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NUEVA GRANADA
O desenho em Nova Granada
EN EL CONTEXTO no contexto das reformas
bourbônicas
DE LAS REFORMAS The New Granada drawing in the
BORBÓNICAS context of Bourbon Reforms
Abstract
This paper will show the debates related with the drawing in eighteenth-
century Hispanic America on the context of the changes that would be
introduced by the Bourbon Reforms. A special emphasis will receive the
case of New Kingdom of Granada which will be considered in relation
with other regions of Hispanic America. On the first place, we will discuss
the ideas of Pedro Rodríguez de Campomanes about drawing practice
to finish studying both the establishment of the Hispanic American
academic system and the reformation of artistic guilds.
E
l siglo XVIII implicó un cambio fundamental en el sistema de las artes como se conocía
en la centuria anterior, el cual está íntimamente relacionado con el reformismo borbónico.
Con el cambio dinástico de la monarquía española se experimentó en Hispanoamérica
un mayor control de la vida económica y por supuesto del sistema gremial. Con la organización
de los gremios se propugnaba por un mayor control administrativo y fiscal en procura de nuevos
tributos, con los cuales se esperaba recibir una mayor cantidad de recursos. Tal propuesta de
reforma ejercía una presión directa sobre todos los renglones de la producción. Para citar
los ejemplos más conocidos en el Nuevo Reino de Granada, en el mercado de animales los
estancieros deploraban la nueva presión impositiva con las alcabalas a la compra-venta de
ganado, mientras que los productores azucareros y los estancos de aguardiente resentían
el alza en los derechos respectivos a sus trabajos y así «los consumidores peninsulares,
criollos y de todas las castas, protestaban por la tributación exigida sobre los productos de uso
cotidiano» (Lynch, 1987, pp. 18-19). ¿Y qué pasaba con los talleres de las artes?
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Sorriba, 1723 – Madrid, 1803) autor del Discurso sobre el fomento de la industria popular
de 1774. En este escrito, Campomanes (1774) abogaba por extender el estudio de modelos
artísticos acordes con los usos en boga en el siglo, y al concepto tan debatido en el siglo de
«buen gusto», «[…] en las tres nobles artes y en el dibujo […]» (p. CV) lo cual redundaría al
mismo tiempo en la mejora del nivel de enseñanza entre los gremios de artesanos en los
cuales faltaba «[…] dibujo en los aprendices […]» (p. CIX), pues según el autor «[…] ni los
maestros saben dibujo […]» (p. CXVI).
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En España la fundación de la Academia tuvo una discusión larga que implicó diversos intentos
en la primera mitad del siglo XVIII: el miniaturista Antonio Meléndez le propuso a Felipe V la
formación de dicha institución en 1726, la cual no prosperó; entre 1741-1744 funcionó una
academia privada por iniciativa del escultor italiano Domenico Olivieri, encargado de los
trabajos escultóricos del nuevo Palacio Real, y a instancias suyas en 1742 se revivió el proyecto
que dio lugar a la llamada Junta Preparatoria (1744 – 1752). Esta, en carácter provisional,
funcionó para organizar la Academia, formando sus estatutos (Real Decreto del 5 de abril de
1751) y posteriormente su fundación por Real Decreto del 12 de abril de 1752, la cual tuvo por
patrono al santo del Rey, quien, en 1754, nombró como Protector a su Primer Secretario de
Estado Ricardo Wall y Devreux (Nantes, 1694 – Soto de Roma, 1777) y como Vice-Protector
a su «sumiller de cortina y oratorio»1 Tiburcio Aguirre Ayanz (Vitoria, 1707 – Madrid, 1767).
