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1.
2.
Mercado y frontón conservan la denominación de plaza, espacio
público por excelencia en el que confluyen todas las actividades que
tienen que ver con la colectividad. Uno y otro, sin embargo, difieren
en sus usos y podríamos decir que mientras que el primero responde
a la idea que Arendt tiene de lo social, el segundo podría ejemplificar
el alcance de lo político.
Marcel Mauss señaló el don como la unidad mínima de lo social. Todo
hecho social se sostiene sobre la base de un intercambio que se
compone de tres acciones: dar, recibir y devolver. Son tres acciones
mínimas que fundan toda la urdimbre de relaciones “entre” personas.
Socializarse no es más que internarse en ese universo de la
reciprocidad que obliga a corresponder lo que se ha recibido. De ahí
la insistencia de los padres en la utilización de ese vocablo, tan
necesario como insignificante, que compensa provisionalmente un
servicio y que posterga su devolución: “gracias”.
Si tenemos que pensar en un lugar específicamente creado para el
intercambio ése es el mercado. El mercado ha sido el ámbito del
intercambio generalizado y no sólo de bienes materiales.
Tradicionalmente, el día de mercado era la ocasión de mostrar las
pertenencias y ponerlas a disposición de otros. Podía tratarse de
alimentos, ganado, prendas, muebles etcétera, pero también de
favores, chismes, confidencias o incluso de jóvenes en edad de casar.
El mercado es espacio para la concurrencia de las unidades
familiares, que buscan completar sus carencias con lo que a otros les
sobra, o al menos no les hace tanta falta. Este intercambio de
excedentes es el principio de la actividad económica, actividad
2
Ib. p. 77.
primeramente dirigida a la satisfacción de las necesidades básicas.
Etimológicamente hablando la economía no es sino la dirección y
administración de la casa. Y el mercado no sería sino la puesta en
relación de reciprocidad de dichas casas, la extensión de lo privado al
ámbito público -lo social, en definitiva.
El mercado, como concreción espacial para el intercambio
generalizado de bienes, aparece ante toda agrupación humana,
siendo en muchos casos el origen de los asentamientos que luego
forman pueblos, villas y ciudades. Es sin embargo en nuestras
sociedades donde lo económico ha adquirido una centralidad única,
llegando a suplantar a lo político. Foucault considera esta integración
de la economía, como gobierno de la familia, con la política, como
gobierno de la polis, un síntoma de la modernidad y de sus nuevos
dispositivos de poder.
Y si miramos a Bilbao, hay un proceso en la evolución urbanística que
puede ejemplarizar esa idea de que la modernidad se caracteriza por
una progresiva imposición de lo económico sobre lo político: la
transformación de la que fuera la plaza “Vieja” de Bilbao, la plaza
mayor o plaza de la Ribera.
La denominada plaza mayor de Bilbao se ubicaba en el solar que hoy
ocupa el mercado de la Ribera. Era una plaza abierta limitada por la
ría, la muralla, la iglesia de San Antón, el que fuera primer
ayuntamiento de la villa y las casas de la calle de la Ribera. En esa
plaza, que, por su ubicación junto a la ría, entraban la mayor parte de
las mercancías que llegaban a Bilbao, se celebraban los principales
eventos de la ciudad, entre ellos el mercado semanal. Éste pasó con
el tiempo a ser mercado permanente, mediante la implantación de
unos puestos fijos a lo largo de la ribera y en 1929 ocupa por
completo el espacio de la plaza para albergar el mayor mercado de
abastos cubierto de Europa. La actividad económica acapara la plaza
y desplaza al resto de actividades públicas.
3.
Relacionaba hace algunos años el frontón con el ágora griega. Decía
entonces que ambos eran lugares de expresión agónica, de
escenificación de una confrontación pública que es posible
precisamente porque todas las partes enfrentadas reconocen como
propio -es decir, se reconocen en- el espacio mismo y su forma de
representación –en el caso griego la esticomitia3, en el vasco la
pelota.
No había leido entonces a Hanna Arendt, pero reconozco ahora en su
añoranza de lo político rasgos que yo identificaba en la práctica de la
pelota y en su espacio, el frontón. Y pienso que quizás haya esferas
en nuestras sociedades contemporáneas que no consideramos como
políticas y que sin embargo se fundan precisamente en lo político. Y,
aunque sólo aparezcan como ámbitos de representación, preservan
su espíritu. La Pelota es una de ellas, a pesar de que haya perdido en
3
Modo agonístico de razonamiento y discurso verso a verso propio de las tragedias
griegas, que se basaba en el intercambio y en la construcción de polaridades.
parte su centralidad como práctica generalizada.
Decía entonces que la Pelota es un ritual de fundación comunitaria en
el que se representa el conflicto latente a toda constitución política: la
división, la herida. Un partido de pelota, como su propio nombre
indica, escenifica la escisión primordial de una totalidad que la propia
plaza, en este caso el frontón, simboliza. Este planteamiento agónico,
de lucha y reunión, establece las bases necesarias para que lo
político, como veremos, tenga lugar4.
Lo político refiere a la diversidad inherente a la ciudad, una diversidad
que se expresa en ausencia de violencia. Tiene que ver con el control
del uso de la fuerza. También la pelota, en tanto que drama social5,
puede pensarse como lenitivo de la misma. Además de su propio
florecimiento, que coincide con el desarrollo de las ciudades y la
superación de las luchas bajomedievales, la pelota es sólido
reforzante de las relaciones entre los hombres. Su práctica promueve
lazos estrechos entre la población masculina. Congrega a los hombres
alrededor de una pasión que comparten, que es parte de sí mismos, y
circunscribe las rivalidades a un contexto de representación, de
deportividad.
