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El Imperio romano en relación con la cultura

El Imperio romano afectó a la historia de la


cultura de varios modos más o menos
separados.

Primero: hay el efecto directo de Roma


sobre el pensamiento helenístico. Este no es
muy importante ni profundo.

Segundo: el efecto de Grecia y el Oriente


sobre la mitad occidental del Imperio. Este
fue profundo y duradero, puesto que
incluyó a la religión cristiana.

Tercero: la importancia de la larga paz


romana en la difusión de la cultura y en el
acostumbrar a los hombres a la idea de una
civilización única asociada con un solo
gobierno.

Cuarto: la transmisión de la civilización


helenística a los mahometanos, y de aquí
finalmente al oeste de Europa.

Antes de considerar estas influencias de


Roma, será útil una brevísima sinopsis de la
historia política.

Las conquistas de Alejandro habían dejado


intacto el Mediterráneo occidental; se
hallaba dominado, a comienzos del Siglo III
antes de Cristo, por dos poderosos Estados
ciudades, Cartago y Siracusa. En la primera
y segunda guerras púnicas (264-241 y 218-
201), Roma conquistó Siracusa y redujo a
Cartago a la insignificancia, Durante el
siglo II, Roma conquistó las monarquías
macedónicas; Egipto, es cierto, perduró
como un Estado vasallo hasta la muerte de
Cleopatra (30 a. de C.). España fue
conquistada como un incidente en la guerra
con Aníbal; Francia fue sojuzgada por
César a mediados del siglo I antes de
Cristo, e Inglaterra fue sometida unos cien
años más tarde. Las fronteras del Imperio,
en sus días de esplendor, eran el Rin y el
Danubio en Europa, el Éufrates en Asia, y
el desierto en el Norte de África.

El imperialismo romano fue, quizá, lo


mejor posible en África del Norte
(importante en la historia cristiana como la
patria de san Cipriano y San Agustín), en
donde grandes áreas, incultas antes y
después de la época romana, fueron
fertilizadas y abastecieron a populosas
ciudades. El Imperio romano fue en general
estable y tranquilo durante más de
doscientos años, desde el advenimiento de
Augusto (30 a. de C.) hasta los desastres del
siglo III.

Entre tanto, la constitución del Estado


romano había experimentado importantes
trasformaciones. Originalmente Roma era
una pequeña ciudad estado, no muy
desemejante a las de Grecia, especialmente
las que, como Esparta, no dependían del
comercio exterior. A los reyes, como a los
de la Grecia homérica, había sucedido una
república aristocrática. Paulatinamente,
aunque el elemento aristocrático, encarnado
en el Senado, permanecía poderoso, se
añadieron ingredientes democráticos; el
compromiso resultante fue reputado por
Panecio el estoico (cuyas opiniones son
reproducidas por Polibio y Cicerón) como
una combinación ideal de elementos
monárquicos, aristocráticos y democráticos.

Pero las conquistas desquiciaron el precario


equilibrio; llevó una inmensa opulencia
nueva a la clase senatorial, y, en un grado
levemente menor, a los ‘caballeros’, como
se llamaba a la alta clase media La
agricultura italiana, que había estado en
manos de pequeños labradores, que
obtenían el trigo con su propio trabajo y el
de sus familias, acabó por ser un negocio de
enormes fincas pertenecientes a la
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aristocracia romana, en las que se
cultivaban viñas y olivos mediante el
trabajo de los esclavos El resultado fue la
virtual omnipotencia del Senado, que fue
usada descaradamente para el
enriquecimiento de los individuos, sin
miramiento a los intereses del Estado ni al
bienestar de sus súbditos.

Un movimiento democrático, inaugurado


por los Gracos en la segunda mitad del
siglo II antes de Cristo, condujo a una serie
de guerras civiles, y finalmente—como tan
a menudo en Grecia—al establecimiento de
una tiranía. Es curioso observar la
repetición, en tan vasta escala, de
desenvolvimientos que, en Grecia, se
habían limitado a áreas diminutas. Augusto,
el heredero e hijo adoptivo de Julio César,
que reinó desde el 30 antes de Cristo al 14
después de Cristo, puso término a la
contienda civil, y (con escasas excepciones)
a las guerras externas de conquista. Por
primera vez desde los inicios de la
civilización griega, el mundo antiguo gozó
de paz y seguridad.