Finalmente, en 1757 se formarían los nuevos estatutos en lo que podría considerarse una
refundación de la Academia. Como puede verse, la historia académica antecede en dos décadas
a las propuestas de Campomanes, lo cual debe entenderse en relación a la organización de la
institución en sus primeros años y al papel que habrían de desempeñar en ella los académicos,
haciendo especial hincapié en cuál debería ser su relación con el universo artístico español y
qué se esperaba de su gestión más allá del honor que significara pertenecer a una institución
regia (Caveda, 1867, pp. 36-45). Para la época se suscitó un debate entre la formación de
una «escuela especializada» para la formación de las artes y una «institución científica», al
estilo de la de Roma o según el modelo francés, lo cual llevó a José Caveda (1867) —uno
de los primeros historiadores de la Academia— a dudar de su papel inicial al decir que «sin
pretenderlo, se rebajan las artes al procurar su ensalzamiento» (p. 37), pues en sus inicios
la nutrida burocracia académica2 implicó dificultades a la hora de tomar decisiones al tiempo
1
Este empleo honorario designaba al Oficial de la Capilla Real, encargado de correr la cortina del sitial en el que
el Rey oía misa y por tanto implicaba una cercanía notable al Rey (Varela, 2009, pp. 1934, 1943)
2
Según Caveda (1867): «Además del Protector, el Vicepresidente y los Consiliarios […había…] un Director ge-
neral, seis Maestros directores, tres Tenientes con otros tantos sustitutos; dieciséis profesores, un demostrador
anatómico, un sustituto que le reemplazase […] y un Secretario […]» encargado este último de los acuerdos,
informes y la correspondencia oficial de la institución; «Finalmente, admitían tres clases de Académicos, cuyo
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número era indeterminado: los de honor, que podían concurrir a las sesiones con voto; los de mérito o supernu-
merarios […] y los de gracia, llamados así porque se les dispensaba esta distinción como una recompensa de
sus servicios a las Artes» (pp. 41-42).
3
Reflexiones sobre la imitación, publicada inicialmente por Winckelmann de forma anónima en 1755. Hay traduc-
ción al castellano: Winckelmann (2008).
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buscaba extender el «buen gusto», es decir que al tiempo que podía aumentarse la circulación
monetaria podría obtenerse un logro educativo (Pevsner, 1982, pp. 109-111). Estos debates
se encontraban en toda Europa y, por tanto, la propuesta de las Reformas Borbónicas fue un
reflejo de las discusiones que estaban dándose en diversas metrópolis; y en consecuencia, no
podrían tomarse como un patrimonio exclusivo español. Como se ha visto hasta ahora, la gran
circulación de artistas y teóricos de diferentes zonas europeas hizo que se fortalecieran las
discusiones sobre la importancia del dibujo, sobre los valores del arte antiguo (alimentados por
la arqueología de Pompeya y Herculano) y sobre las transformaciones en el gusto.
4
En las monedas de curso legal en el siglo XVIII, reformadas a mediados de la centuria (en 1756 para el Nuevo
Reino de Granada), aparecía la efigie real rodeada por el nombre del monarca y la inscripción latina «D.[ei]
G.[ratia] Hispan.[iarum] et Ind.[iarum] Rex». Estas nuevas monedas o «de cordoncillo» mostraban una tecnología
de acuñación avanzada que mejoraba las monedas irregulares conocidas como «macuquinas». La denominación
de las nuevas monedas, hacía alusión al labrado en forma de cordón que delimitaba el campo de la moneda, para
evitar el cercén de la misma. Debe recordarse que para la época las monedas eran de valor intrínseco, es decir
que estaban constituidas de metal precioso (oro o plata) con el peso establecido por la ley.
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monarca, san Carlos de Borromeo, hacia finales de 1783, con estatutos promulgados al año
siguiente y unas miras que excedían los orígenes numismáticos para incluir la estampación,
por su valor como herramienta para propagar la política ilustrada de Fernando VI y Carlos
III (Cuadriello, 2014, pp. 206-209). Pero los asuntos de «utilidad pública» no eran los únicos
en los que podría tener valor la enseñanza de las artes. Los talleres artísticos establecidos
en América desde el siglo XVI implicaron el reconocimiento social de la práctica de las artes
y de sus artífices, más allá de las aplicaciones al desarrollo de la industria que podrían
alcanzarse con el uso del dibujo. En particular sobre la rivalidad entre talleres tradicionales
y la academia, el autor menciona que Jerónimo Antonio Gil se propuso: «[…] extirpar a los
“tratantes de pintura” […]» en referencia a medio centenar de obradores que «[…] sin la más
ligera luz del dibujo expenden multitud de obras imperfectas, que horrorizan al verlas», es
decir talleres tradicionales en manos de castas de indígenas, en su mayoría, que inundaban
el mercado con «mamarrachos» en contra de sus ideales y proyectos (Cuadriello, 2014, p.
