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Pablo Alabarces y María Graciela Rodríguez

(Compiladores)

Resistencias y mediaciones.
Estudios sobre cultura popular

Buenos Aires
2007

1
Índice
Noticia preliminar, no demasiado burocrática
Pablo Alabarces: Introducción: Un itinerario y algunas apuestas.

1. Músicas y aguantes
Pablo Alabarces, Daniel Salerno, Malvina Silba y Carolina Spataro: Música
popular y resistencia: los significados del rock y la cumbia
José Garriga Zucal y Daniel Salerno: Estadios, hinchas y rockeros: variaciones sobre
el aguante
Malvina Silba y Carolina Spataro: Cumbia Nena. Letras, relatos y baile según las
bailanteras

2. Políticas
María Verónica Moreira: Club social y deportivo: hinchas, política y poder
Christian Dodaro y Mauro Vázquez: Representaciones y resistencias sobre/en grupos
migrantes. Política y visibilidad(es)
Cecilia Vázquez: Arte y protesta: notas sobre prácticas estéticas de oposición

3. Imágenes
Javier Palma: Clases y culturas populares en el nuevo cine argentino: miserabilismo,
neo-populismo y fascinación
Libertad Borda: Fan fiction: entre el desvío y el límite
Mercedes Moglia: Antonio Gasalla: un análisis de la transgresión en televisión

4. Teorías
Pablo Alabarces (en colaboración con Valeria Añón y Mariana Conde): Un destino
sudamericano. La invención de los estudios sobre cultura popular en la Argentina
Pablo Alabarces y Valeria Añón: ¿Popular(es) o subalterno(s)? De la retórica a la
pregunta por el poder

5. Coda
María Graciela Rodríguez: La pisada, la huella y el pie

6. Bibliografías

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Noticia preliminar, no demasiado burocrática

Este libro, como explicamos en su Introducción, es un producto colectivo: basado en las


investigaciones particulares de cada uno de los autores, pero a la vez enmarcados en
distintos programas institucionales. María Graciela Rodríguez es la directora de un
proyecto acreditado por la Universidad de Buenos Aires, en su Programación UBACyT
2004-2007, titulado “Del evento al acontecimiento: memoria popular y representaciones
massmediáticas” (Proyecto S043). Pablo Alabarces dirige, en el mismo programa, el
proyecto “Cultura popular, ‘aguante’ y política: prácticas y representaciones de las clases
populares urbanas” (Proyecto S072), que a su vez está financiado por la Agencia Nacional
de Programación Científica y Técnica (ANPCyT) en su programa de Proyectos de
Investigación Científica y Técnica 2003 (PICT 04-17678) y por el CONICET, en su
programa de Proyectos de Investigación Plurianuales 2006-2007 (PIP 6409). Todos tienen
como lugar de radicación el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de
Ciencias Sociales. Sin el apoyo financiero de estas agencias, aún con los problemas del
financiamiento científico en la Argentina, este libro –las investigaciones que lo
construyen– hubiera sido imposible.
Casi todos los autores son becarios de estas instituciones: Valeria Añón, Mariana
Conde, José Garriga Zucal, Mercedes Moglia, María Verónica Moreira, Carolina Spataro,
Mauro Vázquez, lo son del CONICET; Christian Dodaro y Malvina Silba, de la UBA;
Javier Palma y Daniel Salerno, del FONCYT. Pablo Alabarces es investigador del
CONICET. María Graciela Rodríguez ha sido becaria del CONICET y es también
profesora-investigadora de la UNSAM. Libertad Borda y Cecilia Vázquez son docentes de
la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, como todos los anteriormente nombrados,
algunos de los cuales comparten a su vez sus pertenencias institucionales con la UNSAM,
el IDAES y el IDES. Nuevamente: este libro es posible en ese contexto, que demuestra la
pertinaz capacidad milagrosa de la universidad argentina. En condiciones que distan de ser
las ideales, nos empeñamos, como tantos colegas, en hacer de cuenta que es posible hacer
investigación con rigor, con esfuerzo y con creatividad (aunque será el lector el que juzgue
si hacemos honor a esta descripción). Lo cierto es que, a pesar de las quejas y los reclamos
–de los que nunca abjuraremos, hasta que sea realidad el sueño de la Universidad que