Pero, más allá de esta característica, común a aquellas
manifestaciones rituales que utilizan un esquema de lucha, agónico,
una aproximación al modo en que se celebra el juego de pelota puede
hacer comprensibles cuestiones centrales al hecho político que hoy
han sido relegadas.
4.
En su libro Do Kamo, el antropólogo y misionero Maurice Leenhardt
cuenta una anécdota que quizás puede hacernos comprender nuestra
incapacidad para lo político. Después de años de evangelización con
los canacos, preguntó a un viejo caledonio llamado Boesoú:
- En suma, ¿es la noción de espíritu la que nosotros hemos
aportado a vuestro pensamiento?
Y Boesoú respondió:
- ¿El espíritu? ¡Bah! No nos habéis aportado el espíritu;
conocíamos ya su existencia. Procedíamos según el espíritu.
Empero, lo que vosotros nos habéis aportado es el cuerpo8.
Al parecer los nativos de Nueva Caledonia concebían su existencia en
participación mística con el mundo circundante. La inexistencia de un
pronombre “yo” que actúa como sujeto de la acción y la
consideración de la persona no concretada en un cuerpo, sino en
múltiples relaciones en las que se funda en cada momento, hacen
concluir a Leenhardt que en la vivencia del melanesio objeto y sujeto
se confunden. Su mundo particular no se configuraba alrededor de
una identidad unitaria enfrentada a los diversos contextos y
circunstancias de su existencia, sino que los canacos interactuaban
con una multitud de fuerzas, con un mundo vivo en el que la
identidad surge de los infinitos encuentros, experiencias de
hibridación donde las naturalezas se disuelven en el acto vital del
encuentro, más que petrificarse en categorías del pensamiento. De
ahí que se nombra la relación, no las entidades que la forman. Estas
son indisolubles de aquella. El contorno de un cuerpo, por tanto, no
tiene sentido.El cuerpo no es en sí mismo, sino que está abierto al
mundo circundante, cuyos diversos dominios dotan a la persona de
existencia. O, mejor dicho, de existencias.
El propio Leenhardt refiere a Durkheim, quien consideraba el cuerpo
como el factor de individuación necesario para fragmentar el alma de
la colectividad. Durkheim consideraba que en la persona confluían un
principio espiritual o alma colectiva y un alma individual: “Dado que
los cuerpos son distintos entre sí, dado que ocupan puntos diferentes
en el tiempo y en el espacio, cada uno constituye un medio especial
en el que las representaciones colectivas acaban por refractarse y
colorearse de manera diferente”9. Para Durkheim, como buen
occidental, el cuerpo era la evidencia que aseguraba la existencia de
personalidades separadas, una evidencia que no parece ser tal para
el canaco, cuyo cuerpo es indisoluble de aquello con lo que entra en
8
Leenhardt, M. Do kamo. La persona y el mito en el mundo melanesio. Paidós, Barcelona, 1997: p. 162.
9
Durkheim, E. Las formas elementales de la vida religiosa. Akal, Madrid, 1992: p. 252
contacto. De ahí, por ejemplo, que a las dos unidades del par tío-
sobrino se las denominé igual. Ambos, tío y sobrino son indisolubles y
por ello se nombra la relación no las partes que la forman. Esta
concepción transaccional y relacional de la persona que compone la
visión cosmomórfica o de participación mística que relata Leenhardt
puede hacernos reflexionar sobre cómo nos pensamos en relación al
mundo circundante y quizás comprender nuestra incapacidad para lo
político.
Lo pensemos como lo pensemos, el par tío-sobrino es indisoluble. Ser
tío implica tener un sobrino y viceversa. El hecho de ser animales
humanos nos hace considerarnos sujetos, a pesar de que somos tan
objetos de las cosas como ellas pueden serlo de nosotros. Las cosas
con las que trabajamos, por ejemplo, nos definen. En el mercado de la
Ribera hay carniceros, pescateros y verduleros, e incluso su mundo se
tiñe del color que marcan los objetos con los que trabajan: rojo, azul y
blanco, como en la trilogía de Kieslowski. El pelotari es pelotari
porque juega con una pelota. Y esta pelota no es un simple objeto
que él maneja, en contacto con la pelota ha aprendido sus cualidades
y sus defectos y por ello en el tipo de pelota que el pelotari utiliza se
refleja la personalidad del pelotari, y viceversa.
El acento que la modernidad ha puesto en el cuerpo puede hacernos
olvidar que incluso la sonrisa nos la dan otros. No hay ilusión más
grande que la individualidad, algo que la antropología ha reiterado
siempre de un modo u otro. De ahí que Durkheim continúe: “si bien
todas las conciencias ligadas a tales cuerpos contemplan un mismo
mundo, a saber, el mundo de las ideas y sentimientos que unifica
moralmente al grupo, no lo ven todas desde un mismo ángulo; cada
una lo traduce a su manera”10. Se puede poner el acento en la
creatividad que cada uno otorga a lo que ve. Para Arendt en eso se
fundamentaba lo político, en la heterogeneidad de los puntos de vista
expuestos en la esfera pública. Pero eso sólo es posible si se acepta
que se contempla un mismo mundo, que formamos parte de la plaza.
Y formar parte de la plaza no es más que ser público.
El problema de la desaparición de lo público radicaría por tanto no en
la pérdida de la esfera pública como un ente que nos ha sido
arrebatado, sino más bien en nuestra incapacidad para ser público,
para participar enteramente de esa contemplación necesaria para
que lo político tenga lugar.
10
Ib: p. 253. La cursiva es mía.