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FILOSOFÍA Y PALOMITAS

José Manuel Reina Garnacho

FILOSOFÍA Y PALOMITAS

Sevilla, 2009
Cubierta: composición de Mercedes Naranjo.

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© José Manuel Reina Garnacho


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ISBN: 978-84-7898-308-7
Dep.Leg.: SE 4830-2009
Imprime: Gráficas La Paz
Impreso en España - Printed in Spain
PRÓLOGO DE PEDRO NEGRÍN

Aparece en la pantalla de mi ordenador un libro con


inteligentes alusiones a Cervantes, cuyo contenido es dis-
cutido por un autor anónimo en su prólogo. Entonces yo
me pregunto si este libro lo habrá escrito Cide Hamete
Benengeli, para vengarse del plagio cervantino. O quizá
Cide Hamete sea el anónimo del prólogo, no lo sé.
Nunca imaginé al pensador de Rodin comiendo
palomitas. Pero tampoco imaginé nunca un libro tan
interesante, de esos que abren la mente, de esos que
te llenan la cabeza de interrogantes, y que no pue-
des parar de leerlos porque, aunque no tengas palomi-
tas, te hacen pensar, y eso se agradece enormemente.
El autor destroza cientos de tópicos con una mirada llena
de inteligencia y libre de prejuicios. Su estilo cercano y
fluido revela, tras su aparente coloquialismo, una gran cul-
tura y, sobre todo, una asimilación personal de esa cultura,
que sería la definición de la cultura en sí. Muchos conoci-
mientos muy bien asimilados. Como cuando sales de una
buena película y, además, te gustaron las palomitas.
José Manuel Reina cuestiona desde el principio si real-
mente merecemos considerarnos homo sapiens sapiens
cuando, por ejemplo, citando al autor, “si pudiéramos
repasar uno a uno todos y cada uno de los nombres que
llenan los libros de historia, veríamos que el porcentaje de
personas que resultan un ejemplo negativo para el futuro
son muchísimo más numerosas que aquellas otras de las
que se podrían obtener posibles modelos a seguir”. En esta
obra, Reina defiende al pueblo ignorado, utilizado, enga-
ñado, el verdadero y sufrido protagonista de la Historia.
Critica el mercantilismo que convierte en negocio todos
los elementos de nuestra vida y nos idiotiza. “El Mercado
–dice– manda en la historia. Mejor dicho, el Mercado
escribe la historia.” Reina cuestiona la Historia tal y como
se ha escrito, porque las definiciones de los pueblos que se
enfrentan en las guerras y de los acontecimientos históri-
cos serían diferentes si los perdedores hubieran sido los
vencedores. Ofrece así una visión perspectivista de la His-
toria y también de la actualidad, abordando temas como el
terrorismo o las drogas con un enfoque nuevo. Una visión
que si todos compartiéramos creo que haría posible el diá-
logo social y el progreso de los pueblos.
Además de esta dimensión social y crítica, en Filoso-
fía y palomitas, como ya se podría deducir del título, nos
encontramos con un autor que maneja la ironía y el doble
sentido de las palabras para crear un lenguaje humorís-
tico que sin duda encantará y divertirá al lector, en capí-
tulos como “Mandamientos y religión”, “Citas históricas”
o “El tabú”.
Pero este libro contiene también páginas llenas de
lirismo, de emoción, y de una gran belleza estilística, como
por ejemplo en “El segundo mágico”, una reflexión sobre
el tiempo y sobre los instantes en que éste parece dete-
nerse. El contenido poético de este capítulo me parece
de una gran calidad literaria, al igual que el titulado “La
musa”. Es además el de José Manuel Reina un universo
poético tan personal y mágico que transporta al lector a un
mundo imaginario, a una perspectiva lírica y casi mística
de la realidad.
Los tres aspectos –social, humorístico y poético– de
esta obra revelan a un autor polifacético que deseamos
continúe escribiendo porque pocas veces se encuentra
tanta inteligencia y desplegada en formas tan diferentes
como en “Filosofía y palomitas”.

Pedro Negrín
ÍNDICE

Crítica anónima ............................................................ 15

Reflexión primera. A modo de introducción....... 17

Reflexión segunda. Personas que pasan a la


historia .......................................................................... 21
La historia la escriben los vencedores...................... 27
Las guerras y el mercado........................................... 31

Reflexión tercera. Citas históricas ........................ 37

Reflexión cuarta. Críticos de prestigio................. 43

Reflexión quinta. Hombres sabios ........................ 49


La educación. Los colegios profesionales ................ 53

Reflexión sexta. Sabias mujeres ............................ 61


El lenguaje sexista .................................................... 64

Reflexión séptima. La filosofía ............................... 67


Los hechos diferenciales; nacionalismo y
Al-Ándalus; lenguas e idiomas ................................ 70
El terrorismo ............................................................ 75
Las drogas y la prostitución ..................................... 77
Mandamientos y religión ......................................... 80

Reflexión octava. La vida ......................................... 87


El segundo mágico ................................................... 91
El ocio ...................................................................... 94
Lo correcto ............................................................... 98
El tabaco .................................................................. 102
La moda .................................................................. 106
La ciencia ................................................................ 110
El tabú ..................................................................... 113

Reflexión novena. La musa .................................... 117

Reflexión décima. Filosofía y palomitas ............ 125


Dedicado a Sócrates, Helenio Herrera,
Torrebruno, Karl Marx, Che Guevara,
al resto de pensadores que aparecen de
una forma u otra en estas páginas y a
todos esos pensadores anónimos... que
lo son... aún...
CRÍTICA ANÓNIMA

Ante todo, es de justicia decir que no tengo ningún vín-


culo especial con el autor: ni parental, ni sentimental. Aun
así, también es de justicia empezar este prólogo y crítica
que me ha tocado elaborar dejando dicho que éste es un
libro para nada convencional. Esta colección de páginas
no pretenden ser un compendio de sabiduría, una historia
apasionante o una guía de supervivencia. Ni siquiera pre-
tenden ser un éxito editorial, o un premio en cualquier cer-
tamen.
Repito, no me une ningún parentesco ni interés con el
tal Reina –ni ná– y por lo tanto, quiero dejar claro que estoy
prologando este volumen –afortunadamente pequeño– de
forma altruista y sin ningún ánimo de lucro.
También quiero dejar claro que no creo que la inten-
ción del tal Reina –que desconozco absolutamente– fuera
la de ofender a nadie –o, al menos, a nadie inocente–, de
modo que pido disculpas en su nombre, por adelantado,
si es que alguien llega a leer esto y a sentirse ofendido por
ello. Pido disculpas a todo el mundo, salvo a los hombres
sabios y a las sabias mujeres, por supuesto –aunque aún es
pronto para que sepan a qué me estoy refiriendo.
Y como crítica, qué quieren que les diga. Mejor no les
digo nada, y así nos evito –a ustedes y a mí– el trago de
comentar algo que no sé si es comentable o no.
Por último, sólo me resta decir que si alguien espera
encontrar una sola reflexión inteligente o alguna –aunque

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sólo sea una– frase hermosa o simplemente bien cons-
truida, aún está a tiempo de cerrar estas páginas y evitarse
la decepción.
Si aún están decididos a seguir adelante, pues ánimo, y
que les aproveche. Y luego no digan que no les avisé.

Anónimo.

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REFLEXIÓN PRIMERA.
A MODO DE INTRODUCCIÓN

Hay personas que pasan a la historia de manera incom-


prensible, por pensamientos del tipo “fútbol es fútbol”, “lo
importante es participar” y “sólo sé que no sé nada”.
Sí, han leído bien: sólo sé que no sé nada. No es que le
tenga una manía especial al bueno de Sócrates, ni tampoco
que reclame un hueco en el glosario de las citas históri-
cas –más o menos afortunadas– que han pasado a formar
parte de nuestra dialéctica cotidiana, o incluso de aquella
otra, un poco más sesuda, que queda reservada tan sólo
a autores reconocidos por premios y galardones –de esos
que necesitan tres páginas para decir “esta boca no es mía
sino prestada”–. Y a los críticos de prestigio, por supuesto,
a los que les interesa más la forma que el contenido, como
si lo más importante de una historia fuese el cómo y no el
qué. Imagino que no me gustaría nada recibir un regalo
envuelto en un lujoso papel, papel que sólo guardara en su
interior retazos de cumplimiento o de cortesía, pero qué se
le va a hacer: el lenguaje es el lenguaje, la crítica es la crí-
tica, y el reconocimiento es aquella sensación que experi-
menta alguien cuando se acuerda de tí... ¿o no?
Retomando el hilo del pensamiento inicial, y volviendo
a nuestro amigo Sócrates, decía que quizá su mérito haya
estado en reconocer su ignorancia, o tal vez también en la
forma en que lo reconoció. A fin de cuentas, críticos y auto-
res reconocidos le han dado y le siguen dando a la Filosofía

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un lugar importante en sus estanterías, y no se puede dejar
de reconocer que la Filosofía es útil a la Vida.
No quisiera pecar de inmodestia, ni que nadie enten-
diera que pretendo compararme a ningún hombre sabio,
de esos que han acaparado protagonismo en los últimos
cinco mil años, ganando por goleada a las sabias mujeres
(con total seguridad, por medio de trampas, manipulando
encuestas y llenando de pucherazos todos los procesos, tal
y como han hecho mil millones de veces en ese impoluto
y transparente mundo de la política). Como decía, “fút-
bol es fútbol, deporte de hombres”, y aunque no me lo per-
donen ni los entendidos en este deporte ni los entendidos
en literatura y filosofía, ahora con minúscula, permítanme
que dude acerca de que esa goleada de sabiduría del hom-
bre con respecto a la mujer se haya producido de manera
legal, y sin ayuda del árbitro (madridistas y culés saben
muy bien de qué les hablo: ya saben, los cinco mil errores
arbitrales que cada año les favorecen en la misma medida
que perjudican al rival de turno). De cualquier manera,
y aún a riesgo de parecer una persona soberbia que cree
estar por encima del mismísimo Sócrates, he de reconocer
que yo sí sé algo, además, del paralelismo existente entre
la Filosofía y las Palomitas. Aunque también he de reco-
nocer que una gran parte de ése algo que sé no se lo debo a
mi propia experiencia personal, sino a vivencias ajenas de
las que fui mal confidente, o testigo, entre el humo de ciga-
rrillos Ducados y Camel hasta altas horas de la madrugada
(aunque también se podría decir “hasta tempranas horas
de la mañana”), pero siempre a la espera de la musa. Tan
mal confidente fui que los objetos de esas confidencias se
han acabado convirtiendo en esta colección de reflexiones,

18
de esas que podrían empezar con: “Un amigo de mi amigo
le contó a un conocido del novio de mi hermana...”
Espero que las disfruten o las padezcan, pero en cual-
quier caso, espero con más interés aún que no les resulten
del todo indiferentes. Y por cierto, tengo que decir que la
belleza casi hipnótica de la oda hecha prosa me colma el
espíritu de un singular gozo, rayano en la felicidad abso-
luta, y me hincha el pecho con un ansia sin igual de beber,
de devorar, de saborear cada una de las gotas de eterni-
dad que se derraman con cada una de las sublimes síla-
bas celestialmente encadenadas que escapan –como si
de prisioneras liberadas se tratara– del alma de poeta y
mártir que encierran en su interior cada uno de los incon-
mensurables autores de prestigio y críticos de sensibilidad
extrema que nos regalan, con cada una de sus creaciones,
un trocito delicado de ambrosía.
No se trata de halagar a nadie, seguro que lo han com-
prendido así. Tan sólo se trata de intentar paliar un poco
la posible debacle que le espera a esta historia detrás del
punto y final.

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REFLEXIÓN SEGUNDA.
PERSONAS QUE PASAN A LA HISTORIA

Es curiosa la forma en la que ciertos representantes de


esta especie sabia a la que pertenecemos han pasado a las
páginas de nuestra propia historia. Aunque teniendo en
cuenta el soberano ejercicio de modestia y humildad que
alguien realizó en su día para denominar a nuestra especie,
cuesta trabajo creer que ciertos “ejemplares” hayan termi-
nado por aparecer en susodichas páginas. Somos sapiens
sapiens. Ahí es nada. Y luego mi círculo de amistades ínti-
mas me acusan de pedante porque teniendo el pelo oscuro
(al menos lo tenía cuando empecé a reflexionar sobre este
papel), afirmo tenerlo; porque midiendo lo que mido,
afirmo medirlo; o porque creyendo lo que creo, afirmo
creerlo. De modo que cualquier individuo que afirma ser lo
que es puede ser tachado de pedante incluso por sus más
íntimos, mientras que la propia especie que se califica a sí
misma de sapiens sapiens, está libre de tan peculiar adje-
tivo (o epíteto: no se enfaden ustedes, señores críticos, que
ya me acordaré de su élite en el momento adecuado). Si
eso es modestia, que venga George W. Bush –¡salud!– y lo
vea. ¡Pobre Multatuli (pobre Eduard Douwes Dekker), si
levantara la cabeza y viera cuántos pocos somos los segui-
dores de su teoría de la humildad, y cuántos falsos modes-
tos van por el mundo pegando bombazos en nombre de la
paz y la democracia...! Menos mal que en esta España hay

21
una gran liebre, digo, menos mal que en esta España, que
es una, grande y libre –qué lindo sería si las Españas fue-
ran múltiples, infinitas, y libres de verdad–, siempre con-
taremos con algún tío Paco para defendernos y proteger-
nos de las gordas judías esas. ¿O eran hordas? Bueno, qué
más da. Si de todas formas, siempre tendremos al tío Paco
o a alguno de sus herederos tipo Josemari, Eduardo o el
padre Acebes. ¡Ay, no, que me confundo! No es padre Ace-
bes, sino Ángel. Es verdad, que es todo un angelito. Qué
manera de preocuparse por los pobres españolitos de a
pie, y contarnos una pequeñita mentirijilla piadosa, de
esas que no son pescado para la Inglesa Caótica –¿o era
“pecados para la Iglesia Católica”? Esta memoria mía...–
para que estuviéramos tranquilos y no supiéramos que los
moros malos venían de nuevo a quedarse con Granada...
En fin, hablando de personas que pasan a la historia, y
dejando de hablar de personajillos que también pasan a la
historia, será mejor ir centrándonos en el tema. Para hablar
de ciertas cosas, sería mejor dejar el tono informal, porque
si pudiéramos repasar uno a uno todos y cada uno de los
nombres que llenan los libros de historia, veríamos que el
porcentaje de personas que resultan un ejemplo negativo
para el futuro es muchísimo más numeroso que el de las
personas de las que se podrían obtener posibles modelos a
seguir. Siempre fue fácil para gentes advenedizas hacerse
un hueco en los entresijos del poder. Parece que la baja
calificación moral es una condición o calidad indispensa-
ble para sacar codos y encontrar el suficiente espacio, los
dos ansiados renglones en los libros de historia. Inútiles de
medio pelo han escalado hasta los más altos peldaños de
la miseria humana huyendo del anonimato, y a la caza de
sus dos renglones, al mismo tiempo que para conseguirlo

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enviaban a miles de hombres válidos, aunque anónimos,
a la muerte en nombre de causas justas, de discursos sen-
tidos, de ideas de utopía, de banderas coloridas adorna-
das por escudos airosos. Miles de mujeres han sufrido la
locura de esos mismos hombres. Miles de niños han per-
dido a padres y madres por el primer motivo, o el segundo.
O incluso por los dos motivos a la vez. Y mientras tanto,
esos inútiles, esos mediocres empedernidos que accedie-
ron a lugares relevantes en sociedades en las que el kilo
de mediocridad se paga a precio de oro, continuaban bus-
cando entre retorcidos pliegues de retorcidos cerebros una
frase por la que ser recordados en siglos venideros, a salvo
de conflictos que ellos mismos crearon –y siguen creando,
porque esta subespecie sigue existiendo– sin jugarse nada
más que las vidas ajenas.
Algo parecido a este pensamiento que acabo de dejar
plasmado sobre papel –o sobre microchip, que hoy ya se
sabe– buscando, cómo no, mis dos renglones en la historia
y que a ciencia cierta no conseguiré, es lo que ha pasado por
mi cabeza infinidad de veces, y la última hasta la fecha de
hoy –dieciocho de agosto de dos mil cinco a las trece horas
y cuarenta y cinco minutos– fue el pasado once de agosto a
las diecisiete y veintidós, mientras visitaba el palacio de no
se quién, adosado cual chalet prefabricado actual, a la mis-
mísima catedral de Santiago, ficticio lugar santo por acoger
los ficticios restos mortales de un no menos ficticio após-
tol que de manera también ficticia llegó hace siglos ha a las
orillas de la no ficticia Iria Flavia. Y digo “palacio de no se
quién”, porque es tremenda la desfachatez de los hombres
sabios que gobiernan, desde tiempo inmemorial, nuestros
destinos, y la desfachatez también de esos otros hombres,
sabios y santos, que nos dicen lo que tenemos que hacer

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mientras se calientan el cuerpo –todo el cuerpo– con deli-
cadas viandas tipo alimentos exquisitos, bebidas escogidas
y bellísimas sobrinas, cuyos posteriores fetos nonatos aca-
ban siempre sirviendo de aislante u hormigón para pare-
des y cimientos de conventos, iglesias, monasterios y cate-
drales –supongo que con la absoluta certeza de que dios
no los descubrirá porque tardará toda la eternidad en visi-
tarlos, de tan prolífico como es su número–. De hecho, la
pregunta exacta es la que sigue: ¿cómo el hombre sabio es
capaz de tanta sabiduría como para levantar semejantes
estructuras y al mismo tiempo es capaz de tanta estupidez
como de hacerlo para el goce y disfrute de otros? ¿Será la
voluntad de dios? Será eso, desde luego. Menos mal que
gracias a Nietzsche –no todo lo que dijo iba a ser malo– nos
dimos cuenta que ese dios fascista, orgulloso, rencoroso,
irascible, vengativo, xenófobo, clasista, usurero, cacique,
sinvergüenza, embustero y misógino –que vino a ocupar
el lugar del padre de Jesús– había muerto. Siempre me
ocurre en vacaciones. Miro y veo tanta riqueza, tanto des-
pilfarro, tanto lujo, e intuyo cuánto esfuerzo ajeno habrá
costado, cuánta miseria y necesidad ajenas, cuánto dolor
y sufrimiento, cuánta sangre y cuántas vidas... Hombres
sabios y sabias mujeres, como la estúpida arrogante y pin-
tarrajeada que abusa de su influencia y del servilismo de los
escribas y fariseos de hoy en día para que riñan a un pobre
empleado cuyo gravísimo delito ha sido mostrar el tesoro
de la catedral de Santiago a unos conocidos por la puerta
de atrás. “Delante de la gente no; si estuviera él sólo, vale,
pero delante de la gente no se le puede colar a cualquiera.
El no.” Mierda de gente, mierda de dios, mierda de estupi-
dez humana. Tal vez el hombre sabio merezca a los hom-

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bres sabios que lo han gobernado –exprimido– y gobier-
nan –exprimen–.
Los vaqueros que montan a lomos de misiles, tirando
de las riendas del mundo desde la privilegiada silla del
capital, desde el rancho del petróleo y el dólar, necesitan
de los integristas radicales, que esgrimen su credo en una
mano y la mochila-bomba en la otra, haciendo del terror
indiscriminado su herramienta de conversión y martirio.
También deberíamos saber algo de eso en nuestro mundo
occidental. A veces, desde nuestros quinientos años de
ventaja, olvidamos que también llevamos el terror y el caos
a otras tierras en nombre de algún dios, o alguna causa, o
alguna bandera. A veces, olvidamos que esas tierras siem-
pre han acabado por sublevarse y expulsarnos de allí con
nuestros dioses, causas y banderas, para recuperar sus dio-
ses disfrazados de los nuestros, sus causas similares a las
nuestras, y sus banderas, diferentes aunque iguales a las
nuestras. Y tanto en estas tierras de vaqueros reprimidos y
acomplejados, como en esas de integristas radicales, como
en aquellas de esclavos libertos, siempre aparecen tíos
Pacos rodeados de banderas, dioses e ideas que arrastran
a hombres, mujeres y niños a la barbarie, mientras ellos
arrían velas en sus palacios, ceban sus carnes y engordan
sus patrimonios sin exponer ni una sola tira de piel para
la defensa o expansión de esos iconos que dicen represen-
tar. Qué bonita suena la marcha de la infantería, el ardor
guerrero; que bonito es el himno de los caídos. Sobre todo
si lo entonan en honor de otro, mientras yo me dedico a
mandar una bandera y una misiva con el dolor, el beso y el
agradecimiento de la patria, mientras miro el reloj para no
llegar tarde a la mesa que tengo reservada en el mejor res-
taurante. (Pagan los contribuyentes, por supuesto).

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El Mercado manda en la historia. Mejor dicho, el mer-
cado escribe la historia. Y la pluma la empuñan aquellos
que manejan a los títeres del sistema. Pero ya hablaremos
también de vosotros, títeres: hombres sabios que os ali-
mentáis de sangre y sudor ajenos. No vayáis a molesta-
ros, que también guardamos algunas reflexiones en vues-
tro honor. La inflación no entiende de dioses ni países. El
mercado manda, y cuando toca período de recesión, todo
hijo de madre –o diosa–, tiene que apretarse el cinturón,
como diría algún que otro político conocido en otras épo-
cas. El mercado, el dinero, siempre ha estado manejando
el timón, como si realmente fuese el director de orquesta:
mientras el imperio que es contemporáneo a cada época
actúa de primer violinista, el resto de los líderes mundia-
les forman la orquesta, y los miles de millones de personas
–¿o quizás víctimas?– del mundo asistimos impotentes
al concierto que se empeñan en representar muy a pesar
nuestro. Concierto que suena mal, desafinado, descom-
pasado, y fuera de todos los cánones de cualquier com-
posición musical que se precie. Pero ya ha empezado la
función, y no es posible hacer prácticamente nada hasta
que las luces se enciendan y la obra haya terminado. Para
entonces ya es tarde, y ni siquiera podemos exigir la devo-
lución de nuestro dinero. Como mucho, nos queda el dere-
cho al pataleo, a no aplaudir o incluso a silbar a los músi-
cos. Pero aún así, sigue siendo tarde, porque los músicos se
irán igualmente, con el bolsillo calentito, y encima podrán
permitirse el lujo de pensar y comentar entre ellos: “Sil-
bad, pringados, pero menuda fiesta y menuda vidorra que
nos vamos a pegar con el dinero de vuestras entradas”. Y
a nadie le importa que no quisiéramos estar en ese con-
cierto, a nadie le importa que no quisiéramos estar en nin-

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gún concierto. A nadie le importa que ni siquiera quisié-
ramos que se celebrara concierto alguno. Y finalmente, lo
único que acaba por importarnos realmente es que el con-
cierto haya terminado, y que la panda de farsantes vivido-
res que forman la orquesta se hayan largado sin destrozar
el auditorio. Y eso ya es un triunfo, porque aunque vuelvan
más adelante a dar otra parodia de concierto con el único
objetivo de volver a cobrarnos las entradas, aún así, eso es
mejor que el hecho que destrozaran el auditorio y nos que-
dáramos sin ese edificio tan bonito que sabemos para qué
sirve, aunque nunca hemos visto que nadie le saque par-
tido.

