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SER PÚBLICO

Olatz González Abrisketa

1.

Lo público remite a una esfera de actividad compartida, a aquello


que pertenece a la comunidad. Apunta a lo colectivo. También a todo
lo que está expuesto o es visible para la totalidad del cuerpo social,
para el que lo público es también supuestamente próximo y
accesible. No es difícil convenir que es esta apertura la que define lo
público, en contraposición a la exclusividad del ámbito privado.
Sin embargo, en cuanto nos ponemos a pensar en qué y dónde se
concreta lo público, esta supuesta apertura se vuelve problemática.
¿Qué determina lo público? ¿Es una demarcación espacial o tiene que
ver con la pertenencia común? En términos de accesibilidad espacial,
¿es público el Ayuntamiento de Bilbao? Y en tanto a la accesibilidad
comprehensiva, ya sea afectiva o racional, ¿es pública una escultura
por estar ubicada en la calle Ercilla? ¿Qué tiene de público el mercado
de la Ribera en comparación con cualquier supermercado de la
ciudad? ¿Son los museos más públicos que las galerías de arte?
Parece claro que lo que determina lo público hoy en día tiene que
ver exclusivamente con la procedencia del capital. Si se costea entre
todos se considera público. Poco importa su pertenencia, visibilidad,
proximidad, accesibilidad o apertura. La participación en lo público
pasa hoy en día por emitir un voto y realizar anualmente la
declaración de la renta. Curiosamente dos acciones que se realizan
en privado o cuando menos de modo confidencial.
Parece que ya hemos consumado esa progresiva destrucción de la
esfera pública (polis) que ha reducido lo político a una mera empresa
administrativa especializada y que Hannah Arendt denominó lo
“doméstico ampliado”. Identificaba Arendt esta pérdida de lo público
con el auge de lo social y su confusión con lo político. Mientras que lo
político remitiría a una esfera de actividad en la que aparece
solamente lo apropiado, aquello que merece la pena ser escuchado,
oído o visto por todos, lo social no sería sino la canalización hacia lo
público del propio proceso de vida. “La sociedad es la forma en que la
mutua dependencia en beneficio de la vida y nada más adquiere
público significado, donde las actividades relacionadas con la pura
supervivencia se permiten aparecer en público”1, afirma Arendt.
Recuerda sin duda a la biopolítica foucaultiana, según la cual la
modernidad se caracterizaría por la inclusión de la vida en el ejercicio
del poder. El control de la vida biológica, zoe, pasa a ocupar el centro
de la vida política. Economía, trabajo, educación, sanidad… son los
ejes sobre los que operan los poderes públicos de la modernidad.
Lo público se sostiene ahora sobre la idea de una “naturaleza
común” que habría que preservar y gestionar. Es por tanto el bien
1
Arendt, H. La condición humana. Paidós: Barcelona, 2005: p. 68.
común, como la suma de los intereses privados, donde lo político se
refugia, perdiendo así su valor original. Deja de ser lugar de
reconocimiento de la otredad, de la diversidad de juicios sobre
cuestiones que trascienden la pura vida, para convertirse en
administración económica y uniformidad estadística. Atrás quedó el
mundo común en el que la realidad surge “de la suma total de
aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores”2.
Las diferentes posiciones y perspectivas en relación a algo que
interesa dejan de ser el sostén de la esfera pública y ceden su
primacía al contrato social, que se alimenta del interés común y de la
opinión general. Así, las discrepancias y matices que para Arendt
constituían el soporte político de la esfera pública se desplazan hacia
el ámbito privado, único refugio donde en la modernidad se puede ser
“uno mismo”. De este modo, la excelencia humana, que según la
autora se generaba y fortalecía en el espíritu esencialmente agonal
de la esfera pública, se pierde en la oscuridad del ámbito privado, es
decir, se priva a lo político de la creatividad aportada por los
individuos y se lo condena a ser mera administración de sus
necesidades. Lo privado se vuelve público. Lo público privado. Y lo
político desaparece.