3
nuestra sociedad merece–, este libro también quiere ser orgullosa muestra del trabajo de
graduados, docentes e investigadores de la Universidad pública y gratuita argentina.
Casi todos los materiales son inéditos y fueron producidos especialmente para este libro,
planificado a partir de las trayectorias personales y de, como dijimos, los proyectos que las
enmarcan. Entre las pocas excepciones, la introducción recupera varios argumentos de un
texto anterior de Alabarces; a su vez, su trabajo sobre la invención de los estudios en
cultura popular en la Argentina es el único publicado anteriormente, y se debió a una
invitación de Mabel Grillo para publicarlo en el primer número de la Revista Argentina de
Comunicación. El artículo conjunto de Alabarces y Añón tuvo una primera versión que fue
presentada en una conferencia, el VII Congreso de las Américas, en Puebla, en 2006, pero
fue infinitamente reelaborado para esta publicación, hasta hacerlo irreconocible.
La idea original de este volumen, aunque venía siendo paladeada por varios, fue de
María Graciela Rodríguez y José Garriga Zucal. María y Pablo Alabarces lo planificaron y
organizaron; el trabajo crucial de corrección fue nuevamente de María, y la edición final de
Pablo, mediando varias discusiones y observaciones colectivas. Esto no disuelve las
responsabilidades –y los méritos– individuales, ni nos transforma en una hipotética voz
plural: pero quiere ser muestra de un momento del debate grupal, tras varios años de
investigación y docencia en conjunto. Esa tarea docente que venimos desarrollando –en lo
que va del siglo– nos obliga a agradecer a tantos y tantas estudiantes a los que sometimos a
nuestras dudas e incertezas, o que nos ayudaron a precisar, en la discusión de clase,
nuestras apuestas e intuiciones.
Un libro con dieciséis autores no toleraría un espacio de dedicatorias, que dispararían
hasta el infinito las menciones a familiares y amigos, a parejas actuales o próximas, junto a
la obvia referencia a los hijos e hijas, que son muchos y muchas. Pero queremos preservar
el espacio del agradecimiento: como dijimos, a nuestros alumnos y alumnas; también a
nuestros maestros y maestras. Ese espacio intermedio que ocupamos habla de nuestras
discusiones y de nuestras deudas; y necesariamente y la vez, de nuestras propias
resistencias y mediaciones.

Los autores

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Pablo Alabarces

Introducción: Un itinerario y algunas apuestas

¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si sólo hubiera de


asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto modo y
hasta donde se puede, el extravío del que conoce? Hay momentos
en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar
distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es
indispensable para seguir contemplando o reflexionando.
Michel Foucault 1

Publicamos para dejar de corregir, no para dejar de


extraviarnos.

1. En el comienzo, una coherencia (a reivindicar) y un silencio (a develar)2

Cultura popular, una vez más: contra la vulgata que nos etiquetó como futbolizados,
como sumergidos en los vericuetos de Maradona y la violencia, o en los arcanos secretos
de las tribus futbolísticas; en realidad, es hora de asegurar que nunca hicimos otra cosa que
pensar, con más o menos desvíos, sobre las mismas obsesiones. ¿Dónde está lo popular?
¿Dónde leerlo? ¿Cómo leerlo? ¿Qué significa preguntarse por esas cuestiones en la
cultura contemporánea? ¿Tiene eso algo que ver con el poder? Preguntas que son a la vez
epistemológicas y metodológicas y también necesariamente políticas, atravesadas por el
insidioso dictum de Michel de Certeau: ¿existe la cultura popular fuera del gesto que la
suprime, de ese gesto que, despreocupado por las consecuencias violentas de la actitud
académica, interroga sin más a lo silenciado? (De Certeau, 1999).
Una coherencia: en unas Jornadas de investigadores en Olavarría (más de una década
atrás, estremecedoramente jóvenes), discutí sobre la calidad de popularidad del fútbol. Lo
planteé como excusa: el fútbol me permite discutir todo esto, afirmaba, porque es el

1
Foucault, M.: Historia de la sexualidad/2. El uso de los placeres, México: Siglo XXI, 1984: 12.
2
La primera parte de este texto recoge, con bastantes modificaciones, las afirmaciones hechas en mis “Nueve
proposiciones en torno a lo popular. La leyenda continúa”, artículo publicado en Tram(p)as de la
comunicación y la cultura, III, 23, La Plata, Facultad de Periodismo y Comunicación Social, en marzo de
2004, y que fuera originalmente escrito en 2002, pegado a la crisis de ese año. No están las proposiciones,
que se han evaporado en el curso del debate.

