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proyecto editorial

FILOSOFÍA

[h e r m e n e i a 1

directores

Manuel Maceiras Fafián

Juan Manuel Navarro Cordón

Ramón Rodríguez García

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Mariano Álvarez Gómez

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A Saturnino Álvarez Turienzo, en la búsqueda común de un tiempo mejor.

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Prólogo

1 Introducción

1.1. Historicidad e historia

1.2. La historicidad en relación con los hechos históricos

1.3. La historicidad como referida a la narración

1.4. Teoría de la historicidad y filosofía

1.5. Hechos históricos y categorías de pensamiento

1.6. Sobre la "deducción" de las categorías

1.7. Cuestiones sobre el sentido de la historia

2 El lugar propio de la historicidad. La pregunta por el sujeto de la historia

2.1. Individuo e historia

2.2. El último reducto de la trascendentalidad y del lógos: Kant y Hegel

2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos individuales. ¿Quién hace
la historia?

2.4. Lo contingente en la historia. La ineludible referencia a las categorías

2.4.1. Carácter real de la historia

2.4.2. La negación como factor del proceso histórico

2.4.3. El límite en cuanto dimensión constitutiva

2.5. Facticidad e historicidad

3 La temporalidad como elemento básico

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3.1. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la temporalidad

3.2. Temporalidad e historicidad

3.3. Las dimensiones de lo histórico

3.3.1. El presente como olvido y como memoria del pasado; como anticipación y
como elusión del futuro

3.3.2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como potencial futuro

3.3.3. El futuro como simple futuro, como porvenir y como apertura de


posibilidades

3.4. Dialéctica de las dimensiones históricas

3.4.1. Despresencialización

3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de historia propuestas por
Nietzsche

3.4.3. Sentido y sinsentido de la utopía

3.5. Finitud y temporalidad

4 Configuración de la historicidad

4.1. Estructura ontológica

4.1.1. Continuidad o identidad del proceso histórico

4.1.2. Dependencia causal de los acontecimientos o la identidad como resultado de


la acción

4.1.3. Conexión o implicación de los acontecimientos

4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del presente histórico

4.2.1. El pasado como lo necesario de la historia

4.2.2. El pasado como conjunto de posibilidades en razón de la libertad

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4.2.3. Lo posi-

ble y lo imposible en la historia

4.2.4 Carácter contingente de lo posible que llega a existir

4.2.5. Simultaneidad de lo necesario y de lo contingente

5 Reflexión final sobre la relación entre historia y sistema

Bibliografía

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e las palabras queda con frecuencia, a falta de un significado claro y preciso,
lo que simplemente sugieren. A la palabra historicidad, que desde el siglo XIX se utiliza
con desigual fortuna, asociamos varias cosas; en primer lugar la idea del cambio de todas
las grandes cuestiones que directa o indirectamente afectan al hombre. La forma de
entender la vida, el significado y alcance de la verdad, la concepción del arte, la religión y
el sentido que a ella va unido o el modo de ejercer la política han pasado por tantas y tan
profundas transformaciones, sobre todo en los dos últimos siglos, que al fin se puede
llegar a pensar que el cambio afecta no sólo a estas o aquellas manifestaciones, sino a la
realidad humana en lo que esencialmente la constituye.

La aparición del término historicidad tiene que ver en parte con este fenómeno, más
concretamente con la forma en que las transformaciones, inducidas en buena medida por
la acción del hombre, revierten en su propio modo de ser. Sin embargo, en paralelo a
estos cambios ha discurrido otro fenómeno, no tan llamativo pero no menos importante
por su índole y por sus efectos. El hombre, además de producir y sufrir hondas
transformaciones, las ha ido interiorizando y como consecuencia ha ido profundizando en
el conocimiento de sí mismo. Esto viene ya de antiguo: "Muchas cosas asombrosas
existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre", dice Sófocles por boca del
Coro en Antígona. Lo que ante todo provoca asombro es "la destreza que el hombre
encamina unas veces al bien, otras veces al mal". Lo que acontece, especialmente el paso
de la Edad Moderna a la Contemporánea, son transformaciones, llevadas a cabo sobre
todo por esa destreza humana, que no son comparables ni en cantidad ni en calidad a
aquellas de que habla Sófocles, tampoco obviamente en lo que al mal se refiere. Cuanto
mayor es el asombro del hombre ante sí mismo, tanto más insistente es la pregunta que
él se plantea: ¿qué es el hombre? Ello quiere decir que, a la vez que concernido por los
cambios, el hombre se reafirma tanto más en su propio ser. El proceso histórico, que en
todo caso representa un paso del hombre hacia delante, es simultáneamente un paso
hacia el fondo de sí mismo. Lo transitorio, que implican los cambios, va unido a lo
imperecedero de lo que es un "sí mismo" permanente; lo que una y otra vez se revela
como diferente es inseparable de lo siempre idéntico.

La historicidad sugiere también la idea de que la historia sigue, firme e insobornable,

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su marcha, sin que los individuos, implicados en ella y afectados por ella, puedan hacer
nada por modificar, y menos aún por detener su curso. Es como si el hombre tuviera la
necesidad de hacer historia y como si, esto supuesto, dadas de antemano las
circunstancias en las que se encuentra, no pudiera sino llevar a cabo lo que viene
prescrito en la lógica misma de los acontecimientos. Es cierto sin duda que el peso de la
historia sobre los individuos ha existido desde siempre y que su influencia sobre lo que
éstos piensan y hacen es, en determinados aspectos, cada vez mayor. Pero no es menos
cierto, a su vez, que el carácter que tal influencia tiene está hoy en gran medida
determinado por el desarrollo científico-técnico, que tiene su origen en la propia actividad
humana.

Por esta razón el hombre se sabe y se siente, cada vez en mayor medida,
responsable, no ya de aquello de lo que él es agente de forma inmediata -lo cual es
obvio-, sino también de aquello que simplemente le acontece. Cada vez es menos
convincente el recurso al poder del destino, porque cada vez es mayor la conciencia que
el individuo tiene de su responsabilidad en lo que es el curso de los acontecimientos
históricos. Todo acontece como si él no existiera, puesto que la historia le precede y
seguirá su curso, cuando él haya dejado de existir. Pero nada en la historia es,
simultáneamente, posible, ni tan siquiera pensable, al margen de la acción de los
individuos, singulares y concretos, revestidos de su biografía y protagonistas insustituibles
de su propia vida.

La historicidad se vincula en tercer lugar, hoy especialmente, con la representación


de que la historia es un proceso de sucesivas rupturas, que no se caracteriza en
consecuencia por ningún tipo de continuidad. Los cambios, inducidos por el desarrollo
tecnológico, son tan drásticos que su resultado pone en marcha formas de vida que poco
o nada parecen tener que ver con las anteriores. Éste es uno de los motivos por el que se
ha propagado la idea de que la historia no cuenta o de que el hombre ya no tiene historia.
Esto, sin embargo, coexiste con el fenómeno llamativo de que la historia suscita un
interés cada vez mayor y de que su interpretación provoca encendidas polémicas. Ello
presupone que el hombre, pese a sus diferencias con el pasado, se reconoce en él, lo ve
como su pasado, como una dimensión esencial de su realidad. Lo cual implica que en la
historia la continuidad juega un papel considerable, que es preciso pensar junto con el
grado de discontinuidad que le corresponde.

Por último, la capacidad que ha llegado a adquirir hoy el hombre para objetivar
cuantas cosas le salen al paso le ha llevado a hacer lo propio no sólo con los
acontecimientos históricos, sino con la interpretación de los mismos. De ahí se pasa

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fácilmente a considerar la historia como un juego en el que las piezas se ajustan en cada
caso en función de los intereses del momento. Es cierto que las interpretaciones de la
historia varían en razón del cambio de perspectiva, condicionado por la misma historia y
porque ésta, debido a su complejidad, representa un fondo inagotable de posibilidades.
Pero lo que no se puede eludir es el hecho de que los acontecimientos se producen en un
tiempo determinado, que posee siempre en cada caso una estructura necesaria, que
forzosamente impone límites al "libre juego" de la fantasía. Por esta razón, entre otras, es
insustituible la labor rigurosa del buen historiador.

Estas cuestiones, y otras afines, nos han hecho ver la conveniencia de abordar el
tema de la historicidad mediante el recurso a las categorías propias del pensamiento, de
acuerdo con la interpretación que en cada caso demandan los acontecimientos mismos.

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i.i. Historicidad e historia

Mi exposición de la historicidad va a tener un carácter sistemático. Renuncio a historiar el


proceso que ha seguido el empleo de ese término, desde Hegel, que fue el primero en
utilizarlo, pasando por el conde de Yorck y Dilthey, hasta su culminación en Heidegger y
las interpretaciones, también críticas, que a partir de aquí se han hecho.

Como aproximación al concepto, que tendrá que concretarse y ampliarse a lo largo


de este libro, se define historicidad como el conjunto de condiciones que permiten pensar
la historia. No se refiere pues directamente a la historia entendida como la serie, total o
parcial, de acontecimientos: como res gestae, ni tampoco a la exposición de aquellos, a la
historia rerum gestarum, que los propios especialistas no tienen fácil definir. La definición
que de la Historia Universal dio en su día un autor, de nombre ya olvidado, decía así:
"Exposición fiel y ordenada de los hechos verdaderos y memorables que han influido en
el destino del género humano". Más reciente, sucinta y en consonancia con ciertas
tendencias es la caracterización de la historia como narración interpretativa del acontecer;
y más convencional aún es considerarla como el relato objetivo de los hechos del pasado.
Salvadas las diferencias, sean de matiz o de intención, la historia como disciplina hace
referencia a hechos que han acontecido o están aconteciendo; tiene que ver por tanto,
por más importancia que se reconozca a la interpretación, con acontecimientos que han
tenido lugar objetivamente (sobre los diferentes temas y aspectos de esta cuestión, cf.
Hernández Sandoica, 2004: 47-178).

La historicidad pretende desarrollar las categorías que nos hacen posible la


comprensión de los hechos. No es tarea propia del historiador, que tiene ante sí
acontecimientos que se propone comprender, y no las categorías en que se apoya para
ello. Aunque la historicidad se distingue tanto de los acontecimientos históricos como de
la exposición de los mismos, tiene que ver con ambas cosas y no es por tanto ajena a los
hechos mismos ni tampoco a ninguna de las formas con las que nos referimos a ellos.

1.2. La historicidad en relación con los hechos históricos

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Con los hechos se relaciona en cuanto que, al considerarlos, estamos presuponiendo de
una u otra forma, no sólo que provienen de otros, sino que en sí mismos son portadores
de un significado, y en ese sentido poseen su propia peculiaridad y consistencia, así como
que se proyectan en otros acontecimientos e influyen en ellos. Historicidad es el concepto
que polariza las diferentes perspectivas con que se nos presentan los hechos. Es decir,
bajo historicidad entendemos aquello en virtud de los cual los hechos son lo que son,
provienen de otros y a su vez, por cuanto son lo que son, poseen algún tipo de influencia
en lo que va a acontecer después.

Además, estos diferentes aspectos tienen una marcada individualidad. Pues los
hechos históricos, lejos de provenir de otros hechos de un modo genérico, provienen de
hechos que tienen una singularidad insoslayable, sin que quepa la escapatoria de que
puesto que esto tiene lugar y es así respecto de todo tipo de proveniencia, no podemos
eludir el carácter genérico; no cabe tal escapatoria, porque si bien los hechos son siempre
éstos y por tanto a todos ellos se les aplica el concepto de un "esto", lo que en cada caso
ha acontecido es diferente de cualquier otro aconteci miento. Por tanto, el acontecimiento
que proviene de los anteriores es también diferente.

Nos encontramos así ante una perplejidad o si se quiere ante un enigma, pues para
decir algo de los hechos ponemos en juego su proveniencia y, por otra parte, al ser los
hechos netamente diferentes de cuanto los precede, no se pueden explicar en razón de
esos precedentes. El enigma está en que, al referirnos a los hechos nos es obligado volver
la mirada a aquello de donde provienen y, al mismo tiempo, percibimos que se resisten,
en razón de su propia individualidad, a dejarse explicar por lo que les precede. Y esto
mismo puede decirse, si se supone que, en su proyección sobre acontecimientos
venideros, los hechos van a tener este o aquel efecto, claramente determinable. Si se
mantiene el mencionado criterio de la individualidad, no podremos predecir cómo van a
repercutir en los venideros los hechos del pasado o del presente.

Y sin embargo, al referirnos a los hechos históricos, previamente a adoptar la actitud


de los historiadores, operamos con una doble hipótesis: que los hechos están dotados de
una individualidad irreducible y, al mismo tiempo, que en su explicación, tenemos que
contar con lo que implica en concreto su proveniencia de hechos pasados. Tanto lo uno
como lo otro lo podemos atribuir a la historicidad. Según este aspecto, por historicidad
podemos entender aquel principio en virtud del cual los hechos históricos son en cada
caso lo que son, es decir, están dotados de una identidad propia y, por otra parte,
provienen de otros hechos, sin los cuales no existirían ni tampoco tendrían la índole o
modo de ser que les es propia.

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El ejemplo que puede proponerse en este caso es lo que tiene lugar en la relación
entre padre e hijo. Sin el padre el hijo ni existiría ni tendría tampoco estas o aquellas
características, tanto que ni siquiera tiene sentido preguntarse cómo sería esa persona si
su padre o su madre fueran otros. Carece de sentido, porque estaríamos hablando de otra
persona. Salvadas las diferencias y las distancias, esto es aplicable a la relación entre los
hechos históricos. Cabe decir incluso, sin que en ello haya contradicción alguna, que
ambos extremos se acentúan en este caso. Pues teniendo en cuenta que en el caso que
nos ocupa los factores son mucho más numerosos y variados, la complejidad es también
mucho mayor. Lo cual se traduce, por una parte, en que, al ser mayores las influencias,
cada hecho histórico es especialmente deudor de otros hechos históricos; pero por otra
parte, al tener que recoger en sí tal cantidad y variedad de influjos, forzoso es que, para
ser él mismo, tenga que poseer una individualidad tanto más acusada, sobre todo, porque
los hechos históricos presuponen la acción libre como factor primordial. El ejemplo antes
mencionado de la relación entre padre e hijo en el ámbito humano pone ya de relieve el
carácter irreductiblemente individual del hijo, no obstante ser esencial lo que le debe al
padre. Sin embargo, la conformación del hijo es un proceso biológico y por consiguiente
necesario. Los hechos históricos, por el contrario, en cuanto que se deben a acciones
libres, poseen una individualidad radicalmente acusada. Ciertamente ni existirían ni serían
lo que son sin aquellos otros hechos de los que proceden, pero bajo aquel aspecto según
el cual surgen de acciones libres, es como si aparecieran sin determinación alguna,
gratuitamente, desde el fondo de la nada.

Con ello hemos avanzado lo que entendemos por historicidad, en cuanto referida a
los hechos históricos, tal como lo hemos enunciado más arriba: aquello en virtud de lo
cual los hechos históricos son lo que son, provienen de otros y, a su vez, poseen algún
tipo de influencia en lo que va a acontecer después. Es por tanto, bajo este aspecto, una
suerte de principio inmanente a los hechos mismos. No se trata de un concepto abstracto,
dotado de caracteres determinados o perfiles definidos, que luego aplicamos a los hechos,
para hacer ver que responden a lo que aquel concepto postula. Historicidad son, en esa
dimensión a que nos estamos refiriendo, los hechos mismos, en cuanto dotados de una
estructura que remite a aquello de lo que provienen, poseen su propia consistencia y se
proyectan en otros hechos venideros.

1.3. La historicidad como referida a la narración

Referida, no a los hechos mismos, sino a su narración o exposición, es decir, a un tipo de


reflexión, especificada por los hechos que pretende comprender e interpretar, la

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historicidad tiene una función determinada. Se distingue claramente de la historia en
cuanto narración de hechos, puesto que no se refiere a éstos. Su tarea no es captar,
catalogar, interpretar, etc. hechos determinados por más interesante y útil que le resulte
conocerlos, tanto más cuanto que en la vida ordinaria nadie puede prescindir de tomar en
consideración estos o aquellos hechos. La tarea de la historicidad como reflexión de
reflexión, tiene como objetivo aclarar las categorías que el historiador emplea para
interpretar los hechos.

¿No conoce ya el historiador esas categorías? Depende de lo que se entienda por


conocimiento. Si por tal se entiende saber a qué atenerse en la utilización de sus propios
conceptos, es obvio que el historiador conoce, más aún, tiene que conocer y es él quien
propiamente conoce. Sólo puede saber hacer, escribir historia quien de hecho la escribe,
aunque la recíproca no sea cierta, pues ni mucho menos es siempre verdad que quien se
ocupa de la tarea de escribir historia haga verdadera historia. En este como en tantos
otros campos, el aprendizaje dura muchos años, por no decir toda la vida. Y sólo una
labor prolongada e intensa puede proporcionar conocimientos importantes, sólidamente
fundados. Pero si para escribir historia es imprescindible saber emplear los conceptos
adecuados para ello, no está dicho que el historiador tenga una idea clara sobre el
significado de esos conceptos, al igual que nadie puede ser un buen científico, si no se
atiene a lo que exige el principio de no-contradicción, sin que sea tarea del científico
exponer el significado de ese principio. Más aún, lo normal es que "lo sabido, justo
porque es sabido, no es conocido" (cf. Hegel, 1988: 25) es decir, las cosas que de puro
sabidas nos resultan familiares, no son propiamente conocidas, pues son el presupuesto
de lo que conocemos. Al historiador, al igual que a cualquier otro especialista -y cuanto
más especialista es, tanto más - le ocurre que, habituado al empleo de sus categorías, no
vuelve sobre su significado, lo mismo que un buen cirujano no necesita, mientras está
llevando a cabo una operación, preguntarse por la índole de los instrumentos que utiliza y
cuya aptitud da por supuesta. No lo necesita y tampoco lo debe hacer, puesto que es el
buen resultado de la operación lo que le debe ocupar plenamente en ese momento. Un
historiador sabe, mejor que sabemos los demás, que los hechos históricos se suceden
unos a otros. Pero no es necesario que se pregunte por el significado de la sucesión como
tal; la da simplemente por supuesta. Sabe igualmente que unos acontecimientos influyen
en otros, pero no tiene por qué volver, en términos generales, sobre el significado y
alcance de esa influencia. Le basta con exponer de qué modo unos acontecimientos están
presentes en otros que son posteriores. Y menos aún tiene el historiador que preguntarse
por el significado del principio de causalidad y su aplicación concreta en este caso.

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Otro aspecto que tiene que ver expresamente con la historia es el tiempo y su curso
según sus tres momentos consabidos de pasado, presente y futuro. Ni siquiera tiene el
historiador, dándolo por sabido, que hacerse cuestión del tiempo ni de su implicación en
los hechos históricos. Le basta con saber y dar por supuesto que los hechos acontecen en
el tiempo y que esto no es banal, sino que tiene una gran importancia, tanta que no se
pueden considerar los hechos pasados como si estuvieran ocurriendo en el presente y
menos aún tiene sentido forzar aquellos y trasladarlos a la situación actual. Para saber
esto no es necesario más que dejarse llevar por el sano ejercicio de la razón. Menos aún
necesita el historiador entrar en la ardua discusión de la relación entre temporalidad e
historicidad, que por lo demás es un problema apenas esbozado en la segunda mitad del
siglo XIX y ampliamente desarrollado en el siglo XX.

El concepto de historicidad, en cuanto reflexión sobre el tipo de reflexión que es ya


la historia como actividad que narra e interpreta el acontecer, es un caso más de la
relación entre un tema filosófico y los correspondientes conocimientos empíricos. En
concreto, la historicidad tiene como tarea exponer reflexivamente las categorías con las
que la historia opera y verlas por tanto en su implicación y desarrollo. Es una tarea propia
y específica de la filosofía, puesto que del historiador esperamos que nos ofrezca, por el
procedimiento y según los métodos que considera oportunos, una interpretación
aceptable de los acontecimientos; en cambio no es tarea suya - y si la lleva a cabo, lo
haría no como historiador - exponer sistemáticamente las categorías a priori en que se
sustenta, las que son condiciones de posibilidad del pensamiento histórico.

¿Es entonces la teoría de la historicidad una especie de ciencia auxiliar de la Historia?


Eso dependerá de si el historiador considera necesario o pertinente recurrir a esa reflexión
característica de la historicidad. De suyo no la necesita, al igual que para hacer bien la
digestión no es necesario saber biología o para conducir bien un coche no es necesario
saber de mecánica, a menos que se pretenda que las nociones elementales que para ello
se exigen merecen el sabio y respetable nombre de conocimientos mecánicos. Y al revés,
poseer tales conocimientos no es en modo alguno suficiente para practicar la "habilidad"
de conducir, al igual que quien sabe a la perfección cómo funciona el aparato digestivo no
tiene con ello la más mínima garantía de que el suyo le funcione bien en un momento
dado. Y a la postre, antes o después, se dará cuenta de que de nada le sirve su caudal de
conocimientos. Viene a cuento esta referencia "escatológica', porque es absolutamente
cierto que la historia, en cuanto proceso de hechos o acontecimientos, seguirá
imperturbable su curso, sin que le rocen tan siquiera ni los conocimientos de los
historiadores ni cuantas consideraciones se puedan hacer sobre la historicidad. Lo que a

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todos nos importa en este asunto son los hechos históricos, a los que es posible acceder,
con más o menos éxito, mediante rigurosos métodos científicos. Aquí no disponemos de
esa "cientificidad", porque ni nos ocupamos de los hechos como tales, en la forma en que
de ellos se ocupan los historiadores, ni tampoco nuestra reflexión se centra en las teorías
con que aquellos construyen su interpretación, aunque una teoría de la historicidad de
una u otra forma está mediada por ellas, pues también aquí importa la referencia a los
hechos históricos, sobre los cuales los historiadores ponen abundantes interpretaciones a
nuestra disposición. Se confluye en un mismo lugar, pero el camino que lleva a él es
diferente en ambos casos.

1.4. Teoría de la historicidad y filosofía

Tanto en su referencia a los hechos mismos como en su ocupación con las aportaciones
de los historiadores, la teoría de la historicidad va buscando algo que no es aprehensible,
puesto que lo que intenta desvelar no son los hechos mismos ni las diferentes historias,
sino las condiciones de posibilidad tanto de aquellos como de estas. En definitiva, es lo
que siempre ha acorrido con el objeto de cualquier consideración filosófica, el cual es
real, incluso sumamente real, pero no está a la vista y en ese sentido no es inmediato
para nosotros; y como condición de posibilidad de la historia en cuanto narración
interpretativa de los acontecimientos, la Teoría de la historicidad, en su función de
exponer las categorías en que a priori se apoya aquélla, tiene que ver con algo próximo,
tanto que por ser previo a la acción de historiar los acontecimientos, no lo tenemos a la
vista. Con razón se puede decir de ese objeto inaprehensible de la teoría de la
historicidad lo que del objeto de la filosofía primera dijo Aristóteles: que es algo siempre
buscado y siempre objeto de duda (Aristóteles, 1990: VII, 1; 1028 b, 3, 323). Esto
mismo lo expone con especial precisión Hegel que, entre otras cosas, es tal vez el mejor
comentarista de Aristóteles:

Todas las demás ciencias distintas de la filosofía tienen objetos tales que
son admitidos de forma inmediata por la representación y debido a ello son
también presupuestos como aceptados al comienzo de la ciencia, al igual que
las determinaciones, consideradas como exigidas en el proceso ulterior, son
tomadas de la representación.

Tal ciencia no tiene que justificarse respecto de la necesidad del objeto de


que trata. A la Matemática en general, a la Geometría, a la Aritmética, a la
Ciencia del Derecho, la Medicina, la Zoología, la Botánica, etc. se les reconoce
que presuponen que hay magnitud, espacio, número, derecho, enfermedades,

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plantas, etc.; es decir, estas cosas están aceptadas por la representación como
existentes; a nadie se le ocurre dudar del ser de tales objetos y exigir que desde
el concepto se demuestre que tiene que haber, en y para sí, magnitud, espacio,
etc., enfermedad, el animal, la planta... El comienzo de la filosofía tiene, por el
contrario, la incomodidad de que su objeto está por de pronto sujeto a la duda
y a la disputa, 1. según su contenido, puesto que, si ha de ser presentado no
sólo a la representación, sino como objeto de la filosofía, no se encuentra en la
representación, incluso es opuesto a ella según el modo de conocimiento, y el
repre sentar debe ser trascendido más bien mediante la filosofía. 2. Según la
forma, el objeto está expuesto a la misma perplejidad, porque al comenzar es
un objeto inmediato, pero según su naturaleza es de tal índole que se debe
exponer como algo mediado y debe ser conocido mediante el concepto como
necesario, y al mismo tiempo no pueden ser presupuestos como conocidos el
modo de conocimiento y el método, pues su consideración cae dentro de la
filosofía misma (1960: § 1-3, 19-21).

Al referirse a una serie de ciencias particulares y sus correspondientes objetos, Hegel


no menciona la historia y los acontecimientos, lo cual, además de no ser imprescindible,
puede deberse a que por entonces esa ciencia aún no estaba constituida. Pero lo que dice
es válido sin duda también en este caso. Los acontecimientos, objeto de la historia en
cuanto ciencia que los considera e investiga, están ahí, le vienen dados a la
representación, o es ésta la que se los hace presentes. Representan un factum innegable,
cuya necesidad le viene impuesta a la representación. Cabe decir que se muestran a sí
mismos ante la representación como actividad cognoscitiva. Ésta tiene plena conciencia
de que los hechos como tales están ahí: la guerra de las Galias, las conquistas de
Alejandro, las campañas de Napoleón, por mencionar sólo algunos ejemplos que, de
tanto ser citados, pueden parecer triviales. Al decir que la necesidad de los hechos se
impone a la representación y que, en este sentido, es previa a cualquier intento de
demostración, no estamos hablando de la categoría de necesidad como contrapuesta a la
de contingencia tal como veremos en su momento. No estamos diciendo que los hechos
históricos han tenido que acontecer, en el sentido de que ni siquiera cabe pensar que
pudieran no haber ocurrido. Pero, aun admitiendo que pudieron no haber sucedido, una
vez que se han producido están ya ahí como hechos inamovibles, necesarios en este
aspecto. Cosa distinta es cómo la Historia aborda esos hechos en un intento de
comprenderlos, cómo los selecciona previamente, etc. El problema para la Historia no es
la existencia de los hechos, innegable puesto que estamos rodeados, y en ocasiones
acosados por ellos. El problema es más bien de qué forma la Historia se enfrenta a ellos.

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En esto, por más que se precisen los métodos y se especialicen las escuelas, por más
también que se contrasten opiniones y corrientes, no va a lograrse nunca unanimidad en
los criterios y menos igualdad de resultados.

Con la teoría de la historicidad la situación es muy diferente. También aquí cuentan


los hechos y se cuenta con ellos, pero no bajo el punto de vista de que están ahí de modo
irreversible, sino en cuanto que dan que pensar en general, a cualquiera que tiene que ver
con ellos, a los historiadores como a los que no lo son, a cualquiera para quien los hechos
son, por unos motivos u otros, una cuestión importante. A partir de aquí es preciso tratar
tres cosas, distintas, y a la vez relacionadas entre sí: 1. bajo qué condiciones podemos
pensar los hechos históricos o acontecimientos, 2. qué alcance tienen esas condiciones o
categorías y qué tipo de exposición requieren; 3. y cómo esas condiciones a priori se
relacionan coherentemente entre sí, formando un sistema, con cuya palabra no
pretendemos sino dar expresión a la elemental exigencia de que haya coherencia de las
partes entre sí y con el todo, sin que esto presuponga que sólo puede haber un tipo de
sistema ni que el sistema esté previamente dado y simplemente haya que incorporarlo,
puesto que es el resultado de un proceso, en concreto de la exposición que de él se haga.
Pero coherencia tiene que haber.

r.5. Hechos históricos y categorías de pensamiento

Previamente nos hemos referido por separado a los dos aspectos de los que se ocupa la
teoría de la historicidad: los hechos mismos por una parte y las categorías con que los
pensamos por otra. En la formulación que acabamos de hacer ambos aspectos van
unidos. Y es que en efecto lo están. Pues si nos referimos a los hechos es en cuanto que
los pensamos y, al pensarlos, nos servimos de determinadas categorías. Son aspectos sin
duda distintos, puesto que, supuesta la existencia de acontecimientos, podemos pensarlos
o no, al igual que podemos referirnos a ellos de una forma diferente a la que implica el
pensamiento filosófico, por ejemplo, mediante la poesía, o podemos, como es habitual,
referirnos a ellos en los términos exigidos por la Historia y no mediante las categorías que
intenta exponer la filosofía.

Limitándonos a nuestra tarea, el pensamiento de los acontecimientos implica la


unidad de los dos aspectos mencionados por algo tan sencillo como lo siguiente: si nos
planteamos la cuestión sobre qué son o en qué consisten los acontecimientos
forzosamente tendremos que recurrir a lo que llamamos modos de pensar o categorías.
Más clara aún, si cabe, es la implicación recíproca, ya que para que el pensamiento de
los hechos no se mueva en el vacío, forzosamente ha de orientarse hacia esos mismos

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hechos.

Esto nos sitúa ante una idea que viene siendo patrimonio común de la filosofía desde
sus comienzos: la identidad de pensamiento y ser. Lo mismo es el pensar y aquello por
razón de lo cual es el pensamiento, afirma Parménides (Fr. 8, 34, en Diels 1964: II, 238).
En su aplicación al tema que nos ocupa, esto significa que aquello que podamos pensar
con sentido sobre los acontecimientos se ajusta forzosamente a lo que postulan las
normas o categorías de la acción de pensar dichos acontecimientos. Por lo cual, lo
pensado, es decir, el resultado de tal acción, en cuanto que expresa aquello por razón de
lo cual es el pensamiento, es idéntico al ser de lo pensado en cuanto pensado.

No se pretende pues que los acontecimientos sean lo mismo que la acción de


pensarlos, sino sólo que lo que podemos pensar sobre ellos con verdad, y por tanto
reproduciendo su ser, no es sino el resultado de aplicar a los acontecimientos las
categorías de las que el pensar mismo dispone y por las que se rige. El pensamiento no
llegará ni mucho menos a expresar todo lo que los acontecimientos son verdaderamente.
Se equivocará sin duda también con frecuencia en su empeño. Pero lo que podamos
pensar y decir con sentido sobre los acontecimientos no puede estar fuera de lo que
representa pensarlos. Y por otra parte, y como consecuencia: si bien es cierto que
podemos equivocarnos sobre el significado de los acontecimientos, sin embargo, debido a
que el ser en general - en este caso el acontecer - es aquello por razón de lo cual es el
pensamiento siempre la acción de pensar se verá impulsada a conocer la verdad,
corrigiendo así sus deficiencias y errores, puesto que sólo del ser, del acontecer, el pensar
recibe su legi timidad y su validez. El ser es la instancia obligada del pensar, lo cual
implica que pensamiento, en sentido riguroso y estricto, sólo puede darse como intento
de desvelamiento del ser, o del acontecer en el caso que nos ocupa. No entramos ahora
en la cuestión de si, además de la verdad del acontecer, tenemos que ver también, en
términos generales, con el acontecer de la verdad, en el sentido de que, tal como
pusieron de relieve tanto Heidegger como Gadamer, la verdad, entendida como
desvelación, es un acontecer, incluso el acontecer fundamental. Sí puede en todo caso
tener cierta utilidad recordarlo, en cuanto que la reflexión sobre los acontecimientos
históricos desborda el ámbito de la propia historia.

Pero volviendo a la identidad del pensar de los acontecimientos con los


acontecimientos, en cuanto que el ser de éstos sólo lo podemos captar en virtud de que
los pensamos y, a su vez, el pensar de los acontecimientos sólo es verdadero y auténtico
en cuanto que se atiene con precisión y rigor a los acontecimientos mismos, tal identidad
originaria de pensar y ser o pensar y acontecer, nos proporciona el criterio básico para

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plantear las cuestiones, cuyo desarrollo se propone un teoría de la historicidad.

La identidad de pensar y acontecer como punto de partida implica que al acontecer


se accede preguntando mediante formas o categorías de pensamiento. No estamos
simplemente ante los acontecimientos y les preguntamos. Los acontecimientos, sin más,
desnudos, son mudos, opacos. Sólo contestarán si les preguntamos de forma inteligente,
y esa inteligencia sólo nos la proporcionan las categorías del pensamiento. De otro modo
las respuestas que nos den las preguntas serán sólo el eco de nuestra propia voz, de la de
cada uno y por tanto serán disparates en el sentido etimológico de la palabra, es decir,
cosas separadas entre sí y por tanto sin conexión alguna; incluso puede tener, como de
hecho lamentablemente ocurre hoy, ese otro significado que el término disparar tiene:
proyectar violentamente cosas, en este caso opiniones, que poco o nada tienen que ver
entre sí. En común tienen sólo el origen o punto de arranque, pero al salir disparadas,
están destinadas a separarse cada vez más entre sí. Lo que con frecuencia tiene lugar hoy
es que en torno a un mismo acontecimiento se elaboran opiniones que, además de no
tener nada que ver entre sí, son esgrimidas, a veces violentamente, unas contra otras.
Puede ser incluso que, en casos así, se invoque el pensamiento, pero eso es algo así
como invocar el nombre de Dios en vano. En realidad sólo hay un instrumento válido de
la filosofía, el pensar (c£ Hegel, 1968: §3, 22) y éste es coherente y sistemático, es decir,
recoge e integra las diferencias en su propia unidad en lugar de dispararlas al azar y
proyectarlas lejos de sí.

1.6. Sobre la "deducción" de las categorías

Tomando pues como punto de partida el acontecer, la primera pregunta que se plantea
por sí misma es cómo surgen los acontecimientos. Se trata, en general, de
acontecimientos que, atendiendo a su origen, son humanos, fruto de acciones humanas.
De momento no restringimos la pregunta a esos acontecimientos que, por su importancia
y alcance, suelen ser considerados como objeto de la historia, prescindiendo de los
criterios que se aplican a la hora de hacer esa distinción. En cualquier caso, por
importantes y excepcionales que sean los acontecimientos, caen dentro de la pregunta
general aquí planteada, puesto que también ellos son resultado de acciones humanas de
forma tan radical que si tales acciones no existieran, tampoco existirían los
acontecimientos en cuestión.

A primera vista parece que el sujeto de esas acciones son siempre individuos y según
eso el origen de los acontecimientos habría que buscarlo en ellos. Pero esto, que en un
primer momento parece obvio, no está exento de sus dificultades. Sin los individuos no

28
hay ciertamente historia y en ese sentido la pregunta por el origen de los acontecimientos
lleva espontáneamente, en un primer momento, a considerar a los individuos como los
verdaderos sujetos de la historia. Sin embargo, a poco que se reflexione, se percibe que
esto es problemático, pues los individuos, simplemente como tales, es decir, distintos y
aislados unos de otros, no existen. Existen siempre en relación con otros individuos y, en
mayor o menor medida, como dependientes de ellos o como proyectándose en ellos, en
definitiva como formando grupo con ellos, constituyendo una comunidad más o menos
amplia. Los individuos pertenecen por lo general a un pueblo, son miembros de una
nación, etc. A esto se añade una consideración igualmente elemental. Con independencia
de cómo hay que considerar a los individuos para que sean válidamente considerados
como sujetos de la historia, es innegable que no simplemente generan o producen
historia, sino que se encuentran ante una historia ya constituida, lo cual no es sólo una
fuente de posibilidades para ellos, sino también un factor determinante que hace que su
acción forzosamente se oriente de una forma concreta, sin que esto prejuzgue si el
individuo es o no libre y en qué medida lo es.

Cuando hablamos de hechos históricos tendemos a considerar que éstos podían no


haber existido, precisamente porque y en cuanto que han surgido de determinadas
acciones humanas que nos parecen tan contingentes como variables. Pero si algo de
verdad hay en esto, no es menos cierto que las acciones humanas están situadas en un
lugar del espacio y en un momento del tiempo y que como tales están altamente
condicionadas en razón de las circunstancias que de tal situación resultan. Todo ello,
junto con otros aspectos, hace que la cuestión del sujeto de la historia, aparte de
ineludible, sea más compleja de lo que aparece a primera vista.

Ya el planteamiento de la pregunta por el sujeto de la historia nos predispone a


formular la conveniencia de exponer tres categorías que, en terminología kantiana,
corresponden al punto de vista de la cualidad: realidad, negación y límite (cf. Kant, 1956,
A 80, 118). Ese punto de vista lo consideramos aquí como útil, pero también en todo
caso como subsidiario, ya que de lo que se trata no es de proyectar desde fuera
determinadas categorías sobre el acontecer, sino de tomar éste como hilo conductor con
el objetivo de ver cómo, supuesta una noción genérica de esos términos, tienen aquí un
perfil y un significado muy peculiares. Para empezar, el acontecer es una realidad su¡
generis en el sentido de que, si bien no es posible eludirlo, se caracteriza por su cambio
permanente y en este sentido por una especie de inconsistencia que fue la causa de que
los griegos no le concedieran relevancia suficiente para que mereciera ser objeto de
consideración científica:

29
Lo que es transitorio no puede ser conocido por demostración; no puede
ser objeto de ciencia; puede únicamente ser un asunto de `áisthesis", de
percepción, mediante la cual la sensibilidad humana capta el momento
fluyente, en cuanto fluye. Y es esencial para el punto de vista griego que esta
percepción sensible momentánea de cosas que cambian de momento en
momento no puede ser una ciencia o el fundamento de una ciencia
(Collingwood, 1961: 21).

El carácter cambiante de lo histórico deja abiertas varias cuestiones, sobre todo en


qué medida se puede afirmar que la historia se rige por principios o normas válidas de
forma general. Y, si bien es cierto que para esa cuestión la filosofía ha encontrado
respuestas a partir de Hegel, ello no significa que no sea preciso aclarar la índole de
realidad de lo histórico. Igualmente, en conexión con esta categoría de realidad, surge
también la pregunta por el significado que en este caso tiene la categoría de negación.
Pues no es sólo que los acontecimientos, como cualquier otra cosa u objeto, implicaran
no ser lo otro, lo diferente y que además esa negación que se presupone en la
consideración de cualquier cosa, incluso de Dios mismo, se basa en la consideración del
propio ser.

Respecto de lo histórico se trata sobre todo de que la negación es inherente,


intrínseca, ya que en la medida en que lo histórico deviene, es constitutivamente
procesual. Es decir, paradójicamente lo histórico tiene que estar negando su ser para
poder ser. En consecuencia la categoría de límite ha de tener en este caso también su
peculiaridad. Pues de una parte tiene que poseer lo histórico, como cualquier otro objeto,
un perfil definido. De no ser así, no podríamos referirnos a ello con sentido. De otra
parte, sin embargo, ese perfil es fluctuante y borroso, porque lo suyo es pasar de una
situación a otra, de un modo de ser a otro, incluso del ser al no ser. Esto se presta
fácilmente a la arbitrariedad por parte de quien interpreta los hechos. Pero éstos exigen
un rigor tanto mayor a la hora de pronunciarse sobre su significado. El límite puede durar
más o menos, presentar además un número variable de perspectivas que nos permiten
verlo y juzgarlo desde diferentes puntos de vista. Pero el límite tiene que existir siempre
que pretendamos decir algo sobre algo.

El carácter real de la historia, unido a la intensidad de la negación y del límite que le


es propio, presenta además, hoy especialmente, una paradoja singular. Si preguntamos
por el lugar de la historia, es decir, por el ámbito en que se realiza, nuestra atención
puede polarizarse en puntos que, a la vez que diferentes, sabemos que tienen que ver
entre sí. Hablamos, por ejemplo, de historia mundial o de historia universal sin reparar en

30
la diferencia que pueda sugerir la utilización de ambas denominaciones. Si atendemos al
objeto, los hechos históricos, esas denominaciones englobarían todos los
acontecimientos, cuya existencia se debe a la actividad humana. Es decir, nos estaríamos
refiriendo al conjunto de acontecimientos humanos. Si atendemos a la disciplina misma
estaríamos pensando en la narración de esos mismos acontecimientos, por supuesto sólo
de aquellos que son considerados como más significativos según sean los puntos de vista
que se adoptan como criterios. Existe además de esta historia universal, una historia
particular - más bien habría que hablar de un número indefinido de historias particulares -
que hace referencia a los acontecimientos de un sector determinado dentro de la historia
universal, a los acontecimientos que circunscriben la Historia de un Pueblo, de una
Nación, de un Estado, etc.

La división en este campo se ha convertido en un tanto aleatoria según sea el ámbito


por el que se interesan el estudio y la investigación. De nuevo tenemos que ver aquí con
los dos niveles mencionados: el de los acontecimientos y el de la narración de los
mismos. Pero en la circunscripción - que no en la existencia - de los acontecimientos que
se consideran relevantes influye de tal forma la perspectiva que se adopte que la
concreción de la historia particular es variable y oscila permanentemente, en mayor
medida que cuando se trata de la historia universal, porque la presión de los intereses
sobre la opinión puede ser especialmente intensa. Un pueblo, por ejemplo, puede
parecernos irrelevante en el conjunto de los acontecimientos que afectan a la humanidad.
Puede parecer así y puede ser además efectivamente así. Y sin embargo puede al mismo
tiempo concitar en sí el interés público mundial y aparecer como si fuera el centro mismo
del mundo. Pero aparte de esta particularización que tiene que ver con la distribución de
la población en el mundo y por consiguiente con la geografía, con áreas culturales
determinadas, como la cultura hindú, azteca, etc. hay también otro tipo de particularidad
de carácter temático, que en su propio ámbito puede tener alcance universal o particular.
Hay una historia de la economía, de gran importancia en la existencia y en el desarrollo
de los acontecimientos que afectan a la humanidad, pero que a su vez se puede
considerar como circunscrita a pueblos, territorios, naciones, etc.

Existe pues una historia universal y hay infinitas historias particulares. Sobre el
carácter apriorístico que esto tiene, pese a su diversidad aparentemente inabarcable,
diremos luego algo. Digamos antes que, además de la historia universal y la historia
particular, existe también - háblese de ella o no - la historia singular, que a su vez puede
entenderse en un doble sentido. Según el primero de ellos, la perspectiva es la misma que
la de la particularidad que incluye una pluralidad indefinida, pero vista reflexivamente

31
bajo el punto de vista de lo que tal realidad particular representa en la construcción de la
universalidad misma, así como recíprocamente también bajo el punto de vista de la
forma como la universalidad se hace presente en la particularidad. Pues es obvio que lo
particular no puede concebirse como existiendo al margen o con independencia de lo
universal. Esta consideración viene sugerida por el propio Kant que caracteriza la
categoría de totalidad, que está en correspondencia estricta con los juicios singulares,
como la pluralidad considerada como unidad (Kant, 1956: B 111, 122). Esto es
importante por lo siguiente. La unidad o universalidad es vacía si no se la ve como
diversificada en una serie de manifestaciones o dimensiones particulares, pero éstas a su
vez se nos revelan como inconsistentes si no están enraizadas en la unidad o
universalidad. Cabe decir que ésta es una consideración monadológica, en cuanto que
cada historia particular es vista como reflejando y haciendo presente en sí a la propia
historia universal.

Pero hay otro sentido de la historia singular, menos tenido en cuenta, pero no menos
importante. La consideración se refiere en este caso a sectores particulares, que respecto
de los individuos en su significado estricto son universales. El pueblo español, por más
particular que sea en el conjunto de la historia universal, es un contenido universal,
común, respecto de los individuos, de los españoles que integran ese pueblo español. La
consideración se refiere a los individuos en el sentido más estricto, como personas de
carne y hueso en expresión tan reiterada por Unamuno. Son además todos ellos
verdaderos protagonistas de la historia, pues sin su acción, en la casi totalidad de los
casos silenciosa y anónima, la historia misma no existiría, más aún, carecería de toda
sustentación y de cualquier sentido. Estaríamos pues ante una radicalización del sentido
anterior. Recordando la caracterización kantiana, totalidad sería no simplemente la
pluralidad de dimensiones o aspectos parciales considerada como unidad, sino la
pluralidad ilimitada e inabarcable de individuos, que con su acción ininterrumpida tejen y
destejen permanentemente lo que llamamos la historia.

¿Por qué razón son categorías a priori las que acabamos de mencionar? Si las
anteriores lo eran porque vienen exigidas desde la lógica interna del acontecer, este
segundo grupo de categorías se desprende del objeto en que se sitúa el acontecer. Las
categorías a priori son categorías necesarias, y teniendo en cuenta que el acontecer afecta
al hombre como tal, los tres niveles que acabamos de distinguir, lejos de responder una
simple catalogación metódica, expresan una exigencia a priori y por tanto necesaria de la
consideración de lo histórico y sus acontecimientos. La historia tiene que ser universal
porque versa sobre el hombre que, como tal, se reconoce a sí mismo en todo lo que es

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humano, sea como efecto de la acción del hombre, como expresión de su modo de vida,
o de la decidida afirmación, consciente o inconsciente, de la voluntad de permanencia.
Atapuerca, por ejemplo, tiene, al margen de la propaganda o de otros intereses
coyunturales, una connotación específica que sería inútil buscar en otro tipo de hallazgos.
Percibimos oscura, pero certeramente, que en lo que fueron e hicieron nuestros
antepasados, por más remotos e irrecuperables que nos resulten sus modos de vida, están
prefiguradas cosas que tienen que ver con nuestro destino. Las pinturas que dejaron
grabadas los guanches en sus cuevas nos interesan porque no podemos por menos de
considerarlas como algo nuestro.

Tiene razón y peso la opinión del clásico: Homo sum: humani nil a me alienum puto
(Terencio). Lo cual está en la línea de la afirmación de Hegel: "Este [hombre] singular es
todos [los hombres] singulares" (Hegel, 1987: 255 y s.). En segundo lugar historia
universal es ipso facto, en razón de su finitud, una historia particular. Es la misma en
todo tiempo y lugar y por eso es universal, pero justamente en cuanto que forzosamente
ha de realizarse en un tiempo y lugar, no puede ser nunca lo mismo y sólo puede
constituirse en cada caso como algo que tiene un sello particular y único, y por tanto
irrepetible en rigor. Y si son individualizadas, en el sentido de únicas e irrepetibles, todas
las historias particulares, con más razón lo serán las historias singulares en el sentido
últimamente expuesto. Pues los individuos concretos, en cuanto sujetos agentes y
pacientes de la historia, en cuanto personas que viven su propia historia, a veces con
indiferencia, en ocasiones con emoción y en otras con tristeza o con indignación, son el
fundamento sobre el que la historia sin más, tanto la general como la particular, se
construye, los múltiples ejes que la hacen girar y que generan los grandes cambios de la
misma. La mayoría de esas cosas son silenciadas por las grandes historias, porque
tampoco es posible reproducirlas, pero están ahí y son determinantes. Y ya es bastante si
el historiador nos recuerda su existencia y nos hace llegar su aliento.

Las categorías mencionadas, que tienen que ver con el origen o existencia de la
historia, sea bajo el aspecto de la cualidad o más bien el de la cantidad son, no obstante,
caracterizaciones extrínsecas que representan una cierta aproximación al significado de
los acontecimientos históricos, en cuanto que señalan al lugar y al ámbito en que se
hallan los acontecimientos. Nos fuerzan a preguntarnos por el constitutivo de los
acontecimientos, pero no nos lo manifiestan.

Para acceder a ese constitutivo tenemos que responder a las siguientes cuestiones: de
qué elemento o materia está hecho lo histórico, los acontecimientos mismos; y respecto a
la historia, en cuanto narración del acontecer, con la determinación de ese elemento

33
estaría igualmente dado el horizonte desde el cual nos podemos aproximar a lo que
constituye los acontecimientos. Desde siempre - no sólo desde que lo mencionara
Aristóteles (cf. 1990; VIII, 1, 1042 a-b; 410-414) - aquello de que una cosa está hecha -
tal es la caracterización más elemental de la materia pertenece a la esencia de la misma
cosa. La respuesta que podemos adelantar aquí a esta primera pregunta y cuya verdad se
hará manifiesta, en su momento, a lo largo de la exposición, es que el tiempo es el
elemento de la historia, de los acontecimientos y que, en consecuencia, el horizonte para
acceder a su significado, desde una perspectiva estrictamente filosófica no puede ser otro
que el que venga postulado por la relación entre las tres dimensiones temporales de
pasado, presente y futuro.

La consideración de ambos aspectos: del tiempo como elemento de lo histórico y de


la implicación de las dimensiones temporales como horizonte de la narración histórica la
haremos posteriormente. Lo que sí podemos adelantar aquí es algo que pone de relieve la
importancia de optar por este planteamiento. Por una parte, si el tiempo es el elemento
de que se hacen los acontecimientos y no simplemente aquello en que éstos tienen lugar
o están colocados, entonces lo histórico es un proceso irreversible. No podemos, si nos
atenemos al rigor lógico que el tiempo postula, pensar los acontecimientos como siendo
en un tiempo diferente de aquel que les ha correspondido. De ahí que sea, en el mejor de
los casos, inadecuado proceder como si lo que es pasado se dejara cambiar de lugar. Hay
una imaginación que se puede permitir jugar con el tiempo en el campo de la ficción pero
hay también un pensamiento del tiempo que, justo en cuanto que es a priori, no puede
sino atenerse a lo que la lógica interna, y por tanto la necesidad del tiempo postula.

Una cosa en apariencia tan frágil y fugitiva como el tiempo pudiera en algún
momento inducir a creer que hay un margen muy amplio para concebir los
acontecimientos que se han ido gestando en el devenir. Nada más ajeno a la realidad.
Hay otras muchas cosas que se pueden cambiar: se puede desviar, al menos
parcialmente, el curso de los ríos, desplazar de algún modo las montañas (basta pensar
en el hecho portentoso de Las Médulas). Y sobre todo se pueden llegar a destruir muchas
cosas que parecían indestructibles. El tiempo, en cambio, como uno de los modos
esenciales de la naturaleza misma, es intocable; y con el tiempo también la historia, en
cuanto está hecha de aquel. Por otra parte, el hecho de que el propio tiempo imponga un
rigor en su concepción va unido a una considerable riqueza y variedad en la implicación
de las diferentes dimensiones histórico-temporales. Ya bajo una simple y elemental
consideración aparece claro que el pasado histórico tiene un peso sobre el presente, como
a su vez que el presente anticipa en alguna manera el futuro, a la vez que una

34
determinada expectación ante el porvenir hace que tengamos un cierto protagonismo en
los acontecimientos ya antes de que éstos tengan lugar. Por la lógica del acontecer
mismo. Pero además esto permite un juego de posibilidades, tan variado como riguroso,
en la narración.

El tiempo como materia o elemento esencial de la historia condiciona de modo


determinante la configuración intrínseca de la misma. Es obvio, en primer lugar, que para
que el lenguaje sobre algo, también por tanto sobre la historia, sea posible y tenga sentido
es necesario que ese algo sea identificable como tal y por tanto que goce de la
correspondiente permanencia. Cuando se trata de cosas que cambian de forma, a la vez
que se percibe que hay un fondo que sigue siendo el mismo, esto no parece representar
un problema insoluble. Pero ante los acontecimientos históricos, que se caracterizan por
el cambio, esto parece ser más difícil. No obstante, si nos atenemos a las que son
exigencias radicales, y por tanto irrenunciables del pensamiento, tendremos que tener
presenta la afirmación, tan rotunda como bien fundamentada de Kant: "Sólo lo
permanente (la sustancia) cambia; lo mudable (das Wandelbare) no sufre cambio
(Veriinderung) alguno, sino una modificación (Wechsel), ya que algunas determinaciones
desaparecen y otras aparecen" (Kant, 1956: A 187, 239 y s.). Tiene que haber pues
continuidad en la historia. Con todo, puesto que los cambios en la historia son tan
profundos - o así al menos son percibidos - tiene que haber alguna forma de conciliar la
continuidad con la aparente ruptura, la identidad con la diferencia en este campo
concreto.

Sea como fuere la forma que reviste la continuidad en la historia, habrá que dar
razón de los cambios que tienen lugar en el complejísimo proceso de los acontecimientos,
es decir, habrá que hacer referencia a los factores que los producen. Con lo cual estamos
enfrentados una vez más con lo que representa el principio de causalidad, se utilice o no
esta expresión. A menos que se mantenga, contra toda lógica, que los acontecimientos
surgen de la nada o se dé por válido que nunca hay ni puede haber nada nuevo bajo el
sol, será preciso pensar que todo acontecimiento tiene una causa - o un complejo de
causas - correspondiente. Como entendemos que la historia es un asunto humano, lo más
obvio parece ser pensar que la causa de los acontecimientos históricos hay que buscarla
en la acción humana. Pero ¿es esto tan obvio? Cada acción humana - con el efecto
correspondiente - se diluye ante nuestra mirada en el mar inabarcable e insondable de
otras acciones, infinitas en número e incomprensibles en la serie de efectos y de
consecuencias, que generan.

Y no sólo eso. Las acciones humanas, aunque no identificables con la naturaleza,

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tampoco son separables de ella. Lo que, a veces sin pensar demasiado, tendemos a
identificar como simple acción humana, no es con frecuencia otra cosa que el precipitado
de una serie de circunstancias, donde tiempo y lugar, accidentes atmosféricos o
imprevisibles encuentros, hacen que lo que puede presentarse como resultado de factores
simplemente humanos, de hecho termine presentándose y haciéndose valer como algo de
signo muy diferente. Y sin embargo, se sigue hablando, contra toda evidencia racional, de
que tal y cual acontecimiento - no importa cuan grande sea su importancia - se debe
únicamente a una acción determinada. Así la historia de Roma y con ello del mundo se
habría debido a la decisión de César de pasar el Rubicón con sus legiones, o la batalla de
Waterloo la habría perdido Napoleón sólo porque aquel día se encontraba indispuesto.

Todos tendemos a hablar en términos parecidos de los acontecimientos más graves,


a pesar de saber, a poco que reflexionemos, que las cosas son mucho más complejas.
Por más difícil, sin embargo, que sea explicar los acontecimientos por referencia a sus
causas, es ineludible abordar este planteamiento. La razón, ya aludida, es que el
surgimiento de algo, que comienza a existir en un momento dado, no se puede entender
sin la referencia al factor o a los factores que lo han originado. Es tanto más necesario
tenerlo en cuenta cuanto que asistimos a la extraña paradoja de que, si bien por una parte
se da por supuesto que los acontecimientos tienen sus causas, al mismo tiempo se tiende
sin embargo a simplificar esto en exceso. La continuidad peculiar de la historia no la
podemos comprender como algo que está simplemente ahí, sino que sus acontecimientos
son lo que son en cuanto originándose de algo previo a ellos mismos. Por consiguiente,
esa dependencia causal no es simplemente algo sin lo que la continuidad histórica no se
da. Es además pieza fundamental de la misma.

Junto con la continuidad y la causalidad hay una categoría más en lo que se puede
considerar como estructura ontológica de la historicidad y que proporciona o expresa -
según sea la perspectiva bajo la que se considere - un vigor especial, incluso culminación
y sentido último. Leibniz y Kant nos enseñaron, cada uno de ellos a su modo, a
contemplar la realidad en general bajo el punto de vista de que todo está en todo. Kant
formula esta idea, en la tercera analogía de la experiencia: "Todas las sustancias se hallan,
en cuanto que son simultáneas, en una comunidad completa, es decir, en una acción
recíproca" (Kant, KrV A 211). En KrV B 256, precisa Kant, que se trata de "todas las
sustancias en cuanto que pueden ser percibidas como simultáneas en el espacio". La
referencia al tiempo está considerada únicamente como simultaneidad, pero ello es
resultado de la acción recíproca de las sustancias entre sí. Por tanto, si la acción
recíproca se da, no sólo bajo el aspecto de la simultaneidad, en definitiva de la presencia,

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sino en todo lo que implica el tiempo mismo, entonces la comunidad dinámica de los
acontecimientos entre sí se extiende a todos ellos.

Y tiene que ser así, no propiamente porque ello sea coherente con la concepción
kantiana, o se derive incluso de ella, sino porque viene postulado por la índole misma del
acontecer. Pues si como hemos indicado, el ser del acontecer no se puede desvincular de
su originación en otros acontecimientos, hablar de los acontecimientos en cuanto
condicionándose causalmente unos a otros, lleva en buena lógica a la idea de que
forzosamente tienen que formar entre sí una especie de comunidad. Y al contrario, si
vemos los fenómenos históricos desde el punto de vista de su distensión en el tiempo,
esto no tendría sentido sino en cuanto que unos influyen en otros y en razón de eso se
hacen presentes en ellos, es decir, en cuanto que en definitiva todos se hacen
efectivamente presentes en todos. Veremos, en conse cuencia, cuando nos ocupemos
explícitamente de ello, que la "globalización" viene exigida por el proceso de los
acontecimientos como tal. Esta "deducción", por el momento meramente provisional, de
las categorías que rigen la estructura ontológica de los acontecimientos habrá de ser
expuesta de forma concreta en su lugar.

Queda abierto además otro campo, también desde la perspectiva del tiempo, pero
ahora centrado en las categorías de la modalidad. A poco que reflexionemos nos salen al
paso estas categorías. Los acontecimientos históricos, en cuanto que ya han tenido lugar
y pertenecen por consiguiente al pasado son necesarios, puesto que no pueden ya no ser.
Sin embargo en sí mismos, como efecto de una acción humana, son susceptibles de ser
considerados como contingentes, como hechos que pueden tanto ser como no ser. Es
esta consideración la que le lleva a Kierkegaard a la reflexión siguiente, entre otras:

Lo que ha sucedido ha sucedido, no puede ya cancelarse, así pues, no


puede cambiarse... ¿Es ésta la inmutabilidad de la necesidad? La inmutabilidad
del pasado se ha producido por un cambio, por el cambio del devenir, pero tal
inmutabilidad no excluye todo cambio, porque no la ha excluido, pues
cualquier cambio está [dialécticamente respecto del tiempo] únicamente
excluido en cuanto que queda excluido en cada instante. Si quiere considerarse
lo pasado como necesario, entonces ello tiene lugar en cuanto que se olvida
que ha devenido; ¿pero debería ser también necesario tal olvido? (1959: 91).

Se tiene la impresión de que hay algo de verdad en esta consideración


kierkegaardiana, pero no tanta como para pensar que el pasado puede en algún momento
dejar de ser como de hecho fue. En todo caso introduce una variante que insta a perfilar

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con precisión la índole modal de los acontecimientos pasados.

Una perplejidad similar, aunque de signo opuesto, produce la reflexión sobre la


posibilidad y la imposibilidad. Los hechos históricos, antes de acontecer, tienen que ser
posibles. En caso contrario, es decir, si fueran imposibles, no podrían existir y por tanto
no llegarían a acontecer. Pero en la noción de posible pa rece estar incluida la posibilidad
tanto de acontecer como de no acontecer. El "dos de Mayo" antes de acontecer fue
según esto posible en ese doble sentido y por tanto, al igual que aconteció, pudo no
acontecer. Es así como se juega con este concepto de posibilidad. Sin embargo, esto es
así de fácil solamente en una primera aproximación abstracta.

En primer lugar la necesidad se cierne ya sobre los acontecimientos futuros en un


sentido general e indeterminado que podría tener la formulación siguiente o similar: es
necesario que en el futuro sigan aconteciendo hechos históricos - a menos, cabría añadir,
que el futuro del hombre sea de pronto imposible. Esto supuesto, tendrán más
probabilidad de existir los acontecimientos que previsiblemente estén más condicionados
por lo ya acontecido. Y así se puede ir afinando más y más hasta no dejar apenas
resquicio alguno a la posibilidad de existir o no existir, de ser de un modo determinado o
ser de otro. Esto se plantea ya sin necesidad de adoptar la actitud radical de los
megáricos que en definitiva niegan toda posibilidad de ser o no ser, ya que presuntamente
según ellos todo deviene necesariamente. Sin embargo, a menos que no se quiera
reconocer al lenguaje y a la acción, y por supuesto a la libertad su campo propio, o dicho
de otro modo, a menos que vivamos en un estado de permanente ensoñación, habrá que
seguir contando con el concepto de posibilidad, no sólo con relación al pasado, en cuanto
que consideramos que pudo ser o no ser, sino con relación al pasado en cuanto conjunto
de posibilidades de cara a la actuación en el futuro.

La categoría de contingencia está igualmente vinculada al acontecer. Puede


entenderse en un doble sentido: como equivalente al concepto de posibilidad, pues de
hechos que aún no han acontecido pero pueden acontecer decimos a veces que son
contingentes. Pero más frecuentemente aplicamos este concepto a cosas o
acontecimientos ya existentes, o bien en cuanto que han podido ser de otro modo, o bien
en cuanto que siendo lo que de hecho son, pueden dejar de ser simplemente o dejar de
ser del modo como son. De hecho, la mayoría de los acontecimientos humanos - por
tanto, de los históricos también - si no todos, están en tal situación. Si han tenido un
comienzo, es lógico que tengan también un fin. O como dijera Hegel, respecto de las
cosas finitas en general: "la hora de su nacimiento es la hora de su muerte" (Hegel, 1990:
126). En este caso se dan la mano lo necesario y lo contingente. Pues de una parte los

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hechos, en cuanto que han acontecido ya, entran a formar parte necesaria de la realidad,
pues es imposible pensar que no hayan existido, incluso cuando han dejado de existir.
Pero el que estén afectados por la contingencia y por tanto, al tiempo que existen, en
trance de desaparición incita a considerarlos no simplemente en lo que son, sino al mismo
tiempo también, como material de construcción para otros acontecimientos en el futuro.
Éste es el signo trágico fundamental de todo cuanto acontece: que de un lado, por el
hecho de ser reivindica que se lo considere en lo que es y, de otro, su propio destino lo
lleva corriente abajo camino de su destrucción. Con lo cual uno forzosamente se
pregunta por el sentido del acontecer, una pregunta que incluye otra, que es previa: la de
si aquello que acontece es propiamente.

1.7. Cuestiones sobre el sentido de la historia

En relación con el sentido de la historia surgen varias cuestiones, que no tienen que ver
con las categorías, orientadas a determinar lo que son los acontecimientos, sino con su
razón de ser o su "para qué", con aquello por mor de lo cual el flujo del acontecer existe.

Es claro que se puede negar tal razón de ser, pero eso sólo se podrá hacer en buena
lógica si previamente se ha planteado la pregunta misma. Pues por de pronto vemos que
todo lo que nos rodea es para algo, tal vez, ante todo, para sí mismo: es o bien para
contribuir al ser de los otros seres o bien para reafirmarse a sí mismo y crecer en su
propio ser; que ostente un lugar neutro en la realidad, que sea para nada es algo que no
se compagina bien con nuestro modo de vivir y de sentir, y menos hoy, por cuanto el
pensamiento "ecológico" nos lleva por principio a fomentar el ser de todo cuanto existe.
Y aunque esto tenga, incluso exija, modos y grados de llevarse a cabo, lo que parece más
bien claro es que, si las cosas son para nada, lo que de ahí se desprende es su
deslegitimación y por tanto su arbitraria destrucción, puesto que simplemente estorban e
impiden que otras cosas sean.

Decimos "arbitraria' destrucción, porque el hecho de que las cosas caminen hacia su
desaparición por sus pasos contados es algo completamente distinto de que las cosas
queden reducidas a mero objeto manipulable. Y a la inversa, el hecho de que las cosas -
singularmente las que nos ocupan, los acontecimientos - pugnen como por salir a la
existencia, y no simplemente por perseverar en ella según la conocida expresión de
Spinoza: "Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su ser" (1967:
111, 6, 272), es un indicio de que el ser mismo está dotado de sentido. Pues difícilmente
puede concebirse sentido mayor y más pleno que el consistente en la reafirmación del
propio ser. Ésta sería pues la primera cuestión, la relativa a la legitimidad de la pregunta

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por el sentido. Por lo demás, la Filosofía de la Historia nace con concepciones que tienen
esta pregunta en el centro de sus consideraciones, como es el caso de Vico, Schiller y
Hegel. Pero de aquí se desprenden otras, que vamos poco menos que a enumerar
simplemente.

1. La historicidad como concepto aparece en época reciente, cuando está apenas


constituida la historia como disciplina académica y por tanto se encuentra aún en la fase
de legitimarse y consolidarse. Desde mi punto de vista el término historicidad surge de un
interés por buscar un sentido último a la historia misma, tal como se desprende de las
reflexiones tanto de Hegel como de Dilthey y del conde Yorck (c£ Von Renthe-Fink,
1968: 69 y ss., 79 y ss., 96 y ss., 107). Pero hay una razón ulterior, más honda, de por
qué esto es así, que de entrada cabe caracterizar como el cuidado que, aunque sea aun
instintivamente, el hombre tiene ante la historia por la preocupación de que ésta se le
vaya de las manos. Aquí la pregunta por el sentido va unida a la pregunta por el qué
hacer con lo histórico y por tanto la cuestión teórica se transforma en una cuestión
eminentemente práctica.

La transformación de la realidad, como consecuencia del desarrollo vertiginoso de la


ciencia y de la técnica ha traído igualmente como consecuencia un cambio drástico de las
formas de vida y de las convicciones fundamentales. Uno de los rasgos de este cambio
ha sido la extraordinaria y, en gran parte, forzada movilidad geográfica que implica, ya
por sí solo, un extrañamiento de los hábitos de vida. Heidegger, en el replanteamiento
más radical de su filosofía después de la publicación de Sein und Zeit, llevado a cabo en
Beitrüge zur Philosophie. Vom Ereignis, plantea ciertamente el tema de la historicidad
desde la mirada puesta en la "esenciación" (Wesung) del ser mismo (Heidegger, 1989:
32), pero la forma concreta en que esto se debe llevar a cabo viene exigida por la
situación en que la historia misma ha colocado al hombre:

La historicidad [está] pensada aquí como una verdad, aclarante


ocultamiento del ser como tal. El pensar inicial [está concebido] como
histórico, es decir, cofundante de historia en la disposición que se dispone.

El dominio sobre las masas tornadas libres (es decir, sin suelo y egoístas)
tiene que ser erigido y mantenido con las cadenas de la "organización".
¿Puede, en este camino, lo así "organizado" crecer profundizando en sus
fundamentos originarios? ¿No sólo poner diques y encauzar lo masivo, sino
transformarlo? Tiene todavía esta posibilidad, en absoluto, una perspectiva [de
realizarse] a la vista de la creciente "artificiosidad" de la vida, que facilita e

40
incluso organiza esa "libertad" de las masas, el acceso discrecional de todo
para todos? Nadie debe infravalorar el hacer frente al incontenible desarraigo,
el ordenar detenerse; es lo primero que tiene que acontecer. ¿Pero garantiza
ello -y ante todo garantizan los medios, justamente necesarios para tal
proceder - también la transformación del desarraigo en un arraigo? [cursiva del
autor.]

Aquí se requiere aún otro dominio, uno [que está] oculto y retenido,
aislado y silencioso. Aquí tienen que ser preparados los venideros, quienes
crean nuevos sitios en el ser mismo, desde los cuales acontece de nuevo una
permanencia en la contienda de tierra y mundo.

Ambas formas de dominio - fundamentalmente diferentes - tienen que ser


queridas y al mismo tiempo afirmadas por los sabedores [los filósofos o
pensadores]. Aquí está al mismo tiempo una verdad, en la que se presiente la
esencia del ser: la escabrosidad esenciante en el ser adentrándose en la suma
singularidad y la más llana generalización (Heidegger, 1989: 61y s.)

No aducimos este texto, ni en general ningún otro, como exhibición de una opinión
autorizada que sea preciso seguir, sino por de pronto, como muestra de que las
reflexiones heideggerianas sobre la historicidad - al igual que cualesquiera otras si son
auténticas - no son elucubraciones abstractas al margen de la realidad. Reflejan por el
contrario una contienda en torno a la posibilidad de una verdadera orientación ante los
nuevos problemas, en cierto modo cada vez más graves que el desarrollo de la vida trae
consigo. Que la praxis es un elemento determinante es obvio, en un sentido reduplicativo.
Pues se da por supuesto, en este texto de Heidegger, que en las masas se ha operado ya
una profunda transformación, que él caracteriza como desarraigo (Entwurzelung), que es
preciso a su vez transformar en camino hacia un nuevo arraigo (Vrwurzelung). Dejemos
de lado esta metáfora, ya un tanto desgastada, tanto más, cuanto que, con independencia
de los resultados de esos programas de búsqueda de nuevas raíces, el hecho es que nos
encontramos ante un desarraigo global, mucho más amplio y radical de lo que pensara
Heidegger, ahora sí verdaderamente incontenible y que tiene su muestra inequívoca en
las emigraciones masivas de seres humanos. La referencia a Heidegger no pretende
entrar en los interrogantes que suscita su texto, sino sólo recordar que la praxis es un
tema insoslayable. Sin embargo, aunque como decíamos más arriba, ha sido la historia
misma, en una especie de vuelta sobre sí, la que por su propio despliegue ha suscitado la
cuestión de la historicidad como resultado de tener que cuidarse de la marcha misma de
los acontecimientos ante el peligro de una desviación irreversible, los problemas que

41
deben ser debatidos son en cierto modo los de siempre. Al igual que la praxis existió
desde siempre, mucho antes de que se teorizara a fondo sobre ella, la historicidad es
relativamente nueva como concepto, pero no como realidad.

2. Esto es preciso tenerlo en cuenta respecto de otra cuestión que conecta también
con la anterior. La praxis es ante todo trabajo y la producción consiguiente. Y de entrada
son las relaciones de producción las que mueven la historia. Pero esto pudiera distraer la
atención respecto de la situación concreta y terminar convirtiéndose en un asunto
abstracto, que se debate solo cuando en la sociedad se producen fenómenos que llaman
la atención. Aquí interesa más directamente un triple hecho que tiene que ver con la
praxis y con el trabajo.

En primer lugar lo que mueve al hombre, y con ello a la historia, de una forma
esencial, son sus intereses. Esto es algo tan claro como que el ser del hombre se
despliega en su actividad, que a su vez se orienta siempre por intereses bien
determinados. Por eso los intereses no son nunca algo sobrevenido o añadido al ser
humano, sino estrechamente vinculado con él. Hegel supo ver este aspecto:

Las leyes y los principios no viven ni prevalecen inmediatamente por sí


mismos... Para que yo haga y realice algo, es preciso que ello me importe;
necesito estar en ello, encontrar satisfacción en realizarlo, es preciso que ello
sea mi interés. Interés significa ser en ello, estar en ello. Un fin por el que debo
trabajar tiene que ser de algún modo también mi fin, aunque el fin para el que
trabajo tenga otros muchos, según los cuales no me importe nada... Quien
trabaja por una cosa, no está sólo interesado en general, sino que está
interesado en ella (Hegel, 1955: 82; cf. Gaos, 81).

No deja de ser llamativo que sea Hegel, que tanto acentúa el interés universal en sus
diferentes formas, quien de este modo subraye el carácter insoslayable del interés
particular. Curioso es además que incluso en los casos en que esto se admite en general
como válido para la especie humana, uno se resiste por lo común a reconocer que él
también actúa esencialmente por intereses particulares. Tal vez esto exija otro tipo de
explicaciones.

Una segunda nota, vinculada al papel de los intereses, es que estos generan
conflictos, de forma esencial, por tanto inevitable, y permanente. Que es así, lo sabemos
por la historia misma y por la experiencia. Y para evitar que nos podamos olvidar de ello
están los medios de comunicación, aunque éstos por lo general no nos ayuden apenas

42
nada a conocer las raíces de los conflictos, no por falta de capacidad sino porque la
precipitación les lleva a sustituir la frialdad y el rigor del análisis por la aplicación a
hechos concretos de esquemas ideológicos, que poco o nada contribuyen al
esclarecimiento de la verdad, o por el más simple prejuicio maniqueo a la hora de emitir
juicios.

Pero aparte de que la historia y la experiencia nos dicen mucho sobre esos conflictos,
tal vez haya que reconocer, guste o no, que son inevitables, incluso que son a priori
necesarios para que el hombre tienda a superar formas de vida en que tal vez se sienta
muy cómodo, pero en las que está expuesto al riesgo del anquilosamiento. La naturaleza
humana no parece estar hecha para estabilizarse permanentemente en unos mismos
ciclos de comportamiento que se repiten indefectiblemente como en cualquier otra
especie animal. En último término con la aparición de la modernidad parece que se ha
tomado conciencia de que el hombre está destinado a avanzar más allá de situaciones
establecidas. Otra cuestión es determinar si este avance representa un verdadero progreso
o no. Respecto de la índole del conflicto fue Kant quien ideó una de las más logradas
formulaciones:

El medio de que se sirve la Naturaleza para llevar a cabo el desarrollo de


todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas dentro de la sociedad
en la medida en que ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un
orden legal de aquellas disposiciones. Entiendo aquí por antagonismo la
insociable sociabilidad de los hombres, esto es, el que su inclinación a vivir en
sociedad esté unida a una resistencia completa que amenaza constantemente
con disolver esa sociedad. Que tal disposición subyace a la naturaleza humana
es algo bastante obvio. El hombre tiene una tendencia a socializarse, porque en
tal estado siente más su condición de hombre al percibir el desarrollo de sus
disposiciones naturales. Pero también tiene una fuerte inclinación a
individualizarse (aislarse), porque encuentra simultáneamente en sí mismo la
insociable cualidad de querer regirlo todo según su parecer y, como se sabe
propenso a oponerse a los demás, cuenta con hallar esa misma resistencia por
doquier. Pues bien, esta resistencia es aquello que despierta todas las fuerzas
del hombre y le hace vencer la inclinación a la pereza e, impulsado por la
ambición, el afán de dominio y la codicia, le lleva a procurarse una posición
destacada entre sus congéneres, a los que no puede soportar, pero de los que
tampoco puede prescindir [...]. Sin aquellas propiedades, verdaderamente poco
amables en sí, de la insociabilidad, de la que nace la resistencia que cada cual

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ha de encontrar necesariamente con sus pretensiones egoístas, todos los
talentos quedarán eternamente ocultos en su germen, en medio de una
arcádica vida de pastores donde reí narían la más perfecta armonía, la
frugalidad y el intercambio de favores, de suerte que los hombres serían tan
bondadosos como las ovejas que apacientan, proporcionando así a su
existencia un valor apenas mayor que el detentado por su animal doméstico y,
por lo tanto, no llenaría el vacío de la creación respecto a su destino como
naturaleza racional [...]. El hombre quiere concordia, pero la naturaleza sabe
mejor lo que le conviene a su especie y quiere discordia (Kant, 1964d: 37-39;
c£ Roldán y Rodríguez, 8-10).

Análogamente a lo que previamente indicamos a propósito del extenso texto de


Heidegger, también aquí nos interesa subrayar una idea, en este caso el carácter
conflictivo de la historia. Que quedan aquí otras cuestiones abiertas es obvio, pero en
todo caso parece aceptable la hipótesis de la índole conflictiva de la naturaleza humana
en su quehacer histórico.

Aparte de este aspecto, el conflicto, el "antagonismo", aunque constitutivo, tiene en


cada caso concreto que tener una solución, lo cual implica que o bien tiene directamente
un sentido, es decir, se orienta a un fin, o bien ha de buscarlo simplemente, lo cual
equivale de forma implícita al menos, a que tiene que haber un sentido, a no ser que la
salida del conflicto sea hacia cualquier cosa, que no sea un objetivo, lo cual es extraño al
texto de Kant.

3. Llama especialmente la atención que en esta consideración kantiana el mal parece


estar justificado. Pues quien tiene razón en lo referente al curso de la historia no son las
intenciones particulares de los hombres por más nobles que sean - ¿y qué cosa más noble
que la concordia? - sino la intención de la naturaleza, que dicta e impone dicho curso. Y
la naturaleza no quiere concordia, sino discordia que surge de la tendencia a satisfacer,
sin límites prefijados, las aspiraciones más egoístas de los individuos, como son la
ambición, el afán de poder y la codicia. Kant se hace eco aquí, haciéndolo al mismo
tiempo suyo, de un lugar común que por ejemplo aparece casi con las mismas palabras
en Agustín. Pero en Agustín se trata de tendencias negativas, que por sí mismas no
tienen justificación alguna y cuya explicación queda remitida al orden de la providencia.

La lectura del texto de Kant nos lleva por el contrario a considerar que se trata de un
comportamiento que, además de necesario, es un bien en sí mismo. Y con todo no
dejamos de ver aquí un mal, por más agudo y profundo que nos resulte el ingenio de

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Kant al justificarlo. Pues es obvio que del egoísmo -a través de esas formas de actuación
- Hegel va a dar un paso más allá de Kant y sin declarar como simples males esas
actuaciones, pero sin ocultar tampoco, por otra parte, que vienen acompañadas de toda
suerte de males, llega no simplemente a considerar empíricamente la existencia de estos o
aquellos males y a buscar en ese nivel la superación de los mismos, sino a plantear el
problema del mal y a intentar construir a partir de aquí una Teodicea (cf. Álvarez
Gómez, 2004: 143 y ss.).

Al menos habrá que reconocer que el planteamiento como tal está justificado, más
aún, es necesario si no es que el bullicio elevado a los cuatro vientos bajo el lema,
políticamente correcto, del fin de la metafísica, ha cercenado incluso el reconocimiento
de la metafísica como disposición natural, algo que Kant mismo, el crítico más solvente
conocido hasta ahora de las falsas pretensiones de aquella, considera como una
dimensión indeleble del ser humano. El planteamiento del problema del mal, más allá de
la actitud quejumbrosa ante toda suerte de males, responde a la aspiración, que debe
culminar en certeza, de que el mal no tenga nunca, ni siquiera allí donde es más radical,
la última palabra. Ésta es también la intención de Hegel al plantear el problema (cf. 1955:
80 y ss.). El bien que debe resultar de la existencia de un mal gobierno no es el mal
gobierno, sino la superación del mismo, lo cual debe suponer que se ha logrado instaurar
una situación, mejor que la que dio origen a aquél. Sirva este mero ejemplo para aludir al
marco intelectual en que se plantea el problema del mal.

4. Ya el simple planteamiento del problema del mal implica la referencia al concepto


de bien, bajo un doble aspecto. Por una parte no podemos juzgar que algo es malo - de
forma ontológica o moral - sino por comparación con el concepto de lo que es bueno, al
menos de lo que entendemos que sería bueno en el caso concreto. Por otra parte, el
planteamiento en cuestión tiene sentido en orden a la superación del mal mediante la
consecución de un bien determinado. Pero el concepto de bien, al igual que el concepto
de ser, se dice de muchas maneras. Incluso tratándose del bien hay una razón
sobreañadida. Pues, además de su dimensión ontológica, en la que tiene tanta amplitud
como el concepto de ser, el bien está presente en todo el campo de la Ética. Bien es
verdad que todo lo que es bueno posee también un tipo de entidad y bajo ese punto de
vista no cabe decir que haya algo a lo que no sea aplicable el concepto de ser. Pero
dejando de lado ahora estas reflexiones, que tendrían su lugar propio en otro ámbito, es
cierto que con relación a la historia el concepto de bien tiene concreciones muy marcadas
y determinantes, como la justicia.

Si preguntamos por lo que impulsa a los hombres a moverse y obrar en la historia tal

45
vez haya que responder con dos conceptos: la libertad y la justicia. El sentimiento de
justicia puede ser tan fuerte que lleve incluso al hombre a arriesgar su propia vida. Por
justicia entendemos - se ha entendido siempre - no sólo lo que está prescrito en las leyes
que emanan de la autoridad competente, Sin duda esto es válido y a nadie que tenga
buen sentido se le ocurrirá decir que sea lícito desobedecer la ley que prescribe pagar
impuestos. Pero esto no es suficiente. No lo es en general y menos aún en la historia.
Basta tener en cuenta que uno de los elementos más determinantes de su proceso han
sido las guerras entre naciones o estados, lo cual supone la existencia de normas
vinculantes contradictorias entre sí. Al margen de si hay o no guerras justas, hay una
cuestión previa. La justicia no puede estar representada por las partes contendientes,
cuando éstas son incompatibles entre sí. Pero la guerra también es un principio que tiene
un campo amplísimo y puede aplicarse a la relación entre padres e hijos, entre amos y
esclavos o entre gobernantes y súbditos, y todo ello tiene como móvil fundamental la
aspiración a lograr lo que es suyo.

La apetencia del bien como aspiración al cumplimiento de lo que es justo está en la


base, hoy muy explícita, de la exigencia de que la vida humana se atenga a los valores.
Probablemente esta exigencia surge de la quiebra de los grandes valores, lo que Nietzsche
caracterizó como estado de ánimo psicológico (cf. Nietzsche, 1966: III, 676 y ss.), que
sin embargo consideró como provisional, porque la vida no puede persistir sin valores,
uno de los cuales, el mayor tal vez, y el que es de todo punto irrenunciable es la justicia
(cf. Nietzsche, 1966: 1, 729). Uno de los propósitos más importantes sin duda en la
consideración de la historia es según la opinión de Nietzsche, pero también en términos
generales, la decidida voluntad de ver de qué secreta manera la justicia lo rige todo y
logra hallar en todo acontecimiento un sentido (cf. II, 814 y s.). En cierto aspecto es
Nietzsche más radical que el propio Hegel, en cuanto que el cumplimiento de la justicia
no depende de ningún criterio humano y se sustrae a la medida que pudiera pretender
aplicar cualquier creencia o convicción particular.

Tal vez sea la lectura de los griegos, en este caso de los grandes trágicos, la que
despertó en Nietzsche el interés por la marcha justiciera de la historia, cuya fría
consideración nos enseña que su sentido no puede consistir en ajustarse a lo que
proponen y determinan los hombres. De ahí la permanente enseñanza de Antígona, quien
ante la pregunta de Creonte de por qué ella se había atrevido a transgredir los decretos
que prohibían dar sepultura a su hermano contesta:

No fue Zeus el que las ha mandado publicar, ni la justicia que vive con los
dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus

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proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir
las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy ni de
ayer, y nadie sabe de dónde surgieron (Sófocles, 1981: 265).

Quien pretende que el sentido de la historia estriba en sus opiniones subjetivas está
juzgado de antemano. Verá sorprendido que el viento de la historia pronto las hace
desaparecer. Y sin embargo no nos podemos sustraer a la tarea, subjetiva en uno de sus
aspectos, de seguir buscándolo en algún lugar, fuera de nuestro horizonte inmediato.

5. Pero esto no significa que nos movamos en un terreno abstracto, lejano a los más
vivos y más inmediatos intereses humanos. La figura de Antígona nos sigue resultando
hoy más cercana que la de ningún legislador o gobernante, porque sus pala bras nos
señalan el camino para llegar a lo que las simples leyes no nos permiten descubrir. En su
aplicación más concreta esto tiene que ver con la aplicación a la historia de los conceptos
de totalidad y progreso. Este último ha sido criticado con razón si se pretende que todo lo
nuevo representa un avance positivo. Los dos últimos siglos prueban que la simple
instauración de la idea de progreso, que las más diversas tendencias han reivindicado
para sí, ha sido una verdadera catástrofe, justamente porque para nada se ha tenido en
cuenta lo que la justicia exige: la salva-guardia de los intereses de los individuos y la
comunidad de la que forman parte, los pueblos y las naciones, de aquellos intereses que
son además comunes a las naciones mismas en su mutua relación; en definitiva, de lo
que es una totalidad viviente y armónica, abierta al futuro y a la vez consciente de la
pervivencia de la tradición.

6. La realización de esa idea exige el poder bajo un doble aspecto. La realidad es, en
sí misma, poder. Bajo este primer aspecto el poder es un a priori de cualquier realidad,
que tiene en su "poder ser" la condición inmanente para ser, como magníficamente
expuso Nicolás de Cusa (cf. 1973: 4 y ss.). Pero es otro el aspecto que cuenta más en la
historia: la capacidad de perseguir objetivos comunes por parte de pueblos y naciones,
conjuntando intereses contrapuestos, así como de imponer, contra la opinión y
tendencias de los particulares, objetivos determinados. Como consecuencia de esta doble
función: proponer objetivos e imponer normas y acciones puede decirse, remedando una
conocida frase de Hegel, que nada grande se ha conseguido en la historia sin poder, y
tampoco nada grande se ha conseguido sin dolor, porque el poder fuerza a los individuos
a cumplir lo que en muchos casos se opone a sus propias tendencias, incluso a sus
derechos. Hay una obligada relación, con frecuencia muy tensa, entre poder y derecho,
pues por una parte el poder necesita el derecho para que aquél se pueda ejercer mejor,
pero por otra parte es necesario el derecho para poner límites a la arbitrariedad del poder.

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Todo eso, que se admite fácilmente en el nivel de la política, no es válido sin más,
cuando de los acontecimientos históricos se trata. La historia que conocemos no ha sido
al parecer nunca ajena al ejercicio de un poder que contraviene derechos establecidos.
Pero es además la propia historia la que en muchos casos legitima ese tipo de
actuaciones.

En todo caso, sin embargo, ese poder que se establece violentamente ha necesitado
siempre, para establecerse, del propio derecho. Entre poder y derecho hay pues en la
historia una relación, que es a priori, puesto que no se puede pensar el poder sin un
derecho que lo legitime, como tampoco es pensable un derecho sin el poder que garantice
su realización.

7. Por último, dentro del apartado sobre el sentido de la historia es obligado hacer
referencia a la libertad. Hay, sin duda, diferentes formas de entenderla, pero está
presente, tanto en la modernidad como en la posmodernidad, igualmente como una
especie de apriori. La libertad viene exigida, por así decirlo, desde abajo y desde arriba.
Los individuos, protagonistas esenciales de la historia, reivindican para sí, cada vez en
mayor medida, determinados derechos, que garanticen su libertad e incluso fuerzan, si es
preciso, el reconocimiento de los mismos. Los estados, que detentan el poder, se
sustentan a su vez sobre el reconocimiento de las libertades y son ellos mismos, cada vez
más libres, en cuanto que se legitiman en nombre de la libertad y actúan por mor de la
misma.

Pero hay, aparte de esta reflexión inicial, dos aspectos que requieren especial
atención. De una parte la relación entre libertad y necesidad. Hegel lo formuló de un
modo inequívoco y paradójico a la vez:

La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad - un


progreso que tenemos que conocer en su necesidad (Hegel, 1955: 63, Gaos,
68).

Es una formulación paradójica, por cuanto libertad y necesidad no parecen


compatibles. Tiene, sin embargo, mucho a su favor, en cuanto que son tantos los
condicionantes de todo aconcimiento que algún tipo de necesidad parece ineludible
admitir en el proceso histórico. Por otra parte, desde el comienzo la historia se ha ido
haciendo en un largo proceso de diferenciación de culturas, mentalidades, formas de
vida, sistemas de pensamien to, etc. Ello hace que en mirada retrospectiva, se haga
necesario incorporar a la consideración de la historia las ideas de diferencia y de

48
tolerancia: diferencia, por cuanto objetivamente ha tenido lugar la mencionada
diferenciación; tolerancia, porque es la actitud que corresponde al reconocimiento de la
diferencia. Ambos aspectos han existido siempre, pero se han hecho valer, no por
casualidad, sobre todo en nuestros días. Tanto la existencia de la diferencia como su
reconocimiento, son un postulado de la libertad misma.

De los diversos problemas planteados en esta introducción pasamos a exponer los


que consideramos que son la base sobre la que se puede construir lo demás.

49
50
1 término "lugar" lo entendemos aquí en un sentido análogo al que emplea
Heidegger al referirse al lugar de la verdad:

La tesis según la cual el "lugar" (Ort) genuino de la verdad es el juicio, no


sólo apela injustificadamente a Aristóteles, sino que, por su contenido significa
además un desconocimiento de la estructura de la verdad. El enunciado no
sólo no es el "lugar" primario de la verdad, sino que, al revés, en cuanto modo
de apropiación del estar al descubierto y en cuanto forma de ser-en-el-mundo,
el enunciado se funda en el descubrir o, lo que es lo mismo, en la aperturidad
del ser-ahí. La "verdad" más originaria es el "lugar" del enunciado y la
condición ontológica de posibilidad para que los enunciados puedan ser
verdaderos o falsos (descubridores o encubridores).

La verdad, entendida en su sentido más originario, pertenece a la


constitución fundamental del ser-ahí (Heidegger, 1963: 226).

La aplicación a la historicidad sería la siguiente. Tendemos a pensar, por una parte,


que los hechos que consideramos como históricos, no sólo porque tuvieron lugar, sino
porque fueron muy relevantes e influyeron en otros acontecimientos, son lo
originariamente histórico. Y a su vez, tendemos a pensar igualmente que lo que nos dicen
los buenos libros de historia sobre los acontecimientos son la última y auténtica verdad
que acerca de ellos podemos conocer. Sin restar un ápice a la importancia de lo uno y de

51
lo otro, podemos en ambos casos hacer una pregunta ulterior. ¿A qué se debe que el ser
humano genere acontecimientos, en los que se ve objetivado a sí mismo hasta el punto
de que en todo o en parte interpreta su propio ser por referencia a tales acontecimientos?
E igualmente; ¿qué les lleva a los historiadores a formular enunciados perentorios sobre
el significado y el alcance de los mismos? Las preguntas tienen sentido. Pues podría
pensarse que el hombre desarrolla su actividad, sin otorgar a unos hechos más
importancia que a otros, e incluso sin otorgársela a ninguno, sin mostrar interés por dejar
huellas tras de sí.