2.
Mercado y frontón conservan la denominación de plaza, espacio
público por excelencia en el que confluyen todas las actividades que
tienen que ver con la colectividad. Uno y otro, sin embargo, difieren
en sus usos y podríamos decir que mientras que el primero responde
a la idea que Arendt tiene de lo social, el segundo podría ejemplificar
el alcance de lo político.
Marcel Mauss señaló el don como la unidad mínima de lo social. Todo
hecho social se sostiene sobre la base de un intercambio que se
compone de tres acciones: dar, recibir y devolver. Son tres acciones
mínimas que fundan toda la urdimbre de relaciones “entre” personas.
Socializarse no es más que internarse en ese universo de la
reciprocidad que obliga a corresponder lo que se ha recibido. De ahí
la insistencia de los padres en la utilización de ese vocablo, tan
necesario como insignificante, que compensa provisionalmente un
servicio y que posterga su devolución: “gracias”.
Si tenemos que pensar en un lugar específicamente creado para el
intercambio ése es el mercado. El mercado ha sido el ámbito del
intercambio generalizado y no sólo de bienes materiales.
Tradicionalmente, el día de mercado era la ocasión de mostrar las
pertenencias y ponerlas a disposición de otros. Podía tratarse de
alimentos, ganado, prendas, muebles etcétera, pero también de
favores, chismes, confidencias o incluso de jóvenes en edad de casar.
El mercado es espacio para la concurrencia de las unidades
familiares, que buscan completar sus carencias con lo que a otros les
sobra, o al menos no les hace tanta falta. Este intercambio de
excedentes es el principio de la actividad económica, actividad
2
Ib. p. 77.
primeramente dirigida a la satisfacción de las necesidades básicas.
Etimológicamente hablando la economía no es sino la dirección y
administración de la casa. Y el mercado no sería sino la puesta en
relación de reciprocidad de dichas casas, la extensión de lo privado al
ámbito público -lo social, en definitiva.
El mercado, como concreción espacial para el intercambio
generalizado de bienes, aparece ante toda agrupación humana,
siendo en muchos casos el origen de los asentamientos que luego
forman pueblos, villas y ciudades. Es sin embargo en nuestras
sociedades donde lo económico ha adquirido una centralidad única,
llegando a suplantar a lo político. Foucault considera esta integración
de la economía, como gobierno de la familia, con la política, como
gobierno de la polis, un síntoma de la modernidad y de sus nuevos
dispositivos de poder.
Y si miramos a Bilbao, hay un proceso en la evolución urbanística que
puede ejemplarizar esa idea de que la modernidad se caracteriza por
una progresiva imposición de lo económico sobre lo político: la
transformación de la que fuera la plaza “Vieja” de Bilbao, la plaza
mayor o plaza de la Ribera.
La denominada plaza mayor de Bilbao se ubicaba en el solar que hoy
ocupa el mercado de la Ribera. Era una plaza abierta limitada por la
ría, la muralla, la iglesia de San Antón, el que fuera primer
ayuntamiento de la villa y las casas de la calle de la Ribera. En esa
plaza, que, por su ubicación junto a la ría, entraban la mayor parte de
las mercancías que llegaban a Bilbao, se celebraban los principales
eventos de la ciudad, entre ellos el mercado semanal. Éste pasó con
el tiempo a ser mercado permanente, mediante la implantación de
unos puestos fijos a lo largo de la ribera y en 1929 ocupa por
completo el espacio de la plaza para albergar el mayor mercado de
abastos cubierto de Europa. La actividad económica acapara la plaza
y desplaza al resto de actividades públicas.

