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Prof.

ª Mª Inmaculada Florido Fernández


Facultad de Educación. Universidad Complutense
Curso académico 2018-2019

T.1. La Teología
1. ¿Qué es la Teología?
2. Punto de partida de la Teología: la Revelación
3. La Fe y la Teología
3.1. Biblia
3.2. Tradición
3.3. Magisterio

1. ¿Qué es la Teología?
La palabra teología es precristiana. Los dos términos que la forman, logos y theos juntos
significan palabra, razón, sentido, discurso sobre Dios, hacia Dios, ante Dios, desde
Dios o de Dios. El término surge en el mundo griego en tres contextos bien distintos.
El primero, el ámbito religioso de himnos dirigidos a la divinidad para su glorificación y
agradecimiento, en conexión a su vez con el origen del mundo, la teogonía y los mitos
relativos a las acciones y relaciones de los dioses con los hombres. Teología significa
aquí, proclamación hímnica de Dios.
El segundo contexto es la filosofía de Platón. En reacción contra los poetas que narran
cosas antropomórficas de los dioses para cantar sus proezas físicas y sus escándalos
morales, reclama unas “formas de teología” que critiquen y descarten esos relatos. Es
la primera ilustración frente a un tipo de religión y mitología. Teología en este contexto
significa la crítica que la razón filosófica ejerce al servicio de la ciudad, rechazando la
comprensión antropomórfica y reclamando un pensamiento sobre Dios digno de Dios.
El tercer contexto es la filosofía de Aristóteles. La palabra theológoi designa a los
autores de cosmologías, a quienes se refiere como los “contemporáneos de Hesiodo y
todos los teólogos”. Theologein significa “hacer dioses a los principios del cosmos
atribuyéndoles un origen divino”. La theología aparece en el horizonte de la metafísica
como ciencia nacida de la admiración ante la realidad, comenzando por los fenómenos
cósmicos y luego ascendiendo a la contemplación de lo humano y de lo divino. La
ciencia teológica aparece así como el saber que es de Dios y que tiene a Dios por objeto.
Esta inserción de la teología como pasión de conocimiento en el ámbito de la metafísica
va a conferir dimensión de objetividad al pensamiento teológico futuro. Teología, por
tanto, es un saber especulativo sobre lo que Aristóteles llama Dios, algo bien distinto de
lo que en los espacios religiosos se invoca como lo santo o El santo, origen del ser
personal, fuente de bendición y santificación.
El Nuevo Testamento contiene las palabras logos, mitos, philosophia y, por supuesto,
Theos; en cambio no utiliza el término teología, sino Theodídaktoi, enseñados,
aleccionados por Dios, alumnos de Dios (1 Tes 4,9; cf. Jr 31,33-34), en la que se revela
el cambio de orientación que aparece en la Biblia. Mientras que en el pensamiento griego
la iniciativa y el movimiento van del hombre a Dios, en la Biblia la orientación se invierte:
antes que una palabra del hombre dirigiéndose a Dios o preguntando por él, preexiste una
palabra de Dios dirigiéndose al hombre y preguntándole.
El cristianismo no es sólo un fenómeno de información, sino sobre todo de conversión;
no ofrece sólo conocimientos externos al sujeto, sino la apertura de éste a una realidad
nueva que hace al hombre “partícipe de la naturaleza divina”, hijo de Dios y “conforme
a la imagen de su Hijo”, coheredero con Cristo y templo del Espíritu Santo. Tal
experiencia resulta tan novedosa que ha necesitado largos decenios para ir siendo
asumida. En los primeros momentos esta nueva realidad se interpretó con ayuda de las

