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¿Ciudadanos Todos? ¡Ciudadanos Algunos!

La fabricación del Ciudadano1


Immanuel Wallerstein
Universidad de Yale

Comparative Studies in Society and History, Vol. 45, No. 4 (Oct., 2003), pp. 650-679. Published by:
Cambridge University Press. Stable URL: http://www.jstor.org/stable/3879492.
Accessed: 20/01/2015 10:44Your

La desigualdad es una realidad fundamental del moderno sistema-mundo, como lo ha sido


de todos los sistemas históricos conocidos. Lo que es diferente, lo que es particular al
capitalismo histórico, es que la igualdad ha sido proclamada como su objetivo, y en verdad
como su realización —igualdad en el mercado, igualdad ante la ley, igualdad social
fundamental de todos los individuos dotados con derechos iguales. La gran cuestión
política del mundo moderno, la gran cuestion cultural, ha sido cómo conciliar el
abarcamiento teórico de la igualdad con la continuada y creciente polarización aguda de
las oportunidades y satisfacciones de la vida real que han sido su resultado.
Durante mucho tiempo, por tres siglos del XVI al XVIII, esta cuestión fue escasamente
discutida en el moderno sistema-mundo. La desigualdad todavía era considerada natural,
en verdad ordenada por Dios. Pero una vez que la emergencia revolucionaria de fines del
siglo XVIII transformó el lenguaje de la igualdad en un ícono cultural, una vez que los
desafíos a la autoridad en todas partes se volvieron lugar común, la disparidad entre la
teoría y la práctica no pudo ser ampliamente ignorada. La necesidad de contener las
implicaciones de este reclamo cultural, y así domesticar a las ahora "clases peligrosas", se
convirtió en una prioridad de los que detentaban el poder. La construcción del estado
liberal fue la principal estructura que fue construida para limitar el reclamo. La
elaboración de ideologías modernas fue, a su vez, un mecanismo esencial en la
construcción del Estado liberal.
El gran gesto simbólico de la Revolución Francesa fue la insistencia en que los títulos ya no
se usaran más, ni siquiera los de “señor” y “dama”. Todos deberían ser llamados
"Ciudadanos". Este gesto fue intentado para demostrar el repudio a las jerarquías
tradicionales, la incrustación de la igualdad social en la nueva sociedad que estaba siendo
construida. La Revolución Francesa concluyó. Los títulos fueron restituidos. Pero el
concepto de "ciudadano" (aunque no su uso como un título de distinción) sobrevivió. Hizo


EP Thompson Memorial Lecture, University of Pittsburgh, 18 de abril de 2002. Este artículo fue escrito
mientras yo estaba en el Instituto Holandés de Estudios Avanzados en las Humanidades y las Ciencias
Sociales (NIAS) en Wassenaars como iInvitado del Rector en 2002. Deseo expresar mi gratitud al Rector y al
personal de NIAS por la atmósfera maravillosa y productiva, intelectual y social, que ellos prodigaron para
hacer posible el trabajo de los becarios.
más que sobrevivir, prosperó. Llegó a ser adoptado en todas partes, hasta el punto que
por 1918 el mundo encontró necesario inventar el concepto de personas "apátridas", para
describir la porción relativamente pequeña de la humanidad que no podía reclamar la
ciudadanía en algún lugar.
Se intentó hacer inclusivo el concepto de ciudadano para insistir que todas las personas de
un estado —y no sólo algunas personas (un monarca, aristócratas)— tenían el derecho a
ser incluidas en los procesos de toma de decisiones colectivas de la arena política, y el
derecho a recibir las prestaciones sociales que el estado podía distribuir. Desde entonces,
la existencia de derechos que son garantizados a los ciudadanos ha comprendido la
definición mínima de lo que constituye un estado "democrático" moderno, lo que
virtualmente todo estado ahora dice ser.
Pero la otra cara de la inclusividad de la ciudadanía fue la exclusión. Los que no eran
ciudadanos del Estado tenían que devenir, por definición, en extranjeros —ciudadanos,
quizá, de algún otro estado, pero no de éste. Sin embargo, para cualquier estado dado,
aun la exclusión de los extranjeros dentro de sus fronteras no limitaba mucho el número
de personas teóricamente incluidas. En la mayoría de los casos, más del 90 por ciento de
los residentes del país eran ciudadanos —ciudadanos legales, es decir, la ciudadanía ahora
se había convertido en un asunto de definición legal.
Y esto fue precisamente el problema encarado por los estados después de la Revolución
Francesa. Demasiadas personas eran ciudadanas. Los resultados podrían en verdad ser
peligrosos2. La historia del siglo XIX (e incluso del XX) ha sido que algunos (aquellos con
privilegios y ventajas) han estado intentando definir la ciudadanía estrechamente, y que
todos los demás han estado buscando validar una definición más amplia. Ha sido en torno
a esta lucha que la teorización intelectual de los siguientes 200 años se centró. Ha sido en
torno a esta lucha que los movimientos sociales se formaron.
La manera de definir la ciudadanía estrechamente en la práctica, mientras se mantenía el
principio amplio en teoría, fue crear dos categorías de ciudadanos. El esfuerzo comenzó
con Abbé Siéyes, tan solo 6 días después de la caída de la Bastilla. En un reporte que le
leyó al Comité Constitucional de la Asamblea Nacional del 20 al 21 de julio de 1789, Siéyes
propuso una distinción entre derechos activos y pasivos, entre ciudadanos activos y
pasivos. Los derechos civiles y naturales, dijo, son derechos “para quienes se hace el
mantenimiento y desarrollo de la sociedad”. Estos son derechos pasivos. Hay también
derechos políticos, “derechos de quienes hacen la sociedad”. Estos son derechos activos. Y
desde esta distinción, Siéyes llegó a la siguiente conclusión:

2"Un fantasma espantaba a la mayoría de los publicistas a principios del siglo XIX: la de la disolución social…
En el corazón de esas preocupaciones comunes estaba el deseo de eludir el modelo de la soberanía
popular… Era la cantidad la que era aterradora” (Rosanvallon, 1985: 75-76).

2
Todos los habitantes de un país deberían disfrutar los derechos de ciudadanos pasivos;
todos tienen el derecho a la protección de su persona, de su propiedad, de su libertad, etc.
Pero no todos tienen el derecho de jugar un rol activo en la formación de las autoridades
públicas. No todos son ciudadanos activos. Las mujeres (al menos en el presente), niños,
extranjeros, y aquellos otros que no contribuyen en nada para mantener el orden público
no deberían ser permitidos de influir activamente en la vida pública. Todos tienen derecho
a disfrutar las ventajas de la sociedad, pero solo aquellos que contribuyen al
mantenimiento del orden público son los verdaderos accionistas de la gran empresa social.
Sólo ellos son verdaderamente ciudadanos activos, verdaderos miembros de la asociación
(Siéyes, 1789: 193-194).
El 29 de octubre de 1789, la Asamblea Nacional tradujo este concepto teórico a un
decreto legal que definió a los ciudadanos activos como aquellos que pagaban un mínimo
de tres días de salarios en impuestos directos. Propiamente se volvió el prerrequisito de la
ciudadanía activa. Como indica Rosanvallon (1985: 95): “Si la razón es soberana, el
hombre no puede inventar leyes. Las debe descubrir… La noción de capacidad encuentra
su lógica en este marco”.
El intento de circunscribir el significado de la ciudadanía tomó muchas formas, todas ellas
necesariamente incluían la creación de antinomias que podían justificar la división de
ciudadanos en pasivos y activos. Las distinciones binarias (de rango, de clase, de género,
de raza, de etnicidad, de educación) son realidades antiguas. Lo que fue diferente en el
siglo XIX fueron los intentos de construir un andamiaje teórico que pudiese legitimar la
traducción de dichas distinciones a categorías legales que sirvieran para limitar, en los
hechos, la igualdad proclamada de todos los ciudadanos.
La razón es simple. Cuando la desigualdad era la norma no había necesidad de hacer
ninguna distinción más que entre aquellos de diferente rango, generalmente entre los
nobles y los plebellos. Pero cuando la igualdad se convirtió en la norma oficial, entonces
repentinamente resultó crucial saber quién iba, en los hechos, a ser incluido en el “todos”,
quiénes tienen derechos iguales, es decir, quiénes son los ciudadanos “activos”. Entre más
equidad se proclamaba como un principio moral, más obstáculos (jurídicos, políticos,
culturales y económicos) eran instituidos para evitar su realización. El concepto
“ciudadano”, forzó la cristalización y la rigidificación ―tanto intelectual como legal― de
una larga lista de distinciones binarias que habían formado la base cultural de la economía
mundo-capitalista en los siglos XIX y XX: burgueses y proletarios, hombres y mujeres,
adultos y menores, amas de casa y padres de familia, mayoría y minoría, blancos y negros,
europeos y no europeos, educados e ignorantes, hábiles e inhábiles, especialistas y
novatos, científicos y legos, alta cultura y baja cultura, heterosexuales y homosexuales,
normales y anormales, aptos y discapacitados y, por supuesto, las categorías que
implicaban a todas las anteriores, civilizados y bárbaros.