5
territorio de lo que no se discute, de lo consabido. Por mi parte, por el contrario, venía de
revisar todo lo aprendido, decerteausianamente: si las lecturas de de Certeau3 habían
habilitado variados giros neopopulistas, a mí me habían generado todas las dudas, y la
necesidad de radicalizar nuestros enunciados. Hablar de desvíos y escamoteos, en plena
Argentina menemista, parecía un optimismo digno de mejor mérito. Los carnavales
futbolísticos, que toda una biblioteca quería señalar como fantásticas puestas en escena de
la corporalidad bajtiniana, resistente e impugnadora, alternativa y contrahegemónica,4 se
me aparecían como fragmentos previsibles de un guión televisivo. El desvío estaba escrito
en el argumento de lo hegemónico, y preguntarse por lo popular significa,
persistentemente, preguntarse por lo subalterno: esa contradicción era, entonces, insoluble.
Una cita de Tony Bennett5 me disparaba una afirmación concluyente: en los carnavales
futbolísticos, el mundo permanecía tercamente sobre sus pies, y las inversiones bajtinianas,
las irreverencias y las contestaciones brillaban por su ausencia –más tarde, la lectura del
impecable análisis que Eagleton hace de Bajtín y de la risa en la teoría marxista reforzaba
mis nuevas convicciones (Eagleton, 1998). “Entre esos desvíos, esos fragmentos, esas
fisuras y esas contradicciones transita el sentido”, sostuve.
En 1999, en otras Jornadas equivalentes, mis afirmaciones se separaron del fútbol casi
por completo. Allí traté de sintetizar por dónde iban mis búsquedas, lejos de toda certeza,
salvo nuevamente la necesidad de radicalizar nuestro análisis, nuestras categorías y
nuestros sujetos. Tres necesidades: una, la de recuperar la categoría de clase, aunque
informada por Thompson y la historia social y los primitivos estudios culturales, a cuyo
énfasis irreverente y cuestionador debíamos volver; la segunda, la necesidad de separarnos
obsesivamente de cualquier tentación populista, porque era más lo que bloqueaba que lo
que, treinta años atrás, había abierto; la tercera, la de insistir en que el trabajo de análisis
cultural es primariamente político. Además, una reivindicación: que nuestras
preocupaciones etnográficas –mala conciencia de aquellos que vivimos encerrados entre
textos y discursividades– no podía hacernos olvidar los textos como lugares cruciales del
análisis. Y finalmente, una afirmación: que los sujetos que me preocupaban “se

3
Especialmente, L’invention du quotidianne: luego traducido como La invención de lo cotidiano. 1. Artes de
hacer, México, Universidad Iberoamericana, 1996.
4
Remito, obviamente, al clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Alianza, Madrid,
1987.
5
Bennett, Tony: “A Thousand and One Troubles: Blackpool Pleasure Beach”, en Formations of Pleasure,
Londres, Routledge and Kegan Paul, 1983. Esta referencia, así como algunas de estas reflexiones (no todas,
porque no es culpable de mis desvíos), se la debo a Beatriz Sarlo. O a sus infinitos y generosos
cuestionamientos.