La historia la escriben los vencedores

¿Alguien puede imaginarse a los nazis como a una


sociedad obsesionada por la tecnología? ¿Quién diría que
los indios americanos tenían grandes capacidades místicas
y astrológicas? A nadie se le ocurriría decir que los negros
africanos son más potentes físicamente que el hombre
blanco. Y por supuesto, jamás pensaríamos que los japo-
neses de mil novecientos cuarenta y cinco eran más inte-
ligentes y avanzados que los yanquis. De los republicanos
españoles ni hablamos, claro: eran una panda de rojos,
judíos o masones que no fueron zurrados conveniente-
mente. Seguro que alguno se escapó del Valle de los Caí-
dos, de alguna cárcel, de alguna cuneta o tapia de cemen-
terio, o del Canal de los Presos. Lo digo porque cada año
salen unos fulanos con esas banderas extrañas sin el pollo,
esas de tres colores. Y alguno hasta habla de regarlas con
un himno, o algo así.

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El hombre sabio lo es tanto que lo primero que hace,
tras despanzurrar a sus enemigos en el campo de batalla,
es ir a sus casas y matar a sus hijos, ventilarse a sus viudas,
quemar sus posesiones, cubrir los restos de sal, y mearse
encima, para dejar su olor. Luego llega a sus despachos y
se pone a reescribir la historia, para borrar cualquier ves-
tigio de su antecesor, por si acaso pudiera convertirse en
algún problema. ¿Los mayas? Unos salvajes que hacían
ritos con sacrificios humanos. ¿Los tutsi? Unos bárbaros
caníbales. ¿Los alemanes? Una panda de nazis. ¿Los japo-
neses? Unos chalados kamikazes. ¿Los rusos? Con ellos no
me meto demasiado porque tienen palos. ¿Los chinos? Con
ellos tampoco me meto porque tienen más palos aún que
los rusos. ¿Los cubanos? Unos asquerosos putones y libi-
dinosos. ¿Los españoles? Unos flojos, vagos y juerguistas...
Y así seguiríamos, por todos y cada uno de los pueblos que
han sido derrotados alguna vez. Menos los yanquis, claro.
Ellos nunca han sido derrotados. ¿Alguien ha leído alguna
vez que todos los hijos de la gran putaña son unos piratas?
Para nada, claro. Si incluso eran buenos los piratas esos.
Grandes ejemplos de servicio a la patria, con sus licencias
de la reina y todo ese rollo, dedicándose a asaltar patri-
monios ajenos para su ilícito enriquecimiento personal.
La verdad es que nada ha cambiado desde entonces. Para
un único talento que tienen allí, el tal Shakespeare, resulta
que no es más que un seudónimo y no tienen claro quién
fue. Dicen que si un tal William de Stradfort, que si Fran-
cis Bacon, que si un Barón de no se dónde, y que si otro
William no se qué. Qué más da. Total, tampoco están acos-
tumbrados a tener nada bueno que sea suyo.
Del mismo modo que el tal Morgan pasó de pirata a
caballero, tenemos casos similares por todo el patio. El

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tal Custer, por ejemplo, que pasó de xenófobo asesino
de niños y mujeres a todo un héroe nacional. Como si los
pobres indios tuvieran culpa de que los yanquis llegaran
allí a quedarse con todo el chiringuito. En Españolandia
tampoco andamos mal. Por ejemplo, el tal Pizarro hizo
bastante sangre allá en Sudamérica. Cortés en Méjico no
lo hizo nada mal tampoco. Y no hablemos de los paradig-
mas de la fe en Españolandia: ni más ni menos que Isabel y
Fernando, que ellos solitos se ventilaron ochocientos años
de convivencia y mandaron a casita a todos los moros y los
judíos que sobrevivieron a sus ambiciones. Bueno, a todos
no. Hubo alguno que se quedó por aquí, pero de esos ya se
encargaron Torquemada y el Santo Oficio. ¡Qué ricura! O
el mismo tito Paco, que ha pasado a la historia como jefe
de estado, en lugar del asesino implacable y ladrón infame
que fue.
De Fidel tampoco hablamos, ni de su amigo Ernesto,
que también llevan su correspondiente ración de glóbu-
los rojos ajenos a la espalda. También los gabachos andan
sobrados, ¿eh? Que algún ilustre padre de la Revolución –y
algún ilustre hijo también– pudo haber montado la Shell
con sangre humana, si es que se hubiera inventado algún
motor que funcionara con tal combustible.
Llamamos Reconquista a una serie de escaramuzas
que algunos reyezuelos ambiciosos –herederos de nadie,
porque nunca nadie tuvo Iberia bajo su reinado– llevaron
a cabo hace cinco siglos para echar de aquí a otros reye-
zuelos ambiciosos que llevaban apalancados ocho. Según
esta regla, los moritos tienen otros tres siglos de margen
para venir a reclamar lo que un día fue suyo. Y ellos sí que
podían llamar al proceso la “Reconquista”, porque real-
mente sí conquistaron Iberia una vez. ¿Cómo habrían lla-

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mado a la cuestión de haber ganado ellos? ¿“El Intento
Frustrado”? ¿“La Rebelión Cristiana”? ¿“La Gran Cagada”?
¿Y los nazis, cómo habrían llamado al Holocausto? ¿“Las
Rebajas”? ¿“Temporada Alta”? ¿“La Gran Liquidación”?
Hay otros ejemplos ilustrativos al respecto, como por
ejemplo la “Conquista del Oeste”. ¿La habrían llamado los
indios la “Invasión Blanca”? ¿Llamarían los sudamerica-
nos, si hubieran resistido al hambre española, al catorce
de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos como el “Día
del Conocimiento de Europa”? ¿Cómo se llamaría la Gue-
rra de Independencia? ¿La “Rebelión de las Colonias”?
Recapitulando, en esta cuestión –qué mal rollo me ha
dado al usar esa palabra, tengo hasta ganas de mirar alre-
dedor por si aparece algún fulano con camisa gris y mano
alzada–, lo verdaderamente importante no es lo que pasó
en la historia, sino lo que se recuerda que pasó, y cómo
se cuenta que pasó –que diría García Márquez–. Y nor-
malmente, tras una guerra, quienes quedan en pie son los
vencedores. Los pocos vencidos que quedan siempre van
camino de algún campo de concentración o de algún pare-
dón, así que poco pueden recordar. Y los que ganan, ya se
sabe lo que recuerdan, cómo lo recuerdan y cómo lo cuen-
tan. Que si la defensa de la fe, que si la salvaguarda de la
libertad, que si la expansión de la democracia, que si la
importación de nuestros principios, que si patatín, que si
patatán... Tuve un profesor de historia en el Instituto que
allá por el año 1988 decía que no le daba al muro de Ber-
lín ni siquiera cinco años más de vida. Luego, conocí a un
amiguete que estuvo en la primera guerra del Golfo y me
dijo, al llegar, que aquello había sido un ensayo, pero que
de aquí a unos añitos irían a por Saddam de verdad. Hace
un par de días, una compañera me dijo que Irán estaría

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liberado antes de 2010, y empiezo a creer que tiene toda
la razón.
Esto me lleva a la siguiente retahíla de reflexiones
acerca de la guerra y sus motivos, aunque me parece que
serán lo suficientemente independientes de ésto mismo
que estoy escribiendo ahora como para dedicarle uno de
estos titulitos en negrita tan molones. Así que manos a
la obra, que me parece que me estoy lanzando y esto hay
que aprovecharlo –ya saben, es lo que nos pasa a los tíos
con la edad, que no siempre podemos cuando queremos,
y hay que estar ojo avizor para cazar las ocasiones al vuelo
cuando se puede–.

Las guerras y el mercado

¿Alguien cree que fue la religión la que provocó las cru-


zadas? ¿O que fue la defensa de la libertad la que empujó a
los USA a expulsar a España de Cuba, a entrar en la Segunda
Guerra Mundial o a darle caña al “pobre” Saddam? ¿Por
qué no echan a los ingleses de Gibraltar, o le dan caña a los
israelíes, por qué no entraron a saco en los Balcanes? Puede
que el vaquero acomplejado sea estúpido, pero lo que no
es, es gilipollas. De hecho sabe muy bien cuál es su trabajo
–que por supuesto, no es el de policía del mundo–, y cuá-
les son sus amigos –que por descontado, no son ni Tony,
ni Josemari–. Pregúntense quién reconstruyó Europa o
Irak, y dónde está el petróleo de Saddam o cuál es el bur-
del de USA y tendrán muchas respuestas de qué es lo que
buscan el vaquero acomplejado –y los que hubo antes que
él– y sus amigos, los hombres sabios.

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El mercado. Siempre es el mercado. ¿Podría USA per-
mitir que un puñado de españolitos mal pagados y peor
gobernados –es nuestra historia–, aunque con muchas
hormonas masculinas, eso sí, se adueñaran de la perla del
Caribe teniéndola ellos tan cerca? ¿Podían permitir que
Adolfo se quedara con un mercado de cientos de millones
de estómagos? ¿Dejarían a Saddam gestionar los barriles
de petróleo primero de Kuwait y luego los suyos propios?
Creo que la respuesta está bastante clara... y, además, el
invento no es nada nuevo. Los hombres sabios siempre
han ideado excusas estupendas para mandar al matadero
al resto de hombres que los rodeaban. ¿De verdad alguien
cree que las cruzadas fueron para recuperar tierra santa
del infiel? Europa estaba arruinada, arrasada por plagas y
epidemias, el vulgo amenazaba con levantarse y la iglesia
comenzaba a ser cuestionada por primera vez en mil años.
Los hombres sabios del momento decidieron ir un poco
hacia el oriente y dar caña a los moros en lugar de darse
caña entre ellos. Así consiguieron matar varios pájaros de
un sólo tiro; conquistaron nuevos territorios, llenaron sus
arcas vacías, se quitaron de encima unos cuantos miles de
campesinos, de esos tan molestos, calmaron los ánimos de
la vieja Europa –ya sabemos lo pesada que se ponen las
viejas–, se ventilaron a algunas delicias orientales como
pasatiempo, y de paso, a la vuelta, tuvieron un montón de
viudas y huérfanas a las que consolar sin tener que fabri-
carlas –esto es, sin tener que matar a padres y esposos,
porque ese trabajo sucio ya lo habían hecho los malos–.
Mercado; puro mercado.
Igual que algunos siglos después ocurrió con el tal
Colón y el dechado de virtud católica que fue la tal Isa-
bel de Castilla. No había ningún afán colonizador, ni evan-

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gelizador, ni paparruchadas de esas. Había pasta, pasta
gansa, y esta señora católica debía de tener un olfato finí-
simo para estas cuestiones. La Corona estaba más tiesa
que la mojama, y el tal Fernando empeñado en mirar a los
moros y a los italianos, igual de tiesos que él –aunque él
no lo sabía–. En cambio, Isabel lo tenía bastante claro y le
dio vidilla a Colón. Oro a espuertas, esclavos, indios maci-
zorros en taparrabos... ¡Y todo gratis! ¿Quién iba a des-
perdiciar semejante chollo? Lo de la fe cristiana, la evan-
gelización y la expansión del catolicismo y todo lo demás
no era más que un rollo macanudo, pura propaganda del
régimen. Que se lo digan a los dos primeros Austrias que
tuvimos que soportar en Españolandia. O a los otros dos
mentecatos que nos hundieron después. Mercado: mer-
cado puro y duro.
La Revolución francesa tampoco tuvo nada que ver
con liberté, ni egalité, ni fraternité, ni né de né. Se tra-
taba de quitar del medio a los hombres sabios que contro-
laban el mercado para que ocuparan su lugar otros hom-
bres sabios que estaban hartos de los primeros. El pueblo
siguió pasando hambre, las mujeres siguieron siendo vio-
ladas, los niños continuaron quedándose huérfanos, y todo
aquel que dijo “esta boca es mía” fue rasurado a concien-
cia por el magnífico invento del profesor Gillotin. Me pre-
gunto si lo de Gillette querrá decir un ‘gillotín’ aun más
pequeño. Mercado, ¿no?
La Primera Guerra Mundial tuvo que ver con el reparto
de África, por supuesto. ¿A quién le iba a importar un prín-
cipe muerto más o menos? Las fronteras de África, claro.
Carbón por aquí, oro y diamantes por allí, materias primas
a raudales... Mercado negro –bromas aparte–, sin más. Y
excusa creíble para que los hombres menos sabios fueran

33
derechitos a la gloria de la guerra, del ardor guerrero y lo
demás.
Lo de la Segunda Guerra Mundial fue más esperpén-
tico aún. ¿Iba el tío Sam a permitir que Alemania se que-
dara con un mercado de varios cientos de millones de con-
sumidores? ¿Cómo iban a consentir que entre Alemania
y Japón se adueñaran de dos terceras partes del mundo
con posibilidades económicas? Mejor entramos en guerra,
destruimos esas dos terceras partes, arrasamos a la com-
petencia, reconstruimos las dos terceras partes que hemos
arrasado, llenamos de nuevo nuestros almacenes de armas
que hemos dejado secos, y nos apropiamos del mercado de
esas dos terceras partes –uniéndolo al nuestro, que es la
tercera parte restante, nos quedamos con el tinglado com-
pleto–. La pantomima de Pearl Harbour no se la traga nin-
gún cerebro que no sea estadounidense. Provocamos a los
pobres japoneses, los obligamos a darnos caña, les planta-
mos delante un cebo hermoso, los vemos venir, nos hace-
mos los locos y dejamos que nos bombardeen y nos maten
a unos cientos de negros y mejicanos, y luego estamos legi-
timados para entrar en guerra, cargarnos a los nazis, pro-
bar en campo real la bomba atómica y todo lo que ya sabe-
mos. Unos fieras, los sobrinos del tío Sam ese. ¿Por qué no
vendrían a dar caña a Franco? ¿Es que era más bueno que
Benito o que Adolfo? ¡Qué va! Lo que pasó es que Españo-
landia estaba arrasada por la Guerra Civil, aquí no había
ni petróleo, ni oro, ni carbón, y eso del turismo aún no
se había inventado. No teníamos ni dinero para comprar
hamburguesas, así que ¿para qué iban a venir aquí?
Luego llega la Guerra Fría, nos inventamos a Saddam,
a Osama, a Gadafi, a los talibanes y a los mil dictadores
sudamericanos y africanos que nos bailan al son que toca-

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mos, para que les paren los pies a los rusos malos, al mismo
tiempo que nos permiten limpiar de recursos sus países y
llevárnoslos calentitos para la tierra de la libertad. Coge-
mos y los armamos hasta los dientes para que echen a los
rusos de sus países, o bien para que se ventilen a cualquier
movimiento prosoviético que exista. Luego, cuando el tío
Sam se compra la URSS a golpe de coca-cola y perestroika,
estos jerifaltes matasietes ya no les hacen falta, y además
empañan su imagen mundial –como si a ellos les impor-
tara; son hijos de la gran putaña a fin de cuentas, así que
tienen la misma sangre pirata que toda esa raza–. De modo
que hay que quitárselos de encima, así que de nuevo a una
guerrita apetitosa para vaciar otra vez los arsenales, vol-
verlos a llenar, desprendernos de algunos miles de hispa-
nos y negros, y reconstruir de nuevo lo destruido –llenán-
dose, de paso, los bolsillos otra vez–. ¿Por qué no le dan
caña, de la rica, a Israel? ¿Acaso ellos no invaden Pales-
tina cada día de forma al menos igual de violenta que la de
Saddam en Kuwait? Será porque en Israel no hay petróleo,
o porque Israel es un satélite americano en medio de un
Próximo Oriente hostil, o porque el noventa por ciento de
los hombres sabios que mandan en los USA de marras son
de ascendencia semítica.
Me surge la idea que, de paso, podrían venir para
Cádiz y darles caña a los putánicos que llevan allí desde
hace siglos. O mejor aún, podían invadir Gran Putaña para
devolvérsela y derrocar a la dinastía de juerguistas y vivi-
dores que manda allí desde tiempo inmemorial –que por
cierto, invadieron las Malvinas cuando creyeron que había
petróleo, y se largaron de allí cuando descubrieron que lo
único que había era hambre–, lo mismo hicieron en Irak.
Y lo cierto es que sale mucho más barato matar, asesinar,

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violar, invadir y pisotear a todo el mundo cuando se hace
en nombre del sagrado mercado controlado por los hom-
bres sabios del vaquero loco y acomplejado, que hacerlo
en nombre de cualquier idea altruista, por muy verdadera
que ésta sea.

36
REFLEXIÓN TERCERA.
CITAS HISTÓRICAS

Una cita histórica es cuando quedas con una persona


que te atrae sexualmente, cenas con ella, tomas unas copas,
descubres que la vida merece la pena ser vivida, y luego,
finalmente, pasas diez horas encerrado en una habitación
intercambiando fluidos corporales y pensando que si esto
es tan bueno sin existir dios, cómo podría ser si realmente
existiera.
También puede catalogarse de cita histórica aquella
ocasión en la que quedas con unos amiguetes –o unas, que
luego me acusarán de “machista lingüístico”–, echas unas
risas, te pegas un homenaje, pasas una noche de miedo, y
encima el camarero se equivoca en la cuenta y cobra tres
rondas de menos.
Cita histórica es cuando vas en enero a tu médico de
cabecera y éste te remite al especialista. Después de una
espera de veinte minutos en la cola para que la funcio-
naria –¿ahora que utilizo sólo el femenino, también se
molestarán algun@s (¡odio el uso de la arroba!) feminis-
tas trasnochad@s (Josemari nuestro, que nos enseñaste el
significado real del verbo “trasnochar”...)? – deje de hablar
con el compañero que viene de meterse UNA HORA COM-
PLETITA de desayuno, comprobamos que la cita con el
especialista se producirá en febrero... ¡del año siguiente!
Así que cuando vamos finalmente al especialista, trece

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meses después, la primera cita que tuvimos con nuestro
médico de cabecera ha pasado a convertirse en una cita
histórica.
Para completar la ronda, cita histórica es Cái –algún
día me atreveré con una gramática y una sintaxis anda-
luza; o, al menos, me atreveré a escribir en andaluz; ¡viva
Pérez Reverte!–. Es de plata, es de ensueño, es de este Al
Ándalus de mis alegrías y miserias, y es la más antigua de
todas las tacitas, las tazas, las copas y toda la vajilla al com-
pleto. Así que síganme los buenos, y levantemos lo que ten-
gamos entre las manos para brindar desde el mundo por
otros cinco mil años de sal, tanguillo y coplas. Y esperemos
que no dure tanto al frente del consistorio la señora Mar-
tínez. Por cierto, a pesar de gaviotas manchadas de men-
tira y chapapote, y a pesar de tantas otras cosas ¡Astilleros
no se cierra!
Y finalmente llegamos a lo que realmente se conoce
como “cita histórica”. Hubo gentes que a lo largo de su vida
han estado muy preocupadas, sobre sus seguras colinas,
en encontrar una frase que retratara con exactitud cual-
quier momento de gloria (supuesta o real) mientras miles
de hombres se mutilaban en campos de batalla de valles
cercanos, defendiendo causas o egos ajenos. A ver cuántos
siglos contemplaron a los infelices que se dejaron el alma
peleando por las pirámides, o busquemos a alguien que
recuerde el nombre de cualquier legionario romano de los
que perdieron le piel a tiras luchando en la Galia, mientras
Julio cantaba soy un truhán –creo que me he equivocado
de Julio, aunque no estoy seguro–.
El pequeño cabo era un aficionado a esta arriesgada
labor, mientras los infantes de la patria se cubrían de gloria
–curiosa forma de llamar a la mierda, el barro y la metralla;

38
aunque en España también sabe algo de eso la fiel infan-
tería–; y nos dejó joyas del tipo de los cuarenta siglos, o
del sillón forrado. Pero lo cierto es que él tardó bien poco
en encargarse un forro propio. César fue otro aficionado
a esta labor, aunque al menos se puede decir en su favor
que él se mantuvo fiel a su estilo hasta el mismo momento
final: siempre he tenido la impresión que cuando increpó a
Bruto con el último aliento, estaba mirando a un fotógrafo
de Efe en lugar de mirar a su interlocutor, al que, de paso,
metió también en los libros de historia.
En casa también contamos con algún que otro ejemplo
de grandes hacedores de citas, victoriosos en mil batallas
libradas desde Aranjuez, Sevilla o La Granja. Curioso fue
Felipe II, que se ventiló a medias con La Mancha –el canal,
no la del Quijote– a miles de paisanos, mientras se lamen-
taba de ser él mismo un elemento de cuidado. Tal vez al
referirse a los elementos no dijo exactamente eso, pero
seguro que más de un pobre marinero anónimo, calado de
agua y frío hasta la médula, lo pensó mientras se iba al
fondo del canal, al mismo tiempo que el piadosísimo y aus-
tero Felipe posaba para algún pincel, entre sedas y tercio-
pelos. Aunque, al menos, de este reyezuelo se puede decir
que no se gastó el dinero en putas y mamporreros, ni en
palacios para queridas, ni en juergas palaciegas. No sé qué
es peor, si esto, o lo que nos ocurrió siglos después, con
Austrias deficientes y tarados, o Borbones de todo tipo.
Creo que antaño existía una enfermedad a la que se la lla-
maba sífilis si era sufrida por un desgraciado cualquiera, y
tisis, o algo así, en caso de ser el enfermo de estirpe real–.
Y para gafe, el pobre Cervantes, ya saben, el chaval
ese que promete. Creo que si le dan unos añitos para que
madure –unos cinco siglos o así–, acabará por consagrarse

39
como escritor. Igual hasta le publican un librito. Don
Miguel nos dejó una auténtica joya, apenas una docena de
palabras, que es mucho mejor con diferencia que las miles
de páginas de tostón del ingenioso hidalgo –por mucho
que los críticos se empeñen en catalogarla de obra cum-
bre de la literatura española: qué presunción, suponer que
se tiene el suficiente conocimiento como para afirmar que
nadie fue capaz de superarla en quinientos años y, sobre
todo, suponer que se tiene el suficiente conocimiento
como para afirmar que nadie será capaz de superarla en el
futuro–. En fin, que el pobre don Miguel, entre maullido
y maullido del estómago, lampando por algo que dige-
rir, y entre tostón y tostón –o página y página del hidalgo,
léase según el gusto de cada uno–, aún tuvo tiempo para
regalarnos lo siguiente: “Cada cual es como Dios le hizo, y
aún peor muchas veces”. Chapó por don Miguel. Una de
las citas históricas más redondas que conozco. Puede que
sea la mejor, si tenemos en cuenta que sólo conozco ésta,
la de Sócrates, y las de Helenio Herrera y Torrebruno. De
cualquier manera, nadie podrá negar que la profundidad
de esa frase bien merece la pena y justifica que su autor
encuentre sus dos renglones en los libros de historia –y
todo eso sin mandar al matadero a miles de desgraciados
en pos de la gloria–. Tal vez se podría afinar si se sustitu-
yera el Dios en mayúscula del original por la naturaleza en
minúscula, pero no es plan de venir a corregir a don Miguel
quinientos años después –que ya dije que torear desde la
barrera es muy fácil y es propio de los críticos; además,
hoy es más fácil opinar porque no hay cerca ningún Tor-
quemada con antorchas y poder para usarlas–. Por cierto,
¿querrá decir “torre quemada”? Porque si es así, ese ape-
llido le venía como anillo al dedo a tan piadoso y cristiano

40
individuo, encarnación de las virtudes y del mensaje de
Jesús; en cualquier caso, ya sabemos cómo se decía “piró-
mano” en castellano antiguo, antes de la llegada de Freud,
la psicología, el psicoanálisis, y todo eso... –.
No es que hoy andemos demasiado mejor. Reciente-
mente, encontramos a quien dice que la calle es suya, a
quien promete porque puede, o a quien por consiguiente...
vaya usted a saber. Los hay que encuentran citas a pares,
como las brillantes “Váyase señor González” o “España va
bien”. Incluso, tenemos a quien tiene tanto talante como
para cambiar tranquilamente, o quien protagoniza moder-
nizaciones por sistema. Más le valdría a ciertas organiza-
ciones meter una manguera a presión por una puerta y
dejar que por la otra salieran todos los advenedizos busca-
vidas que pululan por sus filas.
Prefiero morir de pie a vivir de rodillas –más o menos–
es otra de las poco afortunadas citas que alguien largó una
vez para animar a la chusma a dejarse matar para satis-
facer los deseos de otro. Seguro que se le ocurrió a algún
hombre sabio. El hecho de que el pobre Ernesto –bandera
de generaciones, icono incombustible del inconformismo
y paradigma del guerrillero valiente, desinteresado y gene-
roso– encontrara la muerte que siempre buscó para legi-
timar su discurso y su vida no lo excluye de figurar en la
lista de los hombres sabios. O por lo menos pensó, escribió
y actuó como un hombre sabio en el momento de concebir
citas sobre la vida y la muerte. Y en otros momentos tam-
bién: que se lo pregunten a los cientos de ajusticiados por
su mano –directa o indirectamente– entre el morro y la
cabaña tras juicios tan sumarios y ridículos que rozaban lo
cínico (aunque si las víctimas pudieran opinar al respecto,
seguro que no encontrarían gracioso el asunto).