Parece que no fue así. Los antepasados de las cuevas de Altamira pueden no haber
pensado nada especial cuando fueron haciendo las famosas pinturas. Instintivamente
llevaron a cabo algo importantísimo que ha servido para descifrar en parte sus hábitos de
vida y también para que nosotros nos admiremos de lo que el hombre, en una fase tan
primitiva, carente de todos los medios de que hoy dispone, es capaz de proyectar en su
fantasía. Y en lo que se refiere a la historia como narración interpretativa del acontecer,
el hecho por ejemplo, de que la "toma de Toledo", por parte de Alfonso VI, "el año
1085", sea un acontecimiento clave "en el proceso reconquistador", o que "la derrota de
las Navas de Tolosa (1212)" sea el "pórtico del derrumbe de todo el islam de la cuenca
del Guadalquivir" (Domínguez Ortiz, 2000: 62 y 64), pueden ser consideradas como
afirmaciones sólidas y autorizadas por parte de los expertos en Historia de España -
afirmaciones ampliamente compartidas por lo demás - pero dejan abierta la pregunta
acerca de la perspectiva que hace posibles estas valoraciones. Un historiador del islam
puede tender a valorar los hechos de modo muy diferente o simplemente a pasarlos por
alto.

En definitiva, la generación de determinados acontecimientos presupone un signo de


apertura a la realidad misma, a la vez que una determinada narración interpretativa de
aquella es fruto de una predisposición a concebir el significado de los acontecimientos
bajo puntos de vista próximos y concretos que, a la vez que orientan la investigación, no
necesariamente son objeto de reflexión por parte del historiador mismo.

Tanto la determinación de aquello que hace que los acontecimientos se produzcan o


no, se constituyan de un modo u otro en razón del signo de apertura del hombre a su
realidad circundante, como la perspectiva bajo la cual los acontecimientos se revelan a
quien los contempla como tales, es decir, como hechos que reclaman ser considerados
como relevantes, e igualmente el punto de vista que, más allá o más acá de
consideraciones parciales, permite a un autor construir una visión de la historia que tiene
rango filosófico, éstos son tres asuntos en los que a la postre no se puede ahondar lo

52
suficiente.

De ahí que frente a modos de pensar inveterados nos encontramos a veces con
sorpresas. Tendemos a pensar por ejemplo que la consideración propiamente filosófica
de la historia es una aportación de la modernidad. Pero La Ciudad de Dios de Agustín es
ya una creación que no cabe considerar como meramente teológica, y ha dado pie a
consideraciones estrictamente filosóficas, como por ejemplo ha sabido ver K. U5with
(1959: 148 y ss.). Y más aún por su nitidez filosófica resulta el caso de Ibn Jaldun (1339-
1406), quien en su monumental obra Al-Muqaddimah defiende tesis muy similares a las
de Hegel, entre otras, que "los imperios, así como las personas, tienen su propia vida"
(Jaldun, 1977: 348 y ss.), o que "cuando la decadencia de un imperio se inicia, nadie la
detiene" (op. cit.: 526 y ss.). En un luminoso ensayo titulado "Abenjaldún nos revela el
secreto" destaca Ortega y Gasset, entre otras cosas, por una parte que desde su visión
cíclica y organicista - los pueblos y los estados son como seres vivos - el autor
norteafricano sería capaz de asumir, sin inmutarse a la vez que rebatir, las modernas
teorías sobre el cambio y el progreso, puesto que todo vuelve siempre a un mismo punto
que permanece inalterado; y por otra parte, tiene también claro que toda concepción de
la historia sólo posee sentido si descansa sobre una idea certera de lo que es la sociedad
(Ortega y Gasset, 1966: II, 672 y ss.).

Esta observación, un tanto marginal a propósito del lugar propio de la historicidad,


tiene la finalidad de llamar la atención sobre el hecho, al parecer incuestionable, de que ni
los acontecimientos ni la narración de los mismos se producen al azar, sino que surgen de
un fondo que permanece siendo el mismo, a pesar de cuantas oscilaciones pueda haber
en el reconocimiento y valoración del acontecer mismo.

La referencia al sujeto de la historia es convencional y soy además consciente de


navegar contra corriente. En las pasadas décadas se ha proclamado con cierta solemnidad
la muerte del sujeto, además de otras muertes: muerte de Dios - la más antigua, tanto
que, no obstante afirmarla, siguen hablando de Dios contra toda lógica quienes le
declaran inexistente-, muerte del hombre, de la Metafísica, de la Filosofía... Parece que
una actitud necrofílica ha invadido esta parte del mundo en que sus moradores se ven a
sí mismos en el ocaso. Tal vez esto les ha destinado a vivir abocados al final. Respecto
de la muerte del sujeto se supone que no puede perdurar mucho tiempo. Cuando menos,
es poco serio que, a la vez que nos vemos rodeados a diario de las muertes verdaderas
de quienes son víctimas de asesinatos, haya quien siente como axioma la muerte del
sujeto. No se trata, sin embargo, de dejar de lado lo que hay en todo ello de motivación
digna de ser tenida en cuenta. En mi opinión es Foucault quien deja claro lo que merece

53
ser considerado en este asunto:

Con anterioridad a toda existencia humana, a todo pensamiento humano


[Foucault se refiere a Lévi-Strauss y a Lacan, asumiendo sus afirmaciones]
existiría ya un saber, un sistema que redescubrimos... ¿En qué consiste ese
sistema anónimo sin sujeto? ¿Quién piensa? El "yo" ha estallado". Estamos
ante el descubrimiento del "hay". Hay un se... toda su conducta (la de las
personas) está regida por una estructura teórica, un sistema que cambia con los
tiempos y las sociedades, pero que está presente en todos los tiempos y en
todas las sociedades... ¡es el humanismo quien es abstracto! Todos estos
suspiros del alma, todas esas reivindicaciones de la persona humana, de la
existencia son abstractas, es decir, están separadas del mundo científico y
técnico que es a fin de cuentas nuestro mundo real [...] (1991: 33 y ss.).

Lo que se quiere decir cuando se habla del fin o muerte del sujeto es que, lejos de
ser él el protagonista de lo que hace, y muy especialmente de la historia, obedece a
sistemas que son previos al sujeto mismo, que en este sentido deja de serlo. La parte de
la verdad que hay en estas afirmaciones es que existen sistemas que poseen un peso
innegable sobre nuestras conductas. La tarea de la filosofía ha consistido siempre en
remontarse, más allá de las apariencias, a lo que es verdaderamente real. Y no es casual
que Foucault invoque como autoridad los sistemas del siglo XVII, que lo fueron
verdaderamente. Sin embargo, sus autores no sólo no olvidaron, sino que tuvieron muy
presente que cada cosa individual, y tanto más el hombre concreto, posee su propia
esencia (cf. Spinoza, 1967: III, prop. VII; Domínguez, 133). Leibniz no duda en
reconocer a cada individuo, junto con su inserción en el universo, carácter substancial:

Cada substancia singular expresa todo el universo a su manera, y en su


noción están comprendidos todos sus acontecimientos con todas sus
circunstancias y toda la serie de cosas exteriores (Leibniz, 1970: 44).

Leibniz subraya que las sustancias individuales están y actúan en un orden


establecido, rigurosamente regulado, pero acentúa también al máximo la consistencia
propia de cada sustancia individual. Por otra parte, Marx, cuya autoridad es invocada por
los corifeos del predominio absoluto del sistema, también por Foucault, se expresa
inequívocamente a favor del papel determinante de los individuos en el campo de la
historia: "Los hombres hacen ellos mismos su propia historia' (1975: 115).

Los presupuestos con los que comenzamos, no son arbitrarios, no son

54
dogmas, son presupuestos reales, de los que sólo se puede abstraer en la
imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones de vida
materiales, tanto las que se encuentran previamente, como las producidas por
su propia acción. Estos presupuestos son pues contrastables por un
procedimiento puramente empírico. El primer presupuesto de toda la historia
humana es naturalmente la existencia de individuos humanos vivientes. La
transformación de la historia en historia universal no es una acción meramente
abstracta de la "autoconciencia", del espíritu del mundo o por lo demás de un
fantasma metafísico, sino una acción completamente material, empíricamente
comprobable, una acción de la que cada individuo proporciona la
demostración, tal como él vive y se relaciona, come, bebe y se viste. Y por
último "las circunstancias hacen a los hombres, al igual que los hombres hacen
las circunstancias (Marx, 1953: 346347; 365 y 368).

No se trata de entrar en una más bien estéril polémica sobre si Marx dijo una cosa u
otra, si bien es un tanto problemático que se le quiera convertir en un representante de
las tesis estructuralistas. Más bien, puesto que se pretende hacer de los individuos un
mero reflejo de las leyes que los preceden, bastaría preguntar qué pueden ser o
representar las leyes al margen de los individuos mismos, dónde están y cuál es su
estatus ontológico. Separar las leyes de los individuos, en que son efectivas, no pasa de
ser una trampa del pensamiento abstracto en un sentido negativo:

La ley no está [...] más allá del fenómeno, sino que está en él presente de
modo inmediato; el reino de las leyes es el reflejo tranquilo del mundo
existente o fenoménico. Pero más bien son ambas cosas una totalidad y el
mundo existente es él mismo el mundo de las leyes (Hegel, 1999: 131).

Las leyes están en los individuos y es la índole misma de éstos la que no es pensable
sin la presencia y eficacia determinante de las leyes, porque de otro modo se disolverían
en el caos. Aceptando que de la historia no tiene sentido hablar sin referencia a los
hombres que la sufren y protagonizan, ¿en calidad de qué actúa el hombre?

2.1. Individuo e historia

Que los individuos constituyen un capítulo especial en la génesis y desarrollo de los


acontecimientos y que por tanto deben ser considerados por la historia en cuanto
narración interpretativa, parece obvio de entrada por diferentes razones.

55
No se puede negar, en primer término, que los acontecimientos, lejos de sobrevenir
por sí mismos, son el resultado de la acción de estos o aquellos individuos. Podrá decirse
por ejemplo que el descubrimiento de América no es casual y que antes o después iba a
tener lugar y que en cualquier caso las circunstancias en que pudiera tener lugar tenían
que ser mínimamente favorables. Pero al fin quien descubrió el nuevo mundo fueron
Cristóbal Colón y los que le acompañaron en la empresa. Sabemos además que su acción
fue el fruto de una larga y concienzuda preparación en la que Colón tuvo que hacer gala
de sus conocimientos y de su ingenio hasta lograr el apoyo de la Corona de Castilla. Tan
vinculado nos parece ese hecho a la acción de un hombre determinado que podemos
imaginarnos, con sentido, qué habría podido ocurrir si no hubiera existido Colón o si él
no hubiera tenido interés alguno en la aventura de descubrir nuevos mundos, o si,
iniciado el viaje, hubiera sucumbido a las tormentas.

Es cierto que a posteriori es fácil decir que tales preguntas no tienen sentido porque a
la postre cuenta lo que de hecho ocurrió. Pero esto es tanto como eludir la cuestión a que
nos estamos refiriendo. A menos que se diga que todo está regido por un destino ciego y
que por tanto ocurrió lo que forzosamente tenía que ocurrir, si dirigimos la mirada a los
hechos en su desnudez, el papel de los individuos se nos antoja esencial. Tal vez Aníbal
había llegado en su proeza al límite de sus posibilidades y por eso su victoria en Cannas
no le fue tan provechosa. Pero también podemos imaginar que pudo muy bien haber
llevado su victoria hasta el final conquistando Roma, lo cual habría supuesto un curso
completamente diferente de la historia. Con ello no hemos rozado siquiera la cuestión de
si los individuos fueron libres o no para obrar de un modo diferente, o si por ejemplo las
circunstancias no daban más de sí. Tal planteamiento adolece a su vez de falta de
consistencia, porque las circunstancias que son relevantes para la acción de los individuos
no están constituidas al margen o con independencia de los propios individuos. Aquí es
válida la afirmación de Marx de que las circunstancias hacen a los hombres y los
hombres a su vez hacen las circunstancias.

El papel de los individuos nos parece tanto más relevante y esencial si tenemos en
cuenta la diversidad de estratos y niveles en que se mueve y agita la historia: el militar, el
social, el político, el económico o el religioso, por nombrar sólo algunos de los que son
considerados como muy importantes. En lo militar quien al fin detenta el mando es uno
sólo, aunque todos los demás sean necesarios. Como es sabido, Aristóteles se planteó la
cuestión de quién era más determinante, el ejército o el general y, desde la sensatez que
distingue al estagirita, opinó que este último (Aristóteles, 1990, Met., XII, 9, 1075a, 11-
15; 640). Las grandes y decisivas campañas militares que asociamos a la figura de julio

56
César entendemos que él no simplemente las representa, sino que las protagoniza con
pleno derecho. Su grandeza es de tal magnitud que incluso sus más decididos detractores
no pueden menos de reconocerla. Hume, que está convencido de que César perjudicó
mucho a las Islas Británicas, piensa que un argumento contundente a favor del poder de
la providencia divina habría sido que Dios hubiera suscitado una tormenta tal que, al
atravesar César y su ejército el canal de la Mancha, todos se hubieran ahogado. En el
extremo opuesto están por ejemplo Hegel, que ve en César a uno de los grandes
individuos de la historia universal, junto con Alejandro Magno y Napoleón (c£ Hegel,
1955: 100) y Ortega y Gasset, entusiasmado con la figura del gran político y general (cf.
Ortega, entre otros lugares OC, II, 499 y ss., 546 y ss.; III, 55 y ss.; IX, 96 y ss.).

Lo militar es una de esas dimensiones en las que más se puede cuestionar o debilitar
el papel del individuo. Así por ejemplo es muy fácil decir que la Segunda Guerra Mundial
no la podían ganar sino los aliados, y sobre todo los norteamericanos porque su poder
económico era enorme, infinitamente superior al que ostentaban los países del Eje. Sin
duda fue así, pero no sólo fue por eso, porque tampoco se trata de negar el papel activo
que tuvieron generales como Eisenhower o Montgomery. Por la parte contraria, pese a
que al final los alemanes se llevaron la peor parte, parece que nadie duda en reconocer el
valor de las campañas del mariscal Rommel en el Norte de África, algo que también da
que pensar en el sentido de que, en medio de tantos avatares negativos, puede haber algo
positivo digno de recordar por unos y otros. Por lo que se refiere a la Guerra Civil
española está resultando, al parecer, muy fácil silenciar, ignorar o simplemente negar la
dirección quien llevó a cabo la campaña hasta el resultado final, como si la guerra al fin
no la hubiera ganado nadie o incluso hubiera sido cosa de un destino ciego. Éste es uno
de tantos casos, relativamente frecuentes en la historia, en los que los hechos muestran
su rostro tan fijo como inamovible.

Pero el carácter individual que se advierte en el campo militar, aunque destaca sobre
todo en épocas de guerra, se puede proyectar también posteriormente a los tiempos de
paz, sobre todo si las guerras han sido duraderas. Tal vez esto se deba a que personas
que vivieron y protagonizaron la fase de la destrucción, tienen un sentido más justo de lo
que conviene a la hora de poner en marcha y de encauzar la reconstrucción. Algo debe
significar el hecho de que tanta gente les dé su confianza, como ocurrió por ejemplo en la
posguerra con Eisenhower y De Gaulle.

El peso de los individuos se deja notar muy bien en el campo de la política, sobre
todo cuando es necesario tomar decisiones importantes en momentos especialmente
difíciles que muy bien cabe considerar como de encrucijada histórica. En estos casos

57
queda muy arraigada e indeleble - al menos por mucho tiempo - la conciencia de que
tales acontecimientos están no simplemente asociados, sino unidos a lo que en su día
hicieron determinadas personas. De lo acontecido en España y de sus protagonistas a
partir de 1975 no voy a decir nada porque está ya casi todo dicho.

Vamos a referirnos muy brevemente a un hecho, relativamente lejano ya en el


tiempo, que para muchos tuvo un gran significado, aunque hoy prevalece, tengo la
impresión, una valoración muy distinta en determinados sectores. Estoy pensando en
John Fitzgerald Kennedy, presidente de los Estados Unidos de América por muy breve
tiempo, desde el 20 de enero de 1961 al 22 de noviembre de 1963, día en que fue
asesinado. Para los jóvenes de entonces - para muchos, sin duda no para los que ya eran
"sabios" y tenían la clave de todo - aquel político, joven también, con un aire de novedad
y de audacia, representó una auténtica revelación. Inolvidable, para cuantos estábamos
entonces en Alemania, su discurso ante el muro de Berlín el 26 de junio de 1963, como
impresionante fue también en octubre del año anterior su actitud de firmeza durante los
largos días que duró la llamada crisis de los misiles en la isla de Cuba. Fueron días
vividos con especial preocupación por la población de Alemania, donde se temía que la
guerra fría llegara a caldearse más de lo soportable. No, quienes lo vivimos, no lo
podemos olvidar. Y por eso su brutal y absurdo asesinato nos dejó de pronto sin habla.
La marcha silenciosa de antorchas de los estudiantes de Múnich ante el consulado de
Norteamérica fue espontánea. No decíamos nada apenas, porque todo era claro.
Simplemente estábamos.

Me he permitido esta licencia extraacadémica. Pero si Hegel se permite algo similar


cuando por ejemplo se pronuncia sobre las catástrofes del pasado o sobre los que él
llama "grandes individuos de la Historia Universal", espero que mis palabras no
produzcan un efecto disonante en la consideración del tema que ahora nos ocupa.
Pretendía sólo decir que el lugar que ocupan determinados individuos en la Historia es
irreemplazable. Fue así porque así se pensó y creyó que era. Posteriormente toda una
serie de intérpretes pretendieron hacernos ver que sólo las estructuras son lo
determinante, pero las estructuras no son nada sin las personas que las soportan y
protagonizan.

Hay una contradicción muy significativa en las ideologías políticas que proclaman
que cuentan no los individuos sino los programas, que emanan presuntamente no de
individuos, sino de entidades anónimas y sin rostro - como comité central, dirección
nacional o similares - y, como prolongación y actualización de esos programas, las
directrices del partido que los sustentan. La contradicción está en que luego esas mismas

58
organizaciones, que pretenden ser expresión de lo sistemático, caen en la aberración del
"culto a la personalidad", como tan reiteradamente se ha visto a lo largo del siglo XX y se
sigue viendo en nuestros días. La absolutización de un sólo individuo supone ciertamente
el no reconocimiento de todos los demás y la negación de su libertad, pero es significativa
porque es una muestra de que no se puede eludir de hecho la referencia básica al
individuo como tal. En un libro sobre Mao se lee acerca de que los individuos como tales
no cuentan, entre otras cosas:

El control fue haciéndose cada vez más omnipresente y con él la pérdida


de libertad en todos los frentes: de expresión, de movimiento, laboral,
informativa. Se establecía un sistema nacional de conserjes formado por los
llamados Comités de Mantenimiento del Orden, presentes en cada fábrica,
pueblo y calle, compuestos por gente de la calle, a menudo los entrometidos
más chismosos e hiperactivos, convertidos de este modo en cómplices de la
represión del régimen. El gobierno también utilizó la campaña de "eliminación
de los contrarrevolucionarios" para actuar contra todo tipo de delitos no
políticos sino comunes [...]. Mao repitió en numerosas ocasiones que estas
muertes eran estrictamente necesarias. Sólo cuando consigamos este objetivo
nuestro poder podrá estar seguro (Jung Chang y Halliday, 2006: 407).

Con "nuestro poder" se refería naturalmente a "su poder". Las frases inicial y final
del libro dan buena idea de los polos rigurosamente complementarios de la actividad que
aquí estaba en juego:

Mao-Zedong (Mao Tse-Tung), que durante décadas ejerció un poder


absoluto sobre la cuarta parte de los habitantes de la Tierra, fue responsable de
la muerte de más de setenta millones de personas en tiempo de paz... Pasados
diez minutos de la media noche del 8 de Septiembre de 1976, Mao Zedong
murió. Su mente se mantuvo lúcida hasta el final: una mente en la que sólo
había lugar para un pensamiento (1. c., 21 y 768).

En otro libro sobre Mao, de orientación diferente, se pone de relieve que la ideología
no puede desconectarse de los individuos encargados de su ejecución:

El mensaje que aquí transmitimos posee una amplia significación teorética:


en una encrucijada cultural, la creación, transmisión y representación de una
creencia ideológica ha de estar sujeta a la definición e interpretación del
discurso, los símbolos, las normas y los valores que dieron forma a la óptica

59
conceptual determinada, por factores históricos y culturales, de un particular
actor histórico. El resultado del pro ceso podría conducir bien a una
convergencia, bien a una divergencia entre actores con una misma creencia
ideológica (Chen Jian, 2005: 29).

Estas referencias a un caso histórico-político concreto tienen sólo una finalidad:


poner de relieve algo que debiera ser obvio, que el concepto de individuo, del individuo
concreto y por tanto de todos y cada uno, es ineludible cuando, enfrentados a los hechos
históricos, nos proponemos descifrar su significado, aunque la individualidad se esté
concibiendo, y en parte ejerciendo, de un modo perverso. La perversión existe, bien
porque la realidad social se ha trastornado objetivamente, bien porque deliberadamente
se mira para otra parte y se ignora la voz de los que no tienen voz.

En relación con esto, nos encontramos con dos hechos de muy difícil explicación,
que son probablemente opacos y enigmáticos. De una parte, no es comprensible sin más
que en plena época contemporánea, a lo largo del siglo XX y cuando se suponía que el
hombre occidental había llegado a un grado de conciencia de sí mismo que le hacía
inmune a toda alienación radical, se haya dejado sojuzgar durante décadas y décadas por
regímenes totalitarios, que han supuesto la barbarie como forma de vida y de dominio.
Tal vez ese grado de conciencia no existía en realidad, tal vez la alienación existía y era
tan grande que los individuos no eran capaces de percibir su magnitud. O tal vez fueron
simplemente engañados por proclamas de partidos políticos que, una vez instaurados en
el poder, simplemente los esclavizaron. El poder que se erige en fin de sí mismo, ha
demostrado que dispone de medios para lograrlo, como son la "propaganda totalitaria", la
"organización total" y el "aparato del Estado":

En tanto que los movimientos totalitarios existen en un mundo que no es,


él mismo, totalitario, se ven forzados también a hacer lo que normalmente
entendemos por propaganda. Como tal se orienta siempre a un algo exterior,
sean los sectores no totalitarios del pueblo, sea el extranjero no totalitario
(Arendt, 1996: 728 y s.).

Si se observa cómo los movimientos totalitarios organizan a los seguidores


antes de tomar el poder llama la atención la creación de organizaciones
frentistas y la distinción entre miembros del partido y simpatizantes como
medio de organización esencialmente nuevo y original (1. c., 767).

El hecho innegable es que la represión de los individuos puede durar un tiempo

60
ilimitado, aunque también la experiencia nos ha mostrado que ha sido la resistencia,
muchas veces silenciosa, de los mismos individuos, largo tiempo mantenida y transmitida
de generación en generación, la que en gran parte erosiona el sistema represor haciendo
que, al menos parcialmente, se restituya su protagonismo.

El otro aspecto sobre el que simplemente quería llamar la atención es el papel que en
este asunto pueden desempeñar los intelectuales. Uno piensa que el auténtico intelectual
debería tener a la vista dos cosas -y en relación con ellas todas las demás - por una parte
debiera ser por principio crítico frente al poder, tanto más cuanto que es bien conocido
que el poder tiene una cierta tendencia a invertir o pervertir su finalidad, convirtiéndose
de medio en fin; por otra parte, debiera tener muy presente el peligro permanente de que
los entresijos del poder dejen abandonadas y sin protección a las personas que más la
necesitan. Uno entiende que debería ser así. La experiencia pone de manifiesto que, muy
especialmente en Europa, ha ocurrido justamente lo contrario. Los intelectuales - o los
que se proclaman como tales-, lejos de adoptar una actitud crítica frente al poder, se
dejan fascinar por él y terminan siendo sus valedores. De esa fascinación es una muestra
el hecho de que los regímenes totalitarios han tenido a su servicio intelectuales que, so
capa de defender una revolución permanente, encuentran justificada la represión
sistemática de sectores enteros de la población. Como consecuencia termina perdiendo
toda credibilidad la supuesta veracidad del intelectual que, de defensor de la verdad, pasa
a convertirse en defensor de sus propios intereses, aun a costa de traicionar sus
convicciones iniciales (es en este aspecto de interés la lectura de Lévy, 1992: 209 y ss.,
357 y ss.).

Aparte de lo expuesto hasta el momento a favor de que los individuos tienen


protagonismo en la historia y son, en ese sentido, sujeto de la misma, cabe aducir
también el hecho de que existe el firme convencimiento de que las decisiones importantes
que tienen que ver con el gobierno de los pueblos son responsabilidad de los gobernantes.
Es un prejuicio, una especie de apriori con que se juzga su actuación. Tanto peso tiene
esta actitud que al individuo que gobierna se le imputa responsabilidad incluso por
aquellos males que no ha podido evitar. Existe un mal, que de suyo pudo evitarse, luego
tiene que haber un culpable y es un individuo el que tiene que cargar con la culpa. En el
caso del espía Guillaume, en los años 1973 y 1974, el canciller Willy Brandt no tenía
probablemente una culpa personal puesto que él no tuvo con seguridad intención de tener
a su lado a alguien que iba a poner en grave riesgo los intereses de Alemania, pero tuvo
que asumir la responsabilidad por las consecuencias de una acción, que él no pudo
controlar por completo, y dimitir.

61
Las acciones no dejan de ser individuales por el hecho de que sus efectos se
extiendan mucho más allá de lo que el propio individuo es capaz de prever y que el
mismo no asumiría, si las previera, y por tanto presumiblemente no actuaría o lo haría de
otro modo. En la expresión "radio de acción" se presupone que aquél puede ser mayor o
menor, pero nunca que el sujeto de la misma se llegue a difuminar por completo. El
adagio escolástico "actiones sunt suppositorum" - las acciones son de los sujetos - tiene
su peso, no obstante la serie de matizaciones que se pueden hacer y de restricciones que
sea oportuno tomar en consideración. El principio no es cuestionable, a menos que con él
quede desvirtuado también cualquier posibilidad de comprender lo que simplemente
acontece, pues si se insiste en que lo determinante son las estructuras o el sistema, basta
tomar en consideración el hecho obvio de que todo sistema, para que funcione, necesita
ser puesto a punto por individuos. Ni se puede remitir el significado de la acción a la
educación recibida cuando el sentido de la educación es entre otras cosas preparar al
educando para que asuma la responsabilidad por sus propias acciones. Negar esto es
poner en peligro a la persona concreta, de suyo ya bastante frágil, que quedaría
simplemente sometida a las vicisitudes del azar. No se favorece a las personas
eximiéndolas de sus responsabilidades. Y menos aún se favorece a la comunidad a la que
la persona pertenece, porque la comunidad es un organismo vivo, que queda afectado
por la debilitación de cualquiera de sus miembros.

El olvido de la acción individual en lo que tiene de dimensión última e irreductible,


que no se confunde con su carácter de medio o de instrumento, viene ya de antiguo. El
platonismo de las ideas, entendidas éstas como modelos o arquetipos, a las que la acción
de los individuos se debe ajustar lleva en sí la tendencia a reemplazar "el obrar" por "el
producir".

La esperanza de poder sustituir el obrar por el producir y la degradación, a


tal esperanza inherente, de la política a un medio para la consecución de un fin
superior, situado más allá de lo político - en la Antigüedad, el fin de la
protección de los buenos frente al dominio de los malos en general y de la
protección del filósofo frente al dominio del populacho, en especial; en la Edad
Media, el fin de la salvación del alma; en la Edad Moderna, el fin de la
productividad y del progreso de la sociedad - son tan antiguos como la
tradición del pensamiento político (Arendt, 1978: 57).

Se puede prescindir de si hay alguna simplificación en este diagnóstico. Pero la


intención fundamental, que consiste en llamar la atención sobre el riesgo que supone el
que el obrar se diluya en simple producir, es muy a tener en cuenta. Esa intención parece

62
subyacer también a las palabras con que Heidegger comienza su "Carta sobre el
Humanismo":

Estamos muy lejos de pensar, de forma suficientemente decidida, la


esencia del obrar. Se conoce el obrar solamente como el efectuar un efecto. La
realidad de éste es apreciada según su utilidad. Pero la esencia del obrar es el
consumar (vollbringen). Consumar significa desplegar algo hacia la plenitud,
producere. Consumable es por ello, propiamente, sólo lo que ya es. Ahora
bien, lo que "es" ante todo es el ser. El pensar consuma la relación del ser a la
esencia del hombre (Heidegger, 1976; c£ Álvarez Gómez, 2004: 296).

Probablemente la intención de H.Arendt no coincide en todos sus aspectos con la de


Heidegger ni lo que dicen ambos es lo que pretendo subrayar aquí: que el ser de la acción
del individuo y por ende el ser del individuo mismo no se diluye ni en sus
condicionamientos previos ni en lo que es como resultado de la complejísima e
inabarcable red de relaciones de la acción con otras muchísimas acciones. Si como dice
H.Arendt, en la tradición del pensamiento político ha existido desde la Antigüedad la
tendencia a interpretar el obrar como simple producir, también conviene recordar aquí un
texto antiquísimo del Bhagavad Gita, probablemente del siglo V a. C., en que se resalta el
carácter irreductible de la acción absoluta respecto de sus efectos:

En la acción solamente está tu tarea, no en sus frutos. No tengas por fin


los frutos de la acción ni tengas apego a la inacción (Radhakrischnan, 1958: II,
47, 136).

Para el hombre, que sólo se alegra en sí mismo, está contento consigo


mismo y encuentra satisfacción en sí mismo no hay otra cosa más que realizar
(1. c., III, 17, 157).

Así no persigue tampoco la intención de conseguir algo en este mundo


mediante acciones que ha realizado ni mediante acciones que no ha realizado;
ni depende de cosa alguna con ningún fin (1. c., III, 18, 157).

Por ello lleva a cabo siempre, sin apego, la acción que ha de hacerse, pues
mediante la acción sin apego llega el hombre a lo más alto (1. c., III, 19, 158).

Ciertamente el contexto de este poema es mucho más complejo y la interpretación


del mismo implica tener en cuenta puntos de vista que corresponden a tal complejidad,
como desde una consideración filosófica hizo Hegel (c£ 1997: 101-173). Aquí me

63
interesaba poner de relieve únicamente el carácter absoluto de la acción, razón por la cual
lo que de la acción misma se desprende recae sobre la acción misma. De ahí que la
decisión inicial de Arjuna de no querer entrar en batalla, porque esto significa tanto como
dar muerte a los de la propia familia, tiene que ver con lo mismo que quiere hacer valer
Krisna: que se debe considerar la acción misma como tal y abstraerse de sus frutos, pues
lo que dice Arjuna es que no es posible separar la acción de los frutos:

No anhelo, Krisna, la victoria, tampoco el reino ni los placeres. Qué


utilidad tenemos del reino o de la vida misma (Radhakrischnan, 1958: 1, 32).

Aquellos por los cuales el reino, los placeres y las alegrías nos parecen
deseables, esos mismos están aquí en lucha unos contra otros; y han
renunciado a su vida y a sus bienes (1. c., 1, 33).

Maestros, padres, hijos, abuelos también, tíos, suegros, nietos, cuñados, y


otros parientes (1. c., I, 34).

Aunque ellos me mataran, yo no deseo matarlos (1. c., 1, 35; 102-103).

El reconocimiento de ese carácter absoluto de la acción sigue de alguna manera


presente hoy, pese a la secularización, cuando tanto los que son considerados como
actores o protagonistas directos como quienes son más bien destinatarios, cuando no
víctimas, de las acciones de aquellos apelan al Tribunal de la Historia, a su juicio
definitivo. Algo debe tener a su favor tal carácter absoluto cuando, quien más y quien
menos, procura dejar a salvo para la posteridad su propio sentido de la responsabilidad.

Abunda también en esta misma idea de reconocer el papel que les corresponde a los
individuos en el protagonismo de la historia la praxis de los historiadores mismos y el
interés de cuantos, sin ser historiadores, tenemos interés en saber "como ha ocurrido
propiamente" - wie es eigenthich gewesen-, según la conocida exigencia de L. von Ranke
(cf. Schn delbach; 1974: 43). En las últimas décadas han tenido los historiadores mucho
más en cuenta los factores objetivos: económicos o sociales, que debían despersonalizar
la historia y darle un rango verdaderamente científico. Pero al fin los nombres han vuelto
y han reivindicado su propio papel. Los historiadores han revisado la actitud meramente
objetivista, no arbitrariamente, sino por exigencias del mismo proceso histórico. Lo que
fue relevante para Europa en la época de Carlos V, no acertamos a entenderlo sin la
acción del emperador y el papel que tuvo en acontecimientos que fueron importantes en
sí mismos y para el futuro. Como resume uno de sus autorizados biógrafos, al morir

64
Carlos V "los caminos de Europa ya nunca más se verían transitados por aquel
infatigable viajero; pero al menos quedaba su sombra y su siembra. Una fecunda siembra
en pro de una Europa unida' (Fernández Álvarez, 1999: 354). O como se lee en la
presentación del estudio de Belenguer (2002): Carlos V fue "un gobernante que, como
ningún otro, reunió en su mano la vastedad y diversidad de un mundo cuya imagen se ha
proyecto hasta el nuestro... verdadero heredero último de un pasado todavía vivo". Si
Felipe II ha sido objeto de tantas polémicas ha sido por lo que él hizo, aunque se juzgue
negativamente. Y en concreto: si se considera que El Escorial es una obra esencial en la
Historia de España, ello no se puede desvincular de las ideas y la personalidad del Rey
(en Kamen, 1997: 195 y ss.).

El Manual de la historia alemana - en 22 volúmenes - dirigido por Gebhardt y que en


el título de cada uno de ellos hace referencia, aparte de a asuntos políticos, también a los
económicos, sociales y culturales, sin mencionar a los actores y gestores de los mismos,
no puede menos, sin embargo, de ocuparse expresamente del papel central que le cupo
desempeñar a Bismark en su tiempo (Gebhardt, 1973-1975: 16, 74 y ss.). En la mente
de todos está igualmente que la reconstrucción alemana de la postguerra va unida a la
figura de Adenauer. La "historia alemana en el siglo XIX" de Schnabel - en 8 tomos - es
un ejemplo magnífico de cómo un historiador de oficio puede incorporar con sentido
aspectos muy variados, como son por ejemplo las "ciencias de la experiencia", o "Las
iglesias protestantes" y "La Iglesia católica", sin dejar de estar atento al proceso de
cambio o estabilidad, continuidad o ruptura que siguen los acontecimientos, y sin
embargo se ve también a los protagonistas individuales en acción según el papel que en
cada caso les corresponde, por ejemplo, Bismark como político o Fichte como teórico
del nacionalismo, Kant y Goethe como clásicos del pensamiento filosófico y literario.

Es ésta una clara muestra de que se puede hacer pura y simplemente historia, a la
vez que satisfacer los intereses teóricos y prácticos que requiere una comprensión cabal
de la misma. Se salvaguarda, en todo caso, aun allí donde eso pudiera no parecer tan
claro, las tesis que aquí defendemos: que los individuos son en alguna medida
protagonistas de la historia, su causa. Por más que se sintetice, la historia universal no se
puede entender sin referencia a ellos. Grecia no es comprensible sin Pericles, el imperio
de Alejandro Magno es eso sobre todo. Cartago y su historia van vinculados a Aníbal
especialmente y la historia de Roma se debe en gran parte a la obra de Julio César (cf.
Wells, 2005: 108 y ss., 111 y ss., 135 y ss., 140 y ss.).

Antes de pasar al punto siguiente se van a mencionar aquí dos dificultades contra
esta idea que venimos manteniendo. La primera es la de que `de individuis non est

65
scientia". La dificultad tiene a su favor que la ciencia se construye con principios y
conceptos universales que, si bien valen para los individuos y se aplican a ellos, de
ningún modo expresan lo que ellos, cada uno de por sí, son, sino sólo lo que les es
común. Sin embargo, esta cuestión que se debatió ampliamente a finales del siglo XIX
(cf. Schn delbach, 1974: 137) ha encontrado una solución satisfactoria con la ayuda,
entre otras cosas, de los instrumentos especulativos de la filosofía de Hegel. Hay ciencias
que, como la historia, existen en razón del poder y del impulso que lo universal recibe de
lo individual, paradójicamente en tanto que, al mismo tiempo, se realiza en ello. Quede
aquí simplemente indicada la respuesta. La segunda dificultad tiene algo que ver con la
primera, pero bajo el punto de vista formal es diferente. Se trata de que la ciencia tiene
que ver, además de con lo universal, con lo necesario. No podemos menos de pensar por
ejemplo que Aníbal, después de la victoria de Cannas en Agosto de 216 a. C. tuvo la
oportunidad de cambiar el curso de la historia si se hubiera decidido a asediar la ciudad
de Roma. Se puede pensar eso (Seibert, 2004: 29; Christ, 2003: 86 y ss.; Goldsworthy,
2002: 231). Se puede sin embargo pensar también que, vistas las cosas en su conjunto,
las posibilidades en un sentido o en otro no eran tan claras (cf. los autores que se acaban
de citar, especialmente los dos últimos). Si tiene sentido pensar tanto lo uno como lo
otro, es porque se entiende que no sólo el resultado de la batalla misma, sino su
repercusión ulterior pudiera haber tenido otro signo.

En resumen, los acontecimientos fueron de una determinada forma, pero fue posible
que fueran de otra. Es lo que se entiende cuando se los considera como contingentes, es
decir, como posibles de existir o no existir - ¿sin Aníbal hubiera existido la batalla de
Cannas?-, posibles también para ser de un modo o de otro - ¿con otro general habría
ganado Cartago la batalla? ¿no fue posible acaso que Aníbal mismo la perdiera?-.
Preguntas similares se pueden plantear acerca de infinidad de acontecimientos históricos.
En el ejemplo que acabamos de mencionar la pregunta es tanto más pertinente porque en
aquellas fechas tanto Roma como Cartago se encontraban en una fase de crecimiento y
expansión, por lo que cabe pensar - o al menos imaginar con sentido - que el resultado
final de las Guerras Púnicas pudo haber sido otro. Cosa completamente distinta es
proyectar ese tipo de posibilidad sobre la Guerra de Cuba, como si España hubiera tenido
la más mínima posibilidad de ganarla. Pero también aquí cabe pensar en términos
contingentes, pues dicha guerra tuvo lugar, pero también pudo no haber acontecido, si
por ejemplo los políticos españoles hubieran tenido otros objetivos más acordes con la
realidad. Parece, pues, en definitiva, que la idea de contingencia no se puede desterrar
del escenario de la historia y que esto es un notable obstáculo a su consideración como
ciencia.

66
Para una visión posmoderna, que concibe la historia como narración, que se guía por
los hechos que han tenido lugar para interpretarlos conforme a normas, ciertamente, pero
siempre entendidas de modo flexible y por relación al punto de vista del historiador, esto
no debe representar una verdadera dificultad. Lo importante sería respetar lo contingente,
en lugar de pretender una necesidad que es ajena a la realidad que aquí se trata de
interpretar. Y si hay un punto de vista a tener rigurosamente en cuenta, sería de tipo
político e ideológico, no propiamente "lógico", ajustado a la medida que es interna a los
hechos mismos. Esto, sin embargo, no sería satisfactorio. Al menos la historia como
narración debería aspirar a un rigor similar al que se puede esperar de una encuesta que
versa sobre un acontecimiento que tiene lugar de la forma más espontánea posible, por
ejemplo, unas elecciones que se celebran en medio de un clima de libertad y de
normalidad, tal como tienen lugar en un país democrático. Se supone que los electores
pueden votar una candidatura u otra, o no votar ninguna. Es decir, estamos ante un
acontecimiento que no existe aún y que es contingente, puesto que el resultado está en
principio abierto y no es necesario en modo alguno. Y sin embargo, las encuestas,
cuando están bien hechas, es decir, cuando se han realizado de forma rigurosa,
ateniéndose a normas estrictas y teniendo en cuenta sectores de población,
circunstancias, variables, etc. son capaces de diagnosticar lo que va a ocurrir. Un ejemplo
muy llamativo fueron las elecciones a la Presidencia de Estados Unidos que tuvieron
lugar en el año 2000. Días antes de la votación se predijo por las diferentes empresas de
opinión con toda seguridad que el candidato - Bush o Gore - que fuera al fin elegido iba a
ganar por una diferencia muy pequeña de votos. Fue así. La diferencia resultó ser
mínima. Ha ocurrido algo similar también en otros casos bien llamativos.

Tenemos pues que un acontecimiento contingente, que oscila entre una posibilidad u
otra, se puede predecir con precisión porque teniendo en cuenta todos los datos en juego,
el resultado va a ser el que corresponde a la aplicación rigurosa de unas normas
determinadas y muy concretas. Éstas, en buena lógica, no pueden pretender sino
ajustarse al curso que objetivamente siguen los acontecimientos, los cuales, a la vez que
son contingentes, obedecen a normas necesarias, por más que se matice esta necesidad,
diciendo por ejemplo que se trata de una necesidad estadística. Desde una concepción
posmoderna se podrá decir que la historia se ha de escribir desde el punto de vista del
historiador, sin pretender un carácter estrictamente objetivo, que no es posible, y menos
necesario. Se podrá decir, pero no será porque la contingencia que es propia de la historia
sea ajena a cualquier tipo de necesidad. Si es válida la comparación con el caso, antes
mencionado, de las encuestas, en la historia contaremos con acontecimientos que, a la
vez que son contingentes, están dotados de una necesidad que permite hacer de ellos una

67
interpretación rigurosa. Y al igual que las encuestas se hacen a individuos, que a la vez
que actúan de modo contingente, obedecen a una cierta necesidad, el hecho de
considerar a los individuos como actores y protagonistas de la historia que actúan de
modo contingente, es compatible con la suposición de que su comportamiento obedece a
normas objetivas y por tanto no es simplemente casual.

Aunque en su momento volveremos a ocuparnos del concepto de contingencia en


relación con el de necesidad quisiera ya indicar que una de las aportaciones especulativas
de Hegel consistió en interpretar la contingencia como un momento de la necesi dad o, lo
que viene a ser lo mismo, interpretar la necesidad como expresándose en y a través de la
contingencia (c£ Álvarez Gómez, 1997: 279 y ss.).

2.2. El último reducto de la trascendentalidad y del lógos: Kant y Hegel

La cuestión a que ahora nos referimos se plantea mediante una doble pregunta del modo
siguiente:

a)dando ya por supuesto que los individuos son sujetos de la historia, cabe preguntar,
en primer lugar, si poseen una constitución tal que no sólo posibilite, sino que les
exija hacer historia. La historia implica la ruptura o superación de los modos de
ser naturales, que en el resto de los seres vivos, son simplemente naturales y, por
tanto, repetitivos y cíclicos. Luego debe haber en la propia naturaleza esa
condición que hace posible que se trasciendan los límites de la simple naturaleza.
Y además, como esta superación de la naturaleza se produce con carácter
general, lo lógico es pensar que tenemos que ver con una condición que, además
de posibilitante, es exigitiva. Esa condición sería, en relación con la historia, el
último reducto en la línea de la trascendentalidad.

b)Pero además cabe preguntar cuál es la razón de ser de que el hombre haga historia
y se caracterice, en este aspecto, por tener historia. Cabe, con otras palabras,
preguntar cuál es el "lógos" de la historia. La pregunta por esa "razón de ser"
puede parecer hoy obsoleta en más de un caso. Pero una cosa es que lo sea, si lo
es en verdad (lo que habría que plantear con precisión y discutir) y otra muy
distinta es que la pregunta misma carezca de sentido, cosa que, como veremos,
no es cierta.

Las respuestas a esa doble pregunta han de ser confluyentes según el razonamiento
siguiente. Por una parte, si hacer historia supone desbordar los límites de la mera

68
naturaleza, la condición de posibilidad de la historia es el trascender lo natural,
desvincularse de ello, es por tanto un liberarse de la pura y simple naturaleza. Es lo que
podríamos considerar como una libertad negativa, si no fuera porque la expresión no es
del todo afortunada, porque pudiera sugerir una valoración moral, o inducir a pensar que
la liberación no es de suyo algo positivo. En cuanto a la razón de ser o lógos puede
hacerse la consideración siguiente: si el hombre se siente impulsado a superar la
naturaleza será porque el modo de ser natural no responde a su esencia, a lo que su
constitución le exige llegar a ser. Ese otro modo de ser que va buscando y que constituye
la razón de ser de la historia no parece que pueda ser otro que aquel que sea capaz de
satisfacer sus aspiraciones: materiales, culturales, etc. y a ese modo de ser lo podríamos
caracterizar también como libertad, libertad positiva en este caso, en cuanto que aquí la
libertad se orienta hacia contenidos en los que está llamada a cumplirse. (Las expresiones
"libertad negativa" y "libertad positiva" se toman aquí en el sentido elemental que ellas
sugieren: como desprenderse de algo y como aspirar a algo o poseer algo en que se
realiza. Las expresiones tienen pues poco que ver con el significado que les da 1. Berlin
en el contexto político en que las emplea (cf. 2003: 220-235).

Conviene entrar ahora en el análisis de los puntos apuntados en este planteamiento.


En primer lugar habrá que situar en algún lugar la superación de la naturaleza que la
historia supone. Un texto de Kant puede servirnos o, si se prefiere, introducirnos de lleno
en el problema:

La naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo


todo aquello que supera la estructuración mecánica de su existencia animal y
que no participe de otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del
instinto, se haya procurado por medio de la propia razón (Kant, 1964d: 36
[pág. 7 de la traducción]).

El texto nos sumerge en una serie de preguntas: cuál es la relación entre la naturaleza
y el hombre o con otras palabras, si todo lo que hace el hombre se inscribe dentro de la
naturaleza misma; por otra parte, qué significa "sobrepasar" (hinausgehen) en este caso,
para lo cual habrá que tener claridad suficiente sobre los tér minos entre los que aquel se
mueve y eventualmente la relación entre ellos; aunque el hombre tenga que extraer por
completo de sí mismo lo que sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia
animal habrá que considerar cómo la acción de sobrepasar esa existencia revierte sobre
ella; además de estas tres preguntas queda una cuarta: en qué relación está la liberación
del instinto con la perfección que se procura la razón.

69
Ni estas preguntas ni las respuestas correspondientes deben distraernos de nuestro
propósito de esclarecer el lugar donde se sitúa la condición que hace posible la historia y
que implica superar la mera naturaleza.

No hay nada en el hombre que no pertenezca como parte a la naturaleza y por tanto
si en el hombre hay algo que sobrepasa su propia existencia animal, será porque la
naturaleza se supera o trasciende a sí misma. Esto podrá parecer paradójico o
enigmático, pero será preciso mantenerlo. Ello se infiere además directamente de la
afirmación con que comienza el texto. La naturaleza no podría querer nada para el
hombre, si éste se encontrara fuera de sus dominios.

Cuando Kant afirma, dándolo por supuesto, que hay algo en el hombre que
sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal, no debe entenderse ésta
como punto de partida, porque ello implicaría que el punto de partida es de la misma
índole que el punto de llegada. Aquella dimensión de la naturaleza que supera la
existencia animal de ninguna manera lleva a cabo tal superación desde la existencia
originándose en ella, y menos desplegándose en virtud de ella. Tiene que haber, sin duda,
como veremos, punto de partida y punto de llegada, terminus a quo y terminus ad quem,
pero habrá que desvincularlos a ambos de la existencia animal.

No obstante esa diferenciación radical dentro de la misma naturaleza humana entre


lo que sobrepasa y aquello a lo que sobrepasa, la acción por la que esto tiene lugar
revierte sobre la propia existencia animal, transformándola y perfeccionándola:

La invención de sus productos alimenticios, de su cobijo, de su seguridad


y defensa exteriores [...] todo deleite que pueda hacer grata la vida [...] debían
ser enteramente obra suya (Kant, 1964d: 36 [trad., 7]).

Hay pues un tipo de relación desconocida y oculta entre esos dos niveles en cuanto
que no está a la vista - pues es obvio que la acción de sobrepasar la existencia animal
tiene - no sólo, pero también, y en todo caso esencialmente - el sentido de subvenir "la
máxima necesidad de una existencia inicial' (1. c.). Por tanto a la vez que existe la
diferencia radical entre los dos niveles, tienen sin embargo algo que ver entre sí. Se
puede decir que lo que aquí llama Kant existencia animal es ya desde el primer momento
y constitutivamente algo que no es sólo animal, pues está como llamando y postulando,
desde el vacío o no ser de su extrema precariedad a la naturaleza, para que la transforme
y perfeccione mediante aquellos principios y medios que la sobrepasan como mera
existencia animal. Por eso el resultado de la intervención del hombre sobre su propia

70
existencia animal no la deja en su existencia inicial. En sus reflexiones sobre la historia
universal tiene pues Kant en su mente algo muy diferente de un simple dominio sobre la
naturaleza.

Que el hombre se vea libre del instinto debe tener por tanto un significado diferente
del que la expresión por sí sola sugiere. Pues ni se trata de dejar el instinto tras de sí,
tampoco - lo que estaría en estricta correspondencia con esto - de superponerle una
perfección que le fuera extraña. Con relación a su propio instinto cabe decir que el
hombre, sin dejar el ámbito de la naturaleza - cosa que no podría hacer aunque quisiera -
se crea una especie de segunda naturaleza que, sin negar el instinto, le dota de sentido.

En relación con la segunda pregunta sobre si la superación de la naturaleza respecto


de la existencia animal, se lleva a cabo en y desde la misma naturaleza cabe preguntar
qué significa el superar o el sobrepasar. Habrá de ser por de pronto inmanente en cuanto
que la naturaleza, en tanto que quiere "que el hombre extraiga por completo de sí mismo
todo aquello que sobrepasa la estructuración mecánica de la existencia animal', no busca
otra cosa que a ella misma, aun cuando lo haga por medio del ser humano, que ocupa un
lugar único y privilegiado. ¿No es suficiente sin embargo decir que la superación es
inmanente? Lo sería si la naturaleza fuera un todo homogéneo. Pero esto es así respecto
de las leyes generales que, como tales, se tienen que cum plir en todos los seres. En
cuanto que el hombre tiene un cuerpo pesado no puede menos de estar sometido a la ley
de la gravedad. Pero con el hombre, en lo que tiene de específico, ocurre algo singular.
Es como si la naturaleza, al dotarlo de razón y de libertad, le liberara por completo de sí
misma, de modo que a él sólo le corresponda el mérito de construirse su propio mundo,
"extrayéndolo por completo de sí mismo":

El haber dotado la naturaleza al hombre de razón y de la libertad de la


voluntad que en ella se funda, constituía ya un claro indicio de su intención
con respecto a tal dotación. El hombre no debía ser dirigido por el instinto o
sustentado e instruido por conocimientos innatos; antes bien debía extraerlo
todo de sí mismo [...]. En este caso la naturaleza parece haberse
autocomplacido en su mayor economía y haber adaptado su equipamiento
animal de un modo tan ceñido, tan ajustado a la máxima necesidad de una
existencia inicial, como si quisiera que, cuando el hombre se haya elevado
desde la más vasta tosquedad hasta la máxima destreza, hasta la perfección
interna del modo de pensar y, por ende, hasta la felicidad (tanto como es
posible sobre la tierra) a él solo le corresponda por entero el mérito de todo
ello y todo a sí mismo deba agradecérselo, habiendo antepuesto su

71
autoestimación racional al bienestar... (Kant, 1964: 36 [trad., 7]).

Se ve claramente que hay una estricta correspondencia en el hombre entre "extraerlo


todo de sí mismo" y el que "a él solo le corresponda por entero el mérito de todo ello".
Sin embargo surge la pregunta: ¿cómo es que el mérito le corresponde sólo al hombre,
cuando a) el impulso para obrar racionalmente se lo debe a la naturaleza, b) es la
naturaleza quien le ha dotado de razón y libertad para poder lograr lo máximo en esta
vida, y c) es también la naturaleza la que le proporciona los medios para lograr sus fines?
En síntesis, ¿qué puede significar que el hombre todo lo extrae de sí mismo y, por ende,
solo a él le corresponde el mérito cuando absolutamente todo se lo debe a la naturaleza?
Pero incluso si se pretende rizar el rizo diciendo que lo único que hace la naturaleza es
poner al hombre en la soledad consigo haciendo de ese modo que todo lo tenga que
extraer de sí mismo, aun así habría que decir que sin su sustentación en la naturaleza el
hombre no sería nada ni podría proponerse nada.

Podría tal vez pensarse que esto es suscitar viejas cuestiones y que así como siglos
atrás en la Universidad de Salamanca se debatía intensamente sobre si el hombre
dependía plenamente de Dios o si, al estar dotado de libertad, podía actuar por su cuenta
de forma que al fin el mérito fuera suyo con toda propiedad, ahora el papel de Dios
estaría asumido por la naturaleza y en consecuencia nos veríamos ante una situación
similar. Pero aunque es cierto que podría llevarse el análisis por esa línea, en este
momento no debemos perder de vista la pregunta que nos hacíamos al comienzo, la de si
el hombre tiene una constitución tal que no sólo le posibilite, sino que le exija hacer
historia. La referencia al texto es propiamente sólo un pretexto - claro que
deliberadamente asumido - para pronunciarnos al respecto y a lo que llegamos, tanto si
nos inclinamos a que la naturaleza lo dispone todo, como si es el hombre, sin duda
enraizado en la naturaleza, el que se ha de entender a solas consigo mismo y con el
mundo que crea, la respuesta a la pregunta planteada es en todo caso la misma, pues
queda afirmada la posibilidad y la exigencia de que el hombre haga historia. ¿Y a partir de
qué se puede llegar a hacer tal afirmación? A partir de un hecho innegable, de la
experiencia individual y colectiva en nuestro mundo, sobre todo desde el comienzo de la
modernidad, de que el hombre vive, cada vez en mayor medida, en el mundo que él
mismo se construye, lo cual es ya tanto una posibilidad como una necesidad. Pero esto
plantea otras cuestiones con las que nos ocuparemos más adelante.

Aquí nos sigue interesando la condición de posibilidad de la historia. Y nos


preguntamos: si esa condición no puede darse fuera de la naturaleza y, por otra parte la
naturaleza se supera a sí misma, en cuanto que supera en el hombre, que se dispone a

72
hacer historia, una dimensión tan esencial como en este caso es la existencia animal, y si
además en esta su tarea el hombre lo extrae todo de sí mismo y por ello a él solo le
corresponde el mérito, ¿no será lo más lógico prescindir de la naturaleza misma, actuar
sabiendo que existe, pero como si no existiera? De hecho se ha procedido así en buena
medida, de una parte contraponiendo naturaleza e historia y de otra considerando a la
naturaleza como simple material sobre el que incide la actividad humana en orden a
configurar la vida mediante el dominio de la naturaleza.

Esta expresión ha tenido buena fortuna presuntamente a partir de la Ilustración; hoy


no tanto, en razón de que la naturaleza ha salido por sus propios fueros y nos ha obligado
a revisar esa actitud, aunque el dominio sigue su curso. Para comprender a fondo el
alcance que ha tenido lo uno y lo otro habría que entrar por una parte en el desarrollo de
que ha gozado la diferenciación del conocimiento en "ciencias de la naturaleza" y
"ciencias del espíritu", diferenciación que sigue existiendo bajo otras expresiones como
"ciencias empíricas" y "ciencias humanas". Incluso se ha acentuado mediante la
distinción entre "ciencias duras" y "ciencias blandas", que tiene una connotación
claramente negativa para estas últimas. Por otra parte habría que tener presente la
trayectoria que ha seguido desde la Ilustración el concepto de dominio de la naturaleza.
La posibilidad de prescindir de la naturaleza se asentaría además en la actividad de la
razón, capaz de objetivar la naturaleza, y en la libertad que le permite al hombre ser
dueño de sí y de sus actos y obedecer sus propias leyes.

No es posible sin embargo prescindir de la naturaleza. O para ser más exactos: el


hombre puede adoptar la actitud de prescindir de la naturaleza. De hecho ha prescindido
así en la medida en que ha convertido a la naturaleza en objeto de manipulación. Pero
esa actitud no significa que la naturaleza pueda dejar de estar activa incluso cuando se la
ignora. La referencia a Kant tiene aquí el sentido de poner a la naturaleza misma como
punto de partida de la historicidad. El hecho de que según el propio Kant nos
relacionemos con la naturaleza mediante la razón y la libertad no es una objeción
consistente, ya que razón y libertad no son sino manifestaciones de la naturaleza, las más
elevadas, si se quiere. Ello no quita peso a la importancia que tiene la historia como tal.
Más bien debería ser lo contrario. Pues no tendríamos que ver con una realidad su¡
generis, sino con un modo de ser consistente y altamente cualificado, tanto si nos
referimos a los acontecimientos, como si centramos la consideración en la narración o
interpretación de los mismos.

Tampoco este planteamiento se opone al punto de vista de Hegel, cosa que


mencionamos aquí, porque es frecuente el error de perspectiva en esta cuestión. Es claro

73
que el espíritu implica una superación de la simple naturaleza, pero también el espíritu
tiene su naturaleza y la idea absoluta es el fundamento común de la naturaleza y del
espíritu. Lo recuerdo simplemente, porque ahora interesa exponer el segundo de los
aspectos expuestos al comienzo de este apartado. El uno, para el que nos hemos
inspirado en Kant, lo formulábamos como "el último reducto en la línea de la
trascendentalidad", el segundo rememora algo de lo dicho por Hegel, rememora sólo,
puesto que aquí pretendemos seguir el camino que hemos dibujado.

Al comienzo de sus lecciones sobre Filosofía de la Historia Universal decía Hegel en


1830, según su manuscrito, entre otras cosas:

La Filosofía de la Historia no es otra cosa que la consideración pensante


de la Historia; y el pensar no lo podemos dejar de lado en ningún momento.
Pues el hombre es pensante; en esto se distingue del animal. En todo lo que es
humano: sensación, conocimiento, apetito y voluntad - en cuanto que ello es
humano y no animal - hay un pensamiento; por consiguiente también lo hay en
toda ocupación con la Historia... Se trata de enunciar primero la determinación
general de la Filosofía de la Historia Universal y de hacer constar las
consecuencias inmediatas que de ahí se derivan. Con esto, la relación entre el
pensamiento y lo sucedido se iluminará por sí misma con la luz oportuna
(Hegel, 1955: 25-27; Gaos, 41-42).

El único pensamiento que la filosofía trae consigo es el pensamiento de la


razón, de que la razón domina el mundo, de que por tanto también en la
historia universal las cosas han acontecido conforme a razón [...]. En la
Filosofía está demostrado, mediante el conocimiento especulativo, que la razón
[...] es la sustancia; es, como potencia infinita, para sí misma la materia infinita
de toda vida natural y espiritual y, como forma infinita, la activación
(Bettiitigung) de este contenido suyo: la sustancia, como aquello en lo cual
toda realidad efectiva (Wirklichkeit) tiene su ser y su consistencia; potencia
infinita, es decir, que la razón no es tan impotente que sólo alcance al ideal, a
lo que debe ser, y sólo exista fuera de la realidad, quién sabe dónde, quizá
como algo particular en las cabezas de algunos hombres; contenido infinito,
por ser toda esencia y verdad y materia para sí misma, la materia que ella da a
elaborar a su propia actividad. La razón no necesita, como la acción infinita,
condiciones de un material externo, medios dados de los cuales reciba el
sustento y los objetos de su actividad; se alimenta de sí misma y es ella misma
el material que elabora. Y así como ella es su propio presupuesto y su fin es el

74
fin último y absoluto de igual modo ella es la activación y la producción
(Hervorbringung) del mismo desde lo interno al fenómeno (Erscheinung), no
sólo del universo natural, sino también del espiritual, en la historia universal.
Pues bien, que esa idea (Idee) es lo verdadero, lo eterno, lo pura y
simplemente poderoso; que se manifiesta en el mundo y que nada se
manifiesta en el mundo sino ella misma, su gloria (Herrlichkeit) y su honor;
esto está, como queda dicho, demostrado en la filosofía y, por tanto se
presupone aquí como demostrado (1. c., 28 y ss.; Gaos, 43) [...] la
consideración de la historia universal ha dado y dará como resultado que ha
transcurrido conforme a razón, que ha sido el curso racional del espíritu del
mundo... Podríamos formular por tanto como la primera condición la de
captar fielmente lo histórico. Pero en tales expresiones generales como
fielmente y captar hay una ambigüedad. El historiógrafo corriente, medio, que
cree y pretende conducirse receptivamente, en cuanto que se entrega sólo a lo
dado, no es tampoco pasivo en su pensar. Trae consigo sus categorías y ve a
través de ellas lo existente. Lo verdadero no se halla en la superficie sensible.
Especialmente en todo lo que debe ser científico la razón no puede dormir y es
necesario emplear la reflexión. A quien mira el mundo racionalmente, él le mira
también racionalmente (1. c., 31; Gaos, 45).

Este largo texto de Hegel lo he citado aquí a sabiendas de que no goza de buena
prensa, porque si se toma en serio una concepción racional, es difícil eludirlo, a menos
que la apelación a la razón sea más bien convencional o rutinaria.

El texto produce rechazo, en una época manifiestamente posthegeliana, porque


desde ninguna de las corrientes posteriores a Hegel parece asumible nada de lo que aquí
se lee. Ni el Positivis mo en sus diversas formas, ni la Filosofía analítica, ni la
Fenomenología, la Filosofía existencial o la Hermenéutica, el Racionalismo crítico o la
Teoría crítica, por no hablar de la Posmodernidad en la forma tan desdibujada en que se
ha asentado en España. Todas estas formas de pensamiento están de acuerdo en criticar
a Hegel incluso en las cosas en que, como ocurre con la Teoría crítica, la deuda con él es
manifiesta. Lo común a este distanciamiento es que su forma hegeliana de pensar es
presuntamente ajena a la experiencia.

En todo lo que tiene que ver con la consideración filosófica de la historia el rechazo
es mayor si cabe. De una parte, la Historia como disciplina adoptó en sus comienzos una
actitud reservada, cuando no decididamente escéptica, frente a la filosofía en general. En
un fragmento que L. von Ranke escribe en la década de 1830, ya muerto Hegel, se lee:

75
Se ha observado con frecuencia la colisión de una filosofía inmadura con
la historia. Partiendo de ideas apriorísticas se ha concluido lo que ha tenido
que existir. Sin caer en la cuenta de que aquellas ideas están expuestas a
muchas dudas, se han puesto a buscarlas en la historia del mundo. De entre la
muchedumbre infinita de hechos se han elegido los que parecían dar fe de
aquellas ideas. A esto se ha llamado también Filosofía de la Historia (cit. por
Stern, 1966: 61 y s.).

Ranke, 25 años más joven que Hegel, era colega suyo en la Universidad de Berlín
desde 1825. Hegel está atento a lo que ocurre en torno a este joven profesor. En su
manuscrito de 1828, al tratar de las "formas de escribir la historia" (Arten der
Geschichtsschreibung), concretamente al referirse a la "historia reflexiva" le menciona
como perteneciente al grupo de quienes pretenden superar la forma abstracta de hacer
historia a base de una "fidelidad cuidadosa" a los hechos y al número más copioso y
abundante posible de detalles; en definitiva, se trataría de exponer "todos los rasgos
particulares". Lo que hacen apenas tiene valor porque son "incapaces de conocer
totalidad alguna, un fin universal".

Pueden contarnos muchos casos particulares contingentes, que son


históricamente exactos, pero no clarifican en nada el interés principal... Los
rasgos deben ser característicos, importantes, es decir, significativos del
espíritu del tiempo (Hegel, 1955: 15 y ss.).

Polemiza pues con Ranke y sin embargo se toma al mismo tiempo el lema que éste
consideró como fundamental, atenerse a los hechos y exponerlos tal y como han
acontecido. En su prólogo a la Historia de los pueblos románicos y germánicos desde
1494 hasta 1514, de 1824, Ranke dejó esto claramente formulado: "El presente ensayo
quiere solamente mostrar como han sido las cosas propiamente" (wie eigentlich gewesen)
(cit. por Stern, 1966: 60). Como hemos visto en el texto arriba citado, Hegel asume
plenamente este programa e insiste además varias veces en ello. No es la primera vez que
dos grandes maestros afirman una misma idea para luego desarrollarla de modo muy
distinto. Ranke es considerado aún hoy por muchos como "padre y maestro de la ciencia
de la Historia Moderna" (Stern, 1966: 58). El camino que sigue es el de una laboriosa
investigación empírica: fuentes, archivos, etc.: "La base de este escrito, el origen de su
material son memorias, diarios, cartas, informes de delegaciones y narraciones de testigos
oculares" (cit. por Stern, 1966: 60). Hegel tiene ciertamente gran curiosidad por todo tipo
de información empírica, por ejemplo, por los escritos de autores que hablan de
acontecimientos que les son inmediatos y de los que de algún modo fueron testigos, que

76
saben expresar "las máximas de un pueblo", como "los discursos de Pericles". Su
intención no es hacer historia tal y como la entendía Ranke y menos tal y como se ha ido
consolidando hasta el día de hoy, pese a tantas diferencias de métodos, matices, etc.
Ranke es historiador, Hegel no es historiador, es filósofo. Y, sin embargo, respecto de la
historia, que convierte en objeto de reflexión filosófica, dice no sólo que la historia como
rama especial del conocimiento, "debe captar fielmente lo que es", sino que también la
filosofía debe atenerse a lo que es y ha sido: "Hemos de tomar la historia tal como es;
hemos de proceder históricamente, empíricamente". También pues para el filósofo vale la
exigencia de "captar fielmente lo histórico", pero entiende Hegel que esto supone tener
una idea clara de "la relación entre el pensamiento y lo sucedido": llevar a cabo
consecuentemente una "consideración pensante de la historia". Si se quiere conocer la
verdad es preciso no quedarse "en la superficie sensible".

Ésta es la perspectiva desde la que se puede comprender la diferencia entre Hegel y


Ranke. Éste proporciona también una "consideración pensante" de la historia, pero en un
sentido y en una dirección distintos a los de Hegel. Utilizando términos un tanto
convencionales, que exigirían muchas matizaciones, cabe decir que la consideración de
Hegel es de índole metafísicoteológica, en tanto que Ranke piensa en un horizonte más
bien kantiano en cuanto que su reflexión refleja una actitud crítica ante la metafísica, que
es deudora de la influencia de la Crítica de la Razón Pura.

Aparte de esta diferencia de planteamiento existe una diversificación de puntos de


vista que permite hablar de concepciones del mundo y de la realidad, logrados en ambos
casos, que aquí y allá presentan aspectos coincidentes, pero que dejan a salvo su propia
forma de pensar irreductible. Ya en fecha muy lejana supo poner esto de relieve E.Simon
(cf. 1928: 111, 119-194). Ranke estuvo por otra parte muy atento a lo que representó
Goethe y el Romanticismo, así como al pensamiento de Schleiermacher y Schelling (c£
Hinrichs, 1954). Volviendo a la diferencia de perspectiva, tanto a Ranke como a Hegel les
interesa saber cómo han sido los acontecimientos. Pero en cuanto al método para lograrlo
Ranke entiende que es preciso atenerse a la experiencia en el sentido de analizar los datos
que aquélla nos proporciona, aunque esto es compatible en él con el desarrollo de una
"Teología de la Historia Universal" (cf. Hinrichs, 1954: 161-254).

Lo que por el contrario está presente en la interpretación de Hegel es que no se


puede saber cómo han sido los acontecimientos, si no se conoce el ser de los mismos,
para lo cual es necesario ir más allá de la "superficie sensible", donde según él se mueven
en general los historiadores, y preguntarse por el fundamento de los fenómenos. Es lo
que explica que desde la afirmación inicial "la razón domina el mundo" y, por tanto,

77
también la historia, invoque conceptos tan básicos y universales como sustancia, forma,
materia, etc. Es como una catarata de principios y conceptos que ya entonces tenía que
causar extrañeza y rechazo, y que aún hoy, por parte incluso de estudiosos que se
consideran conocedores entusiastas de Hegel, son apenas tenidos en cuenta. Lo que hace
Hegel en este caso se puede entender como una provocación deliberada. No conozco
ningún otro texto suyo en el que de forma tan densa y en tan corto espacio nos ponga
ante la estructura básica de su sistema, precisamente para explicar algo como la historia
que uno puede pensar - según qué principios - que se puede comprender mejor utilizando
un método más ajustado a lo próximo y cercano.

Pero Hegel no sólo hace valer los conceptos fundamentales de la más alta y radical
metafísica. Otorga a la razón que domina el mundo los atributos que según la teología
cristiana corresponden a Dios como principio y causa del mundo, y muy especialmente a
su acción creadora, en virtud de la cual lo produce todo de la nada, lo cual es tanto como
afirmar que lo produce todo de sí misma. Hegel es muy explícito en esto:

La razón no necesita, como la acción finita, condiciones de un material


externo, medios dados de los cuales reciba el sustento y los objetos de su
actividad; se alimenta de sí misma y es ella misma el material que elabora
(Hegel, 1955: 28 y s.; Gaos, 43).

Ni siquiera cabría aquí ninguna licencia hermenéutica que permita eludir la


radicalidad de estas afirmaciones, puesto que la razón, a la que se atribuye tal capacidad
creadora, es la raíz de todo concepto, siendo ella el concepto mismo en su máxima
expresión y por tanto la idea absoluta, que no admite fuera de sí nada dotado de un rango
ontológico superior.

Y así como en la teología cristiana se venía sosteniendo la tesis de que el fin de la


creación no es ni puede ser otro que la gloria de Dios, Hegel no sólo la afirma sino que la
subraya e intensifica. Según la teología cristiana la gloria pertenece a un Dios que es en
verdad trascendente y, como tal, está libre de toda contaminación mundana. Hegel en
cambio piensa que en el mundo mismo es donde se revela, se manifiesta la razón de
forma tal que en él no se manifiesta sino la razón, "su gloria y su honor". ¿Luego todo
cuanto hay en el mundo y, más concretamente en la historia, lleva el sello de la razón y
está por tanto justificado? Hegel ve en la historia la más auténtica realización de lo que
puede significar el concepto de Teodicea (cf. Álvarez Gómez, 2004: 143-174). Es cierto
que su concepto de "realidad efectiva", en el que llega a su cumplimiento la Teodicea, no
significa que todo sea como debe ser. Pero pese a todas esas matizaciones no deja esa

78
tesis fundamental de chocar contra un sentimiento fuertemente arraigado - hoy tal vez
más que entonces - sobre la gravedad y virulencia del mal en el mundo, hasta el punto de
que difícilmente se admite la viabilidad de la Teodicea desde un punto de vista
estrictamente racional (c£ Estrada, 1997: 241 y ss.).

Hemos mencionado estos aspectos que dificultan el planteamiento de Hegel sobre


que en la historia está activo y presente el "lógos", una razón de ser. Lo fácil es rechazar
esa tesis. Desde una posición atea o simplemente positivista se comprende; no tanto, si
de algún modo se toma en serio la idea de Dios. Pero ése no es el tema por el momento.
Se trata de si tiene sentido pretender abordar racionalmente el problema de la historia. Si
se admite que esto tiene sentido, al menos parcialmente, es decir, que para empezar
puede la razón aspirar a un conocimiento verdadero, habrá que suponer que las
categorías con las que intentamos conocer tienen su correspondencia en la estructura de
la realidad; y dando un paso más se podrá concluir que allí donde la razón, en cuanto
dotada de las correspondientes categorías, se ve reflejada en la realidad, lo real mismo es
racional y por el contrario lo que no cabe en tales categorías o no se ajusta a ellas no es
como debe ser, no se ajusta a lo que la razón postula y exige, y por tanto no es
efectivamente real.

La frase central en el texto comentado es justamente la final: "A quien mira el mundo
racionalmente, él le mira también racionalmente". Por de pronto esto es una prolongación
de lo que Kant mismo dice o simplemente hace. Kant, en efecto, en su breve ensayo
sobre la historia universal la contempla con los ojos de la razón y por eso ve que en ella
las cosas no acontecen al azar, sino que están ordenadas a un fin (cf. Kant, 1964: 45
[trad., 17 y ss.]). Prescindiendo ahora de cuál es la finalidad concreta, lo importante es
que la finalidad o razón de ser de la historia existe. Hegel introduce respecto de la
consideración kantiana, dos aspectos, que son esenciales: de un lado ve la historia en el
marco general de su concepción del mundo. Si el mundo es racional, la historia que es
una parte del mundo lo será también; de otro lado - y sobre todo - podemos decir que
está justificado contemplar la historia con los ojos de la razón porque y en cuanto que la
historia misma está estructurada conforme a razón; o expresado en forma negativa: la
historia - en su sentido objetivo, como serie de acontecimientos históricos - no es un
conjunto caótico de datos que posteriormente la razón, como capacidad humana, ordena
de acuerdo con las finalidades que se propone, con los métodos que emplea y con las
categorías de que dispone.

En Kant está ya implícitamente que la historia no es fruto del azar sino que se guía
por un proyecto racional, que le es inmanente. Pero no está explicitado. En Hegel en

79
cambio, esto no sólo está desarrollado, sino que es prioritario. Aparece en primer lugar,
porque es, en sí, lo primero. Como deja asentado en la Ciencia de la Lógica: "Aquello
que es lo prioritario (prius) para el pensar ha de ser también lo primero en el proceso del
pensar" (1990: 56). Si no fuera así, todo podría reducirse a un juego de palabras o
incluso de "ideas" que al fin sólo responde al modo en que nos representamos y
expresamos la realidad sin que tenga que haber ningún tipo de correspondencia con la
realidad misma y, por tanto, sin que la realidad responda.

Por otra parte, sin embargo, tiene que haber también en el proceso real del mismo
conocimiento algún punto de apoyo, algún indicio que legitime esta aventura intelectual.
Y lo hay, en efecto. Hegel cuenta también con su Copérnico o con su Newton, cuenta
con la hazaña previa de Kepler. Hay sobre esto un texto muy revelador, ya casi al fin de
su introducción a las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Hegel dice allí
que "las peculiaridades especiales" de un pueblo, como son "su religión, su constitución
política, su eticidad, su sistema jurídico, sus costumbres, su ciencia, su arte, sus
habilidades técnicas y la orientación de su actividad industrial, el principio particular de
un pueblo" y, a su vez, "a la inversa, aquello universal de la particularidad [es decir, lo
que acaba de llamar "principio particular de un pueblo] se ha de extraer del detalle fáctico
que nos presenta la historia y añade

que una particularidad determinada constituye, en efecto, el principio peculiar


de tal o cual pueblo es el aspecto que hay que tomar empíricamente y
demostrar de un modo histórico. Llevar esto a cabo presupone no sólo una
capacidad de abstracción bien ejercitada, sino también tener ya un
conocimiento familiarizado con las ideas; es menester estar familiarizado a
priori con el círculo, por decirlo así, dentro del cual caen los principios; tan
bien como, para citar al hombre más grande en este modo de conocer, Kepler
hubo de estar familiarizado ya de antemano con los elipses, los cubos y los
cuadrados y sus relaciones a priori, antes de poder descubrir a partir de los
datos empíricos sus leyes inmortales, que consisten en determinaciones a partir
de aquel círculo de representaciones. Quien ignore las nociones de las
determinaciones elementales universales no puede entender esas leyes, por
mucho que contemple el cielo y los movimientos de las estrellas; como
tampoco habría podido descubrirlas. Este desconocimiento de los
pensamientos referentes a la configuración evolutiva de la libertad es el origen
de una parte de las censuras que se hacen a las consideraciones filosóficas
sobre una ciencia - que por lo demás procede empíricamente - a causa de la

80
llamada "aprioridad" y de introducir ideas en el material de dicha ciencia.
Semejantes determinaciones intelectuales aparecen entonces como algo
extraño, algo que no se encuentra en el objeto (Hegel, 1955: 167 y s.; cf.
Gaos, 189).

Este texto nos invita a hacer varias consideraciones. En primer lugar, lo que sea "el
principio peculiar de tal o cual pueblo", que posee una índole universal, ya que está a la
base de "las peculiaridades especiales", se ha de tomar empíricamente y demostrar de
modo histórico. Hegel insiste pues, al final de la introducción, en lo que había dicho ya al
comienzo de la misma: que es preciso proceder empíricamente, en este caso
históricamente. La asunción de la experiencia corresponde al planteamiento general del
pensamiento de Hegel; no es pues algo que le haya ven¡ do sugerido por la discusión con
los historiadores. La Fenomenología del Espíritu es un ejemplo elocuente. Sin embargo,
frente a otras formas de concebir la experiencia, él entiende que ésta, lejos de ser una
simple recepción de algo que está ahí, frente a nosotros, implica el movimiento de la
conciencia ejercido tanto sobre el saber, como sobre el objeto, de forma que de él surja
un nuevo objeto (Hegel, 1988: 66); lo cual no significa meramente que la experiencia
tiene un carácter dinámico, cosa que puede decir cualquiera sin temor a equivocarse,
significa ante todo que la conciencia tiene la mirada puesta en los objetos y, al mismo
tiempo, se guía por su propia manera de pensar y en último término se atiene a las
estructuras lógicas (cf. Álvarez Gómez, 1978: 104 y ss.; 150 y ss.; 171-190; 202 y ss.;
219 y ss.; 266 y ss.; 278 y ss.). Es lo que dice aquí de esa forma tan sucinta: "Es
menester estar familiarizado a priori con el círculo..., dentro del cual caen los principios"
(1. c.).

Y aquí, en segundo lugar, aparece la referencia a Kepler, cargada de sentido. Hegel


no es por supuesto Kepler, al igual que Kant no es Copérnico o Newton. Pero tampoco
se puede decir que siga sus huellas porque el nivel en que se mueve la filosofía es distinto
del de la ciencia. Pero sí hay en la obra de Kepler algo que legitima el quehacer de Hegel.
Por una parte, el resultado de la investigación de Kepler es positivo, es un éxito del
conocimiento; luego es preciso, sobre todo a la vista de su importancia, tomarlo en
consideración. Esto supuesto, lo lógico es observar el procedimiento seguido por el
científico, que se resume en que "hubo de estar familiarizado ya de antemano con los
elipses, los cubos y los cuadrados y sus relaciones a priori". Aquí es donde Hegel ve una
tarea que considera ineludible abordar: explicar el significado y alcance que el apriori
tiene para todo conocimiento científico y desarrollar las categorías en que se expresa.
Emprende esa tarea, como él mismo dice, en la línea iniciada por Kant, que es

81
"fundamento y punto de partida" (Hegel, 1990: 48n), pero es necesario mejorarlo,
poniendo de relieve las categorías del pensamiento, no simplemente en cuanto a su
existencia sino en cuanto que son tales categorías, que no se legitimarán por el hecho de
que se encuentren ya en la tradición, sino porque el pensamiento mismo las ve y, por
tanto, las considera como necesarias.

Es preciso, sobre todo, según Hegel, hacer ver que el apriori del pensamiento guarda
una correspondencia estricta con la realidad. También esto lo comprueba en Kepler,
quien descubre las "leyes inmortales" por las que se rigen los fenómenos, no simplemente
observándolos de manera inmediata, como el movimiento de las estrellas, sino
determinando los hallazgos logrados a priori, mediante su aplicación a los fenómenos. Al
sumergirse en ellos no pierden las leyes su índole propia; por el contrario, son los
fenómenos los que se elevan a un nivel muy diferente de lo que es la inmediatez sensible
y, en cuanto conocidos, aparecen como clarificados en lo que son.

La correspondencia entre el apriori del conocimiento y las leyes de la realidad le abre


a Hegel la posibilidad de llenar de significado la identidad de pensamiento y ser que,
enunciada por Parménides, es la base sobre la que se construye el pensamiento griego, a
la vez que pone en marcha la filosofía occidental en su conjunto. Aquel hallazgo era, sin
embargo, deficiente, no porque no fuera verdad, sino porque era aún relativamente
abstracto e indeterminado. La ciencia moderna y la correspondiente reflexión filosófica
dan un paso más en lo que aquella identidad de pensamiento y ser implica.

Seguro de cómo son las cosas en la ciencia, Hegel reivindica sus exigencias, también
por lo que se refiere al conocimiento de la historia. Pues si la naturaleza del conocimiento
verdadero es en todos los casos la misma también seguirá siendo la misma cuando se
trate del conocimiento de la historia. De ahí que en el texto arriba citado atribuya a
simple ignorancia el hecho de pronunciarse en contra de "las consideraciones filosóficas"
en materia referente al conocimiento de la historia. Para él esto es, además de
inadecuado, sorprendente, porque la Historia como una forma de conocimiento es una
ciencia empírica y la experiencia, en cualquiera de sus manifestaciones, presupone la
aplicación de categorías, cuyo desarrollo corresponde a la filosofía En concreto, el
principio que rige los acontecimientos históricos no es otro que la libertad, según su
formulación tan frecuentemente citada: "La historia universal es el progreso en la
conciencia de la libertad" (Hegel, 1955: 63; Gaos, 74). Hegel en esto coincide en
términos generales con Kant, por tanto no debiera resultar extraño. Pero además, si se
pone entre paréntesis el término "progreso", cabe simplemente preguntarse qué otra cosa
puede el hombre ir buscando en la historia si no es la libertad en su significado más

82
amplio, como es liberarse del hambre y de todo lo que es simplemente negativo.

Si hay una personalidad de relieve y gran formato en la que cabría concretar la


polémica, implícita, de Hegel con los historiadores, ésa es Ranke. Tal vez esa polémica
no se llegó a desarrollar porque los contendientes fueron contemporáneos, pero no
coetáneos, y la diferencia generacional hace que el debate en este caso sea poco menos
que imposible. Pero esa "gigantomaquia" habría podido ser de un interés extraordinario y
haber sentado un precedente saludable para el futuro. Tal vez por faltar esto o algo
similar las reflexiones filosóficas sobre la historia como realidad y la historia como
disciplina académica han seguido trayectorias paralelas y por ejemplo la obra de Ortega y
Gasset, Una interpretación de la Historia Universal no ha encontrado entre los
historiadores el eco que sin duda se merece, mientras que otros debates, que a veces se
presentan con tintes filosóficos, son más bien agitaciones verbales que simplemente se
pierden en el vacío.

Antes de dar por concluido ese apartado quisiera hacer una breve referencia a un
punto del extenso texto de Hegel citado más arriba que no sólo resulta chocante - tal
como es la afirmación de que "la razón domina el mundo" - sino directamente
escandaloso. Me refiero a la afirmación de que la razón o la idea se manifiesta en el
mundo y, sobre todo, que en el mundo no se manifiesta otra cosa que no sea ella misma,
su "gloria' y su "honor". Esto puede resultar escandaloso especialmente hoy día, dadas la
mentalidad y la sensibilidad dominantes, porque a primera vista parece significar que no
existe el mal o no se reconoce su existencia en nombre de un optimismo metafísico sin
restricción alguna.

Por de pronto, se está refiriendo, si tomamos en consideración sus propias


explicaciones sobre su principio: "Lo que es racional es efectivamente real', a lo que es
como debe ser, no a un sinfín de cosas o acontecimientos que en la historia -y en general,
en el mundo - no merecen el nombre de realidad y por tanto ni mucho menos son como
deberían ser (c£ Hegel, 1970b: §6, 47-49 [trad., 105-107]). Aparte de esto, Hegel pinta la
existencia de los males en la historia como pocos lo han sabido hacer, luego reconoce su
existencia y por último, Hegel está en la línea plotiniano-agustiniana de considerar el mal
como privación de bien y por tanto como privación de realidad o lo que es lo mismo
como carencia de una "perfección debida", es decir, de una perfección que,
antológicamente hablando, debería existir y no existe. Esta breve referencia la hemos
introducido aquí para salir al paso de un malentendido demasiado frecuente, acerca del
significado del dominio de la razón en el mundo y en la historia.

83
Pero hay otro aspecto importante que prepara la comprensión de lo que aún tenemos
que decir sobre el sujeto de la historia. En pocas palabras, ésta no es una cuestión
antropológica, pues si bien los individuos juegan un papel esencial y tienen una función
insustituible, la referencia a la razón, que no es - a diferencia de lo que ocurre en Kant -
sólo una capacidad humana, sino un principio que, sin ser ajeno al hombre, le trasciende
metafísicamente, nos pone en la situación adecuada para ver mejor la complejidad de la
pregunta por el sujeto de la historia.

Damos fin a este apartado sobre "el último reducto en la línea de la trascendentalidad
y del lógos", diciendo que el texto de Kant nos ha servido para aclarar que la condición
de posibilidad de la existencia de la historia radica en la naturaleza, en concreto en aquella
dimensión de la misma capaz, como la razón, de trascender "la estructuración mecánica
de sus existencia animal". El texto de Hegel, a su vez, nos ha servido para incorporar la
idea de que si el hombre hace la historia, en cuanto que está dotado de razón y de
libertad, esto implica que en la realidad histórica ha de haber una correspondencia con
planteamientos racionales, es decir, la historia misma ha de tener una estructura racional,
así como queda sugerido igualmente que, si en el empeño de hacer historia, el hombre
como ser racional va buscando la realización de sí mismo, esto tendrá forzosamente que
ver con el asunto de la libertad.

2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos individuales. ¿Quién hace la
historia?

Si decimos que los individuos hacen la historia, de pronto nos surge una duda. Pues el
concepto de individuo se nos presenta de inmediato como de algún modo contradictorio.
Podemos, ciertamente, decir que el hombre, como ser individual -y más si se añade la
connotación de ser personal, libre, etc. - tiene un carácter único, irreducible a cualquier
ser - incluso a los de su propia especie - o a cualquier instancia, por más alta e importante
que sea. Se puede decir eso y se puede mantener sin duda alguna. Se podría afirmar
incluso que es un ser absoluto, en el sentido de que está absuelto de su vinculación a
cualquier otro ser. Pero paradójicamente advertimos también en seguida que el individuo,
solo y de por sí, no es nada. Por de pronto existe, pero no por sí solo, o mejor, en su
origen y radicalidad el individuo llega a la existencia sólo por los demás y sin que, en
referencia a él mismo, tenga sentido alguno decir que es un bien o un mal, un don o un
perjuicio, una gracia para los demás o una desgracia. La afirmación heideggeriana de que
el hombre está arrojado a la existencia (Heidegger, 1963: 135 [trad., 159 y s.]), es bajo el
punto de vista indicado incontrovertible. Cosa distinta es que sea, de antemano, deseado

84
y una vez que ya existe, aceptado, cuidado y respetado. Aquí nos referimos, de
momento, a la precariedad ontológica, que es constitutiva y que, de una forma más
despiadada aún, aparece reflejada en la afirmación calderoniana: "El delito mayor del
hombre es haber nacido" (Calderón de la Barca, 2004: 90). Pero esa condición de
precariedad en el origen se proyecta sobre el curso de la existencia:

La condición de arrojado no sólo no es un "hecho consumado", sino que


tampoco es un factum plenamente acabado. Es propio de la facticidad de este
factum que el ser-ahí, mientras es lo que es, se halla en el arrojamiento -
imWurf- (Heidegger, 1963: 179 [trad., 201]).

Aunque se pinte la vida con los colores más vivamente optimistas y dejando a un
lado todo trazo grueso, valga decir, todo rasgo de patetismo, el hecho innegable es que no
sólo en el origen, sino en cualquier manifestación existencial, el individuo, aparte de
disponer de la capacidad inicial de formarse y llegar a ser él mismo, necesita
absolutamente de los demás y, por tanto, sin ellos, por sí solo no es nada. El lenguaje, la
cultura, el con junto de posibilidades para organizar y vivir su propia vida es algo que él
se encuentra y que él ni siquiera puede recibir sin los otros. De nuevo la caracterización
ontológica que ofrece Heidegger es difícilmente refutable:

El mundo del ser-ahí es un mundo en común. El ser-en es un ser-con los


otros. El ser en sí intramundano de éstos es el ser-ahí-con (1963: 118 [trad.,
144]).

El ser-ahí-con queda sólo intramundanamente abierto para un ser-ahí y así


también para los seres-ahí-con, porque el ser-ahí es esencialmente un ser-con
(1. c. 120 [trad., 1451).

El ser-ahí propio sólo es ser-ahí-con en el encuentro para otros, en la


medida en que tiene la estructura esencial del sercon (1. c. 121 [trad., 146]).

Esta jerga heideggeriana es, en este como en otros casos, solamente soportable en
tanto en cuanto acentúa la radicalidad con que cada ser humano se encuentra
esencialmente abierto a los demás, lo cual implica que está constitutivamente necesitado
de ellos. Es un tema sobre el que en su día se escribió mucho por parte de diferentes
autores y como es natural, con muy variados matices (Beber, 1923; Schütz, 1932;
Sastre, 1943), aparte de lo que representa la obra de Husserl también en esta cuestión.

En definitiva, lo que básicamente se quiere decir, por un procedimiento o por otro, es

85
que todo individuo depende esencialmente de los demás y que tal dependencia tiene su
raíz en que cada individuo se encuentra constitutivamente abierto a establecer relaciones
con otros hombres, así como que esto es tanto más necesario cuanto que el individuo
nace cada vez más desconectado de vínculos establecidos de antemano "por naturaleza".
Éste es uno de los presupuestos en el tratamiento de la relación entre el individuo y el
sistema (cf. Fischer, 2000). El desarraigo que, como hemos visto, es uno de los
problemas desde los que hay que entender la cuestión misma de la historicidad y su
alcance, es un dato obvio que viene dado con el desarrollo mismo de la vida.

