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6.

“La muerte del autor”


“En su ya mencionada conferencia de 1966 ‘Escribir, ¿un verbo intransitivo?’, Barthes
indicaba que dicha escritura tiene un carácter medio (como en la voz media), en el
sentido de que ‘escribir’ se convertiría, en la modernidad, en un verbo con ese rasgo,
dado que en él ‘el sujeto se constituye como inmediatamente contemporáneo de la
escritura, efectuándose y afectándose por medio de ella’. La escritura moderna no
expresa ni se refiere a un sujeto que la antecede, sino que ella misma es realización,
ejercicio o ejecución efectiva del sujeto en su ‘naturaleza’ eminentemente verbal,
discursiva, en tanto toma la palabra y es sujeto porque la toma” (419-420).

“En ‘La muerte del autor’, en 1968, la exposición de los poderes y alcances de la
escritura literaria se radicaliza: ella es definitivamente ‘ese lugar neutro’ que disuelve
toda identidad, donde incluso nuestro sujeto ‘huye’ como resultado del ejercicio
intransitivo del símbolo. Ya en S/Z, Barthes abogará ante la crítica por un autor que sea
considerado simplemente ‘un texto como los otros’, una figura ‘presa en el plural de su
propio texto’. Es que, según él, todo uno (un sujeto, una sociedad, una historia) se
vuelve otro cuando se escribe. Cuando un hecho es relatado, según Barthes se
ve privado de ‘la finalidad de actuar sobre lo real’ y, por lo tanto, no cumple ‘más
función que el propio ejercicio del símbolo’. Pero es importante indicar que
Barthes rechaza explícitamente la identificación o confusión de esta específica
funcionalidad del símbolo con los planteos tradicionales de la estética acerca de
la autonomía del arte, ya que este momento de especificación se da no en función
de una idea de arte o literatura, en el sentido de una definición basada en
consideraciones acerca de cómo una forma se convierte en significativa para una
conciencia, sino del momento material del ejercicio del símbolo, el de las
relaciones específicas entre significantes, que es lo que la noción de escritura
busca resumir” (420).

“No puede haber por lo tanto refutación de las tesis de Barthes basada en cuestiones
de facto, es decir, en la obviedad del hecho de que las concepciones de la literatura más
o menos aun hegemónicas (sobre todo, en el mercado de la venta de libros) están
todavía centradas en la figura del autor y sus distintos avatares. Lo que sucede es que
Barthes ve en todo este ‘folklore’ del rol del autor en la literatura y en la cultura
contemporáneas simplemente una resolución ideológica o una contención institucional
de la apertura radical al otro que implica, como vimos, el funcionamiento mismo de la
escritura literaria, al menos tal como lo está develando, en el momento mismo de la
publicación de ‘La muerte del autor’, la joven ciencia estructuralista en sus formaciones
más de avanzada” (420-421).

“En este sentido, y no como se pudo suponer en el de la tradicional autorreflexividad del


formalismo esteticista, a la que no son para nada ajenas, aunque pueda haberlo
parecido, las nociones también tradicionales de significación y conciencia, que Barthes,
en ‘La muerte del autor’, se refiere a una escritura con ‘fines intransitivos’, que supone
la disolución de cualquier instancia de referencia, especialmente ‘la propia identidad del
cuerpo que escribe’, frente a las relaciones textuales, las cuales, entendidas como libre
juego de los significantes, hacen que el significado retroceda infinitamente (...) solo así
realmente ‘el Texto (...) se lee sin la inscripción del Padre’” (421).

“Esta es la función del texto, y de la noción correlativa de intertextualidad, en el planteo


de Barthes: este es ‘un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se
contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido
de citas provenientes de los mil focos de la cultura’. Por esto, ‘el escritor se limita a imitar
un gesto siempre anterior, nunca original’, y con esto se echan a perder todas las
metáforas de la escritura literaria habitualmente vinculadas a las figuras de la ‘creación’,
de la ‘expresión’ y de la originalidad, ya que como el mismo Derrida se había ya
encargado de demostrar, cuando se trata de escritura no hay punto de anclaje extra-
escriturario, fuera del texto, que pueda servir para dilucidar de una buena vez su sentido,
definido por eso solo como aquello que el texto representa o a lo que se refiere. La
lógica de la cita y la intertextualidad se orienta en Barthes hacia una
desarticulación de cualquier principio de identidad textual: un texto está hecho de
otros textos, y remite a ellos no solo según la lógica de la influencia,
tradicionalmente asimilable por el paradigma de la historia literaria, sino sobre
todo constitutivamente; no habría texto sin otros textos en cuya remisión
perpetua se pudieran dar las conexiones significantes que implica toda escritura
(...) [sujeto y objeto] no se trata, como se ve, más que de hipóstasis improcedentes
de una serie no delimitable estrictamente de códigos entrecruzados. Su función
ha sido reducir el plural del texto a términos ‘manejables’ teórica e
institucionalmente, y contra eso se dirigen fundamentalmente las operaciones
barthesianas” (422).

[El autor describe cómo Barthes ataca a las instituciones tradicionales de crítica literaria
y da paso a la importancia del lector, que a través del ejercicio de la lectura y de recorrer
el texto reconstruye su sentido]

“La muerte del autor es en Barthes el correlato en principio literario de una operación de
interrogación general que el estructuralismo está llevando a cabo acerca de la noción
de sujeto, interrogación cuyos límites podrá señalar Julia Kristeva en ‘El sujeto en
cuestión’ pero solo para mejor radicalizarla con su teoría del lenguaje poético. El modelo
del sujeto trascendental husserliano, que por un lado sirvió como arma de neutralización
del sustancialismo de las definiciones de sujeto presupuestas por la psicología, la
antropología, la sociología y la historia heredadas de siglo XIX, se reveló sin embargo
rápidamente como el último lastre de todo un universo teórico perimido. Su precedencia
respecto del lenguaje, su rol de garante de la objetividad de lo dado hacen del sujeto
trascendental el blanco de las operaciones estructuralistas, con mayor y menor éxito
según los casos, pero con la consecuencia evidente, quizás como efecto colateral, de
la puesta en crisis de un modelo institucionalizado del ejercicio y la legitimación del
poder del investigador en su relación respecto de sus objetos en el campo del saber. Y
este es el propósito flagrante de ‘La muerte del autor’ respecto de la crítica y la historia
literarias, además de, en cierta forma, la conclusión natural y radicalizada de las disputas
que Barthes había venido manteniendo a lo largo de los años 60: no hay interpretación
objetiva de la obra, como ya se sabe, pero por la simple razón de que tanto ella como
el autor son hipóstasis ideológicas urdidas por la crítica para legitimar su propia entidad
como discurso. La declaración de la muerte del autor no es entonces simplemente
el comentario exagerado de un teórico ‘en pleno ejercicio de sus facultades’ del
tal sobre el ser mismo de la literatura (aunque a veces pase por esto incluso en
las evaluaciones de su proyecto por parte del propio Barthes), sino una
proposición que pretende liquidar desde dentro todo un modo de pensar la
literatura, modo hoy todavía imperante o, en todo caso, ya lentamente minado
pero por amenazadas muy diferentes a las esgrimidas por el viejo autor de S/Z”
(425).

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