6
caracterizan por la desigualdad, y no por la acumulación indigesta de diferencias que
cualquier productor televisivo medianamente avispado admite como multiculturalismo.
Nombrar –volver a nombrar– la dominación, es un paso tímido: en contextos
neoconservadores, parece radical”, decía.
Estas insistencias pretendían además recuperar un margen, ya que no la centralidad. En
1983, una reunión organizada por CLACSO en Buenos Aires podía llamarse
pomposamente Seminario sobre Comunicación y Culturas Populares. Sin ser muy
obsesivo, podría asegurar que fue la última vez del nombre. En las transiciones
democráticas, como explican Grimson y Varela (1999), la preocupación por lo popular
había ocupado un centro de la agenda porque enfocaba los nuevos sujetos de la ciudadanía
reconquistada. En 1987 Martín-Barbero abría De los medios a las mediaciones con una
larga explicación histórica de la constitución del sujeto llamado pueblo, de sus devaneos y
deconstrucciones, para luego organizar toda la argumentación en torno de esa categoría
(Martín-Barbero, 1987). Malgrado su exégesis, el texto de Barbero no quería más que
preguntarse por la supervivencia de lo popular, por su continuidad expropiada y
despolitizada, pero persistentemente alternativa: no había democracia sin lo popular,
porque la pregunta del análisis cultural era por la hegemonía, y eso suponía una condición
de dominación y de subalternidad, y no precisamente su celebración, sino su impugnación.
La recepción del libro de Barbero fue penosa: rápidamente aligerada del ímpetu crítico
de los sesenta y setenta, nuestra academia latinoamericana pareció privilegiar una lectura
más obvia, que estaba en los márgenes de Barbero y con mala voluntad: lo popular estaba
en lo masivo… y allí estaba bien guardado. Cuando el hibridismo cancliniano reconcilió
todos los fragmentos de nuestra posmodernidad neoconservadora, los noventa se volvieron
decididamente neopopulistas, en una celebración paradójica: los noventa fueron –pudieron
ser– neopopulistas porque el pueblo ya no existía. “Lo popular no existe, mi amor”, se
sentenció alborozadamente: “hoy existe la gente, y control remoto y fotocopiadora
mediante se sacudirá de encima el yugo de la dominación”. O no se sacudirá nada, en tanto
la dominación también podía dejar de ser nombrada. Tranquilos: un zapping y ya
volvemos, desterritorializados, descoleccionados y despopularizados. Y decididamente
despolitizados.6
Si esta operación se volvía política en los regímenes neoconservadores, se volvía
hegemónica en los regímenes periodísticos, porque los aliviaba de una competencia: los

6
Mariana Conde trabaja con más precisión estos devaneos en este volumen.

7
analistas dejaban de ocupar el dudoso y molesto lugar de la distancia y de la crítica para
desplazarse al de la celebración: “celebradores acríticos de la cultura popular”, analistas sin
distancia con su objeto, dicen Frith y Savage (1997: 7); como señala Frow, “sustituyen la
voz de los usuarios de la cultura popular por la voz de un intelectual de clase media”
(1995: 37). Suprimida la distancia, medios e intelectuales podían regocijarse en una gente
cuya principal preocupación fuera ciudadanizarse en el consumo massmediático, armados,
vale la pena repetirlo, de los gadgets descoleccionadores, los aparatos de la resistencia
cultural: videocasetteras, controles remotos, fotocopiadoras, computadoras (Internet,
cuántas tonterías se han dicho en tu nombre…), o desplazamientos en los no lugares de la
posmodernidad, donde los sujetos devenían flanêurs anacrónicos que transformaban el
shopping más cercano en los pasajes parisinos del siglo XIX.
Manifestación académica, y confesión de parte: desde principios de los noventa me
había dedicado al fútbol como objeto de análisis, como gigantesca y deportiva excusa para
seguir hablando de lo popular como preocupación central. Al bucear en los congresos
(obligado, además, por las nuevas condiciones de producción del trabajo intelectual que
nos volvía deudores de un régimen de incentivos y del peregrinaje por los simposios más
absurdos para acumular horas de vuelo), me encontré con una doble condición: mi objeto
no existía en las agendas, y había que simular desplazamientos para poder narrarlo en
público. Pero además, lo popular había dejado de existir. Muerto de mala muerte, muerto
de silencio. Si lo popular había debido ser violentado académicamente para ser
transformado en objeto de saber –ésa era la principal enseñanza de Michel de Certeau–, la
academia volvía sobre sí misma y decretaba, en su expulsión del mapa de lo nombrable,
una muerte peor: la del significante.
Entonces, pertinaces y tercos, volvimos por un margen. Era previsible: la centralidad
que lo popular ocupó en las preocupaciones de los ochenta debió augurarnos –no supimos
leerlo– su desaparición. No queremos repetir esa historia: lo popular es el margen, porque
es el límite de lo decible en la cultura hegemónica y en los medios. Y por ese margen
navegamos.

2. Y al séptimo día, habló (de) la gauchesca

Una experiencia de investigación futbolizada, en el origen. Pero también una


experiencia de docencia. Desde 2000 estoy a cargo de una cátedra misteriosamente titulada
Seminario de Cultura Popular y Cultura Masiva. La infatigable complicidad abreviadora