Pero siendo cierto ese ser-con constitutivo de que habla Heidegger en Ser y Tiempo
conviene, sin embargo, precaverse de un riesgo que puede darse en la interpretación,
consistente en ver el ser del individuo como disuelto en su ser-con. Nos exponemos
entonces a negar dicho ser del individuo. Para eludir ese peligro es necesario entender la
referencia de una forma recíproca, lo que quiere decir que mi referencia a los demás es
correlativa a la referencia de los demás a mí. Según esto, el ser del individuo no queda
vacío de su propio ser por el hecho de estar esencialmente relacionado a los demás,
porque mi apertura hacia los otros es correlativa de la apertura de los demás a mí y por
consiguiente el vaciamiento que implica la relación a los demás no es pensable sin mi
donación a ellos. Más aún, el hecho de estar necesitado de los otros implica que
necesidad o indigencia llegue a su satisfacción y por este camino al cumplimiento o
realización plena de uno mismo; y en consecuencia el sentido de la apertura a los demás
es en último término la reafirmación de uno mismo en su ser propio.

Sin embargo, aun esto es insuficiente, al menos porque es, contra lo que a primera
vista pudiera parecer, abstracto y pudiera diluirse en un nuevo e inconsistente juego de
palabras. La coexistencia con los demás se concreta en toda una red de relaciones de
mayor o menor proximidad, de mayor o menor importancia que no siempre corre
paralela a la proximidad. A veces lo lejano es más importante que lo cercano. Pero
además, las relaciones, una vez que se realizan, quedan establecidas, de forma que el
individuo no puede poner o quitar sus relaciones ad libitum. Incluso si las relaciones se
quiebran, y en este sentido desaparecen, queda siempre el vacío, la huella negativa de las
mismas que, a veces, las hace tanto más vinculantes.

Con todo, esto no es lo más relevante para nuestro tema. Relevantes son sobre todo
las relaciones interpersonales, que o bien poseen este carácter porque son previas y el
individuo nace en ellas y desde ellas crece, o bien surgen como resultado de las
conexiones que el propio individuo se va forjando. Tengan un origen u otro - algunas de
ellas es como si hubieran estado allí desde siempre - el hecho es que tienen un gran peso

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sobre nuestra existencia y difícilmente las podemos eludir. Heidegger ha descrito este
fenómeno mediante el concepto del uno o del se (man) de una forma que se ha hecho ya
clásica. Valga, entre otras posibles, la muestra siguiente:

Sin llamar la atención y sin que se lo pueda constatar, el uno despliega una
auténtica dictadura. Gozamos y nos divertimos como se (man) goza; leemos,
vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga; pero también
nos apartamos del "montón" como se debe hacer; encontramos "irritante" lo
que se debe encontrar irritante. El uno, que no es nadie determinado y que son
todos (pero no como la suma de ellos), prescribe el modo de ser de la
cotidianidad (Heidegger, 1963: 126 y s. [trad., 1511).

Es uno de los diagnósticos más logrados de lo que nos ocurre a diario, incluso
cuando queremos enfrentarnos deliberadamente a esta falta de autenticidad. De ahí que
haya encontrado eco reiteradamente. El análisis sigue siendo válido, por más que hoy se
lo silencie más bien, pero es de temer que ese olvido sea interesado o bien signo de
impotencia, en cuanto que "la dictadura de la publicidad" ha llegado a adquirir carta de
naturaleza.

En la existencia cotidiana el individuo no obra por su decisión propia, libre


y responsable, sino que él es empujado y guiado por el influjo inaprensible e
imperceptible del se (man). Piensa como se piensa, obra como se obra. En la
colectividad anónima de este se queda allanada toda singularidad del individuo;
todo se ha hecho uniforme bajo la coacción del poder invisible e irresistible. El
hombre no es de ningún modo él mismo, sino que en él vive el se (Bollnow,
1960: 50).

De "colectividad anónima" habla Bollnow interpretando a Heidegger que


significativamente precisa que el uno o se (man) "son todos (pero no como la suma de
ellos)". Con otras palabras, aquí nos vemos confrontados con lo que, como resultado de
ello, es la masa. El ser del individuo, en cuanto que rebasa sus propios límites, se
proyecta, de forma constitutiva en el ser-con, en la coexistencia con los demás. Y este
ser-con tiende a perder sus perfiles definidos y establecidos. Basta con que se le brinde la
oportunidad. No podrá hacerlo en pequeñas comunidades, circunscritas a los límites de
una aldea. Pero el mismo hombre que ayer se trasparentaba con sus vecinos, con quienes
lo había compartido todo: juegos, escuela, formación religiosa, formas de trabajo y
costumbres de vida, puede dar el paso, mediante su entrada e integración en la ciudad -
sobre todo si ésta es grande - a un modo de ser distinto, como consecuencia de formas

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de vida muy diferentes. El cambio puede realizarse de forma instintiva, bien por una
especie de adaptación espontánea, en el mejor de los casos, bien por una coacción, que
puede no ser estridente, pero que al mismo tiempo puede inocularse lentamente en el
comportamiento del individuo de manera tanto más eficaz. Hay algo que facilita las
cosas: la llamada intimidad, sin duda un gran valor y, por parte del nuevo ambiente, el
respeto a la vida privada. Es un fenómeno que tiene lugar cuando el individuo necesita
adaptarse, lo cual ha ocurrido muy frecuentemente en países altamente industrializados
debido al trasvase masivo del campo a la ciudad. Que esto ha traído cambios traumáticos
es bien sabido. Pero es un hecho que se menciona aquí en relación con la formación de
la "masa", en la que el individuo, por más que quiera mantener, si lo intenta, su modo de
ser, desaparece de algún modo en el anonimato y pasa a formar parte de una colectividad
anónima. Cuando el individuo nace en medio de una colectividad de esta índole está ya
adaptado de antemano, puesto que ése es su mundo.

Ortega y Gasset describió ya, más o menos por las mismas fechas que Heidegger, un
fenómeno que continúa siendo determinante: Vivimos bajo el brutal imperio de las masas,
sentencia Ortega (1998: 137). Aunque sugiere una valoración positiva, no es simplemente
así:

Rechazo... toda interpretación de nuestro tiempo que no descubra la


significación positiva oculta bajo el actual imperio de las masas.. .Todo destino
es dramático y trágico en su profunda dimensión... En el nuestro, el
ingrediente terrible lo pone la arrolladora y violenta sublevación moral de las
masas, imponente, indomable y equívoca, como todo destino (1998: 139).

Esa significación positiva puede concretarse, al menos bajo uno de los aspectos, en
que la vida del hombre ha crecido "en la dimensión de la potencialidad" (1. c., 157), en el
orden intelec tual o en el de los placeres. Sin embargo el carácter equívoco de la situación
se muestra en que el hombre está expuesto a riesgos muy graves, tanto más si no logra
dar con el camino adecuado, que no puede ser otro sino el que viene impuesto por la
exigencia de "ajustarse a la verdad". En el contexto en que recuerda la esencial
importancia de la verdad, hace referencia a un fenómeno que se da bajo el imperio de las
masas y que naturalmente no es en sí mismo positivo:

Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en


Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón,
sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo
nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la

88
manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse
resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello (1. c., 185 y s.).

Lo que está claro es que la masa detenta un extraordinario poder, que se hace notar
en todas las manifestaciones de la vida. La relación entre masa y poder fue objeto en su
día de un penetrante estudio por parte de E.Canetti, al cual nos vamos a referir
brevemente, por cuanto el tema que nos ocupa es determinar el sujeto de la historia, que
no puede quedar circunscrito al ámbito individual, toda vez que la presencia y el peso de
la colectividad son ineludibles. Canetti menciona varias propiedades de la masa, que
tienen, todas en conjunto y cada una de ellas en particular, como nota característica la de
referirse a la masa como un ser vivo que posee su propia consistencia y que, dotada de
una estructura y de una finalidad determinadas, sabe muy bien qué quiere y cuáles son
sus objetivos.

1. La masa siempre quiere crecer. Es decir, no quiere crecer ateniéndose a un


modelo y a una medida determinados, de forma que haya unos límites predeterminados,
que la masa no puede ni pretende rebasar. Por el contrario, "a su crecimiento no le están
impuestos límites por naturaleza". Tanto es así que incluso allí donde se establecen
límites con el fin de conservar y salvaguardar a masas "cerradas", que tienen objetivos
preci sos y determinados y se fundan y atienen por tanto a las instituciones
correspondientes, "siempre es posible el estallido de la masa y de hecho se produce de
tiempo en tiempo". No hay por ello forma de impedir de manera definitiva el crecimiento
de la masa.

2. Dentro de la masa domina la igualdad. Entiende Canetti que ésta es una propiedad
absoluta e indiscutible, nunca puesta en cuestión por la masa misma. Hasta tal punto esto
es así que podría definirse la masa como "un estado de absoluta igualdad", que de suyo
no tolera diferencia alguna entre sus miembros. Ése es el presupuesto de sus propias
normas. La "vivencia de la igualdad" es tan radical que de ella emanan todas las
exigencias de justicia y las mismas teorías de la igualdad.

3. La masa ama la densidad. Aspira a la máxima densidad posible. Nada se le debe


interponer ni desde dentro ni desde fuera de ella misma. Éste es el modo de que pueda
gozar de la mayor firmeza. Como esta densidad constituye un fin en sí mismo la masa no
debe tener nada que le haga frente y, al contrario, tenderá a imponerse de forma absoluta
e irreversible, incluso sin sopesar que sus decisiones en este sentido puedan tener
consecuencias negativas para ella misma. "El sentimiento de la máxima densidad lo tiene
en el instante de la descarga", una afirmación que naturalmente sugiere que la masa no se

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detiene incluso ante las mayores catástrofes que pudiera provocar.

4. La masa necesita una dirección. Como organismo vivo que es, la masa ha de estar
siempre en movimiento y moverse además hacia algo determinado. La dirección ha de
ser común a todos los miembros y tiene además la función precisa e irrenunciable de
fortalecer el sentimiento de igualdad. De ahí que en orden a lograr el fin común, "que
está fuera de cada individuo y que coincide para todos", no merezcan consideración
alguna, sean incluso neutralizados o directamente destruidos "los fines privados y
desiguales, que serían la muerte de la masa". Ésta no puede subsistir sin fines
determinados, los necesita perentoriamente porque la impulsa a ello el miedo a su propia
descomposición. "La masa subsiste mientras tenga una meta inalcanzada". Pero, aparte
de verse impulsada a proponerse incesantemente metas, la masa tiene en sí "una
tendencia oscura a moverse, que conduce a forma ciones de orden superior y nuevas". El
significado de tendencia oscura no se nos explica aquí.

Puede tratarse de que la meta de la tendencia es latente o implícita y en


ese sentido desconocida, pero puede tratarse, además, de que la tendencia y su
movimiento lleva ciegamente, con la fuerza de un destino, a metas imposibles
de predecir racionalmente, pero ciertas con seguridad sonámbula (Canetti,
1980: 30 y s.).

Mi referencia al concepto de masa tiene que ver únicamente con la cuestión del
sujeto de la historia. Tal como en ocasiones se presenta dicho concepto puede tenerse la
impresión de que sólo él es el verdadero factor determinante y de que el individuo se
limita a ser su reproducción, réplica o intérprete, en cualquier caso una entidad
secundaria, supeditada a lo que la masa prescribe e impone. Pero esta relación no es tan
sencilla y unilateral. Por de pronto el individuo es capaz de objetivar el concepto de masa
y, por consiguiente, de distanciarse frente a él, de adoptar una determinada actitud, de
liberarse en este sentido frente al mismo. Esto no sólo lo pueden hacer un intelectual y
sus lectores. Pueden hacerlo también quienes hipotéticamente se encuentran en una
situación similar, es decir, quieren pensar por sí mismos. De hecho, el intelectual que
habla de la masa se siente sin duda movido a hacerlo porque de antemano ha percibido
que la situación es más o menos como él la describe.

La colectividad impregna a todos los individuos y nadie puede considerarse


completamente ajeno a su influencia, por más que le parezca que es así. Cada uno puede
en un momento de lucidez darse cuenta de que su comportamiento responde a modelos y
arquetipos que le vienen prefijados por la masa que en este sentido, como dice Ortega,

90
es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se
diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico (1998: 132).

Respecto a cómo un determinado movimiento colectivo se ha ido inoculando en los


individuos se puede hablar de una espe cie de contagio, que puede parecer en ocasiones
que se produce de pronto, pero que en la mayoría de los casos es fruto de un proceso,
que viene actuando sin que la mayoría se dé cuenta de ello. Hegel describió este
fenómeno acertadamente en lo referente al fenómeno de la Ilustración, que como tal
puede ser tanto más significativo, puesto que al concepto de ilustración asociamos la idea
de que cada uno puede y debe pensar por su propia cuenta, según la caracterización
conocida que de ella había hecho el propio Kant en su breve escrito de 1783 bajo el
título: Respuesta a la pregunta: qué es la ilustración:

Ilustración es el abandono por parte del hombre de su minoría de edad, de


la que él mismo es culpable. Minoría de edad es la incapacidad de servirse de
su entendimiento sin la dirección de otro (Kant, 1964b: 9, 53).

Hegel precisa, influido en esto tal vez por Diderot, que los individuos asumen la idea
de servirse de su inteligencia llevados a ello por algo que les viene de fuera y que es una
especie de contagio al que no pueden resistir:

La comunicación de la pura intelección puede compararse... a una


expansión tranquila, o difusión, como de un aroma en una atmósfera sin
resistencia. Es una penetrante infección, que no se hace antes observable
como algo contrapuesto frente al elemento indiferente en que se insinúa y que,
por tanto, no puede ser rechazada. Sólo cuando la infección se ha difundido
ya, es para la conciencia, que se confió despreocupada a ella... Así pues, tan
pronto como la pura intelección es para la conciencia ya se ha difundido; la
lucha en contra de ella delata la enfermedad acaecida; es ya demasiado tarde,
y todo medio no hace más que agravar la enfermedad, pues ha calado en la
médula de la vida espiritual... Siendo ahora un espíritu invisible e
imperceptible, penetra a través de las partes nobles hasta el tuétano y no tarda
en apoderarse a fondo de todas las vísceras y de todos los miembros del ídolo
carente de conciencia (Hegel, 1988: 359 y ss. [trad., 320 y s.]).

El texto habla por sí solo, a la vez que sugiere bastantes consideraciones, aparte de la
que ya hemos hecho más arriba a pro pósito de la cita de Kant. Aquí sólo haremos
alusión a otro aspecto, el que en concreto se deriva de la forma en que el sujeto es

91
objetivado. Hegel no es menos ilustrado que Kant. Más aún, se vio, por las
circunstancias de su formación, inmerso de lleno en el movimiento de la Ilustración, de
modo que podía aludir, por experiencia propia, al aroma que se propaga sin encontrar
resistencia y al contagio, tan imperceptible como inevitable. Pero la forma en que Hegel
plantea y desarrolla su reflexión sobre la Ilustración le posibilita liberarse de ella, lo cual
significa tanto como asimilarla y superarla a un tiempo.

Esto es paradigmático respecto a la influencia de la colectividad sobre los individuos


en el sentido siguiente. Hay, por así decirlo, un contagio de arriba hacia abajo en cuanto
que lo común influye en mayor o menor medida, y muchas veces de forma apenas
perceptible, en cada una de las manifestaciones, de las formas de ser y de hacer de los
individuos. Pero hay también un movimiento que va de abajo hacia arriba y que surge de
conciencias individuales, haciéndose extensible a otras y así indefinidamente a más y más
conciencias, a más y más hombres concretos, de carne y hueso, hasta constituir, en
ocasiones sin que haya sido la intención inicial, un gran movimiento que, ahora sí,
aparece como dotado de autonomía y de peso propios con influencia directa en los
individuos.

Hay además otros dos aspectos principales: por una parte, la colectividad, la masa
puede tener - de hecho muchas veces tiene- una influencia enorme, incluso brutal y
destructiva sobre los individuos. Pero al fin, éstos son justamente eso: individuos y, como
tales, irreductibles, lo que implica que cada uno de ellos tiene su modo de ser propio y
también - cuando logra la autonomía, a la que por el desarrollo normal de su naturaleza
está llamado - su forma de pensar y de actuar inconfundibles. Por eso hay que repensar
el concepto de homogeneidad o de uniformidad. Existen sin duda contenidos
homogéneos, que como tales tienen una identidad cerrada y un perfil definido, son por
ello los mismos. Pero la forma como se encuentran en los individuos es, en cada caso,
diferente, al igual que una moda es la misma y cada cual la luce a su manera.

Este sello propio e inconfundible lo posee cada individuo, antes incluso de su


formación o de lo que se suele entender por tal. Por eso, como supo ver Hegel, un pobre
pastor o labriego, sea o no analfabeto, posee toda la dignidad humana, entre otras cosas
porque en las cosas esenciales de la vida, especialmente en las que tienen que ver con la
suya propia sabe muy bien lo que tiene que pensar y lo que debe hacer (Hegel, 1955:
109).

El segundo aspecto es que dentro de lo que es la masa hay matices netamente


diferenciados, como son el económico, el social, el político, el personal o el religioso. La

92
mayoría de los seres humanos de un país apenas pueden tener más que vagas opiniones
sobre las leyes que rigen la economía, la complejidad de la vida social en la que estamos
inscritos, el contradictorio funcionamiento de la política, etc. Pero sí creemos saber
quiénes somos cada uno. Que lo creamos, que tengamos una determinada idea de
nosotros mismos, es lo importante, al margen de que el camino hacia el conocimiento de
nuestra auténtica personalidad nunca puede estar definitivamente cerrado. No parece
exagerado afirmar que aún hoy sigue siendo cierto que, en medio de las sombras que
rodean su vida, todo hombre tiene claro quién es y que ese su ser merece de antemano
un reconocimiento absoluto. Éste es un factum que es idéntico con el sentimiento de la
propia vida y por esa razón la lucha por el reconocimiento es una "lucha a vida o muerte"
(Hegel, 1988: 130 [trad., 116]). Como este reconocimiento está de antemano dado sólo
como "concepto", es decir, como algo que está llamado a hacerse efectivamente real,
pero sin serlo aún, la lucha es, de una u otra forma, inevitable. Y parece que la vida,
valga decir, la historia no ha dado de sí cosa mejor.

Hay otro círculo de cuestiones y problemas que no se puede decir que pertenezcan
al ámbito estrictamente individual, pero sí son proyección del individuo, en cuanto que se
siente responsable de la vida o del bienestar de otras personas: familiares, amigos,
personas a las que se siente unido con lazos profesionales, etc. Esta responsabilidad
acentúa tanto más la importancia del individuo y su papel insustituible si es recíproca,
porque los lazos si se anudan por ambos extremos son más fuertes y por tanto más
difíciles de romper también.

La diferenciación de dimensiones que son determinantes en la vida humana obliga


además a tomar en consideración la importancia que pueden tener las convicciones en
cada caso concreto. Las convicciones de un experto en materia económica pueden ser
muy importantes para él y lo serán también objetivamente si son ampliamente aceptadas
y mucho más si se aplican y tienen un resultado positivo; pero en todo caso esas
convicciones son revisables y pueden por tanto ser modificadas. Ocurre algo similar con
las teorías científicas que, aparte de surgir después de un largo proceso de planteamiento
y discusión de hipótesis, necesitan a la postre una confirmación experimental, que
siempre está sometida a revisión.

El individuo puede ser y sentirse el mismo defendiendo estas o aquellas ideas o


incluso renunciando a algunas de ellas si en un momento dado las ve como inviables. No
ocurre esto con todo tipo de convicciones, como las religiosas o las morales. Hegel que
tiene muy presente que los individuos se prestan fácilmente a seguir instintivamente,
como miembros de una colectividad, a los "grandes individuos de la historia universal" y

93
que en determinados aspectos se ven simplemente reducidos a la índole de medios, no
duda al mismo tiempo en reconocer en esos mismos individuos la existencia de
dimensiones que tienen un carácter absoluto y, como tales, se sustraen a una simple
función medial:

Si consentimos en ver sacrificadas las individualidades, sus fines y su


satisfacción; si admitimos que la felicidad de los individuos sea entregada al
imperio del poder natural, y por lo tanto de la casualidad, a que pertenece; si
nos avenimos a considerar los individuos en general bajo la categoría de los
medios, hay sin embargo un aspecto en ellos que nos resistimos a contemplar
sólo desde ese punto de vista, incluso frente a lo más elevado, porque es algo
que en ellos no es en modo alguno subordinado, sino en sí mismo eterno y
divino. Es la moralidad, la eticidad, la religiosidad... El hombre es fin en sí
mismo por lo divino que hay en él; lo es por eso que ha sido llamado desde el
comienzo razón y, por cuanto ésta es activa en sí y determinante en sí misma,
la libertad. Y decimos, sin poder entrar aquí en ulteriores desarrollos, que
religiosidad, eticidad, etc. tienen precisamente en eso [en la razón y en la
libertad] su suelo y su fuente y por consiguiente son superiores por sí a la
necesidad y a la casualidad externa. Pero no ha de olvidarse que sólo hablamos
aquí de moralidad, eticidad, religiosidad, por cuanto existen en los individuos,
y por consiguiente, por cuanto están entregadas a la libertad individual (Hegel,
1955: 106 y s.; Gaos, 97 y s.).

Este texto suscita bastantes cuestiones en las que no vamos a entrar. Sólo quisiera
mencionar que la consideración del hombre como fin absoluto tiene que ver, en la forma
concreta en que Hegel lo entiende, entre otras cosas, con la importancia determinante del
Cristianismo y con la subjetividad como principio (c£ Álvarez Gómez, 2004: 239 y s.).
Aquí lo que me importa destacar es el relieve y la importancia que para Hegel tiene el
hombre individual, lo cual es tanto más destacable cuanto que aún es relativamente
frecuente la opinión de que en la concepción general de Hegel el individuo como tal no
cuenta o tiene a lo sumo un papel muy secundario. Pero sobre todo lo aduzco porque en
relación con el tema que estamos tratando Hegel no es un testigo sospechoso, puesto que
la valoración altamente positiva del individuo corre paralela con una valoración no menos
positiva de lo universal. La conjunción de ambas dimensiones es una cuestión aparte en
la que ahora no corresponde entrar (c£ Álvarez Gómez, 2002: 115 y ss.).

Abordando directamente la pregunta por el sujeto de la historia desde lo que hemos


venido viendo, es preciso decir en conclusión lo siguiente: a) los individuos son un factor

94
determinante, por más que en ellos estén presentes y actuantes elementos de carácter
universal o simplemente colectivo. Los individuos no se limitan a ser vehículos
transmisores de estos elementos o simples medios de su realización. Por el contrario,
gracias a la iniciativa que despliegan los individuos y sobre todo a su libertad, lo que es
genérico, por más peso que tenga, se ve forzado a modificarse y abrirse a nuevas
perspectivas. b) No menos esencial, sin embargo, es lo colectivo, sobre todo si presenta
ese marchamo impersonal y opaco de la masa. Ni el individuo es mero medio, ni
tampoco lo colectivo representa algo así como un depósito de contenidos, de los que los
individuos pueden disponer. Son por el contrario una serie de fuerzas, de poderes que
nos traen y nos llevan, nos frenan o nos estimulan, nos iluminan o nos ciegan. En todo
caso, son lo que son y actúan como corresponde a su ser. Son poderes que están en
nosotros y que no es posible eludir. Son a veces tanto más eficaces cuanto
paradójicamente mayor sensación tenemos de ser nosotros quienes actuamos. c) Sujeto
es el individuo, sujeto es también la masa, pero el verdadero sujeto es el hombre, que es
tanto individuo como "superindividuo" - en ningún caso superhombre-, tanto universal
como individual.

Que en el ser hombre comienza y acaba, se origina y sucumbe, tiene su inicio y


también su esplendor el ser sujeto de la historia parece obvio desde el momento en que
sin el hombre no existe el fenómeno histórico que incluye tanto el acontecer como la
narración interpretativa del mismo. El animal, por más elevado que se encuentre en la
escala zoológica, por más perspicaz que sea su "espíritu", no tiene historia porque no nos
ha dejado -y presumiblemente no nos va a dejar - una interpretación de sí mismo, nos
deja huellas, pero no vestigios. Y probablemente ésta es una de las diferencias que
señalan un límite infranqueable entre el hombre y el animal (para una discusión sobre
este tema en general, c£ Perler y Wild, 2005).

No obstante, hay en el hombre algo que le impulsa a autotrascenderse y que sin


dejar de pertenecerle le desborda. Antes nos hemos referido a la naturaleza y a la razón
al hilo de textos de Kant y de Hegel respectivamente. Hay otros conceptos paralelos a
éstos como la "esencia originaria" que se revela en la historia según Schelling. De alguno
de ellos se hablará a lo largo de esta exposición, bajo el punto de vista de algo en lo que
el hombre está enraizado o hacia lo que está proyectado y que sin ser idéntico con él no
es tampoco diverso de él.

Que el sujeto de la historia es el hombre en cuanto aúna en sí esa doble dimensión


de individualidad y de universalidad, con ser algo cierto, es sin embargo indeterminado,
puesto que el resto de actividades humanas supone también esa conjunción de momentos

95
o dimensiones, que por tanto habrá de irse concretando al exponer las categorías por las
que se estructura el acontecer. Por otra parte el hecho de que esas dos dimensiones estén
aunadas en el hombre no significa que esa unión sea armónica. Por lo que se sabe, tal
armonía no ha existido nunca, especialmente en el campo de la historia, en el que la
guerra y la devas tación han sido elementos siempre presentes y determinantes del
proceso del acaecer. Y el problema, si se trata de cómo espantar el fantasma de la guerra,
no presenta hoy una solución más fácil que en el pasado, porque los equilibrios entre los
diferentes factores que están en juego son extremadamente frágiles.

Limitándonos al planteamiento por el que hemos optado se advierte que la situación


es notablemente paradójica, pues por una parte los individuos se reafirman cada vez con
más energía, en cuanto que van cobrando progresivamente conciencia y sentimiento de sí
mismos, de lo cual es muestra el debate en torno a los derechos humanos (c£ Tugendhat,
Lohmann, Wildt, Wellmer, Okin, Shul, en Gosepath y Lohmann, 1998, respectivamente,
48 y ss.; 62 y ss.; 124 y ss.; 265 y ss.; 310 y ss.; 343 y ss.). Por otra parte, el peligro
que tenemos todos de vernos envueltos en una conflagración mundial, sin que
individualmente podamos hacer nada para evitarlo, sigue existiendo, si no es mayor aún
que en las pasadas décadas.

¿Quién hace en conclusión la historia? El hombre, que no es nunca ni sólo individuo


ni sólo entidad colectiva, ni sólo un ser egoísta ni sólo ser social, ni sólo político o
religioso. Es el hombre como intersección de lo uno y de lo otro, de ser individual y de
ser comunitario, así como co-presencia en él de muy diferentes elementos: el económico,
el lingüístico, etc. ¿Quién pasó el Rubicón? Julio César sin duda, pero él con sus legiones
y porque la situación en Roma le era propicia. Y al revés: ¿qué o quién está detrás de un
estado de opinión, que parece anónima? Sin duda grupos de interés - poderes fácticos-,
protagonizados por determinadas personas.

2.4. Lo contingente en la historia y la ineludible referencia a las categorías

Al hablar de la historia pensamos en acontecimientos que existieron y adquirieron una


configuración determinada, pero pensamos también que esos acontecimientos pudieron
no haber existido o haber resultado de otro modo o haberse logrado sólo a medias. Con
esta actitud mental ante el pasado, el concepto heideggeriano de "repetición"
(Wiederholung), que toma de Kierkegaard, cobra importancia. El hombre, como ser-ahí,
puede retrotraerse en la historia y verse a sí mismo en una situación del pasado, en la que
se generaron determinados acontecimientos. De cara ante tal situación el hombre piensa
que, al igual que se produjeron estos hechos, pudieron haberse producido otros, porque

96
había en aquel momento o instante (Augenblick) otras posibilidades latentes que han
quedado ocultas. Ése es el juego del pensamiento con el pasado al que nos sentimos
atraídos, presuntamente porque creemos que las cosas pudieron - tal vez debieron - ser
de otro modo. Lo que no se le ocurre a Heidegger es pensar que nos es posible
colocarnos ante el pasado desde un momento temporal que no sea el presente, como si
fuera posible considerar como no existente lo ocurrido entre el momento en cuestión y el
actual o como si pudiéramos comenzar de nuevo. Esto que a modo de sugerencia
mencionamos simplemente aquí nos corresponde verlo detenidamente en su lugar. Nos
interesaba ahora referirnos a que algo que se baraja como vaga posibilidad por parte del
pensamiento cotidiano ha sido objeto de seria reflexión filosófica (cf. Thurnher, 2000: 60
y s.).

Pensar que acontecimientos del pasado podrían no haber existido o haber sido de
otro modo equivale a pensar que esos acontecimientos son contingentes. Del paso del
Rubicón se sigue hablando porque se considera muy importante: César consiguió lo que
se proponía, tal vez mucho más de lo que él era capaz de imaginarse, en cuanto que su
decisión - se cree - cambió el curso de la historia o le dio un nuevo giro, en cuyas
consecuencias él difícilmente podía pensar. Pero también queda en el aire la pregunta
sobre qué habría acontecido si César no toma esa decisión, o la toma en circunstancias
adversas, o si la decisión la toma otro y la lleva a cabo de forma desafortunada. Sobre la
batalla de Cannas vienen a la imaginación preguntas similares: ¿qué habría acontecido si
ganada la batalla, decide Aníbal atacar directamente Roma y desarticula la estructura
entera del enemigo? ¿Cabe pensar que el futuro de Occidente habría sido totalmente
distinto? En lo que fue la guerra de los cristianos contra los musulmanes en la Península
Ibérica se considera - esto es un tópico - que la batalla de la Navas de Tolosa en julio de
1212 tuvo una impor tancia decisiva, aunque esto algunos expertos lo matizan y bajo
algún punto de vista lo cuestionan, sin negar en todo caso que sí fue importante (c£
García Fitz, 2005: 537 y ss.). Cabe aquí también pensar en la posibilidad opuesta, es
decir, en que el islam hubiera ganado, posibilidad sustentada en que su poder continuó
siendo estable durante bastantes años después de aquella batalla. En lo que fue y
representó -y sobre todo en las consecuencias que tuvo - el Tercer Reich continúa siendo
habitual relacionar este fenómeno con la persona de Hitler. Cabe aducir que en la medida
en que esto se considera vinculado esencialmente a una persona nada parecería más
contingente, pues contingente es por principio toda persona. Si además se tiene en cuenta
que determinados comportamientos, como el de Papen y otras "decisiones fatídicas"
(Evans, 2005: 326 y ss.; 329 y ss.), podían no haberse producido, la llegada de Hitler al
poder habría sido imposible o, cuando menos, muy improbable.

97
Lo anterior hace referencia, en términos generales, a una forma de pensar habitual
por parte de quienes no son expertos en historia y también a veces de historiadores de
profesión. De hecho la forma como hoy se entiende la llamada "memoria histórica' se
apoya con frecuencia en el juego de las posibilidades latentes del pasado. Podemos
pensar que todo en la historia ha sido contingente, en el sentido de que, al igual que
aconteció, pudo no acontecer. Y sin embargo es real, tanto que está ya ahí con carácter
definitivo y no se puede "desrealizar" en modo alguno. Es más o menos importante y
está más o menos presente - aunque no se puede establecer una equiparación entre
ambas cosas-, pero en cualquier caso su carácter radicalmente real - absoluto en este
aspecto - es innegable. Ya nada ni nadie lo podrá borrar. Como reza un adagio latino:
factum nequit fieri infectum. Tal vez tenga que ver con esto también la referencia bíblica
al libro de la vida (c£ Daniel 12,1) en el sentido genérico de que ya nada de cuanto ha
acontecido puede desaparecer. Aunque la mayoría de ellos se hundan en el olvido de la
conciencia finita, para la conciencia infinita todo absolutamente va a estar presente y esto
es la máxima garantía de su indefectible realidad.

Pero qué significa que la historia tiene carácter real. Al margen del aspecto que
acabamos de mencionar, según el cual todo lo acontecido, por irrelevante que sea, es
indeleble, hay otro aspecto que vincula lo que simplemente ha acontecido con aquello
que se convierte en objeto de narración interpretativa, porque se entiende que para el
hombre, desde la perspectiva en que se reflexiona sobre ello, tiene un significado
relevante, si bien es obvio que sobre esto se ha frivolizado mucho y a cualquier hecho se
le pone la etiqueta de histórico, aunque poco después desaparezca definitivamente de la
conciencia. Admitiendo que es preciso reconocer una cierta flexibilidad en la valoración
que adjudica un significado relevante a los acontecimientos, mantenemos que ése es el
criterio orientador para reconocer si lo acontecido merece o no el calificativo de histórico.
Hechas estas consideraciones previas expondremos las categorías a las que nos lleva la
consideración de lo histórico en cuanto acontecimiento contingente.

2.4.1. Carácter real de la historia

No siempre ha merecido la historia una consideración filosófica, por su carácter


contingente, efímero y también mudadizo, que es como parece que es preciso entender la
valoración aristotélica de que la historia ni en su significado objetivo ni en el subjetivo -
es decir, en cuanto que se refiere a los sucesos como tales o en cuanto que expresa más
bien la narración de los mismos - remonta el ámbito de lo particular, lo cual implica que
no tiene un contenido universal y por tanto no puede ser objeto de una consideración

98
científica. Refiriéndose propiamente a la poesía hace Aristóteles, por contraste, una
consideración sobre la historia:

Y también resulta claro por lo expuesto que no corresponde al poeta decir


lo que ha sucedido (tia Ysvóµsva), sino lo que podría suceder, esto es, lo
posible según la verosimilitud o la necesidad. En efecto, el historiador y el
poeta no se diferencian por decir las cosas en verso o en prosa (pues sería
posible versificar las obras de Herodoto, y no serían menos historia en verso
que en prosa); la diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido, y el otro,
lo que podría suceder. Por eso también la poesía es más filosófica y ele vada
que la historia; pues la poesía dice más bien lo general (ti(X xaOóñov), y la
historia, lo particular (ti(X xai' Es general a qué tipo de hombres les ocurre
decir o hacer tales o cuales cosas verosímil o necesariamente, que es a lo que
tiende la poesía, aunque luego ponga nombres a los personajes; y particular,
qué hizo o qué le sucedió a Alcibíades (Aristóteles, 1974: 9, 145la 36-39;
145lb 1-7, 156-8).

Antes de hacer una breve consideración sobre este texto, quisiera citar otro que se
encuentra líneas adelante en este mismo apartado:

De esto resulta claro que el poeta debe ser artífice de fábulas O más que
de versos, ya que es poeta por imitación e imita las acciones. Y si en algún
caso trata cosas sucedidas, no es menos poeta; pues nada impide que algunos
sucesos sean tales que se ajusten a lo verosímil y a lo posible (Svvati(x), que
es el sentido en que los trata el poeta (op. cit. 145lb 28-32, 160).

Sobre estos textos quisiéramos hacer las siguientes consideraciones. De una parte
cabe preguntar por qué para los griegos no tuvo la historia el peso que fue adquiriendo a
lo largo del período moderno. Aunque éste es un tema para debatir y que presenta
diferentes caras y aspectos, al menos se pueden proponer dos hipótesis probables. La
primera es que tomando pie en el texto de Kant, previamente citado, según el cual "la
naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo todo aquello que
sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal' (Kant, 1964d: 9, 36 [trad.,
7]), este principio se ha desarrollado hasta tal punto, como consecuencia sobre todo del
progreso de la ciencia y de la técnica, que el hombre tiene que buscar en aquello mismo
que él hace, no los criterios y las normas, pero sí su configuración concreta en el campo
de lo que él mismo hace. Por ello la historia se ha ido convirtiendo en algo que, más allá
de un simple elenco de sucesos, proporciona posibilidades ineludibles para orientarse en

99
la vida. De ahí el sentido profundo del siguiente texto de Ortega:

En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [...] historia. O
lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia - como res
gestae - al hombre. Una vez más tropezamos con la posible aplicación de
conceptos teológicos a la realidad humana. Deus, cui hoc est natura quod
fecerit... dice san Agustín. Tampoco el hombre tiene otra "naturaleza" que lo
que ha hecho (Ortega, 1966: VI, 41).

La segunda hipótesis viene sugerida en este mismo texto. Los conceptos teológicos
son no sólo los referentes al conocimiento, naturaleza y acción de Dios - que son los que
ahí se mencionan-, sino los específicamente cristianos, que suponen la humanización de
Dios y la divinización del hombre, en la que Hegel mismo ve un reconocimiento de la
dignidad infinita del hombre, que se constituye en sentido último de la historia. Esto se
encuentra ya en el origen, como lo acredita la obra de Clemente de Alejandría, y sobre
todo de san Agustín, pero se explicita a partir de los planteamientos de Joaquín de Fiore
y adquiere una especial intensidad en la Edad Moderna y en la Contemporánea, tiene una
culminación en los planteamientos de Hegel y Schelling y ha continuado con variantes
diversas en el período posterior (cf. De Lubach, 1989: I, 355 y ss.; 11, 7 y ss.; 154 y ss.;
317 y ss.; 383 y ss.; 441 y ss.).

Por lo demás - dicho sea como brevísimo excurso - la idea de que el hombre viene al
mundo destinado a extraer por completo de sí mismo lo que le corresponde según su
capacidad racional, la encontramos esbozada en N. de Cusa al sentar la tesis de que
conocemos con precisión sólo aquello que nosotros podemos hacer, y más ampliamente
desarrollada por G.Vico, quien en perfecta coherencia con su tesis verum estfactum,
desarrolla su Filosofía de la Historia.

La segunda consideración sobre Aristóteles es que el segundo de los textos citados


parece sugerir una notable matización respecto de lo dicho en el primero, en cuanto que
si hay acciones históricas que se ajustan - o pueden ajustarse - a lo verosímil y a lo
posible, y por ello pueden ser objeto de tratamiento poético, ello supone que tales
acciones son portadoras de un contenido universal. Aristóteles, no obstante, no asumió la
historia como objeto de consideración filosófica. Es comprensible porque no se está
refiriendo a sucesos en general, sino solamente a algunos, que como susceptibles de ser
imitados se ajustan a criterios éticos o políticos desde los que se enjuician las acciones
humanas.

100
Este planteamiento restrictivo de Aristóteles respecto de la consideración no-
filosófica de lo histórico merece ser destacado bajo un punto de vista muy concreto. Se
trata de que según él hay que respetar ante todo la verdad de lo acontecido, sea para
exponerlo tal como ha sucedido, sea para convertirlo, con estricta fidelidad a lo que ha
sido, en objeto de creación poética, que es legítima, en cuanto que lo sucedido es
imitable no por efecto de la ficción, sino en razón de lo que el acontecimiento es
intrínsecamente. En efecto, merece ser esto destacado como elemento crítico, en cuanto
que la historia está siendo hoy con frecuencia tratada, sin un ajustamiento riguroso a la
verdad, en mero objeto de recreación, que en algún caso está lograda y permite entrever,
si no la verdad exacta de lo acontecido, sí su sentido, al menos en cuanto que se nos
presenta un cuadro que se acerca a lo que pudo ser (como ejemplo de esto valgan
Yourcenar, 1982 y Corral, 2004).

Pero no todas las reconstrucciones que se encuentran en las llamadas "novelas


históricas" son acreedoras a este juicio positivo. Cervantes, a quien nadie ha superado en
capacidad de ficción, tenía al mismo tiempo una opinión interesante sobre lo que debe y
no debe hacer la Historia:

[...] uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede
contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el
historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir
ni quitar a la verdad cosa alguna (Cervantes, 1615: II, 3, 61).

Al margen de este breve comentario a Aristóteles puede decirse de forma general que
en la historia se van decantando como relevantes hechos que para el hombre - su
conciencia, sus vivencias, su sentido, por elemental que sea, del lugar que ocupa en el
mundo - representan algo que o bien implica un crecimiento cualitativo de lo que es su
vida o bien, por el contrario, quedan consignados por sus efectos negativos o incluso
catastróficos. Histó rica fue la obra de Carlos III, en cuanto positiva; histórica también la
de Fernando VII, por pura y simplemente negativa. El calificativo de históricos lo tienen
ciertos hechos no sólo por lo que implican de positivo; también lo pueden tener por los
contenidos negativos que reportan.

Es claro que en ambos casos realidad aquí se contrapone a simple apariencia - a lo


que parece ser algo y no es nada. No necesariamente se opone al "juego de las
apariencias", que son algo real en la conciencia de quien las percibe y en muchos casos
muy influyente. F. de Quevedo supo captar esta dimensión de la realidad (cf. Álvarez
Gómez, 1989: 191 y ss.). Todo lo que influye y aporta algo nuevo al "curso del mundo"

101
es real (cf. Álvarez Gómez, 1992: 52 y s.).

Real se distingue asimismo de lo meramente posible, aunque ello no significa que lo


posible no quede integrado en la historia, que en gran medida es un repertorio de
posibilidades, de entre las cuales sólo algunas llegan a ser reales. Todas ellas juegan sin
embargo un papel determinante, posibilitando o incluso forzando en algunos casos que la
realidad discurra en una línea determinada. Para decidirse a hacer algo, lo normal es
deliberar previamente en torno a un conjunto de posibilidades, de entre las cuales luego
se opta por alguna o por algunas de ellas. Antes de emprender el viaje que conduciría al
Descubrimiento del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón y sus asesores tuvieron que deliberar
sobre diferentes rutas o itinerarios. Al final eligieron, pero importante iba a ser no sólo
que eligieran una ruta determinada, sino que para llegar a eso tuvieron ante sí diferentes
posibilidades.

Real se distingue también de lo que es sólo potencialmente, es decir, de lo que es


como poder-ser. Esa potencialidad es ya una realidad, pero sólo incohada, aún no
manifestada, sino sólo latente. Lo real aquí lo entendemos como aquello que, para decirlo
metafóricamente, ha salido a la superficie y está "puesto" entre las incontables cosas
existentes. A su vez, de entre esa infinita muchedumbre de cosas reales que han
acontecido sólo una mínima parte se ha decantado como realmente histórica. Al nivel
propiamente histórico puede hacerse una trasposición imaginaria de la selección que en
un orden distinto hace Borges como poeta en su "Otro poema de los dones":

102
(Borges, 2005: 936).

Análogamente, el historiador elige entre los infinitos acontecimientos, aquellos que


considera relevantes como acontecimientos y en ese sentido su actitud es creativa. Lo
será, sobre todo si es un buen historiador, en la exposición de los hechos, en la
integración dentro del conjunto, en la forma de narrar con medida la importancia de
aquellos, etc. Pero en gran parte el historiador, se esforzará por ser fiel a lo real, porque
en muchos casos los acontecimientos mismos se le imponen. Y según eso no sería él
quien elige los acontecimientos a exponer, sino que son estos quienes "eligen" la acción
expositiva del historiador y el tipo de su interpretación. Claro es que, como siempre cabe
un margen para la llamada creatividad, habrá quien tienda poco menos que a negar la
existencia de los Reyes Católicos o, cuando menos, a tergiversar a capricho su
importancia, haciendo así suyo lo que según Horacio, hacen a veces los malos poetas o
pintores (Horacio, 1996: 534).

Lo potencial, en el sentido indicado, juega un papel, pues existe como algo latente,
como una dimensión subyacente cargada de un cierto peso tendencial que presiona sobre
lo propia mente real y bajo ese aspecto es como si lo forzara a orientarse en una
dirección determinada. Pero como no ha llegado a adquirir una configuración

103
determinada, no ha llegado a acontecer propiamente y no se puede decir que sea
históricamente real en sentido propio. O si se quiere, es bajo la forma del "aún no", del
"noch nicht" (cf. Bloch, 1977, 1: 353 y s.; 341; III: 1387 y 1390 y s.), una especie de ser
intermedio entre la nada y el ser real existente. Supuestas estas precisiones, se puede
decir que hay diferentes niveles de realidad en el campo de la historia, tomada ésta en un
sentido suficientemente amplio:

En primer lugar, los hechos históricos, entre los que hay que considerar no sólo
acontecimientos, reconocidos habitualmente por todos, como puede ser la conquista de
las Galias por J.César, a quien Hegel atribuye, por sus acciones en conjunto, haber
fundado "el teatro, que debía convertirse ahora en centro de la Historia Universal.
Conquistó las Galias, entró en contacto con la Bretaña y sobre todo con Germania, y
descubrió un mundo nuevo" (Hegel, 1968b: 712 [trad., 538]). Otro hecho histórico, de
signo muy diferente, a la vez que de extraordinaria influencia en todos los órdenes, fue el
descubrimiento de la Imprenta, análogamente a como la Informática se ha convertido, en
nuestros días, en un factor que transforma incesantemente el ritmo, la intensidad y la
rapidez en la generación de toda clase de acontecimientos.

Por otra parte, la interpretación de los hechos como tales, aparte de ser
imprescindible para que éstos - al margen del peso que tienen en el curso normal de las
cosas - se hagan presentes en la conciencia del hombre, puede ser fuente de nuevos
acontecimientos. La toma de Granada, importante sin duda en sí misma, en cuanto que
en cierto modo cierra un largo capítulo de la Historia de España, que dura siglos, se
convierte, por obra de la narración histórica y también, en buena medida, de la leyenda
que en torno a aquel hecho se fue generando, en fuente de una determinada forma de
cómo el español se ha comprendido a sí mismo.

La obra de arte, tanto si se trata de la ficción literaria como de la pintura, de la


escultura o de la arquitectura puede generar también - tanto más si los que se consideran
como aspectos estric tamente artísticos están plenamente logrados - un modo de estar
ante determinados acontecimientos o figuras históricas. Los retratos del Emperador
Carlos V, realizados por Tiziano, transmiten, si mi percepción es acertada, la impresión
de que estamos ante una personalidad valiente hasta la heroicidad, consciente de su
misión y dignidad, y que incluso en su avanzada edad continúa irradiando una serena
autoridad. - El cuadro de Goya El tres de mayo de 1808 o Los fusilamientos de la
montaña del Príncipe Pío, de 1814, aluden, como es sabido, a un hecho real, la durísima
represalia de los franceses contra quienes el día anterior se habían alzado contra la
invasión napoleónica. Pero, al mismo tiempo, esta obra está llamada a ser algo así como

104
principio y compendio de una actitud que es tanto crítica de la brutalidad de la guerra y
del sufrimiento que trae consigo como la decisión de afrontar la muerte, si es preciso,
para defender la patria amenazada (Hughes, 2004: 349 y ss.). El Escorial, como obra
arquitectónica de primer nivel, se asocia a acontecimientos históricos, que tienen en
Felipe II a su principal protagonista, tanto que es difícil encontrar una referencia seria al
Rey, por breve que sea, que no incorpore la mención de que fue él quien lo mandó
construir.

Pero su significado desborda con mucho el ámbito en el que se despliegan o tienen


su eco las gestas de Felipe II. Algo de razón debe de tener Ortega cuando ve en El
Escorial el emblema de la "sustancia española", del "manantial subterráneo de donde ha
salido borboteando" su historia (OC, II, 557). La repercusión que ciertas obras de arte
tienen en la realidad histórica es, por lo común, difícil de determinar, pero ello no quiere
decir que no sea efectivo. Puede trascender, incluso en importancia, a los avatares
históricos más comunes, por más ruidosos o abrumadores que éstos sean. Esto se hace
patente de forma incontestable en la sensación de vacío que provoca el temor de que
determinadas obras de arte se vean amenazadas. Allí donde en estos casos no llega el
conocimiento claro y ordenado, reacciona a veces de forma súbita el instinto revestido de
una certeza incontestable. Cuando en la primavera de 1962 se declaró un violento
incendio en la catedral de León - hecho que fue noticia de portada en los medios de
comunicación de muchos países - los moradores de la ciudad, que como es muy lógico
apenas habrían podido decir cuatro frases sobre lo que la catedral es y significa, se
arrojaron literalmente a la calle, desesperados como si estuvieran a punto de perder algo
esencial de sus propias vidas.

Esto, que es así cuando se trata de grandes monumentos históricos, con los que las
personas se sienten identificadas de forma más o menos inconsciente, ocurre también
con otro tipo de cosas, en apariencia insignificantes, pero que están entreveradas en el
alma popular, que se siente ella misma agraviada, cuando injustamente se ve desposeída
de algo que íntimamente le pertenece. Esto de considerar a los individuos como átomos
aislados y desconectados, sin patria ni raíces, es propio de políticos irresponsables, que
se creen autorizados a actuar en nombre de una ilustración vacía y abstracta, que poco o
nada tiene que ver con la realidad misma.

De la peculiar conexión del arte con la historia misma es muestra clara la obra
cumbre de Cervantes. Es manifiesto que él no está haciendo historia. Por más que se
intentara, no se podría reconstruir la vida de la época mediante un análisis minucioso de
los dos inmortales personajes. Es al revés. Los personajes surgen del filtro, destilación y

105
elaboración de la realidad, en gran medida histórica, que el poeta, en este caso Cervantes,
lleva a cabo. Pero esto supone que esa experiencia histórica de fondo existe. Sus hilos
sutiles, ocultos de puro sutiles, los saben descubrir poetas que congenian y sintonizan con
el primer poeta, tal como en este caso de nuevo ocurre con Borges, quien en el poema
titulado Un soldado de Urbina se expresa así:

(Borges, 2004: 878).

Una vez realizada la obra de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la


Mancha es también principio y estímulo de otras formas de concebir la realidad histórica.
Unamuno y Ortega intentaron, cada cual a su modo, descifrar, nada menos que al hilo de
la ficción del genial novelista, el destino de España. Algo de verdad habrá sin duda en su
empresa.

Aparte de esos diferentes niveles de realidad a que nos acabamos de referir,


quisiéramos, por mor de la precisión, aludir a la distinción que media entre hecho y
acontecimiento, si bien ambos términos los hemos venido usando como sinónimos. Por
"hecho" entendemos aquí el precipitado de una acción, individual o colectiva.
"Acontecimiento" es propiamente el significado que acompaña al hecho. El
acontecimiento es algo inherente al hecho, pero que desborda o trasciende el alcance
inmediato de aquel, sobre todo si es medido por la conciencia que de él pudo tener el

106
sujeto de la acción. Por descontado lo que históricamente representa la conquista de las
Galias va mucho más allá de lo que se pudo imaginar Julio César al igual que lo que
representa el Quijote va mucho más allá de lo que pudiera imaginar Cervantes. Por lo
general, los acontecimientos van no sólo más allá de los simples y escuetos hechos.
Suelen abrirse además a múltiples y diversas direcciones posibles.

Pero hay en la historia otras dimensiones que no se ven - al menos según el modo
más habitual de contemplar la historia-, y que sin embargo son determinantes. En su
primera etapa de pensador y poeta, Unamuno habló de intrahistoria, como equivalente de
"la vida difusa popular", ya en los ensayos En torno al casticismo, publicados primero en
La España moderna, de febrero a junio de 1895, que aparecerán en volumen aparte en
1902. Éste parece ser el tema fundamental de los mismos:

Esto del desconocimiento de la vida difusa popular lo veo y lo toco en la


lengua, donde a lo que llamé intrahistoria corresponde el lenguaje sotoliterario
o intraliterario (Unamuno, OC, I, 1966: 780).

Refiriéndose poco más adelante a Paz en la guerra, publicada en 1897, dice haber
intentado "mostrar algo de la intrahistoria de mi pueblo". La intrahistoria representa, para
el joven Unamuno, el verdadero contenido, la entraña o la interioridad de la historia
misma. Es algo así como "la revelación del ser" (op. cit., 790) de la historia. Lo que
llamamos historia no es sin embargo algo accidental o superficial en relación a la
intrahistoria, sino que pasa a enriquecer el núcleo de la intrahistoria misma:

Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan
sistemas, escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades
eternas de la eterna esencia; que los ríos que van a perderse en el mar
arrastran detritus de las montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a
las veces una crecida barre la capa externa y la corriente se enturbia, pero que
sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme
de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso que le fecunda y
acrecienta (op. cit., 792; cf. Alvarez Gómez, 2003: 54 y ss.).

Lejos de negar la historia, Unamuno pretende, mediante el concepto de intrahistoria,


conocer el verdadero ser o esencia de la historia misma, para lo cual considera que es
imprescindible recuperar algo fundamental que, de puro sabido, se ha olvidado: "Hay una
tradición eterna, legado de los siglos, la de la ciencia y el arte eternos; he aquí una verdad
que hemos dejado morir en nosotros repitiéndola como el Padrenuestro" (Unamuno, 1.

107
c.). Esa tradición eterna es además una especie de a priori, puesto que es tanto el
presupuesto como la perspectiva desde los cuales el individuo interpreta la realidad
histórica.

Al igual que la intrahistoria constituye el verdadero ser de la historia y es sin embargo


habitualmente desconocida, hay cosas que yacen sepultadas en el olvido y son, no
obstante, la verdadera trama, el significado último y auténtico de lo sabido. Y al igual que
el desconocimiento de la intrahistoria lleva aparejado el desconocimiento, no de la
historia bajo el aspecto de la comprobación fáctica o empírica, pero sí de lo esencial y
por tanto de lo más importante de la misma, también el olvido paradójico de lo mismo
que se sabe y, en cuanto que se sabe, supone el desconocimiento de su verdadero
sentido. Pero la intrahistoria, por más que se la desconozca, no deja por ello de existir y
de tejer la trama de los acontecimientos, como tampoco eso mismo que se olvida deja de
formar el contenido fundamental del saber.

Estas consideraciones sobre la concepción unamuniana de la intrahistoria tiene en


este contexto solamente el objetivo de poner de relieve el peso real de la historia y de
recordar que, como en toda auténtica realidad, también en la historia es preciso distinguir
entre diferentes estratos o niveles, muy especialmente entre lo superficial y lo profundo o
entre lo apariencial o efímero y lo sustancial o permanente. En definitiva, estamos
rozando la distinción entre los dos conceptos que son tal vez los más relevantes en la
historia del pensamiento filosófico: la distinción entre esencia y existencia.

2.4.2. La negación como factor del proceso histórico

Con anterioridad hemos aludido ya a la destrucción, que es una forma extrema de


negación, una especie de manifestación de la nada misma en el curso de la historia. En
rigor, ya la negación como acción judicativa, consistente en decir que algo no es esto o
aquello, es sólo una manifestación de que en la realidad el no es un factor operante que
está ahí, previamente a su empleo por nuestra parte. En relación con la historia y su
curso el no es inherente a la obra misma. Lo que se hace en la historia está llamado a
durar, a perdurar más o menos, tanto más cuanto más consistente es, lo que no quiere
decir que lo más consistente sea lo más importante, puesto que esto es a veces de
naturaleza notablemente efímera. En todo caso, la obra de la historia, por importante o
consistente que sea, no durará siempre. Está llamada a sucumbir, no por el simple paso
del tiempo, como a veces decimos, sino porque lleva en sí el no, el germen de su propia
aniquilación. Por otra parte, tal negación inmanente es, por más decepcionante que pueda
parecer, condición de que la historia pueda seguir existiendo. El hombre tiene, sobre todo

108
en algunas épocas - la actual es una de ellas - la tendencia a conservar lo que ha existido,
especialmente si se lo considera como valioso. Sabemos sin embargo que no podemos
contener su naturaleza fugitiva:

(Borges, 2005: 811).

Así Borges en su poema El reloj de arena. Aunque aquí se refiere prioritariamente a


la caducidad de la vida humana, y especialmente de la vida individual de cada uno - no
he de salvarme yo... si bien queda también implicada la historia como tal-, Borges no se
olvida de poner de relieve el carácter de destrucción, inherente a la historia, presente en
ensayos y poemas, como en el siguiente, que lleva por título El instante:

109
Pero no es sólo cosa de poetas. Hegel, a quien no se le asocia precisamente a
actitudes patéticas, nos pinta un cuadro muy expresivo de la caducidad de la historia en
un texto que llamó poderosamente la atención de Ortega, quien por ello lo cita
parcialmente en más de una ocasión:

La visión más cercana de la historia nos muestra las acciones de los


hombres, como naciendo de sus necesidades, de sus pasiones, de sus intereses
y de las representaciones y fines que, conforme a ello, se forjan; pero también
naciendo de sus caracteres y talentos, de forma que en este espectáculo de la
actividad, esas necesidades, pasiones, intereses, etc. aparecen como los
motores... Las pasiones, los fines del interés particular, la satisfacción del
egoísmo son en parte lo más violento. Su poder lo tienen en el hecho de que
no respetan ninguna de las limitaciones que el derecho y la moralidad quieren
imponerles y en que la violencia natural de la pasión es de forma inmediata
más próxima al hombre que la disciplina artificial, larga y penosa, del orden y
de la moderación, del derecho y de la moralidad. Si contemplamos este
espectáculo de las pasiones y tenemos a la vista las consecuencias de su
actividad violenta, de la irreflexión que acompaña, no sólo a ellos, sino
también, y aun preferentemente, a los buenos propósitos y rectos fines; si
contemplamos el mal, la perversidad, la decadencia de los más florecientes
imperios que el espíritu humano ha producido; si miramos a los individuos con
la más honda piedad por su indecible miseria, no podemos ante tal espectáculo
sino terminar lamentando con tristeza esta caducidad en general y - puesto que
esta deca dencia no es sólo obra de la naturaleza, sino de la voluntad humana -
más aún con tristeza moral, con la indignación del espíritu bueno, si éste existe
en nosotros. Sin exageración retórica, recopilando simplemente con exactitud

110
las desgracias que han sufrido las creaciones nacionales y políticas y las
virtudes privadas más excelsas o, por lo menos, la inocencia, podríamos hacer
de aquellos resultados el cuadro más pavoroso y exaltar hasta el duelo más
profundo y más inconsolable, que ningún resultado conciliador puede
contrapesar. Para fortificarnos frente a ese duelo o para escapar de él,
podríamos tal vez pensar: así ha sido, es un destino, no se puede cambiar
nada. Y para olvidar el disgusto que esta dolorosa reflexión pudiera causarnos,
nos refugiaríamos tal vez en nuestro sentimiento vital, en el presente de
nuestros fines e intereses, que exigen de nosotros no el duelo por el pasado,
sino nuestra actividad efectiva. También podríamos recluirnos en el egoísmo,
que está en la playa más tranquila, y disfrutar seguros desde allí el lejano
espectáculo de las confusas ruinas. Pero en tanto contemplamos la historia
como el ara, sobre la cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la
sabiduría de los estados y la virtud de los individuos, surge también
necesariamente al pensamiento la pregunta: ¿a quién, a qué fan último ha sido
ofrecido este enorme sacrificio? (Hegel, 1955: 79 y s. [trad., 79 y s.]).

Disculpe el lector que haya citado un texto tan extenso de Hegel. Pero ello obedece a
una intención concreta. Por supuesto, no se cuenta de antemano con encontrar en él tan
manifiesta sensibilidad frente a las incontables catástrofes de la historia. Eso y el hecho
de que el texto, además de ser inteligible por sí mismo, es de una más que notable belleza
literaria, que pone de manifiesto el interés del propio Hegel al pensarlo y escribirlo, es ya
una razón para traerlo aquí a colación. Pero interesa más, por extraño que pueda parecer,
el aspecto que choca con la mentalidad actual.

Nada de lo que aquí leemos está en consonancia con el pensamiento filosóficamente


correcto, que supone varias cosas, como las siguientes:

a)dejar de lado cualquier tipo de reflexión que esté, de una manera o de otra,
condicionada por la presencia del mal en la historia; en lugar de eso habría que
hacer valer un modo de pensar, que ve en las presuntas calamidades de la historia
un dato más, que simplemente hay que explicar, bien causalmente, en cuanto que
determinados factores han llevado a tales resultados; o bien sistemáticamente, en
cuanto que más allá de estos o aquellos factores, que están a la vista, hay
estructuras que inexorablemente rigen la realidad, de forma tal que ante ellas
cualquier actitud romántica o sentimental carece de todo sentido.

b)Otra exigencia de la época, incompatible con lo que apunta Hegel, es renunciar a la

111
pretensión de ofrecer una visión de la historia en su totalidad. No deja de ser
llamativa esta exigencia, cuando al mismo tiempo, la globalización es un
presupuesto para comprender el significado de los fenómenos que nos rodean.
Sin embargo "totalidad" y "globalización" son conceptos que poco o nada tienen
que ver entre sí, puesto que la globalización trabaja con la hipótesis de que son
los fenómenos mismos, en tanto que tienen que ver con la vida humana, los que
muestran tener una interdependencia, que es en buena medida observable y,
hasta cierto punto, calculable. El concepto de totalidad, de signo hegeliano, aun
no siendo ajeno a la experiencia, presupone conceptos por los que aquella se
orienta (c£ Álvarez Gómez, 1978: 278 y ss.).

c)Más ajeno a la concepción de Hegel es, si cabe, el carácter fragmentario y


decididamente relativista de gran parte del pensamiento actual, que termina
siendo en muchos casos, la expresión de un escepticismo que reniega de verdades
y se atiene sólo a impresiones. Esta actitud es perfectamente compatible con la
globalización; más aún, puede ser una de sus manifestaciones, si a aquella se la
concibe como un conjunto complejo de fulguraciones e irradiaciones fugaces, que
surgen y desaparecen, sin que se les pueda asignar un fundamento. Hegel
consideró al escepticismo como el método adecuado al proceso de conocimiento
de la conciencia (cf Álvarez Gómez, 1978: 94 y ss.), pero esto nada tiene que ver
con el relativismo en boga, puesto que el escepticismo de signo hegeliano está
para dójicamente sostenido e impulsado por el reconocimiento de la vigencia y
presencia de la verdad absoluta. El verdadero escepticismo pertenece
intrínsecamente a la filosofía, pero no como una incertidumbre metódica, sino
como momento de una indagación que cuestiona el punto de partida de la
conciencia moderna (cf. Paredes Martín, 2006: 11 y ss.). Precisamente en
relación con el tema de la historia resalta tanto más la diferencia entre la
concepción de Hegel y la propia de un pensamiento hoy dominante. Entre las
innumerables "novelas históricas", que tanto han proliferado en los últimos años,
las hay sin duda buenas y dignas de ser tenidas en consideración, pero abundan
sobre todo las que responden a un pensamiento (?) circunstancial y acomodaticio.
El problema no está en la ficción, sino en que una ficción frívola y vulgar se haga
pasar por realidad. La compensación en este caso es que tales productos están
destinados a desaparecer muy pronto, aunque la frivolidad continúa.

d)Contraria al pensamiento filosóficamente correcto hoy es además la simple


cuestión acerca del sentido de la historia, que puede considerarse como

112
claramente afirmada en la última frase del texto citado: "¿A quién, a qué fin
último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?" Hegel sostiene que tal fin último
existe y en cierto modo sus principales esfuerzos giran en torno a esa convicción.
Esto, sin embargo, es hoy comúnmente rechazado.

La teleología es un concepto que ha pasado por diferentes etapas, básicamente por


dos: la de su aceptación o la de su rechazo, y es un punto de referencia válido para
señalar la línea en la que tiene su origen la modernidad, en la que los "heterodoxos" son
los que, - como Leibniz, Hegel y, a su modo, Kant - reconocieron la vigencia de la
teleología. En la medida en que el nihilismo se ha impuesto, la teleología ha sido y es
rechazada:

El nihilismo como estado psicológico tendrá que aparecer, en primer lugar,


si en todo acontecer hemos buscado un "sentido", que no está en él, de modo
que quien lo busca termi na por perder el valor. Nihilismo es entonces el llegar
a tomar conciencia del dilatado despilfarro de fuerza, el tormento del
"inútilmente", la inseguridad, la falta de oportunidad para recuperarse de algún
modo, para tranquilizarse sobre algo - la vergüenza ante sí mismo, como si
uno se hubiera engañado a sí mismo demasiado tiempo [...]. Así pues, la
decepción sobre un presunto fan del devenir como causa del nihilismo, sea
respecto de un fin completamente determinado, sea, de forma general, el
conocimiento de la insuficiencia de todas las hipótesis finalistas admitidas hasta
ahora, referidas a la evolución en su conjunto (Nietzsche, 1966: III, 676 y s.; c
£ Álvarez Gómez, 1995: 24 y ss.).

La contraposición del texto de Nietzsche al de Hegel es manifiesta, tanto más cuanto


que ambos están pensando en la actitud a adoptar ante el acontecer, si bien la ruptura que
se produce en Nietzsche tiene mucho que ver con la irrupción del pensamiento
evolucionista. Pero la referencia explícita a Nietzsche tiene aquí que ver con el
pensamiento hoy dominante y su incompatibilidad con la concepción de Hegel, al menos
desde el punto de vista de su visión teleológica. Sería con todo equivocado decir que
dicho pensamiento dominante es nietzscheano sin más. Es más bien una mezcolanza
extraña en la que coexisten elementos nietzscheanos, al lado de otros que tienen que ver
con un positivismo incapaz de construir algo nuevo o con una ilustración tardía, de la que
poco cabe esperar, porque no expone un concepto consistente de razón. Por lo demás,
hoy no es posible leer filosóficamente a Nietzsche sin tomarse en serio las muchas
páginas que Heidegger le ha dedicado. Lo que sí tiene el pensamiento dominante es su
capacidad de negar simplemente. En este sentido ha acogido como uno de sus dogmas la

113
negación de la teleología, sin que - al menos aquí, en suelo español - se hayan discutido
determinados intentos de recuperar ese concepto (cf. Spaemann y Lów, 1981: 271 y ss.).

Nos interesaba señalar algunos aspectos que saldrán a relucir a partir de ahora en el
concepto de historicidad, entendida como condición de posibilidad de la comprensión e
interpretación de la historia real, también por lo que se refiere a la teleología. Pues una
cosa es el rechazo de la misma o la extrema dificultad que existe, o con que nos
encontramos, a la hora de intentar fundamentarla, y otra cosa es que se pretenda
simplemente soslayar la pregunta por el sentido, el hecho de que, como dice Hegel, es
una pregunta que le surge al pensamiento y que, bajo ese aspecto, es algo originario,
constitutivamente vinculado a la actividad de pensar. Si la pregunta como tal es
ineludible, habrá que tomarla en consideración, incluso si al fin hubiera que contestar
negativamente a la cuestión de si existe o no un sentido último.

Ahora nos interesa volver sobre la categoría de negación, para cuya aclaración
podemos tener en cuenta alguna de las consideraciones de Hegel sobre este concepto,
puesto que fue él quien más profundizó en su significado; pero sin perder de vista que el
interés de ésta como de las demás categorías que nos corresponderá exponer, es hacer
comprensible la historia, sacando a la luz sus condiciones de posibilidad.

Hablando Hegel de la "negación determinada', que es la negación que encierra


verdad o negación auténtica, - pues no se conforma con negar simplemente, abstrayendo
de aquello que niega y de lo que resulta de la misma negación, - afirma que no se queda
en "la pura nada", sino que es "la nada de aquello de que proviene" (1988: 62). En tal
afirmación van implicados varios aspectos que se revelan como tanto más verdaderos si
se tiene en cuenta el proceso histórico tal como cada uno de nosotros lo tiene ante sí, lo
cual es por otra parte comprensible, puesto que a su modo la Fenomenología del Espíritu
o Ciencia de la experiencia de la conciencia - según este segundo título que J.Hoffineister
consideró oportuno retener - en cuya Introducción aparece la caracterización
anteriormente citada, describe una especie de historia de la conciencia, el proceso de su
formación.

Esos aspectos son en nuestra opinión los siguientes. En primer lugar, ningún
contenido o acontecimiento es radicalmente nuevo, como si no tuviera otro soporte que
la nada, como si fuera una "creatio ex nihilo". Es preciso, por el contrario, verlo como
resultado de algo anterior. Pero aquí es donde la conciencia natural puede caer en una
trampa que está puesta de antemano y siempre al acecho, consistente en que, dicho en
términos generales, todo fenómeno está condicionado o causado por otro. Esto, aun

114
siendo válido, imprescindible además en el campo científico, es insuficiente, por más que
la historia como narración interpretativa tenga que emplear ese método y, en principio,
atenerse a él. Pero una cosa es saber que estamos ante fenómenos, más en concreto, que
los acontecimientos en la historia se dan y se producen incesantemente, y otra cosa es
saber cuál es la condición que hace posible que esto sea así, más aún, que genera
necesariamente esta situación.

Y aquí entra en juego el segundo aspecto incluido en la noción de negación, antes


citada. El resultado que se produce o acontece no simplemente proviene de algo previo;
implica además la desaparición de aquello de que proviene y, en este sentido, implica su
negación. Es, si se quiere, una negación ontológica. Ordinariamente se piensa - o se
tiende a pensar en la medida en que uno se guía por la conciencia natural - que lo que
hay son simplemente realidades, dotadas, todas ellas, de una entidad positiva y de una
estructura compacta, y que la negación es una operación cuya tarea es hacernos ver que
las cosas están delimitadas entre sí, en cuanto que unas cosas no son otras. El hecho, tan
habitual, especialmente en la historia, de que permanentemente desaparecen cosas, no
llega así a ser suficientemente pensado. Es como si las cosas desaparecieran porque
alguien se las llevara del escenario en que están. Sabemos, sin embargo, que no es así,
singularmente en la historia, donde los acontecimientos se nos muestran como destinados
a su propia desaparición, según la forma que les es propia. Se cumple en la historia, de
modo especialmente llamativo e intenso lo que Hegel afirma con carácter general:

No sería difícil mostrar la unidad de ser y nada en cada ejemplo, en cada


realidad efectiva, en cada pensamiento. Sobre el ser y la nada hay que decir
que... "en ningún lugar, ni en el cielo ni en la tierra, hay algo que no contenga
en sí ambos, el ser y la nada" (Hegel, 1990: 74 y s.).

Si la negación es inherente a los acontecimientos ello implica que aquellos, al


desaparecer, no son simplemente sustituidos o suplantados por otros, porque cada
acontecimiento lleva en sí el germen de su propia desaparición. De ahí que ciertas formas
de entender la llamada memoria histórica, en las que lo que se está llevando a cabo es
una especie de fosilización del pasado, como si fuera posible rescatarlo tal cual fue, es de
hecho una reinterpretación de la historia con fines prefijados.

Tampoco, sin embargo, la negación de que hablamos se agota en la simple


desaparición. El tercer aspecto, en ella implicado, consiste en que el paso de una realidad
a otra, de un acontecimiento a otro, no es fortuito ni extrínseco, sino que por una parte lo
originante se perpetúa en lo originado, pero metamorfoseado, es decir, bajo una forma de

115
ser esencialmente distinta. A poco que se reflexione se convendrá en que esto, a la vez
que no es ajeno a la experiencia, la clarifica. Si antes veíamos que no es posible
recuperar lo acontecido tal como fue, ahora tenemos que afirmar que tampoco es posible
anularlo o cancelarlo como si nunca hubiera existido. El modo como continúa estando
presente no necesariamente ha de concebirse en línea con lo que fue, de tal manera que
lo pasado pudiera ser reconocido mediante un simple análisis de lo presente. Más bien,
puede seguir estando como inversión de lo que fue, pero esto supone que se mantiene
vinculado a aquello respecto de lo cual es una inversión. El lenguaje es en esto bastante
significativo. Después de la Segunda Guerra Mundial se ha hablado mucho en Alemania,
sobre todo en los últimos veinte años, sobre el régimen nazi, fundamentalmente para
criticarlo, cuando no para rechazarlo ásperamente. Pero el simple hecho de hablar tanto
de ese fenómeno implica estar moviéndose en ese horizonte, aunque sea bajo la forma de
la negación o de la inversión, de lo completamente otro. Esos críticos no son ni quieren
ser nazis naturalmente. Y no sólo no quieren serlo, sino que quieren ser algo
completamente distinto de lo que fue y representó aquello. Pero bajo la forma de no
querer ser lo que se fue, sino de querer ser algo muy distinto, se percibe, como en una
forma invertida - inevitablemente desfigurada - lo acontecido. Se cumple así, de forma
por así decirlo reduplicativa, el axioma de Ortega, según el cual:

lo que hemos sido actúa negativamente sobre lo que podemos ser... el "haber
sido algo" es la fuerza que más automáticamente impide serlo (Ortega, OC, VI,
37).

El recurso a un concepto como el de negación y, en parte, a la forma en que Hegel


mismo lo entiende no quiere decir que lo admitamos aquí en todos sus matices,
singularmente en el relativo a la superación, no tanto por el significado - más complejo
que lo que se supone - y que sería en términos generales asumible, cuanto por lo que se
sugiere, como si en la historia se fuera siempre a mejor o el progreso fuera, sin más,
evidente. Hay en esto sin embargo, algo que da que pensar. No se sabe de ningún pueblo
o grupo humano, por más tradicionalista que sea, que de hecho quiera volver a ser lo que
fue. Pero al mencionar este tema nos situamos ya en otro nivel.

Hasta ahora, al introducir la categoría de negación, nos estamos moviendo todavía


en el campo de los fenómenos o de los acontecimientos, aunque esto ya se lleve a cabo,
como hemos indicado, desbordando lo que es la actividad propia de la historia como
actividad empírica. Pero llevados por el simple interés de explicar los acontecimientos
como tales, se nos abre otra dimensión, distinta y más profunda. Basta con que
simplemente nos preguntemos a qué se debe el hecho de que se produzca la negación

116
misma y se lleve a cabo un proceso que no tiene fin y que es en sí mismo inacabado, ya
que en él siempre se presentan nuevos contenidos a realizar y metas, cualitativamente
diferentes con frecuencia, a conseguir de forma que, bajo este aspecto, hablar de fin de
la historia (Fukuyama, 1992) resulta poco comprensible.

Para responder a esa pregunta aplicaremos un concepto acuñado por Hegel y afín al
de negación, aunque dotado de un mayor alcance, el concepto de negatividad, que es
probablemente el más original de su sistema, incluso terminológicamente. La negación
nos sirve para explicar una faceta de los acontecimientos; la negatividad, sin salirnos
propiamente del círculo descrito por la negación misma, nos ayuda a comprender mejor
lo que el sujeto de la historia va buscando, al negar unos tras otros, en un proceso
constante, los contenidos de la misma. Para ello podemos intentar responder a las tres
preguntas siguientes: 1. hacia donde se proyecta la actividad negadora de la historia. 2.
desde dónde se gesta o dónde radica la negación, y 3. en razón de qué se produce. Las
tres preguntas concretas, en las que se despliega la pregunta general, arriba formulada,
suponemos, de momento sólo hipotéticamente, que tienen que ver entre sí. Lo
suponemos, aunque dentro del contexto en que nos movemos, es un facturo evidente, si
bien aún no comprendido, al no estar todavía desarrollado.

El contexto viene dado por lo que hemos expuesto acerca del sujeto de la historia,
que es el hombre en su doble faceta de individuo y de ser un ente que, incluso ya en ese
ámbito de la individualidad, lo desborda. Lo cual quiere decir - conviene recordarlo - que
esas dos facetas, la individual y la supraindividual o universal son dos dimensiones reales,
diferentes y netamente diferenciadas entre sí en cuanto a sus objetivos, funciones y
desarrollos, pero inseparables, y rigurosamente complementarias. No hay individuo
humano que no esté inserto en el proceso mismo de la humanidad y que sea
comprensible al margen de ese proceso, al igual que la humanidad, en cuanto que expresa
a su modo lo que es común al destino de los individuos - al margen de en qué sentido y
hasta qué punto se pueden llegar a formular esas características comunes - no existe sino
como encarnada en los diferentes individuos, infinitamente múltiples y variados; y por
consiguiente si no se la considera como incorporando en sí esa dimensión, se queda en
algo plenamente vacío. No queda por tanto otra salida sino que aquello con lo que
contamos es la intersección de esos dos órdenes de realidad.

Lo universal - en este caso, el hombre como tal o la humanidad - es vacío sin los
individuos; pero los individuos, al margen de lo universal, carecen de estructura y, por
tanto, de orden y de orientación. Precisamente esta intersección se pone especialmente
de manifiesto en el caso de la historia, en cuyo campo tanto los "poderes", de orden

117
económico, social, político o religioso - es decir, las diferentes formas en que se
manifiesta la dimensión de universalidad - tienen una fuerza innegable, a la que los
individuos no pueden sustraerse, a la vez que éstos desde su propia actividad impulsan,
sin ser necesariamente conscientes de ello, los grandes cambios históricos. Hegel tuvo
una gran intuición, al incorporar de lleno este estrato de la realidad histórica:

No acontece nada, nada se lleva a cabo, sin que los individuos, que actúan
en ello, se satisfagan también a sí mis mos: son individuos particulares, es
decir, tienen necesidades, apetitos, en general intereses particulares, peculiares
para ellos, aunque comunes con otros, esto es, los mismos que otros, no
diferentes, por el contenido, de los de los otros (Hegel, 1955: 82 [trad., 811).

Con ese sujeto de la historia, previo a los acontecimientos y situado más allá de ellos
- aunque ésta sea una manera figurativa y por tanto impropia de hablar, válida sólo para
centrar la atención en lo que, para utilizar una terminología kantiana, pertenece a un
orden suprasensible - tiene que ver la negatividad a que nos venimos refiriendo para
aclarar las tres preguntas antes formuladas sobre la negación: desde dónde se produce,
hacia donde se proyecta y en razón de qué tiene lugar.

La negación se genera desde lo que es la índole misma del sujeto que, entre otras
cosas, se caracteriza por no tener puntos fijos infranqueables, ni siquiera en lo que es él
mismo. Ese sujeto no es pues un algo previo, a lo que haya que ir a buscar y al que haya
que descubrir al margen de los fenómenos, de los acontecimientos en este caso. Dicho en
términos positivos, el sujeto de la historia es y se conoce como alteridad de sí mismo.
Hegel radicaliza puntos de vista de Kant y de Fichte. La aplicación del elemento kantiano
estriba en que el sujeto sólo se conoce en tanto es capaz de objetivarse a sí mismo en
contenidos determinados, o en cuanto indirectamente se conoce a sí mismo a través de la
percepción de la constitución de objetos, que no son él mismo. La radicalización tiene
lugar por parte de Hegel, en cuanto que para él el sujeto no guarda en su recámara
ningún tipo de realidad inaccesible. Dicho de otro modo, lo que se concreta en lo otro de
sí mismo es la realidad del propio sujeto. Con lo cual, si ese estar volcado en lo otro es
no sólo permanente, sino constitutivo, no hay puntos fijos para el yo - como ya pensara
Fichte-, pero en este caso además ni siquiera el sujeto representa un punto fijo para sí
mismo.

Podría condensarse el significado de esta manifestación originaria de la negatividad


de la forma siguiente: En virtud de la negatividad el sujeto de la historia niega y cancela
de antemano todo carácter fijo, tanto de los contenidos como de sí mismo. Niega por

118
tanto su presunto carácter estable y al mismo tiempo deja ver que está vacío de todo
contenido propio, a la vez que pone de manifiesto la exigencia inmanente de buscar los
contenidos en el ámbito de la alteridad, de forma sin embargo que ninguno de esos
contenidos puede adecuar la capacidad de realización del sujeto, que por ello se ve
impulsado a trascender todo contenido determinado para volver reiteradamente a sí
mismo y de nuevo iniciar la marcha hacia lo que es otro y distinto de sí mismo.

A poco que se reflexione, en la historia presenciamos este fenómeno, que como tal
se da siempre, aunque habitualmente se encubra, bien porque la capacidad de nuestro
conocimiento sensible no puede procesar tantísima cantidad de datos como le llegan de
forma incesante, bien porque nosotros instintivamente no dejamos que el sujeto se
manifieste tal cual es y necesitamos sentirnos a nosotros mismos identificados en figuras
que muestran contornos bien definidos y estables. Respecto de la primera posibilidad, los
hechos son hoy más innegables que nunca. No sólo no somos capaces de percibir a
simple vista algo que paradójicamente se está dando ante nuestros ojos, como es el
crecimiento de una hierba en la pradera o de un joven árbol en el bosque. Mucho menos
somos capaces de percibir la existencia de ondas electromagnéticas, aunque sabemos que
están ahí muy próximas a nosotros e infinitamente lejanas al mismo tiempo, zumbando a
nuestro alrededor de forma inaudible. El caso del sujeto de la historia es más insólito aún.
No sólo se mueve incesantemente y lo hace además de forma imprevisible, sino que
tiende a convertir aquello en que se ha objetivado en simple material de ulteriores
objetivaciones. Es indiferente que se lo considere o no como sustancia. Se puede afirmar
que lo es por su carácter permanente, no sólo en cuanto que existe, sino en cuanto que
posee una innegable identidad propia, que habremos de ver aún. Difícilmente se podrá
decir que lo es, si a ese concepto asociamos el de inmovilidad.

Más propio sería decir, aunque el término no está suficientemente consolidado en


nuestro idioma para estos menesteres intelectuales, que el sujeto de la historia es, en
razón de su negatividad, espíritu. De hecho tampoco es ajeno, pues ya se habla de
"espíritu humano". El sujeto de la historia es espíritu bajo varios aspectos: por su fuerza
que, sin aparente esfuerzo, lleva a cabo las más increíbles obras en los diferentes campos
en que se manifiesta: el arte, el pensamiento, la creación de diferentes formas de vida
etc.; es espíritu también porque se regenera y se renueva siempre de nuevo. Es como si
se negara a reconocerse a sí mismo en lo que ha logrado y necesitara imperiosamente
crear cosas nuevas en qué objetivarse; es espíritu igualmente, porque siendo el mismo y
estando dotado de una identidad innegable, se niega a aparecer como lo mismo; y es
espíritu - habría que decir tal vez de modo especial-, porque "sopla donde quiere". Su

119
continuidad propia la podemos reconocer sólo a posteriori, nunca la podemos predecir.

Por último, el sujeto de la historia es espíritu por aquello que siendo lo más
importante, no se deja ver: por la ubicuidad. Pero este concepto es preciso entenderlo
aquí en un sentido muy diferente del habitual, incluso en cierto modo opuesto y, sin
embargo, en un sentido propio. El modo habitual de entender la ubicuidad, consiste en
que los lugares, los diferentes ubi en que se concreta, están ya dados de antemano.
Según esto el espíritu iría ocupando lugares que ya preexisten. Esto no es así.
Precisamente en la historia se ve que el hombre se caracteriza, más que por adaptarse a
la naturaleza, por hacer que la naturaleza se adapte a él. Si tuviera lugar lo primero, se
trataría de que el hombre vaya ocupando lugares, previamente existentes, acomodándose
a ellos. En afortunada y justa consideración de Ortega:

Mi tesis es antidarwinista sin ser ingenuamente creacionista. Inadaptado a


la naturaleza, no puede el hombre realizar, sin más, en ella su humanidad,
como el mineral su "mineralizad" y el caballo su "caballidad". El hombre,
como de Hamlet decía Mallarmé, es le seigneur latent qui nepeut devenir, el
gran señor escondido que no logra llegar a ser. Por eso es el hombre el único
ser infeliz, constitutivamente infeliz. Mas, por lo mismo, está todo él lleno de
ansia de felicidad. Todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz. Y como
la naturaleza no se lo permite, en vez de adaptarse a ella como los demás
animales, se esfuerza milenio tras milenio por adaptar a él la naturaleza, en
crear con los materiales de éste un mundo nuevo que coincida con él, que
realice sus deseos (OC, IX: 583).

Aun limando hasta donde conviene algunas de sus frases de corte expresionista, muy
del gusto de la primera mitad del siglo XX, expresa bien Ortega esa radical versión del
hombre hacia la alteridad, lo que aquí hemos considerado como el grado inicial de la
negatividad, o negatividad abstracta (c£ Álvarez Gómez, 1978: 59 y ss.) en su aplicación
a la historia. El hombre no se siente identificado no sólo con la simple naturaleza, sino
incluso con todo aquello en lo que se va objetivando a lo largo de la historia y cuyos
moldes se complace en romper incesantemente. Pero hay algo más.

Es lo que tiene que ver con el segundo grado o nivel de la negatividad que podemos
llamar negatividad determinada. Responde, tal como planteábamos más arriba, a la
pregunta de hacia dónde se proyecta la negación de los fenómenos o acontecimientos que
observamos en la historia. Acabamos de ver que la negación tiene su raíz en el hombre
mismo en cuanto espíritu, toda vez que su vaciedad de contenidos le lleva a buscarse y

120
objetivarse en lo otro de sí mismo. Esto, sin embargo, puede malentenderse, si se
interpreta como si lo otro no tuviera nada que ver con el sujeto, le fuera completamente
extraño y por consiguiente el sujeto - el hombre, su espíritu - se encontrara perdido en
ella. De ser así, el sujeto carecería de todo sentido, sería incluso superfluo. Tanto se
vaciaría de contenido que terminaría por desaparecer o incluso habría desaparecido ya de
antemano. No es sin embargo así, pues lo que hay en la alteridad del espíritu, del hombre
en cuanto sujeto de la historia no es otra cosa que la exteriorización del hombre mismo,
de lo que virtualmente contiene desde el comienzo.

Pero de pronto surge una doble dificultad. Si el sujeto está vacío de contenidos ¿qué
puede exteriorizar? Y por otra parte, si lo otro hay que verlo como fruto de la
exteriorización del sujeto mismo, no parece que lo otro sea tomado en serio. Más bien
quedaría cancelado como tal. En su momento hubo un gran debate en torno a este
segundo punto, que iba a provocar nada menos que la configuración última de los
grandes sistemas llamados idealistas, en cuya "lógica" interna seguimos inmersos, aunque
no nos demos cuenta de ello. Fichte había considerado lo otro en general como mero
material de la acción del sujeto, de la That handlung (1971: 1, 91 y ss.). A esto se
oponen decididamente Schelling y especialmente Hegel, siendo éste uno de los motivos
que le llevaron a escribir su Escrito de la diferencia (Differenzschrift) (Hegel, 1979: 64 y
ss. [trad., 113 y s.]).

Si en lo externo no se ve otra cosa que el campo en que se exterioriza la acción del


yo, fácilmente se llega a considerar la realidad en general como algo meramente caótico,
que pudiera moldearse según los planes y las exigencias del sujeto. Implicaría sobre todo
establecer en el ámbito de la praxis un dominio despótico del pensamiento, con el peligro
consiguiente de ignorar las aspiraciones legítimas del hombre en su condición histórica,
enraizado en su tradición, perteneciente a un pueblo y a una cultura determinados. Hay
pues que entender lo externo no como un dato amorfo o caótico sobre el que recae la
acción del sujeto, sino como fruto de la exteriorización de este que puede no sentirse
extraño en lo que es externo, porque esto obedece también a categorías lógicas y, como
tal, se atiene a determinaciones del pensamiento (Hegel, 1990: 12). En esto Hegel, lejos
de razonar en abstracto o al margen de la realidad, se atiene al sentido común - en su
forma positiva, no en la negativa, que él critica y rechaza - al sano entendimiento
humano, al gesunder Menschenverstand en su versión propiamente alemana.

Se trata simplemente de que nos mantengamos atentos a lo que ocurre cuando nos
referimos a algo externo a nosotros; y es que cuanto sobre ello digamos, y tanto más
cuanto más se ajuste a su realidad, estamos asistiendo a la vigencia de esas

121
"determinaciones del pensamiento, de las que hacemos uso constantemente y que nos
vienen a la boca en cualquier frase que pronunciemos" (1. c.). Por tanto, en su acción de
relacionarse con lo otro o externo, el sujeto de la historia, el hombre se hace otro él
mismo. De ahí que en la historia tenemos que ver con el trabajo, con lo que Hegel
mismo llama el trabajo de lo negativo (1988: 14 y s.); trabajo, en cuanto que en la
historia el hombre va realizando la penosa e insoslayable tarea de configurar lo
simplemente dado; negativo, en cuanto esa tarea sólo se logra mediante la negación de la
pura y simple inmediatez, en la que el hombre por de pronto se encuentra. K.Marx supo
ver y formular una de las intenciones fundamentales de Hegel, al escribir:

Lo grande en la Fenomenología de Hegel y en su resultado final - la


dialéctica, como el principio motor y productor - es pues, por una parte, que
Hegel capta la autoproducción del hombre como un proceso, la objetivación
como desobjetivación (Entgegenstiindlichung), como exteriorización y como
superación de esta exteriorización; que él, por consiguiente capta la esencia del
trabajo y comprende al hombre objetivo, al hombre verdadero y efectivamente
real, como resultado de su propio trabajo (Marx, 1953: 269).

Importaba dejar aquí constancia de esta breve referencia para recordar que es
nuestra intención tener muy presente la dimensión real de la historia que tiene una de sus
manifestaciones objetivas en el trabajo.

Podemos resumir este segundo aspecto de la negatividad, que se puede denominar


negatividad determinada - puesto que encuentra en cada caso su configuración en algún
objeto - diciendo que el hombre, en tanto sujeto de la historia, se ve impulsado a llenar
de contenido sus propias categorías mediante la acción y la experiencia. A su vez, ese
contenido es una explicitación de lo que el sujeto es virtualmente en sí mismo. El primer
aspecto de la negatividad, al que hemos llamado negatividad abstracta, implica el
segundo, puesto que la negación de la fijeza del sujeto tiene como sentido hacerlo salir de
sí, para configurarse en lo que es distinto de él. Este segundo aspecto, a su vez,
presupone el primero bajo un doble aspecto: en cuanto que es su resultado y en cuanto
que los mismos contenidos, en los que la exteriorización se concreta, se encuentran
sometidos a la negatividad e inmersos en un proceso en el que unas configuraciones se
suceden a otras.