3
Naturalmente, el concepto de ciudadanía se decía liberal, y de hecho nos liberaba a todos
del peso muerto de jerarquías recibidas que reclamaban ser de un orden natural o divino.
Pero la liberación era solamente una liberación parcial de las discapacidades, y las nuevas
inclusiones hacían claras y más aparentes la continuación de (y las nuevas) exclusiones.
Los derechos universales resultaron ser de algún modo, en la práctica, de un espejismo
lingüístico, un oxímoron. La república de virtuosos iguales requirió el rechazo de los no
virtuosos.
El liberalismo, el cual se convertiría en la ideología dominante del mundo moderno,
profesó que esa virtud podía ser enseñada, y así ser ofrecida a la progresión administrada
de derechos, la promoción arreglada de ciudadanos pasivos al estatus de ciudadanos
activos, un camino a la transformación de bárbaros en civilizados. Puesto que los procesos
de promoción legal fueron pensados como irreversibles, debían ser manejados
cuidadosamente, prudentemente, y sobre todo gradualmente. Por otra parte, los
movimientos sociales que fueron siendo creados para defender los intereses de aquellos
cuyos derechos no eran reconocidos completamente, estaban siempre debatiendo qué se
podía hacer para terminar con esto. Había quienes insistían que los movimientos debían
ser antisistémicos, es decir, que debían destruir el sistema histórico existente que hacía
posible la parodia de la igualdad. Y había quienes eran esencialmente integracionistas, es
decir, que creían que el rol de los movimientos aceleraba el programa liberal de
adquisición administrada de derechos.
La historia, como hemos visto, comienza con la misma revolución francesa. La Asamblea
Nacional, y luego la Convención, enfrentaron tres casos concretos de ciudadanía: las
mujeres, los negros y los trabajadores. El registro de la revolución francesa fue mezclado,
pero en cada caso hubo exclusiones que dejaron amargura.
En el caso de las mujeres, todo comenzó mal. El decreto real que convocaba a los Estados
Generales decía que las mujeres que tenían feudos señoriales tenían que escoger
apoderados masculinos para representarlas en el Colegio Electoral: nobles para las
mujeres laicas, clérigos para las monjas (Landes, 1988: 232, nota de pie 5). Se sabe bien
que las mujeres jugaron un rol mayor en varias movilizaciones populares durante la
revolución francesa, crucialmente en los así llamados “Días de Octubre” de 1789, cuando
las mujeres del mercado parisino (conjuntamente con los guardias nacionales) marcharon
sobre Versalles y forzaron a la pareja real a venir a radicar a la capital. Pero tan solo dos
meses después de esa revuelta, el 22 de diciembre de 1789, la Asamblea Nacional
formalmente excluyó a las mujeres del derecho a voto3. La Constitución de 1791 renovó la
exclusión, y esto fue reiterado en un voto de la Convención el 24 de julio de 1793,
especificando que las mujeres eran excluidas de todos los derechos políticos4.

3 Condorcet escribió un famoso panfleto en 1790 pidiendo que las mujeres tuvieran “derechos de ciudad”
(droit de cité), pero su voz no fue escuchada.

4
Algunas mejoras en los derechos de las mujeres fueron instituidas, es verdad. El
matrimonio y el divorcio se volvieron procesos civiles. La primogenitura fue abolida, y los
derechos de los hijos ilegítimos y de sus madres para apoyo financiero, creado. Una ley
fue aprobada permitiendo que las mujeres fueran testigos en documentos relacionados
con el estado civil, aunque este asunto continuó siendo controversial (Abray, 1975: 55). Y
en la atmósfera caliente del periodo jacobino, las mujeres comenzaron a organizarse.
Comenzaron a jugar un papel más determinante en las sociedades populares. Ellas se
pararon afuera de las puertas de la Convención intentando controlar quién entraría.
Llenaron las galerías y gritaron sus puntos de vista (Landes, 1988: 139-140).
El 5 de mayo de 1793, la Sociedad de Mujeres Republicanas Revolucionarias fue formada.
Ellas impulsaron vigoramente las demandas de las mujeres por alimentos. Su lenguaje
tenía tonos distintivamente feministas. Fueron aliadas de “los rabiosos” (George, 1976-
1977: 420), quienes fueron críticos jacobinos de la izquierda. Pero sobre todo, eran
mujeres, mujeres organizadas, que insistieron en ser escuchadas. Cuando las mujeres de
una sección de París solicitaron el derecho a portar armas, Fabre d'Eglantine farfulló en la
Convención: “Después del sombrero rojo, el cual los republicanos llevaban durante sus
reuniones, viene el cinturón de la pistola, y después la pistola” (Abray, 1975: 56). El
Comité de Seguridad Pública nombró un comité dirigido por André Amar para considerar
si las mujeres debían tener derechos políticos y si se les debería permitir participar en
clubs políticos. La respuesta a ambas sería no. El comité consideró que no tenían las
“cualidades morales ni físicas” para tener derechos políticos, y por tanto, fue la
aristocracia la que buscó que ellas tuvieran esos derechos “para poner a las mujeres en
desacuerdo con los hombres” (George, 1976-1977: 434).
En cuanto a la participación en asociaciones políticas, Amar fue muy explícito en cuanto a
por qué las mujeres no deberían ser permitidas como miembros:
“Si consideramos que la educación política de los hombres está en sus inicios… entonces
¿cuánto más razonable es para las mujeres, cuya educación moral es casi nula, tener
menos principios ilustrados? Su presencia en las sociedades populares, por consiguiente, le
daría un rol activo en el gobierno a gente más expuesta al error y a la seducción.
Permítanme agregar que las mujeres están dispuestas por su organización a una sobre
excitación, la cual sería fatal en asuntos públicos, y que los intereses del estado serían
sacrificados a cualquier cosa cuyo ardor en las pasiones pueda conducir en el camino al
error y al desorden (Cit. en Landes, 1988: 144).

4Debería señalarse que esta es una regresión en la situación histórica de Francia. “Cuando Felipe ‘El Justo’
solemnemente convocó los primeros Estados Generales… en 1302, él recibió una Asamblea elegida tanto
por hombres como por mujeres. Por cinco siglos, las mujeres privilegiadas de todos los estados mantuvieron
el voto, tanto local como nacional. Después, en los 1790, la revolución que proclamó los Derechos del
Hombre, abolió los derechos políticos de las mujeres (Hause with Kenney, 1984: 3).

5
Sin duda, la exclusión de las mujeres a menudo fue puesta como una disposición
temporal. Un reporte temprano de Lanjuinais de abril de 1793 pidió la exclusión de las
mujeres de los derechos políticos “por el tiempo que tomara remediar los vicios de la
educación de las mujeres”. Como Cerati decía mordazmente: [Esos vicios] debieron haber
sido terriblemente tenaces puesto que tomó un siglo y medio superarlos (1966: 170)5.
La historia de los negros no fue muy diferente. Desde luego había pocos negros en Francia
en el momento de la revolución. Pero estaban las colonias, y sobretodo Santo Domingo, y
era el tema de un amplio debate en París. Santo Domingo había tenido un sistema claro
de estratificación social antes de la revolución. Había un pequeño estrato blanco, la
mayoría de los cuales eran plantadores. Había un estrato de mulatos libres. Pero el grupo
más grande era el de los negros, y casi todos eran esclavos. Esta era una clasificación
social ordinaria. Pero ninguno de esos grupos tenía derechos políticos. La revolución
francesa fue entonces recibida entusiastamente por los tres estratos, porque todos ellos
esperaban la liberación política. Sin embargo, los blancos no deseaban garantizar la
equidad social para los mulatos, ni los blancos ni los mulatos libres querían la liberación de
los esclavos. Una vez más la norma de la igualdad emergió la cuestión de quién debería
ser incluido.
La emancipación de los esclavos en 1793 no fue el fruto de los impulsos igualitarios de los
revolucionarios franceses. Fue impuesta por el poder de Toussaint L’ouvetture, líder de la
rebelión de esclavos en Santo Domingo, y meramente ratificado por la Convención
(Decreto No. 2262, 4/feb/1794), un decreto que sería revocado por Napoleón en 1802
después de que Toussanint fue encarcelado (y no fue promulgado de nuevo sino hasta
1848). Lo que fue más revelador, sin embargo, fue el debate previo sobre los derechos
que debían ser acordados para los mulatos libres. Impulsado por los Amigos de los Negros,
con la oposición del Club Massiac, el cual representaba los intereses de los plantadores
blancos, la asamblea decidió “unánimamente” un compromiso curioso. Después de la
adopción del decreto que garantizaba el voto a los hombres libres de color, Dupont de
Nemours presentó una “declaración” de los Blancos explicando su consentimiento sobre
la base de que el voto era solo dado a “mulatos calificados de padres libres” y no estaba
siendo acordado, no podía ser acordado, “para personas no libres, u hombres no libres, ya
que estas eran miembros de una nación extranjera” (Blackburn, 1988: 187-188). Los
blancos pobres de Santo Domingo se opusieron a cualquier calificación de propiedad, ya
que les daría el voto a algunos mulatos libres y no a ellos. Usaban el mismo argumento de

5 ¿Por qué fueron los clubes de mujeres los que se convirtieron en la primera víctima de la Ley de
Sospechosos, que había sido un asunto de considerable debate? Cualquiera que sea la explicación, la
situación no cambió después de la caída de los Jacobinos. En 1795, después de la journée of ler Prairial, la
Convención excluyó a las mujeres del salón completamente, a menos que estuvieran acompañadas por un
hombre con una credencial de ciudadano (Abray, 1975: 58). Y en 1804, el Código napoleónico retrocedió
aún más al Antiguo Régimen. Anteriormente, al menos a las mujeres aristocráticas se les permitía manejar la
propiedad y asuntos legales. Ahora, en el ánimo más igualitario de la revolución francesa, todas las mujeres
son tratadas igualmente, todas sin ningún derecho (Levy et. al., 1979: 310).