Dos cosas habían arruinado el sistema


político griego: en primer lugar, la
pretensión de cada ciudad a la soberanía
absoluta; en segundo lugar, la acerba y
sangrienta lucha entre ricos y pobres en la
mayoría de las ciudades, Después de la
conquista de Cartago y de los reinos
helenísticos, la primera de estas causas ya
no afligió al mundo, puesto que ninguna
resistencia efectiva a Roma era posible.
Pero la segunda causa permaneció. En las
guerras civiles, un general se proclamaba el
campeón del Senado, el otro el del pueblo.
La victoria se inclinaba hacia el que ofrecía
las más elevadas recompensas a los
soldados. Los soldados no solo querían
pagas y pillaje, sino concesiones de tierras;
por eso cada guerra civil terminaba en la
expulsión formalmente legal de muchos
terratenientes existentes, que eran
nominalmente arrendatarios del Estado,
para dejar el puesto a los legionarios del
vencedor. Los gastos de la guerra, aunque
progresivos, eran costeados ejecutando a
hombres ricos y confiscando sus bienes.
Este sistema, desastroso como era, no podía
acabar fácilmente; por último, ante la
sorpresa de todos, Augusto salió tan
completamente victorioso que no quedó
ningún competidor para alegar su derecho
al poder.

Para el mundo romano, el descubrimiento


de que el periodo de la guerra civil había
concluido llegó como una sorpresa, lo cual
fue una causa del regocijo para todos, sa1vo
para un pequeño partido senatorial. Para los
demás, fue un profundo alivio cuando
Roma, bajo Augusto, logró al fin la
estabilidad y el orden que griegos y
macedonios habían buscado en vano, y que
Roma, antes de Augusto, tampoco había
conseguido producir. En Grecia, de
conformidad con Rostovtseff, la Roma
republicana no había «introducido nada
nuevo, excepto la pauperización, la
bancarrota, y la obstrucción de toda
actividad política independiente»
El reinado de Augusto fue un periodo de
felicidad para el Imperio romano. La
administración de las provincias estaba por
fin organizada con algún miramiento hacia
el bienestar de la población, y no según un
sistema puramente depredatorio. Augusto
no fue solo oficialmente divinizado después
de su muerte, sino que fue espontáneamente
estimado como un dios en varias ciudades
provinciales. Los poetas lo elogiaron, las
clases comerciantes encontraron
conveniente la paz universal, e incluso el
Senado, al que trató con todas las formas
exteriores de respeto, no perdió ninguna
ocasión de acumular honores y cargos sobre
su cabeza.

Pero si bien el mundo era feliz, la vida


había perdido cierto sabor, ya que la
seguridad había sido preferida al riesgo. En
los tiempos anteriores, todo griego libre
había tenido la oportunidad de la aventura;
Filipo y Alejandro pusieron término a este
estado de cosas, y en el mundo helenístico
solo las dinastías macedonias disfrutaban de
una libertad anárquica. El mundo griego
perdió su juventud, y se volvió o cínico o
religioso. La esperanza de encarnar ideales
en instituciones terrenas se desvaneció, y
con ella los mejores hombres perdieron su
ímpetu. El cielo, para Sócrates, era un lugar
donde podía proseguir discutiendo; para los
filósofos posteriores a Alejandro, era algo
muy diferente de su existencia aquí abajo.
En Roma, una evolución similar llegó más
tarde y en una forma menos dolorosa.
Roma no fue conquistada, como lo fue
Grecia, sino que tuvo, por el contrario, el
estímulo de un imperialismo afortunado. A
lo largo del periodo de las guerras civiles,
era en los romanos en quienes recaía la
responsabilidad de los desórdenes. Los
griegos no habían asegurado la paz y el
orden sometiéndose a los macedonios,
mientras que tanto los griegos como los
romanos alcanzaron ambas cosas al
someterse a Augusto, Augusto fue un
romano a quien los romanos se sometieron
voluntariamente, no solo en razón de su
poderío superior; además, se tomó el
cuidado de disfrazar el origen militar de su
gobierno, y de basarlo sobre decretos del
Senado. La adulación expresada por el
Senado era, sin duda, en gran parte
insincera, pero aparte de la clase senatorial
nadie se sintió humillado.