41
REFLEXIÓN CUARTA.
CRÍTICOS DE PRESTIGIO

Tengo la firme impresión que para dedicarse a la muy


noble tarea de criticar la obra de otro, hay una condición
indispensable: la ausencia total de gusto. Básicamente, la
crítica consiste en decir que te gusta todo lo que a nadie le
gusta, mientras que debes aborrecer aquello que a la mayo-
ría del vulgo le agrada. O sea, que es como el típico caso del
soldado que va a contrapié en el desfile y se niega a cam-
biar el paso, porque considera que los equivocados son los
otros tres mil mientras él se halla en posesión de la verdad.
(Bueno, ya sé que si alguna vez estas reflexiones ven la luz,
no van a contar precisamente con el apoyo y alabanza de la
crítica, pero la verdad es que es algo que me trae absoluta-
mente sin cuidado).
Me gustaría que alguna vez alguien me explicara cómo
se consigue el carnet de crítico, o dónde se puede uno gra-
duar o diplomar en crítica. También me valdría con que me
explicaran cómo se consigue trabajo de crítico aunque lo
cierto es que criticar a alguien no cuesta trabajo para nada
en absoluto. En la calle de mi pueblo donde viví de cha-
val, había alguna que otra persona que realmente podría
haberse dedicado a esta gratificante profesión.
Para ser crítico, pienso, hay que padecer de estómago,
hay que estar permanentemente cabreado, hay que ver la
vida gris oscuro tirando a negro, y hay que tener el ego

43
muy alto, la lengua rápida y las manos lentas. Es como
ponerle pegas a todo lo que hace otro, pero sin el como.
Y todo esto, sin haber hecho nada que sirva como modelo
comparativo. Me explico: no hay ningún crítico que haya
escrito El Quijote y luego lo utilice como patrón de medida
para todas las novelas, de modo que se pueda permitir el
lujo de calificar de “literatura fácil” o “comercial” a todas
aquellas novelas que no sigan el patrón marcado por él.
Pienso que hay que padecer de estómago porque todo,
todo, todo –cine, música, literatura, pintura...– está mal,
o mejor dicho, no está lo suficientemente bien como para
satisfacer el espíritu puro del crítico. Hay que estar per-
manentemente cabreado porque a veces no se puede esca-
timar en palabras que tiren por tierra la obra de otro; lo
importante no es respetar a ese otro con el que no compar-
timos gusto o motivación: lo importante es tirar por tie-
rra su trabajo, sin habernos manchado las manos traba-
jando nosotros. Qué fácil es torear desde la barrera. Y es
preciso ver la vida gris oscuro tirando a negro, porque para
ser crítico hay que buscar y rebuscar mucho entre toda la
basura que nos rodea, viéndolo todo como insatisfactorio,
para encontrar las verdaderas y únicas gotas de inspira-
ción capaces de satisfacer esa sensibilidad extrema, y ese
gusto exquisito que sólo ellos mismos son capaces de apre-
ciar. Hay que tener el ego muy alto, porque hay que creerse
por encima del bien y del mal; hay que creerse capacitado
para juzgar el trabajo ajeno y emitir sentencia firme sobre
él. No me digan si no hay que tener el ego alto como para
permitirse sentenciar sobre cualquier cosa que ni hemos
hecho, ni seremos capaces de hacer en nuestra vida. O si
no hay que tener el ego en las alturas para creer que millo-
nes de personas están equivocadas cuando aplauden un

44
libro, una película o una canción, y al mismo tiempo ase-
gurar que la obra en cuestión es de baja calidad porque
a MÍ me lo parece; es una pasada afirmar que la opinión
de uno está por encima del resto: más “cualificada”, más
próxima a la luz de la sabiduría. Y en cuanto a la lengua
rápida y las manos lentas... no hacen falta demasiadas
explicaciones: no pintar jamás un cuadro, pero descalifi-
car cuadros de otro; no escribir nunca un libro, pero enu-
merar los “defectos” del libro de otro; no componer o can-
tar nunca una canción, pero vilipendiar la composición o
actuación de otro; no dirigir o interpretar nunca una pelí-
cula, pero enjuiciar las películas de otro... En fin, un autén-
tico chollo esto de la crítica.
Volviendo a El Quijote, ahora está de moda, y parece
que todo el mundo lo ha leído y comprendido, ¡incluso
los políticos! Es increíble la desfachatez que tienen algu-
nos para considerarnos a todos unos memos descerebra-
dos, mientras critican a unos por no hacer lo que ellos no
hicieron cuando mandaban, o por llenarse la boca de pro-
mesas y palabras hermosas, que quedan totalmente des-
legitimadas por su propia actitud diaria. Les viene como
anillo al dedo el trillado ejemplo del médico que prohíbe
fumar al paciente con el cigarrillo colgado de los labios, el
paquete de tabaco asomando en el bolsillo de la camisa,
y el cenicero repleto de colillas. A pesar de todo, confieso
que nunca conseguí acabar El Quijote. Voy aproximada-
mente a unas cien páginas del inicio de la segunda parte
–no está nada mal para llevar sólo diecisiete años leyén-
dolo...–, y ya que estamos sobre confesiones, pues sigo
confesando y confieso que me aburre casi tanto como el
debate sobre el estado de la nación –será porque soy un
inculto zafio y patán, sin gusto por la buena literatura–. O

45
mejor aún, será porque soy andaluz, y por tanto sólo soy
capaz de entender de palmas, cante, toros, y de trabajar
como doméstico en casa de un médico de MadriZ, o de
portero en un edificio de BarceOlona)–.
Es curioso cómo hay personas, obras, o situaciones
que se convierten en icono, y su imagen como icono llega a
sobrepasar tan de largo su propia calidad intrínseca como
persona, obra o situación, que generaciones enteras se las
dan de “entendidos”, “cultos”, o “puristas” –o todo a la
vez e incluso algún calificativo más–, con sólo invocarlos,
aunque realmente no lleguen a saber nada de ellos. Segu-
ramente habrá en la historia mejores cantantes que Kurt
Cobain o John Lennon, mejores actores o actrices que
James Dean o Marylin Monroe, mejores “políticos” que
Ernesto Guevara o JFK, y mejores autores que Cervantes
o García Lorca. Estoy seguro que si al colectivo de críticos
aún le quedara hacia este modesto reflexor –¿se dirá así de
quién reflexiona? ¿tendrán las almohadas algo que ver con
los almohades?– algún resto de simpatía, estoy a punto
de dilapidarlo. Con toda seguridad existirán discos mejo-
res que Never Mind o Sergeant Pepper, películas mejores
que Al este del Edén o Ellos Las Prefieren Rubias, mejo-
res acciones que la batalla de Santa Clara o la resolución
de la crisis de los misiles en Cuba, y escritos mejores que
El Quijote o La casa de Bernarda Alba. Incluso en caso de
que realmente no existieran ni obras ni autores mejores
que los citados –que son ejemplos meramente ilustrativos
y por supuesto no tengo nada contra ninguno de ellos–, la
valoración que hacemos de ellos no deja de ser meramente
subjetiva. Lo que ocurre es que en la mayoría de los casos,
el icono está por encima de cualquier otra circunstancia, y
bastante a menudo es la “crítica cualificada” la que aporta

46
o resta prestigio. Curiosa situación, si tenemos en cuenta
que Cervantes se murió más pobre que las ratas, o Van
Gogh tenía menos fondo que el Guadalquivir en agosto.
La crítica, que muchas veces se lanza al desga-
rro de obras o autores, condenándolos al ostracismo en
vida, no tiene ningún reparo en adoptar posteriormente
dichas obras y autores, y reivindicarlos tras la muerte de
los segundos. Como si eso le sirviera de consuelo al autor.
Como si hubiera un club social en el paraíso donde los
autores pudieran codearse entre ellos y recibir aclamacio-
nes a la salida. Como si de veras tuviéramos una eternidad
donde los pobres fuéramos los ricos y los últimos los pri-
meros. ¿Alguien puede imaginar a Vincent y a Don Miguel,
mofándose de Miró o Cela por toda la eternidad? Esto me
lleva al principio, al regalo envuelto en lujoso papel conte-
niendo en su interior una sola tarjeta de felicidades.

47
REFLEXIÓN QUINTA.
HOMBRES SABIOS

El hombre es sabio, es fuerte, es valiente, es guardián


de bienes y patrimonios, y es fuente perpetua de consejos
y conocimientos. El hombre se ha encargado de convertir
el mundo en lo que es, y gracias a tantos y tantos hombres
que han sido líderes mundiales a lo largo de la historia, vivi-
mos en este paraíso que hemos heredado. El hombre es un
animal político, es un artista, es un brillante estratega, un
glorioso militar o un padre firme y con autoridad. El hom-
bre es la cima de la creación, y como tal, sólo está sujeto a
error porque si no tuviera la capacidad de errar, sería tan
perfecto como dios y sólo dios es dios, porque de no ser
así no sería único, y entonces esto no sería monoteísmo, y
volveríamos al Olimpo, y la iglesia se iría al garete, y Sata-
nás andaría de copas como Pedro por su casa, y esto sería
todo un cachondeo. Por cierto, que si dios es perfecto, se
puede decir de él que es infalible. Aunque si alguien carece
de una facultad –por ejemplo, la facultad de errar–, ya no
es perfecto porque le falta algo. Entonces, si dios es per-
fecto y nunca se equivoca, y no puede ser perfecto porque
le falta la facultad de equivocarse, ¿cómo podemos enten-
der todo este tinglado? No hay problema, elegimos a cual-
quier polaco, hombre sabio por supuesto, para que les dé
caña a rojos y ateos; amenace con el infierno a los que pien-
sen demasiado –aunque luego acabe reconociendo que el

49
infierno no existe–; y condene a los curas que salen del
armario al tiempo que mira con comprensión a los curas
pederastas y santifica a fascistas y amiguetes, como quien
tenga escrituras de propiedad de grandes extensiones del
paraíso (y me pregunto dónde iría el Wojtila a por los títu-
los de propiedad).
Por cierto, que el papa mazinger –el robot era más
simpático, porque sólo iba a por los malos y dejaba en paz
a gays y lesbianas– es otro hombre sabio, santo, también,
capaz de llamar a sus fieles a la insubordinación civil para
condenar a la segunda división a gays, lesbianas y tran-
sexuales, de movilizar al Ejército de Cristo para negar al
Gobierno legítimamente constituido la no menos legítima
potestad para intentar acabar con el terrorismo de ETA; y,
al mismo tiempo, se muestra incapaz de llamar a la movi-
lización a sus huestes para condenar la barbarie israelí, o
la desfachatez del vaquero acomplejado para con el resto
del mundo, o para frenar el hambre y la pobreza que azota
a un altísimo porcentaje de la humanidad. Aunque para
esto último tendría que empezar por practicar un poco de
cristianismo y repartir entre los pobres, y esta es otra clara
variante del ejemplo del médico con el tabaco.
El hombre es sabio; más que eso, es sabio sabio. La
monda. Por un lado tenemos a Sócrates afirmando que
lo único que sabe con certeza es que no sabe nada, y por
otro lado tenemos a algún darwiniano –disculpas por no
haberme tomado la molestia de buscar su nombre, pero
entenderán que eso de la bibliografía no forme parte de
unas modestas reflexiones– que afirma de estos monos
calvos y bípedos que no sólo no es cierto que no sabe-
mos nada, sino también que llegamos a saber tanto que
somos “sabios sabios”. Pero sabios de verdad, sin comas

50
por medio, por mucho que el procesador de textos este
se empeñe en marcar como error el segundo “sabio”. Qué
sabrá un ordenador americano de sabiduría, si este país
considera como una prueba de sabiduría grande al hecho
de comer galletas para perros.
El hombre es tan sabio que ha nombrado a la testoste-
rona reina de la diplomacia, y ha puesto en sus manos el
destino de la humanidad. Tan sabio que, cuando ha podido,
se ha quedado cómodamente en casita mientras enviaba
a miles de otros hombres sabios a solucionarle las renci-
llas, las ambiciones o los complejos personales que no ha
sido capaz de solucionar él mismo, y para lo cual, miles de
hombres sabios han matado y se han dejado matar. Somos
tan sabios que hemos puesto nuestros destinos comunes e
individuales en manos de incapaces, que nos han llevado
a la deriva a lo largo de siglos, que han dilapidado nuestra
riqueza, nuestra sangre y nuestras vidas para satisfacer su
propio ego, su afán de poder, su patrimonio, su lascivia,
o tan simplemente su orgullo. Tan sabios que nos traga-
mos durante siglos que había un dios barbudo y cabreado
eternamente –¿sería un crítico profesional?–, empeñado
en poner el poder en manos de unos pocos, para que el
resto nos dejáramos la piel cada día por mantener sus pri-
vilegios. Somos tan sabios que además de tragarnos esas
patrañas, las tenemos tan bien digeridas que incluso hoy
en día somos capaces de creer mensajes de pobreza, virtud,
castidad, comprensión y perdón, lanzados desde púlpitos
engalanados, por hombres sabios tocados de oro hasta
en la ropa interior, de hombres que seducen y abusan de
niños y niñas con la condescendencia de sus superiores,
de hombres que condenan a otros hombres por amar y de
hombres capaces de perdonar cualquier atrocidad come-

51
tida en nombre de una supuesta verdad, pero insensibles
al dolor o la desgracia ajena.
Esos hombres sabios –los ha habido a lo largo de toda
la historia, y seguramente también en la prehistoria– han
inventado las armas de destrucción masiva, han ideado
mil formas de morir legalmente, han tejido redes espesas
de las que no puedan escapar el resto de hombres sabios y
se han empeñado en fabricar un complejo sistema de tri-
turación de ídolos caídos –porque así es más fácil ocupar
los espacios que éstos dejan, y también de arrimar todos el
hombro y protegerse unos a otros para evitar la caída, en
esa especial solidaridad que tienen entre ellos los hombres
sabios, conscientes de lo que les espera en manos de sus
semejantes en caso de caer–.
Los hombres sabios han sometido durante miles de
años a ese desalmado competidor que es la mujer; han
podido usar provechosamente la ventaja que les concede
la fuerza bruta; han destruido irremisiblemente a los más
débiles para poder construir una especie mejor, confor-
mada por los más fuertes; han utilizado a los menos afor-
tunados para levantar palacios, imperios, fortunas y nacio-
nes; han ideado terribles dioses e ídolos de barro para
amedrentar a propios y extraños e impedir rebeliones,
revoluciones, o incluso pensamientos recalcitrantes. Los
hombres sabios han escrito verdades como puños, del tipo
“la letra con sangre entra” o “cuando llegues a casa, pégale
a tu mujer, que ella sabrá por qué ha sido”. Los hombres
sabios no lloran, y dan la mano derecha en señal de res-
peto porque la izquierda la usan para limpiarse ciertas
partes de su anatomía, después de realizar ciertas funcio-
nes fisiológicas –disculpen si omito detalles, pero no me
atrae reflexionar sobre escatología–.

52
Dios hizo al hombre sabio a su imagen y semejanza,
y la excepción tiene la regla –¿no era así el dicho popu-
lar?–. La verdad es que este dios estuvo un poco chapu-
cero. Seguro que era un dios novato, por aquel entonces.
O peor aún, espero que no sea un aprendiz de dios, por-
que de esa forma, vamos aviados. En cualquier caso, está
claro que el hombre sabio ha heredado la tierra por man-
dato divino, y por eso, de vez en cuando, aparece un cau-
dillo glorioso, azote de rojos, ateos, y masones, y nos mete
a todos en cintura. Además es una lata esto de que el hom-
bre sabio pueda pensar. Deberían de existir sólo los hom-
bres sabios que son hombres sabios, porque así podrían
dominar el cotarro sin tener que enfrentarse a otros hom-
bres sabios que son hombres sabios pero de otra clase.
O quizá no. Quizá sea mejor que existan hombres
sabios que son hombres sabios para que se enfrenten a
otros hombres sabios que son hombres sabios pero de otra
clase, porque así los auténticos hombres sabios de las dos
clases pueden continuar en sus aposentos frente a la chi-
menea o el climatizador, bebiendo un buen licor y fumando
un buen cigarro mientras el resto de hombres sabios que
no son los auténticos hombres sabios se rompen la crisma
junto a banderas, tambores, himnos, patrias, lemas e ideo-
logías.

La educación. Los colegios profesionales

La educación es esa virtud, cualidad, característica –o


búsquenle ustedes la palabra adecuada–, de la que care-
cen un alto porcentaje de personalidades, políticos, gober-
nantes y monarcas de la historia. Al mismo tiempo, edu-

53
cación es aquello que hace falta para no cantar más de
cuatro verdades ante cualquier ventana de la Administra-
ción Pública, o aquella otra cosa necesaria para ver ciertos
programas de televisión sin tener vergüenza ninguna o sin
mandar ningún SMS acordándose de la familia del indivi-
duo que autorizó su emisión. Educación es lo que nos dis-
tingue de los perros y los caballos –a alguno– y nos impide
hacer nuestras necesidades en la vía pública.
Pero no es de ese tipo de educación del que me pro-
pongo opinar en este momento. Es de la otra educación, la
que usan los políticos como arma arrojadiza para hacerse
la puñeta unos a otros por cosas que prometieron cuando
eran oposición y que no cumplen cuando son gobierno. Esa
educación ridícula que recibimos en los centros educativos
–sobre todo en la enseñanza secundaria– e inútil para el
mundo real. Una inutilidad que aumenta conforme ascen-
demos en la escala y llegamos finalmente a la universidad.
La primera estupidez, la primera tomadura de pelo para
todos los miles de estudiantes que anualmente salen enga-
ñados de los institutos, pretendiendo llegar a una universi-
dad donde estarán a años luz de recibir la educación y for-
mación que imaginan, y que necesitarán en el mundo real,
es la prueba de Selectividad. ¿Selectividad? ¡Qué repeluco!
¿Es que sólo los selectos tienen derecho a ir a la univer-
sidad y los no selectos están condenados al infierno de la
mano de obra barata –y a menudo muchísimo más cua-
lificada que los técnicos–? ¿Es que no vale para nada el
esfuerzo realizado durante años en el instituto, y por eso es
necesario acudir a una prueba adicional? ¿Es que los profe-
sores de bachillerato son de segunda división y por eso los
estudiantes necesitan pasar un examen realizado por los
hombres sabios cercanos a los hombres sabios y corregido

54
por otros hombres sabios que sí son profesores de primera
división, y cuya opinión vale más que la de los profesores
de bachillerato? ¿Es que es un invento de los profesores
de bachillerato para cobrar unas pelillas más cada año por
formar parte de todo el tinglado que convierte a los estu-
diantes en selectos?
Y además eso no es todo. Luego, el alumno tiene que
enfrentarse a una feroz competencia a la hora de conseguir
que lo acepten en la facultad deseada, porque hay satura-
ción (debido a que muchos otros alumnos no han sacado
nota para entrar donde deseaban y tienen que conformarse
con entrar donde pueden o donde les dejan). O peor incluso;
puede que el alumno en cuestión tenga que meterse por
ejemplo en Derecho porque en Periodismo no lo admitían
por la nota de Selectividad. O sea, que es selecto, pero no lo
suficientemente selecto como para entrar en Periodismo.
Como si un mal día fuera determinante a la hora de decidir
el futuro de un adolescente –puede que el día de la Selecti-
vidad el estudiante en cuestión no tuviera a la musa de su
parte: ¿Por qué dudar de la juventud por principio?–.
Ahí no acaba el calvario, sino que comienza. Luego,
se encontrarán con profesores estúpidos e ineptos, paga-
dos de sí mismos, que a menudo flirtean con los jóvenes,
o profesores preocupados tan solo en corregir o modificar
dos renglones de su último libro de texto (para obligar a
los nuevos alumnos a comprar la última edición en el año
académico en curso). Tendrán que pagar auténticas fortu-
nas por cada asignatura en que se matriculen; tendrán que
hipotecar a sus padres para pagar los susodichos libritos
de texto, tendrán que realizar estúpidos y absurdos exá-
menes (que lo único que demuestran es la ineptitud del
profesor para enseñar algo útil y para evaluar lo que ha

55
enseñado, es más fácil catear a un alumno que reconocer
que ser un desastre como educador), y para colmo, cuando
acaben –si es que acaban–, tendrán que gastarse un pastón
para hacer un master que complemente la educación reci-
bida. Eso será porque la educación no es lo que debiera, o
porque el chiringuito de los masters está tan bien montado
que un montón de hombres sabios viven de él.
¿Quieren una prueba de lo que digo? Esta recopila-
ción absurda de ideas y reflexiones no es flor de un día, y
así mismo como la idea original nació en agosto de 2005,
hoy –veintisiete de abril de dos mil séis– es otra de esas
fechas que consigno porque así servirá como bibliografía
de estas líneas específicas. En la edición de hoy de El Dia-
rio de Sevilla –ese insigne ejemplo de independencia edi-
torial al que leo porque al enemigo hay que conocerlo–,
año VIII, número dos mil quinientos noventa y tres, apa-
rece un artículo que ilustra convenientemente estas impre-
siones de las que vengo hablando.
Un tal Francisco Núñez Roldán, a la sazón profesor de
Historia Moderna de la Universidad de Sevilla, opina revo-
lucionariamente acerca del sistema universitario actual.
Según esta eminencia, habría que eliminar el coladero
académico en que se ha convertido la universidad, y esta-
blecer un filtro tan riguroso de acceso que sólo pudieran
superarlo los jóvenes con formación suficiente. Para con-
seguir esto, y hacerlo de forma real y absolutamente efec-
tiva, sería indispensable transferir TODO el poder a los
centros, para que sean éstos quienes decidan qué alum-
nos son merecedores de estudiar en la universidad y cuá-
les no –según establecía la anterior ley del último gobierno
de Josemari–. Esto debería ser así porque según este ilus-
trado profesor, lo importante en la universidad tiene que

56
ser la calidad y excelencia de sus alumnos y no otras cues-
tiones, ya que lo contrario es fruto de pedagogos progres
–que acusan injustamente a los profesores del fracaso
escolar– y sólo contenta a padres y alumnos malos. Claro,
cómo no. La culpa del mal resultado de una operación qui-
rúrgica es del enfermo, por estar enfermo, no del cirujano.
(Del enfermo y de Felipe González, claro).
Pueden acudir a dicho diario y comprobar que es cierto
todo cuanto he escrito. Me pregunto cómo un individuo
como éste puede recibir un sueldo público. Es más, me
pregunto cómo puede impartir Historia Moderna en la
universidad. ¿Será para él Historia Moderna el liber iudi-
ciorum? Este hombre sabio no se habrá enterado que hace
tres décadas que todos los españolitos pobres somos igua-
les ante la ley –menos, los ricos ricos, los hombres sabios,
los fuera de la ley y Farruquito–. Y no se habrá ente-
rado aún que eso de la “excelencia” y de la “calidad” y de
“Santiago y Cierra España” no es Historia Moderna, sino
Arqueología Social.
Transmitir todo el poder a los centros. Claro. A gente
como él. Claro. Calidad y excelencia. Claro. Filtro riguroso
de admisión. Claro. Y debería de cantarse el Cara al Sol
por las mañanas, condenar al hijo del obrero a ser obrero
obligatoriamente –sin nada peyorativo para el obrero,
¿eh?, que yo soy obrero, hijo y nieto de obreros, y me enor-
gullezco de ello–, y mandar a las mujeres a la cocina, que
es donde deben estar. ¿No?
¿Qué enseñará este tipo en sus clases de Historia
Moderna? ¿Que Marx fue el Anticristo? ¿Que el Che era un
terrorista? ¿Que Dolores Ibarruri fue una bruja –la última
bruja de la historia–? ¿Enseñará que la Segunda Repú-
blica fue un terrible golpe de estado y que Franco acabó

57
la Reconquista en mil novecientos treinta y nueve al ter-
minar con ella y expulsar de una vez por todas a los rojos,
moros y judíos que quedaban? ¿Tendrá como asesor a Pío
Moa?
Seguro que esos padres y alumnos malos estarían muy
contentos de quedarse fuera del sistema universitario gra-
cias a sus sabios consejos, y de seguir pagándole su inmere-
cido sueldo mientras tanto. ¿Y qué haríamos con las estu-
diantAs? ¿Admitimos a las de calidad, a las buenorras que
accedan a bajarse las braguitas? ¿Y al resto? ¿Rechazamos
a las buenorras estrechas y a las feas? ¿Qué hacemos con
los andaluces o los extremeños? ¿Los remitimos del tirón
para labores agrícolas? Está clarísimo –al menos para mí–
que la principal reforma que necesita el sistema educativo
es librarse de tanto lastre arcaico y rancio, de tanto con-
servadurismo postfascista, de tanto retrógrado machista y
xenófobo que anda por ahí, y mirar al futuro de una vez, en
lugar de permitir que tanto dinosaurio nostálgico de fran-
quismo siga sentando cátedra en nuestras aulas.
Volviendo al asunto del joven recién salido de la uni-
versidad, una vez superados todos estos obstáculos, se
encuentra con que en el mercado laboral le piden ser
menor de veinticinco años, hablar y escribir al menos en
dos idiomas además del materno, tener uno o varios más-
ters, tres años de experiencia laboral en un puesto similar,
y por supuesto, plena disposición geográfica y temporal.
Encima, si eres mujer, te piden que no te cases ni te emba-
races en los próximos cien años, que no engordes, que no
uses ropa con demasiada tela, que sonrías a todos los hom-
bres sabios que estén por encima de ti en el escalafón, y
que cobres un veinte por ciento menos que cualquier hom-
bre que haga tu trabajo.