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categorías ofrecidas por los cristianos venidos del judaísmo y las características de la
profecía, la sabiduría y la apocalíptica veterotestamentarias.
La verdadera reflexión teológica comienza cuando el kérygma -anuncio- de la Iglesia entra
en contacto con el lógos de Grecia. Este saber de Dios en Cristo es nuevo y no puede
compararse con el poseído anteriormente ni por los judíos ni por los griegos. De ahí la
dificultad de asumir el término “teología” usado por ellos en esos primeros siglos, en los
que el esfuerzo tendió más a mostrar el cambio que a recuperar lo anterior. Mientras que
los Padres apostólicos miran en sus escritos más hacia adentro de la Iglesia, los
Apologistas entran en diálogo primero con el judaísmo y luego con la cultura helenística,
asumiendo lo que consideraban semillas anticipadoras del evangelio.
El redescubrimiento en Occidente de la lógica, la física y la metafísica de Aristóteles
hacen posible la elaboración de una razón teológica en sentido estricto. Para santo
Tomás hay que distinguir entre las realidades que son cognoscibles por la luz de la
razón natural y aquellas otras que tan sólo son cognoscibles por la luz de la revelación
divina. Así distingue entre la “sacra doctrina”, propia del teólogo, y aquella otra teología
que es parte de la filosofía. El conocimiento, o ciencia, que Dios tiene de sí mismo
comunicado a los hombres en la revelación positiva, es por tanto, la clave de la teología;
revelación que se nos trasmite en la Escritura, leída en la Iglesia, y que es acogida por
la fe. Santo Tomás subraya la diferencia entre la teología como parte de la metafísica
en la tradición que viene de Aristóteles y la teología cuyo origen y fundamento
permanentes es la revelación de Dios tal como se expresa en la Sagrada Escritura de
la Iglesia. En este sentido define la teología como “la ciencia que habla de Dios en la
medida en que es cognoscible con la luz de la revelación divina”.
A la luz de esta definición, ¿cuál sería el quehacer del teólogo? Oír, atender y entender,
inteligir, interpretar, sistematizar y obedecer lo que Dios diga de sí mismo y del hombre
mediante acciones y palabras en la historia. Por consiguiente, primero oír y acoger;
luego pensar e inteligir, si bien no hay un orden cronológico, ya que todo oír espiritual
es ya un inteligir y todo inteligir supone un permanente oír. El teólogo cristiano no habla
directamente de Dios, desde sus propias convicciones o deseos, sino a partir de la
revelación que Dios hace de sí, tal como fue recogida por los testigos de los momentos
fundacionales, trasmitida en la tradición viviente y recogida en los escritos que la Iglesia
consideró normativos y que forman el Nuevo Testamento. Estos escritos son
reconocidos como don de Dios a la Iglesia que los guarda en el canon bíblico y son la
referencia de su vida y pensamiento.
La misión de la teología cristiana consiste en explicitar la apertura metafísica del hombre
a Dios y exponer la entrega histórica de Dios al hombre en Cristo, mostrando la
convergencia entre ambas. La novedad de la perspectiva bíblica es la inversión del
planteamiento: no es el hombre el que primero pregunta por Dios, sino Dios quien
pregunta al hombre. En la Biblia no es una necesidad humana la que suscita la pregunta
sino una experiencia histórica; más aun, es una pregunta que reclama una respuesta.
El hombre buscaba para encontrar y, entre tanto, ha sido encontrado.
El haber sido encontrado por Dios suscita en nosotros el deseo de buscarle. Aquí hay
una diferencia radical. San Pablo reasume la afirmación del profeta Isaías referida al
pueblo judío: “Los que no me buscaban me encontraron; me manifesté a los que no
preguntaban por mí” (Rm 10,20; cf. Is 65,1). Estas son las dos dimensiones que van a
constituir la teología y que van a producir dos lenguajes paralelos sobre Dios, ambos
legítimos y ambos necesarios: el que nace del dinamismo interrogativo del hombre y el
que nace del amoroso asombro de haber sido preguntados por Dios, de haber oído su
palabra intentando penetrar su sentido, responderla y obedecerla.
La teología surge cuando, partiendo de la revelación divina, es posible una palabra
humana sobre Dios. Exponerla, defenderla y confrontarla con otras palabras sobre Dios,
sobre el hombre y sobre el mundo: ésa es la tarea sagrada e irrenunciable del teólogo.