El talante de los romanos era parecido al de


un jeune homme rangé de la Francia
ochocentista, que, tras de una vida de
aventuras amatorias, se decide a un
matrimonio de conveniencia. Esta
mentalidad, aunque satisfecha, no es
creadora. Los grandes poetas del siglo de
Augusto se habían formado en tiempos más
turbulentos. Horacio huyó en Filipos, y
tanto él como Virgilio perdieron sus fincas
en confiscaciones a beneficio de soldados
victoriosos. Augusto, en gracia de la
estabilidad, se aplicó, un tanto
insinceramente, a restaurar la antigua
piedad, y fue por ende necesariamente
bastante hostil a la libre investigación. El
mundo romano empezó a quedar
estereotipado, y el proceso continuó bajo
los emperadores posteriores.

Los inmediatos sucesores de Augusto se


entregaron a espantosas crueldades para con
los senadores y los posibles competidores a
la púrpura. Hasta cierto punto, el
desgobierno de este periodo se extendió a
las provincias; pero en lo esencial, la
máquina administrativa creada por Augusto
siguió funcionando medianamente bien.

Un periodo mejor se inició con la subida al


trono de Trajano en el 98 después de Cristo,
y se prolongó hasta la muerte de Marco
Aurelio en el 180 después de Cristo.

Durante este tiempo, el gobierno del


Imperio fue tan bueno como pueda serlo
cualquier gobierno despótico. El siglo III,
por el contrario, fue de horrendos desastres.
El ejército se dio cuenta de su poder, hizo y
deshizo emperadores a cambio de dinero y
con la promesa de una vida sin guerras, y
cesó, en consecuencia, de ser una fuerza
aguerrida eficaz. Los bárbaros, del Norte y
del Este, invadieron y saquearon el
territorio romano. El ejército, preocupado
con las ganancias privadas y la discordia
civil, fue incompetente en la defensa. Todo
el sistema fiscal se derrumbó, ya que hubo
una inmensa merma de recursos y, al
mismo tiempo, un vasto incremento de
gastos en guerras desgraciadas en el
soborno del ejército. La peste, además de la
guerra, disminuyó grandemente la
población. Parecía corno si el Imperio
estuviera a punto de caer.
Este resultado fue advertido por dos
hombres enérgicos, Diocleciano (286-305)
y, Constantino, cuyo indiscutible reinado
duró desde el 312 al 337 después de Cristo.
Por ellos fue dividido el Imperio en una
mitad oriental y otra occidental,
correspondientes, aproximadamente, a la
división entre las lenguas griega y latina. La
capital de la parte oriental fue establecida
por Constantino en Bizancio, a la que dio el
nuevo nombre de Constantinopla.

Diocleciano refrenó al ejército por algún


tiempo, alterando su carácter; desde su
época en adelante, las fuerzas guerreras más
efectivas estuvieron compuestas de
bárbaros, principalmente germanos, a los se
abrieron todos los mandos más elevados.
Esto era evidentemente un expediente
peligroso, y a comienzos del siglo y
produjo su fruto natural. Los bárbaros
resolvieron que era más provechoso luchar
por sí mismos que por un amo romano. No
obstante, cumplió su propósito durante más
de un siglo. Las reformas administrativas de
Diocleciano tuvieron igualmente éxito por
cierto tiempo, y fueron igualmente
desastrosas a la larga. El sistema romano
tenía que permitir el autogobierno local a
las ciudades, y dejar sus funcionarios la
recaudación de impuestos, de los cuales
solo la cantidad total debida por cada
ciudad era fijada por las autoridades
centrales. Este sistema había ido bastante
bien en los tiempos prósperos, pero ahora,
en la situación exhausta del Imperio, las
rentas exigidas eran más de lo que podía
soportarse sin excesiva opresión. Las
autoridades municipales eran
personalmente responsables de los
impuestos, y huían para eludir el pago.
Diocleciano obligó a los ciudadanos
acomodados a aceptar el cargo municipal, y
declaró ilegal la huida. Por motivos
similares convirtió a las poblaciones rurales
en siervos, adscritos al suelo, e impedidos
de emigrar. Este sistema fue mantenido por
los emperadores posteriores.

La más importante innovación de


Constantino fue la adopción del
cristianismo como religión del Estado, al
parecer porque una gran proporción de los
soldados eran cristianos. El resultado de
esto fue que cuando, durante el siglo V, los
germanos destruyeron el Imperio de
Occidente, su prestigio les hizo abrazar la
religión cristiana, preservando con ello para
la Europa occidental tanto de la civilización
antigua como había sido absorbido por la
Iglesia.