212). Lo anterior implicó una tensión entre artistas académicos y tradicionales, así como entre
peninsulares y americanos. Para ello basta con citar al Vice Protector de la Academia de San
Fernando, Bernardo de Iriarte, quien se lamentaba por la apertura de la misma pues para él
representaba un lujo innecesario y un error político contrario a los intereses de la Corona, ya
que «las colonias» debían seguir dependientes de su «matriz» (Cuadriello, 2014, p. 212).5 Ante
tal postura hubo réplicas como la que consta en las academias de geometría de Juan Benito
Díaz de Gamarra y Dávalos (1745 – 1783) en su Elementa Recentioris Philosophiae de 1774.
5
En la nota 26 de la página indicada, el autor dice: «No faltó quien desde la metrópoli, como el vice protector de
San Fernando, don Bernardo de Iriarte, se lamentara de la apertura de los estudios en México, declarando que
era un lujo innecesario y un ‘error político’ concedido sin restricción y en contra de los intereses reales […]» (Cua-
driello, 2014, p. 212). Cuadriello se refiere a un expediente conservado en el Archivo General de Indias (México,
2793), referente al seguimiento de la academia novohispana en el que Iriarte proponía: «...no excitar ni provocar
ilustración y progresos que redunden en detrimento de la industria y lucrosa ocupación de los moradores de la
matriz». La oposición del vice protector, como la indignada reacción de varios académicos partidarios de las
luces, fue publicada por Genaro Estrada en Algunos papeles para la historia de las bellas artes en México de
1935, y desde aquella primera aparición se convirtió en una referencia constante para el estudio de la academia
de san Fernando (García y Rodríguez, 1987, pp. 13-15).
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En el caso del Perú —según propone Luis Eduardo Wuffarden (2011, pp. 251-273)—
desde fechas tempranas del afianzamiento del dominio hispánico, las artes mecánicas habían
garantizado tanto el ascenso social como el prestigio para muchos artífices, ya fueran estos
mestizos o indígenas. En su Gobierno del Perú (1567), Juan de Matienzo (1520 – 1579), asesor
del virrey Francisco de Toledo, propuso al arte como estrategia de inserción social al recomendar
alfabetizar a los jóvenes indígenas e instruirlos en labores artísticas (Wuffarden, 2011, pp. 252-
253). Tras más de una centuria de desarrollo, para inicios del siglo XVIII hubo un aumento
significativo en la producción pictórica del área de influencia cuzqueña; Bartolomé Arzáns de
Orsúa y Vela (1965, p. 20) menciona grandes talleres liderados por maestros indígenas que
conquistaron el gusto de la ciudad de Lima con un «incaismo» expresado en el encargo de retratos
del Inca y las Ñustas (princesas incaicas), para edificios virreinales y residencias aristocráticas.
En la segunda mitad del siglo XVIII decaen tales talleres tras las revueltas de Lima y Huarochirí,
la creciente influencia del pensamiento de la ilustración y el alejamiento de las producciones sur
andinas del gusto de la capital virreinal. Esta decadencia de los talleres en su forma tradicional
se reforzó con la imagen desacreditada del indígena y sus tradiciones, por lo que la nueva
estrategia de establecimiento social indígena a través de la pintura se realizó por medio de
«probanzas» genealógicas y series que acreditaran linajes incaicos. Este va a ser el momento
de triunfo del pintor Cristóbal Lozano y sus seguidores dado el enfático alejamiento entre «[…] la
apertura cosmopolita […] la voluntad verista y permeable de las novedades metropolitanas» de
los limeños frente a una pintura andina marcada por «[…] un estilo cada vez más estereotipado
[…]» signado por una lógica ornamental con poca apertura a lo contemporáneo en parte por la
existencia de un «[…] sistema de producción masivo destinado a la exportación […] hacia las
zonas más alejadas del virreinato» (Wuffarden, 2014, p. 386).