3.
Relacionaba hace algunos años el frontón con el ágora griega. Decía
entonces que ambos eran lugares de expresión agónica, de
escenificación de una confrontación pública que es posible
precisamente porque todas las partes enfrentadas reconocen como
propio -es decir, se reconocen en- el espacio mismo y su forma de
representación –en el caso griego la esticomitia3, en el vasco la
pelota.
No había leido entonces a Hanna Arendt, pero reconozco ahora en su
añoranza de lo político rasgos que yo identificaba en la práctica de la
pelota y en su espacio, el frontón. Y pienso que quizás haya esferas
en nuestras sociedades contemporáneas que no consideramos como
políticas y que sin embargo se fundan precisamente en lo político. Y,
aunque sólo aparezcan como ámbitos de representación, preservan
su espíritu. La Pelota es una de ellas, a pesar de que haya perdido en
3
Modo agonístico de razonamiento y discurso verso a verso propio de las tragedias
griegas, que se basaba en el intercambio y en la construcción de polaridades.
parte su centralidad como práctica generalizada.
Decía entonces que la Pelota es un ritual de fundación comunitaria en
el que se representa el conflicto latente a toda constitución política: la
división, la herida. Un partido de pelota, como su propio nombre
indica, escenifica la escisión primordial de una totalidad que la propia
plaza, en este caso el frontón, simboliza. Este planteamiento agónico,
de lucha y reunión, establece las bases necesarias para que lo
político, como veremos, tenga lugar4.
Lo político refiere a la diversidad inherente a la ciudad, una diversidad
que se expresa en ausencia de violencia. Tiene que ver con el control
del uso de la fuerza. También la pelota, en tanto que drama social5,
puede pensarse como lenitivo de la misma. Además de su propio
florecimiento, que coincide con el desarrollo de las ciudades y la
superación de las luchas bajomedievales, la pelota es sólido
reforzante de las relaciones entre los hombres. Su práctica promueve
lazos estrechos entre la población masculina. Congrega a los hombres
alrededor de una pasión que comparten, que es parte de sí mismos, y
circunscribe las rivalidades a un contexto de representación, de
deportividad.
Pero, más allá de esta característica, común a aquellas
manifestaciones rituales que utilizan un esquema de lucha, agónico,
una aproximación al modo en que se celebra el juego de pelota puede
hacer comprensibles cuestiones centrales al hecho político que hoy
han sido relegadas.