El desenvolvimiento del territorio asignado


a la mitad oriental del Imperio fue diferente.
El Imperio de Oriente, aunque
continuamente decreciendo en extensión
(salvo las transitorias conquistas de
Justiniano en el siglo VI), sobrevivió hasta
1453, en que Constantinopla fue
conquistada por los turcos. Pero la mayor
parte de lo que habían sido provincias
romanas en el Este, incluyendo también
África y España en el Oeste, se hicieron
mahometanas. Los árabes, a diferencia de
los germanos, rechazaron la religión, pero
adoptaron la civilización, de aquellos a
quienes habían vencido. El Imperio oriental
era griego, no latino, en su civilización; en
consecuencia, desde el siglo VII al XI, fue
él y los árabes quienes conservaron la
literatura griega y cuanto sobrevivió de la
civilización griega, en oposición a la latina.
Desde el siglo XI en adelante, al principio a
través de la influencia mora, el Occidente
recuperó gradualmente lo que había perdido
de la herencia griega.

Paso ahora a los cuatro modos en que el


Imperio romano afecto a la historia de la
cultura.

I. El efecto directo de Roma sobre el


pensamiento griego. Este empieza en el
siglo II antes de Cristo, con dos hombres, el
historiador Polibio y el filósofo estoico
Panecio. La actitud natural del griego hacia
el romano era de desprecio mezclado con
temor; el griego se sentía más civilizado,
pero políticamente menos poderoso. Si los
romanos tuvieron más éxito en la política,
eso únicamente mostraba que la política era
una tarea innoble. El griego medio del siglo
III antes de Cristo era amante de los
placeres, de inteligencia viva, experto en
loa negocios, y sin escrúpulos en todas las
cosas. Sin embargo, aún quedaban hombres
de capacidad filosófica. Algunos de ellos—
notablemente los escépticos, tales como
Carnéades—habían consentido que la
destreza destruyera la seriedad. Otros, como
los epicúreos, y un sector de los estoicos, se
habían retirado completamente a una
tranquila vida privada. Pero unos pocos,
con más visión de la que había manifestado
Aristóteles en relación con Alejandro, se
percataron de que la grandeza de Roma se
debía a ciertos méritos de que carecían los
griegos.

El historiador Polibio, nacido en Arcadia


hacia el 200 antes de Cristo, fue enviado a
Roma como prisionero, y allí tuvo la buena
fortuna de hacerse amigo de Escipión el
menor, a quien acompañó en muchas de sus
campañas. Era poco común entre los
griegos saber latín, aunque la mayoría de
los romanos instruidos sabía griego; las
circunstancias de Polibio, sin embargo, lo
condujeron a una perfecta familiaridad con
el latín. Escribió, para provecho de los
griegos, la historia de las últimas guerras
púnicas, que permitieron a Roma conquistar
el mundo. Su admiración por la
constitución romana se estaba, quedando
anticuada mientras escribía, pero hasta su
tiempo había competido ésta muy
favorablemente, en estabilidad y en
eficacia, con las constituciones
continuamente cambiantes de la mayoría de
las ciudades griegas. Los romanos
naturalmente leían su historia con placer;
que los griegos lo hicieran así, es más
dudoso.

Panecio el estoico ya ha sido considerado


en el capítulo precedente. Fue amigo de
Polibio, y, como él, un protegido de
Escipión el joven. Mientras vivió Escipión,
fue con frecuencia a Roma, pero a raíz de la
muerte de Escipión en el 129 antes de
Cristo, permaneció en Atenas como jefe de
la escuela estoica. Roma tenía todavía, lo
que Grecia había perdido, la confianza
ligada a la oportunidad de la actividad
política. De conformidad con ello, las
doctrinas de Panecio eran más políticas, y
menos afines a las de los cínicos, que lo
fueron las de los estoicos anteriores.
Probablemente la admiración hacia Platón
sentida por los romanos cultos lo indujo a
abandonar la estrechez dogmática de sus
predecesores estoicos. En la forma más
amplia dada por él y por su sucesor
Posidonio, el estoicismo atrajo
poderosamente a los más serios de los
romanos.

En una fecha posterior, Epicteto, aunque


griego, pasó la mayor parte de su vida en
Roma. Roma le proporcionó la mayoría de
sus ilustraciones; siempre estuvo
exhortando al sabio a no temblar en
presencia del emperador. Conocemos la
influencia de Epicteto sobre Marco Aurelio,
pero su influencia sobre los griegos es
difícil de rastrear.