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Sobre el caso rioplatense, Héctor Schenone (1983) dice que «[a] juzgar por el número
de piezas cuya procedencia es posible detectar por alguna inscripción, podemos afirmar
sin correr el riesgo de elaborar una tesis desafortunada, que los dos centros a los cuales
principalmente se solicitaban pinturas, fueron el Cuzco y Potosí» (p. 26). Lo anterior implica
pensar en la producción alcanzada por dichos talleres, sobre lo cual apunta el mismo autor
que «Frecuentemente se hace referencia al gran número de pinturas que circularon por el
territorio argentino cosa que parece indicar necesariamente una fuerte demanda, originando
un proceso de comercialización y de producción en serie» (Schenone, 1983, p. 26). Pero
fuera de esta circulación, está el caso de Moxos en el oriente de la audiencia de Charcas y
las demás misiones encargadas a la Compañía de Jesús. Hacia finales del siglo XVIII, según
Teresa Gisbert y José de Mesa (2012, pp. 196-197), el gobernador Lázaro Ribera contrató al
pintor Manuel Oquendo para que estableciera una academia en San Pedro —capital de la
provincia de Moxos—. Las primeras academias son resultado del esfuerzo del gobernador
Ribera quien en 1789 informó a la Real Audiencia en Charcas que Oquendo «se ofrecía para
ir a Mojos con el fin de realizar los retratos de nuevo soberano, Carlos IV, y regentar la escuela
de dibujo» (Schenone, 1983, p. 81). Como resultado se estableció un modelo de enseñanza
académico del que quedan como testimonio una serie de dibujos realizados por indígenas,
siguiendo los modelos fisonómicos de Charles Le Brun (1619 – 1690), además de una serie
de dibujos botánicos y zoológicos. De otra parte, la enseñanza del dibujo a partir de vaciados
de yeso no pudo llevarse a cabo —como se hiciera en la academia novohispana— por lo
cual se recurrió a la copia de estampas (Gisbert y Mesa, 2012, pp. 197-198). En la región de
Chiquitos se fundaron también escuelas de dibujo en las últimas décadas del siglo XVIII de las
que se posee poca información, aunque se sabe que su actividad se puede extender hasta
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comienzos del siglo XIX: en San Miguel el pintor indígena Miguel Pocuves dirigió una escuela
de dibujo entre 1805 y 1807, mientras que en 1809 el pintor José Gregorio de Villaroel, llegado
para realizar varios retratos de Fernando VII, le propuso al gobernador Antonio Álvarez de
Sotomayor establecer una escuela de dibujo, escultura y carpintería, aprobada el primero de
abril del año siguiente por la Audiencia (Gisbert y Mesa, 2012, pp. 199-201). Este procedimiento
y la importancia adjudicada al dibujo concuerdan con la memoria de Manuel Belgrano (Buenos
Aires, 1770 – 1820) publicada en el Telégrafo Mercantil en 1795:
[…] los buenos principios los adquirirá el artista en una escuela de dibujo que sin duda es
el alma de las artes, algunos creen inútil este conocimiento pero es tan necesario, que todo
menestral la necesita para perfeccionarse en su oficio: el carpintero, cantero, bordador, sastre,
herrero y hasta los zapateros no podrán cortar unos zapatos con el ajuste y la perfección debida
sin saber dibujar […]. (Schenone, 1983, p. 80)
Por ello, siendo Belgrano secretario del recién creado Consulado de Buenos Aires (Real
Cédula del 30 de enero de 1794), apoyó la fundación de una escuela de dibujo propuesta por
el escultor español Juan Antonio Gaspar Hernández (Valladolid, 1780 – Buenos Aires, 1821) a
través de una nota fechada el 23 de febrero de 1799 (Ribera, 1974, pp. 3-4). De esta manera
puede verse cómo se presentó una confluencia de intereses entre el joven funcionario y el
escultor vallisoletano, quien se reservó la dirección de la institución como cargo honorífico.
Esta coincidencia revela hasta qué punto las ideas de Campomanes fueron conocidas en los
territorios hispánicos y formaron un patrimonio común entre quienes buscaron reformar el
funcionamiento de la corona en sus territorios.