8
de mis alumnos la llamó indistintamente Cultura Popular, Cultura, Popular y Masiva, o
Alabarces a secas, lo que sin duda implicaba una dificultad mayor con el objeto. Llamarla
Cultura Popular, en cambio, aliviaba costos epistemológicos, como los de preguntarse
sobre dos objetos donde había uno, o uno donde había dos. Su fundación, en 1987, se debió
al trabajo de Eduardo Romano, que había inventado en los primeros setenta, pioneramente
junto con Aníbal Ford y Jorge Rivera, los estudios de esos objetos descentrados, inasibles,
ilegítimos que eran los productos de los medios, por fuera de la semiótica veroniana –que
se le había animado a la telenovela– porque la expandía.7 Pero la clave setentista, que leía
la cultura popular con un énfasis contrahegemónico de la mano del peronismo de
izquierda, era irrecuperable en los ochenta y noventa. Por un lado, porque ya no había
ilegitimidad, cuando una cátedra nombraba como obligatorios los objetos veinte años atrás
silenciados por una cultura y una academia vigorosamente legitimista, practicante de un
etnocentrismo de clase de la peor especie. Y porque no había contrahegemonía, cuando el
estudio de la telenovela o el tango o la poesía popular o el radioteatro o el cuarteto o el
rock eran conocimientos autorizados por un poder autorizante, que sólo permitía la lectura
de un pasado arcádico o de un presente pasteurizado.
Cuando quedé a cargo de la cátedra, todo lo narrado aquí se disparó en una propuesta
distinta de trabajo. Debíamos repensarlo todo. Los titubeos teóricos debían resolverse en la
re-lectura y la discusión obsesiva de todo lo escrito: revisar los clásicos, entonces, fue la
primera tarea, que acometimos frente a estudiantes desorientados que todavía están
preguntándose si hay algo que pueda ser llamado popular, luego de tantas volteretas. Por
mi parte, hice otra propuesta: dediqué varios años mi parte del curso a hacer una suerte de
historia de la cultura argentina leída desde el problema de lo popular.

En el principio fue el silencio, y luego se hizo la luz y habló un gaucho. Eso narra la
génesis de nuestra cultura, y ése fue el principio de nuestra serie. Lo popular no habla por
sí mismo, sino por la boca de sus intérpretes letrados; pero la cultura argentina se fundaba
en la ficción maravillosa de un letrado hablando por la boca de un campesino –de un
campesino hablando por la escritura de un letrado. Desde allí propuse un recorrido que
interrogara diacrónicamente la cultura argentina para preguntar, en ciertos textos
privilegiados, sobre la voz del otro, sobre la representación del otro, sobre la manera en
que lo popular se introducía en los pliegues e intersticios de las voces legítimas. En la

7
Esos trabajos son los que recupero en “Un destino sudamericano”, en este volumen.

9
literatura, en el cine, en la plástica, y también en la música y en la televisión. Lo popular
como discurso referido, como dimensión polémica del texto, como una instancia de la
polifonía o de su máscara, la falacia polifónica de los textos fatalmente monológicos –pero
a la vez, fatalmente plurales, hasta en sus silencios y escamoteos. Gramscianamente, sigo
pensando lo popular como un término diferencial que sólo puede leerse en relación con lo
no popular. Pero eso exige soslayar toda tentación aislacionista:

No podemos pensar en estudiar las culturas populares en su especificidad si no nos


desembarazamos primero de la idea dominocéntrica de la alteridad radical de esas
culturas, que conduce siempre a considerarlas como no-culturas, como “culturas-
naturalezas”: prueba esto el modo con que el miserabilismo apela infaliblemente al
populismo. De igual manera, no podemos plantear así nomás la cuestión de la
heterogeneidad del espacio social y del espacio simbólico si no nos damos primero los
medios (que valen lo que valen) para establecer la continuidad del espacio social y del
espacio simbólico; no podemos pensar en reintroducir en el análisis científico de las
culturas dominadas el punto de vista y la experiencia de los dominados si antes no
pudimos reintegrar e incluir las clases dominadas en la esfera de la cultura (Grignon y
Passeron, 1991: 113).