Plutarco (ca. 46-120 d. de C.), en sus Vidas


de los griegos y romanos nobles, trazó un
paralelismo entre los más eminentes
hombres de los dos países. Pasó un tiempo
considerable en Roma, y fue honrado por
los emperadores Adriano y Trajano.

Además de sus Vidas escribió numerosas


obras sobre filosofía, religión, historia
natural, y ética. Sus Vidas se interesan
evidentemente en conciliar a Grecia y
Roma en el pensamiento de los hombres.
En su conjunto, aparte de tales hombres
excepcionales, Roma actuó como un
obstáculo en la parte de habla griega del
Imperio. El pensamiento y el arte decayeron
a la vez. Hasta finales del siglo II después
de Cristo, la vida, para los acomodados, era
agradable y fácil; no había incentivo alguno
para el esfuerzo, y pocas oportunidades
para grandes logros. Las escuelas de
filosofía reconocidas—la Academia, los
peripatéticos, los epicúreos y los estoicos –
continuaron existiendo hasta que fueron
cerradas por Justiniano. Ninguna de ellas,
sin embargo, mostró vitalidad en todo el
tiempo después de Marco Aurelio, excepto
los neoplatónicos en el siglo III después de
Cristo; y estos hombres, en todo caso,
apenas fueron influidos por Roma. Las
mitades griega y latina del Imperio se
volvieron cada vez más divergentes; el
conocimiento del griego se hizo raro en el
Oeste, y a partir de Constantino el latín, en
el Este, sobrevivió solamente en la ley y en
el ejército.

II. La influencia de Grecia y del Oriente


sobre Roma. Hay aquí dos cosas muy
diferentes a considerar: primera, la
influencia del arte, la literatura y la filosofía
helénicas sobre la mayoría de los romanos
cultivados, segunda, la propagación de las
religiones y supersticiones no helénicas en
todo el mundo occidental.

1) Cuando los romanos entraron por


primera vez en contacto con los griegos, se
dieron cuenta de ser ellos mismos
comparativamente bárbaros y toscos. Los
griegos eran inconmensurablemente
superiores en muchos aspectos: en las
manufacturas, y en la técnica de la
agricultura; en los tipos de conocimientos
que son necesarios para un buen
funcionario; en la conversación y en el arte
de gozar la vida; en el arte y la literatura y
la filosofía. Las únicas cosas en que los
romanos eran superiores eran la táctica
militar y la cohesión social. La relación de
los romanos con los griegos fue algo
parecido a la de los prusianos con los
franceses en 1814 y 1815; pero esta última
fue pasajera, mientras que aquella duró
largo tiempo. Tras de las guerras púnicas,
los jóvenes romanos concibieron una gran
admiración por los griegos. Aprendieron el
idioma griego, copiaron la arquitectura
griega, emplearon escultores griegos. Los
dioses romanos fueron identificados con los
dioses griegos. Se forjó el origen troyano de
los romanos para crear una conexión con
los mitos homéricos. Los poetas latinos
adoptaron los metros griegos, los filósofos
latinos se apropiaron de las teorías griegas.
En fin, Roma fue culturalmente parásita de
Grecia. Los romanos no inventaron ninguna
forma artística, no erigieron ningún sistema
original de filosofía, ni hicieron
descubrimientos científicos. Construyeron
buenas carreteras, códigos legales
sistemáticos, y ejércitos eficientes; en
cuanto al resto, imitaron a Grecia.
La helenización de Roma trajo consigo
cierto reblandecimiento de las costumbres,
aborrecido por Catón el viejo. Hasta las
guerras púnicas, los romanos habían sido un
pueblo bucólico, con las virtudes y los
vicios de los labriegos: austeros,
industriosos, brutales, obstinados y
estúpidos. Su vida familiar había sido
estable y edificada sólidamente sobre la
patria potestad: las mujeres y los jóvenes
estaban completamente subordinados. Todo
esto cambió con el influjo de la opulencia
repentina. Las pequeñas fincas
desaparecieron, y fueron gradualmente
reemplazadas por enormes haciendas en las
que el trabajo esclavo se empleaba para
llevar a cabo nuevos métodos científicos de
agricultura. Surgió una extensa clase de
comerciantes, y un gran número de
hombres se enriquecieron con el pillaje,
como los nababs en la Inglaterra del siglo
XVIII. Las mujeres, que habían sido
esclavas virtuosas, se volvieron libres y
disolutas; el divorcio se hizo corriente; los
ricos dejaron de tener hijos. Los griegos,
que habían experimentado una evolución
similar hacía siglos, fomentaron, con su
ejemplo, lo que los historiadores llaman la
decadencia de la moral. Aun en los tiempos
más licenciosos del Imperio, el romano
medio todavía pensaba en Roma como en la
sostenedora de una norma ética más pura
frente a la decadente corrupción de Grecia.
La influencia cultural de Grecia sobre el
Imperio occidental disminuyó rápidamente
desde el siglo III después de Cristo en
adelante, principalmente porque la cultura
en general decayó. Para esto hubo muchas
causas, pero una en particular debe ser
mencionada. En los últimos tiempos del
Imperio de Occidente, el gobierno fue una
tiranía militar mucho menos disfrazada de
lo que había sido, y el ejército usualmente
elegía como emperador a un general
afortunado; pero el ejército, incluso en sus
puestos más elevados, ya no estaba
compuesto de romanos cultos, sino de
semibárbaros de la frontera. Estos burdos
soldados no precisaban de la cultura y
consideraban a los ciudadanos civilizados
exclusivamente como una fuente de
ingresos. Las personas privadas estaban
demasiado empobrecidas para sostenerse
mucho tiempo en la senda de la educación,
y el Estado consideraba la educación
innecesaria. En consecuencia, en Occidente,
solo unos pocos hombres de excepcional
erudición continuaron leyendo en griego.