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que “los mulatos libres eran una especie de extranjeros sin acceso a derechos políticos”
(Blackburn, 1988: 177). Así, lo que estaba siendo argumentado era que no solo los
esclavos sino también los mulatos libres no eran, por definición, parte de “la nación”. Por
lo tanto, no podían ser ciudadanos.
En cuanto a los trabajadores franceses, el concepto de ciudadanía activa, al crear una
definición de los derechos políticos basada en la propiedad, terminó excluyéndolos, ya
que la intención era excluirlos. En la pesada atmósfera revolucionaria, sin embargo, los
obreros comenzaron a buscar la mejora de su situación mediante la organización. La
Asamblea había abolido los gremios. El rápido crecimiento de los precios, más el colapso
del papel moneda (los asignados) alimentaron la efervescencia obrera, que alcanzó su
pico en la primavera de 1791, justo antes de la huida del rey y la proclamación de la
Constitución. Las huelgas y los desórdenes parecían fuera del control de la municipalidad
de París, y dieron lugar a llamadas para la acción de la Asamblea. Mientras mantenía
estándares inequitativos para votar, la Asamblea usó la ideología de la igualdad contra la
posibilidad de organizarse de los trabajadores, dictando una ley contra “la conspiración”.
El célebre Loi Le Chapelier, estableció el 14 de junio de 1791, fuera de la ley cualquier
asociación de trabajadores, y el 20 de julio esta proscripción fue extendida a los
compañerismos, las sociedades de beneficios mutuos (Wallerstein, 1989: 107, y nota de
pie 248).
La Revolución Francesa apeló a la naturaleza, que era un fenómeno universal
perteneciente a todos. Pero también recurrió a la virtud, que era solo una característica
potencial (pero no necesariamente real) de todos. De esos conceptos derivó la existencia
de los derechos humanos. Puesto que podía haber múltiples capacidades y, por tanto,
múltiples “naturalezas” para algunos, el discurso tenía una cualidad ambivalente (Landes,
1988: 123). Scott agrega muy bien “la cuestión persistente de la relación de grupos
específicos, marcados, con el cuerpo universal”: “¿Cómo pueden los derechos de los
pobres, de los mulatos, de los negros, de las mujeres, ser vistos como los Derechos del
Hombre? La respuesta general es: con dificultad” (1989: 2).
El gran concepto socialmente unificador del ciudadano condujo así a la formalización de
múltiples categorías binarias transversales y a la tensión binaria de la vida política ―la
división entre derecha e izquierda, el partido del Orden y el partido del Movimiento― una
división a la que el liberalismo centrista dedicaría todos sus esfuerzos para minimizar. El
resultado fue un intenso zigzagueo de la vida pública, energizado por la grandeza de una
creencia en el progreso, y desordenado por la continua y creciente polarización social y
económica de la vida real dentro del sistema mundial.
En el siglo XIX, las así llamadas clases medias vinieron a dominar el mundo occidental, y
Europa vino a dominar al mundo. Cuando uno ha alcanzado la posición más alta, el
problema ya no es cómo llegar allí, sino cómo mantenerse allí. Las clases medias
nacionalmente, y los europeos globalmente, pensaron mantener su ventaja mediante la

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apropiación del manto de la naturaleza y la virtud para justificar su privilegio. Lo llamaron
civilización y este concepto fue un ingrediente clave de sus esfuerzos. En el mundo
occidental fue traducido en educación, y la educación se convirtió en una manera de
controlar a las masas6. Y en la escena global, comenzando con Napoleón (pero adoptado
subsecuentemente por todos los demás poderes europeos) “el concepto de civilización
como una ideología… se volvió desvergonzadamente una forma de imperialismo cultural”
(Woolf, 1989: 119).
La revolución francesa vendría a un final político definitivo y después de eso se convirtió
en un mero símbolo político y en una memoria cultural. Dejó, sin embargo, un legado al
sistema social completo: la soberanía ahora pertenecía a la gente, a la nación; y el debate
político y el cambio político eran su consecuencia natural. El estrato privilegiado del
sistema-mundo intentaría controlar este legado tratando de incorporarlo
institucionalmente en formas que detendrían su potencial para la dislocación radical de
las jerarquías existentes.
Estos procesos de contensión tomaron tres formas. La primera fue la cristalización de lo
que vino a llamarse ideología, la cual decía estar constituida por conceptos filosóficos pero
en realidad eran estrategias políticas (Wallerstein, 1995). La segunda fue la elaboración de
categorías conceptuales como un nuevo discurso con el cual se describe el mundo. Esto
fue inicial y primeramente, como hemos dicho, el trabajo del estrato dominante, quienes
esperaban estructurar el debate y justificar la limitación de la ciudadanía. Finalmente, este
trabajo de conceptualización creativa se transformó e institucionalizó en las estructuras
de conocimiento conocidas como las ciencias sociales. Y la tercera fue el establecimiento
de una red de movimientos sociales, inicialmente el trabajo del estrato dominado, que
servirían, sin embargo, no sólo como agentes de fomento de cambios, sino también como
mecanismos de limitación de cambios.
De aquí en adelante, quienes no eran considerados ciudadanos activos, demandaban
serlo. Y encontraron resistencia a lo largo del camino. Pero también es verdad que quienes
crearon las organizaciones con las que demandaban esta inclusión, siempre resistían el
concepto de “ciudadanos todos”. Ellos promovían los derechos del grupo particular que
representaban y tendían a ser silenciosos sobre, a menudo directamente opuestos a, las
luchas de otros grupos excluidos, viéndolos como rivales, al menos como rivales en

6 Ver el resumen de Thompson (1997: 23): “Las actitudes hacia las clases sociales, la cultura popular y la
educación fueron establecidas como parte de las secuelas de la Revolución Francesa. Por un siglo y más,
muchos educadores de las clases medias no pudieron distinguir el trabajo educativo de aquel del control
social: y esto implicó muy a menudo una represión de, o una negación de, la validez de la experiencia de
vida de sus pupilos como se expresaba en un tosco dialecto o en formas culturales tradicionales. Por
consiguiente, la educación y la experiencia recibida estaban en oposición recíproca. Y aquellos hombres que
trabajaban, quienes por su propio esfuerzo irrumpían en la educación culta se encontraban a sí mismos, a la
vez, en la misma situación de tensión, en la cual la educación traía consigo el peligro de rechazo de sus
compañeros y la auto desconfianza. La tensión, naturalmente, continúa todavía.

8
prioridad. Ellos tendieron a actuar como pensaban para tratar de asegurar un lugar en un
salvavidas llamado ciudadanía, pero temían que al agregar a otros después de ellos lo
sobre cargaran. El siglo XIX vería este melodrama actuado en los principales estados
liberales del sistema-mundo, por los tres principales grupos que se organizaron en este
periodo —los trabajadores, las mujeres y los negros.
Los conflictos de los movimientos sociales ―no solo con los poderes existentes sino
también entre sí mismos― ocurrían dentro del contexto de la cristalización de ideologías
que emergieron después de 1848. El periodo de 1815 a 1848 había sido uno en el cual
todos y cada uno parecía estarse moviendo inciertamente en este terreno político
transformado. Los reaccionarios intentaron regresar el reloj hacia atrás para deshacer el
terremoto cultural que era la revolución francesa. Descubrieron que ésta no era
realmente posible. El estrato dominado (y reprimido), por su parte, estaba en busca de
modos de organización efectivos y apropiados. Y el centro liberal emergente no estaba
seguro de cómo debía, o podía, construir la base política apropiada para tener el trastorno
bajo control. Se concentraron en construir estados liberales, primero que nada, y más
importantemente, en los países más poderosos, Gran Bretaña y Francia.
Sería la revolución mundial de 1848 y sus secuelas inmediatas que requería resolver estas
búsquedas y esfuerzos inciertos, para estabilizar el sistema-mundo y restaurar un cierto
grado de equilibrio político. El movimiento al socialismo7 se separaría ahora claramente
del liberalismo centrista (Lichtheim, 1969: vii; Lehning, 1970: 171; Bruhat, 1972: 505;
Kocka, 1986: 333). Las revoluciones de 1848 constituyeron la primera revolución mundial
del sistema-mundo moderno. No es que ocurriera en todas partes del sistema-mundo,
pues no fue así. Ni que los revolucionarios alcanzaran sus objetivos, ya que en todas
partes las revoluciones fueron derrotadas políticamente. Era que las múltiples
revoluciones se centraron en el mismo tema, el tema de la exclusión, exclusión de los
beneficios de la ciudadanía. Fue en 1848 que primero vimos claramente que habría dos
clases de movimientos antisistémicos, dos distintas maneras de lidiar con esta exclusión
en términos de objetivos inmediatos: más derechos dentro de la nación (la revolución
social); separar un grupo etnonacional de otro dominante (la revolución nacional). Ya sea
que superar las exclusiones fuera un objetivo suficiente, o si las organizaciones deberían ir
verdaderamente contra el sistema (mundo-moderno) como tal, naturalmente se
convertiría en un continuo debate interno de esos movimientos.
Y fue en 1848 que la cuestión de la estrategia de largo plazo por primera vez fue
claramente planteada. De 1815 a 1848, la lucha ideológica había sido considerada como
una entre liberales y conservadores, entre los herederos del espíritu (aunque no de todas
las tácticas) de la revolución francesa, y aquellos que buscaban fervientemente restaurar

7 En 1848 el socialismo era todavía “una gran cabeza en un cuerpo muy pequeño, un cuerpo que no era
todavía autónomo. La cola, una animada cola, del movimiento por la democracia burguesa” (Willard, 1978:
39).

