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KITSCH Y VANGUARDIA

Celeste Olalquiaga. La Jornada. Abril 12 de 1992

Menospreciado como manifestación estética, el kitsch necesita de una


caracterización más adecuada en la que se destaque su función en las sociedades
postmodernas.

Para hablar del kitsch, conviene siempre comenzar por establecer qué es, a qué se
refiere esa palabra cuya difícil pronunciación sugiere las tenebrosas oscuridades de
polvorientas filosofías,. Nada más lejano del kitsch y de su eterno enamoramiento
con las formas artísticas más obvias y explícitas. El kitsch confronta la abstracción
del concepto con la tangibilidad de las imágenes figurativas, la distancia y frialdad
del vacío especulativo con una cálida familiaridad saturada de significación.
Dejemos que hable por sí mismo:

"Susurra a lo lejos el mar y en el silencio encantado el viento mueve suavemente las


rígidas hojas. Una túnica opaca de seda, recamada de blanco marfil y oro, se agita
sobre su cuerpo y permite dejar al descubierto su suave cuello sinuoso, sobre el
que reposan unas trenzas color de fuego. (...) Brunilda estaba sentada ante el piano
y recorría con sus ágiles manos el teclado, sumergida en un dulce ensueño. Surgía
del instrumento un mortecino "largo", como surge el velo de humo de las cenizas
incandescentes y revolotea en extraños giros, alejándose de la llama. Lentamente,
la melodía ascendía, estallaba en potentes acordes, volvía a sí misma con voces
infantiles, suplicantes, encantadas, increíblemente suaves, con coros de ángeles, y
susurraba sobre bosques nocturnos y quebradas solitarias, amplia, apasionada,
bajo las estrellas, en torno a cementerios campestres abandonados".
Contando entre sus acepciones iniciales el acto de recoger cachivaches en la calle,
el kitsch ha sido identificado por casi siglo y medio con todo lo que hay de superfluo
y degradado en nuestra cultura. La variedad de denominaciones con que es
conocido añade apenas un matiz local a la noción común de que el kitsch es el mal
gusto en patas: es lo cursi en Venezuela, lo naco en México, lo picúo en Cuba y lo
siútico en Chile. Apertrechados en la seguridad de esta convicción, distintos grupos
sociales han usufructuado el término "kitsch" como arma infalible para destrozar a
sus contrincantes. Así, mientras los descendientes de una aristocracia en extinción
tildaron de nuevorriquismo kitsch al afán consumidor de la burguesía que los
desplazaba, artistas y críticos de arte han esgrimido incansablemente este término
contra la cultura de masas, la cual osa sustraer del arte con a mayúscula formas y
temas a despecho de sus valores correspondientes. En vez de aplacarse, estas
recriminaciones se multiplican con el pasar del tiempo, los intelectuales se refieren
con desprecio a la verborrea pomposa de los académicos, los ricos menosprecian el
acercamiento emocional de los pobres al arte, los hombres se ríen de la
sentimentalidad femenina, y así ad infinitum.
Pobre kitsch. Cual distorsionado Rey Midas que transforma en basura todo lo que
toca, ha sido presentado con horror como una enfermedad virulenta que contagia a
quien se le acerca, un vampiro chupasangre que ataca despiadadamente a la
cultura que inocentemente lo engendró, en fin, como el mal mismo. No exagero.
Estos son precisamente los términos utilizados por dos de las figuras claves en la
descripción, teorización y eventual depreciación de este fenómeno. Me refiero al
filósofo alemán Hermann Broch y al crítico de arte norteamericano Clement
Greenberg, quienes, a pesar de los mundos de distancia que los separan en casi
todos los demás respectos, se hallan unidos ante nuestra mirada histórica por el
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argumento anti-moderno con que ambos enfrentan lo que puede considerarse su
enemigo común.
Entre 1933 y 1950, es decir, en un periodo de menos de veinte años, estos dos
pensadores establecen las coordenadas del kitsch que abarcan los casi 150 años
desde su aparición a mediados del ochocientos hasta bien entrados nuestros días.
Broch esboza los fundamentos de la condena al kitsch en 1933, en el contexto de
un proyecto mayor sobre la imaginación europea de fin de siglo. Diecisiete años
después retoma y desarrolla este esbozo inicial en sus "Notas sobre el problema del
kitsch", escritas a fines de 1950. Entretanto, Greenberg escribe en 1939 el que
habría de convertirse en el ensayo más influente sobre este tema, "Vanguaria y
kitsch".
A pesar de las diferencias conceptuales y estilísticas de estos pensadores, es difícil
deslindar sus argumentos. Para empezar, hasta la lectura más superficial de la
propuesta inicial de Broch sugiere que ésta fue la fuente en que Greenberg se
inspiró para lanzar a los cuatro vientos su propia proclamación contra el kitsch. En
sus apuntes fundadores, Broch declara que el problema del kitsch no estriba en su
gesto imitador, pues de acuerdo con los postulados aristotélicos -que él comparte-
todo arte imita a la vida, sino en que el objeto de imitación del kitsch sea
precisamente el arte. Esta selección del arte como referencia obliga, según Broch,
al sacrificio del principio de verosimilitud (entendido como la relación directa entre el
arte y la realidad) establecido desde Aristóteles como la fundación del valor
artístico.
Este golpe al kitsch, que afortunadamente no fue mortal, lo sustenta Broch con la
acusación, prontamente replicada por Greenberg, de que el kitsch no está realmente
interesado en la experiencia estética integral (la belleza como modo de acceso a la
verdad), sino tan sólo en el "efecto de lo bello". Es decir, el kitsch no está interesado
en lo cósmico, sino en el valor de lo terrenal. Prefiere lo efímero a lo permanente.
Consecuentemente, arguye Broch, el kitsch comete el pecado imperdonable de
imponer el registro finito de los intereses mortales a aquel infinito del valor
trascendente. Tal desvirtuación merece tan sólo un calificativo para Broch: el kitsch es
la introducción del mal en el sistema de los valores. A continuación el dramático
ejemplo con que Broch ilustra la malignidad del kitsch:

"Ciertamente no es casual el hecho de que Hitler (como su predecesor Guillermo II)


fuese un adepto entusiasta del kitsch. Vivió el kitsch tipo sangre y amó el kitsch tipo
sacarina. Ambos le parecían "bellos". También Nerón fue un entusiasta de la belleza
y, en cuanto a talento artístico, bastante más dotado que Hitler. El espectáculo
pirotécnico de Roma en llamas y de las antorchas humanas de los cristianos
empalados en los jardines imperiales constituyó ciertamente un apreciable valor
artístico para el estetizante emperador, el cual demostró ser capaz de permanecer
sordo ante los gritos de dolor de las víctimas a incluso de apreciar su valor de
comentario estético-musical" .
Casi dos décadas después, Broch volverá a la cuestión del kitsch, buscando reiterar
los argumentos arriba delineados en el contexto más amplio del romanticismo. Así,
traza el origen del romanticismo a la creencia moderna, inaugurada con la Reforma,
que hace del ser humano el referente central de la experiencia, desplazando
definitivamente al eje teológico. Broch concluye que el romanticismo es, si no kitsch
en sí mismo, cuando menos padre del kitsch, y que parte de la misión de la
modernidad consistirá en erradicar este mal de nuestra cultura; devolviéndole al
arte la autonomía que le corresponde.
Quisiera examinar brevemente el desarrollo de este último punto en manos de
Greenberg, pues es él quien arguye, apasionada y contradictoriamente, cómo el
kitsch es el resultado de una desenfrenada modernización, a la vez que sólo las

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armas de dicha modernidad (es decir, los mecanismos vanguardistas) pueden curar
a la cultura de esta contagiosa enfermedad.
Al igual que Broch, Greenberg ubica el origen del kitsch en la mitad del siglo XIX.
Sin embargo, en vez de embarcarse en elucubraciones filosóficas, el crítico
norteamericano opta por la vía pragmática, apuntando un dedo acusador a la indus-
trialización y la masificación, el capitalismo y la cultura de consumo. El use del
término "capitalismo" e, incluso, la cita de Marx con que Greenberg finaliza su
ensayo, no deben ser tomados en manera alguna como índices de una postura
ideológica de izquierda. Muy al contrario, Greenberg "abraza" estos términos tan
sólo en la medida que apoyan su visión de la modernización como un mal, además
de legitimar como contemporáneo su vocabulario.
A fin de establecer esta sospechosa afinidad, Greenberg hace una pirueta
extraordinaria: si bien Marx critica el capitalismo por producir un estado de
alienación, Greenberg lo vitupera por producir la cultura de masas, es decir, la
vulgarización de la experiencia del arte. En otras palabras, lo que indigna a Green-
berg es que por obra y causa de la industrialización, el capitalismo y la cultura de
consumo, el arte se halle en manos de los que él indistintamente llama pobres,
campesinos y plebeyos. La alfabetización, por extensión, no ha hecho sino hacer
accesibles a "las masas insensibles e indiferentes" una experiencia estética que
sólo pueden entender y disfrutar propiamente las clases adineradas. Difícilmente un
argumento socialista, si bien podemos intuir en el confuso trasfondo de esta mé-
lange, la nostalgia por el valor de uso que determina la relación directa con el objeto
como la única experiencia válida.