2) La religión y la superstición no
helénicas, por el contrario adquirieron a
medida que pasaba el tiempo, un
predominio cada vez más firme en
Occidente. Ya hemos visto cómo las
conquistas de Alejandro introdujeron en el
mundo griego las creencias de babilonios,
persas egipcios. Análogamente las
conquistas romanas familiarizaron al
mundo occidental con estas doctrinas, y
también con las de los judíos y cristianos.

En Roma, cada secta y cada profeta estaban


representados, y a veces alcanzaron el favor
de las altas esferas del gobierno. Luciano,
que mantenía un sano escepticismo a pesar
de la credulidad de la época, cuenta una
historia divertida, generalmente aceptada
como en gran parte verdadera, acerca de un
profeta milagrero llamado Alejandro el
paflagonio. Este hombre curaba a los
enfermos y predecía el futuro, con
excursiones al chantaje. Su fama llegó a
oídos de Marco Aurelio, a la sazón
combatiendo a los marcomanos en el
Danubio El emperador lo consultó sobre
cómo ganar la guerra, y se le informó que si
arrojaba dos leones al Danubio resultaría
una gran victoria. Siguió el consejo del
adivino, pero fueron los marcomanos los
que obtuvieron la gran victoria. A despecho
de este desastre, la fama de Alejandro
continuó creciendo. Un conspicuo romano
de rango consular, Rutiliano, después de
consultarlo sobre muchos asuntos, solicitó
su consejo respecto a la elección de una
esposa. Alejandro, como Endimión había
gozado de los favores de la luna, y tuvo de
ella una hija, la cual recomendó el oráculo a
Rutiliano. «Rutiliano que tenía entonces
sesenta años de edad, obedeció el mandato
divino, y celebró su matrimonio
sacrificando hecatombes enteras a su suegra
celestial».

Más importante que la carrera de Alejandro


de Paflagonia fue el reinado del emperador
Elegábalo o Heliogábalo (218-22 d. de C.),
que fue, hasta su elevación por la elección
del ejército, un sacerdote sirio del sol. En su
lento viaje desde Siria a Roma fue
precedido por su retrato, enviado como un
presente al Senado. «Se mostraba en sus
vestiduras sacerdotales de seda y oro, a la
manera flojamente ondulante de los medas
y fenicios; su cabeza estaba cubierta con
una alta tiara, sus numerosos collares y
brazaletes se hallaban adornados con gemas
de inestimable valor. Sus cejas estaban
teñidas de negro, y sus mejillas pintadas
con un rojo y un blanco artificiales. Los
graves senadores confesaron con un suspiro
que, tras de haber experimentado largo
tiempo la rígida tiranía de sus compatriotas,
Roma se humillaba finalmente bajo el lujo
afeminado del despotismo oriental»
Apoyado por un gran sector del ejército,
procedió, con celo fanático, a introducir en
Roma las prácticas religiosas del Oriente;
su nombre era el del dios-sol adorado en
Emesa, donde había sido sumo sacerdote.
Su madre, o su abuela, que era la auténtica
gobernante, percibió que él había ido
demasiado lejos, y lo destronó ci favor de
su sobrino Alejandro (222-35), cuyas
inclinaciones orientales eran más
moderadas. La mezcla de credos que fue
posible en su época se ilustraba en su
capilla privada, en la que colocó las estatuas
de Abrahán, Orfeo, Apolonio de Tiana y
Cristo.