En el territorio neogranadino erigido como Virreinato en 1739, tras un intento poco exitoso
en 1717, sucedió algo similar al caso de Moxos y Chiquitos; para el Nuevo Reino de Granada la
zona de fuerte presencia artesanal se ubicaba en el área de influencia de San Juan de Pasto,
en el sur occidente del virreinato.6 El artesanado de la región se especializó en el trabajo de
6
Dicha región comprende en la actualidad los departamentos de Cauca –capital Popayán– y Nariño, con capital
San Juan de Pasto, en el suroccidente de Colombia, siendo el último departamento fronterizo con el Ecuador.
Durante el período de dominación hispánica, la región descrita tuvo una gran interacción con Quito y la zona
norte del actual territorio ecuatoriano.
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la resina vegetal Mopa-Mopa conocida con el toponímico «Barniz de Pasto» (Mora, 1977)
explotada y trabajada en tiempos prehispánicos,7 aunque entonces tenía un área de acción
más amplia —incluyendo parte del actual Perú— que en el siglo XVIII se localizó en la zona
geográfica donde actualmente se conserva (López, 2010). Durante el siglo XVIII los «pintores
barnizadores» estaban establecidos en gremios organizados que pervivieron hasta bien
entrado el período republicano. En esta zona se desarrolló una actividad comercial próspera,
heredera directa del trabajo de los llimpec o pintores de queros, ubicados originalmente en las
poblaciones de Tungurahua, Cañar y Azuay, con resina procedente de Tisaleo y Cañar (López,
2010, pp. 60-61). La «Instrucción general para los gremios», sancionada en 1777 por el virrey
Manuel Antonio Flórez, procuraba «[…] someter al artesanado a un eficaz control y elevar su
nivel social dotándolo de un nuevo código moral, donde primaran los valores de honorabilidad,
honradez, dignidad y estima ante sí mismos y ante la sociedad en general […]», y como
consecuencia «[…] el 29 de enero de 1796 las autoridades de Pasto agruparon los gremios de
músicos, silleros, escultores, tejeros, herreros, carpinteros, alarifes, plateros, sastres y pintores
al óleo y de barniz […]» para darle a cada actividad un estatuto propio acorde a la nueva
legislación (Duque, 2003, pp. 115-117). Esta zona de gran circulación de artistas provenientes
de la Audiencia de Quito, implicó un fuerte intercambio tanto de obras como de técnicas, con
lo cual se constituye en una excepción en el funcionamiento gremial del Nuevo Reino de
Granada. Mención aparte merece Quito, cuya producción conocería en el siglo XVIII un auge
sin precedentes —sobre todo en la imaginería— llegando a establecerse como un centro de
producción y exportación de imágenes devocionales desde pequeño formato —adecuadas
para uso privado— hasta obras de mayor aliento como altares y conjuntos escultóricos
destinados a iglesias y conventos. Adicionalmente Quito también tuvo una producción pictórica
apreciable que se exportó a diferentes poblaciones hispanoamericanas a lo largo de la cuenca
pacífica, además de la circulación de pintores cuya acción se situó desde la zona central del
virreinato neogranadino hasta la propia ciudad de Lima ya entrado el siglo XIX, como sucedió
con el pintor botánico Francisco Javier Cortés y Alcocer (Majluf, 2006, pp. 19-20).
7
Se trata de la resina de Mopa-Mopa (eleagia utilis o eleagia pastoensis), extraída de un árbol conocido en el
período colonial como «lacre» o «barniz» cuya presencia se extiende por todo el actual territorio colombiano.