9
el orden derivado de una vieja forma de ver el mundo. En esta lucha, "demócratas" y
"radicales" tenían poco lugar. Un anatema para los conservadores, una vergüenza para los
liberales, [“los demócratas/radicales”] desempeñaron un papel de criticones, presionando
a los liberales a ser más atrevidos (sin mucho éxito, debe señalarse). Lo que hicieron las
revoluciones de 1848 fue abrir la posibilidad de que esos demócratas/radicales fueran
activistas, que organizaran acciones masivas separadas y distintas del centro liberal.
Esta era una perspectiva aterradora no solamente para los conservadores, sino también
para los liberales. Y ambos reaccionaron en consecuencia. La supresión se convirtió en el
orden del día, no sólo en los imperios Ruso y Austrohúngaro, y entre los diversos
regímenes de Alemania e Italia, sino en los estados liberales de Francia e Inglaterra. La
supresión sería efectiva, pero no duradera, porque todos esos movimientos reemergerían
en una o dos décadas en formas más fuertes. Lo que sí duró fueron las conclusiones que
los proponentes de las tres ideologías clásicas del siglo XIX ―conservadurismo, liberalismo
y socialismo― extraerían como lecciones de 1848.
Los liberales extrajeron dos lecciones. Una era que ellos eran, en muchas formas, más
cercanos a los conservadores de lo que habían pensado, y que las alianzas con los
elementos radicales eran a menudo peligrosas para sus intereses. Pero en segundo lugar,
también determinaron que tenían que elaborar mejores justificaciones teóricas de las
distinciones que continuaron deseando hacer entre la ciudadanía —entre los ciudadanos
pasivos y activos à la Sièyés— si deseaban mantener esa distinción.
Los conservadores llegaron a una lección diferente. La estrategia de Metternich
(realmente de Maistre, Bonald y otros) no funcionaría. Estaban impresionados que sólo
Gran Bretaña no había tenido un levantamiento, aunque había sido el país donde las
fuerzas radicales habían sido las más fuertes. Se dieron cuenta que Gran Bretaña había
sido el único país donde los conservadores habían seguido un camino más centrista,
prestos para hacer algunas concesiones, para absorber y cooptar al menos a las fuerzas de
las clases medias dentro de la arena de las tomas de decisiones políticas. Y se dieron
cuenta que esta política había sido exitosa al cortar desde abajo los verdaderos
fundamentos de la democracia, como lo puso “The Times”8. Los conservadores ahora

8 El líder de The Times, publicado el 26 de febrero de 1848, vale la pena leer detenidamente: "Durante el
período notable [desde 1830] los soberanos y gobiernos de Inglaterra han estado constantemente
mejorando y popularizando todas las instituciones del país. Han expandido inmensamente las bases de la
representación. Evidente y deliberadamente han aumentado el poder de los Comunes. Han abierto los
municipios. Han calificado y destruido los monopolios de empresas y de clases. Han liberado las
manufacturas y el comercio. Pero ¿por qué necesitamos quedarnos en los detalles? En una palabra, se han
arrojado a los brazos de la gente. Han cortado desde abajo los verdaderos fundamentos de la democracia al
satisfacer, uno a uno, todos sus deseos justos. Deje que cualquiera, que aún no ha alcanzado el mediodía de
la vida, compare las agitaciones populares del presente tipo y las que precedieron a la última revolución
francesa. Inglaterra fue incesantemente perturbada por el clamor para un cambio orgánico. La nobleza, la
iglesia, los derechos de propiedad, la ley, la monarquía y el orden en sí mismo, iban a desaparecer. Marcan
el cambio que ha ocurrido en esa escena turbulenta. La agitación popular es, en estos días, de carácter

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estarían listos para ir en busca de alguna versión de liberalismo centrista, quizás una de
algún modo más conservadora, lo que los historiadores han llamado el conservadurismo
ilustrado.
Los socialistas y los revolucionarios nacionalistas (antes demócratas y radicales) llegaron a
una conclusión todavía diferente. Era que la espontaneidad no era suficiente9. Que lo que
se necesitaba era una organización sistemática y de largo plazo para estar en una posición
de tener un mayor impacto político. Esto conduciría los “movimientos” —un concepto
efímero— bajo la senda de las organizaciones burocráticas, con miembros y funcionarios,
con finanzas y periódicos, con programas y, eventualmente, con participación
parlamentaria. Lo que 1848 llevó a los movimientos a ver fue que era poco probable que
“el pueblo” hiciera algo que importase al estado sin su previa unión en una forma
organizativa. Esto inevitablemente los haría enfocarse en el estado, el nivel político
nacional. Eventual e inevitablemente también cuestionaría el grado en que estos
movimientos continuaron siendo anti sistémicos y no simplemente una variante del
liberalismo centrista, quizás uno de algún modo más impaciente.
La historia del resto del siglo XIX, y de hecho de una buena parte del siglo XX, era que los
liberales centristas teorizarían, los movimientos antisistémicos (tanto la variedad de los
socialistas como los de liberación nacional) se organizarían, y los conservadores ilustrados
promulgarían los compromisos10. Y en el proceso, parecían comprometer a los
movimientos antisistémicos. Sin embargo, era la teorización de los liberales sobre la
ciudadanía lo que haría posible este escenario. Esta es la historia que ahora contaremos.

puramente racional, y por así decirlo, legislativo. Miles y decenas de miles se reunieron para imponer sus
opiniones a sus representantes —y, en general, sus sabias opiniones— sobre una cuestión pendiente, no
sobre los fundamentos de la sociedad o la reconstrucción del estado, sino un punto menor y discutible. La
discusión es legal en su tema, y ​regular en su tono” (citado en Saville, 1990: 229; cursivas añadidas).
9 Ellos ya sabían que la conspiración no funcionaría. La completa falla del levantamiento de Blanqui en 1839

fue revelador. En 1846, Karl Schopper, en nombre del Comité de Correspondencia Comunista de Londres,
escribió en una carta: "[Una] conspiración nunca ha beneficiado a nadie, excepto a nuestros enemigos...
Estamos ciertamente convencidos de que no se puede evitar una gran revolución, pero provocar tal
revolución a través de conspiraciones y proclamas tontas... es ridículo” (citado en Ellis, 1974: 42). Pero ahora
la conclusión fue más allá de dudar del valor de las conspiraciones para dudar de la suficiencia de la rebelión
espontánea.
10 Un buen ejemplo sería lo que sucedió en Alemania. En el período comprendido entre 1848 y 1870, los

liberales lograron un poder político sustancial en los ayuntamientos de las áreas urbanas más grandes. En
Kaiserreich después de 1871, controlado esencialmente por conservadores, se instituyó el sufragio universal
masculino para las elecciones del Reichstag, una de las principales expresiones del "conservadurismo
ilustrado". Los municipios liberales se resistieron a copiar esta idea, manteniendo lo que en Prusia se
llamaba el sistema de tres clases, y por una buena razón. El sufragio universal era una amenaza para el
control de los ayuntamientos por parte de los liberales. Sheehan señala: "Mucho después de que [los
liberales] se habían debilitado seriamente [en el Reichstag y en la mayoría de los parlamentos estatales]
siguieron siendo una fuerza formidable, aunque asediada en las instituciones locales. La razón más
importante fue el sufragio restringido para las elecciones locales. Para aquellos que vieron las ciudades
como el último refugio del liberalismo, se volvió crucial para proteger las instituciones urbanas de la
devastación que afectaba a los ciudadanos por la democratización de la vida política "(1971: 131, 134).