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Frente a la palabra desde Dios, que era la propia de los profetas, refiriéndose a un futuro
abierto, frente a la palabra abstracta sobre Dios propia de los filósofos, el teólogo
cristiano se atreve a asumir e interpretar la palabra concreta de Cristo en la que Dios se
ha dado a sí mismo a los hombres. La teología tiene como primer imperativo: oír a Dios,
dejarle hablar y acoger su palabra. Hay que dejar a Dios ser Dios y decirse como tal. El
teólogo es así el intérprete de la palabra de Dios, en las formas en que él ha querido
darse y discerniéndola de otras palabras que tienen también la pretensión de ser de
origen divino, articulando orgánicamente sus contenidos, confrontándolas con la
comprensión que el hombre tiene de sí mismo y acercando ambas comprensiones.
La función esencial y específica del quehacer teológico no ha cambiado, ni puede
cambiar. La formuló ya en el siglo XI San Anselmo de Canterbury en la frase: Fides
quaerens intellectum, -la fe que busca comprender- La fe es un presupuesto
imprescindible y una disposición fundamental en la teología; pero además es su raíz
vital, puesto que brota del preguntar y buscar, intrínsecos a la misma fe, es decir, de su
impulso a comprenderse a sí misma, tanto en su opción radicalmente libre de adhesión
personal a Cristo, cuanto en su asentimiento al contenido de la revelación cristiana.
Hacer teología es una tarea exclusivamente propia del creyente en cuanto creyente,
derivada de una búsqueda ilimitada. La teología va del “creer” al “comprender”; es
reflexión científica, con presupuestos y exigencias que pretender ser universalmente
válidas; metódicamente, en conformidad a las normas impuestas por su objeto y por su
fin; sistemáticamente, orientada hacia una comprensión coherente de las verdades
reveladas en su relación al centro de la fe, Jesucristo, y en su significado salvífico para
el hombre.
Lo que distingue la reflexión sobre Dios de la teología de la reflexión sobre Dios de la
filosofía (o de otras ciencias que se ocupan de la religión) es precisamente su constante
y básica referencia a la intervención de Dios en la historia. Así como la filosofía no
puede reflexionar sobre Dios sin partir de la realidad creada y sin referirse
constantemente a ella, ya que es allí donde descubre el misterio de Dios, tampoco la
teología puede decir nada del Dios de la salvación sin partir de la historia de la
salvación, en la que Dios se afirma como Dios, y sin referirse continuamente a ella.

2. Punto de partida de la Teología: la Revelación


La teología, en su tarea, de hacer inteligible la revelación cristiana para el hombre de
nuestro tiempo, parte de la doble certeza de que Dios ha querido automanifestarse al
hombre y de que éste es capaz de dar a Dios la debida respuesta. De la llamada de
Dios (revelación) surge la respuesta del hombre (fe), en una correspondencia creadora,
ya que la palabra que llama crea la posibilidad de la respuesta. Este diálogo parte del
amor de Dios y está siempre marcado por las realidades que configuran la existencia
humana.

Revelación = Dios llama

El que llama posibilita


la respuesta
Fe = respuesta del hombre
Dios ha hablado primero. La teología como momento
segundo sólo puede nacer de la atención, audición y obediencia ante el Dios que habla.
La teología tiene cuatro presupuestos constituyentes:
1) la revelación de Dios, que hace posible y es respondida en
2) la fe del hombre, dirigida a un “nosotros” o

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3) comunidad receptiva -ya que la relación personalísima de Dios con cada