58
Si, a pesar de todo esto, consigues sobrevivir y encon-
trar un puesto, te encuentras con la mayor de todas. La
mafia. Sí señor, la mafia en estado puro. Los señores feu-
dales, dispuestos a todo por conservar y disfrutar de todos
sus rancios privilegios –incluido el de pernada, aunque
con matices–. Estoy hablando de los colegios profesiona-
les, claro está. Estos son los que controlan todo el tinglado.
Tienes que pagar un peaje para ejercer una profesión des-
pués de ganarte el derecho a ejercer con años de sacrificio.
Tienes que rendir pleitesía a un montón de viejos, calvos
y gordos –perdón a todos los viejos, calvos y gordos hon-
rados y que no pertenezcan a ningún colegio–, hombres
sabios todos, que controlan los gremios con mano de hie-
rro. Pagan, sobornan, inflan a otros hombres sabios para
que estos les mantengan su estatus feudal, y, mientras
tanto, extorsionan legalmente a todo hijo de vecino que
quiera ejercer una profesión, que puede ejercer, para la que
está acreditado. No basta con tu diploma. Tienes además
que ir y bajarte la ropa interior ante los colegios profesio-
nales que te dan caña a saco, sin anestesia, y encima son-
ríen groseramente y con la desvergüenza propia de todo
aquel que se sabe por encima de la ley. ¿Usted es abogado?
No señor. Usted es licenciado en derecho. Pero usted no
es abogado hasta que no pague el impuesto revolucionario
–léase “extorsión”– que efectúan de manera legal dichos
colegios. ¿Medico? ¿Doctor? Nada de eso, señor. Usted
pague, y entonces podrá ejercer. Usted ejercerá cuando yo
quiera, porque yo soy el don del barrio, il capo di tutti i
capi. Por los siglos de los siglos. Vergonzoso, como debe
ser.

59
REFLEXIÓN SEXTA.
SABIAS MUJERES

Las sabias mujeres son una subespecie del homo


sapiens sapiens, surgida bajo el auspicio de los hombres
sabios. En realidad, las sabias mujeres no son sino hom-
bres sabios que hacen sus necesidades agachados. Las
sabias mujeres son cómplices de los hombres sabios, y de
acuerdo con ellos, manipulan a las mujeres de verdad, las
confunden, las chantajean, las encorsetan, las disgregan,
las desconciertan, y finalmente, ayudan a que sigan bajo el
yugo de los hombres sabios sin que ellas se percaten.
Las sabias mujeres cogen un seiscientos, lo pintan, le
petrolean el motor, le cambian las llantas y las cubiertas,
le ponen un equipo de sonido, lo serigrafían y lo tunean.
Luego lo presentan en sociedad anunciando a bombo y
platillo que es el último grito de la automoción, que es el
último modelo, un prototipo salido del mejor estudio ale-
mán, que revolucionará el mercado automovilístico y que
supondrá un avance de años luz en comparación con lo
que había antes que él. Entre tanta labia, tanta demagogia,
tantos fuegos de artificio y tanta viga ante los ojos, a las
mujeres oprimidas por los hombres sabios les resulta com-
plicado ver ninguna pelusa. Es complicado –casi imposi-
ble– distinguir el grano entre tanta paja. Y el grano es que
el automóvil fantástico no es sino un seiscientos antedilu-
viano, y que la sabia mujer que lo anuncia y lo presenta en
sociedad viaja en una pedazo de limosina de diez metros,

61
con bañera y nevera interior, con dos o tres sirvientes que
satisfacen todas sus necesidades, y que cobra en un mes
lo que cualquier mujer normal cobrará por un año de tra-
bajo. Porque el trabajo de estas sabias mujeres es mante-
ner al resto de mujeres en el corral, para que no se rebe-
len ni den ruido. Antes, el hombre sabio pegaba tres voces,
tres empujones, tres golpes, y asunto resuelto. Tú estás
aquí porque yo lo digo. Hoy en día –a pesar de que conti-
núan existiendo energúmenos que actúan así–, al hombre
sabio le resulta más rentable, más políticamente correcto y
más vendible usar a las sabias mujeres y meter en cintura
al resto, usando otras armas que no son la fuerza bruta.
Las sabias mujeres –al igual que los hombres sabios–
hablan siempre usando la primera persona del plural. Lle-
van siempre una sonrisa de dentífrico tatuada en la cara, y
se giran saludando hacia la cámara moviendo toda la cin-
tura, cual autómata, para presentar siempre un aspecto
impecable. Las sabias mujeres usan discursos vacíos, pala-
bras vanas y contenidos inocuos, que luego venden como
avances espectaculares en políticas de género. A las sabias
mujeres les encanta perder el tiempo hablando del sexo
de los ángeles, porque de esa forma matan varios pájaros
de un tiro: no muestran su incapacidad ni su ineptitud en
el resto de facetas de la vida, no se les ve el plumero que
anuncia que sólo quieren ser hombres sabios que hagan
sus necesidades agachados, nunca dicen nada interesante
y por tanto nadie las escucha ni tienen por qué comprome-
terse con nadie ni con nada, y así algún etcétera más.
Las sabias mujeres explotan al resto de mujeres, les
pagan menos, las discriminan en el trabajo, las acosan
–que no todo el acoso ha de ser sexual, aunque de ese tam-
bién hay– y las despiden si se quedan embarazadas.

62
Las sabias mujeres se llenan la boca hablando de cuo-
tas de mujer, y sonríen cuando afirman que son un instru-
mento utilísimo para la integración, la igualdad, tararí y
tarará. Realmente, estas cuotas no son sino el instrumento
que tienen ellas mismas para llegar a los sillones que los
hombres sabios han guardado para ellas, y perpetuarse allí
a costa del resto de mujeres.
Las sabias mujeres son las auténticas mujeres-florero;
caminan al lado de los hombres sabios, ningunean como
ellos al resto del personal, fastidian y someten a las demás
mujeres, y salen sonrientes en las fotos oficiales, junto a
los hombres sabios a los que tanto admiran. Pero en rea-
lidad, el kilogramo de mediocridad entre las sabias muje-
res se paga más caro aún que entre los hombres –no olvi-
demos que las mujeres son más inteligentes por término
medio, y por tanto es más difícil encontrar mediocridad
en ellas–. No toman decisiones, no tienen poder, no ejer-
cen, no transforman, no hacen nada. Su único trabajo con-
siste en fastidiar, pisotear y subyugar a las demás mujeres
para tener contentos a los hombres sabios, y que ellos las
mantengan en sus recién estrenados sillones de hombres
sabios que hacen sus necesidades agachados.
Las sabias mujeres no han escrito la historia hasta hoy
día, pero lo que no nos puede caber ninguna duda es que
si dejamos el futuro en manos de estas sabias mujeres, lo
que nos espera no es mejor que lo que hemos tenido hasta
este momento. Crucemos las manos para que el resto de
mujeres del mundo tomen las riendas, y no permitan que
caigamos en otros ciento ochenta mil años similares a los
que hemos soportado hasta hoy. Es fácil para mí largarles
a ellas esta responsabilidad, cuando yo no he hecho nada
por cambiar las cosas, como el resto de hombres menos

63
sabios; o al menos, puede que haya hecho algo, pero sin
duda ha sido insuficiente.

El lenguaje sexista

Una de las principales trampas urdidas por el hombre


sabio ha ido encaminada o dirigida a las mujeres. El hom-
bre sabio –sin duda asesorado por sabias mujeres– se ha
terminado por dar cuenta que de seguir sometiendo y piso-
teando a las mujeres de la forma en que venía haciéndolo,
se le podía ir el asunto de las manos y perder el control del
cotarro. De modo que un día se puso a trabajar en la cues-
tión de controlar el asunto férreamente para meter a las
mujeres en el saco y mantenerlas sometidas otros cuantos
miles de años.
Para conseguirlo, el objetivo estaba claro; se trataba de
impedir que las mujeres pensaran, que tomaran el poder,
que asumieran el control, que plantearan una alternativa
femenina al modelo de sociedad impuesto por el hombre
sabio. Para ello tramaron una estupenda farsa, un fantás-
tico ardid a través del cual están consiguiendo mediatizar
a las mujeres y convencerlas que la solución a su someti-
miento no está en encontrar una sociedad alternativa a la
de los hombres, sino en convertirse ellas mismas en hom-
bres. Es decir, los hombres sabios quieren que las muje-
res deseen ser hombres sabios y, de esta forma, no se dedi-
quen a encontrar un modelo de sociedad mejor que la de
los hombres sabios y en la que éstos y sus privilegios no
tengan cabida.
De momento, están ganando la batalla, y gracias a la
complicidad de las sabias mujeres, están consiguiendo que

64
el resto de mujeres no busquen alternativas. Les muestran
la zanahoria, les marcan el camino deseado por ellos, las
llevan a debates vacíos donde el mayor triunfo es la estupi-
dez absoluta, y les hacen creer en una fantasía de avances
que no son sino riesgos medidos y controlados por ellos
mismos.
El lenguaje no sexista es el gran bluff en las políticas de
igualdad, y la mayor estupidez de todas las estupideces en
este sentido. Hoy se es más feminista que nadie por dupli-
car las palabras para decir lo mismo, navegando en contra
de la corriente que marca la propia sociedad. ¿Se imaginan
redefinir todo el idioma? Yo no sería un hombre, sino un
hombrO. Y los concejales no serían tal, sino concejalOs. Y
los albañilOs. También tendríamos que redefinir la fauna,
y un águila macho sería un águilO. Y lo mismo ocurriría
con el panterO, el jirafO, el iguanO y así imaginen el resto.
Y con los plurales, pluralAs y pluralOs, no vean. Compa-
ñeros y compañeras, amigos y amigas, asistentEs, asisten-
tAs y asistentOs; tíOs, tíAs y tíEs –claro que sí, ¿o es que
los homosexuales no tienen derecho a reivindicar su pro-
pia vocal para ellOs, ellAs o ellEs?–.
Es el colmo del absurdo, y resulta absolutamente ridí-
culo –una tomadura de pelo y una vil falta de respeto–
que los hombres sabios y las sabias mujeres hablen de esa
forma, entre amplias sonrisas –mientras sus parejas están
en casa fregando–. Y agiten un lenguaje tan irreal y artifi-
cial como el gran paradigma de la integración de la mujer
en la sociedad.
Pero luego, a la hora de la verdad, las mujeres caen en
la trampa y les siguen el juego pretendiendo llegar a ser un
hombre sabio –puede que alguna lo consiga, pero aunque
es posible, es improbable– en lugar de dedicarse a idear el

65
modelo de sociedad de la mujer. Y así, mientras los hom-
bres sabios y las sabias mujeres hablan y hablOn de las
lenguas y los lenguOs entre sonrisas y sonrisOs, meten a
las demás mujeres en el saco, en la carrera por llegar a ser
hombres sabios.
Finalmente descubrimos que todo es una farsa, y que
en realidad todo está peor para las mujeres. Trabajan igual
que los hombres pero cobran menos. Están sometidas a
acoso laboral en un alto porcentaje. Tienen menos con-
tratos fijos, y el embarazo sigue siendo causa de multitud
de despidos. No llegan a puestos de responsabilidad en el
mismo porcentaje que los hombres. Y los puestos impor-
tantes de verdad, en los que se toman las decisiones, ni los
huelen.
Encima llegan a casa y tienen las mismas obligaciones
domésticas que antaño, en la mayoría de los casos, pero
el treinta por ciento menos de tiempo. Para colmo, siguen
siendo maltratadas por muchas de sus parejas, y las cifras
de mortandad son realmente espeluznantes.
¿De verdad que las cuotas en los partidos y el lenguaje
no sexista son los dos paradigmas del feminismo del siglo
XXI? Por favor, mujeres del mundo, rescatadnos. Inven-
tad un término nuevo que no sea tan parecido a machismo.
Por favor, no permitáis que los hombres sabios y las sabias
mujeres os metan en el saco como hicieron con nosotros.
Por favor, cread un nuevo modelo de sociedad –podéis
hacerlo mucho mejor que nosotros–.
Y por favor, no caigáis en la trampa: no sigáis a fal-
sos profetas, falsos discursos ni falsas banderas. Os lo pide
un hambriento de mujeridad, mujerismo o lo que vosotras
queráis.

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REFLEXIÓN SÉPTIMA.
LA FILOSOFÍA

La Filosofía es todo aquello que no sirve de nada, que


tiene escaso valor práctico, que es difícil de aplicar, que
te crea infinitos enemigos, y que no te aporta ningún tipo
de beneficio económico ni material, pero que al menos te
puede dejar la puerta abierta para que alguien te descubra
dentro de doscientos años, te rescate del ostracismo y te
encumbre al Olimpo de los Dioses Pensadores, garantizán-
dote así los tan ansiados dos renglones en los libros de his-
toria. Puede que incluso los dos renglones sean dos pági-
nas: dependerá de los recursos que tu descubridor invierta
en recuperarte. Miren al pobre Cervantes, cuántas páginas
ocupa hoy y cuánta hambre pasó en vida, aunque no fuera
exactamente un filósofo.
El último gran filósofo que recuerdo fue Freud, aunque
él mismo puede que no fuera consciente en vida ni de ser
filósofo ni de ser grande. Y es que no hay nada como pasar
doscientos años bajo tierra para triunfar. Seguro que hoy
día nos codeamos con algún filósofo incomparable, pero
no nos daremos cuenta hasta dentro de dos siglos –a pesar
de los titánicos esfuerzos de Jesús Quintero por poner una
pizca de ironía inteligente y de bohemia mordaz en nues-
tras vidas–.
La Filosofía es una amante insatisfecha, seguramente
por la propia incapacidad del amando. Pero, también con

67
total seguridad, tras cuatro décadas de matrimonio ado-
bado con sucedáneos de felicidad, esa antigua amante
insatisfecha recordará con nostalgia aquellos días de ben-
dita insatisfacción, y los añorará e idealizará como si fue-
ran los más felices de toda su existencia. Una letra de sevi-
llanas dice que “no hay nada más bello que lo que nunca
he tenido...”. Es triste, pero tiene una pinta de Verdad con
uve mayúscula que tira de espaldas. Ésto, unido a la tre-
menda afirmación según la cual “cualquier tiempo pasado
fue mejor”, acaba de arreglar el patio y nos manda a todos
al terapeuta a seguir un tratamiento antidepresivo a base
de ricos electroshocks.
La Filosofía nos garantiza pasar hambre; de no ser tan
afortunados como mi primo Alberto, que, además de ser
todo un crack, es uno de los mejores filósofos que conozco,
de esos que hacen que la Filosofía sea un verso en prosa y
que la vida merezca la pena ser vivida. Como aquella Chon-
chita de Rota, cuando me partí por primera vez el tobillo,
¿verdad, primo?
Para ser filósofo hacen falta unas características espe-
ciales. Mucho tiempo libre, por ejemplo, y muchas ganas
de perderlo. O mucha pasta para gastarla en vivir y filosofar
sin tener que preocuparse de cómo ganar más pasta para
seguir viviendo –léase “trabajar”–. Y no es lo mismo ser
filósofo que ser profesor de Filosofía. Lo primero implica
una mirada sobre la vida y las cosas, con alguna que
otra reflexión –acertada o no– sobre ambas. Lo segundo
implica cinco años de carrera y una oposición aprobada –o
un enchufe en un centro privado o concertado–.
Seguro que esto de la Filosofía es “para los muertos”,
como decía Martínez Ares en La calle de la mar; “...los vivos
de Cái sólo premian a los muertos...”. Parece que cuando

68
alguien se muere sólo hizo cosas buenas en vida, de modo
que si lo que hizo fue escribir, pintar o filosofar, ya saben
cuándo va a recibir su medalla. Si lo que hizo en vida fue
matar a rojos, judíos o moros, no recibirá ninguna meda-
lla, sino un arito de esos de los santos, y un San delante de
su nombre. Por supuesto que yo ni soy filósofo, ni profesor
de filosofía, ni santo, ni pretendo ser ni una cosa ni otra –y
mucho menos aún la otra–. Sólo quiero ser guapo, feliz y
sano los próximos mil años. Y después de eso, quiero vivir
para siempre y no morir en el intento –con todo esto creo
que ya voy bien servido–.
A modo de reflexión inicial sobre la Filosofía, creo que
ya he cumplido con estas líneas. A fin de cuentas son tan
superficiales y carentes de calidad como todo lo demás,
de manera que puedo permitirme el lujo de continuar
adelante con las siguientes majaderías que me rondan la
cabeza. Por cierto, que hablando de medallas y reconoci-
mientos, éstos siempre recaen sobre gente que ya es impor-
tante en el momento de recibirlos. Por ejemplo, nunca
ningún cooperante perdido en el Tercer Mundo o en cual-
quiera de sus mil guerras recibió el Nobel de la Paz, pero
sí lo recibió algún que otro politicastro importante –aun-
que, en algún caso tuviera miles de muertes en su concien-
cia–. O el Nobel de Literatura, que nunca fue para ningún
escritor novel o joven y sí para viejas vacas sagradas, a un
paso de la fosa.
Por cierto, he escuchado varias veces que los premios
literarios están pactados de antemano, que los agentes
literarios, editoriales y autores llegan a acuerdos previos y
luego usan el certamen como promoción de una obra ele-
gida antes de realizar el concurso, que el resto de obras
van a la papelera directamente... ¡Menuda gracia! Seguro

69
que es mentira, porque yo he concursado varias veces y
no me gustaría tirar el dinero de esa forma. Estoy seguro
que nunca he publicado nada porque soy muy malo escri-
biendo, y no porque haya ninguna conspiración agente-
editor que colapse y tapone el mundillo... ¿o sí? Espero
que esto no me cueste ningún premio; si es así, ya tengo
mi ego a salvo y una excusa ideal para atacar a toda aque-
lla editorial que no me premie a mí.

Los hechos diferenciales; nacionalismo


y Al-Ándalus; lenguas e idiomas

El mundo camina hacia adelante, en una sola direc-


ción: da igual que esa dirección nos lleve al desastre o no,
lo cierto es que caminamos en una dirección.
O al menos, eso pasa en todo el mundo civilizado. En
todo, menos en Vascolandia y Catalandia. En todas partes
se habla de unir, y ellos hablan de separar. En toda Europa
se trata de integrar, y ellos tratan de disgregar. En toda
Españolandia se trata de igualar, y ellos tratan de diferen-
ciar. Muy inteligente, muy vanguardista, muy de futuro,
ya ven. Siglo diecinueve puro y duro. Ciencia ficción de la
buena.
Resulta que unos quieren volver al siglo décimo o así
por no sé qué asunto de un condado. Y por no sé qué cues-
tión de un idioma que hablan y que usan como arma arro-
jadiza, convirtiendo en cuestión de orgullo un acento que
–cuestiones territoriales aparte– es cualquier cosa menos
sensual y agradable al oído. Y ésto es tan cierto como el
hecho –para mi humilde opinión, dudosamente legal– de
tener que hablar obligatoriamente esa lengua para traba-

70
jar en la empresa pública, para asistir a la universidad, e
incluso para andar por la calle y comprar el pan –depen-
diendo de la panadera que te toque en suerte, claro–.
Por otra parte, otros quieren volver no al siglo décimo,
sino a la edad de las cavernas aduciendo no sé qué tipo de
suerte de un PH que sólo se encuentra en Vascolandia y en
el norte de Africa –y dudo mucho que Sabino Arana fuera
negro–. Aquí se inventan día sí y día también un idioma que
es cierto que cuando existió fue mucho más antiguo que el
latín, y como lengua muerta es digna de estudio. Pero como
lengua muerta, claro. Como lengua viva, a veces desde mi
ignorancia resulta cómico escuchar palabras como pelo-
tari o kale borroka. Supongo que esto se debe a que hace
tres mil años no existían ni calles, ni pelotas, ni el barroco,
de forma que cuando a los hombres sabios de Vascolandia
se les ocurre, en el siglo veinte inventar una historia para
vivir del cuento a costa del resto del personal, tienen que
inventar parte de esa historia, parte de una lengua muerta
hace milenios, y parte de una mitología inexistente, con la
que justificar sus sueldos, discursos, y su propia existen-
cia como grupo político. Que alguien me explique cuándo
existió un estado fronterizo entre Españolandia y la Repú-
blica gabacha, dónde están las pruebas históricas, dónde
están las fuentes, dónde están los restos de esa supuesta
civilización.
Y para colmo, tanto unos como otros llevan décadas
beneficiándose de la mano de obra regalada que el tío Paco
esclavizó en el sur para mandarla al norte a mendigar las
migajas de todos los recursos que nos escatimaba, mien-
tras los señoritos de caballo vivían en la villa y corte de
MadriZ a costa de nuestro sudor. ¿De dónde salían las
materias primas que trasformaron Bilbaoiak? De la rica

71
Morolandia. ¿De dónde salió la mano de obra que trans-
formó BarceOlona? De la pobre Morolandia. ¿De dónde
venían los esclavos que servían en las mesas de los ricos de
MadriZ? De la desgraciada Morolandia –aún hoy podemos
ver en las series televisivas cómo el médico, el arquitecto
o el empresario es madrileño, vasco o catalán mientras la
chacha, el camarero o el portero es andaluz–. Es decir, de
esta tierra incomparable de gentes generosas, sufridas y
trabajadoras, que saben responder a la perra vida y a las
explotaciones de los hombres sabios de todo el mundo con
una sonrisa y un gesto desmoralizado, a fuerza de pade-
cer, y seguir padeciendo, durante milenios el gobierno de
hombres sabios descerebrados, ineptos, gandules, ladro-
nes e incapaces.
Puestos a radicalizarnos, la civilización más antigua
como tal de toda la península estaba de Despeñaperros
abajo –pregúntenle a más de un romano–. Tarsis andaba
por aquí cerca, y creo que la ciudad más antigua de la piel
de toro se llamaba Gadir, que no andaba a orillas del Can-
tábrico precisamente. Así que si hablamos de cuestión his-
tórica, ya me dirán dónde podría haber más raíces. Por
cierto, que el condado aquel de Catalandia podría ser del
siglo diez, pero me parece que Morolandia era un par de
siglos anterior, así que si se tratara de establecer fronte-
ras geográficas, creo que Despeñaperros y la veteranía
–que es un grado– y la antigüedad le darían a Morolandia
la patente necesaria para cuestiones separatistas o de ese
mal rollito que se traen.
¿Hablamos de cultura? Espero que no me hagan de-
sempolvar la lista de escritores, poetas, escultores, ima-
gineros, pintores, músicos, dramaturgos... Y eso por no
hablar de toreros, actores y actrices, deportistas de élite...