11
La demanda más fuerte en los estados liberales por la inclusión en la ciudadanía vino de
las clases obreras urbanas. Ni la burguesía ni el proletariado eran esencias eternas. Ellos
eran creaciones sociales, aunque reflejaban ser una realidad social reificada. Y como con
todos esos conceptos, fue el estrato dominante —no el dominado— que comenzó el
proceso de reificación, contrario a las creencias subsecuentes. Incluso antes de la
monarquía de Julio, Guizot elaboró el concepto de clase, un concepto que había tomado
de Saint Simon. Hizo esto, por supuesto, para justificar el rol político de la burguesía como
opuesto al de la aristocracia. Pero hizo esto también para situar a la burguesía (la cual el
pensó que con el tiempo asimilaría a la aristocracia) vis-à-vis con el proletariado, y para
distinguir entre los dos (Botrel y LeBouil, 1973: 143). Si él estaba buscando “derechos de
ciudadanía” para la burguesía, y ultimadamente el control político total, él estaba
específicamente opuesto a la inclusión del proletariado. “Los derechos” fueron reservados
para los ciudadanos activos, es decir, para los propietarios11.
Así como la burguesía lentamente se convertía en esa categoría mucho más vaga e
inclusiva de “la clase media” o “la clase”, así eventualmente el proletariado evolucionó a
esa categoría más vaga e inclusiva de “la clase obrera” o “la clase”. Hubo una gran
resistencia al lenguaje explícito de “clase” por muchos científicos sociales y políticos,
porque el uso de ese lenguaje vino a ser identificado con una posición política particular,
la del Marxismo, y usarlo vendría a significar para muchas personas la aceptación del
análisis y la política marxista12. Pero el repliegue al lenguaje vago no eliminó la antinomia.
Al contrario, la reforzó al hacer más fácil a los individuos pasar silenciosamente sobre la
línea, mientras que al mismo tiempo la mantenían firmemente. Para aquellos que la
pasaran, lo importante era que hubiera una línea, una que podía impedir que otros
pasaran también, y así, socavaran la nueva posición adquirida de ciudadanía plena de
quienes lograran pasar.
Durante todo este tiempo, como en verdad a lo largo de los siglos XIX y XX, “el miedo a las
masas, la preocupación con el orden, era el motivo… siempre subyacente de las acciones
de la clase gobernante” (Moorhouse, 1973: 346). La pregunta siempre mantenida tanto
por el estrato dominante, como por las clases obreras: ¿qué tácticas eran óptimas? Desde
el punto de vista del estrato dominante la represión tenía sus méritos, pero también

11 Y cuando, más tarde, los trabajadores habían alcanzado el droit de cité, como en el Kaiserreich, los teóricos
del conservadurismo ilustrado no perdieron de vista la clase como un componente básico de la vida política.
Steinmetz (1993, capítulo 5) describe el surgimiento de lo que llama el "paradigma bismarckiano", la base de
la "política de trabajadores" de Alemania, que deriva, dice, principalmente "del miedo específico del
movimiento socialista organizado" (p. 144).
12 Inglaterra siempre ha sido una notable excepción a esta marejada sobre el lenguaje de clase. Jones (1983:

2) nota la inusual "penetración... del vocabulario de clase" en Inglaterra, y ofrece la siguiente explicación: "A
diferencia de Alemania, los idiomas de clase en Inglaterra nunca enfrentaron una rivalidad seria de un
lenguaje preexistente de estamentos; a diferencia de Francia y América, el vocabulario republicano y las
nociones de ciudadanía nunca llegaron a ser más que una corriente menor ...; a diferencia de los países del
sur de Europa, los vocabularios de clase no acompañaron, pero sí largamente precedieron, la llegada de los
partidos socialdemócratas y nunca estuvieron asociados exclusivamente con ellos ".

12
avivaba el fuego que estaba preparando y, eventualmente, produciría la rebelión. Así que,
a fines de los 1860, tanto Napoleón III como el Partido Conservador británico sintieron la
necesidad de aflojar las restricciones para hacer más posible la existencia de
organizaciones de trabajadores, y quizá expandir un poco la definición de facto de
ciudadanía.
La situación evolucionaría en el último tercio del siglo XIX. Pareció que hubo una
considerable radicalización del conflicto de clases, comenzando con la Comuna de París y
seguido del surgimiento de partidos socialistas y sindicatos, al menos en las zonas más
industrializadas y más ricas del sistema mundial. “En 1880 [los partidos socialistas] apenas
existían, pero para 1906 eran tomados por dados” (Hobsbawm, 1987: 116-117). Pero
ahora es también una perogrullada que, después de 1890, hubo una desradicalización
general de estos movimientos (Geary, 1981: 109), culminando en 1914 con la guerra de
votos de todos los partidos socialistas (con la excepción notable de los bolcheviques)13.
La imagen que nos ofrece la mayoría de los escritos históricos en la materia, es una de una
curva de militancia que creció por medio de la movilización popular, y después decreció
vía la sagacidad reformista (o la traición, si uno prefiere esta retórica). Esto es
indudablemente verdad en sus contornos más crudos, aunque la parte de arriba de la
curva nunca fue tan buena como algunos creen14. La pregunta es ¿donde yacen las raíces
de la llamada emergencia política radical que, al final (por 1914) no pareció ser una
amenaza para ninguna de las estructuras sociales incrustadas en el moderno sistema
mundial? Parece razonable interpretar esto como un encuentro con la ciudadanía, es
decir, sobre quién debía ser incluido en los privilegios y beneficios derivados de
pertenecer al tipo activo de ciudadano que tenía estos derechos. Era un tema material,
naturalmente, pero también era cuestión de identidad e identificación. Lo estrecho de las
definiciones prevalecientes de ciudadanía real en el periodo de 1815 a 1848 (justificadas
por la premisa de que los trabajadores no tenían educación ni propiedad y, por tanto, no
podrían tener razón para mantener el orden social) provocó una “revolución mundial” que
horrorizó al estrato de clase media (puesto que amenazó con ir muy lejos) y condujo a la
represión. Cuando las ventajas de la represión se acabaron en 20 años, hubo más espacio
político para la maniobra popular. Por una parte, el centro liberal urgió la educación de las
clases trabajadoras. Y por la otra, estas clases impulsaron su propia educación.
Este giro condujo a la creación de organizaciones serias que pensaron forzar el paso de la
inclusión de, al menos los hombres, las clases trabajadoras urbanas. Estas organizaciones
tuvieron que hacer sus demandas ruidosamente para poder ser tomadas en serio tanto

13 Los debates ambiguos en el período inmediatamente anterior a las declaraciones de guerra se encuentran
en Haupt (1965). El punto esencial es que prácticamente todos los partidos prometieron rechazar la
participación en la guerra, pero cuando ésta realmente estalló, prácticamente todos votaron los créditos de
guerra.
14 Como dice Michéle Perrot sobre el llamado revisionismo entre los socialistas de la Francia de fines del siglo

diecinueve, "para que haya una 'revisión', primero tiene que haber algo que revisar" (1967: 702).

13
por las clases dominantes, como por aquellos a quienes esperaban movilizar
políticamente. Por consiguiente, escuchamos una retórica “radical”. Esta retórica fue
efectiva y el estrato dominante reaccionó con varios tipos de concesiones —extensión del
sufragio, expansión de los beneficios económicos (incluyendo el naciente bienestar
estatal) y la inclusión en la “nación” a través de las exclusiones resultantes del racismo e
imperialismo. Por supuesto, esto dio los resultados esperados —el mantenimiento del
sistema en sus contornos mayores, y la “moderación” de la retórica de los trabajadores.
Uno no necesita introducir conceptos de errores de juicio (falsa conciencia), auto interés
de un líder, el estrato burocrático (traición, la ley de hierro del oligarca) o el interés
especial de los trabajadores mejor pagados (aristocracia obrera) para dar cuenta de un
proceso más o menos pandémico, más o menos inevitable en retrospectiva, y que ocurrió
en forma totalmente similar en todo el mundo (en las partes más ricas, mas
industrializadas) en el periodo de 1870 a 1914, a pesar de todas las variaciones nacionales
en los detalles, variaciones que probaron al final ser de menor importancia15.
El periodo que va de los 1870 a la Primera Guerra Mundial, presenció la primera
organización sustancial de las clases obreras en los movimientos políticos (primeramente
socialista y anarquista) y en los sindicatos. Por tanto, éste se convirtió en el periodo de
mayor debate sobre la estrategia. La cuestión que preocupaba a todos aquellos que se
organizaban era cómo las clases obreras podían alcanzar sus metas, y en particular cómo
se debían relacionar con los estados existentes y los parlamentos. Este fue el debate entre
los marxistas y los anarquistas. El centro de la discusión era que los anarquistas
consideraban al estado como un enemigo implacable, con el cual no podía haber
compromisos, mientras que los marxistas, en esencia, tenían una teoría de dos etapas de
transformación social: obtener a como de lugar el poder del estado, y después,
transformar el mundo. Hubo un debate transversal entre los llamados revolucionarios y
los llamados reformistas, que dividió seriamente el campo marxista. Estos eran debates
reales y absorbían una gran cantidad de tiempo y energía organizativa. Lo impresionante,
cuando uno revisa los debates en diferentes países, es cuán asombrosamente similares
eran a pesar de todas las especificidades históricas importantes y frecuentemente
señaladas de cada situación nacional, y a pesar de las diferencias en etiquetas retóricas

15 Hay un sentido en el que el "radicalismo" del período posterior a 1870 fue en realidad mucho menos
radical en espíritu que el "radicalismo" del período anterior a 1848. Como lo expresa Jones (1983: 237-38):
"Una de las características más llamativas de los movimientos sociales entre 1790 y 1850 fue la claridad y
concreción de su concepción del estado... Se lo había visto como una máquina de coacción, explotación y
corrupción de carne y sangre... El triunfo del pueblo lo reemplazaría por una democracia popular de tipo
nivelador o jacobino... ". Sin embargo, el programa concreto era "republicanismo, laicismo, autoeducación
popular, cooperación, reforma agraria, internacionalismo", y todos estos temas se habían convertido en
parte de la letanía del centro liberal, al menos de su flanco más progresista. Los resultados de finales del
siglo XIX cambiarían su énfasis "de la pobreza al bienestar", y con eso, quedarían encerrados en una "cultura
defensiva". En cierto sentido, por más radicales que fueran los movimientos posteriores a 1870, estaban
menos enojados que los movimientos anteriores a 1848. El atractivo de la recompensa de la ciudadanía se
estaba volviendo demasiado fuerte.