hombre acontece siempre desde dentro de la comunidad de fe y su destino-,
que, a su vez, formula su
4) contenido normativo, para diferenciarla como palabra divina de toda opinión,
mito, magia, sueño y política humanas. La teología cristiana recibe así su
estructura interna de la revelación, la fe, la Iglesia y el dogma.
“Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de
su voluntad (…). En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres
como amigos, tratando con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía. La revelación
se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas” (DV, 2).
Releyendo estas expresiones de la constitución dogmática del concilio Vaticano II sobre la
revelación divina (Dei Verbum), nos situamos ante la fuente originaria de la fe de la Iglesia
y, en consecuencia, ante la referencia imprescindible de toda teología cristiana, pues ésta
recibe su materia de reflexión de la Revelación. La historia de amistad entre Dios y el
hombre -que la Biblia expresa también con la categoría de alianza- es lo que el lenguaje
cristiano llama revelación. Re-velar en su etimología, es quitar el velo, des-cubrir lo oculto.
Apocalipsis, palabra de origen griego, significa revelación, alejamiento de lo oculto. Bajo el
punto de vista bíblico-teológico, revelación es la manifestación amorosa que Dios hace de
sí mismo y de su misterio o plan en orden a nuestra salvación. Es la automanifestación de
Dios en Cristo que nos ofrece la vida divina. Dios rompe su silencio. El Trascendente se
hace cercano y nos comunica su vida:
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
propios ojos, lo que hemos contemplado y tocado con nuestras manos en relación con la
Palabra de la vida –se trata de la vida eterna que estaba junto al Padre y que se ha
manifestado, que se nos ha hecho visible y nosotros la hemos visto y damos testimonio de
ella y os la anunciamos-, eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos ahora para que
viváis en unión con nosotros como nosotros vivimos en un unión con el Padre y con su Hijo
Jesucristo” (1 Jn 1,2-3).
Este texto de la primera carta del apóstol San Juan nos manifiesta de forma clara que
la revelación es concebida como comunicación de vida divina, identificada en la persona
misma de Jesucristo.
El dato revelado constituye el fundamento de la teología. Es el punto de partida y la base
imprescindible para el trabajo teológico. La teología está al servicio de los creyentes,
como investigación de la automanifestación de Dios, que culminó en el acontecimiento
de Jesucristo. La vida del pueblo de Israel es la historia de la manifestación progresiva
de Dios como el que les libera de la esclavitud, como creador del mundo, como Señor
de la historia y fundamento de toda esperanza. Jesús de Nazaret revela de manera
definitiva el rostro auténtico de Dios. Jesús, con sus palabras y obras, lleva a
cumplimiento la ley y los profetas. Su muerte en cruz y su resurrección manifiestan la
profundidad del amor de Dios hacia el ser humano.
La constitución Dei Verbum describe la revelación como un diálogo entre amigos: no
sólo es un intercambio de ideas o de informaciones, sino de comunicación recíproca,
invitación a la comunión. No sólo hace referencia a palabras que se dicen, sino también
a hechos que se realizan. Podemos destacar las siguientes características de la
revelación cristiana:
• La revelación es gratuita. No es el resultado de un duro trabajo de la inteligencia,
sino el fruto del amor libre de Dios que se anticipa a cualquier mérito o capacidad
del hombre.
• La revelación es histórica. Tiene lugar en el marco espacio-temporal en el que
se desarrolla nuestra existencia. Pero Dios no sólo se revela a través de toda la
historia. Podemos decir que todo lo que existe -en cuanto creado por Dios- no

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es otra cosa que la revelación de su amor. Y, sin embargo, hay un punto en el


que la revelación llega a su plenitud: la historia de un judío, Jesús de Nazaret,
en la cual Dios se manifiesta a sí mismo a los hombres y mujeres que viven en
el tiempo, de una manera definitiva y completa.
• La revelación es verbal. Forman parte de su esencia palabras y conceptos
humanos. Dios, para hablar a los hombres, no utiliza la lengua de los ángeles,
sino precisamente la de los hombres, constituida por signos, gestos, palabras y
conceptos. Una lengua rica de posibilidades, pero también marcada por los
límites propios de todo lo que no es Dios, pues no debemos olvidar que la
trascendencia del Misterio divino impide que pueda ser aprehendido o capturado
en palabras humanas.
• La revelación es social. No se dirige solamente a la interioridad de cada persona,
sino a un grupo de personas, a un pueblo, a la Iglesia, que es la destinataria
original del acontecimiento de la revelación y testimonio permanente del mismo.
• La revelación es escatológica. Lo que Dios ha cumplido y revelado en Jesucristo
es para nosotros la palabra de su promesa irrevocable, pero aún no cumplida en
plenitud, y que por eso nos llama a la esperanza. Lo último -ésjaton- ha
acontecido ya en Cristo, y por eso está aconteciendo, aunque todavía no en
plenitud, en nosotros.

