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La Constitución y la protección judicial de los

derechos
Por Rodrigo Uprimny

Uno de los avances más significativos de la Constitución de 1991 fue su


contribución a que los jueces tomaran en serio las normas de derechos
humanos y empezaran a aplicarlas en sus decisiones.

Esa evolución representa un avance notable, sobre todo si comparamos la


actual situación con la práctica jurídica existente antes de 1991, cuando las
normas de derechos humanos realmente no tenían ninguna aplicación judicial.
Con contadas y notables excepciones, los jueces colombianos no conocían ni
aplicaban esas disposiciones.

Una investigación empírica comprobó esa situación. Así, un grupo de jueces,


coordinado por el entonces magistrado del Tribunal de Bogotá, Carlos
Valencia, realizó en 1989 una encuesta entre jueces penales de Bogotá con el
fin de indagar qué tanto esos funcionarios conocían y aplicaban en sus casos
los tratados de derechos humanos. Conforme a esa investigación, sólo el 10%
de los jueces conocía al menos un tratado, menos del 3% conocían al menos
dos tratados de derechos humanos y ninguno de esos funcionarios había
aplicado ninguna de esas normas en un caso específico.

Como lo resalta el estudio, si eso ocurría en Bogotá, que es donde los jueces
tienen mayores posibilidades de actualizar su información jurídica, ¿cómo
sería la situación en el resto del país? El propio Carlos Valencia fue una de las
pocas excepciones a esa tendencia, pues pocos meses antes de ser
asesinado en 1989 inaplicó la prohibición de libertad provisional consagrada
en el Decreto 1203 de 1987, fundándose para ello en la supremacía del Pacto
de Derechos Civiles y Políticos sobre la legislación de excepción.

Esa situación cambió profundamente con la Constitución de 1991 que impulsó


decisivamente la protección judicial de los derechos humanos, al menos por
las siguientes tres razones: De un lado, la carta de derechos de esta
constitución es mucho más generosa que aquella de la Constitución de 1886,
que era bastante tacaña. De otro lado, la Constitución de 1991 también ha
dotado de fuerza jurídica interna a los tratados de derechos humanos
ratificados por Colombia. Finalmente, la Constitución no se limitó a incorporar
formalmente esos derechos, sino que ordenó a todos los funcionarios
aplicarlos directamente y diseñó también valiosas acciones judiciales para su
protección efectiva, como la tutela o las acciones populares.

Por las anteriores razones, no es exagerado decir que la Constitución de 1991


es una Constitución de los derechos, pues optó por dotar a los jueces de
herramientas eficaces para su protección. Y lo más importante es que eso ha
funcionado: en estos quince años los jueces han tramitado casi un millón y
medio de tutelas, lo cual es una muestra del dinamismo de esta protección
judicial de los derechos humanos.
Pero el tema no es sólo cuantitativo. Muchos ciudadanos han encontrado en
los jueces, y en especial en la justicia constitucional, respuestas positivas a
sus solicitudes de amparo de sus derechos.

En efecto, en estos quince años la justicia constitucional ha sido vigorosa en


la protección de los derechos de las personas y de las minorías, así como en
su intención por controlar los abusos de las autoridades y de los poderosos.
Esto la ha llevado a tomar decisiones osadas, incluso en términos
internacionales. Por ejemplo, la Corte despenalizó el consumo de drogas y la
eutanasia, estableció estándares estrictos y únicos a nivel mundial para los
casos de hermafroditismo, restringió el uso de los estados de excepción por el
Presidente y modificó, a favor de los usuarios, el alcance de los planes
gubernamentales de salud.

Y esto no es todo. La Corte también ha amparado los derechos de los


estudiantes contra las autoridades educativas, ha tratado de mejorar las
condiciones de las cárceles y ha protegido a grupos sociales cuyos reclamos
antes los jueces no solían tener éxito, como los sindicalistas, los indígenas,
las mujeres, las minorías religiosas, los homosexuales, los vendedores
callejeros, los enfermos de SIDA o los deudores del sistema financiero.

Es indudable que esos avances jurídicos no deben ser sobrevaluados. Es


claro que a pesar de la mejoría en la protección judicial de los derechos
humanos, el goce efectivo y práctico de esos derechos por los colombianos
sigue siendo muy precario. Colombia vive desde hace años una verdadera
catástrofe humanitaria, como lo muestra la simple lectura de cualquier informe
de derechos humanos, la continuación de las masacres y ejecuciones
extrajudiciales y las dimensiones del desplazamiento forzado en el país.

Pero que ese avance jurídico no deba ser sobrevaluado no significa que dicho
progreso sea menor. Se trata de una conquista significativa, pues el
reconocimiento y aplicación judicial de los derechos humanos no sólo ha
mejorado la vida de muchos colombianos, sino que tiene un impacto cultural y
político profundo en la democratización de la sociedad colombiana.

Ahora bien, existen riesgos claros de que retrocedamos en este campo. En


algunas oportunidades, el Gobierno Uribe ha planteado propuestas de reforma
que debilitan esta protección judicial de los derechos, pues restringen la tutela
y las funciones de la Corte Constitucional. Por ejemplo, el Gobierno ha
propuesto eliminar la tutela contra sentencias, así como la posibilidad de
proteger derechos sociales por este mecanismo judicial. La consecuencia de
este aparente pequeño ajuste es que las personas no podrían obtener
tratamientos o cupos escolares por tutela; tampoco podrían impugnarse las
arbitrariedades judiciales que afecten derechos fundamentales, pues no
habría tutela contra sentencias.

El desafío es entonces mantener e incluso profundizar en la protección judicial


de los derechos de las personas. Y no retroceder a aquellas épocas en que
los derechos humanos eran considerados por los jueces como discursos
retóricos sin ninguna eficacia jurídica.

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