14
que son usadas para describirlos. Al final, sin embargo, estos debates resultaron ser a
veces menos consecuentes que la gente de esa época, que desde entonces los asumieron.
El “partido modelo”16 en el movimiento social/laboral mundial ahora sería, hasta la
Primera Guerra Mundial, el Partido Social Demócrata alemán (SPD). Fue el partido más
poderoso en la Segunda Internacional. El único partido con una verdadera base de masas.
Era el partido con los debates teóricos más intensos. Cuando en 1877, el partido
socialdemócrata obtuvo 16 diputados electos en el estado alemán, aumentó la represión
(las leyes anti socialistas de 1878) pero al mismo tiempo la deflación del caso anarquista
(Ragionieri, 1961: 57-62), y la aceptación en el Congreso de Erfurt, de 1891, del marxismo
como doctrina oficial del Partido Social Demócrata17.
De aquí en adelante, el Partido Social Demócrata se convirtió en el lugar del gran debate
entre Bernstein y Kautsky. ¿Qué tan importante fue este debate teórico? Al final, el
resultado del debate fue “teoría radical y práctica moderada” (Roth, 1963: 163). Y su base
“el marxismo determinista”, en sus dos variantes (Bernstein y Kautsky)18. El cambio clave
no estaba en la terminología si no en el hecho que, desde los 1870 en adelante, los
socialistas comenzaron a demandar la legislación protectora. Después de 1871, las clases
trabajadoras “entraron en una relación estrecha con los estados-nación” (Van der
Linden, 1988: 333). Nolan llamó a esto un cambio de “política a política social”. En
Alemania estaban respondiendo a “una agenda que Bismark había puesto”. Esto, con el
tiempo, guiaría a una integración general de las clases obreras al estado (Mathias, 1971, I:
181)19.

16 La frase "Partido modelo" es el título del capítulo 3 de Haupt (1986), en el que discute la influencia del SPD
en los diversos partidos del sureste de Europa. Víctor Fay dice que "el sueño" de todos los socialistas rusos,
incluidos los bolcheviques, era "transponer al suelo ruso el modelo alemán, tanto en términos de
organización como en términos de las relaciones de los sindicatos con el partido" (1981: 187).
17 Schorske (1955: 3) dice que el movimiento alemán se volvió hacia el marxismo en reacción a la "furia" que

Bismarck había desatado contra ellos. El "marxismo" como doctrina fue un producto de la década de 1890,
"en el mismo momento en que su naturaleza exacta comenzó a debatirse entre las diversas tendencias y
escuelas del marxismo" (Hobsbawm, 1974: 242).
18 Ver Bebel en Erfurt (citado en Mathias 1971, I: 178): "La sociedad burguesa se esfuerza vigorosamente por

su propia destrucción, ¡sólo tenemos que esperar el momento para tomar el poder mientras se le escapa de
las manos!" El marxismo, como nos recuerda Hobsbawm, no se equiparaba necesariamente con la doctrina
"revolucionaria": "Entre 1905 y 1914, el típico revolucionario en Occidente probablemente era algún tipo de
sindicalista revolucionario que, paradójicamente, rechazó el marxismo como la ideología de los partidos, lo
cual usaba como una excusa para no tratar de hacer la revolución. Esto fue un poco injusto para las sombras
de Marx, porque lo más llamativo de los partidos proletarios de masas occidentales, que izaron su bandera
en sus mástiles, era cuán modesto era el papel de Marx en ellos. Las creencias básicas de sus líderes y sus
militantes a menudo eran indistinguibles de aquellas de las clases trabajadoras no marxista radical o de
izquierda jacobina" (1987: 134).
19 Roth (1963: 8, 315) llama a esto "integración negativa", que él define como permitir "a un movimiento de

masas hostil existir legalmente, pero evitar [que] tenga acceso a los centros de poder". Kaiser Wilhelm I
rechazó la legislación antisocialista en 1890 y llamó a una conferencia internacional para promover la
legislación laboral internacional (Ragionieri, 1961: 159). Él ganó el sobrenombre de Arbeiterkaiser, por hacer
varias pequeñas "concesiones reformistas", aunque continuó vacilando por el "recurso ocasional a una

15
Al final, lo que era crucial para todos los movimientos sociales/laborales era su impulso
para participar en la nación. Los obreros se consideraban a sí mismos como la clase
trabajadora. El estrato alto pensaba de ellos como la clase peligrosa. Una gran parte de la
lucha táctica de los obreros giraba en torno a cómo podrían perder la etiqueta de
“peligrosos” y acceder al de “ciudadanos”. En Alemania, después de 1871, los
socialdemócratas habían sido acusados de ser “enemigos de la nación” y “Vaterlandlose”
(sin una patria) (Groh, 1966: 17). Necesitaban superar esta etiqueta. Un mecanismo clave
ampliamente usado fue distinguir entre los obreros por sus orígenes étnicos o de
nacionalidad. El racismo, internamente, y el imperialismo/colonialismo, externamente,
sirvieron para desplazar la etiqueta de peligrosos a una subcategoría de trabajadores. Al
grado que esto fue persuasivo, algunos obreros pudieron convertirse en ciudadanos
activos, mientras que otros se mantuvieron como ciudadanos pasivos, o incluso como no
ciudadanos. Una vez más, la inclusión estaba siendo alcanzada por medio de la exclusión.
La historia del movimiento de las mujeres/feminista en el siglo XIX es similar en varias
maneras a la historia del movimiento social/laboral. Hubo, desde luego, algunas voces que
vieron las dos luchas como no compatibles pero sí entrelazadas. Flora Tristán en el
periodo anterior a 1848 pasó su vida predicando esto. Ella era, debe decirse, una voz en el

legislación represiva adicional" (Hall, 1974: 365). Roth quiere ver esto como totalmente diferente de lo que
sucedió en Gran Bretaña y los Estados Unidos. Estoy de acuerdo en que la retórica era más estridente en
Alemania, pero ¿los resultados finales eran tan diferentes? Heywood (1990: cap. 1) llama a los socialistas
españoles "marxistas descafeinados". El partido holandés y los sindicatos "se movían claramente en una
dirección reformista" (Hansen 1977: 199). El partido italiano persiguió "una versión edulcorada" del
programa del Partido Social Demócrata alemán (Andreucci, 1982: 221), y su gran expansión en 1901-1902
ocurrió "bajo la égida del reformismo" (Procacci, 1972: 163).
En todas partes el patrón es uno de organizar con algunas dificultades a la luz de la represión estatal,
retórica que a menudo es radical, combinada con la práctica que es, en general, moderada, y una especie de
"integración negativa" en las comunidades nacionales. En Francia, la fuerte represión después de La Comuna
se relajó después de 1875, reconociendo el gobierno la sabiduría de una "política social dirigida a la clase
trabajadora" (Schöttler, 1985: 58). En cualquier caso, todos los partidos parecían seguir el camino del
reformismo de facto, es decir, la integración (aunque fuera negativa) en las estructuras políticas de sus
respectivos países.
En cuanto a los Estados Unidos (y Canadá), que Lipset (1983: 14) insiste que es diferente porque la ausencia
de un pasado feudal "sirvió para reducir la prominencia de las políticas y propuestas de conciencia de clase",
uno solo necesita cambiar un poco la retórica para ver las similitudes. Herberg (citado en Dubofsky, 1974:
275) mostró el grado en que la relación de la IWW ("con su énfasis en la acción proletaria directa") con el
sindicalismo artesanal de la AFL, fue paralelo a la relación del "reformismo" de Bernstein con el "marxismo
ortodoxo" de Kautsky. Laslett (1974: 115-116) hace el mismo punto esencialmente sobre el Partido
Socialista Americano. Foner (1984: 74), respondiendo a la literatura sobre "¿por qué no hay socialismo en
los Estados Unidos?", dice que la pregunta realmente debería plantearse como "¿por qué no ha habido
transformación socialista en alguna sociedad capitalista avanzada?" La diferencia más llamativa de los
Estados Unidos (y Canadá) respecto a los estados europeos occidentales fue la capacidad del Partido
Demócrata en los Estados Unidos (y del Partido Liberal en Canadá) para seguir siendo el principal vehículo
de las políticas de la clase obrera (Shefter, 1986: 270; Kealey, 1980: 273), algo que podría explicarse más por
el rol de las máquinas de la ciudad en la incorporación de los trabajadores inmigrantes, que por cualquier
otra cosa.