Narrar lo popular: o mejor, interrogarse sobre las formas de la narración de lo popular


reintroduce la pregunta por lo dominado en el campo de lo dominante. Dice Piglia que la
ficción nace en la Argentina como forma de narrar al otro (gaucho, indio, inmigrante,
obrero): que la burguesía se narra a sí misma en la autobiografía, pero que para narrar al
dominado precisa de la ficción (Piglia, 1993: 5). Desde allí, entonces, interrogar la
gauchesca, Echeverría, Sarmiento, Discépolo y el grotesco criollo, Lugones, Borges sólo o
con Bioy, Cortázar, Puig, Rozenmacher, Lamborghini, Walsh, fue un intento de reconstruir
simultáneamente el diferencial (aquello que habla de lo que no es lo mismo, de lo que
rompe con el entramado de las voces legítimas, del susurro que afirma que lo popular
existe en el margen de la lengua hegemónica) y la continuidad: la de una cultura y la de
una historia de esa cultura. Diacrónicamente, porque además toda sociología de la cultura,
como dice Raymond Williams, es necesariamente una sociología histórica que nos habla
de emergencias y de residuos (Williams, 1982: 31). Sincrónicamente, porque si lo popular
es diferencia o afirmación de una distinción conflictiva, debía reconstruir en cada momento
el mapa de ese conflicto: una lectura que oblitere este dato es una lectura anacrónica, o más
drásticamente, una lectura incompleta.

10
Pero a la vez: en todo ese intento aleteaba la observación de Ludmer respecto de la
literatura latinoamericana sobre el otro –el gaucho, el indio, el esclavo: “Esto nos hace
pensar que la literatura cuando trabaja dos voces, las politiza de un modo inmediato. Funde
lo político y lo cultural, porque funde los lenguajes con relaciones sociales de poder; y
porque no hay relación entre culturas sin política porque entre ellas no hay sino guerra o
alianza” (1999: 11). Exasperando la homología, nos preguntábamos por la relación entre
dos lenguajes: el del letrado y el del iletrado, como dijimos, pero también por el de los
medios y el de sus públicos; quisimos –en eso estamos y estaremos– indagar la relación
entre el aparato avasallante de la cultura de masas y esas lenguas otras, condenadas a jugar
en sus márgenes o a ser apropiadas y convocadas cuando el ráting así lo disponga. Y los
modos de esa captura se resisten, como todos los textos de este libro intentan demostrar, a
ser explicados con la simplificación de la hibridación, y tampoco con la de la
manipulación.

3. Mediaciones y resistencias

En todo este entramado, a medida que nuestros interrogantes tomaban forma y que el
equipo de trabajo adquiría solidez y expertise, entendimos que podíamos proponer
respuestas a algunos de estos interrogantes. 8 Que esas respuestas debían venir de la apuesta
por el debate continuo que relato, del repensarlo todo que seguiremos practicando hasta el
hartazgo –hasta con nosotros mismos. Pero también de la proposición de investigación
sistemática, de la producción de nueva empiria, de volver a construir la cultura popular
como objeto de estudio, aunque deconstruida en todos los fragmentos que fuera necesario.
Nuestras investigaciones, las colectivas y las individuales, han venido re-edificando un
campo de estudios: en papers y en tesis, modo de producción académico que no vamos a
esquivar, pero también en la intervención pública, en el debate periodístico o ampliamente
social.
Lo que sigue es un momento, un recorte posible de esta investigación: un estado de la
cuestión que nos permite –como podrá verse en el trabajo final de María Graciela

8
Aquí puedo volver al plural: porque ésta fue una tarea colectiva que hicimos con María Graciela Rodríguez,
Miriam Goldstein, Fabiola Ferro, Libertad Borda, Mariana Conde, Marián Motta, Valeria Añón, Cecilia
Vázquez, Daniel Salerno, Christian Dodaro, José Garriga Zucal, María Verónica Moreira, Javier Palma,
Carolina Spataro, Malvina Silba, Mauro Vázquez, Mariana Galvani, Carlos Juárez Aladazábal, Mercedes
Moglia, Ana Scanapiecco, Sabrina Camino, Lucrecia Gringauz, hasta hoy; Analía Martínez, Santiago
Marino, Nora Palladino, Vanina Rodríguez, Gabriela Binello, en altri tempi; todos ellos/as denodados/as
compañeros/as a los que mi desorientación y mis titubeos no los llenaron de pánico.

11
Rodríguez– la proposición de una serie de respuestas provisorias a tantas preguntas. Sus
partes quieren agrupar las áreas en las que nos hemos focalizado: la música popular, el
fútbol, la política (o los modos de expandir lo que entendemos como política, clave que
cruza casi todos los trabajos), los textos audiovisuales (televisivos o cinematográficos), el
campo artístico, el análisis teórico.