72
Es que soy humilde, seguro, y no me gustaría incluirme en
ninguna lista que saliera de mi pluma.
¿Hablamos de idioma? No sé si entrar o no en esta
cuestión –al menos mientras no me dé por escribir en una
sintáxis y una gramática andaluza a mí, porque está visto
que ningún hombre sabio va a intentarlo... Será porque
están muy ocupados–. Si alguien duda que en Morolan-
dia se habla una lengua diferente, con decenas de dialec-
tos propios, que dé una vuelta por aquí y escuche hablar
a uno del campo de Gibraltar y lo compare con una de las
Alpujarras, para oír luego a alguien de Albox o compa-
rarlo con algún especímen de la Sierra Morena. Dam’er
búcaro d’en ca’r Cahlo, miarma. Seguro que al menos el
noventa y cinco por ciento de mis paisanos entienden lo
que está escrito en cursiva, pero en cambio dudo mucho
que se entienda con la misma nitidez y en el mismo por-
centaje de Despeñaperros hacia arriba. Pero como no
quiero hablar de lenguas o idiomas, puedo hablar también
de dialectos. Y hablando de dialectos, esto me permite afir-
mar que por aquí se habla el mejor dialecto de toda la piel
de toro. Hablamos el español del futuro, el que se hablará
en lo que quede de Españolandia en los siglos venideros. Y
lo hablamos hoy. Utilizamos el menor número de palabras
y fonemas para expresar el mayor número de ideas preci-
sas y concretas. Esto se llama “economía de lenguaje”, y
se entiende que un lenguaje es más avanzado cuanto más
economía de lenguaje presenta. De esta sentencia, me per-
mito afirmar que dado que hablamos el dialecto que per-
mite expresar más ideas con el menor número de fonemas,
estamos hablando al mismo tiempo el español del futuro,
porque las lenguas siempre avanzan hacia adelante y tien-

73
den a perfeccionarse economizando su lenguaje. ¿Puede
algún hombre sabio rebatir esto? ¡Toma ya!
¿Alguien hablaba de hechos diferenciales? También
tengo unas líneas para esos hechos diferenciales que a
algunos tienen tan orgullosos y llevan a gala como rasgos
de identidad que legitimen cualquier visión separatista.
Por aquí abajo, sí que tenemos un hecho diferencial ver-
dadero, auténtico, innegable e impagable. Aquí han estado
todas las grandes civilizaciones de la historia, todas se han
prendado de este terruño, todas se han quedado todo el
tiempo que han podido, y todas añoraron volver. Desde los
fenicios a los cartagineses, de los griegos a los romanos;
musulmanes, bárbaros, celtas... hasta franceses, ingleses
y americanos. Por cierto que estos dos últimos aún están
aquí, ya saben, Rota, Gibraltar, Macdonalds... Esa es la
cuestión. ¿Hechos diferenciales? ¡Aquí sí que hay un hecho
diferencial auténtico! Un hecho diferencial internaciona-
lista. Todo el mundo tiene a gala tener un hecho diferen-
cial nacionalista, ficticio, gregario, xenófobo, separatista,
excluyente... Aquí abajo tenemos el único hecho diferen-
cial internacionalista, y eso, le guste a quien le guste y no
le guste a quien no le guste, es una Verdad con uve mayús-
cula. Somos tan ricos como nuestro mestizaje nos permite.
Somos hijos del mundo, de la cultura, de la convivencia.
No queremos ser únicos, no queremos estar aislados, no
queremos separarnos de nadie. Queremos estar juntitos,
abrir las puertas, dejar que lleguen las gentes, las culturas,
las ideas. Nos gusta mezclarnos, abrazarnos, arrebujarnos,
y si es con poca ropa, o ninguna, y de buen rollo, mejor que
mejor. Que nadie nos venga con monsergas, ni siquiera nin-
gún hombre sabio. Somos una nación de naciones. Somos
ciudadanos del mundo: nos sentimos cómodos donde esta-

74
mos, pero también donde estuvimos y también donde este-
mos. Y esto es así porque nos preocupan las cosas serias de
la vida: el amor, la amistad, el cante, la poesía, el dolor, el
hambre... Y ningún hombre sabio ha sido capaz, ni lo será,
de quitarnos nuestra alegría de vivir, por muy tío Paco que
sea, por muchos tópicos que nos eche encima, por mucho
que nos explote o por mucho que se invente.
Después de esto, sólo tengo tres alternativas; irme
antes de que me expulsen, meterme a monje, o pegarme
una fiesta de escándalo, de esas políticamente incorrectas
que tanto les gustan a los hombres sabios que luego se lle-
nan la boca hablando mal de ellas. Pues muy bien, ya que
vamos a la hoguera, vayamos calentitos de verdad.

El terrorismo

“Terrorismo” es la definición que hacen los vencedo-


res de las acciones violentas que llevan a cabo los vencidos.
Cuando esas mismas acciones las llevan a cabo los vence-
dores, las denominan “daños colaterales”, y últimamente,
guerra preventiva. Si miramos la otra cara de la moneda,
los vencidos llaman al terrorismo “lucha armada” y a ellos
mismos se denominan como “guerrilleros” o “resistencia”,
mientras que a los vencedores y a sus acciones les llaman
“invasores” y “torturadores”.
De cualquier forma, e independientemente de todo
ésto, quienes pierden son una vez más, otra más, los mis-
mos, los de siempre. El ciudadano anónimo que pasaba
por el lugar equivocado en el momento inadecuado, en que
hizo explosión el coche bomba.

75
Aquí en Españolandia sabemos mucho de terrorismo.
Y en Vascolandia también saben; saben aún más. No voy
a relatar ni a enumerar la lista interminable de barbarida-
des de ETA, ni mucho menos. Ni tampoco la interminable
lista de barbaridades de la Iglesia Católica en Vascolandia
durante toda la vida de la banda. Ni la de quienes preten-
dan rentabilizar a los muertos.
Entiéndanme, no es que yo quiera que ZP acabe con
ETA. Lo que quiero es que ALGUIEN acabe con ETA. No
es que yo me haya olvidado de las víctimas PASADAS de
ETA. Lo que quiero es que no haya víctimas FUTURAS de
ETA. No es que yo quiera que suelten a los terroristas que
están HOY entre rejas. Lo que quiero es que MAÑANA no
haya nuevos terroristas a los que encarcelar.
Me parece absurdo, ridículo, amoral e inhumano que
supuestos dirigentes políticos demócratas saquen a pasear
a los muertos para rapiñar algún rédito electoral.
La sociedad no debería permitir que NADIE –y esto no
tiene nada que ver con rosas, ni gaviotas, ni hoces y mar-
tillos– usara cuestiones tan delicadas con fines tan poco
honestos. Quizá la diferencia entre las personas no sea su
tendencia ideológica sino su tendencia moral. Yo soy de
los que piensan que el fin no justifica NUNCA los medios.
Y además, creo que todo aquel que opina lo contrario debe-
ría, al menos, ser rigurosamente controlado en su labor,
sobre todo en el caso de que esa labor fuera la de regir
nuestros destinos. Creánme, me gustaría escribir tantas
líneas disparatadas sobre esta cuestión, que si lo hiciera,
estas páginas dejarían de ser una especie de ensayo loco y
absurdo y se convertiría en otra cosa en la que no quiero
que se convierta, de modo que déjenme con mis neuras y
sigamos adelante.

76
Las drogas y la prostitución

El poder es la principal droga dura que conozco. Le


sigue de cerca el dinero, y en tercer lugar y algo rezagada,
la lujuria. Luego vienen un sin fin de drogas blandas, ya
saben, el crack, la heroína, la cocaína, los alucinógenos,
las drogas de diseño, el alcohol, los esteroides... Luego vie-
nen las droguitas de juguete, tipo tabaco, cannabis, barbi-
túricos, pornografía... Y por último, están todas las demás
cuestiones que nos convierten en adictos a algo, pero que
coyunturalmente están aceptadas por la sociedad de cada
momento. Me refiero al juego, a la Play Station, a la prensa
rosa, las telenovelas, la siesta y todo lo demás.
Pienso que cualquier cosa prohibida se recubre de una
especie de aura mística que la hace más atractiva, más
deseada, y al mismo tiempo más peligrosa. Nos despierta
al animal que llevamos dentro, olemos el peligro, la san-
gre, y esto nos convierte en el depredador que somos en
realidad. La mejor forma de conseguir que los chavales se
vayan de botellona es satanizarla. Las grandes fortunas se
han fraguado con el tráfico de lo que sea, con el contra-
bando, con las sustancias ilegales –y con la especulación
urbanística, pero eso es harina de otro costal–.
La mejor forma de eternizar las drogas es mantenerlas
en la clandestinidad. Ésto, además de reforzar su teórico
carácter romántico, las vuelve más difíciles de conseguir,
más dulces de disfrutar y encarece notablemente su precio
–además de permitirles que campen a sus anchas libres de
cualquier tipo de control de sanidad o calidad–.
Como todo en la vida, creo que la solución para cual-
quier problema se encuentra en la educación y no en la
represión. O al menos, en la conjugación de ambas cuestio-

77
nes. De nada sirve meter en la cárcel al camello del pueblo,
porque en Colombia seguirá habiendo un narco que encon-
trará a otros camellos. De nada sirve detener al narco, por-
que siempre habrá alguien deseando ocupar su lugar bajo
el auspicio de algún político corrupto. De nada sirve desen-
mascarar al político corrupto, porque siempre habrá algún
otro político corrupto deseando comprarse algún caballo
una vez que ocupe su sillón. La solución pasa ni más ni
menos que por la legalización y control de las sustancias
y formación y educación del personal a todos los niveles.
Hay que desmitificar las sustancias prohibidas, y esto se
consigue haciendo que dejen de estar prohibidas, some-
tiéndolas a rigurosos controles, e impidiendo que nadie se
forre gracias a de la ilegalidad de las mismas. Y de este
paso, limpiaríamos el injustamente manchado nombre de
las fuerzas de la ley, tan a menudo vilipendiadas y acu-
sadas de perder por el camino del crematorio algún que
otro quilejo de material, para destinarlo a otros meneste-
res más gloriosos y útiles que servir de pasto a las llamas.
El asunto de la prostitución es la pera. Es como la
prensa rosa, las Crónicas Marcianas, la telebasura, las tele-
novelas o el Gran Hermano. Nadie sabe nada, nadie lo ve,
nadie lo usa... O poniendo algún otro ejemplo, es lo con-
trario de algunas doctrinas religiosas, es decir, de lo que
se suponen que todos hacen pero que ninguno hace en
realidad; ya saben, poner la otra mejilla, compartir, amar
al prójimo, perdonar y practicar el sexo sólo para pro-
crear. De una forma o de otra, la prostitución lleva mile-
nios siendo el segundo negocio más rentable de la histo-
ria –justo detrás de la inglesa caótica en el ranking–, y al
ritmo que va, dudo mucho que el negocio se extinga antes
de los próximos cincuenta mil años.

78
La prostitución es necesaria, y entiéndanme, no lo digo
en tono jocoso ni peyorativo, sino todo lo contrario. Digo
que es necesaria de la misma forma que entiendo que la
religión lo es. Y que quede claro que soy ateo no practi-
cante. Cuando algo lleva existiendo tanto tiempo es por-
que, por los motivos que sean, la sociedad necesita que
exista. Y partiendo de esta premisa, y agarrándonos al
echo innegable de la prosperidad de tal realidad, creo que
lo mejor que podría pasarle a todo el mundo –menos a los
proxenetas y a los tratantes de blancas– sería que de una
vez por todas se regularizara tan noble y sacrificado oficio.
Epígrafe correspondiente, alta en la seguridad social en el
régimen adecuado, cotización, bajas, jubilaciones... ¿Por
qué no habría de ser así? Y aquellos que se rasgan las ves-
tiduras –ya sea por estas palabras, o porque se las rasgan
cuando llenan los burdeles, que también–, que se compren
otras nuevas –vestiduras–, que seguro que tienen recursos
para hacerlo.
Los vendedores de carne deberían tener su seguro, sus
revisiones médicas, sus controles sanitarios, sus cestas de
navidad si llegara el caso... ¿Es que por el hecho de igno-
rar una realidad o mirar hacia otro lado vamos a conseguir
que desaparezca? Mientras este negocio sea ilegal, habrá
proxenetas que se forren gracias al trabajo ajeno, seguirán
existiendo hombres sabios que se encamen con menores,
seguirán existiendo padres que vendan a sus hijas a bur-
deles o mafias occidentales... Todo, por la hipocresía de los
gobernantes y también de la propia sociedad.
¿La solución? La legalización, por supuesto. ¿Qué
alguien quiere ejercer la prostitución? Que lo haga, que
pague sus impuestos, que tenga todos sus derechos al día,
que pueda facturar... ¿Acaso las empresas no tienen sucu-

79
lentos gastos anuales en este tipo de servicios? Pues otra
ventaja más, porque así podrían obtener facturas y desgra-
var como gastos de promoción.
En cualquier caso, y resumiendo, creo que necesitamos
menos golpes en el pecho, menos ira de dios, menos conde-
nas al infierno, menos moralina barata, menos hipocresía
por parte de todos, y muchas, pero que muchas, más ganas
de reconocer la verdad, llamar a las cosas por su nombre, y
tener una auténtica y firme voluntad de arreglar las cosas y
de transformar la sociedad –lo cual es el principal bastión
del ideario de la izquierda–.

Mandamientos y religión

Decía el bueno de Carlos que la religión es el opio del


pueblo. Ingeniosa aseveración; quizá la más ingeniosa y
verdadera de las suyas, si se tiene en cuenta dónde han
situado los siglos y los hombres sabios al resto de sus
ideas. No puedo decir hoy en día que sea seguidor de sus
teorías, aunque sí puedo decir que un día lo fui y que hoy
soy, cuando menos, simpatizante. Que no me venga nin-
gún hombre sabio a decir que están desfasadas, que son
irrealizables o que llegan a conclusiones equivocadas por-
que parten de premisas equivocadas. Lo que ocurre –una
vez más– es que los hombres sabios son incapaces de lle-
varlas a la práctica, porque están mucho más interesados
en llenar sus estómagos y sus cuentas bancarias, y en crear
iconos por los que enviar a la muerte al resto de hombres
sabios pero menos, mujeres y niños. No ha fallado la idea:
han fallado –y siguen fallando– los hombres sabios que
se esconden tras hoces melladas y martillos oxidados. Que

80
alguien me explique porqué en los procesos de renovación,
éstas siempre comienzan desde un determinado nivel
hacia abajo, mientras que desde ese nivel hacia arriba,
rostros y nombres prevalecen una década tras otra. Quizá
sea que los renovados están distraídos. Ojalá que despier-
ten pronto y se apliquen al cuento, porque de lo contra-
rio pasarán de jóvenes promesas a viejas glorias sin ape-
nas darse cuenta.
Pero volviendo a la religión, que era la idea principal
de este momento, no deja de resultar interesante la famosa
ley de Moisés. Mejor podía haberse fumado las tablas en
lugar de bajarlas del monte, teniendo en cuenta lo que nos
ha caído encima después. Los diez mandamientos no son
más que un decálogo de prohibiciones para los pobres,
ya que ellos no tienen ni dinero ni poder suficientes para
comprar su parcela de cielo, o para sobornar a Dios para
que mire hacia otro lado mientras se saltan el susodicho
decálogo.
Y si hablamos de los siete pecados capitales, pues qué
vamos a decir. Siete amenazas para los pobres, de manera
que ellos no ansíen vivir la vida del poderoso.
LA GULA.- No comas tanto como el rico. Es más, ni
siquiera desees comer, por si acaso pasan días sin que lo
puedas hacer.
LA AVARICIA.- No quieras tener tanto como el rico.
Es más, ni siquiera desees lo que tienes, por si viene el rico
y se lo lleva.
LA PEREZA.- No quieras vivir sin trabajar como el
rico. Ni siquiera desees descansar de lo trabajado, porque
perderás tu trabajo (y a ver qué haces luego).

81
LA ENVIDIA.- No envidies la vida del rico. Ni siquiera
envidies la vida de otro pobre, porque puede que venga el
rico y te quite la tuya.
LA SOBERBIA.- No te enorgullezcas de lo que tienes,
porque será peor cuando venga el rico –que vendrá– a qui-
tártelo.
LA LUJURIA.- No disfrutes de los placeres de la carne
ni desees a la mujer del rico. Confórmate con que el rico no
venga a por la tuya.
LA IRA.- Por si todo ésto no fuera bastante, no te enfa-
des cuando descubras que tu vida es una mierda y que
mejor quitar de en medio al rico entre todos los pringados
como tú, porque puede que entonces el rico se enfade y te
quite de en medio a tí.
Por supuesto, la palabra ‘rico’ puede sustituirse por
cualquier palabra similar, porque en cualquier caso, la ver-
dadera palabra a usar es ‘poderoso’, ‘hombre sabio’.
Llega un pobre desgraciado, hijo de currantes y padre
de currantes, y nos cuenta que dios es amor, que somos
hermanos e iguales, que si la solidaridad, que nos ame-
mos TODOS unos a otros y tal... Y claro, llegan los hom-
bres sabios –ricos, sacerdotes, poderosos– y se lo venti-
lan en veinticuatro horas. Pobre pringado. Y para colmo,
viendo que se podría armar un pollo con sus locas ideas,
se disfrazan de seguidores suyos, se inventan un credo a
medida, idean una religión perfecta para sus intereses, ¡y
eah!, otros cuantos miles de años de crédito por delante
para seguir fastidiando al resto. Y luego, amenacemos con
una eternidad de tormentos a todos los que NO hagan lo
que yo DIGO que hay que hacer –no lo que yo HAGO, que
generalmente es lo contrario a lo que he dicho–. Jehová,
Yavhé y Alá no tienen nada que ver con esto: son los hom-

82
bres sabios los que usan sus nombres en vano y para con-
seguir sus mezquinos objetivos.
La verdad es que en el bando del señor no andan sobra-
dos de caridad –cristiana o no–, y mejor que no se lleve la
cuenta de las víctimas de la fe, –cristiana o no–, porque
no habrían suficientes árboles que talar para transformar-
los en papel sobre el que apuntar todos los nombres. Y es
que, fanáticos y dioses ansiosos de sangre aparte, el hom-
bre sabio siempre ha sabido disfrazar sus ambiciones de
riqueza y poder bajo mascaradas ridículas llamadas ‘liber-
tad’, ‘democracia’, ‘religión’, ‘fe’ y un largo etcétera de pala-
bras bonitas y femeninas –¿dirán algo de esto las sabias
mujeres?– para que el populacho caminase feliz al mata-
dero entre banderas, amor patrio y cánticos de ardor gue-
rrero.
¡Si el pobre Jesús levantara la cabeza y viera en qué ha
convertido su mensaje el misógino advenedizo de Tarso...!
Seguro que tenía medio orbe buscándolo para ajustarle
las cuentas, porque semejantes individuos van por la vida
fastidiando al personal sólo por el mero hecho de fasti-
diarlo, y, de paso, andan pisando cuellos y lamiendo culos
para arrastrarse hasta el siguiente peldaño de la escalera
social.
Actualmente, en cambio, en nuestro desarrolladísimo
mundo occidental tendemos a satanizar –o lo hacemos
directamente– a los moros malos. En realidad, lo único
que ocurre es que el mundo musulmán –y perdón por
la generalización– se encuentra en un período evolutivo
–religiosamente hablando– diferente al mundo cristiano.
Ellos andan ahora por la época fanática e integrista que
nosotros –o vosotros– pasamos hace unos cuantos siglos.
Ésto es comprensible, ya que son esos siglos los que preci-

83
samente les llevamos de ventaja en cuanto a vida de nues-
tra fe. Pero que nadie se engañe; las guerras internas den-
tro de la propia religión entre suníes, chiíes y demás sectas
no son diferentes de las guerras que hubo entre católi-
cos, luteranos, calvinistas, anglicanos, etcétera. Y el fana-
tismo integrista actual no se diferencia mucho de lo que
tiempo atrás realizaron angelitos de la talla de Torque-
mada. Incluso no hace muchos años tuvimos algún que
otro azote –en el sentido más literal– de rojos, herejes y
ateos por este terruño. Cómo era... ¡Ah, sí! ¡San Escrivá de
Balaguer! ¡El nuevo ejemplo de caridad cristiana santifi-
cado por el amigo caro botija! Manda güevos...
Retomando la reflexión de los moritos malos, decía
que lo único que cambia es la coyuntura. Nosotros podía-
mos mandar a los tercios a degollar herejes porque tenía-
mos el oro de los indios que habíamos degollado antes; los
moritos, como no tienen ni tercios, ni oro, ni nada, pues se
buscan a algún pobre pringado adolescente y lo forran de
dinamita antes de remitirlo para el paraíso a cantar sal-
mos. ¿Podemos dudar que los pobrecitos se dejen engatu-
sar? Aquí en la tierra no pueden comer cerdo, no pueden
beber vino ni alcohol, tienen que ayunar un mes, no pue-
den irse de juerga ni ver tías buenas –están todas tapadas–,
no pueden meterse con los curas ni cagarse en dios cuando
les apetezca, tienen que rezar un montón de veces al día...
Y para colmo, tienen a los israelíes matando chavalitos y
violando chavalitas día sí y día también, con el consenti-
miento de Yavhé –se ve que Alá está de vacaciones–, y, lo
que es peor, con el consentimiento del tío Sam (que manda
más que ningún otro dios). Y de vez en cuando, si se des-
cantillan demasiado, va el tío Sam y manda unos cientos
de miles de marines para matar algunas decenas de miles

84
de moritos, violar y preñar a unos cientos de moritas, y
de paso dejarse en el camino a unos pocos miles de his-
panos y negritos, al tiempo que vacían sus almacenes de
bombas, para tener excusa a la hora de volverlos a llenar
–también se quedan con algún pellizco del pastel, no se
vayan a creer–. En cambio, si mueren en la guerra santa,
les espera un paraíso bestial, donde podrán hacer todo lo
que no hacen aquí; podrán fumar hierba de la buena, las
tías andarán ligeritas de ropa, el jamón y el tintorro son
gratis y legales, y hay una música de ambiente muy pare-
cida al flamenquito, pero a muy poco volumen, sólo para
acompañar. ¿Quién se lo pensaría ante las dos opciones?
Los orientales no cuentan, porque para ellos la religión
es tan relativa como todo lo demás, y aunque no digo que
no tengan sus rollitos con Buda y con algún otro dios o
diosa –seguro que lo tienen–, siempre andan más preocu-
pados en conocerse a ellos mismos y en lo que dan o pue-
den dar de sí que en fastidiar al prójimo. Qué pena que no
seamos todos orientales. Todos menos yo, claro, porque
así me hartaría de ligar. O igual me metían en algún zoo,
quién sabe.
Y para terminar este pequeño repaso, tenemos las reli-
giones del siglo veintiuno. Sí, ya saben, esas que se inven-
tan los americanos ricos para sacarles los cuartos a los
americanos más chalados. La peña llega a un rancho, se
pone en bolas, dona todo lo que posee al líder espiritual,
él llega y le pega un repaso sexual a su antojo, y luego se
dedican a vivir para la congregación. Todo es para ella. Eso
sí, el mes de vacaciones vuelves al rancho y te lo pasas en
bolas encamado como un condenado con todo lo que se te
arrime. Luego, a seguir currando y mandando la pasta al
número de cuenta que aparece abajo de la pantalla.