16
desierto. El problema, desde el punto de vista de los obreros varones en el trabajo
asalariado urbano era bastante directo. A las mujeres se les pagaba menos, antes de 1914
considerablemente menos (Guilbert, 1966: 21) y esto representó una amenaza al nivel de
los salarios en general. El problema era planteado en reuniones tras reuniones (Guilbert,
1966: 188). La Primera Internacional estaba dividida por la cuestión. En el primer congreso
en Ginebra en 1866, la resolución final estableció que el trabajo de las mujeres debería ser
considerado positivamente, pero criticaba sus condiciones bajo la producción capitalista
(Frei, 1987: 39). Las organizaciones obreras presionarían ahora en tres frentes: igualdad
de salarios, salario familiar y las peligrosas condiciones de trabajo.
La igualdad de salarios (por trabajos iguales) es una demanda obvia y usual de los
sindicatos. Pero la esperanza secreta era frecuentemente que si los salarios eran igualados
(para las mujeres, para las minorías e inmigrantes, para los trabajadores de otros países),
el obrero jerárquicamente dominante (el obrero ciudadano masculino del grupo étnico
preeminente) sería entonces empleado preferentemente aunque sólo fuera por razones
histórico-culturales. El salario familiar se convirtió en una demanda central de las
estructuras sindicales. El salario familiar fue una idea simple. El salario mínimo que un
hombre adulto debería recibir por su trabajo debería ser una suma suficiente para
mantenerlo a él, a su esposa y a sus hijos menores. Este concepto fue muy atractivo. Fue
fuertemente respaldado por el movimiento laboral (Lewis, 1984: 49). Fue muy atractivo
para muchos empleadores, ya que parecía prometer estabilidad a la fuerza laboral. Encajó
bien con el valor del siglo XIX de la “responsabilidad” de los hombres de cuidar y mantener
su familia (Evans, 1983: 281). Fue atractivo, por tanto, no sólo para los movimientos
laborales, sino también para los políticos centristas de toda índole. Sólo las feministas
objetaron el concepto (Offen, 1957: 183).
De 1890 a 1920, feministas y socialistas permanecieron “en pie de guerra” y se
convirtieron en enemigos acérrimos (Kenedy y Tilly, 1985: 36). Para las mujeres de la clase
trabajadora la elección básica parecía siempre ser “¿hermanas o ciudadanas?”
(Sowerwine, 1982: 1). Y al final, a las mujeres de las clases trabajadoras que eran
políticamente activas no se les permitió rechazar la elección.
El movimiento feminista, sin embargo, no debe ser visto primeramente a través del prisma
del movimiento social laboral. Poseía su propia dinámica, aunque era una paralela en
muchos aspectos. Sin embargo, realmente la historia no comenzó con las mujeres sino con
los hombres. Como decía O'Neill de los hombres Victorianos (aunque generalmente era
más cierto para el mundo europeo del siglo XIX) los hombres “enseñaron a las mujeres a
pensar de sí mismas como una clase especial… Ellos crearon a la MUJER donde antes sólo
había mujeres” (1971: 6).
En 1848 el feminismo se reafirmó como parte de la revolución social en Francia y en otros
lugares. Pero con la excepción de algunos pequeños grupos comunistas, esas demandas se
encontraron con una ola de puritanismo (Devance, 1976: 92). En los Estados Unidos, la

17
única expresión de la revolución mundial fue la Convención de las Cataratas del Séneca,
generalmente considerada como el movimiento fundador del feminismo americano. Su
famosa Declaración de Sentimientos, del 19 al 20 de julio de 1848, haciendo eco a la
Declaración de Independencia comienza así: "Sostenemos este principio como
autoevidente: que tanto mujeres como hombres son creados iguales". Entre las quejas
listadas el 18 de agosto estaba que las mujeres eran privadas “del primer derecho de un
ciudadano”, el sufragio electivo; un sufragio que era dado (prefigurando esta queja
conflictos futuros) a “hombres ignorantes y degradados —tanto nativos como
extranjeros”.
En Europa, después de los Días de Junio en Francia, la represión fue severa no solamente a
los socialistas, sino también a las feministas. Sin embargo esto no atrajo a los dos grupos
de “parias” conjuntamente. Por el contrario, ahora ellos irían generalmente con sus
formas organizacionales separadas. La ama de casa ahora se convertiría en la imagen
cultural dominante del rol que las mujeres jugarían en el mundo moderno. En el siglo 19 la
distinción entre esferas públicas y privadas de la vida se convirtió en el centro de la geo
cultura. Estaba siendo aclamada como uno de los grandes avances de la modernidad, y era
la consecuencia lógica de la demanda de racionalidad, en la cual las “organizaciones
sociales buenas” parecían requerir una definición más estricta de espacios, roles y tareas
(Perrot, 1986: 35), las cuales, a su vez, sirvieron como una justificación para la asignación
de características personales y roles sociales a los hombres y mujeres (Allen, 1991: 29).
Esto ha sido llamado la división de géneros de la esfera pública (Landes, 1988: 2).
Los movimientos feministas estuvieron desde el principio atrapados en el dilema
conceptual que había sido creado para ellos. Por una parte, eran herederos de la tradición
universalista e individualista consagrada en la revolución francesa. Pero cuando ellas
pidieron sus derechos completos como ciudadanas activas, encontraron su rechazo sobre
la base de su diferencia con los hombres en formas importantes. Por otra parte, cuando
ellas decidieron buscar alternativamente “igualdad en la diferencia”, fueron puestas en la
“nueva representación científica del cuerpo” que vio los cuerpos de hombres y mujeres
como una serie de oposiciones binarias, que eran inconmensurables (Poovey, 1988: 6). Al
hacer esto estaban, en efecto, accediendo a su rol como ciudadanas pasivas, aceptando, si
se quiere, el rol asignado por los hombres mismos como “patriarcas benevolentes”
(Offen, 1983: 257).
Navegar el canal entre Scylla y Charybdis no fue, ni será nunca fácil, y rara vez es logrado
exitosamente. El feminismo tuvo que abrirse camino en un mundo donde el sexismo no
era solamente legítimo, sino abierta y agresivamente tratado, y por lo tanto tuvo un
impacto en todas y cada una de las potencias aliadas. Ni los académicos, ni los publicistas,
ni los líderes políticos fueron de mucha ayuda. La búsqueda de integración política dentro
de los estados se convirtió virtualmente en la única problemática política de un
movimiento que tenía “abrumadoramente una composición de clase media” (Evans, 1977:

18
34). ¿Cómo demanda uno ser un ciudadano activo? La respuesta parecía demasiado
simple: organizarse, pedir que se cambien las leyes y presionar para que estos cambios se
realicen. Y esto es lo que las feministas hicieron. ¿Y si uno preguntaba por qué era
importante convertirse en un ciudadano? La respuesta sería paralela a la teoría de dos
etapas del marxismo, primero el voto, y despues lo demás.
La pregunta era cómo obtener el voto. Requería organización, organización como mujer.
Las feministas francesas llamaron a las dos posibles tácticas alternativas "la política del
rompimiento" y "la política del ataque". La cuestión era si dar prioridad a la emancipación
civil o a la emancipación política (Bidelman, 1982: Cap. 3 y 4). Como un debate sobre
tácticas, éste no era muy diferente del debate reformista/revolucionario entre los social
demócratas alemanes. En general, la política del rompimiento era dominante.
La explicación usual de la moderación de los movimientos feministas es que eran
dominados por mujeres de clase media con valores burgueses. Pero algunas feministas se
movieron a tácticas más radicales. Las prácticas más agresivas se llevaron a cabo
particularmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Las feministas que dirigieron la
lucha por el sufragio fueron encaradas por grupos de mujeres organizadas que plantearon
otros objetivos más allá del sufragio, ya sea como una meta o como una prioridad. Las
sufragistas vieron estos otros movimientos como esencialmente menos militantes, más
socialmente conservadores. Las feministas sociales estaban, en los hechos, tan
interesadas en cuestiones políticas (es decir, cuestiones de la ley), como lo estaban las
feministas políticas que se concentraron en el sufragio. Pero la ley afectaba los derechos y
las posibilidades de las mujeres en maneras incontables.
Hemos visto que los movimientos sociales/laborales tenían una gran dificultad en aceptar
la legitimidad de los movimientos feministas en sus demandas por los derechos de la
ciudadanía activa. De manera similar, los movimientos feministas tenían grandes
dificultades en aceptar la legitimidad de los movimientos étnicos/raciales en sus
demandas por los derechos de la ciudadanía activa. Era como si no hubiera suficiente
espacio en el barco para acomodar a todos. O quizá la mejor metáfora fue la indisposición
de aceptar la idea de una sola clase de barco ―ciudadanos todos, ciudadanos iguales. En
el siglo XIX, este segundo conflicto organizativo fue encontrado primordialmente en los
Estados Unidos, donde la opresión de los negros jugaba el rol central en las tensiones
políticas, y dio ascenso a los movimientos sociales de los negros.
La primera exclusión formal de las mujeres del ejercicio del voto fue en la propuesta de
reforma de 1832, la cual pretendía conceder el derecho a algunos que no lo tenían antes.
Pero al hacer esto, la propuesta especificaba “personas masculinas”, una frase que nunca
había sido encontrada en la legislación inglesa. Esta frase proporcionó “un foco de ataque
y una fuente de resentimiento” (Rove, 1967: 3), de la cual el feminismo británico crecería.
Este fue el núcleo del debate sobre las enmiendas 13, 14 y 15 de la Constitución de los
Estados Unidos al fín de la Guerra Civil. El presidente Lincoln había emancipado a los