Cuando comenzamos a planear la compilación, propusimos que las categorías que


ordenarían los trabajos serían centralmente la de mediación y la de resistencia, porque nos
situaban en un campo epistemológico y a la vez en una clave política –así como el
aguante, la palabra nativa que habíamos instalado como concepto central desde comienzos
del 2000, nos había posibilitado el mismo juego. La noción de mediación nos remite al
campo definido por Jesús Martín-Barbero hace veinte años, en 1987, en el libro que ya
citamos; desde De los medios a las mediaciones para acá, parece imposible encarar
estudios latinoamericanos sobre cultura popular y cultura de masas prescindiendo de esa
referencia. Sin embargo, la noción no ha perdido nada de su vaguedad original, y más bien
la ha acrecentado: hemos contado dieciocho definiciones de mediación en el texto original
de Martín-Barbero, y cualquier revisión de la literatura post-barberiana solo agrega
imprecisiones y más nivel metafórico.9 En última instancia, el concepto de mediación
barberiano es otro pliegue en la serie que intenta definir las relaciones entre estructura y
superestructura esquivando a los Escila y Caribdis de la determinación en última instancia
y con ella la tentación reflejista. En esa serie nos sentimos cómodos: no nos interpela la
acusación de mecanicistas. Pero no es Martín-Barbero, con todo, el que nos permite sortear
definitivamente sus peligros.
Lo que la categoría nos permite, en nuestros enfoques, es situar insistentemente los
estudios sobre cultura popular en la relación con los medios: aunque deudores de la
antropología –y más explícitamente, Moreira y Garriga Zucal son antropólogos de pleno
derecho–, nuestros trabajos afirman que la trama de lo popular y lo masivo debe leerse
precisamente allí, en el cruce, en la tensión, en la intersección: en la cópula, en esa
perturbadora y que une el título de nuestra asignatura (recordemos: “cultura popular y
cultura masiva”). La mediación se recubre, entonces, de nuevos juegos: como mediación,
donde el rol de los medios no puede escamotearse, y como nexo, la cópula que pone en

9
Puede verse, por ejemplo, el tomo-homenaje titulado Mapas nocturnos. Diálogos con la obra de Martín-
Barbero. El conteo de las definiciones fue obra de Mariana Conde, Fabiola Ferro, Javier Palma, Daniel
Salerno y Mauro Vázquez.

12
contacto aquello que cuesta separar, siquiera esquemáticamente. Pero además, lo
disciplinar: porque incorporamos la etnografía –como dijimos, a través de nuestros
antropólogos de cabecera–; porque jugamos en los límites de la sociología de la cultura –
Silba es socióloga de veras, yo mismo me siento cómodo en ese rótulo–; porque
coqueteamos con la literatura –la proveniencia de Añón y mía– y los estudios culturales,
especialmente con su ánimo irreverente, desclasificador y crítico. Pero también
reivindicamos que todo esto puede inventarse y reinventarse, continuamente, viniendo de
una Carrera de Comunicación, el orgulloso origen de Rodríguez, Borda, Conde, Dodaro,
Moglia, Palma, Salerno, Spataro, ambos Vázquez.
Por su parte, la noción de resistencia nos permite ubicar un foco, un cierto estrabismo
que define lo que buscamos en los textos y prácticas analizados, y a la vez un
posicionamiento político-cultural. Hace rato que sabemos que las culturas populares no
están condenadas a resistir, esa exasperación de la herencia gramsciana que alcanzaba su
clímax en la obra de Lombardi-Satriani;10 hace rato que la bibliograía demostró que la
cuestión pasaba más por las negociaciones y los intercambios; y también hace rato que la
realidad político-cultural latinoamericana demuestra la fenomenal capacidad de nuestras
clases populares para arrojarse felizmente en las garras de sus explotadores, sin atisbos
visibles de insurrección o contestación. Y sin embargo, como nuestros textos intentan
analizar, la resistencia permanece en un pliegue, en el principio de escisión del que hablaba
Gramsci: esa pertinaz posición diferencial de los subalternos que les permite pensarse, aún
en las situaciones de hegemonía más impenetrables, como distantes y diferentes de las
clases dominantes. Quisimos, entonces, buscar esas fisuras y esos intersticios, los lugares
donde la cultura popular deja ver una oposición y se deja ver como subalterna, donde
afirma precisamente su subalternidad, el rasgo que define su posición jerárquica dominada.