85
Bien mirado, eso sí que es vida. Quiero decir la del líder,
claro. Y hablando de vida, veamos que se nos ocurre.

86
REFLEXIÓN OCTAVA.
LA VIDA

La vida es una broma absurda que algún dios atibo-


rrado de cannabis nos regaló algún día, entre tiento y tiento
a cualquier botella de ginebra barata. Tan pasado debió
estar, y tan barata debió ser la ginebra, que al día siguiente,
cuando desaparecieron los restos de humo y alcohol de su
sangre, y sólo le quedaba en forma de recuerdo el clamor
de cien tribus africanas tocando el tam-tam dentro de su
divina cabeza, ni siquiera recordó habernos hecho regalo
de tal magnitud. Creo que esta teoría, a pesar de parecer
poco seria, es no obstante la más adecuada a la hora de
interpretar el sin fin de barbaridades mundiales de las que
somos testigos un día sí y otro también. Y esto es sólo a
grandes rasgos, porque si nos pudiéramos permitir el lujo
de enfocar el objetivo en cada uno de los dramas que se
desarrollan a diario en los millones de vidas anónimas que
nos perdemos, el tamaño del absurdo sería indudable-
mente incuantificable.
La mayor broma de esa absurda broma que es la vida
no es la propia vida en sí misma la vida, per se, diría
alguien con mayores aspiraciones lingüísticas que quien
escribe esto. Como decía, la mayor broma de esta absurda
broma que es la vida no es la propia vida, sino el hecho de
que realmente te das cuenta de todo justo casi al final de la
broma –digo de la vida–. Y todo ésto, en el hipotético caso

87
en que llegues a tener tiempo efectivo de darte cuenta del
asunto, porque no sería la primera vez, ni tampoco sería la
última, en la que algún prójimo –o prójima, no vaya usted
a creer– llega a la meta sin haberse dado cuenta de haber
terminado la carrera o sin llegar a aprender las reglas.
Cierto día, si es que llegas a vivir ese día, abres los ojos
y te enteras que tienes ochenta años. Y lo realmente triste
no es el hecho de tener ochenta años: es el hecho de que,
de esos ochenta años, pasaste los primeros veinte apren-
diendo lo que tenías que aprender para hacer bien lo que
tenías que hacer, los siguientes veinte evitando hacer lo que
tenías que hacer porque tenías miedos y remordimientos
de hacer lo incorrecto, los siguientes veinte lamentando
no haber hecho lo que pudiste hacer creyendo que podría
estar mal cuando realmente no era tan descabellado, y los
últimos veinte recordando todo lo que dejaste de hacer
porque bien estabas aprendiendo, bien estabas evitando,
bien estabas lamentando.
De manera que ése día, el de tu ochenta cumpleaños,
abres los ojos y llegas a la conclusión que los últimos veinte
años los pasaste recordando y contando batallitas acerca
de cosas que nunca hiciste, pero que realmente te hubiera
gustado hacer –incluso pudiste hacerlas–. Tantas veces las
has contado, tantas veces las has vivido en tu imaginación
hasta llegar a convertirlas en perfectas, sin ningún fallo
–para tus intereses, claro– que finalmente llegaste a creér-
telas, y no sabes si efectivamente son batallitas o recuerdos
auténticos. Y a todo ésto, llegas a la conclusión de olvidar
el tema, porque tienes ochenta años y total, para lo que vas
a durar, mejor aprovechar el poco tiempo disponible para
hacer todo lo que te dé tiempo, tras ochenta años de des-
perdiciarlo en mil cosas que no te apetecían.

88
Pero la cuestión no acaba aquí. No señor. Ahora que
al fin te decides a hacer cosas, todas esas cosas que nunca
hiciste porque estabas aprendiendo, evitando, lamentando
o recordando, descubres que tu cuerpo ya no te acompaña,
que no estás para según qué trotes, y acabas volviendo a
sentarte en la mecedora pensando en que, realmente, ésto
de la vida es una broma pesada y de mal gusto. Un enga-
ñabobos inmenso en el que cuando realmente estás pre-
parado para todo, cuando realmente tienes la suficiente
madurez y perspectiva para afrontar las experiencias que
se te ponen por delante, tienes que sentarte y olvidarte de
ello porque se te ha pasado el turno, y es el momento de
otro. Cuánta razón tenían los creadores de aquel anun-
cio publicitario de Mercedes o BMW, o cualquiera de
esas marcas alemanas que no recuerdo –¿podría ser Wei-
mar? No, ése creo que era el delantero del Bayer. O tal vez
fuera un pintor, no sé–. El anuncio ése, el de que debería-
mos de nacer con ochenta años e ir aprendiendo de final a
principio, para al fin comprarte el coche estupendo –con
opción a rubia espectacular incluida (este comentario
venía mejor en lo de los hombres sabios, pero no encon-
tré dónde meterlo)– justo cuando cumples treinta y cinco
y disfrutarlo a tope hasta los dieciocho –eso si la testoste-
rona te permite hacerlo, y no acabas despanzurrado con-
tra un camión por ir a ciento noventa donde sólo puedes ir
a sesenta. O por haberse dormido el camionero, que tam-
poco sería la primera vez–.
La vida es como una carrera a contrarreloj, pero invo-
luntaria y también inevitable. O sea, que sabes cuál es la
meta y el premio, no quieres correr tanto ni llegar al final,
pero por mucho que lo intentas, siempre acabas cruzando
la línea y llevándote el premio. A veces quieres no llegar, o

89
pararte por el camino. O saltarte las reglas para que algún
juez te descalifique y no te deje seguir. No entrenas para
correr más, no quieres llegar el primero, ni siquiera quie-
res llegar –para que luego diga algún escritor aficionado
como yo que Torrebruno no tenía razón con lo de que lo
importante no es ganar, sino participar y divertirse–.
Pero siempre llegas. Y es curioso, aquí todos tenemos
el mismo premio, la misma recompensa. La verdad es que
a veces no sabes si es un regalo o una putada. Menos mal
que finalmente se impone nuestra sabiduría innata –el
ser sabios sabios nos tiene que servir de algo–, y llega-
mos a concluir que realmente merece la pena y que por
tanto no es una putada sino un regalo, a pesar de los hom-
bres sabios, las sabias mujeres, las citas históricas y todo
ese rollo. Habría que tener en cuenta, también, la opi-
nión de gentes menos afortunadas que nosotros, para ver
si realmente tienen el mismo concepto de la vida, porque
seguro que no lo tienen tan claro. Por todas estas cues-
tiones, y sin duda por algunas otras que he olvidado en
mi inmensa sabiduría, hace años que elaboré y desarro-
llé una teoría incomparable que con total seguridad trans-
formará los cánones de la Filosofía –con mayúscula– de
todo el siglo veintiuno. Como ya habrán adivinado, estoy
hablando ni más ni menos que de la increíble, novedosa y
mundialmente famosa “Teoría del Segundo Mágico”. Sién-
tense, agárrense, cierren los ojos y disfruten. O pensán-
dolo mejor, no cierren los ojos, porque si lo hacen, difícil-
mente podrán seguir leyendo. Bueno, hagan lo que quieran
con sus ojos, y abandónense en las manos de la filosofía en
estado puro. Va por ustedes.

90
El segundo mágico

Por supuesto que los lectores más avispados ya habrán


llegado a la conclusión de encontrarse ante una tontería
más –otra más– de las que llenan estas páginas. Pero aún
así, éstas son mis reflexiones, así que nadie va a privarme
de darme el gustazo de poner por escrito mi “Teoría del
Segundo Mágico”.
Verán, creo que hay momentos especiales en la vida,
momentos únicos, irrepetibles, de esos que merecería la
pena capturar e intentar guardarlos en una urna de cristal
para poder verlos una y otra vez, para poder mirarlos hasta
la saciedad, para poder revivirlos a voluntad cuantas veces
fuera necesario.
Estos momentos son cualquier cosa menos gratuitos y
predecibles. A veces ocurren en pleno centro de una mul-
titudinaria ciudad, a medio día. Otras veces pasan en el
puesto de trabajo, entre cien compañeros y el ruido de
máquinas –excavadoras u ordenadores, qué más da–.
Alguna vez puede que sea de noche, y que no haya dema-
siada gente alrededor. Incluso puede que pase al ocaso o
al alba, en plena soledad, sin testigos que den fe. En oca-
siones son momentos de total comunión con otra persona,
de sexo ajeno o igual, con tensión erótica de por medio o
sin ella. En cambio, otras veces la comunión se da con uno
mismo, con su propio ser, con la naturaleza.
Es frecuente que cuando se está acercando uno de
esos momentos mágicos nos demos cuenta de ello, seamos
totalmente conscientes de lo que está ocurriendo. El aire
parece pesar más, u oler a algo indefinible; parece como si
fuera más denso, como si nos costara trabajo –o nos diera
pereza– realizar cualquier gesto por leve que éste fuera.

91
El tiempo parece que tiende a detenerse, aunque en reali-
dad somos conscientes que el reloj corre más que nunca, y
que dentro de un suspiro, el momento habrá llegado y se
habrá ido.
En esos instantes, cuando caminamos hacia la cima,
sentimos con más intensidad, vemos mejor, oímos con
más nitidez. Nuestro tacto se sutiliza y nuestro olfato se
agudiza, al tiempo que nuestro paladar capta más intensa-
mente cualquier cosa que se acerque a nuestra boca, humo,
sólido o líquido (incluida la saliva propia o ajena). Es como
oír la Cabalgada de las Walkirias, el Fortuna imperatrix
mundi o Así hablaba Zaratustra. Es un caminar in cres-
cendo hacia la cima, siendo conscientes de que llegamos a
ella.
Y la mayoría de las ocasiones intentamos decir la pala-
bra exacta, el suspiro adecuado, el matiz correcto que
haga que la vida y la creación tengan sentido. Es en ese
momento exacto, no en otro cualquiera. Sabemos lo que
tenemos que decir, lo que debemos hacer, el gesto que es
preciso mostrar. Lo sabemos: sabemos que es el aquí y el
ahora. Es ése el momento adecuado, el momento sublime,
el momento en el que todo depende de esa palabra, de ese
gesto. Es el “segundo mágico”, y en él cualquier cosa será
posible siempre que digamos esa palabra o realicemos ese
gesto. Es la cosa exacta en el momento exacto. Sí señor, es
el segundo mágico, y esa palabra o ese gesto no serán los
mismos fuera de ese segundo. Somos conscientes de todo
esto, y sabemos que si no hacemos o decimos lo que debe-
mos, el segundo mágico se irá para siempre. Se irá y no
volverá, ni tampoco lo encontraremos por mucho que lo
busquemos.

92
Pero también sabemos que es ahora o nunca, y muchas
veces –la mayoría– es en ese momento en el que nues-
tros miedos, nuestros complejos, nuestros tabúes, o nues-
tra herencia cultural o psicológica injustamente heredada
de generaciones y responsabilidades anteriores a noso-
tros mismos, entran en acción fastidiándolo todo. Y lo
más triste es que somos conscientes de estar perdiendo el
segundo mágico, somos conscientes de que se nos va de
entre las manos, pero muchas veces dejamos que se nos
escurra entre los dedos, como agua que se filtra irremisi-
blemente.
Luego –puede que en el segundo siguiente, o puede que
durante el resto de nuestra vida– intentamos reproducir
el segundo mágico. Intentamos decirle al tiempo que nos
hemos arrepentido de nuestro error, que estamos arrepen-
tidos de no haber capturado el segundo mágico, porque
sabemos que no abundarán esos segundos en nuestra vida.
Pero el tiempo es un asesino implacable de segundos mági-
cos, y nos ignora: sigue adelante impasible, impávido, y
no nos devuelve nuestro segundo. Intentamos tercamente
reproducir las mismas situaciones, y las mismas sensacio-
nes, lo colocamos todo en su sitio, incluso sobornamos a la
luna para que sea la misma, o chantajeamos a un millón de
personas para que hagan exactamente lo mismo. Pero no
es posible. El segundo mágico se ha ido, no lo hemos cap-
turado, y sólo nos queda llorar el resto de nuestra vida por
lo que pudo ser y no fue. Porque sólo los segundos mágicos
son segundos mágicos, y el resto de segundos pueden ser
excepcionales, útiles, maravillosos o únicos; pero sólo los
segundos mágicos son segundos mágicos, y aquellos que
se van, esos, ya no vuelven.

93
Esta es mi teoría del segundo mágico. Por eso les
animo a que los capturen, a que los vivan como si fueran
el último segundo mágico de sus vidas, porque cuando lle-
gue el auténtico último segundo, no tendrán la ocasión
de darse cuenta que ése es en verdad su último segundo
mágico. Mucha suerte.

El ocio

El ocio es un jugador vasco del Sevilla F.C. Ojalá que


el Sevilla gane la UEFA, aunque eso me cueste mudarme
a otra ciudad –soy bético reconocido, y en estas latitudes
ya se sabe lo que eso significa cuando el eterno rival consi-
gue triunfos–.
El ocio es eso a lo que a todos nos gustaría dedicarnos
durante todo el tiempo. Ocio es lo que hacen los ricos y los
funcionarios durante la mayor parte de su tiempo; y ocio
es a lo que se dedican los hombres sabios durante todo su
tiempo.
El mejor negocio del mundo es montar una tienda de
ocio y vender ocio al por mayor o al detalle. Podría ven-
der el kilogramo de ocio más caro aún que el kilogramo de
mediocridad, y estoy seguro que, a pesar de eso, me lo qui-
tarían de las manos.
El ocio es un invento que los hombres sabios se saca-
ron de alguna cabeza ajena para mostrarnos a los pobres
mortales lo bien que podemos vivir con el escaso tiempo
–y dinero– libre que nos dejan después de apropiarse de
nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestro tiempo y nues-
tro dinero para su propio gozo y disfrute. Así nos tienen
ocupados, y se aseguran que no nos dediquemos a pensar

94
en cómo podrían ir las cosas si no existieran tantos hom-
bres sabios y sabias mujeres que bien viven a nuestra costa.
La mejor forma de que una persona no piense en maneras
de mejorar la sociedad en la que vive es apatatarla.
¿Cómo se consigue? La fórmula es bien fácil. Primero
se le mete una jornada laboral de tomo y lomo. Segundo,
se le carga de impuestos por dos motivos, uno, soportar el
sistema y los privilegios de hombres sabios y sabias muje-
res, y segundo, que no levante la cabeza tanto como para
que pueda vivir de sus rentas y se comience a plantear
cuestiones incómodas. Tercero, se le planta en la cara una
oferta televisiva abundante, compuesta de tíos cachas, tías
de campeonato, telebasura a mogollón, vidas estúpidas de
personajes estúpidos que cuentan cosas estúpidas, se llena
los espacios libres de tíos en pantalón corto corriendo tras
un balón y se mezcla todo con ingentes cantidades de publi-
cidad para memos –valiente porquería de publicistas que
salen de las facultades con sus flamantes títulos y licencia-
turas bajo el brazo: ¿seguro que hace falta estudiar cinco
años para hacer las campañas de Súper Sol?–. Cuarto,
ponemos al alcance del bolsillo del vulgo un mes de vaca-
ciones y un apartamento, un viaje o un crucero. Pero sólo
para que puedan alcanzarlo una vez al año, y así nos ase-
guramos que el vulgo volverá al tajo otros once meses para
regalarse un mes a cuerpo de rey. Bueno, a cuerpo de rey
no, tampoco hay que exagerar. Cualquier Borbón de las
decenas que hemos mantenido en Españolandia se gasta
en una semana más que cualquiera de los curritos que los
mantienen en ese glorioso mes de vacaciones anuales de
que disfruta.
Uno de los pocos anuncios buenos –como ya dije antes-
es aquel de un automóvil que decía que la vida debería ser

95
al revés, y descumplir años en lugar de cumplirlos. Creo
que tiene razón, porque eso de tener todo el tiempo del
mundo para ociar justo cuando el cuerpo no tiene ganas
ni siquiera de eso, es una auténtica broma pesada. Aun-
que yo le haría un pequeño matiz al anuncio: deberíamos
nacer como nacemos y cuando llegamos a los diecisiete,
deberíamos de pasar a los ochenta. Y a partir de enton-
ces, es cuando deberíamos descumplir años hasta llegar a
los dieciocho, y quedarnos ahí durante todo el tiempo que
nos diera la gana, ociando, de buen rollito, con los colegas,
las botellonas, algún porrete y todo eso que no es correcto
mencionar hoy por temor a que algún ideólogo venga y nos
tache de rojo subversivo que incita a la juventud al desca-
rrío –cuando hasta tío Paco estaría orgulloso de ellos–.
Cada cual ocia como quiere. Hay quien se pone a currar
en su tiempo de ocio escribiendo ensayos o libros, pintando
cuadros, o haciendo inutilidades de esas. Hay quien ocia
currando más aún, pintando la casa, haciendo bricolage
innecesario, cortando el césped –quién lo tenga–, arre-
glando el jardín o haciendo pequeñas reparaciones domés-
ticas. Hay quien se dedica a castigarse haciendo deporte,
y hay quien se dedica a castigar a la naturaleza cazando o
pescando. Algunos ocian viajando catorce horas en avión
para pegarse cinco días tumbados en la hamaca de un
hotel junto a la piscina, para luego pegarse otras catorce
horas de vuelta –con lo fácil que sería irse a un hotel cer-
cano para hacer eso mismo–. Pero lo más increíble es que
hay quien ocia de verdad, o sea, que hay alguna gente rara
que de verdad se dedica a tumbarse en cualquier lado,
leer, dormir, pasear... ¡Dónde iremos a parar! ¡A este paso,
lo mismo a alguien le da por pensar y derrumbar todo el
invento!

96
Yo, como soy andaluzo –no es una errata, qué pasa–,
ocio veinticinco horas al día, ocho días a la semana, cinco
semanas al mes, trece meses al año, durante los últimos
ciento veinticinco años. Toma ya. Y no soy exagerado, lo
que pasa es que es una tradición que dura cientos de miles
de millones de años. Toma ya otra vez.
Una vez estuve en un lugar en el que había gentes de
varias comunidades, en una de las salas comunes de una
escuela, y cuando me presenté dije algo parecido a esto:
“Me yamo Manué y zoy de Zeviya. Zoy torero, y ayí en
mi tierra tor mundo’h’torero o artihta. Ayí no curra nai-
den, porque’h’tamo tor día tocando lah parma, cantando,
bebiendo mansaniya y dormiendo la siehta. Pero por zi
arguna vé a arguien le da por currá, tenemo contratao a
un vahco –porque loh vahcoh zon mu behtia– y a un cata-
lán –porque loh catalaneh zon mu jagarrao– pa que le
den una paliza ar pringao que quiera currá: er catalán é
jer que cobra y er vahco é jer que le pega”. Claro, la mayor
parte de la gente se quedó muy sorprendida ante esta
parrafada, y algunos de ellos se pasaron varios segundos
parpadeando. Unos pocos se dieron cuenta de la broma en
apenas tres o cuatro segundos –claro, eran los futuros diri-
gentes los que estaban allí–, y otros –la mayoría– tarda-
ron algo más –entre diez y veinte segundos, aunque la son-
risa de complicidad de alguno era más falsa que el billete
de seis euros–.
Pero lo más triste es que alguno me preguntó que si
realmente era cierto, y que cómo es posible que pasaran
cosas así. Eso mismo me pregunto yo; cómo es posible
que pasen cosas así. Y entre aquellos algunos ocupan unos
puestos de tal responsabilidad que me echo a temblar...

97
El ocio, por tanto, es una cuestión tan particular, tan
personal y tan exclusiva que lo mejor sería que a algún
hombre sabio o alguna sabia mujer se le ocurriera instau-
rar la licenciatura en Ociología y arte del escaqueo. Seguro
que sería todo un triunfo de asistencia a las clases y se dis-
pararían las solicitudes de matriculación. Y encima, podría
venderse electoralmente como un nuevo yacimiento de
empleo y como una innovación rotunda y un éxito clamo-
roso en el nuevo sistema educativo. ¡Qué sé yo! ¡Incluso
podría crearse un colegio profesional de ociosos y esca-
queados! ¡Qué pasada...!
En fin, que recapitulando en el tema del ocio, y para
hacer honor de mi fama de andaluzo, me voy a ociar un
rato, porque ya llevo más de un ratito chiquitito dándole a
la tecla, y tengo una reputación que mantener. Una repu-
tación que a los madriZleños y cataOlanes les ha cos-
tado siglos construir, así que entiéndanme que los deje.
Espero que no se me moleste nadie, porque sino le iré con
el cuento a algún antidisturbios de los de antes –¿o de los
de ahora?–, y ya verán qué es lo que vale un peine –o una
porra de las de verdad–. Hasta dentro de un ratito...

Lo correcto

Lo correcto sería seleccionar todo en el procesador de


texto de mi ordenador, darle a la tecla de eliminar, confir-
mar cuando me lo pregunte el trasto, y luego ir a la pape-
lera de reciclaje y repetir la operación. Pero bueno, a fin de
cuentas, yo también tengo un algo –no sé si un mucho o un
poco– de hombre sabio, de modo que seguiré adelante con
el magreo de teclas.