Aún hay un tercer aspecto de la negatividad que responde a la pregunta sobre en


razón de qué se produce la negación, o dicho más concretamente, para qué la practica el
hombre, y especialmente en el campo de la historia donde de forma tan tenaz como

122
persistente la ejerce: qué va buscando con ello. La respuesta inmediata no entraña en
principio dificultad, puesto que el hombre mediante su acción no puede sino intentar ser
él mismo, perseverar en su propio ser, según la conocida afirmación de Spinoza (1967:
111, 6, 272 [trad., 132]). La dificultad puede estar, está de hecho, en cómo se salva la
alteridad, que veíamos es propia del primer aspecto y adquiere su configuración en el
segundo, si se toma en serio esta exigencia ontológica de que el hombre sea en todo caso
él mismo. Pues el hombre tiende no simplemente a perseverar en su ser, sino a
perseverar cada vez más, es decir a profundizar en el mismo, con la peculiaridad además
de que este perseverar en el ser, profundizando en él, se tiene que llevar a cabo, por la
constitutiva índole del espíritu, como autotransparencia, tal como es preciso entender la
escueta expresión de ser-cabe-sí (Beisichsein):

El punto más importante para la naturaleza del espíritu es la relación no


sólo de lo que él es en sí con lo que él es de forma efectiva y real (wirklich),
sino de aquello como lo que él se sabe [con otras palabras, la relación
importante no es simplemente óntica, sino onto-lógica, pues la relación se
establece dentro del saber de sí mismo, entre el sujeto y el objeto de ese
conocimiento]. Este saber de sí es, por ser esencialmente conciencia,
determinación fundamental (Grundbestimmung) de su realidad efectiva (Hegel,
1990: 17; c£ 1988: 19).

En cualquier caso, para salvaguardar a un tiempo la salida de sí hacia la alteridad y la


reafirmación en su propio ser bajo la forma de la profundización en lo más propio del
mismo, el saber de sí, tiene que darse una mediación entre ambos momentos o modos de
ser. Por tanto, en contra de lo que el término parece sugerir, la mediación en este caso no
es meramente puente ni camino hacia otra cosa distinta, sino que pertenece, como
elemento constitutivo, a lo mismo de que se predica. Por consiguiente, según este tercer
aspecto de la negatividad, lo que se produce es una mediación del sujeto de la historia
consigo mismo, a la par que un éxodo a la alteridad o una permanente alteración. Es la
aplicación más obvia de la caracterización más sucinta del espíritu como "la mediación
del devenir-otro-de sí mismo consigo mismo" (Hegel, 1988: 14).

Bajo otro punto de vista es importante este concepto de mediación, que va unido al
tercer aspecto de la negatividad, para comprender la historicidad. Acabamos de ver que
la mediación no es puente o camino hacia otra cosa que no sea el sujeto de la historia, el
hombre en definitiva. Además tampoco es la mediación una especie de soporte de un
proceso indefinido, de una "mala infinitud" que hace que nada, tal como es en sí mismo
de forma inmediata, se mantenga en pie como si careciera de legitimación ontológica. Se

123
puede derivar hacia ese error por la trampa que el lenguaje lleva en sí mismo.

La mediación no es, en contra de lo que pueda parecer, una propiedad del sujeto,
sino el sujeto mismo en su acción de mediar (vermitteln) y por tanto los contenidos que
produce, eso que está a la vista como lo inmediato, no es sino la mediación misma en su
modo de concretarse, lo que equivale a que la mediación es la inmediatez que deviene
(op. cit., 16). Por eso un pueblo que tiene sentido histórico sabe ver en lo que él como
sujeto de su propia historia ha ido produciendo la verdad de sí mismo - verdad en todo
caso parcial-, que no le impide seguir haciéndose, construyéndose. En cambio, un pueblo
que carece de sentido histórico tiene horror ante la mediación (c£ 1. c.). Por eso, cuando
no simplemente vive y se deja llevar, sino que se ve confrontado con su propia realidad
apenas sabe hacer otra cosa que dar rienda suelta a la furia de la desaparición, recrearse
en el vacío de actitudes iconoclastas, como puede ser la destrucción de estatuas.

El primer aspecto de la negatividad - negatividad abstracta- se caracteriza por la


alteridad; el segundo - negatividad determinada-, por la exteriorización y el tercero -
negatividad absoluta o concreta-, por la mediación que, lejos de ser inconciliable con la
inmediatez, la produce, porque la lleva implícita; como a su vez, la inmediatez en su
devenir es la mediación misma. La inmediatez que se niega a sí misma es la negatividad
abstracta; la inmediatez en devenir y en desdoblamiento consigo misma es la negatividad
determinada; por último, la inmediatez, como resultado del proceso de automediación, es
la negatividad absoluta o concreta.

Nos hemos detenido en las diferentes perspectivas que se abren desde la negación
como categoría porque ello ayuda a comprender mejor el proceso histórico, en primer
lugar desde el nivel simplemente empírico, en el que el hecho de que unos
acontecimientos se sucedan a otros se debe a que cada uno de ellos tiene en sí el germen
de su propia negación; en segundo lugar, en lo que subyace a ese nivel empírico, donde
se trata de saber de qué modo, en su incesante movimiento, el sujeto de la historia, el
hombre, va buscando su propia realización.

2.4.3. El límite en cuanto dimensión constitutiva

¿Cómo surge aquí esta categoría del límite? Si nos atenemos a lo dicho la respuesta es
obvia, puesto que la limitación (Einschrdnkung) es la realidad combinada con la negación
(KrV B 111, 164, 122). Esto se entiende sin más, puesto que toda realidad no es lo que
son todas las demás cosas y ese no-ser implica que cada realidad posee un límite
definido. Sin embargo, una observación previa de Kant (KrV B, 110), que clasifica las

124
categorías en dos clases, las matemáticas y las dinámicas, incluyendo entre las primeras
las tres mencionadas: realidad, negación y límite - así como las pertenecientes a la
cantidad: unidad, pluralidad y totalidad- hace que parezca dudosa la aplicación de la
categoría de límite a los acontecimientos históricos que, si por algo se caracterizan, es por
la movilidad y el dinamismo. De hecho en todas nuestras consideraciones sobre la
negación ha estado presente este aspecto dinámico, en el que la referencia a Hegel nos ha
servido como uno de los puntos básicos de orientación. Sin embargo, la observación de
Kant no es por ello rechazable, puesto que tiene a su favor algo muy elemental.

Al referirnos a los acontecimientos estamos dando por supuesto que cada uno de
ellos es éste y no otro, estando así perfectamente delimitado frente a cualquier otra cosa.
De hecho, además, así procede también la investigación empírica, sea cuando se ocupa
en general de documentos, donde la precisión ha de ser un principio irrenunciable, sea en
la descripción de hechos concretos que tienen que ver con relaciones de unas naciones o
pueblos con otros, donde ni personas ni funciones se pueden intercambiar o confundir, a
menos que uno adquiera una versión distorsionada de los fenómenos. Esto es válido en
general para cualquier acontecimiento histórico.

Incluso allí donde, debido a la índole de los acontecimientos como ocurre, por
ejemplo, en las batallas, hay una mezcla de unos personajes con otros - los ejércitos
enfrentados pueden llegar a parecer una y la misma cosa - es tanto mayor y más radical
la exigencia de precisar quiénes son unos y otros, qué acciones o hazañas se deben
atribuir a cada bando y a cada protagonista y - lo que tiene, por buena o mala fortuna,
una lógica férrea e incontestable - a quién ha sonreído la victoria y quién ha tenido que
sufrir la derrota, etc. No obstante, este punto de vista es a todas luces insuficiente. Pues
los acontecimientos históricos, aun teniendo cada uno de ellos contornos perfectamente
definidos, ofrecen la particularidad de que penetran unos en otros. No es sólo contacto;
es también, por así decirlo, irrupción. Nada tiene que ver esto con mezcolanza o
confusión, pero sí con intersección e interpenetración de aspectos y fenómenos, y en
definitiva con la viviente contradicción de que los acontecimientos, a la vez que son ellos
mismos, son también lo opuesto de sí mismos y pasan a integrarse como momentos en
otros acontecimientos. Éste es el planteamiento. Hay que recurrir por tanto a una noción
de límite más compleja que la que viene sugerida por las palabras de Kant.

Podemos distinguir una doble dimensión en el concepto de límite, una que en


términos más convencionales y de sentido común puede considerarse más bien como
extrínseca a la cosa misma de que es límite en el sentido de que su función es delimitarla
o diferenciarla frente a cualquier otra cosa o, para ser más exactos, respecto a aquella o

125
aquellas con las cuales limita. Lo otro de algo es el no ser de algo y bajo este aspecto es
su límite (Hegel, 1990, TW 4: 167). En este sentido el límite de una cosa le viene como
impuesto desde fuera por lo otro que ella no es. En esta misma línea pero profundizando
un tanto puede decirse que el límite no simplemente le viene impuesto a una cosa por lo
otro, sino que ella misma tiene su parte activa en la existencia del límite, en cuanto que
para constituirse como un algo tiene que negar lo otro:

La negación de su otro es sólo la cualidad del algo, pues en tanto que es


este superar (Aufheben) su otro, es algo [...] el algo mismo es la negación, el
cesar de un otro en él; está puesto como conduciéndose negativamente contra
lo otro y conservándose con ello (Hegel, 1990: 12ly s.).

Se destaca pues bajo este primer punto de vista que algo, en cuanto limitado es el
no-ser-para-otro (1. c., 122). Pero a su vez, si se mira esto desde la perspectiva de lo
otro, el algo se encuentra en la misma situación y su acción de negar a lo otro para
constituirse a sí mismo es correlativa a la negación del algo por parte de lo otro, puesto
que lo otro también es un algo. En consecuencia, el límite es no solamente no ser de lo
otro, sino no ser tanto de un algo como de otro (1. c.).

Ésta sería pues la primera dimensión del concepto de límite, que es más bien estática
y próxima a lo que parece entender Kant por límite, aunque aquí ya advertimos un cierto
carácter dinámico, como se puede ver si hacemos la aplicación al acontecer histórico.
Cada acontecimiento se distingue o delimita frente a todo otro acontecimiento que está lo
más próximo a él, sea simultáneamente, sea sucesivamente. En este primer aspecto, el
acontecimiento en cuestión es el no ser de los otros acontecimientos. Ése es su límite.
Pero éste no simplemente se debe a que existan otras cosas o acontecimientos, sino que
implica que cada acontecimiento, al constituirse como tal, lleva en sí la negación de los
otros; se constituye en lo que él es comportándose negativamente frente a lo otro que él
no es y haciendo así que surja el otro como tal otro. Ésta puede resultar sin duda una
consideración abstracta y a su modo lo es.

Pero si ponemos la mirada en los acontecimientos históricos se nos revela como la


mar de concreta. Roma, por ejemplo, limita históricamente, en una fase de su propia
realidad, con Cartago; es así lo que no es Cartago. Pero esto significa, a su vez, si se lo
mira más concretamente, que es el límite de Cartago, en cuanto que se comporta
negativamente frente a Cartago, hasta tal punto que esa actitud, como es bien sabido, se
traduce en una lucha encarnizada de muy larga duración. De no haber asumido esa
negación, ese enfrentamiento a Cartago, ni tan siquiera se hubiera podido hablar, a partir

126
de fechas tempranas, de que Roma limitaba geopolíticamente con Cartago, puesto que
ésta la habría hecho desaparecer. Pero a su vez, algo similar se puede afirmar
correlativamente de Cartago respecto de Roma. Es decir, también Cartago es un algo que
tiene en Roma su límite, no simplemente en tanto que Roma está ahí frente a ella, sino
sobre todo en tanto se comporta negativamente frente a Roma. Al final la lucha terminó
en este caso, pero no terminó en general para Roma. Allí donde se fijaba un límite,
surgía también un enfrentamiento, que implicaba tanto una voluntad de seguir
constituyéndose y afirmándose cuanto el hecho de seguir expuesta a la negación
proveniente de los otros pueblos con los que limitaba.

Esta primera dimensión del concepto de límite, aunque referida más bien al aspecto
que podría considerarse como estático, en cuanto que pretende dar cuenta simplemente
del ser de aquello que simplemente tiene un límite, sin embargo deja ver ya su aspecto
dinámico. Pues por una parte, ya el hecho de tener un límite implica que el algo es y se
conserva en tanto se comporta negativamente frente a cuanto lo limita; y por otra, al
tener esto lugar también correlativamente - en lo otro, que aparece ahora como algo
respecto del algo inicial, que ahora se convierte en lo otro-, el límite lo es tanto de un algo
como de su otro. El límite de Roma implica, en el ejemplo mencionado, tanto el
comportamiento negativo contra Cartago como el comportamiento negativo de Cartago
contra Roma; implica, vista la situación en conjunto, que "el algo y lo otro tanto es como
no es" (Hegel, 1990: 123), lo cual no significa que desaparezcan de algún modo, sino que
su modo de ser se caracteriza como una especie de oscilación ontológica. El ser no está
garantizado a perpetuidad y, aparte de esto, en tanto que es lo que es, es un no ser, no
sólo en cuanto que no es lo otro de sí, sino que esto otro implica que se está minando o
cuestionando su ser. Esto ya hace ver el carácter dinámico del concepto de límite.

Pero éste aparece mucho más intensamente - cabría decir, con verdadera propiedad -
desde el punto de vista de su segunda dimensión. Hegel utiliza dos términos: Grenze y
Schranke. Es difícil utilizar dos palabras distintas en nuestro idioma para traducirlos. El
primero se ha traducido por "término" y el segundo por "límite". Así lo hace Rodolfo
Mondolfo en su traducción de la Ciencia de la Lógica. Parece que Hegel, en una primera
etapa, tomó ambos términos como sinónimos, tal como se puede desprender del contexto
del texto citado en primer lugar (Hegel, 1990: TW, 4, 167) aunque también cabe
interpretar que lo que quiso decir es que lo que tienen en común Grenze y Schranke -
término y límite - se dan en tanto que lo otro es el no ser de algo. Término parece la
traducción apropiada de Grenze, en tanto que expresa lo que en rigor media entre las
cosas, en este caso los acontecimientos. Las cosas terminan donde las otras las limitan y

127
éstas a su vez terminan igualmente justo en el punto y forma en que son limitadas por
aquellas. El término de unas señala rigurosamente el no ser de las otras. Éste es el
aspecto prioritario según Hegel, si bien hemos tenido ocasión de ver de qué forma
profundiza en su significado. La importancia que tiene ese concepto en el campo de la
historia bien merece ser tomada aquí en consideración. Tanto más cuanto que esa
primera dimensión se proyecta y profundiza en la segunda.

El punto de conexión de esas dos dimensiones encuentra una expresión adecuada en


el texto siguiente, entre otros: "El término propio del algo, puesto así por éste como un
ser negativo, que al mismo tiempo es esencial, es no solamente término (Grenze) como
tal, sino límite (Schranke)" (Hegel, 1990: 129). Como aquí no nos interesa hacer una
interpretación de Hegel, sino hacer ver el alcance que este concepto tiene para la
historicidad, nos basta con atender a lo que el texto representa para la determinación y
constitución del acontecimiento mismo. Pues de eso: determinación (Bestimmung) y
constitución (Beschaffenheit) se trata cuando Hegel habla de término y lo que representa
este en su última raíz, que es el límite en el sentido más riguroso y estricto. Un
acontecimiento tiene los términos o confines que él mismo se pone desde el ser que le es
propio. Lo verdaderamente relevante del concepto de límite es así que los confines en
que la cosa limitada termina, siendo ciertamente una dimensión negativa, representan al
mismo tiempo la forma como está cualificado el ser.

Una cosa, un acontecimiento que no llega a pro-ponerse y a hacer efectivos unos


contenidos determinados no llega a nada esencial en ese ámbito. Si no realiza contenidos
determinados que respondan a lo que es su "destino", a lo que le corresponde ser, no está
él mismo determinado como tal ser. Ciertamente no basta con hacer cosas al azar o de
forma más o menos fortuita, cosas que en definitiva no correspondan a lo que es esencial
para el ser mismo de la cosa. Que todo, incluso lo más disparatado, tiene que estar
delimitado en el sentido más obvio y a la vez más inmediato de la palabra, se da por
supuesto. Nada, tampoco en la historia, puede vagar en el caos de lo puramente
indeterminado. Cosa completamente distinta es que eso que se hace en el campo de la
historia, responda a lo que el sujeto de la acción - especialmente los pueblos - están
llamados a ser conforme a las exigencias de su propia esencia. Cómo se puede
determinar que tal aspiración constitutiva se realiza es sumamente difícil de saber. Los
pueblos al igual que los individuos se pueden equivocar fatalmente. Esto no es algo que
deba sorprender, porque el ser no es disponible. Nos viene dado, simplemente. Diríase
que es ante todo un don.

Se puede acertar o no en corresponder a lo que de nosotros postula y exige. Pero por

128
ser así, sí disponemos de un criterio para saber cuándo no se acierta en la elección y uno
se desvía del camino a seguir. Por principio esto ocurre cuando en lugar de dejarse
determinar por su ser, el sujeto, en su proyección más simplemente empírica, se erige en
principio determinante de lo que debe ser, como si de ningún modo el camino estuviera
trazado de antemano. Cualquiera puede preguntarse si la tragedia a la que se han visto
arrastrados pueblos enteros no tiene que ver con el olvido de esa reflexión elemental
acerca de lo que es su propio límite, en lugar de tender incesantemente a sobrepasar
realizaciones determinadas que no responden a lo que el sujeto por su propia índole debe
ser. En todo caso, cuando en la elección se da con los propios confines, con aquellos que
responden a la esencia del sujeto, el ser de éste está verdaderamente constituido. El
sujeto de la historia se constituye propiamente en cuanto tal, no simplemente en cuanto
que tiene límites, sino en cuanto que se pone esos límites y además lo hace en
correspondencia con lo que es su esencia. Pues para que lo negativo que los confines de
un acontecimiento implican sea esencial, se requiere que aquellos sean expresión de lo
que es su propia esencia. Cuando un pueblo se encuentra ajustado dentro de los límites
que son los suyos, porque brotan sólo de sí mismos, ocurre con frecuencia que se
concentra sobre sí mismo e inicia una etapa productiva en las diferentes manifestaciones
posibles como pueden ser el arte, la literatura, la ciencia o el pensamiento en general.
Esto tiene que ver con el límite, con la adquisición, por parte del pueblo, o del sujeto
histórico en general de la determinación y constitución que le es propia.

La noción que comúnmente se tiene del límite es en consecuencia inadecuada, pues


se lo suele considerar como mera negación - en ese sentido, como un mal ontológico-,
cuando en realidad es, bien mirado, una realidad eminentemente positiva bajo los
aspectos siguientes:

a)Es condición de posibilidad, fundamento y raíz de toda cosa, de todo


acontecimiento. Lo ilimitado es in-determinado, carece por tanto de identidad
propia. Ni siquiera de Dios se puede decir que no tenga límite alguno, pues Él es,
en feliz expresión del Gusano, límite y fin de sí mismo, su¡ ipsius finis (cf.
Álvarez Gómez, 1968: 25). No es el concepto de límite como tal lo que implica
ese carácter negativo, sino el hecho de que el límite sea imperfecto.

b)Aun cuando se trata de un límite imperfecto - el propio del acontecer lo es-, el


límite es en su orden fuente de perfección relativa, pues implica el hecho de que
la cosa limitada persevere en su ser y se reafirme en él, contradistinguiéndolo de
todo lo demás.

129
c)En consecuencia el límite es expresión del modo en que está determinado o
constituido el ser de la cosa, de su individualidad.

No hay límites en general, pues cada cosa tiene sus propios límites, o para
ser más precisos, tiene su límite, puesto que al igual que cada cosa es unitaria
dentro de su complejidad, única incluso, en buena lógica también posee un
límite, aunque éste tenga muchas manifestaciones y se exprese en infinidad de
variantes. Más que tener limitaciones, se es limitado, lo cual implica que cada
cosa, cada acontecimiento, en tanto que es, está confinado en su propio límite
y concentrado en él.

d)En razón de esto el límite no sólo es fuente de perfección en su función de


término, en cuanto hace que la cosa se contradistinga de las demás, sino que lo es
también ad intra en un doble sentido: de una parte, en cuanto que al poner dicha
función terminativa, la cosa se expresa interna y esencialmente como límite en el
sentido más propio, tal como ya hemos indicado reiteradamente. De otra parte -y
muy especialmente - el límite es, ad intra también, fuente de perfección, en
cuanto que es la raíz de la diferenciación interna de los elementos de que la cosa
consta, de los momentos que integran un acontecimiento. Esa delimitación o
diferenciación es sumamente importante, como ocurre en todo organismo
especialmente. La historia lo es en el sentido de que está protagonizada por seres
vivos.

e)Este hecho nos lleva al último aspecto bajo el cual el límite posee un carácter
positivo. Los hombres como seres vivos que protagonizan la historia, no sólo
cumplen determinadas funciones - al igual que los demás seres vivos en el grupo
de que forman parte-. Esas funciones están además llamadas a variar; incluso
pueden representar en ocasiones un verdadero progreso. Esto tiene su origen en
que la peculiaridad del hombre en tanto que determinado por un límite y
consciente de él, está ya más allá del mismo; no en el sentido de que cada cosa
en cuanto limitada es ya un más allá de sí misma en la medida en que tiene
incorporada en sí la referencia a lo otro: "Lo otro de un límite es justamente el
más allá (Hinaus) del mismo" (Hegel, 1990: 131); ni tampoco en el sentido en
que los seres vivos en general poseen el privilegio del dolor en cuanto que éste
actualiza el sentimiento de su mismidad que supone estar más allá de la negación
que el dolor supone (1. c., 132). Lo propio del hombre y por consiguiente de su
actividad en el campo de la historia está en que además la toma de conciencia de
sus límites tiene su raíz en un modo de ser, caracterizado no por la universalidad

130
propia de este o aquel género, sino por la universalidad como tal, lo que le abre a
lo ilimitado e infinito, sin dejar por ello de ser finito.

2.5. Facticidad e historicidad

Es una obviedad que hechos o acontecimientos son los contenidos básicos de la historia y
por tanto deben ser, de forma temática o no, punto de referencia de una teoría de la
historicidad. A ellos nos referimos aquí al hablar de facticidad y sobre esta quisiéramos
decir algo en su relación con la historicidad. Pero ¿es necesario introducir un sustantivo
abstracto más? ¿No basta con el empleo de los términos hecho o acontecimiento, sobre
todo si se tiene en cuenta que al introducir el sustantivo abstracto parece que se diluye
tanto más el carácter concreto de los acontecimientos?

Comencemos por decir que, al utilizar el término facticidad, no pretendemos decir


algo así como que con él nos estamos refiriendo al conjunto de los hechos en la historia
con la connotación tal vez de que en ellos debe centrarse tanto la atención del historiador
como el interés del filósofo. Esto, aparte de la banalidad que implica, no pasaría de ser
una recomendación. La exigencia de Ranke de ocuparse de hechos históricos, "tal como
ha sido", ha dado poco de sí y si él ocupa un lugar relevante, ello se debe a sus
aportaciones como historiador, no al establecimiento de esta especie de principio
metodológico, que por sí solo no podía conducir a ningún resultado positivo. Ortega es
muy pertinente en su crítica del más rudo empirismo:

Desde hace un siglo, gracias a la documentación, (el historiador) se siente


como un chico con zapatos nuevos. Lo propio acontece al naturalista con el
experimento [...]. Es inconcebible que existan todavía hombres con la
pretensión de científicos... que crean tal cosa [...] claro es que ningún gran
físico, ningún historiador de alto vuelo ha pensado de la manera dicha. Sabían
muy bien que ni la física es el experimento - así, sin más ni más - ni la historia
el documento, Galileo, el primero, y Ranke mismo a su hora, a pesar de que
uno y otro combaten la filosofía. Lo que pasa es que ni uno ni otro - tan
taxativos en su negación, en su justa rebeldíason igualmente precisos en su
afirmación, en su teoría del conocimiento físico e histórico. [Y continúa en
nota a pie de página]. La impureza, la imprecisión radical de Ranke [...] en las
cuestiones fundamentales se demuestra haciendo notar que toda su vida aspira
a ser tenido por el anti-Hegel; pero al escribir en sus últimos años una Historia
Universal y verse obligado a afrontar los decisivos problemas que ella plantea,
dice: "Cómo no podría lograrse con mayor seguridad una concepción universal

131
siguiendo un camino puramente histórico? No; sólo por el camino que Niebuhr
inició y la tendencia que inspiró a Hegel es posible dar cima a la tarea que se
propone la Historia Universal' (1966: IV, 525 y s.).

Como anotación suplementaria de lo que reconoce el propio Ranke habría que añadir
que la consideración meramente empírica o histórica, en el sentido al que el texto citado
se refiere, es insuficiente no sólo para construir una historia universal, sino también para
comprender el significado de cualquier acontecimiento histórico. Puede decirse además
con toda razón que, porque la adecuada comprensión de los hechos presupone principios
y categorías, que son previas a los hechos mismos, la propia historia universal los
presupone también en todo caso. Porque si se pudiera disponer del conocimiento preciso
de los hechos en todo su alcance por la vía meramente empírica, nada impediría hacer
una reconstrucción de la historia universal por el mismo procedimiento. El problema se
plantea en éste, como en tantos otros casos del conocimiento, porque los datos son
mudos por sí solos, si no se accede a ellos con los requisitos previos que supone todo
conocimiento de la verdad. Por más que los hechos nos afecten, nos impresionen o nos
conmocionen, nada podremos decir sobre lo que son y representan, si no adoptamos una
actitud de escrupuloso distanciamiento ante ellos.

Pero, si no es admisible considerar los hechos históricos bajo un prisma


estrictamente nominalista, en cuanto que no se quiere ver nada fuera de los hechos
desnudos de toda otra connotación, tampoco sería en este caso una solución convincente
el eventual recurso a un esquema platónico, en un sentido más o menos amplio, para
forzar una explicación de aquellos. Es decir, apenas se extraería nada concreto de partir
de un concepto de facticidad, cuyos contenidos habría que intentar ver luego refle jados
en los casos que la historia nos presenta. Esto no sería aceptable por al menos tres
razones:

1. Por de pronto, si se parte de un concepto de facticidad en la forma indicada, es


porque se presupone que ello nos permite predecir que los acontecimientos históricos van
a tener una estructura determinada. Es una función de tales conceptos. Se sigue diciendo
que el hombre es animal racional porque allí donde aparecen seres que consideramos
específicamente similares a nosotros, los vemos dotados de esa doble dimensión, por
más difícil que siga resultando hasta el día de hoy determinar el significado de la misma,
razón por la cual, sin rechazar dicha caracterización del hombre, algunos, como Hegel,
han querido llenarla de contenido por el camino de la experiencia. Los hechos históricos
no parecen contar con una caracterización conceptual previa que nos permita predecir su
estructura concreta.

132
A lo que tenemos que estar predispuestos en la historia es a dejarnos sorprender por
acontecimientos que, para bien o para mal, desbordan todas las expectativas, hasta el
punto de que son esos los acontecimientos que suelen considerarse como
verdaderamente históricos. La caída del muro de Berlín fue uno de esos hechos
relevantes, que sorprendió a todas las cancillerías occidentales. Es claro que frente a esto
se puede hacer valer que todo ello es, por buena o mala fortuna, humano, según los
casos demasiado humano, y que por tanto si hay notas o características que valen para lo
humano en general, esas mismas características serán válidas, aunque sea con matices,
para los hechos históricos. Sin embargo esta consideración tiene muy poco peso, porque
no está centrada en lo específico del caso.

Se podrá predecir, sin miedo a equivocarse, que allá donde actúa el hombre, habrá
cosas que contar en lo bueno y en lo malo. Pero nadie habría podido predecir - al menos
cuando de ello no existía aún indicio alguno - que un régimen como el soviético iba a
durar 72 años, que en tal fecha iba a comenzar la guerra franco-prusiana o la Primera
Guerra Mundial, que tendría lugar la Guerra Civil de España y así en infinidad de
ejemplos. Es obvio que en el hombre hay muchísimas otras cosas que tampoco son
predecibles, pero de ellas no decimos que sean hechos históricos en el sentido habitual de
la expresión. Con relación a esto estamos ahora tomando en consideración el concepto de
facticidad y de él decimos que, a diferencia de lo que ocurre con otros muchos conceptos
- por supuesto, con el concepto de hombre - no nos permite predecir ningún
acontecimiento de aquellos con los que tenemos que ver en lo histórico. Y es ésa la razón
por la que la facticidad no tiene ni de lejos ningún rasgo de los que consideramos propios
de los conceptos "platónicos".

2. Otra razón por la que "facticidad" difícilmente puede considerarse como concepto
en ese sentido se debe a que si tenemos a la vista el conjunto de los hechos históricos, o
para ser más exactos, procuramos tenerlo, ya que tal empresa en su totalidad es
imposible de realizar; si intentamos tener ante nuestra vista un conjunto significativo de
hechos relevantes en la historia en sus más variadas manifestaciones, difícilmente
podremos establecer semejanzas entre los diferentes hechos, que nos permitan fijar
contenidos comunes a todos ellos y hablar en consecuencia de conceptos según el
significado habitual del término. El referente de facticidad son hechos, determinados
hechos, no es el hombre. Y sin embargo esos hechos son del hombre, tal como hemos
venido diciendo.

Esto significa ciertamente que la facticidad en su relación con la historicidad - al igual


que otras formas de facticidad en relación con otros modos de ser, como es por ejemplo

133
la índole propia de la vida humana - acentúa el carácter complejo de lo que es el hombre,
que desborda por completo cualquier pretensión de agotar su realidad mediante
conceptos, mucho menos si mediante ellos pretendemos expresar una definición. Lo que
la facticidad es se sabe ya desde hace muchos siglos, aunque esto haya tardado siglos en
aclararse de forma refleja y conceptual. Uno de esos testimonios más fehacientes lo
encontramos en la Antígona de Sófocles (1981: 261 y s.) (v. 332 y ss.):

No es fuera del marco de lo humano donde Sófocles localiza lo asombroso; más aún,
lo asombroso por antonomasia es el hombre. Lo asombroso se halla en medio de
quehaceres habituales, pero en relación con algún tipo de actividad en la que de pronto
nos encontramos con lo inesperado, al menos en el sentido de que nunca partiendo de
características generales podríamos llegar a ese tipo de conclusiones. Y sobre todo, con
estas consideraciones, entre otras, Sófocles predispone al tremendo asombro que
provoca la acción de Antígona. En la historia no todo es ciertamente asombroso, pero sí
es cierto que tenemos que ver con un campo en el que de forma frecuente y muy
acentuada, el hombre encamina su destreza "una veces al mal otras veces al bien". Ese
tipo de facticidad con que nos encontramos en la historia, sin estar naturalmente fuera del
ámbito humano, representa una especie de inversión desde el punto de vista de lo que
puede ser la caracterización de uno y otro ámbito. Pues no podemos inferir, como ya
hemos indicado, el significado de la facticidad partiendo de la noción general de hombre;
en cambio desde facticidad, desde la representada en alto grado por la historia, podemos
profundizar en su conocimiento, porque en razón de la historicidad, en cuanto que ésta
expresa la facticidad en la historia, se percibe que el hombre puede llegar hasta el
extremo de sus propios límites. Heidegger, el autor más autorizado tal vez en este asunto,
dice sobre la facticidad en general:

134
El carácter fáctico (Tatsiichlichkeit) del hecho (Tatsche) del propio ser-ahí
es, desde el punto de vista ontológico, radicalmente diferente del estar presente
(Vorkommen) fáctico de una especie mineral. El carácter fáctico del factum
ser-ahí, es lo que llamamos facticidad del ser-ahí. El concepto de facticidad
encierra en sí: el ser-en-el-mundo de un ente intramundano, en forma tal que
este ente se pueda comprender como ligado en su destino (Geschick) al ser del
ente que comparece para él dentro del mundo (Heidegger, 1963: 56).

Como ya hemos dicho en casos anteriores, el texto lo tomamos más bien como
pretexto para seguir profundizando en el tema, siempre al hilo de lo que viene siendo
nuestro planteamiento. Por ello no vamos a hacer un comentario a Heidegger, sino una
aplicación al caso de la facticidad en relación con la historicidad, o simplemente de la
facticidad histórica. A cuya finalidad vamos a tomar en consideración los aspectos o
momentos siguientes, comenzando por la indicación final, según la cual el ser-ahí, como
ente intramundano se puede comprender, bajo la perspectiva de la facticidad o en razón
de la misma, "como ligado en su destino al ser del ente".

Podemos decir por tanto, a tenor de esto, que la facticidad, en cuanto modo de ser
de la historicidad, que es propia del hombre, condensa en sí misma toda la fuerza, es
decir, toda la capacidad de presencia y de acción del ser mismo, con otras palabras todo
lo que hay de entidad en el mundo, al que el ser-ahí pertenece constitutivamente, se
centra en este, en cuanto que puede tener significado para él. Esto significa que el
hombre, en tanto que protagonista de la historia se juega su propio destino en su
confrontación con el ser del ente, que comparece ante él o ante quien él comparece, pues
lo uno es correlativo de lo otro. Y si hubiera lugar para hablar aquí de lo absoluto habría
que decir tanto que lo absoluto llega a su verdadera y efectiva realidad en lo fáctico de la
historia cuanto que el hombre mediante su radicación en la facticidad de la historia llega
al auténtico cumplimiento de lo que el destino le ha deparado.

Como concreción de esta idea, la facticidad no simplemente es considerada en cada


caso particular, sino que ella no hace sino expresar lo que es en cada uno y para cada
uno. Es la fuerza que Heidegger atribuye o confiere a un concepto que es tan difícil de
traducir en fuerza y razón precisamente de su concreción, la Jemeinigkeit que en alemán
no podría ser más expresivo y que responde a eso que es en cada caso mío o de cada
uno. Es una idea que sobrevuela todo Ser y Tiempo, lo que revela la importancia que
para Heidegger tiene el término. Ya relativamente al comienzo de esta obra se expresa
así:

135
El ente cuyo análisis constituye nuestra tarea lo somos en cada caso
nosotros mismos. El ser de este ente es en cada caso el mío. En el ser de este
ente se las ha este mismo con su ser. Como ente de este ser, él está confiado a
su propio ser. Es el ser mismo lo que le va en cada caso a este ente
(Heidegger, 1963: 41 y s.).

En su aplicación a la historia esto significa que el ser propio de la historia es lo que es


sólo en cada caso, es decir, está dotado de la máxima concreción. Queda por ver en qué
se proyecta este "en cada caso" y qué amplitud tiene el "nosotros", como a su vez se
suscita por sí misma la pregunta sobre el significado que tiene la afirmación: "El ser del
ente es en cada caso el mío". Volviendo sobre la primera duda es claro por ejemplo que
todo pueblo es un caso especial, no homologable con ningún otro. Para cada pueblo
entonces el ser será ese mismo pueblo. Y es entonces coherente que en uno de los
escritos elaborados poco después de Ser y Tiempo Heidegger afirmara rotundamente:
"La patria es el ser mismo [Das `Vaterland' ist das Seyn selbst]". Claro que habría que
matizar que esto sólo es verdad si se tiene sentimiento patrio, como parece desprenderse
de las afirmaciones concomitantes y aunque en todo caso el significado de "patria" no
tiene significado obvio o inmediato:

Lo más oculto para el cotidiano ajetreo del ente y lo más vedado para la
curiosidad siempre casual y errática es "la patria". Esto no es ciertamente nada
que esté al margen, nada que yaga en algún lugar por detrás de las cosas o que
flote por encima de ellas. La "patria" es el ser mismo, que sustenta y ajusta
desde el fondo la historia de un pueblo, en tanto que es un pueblo que es ahí:
la historicidad de su historia. La patria no es una idea en sí, abstracta y
supratemporal, sino que el poeta ve la patria históricamente en un sentido
originario (Heidegger, 1980: 121).

Lo que vale para esa presencia intensa del ser en lo que es algo así como la
facticidad de la patria, valdría por ejemplo análogamente para un grupo mayor o menor,
pero en todo caso perfectamente cohesionado, al que el individuo pertenece y se siente
pertenecer, hasta el punto de que en ello le va, si no la vida misma, sí al menos el sentido
de su vida. No sería por ejemplo el caso respecto de la Universidad en su organización y
gestión actual, donde hay mucho de ajetreo, donde raramente tiene asiento una mínima
referencia al sentido de la existencia. Sobre todo es válido lo que Heidegger afirma, de la
presencia intensa del ser, respecto de cada "ser-ahí', al que caracteriza en algún otro lugar
como hombre auténtico y esencial. Sobre él gira, cabe decir, y en él tiene su asiento el
significado efectivo de lo fáctico.

136
Pero la facticidad encierra según Heidegger otro significado que tiene que ver más
directamente con la facticidad propia de la historia. Es lo que según el texto citado en
primer lugar representa "el cada vez" - jeweilig-, que sólo de modo impropio se puede
identificar con lo que es en cada caso, pues a esto último añade la referencia temporal; y
esto no como la simple distensión temporal en que habitualmente se va viviendo, pero de
forma tal que ningún momento parece significar nada especial, al igual que todos en
conjunto. Se trata de un "cada vez", que no siempre se hace presente como tal y en el
que cada ser-ahí se ve "como ligado en su destino al ser del ente". Cada uno tiene su
oportunidad, que le es renovada cada vez en la situación que le está destinada.

Las reflexiones de Heidegger sobre la facticidad se pueden entender como un eco - si


se quiere, secularizado - de sus conversaciones con Bultmann sobre el kairós. Al
comentar Jn 165 7,6: "Todavía no ha llegado mi tiempo; en cambio nuestro tiempo
siempre está a mano", Bultmann caracteriza el kairós diciendo que: "es el momento
(Zeitpunkt) decisivo de la acción, rescatado del curso del tiempo (jronos)" (Bultmann,
1962: 220). El kairós -y más concretamente la facticidad como dimensión histórica- no
está en la línea habitual de los sucesos y por consiguiente no puede comprenderse
adecuadamente como simple sucesión, valga decir, como mero resultado de una serie de
acontecimientos de los que dependiera como efecto en lo que es la línea de
condicionamientos fenoménicos.

Está en lo que entendemos habitualmente por tiempo (jronos), pero no es del


tiempo. Es sacado de él, resaltado y rescatado y, en ese sentido, sustraído a su curso. La
razón de que ocurra esta paradoja es que el kairbs representa "el instante de la decisión
para el mundo o contra el mundo" (Bultmann, 1. c.). Heidegger, que ya con anterioridad
a su etapa de Marburgo, donde colaboró intensamente con Bultmann, había abordado el
tema de la facticidad, centrándose además en el tema del "cada vez" ("Nuestro tema es
pues el ser ahí en su cada vez" [Heidegger, 1988: 47]), llega con Ser y Tiempo a su
madurez expositiva que se ha convertido en clásica.

A nosotros nos ha servido para comprender el carácter concreto de la historicidad,


que lejos de ser una idea abstracta o ajena a las cosas, es un asunto próximo que
acontece como una forma especial de vivir y considerar el tiempo. Ello nos introduce en
el capítulo central del libro.

137
138
a temporalidad no es entendida aquí como equivalente al tiempo en cuanto
medida del movimiento según la conocida definición de Aristóteles: "Número del
movimiento conforme al antes y al después" (Aristóteles, 1996: 125, IV, 11, 219 b 1 y
s.). No se refiere por tanto al tiempo uniforme, que discurre de forma para todos igual.
Tampoco se trata del modo en que nos afecta el tiempo, biológica, psicológica o
circunstancialmente. Condicionado por el desarrollo biológico, el hombre percibe de
manera bien distinta el discurrir del tiempo en sus diferentes edades: infancia,
adolescencia, juventud, madurez o ancianidad. Sobre esto se ha escrito mucho, con
carácter más o menos científico en unos casos, como resultado de la introspección o
como síntesis de lo uno y de lo otro (cf. Kasten, 2001: 5-110).

El modo como cada uno estamos conformados psicológicamente influye a lo largo de


la vida según sean los diferentes temperamentos y caracteres. Las diferencias en la
irritabilidad o la sensibilidad por ejemplo tienen su reflejo también en las diferentes
formas como se puede tener conciencia del tiempo. Y como las diferencias en la
constitución psicológica no tienen límite, tampoco lo tienen apenas las formas de percibir
el tiempo. Las diferencias psicológicas, unidas a las culturales, especialmente en las
religiones, arrojan resultados muy diferentes en la conciencia que se tiene del tiempo. En
el judaísmo, por ejem plo, a la relación con el tiempo, sea pasado, presente o futuro se le
atribuye un gran valor. Ritos vinculados al tiempo determinan el comportamiento diario,
puesto que para los judíos ortodoxos la distribución del día se orienta completamente por
el tiempo prescrito para las oraciones. Sabido es comúnmente además que el día séptimo
o sábado, establecido en el Génesis como día festivo, es rigurosamente observado, y en
él deben prevalecer el reposo y la paz. Filósofos judíos consideran el sábado como
tiempo regalado por Dios y como la oportunidad de poder entregarse a un reposo
completo sin distracciones ni perturbaciones. A partir de aquí, y de otras formas judías

139
de entender el tiempo, puede la reflexión plantearse sus propias preguntas respecto por
ejemplo de si, con todo ello, se trata de vivir tanto más intensamente el tiempo o más
bien de dominarlo, de situarse por encima de él y trascenderlo. En todo caso, la
importancia tanto del tiempo como de la historia ha sido ya ampliamente resaltada (cf.
Rosenzweig, 1990: 302-308; 374-386; Boman, 1965: 109-132; Von Rad, 1957: II, 112 y
ss.; Renckens, 1961: 71 y ss., 216 y ss., 249 y ss.).

Peculiaridades en la concepción del tiempo encontramos igualmente en otras


religiones, como el cristianismo, el budismo y el hinduismo o el islam (cf. Kasten, 2001:
138 y ss.). Las circunstancias, que acompañan la vida, son también un factor
ampliamente determinante de la forma como se tiene conciencia del tiempo. El trabajo es
una de esas circunstancias, por ejemplo, la falta de trabajo, la inseguridad en él, la
forzosidad del mismo, su carácter oneroso y nada gratificante en la mayoría de los casos,
etc.; la llamada "competitividad" de la vida actual, que genera indefectiblemente una
ansiedad colectiva, cada vez más alarmante; o la soledad a la que masivamente somos
confinados. Y ésta, según sea su índole, comporta una muy diferente percepción del
tiempo. En uno de los análisis recientes más lúcidos del fenómeno de la soledad bajo los
aspectos tanto antropológicos como éticos leemos, entre otras cosas, lo siguiente:

La experiencia de la soledad se ahonda en la medida en que el hombre


entra a participar de las actitudes modernas ante el mundo, frente a las
actitudes tradicionales que le con ferían una morada segura en él con el
respaldo en creencias o en ideas que sancionaban esa seguridad en
legitimaciones no sometidas a última discusión [...]. Experiencia extraña, lo
más extraño de la cual es que el hombre la viva y piense en forma refleja, y
que desde ella, como en medio de la noche, tenga que reorientarse, edificando
su problemática morada espiritual, suspensa en el elemento de lo extraño, rota
la armonía con la naturaleza y sin poder delegar su sobrecogimiento en ningún
pasado tradicional ni en ningún presente cultural (Álvarez Turienzo, 1983: 293
y s.).

El hecho de estar en un nuevo tipo de soledad, no solo más intensa y radical, sino
cualitativamente distinta, por cuanto tiene que ver con la pérdida ya definitiva de raíces
de sustentación y de claves de orientación que venían siendo habituales, de puro
tradicionales, tiene que traer como forzosa consecuencia una manera muy diferente de
vivir su tiempo, porque en buena medida tiene que "crearlo" y ajustarlo a su nueva forma
de vida, al igual que se ve también forzado a crear su mundo. Se puede sin duda hacer
un análisis específico de las diferentes formas de vivir la soledad. Como mera indicación

140
puede tomarse en consideración lo siguiente: al no disponer de otra referencia absoluta
que no sea aquella que él se puede ajustar a sus objetivos y proyectos, se ve de pronto
sin las normas de orientación que una tradición multisecular le había deparado. Antes
aludía al hondo significado del sábado en la concepción judía. Algo similar ha existido en
la concepción cristiana. Pero en la medida en que la vida occidental tiene un peso
especial y preponderante esto se ha perdido o está en vías de perderse.

Nos encontramos así con una actitud cualitativamente distinta en la forma de


considerar y de vivir el tiempo. Frente a un tipo de tiempo lleno, en el que festividades
religiosas, fiestas seculares - que tenían que ver con aquellas - y celebraciones de distinto
signo que marcaban el ritmo de vida y la distribución de los tiempos o las diferentes
horas, ha irrumpido un tiempo vacío, en que lo anterior no ha sido reemplazado por
nada. Tampoco existe indicio alguno de que se pueda reemplazar, ni por el fuerte peso de
la tradición, que ha quedado desvirtuada, ni por la naturaleza misma, que ha terminado
por resultar extraña y ausente, ni en modo alguno por el "consenso" a favor de estos o
aquellos programas de acción inmediata. La forma de vida actual comporta un estilo
extremadamente masificado y, al mismo tiempo, irremediablemente individualizado. El
consenso, siempre sujeto por lo demás al disenso posible, vale para solucionar problemas
a corto plazo, aunque sean muy importantes. El modelo básico no es otro que el que
pueda tener lugar en una comunidad de vecinos, que paradójicamente no suelen cultivar
ningún género de vecindad, puesto que se encuentran sumamente alejados entre sí. La
respuesta a una búsqueda de sentido básico, tal como venía existiendo hasta fechas muy
recientes, no se encuentra por los traídos y llevados caminos del consenso.

Como consecuencia, en lugar de un tiempo articulado y estructurado, en el que cada


individuo encuentra - o está llamado a encontrar - su propia morada, lo que ahora
aparece de antemano es un tiempo "desolado", pues lo que de entrada se percibe es la
destrucción de lo anterior. A nadie se le puede prometer ni garantizar nada, porque
tampoco se admite que haya otra cosa que la nada misma como punto de partida. Hegel
parece haber tenido una intuición de lo que se avecinaba al dejar sentado al comienzo de
su Ciencia de la Lógica, de forma tan firme como contundente:

Ser, puro ser, - sin ninguna otra determinación ulterior. En su inmediatez


indeterminada es sólo igual a sí mismo y no es tampoco desigual frente a lo
otro; no tiene ninguna diferencia ni dentro de sí ni hacia fuera [...]. Nada, la
nada pura; es igualdad siempre consigo misma, vaciedad perfecta, carencia de
determinación y contenido. Indiferenciación en ella misma [...]. El puro ser y
la pura nada son por tanto lo mismo [...]. Su verdad es este movimiento del

141
inmediato desaparecer de uno en el otro: el devenir (Hegel, 1990: 71 y s.).

Es como si - dejando ahora de lado toda reflexión especulativa - Hegel estuviera


pensando en el oscuro destino que le esperaba al hombre del futuro, que se tiene que
poner en movimiento, sin tener a sus espaldas nada en que apoyarse. Algo similar
sugieren las duras palabras de Machado:

(1989: II, 575).

Palabras duras y desesperadas, si se las quiere leer así, en lugar de envolverlas en


una estética edulcorada, que sería no vacía, sino inane. Junto al tiempo vacío y al tiempo
desolado hay además un tiempo desesperanzado. Sería la tercera nota, estrechamente
vinculada a las dos anteriores. El tiempo del cristianismo, que tanto peso ha tenido en la
concepción y en la vida de Occidente, está impregnado de esperanza, firmemente
asentada en la creencia en una realidad última, que garantiza el sentido del curso entero
de la vida. En la medida en que el nihilismo ha penetrado en los entresijos de la vida
contemporánea - y todo parece indicar que el diagnóstico de Nietzsche está siendo
certero - el tiempo de la esperanza ha quedado radicalmente cuestionado. No es que
quien esto escribe haga suya, como definitiva, esta visión sin duda pesimista, pero el
punto de partida en que nos encontramos no se puede ni se debe eludir. De otra parte,
caminar es forzoso y eso supone que todo se puede reconstruir.

El concepto de facticidad nos ha llevado a otros dos conceptos dentro de esa


facticidad, como son lo que es "cada vez" (jeweilig), o el kairbs, recuperado para la
filosofía justamente porque nos remite a una dimensión inteligible. En todo caso nos
hemos visto llevados al tiempo, considerado aquí como elemento básico de la
historicidad. Lo que hemos mencionado - más que expuesto - anteriormente sobre las
diferentes formas de percibir o tomar conciencia del tiempo no explican sin embargo por

142
qué el tiempo se ha convertido en ese elemento básico, pues tales formas o bien están
muy afectadas por lo psicológico o bien - en parte como consecuencia de eso mismo -
tiene connotaciones relativistas. Lo que se presupone en la noción de un elemento básico
es que tenga alcance y validez universales. Y esto, aun estando siempre ahí - pues nadie
será capaz de producir a capricho un universal y si de pronto aparece es porque ya
estaba - ha tenido que manifestarse en su momento, paradójicamente cuando le ha
llegado su tiempo, su hora.

El tiempo como elemento básico de la temporalidad se nos ha revelado cuando le ha


llegado su hora. Y esto tiene que ver con lo que en la primera parte hemos visto sobre el
sujeto de la historia. Dicho en pocas palabras, se trata de que el hombre, al tener que
hacer su vida y construir su propia historia, no puede llevar a cabo esa tarea dejándose
llevar por el carácter simplemente sucesivo del tiempo conforme a la consabida línea:
pasado, presente, futuro. Es como si el hombre fuera llevado al futuro por el peso
indefectible del pasado. Pero en realidad ha llegado a construirse en sujeto protagonista
de la historia hasta tal punto que ya no le es posible dejarse llevar simplemente hacia el
futuro, sino que él se ve precisado a proyectar, programar y anticipar su futuro. Verdad
es que esto ha acontecido siempre en mayor o menor medida, pero se ha radicalizado
hasta el extremo.

El cambio que ha tenido lugar podría tal vez formularse diciendo que de hacer su
historia en el tiempo el hombre ha pasado a hacer con el tiempo su propia historia. Según
esto ya no se puede decir que la historia discurre en el tiempo como si este fuera un
simple escenario de la historia, porque el hombre ya no se puede limitar a programar
cosas de la más diversa índole en el tiempo, sino que tiene que programar el tiempo
mismo. Ello se debe, como indicaba antes, a la forma tan radical en que no puede ya
abandonarse a un proceso simplemente natural, tampoco puede verse como proyección o
prolongación de lo que ha sido, sino que se ve precisado a construir - desde la de-
construcción de lo que ha sido - lo que quiere ser y va a ser "cada vez" y en "cada caso"
en el futuro, que como dimensión temporal deja de ser un "momento' más o menos
lejano para ser algo por-venir.

El simple futuro se transforma en algo que está por venir en razón de la forma tan
radical como el hombre se ve precisado a contemplar su vida y por ende también su
historia. La consideración meramente sucesiva del tiempo: pasado, presente, futuro sigue
existiendo y teniendo el peso y la fuerza que le corresponden. Esto es tan cierto como
que vitalmente provenimos de nuestro pasado más insobornable, que es el nacimiento, y
caminamos indefectiblemente a un futuro ineludible, la muerte. Pero esta secuencia es

143
insuficiente. Como ser temporal el hombre ya no camina simplemente hacia su futuro,
sino que tiene que proyectar ese futuro, que se convierte así en por-venir, en cuanto que
es lo que el hombre tiene que labrar o esculpir para sí. Es así como el simple tiempo es
temporalidad y ésta se convierte en el elemento básico de la historia, sobre el que se
construye la historicidad, o sea se establece aquello que le impulsa al hombre a hacer una
historia.

Lo que representa la temporalidad como elemento básico de la historicidad puede


inferirse a partir de un texto de Heidegger:

Volviendo a si en el advenir (zukünftig) la resolución se pone en la


situación presentizando (gegen-wdrtigend). El haber-sido (Gewesenheit)
emerge del advenir (Zukunft), de tal suerte que el advenir que ha sido (o
mejor, que está siendo sido) hace brotar de sí el presente. Este fenómeno
unitario en cuanto advenir presentizante que está siendo sido es lo que
nosotros llamamos la temporalidad (Zeitlichkeit) (Heidegger, 1963: 326).

Tan difícil de expresar y, sin embargo, muy fácil de entender. Es mirando al futuro,
es decir, a lo que aún no es, pero está por venir como el hombre se resuelve a tomar
decisiones, sobre todo las que son esenciales porque está en juego su propio ser. Es
mirando a ese porvenir como el hombre se pone en la situación de poder decidir, por
tanto "presentizd" o "presencializa" sus propias posibilidades. Y es entonces cuando
emerge no el pasado en su habitual significado, sino lo que ha sido bajo el modo de estar-
siendo. Es el hombre mismo, en cuanto que se halla a la búsqueda de sus posibilidades,
quien hace que lo que ha sido se presente, en sentido propio y estricto, haga brotar de
ese modo el presente, lo constituya.

Visto así, el fenómeno es sin duda unitario, pues el futuro deja de ser algo lejano al
ser visto como dimensión que adviene, en virtud de la resolución del ser-ahí de tomar
decisiones, que sin duda recaen en el futuro, que automáticamente pasa, sin embar go, a
constituirse en ad-venir o por-venir, que a su vez sólo puede tener consistencia, en
cuanto que presencializa las posibilidades, latentes en lo que ha sido. Dicho tal vez de la
forma más sencilla posible, pero sin duda no suficientemente precisa: mirando al porvenir
rescatamos de lo que ha sido aquellas posibilidades que nos permiten actuar en el
presente.

3.1. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la temporalidad

144
Hay múltiples formas de narrar la historia. Por de pronto, hay dos antitéticas: la
cronológica, es decir, la narración de los acontecimientos centrada en datos, fechas,
personalidades, etc. Es lo que predomina en la obra monumental reciente bajo el título:
Historia a mano de 1. Geiss, que es sin duda útil si lo que se va buscando son referencias
a hechos de diversa índole en un plano simple y estrictamente informativo. El autor
pretende llevar a cabo una "rehabilitación de los datos" (Geiss, 2002: 1, 10). No le falta
razón en cuanto que deliberadamente se enfrenta a la ideología "progresista" que ha
intentado desacreditar "la dimensión del saber histórico" que debe tener como
fundamento la cronología, que se proyecta en toda la estructura de la obra. En ese
sentido el lector, el especialista incluso, tiene a mano - el título de la obra responde
ciertamente al objetivo fundamental que su autor se ha fijado - una amplia información
sobre los más diversos hechos históricos. Si quiere por ejemplo disponer de los
principales rasgos sobre la "la guerra española de sucesión", los podrá tener al momento
(Geiss, 2002: 4, 560). El problema con que se puede encontrar es que si pretende lograr
una visión de conjunto tanto sobre las cuestiones de diversa índole y su interrelaciones
como sobre el significado de los datos mismos, va a tener que recurrir a otro tipo de
fuentes y de documentos.

En el extremo opuesto de esta narración cronológica está la concepción de la historia


de carácter estructural o sistemático. Si nos atenemos a lo que sobre ella dice Braudel,
uno de sus principales representantes y además portavoz cualificado, los historiadores de
dicha escuela se guían por los siguientes criterios: 1. la historia debe versar ante todo
sobre las estructuras y las relaciones sociales; 2. la historia debe procurar ser total, no en
el sentido de recoger todos los hechos del pasado, sino en el sentido de contemplarlo bajo
diferentes perspectivas, que tengan en cuenta las condiciones geográficas, económicas y
psicológicas, además de sociales; 3. en consecuencia la historia sólo puede realizarse
satisfactoriamente, si tiene un carácter interdisciplinario; 4. como consecuencia de estar
centrada en las estructuras, la historia, en expresión de Braudel, no es historia de
acontecimientos o de corta duración, sino de "larga duración" (longue durée). Esto se
debe a que lo fundamental en la historia son las estructuras que duran mucho tiempo y
respecto de las cuales lo que llamamos hechos o acontecimientos son sólo algo
superficial. En el mejor de los casos a través de los acontecimientos habla el lenguaje de
la estructura correspondiente (c£ Braudel, 1979: 174-194; Baberowski, 2005: 104-156).

Dentro de este núcleo básico hay por otra parte matices de importancia. Febvre
sostiene que en la historia es preciso mantener la idea de que los deseos y las acciones
individuales de los hombres son constitutivos para las estructuras (cf. Baberowski, 2005:

145
144). No dice sin embargo que tengamos que ver propiamente con dos tipos de factores:
los individuos y las estructuras, sino con que aquellos están en función de éstas. A la
postre estaría en el fondo de acuerdo con lo que sostiene Braudel sobre lo que representó
Juan de Austria al frente del ejército que derrotó a los turcos en la batalla de Lepanto:
habría sido simplemente el "instrumento del destino" (Baberowski, 1. c., 150). Con lo
cual se nos remite a algo más bien bastante común a todas las concepciones y escuelas
de esa corriente. De ello es una muestra la tesis del mismo Febvre, cuando en su
monografía sobre Lutero caracteriza al gran Reformador como un producto o reflejo de
su medio, porque las nuevas ideas que Lutero y sus seguidores representaban tenían que
estar en consonancia con la sensibilidad religiosa de la burguesía ascendente.

Esto es tan verdadero como falso, puesto que muchos sectores de la burguesía no
estaban de acuerdo con las ideas de Lutero. Pero sobre todo lo esencial de Lutero es su
obra, que es preciso leer y comprender en lo que en sí misma es y representa, es decir,
teológicamente. Sólo desde este punto de vista se puede entender que Lutero llegara a
conformar el modo de pensar y de vivir de toda una época. Al fin, la afirmación de
Febvre de que los deseos y las acciones de los hombres son constitutivas, se reduce en
este caso a que las ideas, con las que los hombres ordenan su mundo y a las cuales están
sometidos, se reflejan en cada individuo, de forma que a través de tales ideas lo que
habla es el espíritu de la época. Es decir, Febvre se vendría a confesar hegeliano, si bien
Hegel atribuye un papel mucho más relevante a los individuos. Las ideas colectivas se
reflejan en lo que piensan y hacen los individuos, pero estos influyen de forma decisiva
en la conformación de las mismas ideas colectivas. En definitiva, ese primer matiz que
me proponía introducir, no cuestiona sino que confirma la tesis fundamental de la
Escuela de los Anales.

Algo distinto ocurre con el segundo matiz, que aparece en la última fase de la misma:
la llamada Historia de las Mentalidades. Sin embargo inicialmente se puede ver en las
interpretaciones que se atienen a la existencia y al cambio de las mentalidades un
procedimiento para descubrir a través de ese medio las estructuras económicas y
sociales; lo cual implica prescindir de la fuerza motora y transformadora que tienen las
mentalidades o ideas colectivas. Pero hay otro aspecto que ha llevado a un historiador
como Ariés a introducir una notable flexibilidad en la tesis central de la Escuela de los
Anales.

El punto que hizo cobrar impulso a la Historia de las Mentalidades fue la toma de
conciencia de que nuestra mentalidad ha sufrido una herida grave, tal como Ph. Ariés se
ha expresado mirando retrospectivamente el proceso. En la época de la Ilustración y del

146
progreso industrial los hombres se han sentido seguros de la superioridad de su época y
de su concepción del mundo. No podían ver otra cultura fuera de la suya. Pero el
hombre actual se ha vuelto inseguro, se le ha hundido la tierra bajo sus pies. Hoy
reconoce la existencia de diferentes culturas donde los historiadores clásicos sólo podían
ver una y numerosas desviaciones bárbaras de ella. La transformación en el modo de
escribir la historia, que se inició con el concepto de las mentalidades, fue según esto
también una reflexión del hombre sobre la época en la que él vivía. La historia de las
mentalidades lleva así a su disolución las diferencias epocales, porque destaca la
importancia de las ideas colectivas para la vida de los hombres. Pero de este modo el
pasado se nos vuelve cercano y ya no podemos ignorarlo. Toda una serie de
concepciones, de sabidurías conforman la vida de la que son expresión y al mismo
tiempo la estructuran. Una historia de la cultura de lo social describe el mundo tal como
los hombres creían que debía estar constituido. Los primeros historiadores de las
mentalidades no tenían idea de esto. Podría decirse que con este cambio de la mirada
desapareció la historia de las estructuras y el individuo como creador de las estructuras
ha sido recuperado para la historia.

Es sorprendente comprobar de qué forma algunos historiadores de las mentalidades,


tal vez sin ser de ello plenamente conscientes, están volviendo parcialmente al modelo
hegeliano de la concepción de la historia. Pues si tomamos como referencia su
Fenomenología del Espíritu, el sujeto de la historia, más que el "espíritu del mundo", que
sugiere siempre una visión monolítica cerrada, son las figuras de la historia, todas ellas
individualizadas entre sí. Verdad es que la visión de Hegel es "diacrónica", si nos
situamos en una determinada perspectiva - la de ciertos antropólogos franceses-, pero no
corresponde en rigor a lo que piensa el mismo Hegel, para quien por principio lo
verdadero es el resultado junto con su devenir. Los momentos de la historia están todos
ellos llamados tanto a desaparecer como a conservarse. Las figuras de la conciencia están
individualizadas, al igual que lo están los pueblos o las naciones, pero este tipo de
individualidad radica en la que es propia de los individuos en el sentido habitual del
término. La recuperación de los individuos para la historia no significa sin embargo la
neutralización de lo estructural. Lo individual, como ya hemos indicado, va unido a lo
universal y al contrario.

En todo caso, como nos hemos visto llevados a consideraciones sobre la concepción
de Hegel y, sobre todo, porque aquí tenemos que ver con una reflexión filosófica, vamos
a presentar con brevedad las diferentes formas en que según Hegel se puede escribir la
historia y su correspondiente valoración.

147
A) La "historia originaria", la que han escrito historiadores como Heródoto o
Tucídides, contemporáneos y, en cierto modo, testigos de los hechos que narran. Su
tarea es hacer que quede para la representación lo que consideran esencial en los hechos
y en las situaciones históricas. De tal historia originaria se desprenden algunas
consecuencias, como son: a) el contenido no puede ser muy amplio. Su tema esencial es
aquello que se mantiene vivo en las propias vivencias y en el interés actual de los
hombres. El autor describe lo que él más o menos ha presenciado o por lo menos ha
vivido. Son cortos espacios de tiempo, a la vez que figuras individuales de hombres y de
sucesos. Estos historiadores trabajan con intuiciones que ellos han vivido a fondo. Son
rasgos particulares y no reflexionados, con los que pintan "un cuadro tan concreto como
ellos tuvieron ante sí en la intuición o en la narración intuitiva para llevarlo a la
representación de la posteridad" (Hegel, 1955: 6). b) El espíritu del autor y el espíritu de
las acciones que narra, es uno y el mismo. Por ello, no va a tener que incorporar por de
pronto reflexiones, puesto que "él vive en el espíritu de la cosa", no está fuera de ella, tal
como lo está la reflexión. El hecho de que surja este tipo de historia se debe a que el
espíritu de la misma cosa la postula cuando ha adquirido un determinado grado de
formación, o simplemente cuando está en verdad formado, puesto que "un lado
primordial de su vida y de su acción es su conciencia acerca de sus fines e intereses, al
igual que sobre sus principios, un lado de sus acciones es la forma de explicarse sobre sí
mismo ante los otros, actuar sobre su representación, con el fin de mover su voluntad"
(Hegel, 1955: 7). Y a continuación formula Hegel una tesis tan "actual" como la siguiente:
"Discursos son acciones entre hombres, y por cierto acciones muy esenciales y eficaces".
Y esto llevado al ámbito de la historia significa: "Discursos en un pueblo, de pueblos a
pueblos, de los pueblos o de los príncipes, en cuanto acciones, son objeto esencial de la
historia, especialmente de la antigua" (1. c.).

Singular importancia atribuye Hegel al hecho de que en este tipo de historia originaria
no son las propias reflexiones del autor aquello con lo que explica y expone la conciencia
del espíritu que guía al pueblo, sino que "ha de hacer que las personas y los pueblos se
expresen sobre ello, sobre lo que quieren y cómo saben lo que quieren" (1. c.). Es esa
correspondencia o, si se quiere, fusión de los discursos con las acciones lo que da a
aquellos su extraordinario valor.

Así leemos en Tucídides los discursos de Pericles, del hombre de estado


más profundamente formado, del más auténtico y más noble, también los de
otros oradores, delegados de los pueblos, etc. En estos discursos expresan
estos hombres las máximas de su pueblo, de su propia personalidad, la

148
conciencia de sus relaciones políticas, así como de sus relaciones éticas y
espirituales, los principios de sus fines, formas de actuar, -y el escritor de la
historia se ha reservado para su reflexión poco o nada y lo que les hace decir a
aquellos no es una conciencia extraña, que les haya sido prestada, es su propia
formación y conciencia. Si se quiere estudiar la historia sustancial, el espíritu
de las naciones, vivir y haber vivido en ellas hay que introducirse a fondo en
tales escritos originarios de la historia, detenerse en ellos, y uno no puede
detenerse en ellos lo suficiente. Aquí tiene uno la historia de un pueblo o de un
gobierno, fresca, viva, de primera mano. Quien no quiera convertirse
precisamente en un histórico erudito, sino disfrutar de la historia, puede
quedarse en gran parte casi solamente en tales escritores (Hegel, 1955: 8).

Este texto es importante y merece ser transcrito aquí por varias razones. En primer
lugar, porque no se suele hacer. Hegel adquirió pronto fama de gran filósofo por sus
Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal y en todo caso la popularidad le
llegó por este camino (Rosenkranz, 1969: 376), pero lo que quedó sobre todo en la
conciencia - o tal vez habría que decir, en el subconsciente colectivo - fueron la
concepción de la historia como progreso en la conciencia de la libertad, la relación
intrínseca de esta libertad con la dialéctica de los espíritus de los pueblos particulares,
encarnados en los estados correspondientes, el triunfo o esplendor de la idea en todo ese
proceso, al margen de lo que pueda ser el sufrimiento o la felicidad de los individuos, así
como la tesis rotunda de que la historia universal es el juicio universal. Ante esta
escenificación de la historia no sorprende que surgiera más de un malentendido,
especialmente respecto del valor y de la dignidad de los individuos que presuntamente no
habrían sido reconocidos. Y, aunque este malentendido ha sido denunciado ya desde el
comienzo (cf. Rosenkranz, 1969: 376 y s.), se mantiene sin embargo en buena medida.
El texto que acabo de citar abunda también en ese reconocimiento de la importancia
esencial e irrenunciable del individuo, de su acción y concretamente en lo que es el
campo de la metodología. Lo que individuos como Heródoto y Tucídides nos han
transmitido tiene carácter sustancial y es por tanto insustituible. Con ellos tiene que
empezar, según Hegel, todo aquel que aspire a adquirir un sentido, siquiera sea
aproximado, del significado profundo de la historia. Pero además esos autores, son
importantes porque nos ponen en contacto con personalidades, en las que se encarna el
espíritu de un pueblo o de una época. Tal es por ejemplo el caso en la relación que se
establece entre el Tucídides historiador y el Pericles político. Lo que en este caso quiere
decir Hegel es que un individuo transmite, en perfecta sintonía, lo que otro individuo es y
representa.

149
La segunda razón de que el texto citado sea tan importante es porque hay una
identidad entre el espíritu del autor y el espíritu de las acciones que narra. El espíritu es
uno y el mismo; con ello no simplemente ocurre que el individuo nos remite a una
concepción o un contenido que propiamente le desborda, sino que el individuo es, él
mismo, esa otra dimensión, se autotransciende, es él y lo otro de sí, no en relación
interpersonal, sino en relación de persona a contenido, que representa nada menos que el
espíritu de un pueblo o de una época. Éste es un caso paradigmático de universal
concreto, bajo un doble aspecto: de una parte porque está a la vista de modo inmediato:
lo que dice el autor individual es algo que expresa el interés de todos; de otra parte,
porque la concreción de lo universal en el individuo se lleva a cabo desde la acción. El
individuo adquiere rango universal, no simplemente en cuanto que está ahí, sino en
cuanto que obra de una forma determinada.

Ésta es la tercera razón de por qué el texto citado es relevante: la afirmación de que
los discursos son acciones muy esenciales y muy eficaces. Pero para que los discursos
tengan esa categoría tienen que ser expresión de lo que Hegel llama "espíritu de la cosa",
es decir, de aquello que verdaderamente importa a todos. Con lo cual deja fuera de
consideración aquellos discursos que no lo son en verdad y a los que además caracteriza
como pura charlatanería. Pero en realidad Hegel, que capta el problema, no lo desarrolla
ni lo puede hacer probablemente, porque las cosas ni de lejos habían llegado al punto en
que se encuentran hoy, una vez que la manipulación del lenguaje se ha desbordado en
grado sumo. Hegel podría pensar que los discursos que son pura charlatanería se
desacreditan por sí mismos y son en ese sentido "inocentes" (c£ 1955: 7), pero cuando se
tiene la posibilidad de convertir ese tipo de discursos en operativos y determinantes,
aquellos discursos, que se presentaban como inocentes, se revelan o pueden revelar
como sumamente culpables. "Los discursos son acciones muy eficaces" - sin duda, para
lo bueno y para lo malo. La inclusión de discursos que han tenido - al igual que otros
muchosun efecto considerable aunque sea funesto en una colección de "grandes
discursos" es coherente y no tiene nada de arbitrario (c£ Peter [s. f]; Brodersen, 2002).
Es un aspecto en el que se puede apreciar la fragilidad y la ambivalencia del curso
histórico, pendiente en buena medida, tanto en lo positivo como en lo negativo, de la
actuación de individuos determinados.

En la historia originaria incluye Hegel libros de memorias, más los franceses que los
alemanes, por entender que aquellos son más importantes. Hoy mirando
retrospectivamente puede decirse que algunas memorias de grandes personajes políticos
del siglo XX están ya sancionadas por la historia misma como muy importantes. Como

150
ejemplo de ello podemos mencionar las del general De Gaulle y las de Churchill. La gran
proliferación actual de libros de Memorias, cuyo verdadero alcance e importancia habrá
de determinar la historia misma, revela dos aspectos de interés: de una parte, el hecho de
que siguen contando con una gran aceptación por parte del público muestra que persiste
el instinto de que el testimonio de personalidades que han sido testigos de grandes
acontecimientos, sobre todo si además han participado en ellos, tiene especial valor,
porque a su modo responde a la convicción de que, como dijera Hegel, el espíritu de los
discursos y el de las acciones referidas es el mismo. Por otra parte, es una muestra clara
del reconocimiento del papel insustituible que les corresponde a algunos individuos en la
historia. A nadie le sorprende que esas mismas personalidades sintonicen, al expresarse
sobre sus propias acciones, con esa opinión colectiva. Valga como muestra el siguiente
texto:

En la cuesta que estaba subiendo Francia, mi constante misión era guiarla


hacia lo alto, mientras que todas las voces la llamaban sin cesar para que
bajase. Al optar otra vez por escucharme, se libró del marasmo y acababa de
superar la etapa de la renovación. Pero, a partir de ahí, no tenía otra meta que
enseñarle sino la cumbre, ni otro camino que el esfuerzo (De Gaulle, 1970:
346).

Otro aspecto de interés que puede tener para los historiadores la lectura de Hegel es
el hecho de que él ya propugnó, con su historia originaria, lo que hoy ellos llaman
"historia del presente". Pues no sólo resaltó la importancia substancial de los discursos
relativos a los acontecimientos del presente y de los libros de memorias, que no son sino
testimonios de la época en que su autor vive, sino que este fenómeno de historiar el
presente se da también en la modernidad, bajo la forma de "informes" destinados a la
"representación" sobre determinados hechos, como "sucesos de guerra", De esos
informes coetáneos resultan más tarde visiones de conjunto relativamente completas (c£
Craig, 2006).

Esta forma de hacer y escribir historia está en conexión con la temporalidad bajo el
punto de vista del más estricto presente. Ello es - o parece - sin más posible si se tiene en
cuenta el hecho de que esa historia versa sobre el presente y se lleva a cabo en y desde el
presente. Distinta es la situación respecto de lo que sigue, pero no totalmente.

B) A la segunda forma de escribir la historia la llama Hegel "reflexiva". En este caso


el historiador se ocupa por completo del pasado, lo cual implica que va más allá del
presente, no sólo en cuanto al tiempo - lo cual es obvio, puesto que mantiene su mirada

151
dirigida al pasado-, sino también en cuanto al "espíritu", puesto que el historiador se
enfrenta a períodos de tiempo, que inevitablemente han de tener una concepción muy
diferente de la que él como historiador tiene. Éste tiene pues que llevar a cabo una
elaboración del material de que dispone. Esto, bajo un primer aspecto, es obvio. Puesto
que se las tiene que ver con un material ingente, por pequeño que sea, no tiene más
remedio que seleccionarlo. Pero el problema, y también el interés, surgen bajo un
segundo aspecto. Puesto que el espíritu de la época a la que pertenece el historiador es
muy diferente del de la época historiada, son determinantes las máximas, las
representaciones, los principios que el autor mismo se hace "en parte sobre el contenido,
el fin de las acciones y de los sucesos, en parte sobre la forma de escribir la historia"
(Hegel, 1955: 11).

La cuestión que se plantea se sintetiza en que el historiador, al escribir la historia del


pasado, se enfrenta a un mundo extraño y la pregunta a la que se enfrenta es doble, o es
una sola con dos aspectos distintos: a qué máximas o principios obedece propiamente la
exposición del contenido y bajo qué criterios ha de llevarse a cabo. Lo uno es sin duda
inseparable de lo otro. Hegel entiende que los franceses han sabido dar respuesta a esta
pregunta porque en razón de sus "ideas de una formación común" han sabido elaborar
criterios válidos, a diferencia de los alemanes, capaces de inventarse teorías sobre la
historia en cualquier ocasión, pero incapaces hasta la fecha de lograr algo similar.

Esto supuesto, hay diferentes formas de llevar a término esta historia reflexiva. La
primera de ellas consiste en exponer una visión de conjunto de la historia de un pueblo,
de una región o del mundo en general. Inevitablemente estas historias tienen que
construirse sobre la primera y recopilar contenidos extraídos de escritores originarios, o
de informes lejanos o de noticias particulares (c£ 1. c., 11). Sin embargo, la dificultad
surge ante la forma de realizar esta recopilación.

La obra entera debe y tiene que tener también una tonalidad, puesto que el
autor de la misma es un individuo de una formación determinada; ahora bien,
los tiempos, que recorre tal historia, son de formación muy diversa, al igual
que los historiadores que él puede utilizar, y el espíritu que desde quien escribe
habla en ellos, es otro que el espíritu de estos tiempos (Hegel, 1955: 12).

Como sin proponérselo deja aquí planteado un problema fundamental de la


Hermenéutica posterior y que en Gadamer va a encontrar una respuesta, tan metafórica
como poco convincente: la fusión de horizontes (Gadamer, 1965: 289 y s.). A Hegel le
viene a la mente que ante esta situación hay historiadores - él menciona a Tito Livio -

152
que caen fácilmente en la tentación de describir con todo lujo de detalles un tiempo
pasado, que como consecuencia no puede sino resultar extraño a su propia realidad.
Hegel propone su propia solución. Frente a la tentación aludida, que sin llegar a los
excesos de Tito Livio, puede sentirse seducida por el intento de introducirse en el interior
de tiempos pasados, en la creencia de llegar como a identificarse con ellos, Hegel
establece una norma estricta, que tiene una vertiente negativa y otra positiva. No
podemos simpatizar en lo más importante con los griegos por ejemplo, no podemos hacer
nuestra su propia sensibilidad, puesto que hay cosas que nos distancian definitivamente
de ellos, como es la esclavitud. Con este rechazo a la pretensión de lograr una empatía
total con el pasado posiblemente esté polemizando con su colega Schleiermacher. La
vertiente positiva, es decir, la respuesta al problema arriba planteado sólo la puede
proporcionar el entendimiento (Verstand). Es preciso, dice, "abandonar más o menos la
exposición individual de lo real efectivo y ayudarse con abstracciones, extraer, recortar"
(Hegel, 1955: 15).

No se trata simplemente de abstraer en el sentido de dejar de lado muchos sucesos y


acciones, sino de extraer lo universal o esencial mediante el entendimiento que es "el más
poderoso extractor" (1. c., 14). Claro es que por este procedimiento la exposición puede
resultar excesivamente seca y aburrida, ante lo cual más de un historiador puede intentar
dar vida a la exposición, no mediante una elaboración propia, sino mediante una fidelidad
cuidadosa a toda una serie de detalles, llamada a proporcionar una imagen de la época.
Pero por este camino no se es capaz de conocer un todo, un fin universal. Esa forma de
hacer historia nos enreda en muchas particularidades contingentes, que son

históricamente (historisch) ciertas (richtig), pero mediante ellas el interés


principal no se vuelve en nada más claro, al contrario, se vuelve confuso
(Hegel, 1955: 15).

Es la forma como Hegel despacha, criticándola, la teoría de Ranke. De lo que se


trata no es de pintar toda una serie de par ticularidades al modo como lo hace Walter
Scott en sus novelas. Por el contrario la verdadera historia debe proporcionarnos

cuadros de los grandes intereses de los estados, en los cuales desaparecen las
particularidades de los individuos. Los rasgos deben ser característicos,
importantes para el espíritu del tiempo; es lo que hay que llevar a cabo de una
forma superior y más noble, es decir, haciendo que las obras políticas, las
acciones, las situaciones mismas se hagan efectivas, haciendo que sea expuesto
lo universal de los intereses con su determinidad (Hegel, 1955: 16).

153
Con ello Hegel nos ha colocado en la vertiente positiva, nos ha proporcionado el
horizonte adecuado, pero no ha desarrollado esta respuesta inicial. Y sobre todo no
sabemos aún en qué relación aparece aquí la verdadera historia con el tiempo, la
historicidad con la temporalidad y al contrario.

La segunda forma de historia reflexiva es la pragmática, que viene impulsada por la


primera, lo cual implica que desvela el alcance y sentido de ésta. En realidad es lo que,
en general, se propone quien escribe sobre historia: proporcionar una representación
"formada de un pasado [...1. Si tenemos que ver con un pasado reflexionado, con un
pasado de su espíritu, sus intereses, su formación, existe inmediatamente la necesidad de
un presente" (Hegel, 1955: 16).

Ahora bien, puesto que esa presencia no está en este caso en la historia misma,
puesto que se trata del pasado, tal presente surge en la visión del entendimiento, en la
actividad del sujeto, en una forma de esfuerzo del propio espíritu. Por lo tanto no se trata
de revestir los acontecimientos de una tonalidad meramente subjetiva, tampoco de
quedarse en los meros hechos, que de por sí no tienen color, son grises, sino descubrir
por debajo de los mismos un interés presente, en cuanto que es algo esencial. Tras lo
externo de los sucesos, descubrimos:

el fin de los mismos - el estado, la patria-, su concepción (Verstand), su nexo


interno. Lo universal de la relación que se da en ellos es lo que perdura, lo que
ahora es vigente y existe al igual que antes y siempre (Hegel, 1955: 16).

Por tanto, el presente con el que se ocupa esta manera de hacer historia - que es la
auténtica - no es una de las dimensiones del tiempo en cuanto distinta de las otras dos:
pasado y futuro. Es el presente de lo que siempre está presente. Sin embargo, puesto que
formalmente se trata de historia, alguna diferencia tiene que haber entre el ayer y el hoy.
Tal diferencia se refiere a la forma como lo que es esencial y permanente se hace
presente. Así el fin esencial de los sucesos que subyace a los mismos, por más
rudimentario que sea, es el estado. Este fin se da siempre y por tanto en rigor siempre es
presente. La historia tendrá que ocuparse en concreto de la forma en que el estado se
conserva hacia fuera frente a los demás estados, al igual que hacia dentro deberá conocer
su desarrollo y conformación que implica necesariamente una serie de estadios, mediante
lo cual surge lo racional, la justicia y afianzamiento de la libertad. Esto es siempre
esencial a la vez que tiene las correspondientes variaciones según las diferentes
circunstancias históricas. Eso esencial, en su presente, de cada caso es lo que debe
indagar y exponer la auténtica historia, al margen de lo simplemente extrínseco y

154
accesorio.

Si hay una tonalidad que dar a la infinidad de hechos, secos y grises, es lo que aporta
la visión intelectiva, no las ocurrencias subjetivas del historiador que distorsionan lo
verdaderamente histórico:

Estas reflexiones pragmáticas, por más abstractas que sean, son del modo
indicado en la realidad lo presente y lo que debe vitalizar la narración y traerla
a la vida presente. Ahora bien, que tales reflexiones sean en realidad
interesantes y vivas, eso depende del espíritu propio del escritor (Hegel, 1955:
17).

A tenor de lo dicho es comprensible que a Hegel poco o nada le interesen


planteamientos psicológicos y moralizantes, sobre los cuales se expresa con desprecio (cf.
1. c., 17 y s.). Pero conviene volver brevemente sobre la tesis principal, ya que puede
quedar la impresión de que lo histórico queda neutralizado, al ser cancelado el tiempo.
Tal impresión se tiene al leer textos como el siguiente: "Los sucesos son diferentes, pero
esto universal e interno, el nexo es uno. Esto supera el pasado y convierte al suceso en
presente" (Hegel, 1955: 18).

Si embargo, esta impresión es inconsistente. Más aún, Hegel acentúa el carácter


único e irrepetible - en este sentido rigurosamente histórico y temporal - de los
acontecimientos "interesantes", que son en cada caso la expresión de lo universal siempre
presente:

Cada tiempo, cada pueblo tiene circunstancias peculiares, es una situación


tan individual que es preciso que se decida en ella y desde ella y sólo en ella y
desde ella se puede decidir [...]; algo así como una memoria descolorida no
tiene ninguna fuerza en la tormenta del presente, ninguna fuerza contra la
vitalidad y libertad del presente [...]. Ningún caso es completamente semejante
a otro; la igualdad individual no existe nunca de tal modo que lo que en su caso
es lo mejor sea lo mejor también en otro [...] cada pueblo tiene su propia
situación [...]. Nada es en este respecto más insípido que la apelación,
frecuentemente reiterada, a los ejemplos griegos y romanos [...]. Nada es más
diferente que la naturaleza de estos pueblos y la naturaleza de nuestros
tiempos (Hegel, 1955: 19).

Son pues según Hegel compatibles el presente, propio de lo universal que perdura a

155
través de los diferentes tiempos, y el presente propio de cada tiempo. Esto no tiene
mayor dificultad de comprensión que lo que tiene en general su obra, que no es poca. Se
puede comprender, sin embargo, si se explica la máxima del "esfuerzo del concepto".

Por tanto, hay dos tipos de presencia, plenamente reconocidas. En lo que es el tercer
género de historia; la historia universal filosófica se vuelve a acentuar el presente en el
sentido de lo que perdura siempre, pero visto a la vez en su concreción, en cuanto que
reasume en sí las dimensiones especiales en que se realiza: arte, derecho, religión, etc.

El punto de vista universal de la historia filosófica del mundo no es


universal de forma abstracta, sino concreto y presente de modo eminente,
puesto que es el espíritu que es eternamente cabe sí mismo y para el cual no
hay ningún pasado (Hegel, 1955: 22).

Volver sobre estas consideraciones de Hegel - o similares - puede ser útil hoy, pues
según opinión de autorizados especialistas se padece una penuria intelectual en lo que se
refiere a planteamientos estrictamente teóricos en la "ciencia histórica' (c£ Koselleck,
2003: 298 y ss.).

3.2. Temporalidad e historicidad

La temporalidad no es tiempo y la historicidad no es historia, pero sin temporalidad no


hay tiempo ni sin historicidad hay historia. Con otras palabras: la temporalidad es la
condición de posibilidad del tiempo y de los tiempos, al igual que la historicidad es la
condición de posibilidad de la historia y de las diferentes historias. Y no sólo eso.

Por de pronto partimos del hecho de que hay pasado, presente y futuro. Es decir,
partimos de que hay tiempo. En virtud de la temporalidad establecemos la diferencia
entre esos momentos o dimensiones del tiempo, a la vez que sabemos que hay tiempo.
Por tanto, la temporalidad es una toma de conciencia directamente referida al tiempo y a
sus momentos. Es un saber a qué atenerse respecto del mismo, pero sin ese tipo de saber
el tiempo es algo caótico carente de significado. Basta recordar el desconcierto que se
apodera de nosotros, no propiamente por el hecho de olvidar algo que nos ha ocurrido o
que hemos visto, etc. Eso es algo habitual y sin embargo podemos ser o hacernos de
nuevo dueños de la situación. El desconcierto verdadero surge propiamente cuando de
pronto tenemos la impresión de que no disponemos de las coordinadas que nos permiten
colocar cualquier tipo de sucesos - que en sí pueden no significar nada especial, pero que
para cada uno de nosotros pueden ser muy relevantes - en un antes, un ahora o un

156
después. Poder situar los fenómenos en general y más concretamente lo que nos sucede
es función de la temporalidad, aunque a veces a eso se lo llame tiempo. Pero además de
cumplir esta función, la temporalidad tiene otra, no menos importante, sin la cual la
anterior no se da. Consiste en establecer - junto con la distinción de momentos
temporales, en virtud de lo cual situamos cada fenómeno en el tiempo que le corres
ponde: pasado, presente o futuro - la unidad de esos mismos momentos. Es una unidad
que por de pronto hay que entender como nexo de unos momentos con otros. Lo cual
viene implicado en algo tan obvio como que el pasado no sólo antecede al presente, sino
que fuerza su llegada, al igual que el presente es ya él mismo paso hacia el futuro. Pero
además de este nexo tiene que existir un punto de vista desde el que se vea que tiene que
haber una unidad entre los diferentes momentos temporales y que sea, él mismo no
como ajeno al tiempo sino como intrínseco a él, dicha unidad. La unidad viene postulada
por una exigencia a priori de orientación en el mundo.

El yo [...] exige orientación: reclama un mundo que no se encuentre en el


indiferente estar cualquier cosa junto a cualquier otra y que no fluya en una
sucesión igualmente indiferente; un mundo pues que apuntale el firme
fundamento de un orden externo para su orden interno, que a él siempre le
acompaña en su vivencia [...] y tal fundamentación, ya que se halla en el
mundo, tiene que ser tempoespacial, precisamente para así poder dar
fundamento a la certeza absoluta que tiene la vivencia de poseer sus propios
espacio y tiempo. De modo que la fundamentación en cuestión debe crearle en
el mundo a la vivencia tanto un centro como un principio: centro en el espacio
y principio en el tiempo (Rosenzweig, 1990: 208 y s. [trad., 233]).

La referencia a los tres conceptos, de mundo, espacio y tiempo es coherente en


cuanto que entre los tres existe una conexión intrínseca, dado que nos tenemos que
orientar en un mundo y dos claves fundamentales de esa orientación son el espacio y el
tiempo. Pero aquí nos circunscribimos a lo que tiene que ver con el tiempo; y por otra
parte, no buscamos, como es la intención del autor citado, un principio - o por mejor
decir, comienzo - absoluto dentro del decurso temporal o más exactamente histórica. Se
trata simplemente de hallar dentro de los propios momentos temporales un punto de vista
capaz de conferir unidad y conexión. Y como ese punto de vista tiene que ser inmanente
a los mismos momentos temporales y a la vez es éste y no otro, uno y único, tendrá que
situarse ese punto de vista en uno de los momentos temporales sin identificarse o
confundirse con él, puesto que de otro modo no podría aunar los tres momentos
temporales. Fue Agustín quien estableció un modelo básico sobre esta cuestión llamado a

157
perdurar. Aduzco simplemente el texto que me parece más significativo, sin que nos sea
posible detenernos aquí a intentar una explicación adecuada del mismo.

Lo que ahora es claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los


futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito,
presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son
tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente
de las futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el
alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas,
memoria; presente de las cosas presentes, visión (contuitus); presente de las
cosas futuras, expectación (Agustín, 1955: 584).

Que la concepción de Agustín ha llegado a adquirir carácter paradigmático lo vemos


reconocido en estas palabras de Husserl al comienzo de su gran estudio sobre el tiempo:

Quien se ocupe del problema del tiempo deberá estudiar a fondo, hoy, los
capítulos 14-28 de las Confesiones. Pues la época contemporánea, tan
orgullosa de su saber, no ha llegado en estas cuestiones a resultados muy
brillantes que signifiquen un progreso importante respecto a aquel pensador tan
grave y serio en sus luchas espirituales (Husserl, 1966: 3).

Que Husserl estudió a fondo el texto de Agustín parece claro, tanto más cuanto que
su propia concepción encaja muy bien en el horizonte de las reflexiones de aquél.
Ciertamente Husserl hace un planteamiento trascendental:

Intentamos aclarar el a priori del tiempo al investigar la conciencia del


tiempo, sacar a la luz su constitución esencial (Husserl, 1966: 34).

Esa constitución está integrada por tres momentos: "la retención" (Retention), que es
la actividad de la memoria como capa cidad de hacer patente a la conciencia el pasado
(Husserl, 1966: 26 y ss.); la presencialización (Gegenwdrtigung), que es la actividad de la
percepción en cuanto que ésta tiene la capacidad de hacer presente a la conciencia el
ahora, que propiamente es un "límite ideal" (Husserl, 1966: 40), puesto que el ahora
propiamente se caracteriza por ser no-siendo o dejando de ser, como ya hizo ver
Agustín; por fin, la protensión (Protention), un término bárbaro que Husserl se inventa
para expresar la actividad propia de la expectación (Erwartung) que "pre-tiene" o anticipa
el porvenir:

Cada proceso originalmente constituyente está animado por protensiones,

158
que constituyen e interceptan de forma vacía lo porvenir (das Kommende) en
cuanto tal, llevándolo a su plenitud (Erfüllung) (Husserl, 1966: 52).