3. La Fe y la Teología
Cuando la revelación, en cuanto autocomunicación de Dios al hombre, es acogida por
una persona, convirtiéndose en el fundamento de su vida, en su horizonte y norma de
pensar y de vivir, entonces surge la fe. La fe no significa, básicamente, un tener por
verdad una serie de hechos milagrosos y unos enunciados de fe presentados
autoritariamente; más bien consiste en que uno esté dispuesto a tomar a Dios como
fundamento y fin de su existencia. En cierta medida, la fe es algo específico del
judeocristianismo. En opinión del gran especialista de historia de las religiones G. Van
der Leeuw, la fe religiosa, es decir, la confianza total del hombre en un Dios con el que
se ha encontrado personalmente, nació entre los antiguos hebreos. En este pequeño
pueblo se produce como hecho inmenso, el nacimiento de la fe. El primer gran testigo
de esta fe en la tradición bíblica es la figura de Abrahán, que “creyó al Señor y el Señor
le consideró como un hombre justo” (Gen 15,6). El concepto bíblico de la fe, como
respuesta total del hombre al Dios de la salvación y de la gracia, representa el punto de
partida de toda reflexión acerca de la misma fe en su relación con la existencia del ser
humano. Dios, como fundamento verdadero de la fe, permanece en último término
indisponible e inalcanzable para la facultad humana de conocimiento. Todo intento del
hombre por llegar hasta Dios con sus propias fuerzas está abocado a no ser más que
un atentado contra Él. No es la persona humana la que, con el esfuerzo de la inteligencia
y de la voluntad, alcanza la verdad absoluta. El movimiento del amor y del conocimiento
tiene su origen en Dios que se da a conocer en la historia del mundo -creación-, de un
pueblo -Israel-, de una persona concreta -Jesucristo-.
El creer implica siempre un aspecto de conocimiento, pero no se trata de un
conocimiento cualquiera. En la fe cristiana este conocimiento resulta del hecho de que
alguien nos habla. La palabra que se nos dirige nos invita a escuchar. La convicción
básica de la Biblia en su conjunto es que Dios se ha ido revelando progresivamente a
los seres humanos, “de una manera fragmentaria y de muchos modos” (Hb 1,1),
alcanzando una cima insuperable en la palabra del Hijo, Jesucristo. A la revelación por
parte de Dios corresponde la fe por parte de los hombres. De este modo, la revelación
y la fe constituyen juntamente un diálogo entre el Dios vivo y el hombre.

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La historia del ofrecimiento y de la acogida del don divino constituye lo que llamamos fe.
La fe es la respuesta del hombre al Dios vivo que se revela. La cuestión de la fe en el
Antiguo Testamento no se centra en torno a la existencia de Dios, algo evidente en dicha
época, en la que el dios o los dioses se expresaban en forma de poderes más o menos
personificados, que dominaban al hombre. Los riesgos de magia e idolatría eran
grandes. Cuando los poderes eran múltiples, siempre dejaban en la angustia de haberse
olvidado de apaciguar a alguno.
Con Abrahán se produce un cambio que consiste en aceptar una relación de tipo
personal con un Dios que no podía sino ser único. Esta relación comenzó con la
confianza depositada en la palabra que había escuchado. Abrahán creyó con todo su
ser en la promesa que había recibido de Dios de hacer de él un gran pueblo. Pero, para
eso, tenía que dejar su país, su familia, la casa paterna (Gen 12,1-2) y partir hacia lo
desconocido. Su fe se desarrolló luego en una historia de alianza interpersonal, que vino
a avalar fielmente la confianza inicial.
La verdadera cuestión de la fe invierte los términos: no se trata de creer que Dios existe,
sino de creer que el hombre existe para Dios. Dicho de otro modo: ¿se interesa Dios por
el hombre? ¿Puede intervenir Dios en la historia de los hombres para su bien? Desde
Abrahán, la fe ha respondido SÍ. Tal fue la experiencia fundamental que dio origen a la
tradición espiritual judía y en la que se injertó la tradición cristiana.
Una reflexión sobre la teología no puede, por consiguiente, prescindir de una reflexión
sobre la fe. Las fuentes esenciales a las cuales es preciso volver, una y otra vez, para
reconocer lo que es auténticamente cristiano, nos presentan la fe como la respuesta del
hombre a la propuesta de alianza que repetidamente le hace Dios.
Las fuentes fundamentales de la experiencia de fe son: Biblia, Tradición y Magisterio.