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esclavos el primero de enero del 1868 (realmente no a todos los esclavos, sino a muchos
de ellos). La enmienda 14, aprobada en 1868, decía que si el derecho de voto era negado
en algún estado a los ciudadanos mayores de 21 años, que eran habitantes varones de ese
estado, las bases de representación de ese estado serían reducidas en el Congreso. Las
feministas vieron la enmienda 14 como “un retroceso político” porque, por primera vez, la
palabra “masculino” fue incluida en paralelo a lo que había sucedido con el Acta de
Reforma de 1832. Las mujeres, naturalmente, argumentaron que la extensión del sufragio
debería ser hecha para todos los que fueron excluidos. Pero Wendell Phillips, uno de los
líderes del movimiento abolicionista americano, dijo en mayo de 1865 que la demanda de
sufragio de las mujeres no debería ser exigida en el momento, porque “esta es la Hora de
los Negros”. Las mujeres sufragistas no se quedaron calladas. Elizabeth Stanton y Susan B.
Anthony apoyaron la campaña de George Francis, un racista conocido quien, sin embargo,
defendió el sufragio de las mujeres. No todas las mujeres líderes tomaron la posición
Stanton-Anthony. El resultado fue una profunda división en el movimiento feminista. En
cuanto el movimiento de las mujeres devino más conservador en los temas
sociales/laborales en la segunda mitad del siglo XIX, también lo hizo en los temas
étnicos/raciales dentro de los países (como en los Estados Unidos), o en los temas
coloniales (como en la gran Bretaña). En el curso de este cambio conservador muchas
feministas abandonaron el argumento de los derechos naturales. En los Estados Unidos
comenzaron a argumentar que las mujeres debían tener el derecho a votar “para
equilibrar el impacto de los nacidos en el extranjero” (Berg, 1978: 269). Cuando la
Asociación Nacional Americana del Sufragio de las Mujeres (NAWSA) en 1903 emitió un
“requerimiento educativo” para el voto (al notable pero solitario disenso de Charlotte
Perkins Gilman) ellas habían cambiado desde la campaña para extender el derecho a
votar, a una propuesta de “quitar el voto a algunos americanos ―negros en el sur y
ciudadanos naturalizados en el norte” (Kraditor, 1965: 137; ver Flexner, 1975: 316). En el
colmo de esta tensión algunas sufragistas recurrieron al racismo cruel. Publicaron un
póster de algún “portero negro de aspecto brutal sentado al lado de una refinada dama
blanca”, con una frase que decía "Él puede votar, ¿por qué yo no? (Kraditor, 1965: 31).
Si la ciudadanía ―es decir, la ciudadanía activa― era difícil de alcanzar para los obreros y
las mujeres, era incluso mucho más difícil para personas de color (u otros grupos definidos
por algunas características de estatus y tratados de alguna manera como inferiores). La
justificación intelectual para esto había sido construida desde el comienzo de la economía
mundo capitalista (Poliakov y otros, 1976: 52). Pero fue sólo en el siglo XIX que el tema de
“razas” superior e inferior fue constantemente elaborado y considerado como
virtualmente autoevidente por los blancos.
La división de razas fue hecha casi inevitable desde el principio por las formas en las que la
ideología de clases evolucionaba (Balibar, en Balibar y Wallerstein, 1988: Cap. 12 y 13).
Cuando los plebeyos hicieron valer sus derechos de ciudadanía, tanto en Inglaterra como
en Francia, uno de los argumentos que algunas veces usaron era que los aristócratas eran

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extranjeros y no de origen nativo. Esta era la teoría del Yugo Norman puesta en marcha en
Inglaterra desde el siglo XVII, y la teoría de la distinción entre la raza gala y la raza franca
en Francia, las cuales habían sido difundidas algún tiempo, pero devinieron prominentes
durante la Revolución Francesa. Un argumento paralelo emergió en Italia con
Etruscomania (Poliakov, 1974: 65-66). Pero si los aristócratas iban a ser excluidos de la
ciudadanía activa en base a sus orígenes extranjeros ¿qué más obvio sería excluir a la
gente de color? Jus sanguinis (derecho de sangre) opuesto a jus soli (justo) es por
definición excluyente e inevitablemente racista.
Si la raza devino un concepto teorizado en el siglo XIX y el racismo una práctica
institucionalizada sería el resultado primordial de la centralidad del concepto de
ciudadanía. Pero la ciudadanía como concepto tenía dos consecuencias lógicas. Llevaba a
los estados a enfatizar, a predicar y a insistir en la homogeneidad como la única base
sobre la cual justificar la igualdad teórica de todos los ciudadanos. Y llevó a los estados a
justificar su dominio político de otros estados sobre la base de que su calidad homogénea
particular encarnaba un grado más alto de civilización que la de aquellos estados
dominados igualmente homogéneos pero inferiores.
La calidad orgánica de la nación es inherente a lo que hemos llamado jacobinismo, el
concepto clave de que no deberían existir cuerpos intermediarios entre el estado y el
individuo. Siendo todos los individuos iguales, no tienen otras cualidades públicas
(relevantes para el estado) más que ser ciudadanos. Los grupos, sin importar sus bases o
su organización, no tienen soporte legal o moral como tales. No sería difícil, o incluso
ilógico, transformar el concepto de cualidades orgánicas en algo diferente para cada
nación, y más generalmente para las naciones civilizadas (europeas) tomadas en conjunto
contra las otras. El deslizamiento desde una homogeneidad creada hacia una realidad
orgánica culturo-genética, la cual no podía ser fácilmente cambiada, tampoco fue difícil.
Así fuimos de una totalidad orgánica que legitimó la igualdad de todos los ciudadanos, a
una realidad orgánica que justificó una jerarquía entre esos ciudadanos. Una vez más de
ciudadanos todos, a una distinción entre activos y pasivos. Al punto que los excluidos
tenían la opción de insistir en la inclusión o abrazar los aspectos negativos, como una
respuesta desafiante, una táctica retórica o un organizador de las identificaciones.
El siglo XIX fue el apogeo de Europa en el mundo. “Jamás los hombres blancos de origen
europeo dominaron el mundo con menos desafío” (Hobsbawm, 1975: 135). Esto se
basaba en su poder militar, sin duda, pero se aseguraba con sus constructos ideológicos.
“Europa había sido europanizada por la construcción de un grado unificante de
civilización, contra el cual todas las otras culturas podían ser medidas y clasificadas”
(Woolf 1992:89). A medida que los estados buscaron crear naciones homogéneas de
ciudadanos, simultáneamente buscaron crear una raza blanca (europea) en la “cruzada
contra las áreas atrasadas del mundo”, que ya habían sido defendidas por Saint Simon
(Manuel, 1956: 195). El concepto de una jerarquía racial recibió la legitimación de la

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ciencia, ella misma el gran ícono cultural del siglo XIX. La ciencia lo hizo debido a la
"confusión de la realidad sociológica y la realidad biológica" (Guillaumin 1972: 24)
grandiosa para los racistas declarados como Gobineau, pero igualmente evidente, si bien
de una forma más suave, entre los liberales centristas. A medida que las potencias
europeas avanzaron hacia una expansión imperial más activa a fines del siglo XIX, las ideas
racistas que anteriormente apoyaron la esclavitud fueron "vestidas con un nuevo atuendo
pseudocientífico y se les dio un atractivo popular masivo" (Davis 1993: 73). El concepto de
lo ario se convirtió ahora en la justificación del dominio europeo del mundo no europeo.
El concepto de lo ario se encontró entonces con el concepto de lo oriental.
La teorización racista alimentó los movimientos antirracistas. Pero se debe admitir que
dichos movimientos fueron muy débiles en el siglo XIX, mucho más débiles que los
movimientos sociales/laborales y los movimientos feministas. Y, al final, tuvieron mucho
menos apoyo de los centros liberales que lo que recibieron los otros tipos de
movimientos. En parte, esto puede reflejar la fuerza aún mayor de la ideología racista que
de las ideologías de la dominación burguesa o masculina. En parte, reflejó la debilidad
numérica de aquellos en la base de la jerarquía racial en los países occidentales. El único
país del cual esto no era cierto era Estados Unidos, precisamente donde la ideología
racista estaba más profundamente arraigada, porque fue el primer país de la esclavitud y
el último del “Jim Crow”.
La dificultad de los liberales centristas para enfrentar el racismo fue su aceptación,
fundamentalmente, de la distinción activo/pasivo, que enmarcaron como la diferencia
entre el potencial inherente de todos los seres humanos para ser civilizados (como
ciudadanos activos) y el nivel actual de aquellos que aún no habían alcanzado su potencial
(por lo tanto, ciudadanos pasivos). Supusieron que aquellos con potencial tardarían
"generaciones —aún siglos— en ponerse al día, incluso teniendo en cuenta la atención
más cuidadosa y paternalista de los benévolos anglosajones" (Bederman 1995: 123).4
Las diferencias y las desigualdades de las personas de diferentes orígenes sociales,
órdenes, clases, géneros, razas y educación no se inventaron en el siglo XIX. Ya existían
desde hace mucho tiempo y habían sido consideradas naturales, inevitables y de hecho
deseables. Lo que era nuevo en el siglo XIX era la legitimidad retórica de la igualdad y del
concepto de ciudadanía como las bases del gobierno colectivo. Esto llevó, como hemos
visto, a la teoría de las distinciones binarias, al intento de congelarlas lógicamente para
hacer de facto la transición a través de límites, no contra las reglas de la sociedad, sino
contra las reglas de la ciencia. Lo que era nuevo también eran los movimientos sociales
creados por todos aquellos excluidos por estas reificaciones binarias para asegurar su
libertad, o al menos su libertad parcial, de las restricciones legales. Cada triunfo de un
grupo particular parecía hacer más fácil como ejemplo, y más difícil en la práctica, los
intentos de los próximos demandantes de liberación. La ciudadanía siempre excluía tanto
como incluía.

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