El estudio de Husserl tiene toda la complejidad y riqueza que implica su


planteamiento trascendental y los desarrollos correspondientes. En ese sentido va mucho
más allá de la concepción agustiniana. Pero el modelo básico es el mismo, pues no sólo la
presencialización, sino la retención y la protensión son actividades que se llevan a cabo
desde el presente.

Si respecto del tiempo distinguimos tres dimensiones básicas, respecto de la historia


contamos con incontables formas de historia y con muchas más incontables formas de
narrarla. Si Wittgenstein nos recuerda que hay

innumerables géneros de enunciados y que además esa multiplicidad no es algo


fijo y dado de una vez por todas, sino que nuevos tipos de lenguaje nacen así
como otros envejecen y se olvidan (c£ Wittgenstein, 2001: 758),

podemos comprobar que este fenómeno se agranda y se agrava respecto de la historia.


Más que intentar enumerar las diferentes historias y formas de narrarla, cabe preguntar si
existe algo que no sea historiable en lo que representa su significado para el hombre o
que no nos incite incluso a historiarlo. Dios, de quien pensamos que es inmutable, es
susceptible de manifestarse - es decir, de ser Dios para nosotros - de muchas maneras,
incluso en relación con una y la misma vida humana. Y muchas más son las formas de
contar, interpretar, comprender, etc. esas manifestaciones.

La historicidad no es propiamente una forma de historia ni tampoco una forma de


narrarla, pero es la condición de posibilidad de ambas, lo que pretende responder a la
pregunta acerca del porqué de la una y de la otra. Sobre eso hemos hablado en términos
generales al comienzo de esta investigación. Ahora la pregunta se concreta en saber por
qué se plantea la exigencia de buscar la condición de posibilidad de la historia en su doble
significado, pero siempre bajo el punto de vista - que en realidad aquí se presupone - de
que es el hombre quien hace la historia y quien la narra.

La razón de la tendencia imperiosa a buscar esa condición de posibilidad no puede


ser sino que se percibe la necesidad de referir la inabarcable diversidad de historias y de
formas de narrarlas a un punto de vista unitario que haga posible la comprensión de
aquellas. No implica esto la pretensión de llegar a comprenderlas de hecho todas, pero sí
de orientarse en medio de ellas mediante el conocimiento suficiente. Si este conocimiento

159
no se da, se inventa, se crea la leyenda. El conocimiento es por ello esencialmente
interesado y está centrado en garantizar la estabilidad del momento en que el hombre
vive, que no puede ser otro sino el presente mismo. El problema está en cómo se vive
ese presente; si dilata sus confines hasta fundirse con el origen de los tiempos y si se
proyecta hacia el futuro, tanto que ve su sentido en la culminación del tiempo como tal
en un final escatológico, verdaderamente último, o si por el contrario, el presente se vive
como un círculo que cada vez se estrecha más y que la presión o pujanza de la vida
fuerza a romper. Entonces pudiera percibirse el presente histórico como dependiente de
algo que aún no es, no existe, pero está llamado a existir. Ésta puede ser la razón por la
que Heidegger considera que la temporalidad es "la condición de posibilidad de la
historicidad" (1963: 19) y que a su vez se caracteriza ella misma como esencial
proyección, de forma que el eje del tiempo según esto no es el presente sino el porvenir:
"Volviendo `porvenideramente' a sí, la resolución se pone en la situación
persencializando" (Heidegger, 1963: 326).

El pasado emerge del porvenir (futuro) y éste hace brotar de sí el presente. Esto se
comprende, pero no es la raíz última. Pues la razón de que el hombre esté abierto al
futuro de una forma o de otra, con mayor o menor urgencia, y de que en determinados
momentos esté como volcado hacia él depende de cómo el hombre viva su presente y se
sienta en él. Si por ejemplo el presente se percibe como vacío hasta el punto de que no
se ve modo alguno de recrearse en él, de percibirlo como la propia casa, ni siquiera bajo
la forma de recuperación o actualización del pasado, si con otras palabras, el presente es
precario e indigente, él mismo forzará la apertura al futuro, de modo que se tenga la
impresión de que éste es el centro del tiempo mismo y la raíz o condición de posibilidad
de la historia. Puede ser ésa la situación, pero puede ser también la contraria, es decir,
que el presente sea y se perciba como tan pletórico que tienda a expandirse hacia el
futuro.

Los matices pueden ser muy diferentes y las situaciones correspondientes también,
pero siempre será el presente histórico la condición de posibilidad del pasado y del futuro
históricos. En un sentido meramente óntico, de relación, si se quiere, causal, el presente
puede verse como un precipitado o resultado del pasado, pero si, además de esto y sobre
todo, se trata del significado que adquiere el pasado, esto dependerá esencialmente de
cómo el hombre se ve a sí mismo en el presente y desde qué intereses y perspectivas
vuelve su mirada hacia el pasado. Y de eso dependerá igualmente cómo encara el futuro.
Para bien o para mal, sólo en tiempos de bonanza y de equilibrio el hombre retorna al
pasado y se dirige al futuro movido por el interés exclusivo de la verdad, y aséptico desde

160
la perspectiva de su búsqueda.

Incluso cuando en la historia se puede señalar un momento determinado del pasado


como especialmente relevante para todo el desarrollo histórico posterior, porque dicho
momento representa una "fundación original" (Urstiftung) de un conocimiento que se
considera como definitivamente válido y llamado a enriquecerse progresivamente, incluso
entonces es de una importancia esencial que no se rompa el vínculo entre la certeza de la
verdad evidente, una vez descubierta, y lo que representa su génesis:

El dogma dominante de la separación entre origen teórico-cognoscitivo y el


origen genético es [...] radicalmente equivocado. O más bien, radicalmente
equivocado es la limitación, debido a la cual precisamente los problemas más
profundos y más auténticos de la historia continúan ocultos. (Husserl, 1962:
379).

Reconociendo la plena validez de esta tesis y prescindiendo ahora de que en


determinados momentos se haya producido una fundación originaria, que haya generado
una verdad racional y objetiva, como puede ser la geometría o algún otro tipo de
conocimiento, lo innegable es que la desocultación de los auténticos problemas depende
de la actitud con que desde el presente el hombre sea capaz de retornar al pasado e
incorporar el sentido una vez logrado. El sentido se logró en un presente determinado y
sólo desde un presente, igualmente determinado, se puede recuperar y actualizar.

3.3. Las dimensiones de lo histórico

La consideración sobre temporalidad e historicidad tiene, pese a la relación que entre


ambas se puede establecer, una diferencia obvia que se debe a su vez a una diferencia de
fondo entre los referentes de ambos conceptos. El tiempo, tanto si se lo concibe como
entidad estrictamente objetiva, existente con independencia de nuestros esquemas
subjetivos, como si se ve en él, al modo de Kant, una condición a priori de la
sensibilidad, es en todo caso algo compacto, homogéneo e inalterable; tan compacto que
ni siquiera es pensable que deje de existir una fracción del tiempo, por mínima que sea,
sin tener que pensar que con ella desaparece forzosamente el tiempo en su integridad; tan
homogéneo que el tiempo discurre siempre al mismo ritmo y con idéntica velocidad. Se
nos puede hacer muy corto o nos puede resultar interminable, pero no por ello deja de
discurrir el tiempo que marcan los diferentes instrumentos de medida del tiempo: desde el
reloj de arena a los más sofisticados relojes en la actualidad:

161
(Borges, 2005: 812).

Invulnerable y siempre el mismo es lo que nos representa "el reloj de arena"; que nos
describe Borges, en contraste con nuestra propia vida, absolutamente azarosa e inestable.
E inalterable es también el tiempo en el sentido de que no se deja modificar ni un ápice
su curso, por ejemplo poniendo en el pasado lo que es futuro o al contrario. La
imaginación podrá pretender lo que se le antoje, pero nada va a conseguir, porque entre
otras cosas, no se trata de una categoría antropológica. Si, por ejemplo, se sostiene en el
sentido kantiano que el tiempo es un a priori de la intuición sensible, ello no significa que
dependa del hombre. Se le impone por el contrario, de forma que sólo podrá captar los
fenómenos en el orden que el tiempo mismo le prescribe. El tiempo así concebido no
sería válido para una mente infinita ciertamente, pero ello no implica que para una mente
finita, como es la humana, tenga sólo un alcance relativo.

Respecto de la historia, el punto de partida es diferente por completo. Mientras que


no cabe decir que el tiempo sea producto de la actividad humana, la historia sí la hacen
los hombres y a ellos se les atribuye con justicia en lo bueno y en lo malo. Cosa distinta
es que hagan historia necesariamente, tal como aquí hemos defendido, o que el
protagonismo recaiga más en las colectividades que en los individuos o al contrario, pero
seguirá en cualquier caso siendo cierto que la historia es asunto humano. Por la
importancia y el peso que la historia tiene para cada individuo, que nace ya esencialmente
condicionado por ella y continúa estándolo a lo largo de toda su vida, podría tal vez
decirse, haciendo un uso abusivo de lenguaje, que es para él una especie de apriori, pero

162
en rigor no lo es, pues la noción de apriori implica no depender de aquello respecto de lo
cual es a priori.

Partiendo de esta diferencia básica se entiende que el hombre se pueda permitir, por
así decirlo, jugar con la historia, por ejemplo acentuar o, por el contrario, relativizar hasta
ignorar determinadas etapas del pasado; o bien centrar su atención en ciertos fenómenos,
atribuyéndoles una gran importancia, a la par que se desentiende de otros, que son tal
vez mucho más relevantes; igualmente podría imaginarse, con buenas razones en su
opinión, que el futuro va a tener estas o aquellas características, ninguna de las cuales se
hace luego presente a la hora de la verdad; hasta puede pasarse buena parte de su vida
sumergido en su Cueva de Montesinos particular viendo por todas partes figuras
encantadas del pasado, presente o futuro de su vida personal. Puede incluso hacer otra
cosa, mucho más importante vitalmente, aunque en parte coincidente materialmente con
las anteriores: contrarrestar un tiempo con otro: el tiempo vivido, que es invariable y con
frecuencia cruel - puesto que nos presiona o se nos echa encima o, paradójicamente, no
nos da tiempo - con el tiempo imaginado, que nos permite movernos con una cierta
libertad. Tal vez esto le ocurrió a Cervantes, que vivió un tiempo duro y cruel, en Argel
primero y luego en España, mientras probablemente soñaba inútilmente con su propia
libertad, lo que años más tarde iba a encontrar su correspondencia en la figura de Don
Quijote de la Mancha.

Este juego con los tiempos históricos tiene sin embargo un límite. Es posible en tanto
abstraemos de su inserción en lo real y la fantasía les asigna una función y un ámbito
utópicos. Si los queremos comprender, por el contrario, tenemos que supeditarnos a lo
que el propio tiempo exige: ver los acontecimientos históricos en la red de la sucesión que
les corresponde, donde hay un antes, un ahora y un después. Cada acontecimiento está
en alguno de esos momentos inexorablemente en relación con otros acontecimientos y
también con relación a un eventual espectador que lo contempla.

Aparte de que tiempo e historia tienen su condición de posibilidad respectiva, en la


temporalidad y en la historicidad, historia e historicidad tienen a su vez en la
temporalidad la condición que las hace posibles, en tanto que asigna un tiempo a cada
acontecimiento y también a la perspectiva última bajo la que se puede pensar tanto que
los acontecimientos tienen lugar como que poseen un significado determinado. Según
esto entendemos que la temporalidad es la condición que hace posible la historicidad,
pero a su vez es el presente, no el futuro como opina Heidegger, el punto de referencia
último de este proceso. Es desde el presente como incorporamos el pasado, puesto que
sólo así, es decir, haciéndonoslo presente podemos hablar del pasado. De otro modo no

163
podríamos siquiera mencionar su existencia. Presuntamente una de las muchas
diferencias del hombre respecto del animal es que éste sólo tiene presente, está
aherrojado a sus límites y por tanto su presente difiere cualitativamente del presente
humano, que además de lo que representa como contradistinto del pasado y del futuro,
posee esa otra dimensión, esencial y radicada en la actividad trascendental del
pensamiento, por la que funda tanto el pasado como el futuro; el pasado en el sentido
indicado y el futuro como resultado de la expectación o de la prospección.

La secuencia habitual en la consideración del tiempo es: pasado, presente, futuro.


Tiene a su favor a) que responde a un modo, habitual también, de pensar, condensado en
la doble pregunta: de dónde venimos, a dónde vamos; b) que el pasado nos determina o
condiciona y nos posibilita mirar, desde el presente, hacia el futuro. También se puede,
siguiendo a Heidegger, establecer la secuencia: futuro, pasado, presente.

El haber-sido [pasado] emerge del futuro [por venir], de tal manera que el
futuro que ha sido (o mejor, que está siendo sido) hace brotar de sí el presente
(Heidegger, 1963: 326).

Tiene sin duda algo elemental y obvio a su favor, en cuanto que mirando al futuro
seleccionamos el pasado, o lo recordamos selectivamente, en orden a interpretar y
configurar nuestro propio presente.

Hemos preferido la secuencia: presente, pasado, futuro - que es la que proponen


tanto Agustín como Husserl - porque lo verdaderamente real es el presente, al menos en
el sentido concreto de que sólo desde él incorporamos el pasado y anticipamos el futuro.

En los tres apartados que siguen van a estar sobrevolando unas palabras de T.S.Eliot:

164
(2001: 140-191).

No intento seguir a Eliot y menos comentarlo, pero sintonizo con la fuerza de su


intuición; por eso reaparecerá explícita o implícitamente en más de un lugar.

3.3.1. El presente como olvido y como memoria del pasado; como anticipación y como
elusión del futuro

Es un hecho obvio que nos olvidamos del pasado, tanto individual como colectivamente.
Más aún, la mayor parte de los hechos del pasado los tenemos olvidados, muchos de
ellos de forma definitiva, hasta el punto de que sólo se pueden recuperar mediante una
labor de comprobación fáctica y objetiva: mediante el estudio de documentos por
ejemplo. Les ocurre a los individuos, a grupos sociales, a pueblos enteros. Aunque en
algunos casos el olvido sea percibido como algo lamentable y nos urja recuperar lo
olvidado porque lo consideramos simplemente como pérdida de algo que nos pertenece
en términos generales, el olvido es necesario y en muchos casos saludable porque es
imprescindible, constitutivo incluso para la vida humana:

A toda acción le es esencial olvidar, como a la vida de todo ser orgánico le


es esencial no sólo luz, sino también oscuridad. Un hombre que quisiera sentir
tan sólo y en todos los órdenes de modo histórico sería semejante al que se
viera forzado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente
de rumiar una y otra vez. Es pues posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin
recordar, como lo muestra el animal, pero es por completo imposible vivir sin
olvidar (Nietzsche, 1966: 1, 213).

Nietzsche no equipara el olvidar y el recordar del hombre a los del animal. Le


interesa sólo establecer una comparación para decir que desde el punto de vista orgánico
el olvido no sólo es necesario sino conveniente y altamente positivo, tanto como negativo
es no poder olvidar. El olvido lo está refiriendo Nietzsche a la historia, es decir,
conexiona la posibilidad de vivir con la necesidad de olvidar el pasado histórico que, de
otro modo, gravitaría excesivamente sobre el hombre y obstaculizaría la iniciativa y la
acción que le son propias. Bajo otro punto de vista, que complementa el anterior, podría
decirse que el predominio absoluto de la memoria, en la que no hubiera lugar para el
olvido neutralizaría la capacidad de pensar, como pone de relieve Borges en su ficción
Funes el memorioso, al que describe con estos rasgos entre otros:

Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y

165
casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres, Nueva York han abrumado
con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres
populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una
realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Irineo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir [...].
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no
había sino detalles, casi inmediatos (Borges, 2005: 490).

El olvido es una actitud instintiva que se extiende a todos los niveles de la vida.
Cumple la función, entre otras, de dejar un espacio para que la vida pueda seguir
haciéndose con una elemental espontaneidad, libre del carácter opresivo de los excesivos
recuerdos. Por otra parte, aun allí donde recuerda el pasado, el hombre no lo repite
exactamente, sino que, junto a su imprescindible identidad, el pasado se hace presente en
cada caso bajo perspectivas diferentes. Nunca la vida es una mera y estricta repetición.
La afirmación: "quien olvida el pasado se ve obligado a repetirlo" es excesiva, porque el
pasado se olvida siempre porque, si se dieran las mismas circunstancias, se darían
también los mismos hechos, y al revés, como cada tiempo tiene indefectiblemente sus
propias circunstancias, los hechos son también diferentes.

Para el presente es esencial ante todo la memoria, que necesita ciertamente del
olvido como filtro y especialmente para hacer posible que la memoria se despliegue
espontánea y libremente. Pero es la actividad de la memoria la que recupera el pasado
actualizándolo. El pasado ya no está.

(Borges, 2005: 917).

La memoria hace el prodigio de trasmutar el pasado en presente. Lo paradójico y a


la vez maravilloso es que nos lo traiga al presente, pero no confundiéndolo con el
presente, sino conservándolo, preservándolo como pasado. Maravilloso ha de ser esto sin

166
duda porque además la memoria, en esa acción de presencializar el pasado, lleva a cabo
una función esencial en lo que es el mantenimiento o en la reafirmación de la identidad
de la persona. La memoria es mediante este procedimiento principio constituyente de
dicha identidad, de lo cual es un signo claro el hecho de que si se pierde la memoria
imprescindible de aquellos que son puntos de referencia básicos de nuestro propio
pasado, vemos desvanecida nuestra identidad o lo que es el sustento de la misma.
Percibimos además con la lucidez del vértigo que, si desaparecie ra todo recuerdo del
pasado, se volatilizaría el presente y con él la conciencia de nosotros mismos. Dicho de
otro modo, la relación con el pasado, su recuperación mediante la memoria responde a la
necesidad vital de tener claves fundamentales de orientación. Es pues necesario poder
identificar el pasado como tal, presuntamente porque el pasado es una dimensión de
nuestra propia vida y por tanto, en la medida en que lo desconocemos no nos conocemos
tampoco a nosotros mismos y, si lo desconocemos por completo, no nos conocemos en
absoluto, en cuyo caso la desorientación es total. Sin embargo, recuperar el pasado
mediante la memoria, no es una simple reproducción al modo en que ésta se da en una
computadora. Es una diferencia esencial. La memoria del pasado se lleva a cabo siempre
mediante algún tipo de interpretación. Lo que tenemos ya en el recuerdo son huellas o
más exactamente vestigios, que interpretamos al hacerlos presentes para, entre otras
cosas, entendernos con los demás.

La memoria no es acumulación, sino construcción. El contenido de la


conciencia es acto, acontecimiento. Su contenido no es conservado (Valery, en
Baberowski, 2005: 162).

Ésta es pues una segunda paradoja de la memoria: que podamos identificar un


fenómeno, sea interno o externo como perteneciente al pasado y que sin embargo no lo
podamos hacer sino mediante alguna interpretación. La identificación del pasado por la
memoria no es pues inmediata; está mediatizada por la serie de impresiones que hemos
recibido y de las deliberaciones que hemos hecho desde la impresión primera.

Las impresiones, cuando se transforman en recuerdo, ya no son las


mismas. A la luz de un acontecimiento actual se modifican las impresiones
originarias (Baberowski, 2005: 163).

No obstante, pese a todas las mediaciones es posible identificar el fenómeno


originario. Lo que quiere decir que nos es posible conocer con certeza tanto su existencia
como sus rasgos fundamentales. Esto no tiene siempre el mismo grado de certeza ni de
claridad. Respecto de algunos fenómenos, que o bien son muy relevantes y por ello no es

167
fácil que se olviden o bien han dejado una huella muy profunda, puede no existir duda
alguna en cuanto a todo lo que tiene que ver con el fenómeno en sí mismo o en sus
repercusiones. Cabe decir entonces que posee unos contornos perfectamente definidos.
En otros caso hay dudas respecto a determinados matices, no a la configuración o a los
rasgos fundamentales. Hay pues una gradación en las evidencias que sustentan la certeza,
pero aun en los casos en que esta certeza se haya podido difuminar sabemos en general
que los fenómenos - en el caso de la historia los acontecimientos - son lo que han sido al
margen de las dificultades que puedan existir para precisar su identidad.

Una tercera paradoja de la memoria tiene que ver con su dependencia del medio en
que se origina. Lo normal es dar por supuesto que la memoria está vinculada siempre a
los recuerdos de individuos particulares, y que sólo a partir de tales recuerdos
individuales se componen las ideas o convicciones colectivas que forman una comunidad.
Como tal, cabe caracterizar la opinión de Bergson (1959: 54 y s. [trad., 1999: 64 y s.]).
Según esto se mantiene la idea del carácter individual de la memoria. Sin embargo se ha
hablado también del carácter colectivo de la memoria. Así lo hizo Halbwachs, alumno de
Bergson. La memoria colectiva no sería según él memoria de presuntos sujetos
colectivos, que como tales no recuerdan y no pueden por ello tener memoria. Halbwachs
entiende por memoria colectiva el hecho de que según él ideas o convicciones ya
existentes, que los hombres comparten entre sí, son las que estructuran los recuerdos
individuales. La cultura en la que estamos conforma, según eso, los recuerdos que
podemos tener. La razón que aduce es que para que los recuerdos nos sean accesibles
tenemos que expresarlos en palabras y reducirlos a conceptos, tenemos que poder
compartirlos; y el significado tanto de las palabras como de los conceptos está establecido
socialmente. Todo recuerdo es ya una construcción y sólo podemos construirlo mediante
las categorías de nuestro mundo. No puede según esto haber nunca un recuerdo puro,
individual, más allá del mundo social en-el-que vivimos.

En esta idea se ha insistido bajo diferentes puntos de vista y con matices de diversa
índole, todos los cuales dejan al fin la impresión de que se pretende hacer ver que el
individuo es simple transmisor del lenguaje de la sociedad. Que nosotros no compartimos
esta concepción es claro después de lo expuesto sobre el sujeto de la historia. Pero más
concretamente quisiéramos hacer dos consideraciones. Por una parte, la influencia del
medio en que nos encontramos, digamos en términos generales, de lo social: lenguajes,
pensamientos, formas de vida, comportamientos, etc. sobre nuestra vida individual no se
pude acentuar bastante y siempre se descubrirán nuevos aspectos y dimensiones en que
esa influencia se deja sentir y se puede objetivar, científicamente incluso. Pertenecemos a

168
una cultura, que es siempre común, y aunque como cultura tenga un alcance más
limitado que otras, no por ello su peso es menor; hablamos un idioma común, que en
nuestro caso compartimos afortunadamente con muchos millones de personas y que,
pese a ser sumamente flexible, se rige por normas estrictas y rigurosas que conforman
nuestras estructuras mentales y nuestras formas de expresión; hemos heredado e
interiorizado en el ámbito occidental al que pertenecemos unas categorías de pensamiento
que condicionan nuestra visión del mundo; compartimos formas de vida que hemos
heredado, en las que estamos y que transmitimos a nuestros descendientes simplemente
por el hecho de practicarlas, etc. Son incontables esos modos de influencia, como
incontables son las dimensiones de la vida.

Y sin embargo, al mismo tiempo y por otra parte, en medio del idioma común,
somos nosotros quienes lo hablamos, en cada caso de una forma individual e
intransferible, con una entonación y una tonalidad propias no reducibles a ninguna otra; y
sobre todo, si los individuos dejaran de hablar el idioma, éste dejaría de existir, se
convertiría en lengua muerta. Hemos heredado formas de vida, pero somos los
individuos -y sólo los individuosquienes les conferimos vida al practicarlas. Pero además,
en relación con la tesis general de que el significado de la palabras y de los conceptos que
empleamos se halla establecido socialmente de antemano, es preciso tener en cuenta que
ese juicio es pensado y elaborado por algún sujeto individual - o por muchos - y que sólo
así puede tener vigencia. En definitiva, considerados ambos aspectos, es preciso
mantener una mínima relación dialéctica entre ambos.

El peso de lo colectivo en lo personal es innegable y cada vez se dan a conocer


nuevos aspectos de su poderosa influencia, pero al mismo tiempo ésas son nuevas
posibilidades de que el individuo dispone para lograr una comprensión, por más limitada
que sea, de su propia vida y para configurarla, en lo material y en lo ético, dentro de su
innegable finitud. Por su parte la afirmación de lo individual dentro de lo colectivo está
llamada a contribuir a que lo colectivo se enriquezca, adquiera flexibilidad y se modifique
desde dentro. También es verdad que el peso de lo colectivo puede ser oprimente y
dificultar en extremo - si no imposibilitar - el desarrollo o incluso la existencia de lo
individual. Y al contrario, la presencia activa y eficaz del individuo dentro del ámbito de
lo universal y colectivo puede en ocasiones ser un obstáculo para que en las relaciones
entre individuos se convierta en realidad el ideal de una siempre deseable armonía.

Pero al margen de esos posibles desequilibrios existe la interpenetración de lo


individual y de lo universal, en este caso de la memoria individual y de la memoria
colectiva, y dentro de esa interrelación hay una prioridad de lo individual.

169
Si por lo menos no hay uno que hace algo, tampoco se realizan las
infinitas aportaciones, a las que debemos el grueso de nuestras obras sociales.
Principios, instituciones y estructuras existen solamente en tanto los individuos
actúan (Gerhardt, 1999: 35).

Pero en el caso del hombre y, más concretamente en relación con el tema de la


memoria, se trata de la individualidad en un sentido reduplicativo, pues se refiere al
hombre en cuanto que se conoce a sí mismo, es y se sabe autónomo, al menos
relativamente, se autodetermina y es fin de sí mismo, es autoconsciente y responsable
ante sí mismo; es legislador y realizador de sí mismo. La memoria participa de ese núcleo
fundamental que es la conciencia de sí mismo. Otra cosa es que al hacer memoria no
siempre tenemos presente ese hecho de la conciencia, que sin embargo está operativa
porque de lo contrario no tendríamos la certeza de estar recordando algo. La memoria
individual es una forma de ser consciencia de algo y, como tal, participa de lleno en lo
que Husserl considera como característico de ésta:

Conciencia es justamente conciencia de algo; su esencia, su sentido es


entrañar, por decirlo así, la quintaesencia del alma, del espíritu, de la razón.
Conciencia no es un rótulo para complejos psíquicos, para contenidos
fundidos, para haces o corrientes de sensaciones que, de suyo sin sentido, no
podrían originar sentido alguno, como quiera que se mezclasen, sino que es de
parte a parte fuente de toda razón y no-razón, de toda legitimidad e
ilegitimidad, de toda verdad y ficción, de todo valor y contravalor, de toda
hazaña y villanía (Husserl, 1950: §86, 213 [trad., 2071).

Así pues, sólo cuando la conciencia, y por tanto también la memoria, se la concibe
en esa su radical individualidad y unicidad, se la puede ver como un principio capaz de
las más altas creaciones:

Sólo de la conciencia de la unidad de mi vida brotan religión-ciencia-arte


(Wittgenstein, 1984: 1, Tagebücher 1.8.16: 179).

La tercera paradoja de la memoria del pasado consiste, pues, en que, pese a su


condicionamiento por la memoria colectiva, la memoria individual logra llevar a cabo, a
través de las mediaciones que aquélla impone, su peculiar apropiación del pasado que
nunca es auténtica si no se realiza una identificación del mismo. Hay, no obstante, un
aspecto que con frecuencia se omite o se descuida: es la relación de proximidad entre
unas conciencias individuales y otras. Es ésta la mediación originaria de unas conciencias

170
por otras, pero donde al mismo tiempo, a través del diálogo, el aprendizaje o la disensión,
la conciencia de cada uno va adquiriendo su perfil propio.

Los prójimos, estas personas que cuentan para nosotros y para las que
nosotros contamos, están situados sobre una gama de variación de las
distancias dentro de la relación entre el sí mismo y los otros. Variación de la
distancia, pero también variación en las modalidades activas y pasivas de los
juegos de distanciamiento y aproximación que hacen de la proximidad una
relación dinámica en movimiento incesante: hacerse próximo, sentirse próximo
(Ricoeur, 2000: 16ly s.).

Es éste un tema que constituye un capítulo importante de la intersubjetividad, que es


tal vez el núcleo donde puede empezar a fermentar el interés de los individuos no sólo
por lo que se halla en un plano transindividual, sino incluso por lo que desborda los
límites de la memoria, por la historia misma.

En esa trascendencia de sí misma hacia lo que es el campo propio de la historia se


plantea hoy el tema de la relación entre memoria e historia. Estando como está en el
origen del interés por la historia y siendo incluso imprescindible en lo que es el proceso
mismo de su elaboración - a todos, también a los historiadores, nos acompaña la
memoria-, ambas se distinguen netamente. La dificultad, a la hora de precisar esta
distinción, puede estar en que ambas tienen que ver con el pasado y se refieren a él como
a su campo y su objeto. Pero las posibilidades de una y otra como fuentes de
conocimiento son muy diferentes. Halbwachs, que tanta importancia reconoce a la
memoria colectiva hasta tal punto que la memoria individual parece quedar poco menos
que neutralizada, resta protagonismo a aquella, una vez que la historia propiamente dicha
aparece en escena. Según él la relación de memoria e historia es de sucesión. Allí donde
el pasado ya no es recordado ni vivido, comienza la historia. Ésta comienza, más en
concreto, donde la tradición cesa y la memoria colectiva se disuelve.

El pasado en sentido propio es para la historia lo que ya no está encerrado


en el ámbito a que se extiende aún el pensamiento de los grupos actuales
(Halbwachs, en Baberowski, 2005: 173).

Nora formula esta idea bajo el punto de vista de la vida misma, de la que la memoria
es parte esencial. Al igual que la vida, la memoria es susceptible de ser utilizada y
manipulada. La historia por el contrario es la reconstrucción incompleta de lo que ya no
existe y exige, tanto más, análisis riguroso y reflexión crítica.

171
La memoria lleva el recuerdo al ámbito de lo sagrado, la historia lo
desaloja de él, su tema es el desencanto. En el fondo de la historia actúa una
crítica destructiva de la memoria espontánea. La memoria es siempre
sospechosa para la historia y la verdadera misión de ésta consiste en destruir y
desplazar la memoria. La historia es la deslegitimación del pasado vivido
(Nora, en Baberowski, 2005: 173).

En todo caso la memoria es objeto de análisis por parte de la historia. La diferencia


entre ambas en cuanto a objetivos y procedimientos no es obstáculo para que la memoria
se vea sometida a las exigencias del análisis histórico.

La perspectiva del historiador se centrará fundamentalmente en el análisis


de la memoria colectiva, y los trabajos empíricos coinciden en detectar sus
principales caracteres o atributos. Infinidad de estudios atestiguan el carácter
limitado y selectivo de la memoria, tanto individual como colectiva, su textura
frágil, parcial, manipulada y discontinua, por la erosión del tiempo, por la
acumulación de experiencias, por la imposibilidad real de retener la totalidad de
los hechos y, en todo caso, por la acción del presente sobre el pasado
(Chaunu, Duby, Kantin, por no citar más que a algunos) (Cuesta Bustillo,
1998: 206).

Dando por supuestos el rigor y la solvencia de las investigaciones empíricas a que se


alude en el texto citado me permito como laico (idiota), formado en la asidua lectura de
Nicolás de Cusa, hacer algunas consideraciones. En primer lugar aquí se hace referencia
a la historia, en tanto que narración o reflexión crítica, en su relación con la historia real,
con los acontecimientos mismos. Tal relación es fundamental, puesto que la fuente
inmediata de los acontecimientos es la memoria, tanto individual como colectiva. La
historia como conjunto de hechos del pasado, que se sustrae a la actividad de la memoria
como tal, está también ahí gravitando sobre el presente de una forma muy difícil de
determinar y que probablemente nunca se logrará hacer del todo transparente. Pero en
cualquier caso su presencia sólo se podrá hacer efectiva mediante algún tipo de filtro a
través de la memoria, de la forma en que ésta presencializa el pasado.

Esto a su vez nos lleva a la segunda consideración. La historia, en tanto que


narración, coexiste en un mismo espacio con la memoria, tanto colectiva como
individual, especialmente con esta última. ¿Qué es lo que el hombre normal, la conciencia
ordinaria - no la especializada, aunque ésta no es separable de aquella - toma de la
memoria y qué es lo que toma de la historia que ha aprendido o investigado? Aun cuando

172
los conocimientos estuvieran revestidos de una garantía de objetividad, ¿hasta qué punto
ésta no sufre una cierta trasmutación al contacto con la memoria? Y al contrario, ¿hasta
qué punto la memoria, sobre todo la memoria colectiva, que se orienta más que nada a
salvaguardar la identidad del grupo o de la comunidad que constituye o de la que forma
parte (cf. Baberowski, 2005: 173) se deja contaminar por la verdad que le transmite la
historia? Son cuestiones de difícil respuesta que en todo caso requieren, para que la
respuesta no esté desenfocada, estar atentos al curso de la vida que, de forma real,
aunque parcial, se funde con el curso de la historia misma.

Esto nos lleva a su vez a la tercera consideración relativa a la influencia que la


historia como narración, por más lograda que esté, puede tener sobre la vida, teniendo en
cuenta que tal narración carece de vida ella misma. De los discursos, que como los de
Pericles reflejan un estado de ánimo colectivo, se podrá decir que tienen un carácter muy
limitado y selectivo, pero responden al espíritu de una época determinada. Los
conocimientos que proporcionan de la historia son abstractos, si se los compara con los
conocimientos, en su mayoría problemáticos, de los que la memoria se muestra
convencida, en parte porque los identifica con la vida de la que es portadora y que cree
representar legítimamente. Esta tercera consideración, unida a la segunda, nos coloca
ante lo que son diferencias generacionales. A medida que el pasado se distancia, deja de
ser un contenido de la memoria, pero esto ocurre de una forma desigual para unas
generaciones y para otras. Para aquellas generaciones, que no han tenido nada que ver
con la Guerra Civil española, ni de forma directa ni de forma más o menos próxima, las
narraciones provenientes de quienes todavía tienen aquellos acontecimientos en su
memoria tienen que tener un significado diferente del que es característico de la vivencia
o del testimonio inmediatos. Aquí es donde la historia, no politizada o ideologizada, sino
comprometida con la verdad y la objetividad estrictas - por más difíciles que sean de
lograr - puede ejercer una función terapéutica muy saludable.

Una última consideración a propósito del texto arriba citado es la siguiente. La


memoria no puede retener la totalidad de los hechos. Esto es obvio. Pero la historia
tampoco los retiene todos. Más aún, utiliza criterios para excluir todos aquellos hechos
que no merecen el calificativo de relevantes. Y lo que no es menos significativo: los
hechos que a la postre son reconsiderados como dignos de ser transmitidos a la
posteridad, son presentados por lo general de forma tan aséptica o abstracta que
difícilmente podrían ser reconocidos por quienes fueron testigos de los mismos. La
historia no puede menos de abstraer, aunque se refiera a muchos más hechos que la
memoria, porque abarca un ámbito temporal infinitamente más amplio. Ante esta

173
situación es inevitable la pregunta acerca de cuál de esas dos fuentes de información es
más rica, la historia o la memoria. Desde el punto de vista cuantitativo es más rica, por
más abundante, la historia. Desde el punto de vista cualitativo, por el contrario, las cosas
se presentan de un modo distinto. No podemos predecir qué dirán, pasado el tiempo,
sobre la inmigración de africanos a España, tal como en este verano de 2006 está
teniendo lugar, pero se puede conjeturar que perderá mucho de su carácter dramático.
¿Quién habla hoy, en las historias, de la guerra de Biafra, un hecho ya olvidado, pero que
costó, entre otras cosas, la muerte de millones de niños? Los historiadores no lo tienen
fácil a la hora de seleccionar los hechos que deben considerarse como relevantes.

Sobre el tema del presente como memoria del pasado quisiera, por último, destacar
los aspectos que se enumeran a continuación: a) La memoria del pasado es tanto más
intensa cuanto más viva es la conciencia que un pueblo tiene de sí mismo. b) El pueblo
tiende a asentarse en algo originario que le confiere legitimidad y de lo que comúnmente
no tiene memoria. Entonces surge la leyenda como una especie de sustituto de la
memoria. La leyenda o bien inventa hechos o bien los reviste de unas notas que no le son
propias. c) La memoria es siempre recuperación, que presupone que el pasado está
perdido. Hay sin embargo una diferencia esencial entre el pasado que, además de no-ser-
ya, está olvidado y es preciso esforzarse en recuperar, y el pasado que bien por su
proximidad bien por su importancia, se hace presente por sí mismo, siempre que la
memoria se mantenga abierta al pasado y vivamente interesada en él. Hay, según esto,
una recuperación doble; una de carácter estético o figurativo, cuando tiene que recrear un
pasado ya olvidado; y otra, que actualiza lo que por sí mismo se perpetúa, confiriéndole
una forma diferente. d) La recuperación es siempre parcial y selectiva a la vez que
requiere una intensidad mayor o menor que filosóficamente se puede expresar mediante
el concepto de grado. La diferencia entre magnitud intensiva o grado y magnitud
extensiva es importante y aunque propiamente se refieren al ámbito de la cantidad, puede
aplicarse analógicamente a otros campos, en este caso al de la historia y la memoria y su
mutua relación. En la historia, en la que se da una acumulación enorme de datos,
predomina la magnitud extensiva, en tanto que en la memoria, donde los datos van
unidos a la vivencia de los mismos, predomina la magnitud intensiva o grado:

La magnitud intensiva o el grado es, según el concepto, distinta de la


magnitud extensiva o del quantum, y por ello hay que considerar como
inadmisible el hecho de que, como ocurre frecuentemente, no se reconozca
esta diferencia y se identifiquen sin más estas dos formas de magnitud [...]. Es
la filosofía precisamente la que insiste en distinguir lo que es diferente tanto

174
según el concepto como según la experiencia, mientras que por el contrario
hay empíricos de profesión que elevan la identidad abstracta a principio
supremo del conocer y cuya filosofía por ello habría que caracterizar con más
razón como filosofía de la identidad (Hegel, 1970 y ss.: 8, §103, Zus.: 216-
218).

La magnitud intensiva o de grado puede darse también respecto de determinados


acontecimientos que, después de descubiertos por la historia y más allá de la
interpretación que de los mismos se hace, llegan a penetrar tan hondamente en la
sensibilidad que se transforman en contenidos de una especie de memoria histórica, a
veces de extraordinaria amplitud. Es lo que por ejemplo ocurre con Pompeya y, en un
orden diferente, con la memoria del horror después de la Segunda Guerra Mundial
(Cuesta Bustillo, 1998: 81 y ss.). Memoria e historia están aquí entremezcladas: la
memoria, depurada por la historia; la historia vivida intensamente por la constitución de
la memoria post factum.

A) El presente como anticipación del futuro


Esta anticipación se puede dar, en primer término, en el sentido de predecir el futuro
o de conjeturar cómo va a ser. Es una tarea que al hombre le viene impuesta y a la que
incluso se ve forzado. Quiera o no, tiene que estar pensando qué va a ocurrir, cómo
tendrá lugar esto o aquello, cómo serán las cosas. Esto es así porque él está siendo ya
futuro, tiene un pie puesto en él. Está así conscientemente, en cuanto ser pensante.
Como tal, no simplemente camina hacia el futuro o va hacia él. Esto se puede decir de
los seres vivos en general que, como por ejemplo las hormigas, almacenan hoy granos
para alimentarse mañana. Pero para ellas no existe formalmente ni el hoy ni el mañana,
son impulsadas a hacer lo que hacen en y desde un mero presente. El hombre en cambio
está abierto al tiempo como tal, lo que implica que percibe netamente la diferencia entre
el ayer, el hoy y el mañana. Como se encuentra en esta apertura al tiempo como tal, está
abierto al futuro, de forma especial además por la razón indicada; está con un pie en él.

Es una sensación cualitativamente distinta de la que se refiere al pasado. Por más


que gravite sobre nuestro presente, tenemos la impresión de que el pasado lo tenemos ya
detrás de nosotros, mientras que en el futuro estamos entrando siempre, en cada
momento, sin que nos sea posible dar marcha atrás. De algún modo nos situamos desde
el presente ante el futuro, como ante una especie de cámara en la que antes o después se
emitirá un juicio sobre nuestra vida. Es una dimensión esencial. Puesto que hasta ahora
ese juicio no ha tenido lugar, acontecerá con seguridad en el futuro. De ahí que sea en el

175
futuro donde se alumbra para nosotros lo escatológico en el sentido, no simplemente de
algo que acontece por fin sino de algo que representa la finalización o cumplimiento del
proceso vital. Ese carácter de estar constitutivamente orientado hacia el futuro es a lo que
Marías llama ser futurizo:

El hecho insoslayable es que vivimos primariamente en el futuro. No soy


futuro..., sino perfectamente real y presente; pero en español hay un
maravilloso sufijo: -izo, que indica inclinación, orientación o propensión [...]
yo soy futurizo: presente, pero orientado al futuro, vuelto a él, proyectado a él
(Marías, 1973: 22) [...]. Vivir es proyectar, imaginar, anticipar; es seguir
proyectando, imaginando y anticipando; soy inexorablemente futurizo,
orientado al futuro, remitido a él (1. c., 268; cf. 48, 224, 234, 268).

El presente es también anticipación del futuro en el sentido de esquematizar,


proyectar y tender a lo que, en razón de lo que el hombre piensa o se imagina, va a hacer
- o al menos, desea hacer - en el futuro. También esto ocurre de modo necesario. Al
hombre le acontece necesariamente el estar tendiendo activamente hacia el futuro y por
tanto, estar siendo ya en él. Está impulsado ya por la vida y por sus circunstancias. Es
ésta una dimensión profundamente paradójica, pues por una parte, el hombre tiende a
hacer cosas en el futuro, sobre todo cosas que él mismo programa y proyecta; y al
mismo tiempo, junto con este carácter ineludible, con esta necesidad de su tendencia al
futuro, el hombre tiene que poner a prueba su libertad, ejercitarse como ser
verdaderamente libre. El hombre tiene que ser necesariamente libre.

La anticipación del futuro es una actividad teórico-práctica, en cuanto que de un lado


el hombre, en y desde su presente, se ve abocado a tener que predecir lo que va a
acontecer, para poder orientarse y, de otro lado, buena parte de lo que piensa que va a
acontecer, sobre todo en lo que le afecta a él personalmente, depende de lo que él
proyecta hacer. Como no puede menos de estar haciendo cosas y en cuanto que éstas las
debe hacer en su calidad de persona consciente e inteligente, cabe decir que su
orientación a la praxis está en la raíz de su propio modo de ser. ¿Cabe decir que la praxis
es anterior a la teoría o más bien lo contrario? Es difícil determinar lo uno y lo otro,
probablemente porque ambos se conjuntan e interpenetran y en ese sentido son
simultáneas, aunque en unos casos sea prioritario el ejercicio de una actividad y en otros
casos lo sea el de la otra.

El carácter ineludible de la anticipación no implica que las cosas vayan a ser como se
anticipan. Al contrario, las cosas pueden resultar de un modo muy diferente, a veces

176
opuesto y en ningún caso igual a como se han pensado, porque hay una serie ilimitada de
factores que quedan en la oscuridad en el momento de la anticipación: circunstancias,
otras personas, presencia influyente del pasado, aparte de que el cálculo - deliberado o
instintivo - de lo que va a ocurrir puede estar muy mal hecho y los deseos estar mal
orientados o ser directamente equivocados. La expresión "el hombre propone y Dios
dispone" puede referirse primariamente a este hecho elemental de que hay un sinfín de
factores cuya presencia y eficacia se nos ocultan y a la hora de la verdad interfieren en
nuestros proyectos y acciones, obstaculizándolos en unos casos, modificándolos en otros
o simplemente impidiéndolos. Pues por otra parte no parece muy acertado
teológicamente imaginarse a Dios y al hombre en competencia, deshaciendo uno lo que
pone en marcha otro. Es éste un aspecto que ha clarificado a lo largo de su esencial obra
O.González de Cardedal. Aducimos aquí, como muestra, el siguiente texto:

A nuestra percepción moderna la primera pregunta que le surge es la de


cómo es posible que el trascendente se convierta en un elemento de este
mundo, sea una causa intrahistórica, entre en el juego de acciones y pasiones
propias de los mortales y pecadores. La pregunta parte de una comprensión
absolutizada de la finitud frente a su origen, de la libertad creadora frente a la
creante, como si Dios y sus creaturas se comprendieran en alternativa. Para la
Biblia el creador y la creatura no pueden entrar nunca en colisión metafísica,
aun cuando puedan entrar en colisión volitiva. Dios no necesita permiso del
hombre para acompañarle en la historia, lo mismo que no necesitó permiso
para acompañarle en el paso de la nada al ser. Su presencia en la historia es
prolongación, actuación y radicalización de su acción creadora. Dios intima sus
deseos, mociones e imperativos a los hombres no como una causa física,
intrahistórica más, sino dinamizando su libertad en una dirección, orientando el
juego de causas hacia una meta, invitando a las conciencias a adherirse a algo
cuyo valor, verdad y bien les aparece tan intensamente como para que puedan
ir tras ellos. Dios posibilita y excita, incita e invita (González de Cardedal,
2006: 639 y s.).

B) El presente como elusión de futuro


Significa esto que el sujeto va buscando sus objetivos de acuerdo con sus intereses y
elude, instintiva o conscientemente, otras posibilidades, que además son sin duda
múltiples y muy variadas. Es una forma obligada de optar entre diversas posibilidades de
seleccionar y elegir unas en lugar de otras.

177
El individuo que a lo largo de nuestra vida llegamos a ser es sólo uno de
los varios o muchos que pudimos ser y que quedaron sin realizar como bajas
lamentables de nuestro ejercito interior. Por eso importa mucho que entremos
en la existencia muy ricos de posibilidades a fin de que luego la poda fatal que
es el destino deje siempre en nosotros potencias invulneradas y robustas. Esta
abundancia de posibilidades es el síntoma más característico de la vida pujante
(Ortega y Gasset, OC, II, 1966: 610).

Cada ser humano lleva en torno al núcleo de su existencia efectiva un


elenco concreto, individualísimo de otras posibles vidas, suyas y sólo suyas. Y
solamente destacándolo sobre el fondo de esas biografías espectrales aparece
claro y riguroso el perfil fatal, estricto de nuestro destino (1. c., 647).

No entendemos bien la vida efectiva del prójimo si no la vamos


contrastando con la línea de otra vida suya posible, la que se obtiene restando
la intervención deformadora del azar. Pertenece a la extraña condición humana
que toda su vida podía haber sido distinta de la que fue (Ortega y Gasset, OC,
VII, 473).

El porvenir es lo aún indeciso, lo que no se sabe cómo va a ser, aunque de


él se tienen siempre ciertas expectativas probables pero vagas. Si el pasado es
lo que poseemos, lo que tenemos, el futuro es por esencia lo indócil, lo que no
está nunca en nuestra mano (Ortega y Gasset, OC, IX, 654).

La consistencia del yo posee la extraña consistencia del ser futurición... el


yo de ustedes está ahí pronto a escucharme o a evitarme [...] (OC, XII, 212 y
s.).

La elusión del futuro no se refiere al futuro mismo, sino a estas o aquellas


posibilidades que se dan en el futuro. El futuro mismo no se puede eludir.

El Destino tiene al hombre irremediablemente encadenado a la realidad y


en lucha sin tregua con ella. Es imposible la evasión. El tener que hacerse su
vida y decidir en cada instante con su exclusiva responsabilidad lo que va a
hacer es como si tuviese que sostenerla a pulso (OC, VII, 468).

Estas consideraciones de Ortega, que tienen como foco de atención al hombre,


pueden aplicarse sin más a la historia. Más aún, esa reflexión tan frecuente en él, de que
el hombre es ante todo futurición, de que sólo tiene paradójicamente consistencia en y

178
desde lo que ya no es y en orden a lo que todavía no es, como si el hombre estuviera
permanentemente suspendido entre dos nadas, el hecho de que tiene que estar
decidiendo en cada caso lo que va a ser y que esto es cosa del destino, que por tanto no
puede eludir, aunque sí pueda y además tenga que eludir, de cara al mismo futuro, estas
o aquellas posibilidades etc., todo esto parece estar reflejando determinadas etapas
históricas, sumamente inconsistentes e inestables que a Ortega como a tantos de sus
contemporáneos les tocó en suerte vivir.

Pero la elusión en cuanto acción forzosa de tener que eludir unas posibilidades frente
a otras, tiene en cualquier caso, al margen del carácter propio de las situaciones
concretas, un aspecto dramático, que muy bien puede llegar a ser trágico. Por una parte,
una contradicción tremenda tanto en los individuos, como en las comunidades o en los
pueblos, es que no simplemente tienen que eludir estas o aquellas posibilidades, sino que
pasan por situaciones en que parecen estar viviendo de espaldas a su futuro; como si no
tuvieran posibilidad alguna de elegirlo o simplemente no quisieran. No es que el futuro
desaparezca, ya que el hecho de negar una cosa supone que esta existe. Pero en todo
caso es ésta una de las malas jugadas del destino. En su forma extrema es esta una
situación trágica, que no deja de enunciarse implícitamente en afirmaciones referidas a
que individuos o pueblos no tienen futuro.

Poco o nada alivia tal situación extrema el hecho de que esta sea transitoria, puesto
que la vida es en todo caso suficientemente breve como para que tal transitoriedad
abarque en ocasiones la vida entera. Ya el hecho de que se apele tanto y con tanta
frecuencia a la esperanza es un signo de que la condición humana es sumamente frágil,
hasta el punto de que en determinados momentos todas las posibilidades de vivir con
sentido pueden desaparecer. Pero aparte de esa dimensión trágica, la elusión de
posibilidades de futuro tiene dos aspectos dramáticos que pueden vivirse con mayor o
menor intensidad. Tanto en la vida simplemente individual como, en general, en la
historia el hecho de ir avanzando en el proceso implica no sólo optar por unas
posibilidades frente a otras, sino dejar tras de sí éstas o aquéllas, en la mayoría de los
casos definitivamente. El decidirse por estudiar ingeniería en lugar de medicina supone
que ésta pase antes o después a dejar de ser una posibilidad. Son infinitas las cosas,
como incontables son las encrucijadas en la vida. En los pueblos ocurre tres cuartos de lo
mismo, salvadas todas las diferencias que sea preciso. En sus relaciones internacionales,
el hecho de pactar con determinados estados puede marcar y condicionar su propio
destino durante generaciones, sobre todo si le cierra la posibilidad de relacionarse
positivamente con otros. Que un pueblo oriente sus energías en una determinada línea en

179
detrimento de otras no dejará a su vez de caracterizar su propia identidad en el futuro.
Tiene por ello la elusión del futuro, aun en sus formas más normales y razonables, un
inevitable carácter dramático.

3.3.2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como potencial futuro

El pasado como mero pretérito se refiere a lo que simplemente ha sido. Significa aquello
que ha dejado de ser y ya no es en modo alguno. Ocurre esto con la mayoría de los
acontecimientos, que apenas si son mencionados por la historia. Bajo la forma de lo que
en realidad fueron no son ya recuperables en modo alguno. Es algo difícil de entender a
primera vista, si se considera que sin ellos el presente no existiría. Luego su realidad es
de todo punto innegable, por más desconocidos y olvidados que estén. En cuanto tales se
nos presentan como testigos mudos de un pasado, del que sabemos que está ahí, pero
que paradójicamente, en cuanto que tenemos que ver con él, se nos muestra como vacío
en el sentido de que no estamos en situación de proyectar nada sobre él. No obstante es
sumamente real porque se ha convertido en naturaleza.

En este caso no se trata del pasado como aquella dimensión a la que el hombre
pueda volver la mirada y en la que encuentra recursos, posibilidades que, pensadas e
interpretadas, pueden suministrar aún claves de orientación para el futuro. Algo de lo que
ese pasado representa lo pueden indicar las ruinas, cuando éstas no son más que ruinas,
como pueblos totalmente abandonados donde no queda un solo habitante y para los que
presumiblemente nadie, ni siquiera en lejanía, tiene un recuerdo. Pero todo ese fondo
oscuro y opaco, cerrado con siete llaves, es nuestro pasado, anillos de la cadena que llega
hasta nosotros sin los cuales la existencia del hoy sería impensable. Ello quiere por tanto
decir también que, en la medida en que el hoy depende del ayer y éste es impenetrable,
aquél seguirá siendo un enigma.

Algo muy distinto de este pasado en cuanto pretérito es el pasado como remanente,
como algo que permanece y queda. Es diferente del pasado antes mencionado, que
ciertamente es real, pero que no es percibido como influyendo, como prolongándose de
un modo u otro en el presente. Cuando nos referimos al pasado como remanente
pensamos en un pasado que además de influir en el presente es como su soporte:

Lo que pasa queda, porque hay algo que sirve de sustento al perpetuo
flujo de las cosas. Un momento es el producto de una serie que lleva en sí
[...]. Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan
sistemas, escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades

180
eternas de la eterna esencia, que los ríos que van a perderse en el mar
arrastran detritos de las montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a
veces una crecida barre la capa externa y la corriente se enturbia, pero que,
sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme
de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso que le fecunda y
acrecienta (Unamuno 1966: 792).

Al margen de la intención que persigue Unamuno con sus reflexiones y sus


metáforas, podemos incorporar lo que su texto expresa de modo directo para destacar, en
la línea que venimos siguiendo, varios aspectos. En cuanto que se reflexiona sobre el
pasado y se habla de él, se tiene conciencia del mismo. Hablar del pasado y
comprenderlo son inseparables de tener conciencia del mismo. Y llevado esto a su propio
límite, significa que tener conciencia del pasado implica ver cómo el tiempo pasa. Y pues
esta fluencia es constante, el pasado se constituye en y mediante el hecho de pasar. Por
consiguiente a la noción de pasado va unida la de su incesante renovación. Sin embargo,
esto sólo es por sí mismo insuficiente, haría incluso imposible al propio pasado, puesto
que el mero pasar significa que no queda nada de lo que pasa, El pasado carecería de
consistencia, tanto como de significado. El hecho de poder nombrarlo y pensarlo supone
que el pasado no es mera transitoriedad.

Pero tampoco esto es suficiente, en cuanto que no da razón de la entidad propia del
pasado, dado que la consideración que acabamos de hacer puede aplicarse a cualquier
tipo de entidad, también por tanto a las cosas que son pudiendo dejar de ser. Esto en
cambio no ocurre con los acontecimientos pasados que, una vez que se han producido,
son absolutamente necesarios. Nada en el cielo ni en la tierra - para utilizar una conocida
expresión de Hegel - los puede hacer desaparecer. Kierkegaard afirma que nada de lo que
ha llegado a existir es propiamente necesario, porque lo necesario simplemente es y no
llega a ser. Todo lo que llega a ser tiene su origen en una causa libre, que lo ha producido
pudiendo no haberlo hecho. A eso se debe que lo pasado, que ha sido producido, siga
siendo contingente una vez que ha sido producido (cf. Kierkegaard, 1959: 881). Esto sin
embargo equivale a trasladar el tipo de entidad del origen de una cosa a la cosa misma.
Nada impide que algo, que es contingente en su origen, sea necesario una vez que existe,
pues pasa a formar parte de la realidad, más concretamente de la realidad histórica. De
este modo el pasado se constituye en algo sustancial que permanece por sí mismo, por la
entidad que le es propia.

El pasado es además un potencial futuro en cuanto que alberga también


posibilidades. Lo que ha sido no puede ser ya de un modo distinto de como fue, pero de

181
su pasado el hombre puede, tanto en el orden individual como en el histórico, extraer
formas de ser potenciales, con las que labrarse su porvenir. Hay en esto tres vertientes
que convergen en un único punto. Por una parte el hombre, en cualquiera de las formas
de su existencia, no puede volver a ser exactamente lo que fue. Un estricto
conservadurismo, que intente repetir exactamente lo pasado, está condenado al fracaso y
sólo puede darse en la imaginación de quienes pretenden instaurarlo. Como razón última
de dicha imposibilidad puede considerarse el hecho de que, en razón de la libertad, que le
es constitutiva, el hombre tiene que estar eligiendo en cada caso lo que va a ser en el
futuro y, en razón de su individualidad, lo que eligió ayer no puede ser válido, tal cual,
para que lo elija hoy. Como forma descriptiva de expresar esto mismo es válida la
utilizada por Ortega: "Inexorablemente el hombre evita ser lo que fue" (Ortega y Gasset,
OC, VI, 1966: 40).

Pero al mismo tiempo - ésta es la segunda vertiente - no puede menos de volver la


vista a su pasado, no exactamente porque no tenga otra cosa como hiperbólicamente dice
Ortega - ya que en el hombre se repite de forma cíclica e inexorable todo aquello que
tiene en común con otros seres, salvadas las diferencias tanto específicas como
individuales. No obstante tiene razón Ortega al afirmar que la esencia del hombre no se
puede entender sin mirar a su pasado, o que el pasado es ya parte integrante de su
esencia:

Lo único que el hombre tiene de ser, de naturaleza es lo que ha sido. El


pasado es el momento de identidad en el hombre, lo que tiene de cosa, lo
inexorable y fatal (Ortega y Gasset, OC, VI, 1966: 39).

El hombre se ve obligado a ocuparse de su pasado, no por curiosidad ni


para encontrar ejemplos normativos, sino porque no tiene otra cosa (1. c., 49).

La tercera vertiente se refiere a que, no obstante ser algo que no se puede repetir tal
como ha sido, el pasado es fuente de posibilidades para el futuro, que es ahora lo que nos
interesaba subrayar.

Constantemente estamos decidiendo nuestro ser futuro y para realizarlo


tenemos que contar con el pasado y servirnos del presente operando sobre la
actualidad, y todo ello dentro del ahora; porque ese futuro no es uno
cualquiera, sino el posible ahora, y ese pasado es el pasado hasta ahora, no el
de quien vivió hace cien años (Ortega y Gasset, OC, VII, 1969: 435).

182
A) El enlace de pasado y futuro en el pasado futuro
Al igual que se ha aclimatado ya la expresión futuro pasado de la que hablaremos
luego se puede hablar de pasado futuro. Con ello queremos decir que el futuro está ya
dado, escrito en el pasado. No nos referimos con ello a que, supuesta la secuencia
temporal de pasado, presente y futuro, para que el futuro sea una realidad, tienen que
transcurrir previamente el pasado y el presente y, si consideramos que éste es, según la
expresión husserliana, el límite ideal entre pasado y futuro, es decir, que tiene un carácter
absolutamente instantáneo, bastaría con decir que para que sea real el futuro, tiene que
transcurrir íntegramente el pasado. En ese sentido formal del decurso estrictamente
temporal es obvio, tanto que el pasado es condición del futuro como que esta condición
es absolutamente necesaria, en cuanto que si por un imposible el pasado queda congelado
y no transcurre en absoluto, ya no puede advenir el futuro. En este caso es indiferente si
el tiempo lo concebimos como previo a nuestra percepción o si lo consideramos, en
sentido kantiano, como "una forma pura de la intuición sensible" (Kant, KrV A31, 1956:
75), más concretamente como "la condición formal a priori de todos los fenómenos en
general [...] la condición inmediata de los fenómenos internos y justamente por ello, de
forma mediata, también de los fenómenos externos" (o. c., A 34, 77). A los efectos es
indiferente, porque tanto en un caso como en otro, lo que podamos concebir como
pasado nos aparece como condición necesaria del futuro. Pero aquí no estamos
pensando en el pasado temporal, sino en el pasado histórico. El primero lo podemos
pensar como vacío por completo de contenidos, el segundo por el contrario está lleno de
incontables contenidos.

Aquí la situación es muy diferente, porque la cuestión se concreta en si todo cuanto


pueda acontecer en el futuro está ya prefigurado o anticipado en el pasado y si tal
anticipación, en el supuesto de que se dé, determina el futuro. Al punto intuimos que la
respuesta no es sencilla y que como en tantos casos, depende de la concepción que se
tenga de lo real en general. Si lo pensamos como totalmente lleno de cosas, donde todo
es ser y no hay lugar alguno para el no ser o para el vacío, si más concretamente en el
caso de la historia nos imaginamos que todo el pasado son acontecimientos que se
suceden unos a otros, de forma que entre ellos hay algún tipo de relación - de otro modo
¿cómo podría contarse con sentido la historia?-, entonces parece obligado concluir que
de algún modo lo que va a ser un futuro real está prefigurado o anticipado en el pasado,
aunque aún no sea posible determinar la figura concreta de la presencia de ese futuro en
el pasado y tal figura sólo la podamos conocer con propiedad a posteriori, una vez que se
da en el futuro real.

183
De hecho hay algo que habla a favor de tal presencia del futuro en el pasado. Es tan
grande la avalancha de acontecimientos que están presionando sobre nuestro presente, es
tal la sensación intuitiva de que muchísimos otros acontecimientos se están gestando ya,
latentes aún pero a su modo reales, que a la vista de estos dos aspectos presentimos que
el futuro está ya ahí, presto a aparecer en escena cuando le llegue el momento. Por otra
parte, la concepción determinista, que tiene la pretensión de ser válida para la realidad en
general viene ya de lejos y discurre en paralelo con el proceso del pensamiento, de vez
en cuando inmiscuyéndose en él o adquiriendo incluso la preponderancia frente a toda
concepción no determinista. Dentro del determinismo neu rológico, que tanto peso e
influencia tiene hoy, constituye un capítulo especial la consideración neurológica también
y en consecuencia determinista de la historia. Y aunque en este caso concreto pudiera tal
vez eludirse de algún modo la cuestión, diciendo que el determinismo se refiere sólo al
conocimiento de los fenómenos históricos que tendría un carácter necesario, no a los
fenómenos mismos, de hecho no tiene sentido decir que el conocimiento de una
determinada realidad llega, si ha de ser verdadero, a resultados absolutamente necesarios
sin que la realidad a que se refiere tenga también una estructura necesaria. (Sobre esta
cuestión del determinismo neurológico aplicado a la historia cf. Fried, 2004: 11 y ss.;
Geyer, 2004: 134 n.; Vólker, 2004: 140 y ss.)

Con ello hemos apuntado alguna de las razones de carácter general en defensa de la
idea de que todo lo que va a acontecer en el futuro está ya prefijado en el pasado y por
tanto de que se puede hablar de un pasado futuro. Por otra parte los acontecimientos en
el presente, es decir, los que ya se van haciendo pasados, se condensan y se precipitan en
ocasiones de tal forma que, pasados unos años, no sorprendería oír decir a historiadores
de buen tino y mejores conocimientos que lo que entonces iba a venir estaba ya
preparado, si no predeterminado; de tal manera que nadie podría pensar que los
acontecimientos iban a ser fundamentalmente otros - si en los meses o años próximos se
produjera algún ataque entre naciones no faltaría quien con posterioridad dijera que todo
eso se veía venir y adujera buenas razones para fundamentar su tesis. Al fin la historia
universal vendría a convertirse en el juicio universal, en el que según Hegel el espíritu del
mundo se produce a sí mismo, a la vez que ejerce un derecho sobre todos los
acontecimientos particulares en el proceso de la historia (cf. Hegel, 1970: 7 §340, 503).
Pero Hegel es susceptible de una interpretación que no es la determinista y, en concreto,
lo que aquí estamos imaginando sobre el pasado futuro es diferente de lo que cabría
considerar como resultado lógico de las consideraciones que preceden. Hay otros tipos de
lógica más racionales.

184
Choca en efecto contra la lógica más elemental del lenguaje la idea de que hay un
pasado que es ya futuro en el sentido de que éste se halla ya prefigurado o
predeterminado en aquél. Pues si fuera así no tendría sentido hacer conjeturas sobre
diferentes acontecimientos posibles, argumentando que no sólo una de ellas es realizable,
sino también otras muchas. Si se dijera que tiene sentido hablar de posibilidades
diferentes, porque se desconoce cuál es, de entre los acontecimientos posibles, el único
realmente posible, podría contestarse que de ser así carece de sentido este lenguaje,
porque lo que es realmente posible ocurrirá presuntamente con seguridad, haciendo
vanas e inútiles todas las demás conjeturas. Y no cabría decir que, hablando de diferentes
posibilidades, nos predisponemos a asumir la que al fin resulte real, puesto que en razón
de nuestro desconocimiento de lo que el pasado en verdad encierra, la predisposición no
podría concretarse en modo alguno. En consecuencia la actitud más coherente sería el
quietismo.

Tampoco sería esa concepción de un pasado futuro compatible con una elemental
lógica de la acción, que se proyecta siempre hacia el futuro, partiendo, ciertamente de
determinados condicionamientos, que son indiscutibles y que, como tales, limitan su
horizonte, pero que al mismo tiempo le proporcionan posibilidades concretas con las que
contar. De otro modo la acción sería repetición mecánica de lo establecido. Esto no lo es
nunca. Precisamente la historia nos pone ante la vista cambios incesantes que a veces
pasan inadvertidos y que sin embargo generan modificaciones, más o menos importantes,
a veces sustanciales, otras en apariencia accidentales, pero en todo caso reales, todas las
cuales en conjunto hacen que de pronto las cosas ya no sean como eran. Los cambios,
cuando se advierten y son vividos como tales, pueden resultar hasta espectaculares, en lo
positivo o en lo negativo, pero se han ido gestando durante un tiempo mediante la
colaboración de muy diferentes factores. Nuestra tesis es que el pasado futuro existe sólo
de forma latente y potencial.

Los factores básicos que se diversifican de muy diversas maneras actualizando,


convirtiendo en realidad efectiva esas posibilidades latentes son tres: la individualidad, la
subjetividad y la libertad, que aquí no vamos a explicitar en lo que son y representan y a
cuya función en relación con el tema que ahora nos ocupa pasamos a aludir
sucintamente. Lo que vaya a ser futuro en cada caso depende de la acción, coordinada o
no; en términos históricos, de la acción simultánea de infinidad de seres humanos, cada
uno de los cuales es un individuo irreducible a cualquier otro y cuya acción forzosamente
tiene que llevar su sello inconfundible (cf. Gerhardt, 1999: 187 y ss.). Esa individualidad,
más o menos marcada, actúa y se proyecta como subjetividad, una de cuyas notas

185
características es la autorreflexión, que lleva, en un esfuerzo irrefrenable, a saber a qué
atenerse: a conocerse a sí mismo en relación con el puesto que ocupa en la situación en
que se encuentra y en la sociedad a la que pertenece (cf. Schulz, 1979: 59 y ss.). Esa
conexión intrínseca de individualidad y subjetividad es uno de los rasgos más
característicos de la era moderna y también de la contemporánea. Y tiene bajo puntos de
vista diferentes, sus representantes más destacados en Hegel (por más que esta
afirmación pueda aún sorprender) y Nietzsche (cf. Renaut, 1989: 201 y ss.; 210 y ss.).
Tanto la individualidad como la subjetividad culminan en la libertad, que sólo cobra
realidad efectiva en la medida en que cada individuo llega a ser él mismo a través de su
modo de estar en el mundo y de relacionarse con los demás.

Si se sitúa en su justo punto la proyección del pasado en el futuro de modo tal que
éste no puede existir ni ser pensado sin aquél y no obstante posee su entidad propia, que
de ninguna manera puede reducirse a la del pasado, podemos, en el nivel que
corresponde a la historia como narración interpretativa del acontecer, incorporar la
hermenéutica en lo que tiene de esencial como método histórico. Pues justamente la
hermenéutica, en la versión que le ha dado Gadamer, subraya la presencia efectiva del
pasado en la configuración del horizonte, desde el que el intérprete se apropia el pasado.
Ésta es la idea básica del círculo hermenéutico, cuya formulación fundamental Gadamer
reconoce en el siguiente texto de Heidegger:

El círculo [del comprender] no se debe rebajar a la condición de un


circulus vitiosus y ni siquiera a la de un círculo vicioso tolerado. En él se
encierra una nueva posibilidad del conocimiento más originario, posibilidad
que, sin embargo, sólo será asumida de manera auténtica cuando la
interpretación haya comprendido que su primera, constante y última tarea
consiste en no dejar que el saber previo, la manera previa de ver y la manera
de entender previa le sean dados por simples ocurrencias y opiniones
populares, sino en asegurarse el carácter científico del tema mediante la
elaboración de esa estructura de prioridad a partir de las cosas mismas
(Heidegger, 1963: 153, en Gadamer, 1965: 251).

La forma en que Gadamer sintetiza de forma muy expresiva este pensamiento de


Heidegger es como sigue:

Cuando uno escucha a alguien o se entrega a una lectura, no es que tenga


que olvidar todas las opiniones previas sobre el contenido o todas las opiniones
propias. Solamente se le exige que esté abierto a la opinión del otro o a la del

186
texto. Pero tal apertura implica siempre que se pone la otra opinión en alguna
relación con el conjunto de las opiniones propias o que uno se pone a sí mismo
en alguna relación con aquella (1. c., 253).

Esto supone varias cosas en la actitud de la Hermenéutica hacia el pasado que ella
intenta comprender. Dando por supuesto que esta receptividad hacia el pasado no
significa ni neutralidad estricta, como si uno fuera un mero espectador, ni tampoco una
especie de autocancelación, como si uno tuviera que dejar de lado las opiniones propias,
de lo que se trata es de apropiarse con matices y cierto distanciamiento de las opiniones
previas, es decir, de hacerse cargo del modo en que está uno de antemano predispuesto
hacia lo que se intenta comprender, "a fin de que el texto mismo se exponga en su
alteridad y con ello adquiera la posibilidad de confrontar su verdad objetiva con la propia
opinión previa" (Gadamer, 1. c., 253 y ss.).

Al igual que aquí, a lo largo de toda la obra Gadamer se está refiriendo, más que al
pasado sin más, a textos del pasado. En ese sentido sus reflexiones interesan sobre todo a
historiadores del lenguaje, de la literatura, de la filosofía, del derecho o de la teología por
ejemplo. De hecho, una de las especialidades que más ha aprovechado la Hermenéutica
de Gadamer es la teología, lo cual no tiene nada de extraño si se tiene en cuenta la fuente
de este planteamiento. En cualquier caso, el presunto inconvenien te no es tal, de una
parte porque los hechos históricos son también textos, puesto que son recibidos en una
situación concreta y su transmisión contribuye a conformar una determinada mentalidad.
Si ante algo no se es por lo general neutral, ya de entrada en cuanto predisposición a
interpretarla, es ante la historia, precisamente porque es un texto y, como tal, nos habla
desde siempre - o de antemano - con un especial lenguaje. De otra parte, Gadamer se
ocupa también de la historia como tal de una forma coherente con el planteamiento de su
obra más importante (c£ Gadamer, 1976: 149 y ss., 192 y ss.).

En ese planteamiento van implícitas varias consecuencias, alguna de las cuales


vamos a mencionar. Gadamer ve muy certeramente que nuestro conocimiento de la
historia está condicionado, y es relativamente original al situar los condicionamientos en
nuestros prejuicios. Desmonta el carácter presuntamente negativo de éstos, al verlos
como pre-juicios, como juicios previos que nos permiten una determinada concepción de
la realidad. Son pues inevitables condiciones de comprensión, no sólo de lo que nos es
más inmediato, sino en general, de los más diversos objetos de conocimiento. Ello
implica que la historia, de la que los prejuicios son reflejo, está ya presente en nosotros
con anterioridad al conocimiento que de ella podamos tener, porque "en realidad no es la
historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros quienes le pertenecemos a ella"

187
(Gadamer, 1965: 261).

Esto es tanto como rehabilitar e integrar en el conocimiento histórico a la tradición,


concebida no como simple transmisión de lo que ya ha sido, sino como una dimensión
que acontece siempre de nuevo, idéntica siempre a sí misma y a la vez renovada y, en
ese sentido, diferente en cada caso. Lo cual quiere también decir, por su parte, que la
distancia temporal que media entre el pasado que se trata de conocer y el sujeto que
conoce no es algo que haya que superar en el sentido de cancelar o neutralizar. Esa
distancia temporal es, por el contrario, productiva, en cuanto que ha incorporado
diversos puntos de vista que, analizados bajo la perspectiva conveniente, suponen un
enriquecimiento del horizonte desde el que se puede comprender el pasado (cf. 1. c.,
280).

La aportación más importante de Gadamer respecto del conocimiento del pasado


histórico y de cómo en ese pasado está ya dado de algún modo el futuro, viene expresada
en el concepto de historia efectiva (Wirkungsgeschichte), en el que se condensan el resto
de sus puntos de vista. A la historia nos podemos referir como a un objeto, pero esa
historia está ya presente y actuante en nosotros incluso a la hora de elaborar por nuestra
parte el horizonte desde el que la podemos comprender:

De hecho el horizonte del presente se encuentra en permanente formación,


en cuanto que tenemos que poner a prueba constantemente todos nuestros
prejuicios. A esta puesta a prueba pertenece - no en último lugar - el encuentro
con el pasado y la comprensión de la tradición, de la que nosotros provenimos.
El horizonte del presente no se forma pues en modo alguno sin el pasado. No
hay pues un horizonte del presente para sí, como tampoco hay horizontes
históricos que adquirir (Gadamer, 1965: 289).

Para expresar esta coexistencia e inseparabilidad del horizonte del presente y


horizontes del pasado utiliza Gadamer una metáfora que ha gozado de notable fortuna:

Comprender es siempre el proceso de la fusión de tales horizontes que


presuntamente son para sí mismos (1. c.).

Esta metáfora es, sin embargo, desafortunada, porque sugiere que esas dos clases de
horizonte, pasado y presente (que es en realidad futuro), desaparecen para constituir un
único horizonte. De ser cierto, se desvirtuaría tanto el pasado como el presente. El
pasado actúa en el presente, sin dejar de ser pasado y de ser reconocido como tal. Lo

188
contrario supondría que quedamos absorbidos por la tradición en el sentido del
tradicionalismo más fuerte, que Gadamer por otra parte sabe eludir, brillantemente
además. El horizonte del presente no se forma sin duda al margen del pasado, pero al
mismo tiempo el presente sólo está en situación de conocer el pasado, si se salvaguarda
como tal presente. Habrá pues que mantener una dialéctica elemental entre ambas
dimensiones, dialéctica que en su versión hegeliana Gadamer conoce y sabe aprovechar
muy bien (cf. 1.c., 336 y ss.). Pues volver, como pretende Tugendhat, a un
planteamiento aséptico, en el que a base de aducir argumentos y contraargumentos se
llega bien al consenso, bien al disenso, respecto al pasado histórico (cf. 2003: 169) es lo
que ya no nos resulta viable. Una cierta anticipación del futuro en el pasado parece
innegable y en tal sentido es legítimo hablar de un pasado futuro en un sentido tanto
ontológico como epistemológico.

B) El futuro pasado
La expresión fue, según parece, utilizada primero por R.Aron (c£ 1948: 182),
posteriormente por R.Wittram (1966: 5), y en fecha más reciente por R.Koselleck quien
le ha dotado de un significado más concreto y más amplio. Por otra parte parece una de
esas expresiones susceptibles de ser empleadas con notable flexibilidad e incluso
arbitrariedad sin que sea apenas posible identificar un fondo común de significado. El que
le confiere Koselleck es bastante claro y preciso:

Para formular mi tesis de un modo breve y contundente: se trata en estos


siglos [de 1500 a 1800] de una historización de la historia, en cuyo final está
aquella forma peculiar de la aceleración, que caracteriza nuestra modernidad.
Preguntamos por tanto por la peculiaridad de la llamada Edad Moderna. Con
ello nos limitamos a aquel aspecto, que se nos ofrece a nosotros hoy desde el
futuro correspondiente de las generaciones de entonces, dicho más
brevemente, nos limitamos al futuro pasado (Koselleck, 1989: 19).

Lo que con otras palabras quiere decir el autor es que el futuro tiene un peso cada
vez mayor como consecuencia de que el mundo va siendo conformado en un ritmo
creciente por la técnica. La diferencia entre la modernidad y el medievo es, en este
sentido, manifiesta. Quienes tenemos interiorizado el modo de vida rural, en que hemos
crecido, y nos hemos tenido que adaptar a la forma de vida en la ciudad sabemos bien
por experiencia de qué se trata. Koselleck aplica un principio general formulado por
Herder quien en polémica con Kant, considera que cada cosa tiene su propio tiempo:

189
Propiamente cada cosa mudable tiene la medida de su tiempo en sí misma;
esta medida permanece, aun cuando no existiera ninguna otra. No hay dos
cosas en el mundo que tengan la misma medida de tiempo [...]. Hay pues (así
se puede decir con propiedad y audacia) en el universo en un tiempo
determinado muchos tiempos, incontables (cit. en Koselleck, 1989: 10).

Según esta forma en que Koselleck quiere entender y acuñar la expresión futuro
pasado se trataría, con carácter general y dicho de forma no sólo breve sino muy clara,
de que cada época y cada hombre tiene una experiencia determinada de la vida y en
razón de ella también una determinada expectativa ante el futuro, al que se lo ve, por así
decirlo, pasar y sedimentarse o cristalizarse en pasado. El hombre es así espectador de
un futuro que cada vez con mayor velocidad adviene, pasa y se convierte en pasado. Por
lo demás, aquí se da por supuesto que no hay pasado que no haya sido futuro, como
tampoco hay futuro que no se convierta en pasado. Cambian según las épocas y los
individuos, la intensidad y el ritmo con que se experimenta y se vive este fenómeno.

No es ésta la forma en que aquí entendemos la expresión futuro pasarlo. Más bien,
inspirándonos en ciertas consideraciones de Heidegger, que luego explicitaremos, nos
referimos a un futuro que nunca ha existido y que sólo puede ser construido volviendo la
mirada críticamente al pasado con la intención de escrutar en él las posibilidades que
nunca se han desarrollado y que ahora se trata de recuperar para convertirlas en realidad
efectiva. Cuando Heidegger habla del otro comienzo piensa que hubo un primer
comienzo, o por mejor decir, un esbozo de primer comienzo, en Parménides y Heráclito
(tal vez) que, apenas se puso en marcha, experimentó una fundamental desviación que
habría seguido su curso hasta el presente. Lo que los pensadores originarios postularon
fue pensar el ser del ente, pero éste nunca fue pensado en realidad, sino que ha sido
hasta el día de hoy objeto de persistente y fatal olvido.

Para su planteamiento Heidegger se apoya en el concepto de instante (Augenblick),


que contrapone al de tiempo uniforme, que se dilata de forma monótona y persistente; el
tiempo más habi tual y por ende menos auténtico, el de la larga duración (Langeweile),
que puede provocar aburrimiento y fastidio debido a ese carácter monótono. Este tiempo
monótono, que es como un presente que parece durar indefinidamente y dilatarse sin
límite, sólo se puede quebrar mediante un cambio de la estructura de la temporalidad del
ser-ahí, de forma que el presente adquiera otro carácter y pase a adquirir la
determinación de instante, cuyo significado Heidegger pretende extraer de Kierkegaard:

Lo que nosotros designamos aquí con instante es lo que por vez primera

190
en la filosofía Kierkegaard comprendió realmente - una comprensión, con la
que por vez primera desde la antigüedad da comienzo la posibilidad de una
época completamente nueva (Heidegger, 1983: 225).

Por época completamente nueva de la filosofía entiende Heidegger un pensamiento


que en la deliberación de la cuestión del ser no parte - como hicieron en general los
griegos y con ellos toda la filosofía occidental - de la realidad exterior, sino - tal como él
mismo ha hecho en Ser y Tiempo - de la determinación interna de la existencia, que sólo
puede ser pensada adecuadamente desde la perspectiva de su temporalidad e historicidad.

Que Heidegger quiere conectar directamente con Kierkegaard se advierte en que


toma de él, además del concepto de instante, el de repetición (Wiederholung). Ambos
conceptos están en estrecha relación entre sí y junto con el de adelantarse de antemano
hacia la muerte (Vorlaufen in den Tod) forman una unidad estructural de la temporalidad
originaria que corresponde al ser-ahí (cf. Thurnher, 2000: 60). El concepto que sintetiza
esa triple dimensión es el de "instante que repite adelantándose" (c£ 1. c.).

Lo que el maestro quiere decir en este lenguaje a primera vista tan abstruso es
aproximadamente lo siguiente. El instante es una acentuación extrema del presente en el
momento de la elección, de la auténtica decisión. ¿En que se traduce que el presente se
convierta en instante? Desde el punto de vista de la negación, en que el ser-ahí no se deje
simplemente llevar, en que no se atenga, sin criterio propio, a las posibilidades que le
vienen presentadas desde su entorno, en que no se oriente prioritariamente por lo que
piensan y hacen los demás; desde el punto de vista de la afirmación, el instante implica
que el ser-ahí se levanta de su caída en el mundo inauténtico del se (man), de lo que se
habla, se piensa y comienza a realizar su propia finitud y, en definitiva, a tomar en serio,
a la vista de la muerte, que es posible, en cada caso y en cada momento, meditar sobre
sus posibilidades más propias. Cuáles son en concreto las posibilidades más propias y
más originarias, entre las que el ser-ahí debe elegir, es algo que sólo se le desvela en el
debate repetitivo con su pasado, en el retorno repetitivo a su propia historia vital y a la
historia de las comunidades, formas de vida, modos de pensar y mentalidades en cuyo
ámbito se encuentra. La historia en la que estamos desde siempre y de antemano, que
nos acompaña y traemos con nosotros, nos determina tanto más intensa y
persistentemente cuanto menos nos preocupamos de ella. Sólo si nos volvemos con
propiedad hacia ella, si la afrontamos e intentamos hacérnosla transparente, podemos
liberarnos.

Repetición (Wiederholung) en este sentido es justamente lo contrario de un mero de

191
nuevo, como si se tratara de reproducir algo ya acontecido. En la repetición el presente
se aleja de la transmisión acrítica del pasado en cualquiera de sus formas. El ser-ahí
alumbra en ella para sí mismo las posibilidades que le están dadas de forma latente en
toda la tradición y que hasta ahora no han sido realizadas. Al proceder así pone de nuevo
ante sí mismo esas posibilidades como posibilidades de su futuro. De este modo la
repetición ofrece la posibilidad de superar lo que ha sido transmitido y llegar así a otro
comienzo. En este sentido leemos en Ser y Tiempo:

La repetición de lo posible no consiste en restaurar el pasado ni en amarrar


el presente a lo ya dejado atrás. La repetición que brota de un proyectarse
resuelto, no se deja persuadir por el pasado a procurar tan sólo que ese pasado
vuelva a tener la realidad que tuvo en otro tiempo. La repetición replica más
bien a la posibilidad de la existencia que ya ha sido. Pero la réplica a la
posibilidad, en el acto resolutorio, es al mismo tiempo, en cuanto instantánea,
la revocación de lo que en el hoy sigue actuando como pasado. La repetición
ni se abandona al pasado ni aspira a un progreso. Ambas cosas son, en el
instante, indiferentes para la existencia propia. Caracterizamos la repetición
como el modo de la resolución que se hace tradición de sí misma y por obra
del cual el serahí existe como destino. Ahora bien, si el destino constituye la
historicidad originaria del ser-ahí, entonces la historia no tiene su peso esencial
ni en el pasado, ni en el hoy y su nexo con el pasado, sino el acontecer propio
de la existencia, que brota del advenir (Zukunft) del ser-ahí. (Heidegger, 1963:
3851).

La concepción heideggeriana de la historicidad, con su referencia esencial a la


repetición y al futuro, pensado como advenir, ha encontrado su inmediata aplicación y su
corrección en varias aportaciones centrales de su filosofía, como son su destrucción de la
ontología, su reposición de la metafísica así como sus intentos de llevar a cabo un pensar
que tiene un nuevo comienzo. Se puede igualmente afirmar que su planteamiento ha
tenido influencia en el concepto de arqueología de Foucault (c£ Foucault, 1970: 227 y
ss.; Sauquillo, 1989: 251 y ss., 319 y ss.; Gabilondo, 1990: 132 y ss.) o, en el
tratamiento que Derrida hace de la genealogía como momento integral de la estrategia del
desconstructivismo (Derrida, 1967: 235 y ss.; 1989: 37 y ss.). Significativamente Derrida
apoyándose en Heidegger le critica por no haber sido consecuente hasta el final (c£ 1989:
119 y ss.).

Aquí prescindimos de tres cuestiones: si la interpretación que hace Heidegger de


Kierkegaard no estrecha, simplifica y distorsiona la concepción de este último, tal como

192
piensa R.Thurnher (cf. 2000: 61 y ss.). Tampoco entramos en las implicaciones del
planteamiento de Heidegger en su propia obra. Y dejamos de lado las consecuencias que
ha tenido en otros autores, que además, como es el caso de los dos citados, han querido
radicalizarlo. Nos limitamos a hacer algunas consideraciones a partir de lo que sugieren
los textos de Heidegger. Una vez más, tomamos el texto como pretexto en orden, en este
caso, a concretar lo que da de sí el futuro pasado.

La primera pregunta que cabe hacer es en virtud de qué criterio o criterios se pueden
conocer las posibilidades que yacen latentes en el pasado y que no se han realizado hasta
ahora. Si no las podemos conocer a través de lo que es el pasado real, con siderado
como aquel en el que determinadas posibilidades se han realizado, ¿qué otra vía de
acceso podemos tener? Heidegger, en La constitución onto-teo-lógica de la metafísica,
afirma que se trata de poner en práctica el paso hacia atrás:

Para nosotros el carácter del diálogo con la historia ya no es la superación


[como la concibió Hegel], sino el paso hacia atrás [...]. El paso hacia atrás
lleva al ámbito, pasado por alto hasta ahora, a partir del cual se vuelve, por vez
primera, digna de ser pensada la esencia de la verdad (1957: 45).

Las preguntas sin embargo persisten, pues falta por determinar la índole de ese
ámbito primero al que Heidegger alude. Da la impresión de que, en su opinión, ese
ámbito, que ha permanecido oculto y olvidado, ha tenido que existir a la vista de la
profunda insatisfacción a que ha conducido la historia del pensar. Pero dicho ámbito no
posee una figura determinada y concreta. No basta apuntar a que encontramos
indicaciones luminosas en Parménides y Heráclito, pues tales indicaciones, por sí solas,
dicen muy poco y han de ser pensadas, como de hecho intenta Heidegger
reiteradamente. Pero al hacerlo así está construyendo en realidad su propia filosofía.

Esto nos lleva a una segunda pregunta. Si el ámbito desde el que por primera vez se
hace digna de ser pensada la esencia de la verdad sólo adquiere perfil y concreción desde
una reflexión realizada en el presente -y más concretamente, la llevada a cabo por el
propio Heidegger-, la pregunta más obligada es, entre otras alusivas al procedimiento y al
método, ¿cómo se establece el nexo entre el presente y ese que hemos llamado futuro
pasado, que paradójicamente es un futuro irreal, congelado en un punto indefinido e
indefinible, que no ha adquirido figura ni realidad efectiva alguna? El pasado que media
entre ese punto del pasado - que se antoja ser un instante fulgurante, al que ya no se
puede acceder - está vacío y a él ya no se puede recurrir. El presente está igualmente
vacío y el futuro no existe y es preciso construirlo. No parece sino que Heidegger

193
proyecta sobre las tres dimensiones históricas la desrealización que Agustín, de quien él
fue asiduo lector, llevó a cabo de las tres dimensiones temporales. La diferencia estaría,
entre otras cosas, en que el resultado no sería - como en Agustín- presente de lo pasado,
presente de lo presente y presente de lo futuro, sino futuro del pasado, futuro del
presente y futuro del futuro. Es decir, la única referencia sería el futuro - el advenir-
como allí lo es el presente.

Otra similitud, tal vez más honda, está en lo que es el asiento de las dimensiones
temporales. Y esto nos lleva a la tercera y última pregunta. Según Agustín las
dimensiones temporales tienen su raíz y fundamento en el alma:

En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme; quiero decir:
no te dejes perturbar por la confusión de tus afecciones. En ti, afirmo, mido
los tiempos. La afección que en ti producen las cosas que pasan y que
permanece, cuando aquellas han pasado, es la que yo mido en su presencia, no
las cosas que pasaron, para que aquella se produjera. Es a esa misma afección
a la que mido, cuando mido los tiempos. Luego los tiempos son esa misma
afección o no mido los tiempos (Agustín, 1955: XI, 27, 36, 506 y ss.; c£
Flasch, 1993: 3851).

Cabe decir que según Heidegger la temporalidad y la historicidad, que en aquella se


funda, no puede en último término tener su raíz sino en el pensar mismo. Pues no
existiendo aún el futuro, que está sólo por venir, y estando el pasado y el presente
exclusivamente en función del futuro, que les confiere, por así decirlo, legitimidad, no
parece sino que es preciso volver la mirada al pensar mismo, cuya actividad sería ella
sola capaz de construir el futuro y conferir así sentido al pasado y al presente. Ahora
bien, la actividad del pensar únicamente puede existir en el presente, aunque se ejercite
bien volviendo la mirada hacia el pasado, bien dirigiéndola hacia el futuro. Y no es
suficiente replicar - remedando de algún modo a la tradición aristotélica - que si el pensar
está volcado hacia su objeto que es el futuro, es porque éste es la dimensión temporal
principal, en función de la cual están las otras dos.

Pero antes de concretar esto, quisiera simplemente aludir a que esta desrealización
de los momentos temporales, su consideración desde el punto de vista de su no-ser o de
la nada - de lo que es un claro indicio el hecho de que se convierta al futuro, que es nada
aún, en el referente esencial del tiempo - da pie a conferir prioridad al instante
(Augenblick), como punto indivisible sobre el que descansa la creatividad. O dicho de
otro modo, la actividad del sujeto se ve forzada a ser creativa, puesto que tiene que

194
forjarse, en el instante, su futuro, como si otra cosa no existiera en verdad. En definitiva
una actitud radical en la concepción del futuro pasado favorece una concepción estética
del tiempo. De ello pueden ser muestra ciertas publicaciones más o menos recientes, en
las que la visión de Heidegger tiene una presencia innegable, en cuanto que ha inspirado
nuevas formas de interpretar el mismo pasado o ha dado pie a revisarlo para sacar a la
luz aspectos, que a Heidegger le habían permanecido ocultos. En general, el instante no
lo ha descubierto Heidegger, pero la forma incisiva con la que lo ha tratado ha abierto
nuevas perspectivas para la comprensión estética del concepto de tiempo en general (cf.
Wohlfahrt, 1982: 10 y ss.; 124 y ss.; Thomsen y Holl ndert, 1984: 1 y ss., 7 y ss.;
Bohrer, 2003: 7 y ss.).