3.1. Biblia
Para la Biblia, la fe es el acto en que el hombre se entrega íntegramente a Dios, que en
Cristo ha revelado y llevado su amor salvífico a su total y definitivo cumplimiento. Tanto
en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento la fe es la respuesta integral
de la persona humana a Dios que se revela como su Salvador; respuesta que incluye la
aceptación del mensaje salvífico de Dios y la obediencia a su palabra. En la fe
veterotestamentaria el acento cae sobre el aspecto de confianza; en la neotestamentaria
resalta la dimensión de asentimiento al mensaje cristiano. En el Antiguo Testamento
la fe es descrita como “apoyarse en Dios” que expresa la entrega del hombre a la palabra
salvadora de Dios. En hebreo se emplea la raíz `aman, que significa estar firme, seguro,
estable; de allí viene nuestra palabra amén, que encierra no un simple deseo, sino una
certeza absoluta. En el Nuevo Testamento la fe o el creer (pistis, pistéuein) es ante
todo la aceptación del mensaje cristiano, es un reconocimiento que comporta la
adhesión total del hombre a la persona de Cristo y a la comunión de vida en el Espíritu
Santo.
Tener fe en el Antiguo Testamento significa:
• Fundamentar la propia vida sobre Dios, pero dispuesto, como Abrahán, a dejar
la propia tierra y la propia casa para ir hacia el lugar de la promesa,
reemprendiendo el camino que había sido interrumpido por el “no” a Dios, y que
ha marcado trágicamente el comienzo de la historia del hombre.
• Reconocer que Dios (el Dios que ha hablado a Abrahán, que ha liberado al
pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto) es el único Señor de la historia, el
origen de todo lo que existe, el que escucha la plegaria de los pobres, llama a la
conversión en la justicia y en la paz y no abandona a su siervo en el abismo de
la muerte.

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• Fundar la existencia únicamente en Dios, pues sólo en Él puede encontrar el


hombre refugio y acogida. Él es el único fundamento infalible, para la vida
particular y para todo el pueblo.
En el Nuevo Testamento tener fe consiste en:
• Acoger al grupo de aquellos que, fiándose en su palabra, le siguen para
escucharle, para aprender de él, para vivir como él enseñaba y para
experimentar su perdón y su fuerza de salvación. Este Jesús, condenado a
muerte de cruz y resucitado al tercer día, se convierte en el centro del anuncio
de sus discípulos. Jesús es el Mesías, es el Señor, es el Hijo de Dios, el que con
el Padre da el Espíritu Santo y el que al final de los tiempos revelará el sentido
pleno de la historia.
• Vivir la existencia como vida auténticamente humana, fundada, centrada y
finalizada en Cristo. La fe cristiana tiene en Jesucristo su contenido central y su
fundamento formal: la estructura propia de la fe cristiana es formalmente
cristológica. Creer que Jesús es el Hijo de Dios implica creerle a Él, fundar la fe
en Él como Hijo de Dios.

