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De pesadilla: la historia del alebrije no


es como te la contaron
Anhelé Sánchez
12-15 minutos

Detrás del Mercado de Sonora, en la colonia Merced Balbuena, a


uno tres kilómetros del centro de la Ciudad de México, hay una
casa de tres pisos. El interior del último es de color blanco. Huele a
cartón, acrílico y engrudo. Es el taller de la familia Linares, que
desde hace 70 años le da vida a las artesanías de cartonería, en
especial los alebrijes, formados con capas y capas de papel
maché, papel de china y periódico; un poco de sol para que seque
la pieza y pintura de acrílico de colores brillantes.

Pedro, el patriarca, aprendió el oficio de su padre. El negocio era la


fabricación de mascaras, calaveras y judas —ese muñeco que
representa al diablo y es quemado en la noche del Sábado de
Gloria—. Una tarde de 1932 Pedro cayó enfermo. El médico que lo
atendió le dijo que tenía una ulcera gástrica. Pedro se quedo igual,
no tenía idea de qué le hablaba el doctor, ¿qué era una úlcera?

El taller Linares.

Leonardo Linares, su nieto, cuenta que su abuelo vivía


prácticamente en pobreza extrema, en una casa de techo de
lamina, piso de tierra y algunos polines. No tenía los medios para

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tratarse. La úlcera reventó, el hombre adelgazó, evacuaba sangre.


Un día su cuerpo no resistió y se desmayó. Sufrió una especie de
coma. Parecía muerto, tanto que la gente inició el rito del velorio en
su propia cama, como se acostumbraba. Colocaron velas a su
alrededor y se dejaron oír los rezos para la salvación de su alma.

Pero Pedro no estaba muerto, tampoco estaba de parranda, como


dice la canción. Pedro estaba sumergido en un sueño. En él veía
una campana inmensa a lo lejos, parecía suspendida en el aire.
Hacia ella se dirigía la gente. Después se dio cuenta que en
realidad se trataba de los muertos porque miró entre la multitud a
su hermano, quién había fallecido muchos años antes, cuando era
muy joven. Tenían que pasar por un camino estrecho en el que
sólo cabía un pie. De un lado había una pared y del otro el abismo.
Muchos lo transitaban caminando, otros de rodillas y unos más a
gatas. Los que no tenían la suficiente determinación caían al vacío.

De pronto el hermano de Pedro se dirigió hacia él:

—¿Y tú que haces aquí? No perteneces a este lugar. Vete por


donde viniste.

—Si me voy —contestó el maestro cartonero—, nada más dime


por dónde porque no sé ni cómo llegué acá.

Pedro comenzó a caminar en dirección contraria. Poco a poco se


fue alejando de la gente hasta que se quedó sólo. Llegó a un

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paraje donde el suelo estaba seco, árido, a excepción de unas


cuatas matas, la vegetación no crecía por ahí. El lugar era lúgubre,
con poca luz. El hombre sintió miedo. De pronto, de las sombras
surgió una neblina y de ahí comenzaron a salir animales extraños.
Era como una estampida de seres horribles compuestos por
diferentes elementos de animales. Lo acechaban. Su mirada era
demoniaca. Se lo querían comer. Al mismo tiempo escuchaba el
sonido que producían sus gargantas, algo que él entendió como
"lebrija" o "alebrije". Las voces de los animales eran tan fuertes que
le taladraban los oídos. Pedro corrió como nunca en su vida lo
hizo. Tras huir de esos seres despertó. No supo cómo, algo tuvo
qué hacer. La gente al rededor de su cama se sobresaltó. Había
resucitado.

Pedro con angustia contó a sus hermanas y amigos lo que había


visto: un burro con alas y lengua de fuego, una serpiente con patas
de gallo y pelo en vez de escamas, un león con cabeza de perro y
cola de dragón. Sin embargo, nadie lo comprendió. De qué
hablaba este hombre que como el bíblico Lázaro se levantó de su
lecho de muerte. Nadie le entendía. Así que Pedro lo explicó de la
única forma en que sabía expresarse bien: con la cartonería.
Entonces, creó su primer animal demoniaco y decidió llamarlo con
la extraña palabra que escucho en su pesadilla: alebrije.

Figuras en el taller Linares.

Pedro no sabía que años después una cineasta inglesa quedaría


fascinada con sus creaciones fantásticas, que viajaría a Estados
Unidos donde sería tratado como un grande del arte
contemporáneo, que recorrería el mundo con sus creaciones, que
dejaría escuela y que un año antes de morir, en 1990, le sería

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otorgado el Premio Nacional de Ciencias y Artes.