El hecho de que al fin aparezca en primer plano el instante es muy significativo, pues
implica que en el intento de afrontar el futuro es inevitable afianzarse en el presente
según su carácter más esencial y condensado. Enfrentados a la tarea de construir el
futuro, no podemos realizarla sino sobre el fundamento de las posibilidades de que
disponemos. Tan innegable como es esto, lo es igualmente el hecho de que con tales
posibilidades contamos hoy y no sabemos si podemos contar mañana, a la vez que no las
tenemos al margen de lo que ha sido y sigue representando el pasado. Y aquí es donde se
nos muestra una alternativa: o bien prevalece el pasado en el momento de dirigirnos hacia
el futuro, de forma que este, sin ser mera reproducción del pasado, se nos anticipa
prioritariamente como continuidad del mismo, o bien el pensamiento trabaja ante todo
sobre la base de una desrealización del pasado, es decir, de su transformación en materia
para una programación y construcción del futuro. La aceleración progresiva del tiempo, a
la que con razón se refiere Koselleck, hace que inevitablemente dicha desrealización sea
un signo de los tiempos y que, en ese aspecto, el futuro pasado, tal como aquí lo hemos
expuesto, esté en primer plano. Pero justamente, las urgencias, que van unidas a la
aceleración, hacen que haga acto de presencia, de modo cada vez más frecuente, el
riesgo de vértigo y de la caída en el vacío. De ella sólo puede librar una justa valoración
del pasado. Al fin, el enlace de pasado y futuro tiene que darse. Por ello, el cultivo
equilibrado de la relación entre ambos es un imperativo vital.

3.3.3. El futuro como simple futuro, como porvenir y como apertura de posibilidades

Después de lo expuesto en el apartado anterior se trata ahora de fijar conceptualmente el


significado del término futuro en sus diferentes variantes haciendo, en lo posible,
abstracción de sus connotaciones respecto del presente y del pasado.

Como simple futuro nos imaginamos una especie de depósito donde están toda una

195
inmensidad de cosas, fenómenos o acontecimientos, que no han tenido ni tienen aún
realidad, pero están llamados a tenerla. Tenemos además la certeza a priori de que tal
futuro está lleno de esas cosas, que cuando sean reales se unirán a muchísimas de las que
ya son, que existen además desde fecha inmemorial - cuando se trata de cosas que tienen
que ver con el hombre, desde siempre - si no desde la eternidad, cuando son cosas que
coexisten con la naturaleza. Esa certeza de que será así no proviene de ninguna
demostración, sino de nuestro modo de ser en el mundo y de lo que el mundo es y
representa para nosotros. Si sabemos que el pasado ha sido así y no podemos pensar que
en el presente las cosas sean de otro modo, tampoco hay nada que nos lleve a creer, en
virtud de una especie de imaginación trascendental, que en el futuro va a ser de modo
diferente. Ese futuro tiene pues para nosotros un carácter de absoluta necesidad, no
porque todas las cosas que en él vayan a existir sean necesarias, ni siquiera porque fuera
contradictorio que el ser de lo que vaya a existir sea contradictorio con su no-ser, ya que
no se puede decir que la existencia del mundo esté en contradicción con la posibilidad de
que en un momento dado deje de existir. De esa especulación no se trata, sino de que las
cosas, que vayan a llenar ese futuro, que damos por supuesto, tendrían en su conjunto
un carácter necesario.

Como sabemos que existirán infinitas cosas, pero desconocemos el tipo de relación
que mediará entre ellas, el futuro se nos muestra como un fondo por completo oculto y
desconocido, pues el conocimiento de las leyes generales que rigen el modo de ser de las
cosas y el curso de los acontecimientos no permite en modo alguno predecir cuál va a ser
la configuración concreta de aquéllas y de éstos. De ese mundo futuro no nos cabe
siquiera en buena lógica decir que vamos a ser espectadores. Por todo ello ese simple
futuro a que nos estamos refiriendo se nos aparece como un poder absoluto, puesto que
nada podemos contra él, nada podemos sobre él, en cuanto a su estructura y desarrollo
internos. Más aún, ese poder absoluto del futuro, a la par que nuestro nulo poder frente a
él, se pone tanto más de relieve cuanto que muchísimas de las cosas que ahora coexisten
con nosotros van a continuar existiendo, por completo indiferentes ahora y después a
nuestro destino. Al menos, aunque sumergidos habitualmente en el bronco rumor de las
habladurías, podemos dejar un hueco para percibir la voz certera del poeta:

196
(Borges, 2005: 992).

¿Qué tiene que ver esto con el futuro histórico? Nada y todo. El poeta habla de sí
mismo, de su duro destino de hombre ciego que ha perdido la capacidad de contemplar
las cosas, a la vez que percibe cómo todas le van abandonando fatalmente. Pero, como
él mismo dice en repetidas ocasiones, un hombre es todos los hombres; el suyo es por
ello un destino universalmente compartido. Coherentemente empieza a expresar sus
experiencias personales y pasa luego, sin solución de continuidad, a hablar en primera
persona del plural. El poeta se muestra inerme ante lo que le espera, tanto que lo que le
cumple es irse sin ningún tipo de patetismo. Lo que va a quedar son las cosas que ya
existen y otras que se sumarán, no nosotros.

Ante el simple futuro somos por completo inermes, porque nada sabemos sobre él,
nada podemos frente a él y, por otra parte, es él quien lo puede todo frente a nosotros.
Dado que padecemos, más o menos todos, la enfermedad de la subjetividad, que es
consustancial a la modernidad, tendemos a creer que podremos dominar, incluso más allá
de la muerte, ese futuro a que me estoy refiriendo. Nada de eso es cierto. Pero además el
simple futuro es una dimensión del futuro como tal y por tanto contamina en buena
medida a las otras dos de las que hablaremos a continuación. Hay en efecto muchas
cosas que tienen su raíz en el simple futuro que nos es lejano y que condicionan, de
forma en ocasiones determinante, nuestra actuación ante el porvenir inmediato e incluso
nuestra actitud ante el futuro entendido como apertura de posibilidades. Lo contrario no
es posible. Lo impide el orden riguroso del acontecer. Ni soñar siquiera podemos que lo

197
que vamos a hacer mañana vaya a determinar en modo alguno un futuro lejano, al que
su radio de acción no puede llegar. Somos nosotros quienes dependemos de lo que nos
sobreviene.

La incertidumbre ante el futuro es pues tanto teórica, como práctica - teórica, porque
no sabemos nada en concreto sobre él; práctica, porque no se puede entrever cuáles son
las normas concretas de acción, aparte de los criterios generales-. El poder reside pues en
el futuro mismo, que no es algo de lo que el hombre pueda disponer. Cabe por ello
pensar que ese fondo oscuro, enigmático y poderoso del futuro sea origen de creencias
en poderes, a los que teme y que procura tener a su favor. Pero este temor pertenece a
otro campo.

A) El futuro como porvenir


El porvenir es muy distinto del simple futuro. Aquí ya se puede decir que hay una
relación del hombre con su futuro, o al revés: porque esa relación se establece puede
hablarse de futuro, no como simple futuro, sino como porvenir. En nuestro idioma se
dice que alguien tiene buen futuro o que tiene mal futuro, en cuanto que se puede
conjeturar - según los casos, incluso afirmar con certeza - que le sobreviene algo positivo:
exitoso, favorable, o todo lo contrario.

Tener buen o mal porvenir puede acontecer de dos formas muy diferentes. O bien
pasivamente, cuando los acontecimientos, sean buenos o malos, le advienen al sujeto, sin
que él haya tenido parte alguna en ello. Ha acaecido simplemente así: por ejemplo, ha
heredado una gran fortuna o ha contraído una grave enfermedad. No podía contar con lo
uno ni con lo otro. No puede decir por tanto que lo esperaba. Más bien, se podrá decir,
en el primer caso que lo deseaba -y en ese sentido no lo excluía-, pero con un deseo
hipotético porque las probabilidades de tener el resultado deseado son nulas, y puesto
que el sujeto agraciado no tiene la menor idea de contar con alguna probabilidad. A partir
de ahí hay grados también en cuanto a la prioridad. Quien juega a la lotería sabe muy
bien que las posibilidades de que le toque son mínimas, tanto que se dice impropiamente
que sería una mera casualidad. Pero puesto que hay alguna posibilidad de que el
resultado sea positivo, se tiene ante él un deseo expectante. Cuando se trata de algo
negativo, hay también grados y matices. Pues una cosa es que alguien contraiga una
enfermedad sin que haya tenido síntoma alguno ni haya habido antecedentes familiares, y
otra diferente cuando ya existían motivos para temerlo.

Cuando a uno le sobreviene algo de forma más o menos pasiva se puede ya decir

198
que está implicado en ese porvenir, puesto que le afecta de lleno. Y como en todo aquello
que a uno le afecta, se puede afirmar que él es condición de que el bien o el mal posible
se convierta en real. Si nadie jugara a la lotería, no existiría ésta; si no hubiera hombres
sanos, no habría enfermedad.

Aunque un elemento de pasividad hay siempre en todo cuanto le sobreviene o le


afecta al hombre, nos interesa más destacar aquellos casos en que toma parte activa en lo
que le acontece, sobre todo si aquella es determinante. Se dice que alguien se ha labrado
una buena fortuna, porque ha trabajado asiduamente, ha sabido elegir los objetivos en
consonancia con sus aptitudes, ha superado las dificultades con éxito, ha buscado y
encontrado buenos colaboradores, etc. Se puede entonces decir que el resultado, además
de bueno, es merecido. Es claro que han tenido que jugar su papel aspectos en los que
uno no ha intervenido y que bajo ese aspecto hay una cierta pasividad. Por ejemplo, en
lo fundamental no depende de uno mismo tener buena o mala salud, que es siempre un
factor determinante. Más clara es aún la situación cuando se trata de un asunto
estrictamente ético. En este campo, la propia acción es factor no sólo prioritario, sino
determinante, y adecuado. En este sentido ya los medievales decían que el hombre es
dueño de sí mismo, de las acciones que son propiamente humanas. Como respuesta a la
cuestión de si el hombre debe obrar por un fin Tomás de Aquino afirma:

De las acciones que el hombre ejecuta, solamente pueden llamarse


humanas aquellas que son propias del hombre en cuanto que es hombre.
Ahora bien, el hombre difiere de las demás criaturas, que son irracionales, en
que es dueño de sus actos. Por consiguiente, solamente aquellas acciones de
las que el hombre es dueño, pueden llamarse humanas. Pero el hombre es
dueño de sus actos por la razón y la voluntad; por ello el libre albedrío se llama
facultad de la voluntad y de la razón. En consecuencia, sólo se podrán
considerar como acciones propiamente humanas las que proceden de la
deliberación de la voluntad. Y si algunas otras acciones le convienen al
hombre, pueden llamarse acciones del hombre, pero no propiamente humanas,
porque no son del hombre en cuanto que es hombre. Pero es evidente que
todas las acciones que proceden de una potencia son hechas por ella en razón
de su objeto. Este objeto de la voluntad es el fin y el bien. Es pues, necesario
que todas las acciones humanas sean en razón del fin (Tomás de Aquino,
1952: I-II q.l, a.1, 41).

No del todo ajeno a este modo de pensar es Kant al expresar lo siguiente:

199
O bien un principio racional es ya pensado como si fuera ya en sí
fundamento para determinar la voluntad sin tomar en consideración posibles
objetos de la capacidad desiderativa (por lo tanto, sólo debido a la forma legal
de la máxima); en tal supuesto ese principio es ley práctica a priori y se admite
que la razón pura es práctica para sí. En ese caso la ley determina
inmediatamente a la voluntad, la acción conforme a ella es buena en sí misma;
una voluntad, cuya máxima siempre resulta conforme a esta ley, es de todo
punto buena bajo cualquier aspecto y la condición suprema de todo bien
(Kant, KpV 1964: 6, 179 y ss.).

La mención de los imperativos morales en un contexto en que se trata del futuro de


la historia tiene aquí el sentido concreto de que el problema moral se agudiza
especialmente en relación con la historia, en cuanto que dichos imperativos tienen una
validez absoluta, a la vez que los condicionamientos que se hacen sentir en la historia,
donde convergen los intereses de cada individuo, junto con los poderes políticos, con el
curso histórico de trayectoria imprevisible, son singularmente intensos y determinantes.
Ni Tomás de Aquino ni Kant relativizan en modo alguno la vigencia de la moral, pero
ambos saben que el hombre está lastrado con el pecado original, o si se prefiere con el
mal radical y que a esta condición individual se añade la presencia incontenible de los
poderes a quienes las exigencias éticas les resultan más bien indiferentes. En definitiva,
en expresión de Kant, el hombre está hecho de madera torcida y sólo las consecuencias
funestas de lo que son sus raíces, le van a forzar, por temor al resultado de las acciones
abandonadas a sí mismas, a modificar la dirección y adoptar actitudes más conformes
con las exigencias de la razón.

Enfrentado a su futuro inmediato, el hombre no puede eludir su responsabilidad. No


ha podido nunca y según los testimonios más antiguos de que disponemos tiene que
responder ante sí mismo, ante sus descendientes y los semejantes que le son más
próximos; y tiene que responder igualmente ante lo que le viene dado y en lo que él
mismo se encuentra y que es por ello condición de su propia existencia: la tribu, el
pueblo, etc. Pero este sentimiento de la responsabilidad se ha acrecentado y ha
experimentado, en opinión de analistas como H.Jonas, una especie de salto cualitativo.
La acción humana ha llegado a un punto en el que está en situación de provocar su
autodestrucción y, de seguir por este camino sin tomar conciencia clara de los peligros a
que está expuesta, es de temer que la catástrofe se produzca. Pues no es sólo que
disponga de armas de destrucción masiva, que la pueden desencadenar, sino que la
acción del hombre sobre el medio va generando automáticamente condiciones

200
ambientales que hacen cada vez más difícil la existencia de la vida sobre el planeta.

Solo el hecho de prever la desfiguración del hombre nos puede ayudar a


salvaguardar ante ella el concepto de hombre. Sólo sabemos qué es lo que está
en juego si sabemos que eso está en juego. Puesto que en este asunto se trata
no sólo del destino del hombre, sino también de su imagen; no sólo de la
supervivencia física, sino de mantener incólume su esencia, la Etica, que tiene
que proteger ambas cosas, tiene que ser, además de una Ética de la prudencia,
una Ética del respeto [ante la vida se sobreentiende]... Desde un punto de vista
ontológico se vuelven a plantear las viejas cuestiones acerca de la relación
entre el ser y el deber, la causa y el fin, la naturaleza y el valor para anclar el
deber del hombre, que ha hecho su aparición recientemente, más allá del
subjetivismo del valor, en el ser (Donas, 1988: 8).

Que la situación es nueva y apremiante parece un hecho constatable a tenor del eco
suscitado por este planteamiento y en general por la reiteradas llamadas a la
responsabilidad (cf. Bayertz, 1995: 1). Pero es nuestra situación, en la cual, tanto por las
exigencias de la Ética como por la fuerza de la historia misma no nos cabe sino afrontar
los problemas con los que nos encontramos día tras día. El estado de arrojado de que
habló Heidegger, así como la sensación de naufragio a que se refirió Ortega en alguna de
sus etapas, presenta ese aspecto negativo del abandono, pero no menos el aspecto
positivo de sentirnos estimulados a abrirnos camino o salir a flote. A esto alude la
modalidad siguiente.

B) El futuro como apertura de posibilidades


Aquí no se trata tanto de que el futuro se nos viene encima, con rostro temible en
ocasiones, prometedor en otras, sino que adviene en cuanto que lo proyectamos. Sin
embargo, lo que proyectamos con la intención de que advenga ni mucho menos coincide
siempre con lo que de hecho adviene. Nuestros planes se pueden torcer. Se tuercen
realmente en muchas ocasiones. Aquí es donde el lado oscuro del futuro al que nos
hemos referido previamente, puede entrar en juego en un sentido que o bien no favorece
nuestros propósitos o bien se opone a ellos, de tal modo que lo que de hecho adviene es
inesperado por completo, no responde en modo alguno a nuestras expectativas.

La expectación, que desde Agustín se viene considerando como actitud ante el


futuro, se nos muestra con una doble cara. Expectantes ante lo que vaya a acontecer en
el futuro estamos siempre - aunque de ello no seamos siempre conscientes-, puesto que

201
constitutivamente estamos orientados al futuro. Pero la expectación puede estar
acompañada de la incertidumbre ante lo que puede acontecer; puede por el contrario
expresarse como esperanza, bien de que lo que vaya a ocurrir, sin depender en absoluto
de nosotros, nos favorezca, porque simplemente en razón de nuestras creencias, tenemos
la confianza de que será así; y puede la esperanza ante el futuro no ser de índole teologal
y expresar ante todo la confianza en que lo que hemos proyectado se va a realizar. En
cualquiera de estos dos casos hay un supuesto previo: que el futuro esté dotado en sí
mismo de las posibilidades, que hagan viable la realización de lo que esperamos,
apoyados en la confianza bien en poderes sobrenaturales bien en la consistencia de
nuestros proyectos o en ambas cosas a la vez. Pero tienen que existir esas posibilidades
en el futuro mismo. Como el futuro, por más próximo que esté y más fácilmente
calculable que sea, nunca nos está desvelado por completo, la esperanza puede ser muy
firme, pero la certeza nunca puede ser total. Lo que damos como seguro para mañana,
no lo es de modo absoluto nunca.

Aparte de que el futuro debe estar dotado de las posibilidades necesarias para que
nuestras expectativas se cumplan y nuestros proyectos se realicen, condición necesaria es
también que por nuestra parte exista la apertura a esas posibilidades, la cual presenta dos
aspectos bien diferenciados. Por una parte la receptividad, la capacidad de hacernos
cargo de esas posibilidades. Este aspecto es obviamente una condición necesaria, porque
de otro modo las posibilidades no podrían llegar a convertirse en realidad. Por otra parte,
además de la receptividad, se requiere una predisposición activa. También ésta es una
condición necesaria, aunque puede serlo en distintos grados. Nada se puede realizar a
favor del hombre, sin que él intervenga activamente en ello, a menos que se le quiera
reducir a la índole de simple medio, lo cual está en contradicción con la máxima de que el
hombre es fin en sí mismo y nunca mero medio.

Estas consideraciones, válidas para la acción humana en general, son aplicables más
concretamente al futuro histórico de la forma siguiente. El punto al que ha llegado el
desarrollo de la humanidad en sus diferentes manifestaciones: como pueblo, como
nación, como estado, etc. están llamadas a seguir estando presentes, incluso a mejorar,
sólo en la medida en que el hombre es capaz de hacerse cargo de las posibilidades que el
futuro le ofrece y a la vez se predisponga activamente a convertir en realidad esas
posibilidades. Los éxitos del pasado no son por sí solos una garantía para el futuro. Eso
implica que de cara al futuro es preciso estar permanentemente alerta, porque aunque se
cuente con un pasado esplendoroso y con posibilidades halagüeñas para el futuro, de
nada servirá todo eso si el hombre no se mantiene vigilante, dispuesto a poner por obra

202
las posibilidades que más se ajustan a sus aspiraciones, siempre que éstas correspondan
con su propia capacidad. Con la perspicacia, en él habitual, Ortega llamaba la atención
sobre esta máxima de conducta:

Todo el que se coloque entre la existencia en una actitud seria y se haga de


ella plenamente responsable, sentirá cierto género de inseguridad que le incita a
permanecer alerta [...]. La seguridad de las épocas de plenitud [...] es una
ilusión óptica que lleva a despreocuparse del porvenir, encargando de su
dirección a la mecánica del universo. Lo mismo el liberalismo progresista que
el socialismo de Marx suponen que lo deseado por ellos como futuro óptimo se
realizará inexorablemente, con necesidad pareja a la astronómica. Prote gidos
ante su propia conciencia por esta idea, soltaron el gobernalle de la historia,
dejaron de estar alerta, perdieron la agilidad y la eficacia. Así, la vida se les
escapó de entre las manos, se hizo por completo insumisa y hoy anda suelta
sin rumbo conocido. Bajo su máscara de generoso futurismo, el progresista no
se preocupa del futuro; convencido de que no tiene sorpresas ni innovaciones
esenciales, seguro de que ya el mundo irá en vía recta, sin desvíos ni
retrocesos, retrae su inquietud del porvenir y se instala en un definitivo
presente (Ortega y Gasset, 1998: 160).

Tanto esta reflexión de Ortega como la anteriormente citada de H.Jonas,


coincidentes ambas en el diagnóstico acerca de la inseguridad del hombre contemporáneo
ante el futuro, se pueden completar con la idea de que el futuro se vuelve tanto más
incierto y la vida tanto más frágil cuanto mayor y más intenso es el protagonismo que el
hombre ejerce sobre el curso de la historia.

3.4. Dialéctica de las dimensiones históricas

Por dialéctica entendemos aquí algún tipo de implicación activa de esas dimensiones, en
cuanto que, si bien conceptualmente se distinguen y se delimitan unas frente a otras, a la
vez se interrelacionan e influyen mutuamente (sobre el método dialéctico c£ Álvarez
Gómez, 2002: 89-143).

3.4.1. Despresencialización

El término es utilizado por Heidegger quien se refiere a la despresencialización del hoy


(1963: 391). Lo propio del presente, en cuanto que tiene la estructura del instante, es
negarse a sí mismo como tal presente y, en ese sentido, despresencializarse. Al recordar

203
esto, que de suyo debería ser algo obvio, la intención subyacente es oponerse al intento -
muy frecuente por lo demás- de llevar a cabo una tabla rasa del pasado y hacer valer lo
simplemente moderno. Esa tendencia es especialmente intensa hoy, porque vivimos en
una época caracterizada, según la certera expresión ya citada de Koselleck, por una
progresiva aceleración histórica, la cual lleva fácilmente a tener la sensación de que el
pasado ya no cuenta y por tanto no debe ser tomado en consideración. A la expresión se
es moderno o incluso, con carácter moralizador, hay que ser moderno va unida esta
connotación de romper con el pasado. Se puede ciertamente intentar -y en cierto modo
se logra - ser moderno en ese sentido radical y excluyente. Pero esto propiamente
equivale a un vaciamiento de la existencia, porque el hombre, como ser temporal, está
estructurado como integración de las tres dimensiones temporales y, por tanto, de las tres
dimensiones históricas.

De esta manera, la afirmación de la pura y simple modernidad, la instauración del


presentismo implica la negación no sólo del pasado, sino también del futuro, porque el
hoy no es más que hoy y desde él no cabe pensar - o no se debe pensar - en otra cosa
que no sea hoy mismo y en consecuencia para el mañana - que, al existir, no puede ser
sino hoy - el hoy que le corresponde no puede ser otra cosa que su propio hoy. Es como
si se estuviera postulando una especie de creación continua porque nada tendría que ver
un momento temporal con otro, ni una serie histórica con otra. La pura y estricta
modernidad, postulada como máxima, no tendría según eso futuro alguno, pues poseería
una existencia totalmente efímera. Mañana ser moderno equivale a ser de un modo muy
diferente de como se es hoy. En parte está ocurriendo así, pues la imagen que a diario se
nos transmite desde diferentes ángulos e instancias - el mismo término instancia es por
completo baladí y carente de sentido - es que el aparecer es rigurosamente coextensivo al
desaparecer. Y, sin embargo, hay un estrato mucho más profundo, que el mencionado
presentismo nos dificulta mucho percibir. Aquí habría que hacer valer uno de los
aspectos de la intrahistoria unamuniana, que nos habla de aguas profundas, cuyo caudal
permanente es el soporte de los incesantes cambios.

Heidegger caracteriza la despresencialización como instante precursor y remitente


(cf. 1963: 391). Es una forma de afirmar que el presente no está aislado, sino que está
vertido tanto hacia el pasado como hacia el futuro, es la "vertedera" de ambos. Por lo
primero repite el pasado en el sentido, ya indicado, de actualizarlo y, en consecuencia,
transformarlo. Por lo segundo, es pre cursor, anticipador del futuro. La pregunta que
aquí se plantea es si de esta manera no queda neutralizado el presente, que parece
presentarse como mera referencia al pasado y al futuro bajo diferentes aspectos. No es

204
así. Por el contrario, el presente se reafirma y potencia al acentuar esa doble función: la
incorporación del pasado y la proyección del futuro. Pero entonces, se dirá, ¿dónde
queda el presente? Si, como parece, dichas funciones le vienen de fuera de él mismo. El
presente posee sin embargo su propia entidad y permanece por tanto en lo que él mismo
es, ya que la incorporación del pasado y la proyección del futuro se hace conforme a
intereses, exigencias y máximas del presente mismo.

A tenor de lo dicho podemos volver sobre la contundente afirmación de Borges: el


instante está solo (2005: 917). Precisamente por eso, porque lo imaginamos solo,
podemos decir que no resiste esa soledad y se distiende hacia el pasado y el futuro.
Borges completa la afirmación anterior con la que sigue: la memoria erige el tiempo, muy
en consonancia por cierto con lo que sabemos de la concepción de Agustín. Y tampoco
es contradictorio el penúltimo verso del poema: el hoy fugaz es tenue y es eterno (1. c.).
El hoy fugaz es tenue puesto que su ser se caracteriza-por-estar-dejando-de-ser; por
aparecer y en el mismo momento desaparecer. Pero ese mismo hoy fugaz nos lleva, en
tanto que desaparece, a encontrarnos a la vuelta con el hoy mismo, naturalmente bajo
otra forma, metamorfoseado. Y en ese sentido es eterno. No lo podemos eludir. La
reflexión implícita en el poema de Borges es similar a las más explícitas de Hegel:

A la pregunta ¿qué es el ahora? Contestamos por ejemplo: el ahora es la


noche [...]. Pero si ahora, este mediodía revisamos esta verdad [...] tendremos
que decir que se ha vuelto vacía. -El ahora que es la noche - es tratado como
aquello por lo que se hace pasar, como un ente, pero se muestra más bien
como un no-ente. El ahora mismo se mantiene, sin duda, pero es como algo
que no es noche; y asimismo se mantiene con respecto al día, que él es ahora,
como algo que tampoco es día o como algo negativo en general. Por lo tanto,
este ahora que se mantiene no es algo inmediato, sino mediado, pues está
determinado como algo que permanece y se mantiene por el hecho de que
otro, es decir, el día y la noche, no es. Con ello sigue siendo, tan simplemente
como antes, el ahora y, en esta simplicidad, indiferente hacia lo que se está
jugando en torno a él. Del mismo modo que la noche y el día no son su ser,
tampoco él es día ni noche; no está en modo alguno afectado por este su ser
otro. A este algo simple, que es por medio de la negación, que no es esto ni
aquello, que es un no-esto e igualmente indiferente respecto de ser esto o
aquello, lo llamamos un universal; lo universal es, pues, lo verdadero de la
certeza sensible (Hegel, 1988: 71).

Heidegger y Borges reflexionan ambos desde el horizonte de la finitud y por ello su

205
concepción general es muy diferente de la de Hegel, pero en este punto de la
despresencialización son coincidentes. Incluso Hegel la radicaliza más, al hacerla
descansar en la universalidad propia del concepto. Esto sin embargo no quiere decir que
el presente mismo, el inmediato, al que de modo directo y habitual no referimos, quede
cancelado o neutralizado, puesto que el ahora que permanece siempre, está mediatizado
por su ser otro, es decir, por ese presente inmediato.

3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de historia propuestas por
Nietzsche

Establecer una relación clara bien fundada entre las diferentes dimensiones históricas es
uno de los temas en que se ha puesto de manifiesto la debilidad del historicismo, tal vez
porque entre otras cosas no ha considerado que, al tener la historia el tiempo como su
elemento básico, exige un tratamiento tan riguroso como aquél. Con otras palabras,
leyendo a los historicistas se recibe la impresión de que, según ellos, la historia es
susceptible de ser manejada como uno de tantos objetos surgidos de la actividad humana
y para cuya explicación no es necesario tomar en consideración los elementos a priori
que están en juego, al margen de que los pensemos o no.

Siguiendo en esto la orientación de H.Schn delbach podemos admitir la siguiente


caracterización tipológica. Según una primera forma se puede ver el historicismo como:

el positivismo práctico de las ciencias del espíritu en la investigación histórica,


como una actitud, por tanto, que se atiene exclusivamente a lo positivamente
dado y desconfía de todo lo que mediante la interpretación va más allá de él
(Schn delbach, 1974: 20).

La suerte del historicismo, en lo que se refiere tanto a lo que fue su origen como a su
propia índole, corre paralela, cuando se lo entiende así, a la del positivismo. Aquí
predomina la referencia a la actitud que tiene que ver con la praxis científica, por
consiguiente con el conjunto de criterios, más o menos convencionales, y de normas, a
las que se atiene el tratamiento científico de la historia. En este punto se simplifica
bastante cuando la crítica equipara esa praxis científica con el comportamiento que la
mayoría de los historiadores han seguido a partir de la segunda mitad del siglo XIX. No
sólo se simplifica, sino que es sobre todo problemático reducir a eso el historicismo, ya
que este término alude ante todo a un ámbito tipológico. Es decir se trata de un concepto,
cuyo significado hay que conocer de antemano, antes de caracterizar como historicista un
determinado comportamiento científico. Dicho significado está ya fijado por el uso

206
lingüístico.

En todo caso los críticos del historicismo, en ese su primer significado tipológico, le
reprochan el hecho de cultivar la historia sólo por ella misma, de recoger y acumular
informaciones, adoptando ante la historia una actitud contemplativa, sin relacionarla con
la vida actual y sus problemas. El historicista, por su parte, centrado ante todo en el
conocimiento e interpretación de los hechos, considerará esa exigencia de relacionar la
historia con la vida como un pensamiento ajeno a la historia y como perjudicial para la
objetividad científica. Esta caracterización tipológica del historicismo, que como hemos
dicho es una especie de positivismo práctico de las ciencias del espíritu, fue ya muy
criticado por Nietzsche en nombre de la eficacia transformadora que debe tener todo
conocimiento, también el histórico.

Ninguna generación había visto desplegarse un espectáculo tan inabarcable


como el que muestra hoy la ciencia del devenir universal, de la historia: claro
que lo muestra sin embargo con la peligrosa audacia de su lema: fiat ventas,
pereat vita. - Representemos ahora un cuadro del proceso espiritual que con
esto se produce en el alma del hombre moderno. El saber histórico fluye,
como un torrente, de inagotables fuentes, de modo incesante; lo extraño e
incoherente se impone; la memoria abre todas sus puertas y sin embargo no
está abierta lo suficiente. La naturaleza se esfuerza al máximo por recibir,
ordenar y honrar a estos huéspedes extraños, pero ellos mismos están en lucha
unos con otros y parece necesario que ella los controle y domine para que ella
misma no perezca en esa lucha. El hecho de acostumbrarse a una situación
doméstica tan desordenada, tormentosa y conflictiva se convierte poco a poco
en una segunda naturaleza, aunque sin duda esta segunda naturaleza es mucho
más débil, más inestable y mucho menos sana que la primera (Nietzsche,
1966: 1, 231 y s.).

En un segundo uso la palabra historicismo designa:

una forma de pensamiento que se puede muy bien caracterizar como lo


opuesto al tipo de pensamiento sistemático. Invocando la variabilidad histórica
y la relatividad de todos los conceptos y normas, se niega a reconocer una
sistemática válida universal y atemporal en la interpretación científica o
filosófica del mundo (Schn delbach, 1974: 20 y s.).

Por tanto, esta segunda forma de historicismo responde a una actitud filosófica

207
dispuesta a considerar la validez de conceptos y normas solamente como algo dado
históricamente en el ámbito tanto del conocimiento como de la moral. En consecuencia
se da por hecho que términos como verdad, valor moral, incluso el término concepto
significan algo diferente en situaciones diferentes. Como esto es válido también para lo
que uno mismo considera como verdadero o como ético, tal actitud lleva en buena lógica
a un escepticismo y a un agnosticismo general en relación con la historia.

Esta segunda forma de historicismo tiene sin duda que ver con la primera, puesto
que si conceptos y normas se han de considerar sólo como datos históricos, se sigue que
los datos históricos, en términos generales, son algo primario en el orden fáctico y no se
pueden reducir a lo conceptual y normativo. Lo histórico aparece como
fundamentalmente distinto en cada caso, pero a su vez como igualmente válido por
principio (c£ Seifert, 1970: 53). La vinculación a los datos es total, puesto que la
facticidad histórica en su variedad y mutabilidad es considerada como la base no sólo de
todos los conceptos y normas, sino incluso de la elaboración conceptual de la
información histórica; y puesto que está excluido que de los datos se pueda extraer algo
universal, válido suprahistóricamente - como leyes, fines, valores - cualquier intento de
sistematización, que no quiera ser mera especulación, no pasará de ser un reflejo de la
base que representan los datos. Con tal vinculación estricta a ellos es muy difícil que
tenga éxito cualquier intento de hacer valer en este tipo de historicismo puntos de vista
teóricos de alcance crítico. Lo lógico es que tienda a un dogmatismo de lo dado, puesto
que para él lo primero, en el sentido radical de lo primario, son los hechos y nuestra
conceptualización tiene que atenerse a ellos.

Esta segunda forma de historicismo se presenta por ello como una justificación
filosófica de la primera. En cuanto actitud filosófica es según eso un positivismo de las
ciencias del espíritu. Tiene por lo demás un carácter similar al del psicologismo y del
sociologismo que también pretenden reducir cualquier pretensión de validez general -
como son juicios lógicos, morales o estéticos - a hechos que la psicología y la sociología
tienen como tarea investigar. El reduccionismo es en el caso de este historicismo más
radical - al menos en la intención-, en cuanto que se parte de que la base de la reducción
son hechos incontrovertibles, de los que no se puede dudar.

Una tercera forma de historicismo es la representada entre otros por E.Troeltsch,


quien utiliza esta palabra, al margen de toda polémica, para caracterizar el proceso de la
"historización fundamental de todo nuestro pensamiento sobre el hombre, su cultura y
sus valores" (Troeltsch, 1961: 102). Este historicismo, a diferencia de los anteriores, no
es polémico, en cuanto que no afirma ni que hay que adoptar una actitud positivista, que

208
sólo se guía por los datos históricos y su sistematización, ni que conceptos y normas
tengan un alcance meramente relativo a la situación en la que se han elaborado. En todo
caso, sin embargo, la historización del pensamiento en general introduce
intencionadamente una transformación en la concepción del mundo.

Esto ya se pone de manifiesto en el hecho de que Troeltsch pone al historicismo en


paralelo con el naturalismo, atribuyéndole un alcance y un significado similares. El
naturalismo liberó la explicación de la naturaleza respecto de la metafísica, en cuanto que
intenta explicar la naturaleza desde sí misma, admitiendo únicamente modelos
matemáticos y pruebas empíricas. El historicismo está llamado a llevar a cabo una
liberación similar:

Naturalismo e historicismo son las dos grandes creaciones científicas del


mundo moderno, que en este sentido fueron desconocidas para la Antigüedad
y la Edad Media, mientras que, por el contrario, las orgullosas ciencias de la
Antigüedad y de la Edad Media, la metafísica, la ética y la lógica, enraizada en
las últimas profundidades metafísicas, se han venido abajo en el mundo
moderno o se han hundido en el desierto del subjetivismo (1. c., 104).

Troeltsch ve pues en el historicismo una corriente muy positiva y respecto tanto de


ella como del naturalismo critica no los planteamientos, sino sólo los excesos que se han
podido producir. K.Mannheim va incluso más lejos al considerar que el historicismo es la
cosmovisión de la época actual.

El historicismo es un poder espiritual, con el que es preciso debatir, se


quiera o no...; es una ineludible cuestión de conciencia del presente solucionar
los problemas del historicismo. - El historicismo se ha convertido en un poder
espiritual de alcance incalculable; es el soporte real de nuestra cosmovisión, un
principio, que no sólo organiza con mano invisible todo el trabajo de las
ciencias del espíritu, sino que penetra también a través de la vida cotidiana
(1970: 246).

Fue sobre todo F.Meinecke quien más positivamente se manifestó sobre el


historicismo al considerarlo como una de las revoluciones espirituales más grandes que ha
vivido el pensamiento occidental (1965: 1). Del significado que para él tiene da buena
idea la caracterización siguiente, que señala además inequívocamente el horizonte de su
planteamiento:

209
Por de pronto el historicismo no es justamente otra cosa que la aplicación
a la vida histórica de los nuevos principios de la vida logrados en el gran
movimiento alemán, que va de Leibniz a la muerte de Goethe. Este
movimiento fue continuación de un movimiento general de Occidente y su
coronación le cupo en suerte al espíritu alemán. Este espíritu ha llevado aquí a
cabo la segunda de sus grandes obras después de la Reforma. Pero puesto
que, hablando absolutamente, fueron nuevos los principios que descubrió, el
historicismo significa más también que solamente un método de las ciencias del
espíritu. Mundo y vida tienen un aspecto diferente y ponen al descubierto
fundamentos más profundos, si uno se ha acostumbrado a contemplarlos con
los ojos del historicismo. Digamos aquí brevemente lo más necesario, que
debe luego desarrollarse con más amplitud en el libro. El nervio del
historicismo consiste en la sustitución de una consideración general de la
fuerzas humanas espirituales por una consideración individualizante
(Meinecke, 1965: 2).

Dejando a un lado ese entusiasmo excesivo por lo alemán, el centro de interés que
suscita el historicismo es esa consideración individualizante que él rastrea en el
pensamiento alemán de Leibniz a Goethe, pasando naturalmente por Herder. No deja de
reconocer su importancia a la ilustración francesa, que sin embargo no pasa de tener, al
igual que la inglesa, un significado preliminar. Para él, dicho movimiento alemán, más
que culminación de la ilustración, representa una forma de pensar completamente nueva
y un intento de hacer valer el romanticismo frente al pensamiento francés especialmente.
No es extraño que a lo largo de su voluminosa obra no sepa muy bien qué hacer con
Hegel, hacia el que no deja de sentir admiración por otra parte.

Lo nuevo del historicismo en este tercer sentido es que pretende una interpretación
global del mundo a base de despertar la capacidad de pensar históricamente, lo que más
concretamente implica captar la dimensión histórica de los fenómenos mismos. Esta
concepción historicista se forma en el ámbito de la lengua y de la cultura alemana, en el
tránsito del siglo XVIII al XIX, una época, que desde el punto de vista de la historia de
las ideas se caracteriza por la crítica romántica de la ilustración, sobre todo de la del siglo
XVIII. Esta ilustración había criticado la tradición, muy especialmente la medieval,
tomando como fundamento y criterio la idea de una naturaleza humana, universal e
inmutable.

Tal criterio le sirve para establecer distinciones fundamentales: entre lo natural y lo


antinatural en la sociedad humana, entre lo racional y lo irracional en las ideas de los

210
hombres, así como entre lo legítimo y lo ilegítimo en el ámbito normativo de la moral y la
política. A su vez, la crítica romántica a la Ilustración se dirige de lleno contra tal criterio,
a lo cual se sintió estimulada por el hecho de que los ilustrados, por más que apelan a la
naturaleza humana y coinciden en afirmar que al hombre para ser feliz le basta con
atenerse a los dictados de la misma, difieren entre sí a la hora de determinar en qué
consiste propiamente esa naturaleza humana, universal e inmutable: en la estructura física
del hombre, en las características psicológicas o en las consecuencias que se derivan de
que es un ser racional. En relación con el problema de la historia, esa crítica tiene ciertos
rasgos fundamentales.

Por de pronto, si se pone como base de la consideración de la historia la naturaleza


humana universal e inmutable, es inevitable una falta de interés por la historia. Ésta no
puede ser más que una colección de ejemplos en los que se refleja la eficacia de las leyes
del comportamiento humano, que se pueden estudiar en la psicología o disciplinas afines.
Formular las condiciones del comportamiento humano en general es tarea de estas
ciencias. Frente a esto el índice temporal del comportamiento histórico no puede en
consecuencia aportar ninguna dimensión cualitativamente nueva de los objetos a
investigar. La Ilustración, por consiguiente, al elegir como base explicativa la naturaleza
humana universal e inmutable, sigue el ideal de la ciencias naturales que reducen lo
mudable a lo inmutable y sus leyes. No significa esto que la Ilustración carezca de todo
sentido de la historia. Tal reproche es un recurso meramente retórico del Romanticismo
en su debate contra la Ilustración. Pero en los ensayos de la Ilustración sobre la filosofía
de la historia, como se aprecia en Voltaire y Condorcet las características de la naturaleza
humana universal son las que establecen las condiciones inmutables de los cambios
históricos:

El único fundamento de la creencia en las ciencias naturales consiste en la


idea de que las leyes generales, conocidas o ignoradas, que rigen los
fenómenos del universo son necesarias y constantes. ¿Y por qué razón habría
de ser este principio menos verdadero para el desarrollo de las facultades
intelectuales y morales del hombre que para otras operaciones de la
naturaleza? En fin, puesto que unas opiniones formadas según la experiencia
del pasado sobre objetos del mismo orden, son la única regla de la conducta de
los hombres más sabios, ¿por qué habría de prohibirse al filósofo apoyar sus
conjeturas sobre esa misma base, siempre que no les atribuya una certidumbre
superior a la que puede nacer del número, de la constancia y de la exactitud de
las observaciones? (Condorcet, 1980: 225).

211
El curso histórico es considerado únicamente como una progresiva manifestación de
lo que el hombre ya es en cuanto especie. Una cuestión no aclarada en este contexto es
la relativa a la influencia de la praxis humana en este proceso evolutivo, que es valorada
de diferentes formas y que hace que aquel no sea necesariamente considerado como
determinado absolutamente. Debido a estas interferencias entre condiciones naturales y
condiciones prácticas de la acción, muchos autores piensan, ya con anterioridad a Kant,
que la historia no tiene carácter científico (cf. Schn delbach, 1974: 24). En todo caso,
pese al indudable relieve que se sabe reconocer a la historia, lo que no se le reconoce es
la capacidad de introducir cambios en la naturaleza humana.

Lo que en la historia es estático y permanente pertenece a la esencia del hombre, lo


dinámico corresponde solo al ámbito fenoménico, a la manifestación de aquella esencia
inmutable. Hay, no obstante, otro aspecto que es preciso salvaguardar. A pesar de esta
limitación del alcance de la historia, se mantiene por lo general que en aquella el progreso
es real. El mismo Rousseau, tan crítico con el proceso la civilización, recurre
implícitamente a ese modelo del progreso para referirse al cambio de la sociedad. Con
ello reconoce implícitamente que la situación es mejorable y puede progresar. La misma
educación, tan importante para él, carecería de sentido si el progreso no fuera posible. Es
lo que subyace a su convencimiento de la utilidad del que tiene el conocimiento de la
historia.

La Historia debe ser una de las partes principales del estudio de un hombre
honesto [...1. El Universo es una gran familia de la que somos todos parte;
estamos por ello obligados a conocer su situación e intereses: lo mínimo que se
extienda el poder de un particular, siempre es suficiente para volverse útil en
algún lugar del gran cuerpo del cual forma parte; si puede, lo debe
indispensablemente; y si lo debe, ¿cómo lo haría en tanto que no sepa nada de
lo que ha pasado, y de lo que pasa actualmente, y que así no conozca ni dónde
sus servicios son más necesarios, ni de qué tipo deben ser, ni cómo los debe
emplear por hacerlos ventajosos a los otros y a sí mismo? (Rousseau, 1995: V,
487).

El hecho de que sin embargo se mantenga en la Ilustración la idea del carácter


ahistórico del ser humano se explica porque el progreso es concebido como un proceso
de participación cada vez mayor y más intenso en la esencia del hombre que es desde
siempre, como una aproximación a la misma. Es lo que se puede extraer de la
concepción de Lessing sobre el proceso de la educación, que es paralelo al de la
revelación:

212
Lo que es la educación en el hombre individual es la revelación en todo el
género humano.

Educación es revelación que acontece al hombre individual, y revelación


es educación que ha acontecido al género humano y todavía le acontece [...].
La palabra misterio significaba en los primeros tiempos del cristianismo algo
completamente distinto a lo que hoy entendemos y la transformación de
verdades reveladas en verdades racionales es absolutamente necesaria, si con
ello se debe ayudar al género humano. Cuando fueron reveladas, no eran aún
ciertamente racionales, pero fueron reveladas, para que se convirtieran en
verdades racionales. Fueron en cierto modo el resultado que el profesor de
aritmética adelanta a los alumnos para que ellos, en sus cálculos, se puedan
orientar de algún modo por él. Si los alumnos se conformaran con el resultado
adelantado, no aprenderían nunca a calcular y cumplirían mal la intención, con
la que el buen profesor les dio un hilo conductor para su trabajo (Lessing,
1978: VIII, 490 y 506).

Frente a este ideario ilustrado en la consideración de la historia ponen en juego


Móser, pero especialmente Herder, la idea de la individualidad histórica, en cuanto
concepto válido para pueblos, naciones o estados, o a su modo también para individuos
particulares. La historia no se deja explicar ni comprender a base de considerar los
acontecimientos como manifestaciones de la especie humana, universal e inmutable.
Móser, que ya se inclina claramente a favor del principio de individualidad, no lo lleva
aún hasta sus últimas consecuencias. Le interesa sobre todo resaltar el ideal alemán de la
vida comunitaria, pero mantiene restos de lo que es aún general y formal, por cuya
vigencia se decide frente a las exigencias de lo estrictamente individual (c£ Meinecke,
1965: 303-355, especialmente 341). La concepción de Herder está ya más claramente
definida. Critica el concepto de género humano como una mera abstracción, que es
considerada como algo real, sin serlo. En lugar de la historia concebida como una
colección de ejemplos de una entidad ahistórica, entra en escena la sucesión de
individualidades que no son intercambiables, ni en modo alguno reducibles unas a otras.
Estas individualidades son por de pronto espíritus del pueblo (Volksgeister), que bajo
determinadas condiciones encarnan a la especie hombre, en cada caso de forma
completamente irrepetible (cf. Schn delbach, 1974: 25). Herder hace suyo el ideal
ilustrado de la educación o de la formación (Bildung) de la humanidad, pero en un
sentido diferente bajo varios aspectos: en primer lugar porque para llevar a cabo esa
formación no es suficiente la razón como criterio:

213
¿No hay en cada vida humana una edad en la cual no aprendemos nada
mediante la seca y fría razón, pero lo aprendemos todo mediante la inclinación
(Neigung), la formación según la autoridad.. .?; lo que para cada hombre
particular le es ineludiblemente necesario en su niñez, no es menos necesario
para todo el género humano en su niñez (Herder, 1969: 285).

En segundo lugar, cada país (Land) tiene sus propias características e inclinaciones,
peculiares y únicas, tales como corresponde a los grandes fines de la providencia
respecto del género humano en su conjunto (1. c., 289). En tercer lugar, el hombre, que
pertenece a la naturaleza y obedece a impulsos de la misma, se va formando
progresivamente, conforme a lo que postulan las diferentes etapas de su desarrollo,
salvaguardando en cada caso las peculiaridades concretas de cada nación y cultura.

Lo que cabe considerar como el principio en que se sustenta la historia de la


humanidad puede verse sintetizado en el texto siguiente:

La filosofía de la historia, que persigue la cadena de la tradición, es


propiamente la historia verdadera de la humanidad, sin la cual todos los
sucesos externos del mundo son sólo nubes o figuras contrahechas y
espantosas. Es horrible el espectáculo cuando en las revoluciones de la tierra
se ven sólo ruinas sobre ruinas, comienzos personales sin fin, transmutaciones
del destino sin intención duradera. Solo la cadena de la formación convierte
estas ruinas en un todo, en el que las figuras humanas desaparecen, pero
donde el espíritu del hombre vive inmortal y permanentemente activo (Herder,
2002: 111,1, 313).

Aparte de que aquí subyace la idea de que la historia está guiada por el plan de la
providencia - idea a la que Herder se remite con relativa frecuencia-, desde el punto de
vista inmanente de cómo discurre el proceso histórico, es de reseñar la tradición,
concebida como lo que la cadena sugiere: una serie indefinida de anillos que se van
sucediendo rigurosamente unidos entre sí. Siendo esto así, la tradición es todo lo
contrario de estatismo y estancamiento; es por el contrario un principio de actividad y de
creación de realidad. Un ejemplo claro de esto es cómo entiende Herder el concepto de
razón, que en Ideen, su obra fundamental sobre filosofía de la historia escrita entre 1784
y 1791, ocupa un lugar central de todo el proceso, algo que no es tan claro en la obra
anteriormente citada de 1774. Sobre cómo la razón surge evolutivamente dice Herder:

O bien la razón ha tenido que ser innata para el hombre [...] o bien él tuvo

214
que venir débil al mundo para aprender razón, tal como ocurre ahora... la
razón humana [es] un nombre que en escritos recientes es utilizado como un
autómata innato, y como tal no proporciona sino un malentendido. En un
sentido tanto teórico como práctico la razón (Vernunft), no es otra cosa que
algo oído (Vernommenes), una proporción y una dirección aprendidas sobre
las ideas y las fuerzas, para las cuales [proporción y dirección] ha sido
formado el hombre según su organización y forma de vida. Una razón de los
ángeles no la conocemos, al igual que no vemos por dentro el estado interno
de una criatura más profunda; la razón del hombre es humana (Herder, 2002:
III, 1, 331).

La concepción de Herder plantea algunos problemas que el pensamiento posterior ha


contribuido a solucionar, al menos en parte. Sobre ello volveremos después de ocuparnos
brevemente de la crítica del historicismo. En esta tarea nos vemos de entrada ante una
doble paradoja. Por una parte, el especial interés por la historia surge en el Romanticismo
como reacción contra la Ilustración por el carácter abstracto y vacío que creen percibir
en ésta. Sin embargo, incorporan aspectos importantes, esenciales incluso de aquélla,
como es la idea de autonomía o de libertad. El concepto de peculiaridad o de lo peculiar
es una acentuación, en la línea de la individualidad, de la libertad o al menos está en
estrecha conexión con ella. Esa idea es importante en Herder y de él parecen tomarla los
románticos (cf. Haym, 1870: 438). Con el concepto de lo peculiar va unido el de
sentimiento de lo que ese concepto significa y el respeto (Achtung) consiguiente,
implicaciones políticas incluidas. La asunción de determinadas ideas de la Ilustración, a la
vez que se criticaban los aspectos problemáticos de la misma, puede tener su razón de
ser en que la Ilustración lleva en sí el germen de la insatisfacción en sí misma.
Fundamentalmente a partir de ella se llegan a concretar alternativas importantes como la
que se da entre heteronomía y autonomía o entre creer y saber, las cuales terminan
generando aporías de muy difícil solución (cf. Oellmüler, 1969: 9 y ss.).

Por otra parte la inmediata percepción de las ideas de la Ilustración, así como de sus
problemas y aporías, dio lugar a intensos debates entre los propios autores alemanes, la
mayoría de ellos hoy ya apenas conocidos (c£ Schneiders, 1974: 7 y ss.; 189 y ss.). El
sentido de esta mera referencia a esa primera paradoja consiste en que en esas corrientes
de pensamiento con sus debates correspondientes están en juego al menos dos de los
conceptos presentes en nuestra investigación: la individualidad y su articulación como
dimensión ineludible en lo que es el sujeto de la historia; por otra parte, la libertad que es
inseparable del sentido de la historia. Libres creen ser los pueblos y más aún quienes los

215
representan; a la libertad se sienten impulsados los individuos y en aras de la misma
arriesgan incluso con frecuencia su vida.

La segunda paradoja tiene que ver con lo que representa el propio movimiento que
se conoce con el nombre de Historicismo y que tiene en E.Troeltsch y F.Meinecke tal
vez a los dos representantes y portavoces más cualificados. Ocurre que sus obras,
voluminosas por cierto, fueron muy leídas, debatidas y a la postre duramente criticadas.
Da la impresión de que esta crítica, más que una cuestión puramente académica, fue algo
que brotó del propio movimiento de la historia. Hubo una especie de entusiasmo excesivo
en torno a lo que podía significar, en alcance e importancia, la reflexión sobre la historia,
especialmente la referida al espíritu alemán. Pero la realidad misma, con lo que
representaron las dos guerras mundiales, fue decisiva para que se desconfiara primero, y
al fin se terminara rechazando tanto exceso. Es cierto que los dos autores mencionados
desarrollaron su actividad en el período de entreguerras, pero el impulso iniciado decenas
de años antes estaba en marcha y terminó orientándose hacia un punto, que ni era
necesario ni estaba previsto. La intención que anima uno de los más e importantes
escritos de H.Rickert, de 1902, es

comprender la esencia de la formación de los conceptos históricos, en primer


lugar porque hasta ahora la lógica ha hecho muy poco para ello; en segundo
lugar, porque la intelección de la diferencia de principio entre el pensar
histórico y el pensar científico-natural ha resultado ser el punto más importante
para la comprensión de la actividad científica especializada, y por último,
porque esta intelección me pareció al mismo tiempo estar siendo urgentemente
exigida para el tratamiento de la mayoría de los problemas filosóficos o de las
cuestiones sobre la cosmovisión. La teoría lógica está aquí al servicio de la
impugnación del naturalismo y de la fundamentación de una filosofía idealista
orientada hacia la historia (Rickert, 1921: V).

Nada hay en estas palabras de Rickert que no parezca digno de ser tomado en
consideración, aun por quienes siguen propugnando una actitud reduccionista en la línea
de lo que él considera propio del método científico-natural. En todo caso el movimiento
del historicismo es en su conjunto y en todas las obras y autores que de una u otra forma
lo representan, de una gran importancia, tanto que están plenamente justificadas las
palabras de E Tessitore en la presentación de su magna obra en varios volúmenes sobre
esa corriente: "He visto con claridad la imagen de un modelo teórico de los más
relevantes e innovadores de los siglos 18 y 19" (Tessitore, 1, 1995: 7).

216
La paradoja a que ahora nos referimos es que, no obstante las críticas que se han
hecho y se siguen haciendo al historicismo, el interés que contribuyó a fomentar por la
historia y por los estudios históricos sigue vivo y actual, como lo pone de manifiesto
entre otros hechos, la efervescencia en torno a la historia que hoy se advierte en la
misma Alemania. Al igual que la crítica de la Ilustración supo, cuando fue relevante, ser
constructiva e incorporar aspectos fundamentales de aquella, la crítica del historicismo no
ha tenido como consecuencia un debilitamiento del interés por la historia. Ha modificado
la orientación de determinados puntos de vista o ha acentuado estas o aquellas cuestiones
en orden a que los resultados puedan ser más acordes con la vida misma, con la propia
historia real.

Con esta actitud constructiva señalaremos los siguientes aspectos que justamente
pueden ser objeto de crítica. Respecto de la primera forma de historicismo, caracterizado
como positivismo práctico de las ciencias del espíritu se pueden hacer las reflexiones
siguientes: 1. los hechos históricos se dan ciertamente, pero no al margen de las causas
que los producen y de los fundamentos que los hacen posibles; se puede sin duda
prescindir de ambos factores, pero al precio de comprender mal los hechos mismos.
Éstos no hablan por sí solos. 2. Los criterios o categorías desde los que se juzga que los
hechos tienen un determinado significado histórico anteceden a aquéllos. Luego carece de
base la afirmación de que se extraen de los hechos mismos. 3. El sentido que se pueda
detectar en los hechos tampoco está garantizado por su simple existencia. Requiere una
determinada actitud previa ante ellos. 4. De forma general, con independencia de la
perspectiva desde la que se aborden los hechos: fenomenológica, metafísica, religiosa,
etc., detrás de los mismos se ocultan demasiados factores, que no son accesibles a la
investigación meramente empírica. ¿No existe en modo alguno lo que en otros tiempos se
llamó espíritu de los pueblos, siendo así que éstos intentan hacerse valer y reivindicar sus
derechos? ¿No existen las mentalidades? ¿No son en mayor o menor grado
determinantes las convicciones religiosas, políticas, ideológicas, etc.?

Respecto del segundo tipo de historicismo, que relativiza hasta tal punto los
conceptos teóricos y las normas éticas que en definitiva sólo les reconocen un alcance
relativo a la situación o a los hechos a que se refieren, cabe decir: 1. Por más que se
modifiquen determinadas actitudes ante la vida y en consecuencia estén sujetas a un
grado de relativización mayor o menor, esto no afecta a la exigencia de tener que
atenernos - llevados a ello por un instinto innato - a conceptos fundamentales como son
la verdad o la bondad, así como a tener que guiarnos por ciertos conceptos y normas en
la práctica. Y, si se quiere urgir la dificultad, diciendo que la verdad o la justicia se

217
entienden de modo diferente según sean las situaciones o los individuos, se puede replicar
que, para que esta objeción sea siquiera inteligible será necesario poder identificar como
verdad las diferentes formas de verdad, como justicia las diferentes formas de justicia.
Luego no se puede eludir la universalidad de significado de la verdad o de la justicia. 2.
Admitamos que las formas de vida son muy diferentes, tanto que no cabe homologarlas
ni compararlas. En este caso el pretendido relativismo es sólo propio de un modo de
hablar, no de las formas de vida, que justamente tienen en la vida humana su realidad
fundamental, como diría Ortega, su foco unificante. Si la expresión diferentes formas de
vida se aplica a lo que es propio de los pueblos o culturas, habrá que contar con un
concepto universal o con varios, de una parte para poder determinar desde él la
diferencia de formas de vida, y de otra para poder establecer entre ellas algún tipo de
comunicación, a la que ni la teoría ni la praxis quieren renunciar, ni pueden aunque
quieran, porque la vida es esencialmente comunicación, incluso con aquello que difiere
en tal medida que podría parecer que ya no es posible ningún tipo de comunicación real.

Puede ciertamente hacerse valer que los conceptos como tales no tienen consistencia
en sí mismos, en cuanto que necesitan una ilustración histórica, es decir, una clarificación
mediante el conocimiento del proceso o de la génesis por la que han llegado a
constituirse, así como de las circunstancias en medio de las cuales o frente a las cuales se
han reafirmado y consolidado. Esto es indudable y cuando no se lleva a cabo se cae en el
vacío de las definiciones, tan frecuentes en las escuelas de pensamiento. Pero ello no
quiere decir que por el hecho de que un concepto sólo se haya llegado a clarificar en un
momento histórico, sólo sea válido históricamente en relación con una situación
determinada. El concepto era ya válido en sí, es decir, de una forma incoada o virtual,
pero aún no había llegado a formarse plenamente y a adquirir verdadera y efectiva
vigencia, a ser para sí mismo en expresión de Hegel.

Respecto del tercer tipo de historicismo, caracterizado enfáticamente por E.Troeltsch


como historización fundamental de todo nuestro pensamiento sobre el hombre, su cultura
y sus valores, cabe decir que tiene de positivo lo que de positivo tiene la clarificación de
los conceptos en el sentido antes indicado. Pero no es suficiente. El pensamiento requiere
por de pronto fundamentación, no necesariamente como pretensión de que lo que se dice
y piensa sobre estos o aquellos contenidos se pueda retrotraer a un último principio o
fundamento, pero sí en cuanto que debe tener validez universal o al menos aspirar a ella.
De otro modo, empezaría por no ser comprensible aquello que se dice o se piensa. El
pensamiento requiere además una orientación definida, que puede no ser ni necesaria ni
inalterable, pero sí precisa y vinculante. Esto sin embargo no lo puede recibir de los

218
simples datos, que aparte de empíricos pueden ser contradictorios entre sí. Para poder
orientarse en medio de esa "jungla" de datos el pensamiento necesita criterios sólidos,
que básicamente no pueden sino ser a priori. En tercer lugar, pese a los inevitables
cambios a que el pensamiento se ve sometido en su proceso, necesita que entre las
diferentes fases pueda establecerse una coherencia. O al menos la cuestión acerca de esa
coherencia tiene pleno sentido. Por último, el debate con el pasado histórico o el
cuestionamiento del mismo, así como el debate con la propia interpretación histórica de
ese mismo pasado - que a su vez puede ser consecuencia de determinados cambios
históricos - puede ser necesario. Y el debate con el historicismo, con ese doble nivel de
crisis histórica y de interpretación de la misma, se ha producido de hecho.

El principal síntoma de la crisis [del historicismo] es la difusión del


concepto de historicismo. La gran crisis del espíritu, por la que Europa fue
afectada desde la [Primera] Guerra Mundial, es una crisis del historicismo no
solamente como fenómeno parcial, es decir, en cuanto que afectó al pensar
histórico y a las disciplinas científicas particulares de la historia, sino que es
también en su carácter fundamental, propiamente determinante, crisis del
historicismo, en cuanto que aspira a una discusión decisiva con toda la
tradición histórica. La crisis es una conmoción de todo el pensamiento que de
algún modo haya de ser juzgado como historicista; en sus manifestaciones más
externas tiende directamente a cancelar la historización del pensamiento que
tuvo lugar en el siglo XIX (Heussi, 1932: 26 y s.).

No es necesario que se produzcan graves crisis en la realidad para refutar una


determinada forma de interpretarla, como es el historicismo. Basta con que el
pensamiento se mantenga consciente de sus propias categorías. Puede sin embargo pasar
por una etapa prolongada de ceguera, porque su actividad se ejerce en el tiempo y nada
le garantiza verse inmune a influencias que a veces, además de intensas, son agitadas y
violentas.

El historicismo no sólo intentó constituirse en un órgano de interpretación de la


realidad tan válido como el naturalismo, sino que pretendió colocarse en el mismo plano
que éste por lo que a precisión y rigor se refiere. Es decir, siguió viendo en el tipo de
objetividad que persiguen las ciencias de la naturaleza el ideal a conseguir. En opinión de
Gadamer la raíz de las aporías del historicismo estuvo en esa equivocada pretensión, en
lugar de haber insistido en la peculiaridad del conocimiento histórico-hermenéutico. A la
pretensión de la escuela histórica, representada paradigmáticamente, según él, por
Schleiermacher y Dilthey, de captar de forma estrictamente objetiva el pasado histórico,

219
contrapone la fusión de horizontes a la que ya nos hemos referido. Lo que no termina de
ser satisfactorio en ambos casos es que ninguno de ellos se da cuenta, de modo
suficiente, de lo que es peculiar de cada tiempo histórico, que hace que no nos sea
posible ni desplazarnos del presente al pasado para penetrar el significado de éste ni
tampoco lograr una fusión de horizontes porque eso supondría cuestionar la mencionada
singularidad de cada una de las dimensiones temporales.

Como ya hemos indicado, el tiempo como tal, y como consecuencia también el


tiempo histórico, está dotado de una consistencia plena, tanto que cada momento
temporal, y por extensión cada momento histórico, están dotados de una objetividad
indestructible. En razón de esa objetividad uno se puede sentir atraído a dar por buena la
crítica de K.Popper a toda pretensión de reconocer un lugar privilegiado al método de las
ciencias del espíritu (c£ 1971: XII, 114 y s.) puesto que éstas, al igual que las ciencias de
la naturaleza tienen ante todo que atenerse a la objetividad. El problema es que, si se
toma en consideración la singularidad de los acontecimientos históricos que Popper
mismo reconoce (op. cit., 115), no se podrán aplicar de modo idéntico unas mismas
categorías, como la de causalidad, a las ciencias de la naturaleza y a la historia.

Anteriormente hemos visto un texto en que Nietzsche critica con dureza la


acumulación de conocimientos históricos, que es de tal magnitud que se ha llegado a
constituir en una segunda naturaleza del hombre moderno, la cual sin embargo, no
obstante el peso y la influencia que tiene, es "mucho más débil e inestable y mucho
menos sana que la primera", es decir que la vida. La crítica afecta sin duda a cualquiera
de las formas de historicismo, pues todos ellos están centrados en la historia con tal
interés e intensidad que parecen esperar de ella la respuesta a toda suerte de problemas.
Aunque el historicismo desplegó su fuerza después de Nietzsche, su crítica ha tenido
continuadores, no tanto respecto de la crítica del saber histórico como tal, como de la
ineludible articulación de la consideración de la vida en la reflexión sobre la historia.
Dilthey y Ortega son, entre otros, pensadores dignos de mención en este sentido.

Por la importancia que tiene en sí misma la crítica de Nietzsche y también porque de


ella se hizo eco Heidegger, la incorporamos aquí, centrándonos para ello en Sobre los
beneficios y los perjuicios de la historia para la vida, de 1874. La crítica no equivale a un
rechazo de la historia sin más, sino que responde al intento de reconocerle el valor y la
función que le corresponde. El planteamiento se centra en la cuestión fundamental en
consonancia con lo que sugiere ya el título del escrito. Se trata de ver tanto que "la vida
necesita el servicio de la historia" como que "un exceso de historia daña a lo viviente". Lo
primero queda enunciado en los términos siguientes:

220
En tres aspectos pertenece la historia a lo viviente: como a lo activo y lo
apetente; como a lo que conserva y venera; como a lo que sufre y necesita
liberación. A esta tríada de relaciones corresponde una tríada de especies de
historia, en cuanto, que es posible distinguir una historia monumental, una
historia anticuaria y una historia crítica (Nietzsche, 1966: I, 219).

Se advierte de entrada que la actitud crítica de Nietzsche, a la que más arriba nos
referíamos, recae sobre una manera de practicar la historia en general, es decir, en cuanto
que no tiene en cuenta las exigencias de la vida. La historia es sin embargo tan
importante que, entre otras cosas, ejerce una función crítica en beneficio de la vida.

Estos tres tipos de historia pueden servir a la vida, le pueden ser beneficiosos: el
recuerdo de lo grande, de lo monumental estimula a crear cosas grandes: "Cuando el
hombre que quiere crear cosas grandes, tiene necesidad del pasado en general, se
apodera de él mediante la historia monumental" (Nietzsche, 1966: 1, 225).

Esto tiene su fundamento en que se parte, de una u otra forma, de suponer que lo
que un día existió puede volver a existir:

¿De qué sirve al hombre contemporáneo la consideración monumental del


pasado, la ocupación con lo clásico e inusitado de otros tiempos? Deduce que
lo grande que existió una vez fue, en todo caso, posible una vez y por ello
podrá sin duda ser posible de nuevo; anda su camino con más ánimo, pues la
duda que le asalta en horas de debilidad, de si tal vez quiere lo imposible, se
desvanece (Nietzsche, 1966: 1, 221).

Nietzsche une aquí dos tipos de argumentación: la ontológica y la psicológica. Algo


similar ocurre con sus razones a favor de la historia anticuaria. La continuidad, en cuanto
conservada y garantizada por el pasado, puede contribuir a afianzar la autoconciencia del
presente, al suponer que éste se siente identificado con aquello que habitualmente
acontece siempre:

quien a su vez persiste en lo acostumbrado y venerado desde antiguo cultiva el


pasado como historiador anticuario (Nietzsche, 1966: 1, 225).

La razón de tipo ontológico tiene por de pronto como referente lo permanente por la
ventaja que ello supone, tanto para quien se siente en armonía con ese pasado como para
quienes vendrán después:

221
La historia pertenece también, en segundo lugar, a quien conserva y
venera, a quien vuelve la mirada, con piedad y amor, hacia aquello en lo que él
ha llegado a ser lo que es; mediante esta piedad da gracias, en cierto modo, por
su existencia. Al cuidar con mano cuidadosa lo que subsiste desde antiguo
quiere conservar para los que van a venir después aquellas condiciones bajo
las que él mismo ha venido al mundo (1. c.).

Se advierte aquí que Nietzsche conjuga el criterio de la permanencia con el de la


continuidad y ambos con el del sentimiento de la propia identidad, proyectada en una
doble dirección: hacia el pasado, en cuanto que éste posibilita el propio enraizamiento,
como hacia el futuro, en el cual en cierto modo se perpetúa. Hace valer también el
concepto de posibilidad:

La historia de su ciudad se convierte para él [el historiador anticuario] en


su propia historia: concibe las murallas, la puerta fortificada, las ordenanzas
municipales, las fiestas populares como una crónica ilustrada de su juventud y
en todo esto se reencuentra a sí mismo: su fuerza, su trabajo, sus diversiones,
sus juicios, sus locuras, sus malos modos. Aquí fue posible vivir - se dice a sí
mismo-, ya que es posible vivir ahora y aquí será posible vivir, porque somos
tenaces y no se nos va a derrumbar de la noche a la mañana (1966: I, 225 y
s.).

Aquí vincula Nietzsche el concepto de posibilidad con el de continuidad, así como


con el proceso histórico-temporal, siendo este proceso la base de su razonamiento
implícito. Puesto que ahora - viene a decir - se puede vivir lo suficientemente bien - y no
simplemente sobrevivir-, cabe tanto pensar que también en el pasado se pudo vivir así
como conjeturar que en el futuro se podrá seguir viviendo. Por otra parte ensancha y
explicita la idea de la identidad en y mediante lo que para el hoy representa el recuerdo
del ayer; y además deja claro, que la continuidad de lo que se ha conservado no es
automática, sino que requiere de la actividad y del esfuerzo. Otro aspecto digno de
mención es que esa actitud del anticuario suele proyectar sobre el pasado es un
sentimiento que poco o nada tiene que ver con la realidad tal como fue vivida.

Ese sentimiento anticuario de veneración del pasado tiene su más alto


valor cuando extiende un sentimiento simple y conmovedor de placer y
satisfacción sobre estados de cosas modestos, rudos y hasta penosos en los
que vive un hombre o un pueblo (1966: 1, 226).

222
La observación es, además de acertada, importante, pues por una parte indica que el
historiador anticuario pretende guiarse exclusivamente por su afán de objetividad, pero,
por otra, de hecho reconstruye el pasado e introduce en él una valoración, en ocasiones
muy idealizada.

En cierto modo parece que fue ésta la clase de historia sobre la que Nietzsche más
reflexionó a juzgar por el modo en que se pronuncia sobre los prejuicios que puede
acarrear. Prejuicios traen consigo las tres clases de historia. Los propios de la historia
monumental se pueden resumir en los dos siguientes: En primer lugar, si su cultivo no
guarda el conveniente equilibrio con las otras y prevalece sobre ellas sale perjudicado el
propio pasado, en cuanto que "las partes enteras del mismo son olvidadas, despreciadas y
fluyen como un torrente ininterrumpido y gris en el que solamente hechos singulares
embellecidos emergen como solitarios islotes" (Nietzsche, 1966: 1, 223).

La idea implícita en este razonamiento es que la historia monumental lleva en alguna


medida consigo la absolutización de aquello que eleva a este rango - o al menos encierra
ese peligro - con lo cual quedan anulados, en todo o en parte, el resto de sucesos a los
que no se considera merecedores de ese calificativo. Por otra parte, aunque la historia
monumental está llamada a estimular el intento de realizar cosas grandes, puede sin
embargo producir el resultado contrario "cuando los impotentes y los inactivos se
apoderan de ella y la manipulan" (1. c., 223), si la utilizan para contraponer los grandes
éxitos del pasado a los intentos del presente. Por ejemplo todo arte, en cuanto que es
presente, no es aún monumental y por ello no resiste la comparación con el que ha sido
ya consagrado por la historia. En este sentido la referencia a lo monumental puede
ahogar el espíritu creador.

Si quisiera extender al campo del arte el uso del referéndum y del sufragio
mayoritario y se obligara al artista a defenderse ante el foro de los estetas que
nada crean, se puede jurar de antemano que sería condenado; y esto no a
pesar de, sino precisamente porque sus jueces han proclamado solemnemente
el canon del arte monumental [...] mientras que todo arte que no es
monumental, en cuanto que es arte del presente, les parece en primer lugar no
necesario, en segundo lugar nada atractivo y, finalmente, carente de la
autoridad de la historia... No quieren que nazca la grandeza. Su procedimiento
es decir: "mirad, lo grande ya está ahí". En realidad, esta grandeza que está ahí
les importa tan poco como la que está naciendo: sus vidas dan testimonio de
ello. La historia monumental es el disfraz en el que su odio a los poderosos y
grandes de su tiempo se presenta como saciada de admiración hacia los

223
poderosos y los grandes de tiempos pasados; ocultos así tras ese disfraz
convierten el sentido de esta consideración de la historia en su opuesto. Lo
sepan claramente o no, actúan en todo caso como si su lema fuera: dejad que
los muertos entierren a los vivos (Nietzsche, 1966: 1, 224 y s.).

El perjuicio que puede causar la historia anticuaria es más grave que el anterior, pues
aunque se olvide y desprecie una parte del pasado en nombre de la historia declarada
como monumental, nada puede hacer que desaparezca. En este caso, en cambio, se
ahoga en su raíz lo que está a punto de nacer. Nietzsche tiene en cuenta la doble
perspectiva: la del pasado, a la que se refiere el perjuicio anterior y la del presente, en el
que se incide el que señala ahora. Hay pues en su reflexión de nuevo varias dimensiones:
la ontológica, que se refiere al no-ser de lo que podría llegar a ser y es impedido, la
temporal, centrada en el presente, y la que cabe considerar - de modo convencional-
como antropológico social: la fuerza del resentimiento. Se pone de manifiesto el
procedimiento alusivo del gran escritor, capaz de poner en juego en un mismo punto
diferentes argumentos y niveles de consideración.

Los perjuicios de la historia anticuaria se pueden reducir a los tres siguientes. El


primero de ellos coincide, en el contenido, con el segundo que es inherente a la historia
monumental, en cuanto que también la anticuaria, al cultivar y venerar el pasado,
considera que lo nuevo y lo que está haciéndose merece rechazo y hostilidad (cf. 1. c.,
227). Hay sin embargo dos diferencias que no son sólo de matiz. Por una parte la razón
de rechazar lo nuevo no es la exaltación de una parte del pasado, sino la exaltación del
pasado como tal. Por otra parte, no necesariamente el moti vo de la actuación es el
resentimiento. El segundo perjuicio a que conduce el cultivo exclusivo del pasado es la
anulación total de la vida misma:

Cuando el sentido de un pueblo se endurece de tal suerte, cuando la


historia sirve al pasado hasta el punto de minar la posibilidad de seguir
viviendo, y especialmente la vida superior, cuando el sentido histórico ya no
conserva la vida, sino que la momifica, entonces el árbol muere de un modo
no natural, secándose poco a poco desde arriba hasta las raíces y generalmente
la raíz misma termina por desaparecer (Nietzsche, 1966: 1, 228).

Nietzsche parece agotar en este punto sus recursos retóricos, que no son pocos, para
acentuar la degeneración en que se cae por falta de "la fresca vida del presente" (1. c.).
Da la impresión de que para él la historia anticuaria representa el máximo perjuicio. Por
ello sobre todo - también en menor medida por el exceso en el cultivo de la historia

224
monumental - se necesita de modo perentorio un tercer modo de considerar la historia,
"el modo crítico".

Para poder vivir ha de tener la fuerza, y de vez en cuando utilizarla, de


romper y disolver un pasado. Esto lo consigue llevándolo a juicio,
sometiéndolo a un interrogatorio minucioso y, al fin condenándolo; ahora bien,
todo merece ser condenado [...]. Quien aquí juzga [...] es solamente la vida,
esa potencia oscura, impulsiva, insaciablemente ávida de sí misma (Nietzsche,
1966: 1, 229).

Esto sin embargo también encierra un grave peligro que muy difícilmente se puede
eludir, porque el hombre es fruto del pasado hasta tal punto que el pasado forma parte de
su misma vida. Por ello, al atacar el pasado, el hombre se hace fácilmente daño a sí
mismo.

Este proceso es siempre peligroso, en realidad peligroso para la vida


misma; y los hombres y las épocas que sirven a la vida juzgando y aniquilando
un pasado son siempre peligrosos y están siempre en peligro (1966: 1, 229).

Como resultado final son claras las siguientes conclusiones: 1. Las tres clases de
historia son necesarias para la vida y son también peligrosas. 2. Esa dualidad parece
inevitable, en cuanto que esas clases de historia vienen exigidas por la vida misma, pero a
su vez tienden a perpetuarse, con lo cual lo que inicialmente es un beneficio se
transforma en un perjuicio. "Cada una de las tres clases de historia está justificada tan
sólo en un terreno y en un clima; en otro cualquiera crece convirtiéndose en una mala
hierba devastadora (Nietzsche, 1966: 1, 223). 3. La historia por sí misma no es
perjudicial: lo es sólo "la sobresaturación histórica" (1. c., 237).

Las reflexiones de Nietzsche son muy equilibradas y merecen ser tomadas en


consideración, tanto más cuanto que hoy día la sobresaturación histórica ha llegado a tal
punto que la historia se ha excedido a sí misma y sirve como pretexto para manipular el
pasado a capricho, a veces mediante pésimas novelas históricas. Sorprende por ello que
E.Nolte, gran historiador y notable ensayista, en la monografía sobre Nietzsche no
dedique ningún apartado a analizar el sentido de este escrito, pues la tesis de Nietzsche es
no sólo que la historia, en cuanto modo de conocimiento, está supeditada a la vida, sino
que le es necesaria. No debilita por ello, sino que refuerza la tarea y la obra del
historiador.

225
Heidegger, en cambio, sí reconoce a esta obra una gran importancia al considerar
que "Nietzsche ha comprendido y dicho, de un modo penetrante e inequívoco [...] lo
esencial acerca de los beneficios y perjuicios del saber histórico para la vida", pero anota
a la vez que no ha mostrado "explícitamente la necesidad de esta tríada ni el fundamento
de su unidad" (Heidegger, 1953: 293). En cuanto a que la historia, como saber histórico
es ambivalente y tiene tanto ventajas como inconvenientes para la vida, ello se debe,
según Heidegger, a que "ésta - la vida - es histórica en la raíz misma de su ser y a que,
por consiguiente, en cuanto fácticamente existente siempre se ha decidido ya de
antemano por una historicidad propia o impropia" (1. c.). Y en cuanto a la triplicidad del
saber histórico y su unidad Heidegger entiende que se deriva de la historicidad del "ser-
ahí' (Dasein).

Teniendo en cuenta que el ser-ahí es histórico en cuanto que es temporal y que la


temporalidad se proyecta en las tres dimen siones de pasado, presente y futuro, que le
pertenecen - constitutivamente cada una de ellas-, la triplicidad del saber histórico se
origina en síntesis del modo siguiente. En cuanto que el serahí retorna a sí mismo, repite
el pasado y está "abierto para las posibilidades `monumentales' de la existencia humana'
(1. c., 396). A su vez, esa apropiación repetitiva del pasado, en cuanto que abre a nuevas
posibilidades implica "la posibilidad de la conservación venerante de la existencia que ya
existió, existencia en la que se hizo manifiesta la posibilidad ahora asumida' (1. c., 396).
Eso significa que el saber histórico, en cuanto monumental, es ya anticuario (cf. 1. c.,
397). Y a su vez, en la medida en que el hoy es interpretado desde la perspectiva del
futuro, el saber histórico comporta una crítica del presente. Dicho de una forma más
técnica, a lo Heidegger, y por supuesto mucho más complicada:

En la medida en que el hoy queda interpretado desde el comprender


venideramente-repitente de una posibilidad de existencia que se ha asumido, el
modo propio del saber histórico se convierte en la despresencialización del
hoy, es decir, en un sufriente desligarse de la publicidad cadente del hoy
(Heidegger, 1953: 397).

Las reflexiones de Heidegger son cuestionables. Por una parte pasa por alto que
Nietzsche sí ha explicitado la necesidad de las tres clases de saber histórico y el
fundamento de su unidad. La raíz de lo uno y lo otro está en la vida misma. En
definitiva, hay fundamentación en Nietzsche aunque no es la que pretende Heidegger.
Por otra parte, esa especie de deducción de la historia anticuaria a partir de la historia
monumental es ajena por completo a Nietzsche, como ya hemos visto. Pero ni lo uno ni
lo otro nos interesa ahora.

226
A la base de las consideraciones de Heidegger está que "El ser-ahí en cuanto
venidero existe de un modo propio en la apertura resuelta de una posibilidad que él ha
elegido" (1. c., 396). Lo cual quiere decir que el futuro, en cuanto por-venir, es el eje de
la temporalidad y el fundamento de la historicidad. Mi punto de vista es distinto, como ya
he expuesto. Las diferentes dimen siones temporales o son presente o son una forma en
que lo pasado y lo futuro se hacen presentes. O dicho de un modo más aséptico, de lo
pasado y de lo futuro podemos hablar sólo desde la perspectiva presente. De pasado
histórico, al igual que de futuro histórico podemos hablar sólo por relación al presente
histórico sin que por ello se disuelvan en éste, ya que pasado y futuro no dejan de ser lo
otro del presente. Esto supuesto, lo pasado lo podemos "presencializar" bajo la forma de
lo monumental o de lo anticuario, según sea el interés por el que se orienta la actividad
humana.

La historia monumental, de suyo, apunta más bien al futuro, en cuanto que, como
dice Nietzsche, estimula la creación de grandes cosas. La historia anticuaria intenta, más
bien, retener el pasado, pero no necesariamente, puesto que puede ver en el pasado una
fuente de posibilidades para el futuro. La historia crítica, a su vez, viene ciertamente
postulada desde la perspectiva del futuro, en la medida en que éste no admite ser
considerado como mera continuación del pasado y del presente. Sin embargo, su
actividad no tiene por qué centrarse exclusivamente en desligarse de la inautenticidad del
presente, como piensa Heidegger (cf. 1963: 397). Tiene que ver, en no menor medida,
con el pasado, en cuanto que pretende una apropiación del mismo, que no entorpezca el
espontáneo y libre despliegue del presente. Y también se ejerce esa historia crítica sobre
el futuro, en cuanto que debe evitar proyectarlo de forma arbitraria, desligada de las
ineludibles "imposiciones" del pasado y de las necesidades auténticas del presente.

A su vez, cada una de esas formas de hacer historia puede tener ventajas e
inconvenientes. La ventaja de la historia monumental está en estimular a realizar cosas
grandes, en cuanto que hace que los hombres tomen conciencia de que son capaces de
ello. El inconveniente puede estar en quedar embelesado en el canto a lo monumental. La
historia anticuaria presenta la ventaja de cultivar lo permanente, que constituye una
dimensión esencial de la vida; tiene el inconveniente, cuando se cultiva unilateralmente,
de quedar estancado en lo invariable. La historia crítica tiene la ventaja de fomentar la
renovación y el inconveniente de poderse quedar en lo destructivo. Por lo demás, la
razón de esta dualidad inherente a cada una de las tres clases de historia no está en la
existencia humana, según que sea auténtica e inauténtica. Pues es obvio que el cultivo de
un determinado tipo de monumentalidad puede tener sentido en un momento dado y

227
dejar de tenerlo en otro. Y algo análogo puede ocurrir con las otras dos clases de historia.
Paradójicamente Heidegger, que tanto sabe de temporalidad, no la aplica en este caso
correctamente.

3.4.3• Sentido y sinsentido de la utopía

La referencia a la utopía en este contexto de las dimensiones históricas es en cierto modo


obligada en cuanto que, de cara al futuro, la exigencia de transformar la realidad es, en
ocasiones, tan apremiante, debido a los profundos cambios inducidos por el desarrollo de
la vida misma, que parece no haber "lugar" para las transformaciones requeridas ni en lo
transmitido por el pasado ni en lo establecido en el presente.

Hablando de utopía se piensa en la obra del mismo título de Tomás Moro (1516),
que nos describe un estado tan ideal como los acontecimientos que en ella se narran
(Mallafré, 1977: 11-57). Pronto se pone a esta obra en relación con la República de
Platón y posteriormente con otras obras de la época moderna como son La Cittá del Sole
(1602) de T.Campanella y la Nova Atlantis (1624) de F.Bacon. Durante un tiempo la
obra de T.Moro es presentada como modelo a tomar en consideración por parte de
príncipes y ciudadanos, pero ya a mediados del siglo XVI Ferrarius Montanus la critica
por entender que es ajena a la realidad. Esta objeción difícilmente afecta a la Utopía de
T.Moro, quien deliberadamente construye un modelo contrafáctico, que le sirve para
criticar, por contraste, la situación real, que censura duramente.

Durante siglos, sin embargo predomina la crítica negativa de este concepto, tanto que
"utópico" se llega a convertir en un término peyorativo. Autores tan relevantes como
Herder, Kant, Fichte, Hegel, Bentham o Comte rechazan la utopía, como la rechazarán
también, en nombre de lo postulado por la realidad misma, los que desde otro punto de
vista fueron más tarde considerados como "socialistas utópicos". Se volverá a valorar
positivamente a finales del siglo XIX y comienzos del XX como correctivo de la realidad.
Así lo intenta por ejemplo G.Landauer. Para el socialismo y el comunismo la utopía es
también, por lo general, un término peyorativo. Como información suficientemente
amplia y concreta para poder orientarse, se puede consultar a U.Dierse (2001: 510-526).

Cobra nuevo impulso el concepto de utopía con la obra de E.Bloch en su conjunto,


especialmente a partir de la publicación de El espíritu de la utopía, de 1918. Utópico es
para él todo aquello que trasciende lo simplemente dado, lo cerrado con carácter
definitivo, lo fáctico que se presenta con la pretensión de realidad última. Lo que
transciende no es aquí de índole metafísica, como si expresara una realidad de orden por

228
completo distinto. Es más bien algo que es preciso situar en el lugar de lo soñado, no
realizado ciertamente, pero tampoco ajeno a la realidad, ya que de la experiencia de lo
real ha surgido el sueño y de sus elementos está entretejido. Igualmente, no se puede
decir que no sea realizable en modo alguno. Por el contrario, el hecho de que se aspire a
verlo transformado en realidad invita a pensar que hay en ello fundamentos suficientes
para esperar que algún día se lo pueda ver como real y existente.

La utopía versa por tanto no simplemente sobre algo que no es en modo alguno, sino
sobre el no-ser-aún, llamado a ser al fin, a su modo; sobre lo posible, que lejos de ser un
constructo abstracto e irreal, está ya ahí, a la mano como quien dice y, al mismo tiempo
no visible ni tangible. Siempre permanecerá este juego de cercanía y lejanía, alejándose
de nosotros siempre el horizonte, aun allí donde estábamos convencidos de estar ya en
medio de él. El Reino está cerca, pero siempre solamente cerca y nunca definitivamente
ya, de una vez por todas para nosotros. De ahí la inevitable tensión permanente de cara
al fin, siempre deseado y, a la vez, oscuramente presentido, nunca definido con precisión
y, en lo que pudieran ser sus perfiles concretos, siempre oculto.

De ahí que una atmósfera de misterio circunda, de forma inevitable, la morada del
hombre. Lo utópico no tiene su propio ámbito en el simple y estricto futuro, sino en el
presente. Ocurre sin embargo que hay que saber percibirlo allí donde manifiestamente
nos habla, como en la gran poesía, y cuando penetra en nuestras facultades más intimas
a través de la música. Si sabemos estar a la escucha de lo que la realidad misma nos
transmite, nos daremos cuenta de que en todas las cosas hay un fermento utópico, que
está ya posibilitando y exigiendo una nueva forma de ser real. Utopía y realidad no se
excluyen por tanto, ya que sin elementos utópicos no es posible captar la realidad que
desborda lo meramente fáctico. ¿Cómo serían posibles por ejemplo las creaciones
literarias o musicales sin esos elementos utópicos? La utopía que elabora Bloch es
concreta y se exterioriza en multitud de manifestaciones de carácter simbólico sobre
todo.

La pregunta en la línea que venimos siguiendo es si hay en las dimensiones históricas


algún elemento que posibilite la elaboración de concepciones utópicas, entendidas como
aquellas que construyen un modelo de realidad que no se corresponde con la realidad
existente. Existe ese elemento no sólo como posibilitador, sino como impulsor de tales
concepciones. Esta afirmación se funda en que, para vivir, el hombre necesita, tanto
como repetir su pasado, proyectar su futuro. Esta necesidad se puso de manifiesto, ya
con singular intensidad, al comienzo de la edad moderna y no es por ello casual que se
elaboraran entonces las utopías más conocidas, que hemos mencionado más arriba. El

229
hombre no puede acomodarse en la expectativa de lo que dicte o prescriba su pasado,
tampoco estar a expensas de aquello a lo que se vea urgido por el presente. Contando
con los materiales que el pasado y el presente ponen a su disposición, tiene forzosamente
que elaborar por sí mismo un esquema de vida que, en cuanto que no es real, es utópico
- literalmente, ya que no encuentra lugar ni acomodo en la realidad.

La cuestión concreta es si, no expresando nada real, es sin embargo realizable en su


momento, total o parcialmente, en virtud de que conecta con algún elemento de la
realidad, en cuanto que responde a lo que en la realidad misma está latente. En ese caso
la utopía tiene sentido. Carece de él, por el contrario, si empieza por no construirse a
partir de las necesidades y exigencias de la realidad. La referencia meramente crítica a lo
real, es decir, la elaboración de un modelo que exprese simplemente algo opuesto a lo
establecido con lo que no sintoniza en modo alguno, además de no tener interés en sí
mismo, puede, si se fuerza su realización, producir efectos funestos, con la consecuencia
sobreañadida de que contribuye a desalentar a quienes verdaderamente están interesados
en una transformación razonable.