3.2. Tradición
El hombre es un ser de tradición. Nacimos, crecimos y nos hemos formado en una
tradición familiar, cultural, nacional, étnica, religiosa que nos ha marcado, aunque,
ciertamente, distanciarnos críticamente de ella. A la vez cada uno de nosotros en unión
con otros va construyendo, consciente o inconscientemente, tradiciones nuevas. Aquí
reside la ambivalencia de nuestras actitudes ante las tradiciones: rechazo y, a la vez,
vivencia.
La Tradición es una condición de la identidad de cada persona humana y de los grandes
grupos humanos. Cada persona vive de la tradición colectiva, pero la tradición de la
colectividad también es revitalizada por él, pues éste continúa su transmisión. No hay
comunidad religiosa que no transmita de edad en edad los valores sobre los que se
funda, por medio de una Tradición viva, cuyo contenido es muy diverso. Al lado de los
textos -mitos, oraciones, cantos, legislación, etc.- se encuentran todos los elementos de
una práctica que encierra la totalidad de la existencia -ritos, gestos y costumbres,
prohibiciones, etc.-. A partir de cierto desarrollo cultural, los textos y ciertos elementos
de la práctica tienden a fijarse en forma escrita. “Traditio”, tradición, significa dos cosas:
el transmitir, “tradere”, y el contenido de lo transmitido, “traditum” y “tradendum”. Puesto
que lo transmitido es siempre también lo que hay que transmitir, en la interpretación
objetiva, material, de tradición se incluye inseparablemente el acontecimiento dinámico
de la transmisión. Por tanto, lo transmitido apunta siempre al proceso de transmisión.
Desde ese momento, se plantea, en los distintos contextos ideológicos, el problema de
la relación entre la Tradición viva y la Escritura.
La Iglesia, al igual que Israel, percibió desde el principio que la Tradición, unida a la
Escritura, nos comunica la revelación. Por eso, la Iglesia apostólica, el nuevo Israel,
realizó algo similar con relación a las obras y palabras de Jesús. Surgió así y continúa
por los siglos la predicación viva, la catequesis o profundización, la celebración cultual,
la vivencia y el testimonio. Poco a poco, en las primeras generaciones, se fue plasmando
por escrito esta experiencia de fe en los libros que constituyen el NT.
“Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara
por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor,
plenitud de la revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio
como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así
los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y
promulgó con su boca” (DV, 7).

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Con estas palabras, el Concilio Vaticano II nos presenta también dos características
inseparables que debe tener la transmisión de la revelación. Por una parte, tiene que
conservarse fiel e íntegra (dimensión estática), sin que se altere el contenido sustancial
de la revelación. Pero, por otra parte, tiene que transmitirse a todas las generaciones de
cada época, y de allí se deduce su adaptabilidad y progreso, que le hace adquirir una
dimensión dinámica. Mirada al pasado: identidad y continuidad; pero también mirada al
presente y al futuro: tendencia y tensión en la dinamicidad guiada por el Espíritu.
Fidelidad a Dios y fidelidad al ser humano caracterizan esta doble dimensión de la
transmisión.
El origen de la Escritura está en la Tradición. Por una parte, desde el punto de vista
cronológico, primero se da la Tradición y luego la Escritura. Ésta no es sino un momento
privilegiado de la misma Tradición en cuanto consignada por escrito. Por otra parte, la
Escritura no puede ser conocida como santa, inspirada y canónica, sin la Tradición. Ese
conocimiento no nos llega directamente por una revelación especial o por los datos de la
misma Escritura, sino a través de la Tradición, en un proceso lento y complejo. Además,
la Tradición tiene como función comprender cada día más la Escritura, hacerla viva y
operante, de forma que ésta no se convierta en letra muerta.
Pero si la Escritura depende de la Tradición, también podemos afirmar que la Tradición
depende de la Escritura. Y así, la Tradición no puede ser conocida como divino-
apostólica sin la Escritura; por eso ésta encauza la Tradición, hace que no se desvíe.
Por la Escritura podremos calificar las auténticas tradiciones, distinguiendo lo que es
esencial de lo que es accidental, lo que es inmutable de lo que debe ser adaptable a
cada época y cultura.