De buena madera

San Antonio Arrazola es un poblado a 25 minutos de la ciudad de


Oaxaca, en el sureste mexicano. Para nada es un pueblo
pintoresco, salvo un kiosco y un pequeño andador con galerías de
venta de artesanías a unos cuantos metros de la entrada. Sin
embargo, el encanto de esta comunidad no está en el exterior, sino
dentro de cada casa. Arrazola es el lugar de la fauna fantástica en
Oaxaca.

San Antonio Arrazola.

Desde las primeras calles las familias abren las puertas de sus
casas para exponer en sus patios animalitos hechos de madera.
Copal para ser más precisos, aunque últimamente ya también
están explorando las posibilidades del cedro. Su zoología va desde
tortugas con alas, lagartos de piel azul rey con rayas anaranjadas,
cerdos rosas con manchas verdes y dragones multicolores, entre
otros.

No necesitan más exhibidores que una mesa de madera o repisas


fabricadas por ellos mismos. Lo importante son sus animales y
plantas de vivos colores. Cada artesano tiene su propio estilo,
según le dicta la imaginación. Sin embargo, casi todos tuvieron al
mismo maestro: don Manuel Jiménez, "El Divino".

Para llegar al taller de la familia Jiménez uno debe seguir las


indicaciones de la gente del lugar: caminar hasta el final de la calle
principal, donde está el kinder. De ahí todo derecho, a la izquierda,
hasta la pared que tiene pintada a la Virgen de Guadalupe.
Adelantito está la casa con la puerta abierta. No hay pierde, dicen

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los vecinos, es la grandota.

Y en efecto, no hay pierde.

Alebrije en el patio de la familia Jiménez.

En cuanto uno entra, ve en el patio, que huele a tortillas de maíz


recién hechas, un pájaro bicéfalo de color verde, azul y rojo
encendido custodiando la puerta del estudio. En sus patas se
enroscan dos pequeñas víboras, una morada y otra amarilla. De
las cabezas del ave sobresale una larga lengua verde
fosforescente, como la de los reptiles.

El estudio es la oficina para recibir a las visitas. Está rodeada de


animales multicolores, fotos y reconocimientos nacionales e
internacionales para don Manuel. En una esquina están las últimas
piezas que talló semanas antes de su muerte. Hoy los anfitriones y
herederos del oficio son Isaías y Ángélico Jiménez, sus hijos.

—Mi padre comenzó de niño tallando madera. Cuidaba el ganado


de la hacienda que está a la entrada del pueblo. Así que hacía
vacas y otros animalitos. Eran sus juguetes— narra Isaías con una
mirada de orgullo por el trabajo de su padre, mientras nos conduce
a su taller.

Aunque don Manuel disfrutaba hacer figuras de madera tenía que


trabajar para sortear las responsabilidades de la vida. Fue albañil,
campesino, arriero y hasta vigilante en la exploración de la zona

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arqueologica de Monte Albán durante la excavación dirigida por el


arqueólogo mexicano Alfonso Caso. En sus ratos libres tomaba su
navaja y seguía tallando. En una ocasión el trabajo escaseó, así
que se fue a la ciudad de Oaxaca a vender algunas tallas que
había realizado. Nadie le compraba sus animalitos, hasta que se
las ofreció a un turista norteamericano. El hombre le compró todo
el cesto, a 20 centavos las piezas chicas y la más grande a 50.
Arthur Train quería llevar las obras de don Manuel a su país, así
que le pidió que las trabajara más, que les aplicara color. Él
volvería después por otro tanto. Y así lo hizo por varios años hasta
que murió.

En 1977 llegó la cineasta Judith Bronowski para grabar el trabajo y


las piezas de don Manuel como parte de un documental sobre
artesanía mexicana. Casi un año después regresó por él, Pedro
Linares y la tejedora de hilo de seda en oro Sabina Sánchez, para
llevarlos a California al estreno del filme y la presentación de un
libro sobre su obra. Allí los artesanos cambiaron ideas y don
Manuel incorporó la estética de los alebrijes a su repertorio. Al
poco tiempo la gente también le pedía este tipo de piezas.

Las últimas figuras de Manuel Jiménez.

Después de eso, Arrazola apareció en el mapa de los


coleccionistas y buscadores de arte popular. Artistas plásticos
como Rufino Tamayo, Rodolfo Morales, Francisco Toledo y Roberto
Donis, entre otros, buscaban las piezas de don Manuel. Los
periodistas del New York Times y Los Angeles Times también
acudieron al pueblo para entrevistar al humilde artista que jamás
había asistido a una escuela arte y que tallaba sus obras con un
machete.

