora y directora de la forma que lo fecundaba en la misma medida en que lo protegía,
y de ambos él no pondrá suficientemente de relieve aquel que se mueve en la forma establecida sin
chocar en algún punto, justo tan libremente como si la creara recién ahora por primera vez. Esta
percepción de la relación de un autor con las formas ya acuñadas en su literatura es un momento tan
importante de la interpretación que, sin ella, ni el conjunto ni el detalle pueden ser comprendidos
correctamente. Pero ciertamente Wolf tiene toda la razón: es casi imposible adivinar correctamente si
no se tiene experiencia personal respecto de cómo se puede, manteniéndose en límites determinados y
bajo reglas sólidas, trabajar con la lengua y luchar contra ella. Es verdad que, como casi en cualquier
parte, también aquí el procedimiento adivinatorio y el comparativo están contrapuestos, pero aquél no
puede ser sustituido enteramente por éste. ¿De dónde debería provenir, entonces, el punto de partida
para el procedimiento de comparación, si éste no fuese dado por las tentativas personales? Y aquí se
explica también cómo la métrica encuentra aquí su lugar, pues la medida de las sílabas es para toda
composición poética una parte de la forma que condiciona de manera esencial la elección de las
expresiones, así como también en parte condiciona el lugar de los pensamientos y que, en la influencia
que ejerce, aquellas distintas relaciones se dan a conocer de la manera más clara. Entretanto, como esta
relación del contenido respecto de la forma durante la composición es esencialmente y en general la
misma en todas las lenguas de las que pueda tratarse aquí, quisiera insistir menos que Wolf sobre la
obligación que tendrían los intérpretes de adquirir el grado necesario de práctica en las lenguas
antiguas mismas. Y, con todo, si tuviera que ser así yo no comprendería correctamente por qué,
entonces, la lengua romana debería tener la misión y la capacidad de sustituir a la griega.

(…)

[1] Esta traducción, hecha por Hugo Ochoa, forma parte del proyecto FONDECYT 1050328. La segunda
parte, leída el 22 de octubre de 1829 será publicada en el siguiente número de PHILOSPHICA.
[2] FÜLLEBORN, G. G., Encyclopaedia philologica, Bratislava, 1798.

[3] El ensayo de Wolf fue publicado en la revista Museum der Altertumwissenschaft, editada por él mismo

y por P. Bultmann.

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