3.3. Magisterio
Los autores del Nuevo Testamento presentan el acontecimiento de Cristo como el acto
definitivo de salvación y de revelación de Dios: acontecimiento absolutamente singular,
único e irrepetible, ya que en él Dios ha pronunciado su última palabra como palabra de
salvación. Este acontecimiento de Cristo reivindica para sí mismo la primacía absoluta
en la revelación y la fe, una primacía no solamente normativa, sino fundacional.
Solamente si tenemos presente el acontecimiento de Cristo como autofundante de su
misma realidad y de su expresión humana, podemos hablar significativamente de la
autoridad propia de la revelación cristiana.
Solamente en el contexto de este carácter de la autoridad de la revelación de Dios en
Jesucristo podemos hablar de una autoridad -derivada- de la Iglesia y del magisterio.
De Cristo a la Iglesia apostólica y de ésta a la Escritura neotestamentaria es de donde
se deriva, por consiguiente, la normatividad y la autoridad para la fe cristiana, cuyo
fundamento último y para siempre es Jesucristo.
“La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios,
confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus
pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la
oración, y así se realiza una maravillosa concordia de Pastores y fieles en conservar,
practicar y profesar la fe recibida.
El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo. Pero el Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su
servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino, y con la
asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo
explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como
revelado por Dios para ser creído.
Así pues, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente
de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los
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tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen
eficazmente a la salvación de las almas” (DV, 10).
Para realizar este servicio de la interpretación auténtica, el magisterio debe escuchar
devotamente la Palabra de Dios -ser creyente-; custodiarla celosamente, sin viciarla, ni
añadirle, ni quitarle nada; explicarla fielmente y sacar de allí todo lo que se propone como
revelado por Dios para ser creído. El magisterio no pretende apropiarse de las cuestiones
técnicas, competencia de los exegetas; sólo trata de presentar el sentido de un texto tal
como se ha leído en la Iglesia. Así pues, al magisterio le corresponde la misión de
garantizar la auténtica interpretación y el indicar, cuando sea necesario, que tal o cual
interpretación particular es incompatible con el evangelio auténtico. “El magisterio
consulta para ello a los teólogos, los exegetas y otros expertos, de los cuales reconoce la
legítima libertad y con quienes queda ligado por una recíproca relación en la finalidad de
conservar al pueblo de Dios en la verdad que hace libres” (Pontificia Comisión Bíblica, La
interpretación de la Biblia en la Iglesia).
El “depósito” de la fe contenido en la sagrada Tradición y en la sagrada Escritura, fue
confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. “Fiel a dicho depósito, todo el pueblo
santo, unido a sus pastores, persevera constantemente en la doctrina de los apóstoles y en
la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones, de modo que se cree una particular
concordia entre pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida” (DV, 10).
El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado sólo al magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo, es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.
El magisterio está al servicio de la comunidad cristiana y tiene el deber de interpretar
auténticamente -es decir, con la autoridad que deriva del mismo Cristo- la palabra de Dios
escrita y transmitida, confiada a toda la Iglesia, no sólo a un grupo restringido en su interior.
El magisterio, como subraya la Dei Verbum, no está por encima de la palabra de Dios, sino
que la sirve, escuchando, custodiando y anunciando cuanto ha sido transmitido, y
proponiéndolo como revelado por Dios. Objeto del magisterio es el contenido de la
revelación cristiana misma y todo lo que es necesario para la transmisión de esa revelación.
En la Iglesia, como cuerpo orgánico, algunos tienen, con respecto a la conservación y
transmisión de la fe, una misión, no solamente en el sentido amplio de responsabilidad,
sino en el sentido preciso, jurídico, de mandato. El magisterio eclesiástico está
representado en la Iglesia católica por el colegio de los obispos, en el que entra como
cabeza el obispo de Roma, el Papa. El testimonio apostólico, la doctrina apostólica, la
orientación vinculante para toda la Iglesia, que asimismo es apostólica, están confiados a
los obispos de una manera oficial, para preservarlo y hacerlo presente.

Fundamentos de Teología - 9 -

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