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Es evidente que el Nuevo Reino de Granada no experimentó una dependencia tan grande
de la producción peruana como sucedió en el caso rioplatense. Además de una producción
local suficiente para satisfacer la demanda de los comitentes locales, hubo mayor cercanía
con talleres quiteños —tanto para la pintura como para la imaginería— lo cual se sumaba a
las dificultades de acceso al interior neogranadino que si bien era sorteable desde Quito y
su zona de influencia, desde el área cuzqueña y potosina resultaba un escollo apreciable.8
Adicionalmente en la capital neogranadina hubo proyectos para establecer una academia:
el canónigo de la Catedral de Santafé Francisco Felipe del Campo y Rivas (Cartago, 1753 –
Bogotá, 1802)9 redactó un proyecto para la fundación de una escuela pública de dibujo, canto
y música en 1795, que sometió a la aprobación de «Vuestra Excelencia [el Virrey], la perspicaz
inteligencia de los señores Fiscales y la notoria instrucción del doctor don Joseph Celestino
Mutis»; la iniciativa tuvo por nombre Academia de San Felipe Benicio y se imprimió en un
cuadernillo en ejemplar único, en el cual consta que la institución contaría para pintura y dibujo
con los artistas Pablo Antonio García del Campo (Santafé 1744 – 1814), Sebastián Méndez
(Lima, s. XVIII – Madrid, s. XIX) y Joseph María Garzón, de quien poco se sabe (Hernández,
1983, pp. 349-354).10 Se desconoce qué recepción tuvo el proyecto, aunque al parecer del
Campo y Rivas fundó una escuela pública de dibujo, canto y música de la que fue director,
el 3 de enero de 1795 (Restrepo y Rivas, 1992, p. 128). A pesar de no haber sido aprobado
el proyecto de academia, podríamos tener en cuenta que de los tres profesores de pintura
8
La inaccesibilidad de la geografía neogranadina se constituyó en todo un topos que en la literatura de viajes del
siglo XIX se explotaría intensamente. Sin embargo la alusión a la dificultad de transitar los caminos de tierra, la
peligrosidad de las vías fluviales habitadas por fieras como el caimán del río Magdalena, pueden encontrarse en
múltiples textos de exploradores y funcionarios desde el siglo XV hasta el XVIII.
9
Colegial de San Bartolomé (1766). Maestro en filosofía, licenciado y doctor en leyes y sagrada teología de la
Universidad de Santo Tomás, donde se ordenó en 1777. Entre sus múltiples cargos se destacan el de abogado
de las audiencias de Santafé y de Quito (1778), vicerrector del Colegio Mayor de san Bartolomé (1788) y Canó-
nigo de la Catedral Metropolitana (1799). Solicitó al Rey el nombramiento de Rector de San Bartolomé, pero fue
rechazado. Esto le causó una contrariedad tal, que perdió la razón y se quitó la vida el 15 de noviembre de 1802
(Restrepo y Rivas, 1992, p. 128).
10
El documento se encuentra en el Archivo del Real Jardín Botánico de Madrid, fondo Mutis, legajo 37. Una trans-
cripción total del mismo en (Hernández, 1983, pp. 349-354).
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y dibujo, dos formaron parte de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada,
siendo además su Director, el médico gaditano Mutis, uno de los personajes invocados para
aprobar la Academia. Sobre este punto no abundaremos pues implicaría abrir un nuevo tema,
pero queremos aseverar que el vacío dejado por la ausencia de una institución académica fue
llenado por la Oficina de Pintores creada para el servicio de la Expedición. De esta manera, la
formación de artistas y dibujantes resultó un trabajo arduo que fue asumido por una empresa
científica para la que fueron convocados dibujantes y pintores de todas partes del virreinato
neogranadino, teniendo una especial nómina de quiteños como los hermanos Cortez y Alcocer
(Amaya y González, 1996).
El recuento anterior nos permite preguntarnos por el alcance de los planes de instalación
de academias en Hispanoamérica. Como habíamos visto antes, la legislación borbónica
considera tanto una separación entre las «artes académicas» y los oficios, como un impulso a
la producción. No obstante, la fundación de academias en Hispanoamérica no tuvo el mismo
alcance que en la metrópoli donde después de San Fernando (1752) en Madrid, vinieron las
academias de Valencia (1753), Barcelona (1775), Zaragoza (1778), Valladolid (1779) y Cádiz
(1784) (Pevsner, 1982, p. 103). Pero la ausencia de academias en los territorios de Ultramar no
hace más que confirmar el interés en la centralización de la actividad artística/académica en la
península, pues en el otro polo de desarrollo de la política borbónica se encontraba el sistema
gremial que sí recibió el impacto reformista. Tanto en el caso citado de los «pintores de barniz»,
como en el de los plateros los gremios organizados enfrentaron las nuevas disposiciones de
la metrópoli. El caso de los plateros y «batihojas»,11 en el que no nos detendremos demasiado,
presenta un notable desarrollo de la legislación y —por consiguiente— del control de la corona
por ser el oro y la plata las materias primas empleadas en su ejercicio; de ahí que la atención de
la administración en el pago del «quinto real» como en la aquilatación, marcaje y la prevención
de contrabando —o de prácticas como el cercén— concentraran la mirada vigilante de las
autoridades12 (Fajardo, López y Munera, 1990).