La religión de Mitra, que era de origen


persa, fue un firme competidor del
cristianismo, especialmente durante la
segunda mitad del siglo III después de
Cristo. Los emperadores, que estaban
haciendo desesperadas tentativas por
controlar al ejército, advirtieron que la
religión podía proporcionar la estabilidad
tan necesitada; pero tendría que ser una de
las nuevas religiones, ya que eran estas las
que los soldados favorecían. El culto fue
introducido en Roma, y tuvo mucho que
agradecer a la mentalidad militar, Mitra era
un dios solar, pero no tan afeminado como
su colega sirio; era un dios relacionado con
la guerra, la gran guerra entre el bien y el
mal que había formado parte del credo
persa desde Zoroastro. Rostovtseff6
reproduce un bajorrelieve que representa su
culto, el cual fue encontrado en
Heddernheim, en Alemania, y muestra que
sus adeptos debieron ser numerosos entre
los soldados, no solo en Oriente, sino
también en Occidente.

La adopción del cristianismo por


Constantino fue políticamente un éxito,
mientras que los intentos anteriores por
introducir una nueva religión fracasaron;
pero los conatos precedentes fueron, desde
un punto de vista gubernamental, muy
similares al suyo. Todos derivaban por
igual su posibilidad de triunfo de las
calamidades y el cansancio del orbe
romano. Las religiones tradicionales de
Grecia y Roma eran adecuadas para
hombres interesados en el mundo terrenal, y
esperanzados en la felicidad sobre la tierra.
Asia, con una experiencia más larga de la
desesperación, había desarrollado antídotos
más eficaces en la forma de esperanzas
ultramundanas; de todas ellas, el
cristianismo fue la más efectiva para traer la
consolación. Pero el cristianismo, para el
tiempo en que se convirtió en la religión del
Estado, había absorbido mucho de Grecia, y
transmitió esto, junto con el elemento
judaico, a las edades subsiguientes en el
Occidente.

III. La unificación del gobierno y la cultura.


Somos deudores, en primer lugar a
Alejandro y luego a Roma, de que los
logros de la gran época de Grecia no se
perdieran para el mundo, como los del
periodo minoano. En el siglo I antes de
Cristo, un Gengis Kan, si por casualidad
hubiera surgido uno, podría haber asolado
todo lo que era importante en el mundo
helénico; Jerjes, con un poco más de
competencia, habría hecho de la
civilización griega algo enormemente
inferior a lo que fue después de ser
rechazado. Consideremos el periodo desde
Esquilo a Platón: todo lo que se hizo en este
tiempo fue realizado por una minoría de la
población de unas pocas ciudades
comerciales. Estas ciudades, según mostró
el futuro, no tenían gran capacidad para
resistir a la conquista extranjera, más por un
extraordinario golpe de buena suerte, sus
conquistadores, macedonios y romanos,
eran helenófilos, y no destruyeron lo que
conquistaron, como Jerjes o Cartago
hubieran hecho. La circunstancia de que
hayamos conocido lo que llevaron a cabo
los griegos en arte, literatura, filosofía y
ciencia, se debe a la estabilidad introducida
por los conquistadores occidentales, que
tuvieron el buen sentido de admirar la
civilización a la que sojuzgaron pero a la
que hicieron lo posible por conservar.

En ciertos aspectos, políticos y éticos,


Alejandro y los romanos fueron la causa de
una filosofía mejor que cualquiera de las
profesadas por los griegos en sus días de
libertad. Los estoicos, como hemos visto,
creían en la fraternidad del hombre y no
limitaron sus simpatías a los griegos. El
prolongado dominio de Roma habituó a los
hombres a la idea de una sola civilización
bajo un solo gobierno. Nosotros sabemos
que había importantes partes del mundo que
no estaban sometidas a Roma: la India y la
China, más especialmente. Pero a los
romanos les parecía que fuera del Imperio
únicamente había tribus más o menos
bárbaras, que podrían ser conquistadas
cuando quiera que mereciese la pena hacer
el esfuerzo. Esencial e idealmente, el
Imperio, en la mente de los romanos, era
mundial. Esta concepción pasó a la Iglesia,
que fue ‘católica’ a pesar de los budistas,
los confucianos y (más tarde) los
mahometanos. Securus judicat orbis
terrarum es una máxima de san Agustín,
que encarna la doctrina de los últimos
estoicos; debe su atractivo a la aparente
universalidad del Imperio romano A lo
largo de la Edad Media, después de la
época de Carlomagno, la Iglesia y el Sacro
Imperio Romano fueron mundiales en idea,
aunque todos sabían que no lo eran de
hecho. La concepción de una familia
humana, una religión católica, una cultura
universal y un Estado mundial, ha
obsesionado el pensamiento de los hombres
desde su realización aproximada por Roma.