En su febril -casi diría postmoderno-atravesamiento de épocas y países, Greenberg


equipara de un sólo trazo a la sociedad de consumo norteamericana con el realismo
socialista ruso y el fascismo alemán e italiano. Todas éstas culturas son kitsch,
según él, porque imponen a la experiencia estética individual un criterio colectivo,
sustituyendo el proceso estético por su causa (lo que Broth. llamó el efecto de
belleza) y saltándose olímpicamente todo distanciamiento reflexivo. En contra-
posición a tal estado de decadencia social y como resultado de una conciencia
histórica superior (de quién o qué nunca queda claro), la única cultura viviente es la
vanguardia.
¿Qué es la vanguardia para Greenberg? De ceñirme a su definición, la vanguardia
es una élite de artistas mantenidos por las clases poderosas, cuyo objetivo principal
en esta vida consiste en desarrollar el arte como sistema metadiscursivo (es decir,
autorreferencial y centrado sobre sí mismo). La vanguardia reduciría la experiencia
a la expresión, buscando la armonía perfecta entre forma y contenido, y
autodeterminándose como lugar privilegiado para la resolución o, en su defecto,
exclusión de todas las contradicciones. Que lo diga el propio Greenberg:
"(...) la verdadera y más importante función de la vanguardia no era "experimentar",
sino encontrar un camino por el cual mantener a la cultura activa en medio de tanta
confusión y violencia ideológicas. Alejándose por completo del público, el artista o
poeta vanguardista procuraba mantener el alto nivel de su arte al simultáneamente
reducirlo y elevarlo a la expresión de un absoluto en el cual todas las relatividades y
contradicciones serían resueltas o dejadas de lado".
Desgraciadamente, según Greenberg, esta minoría genial se ve amenazada por la
pérdida del patronazgo de sus mecenas y la comercialización del arte, es decir, la
proliferación del kitsch.
Resumiendo, tanto Broch como Greenberg practican lo que podría considerarse un
pensamiento antimoderno, en tanto ambos lamentan la sustitución de la experiencia
estética trascendental pre-industrial por aquélla otra terrenal y efímera que se da a
partir de la industrialización y la reproducción masiva, procesos éstos
característicos de la modernidad. Los dos ven al kitsch como el fácil acceso de las