Pensemos en el frontón, espacio que ha configurado


urbanísticamente la plaza de muchos pueblos y villas de Euskal Herria
y de gran parte de Castilla. Ese lugar, cuya estructura responde a las
necesidades del propio juego, se comporta como plaza, acogiendo
manifestaciones de toda índole: desde los acontecimientos
comunitarios más relevantes tales como las fiestas, bailes, comidas
vecinales, etcétera, hasta actividades de índole económico –mercado-
o político –mítines, reivindicaciones, edictos, etc.-.
Si nos fijamos en la evolución del espacio del frontón, los primeros
emplazamientos del juego eran espacios abiertos cuyos límites los
constituían los propios cuerpos de los espectadores, del mismo modo
que podemos ver en los grabados de Goya sobre toreo o cuando se
desencadena una pelea repentina. El cuerpo de la comunidad
propiamente dicho acoge el acontecimiento. Y es a medida que se
afianza el uso del terreno y el juego se repite periódicamente en él,
cuando los límites se refuerzan con líneas, muros u otro tipo de
marcadores permanentes. En ese momento el hecho sociológico,
como diría Simmel, adquiere una forma espacial y el lugar para el
4
Tierno Galván, en su libro Desde el espectáculo a la trivialización, estableció la
relación etimológica entre las palabras polis y poleo, pelear.
5
Concepto utilizado por el antropólogo Victor Turner para referirse a ciertos rituales
que no son sino “acciones reparadoras”, acciones públicas de reconstrucción de la
unidad. Serían contextos de representación donde alojar el conflicto y poder así
afrontarlo, manipularlo y trascenderlo.
juego de pelota se convierte en el “Juego de pelota” propiamente
dicho, tal y como se denominaba el frontón hasta finales del siglo XIX.
La acción de los cuerpos en el espacio ha creado un lugar, un lugar
que ahora se convierte en símbolo, en monumento de aquello que le
ha dado forma: la propia comunidad.
Este proceso de configuración del espacio público tiene que ver sin
duda con una cualidad que ha perdido toda significación política: el
hecho de ser objeto de contemplación. La merma del carácter
manifiesto y abierto en la concepción de lo público y su reducción a la
consideración de colectivo, de utilidad común, nos ha llevado a
considerar la acción de contemplar como algo privado, olvidando su
importancia en la configuración del ethos comunitario.
Contemplar algo es establecer un vínculo con aquello que se
contempla, es dotarle de un lugar en nosotros, lo que es esencial en
la contemplación en grupo. Eugenio Trías destaca la coincidencia de
la raíz de templo tem con la del verbo temnein, “cortar”. Según este
autor, el templo no sería sino una demarcación, un “recorte mediante
el cual se deslinda un espacio despejado al que se asigna carácter
sagrado”6. De ello deriva que el verbo “contemplar”, cum-templare,
referiría a producir un recorte, una demarcación, de modo que se
delimita y abstrae del entorno lo que interesa, para establecer un
enlace con ello, para afectar y ser afectado por lo contemplado.
El propio hecho de contemplar en grupo ya establece en su propia
configuración física un recorte. Los cuerpos, orientados por la mirada
hacia el objeto de contemplación, constituyen una primera
demarcación. Dan la espalda a la ciudad y crean un centro, un
interior, en el que se encuentran directamente implicados. Nace
entonces un
vínculo esencial entre lo contemplado y los espectadores, pues son
sus propios cuerpos los que le otorgan un lugar. Si ese vínculo se
afianza y el espectador retorna periódicamente a con-templar lo con-
templado, lo por él mismo emplazado, es que encuentra en ello algo
que le conmueve, algo en lo que se reconoce.
Desde este inquebrantable vínculo entre el espectador y lo
contemplado hay que entender a Gadamer cuando afirma que “el
juego representativo es el que habla al espectador en virtud de su
representación, de manera que el espectador forma parte de él pese
a toda distancia de su estar enfrente”7.
Y esta ligazón es fundamental para que otra de las condiciones de lo
político –la participación- sea posible. Sólo así puede ser efectiva la