98
Lo correcto es vivir en democracia. Lo correcto es ir a
votar cada vez que el sistema nos lo pide para legitimarse
a sí mismo. Lo correcto es expresar nuestra opinión siem-
pre que nos parezca oportuno. Lo correcto es manifes-
tarse cuando hay algo que no nos gusta. Algo es correcto
cuando es políticamente correcto en la coyuntura corres-
pondiente. Hace unos años, prohibir fumar en lugares
públicos hubiera sido una insensatez; hoy, fumar en una
zona de no fumadores puede ser casi un suicidio –si tie-
nes la mala suerte, también, de dar con un agente acom-
plejado que esté por allí en aquel momento, como ha ocu-
rrido alguna vez–.
Es correcto plegarse a los designios de la ley, aun-
que esa ley no sea igual para todos ni mucho menos –por
mucho que la Constitución diga lo contrario–. Es correcto
que un yonqui anónimo, que delinquió a finales de los
ochenta, vaya al talego quince años después por robar tres
mil pesetas en el antiguo Continente. Y del mismo modo,
es correcto que cualquiera circule sin permiso de conducir,
lo haga a más de cien kilómetros por hora en casco urbano,
atropelle a un ciudadano honorable causándole la muerte,
se dé a la fuga, intente ocultar los hechos, trate de repa-
rar el coche clandestinamente, mienta a la hora de asumir
su responsabilidad en los hechos, le cargue el muerto a su
hermano menor, busque la complicidad de agentes para
salir con bien pie de todo el entuerto, y que salga práctica-
mente absuelto de todo el marrón.
Es correcto que exista el ejército para defendernos de
los ejércitos de los malos. Y es correcto que existan las fuer-
zas y cuerpos de seguridad del estado, para que capturen a
los malos que actúan fuera de los ejércitos de los malos. Y
no es menos correcto que dentro de esas fuerzas y cuerpos

99
de seguridad del estado existan cuerpos, secciones, briga-
das o como quiera que se llamen la panda de “sacudido-
res” conocidos como antidisturbios. Las excepciones a esta
afirmación –porque seguro que algunas habrá– que no se
ofendan, por favor. Y si lo hacen, que no coman ajos, que
por algo pican.
Una vez tuve un vecino de la infancia, allá en el patio
de vecinos donde vivía mi familia, en la periferia de la capi-
tal. Años después –décadas en realidad–, aquel niño con
el que jugué alguna vez en mi más tierna infancia, con-
fesó a una de las vecinas del patio –casi mi tercera madre–
que se hizo policía nacional para repartir hostias, pero que
no era tanto como se había imaginado. Por eso se metió a
antidisturbios. Una vez allí, descubrió que no era tan fiero
el león, y que sólo tenía opción de coger la porra un par de
veces al año; aunque de ese par de veces, sólo podía usarla
una, y eso con mucha suerte. De modo que pidió volunta-
riamente irse al País Vasco, porque allí tenía oportunida-
des a porrillo de darle gusto a la porra, sin preguntar pri-
mero, sin que nadie le preguntara a él, y encima, además
de cobrar por llevar la porra al cinto, podía usarla todas
las semanas y hasta cobraba un plus especial por estar allí.
Era el trabajo de su vida.
Angelitos como éste son los que se visten de azul con
casco blanco, escudo transparente, máscaras antigases y
bombas lacrimógenas correspondientes, fusiles que lanzan
pelotas de goma –cuando era estudiante, vi el efecto que
causa una de estas pelotas en la espalda de un estudiante
cuyo delito imperdonable era pedir enseñanza media gra-
tuita y un acceso asequible a la universidad para el hijo del
obrero–, y se arrojan a la calle blandiendo la porra con tal
saña que el tito Paco se hubiera sentido orgullosísimo de

100
ellos. Puede que incluso se le derramara alguna lágrima
solitaria, de esas de hombre sabio, al tiempo que susurrase
entre dientes un entrecortado: “Hijos míos”. Valientes de
este calibre se lanzan con inusitada furia –y los rostros
ocultos bajo pasamontañas, como delincuentes– contra
las hordas, peligrosísimas, de jornaleros, estudiantes o
trabajadores de astilleros desarmados, golpeándolos con
saña, masacrándolos, amparándose en el anonimato y en
la superioridad técnica y de medios. Cada vez que veo en la
tele a uno de estos héroes golpeando sádicamente a cual-
quier desgraciado que está parado ante ellos con los brazos
en alto en señal inequívoca de no agresión, me pregunto,
quién será el “hijo de alguien” anónimo que se esconde
bajo el casco, quién será el “hijo de alguien” anónimo que
no le mete un paquete ante semejante muestra de sadismo
gratuito, y quién será el “hijo de alguien” que tiene la res-
ponsabilidad política de meterle un paquete a ambos y de
metérselo luego a él mismo, por haber consentido tanta
muestra de fascismo rancio y radical. Aunque la respuesta
está bien clara: un hombre sabio, o alguna sabia mujer. Y
mientras esta gente sigue poniéndose las botas a nuestra
cuenta, en base al pastón anual que nos roban con impues-
tos múltiples, sacudidores por cuenta propia, vestidos con
uniforme azul –dignos de vestir uniformes grises– conti-
núan repartiendo leña y dándole gusto a la porra en las
espaldas y en el amor propio de los pobres curritos que
encima de todo, pagamos su sueldo.
Es correcto que me calle a partir de este momento, no
sea que algún antidisturbios, algún juez, algún sindica-
lista, o algún hombre sabio o alguna sabia mujer se per-
caten de dónde está mi residencia, y me hagan una oferta
que no pueda rechazar...

101
El tabaco

Es curioso cómo el hombre sabio actual tergiversa,


manipula, chantajea y dirige el ánimo del común de los
mortales a su antojo e interés. Tiene una facilidad innata
para decir “donde dije digo, digo Diego”, y si usted no lo
entiende así, es culpa suya por ser corto de entendederas
–esto último, desde la segunda coma, lo añado yo, porque
a veces me sorprende la capacidad que tienen los hombres
sabios no sólo para tomarnos el pelo, sino también para
pensar que somos tan absolutamente gilipollas que no nos
damos cuenta–.
Lo mismo ocurre con el maldito tabaco, fuente de dis-
turbios sociales y conflictos laborales, inspiración de rojos
antisistema y cáncer maligno de la convivencia armoniosa
entre ciudadanos anónimos aborregados, que se cuadran
ante la voz de mando –béééé– del caudillo de turno. Hace
unos años –no demasiados–, fumar rubio americano era
una garantía de triunfo, de estar al día, de ser la vanguar-
dia de la sociedad. Hoy día, la misma cosa supone ser un
marginado que se arrastra por las esquinas, malmirado,
denostado y exiliado en cuartos de aseo, donde poder final-
mente mendigar una pequeña y necesaria dosis de nico-
tina.
Los fumadores –llevo quince meses, veinte días y doce
horas sin fumar en este momento, pero como el eterno
inconformista que soy, me declaro “fumador vocacional
no practicante”– hemos sido y seguimos siendo los gran-
des timados de la sociedad, junto a los bebedores de alco-
hol y a los conductores privados. Lo que ocurre es que hoy
es políticamente correcto ocupar unas posiciones que ayer
eran de mojigatos, y que mañana serán otra cosa. Y los

102
hombres sabios, ultraconservadores al máximo por natu-
raleza siempre se mueven dentro de los márgenes estrictos
de lo políticamente correcto, se rasgan las vestiduras ante
cualquier idea nueva y se resfrían mortalmente ante una
simple ráfaga de aire fresco.
Así ocurre que el deporte de moda en la actualidad es
el tiro al fumador. Y encima de todo, como apunté antes,
el fumador es el que soporta las bajadas de impuestos a
ricachones y Botines S.A. ¿Bajamos el IRPF? Subimos el
tabaco, el alcohol y los carburantes. ¿Hay que controlar el
IPC? Subimos el tabaco, el alcohol y los carburantes. ¿Se
cae un avioncito de nada sobre un rascacielos porque un
vaquero practique el tiro al moro? Subimos el tabaco, el
alcohol y los carburantes. ¿Hay que subir las pensiones y
reducir el gasto público? Subimos el tabaco, el alcohol y los
carburantes. ¿Unos moretes ponen unas “tracas de nada”
en algún trenecito para devolver las que el vaquero colocó
en Morolandia en colaboración con su amigo Josemari?
Subimos el tabaco, el alcohol y los carburantes. ¿Que el
MadriZ no gana ná de ná y hay que pagar a los árbitros
para que le echen un cable? Subimos el tabaco, el alcohol
y los carburantes. ¿Que hay que hacer lo propio para que
el Barsa no se cabree? Subimos el tabaco, el alcohol y los
carburantes. ¿Que de paso tenemos que echarle un cable
similar al Al-leti porque también es de MadriZ? Subimos
el tabaco, el alcohol y los carburantes... En fin, mejor lo
dejo, porque no acabaría nunca, pero creo que la idea ha
quedado clara. Si no... subimos el tabaco, el alcohol y los
carburantes.
Y no es que las razones esgrimidas no sean válidas, no.
Claro que es perjudicial y molesta al de al lado. Como la
contaminación acústica. Como los aerosoles. Como la gue-

103
rra preventiva. Como la corrupción. Como la telebasura.
Como la prensa rosa –que nadie ve, pero que arrasa en
los prime time–. Como Bush –¡salud!–. Como mi vecino,
ese que va a veinte con su moto, pero que hace más ruido
que cualquier traca que se precie. Como el exceso de velo-
cidad.
Una vez más nos toman el pelo con excusas bana-
les que tapan la realidad. Una realidad que es economía
pura y mercado crudo, como siempre. Antes era rentable
el negocio tabaquero, pero un día, a un enfermo de cáncer
que se podía haber muerto antes –según Phillip Morris y el
resto, no según yo, por supuesto–, se le ocurrió demandar
a las tabaqueras. Hasta aquí nada nuevo; untamos al juez
de turno y se acabó. El problema es que al juez de turno no
se le pudo untar, y el muy capullo –honrado de mierda–
no atendió al fajo de billetes que seguro le ofrecieron, y le
dio por darle la razón al enfermo de cáncer y condenar a
las tabaqueras a pagarle una auténtica pasta. Bueno, tam-
poco es tan grave; en ese momento aún podía controlarse
la cuestión. Pero lo que ocurrió a partir de ese momento es
que hubo otros cuantos enfermos de cáncer que se anima-
ron a denunciar, y ya se sabe cómo es esto de las modas;
venga jueces a condenar a las tabaqueras, y venga las taba-
queras a soltar pasta gansa. Entonces llega el Imperio
Contraataca; esto es, las tabaqueras demandan al tío Sam
por permitirles fabricar y comercializar unos cigarritos de
nada, que total, sólo contienen basura para los pulmones
de un montón de desgraciados totalmente prescindibles. Y
aquí es donde llega otro juez honrado de mierda –seguro
que el fajo de Phillip Morris era más gordo que el del tío
Sam– y condena al tío Sam a pagar la mitad del asunto,
porque a fin de cuentas también se ha estado lucrando

104
con el chiringuito, a base de impuestos y tal. Y con esto se
acabó de liar. El resto de jueces siguen la moda y al tío Sam
no le queda más remedio que abrir la veda del fumador e
iniciar él mismo la cacería. Y claro, la vieja Europa, siem-
pre a remolque de los USA, no tardó en seguir la moda.
Me pregunto qué pasará el día que una madre denun-
cie a BMW (la marca es opcional, pueden sustituirla por
la que más coraje les dé) por haber fabricado un ataúd
con ruedas, capaz de circular a doscientos cuarenta kiló-
metros por hora, cuando el límite permitido es sólo de
ciento veinte. Me pregunto qué pasará si hay un juez que
no acepte el fajo de BMW y los empaquete por fabricar y
comercializar coches que sobrepasen el límite permitido.
Me pregunto que ocurrirá si el resto de madres, padres,
esposas, esposos, novias, novios, amigos, hijos, herma-
nas... qué pasará si todos ellos denuncian a todos los fabri-
cantes de automóviles que tengan modelos que alcancen
más de ciento veinte. Y me pregunto qué pasará si a los
jueces les da por poner de moda el condenar a los fabrican-
tes a pagar millonadas a todas las víctimas. Qué pasará si a
los fabricantes les da por demandar a los gobiernos. Y qué
pasará si a los jueces les da por poner de moda condenar
a los gobiernos, que a fin de cuentas llevan décadas bene-
ficiándose de impuestos de matriculación, de vehículos a
motor, de combustibles, de seguros... Me pregunto si a los
gobiernos les dará por abrir la veda del tiro al conductor,
o si por el contrario... Bueno, por el contrario nada, por-
que aquí toparíamos con las petroleras, con el tío Sam, con
el Mercado con mayúscula, con el vaquero acomplejado y
nos tocaría bajarnos la ropa, darnos la vuelta, ponernos en
pompa y dejarnos hacer. Y no movernos, porque ya que
nos dan, al menos que no colaboremos en darles gusto.

105
La moda

Qué bueno es dar con un filón como el tabaco. Gra-


cias a él, se me ha ocurrido darles un repaso al mundo de
la moda, al de la ciencia y al de los tabúes. Y no hablo aquí
de las drogas y la prostitución otra vez porque ya lo hice
antes, y no es plan de dar demasiado la chapa.
El mundo de la moda es tan ridículo como lo es todo en
este mundo creado por los hombres sabios. Un puñado de
iluminados egocéntricos y megalómanos se reúne en otoño
y nos dicen lo que se llevará en primavera y en verano. Y
luego se reúne en verano y nos dicen lo que se llevará en
otoño y en invierno. ¡Qué pasada! ¿No es absurdo? Nos
dicen lo que va a gustarnos. ¡A nosotros! ¡Nos dicen lo que
nos gustará a todos nosotros! ¡Ellos deciden lo que nos va
a gustar! Es increíble. Pienso que es una estupidez mayor
aún que aquella de llamarnos sabios sabios. Pero no se
lleva la palma, no. La palma de la estupidez nos la lleva-
mos nosotros, el resto, que al final somos los que paga-
mos todo el tinglado: jets, islas, lujos, mansiones, fiestas,
coca, etcétera. Nosotros somos el colmo de la estupidez,
el hom@ estupidis estupidis, porque efectivamente, acep-
tamos que nos gusten esos colores, tonos, tejidos, cortes,
calzados, complementos, peinados y demás. ¿No hay nin-
guna sabia mujer que me acribille por el uso anterior de la
arroba?
El mundo de la moda nos dice que nos gustan las
mujeres anoréxicas y marmóreas, los hombres depilados
y musculosos, el fitness y la fibra, el éxtasis y la coca, los
maduros y las casi niñas... Y nosotros, el hom@ estupidis
estupidis, asentimos y nos matamos unos a otros para lle-

106
gar a tiempo a las rebajas y pillar algún desecho que nos
hayan dejado.
Por cierto, una vez trabajé en una tienda de ropa.
No mucho tiempo, apenas unos meses, pero sí el tiempo
suficiente para vivir unas rebajas desde dentro. Y no es
más que otro de los múltiples timos que soportamos. El
noventa por ciento de los artículos en rebaja son artícu-
los de muchas temporadas anteriores que se han quedado
estancados. Estos artículos se desempolvan y se vuelven a
colocar a la venta, con la absoluta certeza que algún incauto
llegará y se lo llevará, al ver que está a mitad de precio. Y
si no, las próximas rebajas será. Negocio redondo, vamos.
Y así seguimos pagando y soportando todo el peso del sis-
tema en nuestros cada vez más cansados hombros.
El mundo de la moda, las modelos, los modelos, el gla-
mour, las fiestas, pasarelas, desfiles y demás no es tan molón
como lo pintan. Ni nada, vamos. Te levantas a las tres de
la tarde, comes fuera cualquier cosa –si es que comes, por-
que igual te mantienes en pie por otros motivos–, te pegas
un café o un rato de tertulia con algún conocido, te marcas
un par de horas de gimnasio y a las siete o así te pegas una
siesta reparadora. Te levantas a las nueve, te maquillas y
te largas de juerga hasta la madrugada, cuando acabas en
la cama de cualquier bombón entre dieciocho y veinticinco
años del sexo que más te guste. Mañana vuelta a empe-
zar, y un par de días al mes o tres te marcas un desfilito
y luego pones la mano bien por el desfilito, bien por un
par de fotos, bien por cualquier otro motivo. Luego, a los
veinticinco, si logras sobrevivir a tantos sacrificios, te reti-
ras con una suculenta cuenta en las Caimán, o puede que
incluso a algún director chalado le dé por ti y te convierta
en un divo o una falsa musa. Verdadera sólo hay una. Qué

107
vida más dura. Qué triste... ¡Pero qué envidia! ¿Esperan
que nos creamos que es una vida indeseada? ¡Vaya toma-
dura de pelo –otra más–! ¿Dónde hay que firmar?
Pero el mundo de la moda no acaba en las pasarelas. La
moda es toda aquella cosa superficial por la que al común
de los mortales nos da por pagar fortunas por poseer. Por
ejemplo, cualquier buscavidas que tiene claro querer vivir
sin doblar la espalda, se lanza a una búsqueda desesperada
de cualquier filón donde sea –literatura, música, cine...–
hasta que al gran público le da por ponerlo de moda, y
desde ese momento se convierte en un genio: le dan galar-
dones, premios, gana fortunas, y convierte en oro cual-
quier vulgaridad absurda que firma como propia. A veces
pasa que durante su vida, no se come un rosco, pero des-
pués de muerto, al personal le da por ponerlo de moda –y
ríanse ustedes de Van Gogh–. Pero otras veces, en cambio,
el buscavidas encuentra el filón, se pone de moda, y gana
incluso varios premios de los más prestigiosos del mundo
en su especialidad, aunque sea infumable cualquier cosa
que salga de su más que dudoso ingenio. Y si, encima, le
resulta simpático a los críticos, imaginen hasta dónde llega
la cosa. Una reflexión que se me acaba de ocurrir: ¿cobra-
rán comisión los críticos por alabar a alguien? Una res-
puesta que se me acaba de ocurrir: seguro que no, porque
alguien capaz de pagar comisiones ha ganado el suficiente
dinero como para hacerlo, y eso quiere decir que ha ven-
dido bastante para ganarlo, por tanto, es que le ha gus-
tado al gran público, y como consecuencia, ha dejado de
ser interesante para los críticos.
Volviendo de nuevo al mundo de la moda, o mejor
dicho, al mundo de las modas –es que a veces me rayo con
los críticos y se me va la bola; será porque espero moles-

108
tarlos tanto que no puedan evitar desprestigiar todo lo
que salga de mi mediocre sesera y evitar así su indiferen-
cia egregia–, es preciso decir que cualquier cosa que caiga
en las manos adecuadas, y que esas manos tengan la sufi-
ciente pasta para gastar, puede convertirse en moda. Por
ejemplo, la fórmula uno está de moda por los triunfos de
Alonso... y porque Telecinco invierte un pastón en el mun-
dial. Tanto es así que en las noticias deportivas de Telecinco
nunca pasa nada, a no ser que a algún jugador del MadriZ
–o Barsa o Al-leti– se le haya arrugado la camisa, o que a
Alonso se le haya calado el coche; da igual que Pedrosa o
Lorenzo ganen no sé qué –eso es de la competencia–. Pero
es que en la Primera pasa lo mismo pero al revés, o sea,
que además de la arruga del jugador del MadriZ –o Barsa
o Al-leti–, lo importante es que Pedrosa o Lorenzo hayan
pinchado el globo de juguete, y de Alonso nada de nada,
aunque gane no sé qué –ahora él es la competencia–.
Recapitulando –otra vez el repeluco ése–, yo cuando
sea mayor quiero estar de moda. Quiero que la gente se
pegue cuatro horas o más en un lugar esperando a que me
deje caer por allí, quiero que cualquier capullada que haga
se convierta en tendencia, quiero que cualquier hez que
se me caiga del trasero o del cerebro se convierta en arte,
y quiero que mi vida y obra se conviertan en objetos de
culto. Quiero que algún mecenas mentecato y aterronado
se gaste los cuartos en promocionarme, y que Hollywood
me dé un Richard –¿o era un Oscar?–. Quiero que algún
músico anciano –si es anciana, mejor; lo digo por mi
arcaica tendencia hetero– y decrépito se enchoche por mí,
me ponga un piso en el centro de BarceOlona, y termi-
nar siendo estrella del musical. Quiero que algún director
amanerado –mejor si es directora– se encapriche conmigo

109
para irme a vivir a Miami. Por último, quiero que vosotros
soñéis con ser como yo, suspiréis por mi talento creativo
y creador, y os sintáis orgullosos por enseñarle a vuestros
conocidos cualquier fetiche firmado por mí. Por cierto, de
los concursos de belleza –miss España a la cabeza– y de
los méritos de las ganadoras, mejor chitón. Cada día estoy
más seguro que vivo en un mundo de locos. Envidio a Sca-
ramouche por nacer con el supremo don de la alegría, del
que yo carezco, a pesar de compartir con él el convenci-
miento de la locura del mundo. Sabatini nuestro que estás
en los cielos. Puede que para los críticos no sea el para-
digma de las letras, pero nadie me negará que es mucho
más ameno de leer que Cervantes.
Perdón por la irreverencia... o a lo mejor no.

La ciencia

Dicen de ella que es hija de la paciencia, y digo yo que


será porque alguien le hizo las pruebas del ADN, porque la
verdad es que por el parecido yo nunca habría sido capaz
de sacar semejante parentesco. Dicen que tiene hombres,
o por lo menos dicen que hay hombres de ciencia. Dicen
de ella que es exacta, aunque también dicen que es ficción.
Dicen que todo aquello que ella no puede demostrar no
es real, o al menos no es demostrable que lo sea. Y dicen
de ella que tiene un árbol que daba manzanas que sabían
mucho.
Yo digo que la ciencia es la paciencia sin pa, o puede
que la conciencia sin con. Y no sigo con la reflexión, por-
que paso del tema. Ya tengo mi frase célebre, mi cita his-
tórica que algún día me regalará mis dos renglones en la

110
enciclopedia, así que el resto del mundo sólo puede hacer
corolarios de esta afirmación sesuda y verídica –y empíri-
camente demostrable– y arañarse el careto por no haber
llegado antes que yo a semejante y estúpida conclusión.
La ciencia es aquella que hoy afirma que la tierra es
plana para afirmar mañana que es redonda. Afirma hoy
que el átomo tiene iones, neutrones y electrones que des-
criben una órbita circular a través del núcleo para afirmar
mañana que nada de órbitas circulares, sino movimien-
tos aleatorios en zonas de proximidad. La ciencia es la que
hoy dice que el mejor remedio para curar enfermedades
es sangrar al enfermo para que la enfermedad se vaya con
la sangre, y mañana dirá que lo mejor es que el paciente
no pierda sangre porque eso le debilitará. Menuda garan-
tía, sí señor. Estamos en manos de una amante poco fia-
ble, diría yo.
La ciencia es útil, es necesaria. Gracias a la ciencia,
tenemos sitio en el mundo, porque sin ella no faltarían ni
los millones de judíos que se cargaron los alemanes, ni los
cientos de miles de alemanes que se cargaron los america-
nos, ni las decenas de miles de americanos –de los de ver-
dad, no los yanquis– que nos cargamos los españoles, ni
los miles de españoles que se cargaron los moritos cuando
llegaron a Españolandia, ni los cientos y cientos de mori-
tos que se cargan actualmente los judíos. Y si no faltaran
ninguno de ellos, díganme ustedes dónde nos ubicaríamos
todos los que somos, y los millones de chinos que vendrán
en breve a este paradisíaco mundo occidental. Y eso, olvi-
dando a los millones de negritos que se mueren de hambre
que vendrán, pronto o tarde, a que les devolvamos todo lo
que llevamos birlándoles durante quinientos años.