11
Denominación dada al oficio de realización de láminas muy finas de oro y plata, por medio de golpes de mazo
como lo indica su etimología derivada de batir y hoja. Las láminas, conocidas como «pan de oro y «pan de plata,
se empleaban para dorar y platear superficies preparadas con yesos y boles.
12
El «Quinto» era un impuesto que se pagaba al rey por el uso de metales preciosos, correspondiente –como la
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palabra lo indica– a la quinta parte del valor del metal «rescatado» como se denominaba en la época a la obten-
ción de metales por minería. El pago se realizaba en la Cecas o Casas de Moneda, donde además se probaba
la pureza del metal, se aquilataba –es decir se determinaba su pureza– y finalmente se marcaba con el punzón
de la Ceca, con lo cual quedaba demostrado tanto su origen, como su pureza y su «ley». Los plateros y batihojas
debían demostrar que trabajaban con material legal, por lo cual estaban obligados a que sus obras pasaran de
nuevo por marcaje de la Ceca correspondiente. En muchos casos se trabajaba con retazos sacados de trabajos
previos, o con pedazos cortados a las monedas de curso legal conocidas como «macuquinas», que por su irre-
gularidad podían ser cercenadas (de donde viene la palabra «cercén») para extraer material no legalizado y así
abaratar los costos del material. Esta práctica se terminó con las «monedas de cordoncillo» introducidas por los
borbones. Ver: nota número 11.
13
Existen diccionarios de artistas activos durante la colonia, que recogen representantes de todas las artes sin
hacer distinciones entre las nobles y los oficios como es el caso del trabajo de Luis Alberto Acuña (1964) o el
trabajo más general de Carmen Ortega Ricaurte (1965) que llega al siglo XX con la problemática denominación
de «artistas en Colombia» a quienes estuvieron activos en el actual territorio desde el siglo XVI. El caso de la
platería y la pintura de barniz es singular en éste conjunto, habida cuenta de la información de artistas tomada de
documentos y la ausencia de obras atribuibles a los autores conocidos –desaparecidas en su mayoría– frente al
caso opuesto de pintores, escultores y grabadores de quienes se conocen obras firmadas, pero con una notable
falta de respaldo documental que permita reconstruir biografías. De lo anterior surgen las consabidas disputas
de autorías y atribuciones derivadas de estudios estilísticos.
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[…] persona alguna título o facultad para poder medir, tasar o dirigir fábricas, sin que preceda el
examen y aprobación, que le de la Academia […] y cualquiera título, que sin estas circunstancias
se conceda, lo declaro nulo, y de ningún valor ni efecto; y el que lo obtuviere […] quedará inhábil
aún para ser admitido por tiempo de dos años [cursivas del autor]. (Reguera, 1805, p. 175)
Por si quedara alguna duda, la ley luego insiste en que cualquiera que «pretenda
medir, tasar o dirigir fábricas» debe ser examinado primero por la Academia; y sobre los
estudios, establece «Prohíbo a todas las Juntas, Congregaciones o Cofradías establecidas, o
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que se intenten establecer en mi Corte para reglar los estudios y práctica de las tres Nobles
Artes […]» para lo cual no estaba exceptuada ni la cofradía de Nuestra Señora de Belén
de la madrileña parroquia de San Sebastián14 y continúa «[…] no podrán usurpar los títulos
de Colegio de Arquitectos, Academia de Arquitectura u otros semejantes […] sin tener los
títulos que quedan expresados, o presentarse al examen de la Academia para conseguirlos
[…]» (Reguera, 1805, p. 176). Pero además de otorgar títulos para las actividades ya citadas,
bajo el reinado de Carlos III se dictaron las leyes IV (Cédula del Consejo del 17 de abril de
1782) y V (Cédula del Consejo del 1 de mayo de 1785) para dar —la primera— libertad a los
escultores para «[…] pintar y dorar las piezas propias de su arte […]» (Reguera, 1805, p. 177),
y la segunda, a ejercer la «[…] profesión de las Nobles Artes de Dibuxo, Pintura, Escultura,
Arquitectura y Grabado» (Reguera, 1805, p. 178). ¿Qué implica esto? Obviamente establecer
la preeminencia de la Academia sobre los gremios, que van a quedar relegados a los «oficios
mecánicos». Las discusiones sobre la liberalidad de la pintura, dadas en los siglos XVI y XVII
vuelven a estar en discusión y la ley que da la libertad a los escultores para dorar y pintar,
recuerda las ideas de Pacheco para quien los escultores no deberían estar facultados para
ejercer tales menesteres que corresponden a los pintores.15
14
En la iglesia de San Sebastián, se encuentra la Capilla de Nuestra Señora de Belén también conocida como
«de los arquitectos» pues en ella están enterrados Ventura Rodríguez (1717 – Madrid, 1785) y Juan de Villa-
nueva (1739 – 1811). Pero más importante aún es que en ella funcionaba la Real Congregación de Arquitectos,
fundada en 1688, bajo la advocación de Nuestra Señora de Belén. La Congregación funcionó como organismo
colegiado, antecedente de la academia.