participación política. Cuando hay una atadura con aquello en lo que
participamos. Y debe ser así porque lo político es esencialmente
confrontación, es aceptar encontrarse con lo otro, tantearlo y
conocerlo, algo que sólo es posible hacerlo en igualdad de
condiciones si se acepta el terreno de juego, si se comparte la plaza,
que no es sino aceptar el juicio del público, de aquellos que
6
Trías, E. “Prólogo” en Azara, P, Mar, R, Riu, E, Subías, E. (eds). La fundación de la
ciudad. Mitos y ritos en el mundo antiguo. UPC, Barcelona, 2000: 14. La cursiva es
suya.
7
Gadamer, H.G. Verdad y método. Sígueme, Salamanca, 1984: 160.
contemplan, que dan lugar a la contienda.
El juego de pelota no es más que eso, un tanteo. El pelotari para
hacerse con el partido, para llevar a su lado esa realidad desdoblada,
y hacerla una, necesita comprender al rival, saber cuáles son sus
intenciones y descubrir sus debilidades. Un partido es una sucesión
de tantos, 22 en mano y ese es el lapso que tiene el pelotari para
explorar, comprender al contrario y, de ese modo, dominarlo. El
tanteo en que se dirime el partido no es sino una incorporación del
otro, un reconocerse desde una esquema de lucha entre iguales que
devendrá un esquema de caza, en el que uno será cazador y otro
víctima. Cuando uno de los pelotaris descubre los huecos del otro, lo
caza, lo hace suyo. Esta incorporación que supone el tanteo se
materializa en el abrazo entre los pelotaris una vez acabado el
partido. El que gana engulle simbólicamente al otro y lo enseña
orgulloso al público en forma de puño, efectiva imagen de poder. Con
la mano abierta, limpia y honestamente, sin agarrar la pelota, el
material para la mediación, para el encuentro, ha luchado durante el
partido. Ahora, una vez cazado al rival, lo abraza y muestra su presa
al público con la mano hecha puño, como si tuviera dentro a su
víctima.
El público se entrega con el aplauso al vencedor y consagra su
triunfo, que no es más que la unidad de todos los presentes, que el
propio ganador -puño en alto- simboliza.
A pesar de que en los últimos años se haya producido una vuelta al
bando, al seguimiento fanático de uno de los pelotaris en contienda,
el público tradicional de la pelota ha hecho gala de su imparcialidad y
de la singularidad de sus juicios. Antes de cada partido, los
aficionados ejercitan una especie de ceremonial de la rivalidad. Cada
uno debe mostrar su parecer sobre las condiciones prácticas en las
que se va a desarrollar el partido. Opinará sobre los pelotaris, sobre
las pelotas, el frontón, los botilleros o cualquier circunstancia que
justifique su posicionamiento, ya que de seguro se inclinará por uno
de los jugadores, probablemente por el contrario al elegido por su
interlocutor. La contienda dialéctica se zanjará con una apuesta, a la
que harán jocosa referencia en cada uno de los encuentros que
tengan antes del partido. No importa salir o no desplumado del
envite, la cuestión es posicionarse, mostrar el criterio propio, tomar
postura.
Esta toma de posiciones tiene lugar siempre antes del partido. Una
vez en el frontón, el aficionado es raro que de ostentosa muestra de
su postura. Podrá comentar con los de alrededor quién es su favorito,
pero no elogiará a priori el juego de su elegido ni menospreciará el de
su rival. Será solamente el juego de cancha lo que orientará sus
juicios. Después del partido, si gana, se regocijará de la derrota ajena,
ridiculizando sin clemencia a sus adversarios. Si pierde, aguantará
estoicamente las bromas, achacará el desenlace a la suerte o pondrá
cualquier pretexto que promueva un nuevo desafío dialéctico y una
nueva apuesta.
Tomar postura, hacer ostentación del juicio propio no es sino hacer
efectiva la participación, el formar parte del acontecimiento. Y es
precisamente esta clase de participación la que hace converger los
sentidos del vocablo “público”, ya que la emisión del juicio propio
requiere de un conocimiento del objeto sobre el que se está opinando
y esto sólo es posible si éste es accesible y manifiesto -público, en
definitiva.