4. Apuestas

Preguntarse hoy por lo popular exige una nueva lectura, un análisis radical, que
interrogue con dureza la nueva economía de lo simbólico heredada de las dictaduras y el
neoconservadurismo. Una interrogación que no solo registre el mapa intolerable –¿es
necesario recordar que es una condición que ofende nuestro presunto progresismo?– de la
miseria material de nuestras clases populares, sino también el mapa –que debiera ser

10
En el viejo Apropiación y destrucción de las culturas subalternas.

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igualmente intolerable– de la aguda desigualdad simbólica. Una desigualdad harto
compleja porque no designa –como lo hacía clásicamente– sólo el acceso a determinados
bienes culturales, sino también las condiciones de producción de todo lo simbólico; pero a
la vez, más ampliamente, a las condiciones de producción de cualquier discurso:
básicamente, el derecho a la voz. Y que de un modo no menos importante designa el
derecho a la visibilidad y a los modos de administrar esa visibilidad. Lo popular nombra en
la América Latina contemporánea, y de manera radical, aquello que está fuera de lo visible,
de lo decible y de lo enunciable. O que, cuando se vuelve representación –como
analizamos en estos trabajos–, no puede administrar los modos en que se lo enuncia; la
inclusión mediática de lo diferente para trasnformarlo, en ese mismo movimiento, en más
de lo mismo.
Y a la vez, estamos en un estado inédito de la cuestión: porque al mismo tiempo esa
exclusión radical se inviste de plebeyismo como retórica dominante, lo que supone la
exhibición de un democratismo falaz que esconde –exitosamente– la radicalidad de la
exclusión material y simbólica a la que se ven sometidas las clases populares. El
plebeyismo, como argumentamos en algunos de los textos de este libro, es una enunciación
populista pero conservadora, desprovista de la condición –al menos ritualmente–
irreverente del populismo latinoamericano; una enunciación que celebra un igualitarismo
falso, donde todo –pretendidamente– puede ser dicho, visto y oído. Una enunciación que
describe, paradójicamente, que lo popular se ha vuelto hegemónico –contrariando un siglo
de teoría política y cultural. Un escenario donde las prácticas populares se vuelven
presuntamente hegemónicas porque se desvisten de toda irreverencia y transgresión. Un
escenario donde incluso los lenguajes se achatan, pierden espesor y riqueza, se limitan a
retóricas plebeyas sin irreverencia, porque han perdido su condición distintiva. Es decir, el
peor escenario: el de una desigualdad radicalizada que escamotea su condición de tal para
afirmar su ficticia condición democrática.
Un análisis cultural democrático como el que postulamos debe, entonces y en primer
lugar, desmontar la simulación de la hiperrepresentación; y debe proponer, política y
eficazmente, el derecho imprescriptible al simbolismo de todos los grupos y clases
sociales. Es decir, debe deconstruir ese poliglotismo falaz, la falacia de una polifonía
inverificable que se vuelve, a duras penas, cacofonía: un concierto de ruidos donde lo
hegemónico permanece duramente inalterado. Esto es, sin duda, una apuesta política. Pero
es que fuera de lo político, de la dimensión conflictiva de la desigualdad material y
simbólica, nuestro trabajo sería puro gesto estetizante, sería apenas el ejercicio de un

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derecho de pernada simbólico que seleccione, usando nuestro poder intelectual –nuestra
posición privilegiada de sector dominado, pero de la clase dominante, como decía
Bourdieu–, los repertorios en los que solazarnos y a los que distinguir con nuestra atención.
Lejos estamos en este libro –lejos queremos estar– de esa posición. Por el contrario: en
“Cinco dificultades para describir la verdad”,11 Bertolt Brecht define por analogía algunos
de los problemas que queremos discutir aquí: “Hay que tener –decía Brecht– el valor de
escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de
saber elegir a los destinatarios y sobre todo la astucia de saber difundirla”. De eso trata esta
investigación sobre la cultura popular: del valor de recuperar un significante, la perspicacia
para descubrir sus pliegues y sus escondites, el arte de leerlo sin obturarlo ni sobreponer
nuestra voz, la inteligencia para colocarlo nuevamente en nuestro debate –académico pero
necesariamente político– y la astucia para defender su derecho a la voz. Sólo este juego
puede suspender –pero siempre sometido a una exasperada vigilancia– la función
originalmente represiva de nuestros saberes, para recuperar la dimensión ética de nuestro
trabajo intelectual.

11
Citado en Piglia, Ricardo: “¿Qué va a ser de ti?”, en Radar, suplemento de Página/12, Buenos Aires,
23/12/2001, p. 8.

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