El papel desempeñado por Roma en la


ampliación del área de la civilización fue de
inmensa importancia, La Italia
septentrional, España, Francia y partes del
oeste de Alemania, fueron civilizadas como
consecuencia de su conquista violenta por
las legiones romanas. Todas estas regiones
resultaron tan capaces de alcanzar alto nivel
de cultura como Roma misma. En los
momentos finales del Imperio de Occidente,
la Galia produjo hombres que fueron por lo
menos iguales a sus contemporáneos de
zonas de más antigua civilización. Fue
merced a la difusión de la cultura por Roma
por lo que los bárbaros solo ocasionaron un
eclipse temporal, no una oscuridad
permanente. Cabe argüir que la calidad de
la civilización nunca volvió a ser tan buena
como en la Atenas de Pericles; pero en un
mundo de guerra y destrucción, la cantidad
es, a la larga, casi tan importante como la
calidad, y la cantidad fue debida a Roma.
IV. Los mahometanos como vehículo del
helenismo. En el siglo VII, los discípulos
del Profeta conquistaron Siria, Egipto y
África del Norte; en el siglo siguiente,
conquistaron España. Sus victorias fueron
fáciles, y la lucha ligera. Salvo
posiblemente durante los escasos años
iniciales, no fueron fanáticos; los cristianos
y los judíos no fueron molestados mientras
pagaron el tributo. Muy pronto los árabes
adquirieron la civilización del Imperio de
Oriente, pero con la perspectiva de una
política ascendente en lugar del tedio de la
decadencia. Sus hombres instruidos leyeron
a los autores griegos en traducción, o
escribieron comentarios. La reputación de
Aristóteles es principalmente debida a ellos;
en la antigüedad no fue estimado al nivel de
Platón.

Es instructivo considerar algunas palabras


que derivan del árabe, tales como: álgebra,
alcohol, alquimia, alambique, álcali,
acimut, cenit. Con la excepción de
‘alcohol—que significaba, no una bebida,
sino una sustancia usada en la química—,
estas palabras darían una buena descripción
de algunas de las cosas que debemos a los
árabes. El álgebra había sido inventada por
los griegos alejandrinos, pero fue
proseguida por los mahometanos.

‘Alquimia’, ‘alambique’, ‘álcali’ son


vocablos conectados con el intento de
convertir los metales bajos en oro, que los
árabes tomaron de los griegos, y en cuya
búsqueda recurrieron a la filosofía griega.
‘Acimut’ o ‘cenit’ son términos
astronómicos, principalmente útiles a los
árabes en relación con la astrología.
El método etimológico oculta lo que
debemos a los árabes en lo que atañe al
conocimiento de la filosofía griega, porque,
cuando fue de nuevo estudiada ésta en
Europa, los vocablos técnicos requeridos se
tomaron del griego y del latín. En filosofía,
los árabes fueron mejores como
comentadores que como pensadores
originales, Su importancia, para nosotros,
radica en que fueron ellos, y no los
cristianos, los inmediatos herederos de
aquellas partes de la tradición griega que
solo el Imperio de Oriente había mantenido
vivas, El contacto con los mahometanos, en
España y en menor extensión en Sicilia,
hizo que Occidente supiera de Aristóteles; y
también de los guarismos arábigos, del
álgebra y de la química. Fue este contacto
el que inició el resurgimiento de la
erudición en el siglo XI, que condujo a la
filosofía escolástica, Fue más tarde, desde
el siglo XIII en adelante, cuando el estudio
del griego capacitó a los hombres para ir
directamente a las obras de Platón, de
Aristóteles y de otros escritores griegos de
la antigüedad. Pero si los árabes no
hubieran conservado la tradición, los
hombres del Renacimiento podrían no
haber sospechado cuánto había de ganarse
con la renovación de las letras clásicas.

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