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masas urbanas recientemente alfabetizadas a una experiencia cuya trascendencia
(o, dicho de otra manera, el paso a un estado de conocimiento superior) sólo puede
ser garantizada por la exclusividad de un lenguaje artístico abstracto y cerrado
sobre sí mismo.
Quisiera hacer una breve anotación al margen. Es evidente que las oposiciones
recién descritas entre individualidad/masificación y trascendencia/vulgarización
están implícitamente articuladas por la dicotomía entre lo puro (que es bello,
sublime y saludable) y lo impuro, mixto o híbrido (que es vulgar, degradado y
virulento). Teniendo esto en cuenta, resulta paradójico que el nazismo haya
invertido los términos que casi podríamos llamar “clásicos" de esta dicotomía,
haciendo del kitsch el estandarte de la pureza, y representando a la vanguardia
como la degeneración del arte. Si bien no es casual que Hitler escogiera al kitsch,
específicamente por su nostalgia neoclásica, para reproducir masivamente los
dictados de su propio afán racial, cabe también observar que el use del kitsch es en
sí secundario al fin a cuyo servicio fue puesto -promover cierta visión sobre la
pureza. Esto demuestra el peligro de las formulaciones excluyentes que basan su
poderío en la concepción de una clase, un género o una raza, cuya pureza -real o
pretendida- supuestamente le confiere un grado de superioridad.
Cierro este paréntesis y me apresto a abordar la polémica sobre la cultura de masas
con una anécdota que nos permitirá un pequeño respiro, ya que ilustra humorística-
mente la capacidad seductora del kitsch, la cual le ha ganado a éste, para mejor o
peor, mayor número de adeptos que de detractores:
"Se trata de la historia de un fogoso Lotario, quien en balde procuraba conquistar la
gracia de su Gretchen. Esta, indiferente a su enamorado, se sentaba diariamente en
un balcón sobre el lago, zurciendo medias y disfrutando del paisaje. Fue entonces
que a Lotario se le ocurrió la gran idea: domesticó a dos cisnes y, todos los días,
infaliblemente, pasaba nadando bajo el balcón de su esquiva amante, abrazado a
sus dos emplumados remolques. Por varias tardes, no hizo otra cosa que asumir
distintas posturas galantes con sus aves bajo el balcón. Tal vez Lotario imaginaba
que había algo de poéticamente arcaico y mitológico en tales travesuras. Sea lo que
fuere, su idea dio resultado, siendo conquistado el corazón de la dama y uniéndose
pronto ambos en feliz matrimonio".
La anécdota la recuenta Haroldo de Campos en su breve ensayo del 69 intitulado
"Vanguardia y kitsch". En éste, De Campos se adscribe a la tesis del kitsch como
"mentira estética" propuesta cuatro años antes por Umberto Eco en el ensayo "La
estructura del mal gusto". El autor de Apocalípticos e integrados ante la cultura de
masas se cuida de denunciar la democratización cultural efectuada por la pro-
ducción masiva, la cual él defiende como forma cultural legítima. No obstante, Eco
le da su, propia vuelta de tuerca al asunto al declarar que el problema del kitsch
radica específicamente en su intención de hacerse pasar por arte.
A esta voluntad ilegítima (acaso sería acertado llamarla bastarda), Eco contrapone
los parámetros del arte verdadero, definidos por el descubrimiento y la innovación
propios de la vanguardia. En otras palabras, la cultura de masas está bien mientras
se mantenga en su sitio, más una vez que se propone "como obra original y capaz
de estimular experiencias inéditas" efectúa un acto de transgresión que la reduce al
kitsch.
Consecuentemente, la propuesta de Eco es un progreso muy relativo. Lo que él
hace es refinar los paradigmas de la discusión, relegando siempre al kitsch a la
cocina. Su análisis ayuda a distinguir entre los distintos aspectos de la cultura de
masas, cosa que el mismo Gillo Dorfles, quien publicará pocos años después su
conocida antología del
kitsch (en la que recoge, entre otros, los ensayos de Broch y Greenberg) no atina a
hacer. Con todo, Eco no hace sino darnos la misma harina en otro costal,

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sustituyendo los términos de "trascendencia" y "unicidad" usados por los críticos
anteriores por el más moderno de la
"originalidad", y criticando, en estrecha afinidad con la vieja discusión, la
decontextualización estética llevada a cabo por el kitsch. Ni siquiera la misma
Susan Sontag,cuyas notas sobre la sensibilidad camp causaron furor durante esa
misma época, y de quien por lo tanto podríamos esperar cierta simpatía hacia
nuestro vituperado fenómeno, es capaz de darle siquierá la hora del día. El kitsch,
según ella, es embrutecedor, ya que saca las cosas de contexto, reduce la
capacidad de atención y disminuye el apetito por la complejidad. El Japón, afirma,
contradictoriamente en otro momento, es un país en donde el Kitsch se ha
convertido en el modo predominante de experimentar la realidad.