De este tipo de ejemplos está llena la historia, la "macrohistoria" por supuesto, pero
también la "microhistoria" de grupos, asociaciones, etc. Sólo la realidad misma podrá
decirnos si la utopía tenía sentido o no. En parte, y sólo en ocasiones, se podrá anticipar
ese sentido. No siempre, por tanto, y nunca totalmente. Aunque tengamos la impresión
de que este o aquel proyecto utópico es coherente con la realidad, solo su realización
podrá confirmarlo definitivamente. Cuando Hegel afirma que es la razón la que gobierna
la historia, no afirma con ello su oposición a cualquier intento de transformación de la
misma, sino que ésta ha de ajustarse a los imperativos de la racionalidad, tal como éstos
se pueden extraer del curso real de las cosas.

El descrédito de la utopía - nunca total, pues encuentra siempre adeptos - se debe a


las excesivas pretensiones de los modelos con que se construye. En este sentido podemos
distinguir, de entrada, un doble modelo: el racional y el escatológico. El primero de ellos
presenta ideas que convierte en ideales, en arquetipos a los que la realidad debe ajustarse.
Desde siempre se ha considerado que la muestra típica de este modelo viene
representado por la República de Platón. Aparte del fracaso que supuso el intento de
aplicarlo a la realidad, el modelo adolece de la falta de mediación de la teoría por la
praxis.

En su República Platón esbozó una verdad del todo [social], que él mismo
caracterizó como utopía. Sin embargo este estado ideal estaba concebido como

230
concepto a realizar y así su creador hizo el intento inútil de convertir la utopía
en realidad en Sicilia. Con ello Platón fue el primer "intelectual", que presentó
un esbozo de estado pensado en serio. Pero -y esto es característico de su
concepción de la verdad - fundamentó primero este esbozo en principios
teóricos y, según su concepción, la praxis política era luego la aplicación de
estos principios a la realidad. La especial problemática de su empeño está pues
manifiestamente en su concepción de la diferencia entre verdad teórica y
verdad práctica y de su mutua relación. A su modelo de estado le faltó la
mediación con la realidad política existente, mediación que por lo general toda
verdad acerca del todo, que aspire a una renovación de la sociedad, necesita
tener (Zeltner, 1966: 110 y s.).

A Platón no se le puede trivializar ciertamente considerándole como utópico, y


menos aún tratándose de la República, obra con la que muy pocas realizaciones
filosóficas resisten la comparación. Haya dejado, o no, de tener aplicación desde el punto
de vista en que la utopía puede seguir teniendo sentido, el hecho innegable es que su
concepción, su forma y contenidos siguen teniendo vigencia (c£ Kersting, 1999: 2-15).
Cosa distinta son los "platónicos", singularmente los actuales. No se han ocupado de
revisar conceptualmente las posibilidades y límites de la utopía, a la vista, por una parte,
de los gravísimos acontecimientos del siglo XX y de lo que supone el avance de la
tecnología, con los incesantes cambios que produce; no han tomado nota alguna de la
inestabilidad del suelo que pisan ni de las condiciones bajo las que las transformaciones
pueden ser racionalmente aceptables. Pero, eso sí, se proponen a sí mismos como
"consejeros áulicos" sin reparar en que cuanto más grave e importante es el asunto que
se trata, tanta más inteligencia y prudencia se requiere. No han reflexionado tampoco,
salvo contadas excepciones, acerca del cuestionamiento a que, como consecuencia de los
cambios históricos, se ha visto sometido de pronto "el saber utópico, dominador, de los
intelectuales" (Saage, 1992: 65-128,_152 y ss.).

La insuficiencia de la concepción platónica no significa que no sea válida. Lo es de


principio a fin, pero en el campo de la utopía y de su función es de muy difícil aplicación,
porque en razón de los cambios constantes y profundos, hay que delimitar muy bien de
qué modo y hasta qué punto se pueden aplicar las ideas expuestas por Platón, que de
suyo son permanentes.

El segundo modelo mencionado, el escatológico, es de proveniencia bíblica. La


escatología se refiere a lo que tiene carácter de "ultimidad", bien en el sentido de la
consumación de la vida en lo que la religión y la piedad consideran su destino final, bien

231
en el sentido existencial de percibir aquí y ahora la revelación del tiempo oportuno en
orden a asentar la propia vida personal sobre bases firmes (cf. Pannenberg, 2001: 312-
322). A ninguna de estas dos formas de escatología se refiere el modelo escatológico de
carácter utópico, pero tiene en común con ambos, sobre todo con la primera, el hecho de
que retiene la pretensión de ultimidad y de culminación del sentido. Son las diferentes
versiones que ha habido, especialmente en el campo de la política, de instaurar el "reino
de Dios" en la Tierra. Las utopías revolucionarias que eclosionaron en el siglo XX son de
ello la prueba más palpable. Como han llevado por sus pasos contados a la catástrofe, se
han juzgado a sí mismas y han mostrado su carencia total de legitimidad. Y sin embargo,
nada garantiza que no se vuelvan a producir esos terribles excesos. Uno de los atractivos
de esas utopías es que pretenden apoyarse, según expresión de Popper, en leyes del
desarrollo social y en la planificación correspondiente. Dada la complejidad de los hechos
sociales e históricos, nunca tales leyes pasan de tener un alcance general. De ahí que el
intento de aplicarlas con exactitud a los casos concretos lleve sin remedio al desastre. En
lugar de formular leyes del desarrollo social y de llevar su aplicación hasta las últimas
consecuencias, hay que buscar más bien "leyes de diversa índole que pongan límites a la
construcción de instituciones sociales" (Popper, 1971: 37). Por otra parte,

el resultado de la planificación social no podría llegar a ser en ninguna


circunstancia una estructura estable, porque el equilibrio de fuerzas se
modificará forzosamente (Popper, 1971: 38).

Hay sin embargo diversos factores que dificultan notablemente la llamada de Popper
a la racionalidad, como son la irrupción de lo inesperado en la historia, la facilidad con
que masas enteras se dejan fácilmente fascinar por sueños de realización imposible o
incierta, el peso que en el comportamiento humano tiene, según el acertado diagnóstico
de Nietzsche, el resentimiento, por no hablar de que la historia de la humanidad se puede
concebir, en expresión de Borges, como "historia universal de la infamia".

Aparte de los modelos anteriores cabe hablar de un tercero que a falta de nombre
más afortunado se puede llamar modelo procesual, porque tiene presente el proceso
histórico tal como está condicionado y, en buena medida, determinado hoy. Como
acertadamente diagnosticó Heidegger, nuestra vida está impregnada, tanto en sus
diferentes dimensiones - en cualquier caso en la dimensión histórica - por la técnica. Por
su importancia, también por su relativa nitidez, aducimos los textos siguientes:

Al menos según parece, hoy ya no necesitamos como hace años


indicaciones detalladas para echar de ver la constelación desde la que el

232
hombre y el ser se rozan mutuamente entre sí. Se podría pensar que es
suficiente nombrar la expresión "era atómica" para evocar la experiencia de
cómo llega hoy a nuestra presencia el ser en el mundo técnico. ¿Pero acaso
podemos tomar sin más el mundo técnico y el ser como si fueran una sola
cosa? Evidentemente no, ni siquiera si representamos este mundo como el
todo en el que están encerrados juntos energía atómica, planificación
calculadora y automatización. ¿Por qué una indicación de esta índole acerca
del mundo técnico, aunque lo describiera exhaustivamente, no nos pone ya a la
vista en absoluto la constelación de ser y hombre? Porque todo análisis de la
situación se queda corto, en tanto que de antemano se interpreta el
mencionado todo del mundo técnico desde el hombre como su obra. Lo
técnico, representado en el sentido más amplio y en toda la diversidad de sus
manifestaciones, tiene vigencia como el plan que el hombre proyecta, plan que
en definitiva le lleva al hombre a decidir si quiere convertirse en esclavo de su
plan o mantenerse como señor del mismo.

Mediante esta representación de la totalidad del mundo técnico todo se


reduce al hombre y, a lo sumo, se llega a exigir una ética del mundo técnico.
Atrapados en esta representación uno se reafirma en la opinión de que la
técnica es sólo una cosa del hombre y hace oídos sordos a la llamada del ser
que habla en la esencia de la técnica (Heidegger, 1957: 25 y s.).

Años antes, en 1950, se había expresado ya Heidegger de forma similar:

La técnica no es lo mismo que la esencia de la técnica. Cuando buscamos


la esencia del árbol tenemos que darnos cuenta de que aquello que predomina
en todo árbol en cuanto árbol, no es a su vez un árbol que se pueda encontrar
entre los árboles.

De este modo la esencia de la técnica no es tampoco en modo alguno nada


técnico. Por eso jamás experienciaremos nuestra relación con la esencia de la
técnica mientras únicamente representemos y manejemos lo técnico, mientras
nos conformemos con lo técnico o lo eludamos. En todas partes estamos
encadenados a la técnica sin ser libres para lo contrario, tanto si
apasionadamente la afirmamos o la negamos. Sin embargo, el peor modo en
que estamos abandonados a la técnica es aquel en que la consideramos como
algo neutral, porque esta representación, a la que hoy se rinde pleitesía de
modo especial, nos hace completamente ciegos para la esencia de la técnica

233
(1950: 13).

En relación directa con estos textos diremos únicamente lo expuesto a continuación:


a) Heidegger habla como un platónico, sin serlo propiamente. La diferencia entre la
esencia de árbol y un árbol determinado pretende en cualquier caso poner de relieve la
diferencia que hay entre nuestra actitud habitual ante lo que tiene que ver con la técnica y
lo que es la esencia de la misma. b) Esa diferencia se muestra inequívocamente en que,
por lo común, nos relacionamos con la técnica pensando que podemos disponer de ella,
como si fuera en efecto "un plan que el hombre proyecta" y del que podría prescindir, si
lo propone, cuando en realidad, estamos encadenados a la técnica y a su esencia. c) Es
preciso pues un cambio de actitud ante la técnica que comience por percibir la llamada
del ser en medio de lo que es la esencia de la técnica y no simplemente lo técnico. d) Por
último, tenemos ya indicaciones más que suficientes que nos muestran que estamos ante
una experiencia completamente nueva de cómo el ser se nos hace presente y de cómo ser
y hombre se relacionan entre sí.

De todo ello nos quedamos, reduciéndolo a síntesis, con que somos tan dependientes
de la técnica que ni siquiera nos cabe ya la posibilidad de vivir al margen de ella. Pero
por otra parte, también la técnica es a su modo dependiente del hombre, puesto que, el
ser y la técnica se rozan mutuamente entre sí; aquél está necesitado de ésta y al
contrario. Esto supone que, si bien nuestro comportamiento ante la técnica no puede ser
el que corresponde a la simple toma en consideración de la técnica como un "plan que el
hombre proyecta", esto no supone que el hombre pueda adoptar una actitud quietista
ante la técnica y dejarse llevar simplemente por ella. Ni debe ni le es posible, pues aun
cuando viva de modo inauténtico, está viviendo y actuando, aunque sea sin proponérselo
e inconscientemente, en medio de la esencia de la técnica.

Uno de los pensadores que más en serio se ha tomado el reto planteado por
Heidegger ha sido H.Jonas en su obra El principio de responsabilidad. Aquí vamos a
referirnos, más bien implícitamente, a alguno de los temas, que él toca, para exponer en
concreto de qué forma entendemos que aún tiene sentido hablar de utopía. El modelo
que proponemos es procesual, en cuanto que es el proceso de la historia misma, desde su
radical condicionamiento por la técnica, el que nos dicta determinadas reflexiones
básicas, que nos llevan a postular actitudes que, lejos de ser mera continuación de lo
dado o establecido, representan un contraste, una negación o antítesis de ello. Por de
pronto es innegable que el desarrollo ha llevado al hombre en su historia a un punto en
que su ser está radicalmente amenazado, no sólo porque puede destruir su propia especie
sirviéndose de los medios y de las armas que con la técnica ha creado; también, porque

234
dicho desarrollo se está llevando a cabo al precio del deterioro progresivo de la
naturaleza, de la que el hombre depende esencialmente para poder subsistir.

Desde la pregunta siempre abierta acerca de qué debe ser el hombre, cuya
respuesta está sujeta a cambio, nos encontramos, en medio del peligro total del
ahora de la historia universal, arrojados al precepto primero, que subyace
siempre de antemano a aquella pregunta, pero que hasta ahora no ha llegado a
cobrar actualidad, al precepto de que él debe existir - bien es verdad que como
hombre (Jonas, 1988: 250).

El precepto es nuevo, en cuanto que hasta ahora la afirmación de la existencia se


admitía como presupuesto implícito de cualquier otro precepto. Ahora en cambio, hay
que elevar dicha afirmación a precepto explícito, porque en medio del "total peligro" ha
dejado de ser algo consabido y que esté justificado por sí mismo. En terminología
estrictamente ontológica esto implica que el ser mismo está amenazado y que sólo se
puede sustentar sobre la base precaria de una doble negación: el no al no-ser.

Así pues el no al no ser -y en primer lugar al no ser del hombre - es en


este momento y por ahora - lo primero con lo que una ética de emergencia
para un futuro amenazado tiene que transformar en acción colectiva el sí al
ser, que desde la totalidad de las cosas se convierte en deber para el hombre
(1. c.).

Ello supone que la responsabilidad del hombre es máxima y adquiere una radicalidad
que no ha tenido hasta ahora, pero puesto que la responsabilidad tiene que traducirse en
una acción, es ineludible el ejercicio de un poder que es inédito, puesto que adquiere una
modalidad que no ha tenido hasta ahora y que en expresión de Jonas se concreta en un
"poder sobre el poder". Es decir, el poder que es preciso ejercer ahora y que debe brotar
de la sociedad misma, está destinado no ya a controlar el poder que el hombre ejerce
sobre la naturaleza, sino a limitar ese otro poder que por mor del progreso se ha
expandido de forma ilimitada y amenaza con destruir a la naturaleza y al hombre mismo.
Esa "autoalimentada coacción del poder hacia su progresivo ejercicio" vendría a equivaler
al diagnóstico heideggeriano de que "estamos encadenados a la técnica", pero Jonas cree,
invocando el principio de la responsabilidad, que es posible quebrar esa tendencia y al
menos evitar un final apocalíptico, al que nos estamos encaminado.

La concepción de Jonas no es ciertamente utópica. Critica por el contrario


decididamente la utopía, la marxista y la defendida por Bloch entre otros, porque la fe

235
ciega en la misma lleva al fanatismo (c£ 1. c., 340). Por otra parte siguen ateniéndose,
sobre todo el marxismo clásico, a la afirmación del progreso como principio, que ha
resultado ser fatal. Ambas concepciones adole cen de un error fundamental, el de separar
"el reino de la libertad del reino de la necesidad" (1. c., 357), por cuanto dejan campar a
sus anchas al segundo, impulsado y explicitado en el terreno de la concepción científico-
técnica, pensando que se lo puede utilizar como medio para construir el reino de la
libertad, siendo así que el reino de la necesidad ha pasado de ser medio a convertirse en
fin y nos ha llevado a una situación en que está a punto de ahogar toda libertad.

Dentro de lo que aquí considero una utopía razonable, las reflexiones de Jonas
merecen ser tenidas en cuenta. Pero su concepción adolece en mi opinión de varias
limitaciones. Pasa por alto en primer lugar - simplemente me conformo con mencionarlo
- el hecho de que sus referencias históricas al concepto de responsabilidad muestran
bastantes lagunas (cf. Bayertz, 1995: 3-68), así como que no aparecen bien señalados los
límites de dicho concepto (c£ Birnbacher, 1995: 143-180) ni su ineludible implicación
con su dimensión jurídica (cf. Krawietz, 1995: 184-213). Pero lo que aquí me importa
señalar son otras dos carencias. Por una parte, Jonas se atiene al modelo del Homo faber.
Esto quiere decir que el principio de responsabilidad se concreta en acción y, sobre todo,
que esa acción se entiende como una forma determinada de ejercicio de poder. Por otra
parte, hace derivar lo positivo, el sí al ser, de una negación, del no al no ser. Ambas cosas
me parecen insatisfactorias. El ejercicio del poder, además de normas y criterios, necesita
de ideas básicas a que atenerse, como pueden ser por ejemplo la bondad y la justicia. No
cabe decir que no son operativas. Lo son sin duda, lo han sido siempre que se ha sabido
delimitar y concretar su alcance. Por otra parte, lo positivo no puede surgir de la
negación de algo negativo. Dicho de otro modo, tiene sentido oponerse al no ser desde y
en virtud de una afirmación previa del ser.

La utopía que aquí propugnamos no pretende para sí ninguna originalidad. Más bien
se propone recordar que el pensamiento mismo tiene como tal una dimensión utópica en
la medida en que no puede prescindir de conceptos fundamentales como son el ser, el
bien y la verdad. El ser no es ninguno de los entes. No le podemos asignar en ese sentido
ningún lugar. Pero es inherente a los diversos entes en sus más variadas modalidades y
grados, pues todos y cada uno intentan perseverar en su ser y ser de la forma más
perfecta que les es posible. En cuanto que está en ellos, sin duda, en palabras de
Spinoza, pero cada ente se hundiría en la nada automáticamente desde el momento en
que dejara de existir el impulso general a ser. El bien no es ninguno de los bienes. No
tiene por tanto lugar alguno. Pero sin el concepto de bien no podríamos enunciar juicio

236
alguno sobre si las cosas son buenas o no. Sin el bien como medida no podríamos hacer
juicios comparativos sobre la bondad de las cosas. Asimismo, nada de lo que es
verdadero es la verdad misma. Tampoco se puede pues atribuir lugar alguno a la verdad.
Pero porque hay verdad podemos decir que hay cosas verdaderas, que unas son más o
menos verdaderas, etc. Hay en todos los conceptos fundamentales, inherentes al
pensamiento y a la acción, un excedente utópico. En la historia esto acontece a diario.
Pueblos, grupos e individuos tienden a la plenitud del ser, a lo que es mejor, a vivir en
correspondencia con la verdad. Es innegable que existen desviaciones, fracasos
estrepitosos, males incontables. Pero aun esto lo podemos decir porque disponemos de
ese excedente utópico de los conceptos fundamentales para poder evaluar así los
acontecimientos.

3.5. Finitud y temporalidad

Tomo de Heidegger la expresión "finitud de la temporalidad", pero intento darle un


significado diferente y, en todo caso, dejar claro que el ámbito de la temporalidad y de la
historicidad no queda circunscrito a los límites de la finitud y que el sentido de los
mismos remite a algo más allá, que no se nombra. Heidegger formula su tesis afirmando
que

la finitud de la temporalidad es el fundamento oculto de la historicidad del ser-


ahí (Heidegger, 1963: 386).

En resumen quiere decir lo siguiente. El hombre está destinado a la muerte. Ése es


su futuro ineludible que le confronta con su propio origen, consistente en la condición de
estar fácticamente arrojado a la existencia. Esto, el tener que asumir su origen, es lo que
le fuerza al hombre a contar con su haber-sido y a otorgar a esta dimensión su "peculiar
primacía en lo histórico" (1. c.). La apertura hacia el futuro bajo la forma de ser para la
muerte le lleva a Heidegger a clausurar en los límites de esos dos acontecimientos
existenciales: condición de arrojado a la existencia y ser para la muerte, el significado
profundo de la historicidad.

Desde el punto de vista que hemos adoptado aquí se llega a una conclusión distinta.
El hombre es lo que es en cuanto que está y vive en el presente. Sólo desde la forma
peculiar como vive ese presente se puede explicar su relación tanto con el pasado como
con el futuro, así como la posibilidad de contemplar en conjunto las tres dimensiones
históricas. Desde su situación de arrojado - si admitimos ese modo de hablar de
Heidegger - ve a aquellos a quienes debe la existencia y su imaginación se proyecta

237
retrospectivamente, sin que en ello haya lugar alguno para el error, hacia la serie de
generaciones que le han precedido, de las que conoce muy poco o apenas nada, pero de
las que con total certeza sabe algo fundamental: que están ahí, tan constitutivamente para
él que sin ellas no existiría en absoluto. Ésta no es una conclusión fría y abstracta,
excepto si, como es habitual en el tiempo en que vivimos, vivimos encerrados en una
estéril individualidad, que está terminando por ser individualismo fanático. Como
corrección de este individualismo, valga decir, como ayuda para incorporar a nuestra
perspectiva la propia irradiación en las generaciones pasadas, que es ilustradora la lectura
de Borges, quien por lo demás nos trae al recuerdo sabidurías del pasado, especialmente
la bíblica. Cuando el evangelista Mateo se propone anunciar con toda solemnidad una
nueva época, nada menos que el tiempo que inaugura la salvación para toda la
humanidad, comienza por establecer la genealogía de Jesús (Mt 1, 1-17). Presiente
además el hombre, sabiéndolo también con certeza, que en el horizonte de su propio final
están haciendo ya su aparición otras generaciones, igualmente de forma tan constitutiva
que ni siquiera se puede imaginar ese final sin la pervivencia de otros, sin la
supervivencia de generaciones futuras.

El hombre es finito ciertamente. Su destino se encierra entre esos dos


acontecimientos del nacimiento y de la muerte. Su existencia está enclaustrada en ellos y
se cierra simultáneamente sobre ellos. Es decir, nacer no es simplemente un hecho que
acontece en un momento puntual del pasado, sino que se proyecta a lo largo de toda la
existencia. La muerte, a su vez, tampoco es simplemente un hecho que ineluctablemente
tendrá lugar en un momento del futuro, pues caminando como estamos hacia ella, la
estamos anticipando inexorablemente, lo que quiere decir que nos está condicionando.
Pero eso no es todo. Pues esa finitud se presenta como superada constitutivamente en el
origen y en el final, en la forma antes mencionada. El origen no es simplemente un estar
arrojado. Eso sólo es así si se adopta la conciencia-de-ser como criterio y medida de la
existencia. El origen es un don que debemos a quienes nos han precedido y la muerte no
es la clausura de la existencia, puesto que ya en sí misma se anuncia como una
perpetuación en nuestros descendientes, los cuales existen siempre aunque no tengamos
descendencia en el sentido habitual. La razón de ello es que en cuanto individuos somos
miembros del género humano, constitutivamente somos de las generaciones que nos
preceden y somos para las que nos seguirán. Por ello y porque no estamos circunscritos
por los límites que imponen el nacimiento y la muerte, tenemos que hacer historia,
rememorando el pasado y anticipando el futuro.

Por otra parte, la exposición del concepto de finitud, en la que tanto insiste

238
Heidegger y en la que aquí no vamos a entrar, exigiría una discusión a fondo de la
relación de dicho concepto con el de infinitud para, entre otras cosas, intentar aclarar si,
como piensan N. de Cusa, Descartes y Hegel, se trata de conceptos recíprocos, de forma
sin embargo que la finitud depende de la infinitud y no puede en modo alguno ser
pensada sin ella. Pero como no es el momento de debatir esta cuestión metafísica, nos
limitaremos a evocar, mediante algunos textos poéticos, nuestra tendencia a rebasar la
estricta "finitud de la temporalidad" tal como la postula Heidegger.

El primero de los textos es de G.Leopardi y lleva por título "El infinito":

(Leopardi, 1979: 107).

El poeta habla de espacios sin fin a los que le lleva la imaginación, pero también
podemos imaginar tiempos sin fin. Y en efecto no hay modo de imaginar que el tiempo
tenga fin, sea en el origen sea en su término. Y aunque el tiempo no es la temporalidad,
ésta se encuentra penetrada por el modo como percibimos o imaginamos aquél. Mucho
se ha escrito sobre la diferencia entre el tiempo cósmico, siempre uniforme, y el tiempo
vivido. Y de nuevo hoy vuelve a estar el tema en el primer plano (cf. Dux, 1989: 36 y
ss.; Gimmler y otros, 1997; Zimmerli y Sandbothe, 1993; Reusch, 2004; Sandbothe,
1998; Aschoff y otros, 1992). Pero en todo caso, aun supuesta esta diferencia, la forma
en que imaginamos el tiempo cósmico - que puede ser muy variada - influye
notablemente en el significado que para nosotros tiene el tiempo, en definitiva la

239
temporalidad, y el relieve que se da a sus diferentes dimensiones. Parece obvio que
desde esa eternidad e infinitud en que nos sitúa Leopardi la prioridad la tiene un presente
que se proyecta más allá de los límites de la finitud.

Algo similar cabe decir del texto ya citado de Eliot:

(2001: 143).

Ante esta rotundidad del poeta, que sintetiza su profunda meditación cabe preguntar
si no es verdad que todo tiempo es un presente eterno (1. c., 141), en cuyo caso se nos
abre la perspectiva de la superación de la finitud de la temporalidad. Pues en efecto, ¿de
qué otro modo se nos pueden desvelar las dimensiones del tiempo, sino haciéndolas
presentes, lo cual supone trascender cada una de ellas, incluido el presente en su
significado habitual? Rilke proclama igualmente la superación de la finitud de la
temporalidad, aunque como es obvio la concepción de Heidegger no le podía ser
conocida:

(Rilke, 2005: 145).

En este caso, la meditación se centra en el porvenir, que pensado en su profundidad,


trasciende los límites del tiempo y se revela como esencia eterna.

240
241
istoricidad es un concepto que debe permitirnos considerar la historia de una
forma determinada. ¿Como qué? ¿De qué modo pensamos de antemano el constitutivo
de la historia?

4.1. Estructura ontológica

En este apartado nos vamos a referir a las categorías que confieren consistencia al
acontecer histórico. Básicamente son tres: continuidad, dependencia causal y conexión
mutua.

4.1.1. Continuidad o identidad del proceso histórico

Las consideraciones que hemos realizado en el apartado anterior sobre la temporalidad


como elemento básico de la constitución de la historicidad, sugieren fácilmente la idea de
la historia como proceso lineal, meramente sucesivo: al pasado temporal sucede el
presente y al presente sucederá el futuro. Análogamente cabe decir, refiriéndonos a la
historia: a los acontecimientos que han tenido lugar en el pasado suceden ineludiblemente
aquellos que acontecen en el presente y a éstos, a su vez, sucederán los que vayan a
acaecer en el futuro. Pero esto tiene la consecuencia siguiente: considerar que, así como
el presente sucede al pasado y el futuro sucederá al presente, del mismo modo los
acontecimientos actuales no son nada, ni siquiera podrían haber existido, sin aquellos
otros que han tenido lugar en el pasado e igualmente, lo que va a acontecer en el futuro
tampoco es siquiera concebible sin los acontecimientos del presente. Con otras palabras,
este esquema opera con la idea de una rigurosa homogeneidad del proceso histórico, con
el supuesto de que el pasado se continúa en el presente y éste a su vez se continuará en
el futuro. La historia en su conjunto formaría según eso una totalidad en sentido estricto,
en la que cada acontecimiento histórico es uno de sus momentos, tan constitutivo e

242
imprescindible para la misma como lo es cada momento temporal para el tiempo en su
conjunto, hasta el punto de que, si por un imposible, desapareciera un solo momento del
tiempo, el tiempo mismo en su totalidad se hundiría en la nada.

Tal tipo de continuidad dista mucho de ser obvio en la historia, por las razones
siguientes:

Los acontecimientos se suceden sin duda unos a otros. Esto nadie lo cuestiona. El
problema se plantea cuando además se da por supuesto que la sucesión implica
continuidad en el sentido elemental, pero esencial, de que cada acontecimiento
tiene que ver con los que le han precedido y él, a su vez, se perpetuará a su
modo en los que le sigan. Pues en historia tendemos a pensar, al menos en
muchos casos, que unos acontecimientos no tienen nada que ver con otros. A ello
lleva fácilmente tanto la simple idea de las revoluciones, como las grandes
transformaciones, que sin presentarse ni ser consideradas como revoluciones nos
impresionan o sobrecogen por su importancia, sea positiva o negativa, o
simplemente los cambios que con regularidad tienen lugar ante nuestra vista.
últimamente se ha llegado a considerar, sobre todo por los políticos, este o aquel
acontecimiento como histórico, dando a entender con ello que es algo inédito e
incomparable por su importancia.

Por otra parte, cada acontecimiento es, al margen de su mayor o menor importancia,
lo que es: algo estrictamente individual y, como tal, irreductible a ninguna otra
cosa, singularmente esos que son denominados históricos en un sentido especial
por ser extraordinariamente relevantes. Esta irreductibilidad parece además
confirmarse empíricamente. De una parte entre acontecimientos muy distantes en
el tiempo la comparación es poco menos que imposible en aspectos esenciales.
Hegel por ejemplo, que tanto admiraba la vida tal como habían llegado a
configurarse en Grecia consideraba que era imposible trasponerla a la época
moderna - en razón de que las diferencias de mentalidad, de formas de vida, etc.,
habían llegado a ser esenciales. De otra parte, acontecimientos, no muy distantes
en el tiempo difieren sin embargo entre sí en aspectos fundamentales. A los
españoles que vivimos hoy y vivimos también los años 50 o 60 del siglo pasado
no nos resultaría nada fácil establecer características comunes a aquella época y a
la actual. Basta reflexionar someramente sobre los cambios que han tenido lugar
en lo económico, lo social, lo político o lo religioso.

La historia, además, en cuanto hecha por el hombre, no solamente se renueva, como

243
ocurre con la vida de cualquier otra especie, sino que se transforma
cualitativamente en virtud de la índole de la razón que, como dice Hegel, está en
permanente contradicción consigo misma, que lleva, mediante un proceso
indefinido, de una forma de ser a otra. Esto lo supo poner Hegel mismo de
manifiesto en la Fenomenología del Espíritu mediante la
exposición/representación de las "figuras de la conciencia" en una especie de gran
teatro del mundo.

-Otro argumento en contra de la continuidad de la historia es la praxis habitual que,


mediante el lenguaje ordinario, parece decantarse a favor de la desconexión de los
diferentes momentos históricos. Expresiones como: "fue así, pero hoy es de otro
modo", "en el futuro las cosas se harán de manera diferente" no son casuales.
Son por el contrario reflejo de una praxis. En este mismo ámbito de la praxis es
muy significativo que, si bien el hombre, tanto individual como colectivamente,
planifica el futuro, sin embargo desconfía profundamente de esa planificación.
Ante el futuro nos sentimos como ante el vacío, porque nunca podemos estar
seguros de lo que aquel nos va a deparar. Si la continuidad fuera cosa segura y si
además se pudiera conocer y predecir - lo cual presupondría que tiene
consistencia - sería firme nuestra confianza en el futuro.

La valoración que con frecuencia se hace de los acontecimientos históricos parece


avalar la tesis de la discontinuidad. Se valoran muy positivamente unos
acontecimientos y muy negativamente otros; me refiero por supuesto a
situaciones en que es uno y el mismo juez y éste es reconocido tanto por su
capacidad e información como por su voluntad de verdad. En tal caso parece
suponerse la ruptura de la continuidad, pues si un acontecimiento representara la
continuidad de otro, habría que suponer que es merecedor de idéntica valoración
en lo positivo o en lo negativo.

-Por último, el concepto mismo de historia implica, de entrada, esa forma de ver las
cosas desde la discontinuidad. De lo contrario, lo que del hombre se pudiera
decir, se debería limitar a exponer lo que es su comportamiento estrictamente
animal. El hombre es histórico en cuanto que no se limita a reproducir siempre
tipos de comportamiento consabidos y modos de ser iguales.

Y sin embargo, a pesar de estas objeciones, todo habla a favor de que en la historia
hay continuidad bajo diferentes aspectos.

244
a) Reconocemos en el pasado histórico la presencia de lo humano en cuanto tal. Las
diferencias, sin duda muy profundas, entre unas culturas y otras, entre unas y otras
etapas históricas no bastan a ocultar rasgos esenciales que consideramos comunes, por lo
cual las mencionadas diferencias nunca se nos muestran como algo puro y simplemente
ajeno. Cabe aplicar aquí el dicho de Terencio: Homo sum: humani nil a me alienum puto.
El interés por el conocimiento de lo humano tiene un matiz que lo con tradistingue del
estudio de otras realidades que también tienen su historia como son por ejemplo los
estratos geológicos. En el conocimiento del pasado humano el hombre vuelca su
actividad porque, aparte del interés, de la pasión incluso, que suscita todo conocimiento,
en este caso tiene que ver con el conocimiento de sí mismo que, no obstante todas las
diferencias que en él se puedan dar, tiene que ostentar una identidad básica, una
semejanza entre los elementos que lo integran, suficiente para poder afirmar que se trata
de uno y el mismo objeto. Desde esta primera razón aducida a favor de la continuidad de
la historia se puede responder fácilmente a las objeciones previamente formuladas.

1.Es claro que los acontecimientos humanos son muy diferentes bajo múltiples
aspectos. Difieren incluso entre sí mucho más de lo que podemos pensar en
razón de su individualidad, que es insondable e irreductible. Tendemos a igualar,
a anular la mismidad de cada cosa en nombre de su igualdad con otras, a
concebir, más concretamente, cosas y acontecimientos bajo modelos generales,
que desdibujan y, en mayor o menor medida, anulan las diferencias. Pero por
otra parte tendemos también a absolutizar las diferencias existentes o que
simplemente establecemos y fijamos. Lo uno y lo otro es efecto de la limitación
de nuestro conocimiento. Ni las diferencias son tan intensas y esenciales que
puedan hacer desaparecer un fondo común ni las identidades existentes, que
engloban bajo sí una serie de acontecimientos, tienen por qué impedir la conexión
con otras identidades, dando así lugar a identidades más amplias, capaces de
acoger un mayor número de diferencias. Esta idea es una aplicación de un
aspecto esencial de la concepción del Cusano (c£ Álvarez Gómez, 2002b: 17-36).

2.Lo existente está, sin duda, individualizado, especialmente el hombre y todo cuanto
le pertenece esencialmente. Más aún, se puede admitir que todo individuo es
único. Pero eso no implica ni que pueda existir sin los demás individuos ni que su
ser no tenga ningún tipo de similitud ontológica y de comunicación efectiva con
ella. Entre los individuos de una misma especie esto es fácil mente comprensible,
pero es así respecto de los individuos en general. N. de Cusa, Leibniz, Kant y
Hegel, entre otros, pueden mencionarse aquí como elocuentes testigos de esta

245
profunda verdad. A veces nos podemos sorprender de que nuestra existencia
depende de cosas que en apariencia nos son lejanas, sólo porque no pensamos en
ellas, por ejemplo las piedras. Y por lo demás ¿cuántos minutos podemos
subsistir sin respirar? La tierra, el aire, el agua, el fuego... siguen siendo nuestros
elementos. ¿Y cómo no podríamos estar en una relación de franca continuidad
respecto de tantísimos acontecimientos en los que siempre nos reconocemos, en
mayor o menor medida, a nosotros mismos? Remitiéndose a las concepciones de
Hegel, Marx y Dilthey, anota certeramente K.Acham:

La historia nos muestra a los hombres, tal como han luchado, en otras
circunstancias y con otros medios, por valores e ideales que - aun cuando son
opuestos a los nuestros- los podemos comprender porque también para
aquellos hombres han tenido vigencia aquellas condiciones universales de la
existencia humana que representan la base de una reconstrucción racional de
las acciones. No obstante el cambio permanente de las situaciones históricas,
que tienen una gran influencia tanto respecto de la formulación como respecto
de la realización de ideales, la vigencia de condiciones elementales de la
existencia humana sigue siendo determinante para que podamos formular hasta
el día de hoy algunos supuestos y máximas antropológicos universales, que nos
permiten reconstruir proyectos humanos desarrollados en el curso de la historia
- sean aquellos que provienen de la historia de la cultura propia, sean los que
provienen del pasado o del presente de culturas ajenas (1974: 264 y s.).

3.Las transformaciones históricas, las cualitativas incluso, no rompen una


continuidad básica. Permiten hablar ciertamente de saltos de una realidad a otra,
de un modo de ser a otro. Pero éste no es nunca tan radical como pudiera
parecer o percibirse. Son saltos dentro de la historia humana, por tanto en el
ámbito de lo humano y nunca fuera de él. Hoy por ejemplo no se guerrea con
lanzas, sino con armas electrónicas, pero en ambos casos se habla de
enfrentamiento, conflicto, agresión, guerra. Los conceptos no son equivalentes,
pero son los mismos, pese a las diferencias.

4.La praxis necesita, para orientarse, señalar hitos diferenciados entre sí. Somos
diferentes y necesitamos además, mediante una especie de segunda potencia,
diferenciarnos tomando conciencia de las diferencias y acentuándolas incluso
dentro del laberinto que es la vida humana cada vez en mayor medida. Pero esas
diferencias se construyen dentro de una identidad básica. Las cosas, las personas
o los acontecimientos son diferentes entre sí respecto de algo con lo que tienen

246
que ver. De otro modo no son siquiera pensables como tales diferencias.
Estaríamos hablando, en el mejor de los casos, de cosas diversas que, sin
embargo, para que tengan sentido tienen que ser referibles a algo respecto de lo
cual hablamos de diversidad, aun en el caso de que ese algo sea sólo un ente de
razón. De no ser así estaríamos ante lo simplemente caótico, pero eso no es
pensable ni designable.

5.Las valoraciones, positivas o negativas, se enmarcan dentro de determinados


acontecimientos y a veces reflejan simplemente lo que ocurre en la realidad, por
ejemplo entre facciones, partidos políticos, estados o pueblos contendientes. Las
valoraciones entonces hay que analizarlas en función de los intereses que reflejan
o que simplemente se trata de defender. Solo así se podrá determinar el grado de
verdad que encierran. Frecuentemente en tales casos lo común está a la vista,
aunque no se quiera reconocer. Tenemos pues que ver con diferencias,
eventualmente tan incompatibles que tienden a destruirse, pero esa aparente
discontinuidad radica en lo humano y por tanto las diferencias, por más
pronunciadas que sean, no hacen sino expresarlo.

6.Por último, la historia implica ciertamente ver los acontecimientos desde la


discontinuidad, pero también des de la continuidad. Más aún, la prioridad le
corresponde a la continuidad en el sentido al menos de que es condición
imprescindible para poder pensar la discontinuidad. Ésta, en efecto, cuando tiene
su significado histórico material, es decir, cuando, como en el caso que nos
ocupa, se refiere a contenidos, supone que entre ellos no se da - ni puede darse -
una desconexión total, porque en tal caso no tendrían el carácter de históricos.
Estamos hablando del caso en que la discontinuidad sea la máxima pensable - de
una especie de argumento ontológico en negativo; pero aquí no hay conclusión
posible, dado que la máxima discontinuidad pensable se disuelve por sí misma, ya
que supondría que por ejemplo entre el acontecimiento A y el B no existe
conexión posible alguna, lo cual implica que uno de ellos no existe, puesto que en
el campo de los fenómenos, es decir, de las realidades que podemos pensar, la
conexión entre ellas es siempre posible. Es así coherente que en 1965, fecha
ciertamente ya lejana, pero que se vivió por parte sobre todo de la juventud
occidental como un momento de crisis, el teólogo protestante Moltmann
dirigiéndose a jóvenes estudiantes se expresara en estos términos:

Si la historia se identifica como crisis del orden, entonces la tarea del


espíritu es el orden; si es experienciada como caos, la tarea es el cosmos, y si

247
como discontinuidad, entonces la tarea es la creación de la continuidad [...].
Ahora bien este intento, para tener éxito, atribuye a los acontecimientos
enigmáticos de la historia un horizonte de sentido de totalidad, [...] un
trasfondo desde el que pueden ser conocidos, nombrados y hacerse
comprensibles en su contexto (1965: 57).

Y H.M.Baumgartner, en línea con esta idea, sintetiza:

Creación de continuidad como tarea del espíritu, y presuposición de un


horizonte de sentido de la totalidad son de este modo elementos esenciales de
la historia y de la filosofía de la historia en su origen (1972: 29).

b) La primera razón que hemos formulado a favor de la continuidad radica en el


reconocimiento de que todo lo que tiene que ver con la historia ostenta el sello de lo
humano. Una segunda razón, complementaria de la primera, estriba en que lo humano se
reconoce en la historia en cuanto que progresivamente se acrecienta y profundiza en la
conciencia de lo que en aquella es humano. Es lo que de modo tan ejemplar como genial
y por ello tan difícilmente imitable lleva a cabo Hegel en su Fenomenología del Espíritu.
La determinación de lo que es humano, valga decir, de lo que está en consonancia con la
esencia del espíritu, se concreta en las figuras, en las que la conciencia se va objetivando
y conociendo a sí misma. Como es bien sabido, la conciencia de sí, en cuanto que se
explicita en la memoria, es uno de los factores - si no el más importante - en que se
sustenta la identidad personal. Basta pensar en lo que supone la pérdida de la conciencia.
Quien realmente la pierde se encuentra alienado, no es idéntico a sí mismo.
Análogamente, la conciencia es garante de identidad, de continuidad, para un grupo o un
pueblo.

De ahí la importancia que en mitos y leyendas se confiere a la conciencia y a su


memoria. Y es comprensible que una de las tareas más importantes de aquella sea la
creación de figuras que sirven como hitos por los que se orienta la conciencia de un
pueblo en su azaroso caminar. Juzgar sobre la legitimidad de esas figuras según los
habituales criterios de verdad sólo tiene sentido y es eficaz si se hace valer un mito más
fuerte y duradero.

En la línea de lo que en la historia representa la conciencia que el hombre tiene de sí


mismo y lo que se desprende de la misma se manifiesta A.Stern:

Las situaciones históricas y las capacidades intelectuales y morales de los

248
hombres cambian. Lo que no cambia en el curso de la historia es el hecho de
que el hombre es un ser consciente de su existencia, de que él vive en el
mundo, de que tiene que obrar para mantenerse en la existencia, de que ama y
odia, se propaga, enferma, sufre, intenta evitar el sufrimiento, de que sabe que
tiene que morir, de que teme la muerte y al fin la sufre. Yo veo en esta
condición existencial humana la única constante en la historia (Stern, 1967:
240).

c) La continuidad, como expresión de la identidad propia de lo histórico, es la forma


en que en este ámbito se concreta el principio de la permanencia o de la sustancialidad.
Esto a su vez no debe entenderse como un concepto abstracto, sino al contrario, como lo
más concreto en cierto modo de acuerdo con la conocida proposición de Spinoza es su
Ética III, prop. 6: "Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza en perseverar en su ser"
(Spinoza, 1967: 272 [trad., 132]).

Esto, que vale para todo ser, cabría decir que vale tanto más para los modos de ser
como el histórico, que es constitutivamente cambiante y por tanto podría pensarse que
está en trance de dejar de ser, al tiempo que es. Razón de más para tener que reafirmarse
a sí mismo y perseverar en su ser, continuándose en él.

La idea de continuidad, que no es ajena a la reflexión filosófica sobre la historia, a


más tardar desde la concepción de Hegel, se intensifica y consolida a lo largo del siglo
XX y llega, como tema importante a considerar, hasta nuestros días como consecuencia
del fuerte impulso del historicismo bajo el punto de vista de que, en alguna de sus
versiones, que hemos mencionado ya, relativiza en extremo cualquier manifestación
histórica, por importante que sea, y por tanto promueve una fuerte caída del interés por
la tradición y, en consecuencia, por la continuidad. El especial interés por la continuidad
de la historia surge así como reacción contra ese vacío. A esto se añade, en un pensador
como J.Burckhardt, la forma en que él vive su propia experiencia histórica.

Para Burckhardt la guerra franco-alemana es una catástrofe europea y un


indicio de la decadencia del nexo cultural tradicional como consecuencia del
nacionalismo moderno (Schn delbach, 1974: 49).

Se comprende que su concepción se centre en lo permanente, que se continúa


idéntico en lo fundamental a lo largo del proceso histórico, y que adopte una actitud
polémica frente a visiones de carácter evolutivo.

249
Nuestro punto de partida es el del centro único que permanece y es para
nosotros posible: el hombre que pacientemente se esfuerza y obra, tal como es
y ha sido siempre y seguirá siendo [...1. Los filósofos de la historia contemplan
el pasado como oposición y etapa previa respecto de nosotros, los avanzados.
Nosotros contemplamos lo que se repite, lo constante, lo típico como algo que
resuena en nosotros y que nos es comprensible (Burckhardt, s. f.: 26).

La continuidad no es sin embargo mera transmisión de la tradición. Su sentido es


evitar la ruptura con lo tradicional, a la vez que renovarlo y acrecentarlo. No estaría
según esto en oposición al progreso, sino a entenderlo como destrucción de formas de
vida pasadas e instauración de otras nuevas.

Según Burckhardt el alma y el entendimiento del hombre están ya


completos hace mucho tiempo. Pero continuidad es también más que un mero
seguir adelante, puesto que es el esfuerzo consciente por conservar nuestra
herencia y renovarla, en lugar de limitarse a recibir lo transmitido (L¿Swith,
1953: 28).

No está claro de qué forma se concilian ambas cosas: continuar conscientemente la


tradición histórica y acoger los avances e innovaciones legítimas del progreso. Esto
debería ser objeto de una tarea hermenéutica que aúne extremos en apariencia
incompatibles. Innegable es en cualquier caso que su concepción de lo histórico es una
gran aportación si se la considera bajo el aspecto de sus contenidos materiales, tal como
sobre todo lo expone a partir de la segunda parte: las tres potencias: estado, religión y
cultura y su mutuo condicionamiento. En cuanto a su actitud personal de fondo tal vez el
juicio más acertado sea el de C.E.Schorske, quien tiene en cuenta lo estético, lo cultural
y lo espiritual:

Burckhardt podía ver el cambio de las configuraciones en la historia... con


una elegante mezcla de ironía y de asombro estético espiritual. Escéptico con
respecto al progreso, también evitó un pesimismo fatal al aceptar la historia
como algo abierto, como un escenario cambiante de creatividad y desarrollo
espiritual, paradójicamente unido a la malevolencia, la estupidez, el terror y el
sufrimiento. Esta idea del flujo de la historia hacía posible apreciar e incluso
expandir la cultura, aun cuando se estuvieran sufriendo los traumas del
desorden social y de la derrota política (Schorske, 2001: 125).

Un motivo similar al que acabamos de ver en Buckhardt para acentuar la continuidad

250
de la historia lo detectamos también en Droysen. Consciente de la amenaza que supone
la carencia de sentido histórico emprende la reconstrucción de la historia como tarea
terapéutica para salvarla a base de hacer ver que el pasado y el presente no son
separables, sino que están relacionados entre sí.

El motivo determinante de la elaboración de una "Histórica" como teoría


de la ciencia de la historia es para Droysen la amenaza de falta de historia del
presente, su emancipación de órdenes dados históricamente de antemano
(Rüsen, 1969: 60).

La manera de lograr esto es integrar en la realidad del presente las dimensiones del
pasado y el futuro.

Nuestro yo [...] vive solamente en el momento; tras de sí, el ilimitado


vacío de lo que ha pasado; ante sí, el ilimitado vacío de lo que vendrá. - Pero
este vacío hacia atrás se lo llena el yo con las representaciones de lo que fue,
con recuerdos en los cuales lo pasado es no-pasado; y el vacío hacia delante se
lo llena con las esperanzas y los planes, con las representaciones de lo que él
quiere realizar mediante la voluntad o espera ver realizado por otros (Droysen,
1974: 19).

De una manera más explícita aún formula esta misma idea acerca del pasado, cuya
retención mediante el recuerdo para salvaguardar el sentido histórico le interesa
primordialmente:

Lo dado para la investigación histórica no son las cosas del pasado, pues
éstas han pasado, sino lo que de ellas hay de no pasado aún en el ahora o aquí,
sean recuerdos de lo que fue y aconteció o residuos de lo que ha sido y ha
acontecido (1. c., 327).

Éste fue el motivo fundamental que le indujo a Droysen a escribir su "Histórica", una
de las obras que mejor responden a la sensibilidad de la época y que logra no solo
desarrollar una teoría consistente de la historia, sino dejar bien sentada la necesidad de la
historia para el hombre, una especie de exposición de sus beneficios al modo de
Nietzsche, pero en un sentido más radical, por cuanto la lleva a cabo desde las raíces
ontológicas.

Las indicaciones tanto de Burkhardt como de Droysen confirman uno de los


aspectos en que en más de una ocasión nos hemos reiterado. La historia no es una

251
cuestión sólo para eruditos, sino que responde a una estructura originaria, consistente en
que el hombre hace historia para llegar a ser él mismo y la expone o escribe para
conocerse. El vacío que se produce cuando se debilita o pierde en parte la continuidad
implica que el hombre pierde consistencia en su ser y sentido de la orientación en su
vida.

Suponiendo que es necesario admitir la existencia de la continuidad en la historia, es


conveniente recordar que su aceptación o rechazo no carece de consecuencias. Un
ejemplo manifiesto lo constituye la polémica suscitada por el trabajo de E Fischer (1961),
que puso de relieve los factores que habían llevado al desencadenamiento de la Primera
Guerra Mundial. Esto "hirió el gran tabú nacional de los alemanes, su culpa, relativa al
menos, en el origen de la guerra de 1914" (Geiss, 2003: 42).

Pero además a partir de aquí se impuso la pregunta por la continuidad del segundo al
tercer "Reich", por tanto, la continuidad de la política alemana desde 1871 hasta 1945
con sus consecuencias también en el terreno académico:

La continuidad alemana de 1871 a 1945 no se podrá exponer sin tener en


cuenta los factores económicos e histórico-sociales, por lo que la controversia
en torno a Fischer contribuyó a que se abriera camino la investigación
histórico-social de la República Federal (Geiss, 2003: 49).

¿Cuál es el hilo conductor de la continuidad? O dicho de otra forma más radical: en


qué se apoya la continuidad de forma que no sólo existe porque el hombre así lo quiere y
pone los medios adecuados para lograrlo, sino que se comporta de ese modo porque está
intrínsecamente llamado a ello y no puede menos de hacerlo? Esta pregunta, que de
forma más o menos equivalente está presente en nuestra época, aunque no siempre
formulada de modo explícito, ha recibido varias respuestas, difícilmente conciliables entre
sí, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que la continuidad es un "concepto
equívoco" (Baumgartner, 1972: 48).

En el comienzo de esta galería de opiniones podemos situar a Hegel quien, sin negar
la dimensión de discontinuidad o de ruptura con la historia, como lo ponen de manifiesto
fenómenos como el de la Revolución francesa, mantiene sin embargo que la verdad o
soporte de la discontinuidad es la continuidad, en cuanto que ésta es la que permite
hablar con sentido de la pertenencia de aquella a una misma realidad básica, llámese esta
sociedad burguesa (cf. Ritter, 1965: 67 y s.), "el espíritu objetivo", o de forma más
concreta y más acorde con el lenguaje del propio Hegel, 11 el espíritu del mundo".

252
En esta tarea del espíritu del mundo, los estados, pueblos e individuos se
asientan en su determinado principio particular, que en la constitución de
aquellos y en toda la extensión de los mismos tiene su explicitación y realidad
efectiva. De éstas son ellos [es decir, los estados, pueblos e individuos]
conscientes y están profundamente dedicados a su interés. Al mismo tiempo
son instrumentos conscientes y miembros de aquella tarea interna, en la que
estas figuras [de nuevo, los estados, pueblos e individuos] desaparecen. Pero
el espíritu en y para sí, prepara y elabora el paso a un escalón superior más
próximo (Hegel, 1970: §344, TW 7, 505).

Hegel afirma que existe discontinuidad en la historia, no porque estados y pueblos


desaparecen, sino porque son figuras - un concepto fundamental en su pensamiento -
puesto que en cada figura se condensa el contenido de una realidad histórica
determinada. Con las figuras desaparece la historia misma en uno de sus modos de ser.
Luego hay discontinuidad. Pero ésta no tiene la última palabra, puesto que tanto las
figuras que desaparecen como las nuevas que aparecen tienen como soporte sustancial,
que garantiza la permanencia y por tanto la continuidad, el espíritu del mundo. (Sobre la
importancia del concepto de figura en Hegel en relación con la historicidad cf. Álvarez
Gómez, 1978: 114 y ss.; Kohl, 2003: 198 y ss.).

El debilitamiento de la metafísica a partir de Hegel ha hecho que quienes están


convencidos de que es preciso mantener la idea de la continuidad en la historia recurran a
otro tipo de razonamientos. Dilthey, por ejemplo, que influye fuertemente en las
discusiones posteriores sobre el problema filosófico de la historia, determina en buena
medida la idea de continuidad en este ámbito. La historia es por de pronto un nexo
dinámico amplísimo que integra en sí otros nexos dinámicos de menor extensión, como
son "educación, vida económica, derecho, funciones políticas, religiones, sociabilidad,
arte, filosofía, ciencia" (Dilthey, 1927: 168).

Cada momento histórico es así un complejo de nexos dinámicos que están integrados
por partes relacionadas entre sí. El curso temporal y los cambios que en él tienen lugar
han de entenderse, por referencia a nexos dinámicos, "como un todo continuo y, sin
embargo, separable en segmentos temporales" (1.c.,177).

No se puede negar que la concepción de Dilthey, además de compleja, es rica y


variada en su exposición. Pero es al mismo tiempo muy simple, en cuanto que tiene
como modelo la estructura de las vivencias, tal como ésta se da en los individuos:

253
La forma fundamental del nexo surge por tanto en el individuo que recoge,
en un único curso vital, presente, pasado y posibilidades del futuro. Este curso
vital reaparece luego en el curso histórico en el que están integradas las
unidades vitales (Dilthey, 1927: 155).

Dilthey parte del supuesto problemático de que lo que se da en un individuo se


encuentra de modo general "mediante el comprender" - durch das Verstehen - en los
demás individuos por ajenos y extraños que sean, sin tomar por tanto en consideración
las diferencias esenciales entre individuo e individuo, sobre todo entre individuos
humanos, y muy especialmente si pertenecen a épocas históricas diferentes. Pero más
grave es la tras posición que realiza de la estructura de la vivencia individual a las grandes
entidades históricas como el estado, el arte, la cultura, la religión. Esa identificación de lo
microhistórico y lo macrohistórico - como se podrían formular esos dos diferentes niveles
- no parece justificada en la concepción de Dilthey, por más brillante que sea y por
grande que sea el atractivo que aún hoy ejerce. La idea de continuidad es claramente
subrayada, pero no pasa de ser una afirmación, a la que se puede oponer fácilmente la
contraria.

En contraste con esta concepción cobra especial relieve la correspondencia entre


Dilthey y el conde Paul Yorck von Wartenburg. La correspondencia va de 1877 a 1897,
tiene pues lugar más de diez años antes de que se publicaran los textos de Dilthey arriba
citados. A lo largo de 156 cartas van desgranando ambos una serie de opiniones de gran
interés, tanto teológico como filosófico, especialmente las que, bien directa bien
indirectamente, se refieren al tema de la historia y de la historicidad. Es uno de los puntos
en que cristaliza este último concepto que tiene una trayectoria apasionante a partir de
Hegel, quien lo introduce y sin cuya referencia explícita o implícita difícilmente se puede
seguir su accidentado proceso hasta el día de hoy (cf. Renthe-Fink, 1968: 20 y ss. y
especialmente W.Jaeschke, 1995: 363-373). De la mencionada correspondencia quisiera
destacar ahora aquellas partes en las que Yorck se distancia de Dilthey sin que esto ponga
en cuestión que comparte con él puntos de vista fundamentales.

En primer lugar, ambos difieren acerca del alcance que se debe reconocer a los
dogmas del cristianismo, siempre en el ámbito de la confesión protestante que a su modo
comparten ambos. Dilthey que es proclive al panteísmo, en el que caben, como
momentos del mismo, ideas muy diferentes entre sí, como son las de Plotino, Orígenes,
Agustín, Scoto Eriúgena, Tomás de Aquino o Spinoza, entre otros, propone una
concepción según la cual "lo infinito es viviente y móvil en dirección a lo finito, e
igualmente desde lo finito avanza un nexo vital hacia lo infinito" (citado en Renthe-Fink,

254
1968: 104).

Yorck que sigue de cerca los escritos de Dilthey, con quien comparte la convicción
de que tanto la teología como la filosofía deben expresar algo esencial en consonancia
con el pulso de la vida misma, sostiene que los dogmas deben mantenerse en su
significado propio sin disolverse en esa concepción vital de signo panteísta. En una carta
de 15 de diciembre de 1893 que hace el número 103 de la correspondencia, se manifiesta
en estos términos:

La dogmática fue el intento de una ontología de la vida superior, de la vida


histórica. La dogmática cristiana no pudo menos de ser este precipitado
contradictorio de una lucha vital intelectual, porque la religión cristiana es
vitalidad suprema [...]. Todas aquellas determinaciones dogmáticas existen aun
en la comunidad cristiana viviente. Tienen por tanto que representar un valor...
Los conceptos dogmáticos... están todos ellos extraídos de la profundidad de la
vitalidad natural. Solamente aquí se halla el fundamento de la suficiencia del
símbolo [...]. Los símbolos están extraídos de la profundidad de la naturaleza,
porque la religión en sí misma - me refiero a la cristiana - es sobrenatural, no
antinatural (Dilthey/Yorck, 1995: 154 y s.).

Es, en segundo lugar, digno de mención que Heidegger dedique tanta atención al
conde de Yorck en un apartado de Ser y Tiempo en el que se ocupa explícitamente de las
investigaciones de Dilthey y de Yorck sobre el problema de la historicidad. La mención
de Dilthey es muy breve y en ella Heidegger fundamentalmente se limita a decir que el
análisis que él mismo ha realizado sobre dicho concepto es "el resultado de la aparición
del trabajo de Dilthey" (1963: 397). Con el conde de Yorck la situación es distinta. Le
dedica cinco páginas en las que simplemente trascribe textos de las cartas dirigidas a
Dilthey, pero con la intención de subrayar los aspectos que más le interesan en relación
con su propia concepción. Es un caso único en Ser y Tiempo, pues con ningún otro autor
Heidegger se detiene a extractar tantos textos. Esto se explica porque, por la fecha en que
se publicó la correspondencia (1923), no había tenido tiempo de apropiarse la concepción
de Yorck, aunque sí el suficiente para darse cuenta de su excepcional importancia. El
texto que más le llama la atención es aquel de la carta 122 en el que Yorck se distancia de
Dilthey porque entiende que las investigaciones de éste - se refiere a Ideas acerca de una
Psicología descriptiva y analítica, de 1894 - "acentúan demasiado poco la diferencia
genérica entre lo óntico y lo histórico" (Dilthey/Yorck, 1995: 399). Esto implica que el
modo de ser de lo histórico es diferente por completo de lo óntico, tanto que propiamente
no es.

255
El punto nuclear de la historicidad es que todo dato psicofísico no es [por
ser entiende Yorck aquí el ser de la naturaleza], sino que vive (Dilthey/Yorck,
1995: 71).

Y a su vez, porque la vida es completamente diferente del ser, por eso hay una
filosofía de la historia (cf. 1. c., 223). Como Dilthey no ha acentuado suficientemente la
diferencia entre lo óntico y lo histórico se ha cerrado el camino para comprender
adecuadamente la historia y, por tanto, podemos añadir nosotros, la continuidad de la
misma. Heidegger conecta con esta especie de hallazgo que le proporciona el conde de
Yorck para proponer una radicalización que consistiría en elaborar una concepción que
haga ver que lo óntico y lo histórico se retrotraen a "una unidad más originaria" (1963:
43). Heidegger no desarrolló esta idea en Ser y Tiempo y tampoco, por lo que yo sé, en
su filosofía posterior. Pero tiene razón sin duda al señalar la innovación que supone la
concepción del conde de Yorck. La aplicación que podemos hacer a la cuestión que
ahora nos ocupa es que, precisamente porque lo histórico es constitutivamente
cambiante, no podrá su continuidad comprenderse al margen de un algo continuo que le
sirva de soporte y sin lo cual el propio cambio no es pensable.

En esta misma línea de postular algo que excede el ámbito de lo estrictamente


empírico se puede considerar la forma en que Yorck concibe la filosofía de la historia. Lo
meramente óntico se da también en el campo de la historia. Esto al parecer no lo supo
apreciar Heidegger en Yorck. Es el ámbito de lo empírico, esencial e irrenunciable. Pero
más allá de esto hay otro nivel, el del apriori, en el que, en su opinión, el mismo Dilthey
se movía sin ser tal vez plenamente consciente de ello. El texto, que se encuentra en el
mismo contexto en que se afirma, frente a Dilthey, la necesidad de una filosofía de la
historia, bien merece ser transcrito aquí por su agudeza y precisión:

Que la filosofía de la historia es posible y en qué medida lo es lo ha puesto


usted mismo de manifiesto con su proceder [...]. Simplemente, no se debe
concebir la filosofía como construcción. Yo diría: sólo la filosofía de la historia
es historia como ciencia. El material histórico es preciso adquirirlo mediante
investigación empírica y llevarlo así al grado más alto de seguridad, es decir, a
la probabilidad más alta. Lo históricamente óntico, es preciso vitalizarlo
mediante el movimiento vital de quien lo conoce. Hasta aquí llega la escritura
de la historia como arte. El análisis psicológico, añadido y en cierto modo
entretejido, proporciona la dignidad de la ciencia. El material, que por de
pronto es óntico, hay que aprehenderlo de modo puramente empírico. Pero
una vez que se ha traspasado el dintel archivarlo, crítico-diplomático, la

256
cualidad histórica aparece enseguida de modo eficiente y como algo que
corresponde a dicho material. Frente al carácter óntico del material la
captación del mismo acontece a priori. Pero ésta no es una aprioridad
abstracta. La apropiación es al mismo tiempo una exteriorización ampliadora,
un fenómeno más elevado de la historización del hombre (Dilthey/Yorck,
1995: 223).

Lo psicológico es preciso entenderlo en el contexto en que se mueven Dilthey y


Yorck, como equivalente a lo filosófico. Los grados de conocimiento - conocimiento a
posteriori o empírico y conocimiento a priori o científico - responden al objetivo de no
pretender que el conocimiento del verdadero significado de la historia se quede en el
mero juego de datos empíricos, que es el reproche que tanto Yorck como Dilthey hacen
a la concepción de Ranke y sus seguidores. Pero más allá del propio Dilthey, Yorck
aboga por poner bien de manifiesto la dimensión a priori que, a la vez que es
determinante de lo a posteriori y en este sentido está "entretejido" con ello, no está en su
nivel y por ello no cabe decir que ambas dimensiones - la de lo a priori y lo a posteriori -
formen especie alguna de mezcla.

Por último, esta idea está en consonancia con alguna de las ideas expuestas en su
obra póstuma. Más en concreto me interesa la que se refiere a que ya la religiosidad del
judaísmo presuponía la historicidad de Dios.

Exclusivamente activo, exclusivamente histórico es el Dios judío. La


historicidad que, entre religiones precristianas, distingue a la conciencia judía,
está concentrada en Dios. En él hay presente, actualidad. Al hombre religioso
le queda sólo futuro, esperanza, expectación (Yorck, 1991: 18).

Pero, de forma más concreta aún, el verdadero "presupuesto de la conciencia


histórica y, con ello también, el conocimiento de la historicidad es primariamente el punto
de vista cristiano, porque es vitalidad absoluta" (Renthe-Fink, 1968: 128) que incluye una
estrechísima relación esencial de vida y muerte:

La muerte es una característica de la vida y la trascendencia radical del


punto de vista más profundo de la conciencia, el punto de vista cristiano
postula la vida como una característica de la muerte (Yorck, 1991: 88).

Quedémonos con que Yorck afirma una doble dimensión absoluta de diferente nivel:
la aprioridad, que fundamenta el conocimiento de la historia en su significado último; y

257
por otra parte, en correspondencia con esa aprioridad, "la vitalidad absoluta" del Dios
cristiano, que es pura historicidad en cuanto Dios encarnado. Es algo que en nuestros
días ha puesto de relieve, con precisión y a la altura de los tiempos, O.González de
Cardedal:

Si el cristianismo no fuera otra cosa que un teísmo más o menos matizado,


nos atreveríamos a decir que no tendría capacidad histórica, puesto que
afectando en general a todos los hombres, el hombre individual no acabaría de
ver con sus ojos y palpar con sus manos cómo de verdad lo divino le afecta a
él mismo, al individuo humano en su radical unidad sin desnaturalizarlo. El
cristianismo implica una doble faz: un absoluto metahistórico que llamamos
Dios y un absoluto intrahistórico que llamamos Jesús de Nazaret (2005: 526).

Yorck no convierte la continuidad en tema de su reflexión sobre la historia. Pero esa


continuidad está implícitamente afirmada, porque tanto la aprioridad en el ámbito
epistemológico, como la vitalidad absoluta en el ontológico nos ponen ante la presencia
de una y la misma realidad sin menoscabo de su índole cambiante. Dilthey, en cambio,
partidario de una teología trascendental con vistas a un panteísmo desde el que se
legitimen las diferentes cosmovisiones, no tiene tan fácil remontar la mera sucesión
histórica y proporcionar apoyo a la idea de continuidad.

Ya en el siglo XX han existido intentos de fundamentar la continuidad. Aquí nos


referimos a ellos de forma muy sumaria. M.Müller, en línea con la concepción
heideggeriana, propone una historia ontológica, que no es sino el ser mismo en cuanto
incondicionado, que se vuelve a nosotros o se distancia de nosotros, precediendo en
cuanto sentido fundamental o fundamento-sentido toda continuidad de nuestras acciones
y nuestras obras, de nuestra conciencia y de nuestra vida (cf. 1964: 101). Una
fundamentación estrictamente teológica de la continuidad de la historia propone
W.Pannenberg, quien apoyándose en la acción libre del Dios Creador, considera que
mediante la radicación de "los acontecimientos contingentes en lo que ha sido se produce
la continuidad en cada caso siempre de nuevo" (1967: 74). Bajo una perspectiva
estrictamente fenomenológica L.Landgrebe, manteniendo también que la continuidad de
la historia "es producida en cada caso siempre de nuevo", no se remite a un principio
trascendente, sino a la estructura de la propia acción humana:

Así como la historia no tiene en sí misma su continuidad y su unidad,


porque historia solamente hay mediante el obrar de los hombres, y porque su
continuidad es producida en cada caso siempre de nuevo, allí donde el obrar

258
relaciona lo pasado a lo que se ha de realizar en el futuro, solamente se puede
dicha continuidad decidir en cada caso, en el acontecimiento del obrar con
respecto al término (Ende) en cuanto sentido (Sinn) y fin (Ziel) de lo que
sucede (Langrebe, 1968: 199 y ss.).

Bajo la perspectiva de la hermenéutica, por él mismo pensada y elaborada,


H.G.Gadamer hace descansar la continuidad de la historia exclusivamente en la actividad
humana. No es pues algo que discurra por sí mismo y sobre lo cual quepa tener una
certeza tranquila. Es por el contrario "una tarea que se le plantea en toda conciencia
humana de la experiencia" y que debe llegar a su completad en la tradición, que no se
realiza por sí misma y no tiene la inocencia de la vida orgánica.

Todo lo que pasa se hunde en un olvidar, y esta acción de olvidar es lo


que posibilita retener y conservar lo que resuena en el olvido y va a dar al
olvido. Aquí está la tarea de llevar a cabo la continuidad de la historia
(Gadamer, 1976: 160).

Es una respuesta radical sin duda a esta cuestión de la continuidad de la historia.


Tiene a su favor el hecho incuestionable de que al escribir la historia, por más voluntad
de verdad que se tenga, es preciso llevar a cabo la tarea de reconstruir lo dado en el
acontecer. Pero aunque este modo de situarse frente al acontecer se dé no sólo en el
historiador, sino también, aunque en otro nivel, en la conciencia ordinaria, hay siempre
una mediación estrictamente objetiva de unos aconteceres con otros, que se da por
supuesta, por más que no siempre se sea consciente de ella, una mediación en la que la
conciencia, también la del historiador, es un factor entre otros.

Tal mediación nos lleva a volver de nuevo la mirada a Droysen quien supo poner de
relieve el papel determinante que en la continuidad de la historia tiene el nexo real de
dependencia e interacción de unos acontecimientos con otros.

Vemos aquí [en la historia] un devenir constante de nuevas formaciones


individuales. Cada nueva formación no sólo es diferente de la anterior, sino
que proviene de otras anteriores y está condicionada por ellas, de forma que
las presupone y las contiene en sí de forma ideal, las lleva adelante y en ese
llevarlas adelante hace ya referencia a la configuración ulterior que la seguirá.
Es una continuidad, en la que todo lo anterior se amplía y completa por lo
posterior (Droysen, 1974: 12).

259
Esto nos permite pasar al apartado siguiente.

4.1.2. Dependencia causal de los acontecimientos o la identidad como resultado de la


acción

Como hemos visto, hay diferentes teorías para explicar la continuidad, pero en cada caso
se da por supuesto que la continuidad existe, porque de otro modo no se acierta a ver de
qué modo se puede pensar la historia. Si los acontecimientos históricos se van
sucediendo unos a otros, han de tener algo que ver entre sí, a menos que los veamos
como algo caótico. Pero aún esto no sería posible, si partimos de que se trata de
verdaderos acontecimientos, ya que al menos tendrán en común eso en virtud de lo cual
los calificamos de ese modo. Las diferencias entre unos y otros, por grandes que sean,
no podrán neutralizar una identidad básica. En el caso de Alemania, donde la cuestión de
la continuidad se ha planteado con gran intensidad, puede haber un motivo sobreañadido,
además del estrictamente académico, como sería intentar conectar con aquella tradición
que se pueda considerar como más auténtica a la vista de un pasado reciente, harto
sombrío. Pero aunque éste sea el caso, no es posible cambiar ni la perspectiva ni el lugar
desde los que esa conexión con el pasado se intenta establecer. Somos lo que somos. Es
inútil intentar imaginar para nosotros una realidad distinta de ésa, por más que nos
podamos sentir inclinados a ello. Y en esa realidad juega su papel todo lo que nos ha
precedido, incluidas las ruinas del pasado, próximo o lejano.

Por lo demás, hay algo enfermizo en el intento de continuar la historia conectando


con algún punto del pasado y procediendo como si todo lo demás no hubiera existido.
Ese empeño no es siquiera realizable, aunque el mero hecho de intentarlo ya sea funesto.
No se afirma por ello que no tenga sentido construir el futuro en contraste con lo que ha
sido el pasado. Al contrario, tal contraste es inevitable, pero eso mismo implica que
aquello de lo que nos distanciamos o, incluso con lo que nos enfrentamos, cuenta para
nosotros. Somos en este sentido nosotros y lo otro de nosotros mismos.

Partiendo pues de que hay algún tipo de continuidad y la consiguiente identidad


propia de lo histórico surge, espontánea, la pregunta: ¿cómo se produce esa identidad,
qué factores la causan? Una cosa es la continuidad o permanencia de la historia - que se
supone que siempre tiene que darse - y otra cosa es que sea de este o aquel signo, que
tenga estos o aquellos contenidos concretos. Esto se debe - pensamos instintivamente - a
que hay agentes que los han producido, es decir, a que los acontecimientos concretos
tienen una causa. Parece difícil no admitir que esto es así. Dicho en positivo: eso sería lo
que se ajusta a la razón según la afirmación de Locke.

260
Según la noticia que perciben nuestros sentidos de las vicisitudes
constantes de las cosas no podemos menos de observar que varios
particulares, tanto cualidades como sustancias, comienzan a existir y que
reciben su existencia de la debida aplicación y operación de algún otro ser. A
partir de esta observación obtenemos nuestras ideas de causa y efecto (Locke,
1959: 1, 432). "Cada cosa que tiene un comienzo tiene que tener una causa";
esto es "un verdadero principio de la razón" (cit. en Albrecht, 2001: 391).

Por más obvio y racional que esta tesis parezca, sabemos que surgen dudas una vez
que se intenta aplicarla a un determinado campo. Esto ha sido repetidamente así en el
proceso del pensamiento y lo es también, de manera especial, en relación con la historia.
¿Qué se aclara con decir que todo acontecimiento es producido por alguna causa?
¿Contribuye ello a aclarar en alguna medida su índole? Y en el caso de que sea así, ¿cuál
es su alcance? ¿No existen para cada acontecimiento infinitas causas que hacen poco
menos que imposible lograr un conocimiento, siquiera sea aproximado, de su significado?
La simplificación a que buena parte del pensamiento moderno ha sometido el concepto
de causalidad hace que se haya poco menos que olvidado su virtualidad, en general y
especialmente en el campo de la historia. Se ha ido imponiendo, en efecto, la idea de que
la causa, entendida ahora como causa eficiente, es válida originariamente para las
ciencias de la naturaleza, porque es aquí donde los fenómenos, tal como nos son
accesibles mediante la experiencia, sólo son pensables mediante la conexión secuencial de
causa y efecto (c£ Gadamer, 1976: 192).

Respecto de la historia ha ocurrido que al hablar de "causa" se da por sobreentendido


que se está hablando de causa eficiente, es decir, que ya en este sentido se está
procediendo de hecho como si, en cuanto a su originación, no hubiera diferencia entre los
fenómenos de la naturaleza y los de la historia. Y por otra parte, el tratamiento de la
historia se ha dejado contagiar por el ideal científico de las ciencias empíricas de la
naturaleza en cuanto que, al igual que estas, pretende reflejar con exactitud la objetividad
de los fenómenos. Que las cosas aquí distan de estar tan claras nos lleva a volver la vista
atrás, en el intento de detectar algún tipo de causalidad que esté más en correspondencia
con la índole de los acontecimientos históricos.

Según Aristóteles, a diferencia del conocimiento de lo que viene dado de forma


inmediata en la experiencia, del hecho de que algo existe - el que algo es-, el
conocimiento de la causa encierra en sí el saber por qué algo es de esta o aquella forma
(Física 1, 1, 184 a 10-14, 1996: 3), con otras palabras, por qué a una cosa le pertenece
algo (c£ Met., VII, 17, 1041 a 10b-11, 1990: 403-406). Para expresar esto último

261
Aristóteles, en orden a precisar bien lo que pretende, se sirve de la expresión 'tt xatiá
titvoS que describe un campo de significación muy complejo (c£ Tugendhat, 1982: 67-
120). El que algo pertenezca a algo es lo que implica saber qué es, pero para ello es
preciso saber por qué, Sta 'tt. Aristóteles recurre con frecuencia a esta expresión para
indicar el significado de causa (cf. Física II, 7, 198 a 15, 1996: 54; Met. 1, 3, 983 a 29;
1990: 18), y de su importancia para él da idea el que mediante la causa, se define lo que
la cosa es, el qué es (Tt taTtv). Quien sabe por qué se eclipsa la luna sabe también qué
es un eclipse de luna (c£ Anal. Post. 1, 14, 79 a 23-25; II, 2, 90 a 6-18; II, 10, 93b, 39;
1988: 349, 394, 411).

La noción general de causa es por tanto el porqué, el Sta Tí, todo aquello que hace
que una cosa llegue a ser lo que es, a poseer el ser y a poseerlo de este o aquel modo
concreto. Es como la serie de filtros por los que algo tiene que pasar, antes de existir,
para llegar a existir y simultáneamente pertenecer a un modo de ser determinado. Si se
tiene esto simplemente en cuenta y luego se piensa en acontecimientos históricos
relevantes uno ya advierte, aunque sea aún de manera confusa, que dar cuenta de ellos
mediante la respuesta al por qué correspondiente tiene que ser algo más complejo que
simplemente indicar este o aquel factor. Ante un acontecimiento de tanto alcance como la
Revolución francesa, no será suficiente explicar que en sus líneas fundamentales
discurrió tal como lo concibió Robespierre, tampoco tal como en conjunto lo idearon
sucesivamente las personalidades que habitualmente son consideradas como
protagonistas, aunque no se tuviera en cuenta más que el hecho de que buena parte de
ellas fueron víctimas de la misma revolución, señal de que ésta no se hallaba en sus
manos; no al menos de una forma plena. Luego no fueron causa adecuada de la misma.

Aristóteles mismo nos ayuda a clarificar el ámbito de la causalidad al distinguir cuatro


significados fundamentales en correspondencia con los cuatro modos en que se puede
responder a la pregunta acerca del porqué, aspecto este del lenguaje que en la lectura de
Aristóteles siempre está presente: ¿qué queremos decir cuando afirmamos que algo es tal
cosa? En este caso: ¿qué pretendemos básicamente decir cuando inquirimos el porqué de
algo y mediante esto queremos saber qué es ese algo? Aristóteles distingue cuatro
aspectos fundamentales, que vienen a coincidir con lo que más adelante Alejandro de
Afrodisia consideró, en un lenguaje que hizo fortuna, como las cuatro causas: formal,
final, material y final.

En éste, como en tantos otros casos, Aristóteles no duda en recurrir a ejemplos


tomados de la vida diaria ordinaria, que por tanto están a la vista de todos y cuyo
significado es también accesible por lo general. Tal es por ejemplo el caso de la sierra.

262
Para que ésta corte tiene que estar hecha de un material duro y resistente, por ejemplo de
hierro (c£ Met. VIII, 4, 1044 a 28); tendrá que tener además una forma determinada,
como es estar dentada. Ha de tener una forma o configuración, adecuada a la función
para la que se quiere destinar. Lo cual implica que la forma que recibe la materia está en
razón del fin que mediante la cosa en cuestión, en este caso la sierra, se quiere conseguir,
por ejemplo cortar leña para hacer fuego. Para que la sierra cumpla su objetivo es
imprescindible la acción que la ponga en funcionamiento, aspecto este que según
Aristóteles había olvidado Platón, quien por ello no habría sabido cómo y por qué las
ideas pueden ser causas (De gen. et corr. II, 9, 335 b, 7-16; 1987: 110 y ss.). Aparte de
lo dicho son oportunas otras dos consideraciones. De una parte, las diferentes causas, al
tener un mismo efecto, han de tener en buena lógica, y a la vez en mayor o menor grado,
una estrecha relación entre sí.

Es evidente, pues, que éstas son las causas y éste su número. Y puesto
que las causas son cuatro, es propio del filósofo de la Naturaleza el conocerlas
todas; y dará una explicación de orden físico si refiere el porqué a todas ellas:
la materia, la forma, lo que mueve y el para qué son una sola cosa, y aquello-
de-donde se origina primeramente el movimiento es, en cuanto a la especie, lo
mismo que éstas [...]. De modo que da respuesta al porqué aquel que lo refiere
también a la materia, así como al qué-cosa-es y a lo que mueve en primer
término (Aristóteles, Física II, 7, 198 a 21-34; 1997: 54 y s.).

Aducimos a continuación un breve comentario de G. R Echandía a este texto porque


sintetiza acertadamente la idea de Aristóteles:

El principio eficiente del llegar a ser o de las modificaciones de una cosa


está en la forma o esencia de otra, o en ella misma en tanto que otra: la causa
eficiente del embrión es la forma del progenitor; pero también el telos de un
embrión es la forma que ha de alcanzar, la realización de sus propias
estructuras: es el llegar a ser plenamente lo que ya era: así, para Aristóteles, la
esencia y la forma sustancial es lo que hace que algo llegue a ser lo que es
(Echandía, en Aristóteles, 1995: 159, nota 71).

La segunda consideración se refiere a que muchos fenómenos sólo se pueden


retrotraer a la causa material, no a la forma y al fin (De part. anim. 1, 1, 642 a 2 y s.; De
gen. anim. V, 1, 778 a 34 y s.), por ejemplo la oxidación de los metales, en el caso antes
mencionado la oxidación de la sierra. Aparte de esto, la importancia del concepto de
causa para la concepción general de Aristóteles estriba, entre otras cosas, en que la

263
sustancia es considerada como causa. La sustancia y naturaleza de las cosas, que son
objeto de nuestro conocimiento, es, tal como se condensa en la fórmula un hombre
engendra a un hombre, simultáneamente causa formal, causa del movimiento y causa
final (c£ Física II, 7, 198 a 24-27; 1996: 54; Met. VII, 7, 1032 a, 22-25; 1990: 346 y s.).

Que la sustancia es causa lo asumirán siglos más tarde Schelling y Hegel. Pero aquí
mencionaremos ya una aplicación de lo anteriormente expuesto a la historia y, en
términos generales, por lo que se refiere a la complejidad del concepto de causa. Su
reducción a la causación eficiente se ha asentado también en la historia con
consecuencias que saltan a la vista. Cuando se producen acontecimientos históricos que
cabe caracterizar como extraordinarios en razón de sus consecuencias, sean positivas o
negativas, según que redunden en beneficio o en perjuicio de la humanidad, es
comprensible que dichos acontecimientos se vinculen a personas que en ellos han tenido
un protagonismo especial. Pero pretender hacer de eso una explicación exclusiva es sin
duda equivocado. La causalidad eficiente, sean muchos o pocos los agentes que la llevan
a cabo, no basta. Existen, sobre todo, en algún tipo de acontecimientos también "ideas",
causas por así decirlo formales, que impulsan a la acción. Es lo que se quiere expresar
cuando genéricamente se habla de ideas en acción para indicar, por ejemplo, la defensa
de la nación, la protección de un pueblo, la expansión cultural o económica, etc.

Tampoco estas causas formales - valga decir, sistemáticasson suficientes, como ya


hizo valer Aristóteles frente a Platón. Tiene que haber objetivos o fines determinados y
concretos, que no son ajenos a las estructuras formales y que en parte coinciden con
ellas, pero que intencionalmente al menos incluyen la referencia al tiempo en que se han
de lograr. ¿Y la causa material? ¿Dónde se sitúa en casos como los aludidos? Tal vez en
la población como una especie de fuerza instintiva que pugna por salir hacia delante y
que necesita sólo de una configuración por parte de los tres factores antes indicados:
agentes, ideas, fines. Se puede incluso precisar más e incluir una quinta causa. El
platonismo medio la llamó ejemplar o paradigmática. Aunque las formas de vida pasadas
no se repiten literalmente, influyen a su modo cuando deliberadamente se toman como
modelos a seguir. Y aún los neoplatónicos introdujeron una sexta causa, la instrumental,
que también hace al caso. Por vía de ejemplo, aunque no es ni mucho menos el único,
puede mencionarse el armamento bélico como instrumento o como medio, sin el que
determinadas estructuras ideadas apenas se habrían podido poner en marcha. Por otra
parte, tratándose de pueblos y sociedades complejas, cabe la consideración de Aristóteles
acerca de que hay casos en que la causa material funciona por sí misma y no se deja
retrotraer a las demás causas, sobre todo cuando la materia entra en un proceso de

264
deterioro. Así parece que en ocasiones los pueblos o los estados entran en una fase de
decadencia tal que no hay nada ni nadie que pueda ponerlos en pie de nuevo. Y, en
definitiva, lo que pasa es que lo que el pueblo es, su sustancia o naturaleza, aparece
como polarizada en una sola dirección sea positiva o negativa, como en el caso del
deterioro.

Una mirada retrospectiva a Aristóteles nos posibilita por tanto ver la relación entre
causa y efecto desde una perspectiva más amplia que aquella a la que una trayectoria
unilateral del pensamiento nos tiene habituados. Una rememoración de ciertos textos de
Kant es también saludable en este sentido. Su concepción representa un reforzamiento de
la causalidad. Ésta es por de pronto una categoría del entendimiento para expresar la
dependencia del efecto respecto de la causa. El hecho de que el concepto de causa esté
fundado completamente a priori en el entendimiento le otorga la dignidad fundamental de
trascender la dimensión meramente empírica en la que se le venía considerando hasta
entonces.

Este concepto exige de todo punto que algo, A, sea de tal índole que otra
cosa, B, se siga de él necesariamente y según una regla absolutamente
universal. Los fenómenos suministran datos a partir de los cuales es posible
una regla según la cual algo sucede habitualmente, pero nunca una regla según
la cual la secuencia sea necesaria. De ahí también que a la síntesis de la causa
y el efecto le sea inherente una dignidad que no se puede en modo alguno
expresar empíricamente y que consiste en que el efecto no sólo se añade a la
causa, sino que está puesto por ella y se sigue de ella (Kant, KrV A 91; 1956:
132).

Se refuerza además la causalidad en Kant en un sentido que tiene que ver con el
tema general que nos ocupa, por cuanto la aplicación de las categorías a los fenómenos
sólo es posible si estos son subsumidos bajo la determinación trascendental del tiempo
(cf. 1. c. A 144; 1956: 202). Esto se traduce en que todo suceso, o todo lo que acontece
obtiene el lugar temporal que le corresponde:

Tan pronto como percibo o presupongo que en esta sucesión hay una
relación al estado previo, del cual se sigue la representación según una regla, se
representa algo como suceso o como algo que acontece, es decir, conozco un
objeto al que tengo que situar en un punto determinado del tiempo, un punto
que, dado el estado precedente, no puede serle asignado de otro modo. Así
pues, cuando percibo que algo acontece, lo primero que está contenido en esta

265
representación es que algo precede, ya que justamente con respecto a ese algo
obtiene el fenómeno su relación temporal, o sea, existir después de un tiempo
precedente en el que no existía aun. Pero en esta relación sólo puede obtener
su punto temporal determinado en cuanto que en el estado anterior se
presupone algo a lo que sigue siempre, es decir, según una regla. De ello se
sigue en primer lugar que no puedo invertir la serie y poner lo que acontece
antes de aquello a lo cual sigue; se deduce en segundo lugar que si el estado
que precede está puesto se sigue indefectible y necesariamente este suceso
determinado. Con ello acontece que deviene un orden en nuestras
representaciones, en el cual lo presente (en tanto que ha llegado a ser) remite a
algún estado precedente como correlato, todavía indeterminado, de este
acontecimiento dado y con el cual se relaciona de un modo determinante en
cuanto consecuencia suya y al cual conecta necesariamente consigo en la serie
del tiempo (Kant, KrV A 198 y s.; 1956: 249 y s.).

Ni aquí ni en este contexto, en el que expone la segunda analogía de la experiencia,


se refiere Kant a la historia, sino a los fenómenos en general, pero se pueden extraer
algunas consecuencias que confirman lo que venimos diciendo sobre la historicidad.

Kant vincula todo lo que acontece, también por tanto los acontecimientos históricos,
que tienen que ver con el mundo humano, con el tiempo de una forma rigurosa y precisa.
A cada acontecimiento le corresponde un punto, un sitio en la serie temporal y ningún
otro. En la medida pues en que tener un sitio determinado en el tiempo y no otro, entraña
un determinado significado habrá que considerarlo en relación con dicho tiempo. Ahora
bien, la relación temporal es constitutiva. Pues no se trata simplemente de la nueva
sucesión de momentos temporales, sino de algo que acontece en los mismos. A la
sucesión de momentos temporales corresponde estrictamente la sucesión de
determinados aconteceres: "Cuando percibo algo que acontece, lo primero que está
contenido en la representación es que algo precede", es decir, que algo acontece antes. Y
solo con relación a ese algo que precede obtiene el fenómeno su relación temporal.

Con otras palabras, un acontecimiento no se produce simplemente en cuanto que


tiene lugar después de un momento anterior, sino porque en ese momento ha tenido lugar
otro acontecimiento. Por consiguiente, la existencia de un acontecimiento determinado,
B, presupone otro acontecimiento, al que sigue según una regla. Es decir, no sigue
simplemente porque tenga que haber algún acontecimiento previo, sea uno u otro, sino
que la secuencia está cualificada, lo cual implica que el acontecimiento B, que está
determinado como tal cosa, sigue a otro acontecimiento, A, que está igualmente

266
determinado como tal cosa. Y que B sigue a A según una regla significa que sigue
solamente a A.De lo cual se desprenden las dos consecuencias que indica Kant: que la
serie no se puede invertir de ninguna forma; si pues B sigue a A es de todo punto
imposible que A siga a B. Y a su vez, una vez que A está puesto, se sigue necesariamente
este acontecimiento determinado.

Esto no es tan obvio, se dirá. Pues podría pensarse que B sigue necesariamente a A,
pero no que A preceda necesariamente a B. Sin embargo el concepto de causa implica
que en ella se dé ya todo lo que se requiere para que el efecto se produzca, de tal forma
que éste no pueda aparecer como algo fortuito. Si B sigue necesariamente a A, es porque
A genera necesariamente a B.De lo contrario B no estaría determinado en la forma en
que está, no sería, con otras palabras, B sino algo distinto en correspondencia rigurosa
con las características de aquello de lo que proviniera. El lenguaje de Kant, es duro, sin
duda. Nosotros sólo podemos conocer los acontecimientos según el orden que se
establece en nuestras representaciones, en virtud del cual existe una correlación estricta
entre lo presente y el estado precedente del que depende necesariamente y al que sigue
indefectiblemente. Esta correlación implica tanto que B está determinado por A como
que A, en cuanto causa, determina también a B, "al que conecta necesariamente consigo
en la serie del tiempo".

Un texto como este exige contemplar la relación del presente con el pasado bajo el
punto de vista de la dependencia causal, lo cual implica tres cosas fundamentales: a)
situar los acontecimientos en el "sitio" de la serie temporal que les corresponde, puesto
que de otro modo no cabe ninguna explicación adecuada de los mismos, teniendo en
cuenta que en ningún otro sitio habrían podido tener lugar; b) establecer la relación
precisa de cada acontecimiento con su causa que, como tal, tiene que estar
perfectamente delimitada, aunque lo normal es que sea muy compleja y conste de
múltiples elementos o factores, cuyo conocimiento da la medida del conocimiento que se
puede llegar a tener del acontecimiento en cuestión; c) establecer la relación de estricta
necesidad que existe entre la causa y el efecto en un doble sentido o dirección: en cuanto
que el efecto está necesariamente determinado por la causa y en cuanto que, a su vez, la
causa determina de forma igualmente necesaria al efecto. Que el cumplimiento de estos
requisitos, especialmente de los dos últimos, es muy difícil, es obvio y tal vez no se
pueda lograr nunca una precisión total. Pero será muy útil tener esto presente como
esquema orientador para, al menos, no presentar como conocimiento cierto el que no
pasa de ser conjetura.