111
La ciencia nos abre las puertas de la medicina nuclear, y
de paso nos da la clave de los misiles nucleares; nos enseña
las leyes de la física, y luego nos enseña a usarlas para des-
calabrarnos unos a otros; nos descubre la pólvora y el petró-
leo, y nos enseña cómo hacer con ellos para destrozarnos
y, de paso, destrozar este terruño donde vivimos. Es cierto
que la culpa no es únicamente de esta pobre señora, y que
los hombres sabios tienen mucho que ver con el asunto,
pero no es menos cierto que con aliadas así, quién necesita
enemigos, diablos, o elementos por el estilo.
No quiero que nadie piense que soy un retrógrado que
acusa a la ciencia de todos los males que asolan la bios-
fera y parte del extranjero –de eso se encargan los hom-
bres sabios ellos solitos–, pero lo que nadie podrá negarme
es que para cada una de arena que nos trae, nos mete de
regalo ciento de cal.
La ciencia se ocupa de cosas tan trascendentales como
de encontrar un remedio útil y efectivo para la calvicie de
los hombres sabios, pero en cambio es incapaz de encon-
trar un remedio útil y efectivo para los miles de hombres
no tan sabios que mueren de cáncer. La ciencia es capaz
de encontrar métodos útiles y efectivos para extraer cada
día más y mayor cantidad de petróleo de los pozos de los
pobres moritos oprimidos por Saddam, pero es incapaz de
encontrar un remedio útil y efectivo que sustituya la gaso-
lina por otros combustibles o carburantes o fuentes de ali-
mentación alternativas a éstas. La ciencia puede hallar res-
puestas a las grandes interrogantes de la especie, pero no
es capaz de encontrar una vacuna que proteja a la especie
de ella misma y de sus defectos mentales –y me refiero a
casos como el del vaquero, o el de los tarados que le colo-
can el mundo en las manos, o a casos como los que vemos

112
en cualquier guerra, asesinato o violación–. La especie
sabia sabia es defectuosa, pero la ciencia no es capaz de
encontrar explicación satisfactoria a nuestra tara –lo que
es peor, tampoco es capaz de encontrar una cura–.
No quiero ensañarme demasiado con esta pobre convi-
dada de piedra que no tiene culpa de nada de lo que noso-
tros nos guisamos y que nosotros nos comemos, de modo
que mejor la dejamos en paz unos cuantos siglos y nos
dedicamos a darle un repaso a cosas tan inexplicables por
los métodos científicos como las que vienen en los próxi-
mos renglones.

El tabú

Un tabú e un coshe mu grande y mu arto con musho


sasiento y musha ruea onde cabe musha hente y onde un
condustó sencarga de corré a má de siento vente cuando
no pué pasá de sien. ¿No? Que conste que yo hablo en
andaluz, –aunque soy un pringado que escribe en caste-
llano–, y además, lo llevo a gala y reivindico mi derecho a
hablarlo, por mucho que a los hombres sabios de mi tie-
rra se les meta en la cabeza que el personal que trabaja en
los medios de comunicación públicos de aquí tengan que
hablar forzosa y artificialmente con una fonética que no es
la suya. Este es uno de los tabúes de mi tierra, el lenguaje,
y no es el único ni de esta tierra ni de otras.
Un tabú es algo políticamente incorrecto, y por tanto,
es un terreno resbaladizo, de arenas movedizas, donde
los hombres sabios y las sabias mujeres no se encuentran
cómodos, así que lo vetan, lo prohíben, lo condenan, lo exi-

113
lian y apartan y condenan a todo aquel hijo de vecino que
se atreva a hablar de él.
Tabú es hablar de vacaciones o aumentos en el trabajo,
de castidad en el convento, de política en los partidos polí-
ticos o de cristianismo de verdad en las iglesias. Tabú es
ser republicano en Españolandia o pasar de Semana Santa
en Sevilla, que es igual que no gustarte el chocolate en Bél-
gica o el cannabis en Amsterdam. Por supuesto, tabú es
también un juego de mesa que es muy divertido al princi-
pio pero que acaba siendo un rollazo cuando te sabes las
palabras, las señales, los gestos y todo el rollo ese.
No conozco a nadie que de mayor quiera ser tabú, así
que yo cuando crezca sí que quiero serlo. Ser tabú tiene
que ser una pasada. Para empezar, tiene que tratarse de
algo prohibido, y como todas las cosas prohibidas, eso
de por sí ya tiene un encanto irresistible y te convierte en
algo muy muy atractivo. Luego, para ser tabú tienes que
ser algo que todo el mundo sabe, pero que pocos tienen, y
muchos ansían. Además, para ser tabú tienes que salirte
de la mediocridad –por tanto, no puedes dedicarte a algu-
nas cosas– y tienes que despertar la curiosidad de las gen-
tes y el deseo de los hombres sabios por mantenerte ale-
jado del vulgo. Y encima de todo, cuando eres tabú tienes
un morbazo increíble, y ni siquiera los más santos espíri-
tus están a salvo de tu influencia y de caer bajo tu hechizo
en el momento más inesperado.
Encima, ser tabú es gratis. ¿Quién da más? Por eso el
catolicismo es lo que es, porque un día fue tabú. Por eso los
burgueses son lo que son, porque un día fueron tabú. Por
eso la política es lo que es, porque un día fue tabú.
No puedes ser tabú si eres oficialmente famoso. Tam-
poco puedes ser tabú si estás más o menos dentro de los

114
moldes preestablecidos. No puede ser tabú algo que está
al alcance de cualquiera, ni nada que sea sumamente fácil
de conseguir o encontrar. Y por último, una vez que eres
tabú, puedes hacer lo que te dé la gana sin temor a críti-
cas, broncas, oprobios o sermones, porque como eres tabú
no se puede hablar de ti. Tiene que ser una pasada de ver-
dad, y el lote de ligar que te tienes que dar, siendo tabú, es
mejor ni pensarlo, porque entonces te darías cuenta de lo
primo que eres y de lo poco que has ligado en tu vida.
¿Entienden ahora por qué quiero ser tabú cuando sea
mayor? Es mejor aún que ser secreto, mejor aún que ser
coordinador provincial del voluntariado social en Sevilla,
mejor incluso que ser secretario de organización de un par-
tido político en una provincia importante donde se cuecen
habas de verdad. Ser tabú tiene que ser algo así como ser
James Bond en el cine: ligar sin esfuerzo sólo con alzar
una ceja –preferentemente la izquierda–, matar siempre
al malo sin que te caiga encima ni una sola mota de polvo,
alcanzar siempre el éxito a pesar de currar menos que los
reyes magos –que se reparten entre tres el mismo curro
que hace Papa Noel él solo, y encima con tres pajes–, ter-
minar en la cama de algún bombón exótico que te ha invi-
tado a ello sin que tu tengas que arriesgar nada, y, como
colofón, permanecer todo el tiempo en un relativo anoni-
mato que te hace permanecer siempre en una estupenda
posición de salida para la próxima aventura.
En definitiva, como de algo que es tabú no se puede
hablar porque sino no sería tal tabú, pues nada, que no
hablaré más de los tabúes y seré un niñato bueno y reve-
rente, a ver si así me gano al menos una crítica positiva,
aunque sea solo para estos pocos renglones obtusos y avi-
nagrados. O al menos, a ver si me gano una crítica, aunque

115
sea corrosiva y destructiva, que cualquier cosa es peor que
la indiferencia, digo yo. Y de no ser así, pues lo dicho ante-
riormente: subimos el tabaco, el alcohol y los carburantes
y asunto solucionado.

116
REFLEXIÓN NOVENA.
LA MUSA

Para ese momento, el cenicero hacía rato que había


perdido su virginidad, y cuatro colillas competían por aca-
parar más espacio en su interior. El hombre maduro tenía
un tono de voz cordial, amistoso, como si no mereciera la
pena de preocuparse por demasiadas cosas en la vida, o al
menos, no preocuparse por nada que no fuera trascenden-
tal. Incluso aparentaba no preocuparse siquiera por discer-
nir cuáles cosas eran trascendentales y cuáles no: seguro
que en alguna parte del mundo habría alguien empeñado
en tales menesteres, de manera que no había por qué pri-
var a nadie de su trabajo.
Durante los primeros veinte minutos, sólo se cruza-
ron frases de tanteo, propias más bien de una apertura en
ajedrez o de una sesión parlamentaria. Por una parte, no
estaba dispuesto a dejar escapar una posible fuente de ins-
piración. A veces, a la musa le gustaba disfrazarse de cosas
imposibles. Otras veces gustaba de presentarse envuelta
en sedas, nubes o cualquier sustancia etérea o insinuante.
En ocasiones, la musa venía rodeada de orquesta, bombo
y platillo. Y a veces, por qué no, podría presentarse disfra-
zada de hombre maduro y aparentemente acomodado. A
fin de cuentas, ella era la reina, la dueña, la directora y la
directriz, y él siempre le había dado un millón de oportuni-
dades para que hiciera y deshiciera a voluntad –la misma

117
voluntad que ella le cedía a él para que diera forma a sus
susurros y sugerencias–.
Por otra parte, tenía que asegurarse que era a la musa
disfrazada de hombre quien tenía frente a él, y no a un
hombre disfrazado de musa. Era necesario establecer un
contacto sutil, ponderado, de los que ella gustaba tanto, en
ocasiones –al menos, en aquellas ocasiones en las que no
esperaba un estallido arrebatador, o una tormenta pasio-
nal–. En cualquier caso, musa disfrazada u hombre dis-
frazado, era lo mejor que podía encontrar, dada la hora
y el día en que se encontraba, y emplearía todo el tiempo
necesario en reconocer a una o a otro. Al final obtendría
igualmente su recompensa, bien en una historia digna de
ser contada, bien en un personaje que añadir a su galería
de personajes futuribles. El escritor miró distraídamente
a través de uno de los ventanales que dejaban entrever la
iluminación exterior del pequeño jardín, mientras encen-
día el tercer Camel con ese gesto mecánico que tiene todo
aquel para quien fumar ha dejado de ser un placer y ha ter-
minado por convertirse en un hábito.
Si yo fuera capaz de escribir cosas como los tres párrafos
anteriores con la suficiente extensión y frecuencia, seguro
que podría optar a varias cosas. Por ejemplo, podría optar
a participar en cualquier certamen de literatura; incluso
podría optar a ganarlo. Podría optar a que alguna editorial
seria, como esta por supuesto, publicara mis obras –por-
que entonces serían obras, y no sucedáneos poco serios–.
Podría optar a que las críticas fueran buenas; mejor dicho,
podría optar incluso a recibir críticas –cosa de la que
no estoy demasiado seguro en este momento, ni a pesar
siquiera de haberle dedicado más de una desafortunada
palabra al gremio–. Es más, puede que incluso pudiera

118
optar a vivir de esto de la literatura –buena o mala, que
no entiendo lo suficiente de ello–, y por supuesto, a cono-
cer la fama y la fortuna. Incluso, podría optar a aparecer en
algún programa de televisión –no las Crónicas, claro, y no
porque ya no las emitan, sino porque no es un programa
que se prodigara en esos menesteres en su séptima trans-
formación–.
Lo verdaderamente importante es que no soy capaz de
hacerlo, y como tampoco conozco a nadie que lo sea para
robarle las ideas y ponerle mi nombre, pues nada, a intentar
seguir filosofando sobre cosas que no salvarán el mundo,
pero que nos tendrán entretenidos mientras alguien lo
salva. Para eso tenemos a los EE.UU., para que nos presten
algún Stallone, Van Damme, Norris, Bronson, Berenguer o
cualquiera de ellos, y nos traigan el bendito sistema ame-
ricano, donde no hay ni hambre, ni delincuencia, ni des-
igualdades, y la hierba es verde y las chicas son hermosas
–pregúntenle a Axel Rose–. La prueba fehaciente de que
no miento es Arnie: de escuálido y famélico inmigrante del
este, a gobernador ultrafacha –perdón, quise decir repu-
blicano conservador– capaz de enviar a la muerte a gentes
no tan diferentes, pero que tuvieron menos suerte con los
esteroides y las hormonas.
La musa es ella. Realmente es el alfa y la omega, que
no se engañe nadie. Ella sí es el principio y el fin de todas
las cosas. Está en todo lo que nos rodea, visible o invisi-
ble. Nos sopla para inspirarnos las ideas que mueven el
mundo, ya sea en verso, prosa, álgebra o código binario.
Estaba sentada junto al troglodita que imaginó el lomo de
mamut deslizándose sobre una piedra redonda. Fumaba
en pipa en caparazón de tortuga junto a Homero, mientras
le describía al oído cómo fue el largo asedio de Troya, que

119
él no pudo ver, como tantas otras cosas en su vida. Animó
más tarde a Virgilio para continuar la saga, e incluso –sí,
incluso con él– acompañó a Saulo mientras éste se inven-
taba una religión a “propósito de”, tergiversando “el men-
saje de”, sólo para satisfacer su ego, su afán de protago-
nismo, su misoginia y su complejo de inferioridad. Antes
de esto, se dio una vuelta por Alejandría, le sopló a Ham-
murabi el concepto de su código, recorrió el Nilo junto a
Ramsés y pasó largas temporadas de vacaciones en el cen-
tro y el sur de América –en el norte no pasó nunca nada
demasiado rimbombante hasta la llegada de los yanquis, y
no vean todo lo que ha pasado desde entonces...–. Ideó un
nuevo mundo y una nueva humanidad junto a Leonardo,
y le fue infiel poco después junto a Miguel Ángel; se mul-
tiplicó como nunca por toda Europa durante el Renaci-
miento, y pasó unos añitos en España durante el XVII y el
XVIII, justo antes de darse una vuelta por la France para
tomar el sol junto a Voltaire, Rousseau, Montesquieu y
compañía –donde ha estado poco tiempo en estos menes-
teres ha sido con los hijos de la gran... Bretaña; ya sabe-
mos que éstos han estado demasiado tiempo ocupados en
piratear por el mundo entero, y que el amigo Guillermo es
una de las pocas y contadas excepciones en las que la musa
hizo bien parte de su trabajo–. Y qué hubiera sido sin ella
de Edison, Newton, Stevenson, Darwin, Einstein, Haw-
king o Bush –disculpen, este individuo se me ha colado
aquí sin permiso; es como Ana Botella: está en cualquier
parte donde haya tajada, le corresponda o no–.
Aunque como siempre, no es oro todo lo que reluce.
La musa estuvo también junto a Calígula y Nerón –en sus
facetas oscuras, que en las claras ya lo sabíamos–, junto a
los reyes europeos que se lanzaron al pillaje de dos conti-

120
nentes con la excusa de las cruzadas, junto a los invento-
res de la dama de hierro, al lado de Adolfo y Napoleón, ins-
piró también a los Reyes Católicos y compañía –pasando
por Balaguer y los ajusticiadores de rojos–, chivató a algún
británico el esquema de la bomba H –no podía ser de otro
origen, el angelito–, sofisticó la dama de hierro en la cabeza
del doctor Guillotine, y evolucionó un paso más hasta las
sillas, inyecciones y cámaras –de fotos, también– que hoy
nos regalan de vez en cuando Arnie y el hermano pequeño
del vaquero. Tergiversa el Corán en los oídos de Osama y
sus seguidores, del mismo modo que tergiversó los Evan-
gelios en los de Torquemada y los de la Torá en los de Sha-
rón, y como remate, le susurra al oído al vaquero las mejo-
res marcas de bourbon, mientras hace lo propio con las de
ginebra en el oído de la Reina Madre, a la par que le hace
memorizar de carrerilla: “Gibraltar is british”.
Sea como sea, el homo es sapiens sapiens gracias a
ella, y como diría nuestro amigo escritor de los tres pri-
meros párrafos, uno nunca sabe cuándo ni dónde nos visi-
tará, de manera que tenemos que estar siempre prepa-
rados para recibirla. La musa es caprichosa; a veces, se
enamora de un rico heredero con blasones y propiedades a
su espalda, y otras veces se queda prendida de una anciana
plebeya, pobretona y de origen incierto. Puede campar a
sus anchas durante milenios seduciendo a hombres sabios
y olvidando a mujeres normales, y de repente, pasar déca-
das inspirando a sabias mujeres y olvidando a hombres
normales, como si sólo le preocuparan los hombres sabios
y las sabias mujeres y le trajeran sin cuidado las mujeres
normales y los hombres normales. Y en un segundo, con la
misma naturalidad, puede cambiar esta situación e irse a

121
vivir con cualquier persona anónima y regalarle la inmor-
talidad a precio de saldo.
He intentado vivir con la musa en muchas ocasiones,
pero siempre me ha rechazado. O mejor dicho, ni siquiera
me ha rechazado, sino que me ha ignorado con la mayor
elegancia. La he invitado a salir, a tomar copas, a pasar
una noche conmigo... Incluso le hice proposición de matri-
monio por todos los ritos religiosos del mundo y también
por las ceremonias civiles, pero siempre me ha rechazado.
Dice que no es mujer de un solo hombre, y que tampoco es
mujer de una sola mujer. De hecho, dice que no se acuesta
con cuerpos, sino que seduce mentes. No hace el amor con
órganos genitales ajenos; más bien se alimenta de ideas.
Una vez me confesó que las ideas no son suyas, o mejor
dicho, que no son su auténtica especialidad. Su especiali-
dad verdadera es tomar las ideas ajenas, darle forma defi-
nitiva, modelarlas y perfeccionarlas, y devolverlas a su
creador con sutileza. Aunque a veces tiene ideas propias
y entonces las regala por azar, de manera que surge algún
autor o autora con sólo una o dos obras pero de tal calidad
que encumbran su nombre.
La musa es humilde, y nadie conoce su nombre. No
es Erato, por mucho que los fabricantes de autodefini-
dos se empeñen. Creo que no tiene nombre, y si lo tuvo
alguna vez, hace mucho tiempo que lo olvidó: la musa es
simplemente la musa. Es lo más parecido a un dios hem-
bra que conozco, aunque quizá sea una diosa macho. O tal
vez sea una entidad hermafrodita –¡qué gozada para ella,
adiós masturbación!–. Ella tiene las auténticas llaves del
paraíso –lo siento, Pedro, ya sabes que últimamente para
lo único que valen las piedras es para fumárselas, o para
que algún hombre sabio las coloque en algún lugar delante

122
de una cámara–, aunque también conoce la autopista al
infierno –que me perdonen los AC/DC, pero es así–. Hubo
un tiempo en el que la musa jugaba a dioses con Zeus,
Amón y Viracocha, y posteriormente se jugó los cuartos
con Yavé, Alá y Jehová. Coqueteó con Buda, con Zaratus-
tra, con Jesús y con Mahoma, y a todos ellos los sobrevivió.
Ahora toma copas con el átomo, la materia y el ADN, pero
a éstos también los sobrevivirá. No sé si ella es la Madre
o simplemente es la Manipuladora o la Farsante, pero lo
cierto es que ella fue la primera en llegar a este valle de
lágrimas y seguirá aquí cuando ya no quede nadie.
Sí, creo que ella es el camino, la verdad y la vida. Es
la fuente de inspiración que mueve cada milímetro que
avanza la especie, la gota de divinidad que nos hace dio-
ses, y la gota de mezquindad que nos convierte en mons-
truos, la luz de la vida y el apagón de la conciencia. Es, en
definitiva, el hecho diferencial que nos convierte en sabios
sabios; gracias a ella superamos a otros que no lo son, y a
otros, que aun siéndolo, sólo lo son una vez. En cualquier
caso, demos gracias a la musa. Te rogamos, óyenos.

123
REFLEXIÓN DÉCIMA.
FILOSOFÍA Y PALOMITAS

Se supone que ésta última parte, o éste último apar-


tado, epígrafe o lo que sea, tiene que ser el más importante
de toda esta sucesión de páginas rellenas de letras por un
doble motivo: primero, por ser el último, y segundo, por
darle nombre a todo el conjunto. Bien, no sé si será el más
importante o no –pienso que nada de esto es importante–,
pero al menos, sí es lo más ridículo de estas páginas.
Seguro que alguien se habrá podido preguntar el por-
qué de este nombre, y en estos últimos renglones hallará
las dos explicaciones. La primera de ellas es cómo pueden
llegarse a conclusiones disparatadas partiendo de premi-
sas acertadas y siguiendo un método preciso, efectivo y
comúnmente aceptado como válido. La segunda de ellas
es el porqué de este título, propiamente dicho.
Todo se remonta a la Filosofía, claro está: la clásica; la
antigua, la de los hombres muertos hace al menos doscien-
tos años. Según uno de los métodos deductivos de la Filo-
sofía, pueden establecerse relaciones cruzadas entre varios
elementos que a su vez se relacionan entre ellos. No sé qué
figura aristotélica, cartesiana, pitagórica, o vaya usted a
saber, podría ser la que recogiera la siguiente reflexión.
Pero lo cierto es que tiene una estructura definida que
me suena a mis tiempos de estudiante de bachiller, y ade-
más, es la prueba palpable de cómo una estructura lógica
y razonada, aún partiendo de premisas correctas y estando

125
sujeta a las leyes de la lógica, la observación, o la consue-
tudo, puede llevar a un resultado esperpéntico y fuera de
toda razón.
El supuesto es el siguiente. Digamos que tenemos cua-
tro elementos: a saber, los elementos A, B, C y D. Una vez
conocidos estos elementos y establecidas las relaciones
primarias entre ellos, podríamos establecer la siguiente
secuencia:
1.- No se puede entender B sin A.
2.- Del mismo modo, no se puede entender D sin C.
3.- De aquí, podemos obtener que A es a B lo que C es a
D.
4.- Afirmamos –pudiendo hacerlo– que D es el reflejo
de B –al menos en un porcentaje altísimo de las
veces–.
5.- Podemos concluir por tanto afirmando que C es el
reflejo de A –al menos en un porcentaje igual al
que D lo es de B–.

Vamos al grano, y aclararemos este entuerto.

A B
D C
Por tanto, si tenemos que

B A
 
C D

Podemos afirmar que

CA

126
Coloquemos nombre a las letras, ¿vale? Digamos que
A es la Filosofía, B es la Vida, C son las Palomitas y D es el
Cine. Si nos atenemos a la secuencia anterior, podremos
afirmar que las Palomitas son el reflejo de la Filosofía, y
si no, veamos.
1.- Es imposible entender la Vida sin la Filosofía.
2.- Del mismo modo, es imposible entender el Cine sin
las Palomitas.
3.- Afirmamos que la Filosofía es a la Vida lo que las
Palomitas son al Cine.
4.- Seguimos, afirmando –y podemos hacerlo al menos
en un alto porcentaje de las ocasiones– que el Cine
es el reflejo de la Vida.
5.- Por tanto, podemos concluir afirmando –y pode-
mos hacerlo al menos en el mismo alto porcen-
taje– que las Palomitas son el reflejo de la Filoso-
fía.

Esto podría convertirse en toda una afirmación categó-


rica, en toda una cita histórica que abriera para mi menda
las puertas de la posteridad e inscribiera mi nombre en los
libros de historia otorgándome mis tan ansiados dos ren-
glones. ¡Y todo esto, hecho sin enviar a nadie al matadero!
Aquí está mi legado a la humanidad de los siglos venide-
ros:

Las Palomitas son el reflejo de la Filosofía.

José Manuel Reina

127
Así que ya tienen las dos respuestas que buscaban. La
primera, por qué estas páginas se llaman como se llaman, y
la segunda, por qué nuestros gobernantes llegan a las con-
clusiones que llegan, si disponen de las mismas premisas
que nosotros de las que partir para analizar la realidad.
Espero que este rollazo les haya resultado poco abu-
rrido, e incluso hasta entretenido –a ratos–. Si no es así,
regalen estas páginas a algún enemigo. O mejor aún, reco-
miéndenle su lectura para que las compren; así matarán
varios pájaros de un tiro. Por un lado le ocasionarán un
gasto inútil e indeseado; por otro, fastidiarán a base de
bien a quien se lo recomienden; y por otro, contribuirán a
mi mejora económica y me ayudarán –tal vez– a publicar
un teórico segundo ejemplar. De este tipo o de otro, quién
sabe.
Mucha suerte, y nos vemos en la vida... o en el cine.

San José, Abril de dos mil seis.

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