Para salvar al kitsch de este pozo sin fondo tenemos que regresar a su país de
origen, ya que es nada menos que Walter Benjamín quien ofrece los parámetros
para una comprensión más contemporánea y positiva del mismo. En su conocido
ensayo sobre el arte en la era de la reproducción mecánica, escrito en 1936,
Benjamin describe cómo dicha reproducción causa la pérdida del aura de
autenticidad con que el arte se legitimaba como experiencia superior. Frente a la
proliferación de copias, afirma, la experiencia auténtica, basada en la posesión o
contacto privilegiado con el producto único, es desmantelada. De hecho, todos los
esfuerzos por redimir dicha experiencia resultan anacrónicos en el momento en que
ésta es desplazada por una nueva sensibilidad, constituida según Benjamín,
precisamente por los efectos de la reproducción masiva y la proliferación urbana, es
decir, por la distracción. En un texto corto y poco conocido sobre el kitsch, Benjamin
lo valoriza por encima del arte, declarando que la "barata sensorialidad" del kitsch
permite una experiencia más intensa del mundo:
"El kitsch es la última máscara de lo banal, con la cual nos vestimos en el sueño y
en la conversación, para incorporar la fuerza del mundo extinto de los objetos. Lo
que llamábamos arte comienza sólo a dos metros de distancia del cuerpo. Pero
ahora con el kitsch el mundo objetual se acerca al ser humano, se rinde a su tanteo
y por último forma sus propias figuras en el interior de éste".
Irónicamente, es con este escritor judío que se suicida poco después de la
ocupación nazi de París, que el kitsch cobra al fin valor teórico. Toda vez que queda
establecido como parte constituyente de una experiencia la cual ahora llamamos
postmoderna: el mundo extinto de los objetos, el fin de una aproximación directa a
la realidad. Hoy en día, la transgresión intertextual que atraviesa y mezcla distintos
registros culturales es cosa común. Asimismo, la definición de lo real se ha
extendido y complicado al incluir a la representación como un elemento
determinante de nuestra percepción, eliminando así la tradicional jerarquía entre
realidad y simulacro. Finalmente, la teatralidad, el artificio, la presentación de una
realidad cuya saturación de códigos significantes la convierte en hiperrealidad, son
algunos de los modos de conocimiento y disfrute estético propios de nuestra época.
Recapitulando, podemos decir que la vanguardia y el kitsch se contraponen
radicalmente en tres aspectos fundamentales. El primero es el sistema de valores
que reproducen: la vanguardia se apuesta por una estética trascendente, concebida
como modo superior de conocimiento a la cual se accede gracias a la perfecta
comunión entre el fondo y la forma. El kitsch se dedica a lo sensorial como modo
familiar y cercano de concebir lo intangible, frecuentemente relegando al llamado
fondo o contenido a un segundo lugar, y despreciando los procesos racionales
como modo de conocimiento.
La segunda distinción entre la vanguardia y el kitsch se refiere a sus mecanismos
formales: cómo producir significado. En consistencia con su trascendencia ideal, la
vanguardia ejercita estrategias de depuración simbólica (deshacerse de lo banal y
superfluo: el lenguaje, la historia, las convenciones sociales) para poder liberarse

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de la carga terrenal. De este modo pretende acceder a la verdad última, concebida
como un momento, único a irrepetible, de descubrimiento existencial. Por su parte,
el kitsch opera a través de la saturación iconográfica y la recarga sentimental,
designando al afecto como la experiencia a recrear, y ofreciendo esta experiencia a
quienesquiera les interese. Así, a la originalidad e innovación vanguardistas.

Bibliografía:
Walter Benjamin, "The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction" (1936),
Illuminations, trad. Harry Zohn, Londres: Jonathan Cape, 1970: 219-253.
----- "Traumkitsch", Angelus Novus. Ausgewahlte Schriften, Vol.2, Frankfurt am Main:
Suhrkamp, 1966.
Hermann Broch, Kitsch, vanguardia y el arte por el arte, (tornado de escritos de
1955), Barcelona: Tusquets, 1979.
Haroldo de Campos, "Vanguards e kitsch", A arte no horizonte do provável, Sao
Paulo: Persectiva, 1969, pp. 193-201.
Gillo Dorfles, ed., Il Kitsch, Milano: Gabriele Mazzotta Editors, 1969.
Umbertp Eco, "La estructura del mal gusto". Apocalípticos a integrados ante la
cuttura de masas, Barcelona: Lumen, 1968, pp. 79-I51.
Clement Greenberg, "Avant-garde and Kitsch" (1939), Art and Culture, Boston:
Beacon Press, 1961, pp. 3-21.
Susan Sontag, "Notes on Camp", Against Interpretation and Other Essays (1961),
New York: Octagon Books, 1982.
** Ponencia leída en el seminario "Vanguardia y modernidad", organizado por la
Fundación Vicente Huidobro en Santiago, Chile, en diciembre de 1991.

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