Esta concepción kantiana acerca de la causalidad no es fácilmente aplicable al

267
conocimiento de la historia, por su extraordinario rigor, por estar moldeada pensando
sobre todo en las ciencias empíricas de la naturaleza y no tener expresamente en cuenta
los fenómenos históricos que contempla fundamentalmente bajo otra perspectiva y
porque, se reconozca explícitamente o no, se ha ido imponiendo un cierto escepticismo,
especialmente el inspirado por Hume, que se ha abierto camino en la consideración de la
historia. Es lo que por ejemplo se detecta en la teoría narra tiva de A.C.Danto cuando
reivindica la concepción del clásico inglés. Al margen de que la causalidad según Hume
no va más allá de lo que da de sí la repetición de la experiencia que no incluye necesidad
alguna,

es fácil de ver por qué a la vista de explicaciones causales en la historia queda


el sentimiento de una cierta falta de claridad y de precisión; por qué no
logramos comprobar también en la historia aquel carácter necesario en la
relación de causa y efecto, que creemos tener que percibir (Danto, 1965: 387).

Por otra parte el intento de aplicar a la historia principios generales apenas nos lleva,
como resultado, más allá de la referencia a casos que se subsumen fácilmente bajo
"principios generales de los que nos servimos en la vida ordinaria y que, una vez son
enunciables, apenas son en definitiva más que lugares comunes" (1. c., 386).

Bajo este supuesto escéptico en la consideración de la historia, Danto piensa que


objetivamente la historia no nos presenta un cuadro que nos permita comprobar la
continuidad de los fenómenos. Antes bien, lo que de ella resalta es la discontinuidad entre
los proyectos que se hacen y las series de acontecimientos que se relacionan con ellos.
Esto supuesto, la continuidad histórica no viene garantizada por la relación causal, sino
que "descansa en una construcción que a un mismo tiempo presupone y supera la
discontinuidad temporal' (Baumgartner, 1972: 287).

Esta concepción es similar a la que ya había formulado Simmel para quien "la
cuestión acerca de si [se da] continuidad o discontinuidad no (es) una alternativa que
haya que decidir objetivamente" (Simmel, 1968: 36). Se puede optar por la continuidad si
lo que interesa es poner de manifiesto la afinidad que tienen unos fenómenos con otros, o
por la discontinuidad, si el interés se centra en la peculiaridad individual que posee cada
acontecimiento (c£ 1. c., 35; Baumgartner, 1972: 136 y s.).

Lo que en pocas palabras quisiéramos hacer notar sobre el intento de resolver el


asunto de la continuidad histórica mediante la narratividad, dejando de lado la causalidad
estricta, es lo siguiente. La historia es en sí misma extraordinariamente com pleja por la

268
inabarcable cantidad y por la inimaginable variedad de elementos y factores que la
integran. Una selección es ya por ello inevitable y una cierta construcción también a la
hora de lijar el significado de los acontecimientos y establecer las conexiones ente los
mismos. Pero el criterio de la objetividad no se puede abandonar si se pretende que la
narración sea fiable. Tan variados y múltiples como puedan ser los hechos, lo son
también las conexiones causales, que no son menos objetivas. Tarea de la investigación
es descubrirlas. De otro modo, no será posible explicar los acontecimientos: cómo y por
qué surgieron, cómo y por qué están dotados de tales características. En el abandono del
rigor conceptual, que siempre es exigente y esforzado, puede radicar la floración excesiva
de la novela histórica que por lo general apenas contribuye al esclarecimiento de los
hechos.

Es cierto por otra parte que la polarización de la explicación histórica en el nexo de


causa y efecto tampoco da razón completa de la complejidad de los fenómenos. Ésa es la
razón de haber introducido la referencia a Aristóteles. Y es el mismo Kant quien vuelve a
poner el pensamiento en marcha para que, por obra de Hegel, se terminen asumiendo y
renovando ciertas ideas aristotélicas. El planteamiento fundamental de Kant, que hemos
simplemente mencionado, se refiere a la relación entre la causa eficiente y su efecto. Ése
es también el horizonte en que según Kant la razón práctica está en situación de
demostrar tanto la causa que obra libremente (KpV, A 84s, 1964a: 163) como Dios en
tanto que causa del mundo (cf. 1. c., 224 y s.; 254 y s.). Sin embargo, en la Crítica del
juicio Kant confiere una importancia central a las causas finales en el ámbito de las cosas
de la naturaleza, que constituyen un todo por el hecho de que cada una de tales partes es
recíprocamente causa y efecto de su forma. De este modo a su vez es posible que la idea
del todo determine la forma y el enlace de todas las partes. Un cuerpo, considerado
como fin natural, implica que sus partes se produzcan unas a otras conjuntamente y que
produzcan simultáneamente, a partir de la propia causalidad un todo, cuyo concepto
puede ser juzgado como causa de aquel mismo todo. En razón de lo cual puede ser
juzgada la conexión de las causas eficientes al mismo tiempo como efecto debido a
causas finales (Kant, Crítica del juicio, B 291, 1964c: 8, 485). De ahí que sea legítimo
aplicar en la investigación de la naturaleza el nexus finalis junto con el nexus effectivus (c
£ 1. c., B 269, 1964c: 8, 470). En definitiva, en los seres de la naturaleza, que no se
pueden explicar de un modo puramente mecánico, es válido aplicar el concepto de fin,
que si está en el mismo ser de la naturaleza no es simplemente un fin, sino un fin final (1.
c., B 381, 1964c: 8, 546 y s.).

Se trata de una de las ideas que van a encontrar su ampliación y profundización en

269
Schelling y Hegel, reconociendo alcance explicativo a la causa final y recuperando por
este camino la causalidad propia de la misma sustancia. Según Schelling:

una vez que pasamos al ámbito de la naturaleza orgánica cesa para nosotros
toda conexión mecánica de causa y efecto. Todo producto orgánico subsiste
por y para sí mismo (für sich selbst), su existencia no es dependiente de
ninguna otra existencia. El organismo se produce a sí mismo, surge de sí
mismo. Luego ningún organismo avanza, sino que retorna siempre a sí mismo
hasta el infinito. Así pues, un organismo como tal no es ni causa ni efecto de
una cosa exterior a él y por lo tanto no es nada que intervenga en la conexión
del mecanismo. Todo producto orgánico lleva el fundamento de su existencia
en sí mismo, pues es causa y efecto de sí mismo. Ni una sola parte singular del
mismo pudo surgir si no en este todo, y este todo mismo subsiste solo en la
acción recíproca de las partes (Schelling, 1967: 364).

Esta idea es ampliada por Hegel en cuanto que introduce, tal como es habitual en él,
una diferenciación y profundización de aspectos fundamentales. De una parte la causa
deja de ser algo así como una propiedad o capacidad que tiene la sustancia, para ser por
de pronto la sustancia misma.

La sustancia es causa por cuanto está reflejada hacia sí contra su paso a la


accidentalidad y de este modo es la cosa originaria, pero supera también la
reflexión hacia sí o su nueva posibilidad, se pone como lo negativo de sí
misma y de este modo produce un efecto, una realidad efectiva que de este
modo es solamente realidad efectiva puesta, pero que al mismo tiempo es
necesaria por el proceso de la causación (Hegel, 1970: 8, 297 [trad., 239]).

La sustancia no se disuelve en lo accidental en razón de que está concentrada en sí y


vuelta sobre sí y es por tanto intensamente activa lejos de ser una especie de coto
cerrado, inmune a la acción propiamente dicha, que se desarrollaría fuera de ella. Es por
el contrario causa (Ursache) y como tal la cosa originaria. Juega Hegel de una forma muy
obvia con la etimología de causa en alemán que efectivamente no significa sino cosa
originaria. Pero al mismo tiempo la sustancia en cuanto intensamente concentrada sobre
sí misma es fuente de energía que se despliega y difunde, superando de ese modo la
mera reflexión hacia sí. En consecuencia la sustancia es esencialmente activa. Lo suyo es
producir un efecto, una realidad efectiva que como tal, es decir, en cuanto efecto, es
puesta, pero no de cualquier modo, como si simultáneamente pudiera no haber sido
puesta y en ese sentido fuera accidental.

270
El efecto es una realidad necesaria, precisamente porque brota de la sustancia
misma. No es accidental el efecto ni en sí mismo, puesto que es una como prolongación -
prolongación eminente activa - de la sustancia. Pero no es accidental tampoco respecto
de la sustancia misma, como si le fuera indiferente o secundario producir efectos. Al
contrario, la sustancia está ella misma constitutivamente necesitada de la causación, de
producir efectos. No es pues la sustancia una especie de realidad plena que luego se
difunde por sobreabundancia, como si fuera necesario ciertamente el proceso causal,
pero sobreañadido, sino que se proyecta en el efecto, porque está necesitada de él. De
ahí que sólo en el efecto la causa es real y efectiva y es causa (1. c., 298; [trad., 240]).
Pero esto es así en tanto que la causa es la sustancia misma.

El segundo aspecto destacado es que, como consecuencia de esa identificación de la


causa con la sustancia hay también una identidad de causa y efecto. Decir "causa" y
decir "efecto" es decir lo mismo, una tautología. La serie de efectos que en un proceso
causal se van produciendo son distintos entre sí. Es la dimensión de la causalidad finita.
Pero en el proceso hay algo que se mantiene idéntico, «la sustancia una y la misma». La
diferencia entre contenidos determinados y concretos no afecta a la identidad del
contenido básico de la sustancia que es el mismo.

Como causalidad finita tiene [la relación de causalidad] un contenido dado


y se dispersa como una diferencia extrínseca en este idéntico, que en sus
determinaciones es una y la misma sustancia (Hegel, 1999: 190).

La identidad de causa y efecto, su tautología, se refiere pues al fondo común de


ambos.

Debido a esta identidad del contenido la causalidad es una proposición


analítica. Es la misma cosa que se representa una vez como causa, otra vez
como efecto, allí como subsistencia, aquí como ser puesto o determinación en
un otro (1. C., 190).

Esta tautología encuentra una dificultad en apariencia insalvable cuando la causa está
alejada del efecto. En tal caso, sin embargo, existe oculta en medio de esta multiplicación
de las causas. La identidad no desaparece por ello, pues las diferentes y múltiples causas
no son sino momentos de una y la misma cosa, es decir, de la misma causa originaria (cf.
1. c., 199).

Una fuerza y significado sobreañadidos tiene esta noción radical de causa en el

271
ámbito de la vida orgánica y de la espiritual. La forma habitual de entender la relación
causal como determinación extrínseca de una realidad sobre otra es ya inadecuada
respecto de la vida, "porque lo que actúa sobre el viviente está determinado, modificado
y transformado por éste de una manera autónoma, porque el viviente no deja que la
causa alcance a su efecto, es decir la supera como causa" (1. c., 191).

Hegel menciona varios ejemplos de la citada inadecuación: que la alimentación sea la


causa de la sangre, que el clima jónico fuera la causa de las obras de Homero o aducir la
ambición de César como la causa del ocaso de la constitución republicana de Roma. Con
este ejemplo, entra Hegel ya en el campo del espíritu que tiene mucha mayor autonomía
que el simple viviente.

En la historia en general las masas y los individuos espirituales entran en el


juego y en la determinación recíproca entre ellos. Ahora bien, la naturaleza del
espíritu, en un sentido aún mucho más elevado que el carácter del viviente, en
general es más bien la de no acoger en sí a otra cosa originaria o sea, no dejar
continuar en sí causa alguna, sino interrumpirla y transformarla (1. c., 200).

El tercer aspecto, en el que culminan los dos anteriores, es que la sustancia en tanto
causa o "cosa originaria" y su identidad a través de la serie de efectos en que se
manifiestan y en los que llega a ser causa real y efectivamente es el fin de todo el proceso
causal y como tal fin, una causa que es causa de sí misma, o cuyo efecto es, de forma
inmediata, la causa (Hegel, 1994: 190).

La incorporación de estos elementos de la concepción de Hegel, coherente como


hemos visto no sólo con Kant y Schelling, sino con el propio Aristóteles, nos da paso
para hacer unas consideraciones finales sobre la dependencia causal en la historia.

Es en primer lugar, más que cuestionable limitar la causalidad al ámbito de la causa


mecánico-eficiente, como en buena medida se tiende aún a hacer por el peso que tiene la
cosmovisión empírico-científica, tanto que con frecuencia se procede como si no hubiera
alternativa alguna a ese punto de vista. No se trata de negar la causalidad eficiente, sino
de verla como radicada en una realidad diferente y más profunda, la realidad humana que
no se circunscribe ni reduce a un determinado esquema de interpretación. El hombre
obra siempre, también en tanto que hace historia, por fines. Estos implican ideas - formas
o categorías de pensamiento - mediante las cuales se concretan.

El hombre es, como ya expusimos en su momento, sujeto de la historia. Lo es

272
además, muy especialmente, como individuo. Pero hay una forma equivocada de
concebir esta individualidad: la consistente en tomarla como si fuera punto de partida,
ajeno incluso a cualquier otra dimensión que le condicione. Que no es así, se sabe desde
siempre. Tal vez por eso no se piensa. Tenemos una esencia que nos constituye y que
nunca podremos conocer de forma adecuada, y de la que no obstante conocemos que en
tanto que es real y actuante en nosotros, hace que desbordemos el ámbito meramente
individual. Y a partir de aquí entran en juego otros muchos elementos: intereses,
pasiones, etc., que en gran medida nos llevan en un sentido u otro.

Hacemos y tejemos la historia, seamos o no conscientes de ello. Pero no es menos


cierto que somos resultado de ella, tanto que pertenecemos a ella, tal vez con más
propiedad que lo contrario. Algo que no conocemos ni sentimos está actuando siempre a
nuestras espaldas, posibilitando nuestros pensamientos y lenguajes. Predispuestos con
todo ello volvemos la mirada a la historia, para seguir haciendo historia. Pero siempre
hay algo sustancial que no se nombra, superior y que sigue su propio y enigmático
camino. Aun cuando hacemos historia, la esencia de la historia no la podemos hacer. La
podemos configurar de algún modo y entrar así en algún tipo de relación con ella. No
está de más recordar aquí la vieja distinción entre causa fiendi y causa essendi (Tomás de
Aquino, Quaestiones De Ver. 5,8 ad 8; S.Theol. 1, 104,1) o causa de la existencia y
causa del ser o de la esencia. Sólo la primera le es posible a los agentes finitos; la segunda
en cambio no le es posible. Sí en cambio pueden perfeccionar el ser ya existente. Es una
distinción útil aún hoy, por la importancia que tiene conocer nuestras posibilidades, que
es tanto como conocer nuestras limitaciones. Tendemos fácilmente a confundir la
producción de la existencia con la producción de la esencia o a imaginar que introducir
cambios en el ser de algo o perfeccionarlo de algún modo es tanto como producir el ser
mismo.

Si alguien toma una decisión importante en el campo de la economía, lo que produce


no es la economía misma, sino la aplicación de la economía en un determinado sentido.
Tampoco lo que es la esencia de la economía la producen los economistas, a no ser en
un sentido impropio. Los economistas se limitan a formular determinadas leyes
económicas. Pero esas leyes tienen que ser previamente formulables conforme a la
esencia de la economía, que es previa y nunca propiamente producida. De una forma
general y más radical: el hombre es causa de la existencia de otro hombre, nunca de su
esencia. Si así fuera, sería causa de todos los hombres, como nos recuerda Spinoza, ya
que todos tenemos la misma esencia. Se advierte pues que hay una gran limitación a la
hora de obrar. Lo dicho respecto al asunto de la economía vale para otros campos: el

273
social, el político o el militar, por ejemplo.

A esa limitación esencial impuesta - valga la redundancia - por la esencia de las cosas
- en nuestro caso, por la esencia de los acontecimientos históricos - se añade otra. Actúan
individuos, pero nunca aisladamente, sino individuos en cuanto miembros de un grupo, o
en cuanto ciudadanos; en cuanto miembros, a su vez, de un estado, una nación o un
pueblo. Lo cual nos lleva a otra conclusión. Los individuos, incluidos esos que Hegel
llama grandes individuos de la historia universal, actúan siempre en representación de
algo y su eficacia es tanto mayor cuanto más se ajusta a las exigencias de ese algo.

La actuación histórica es pues sumamente compleja, un verdadero laberinto,


recordando a Leibniz y Borges. Lo cual nos lleva a pensar en otra distinción que está
siempre en juego, aunque no se sea de ello consciente: la existente entre condiciones y
circunstancias. Para que una decisión histórica se produzca tienen que darse las
condiciones oportunas, las que se consideran como tales. Un gobernante puede querer
tomar la decisión de bajar los impuestos o de aumentar los gastos sociales o las dos cosas
al mismo tiempo. Pero tendrá que tener en cuenta las condiciones para que, en cualquier
caso, la economía siga funcionando de forma favorable.

Las circunstancias tienen un alcance más amplio. Incluyen las condiciones, pero su
radio es mucho mayor. Abarca todo eso que hoy se llama globalización, pero que un
agente histórico nunca puede penetrar y tampoco predecir.

La acción, para ser eficaz, tendrá que ajustarse a las condiciones y a las
circunstancias. Lo grave es que el efecto se produce siempre, positivo o negativo. Las
consecuencias serán favorables en un caso y desfavorables, incuso fatales, en otro.

4.1.3. Conexión o implicación de los acontecimientos

Inicialmente es claro que esta conexión se da. Si en razón de lo dicho anteriormente, una
causa sólo puede constituirse como causa en su efecto, es obvio que estamos ante una
conexión esencial en términos de interacción. La cosa, en términos generales, es más
obvia de lo que puede parecer. El hijo sólo lo es por la dependencia de sus padres y éstos
sólo son padres en virtud de que existe el hijo. Como texto orientador respecto de los
puntos que vamos a exponer a continuación, quisiera aducir el siguiente de Kant,
correspondiente a la tercera analogía de la experiencia, cuya formulación es la siguiente:
"Principio de la simultaneidad según la ley de la acción recíproca o comunidad". Y su
tesis general reza así según la primera edición de Crítica de la razón pura: "Todas las

274
sustancias se hallan, en tanto que son simultáneas, en completa comunidad (es decir, en
acción recíproca)". El texto que puede tomarse como orientador y que es de fácil
aplicación a la compresión de los acontecimientos históricos dice así:

La palabra comunidad [...] puede significar tanto communio como


commercium. La empleamos aquí en el último sentido, en el de una
comunidad dinámica, sin la cual jamás podría ser conocida ni la misma
comunidad local (communio spatii). Es difícil advertir en nuestras experiencias
que sólo las influencias continuas en todos los lugares del espacio pueden
conducir nuestro sentido de un objeto a otro; que la luz, que brilla entre
nuestros ojos y los cuerpos celestes, produce una comunidad mediata entre
nosotros y esos cuerpos, y que prueba así su simultaneidad; que no podemos
cambiar empíricamente de lugar (percibir ese cambio), sin que por todas partes
la materia nos haga posible la percepción de los sitios que ocupamos, y que es
únicamente por medio de su influencia recíproca como puede probarse su
simultaneidad, y de ahí (aunque solo mediatamente), la coexistencia de objetos
hasta de los más lejanos. Sin comunidad toda percepción (del fenómeno en el
espacio) está desgajada de las otras, y la cadena de las representaciones
empíricas, es decir, la experiencia, comenzaría de nuevo en cada objeto, sin
que la precedente tuviera con él ni la menor conexión ni relación del tiempo
alguna (Kant, KrV A 213 y s.; 1956: 262 y s.).

El texto se refiere directamente a la comunidad o acción recíproca que se da entre


sustancias que existen simultáneamente en el espacio. La comunidad es propia de objetos
espaciales y que además están entre sí en una relación horizontal - dicho metafórica
mente - en cuanto que coexisten simultáneamente. No tienen pues que ver, a primera
vista, con acontecimientos históricos, de los cuales muchos, incontables, coexisten
simultáneamente, pero otros, muchísimos más, existen en tiempos distintos. Dicho de
otro modo, entre ellos se da una relación diacrónica, no sólo sincrónica. Sin embargo, el
texto es aplicable a todo acontecimiento histórico, pues en él se afirma que "la cadena de
representaciones empíricas", postula la conexión de cada experiencia con las precedentes
según lo que presupone la "relación de tiempo".

En resumen, ante este texto y en relación también con lo visto previamente podemos
distinguir en los acontecimientos los siguientes modos de acción recíproca. En primer
lugar, el acontecimiento, que es causa de otro acontecimiento posterior, está él mismo
condicionado por eso mismo que produce, en ese sentido es causado por su propio
efecto, porque a su modo es idéntico con él. Lo posterior nos haría ver en ese sentido la

275
verdad de lo anterior, sería su verdad. Si es cierto que la Ilustración es la causa de la
Revolución francesa, ésta es la verdad en la que aquélla se vendría a manifestar. Pero no
menos cierto será que desde la reflexión sobre la Ilustración misma, una vez que ya se
sabe en qué ha derivado, se podrá detectar de algún modo cuál es la verdad de la
Revolución. Tal vez entonces, si pensamos que no todo en la Revolución es positivo,
pues "la furia de la desaparición" (Hegel, 1988: 389) trae consigo muchos males, esto
mismo nos lleve a considerar si éstos no estaban ya incoados en la raíz de la misma
Ilustración, a la que se tiende a considerar como un movimiento cultural muy positivo.

En segundo lugar, puesto que todo acontecimiento histórico, por ser algo viviente y
sobre todo de orden humano, donde la razón y las convicciones éticas o religiosas son
factores tan determinantes, los efectos no pueden ser tan unívocos ni por tanto tan
fácilmente identificables, como en el ámbito científico-natural. Que la Revolución sea
efecto de la Ilustración no excluye según esto que ésta haya podido tener otros efectos en
los que no se ha reparado y que sean incluso incompatibles entre sí o con la misma
Revolución. Y todo ello, sin anular la idea de que la Ilustración es la causa de todos ellos,
lo cual supondría que es un fenómeno contradictorio en sí mismo.

En tercer lugar, la causa en el ámbito de los acontecimientos históricos y de los


fenómenos humanos en general, tiene que dejar a salvo el carácter estrictamente
individual, y como dijimos irreducible, de cada uno de ellos, lo cual implica, como ya
hemos visto, que no dejan que la causa se continúe propiamente en ellos, sino que por el
contrario hace que esa causa a su modo se interrumpa y transforme (cf. Hegel, 1999:
200). Esto implica que eso que estamos habituados a llamar recepción del pasado en y
por el presente, ya en el hecho mismo de producirse está siendo sometido a profunda
revisión.

En cuarto lugar, entre los acontecimientos, simultáneos y por tanto coexistentes,


tiene que haber una interacción, ya a priori, antes incluso de que eso sea sometido a una
comprobación en la experiencia:

Esto es una influencia recíproca, es decir, una comunidad real


(commercium) de las sustancias sin la cual, por tanto, la relación empírica de
la simultaneidad no podría tener lugar en la experiencia. Por medio de este
comercio (commercium), los fenómenos, en tanto que exteriores unos a otros,
y enlazados sin embargo, forman un compuesto (compositum reale), y estos
compuestos pueden darse de muchas maneras (Kant, KrV A 215; 1956: 263).

276
Nuestra época nos puede ayudar a comprender mejor lo que representa esa
comunidad dinámica de sustancias, por cuanto es uno de los fenómenos unidos a la
llamada globalización. Kant, atento siempre a todos los fenómenos que tenían lugar en su
tiempo, pudo hacerse ese tipo de reflexiones en la ciudad portuaria en la que vivía. Aun
así, entiendo que es preciso insistir en el aspecto de la irreductibilidad de las propias
sustancias, en el hecho de que por grande que sea la concatenación, penetración y acción
recíproca de acontecimientos de un mismo tiempo, cada fenómeno salvaguarda su
individualidad de una forma radical, también allí donde establece una red de relaciones
especialmente intensa con el resto de los fenómenos.

Aparte de los mencionados modos de acción recíproca podemos señalar los puntos
siguientes respecto de la implicación de los acontecimientos históricos en general en un
plano más directamente accesible y comprobable.

1.Que los acontecimientos están conexionados entre sí lo damos por supuesto


después de lo que hemos visto, puesto que es coherente con la dependencia
causal de la que hemos hablado en el apartado anterior y con la relación entre el
pasado, el presente y el futuro históricos. Es algo además que de puro sabido se
olvida o simplemente se desconoce, aunque esto no justifica determinados juicios
al hacer diagnósticos sobre el presente y pronósticos acerca del futuro. Schelling
afirmó con cierta solemnidad: "El pasado es sabido, el presente es conocido, el
futuro es presentido" (Weltalter, 1968b: 5) pero según todos los indicios nos
queda mucho por hacer y por aprender. Sabemos por ejemplo que sin el soporte
de la cultura grecorromana la historia de Occidente es impensable y que el
desconocimiento de lo que ha representado el cristianismo coloca a futuras
generaciones ante un vacío abismal. Si el presente está conexionado con el
pasado, sólo se podrá conocer adecuadamente aquél si se acierta a apreciar este
en su justo valor.

2.La conexión entre los acontecimientos no se refiere sólo a la existencia. Es obvio


que el presente histórico no existe sin el pasado, no sería siquiera pensable sin él.
Se refiere también a los contenidos. En un asunto tan importante y decisivo como
el lenguaje se advierte esto claramente. El castellano es, por ejemplo,
esencialmente deudor del latín, porque además de tantísimos términos tomados
de esa antigua lengua, la sintaxis es muy similar, por ejemplo en lo que se refiere
a la estructura entre sujeto y predicado, que nos lleva fácilmente a creer, en
relación con la aplicación a nuestro propio caso, que somos nosotros,
individualmente, los factores determinantes de todo lo que nos afecta y por tanto

277
de la historia misma. Tendemos obviamente con sobrada frecuencia, a emplear la
primera persona: yo hago, yo pienso, etc. Heidegger nos ha hecho ver que existe
además algo diferente, cuya presencia no se puede soslayar, el se: se dice, se
piensa, etc.; así como también el "ello" en la expresión es gibt, equivalente en su
significado a nuestro "hay", aunque dotada de un sentido más complejo. También
esto último nos abre a conexiones que trascienden el ámbito de lo inmediato y a
otras implicaciones que, aunque no sean reales aún, están posibilitadas y aun
postuladas tanto por la apertura constitutiva hacia el futuro como por las
exigencias de la acción.

3.La conexión y la implicación es especialmente fuerte e intensa, no ya bajo el


supuesto de la relación entre el pasado y el presente, sino dentro del propio
presente entre diferentes estamentos, clases, culturas, mentalidades.
Especialmente fuerte e intensa porque las relaciones están en proceso de
construcción y urgen su propia realización. Lo diferente se enfrenta con
frecuencia con lo diferente, y lo uno y lo otro se ven forzados de alguna manera a
fundirse, dando origen a una nueva realidad.

4.De esa fusión que viene impuesta por el proceso de la realidad, surge como
reacción el intento de salvaguardar las diferencias que se ven amenazadas. Las
reacciones serán tanto más fuertes cuanto más amplio e intenso sea el intento de
conservar la propia identidad y, por tanto, de afirmarse frente a lo otro. Tales
reacciones no tienen necesariamente carácter reaccionario, porque la salvaguardia
y defensa de las diferencias es compatible con que éstas se vayan modificando y
mejorando en sus contenidos. Por lo demás ya debería haber llegado el momento
de que se disipe la confusión reinante en torno a la cuestión de la identidad y de
la diferencia. Cuando se insiste en ésta, de ordinario lo que se intenta es
radicalizar la identidad, el sentimiento identitario por ejemplo, que tiene además
casi siempre un carácter excluyente. Y si junto con esto se invocan diferencias
étnicas, las consecuencias pueden ser fatales. Es obvio que la defensa de la
diferencia en este último sentido es simplemente reaccionaria. La identidad por su
parte implica en sí, cuando es concreta, la diferencia, porque todo individuo
posee su propia identidad, que por tanto es diferente de la que es propia de
cualquier otro individuo. Esto lo supo ver lúcidamente Hegel, pero también supo
ver, con no menor claridad, que la identidad trasciende el ámbito de lo
estrictamente individual. En el caso del hombre hay un fondo insoslayable de
identidad universal que se mantiene en y a través de todas las posibles

278
diferencias. Al fin, en una sorprendente coincidencia del pensamiento
especulativo con el sano sentido común, la verdad sólo se da en la "unidad de la
identidad con la diferencia" (Hegel, 1999: 30).

5.La implicación activa de las diferentes formas de vida y culturas es de alguna


forma un capítulo dentro de la llamada globalización, sobre la cual no tenemos la
pretensión de decir nada propiamente. Tanto se habla de ella que inevitablemente
se ha convertido en un término banal. Sólo queremos aludir a algo en relación
con lo que nos ocupa en este apartado. Que "el alunizaje de 1969 y la mirada
desde el espacio cósmico único, desde la luna, a nuestro planeta representan
probablemente la hora del nacimiento de la moderna conciencia global'
(Safranski, 2004: 14), no pasa de ser un buen recurso literario, pero es también
algo más. Pues quienes presenciamos en directo las imágenes de televisión
tenemos como interiorizada una imagen diferente de la tierra. No porque no
supiéramos que era algo así como un globo, sino porque la imagen se relaciona de
algún modo con la impresión de que el hombre tiene ese globo en sus manos y
puede manejarlo como si fuera un juguete, dominarlo o incluso destruirlo.

Al parecer se ha interiorizado, de forma bastante general, la idea - o


imagen, que tiene tanta o más fuerza - de que estamos de lleno en una
comunidad o aldea global. Para lo negativo y para lo positivo. Y tal vez ha sido
lo negativo lo que se fue imponiendo con más fuerza y antes en el tiempo.
Desde el invento de la bomba atómica vivimos bajo una amenaza global, tanto
más hoy, cuando grupos terroristas pueden tener acceso a esa arma y utilizarla.
A este mal se añade el expolio económico e industrial de la tierra, que pone en
gran peligro la subsistencia del pla neta, sin que se tenga claro hasta la fecha
cuál puede ser la solución, sobre todo cuando es un hecho que el hombre no
es ya dueño de la técnica que tiene en sus manos. La globalización de la
economía, la expansión del capital puede celebrar grandes triunfos, pero al
preciso de esquilmar la economía de pueblos enteros, etc.

En lo positivo se mencionan hechos beneficiosos como la difusión de las


modernas ciencias de la naturaleza, la medicina y la técnica, o el
reconocimiento cada vez mayor de los derechos humanos, etc. Al mismo
tiempo el globalismo, que no es sino "la globalización que se ha hecho
normativa" (cf. Safranski, 1. c., 21), es una especie de nueva "ideología
legitimante del movimiento sin trabas del capital en su búsqueda de
condiciones favorables a la rentabilidad" (1. c.), lo cual está provocando

279
fuertes reacciones en contra, que difícilmente pueden llegar a tener un alcance
compensatorio. Lo que sí queda como resultado indudablemente positivo de la
globalización es una extraordinaria movilidad y apertura. El hombre hoy, cabe
decir, se universaliza progresivamente o tiene al menos esa posibilidad.
Estamos ante una especie de conciencia cosmopolita que se va convirtiendo en
realidad. Eso supone que entre los acontecimientos contemporáneos existe una
especie de ósmosis, que sin destruir la peculiaridad de cada uno de ellos, va
poniendo de relieve y haciendo operativo lo que en ellos hay de común. Todo
esto ha de compensarse sin embargo "con la radicación en un lugar. Podemos
comunicarnos y viajar globalmente, pero no podemos habitar en lo global. Sólo
es posible habitar aquí o allá, no en todas partes. Para indicar con énfasis
especial la radicación firme en un lugar, en alemán se usa la bella expresión
Heimat (la patria, lo doméstico)" (1. c., 24).

6.Este cosmopolitismo de forma de vida o estilos de comportamiento se mueve, pese


a todo, en la superficie. Queda por ver si algún día la historia hace que se
convierta en realidad un nuevo sentido de la co-pertenencia que, dejando intactas
las diferencias, permite que aflore y se conso lide lo esencial común, eso en que
Goethe y Hegel, entre otros, soñaron y a lo que Unamuno en un ensayo de 1917
supo dar expresión:

Muchas veces hemos dicho y repetido que un poeta es tanto más universal
cuando más de su tiempo y de su pueblo es, si tiene profundidad de
comprensión, estética de expresión [...]. La universalidad no es el
cosmopolitismo. La universalidad no se alcanza por vía de remoción o de
exclusión de diferencias, sino muchas veces ahondando en éstas. Pero tanto
que deja de serlo. Hacia dentro, hacia las raíces, se encuentra lo que nos es
común (Unamuno 1966: 111, 1001).

4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del presente histórico

En este apartado nos vamos a referir a las categorías de la modalidad en relación con los
acontecimientos históricos. Según Kant, esas categorías son las de posibilidad-
imposibilidad, existenciano existencia, necesidad-contingencia (cf. KrV, A 80, 1956: 118),
Hegel modifica este esquema, en cuanto que se centra en los conceptos de contingencia,
posibilidad y necesidad, por ese orden (cf. 1999: 174-189). Aquí tenemos a la vista los
acontecimientos históricos y sólo en orden a su comprensión consideramos las categorías
de necesidad, posibilidad y contingencia. El centro de estas consideraciones va a ser, en

280
coherencia con lo expuesto acerca de las dimensiones temporales, el presente histórico.
En un sentido amplio estaríamos de acuerdo con la idea de W.Benjamin de que todo en
la historia está esencialmente referido al presente, pero no en cuanto que el momento de
la acción no sea en modo alguno deducible - de la consideración general del tiempo, se
entiende-, sino sólo decidible (cf. Konersmann, 1991: 42, 127). Nuestro punto de vista es
bajo ese aspecto diferente por entender que lo acontecido, en cuanto que es sabido y el
futuro, en cuanto presentido - según la ya citada expresión de Schelling (1968: 5) - se nos
desvelan, en alguna medida, razón por la cual nos parece problemático el aserto siguiente
de W.Benjamin:

Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo "como


verdaderamente ha sido". Significa adueñarse de un recuerdo, tal como
relumbra en el instante de un peligro (Benjamin, 1980: 695).

Que no se puede conocer lo histórico, "tal como verdaderamente ha sido" según la


tan citada expresión de Ranke, es algo que muy bien se puede dar por admitido, aunque
como ha hecho ver E.Heintel (cf. 1960: 207) dicha expresión puede dar ocasión a
luminosas reflexiones. Por otra parte, se pueden interpretar dichas palabras como una
especie de idea reguladora o si se prefiere, como un ideal al que es preciso aspirar a
sabiendas de que nunca se podrá alcanzar. Pero, aunque a Ranke hubiera que
interpretarlo al pie de la letra en este caso y cuestionarle radicalmente, no por ello se
podría justificar la pretensión totalmente opuesta de que articular acontecimientos
pasados no pasa de "adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en el instante de un
peligro". En ese caso no habría posibilidad de salvaguardar mínimamente la continuidad
de lo histórico, aparte de que se incurre en una contradicción si por una parte sólo se
dispone de un recuerdo, que tal como se describe tiene que ser en cada caso distinto, y al
mismo tiempo, se está suponiendo que en él se reconoce el pasado.

4.2.1. El pasado como lo necesario de la historia

El pasado es necesario en el sentido de que es imposible que deje de existir o de ser lo


que fue. Respecto de lo primero no debería haber duda alguna, so pena de infringir el
principio de no contradicción. Responde además a lo que postula un instinto racional
elemental y que viene expresado en adagios latinos como facturo fieri nequit infectum -
es imposible que lo hecho se convierta en no hecho-. Anular el pasado contravendría el
principio de nocontradicción, que en este caso se concreta en: es imposible que lo que ha
acontecido no haya acontecido, ya que es imposible que algo sea y no sea lo que es (se
supone que nos estamos refiriendo a un mismo tiempo y a un mismo aspecto). En fecha

281
reciente (ABC, 11 de mayo de 2004: 7) lo expresaba, en otro nivel, Jaime Campmany:
"La historia se rectifica en las conductas posteriores, pero no se borra. Dice el poeta:
`Que lo que sucedió no haya pasado, cosa que al mismo Dios es imposible—.

Bien es cierto que ésta es una teología poco teológica, porque para Dios no hay
pasado y sobre todo porque la existencia del pasado depende de Él y, no distinguiéndose
en Él la acción del ser, pretender anular el pasado sería tanto como pretender que Dios se
cancelara a sí mismo. Una vez que el pasado existe es imposible que no haya existido,
sea cual fuere el punto de vista que se adopte.

Otra cosa es que sea imposible que el pasado deje de ser lo que fue. La dificultad
está en que a primera vista esto depende de un enjuiciamiento o valoración, puesto que
determinar qué ha sido el pasado depende del juicio que en cada caso se haga y es bien
sabido que los juicios son variables. Sin embargo tampoco es posible que el pasado deje
de ser lo que fue, porque aunque no sea posible llegar a determinar en qué consiste ese
contenido, lo que sí se sabe es que el contenido existió. La existencia de algo es
inseparable de la esencia o contenido de ese algo, puesto que, sin ser lo que es, nada
puede existir. Spinoza lo precisa muy bien:

Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello que, si se da, se pone
necesariamente la cosa, y que, si se quita, se quita necesariamente la cosa; o
sea, aquello, sin lo cual la cosa y, a la inversa, aquello que sin la cosa no puede
ser ni ser concebido (Spinoza, 1967: 161 [trad., 771).

Pero, aunque es imposible que el pasado, una vez que existe, deje de existir y deje
de ser lo que fue y en este sentido sea preciso decir que es necesario, esto no implica que
el pasado sea en sí mismo necesario. Si fuera así, eso querría obviamente decir que el
pasado no pudo menos de acontecer, tuvo que acontecer y que es impensable que, antes
de que aconteciera, fuera posible que no fuera a acontecer. Son cosas por comple to
distintas. Una cosa es que lo que ha acontecido no haya acontecido - algo imposible - y
otra cosa es que lo que ha acontecido aconteciera necesariamente y no pudiera no
acontecer. Una cosa es que la historia no se pueda borrar, y otra que eso que en ella
existe y fue grabado tuvo necesariamente que existir o ser grabado. La batalla de
Stalingrado aconteció y ya no será posible que no haya existido, pero con ello no está
dicho que tuviera que producirse necesariamente.

Para afirmar esto último, o lo equivalente respecto de cualquier acontecimiento, es


decir, que todos ellos han tenido lugar necesariamente, es preciso que hayan tenido lugar

282
porque han estado "determinados según condiciones generales de la experiencia" (Kant,
KrVA 218, 1956: 266), es decir, porque una o múltiples causas los han precedido, sin que
cupiera ninguna otra posibilidad que la de su producción y por tanto su existencia. Según
eso, la guerra de Stalingrado habría tenido lugar de modo inevitable. Y además, dada la
implicación de unos fenómenos con otros, se habría producido necesariamente tal como
se produjo, sin que fuera posible otro su resultado ni otro su proceso, sus terribles
avatares, etc.

Según las teorías del determinismo radical, que no han faltado desde la antigüedad
hasta el día de hoy (cf. Kuhlen y cols., 1972: 2, 150-157; Fried, 2004: 111-131; Geyer,
2004: 134-139; Vólker, 2004: 140-142), la batalla de Stalingrado se habría producido con
la misma necesidad con que caen las hojas de los árboles, amanece a diario o un cuerpo
que choca con otro produce este efecto determinado y concreto.

Sin embargo, tal determinismo no es sin más compartido, tampoco por quien esto
escribe, porque está en contradicción con varias convicciones fundamentales, que tienen
incluso quienes defienden el determinismo: a) el enjuiciamiento moral, que considera que
los acontecimientos son, en todo o en parte, buenos o malos. Tal juicio carece de sentido
en la medida en que los acontecimientos están determinados y no pueden ser de otro
modo de como son; b) los juicios valorativos, según los cuales los acontecimientos están
bien logrados o no, instando con ello a que se logren mejor; c) la amplitud del concepto
de posibilidad, que incluye no sólo lo que va a ocurrir necesariamente - sin que haya
ocurrido aún - sino lo que puede ocurrir, sin que sea necesario que ocurra; d) la
responsabilidad, propia o ajena, así como la libertad que aquella presupone. No cabe
pedir responsabilidad a nadie, si todo está determinado. E igualmente, no tiene sentido
alguno hablar de libertad en tal supuesto (cf. Berlin, 2003: 25 y ss.).

Pero ¿hay otro tipo de necesidad en la historia? En primer lugar cabe aplicar aquí lo
dicho por T. de Aquino: "No hay nada tan contingente que no tenga en sí algo necesario"
(Summa Theologiae 1, 86, 3). Esto se puede aplicar en cuanto que 1.0 todo ente,
también el contingente, está necesariamente sujeto al principio de no-contradicción en el
sentido de que si es contingente, es imposible que no sea contingente, lo cual supone que
está poseído por una férrea necesidad; 2.° tiene, para ser lo que es, que poseer una
estructura, ser esto y no ser otra cosa, estar pues determinado e individualizado; 3.0
como todo ser y modo de ser, cualquier ente, aunque no exista necesariamente, tiende sin
embargo necesariamente a perseverar en su ser, porque ello viene exigido por su
naturaleza.

283
Aquí preguntamos, sin embargo, por algo que es específico de los acontecimientos
históricos. Y también es preciso tener en cuenta que estos tienen algo de necesario bajo
aspectos diferentes: a) este o aquel acontecimiento pudo no haber tenido lugar, tal vez
todos, en cuanto que son contingentes y dependen de una voluntad libre, pero es
necesario que haya historia; el hombre tiene que hacer forzosamente historia, para poder
vivir, al igual que tiene forzosamente que ser libre para vivir con sentido. Por tanto es
necesario que se produzcan acontecimientos históricos, si no unos, otros; b) dada la
conexión de unos fenómenos con otros es difícil pensar que no exista de antemano al
menos una predisposición objetiva a que se produzcan unos acontecimientos y no otros;
c) cuando ya la conexión de factores ha llegado a un punto tal que está a punto de
producirse un efecto determinado, es muy difícil que éste se evite; "las cosas siguen su
curso" se dice sabiamente en el lenguaje corriente; d) cuando ya el efecto comienza a
producirse o está en marcha, es punto menos que imposible que se interrumpa. ¿Quién
hubiera podido impedir la Segunda Guerra Mundial, una vez iniciada?

Más concretamente interesa saber qué tipo de necesidad ejerce el pasado, en cuanto
constituido y cerrado, sobre el presente. No sólo contamos con la necesidad del pasado
en cuanto propia de algo que ha existido y por tanto ya no cabe pensar en ello como si no
hubiera existido. El pasado es además necesario en la medida en que se proyecta sobre el
presente y lo determina. Es obvio que el pasado está en nosotros de forma irreversible: el
lenguaje del pasado es ineludiblemente nuestro lenguaje, y análogamente cabe decir otro
tanto de formas de vida, mentalidad, estructura de pensamiento, educación, etc. Nos han
educado y por tanto se nos ha orientado en una o múltiples direcciones. ¿Y qué decir de
todo lo que es naturaleza en sentido estricto: estructura somática o conformación
psicológica? Lo que es pura naturaleza: lo biológico, somático o psicológico en su fase de
predisposición es un factor que condiciona siempre de modo necesario. Es así
comprensible que recientemente se haya querido aplicar el determinismo neurológico al
campo de la historia (c£ Fried, 2004: 111 y ss.). Los factores puramente naturales son
diferentes de los que son propios de la historia, porque entendemos que en el pasado
histórico ha intervenido, en mayor o menor medida, la libertad. Pero una vez que lo
histórico es ya un resultado ultimado y cerrado sobre sí, está y actúa en nosotros de
forma necesaria.

La frase de Ortega: "El hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [...] historia" (OC,
VI, 1973: 41) se podría, a primera vista, entender como una simple contraposición entre
la naturaleza y la historia dada esa contraposición sintáctica. Pero no es así, a tenor de lo
que añade: "Lo que la naturaleza es a las cosas es la historia - como res gestae - al

284
hombre" (1. c.). Por historia entiende aquí Ortega el pasado histórico. De ahí que afirme
poco más adelante:

no puede aclararse el ayer sin el anteayer y así sucesivamente. La historia es


un sistema, el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena
inexorable y única (Ortega y Gasset, 1973: VI, 43).

Pero hay dos cuestiones que Ortega no aclara: en primer lugar, cómo es que estamos
determinados por el pasado, puesto que el hombre "verá en su propio e instantáneo hoy,
actuando y viviente, el escorzo de todo el pasado humano [...]. El pasado es el momento
de identidad en el hombre, lo que tiene de cosa, lo inexorable y fatal' (1. c., 39). Y por
otra parte "haber sido algo es la fuerza que más automáticamente impide serlo" (1. c.,
37). Luego no estamos determinados por el pasado, o mejor: el pasado nos determina a
no ser pasado, nos determina, cabe decir, a la indeterminación. Las dos clases de
determinación serían en todo caso muy diferentes. La segunda cuestión que parece
quedar en el aire es cómo aprovecha el hombre el pasado para hacer con él un proyecto
de futuro. Con frecuencia habla Ortega de que el hombre dispone de un conjunto de
posibilidades y en ello tiene su papel el pasado. ¿Pero cómo?

4.2.2. El pasado como conjunto de posibilidades en razón de la libertad

El pasado está sin duda presente y actuante en nosotros, y en mayor o menor medida
nos determina. Somos lo que somos en razón de nuestro pasado. Esto no es una
afirmación vacía. A poco que reflexionemos nos percatamos de que sin el pasado no
seríamos nada. Asumir esto no tiene nada que ver con una posición ideológica. Es por el
contrario una cuestión ontológica la que está en juego. Si nos imaginamos que se ha
borrado por completo el pasado percibimos al momento que el presente no existiría
tampoco. Sin el pasado dejaría de existir tanto el presente temporal como el presente
histórico. Por consiguiente tampoco tendríamos posibilidad alguna de actuar.

Y sin embargo sabemos igualmente que podemos decidir libremente. No sólo


podemos; tenemos que decidir así. Esta situación constitutiva es paradójica. Pues si
somos libres parece contradictorio que no nos quede más remedio que serlo, porque esto
último nos lleva en buena lógica a negar automáticamente el hecho mismo de la libertad.
El pensamiento contemporáneo, que tanto se ha prodigado en la afirmación y
proclamación de la libertad, ha insistido en que ese fenómeno tiene carácter de ineludible
necesidad. Sartre y Ortega, tan diferentes por lo demás entre sí, expresan esta firme
convicción. Sartre extrema la paradoja a que nos referimos al negar todo determinismo y

285
afirmar sin solución de continuidad que el hombre está condenado a ser libre:

El hombre está abandonado porque no encuentra ni en sí ni fuera de sí


una posibilidad a que aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si en efecto
la existencia precede a la esencia, no se podrá jamás explicar por referencia a
una naturaleza humana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo,
el hombre es libre, el hombre es libertad... Estamos solos, sin excusas. Es lo
que expresaré al decir que el hombre está condenado a ser libre (Sartre, 2002:
42 y ss.; c£ 1943: 561 y ss.).

Ortega no es menos contundente al afirmar: "soy por fuerza libre, lo soy quiera o no"
(OC, VI, 1973: 34). Pero al margen del tono patético que puede haber, sobre todo en el
posicionamiento de Sartre, la vinculación de la libertad con la necesidad no es un tema
nuevo. Lo encontramos en Hegel, entre otros, en un lugar tan significativo como aquel en
que con cierta solemnidad declara la importancia central de la libertad en el proceso de la
historia:

La historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, - un


progreso que nosotros hemos de conocer en su necesidad (Hegel, 1955: 63).

En esta cuestión de la relación entre libertad y necesidad no entramos propiamente,


aunque sí la estamos rozando, en cuanto que el pasado histórico es lo que es de forma
inamovible, necesaria por tanto, y a partir de ahí el hombre se ve precisado a elegir una
determinada forma de ser y de vivir, de construir su propio futuro: el hombre en general,
por tanto también los sujetos de la historia, sean pueblos, estados o individuos. El futuro
no está hecho de antemano, es preciso hacerlo. Quienes defienden el determinismo
tienen que distinguir, en cualquier caso, entre fenómenos naturales - que se producen sin
la intervención humana- y los fenómenos históricos, en los que ésta es necesaria. Los
primeros son en sí mismos, predecibles, con independencia de que se hayan llegado a
desarrollar los medios adecuados para realizar la predicción; los segundos no son
predecibles, porque en razón de la libertad, que de una u otra forma se da por supuesta,
los resultados pueden ser unos u otros.

Que el pasado está vivo y actuante en el presente significa que adquiere en éste una
configuración determinada. Es así y no de otro modo. Pero esto, el hecho de que tenga
una configuración determinada no significa que implique un determinismo, que lo que a
partir de ahora ocurra, tenga que suceder necesariamente, que esté determinado de
antemano. Ante la configuración o las configuraciones determinadas que ofrece el

286
pasado, el sujeto de la historia en sus diferentes modos concretos: individuos, estados,
naciones o pueblos encuentra un ser pro-puesto. Ese ser está pro-puesto, en cuanto que
el sujeto se distancia de él y es libre así frente al mismo, sabiendo que, por más
importante y condicionante que sea lo que el pasado le presenta, él, en tanto que sujeto,
es otra cosa, posee una mismidad inalienable y en su virtud es libre y autónomo frente a
ello.

Esta actitud constitutiva del sujeto ante el pasado hace que éste no simplemente sea
de un modo determinado, posea esa o aquella configuración, sino que, al aparecer ante él
en cuanto sujeto libre, se abra ante el mismo como un conjunto de posibilidades. Estas
posibilidades no están pues simplemente ahí, de antemano, sino que son o se constituyen
como tales en virtud de que el sujeto se sitúa ante el pasado y se propone obrar a partir
de él. Es entonces cuando el pasado no simplemente pone a disposición del sujeto una
serie de elementos o datos que están ya, como tales, definitivamente fijados. Ofrece
además posibilidades en cuanto que el sujeto le interroga de una determinada forma y por
tanto no se deja llevar ni por lo que el pasado ya es ni tampoco por lo que él mismo es.
Así pues, las posibilidades no están ahí de antemano; aparecen en tanto que el sujeto es
libre y se sabe y se afirma como un sí mismo.

El pasado se abre en el presente como un conjunto de posibilidades, en cuanto que el


sujeto no simplemente se ve precisado a seguir viviendo, a perseverar en su ser - esto se
presupone-; no sólo en cuanto que crece y se desarrolla - esto también lo hacen las
plantas-; no sólo en cuanto que escoge instintiva mente lo que más le conviene en cada
momento - esto lo saben hacer muy bien, mejor incluso, los animales-, sino en cuanto
que tiene que deliberar y decidir sobre su propio modo de ser o sobre su forma de vida.

Lo que hace pues que el pasado represente un conjunto de posibilidades es el sujeto


mismo en el acto de afirmarse a sí mismo frente a aquél y de ser así libre ante él
mediante la actitud de convertirlo en fuente de recursos en orden a decidir sobre lo que
debe ser su futuro. Lo que con todo esto pretendemos expresar quisiéramos aclararlo
introduciendo alguna matización en un texto de Ortega. Acaba de afirmar Ortega que "el
programa vital es el yo de cada hombre, el cual ha elegido entre diversas posibilidades de
ser que en cada instante se abren ante él" (1973: VI, 34). Y añade a continuación:

Sobre estas posibilidades de ser importa decir lo siguiente:

1.0 Que tampoco me son regaladas, sino que tengo que inventármelas, sea
originalmente, sea por recepción de los demás hombres, incluso en el ámbito

287
de mi vida. Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias.
Esto es lo único que encuentro y que me es dado: la circunstancia. Se olvida
demasiado que el hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de
inventarse una figura de vida, de "idear" el personaje que va a ser. El hombre
es novelista de sí mismo, original o plagiario.

2.° Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero,
entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o no. La libertad no es una
actividad que ejercita un ente, el cual aparte y antes de ejecutarla tiene un ser
fijo. Ser libre quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a
un ser determinado, poder ser otro del que se era y no poder mostrarse de una
vez y para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay de ser fijo y
estable en el ser libre es la constitutiva inestabilidad (Ortega y Gasset, 1973:
VI, 34).

Las consideraciones que cabe hacer en relación con el tema que nos ocupa y más
concretamente respecto de las posibilidades con las que el hombre necesita construir su
futuro son las siguientes. En primer lugar, Ortega opera a la hora de considerar y evaluar
el proceso histórico, con el modelo de una radical discontinuidad. El pasado determina,
no para construir desde él y sobre él el futuro, sino para impedir que se vaya a repetir, ni
siquiera estructuralmente, lo que ya se hizo o simplemente aconteció. Es una especie de
teología negativa aplicada a este campo, en el sentido de que sabemos que el futuro no
será nada de lo que ha sido el pasado, porque inexorablemente el hombre evita ser lo que
fue (1. c., 40).

Esta tesis de Ortega supone otra que está implícita en ella, la de que futuro es
equivalente a novedad total. Pero en este caso resulta difícil de explicar una de las tesis
fundamentales de Ortega - ya mencionada-, la de que "la historia es un sistema - el
sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y única" (1. c.,
43). Pues lo que respecto del presente es futuro, en algún momento llegará a ser pasado
y por tanto formará, con el resto del pasado, parte de esa "cadena inexorable"; es decir,
estará determinado por todo el proceso anterior y en estricta continuidad con él.

La única forma de eludir esta consecuencia sería distinguir entre la actitud subjetiva
que, frente al futuro que desconoce, se ve precisada a inventarlo y el proceso objetivo
que se desencadena a partir de la acción del sujeto, que no tiene por qué obedecer al
programa que el sujeto ha trazado. Pero esto es menos convincente aún por dos razones:
porque la programación carecería de sentido y porque la realización del futuro se vendría

288
a encontrar con lo que es la realidad del pasado. Es decir, no se podría eludir la
continuidad de pasado, presente y futuro por grandes que sean las discontinuidades a lo
largo del proceso. Es lo que en realidad acontece a tenor de lo que hemos expuesto con
anterioridad. Por poca y escasa que sea la analogía entre la identidad o continuidad
personal y la historia, se descubrirán también en este caso una serie de conexiones entre
los diferentes estadios históricos. Lo que sí hace explicable lo que dice Ortega sobre la
necesidad de inventar el futuro es que esto lo escribe en una época de cambios en la que
al parecer urgía divisar una nueva tierra en el horizonte. Al fin, la historia ejerce su
dictado sobre nosotros, justo porque es la misma siempre, aunque nunca sea igual. Pero
esa estructura de rigurosa continuidad es la que nos permite extraer, del pasado,
posibilidades con que construir el futuro.

4.2.3. Lo posible y lo imposible en la historia

Ante la historia tenemos una doble certeza: a) que muchas cosas, que son posibles en un
tiempo determinado, no lo son en otro. La imprenta, que abre al hombre posibilidades
inéditas de expresión, de comunicación, etc. probablemente no fue posible antes de que
Gutenberg la inventase. El descubrimiento y la liberación de la energía atómica le abren
al hombre de par en par las puertas a muchas cosas, antes impensadas e impensables. Tal
vez ese descubrimiento fue posible antes, pero con seguridad no lo fue en la larguísima
época de las dinastías egipcias. Lo que hoy es ya posible tendemos a pensar que fue
imposible antes. b) No sólo eso. Determinadas formas de vida, que fueron habituales
durante un tiempo, durante siglos incluso, dejan de ser habituales en un momento dado;
dejan de tener vigencia y, como consecuencia, no son ya posibles, por ejemplo, en
nuestra cultura occidental de hoy, utilizar un arado romano, ir al mercado a lomos de
caballería, etc. Todo eso, y tantas otras cosas más, se pueden recuperar, pero no de
forma auténtica, como elemento integrante de una forma de vida, sino a lo sumo como
reliquia del pasado. Como los cambios no son simultáneos en los diferentes países y
culturas, lo que en algunos ha desaparecido puede en otros seguir existiendo aún.

Toda esa sucesión de posibilidades e imposibilidades tiene sin duda un límite, porque
el hombre es limitado por naturaleza. Lo que sin embargo nos muestra la experiencia, la
historia misma, es que su limitación es indeterminada, en cuanto que no se sabe con
exactitud dónde está el techo de sus posibilidades. Tampoco se conocen de antemano las
consecuencias que tiene o puede tener la transgresión de determinados límites. En el
ámbito humano en general, la lectura de los "trágicos" da mucho que pensar. Las
calamidades que sobrevienen en la Antígona de Sófocles se deben a que se infringen,

289
sobre todo por parte de Creonte, las normas de las prudencia (c£ Álvarez Gómez, 2001:
5 y ss.). En el ámbi to más específico de la historia, la transgresión de determinados
límites produce con frecuencia efectos muy negativos: verdaderos fracasos y retrocesos
en lo que podemos considerar como momento esencial del sentido de la historia: la
libertad, que implica felicidad y bienestar. Más aún, determinados efectos negativos,
trágicos incluso, son irreversibles, durante un tiempo al menos, mientras no desaparezca
la causa que los produce, como por ejemplo los accidentes de tráfico o el deterioro del
medio ambiente.

En el curso de los acontecimientos influye por supuesto la conciencia de las


posibilidades y la actuación en consecuencia. Pero influye también la falsa conciencia de
lo que es de suyo imposible, a lo que sin embargo se considera como posible sin más y
hasta como fácil de conseguir, cuando existe el intento obstinado de lograrlo contra toda
esperanza y todo sentido. Uno de esos casos pudo ser la decisión de Hitler de atacar
Polonia, provocando la Segunda Guerra Mundial. Influye igualmente la ausencia de toda
conciencia respecto de lo que es y de lo que no es posible.

Lo posible y lo imposible tienen pues en la historia su anverso y su reverso. Son en


muchos casos conceptos paradójicos. Hay cosas imposibles que, aun teniendo una
conciencia al menos vaga de que lo son, son apetecidas. Más aún, del hecho de que sea
así y en un momento dado se apunte demasiado alto, depende también que se vayan
superando límites, aparte de que no siempre cosas que aparecen como imposibles lo son
en realidad. Y respecto de lo posible, no siempre lo que aparece como tal lo es en
realidad: por desconocimiento, por frivolidad, por hybris o por pura y simple necedad,
que es según parece parte del destino humano:

(Eclesiástico, 21, 14.16, 18-19).

Que los necios juegan un papel funesto en la historia se habrá, supongo, pensado,
dicho y estudiado en más de una oca sión. En todo caso es innegable. Cuando se habla

290
del mal en la historia se suele retrotraer el problema a la providencia, porque estamos
ante el mysterium iniquitatis, sobre el que sólo puede pronunciarse una inteligencia
infinita. Esto puede proporcionar alivio y consuelo. En cambio, cuando se trata del mal
que causan los necios, el asunto es mucho más grave, porque es un mal evitable. Basta
con no darles competencias para que hagan y deshagan, basta con negarles el poder. La
raíz del mal está en que el necio, al no tener capacidad de discernimiento, no distingue
entre lo posible y lo imposible; y más concretamente, tiende sobre todo a considerar
como posible y hacedero lo que es imposible. El desastre es proporcional a la importancia
de los asuntos que se le confían y no hay forma de evitarlo porque el necio no tiene
conciencia de su limitación - por eso fundamentalmente es necio - y tiende a ejercer
poder y hacerse notar en la acción, porque internamente está totalmente vacío. Goethe,
maestro insuperable a la hora de encontrar fórmulas que expresan la intuición y la
cordura, da en este punto con una sentencia que difícilmente podría ser más contundente
y acertada a la vez. Lo propio del necio es que "presenta su perfecta necedad como un
todo perfecto" (Goethe, 1969: 167). Con lo cual, cabe decir, no queda resquicio alguno
para poder soportarle.

Un enigma es por qué los pueblos, al igual que en tantísimos casos los individuos,
caminan obstinadamente y a sabiendas, hacia su ruina, como si no lo pudieran evitar,
cuando en realidad sí pueden. En otros casos, la decadencia se produce de modo
inevitable, cuando un pueblo o una cultura han dado ya de sí todo lo que podían, si no
absolutamente, sí en algún aspecto de la capacidad creadora o de la eficacia en general.
Hoy no resultan aceptables las explicaciones de Spengler por su carácter biologista y
fatal:

Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado anímico y


se desprende del eterno infantilismo humano, cuando una forma surge de lo
informe, cuando lo limitado y transitorio emerge de lo ilimitado y perdurable.
Florece entonces sobre el suelo de un paisaje perfecta mente delimitable, al
que permanece unida como una planta. Una cultura muere cuando esa alma ha
realizado la suma completa de sus posibilidades en la figura de los pueblos,
lenguas, doctrinas de fe, artes, estados, ciencias y retorna con ello de nuevo al
alma primitiva [...].

Éste es el sentido de todas las decadencias en la historia: cumplimiento


(Vollendung) interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a
toda cultura viva... toda cultura recorre los mismos estadios que el hombre
individual. Cada una de ellas tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez

291
(Spengler, 1972: 1, 143 y s. [trad., I, 218 y s.]).

La obra de Spengler fue una de las más leídas desde su aparición, en 1918, hasta al
menos el final de la vida de su autor (1936) y en cambio hoy es raro verla citada, excepto
cuando es cosa obligada porque se hace un balance historiográfico de las diferentes
teorías y concepciones de la historia. En su momento tuvo un éxito extraordinario: "Este
libro erudito y difícil estuvo de la noche a la mañana en boca de todos, en poco tiempo
fue objeto de muchísimas recensiones y pronunciamientos y se vendieron decenas de
miles de ejemplares" (Nolte, 1992: 215).

Las razones de que el interés por esta obra se haya poco menos que esfumado son,
entre otras, por una parte, el hecho de que considera a la raza como sujeto prioritario de
la historia, lo cual después de la trágica experiencia del nacionalsocialismo y de la
Segunda Guerra Mundial consiguiente provoca un instintivo rechazo. Bien es cierto que
hay quien hoy sustituye raza por etnia, que viene a significar lo mismo. Sin embargo, las
palabras tienen a veces un peso inamovible. Por otra parte, la concepción de Spengler es
declaradamente irracional y relativista, hasta el punto de no concederles ningún valor a
conceptos tan fundamentales como verdad y justicia.

La historia universal es el juicio universal: ha conferido siempre el derecho


a la vida más fuerte, más plena, más segura de sí misma; es decir, derecho a la
existencia, sin importarle que ello sea justo para la conciencia; siempre ha
sacrificado la verdad y la justicia al poder, a la raza; y siempre ha condenado a
muerte a los hombres y a los pueblos, para quienes la verdad era más
importante que la acción y la justicia más esencial que el poder. Así termina el
espectáculo de una gran cultura, ese mundo maravilloso de deidades, artes,
ideas, batallas, ciudades, reasumiendo los hechos primordiales de la eterna
sangre, que es idéntica a las fluctuaciones cósmicas en sus eternos ciclos. La
conciencia vigilante, clara, rica en figuras múltiples, se sumerge de nuevo en el
silencioso servicio de la existencia, como nos enseñan las épocas del
imperialismo chino y romano (Spengler, 1972: 1, 1194 [trad., II, 7791).

La idea no es del todo original. La frase con que empieza el texto la enuncia, como
es bien sabido, Hegel. Pero por más analogías que se quieran establecer, la concepción
de ambos es diferente, como se encarga de poner de manifiesto el mismo Spengler,
cuyos inspiradores son Goethe y Nietzsche, a quienes a su vez interpreta de forma muy
unilateral. Hegel dista de tener una concepción biologista y, aunque también opina que las
culturas - espíritus de los pueblos - se suceden unas a otras, ello no significa que

292
desaparezcan simplemente, ya que quedan integradas en el conjunto de la historia.
Quedan superadas, es decir, reasumidas en un contexto nuevo, en el que continúan
estando presentes y siendo eficaces. Esto es más acorde con la realidad. Las culturas,
formas de vida, etc. tienen sus ciclos pero también es cierto que los sujetos de las
mismas, pueblos o naciones, se renuevan y terminan por reaparecer o "reproducirse" en
otras.

¿Dónde radica el juego de posibilidades e imposibilidades que acompañan el curso de


la historia? Por el carácter representacional y objetivante de nuestra mente tendemos a
pensar que están ahí como algo dado frente a la historia, cuando en realidad no son algo
distinto de la historia misma. Incluso aquí se puede producir una cierta objetivación
indebida, como si la historia, con el conjunto de posibilidades e imposibilidades, fuera un
objeto que tenemos enfrente, siendo así que ni lo uno ni lo otro es separable de nosotros.
Es la historia, somos nosotros quienes vamos desvelando, haciendo aflorar, la complicada
serie de lo posible y lo imposible.

4.2.4. Carácter contingente de lo posible que llega a existir

De las diferentes clases de lo posible podemos mencionar, para situar el problema, las
siguientes: a) lo posible como ente en potencia, en cuanto que posee en sí la tendencia y
la fuerza necesaria para llegar a ser, si se cumplen las condiciones que se requieren para
ello o no hay nada que lo obstaculice, por ejemplo un grano de trigo o una bellota sólo
pueden transformarse en planta bajo determinadas condiciones, si bien tienen la
tendencia a ello. b) Lo que puede existir y necesariamente existirá en un momento dado.
Un volcán por ejemplo entra en erupción en un momento preciso de forma inevitable
debido a la concatenación de causas y efectos, sin que haya nada que lo pueda evitar. c)
Posible es también lo que entendemos que puede tanto ser como no ser. Uno puede tanto
levantarse como permanecer sentado; ir al teatro o quedarse en casa. En relación con la
historia la mayoría de los acontecimientos no estaban predeterminados antes de existir,
podían tanto existir como no existir. Son por ello posibles contingentes, es decir, posibles
que pueden tanto realizarse como no realizarse.

Una vez que se realizan, ¿cuál es su carácter? Por una parte, lo que se ha realizado,
no es posible que no se haya realizado, además de formar parte del conjunto de la
realidad de modo necesario, puesto que es contradictorio pensar la historia o hablar de
historia sin tener en cuenta los hechos históricos. Sin embargo en un cierto sentido sigue
teniendo carácter contingente en cuanto que, si antes de existir era un posible
contingente, porque no era necesario al conjunto de los fenómenos, tampoco será en sí

293
mismo necesario, una vez que ya existe, aunque su existencia necesariamente implique
consecuencias. Como algo real que ya existe es una pieza de la realidad histórica, que sin
ello no sería la misma. Sin embargo sin ello la historia sería igualmente historia y en ese
sentido el fenómeno en cuestión es prescindible. Es, pero podría no ser, puesto que pudo
no haber sido. Es el aspecto que se puede asumir de la afirmación de Kierkegaard: "Lo
real efectivo no es más necesario que lo posible" (1959: 89).

Lo imprescindible y necesario es la historia misma, en cuanto que el hombre es


constitutivamente histórico. Por otra parte, la praxis procede de este modo, refiriéndose a
acontecimientos concretos como rigurosamente históricos. La catedral de Salamanca se
construyó y nadie duda de que pudo no haberse construido, al igual que sin ella la
historia seguirá siendo historia. A nosotros, moradores de esta ciudad, nos parece
importantísima la catedral y muchísimas otras cosas, tanto que las asociamos a la ciudad
misma. Pero tampoco podríamos negar que respecto de la historia como tal no pasan de
ser efímeras. Por más importantes que a nosotros nos parezcan, la mayoría de la gente
en el mundo no tiene siquiera noción de su existencia.

El problema no se centra en el carácter efímero de lo histórico, que lo tiene siempre,


aunque se trate de fenómenos muy importantes o muy duraderos. En el poema "una
brújula" nos recuerda Borges:

294
(Borges, 2005: 875).

Como en todo poema genial se dicen otras muchas cosas. Aquí sólo lo citamos para
aludir al carácter efímero de lo histórico, algo que es recurrente en la obra de Borges. La
cuestión es, sin embargo, si lo efímero es necesario. Aunque entendemos que los
fenómenos históricos son contingentes en cuanto que cada uno de ellos puede ser
pensado como innecesario para el curso mismo de la historia, ¿qué cabe decir si se
contemplan esos mismos fenómenos en referencia al conjunto de la historia?

4.2.5. Simultaneidad de lo necesario y de lo contingente

El tema de la conexión de lo necesario y lo contingente (o casual) es ineludible en general


y, singularmente, en el caso de la historia. Partimos de una especie de supuesto a priori:
el de que los acontecimientos históricos son contingentes y en ese sentido, casuales, en
cuanto que al igual que se dan, podían no darse.

Esto, sin embargo, no significa que la necesidad quede eliminada. Recordamos dos
afirmaciones autorizadas, cada una de ellas en su propio nivel. De Ortega recordamos de
nuevo la frase ya citada: "La historia es un sistema, el sistema de las experiencias
humanas, que forman una cadena inexorable y única" (1973: VI, 43). Cadena inexorable
y única es una metáfora que expresa de forma clara y contundente la necesidad. La
definición de Hegel no es menos expresiva: "La historia universal es el progreso en la
conciencia de la libertad - un progreso que tenemos que conocer en su necesidad (1955:
63); definición que es tanto más llamativa cuanto que une dos conceptos que podrían
parecer incompatibles, libertad y necesidad.

La forma en que aquí tenemos en cuenta la necesidad del proceso histórico, de cuyo
carácter contingente acabamos de hablar, se condensa en los puntos siguientes:

1.Aunque los acontecimientos históricos sean contingentes, el hombre es


constitutivamente - por tanto necesariamente- histórico. La historia es pues
necesaria. La casualidad o contingencia se refiere a que los acontecimientos
históricos son éstos o aquéllos pudiendo haber sido otros, no a los
acontecimientos históricos en cuanto tales. Si la historia es necesaria por ser
constitutiva, la existencia de acontecimientos determinados, los que de hecho hay
y se producen, concretan esa necesidad y en tal sentido están vinculados a ella y
son expresión de la misma. Es paradójico o dialéctico, pero es así. La concreción
es necesaria y no hay otra. (Sobre la conjunción de posibilidad, contingencia y

295
necesidad según Hegel, c£ Álvarez Gómez, 1997).

2.La necesidad se da también en un sentido elemental, casi intuitivo y absolutamente


real. La historia, con toda su complejidad, gravita sobre nosotros de forma
ineludible. A partir de ahí podemos hacer estos o aquellos proyectos libremente.
Pero siempre serán proyectos a partir de lo que hay, que está determinado en
concreto y es ya - hic et nunc - imposible que lo esté de otro modo. Querer este o
aquel proyecto y realizarlo sólo puede acontecer sobre la base de lo que nos es
posible a partir de lo que hay. También esto es ineludible, necesario. Uno puede
elegir entre andar por un camino o por otro, puede hacer "camino al andar"; lo
que no puede hacer es inventar el suelo sobre el que camina.

3.Contingencia y necesidad se dan también conjuntamente, bajo aspectos distintos,


en el sentido expuesto por Aristóteles. Es accidental - en su significado de casual
o contingente - que alguien cavando encuentre un tesoro, o llegar a Egina, a
donde no tenía intención de ir, "arrojado allí por una tempestad" (Met. V, 30,
1025 a, 15-30). Pero de todo eso ha de existir una causa (Met. VI, 3, 1027 a 31-
32) y si, en la búsqueda de la misma, "uno se remonta a lo ya sucedido; esto (lo
sucedido) está ya presente en algo; por consiguiente, todas las cosas futuras serán
por necesidad" (Met. VI, 3, 1027 vv. 6-8; sobre el significado profundo de lo
accidental y su articulación perfecta en la doctrina aristotélica del ser, c£ Weiss,
1967: 154-192). De cosas accidentales o contingentes estamos rodeados en la
vida y en la historia. Proponiéndonos hacer una cosa, hemos llegado a un
resultado inesperado. O en términos más generales: proponiéndose el hombre
modular los acontecimientos, se encuentra de forma inesperada ante hechos con
los que no contaba y que trastocan todos sus planes, lo cual ni siquiera significa
que el resultado sea negativo respecto de lo que él mismo se había propuesto.
Pero si uno se pregunta por la causa e intenta retrotraerse al origen de lo
acontecido, tendrá que reconocer que lo meramente causal no existe.

296
297
a referencia al sistema viene de la mano de las categorías que hemos venido
exponiendo, en cuanto que implican una unidad básica en que se apoyan y se explicitan.
Por otra parte la historicidad, que

no es la sucesión de acontecimientos, sino la importancia de los mismos para el


desarrollo de la conciencia humana (Siep, 2001: 91).

parece suponer que los conceptos a priori, presuntamente válidos de una vez por todas,
son incompatibles con un desarrollo temporal y, sobre todo, histórico, en cuanto que tal
desarrollo va unido a una modificación del modo de pensar en general, por supuesto
también en relación con la historia. Éste es un problema de difícil solución en la
concepción de Hegel, como lo acreditan ciertos intentos recientes en la línea bien de
flexibilizar el carácter permanente del sistema mediante la crítica de todo presupuesto
ontológico o metafísico, fundada en la idea de que la sistematización se ha de corregir
conforme al discurso de lo social (cf. Pinkard, 2001: 95 y ss.) o las exigencias de la
cultura correspondiente (Stekeler-Weithofer, 2001; 14 y ss.). Aquí no planteamos la
cuestión en relación con Hegel mismo, aunque para un tratamiento a fondo de todo lo
que tiene que ver con lo siste mático, la referencia a su obra es ineludible. Nos limitamos
a hacer una breve reflexión al hilo de lo que significa la noción elemental de sistema.

Se ha extendido el prejuicio de que el pensamiento poco o nada tiene que ver con el
sistema, porque éste encierra, estrecha y termina por ahogar a aquel, que necesita ante
todo horizontes de amplitud ilimitada y libertad de movimiento. Sin duda, pero el
horizonte del pensamiento no está simplemente ahí, sino que se abre sólo ante la acción

298
propia del pensar y la libertad tampoco se puede ejercer sin normas. Por lo demás, el
concepto de sistema no tiene nada que ver con el mencionado prejuicio.

Por sistema entiendo la unidad de los diversos conocimientos bajo una


idea (Kant KrV A 832, 1956: 748).

,Qué menos cabe pedir - podemos añadir nosotros-, si lo que se pretende es


conocimiento científico, que por de pronto supere lo que puede ser un conocimiento de
cosas diversas y desconectadas entre sí? Se trata, como dice el propio Kant en este
mismo contexto, no de anular el conocimiento ordinario, sino de transformarlo en
sistema, porque sólo así adquiere el rango de ciencia. Esto a su vez es tanto una tarea
como una exigencia de la razón respecto de "los actos del entendimiento" (KrV A 664,
1956: 621). Sólo la razón puede conferir la unidad mediante la cual construye el sistema
y sólo de este modo la unidad de la razón es real y efectiva, pues lo suyo es buscar "lo
sistemático del conocimiento, es decir, la conexión del mismo a partir de un principio"
(KrV A 645, 1956: 607). Dicha unidad no se queda además en ese enunciado genérico,
confiere por el contrario forma y figura:

Esta unidad de la razón presupone siempre una idea, es decir la idea de la


forma de un todo del conocimiento, un todo que precede al conocimiento
concreto de las partes y que contine las condiciones para determinar a priori la
posición de cada parte, así como su relación con los demás. En consecuencia
esta idea postula la unidad completa del conocimiento del entendimiento
merced a la cual este conocimiento sea, no un agregado meramente fortuito,
sino un sistema conexionado según leyes necesarias (Kant, KrV A 645, 1956:
607).

Esta experiencia de la razón es lógicamente algo constitutivo y por tanto tendemos a


actuar así (cf. KrV A 655, 1956: 614), es decir, a descubrir la unidad que subyace a los
fenómenos. La convicción de Kant apenas puede ser más expresiva al respecto. "Unidad
de la razón" es tanto como "unidad del sistema", en cuanto que se concreta en ésta:

esta unidad sistemática sirve a la razón [...] subjetivamente como una máxima
que extienda su aplicación más allá de todo conocimiento empírico posible
(Kant, KrV A 680, 1956: 633).

En síntesis y en palabras del propio Kant: "La razón humana es arquitectónica por
naturaleza, es decir, considera todos los conocimientos como pertenecientes a un posible

299
sistema" (KrVA 474, 1956: 479).

Comentando alguno de los textos que venimos citando y reduciéndolo todo ello a
una muy apretada fórmula dice Heidegger:

La razón es la facultad de ver-más-allá hacia una perspectiva, es la


facultad que forma el horizonte. De tal manera, la razón misma no es otra cosa
que la facultad del sistema y el interés de la razón está dirigido a poner de
relieve la mayor multiplicidad posible del conocimiento en la unidad más alta
posible. Esta exigencia es la esencia de la razón misma (Heidegger, 1971: 44 y
s. [trad., 45]).

Nada parece ser más ajeno a la mentalidad dominante hoy que esta concepción de
Kant, muy especialmente en lo que atañe a la reflexión, sea filosófica o no, sobre la
historia. La tarea de la razón parece haber terminado por convertirse en legitimación de
relatos a los que nada aporta y respecto de los cuales se revela como prescindible en el
fondo, pues para lo que se lleva a cabo basta con la imaginación y, en el mejor de los
casos, con los actos del entendimiento. Lo que cuenta no es la mayor diversidad posible
en la unidad más alta posible sino una simple diversidad dentro de una unidad mínima y
etérea, apenas reconocible. Así el conocimiento, que se presentaba como filosófico, ha
terminado por ser una rapsodia, lo opuesto a lo que Kant exigía (KrVA 832, 1956: 748).

Los rapsodas de hoy, que incluso pretenden convertir en parte de un relato moderno
abstruso e inconsistente nada menos que la Crítica de la razón pura, invocan, si llegan a
ello, las manifestaciones de Nietzsche en contra de lo sistemático y de la voluntad de
sistema. Pero Heidegger hace notar, probablemente con toda razón, que la renuncia al
sistema según Nietzsche era en su época necesaria, "no porque el sistema sea en sí
mismo algo imposible y nulo, sino al revés, porque él es lo más alto y esencial
(Heidegger, 1971: 29 [trad., 29]), algo que la filosofía nihilista que en aquel momento se
practicaba no era siquiera capaz de entrever.

Lo que Hegel piensa sobre el sistema está en la línea de la concepción de Kant, que
completa en algunos puntos importantes. Es por de pronto obligado mencionar el texto,
muy citado, del Prólogo a la Fenomenología del Espíritu: "La verdadera figura en la que
existe la verdad sólo puede ser el sistema científico de la misma" (1988: 6).

Esta misma concepción la formula incorporándola a dos de la tesis fundamentales del


propio sistema:

300
Que lo verdadero sólo es real y efectivo como sistema o que la sustancia
es esencialmente sujeto, está expresado en la representación que enuncia lo
absoluto como espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a la
época moderna y a su religión (Hegel, 1988: 18 y s.).

Aparte de los conceptos básicos a los que da expresión, el sistema queda


caracterizado con precisión, justamente en relación con lo que es más familiar de la
filosofía:

La ciencia de éste [lo absoluto] es esencialmente sistema, porque lo


verdadero sólo es desarrollándose dentro de sí como concreto y tomándose y
reteniéndose [todo] junto en unidad, es decir, sólo es como totalidad; y
solamente mediante la diversificación y determinación de sus distinciones
puede ser la necesidad de ellos y la libertad del todo (Hegel, 1988: 8, 59 [trad.,
117]; c£ Álvarez Gómez, 1978: 324 y s.).

La función que tenía en Kant la unidad de la razón como raíz que se despliega en la
realización del sistema, la asume ahora en Hegel con plena propiedad el espíritu mismo.
En un fragmento de su última etapa leemos:

La filosofía del espíritu no puede ser ni empírica ni metafisica, sino que ha


de contemplar el concepto del espíritu en su desarrollo inmanente, necesario
desde sí mismo hacia un sistema de su actividad (Hegel, 1970 y ss.: 11, 524).

Esto no significa que Hegel deje de lado la propia dimensión racional, pues a la
postre la razón representa la concreción del mismo espíritu. De ahí que en nota
manuscrita dejara consignado, como una especie de programa al igual que como tesis ya
sobrentendida: "Sistema racional - concepto desarrollado" (Hegel, 1970 y ss.: 7, 79), que
es tanto como decir que el sistema de la razón es el desarrollo del concepto, y por tanto,
del concepto en su grado máximo, que es el concepto del espíritu.

Se puede entender, en razón de los puntos reseñados, que el planteamiento de Hegel


representa una profundización de lo enunciado por Kant. Pero hay otros aspectos que
conviene subrayar, entre los cuales me permito destacar los siguientes: 1. Hay diferentes
sistemas de conocimiento que, en su proceso, representan "el desarrollo progresivo de la
verdad" (Hegel, 1988: 4). Hegel se refiere a sistemas de filosofía en los que el objeto de
la reflexión es él mismo filosófico. Pero esto es válido para todo sistema de conocimiento
y también para toda aquella configuración objetiva que, fundada de una u otra forma en

301
el conocimiento, adquiere existencia real. Hay muchos sistemas y muchas formas de
sistema. Ha habido muchas clases de sistemas políticos y ha existido también incluso "la
sistematización del simbolismo", como expuso A.Dempf (1973: 269 y ss.), cosa que a
algún puritano le puede extrañar, porque piensa que el simbolismo elude las exigencias
racionales. Sistema hay en todo, como sistematización hay en todo lo que el hombre
piensa y hace, porque en todo ello hay razón. Lo interesante sin embargo en la
afirmación antes citada es que el sistema, lejos de ser algo cerrado que coarta el
desarrollo de la verdad, representa la forma en que ésta progresa, incluso. 2. De singular
importancia es que el carácter sistemático no se circunscribe a lo que el hombre piensa,
dice o hace y proyecta sobre la realidad, sino que la realidad misma es sistemática, lo
cual nada tiene de extraño, por cuanto la razón, raíz del sistema, "gobierna el mundo"
(1955: 28). En esto parece haberse visto Hegel plenamente confirmado en su etapa de
plena madurez. Ya al final, en el verano de 1831, reflexiona sobre la vida y el mundo en
general en los siguientes términos:

La esencia de la vida es, si la captamos en su verdad, un principio, una


vida orgánica del universo, un sistema viviente (Hegel, 1970 y ss.: 17, 514).

El mundo es un xó6µoS, un sistema, en el que todo tiene relación esencial


entre sí y nada está aislado - algo ordenado en sí, donde cada cosa tiene su
lugar e interviene en el todo, subsiste mediante el todo e igualmente es activo y
eficaz para la producción, para la vida del todo (1. c., 520).

Según esto, el sistema no sólo representa el progreso de la verdad, sino que es


expresión de la belleza y del sentido. Pero lo que ahora interesa subrayar es que sistema
es tanto el conocimiento de la realidad, como la realidad; o desde lo que ahora nos
ocupa, sistema sería tanto la narración - con pretensión mínimamente científica - de los
acontecimientos históricos, como el proceso de esos mismos acontecimientos. 3. En el
texto arriba citado, en el que Hegel caracteriza de la forma más concreta el significado de
sistema, hemos visto que él vincula necesidad con libertad (Hegel, 1970: 8, 59). Aparece
ya esta idea en fecha temprana y tal vez la había tomado de Schelling (cf. o. c., 2, 107).
Comentando un texto de Sobre la esencia de la libertad humana, en el que Schelling
vuelve sobre "la conexión del concepto de libertad con la totalidad de la concepción del
mundo" (Schelling, 1968: 282), afirma Heidegger:

La tarea de que se trata, sondear la conexión entre la libertad y el mundo


en total, es el impulso originario que lleva hacia la filosofía en general, es su
fundamento oculto [...]. Con la verdad sobre el ser quiere la filosofía llegar a

302
un campo libre y permanece, sin embargo, atada a la necesidad del ente. La
filosofía es en sí misma un conflicto de necesidad y libertad. Y en cuanto es
propio de la filosofía, como saber supremo, saberse a sí misma, ella sacará de
sí misma a la luz ese conflicto y con ello el sistema de la libertad (Heidegger,
1971: 69 y ss. [trad., 69 y S.D.

Con algún matiz podría valer esto mismo para el planteamiento de Hegel sobre la
conexión de libertad y necesidad. Sus textos, así como los de Kant, Schelling y el mismo
Heidegger podrían servir como sugerencias y apoyatura de una exposición amplia sobre
el tema de la relación entre sistema e historia, pero aquí hemos preferido limitarnos a una
breve exposición que consta sólo de los puntos siguientes:

1.El sistema aporta a la consideración de la historia la noción de totalidad respecto


tanto de los acontecimientos mismos como de su interpretación. Nuestra visión
más elemental de los fenómenos en general nos lleva a pensar que están ahí en
orden a algo de lo que forman parte y que contribuyen a constituir. Nos
resistimos a creer que el conjunto de los fenómenos sea caótico, porque en tal
caso no tendríamos posibilidad alguna de entenderlos. Podríamos a lo sumo
introducir desde fuera un orden que, al no tener que ver de suyo con los
fenómenos mismos, no nos posibilitaría el acceso a lo que ellos son. Trasladando
esto al ámbito de los acontecimientos históricos sabemos que, aunque el cuadro
que nos presentan sea en extremo abigarrado y complejo, cada uno de ellos tiene
una estructura y una consistencia propias. De ahí podemos concluir que el
conjunto mismo en cuanto tal representa algo así como una totalidad organizada.
De ese presupuesto implícito partimos cuando intentamos conocerlos. Pues
siempre que conocemos ordenamos los fenómenos de una forma determinada, es
decir, los vemos bajo el prisma de totalidad a la que pertenecen. Puede haber -
hay de hecho - múltiples totalidades parciales, pero al fin tendremos que
presuponer, al menos como una especie de idea reguladora, una totalidad que las
engloba. La microhistoria supone al menos la legi timidad de la macrohistoria que
además, en la realidad, cada vez gravita más sobre nosotros de hecho. La historia
de los fragmentos remite conceptualmente al todo del que los fragmentos forman
parte.

2.La totalidad sería, sin embargo, vacía, si no se tiene en cuenta que los fenómenos
que la integran están conexionados entre sí. Respecto de los acontecimientos
históricos es algo que está a la vista. Los hechos se entrecruzan, remiten
incesantemente unos a otros, nos muestran que no existen los unos sin los otros y

303
que su propio ser está en correspondencia - unas veces armónica, otras antitética-
con el ser de los demás, lo cual nos hace pensar que se da realmente una estrecha
conexión de todos. Esto hace a su vez que el conocimiento se organice bajo ese
mismo supuesto y se contemplen los acontecimientos, como previamente hemos
tenido ocasión de exponer, bajo las ideas de continuidad, conexión causal o
interacción.

3.Los dos aspectos anteriores pueden sugerir que los acontecimientos concretos
quedan diluidos en la totalidad o en la conexión con otros acontecimientos. No
debe ser así, sin embargo, porque cada uno de ellos está dotado de su propia
singularidad. Cada uno de ellos postula en consecuencia ser investigado y
conocido en lo que es en sí mismo. Está por ello plenamente justificada la
microhistoria o la historia de los fragmentos, tanto más cuanto que desde una
concepción filosófica tenemos un soporte en la visión monadológica de Nicolás
de Cusa y de Leibniz, y desde una concepción científica se han puesto de
manifiesto la riqueza insondable de lo atómico, de lo que de tan pequeño es de
suyo indivisible. Pero esto tiene una contrapartida. Lo singular está acotado y
posee un perfil propio, pero no está ni puede estar aislado. La investigación
singularizada de los acontecimientos, lejos de contemplarlos como
compartimentos separados, debe hacer posible, muy al contrario, verlos como lo
que en realidad son: puntos de vista únicos, irrepetibles e insustituibles del
universo mismo.

304
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Índice
Prólogo 13
1 Introducción 17
1.2. La historicidad en relación con los hechos históricos 19
1.3. La historicidad como referida a la narración 21
1.4. Teoría de la historicidad y filosofía 23
1.5. Hechos históricos y categorías de pensamiento 26
1.6. Sobre la "deducción" de las categorías 28
1.7. Cuestiones sobre el sentido de la historia 39
2 El lugar propio de la historicidad. La pregunta por el sujeto de la
49
historia
2.1. Individuo e historia 55
2.2. El último reducto de la trascendentalidad y del lógos: Kant y
68
Hegel
2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos
83
individuales. ¿Quién hace la historia?
2.4. Lo contingente en la historia. La ineludible referencia a las
96
categorías
2.4.1. Carácter real de la historia 98
2.4.2. La negación como factor del proceso histórico 108
2.4.3. El límite en cuanto dimensión constitutiva 124
2.5. Facticidad e historicidad 131
3 La temporalidad como elemento básico 137
3.1. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la
144
temporalidad
3.2. Temporalidad e historicidad 156
3.3. Las dimensiones de lo histórico 161
3.3.1. El presente como olvido y como memoria del pasado; como
164
anticipación y como elusión del futur

329
3.3.2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como 179
potencial futuro
3.3.3. El futuro como simple futuro, como porvenir y como apertura
195
de posibilidades
3.4. Dialéctica de las dimensiones históricas 203
3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de
205
historia propuestas por Nietzsche
3.4.3. Sentido y sinsentido de la utopía 228
3.5. Finitud y temporalidad 237
4 Configuración de la historicidad 240
4.1.2. Dependencia causal de los acontecimientos o la identidad
260
como resultado de la acción
4.1.3. Conexión o implicación de los acontecimientos 274
4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del
280
presente histórico
4.2.1. El pasado como lo necesario de la historia 281
4.2.2. El pasado como conjunto de posibilidades en razón de la
285
libertad
4.2.3. Lo posi- 289
4.2.4 Carácter contingente de lo posible que llega a existir 293
4.2.5. Simultaneidad de lo necesario y de lo contingente 295
5 Reflexión final sobre la relación entre historia y sistema 296
Bibliografía 304

330

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