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—Hace poco vino un japonés. Me dijo que quería aprender. Se


quedó dos semanas. Hizo un animal con los rasgos de su gente y
le pusimos un resorte en el cuello para que se moviera la cabeza
—cuenta Isaías ante mi mirada curiosa delante de una de sus
piezas—. Si tu quieres aprender lo único que necesitas es tu
machete, un cuchillo, paciencia e imaginación. Yo no cobro. Mi
papá tampoco lo hacía. Él le enseñó al pueblo y ahora todos
vivimos de esto. A mí no me importa enseñar. La gente ya conoce
el estilo de los Jiménez.

La otra historia del Alebrije

A principios del siglo 20, luego de la Revolución, en México surgió


un movimiento que exaltaba el nacionalismo en el arte: el
Muralismo. La mayoría de los artistas plásticos de entonces
buscaban plasmar en sus obras las manifestaciones culturales y
artesanales del pueblo, rompiendo así con el concepto griego de
arte.

Uno de ellos fue José Gómez Rosas, conocido como El Hotentote.


En su trabajo utilizó la ironía para criticar a sus contemporáneos, lo
que provocó que ni sus pinturas ni su nombre tuvieran la difusión y
apoyo que lograron José Clemente Orozco, Diego Rivera o el Dr.
Atl.

En sus lienzos, El Hotentote frecuentemente plasmaba figuras


zoomorfas y fantásticas, donde combinaba partes de reptiles, aves,
anfibios, insectos y mamíferos.

Entre sus actividades en la Academia de San Carlos, la más


prestigiada escuela de arte en México, donde también daba clases,
estaba la realización de la escenografía y telones para el baile de
máscaras, una fiesta exclusiva para la élite cultural, política y social

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de ese entonces, que tenía una sola regla: todos debían utilizar
máscara.

—Entonces, en el momento en que llegabas a la fiesta no sabías


quién era quién. Y podías estar bailando con tu enemigo acérrimo,
pero no los sabías porque usaba máscara. Era una pachanga
siguiendo el canon de las bacanales griegas —cuenta Ricardo
Linares Zapién, artesano que a pesar del apellido no guarda
parentesco con Pedro Linares, en una entrevista ofrecida en 2012
en el Museo de Arte Popular en la Ciudad de México.

La forma de iluminar la Academia para estas reuniones era con


velas y quinqués, para así lograr cierta ambientación. Las
esculturas del edificio se cubrían con cartón para protegerlas y
sobre ellas se trabajaba el tema de la fiesta, que al parecer en
1932 fue animales fantásticos. En esa ocasión El Hotentote se
inspiró en el imaginario popular y artístico de todo el mundo y
mezcló mitologías, que adaptó al modelo nacionalista que
imperaba entonces.

Por ese tiempo Pedro Linares trabajaba para José Gómez Rosas.
Así que el pintor pidió al maestro cartonero unas piezas en las que
combinara animales, pero poniendo su sello especial: el color. Se
cuenta que Linares le preguntó cómo hacerlo. La respuesta del
artista fue decidida:

—Toma un Judas, y ponle cola y alas de murciélago.

Pero Ricardo Linares Zapién tiene otra teoría sobre el origen de


estos animales coloridos.

—Si tú te vas a las historias de cada miembro de la familia, Pedro


Linares comienza a tener el deliro a partir de que se enferma de

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úlcera gástrica. No se habla mucho, pero Pedro Linares tenía un


problema de alcoholismo fuerte y la mayoría del medicamento que
tomaba era a base de hierbas. Tiene el alusín después de ingerir
este tipo de plantas (...) Yo, es una hipótesis mía, considero que la
forma en cómo se plasma el color en un alebrije es un estado
alterado del color, es un estado de mutación constante. Y hay un
paralelo en otra rama del arte que se llama la Psicodelia. Pudo
haber sido accidental. (Pero esto) es hipotético.

Se dice que El Hotentote citó a Pedro Linres en la Academia de


San Carlos el día de la fiesta para entregarle el dinero y que
comenzara el trabajo que le había encargado. Cuando el artesano
llegó, se encontró con que su patrón se había disfrazado del
guerrero mongol Gengis Kan, y utilizaba una máscara enorme y
una capa hecha con plumas. Además, miró todo el ambiente que
reinaba en ese lugar.

—Imagínate —platica Ricardo Linares, quien actualmente es uno


de los más activos artistas populares especializado en alebrijes—,
una persona pudo haberse impresionado, si no tenía acceso a ese
tipo lugares, de fiestas y cosas locochonas. Traducido en una
impresión fuerte, (Pedro Linares) pudo haber tenido sueños
reiterativos con ese tipo de experiencia. Y sueños que fueron
pesadillescos.

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