15
Esta disputa se vincula con Martínez Montañéz y las encarnaciones de las esculturas polícromas, lo que Pa-
checo considera una «intromisión» en el oficio propio de los pintores, por lo cual propone una defensa de tipo
gremial patente en su panfleto A los profesores del arte de la pintura de 1622 (Brown, 1980, pp. 64-65), aspecto
sobre el cual investigaciones más recientes han aportado nueva documentación (Méndez, 2005, p. 185)
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el proceso enunciado puede entenderse en términos de una puja entre fuerzas antagónicas,
expresado en la confrontación de un «[…] proceso positivo de crecimiento, reforma, innovación
[…]» frente a un «[…] proceso negativo de decadencia, desestabilización o reacción […]»
(Lynch, 1987, p. 7). No obstante este modelo de «innovación/reacción» nos muestra una
cara esquemática del proceso. No se puede ver a los talleres y a la Academia como dos
polos opuestos, sino como integrantes de un sistema artístico en el cual se pretende separar
definitivamente a las «nobles artes» de las «artes y oficios» dejando de lado la vieja discusión
de la liberalidad pictórica vs. la vileza de los oficios mecánicos y «pecheros». Prueba de ello
es que en la legislación del siglo XVIII se borra tal diferenciación al insistir en la honestidad
y honradez del «[…] curtidor […] herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros […]» que su
ejercicio «[…] no envilece a la familia ni a la persona que los exerce […]», con lo cual se
defiende la «calidad» de los artesanos en la sociedad habilitando además a los hijos ilegítimos
para ejercer tales oficios, por ser su inhabilitación «[…] contraria a la prosperidad y bien del
Estado […]» (Reguera, 1805, pp. 182-183). Estos cambios se introdujeron en el último cuarto
del siglo, previo a la Revolución Francesa,16 lo cual evidencia que los cambios introducidos
por la institución académica trajeron consigo nuevas necesidades a las cuales respondió
la legislación posterior. Sin importar cuan socialmente «vanguardistas» puedan verse estas
disposiciones en nuestros días, no debemos olvidar que la implantación de las mismas en
América resultaba compleja, no por ser América, sino por una pesada herencia estamental
que explicaba el funcionamiento social y toda una escala de privilegios y prebendas cuya falta
era impensable en la época.
16
En Reales Cédulas de 18 de marzo de 1783 y septiembre de 1784, respectivamente.
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Candidato al título de doctor en Historia del Arte por la Universidad de Buenos Aires, Magister en
Historia del Arte argentino y latinoamericano por la Universidad Nacional de San Martín (2011).
Becario de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, República Argentina
(2010-2012). Ganador Premio de curaduría histórica otorgado por la Fundación Gilberto Alzate
Avendaño, Bogotá (2009) como miembro del Grupo de Investigaciones de Arte Colombiano.
Actualmente es investigador del Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura CIMAC, del
Instituto de Investigación en Arte y Cultura «Dr. Norberto Griffa», Universidad Nacional de Tres
de Febrero, Argentina (IIAC-UNTREF).
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