4.
En su libro Do Kamo, el antropólogo y misionero Maurice Leenhardt
cuenta una anécdota que quizás puede hacernos comprender nuestra
incapacidad para lo político. Después de años de evangelización con
los canacos, preguntó a un viejo caledonio llamado Boesoú:
- En suma, ¿es la noción de espíritu la que nosotros hemos
aportado a vuestro pensamiento?
Y Boesoú respondió:
- ¿El espíritu? ¡Bah! No nos habéis aportado el espíritu;
conocíamos ya su existencia. Procedíamos según el espíritu.
Empero, lo que vosotros nos habéis aportado es el cuerpo8.
Al parecer los nativos de Nueva Caledonia concebían su existencia en
participación mística con el mundo circundante. La inexistencia de un
pronombre “yo” que actúa como sujeto de la acción y la
consideración de la persona no concretada en un cuerpo, sino en
múltiples relaciones en las que se funda en cada momento, hacen
concluir a Leenhardt que en la vivencia del melanesio objeto y sujeto
se confunden. Su mundo particular no se configuraba alrededor de
una identidad unitaria enfrentada a los diversos contextos y
circunstancias de su existencia, sino que los canacos interactuaban
con una multitud de fuerzas, con un mundo vivo en el que la
identidad surge de los infinitos encuentros, experiencias de
hibridación donde las naturalezas se disuelven en el acto vital del
encuentro, más que petrificarse en categorías del pensamiento. De
ahí que se nombra la relación, no las entidades que la forman. Estas
son indisolubles de aquella. El contorno de un cuerpo, por tanto, no
tiene sentido.El cuerpo no es en sí mismo, sino que está abierto al
mundo circundante, cuyos diversos dominios dotan a la persona de
existencia. O, mejor dicho, de existencias.
El propio Leenhardt refiere a Durkheim, quien consideraba el cuerpo
como el factor de individuación necesario para fragmentar el alma de
la colectividad. Durkheim consideraba que en la persona confluían un
principio espiritual o alma colectiva y un alma individual: “Dado que
los cuerpos son distintos entre sí, dado que ocupan puntos diferentes
en el tiempo y en el espacio, cada uno constituye un medio especial
en el que las representaciones colectivas acaban por refractarse y
colorearse de manera diferente”9. Para Durkheim, como buen
occidental, el cuerpo era la evidencia que aseguraba la existencia de
personalidades separadas, una evidencia que no parece ser tal para
el canaco, cuyo cuerpo es indisoluble de aquello con lo que entra en
8
Leenhardt, M. Do kamo. La persona y el mito en el mundo melanesio. Paidós, Barcelona, 1997: p. 162.
9
Durkheim, E. Las formas elementales de la vida religiosa. Akal, Madrid, 1992: p. 252
contacto. De ahí, por ejemplo, que a las dos unidades del par tío-
sobrino se las denominé igual. Ambos, tío y sobrino son indisolubles y
por ello se nombra la relación no las partes que la forman. Esta
concepción transaccional y relacional de la persona que compone la
visión cosmomórfica o de participación mística que relata Leenhardt
puede hacernos reflexionar sobre cómo nos pensamos en relación al
mundo circundante y quizás comprender nuestra incapacidad para lo
político.
Lo pensemos como lo pensemos, el par tío-sobrino es indisoluble. Ser
tío implica tener un sobrino y viceversa. El hecho de ser animales
humanos nos hace considerarnos sujetos, a pesar de que somos tan
objetos de las cosas como ellas pueden serlo de nosotros. Las cosas
con las que trabajamos, por ejemplo, nos definen. En el mercado de la
Ribera hay carniceros, pescateros y verduleros, e incluso su mundo se
tiñe del color que marcan los objetos con los que trabajan: rojo, azul y
blanco, como en la trilogía de Kieslowski. El pelotari es pelotari
porque juega con una pelota. Y esta pelota no es un simple objeto
que él maneja, en contacto con la pelota ha aprendido sus cualidades
y sus defectos y por ello en el tipo de pelota que el pelotari utiliza se
refleja la personalidad del pelotari, y viceversa.
El acento que la modernidad ha puesto en el cuerpo puede hacernos
olvidar que incluso la sonrisa nos la dan otros. No hay ilusión más
grande que la individualidad, algo que la antropología ha reiterado
siempre de un modo u otro. De ahí que Durkheim continúe: “si bien
todas las conciencias ligadas a tales cuerpos contemplan un mismo
mundo, a saber, el mundo de las ideas y sentimientos que unifica
moralmente al grupo, no lo ven todas desde un mismo ángulo; cada
una lo traduce a su manera”10. Se puede poner el acento en la
creatividad que cada uno otorga a lo que ve. Para Arendt en eso se
fundamentaba lo político, en la heterogeneidad de los puntos de vista
expuestos en la esfera pública. Pero eso sólo es posible si se acepta
que se contempla un mismo mundo, que formamos parte de la plaza.
Y formar parte de la plaza no es más que ser público.
El problema de la desaparición de lo público radicaría por tanto no en
la pérdida de la esfera pública como un ente que nos ha sido
arrebatado, sino más bien en nuestra incapacidad para ser público,
para participar enteramente de esa contemplación necesaria para
que lo político tenga lugar.

10
Ib: p. 253. La cursiva es mía.

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