Sei sulla pagina 1di 313

E

U G E N I O C O R S I N I





















APOCALISSE DI GESÙ CRISTO
SECONDO GIOVANNI





















Proemio del traductor


Hace ya algunos años, un título de la revista Sodalitium Nº. 49, Año XV, n.
3/1999, Ed. Centro Librario Sodalitium, me llamó vivamente la atención: «L’Apocalisse
secondo Corsini»; aunque, en mi interior, imaginé que estaría ante uno más entre
tantos trabajos publicados sobre el libro de Juan y, como aquéllos, probablemente
inspirado en los métodos interpretativos ya ampliamente difundidos y conocidos,
tanto en ámbito eclesiástico como fuera de éste.

El autor del artículo, don Francesco Ricossa, presenta al lector, y comenta, un
libro escrito por el profesor Eugenio Corsini cuyas primeras ediciones, que llevaban
por título Apocalisse prima e dopo, se encontraban agotadas; posteriormente, en el año
2002, esta obra fue reeditada con el título de Apocalisse di Gesù Cristo secondo
Giovanni.

La recensión publicada por Don Ricossa alejó prontamente mis suspicacias
iniciales. En efecto, el hecho de titularla como «L’Apocalisse ‘secondo’ Corsini» no se
debía, evidentemente, a una cierta licencia para comparar el texto inspirado de San
Juan con algún insólito y presuntuoso “apocalipsis” compuesto por el profesor Corsini;
nadie podría siquiera imaginarlo. Mi primer asombro, en cambio, consistió en
constatar que me encontraba ante una nueva y original exégesis del Apocalipsis, una
exégesis ‘secondo’ Corsini, precisamente.

Después de tanto buscar el libro, con gran alegría pude por fin tenerlo en mis
manos gracias a la gestión de la SEI (Società Editrice Internazionale) de Turín, para
ponerlo nuevamente a disposición de los lectores. Desde entonces he disfrutado su
lectura volviendo sobre el texto una y otra vez, convencido como estoy, de estar ante
una correcta interpretación del último texto inspirado de las Sagradas Escrituras,
interpretación que estimo en perfecta unidad y concordancia con la revelación pública
y con la historia de la salvación. Por otra parte, considero que, haciendo luz sobre la
trama y contenido del Apocalipsis, despejando arraigados prejuicios y errores
exegéticos, así como objetando espasmódicas y hasta extravagantes expectaciones
futuras, el profesor Corsini ofrece al lector interesado en su formación cristiana
(κατήχησις katḗchēsis) las claves que necesariamente se han de tener en cuenta para
la comprensión del texto de San Juan, prevenido de ciertas posiciones que
actualmente proliferan en medio del doloroso trance que actualmente aflige a la
Iglesia, la nueva Jerusalén bajada del cielo, que no sólo se hacen eco de los errores de
un cierto taumatúrgico “restauracionismo” del Reino, sino además de antiguos errores
y herejías basados en heterodoxos misticismos y extrañas profecías ajenas al
Apocalipsis-Revelación de Jesucristo.


Cierto del beneficio y provecho que el Apocalisse di Gesù Cristo secondo
Giovanni por el profesor Eugenio Corsini , así como la magistral recensión sobre el
libro por Don Francesco Ricossa me han prodigado en lo personal, he querido
contribuir en la difusión de este magnífico trabajo exegético dándome a la tarea de la
traducción del italiano al español de ambos textos, poniéndolos a disposición de los
lectores, mientras esperamos un eventual juicio de la Iglesia y movido por el vínculo
de la perfección en Cristo que es la caridad.

José Aedo Fuentes




































II
EL APOCALIPSIS SEGÚN CORSINI
“Sodalitium” Periodico -n° 49, Anno XV n. 3 1999
Don Francesco Ricossa

«Jésus annonçait le Royaume, et c’est l’Eglise qui est venue». Sólo se necesita
nombrar a Loisy, desafortunado cabecilla del modernismo, para recordar esta célebre
frase tomada de su L’Evangile et l’Eglise. San Pío X lo tenía en mente cuando, entre
otras, en el decreto Lamentabili, condenó esta proposición (52): «Fue ajeno a la
intención de Cristo fundar la Iglesia como sociedad que había de durar sobre la tierra
durante largos siglos; por el contrario, Cristo pensaba que el reino de los Cielos junto con
el fin del mundo estaba a punto de llegar» (DS 3452). De hecho, no se puede destruir
mejor de un solo golpe todo el cristianismo: si Jesús se equivocó al anunciar como
inminente el fin del mundo, entonces era un iluso, un falso profeta, una simple
creatura falible y exaltada, y sus discípulos, impostores que sustituyeron el Reino de
los Cielos, esperado en vano durante mucho tiempo, por la Iglesia.
Loisy no inventaba nada. Recogía los desvaríos de Weiss (1892), traducidos
por Renan. Pocos saben que el escatologismo (es el nombre del sistema según el cual
Jesús habría predicado esencialmente la inminencia del fin del mundo) lleva ya mucho
tiempo desacreditado por los exegetas; sólo ha perdurado entre los Testigos de Jehová
y otros Adventistas…Lamentablemente, también entre las personas preparadas en las
ciencias profanas, subsiste este prejuicio aceptado como verdad evidente: Jesús
predicó el inminente fin del mundo, y sus discípulos lo esperaban impacientemente.

Mons. Spadafora

Los exegetas católicos han dado amplia respuesta a esta objeción. Entre ellos, el
enemigo más radical del escatologismo es Mons. Francesco Spadafora, docente en la
Pontificia Universidad de Letrán, lamentablemente fallecido recientemente. La
refutación de este error se repite en casi todas sus obras: recordemos Gesù e la fine di
Gerusalemme (1950), en lo que se refiere al famoso discurso escatológico de Jesús en
los Evangelios sinópticos (Lc 17, Mt 24, Mc 13, Lc 21, que no anuncian el fin del
mundo, sino la destrucción de Jerusalén y del Templo) y L’escatologia in San Paolo
(1957), en lo que se refiere especialmente a las dos epístolas a los Tesalonicenses. La
Parusía, o venida del Señor, tanto en el Evangelio como en el texto paulino, indica la
intervención del Señor en auxilio de la Iglesia perseguida por la sinagoga: “el fin de la
nación judía será la liberación para la Iglesia” (SPADAFORA, Dizionario Biblico, voz
Escatologia). En lo que se refiere al Apocalipsis (cf. Dizionario Biblico), Mons.
Spadafora, siguiendo a su maestro, Mons. Antonio Romeo (cf. la voz Apocalisse de la
Enciclopedia Católica, redactada por Romeo), adopta la posición del P. Allo, refutando
la exégesis “escatológica” (según la cual con el Apocalipsis “tendríamos la predicción de
los eventos que precederán inmediatamente y acompañarán la aparición del Anticristo,
su lucha, su derrota definitiva, con el juicio final. Muchos cayeron en el error del
milenarismo literal…”) que ve en el Apocalipsis la descripción de las épocas o eras de
la historia de la Iglesia (tan difundida por Gioachino da Fiore). Ahora bien ¿quién no
ha pensado, en su propia vida, y especialmente durante los periodos de crisis en la
historia y en la Iglesia, que el último libro de la Escritura no hable, precisamente, con

III
expresiones misteriosas y terribles, de las cosas que ocurrirán en el fin del mundo y de
la Iglesia? A este respecto, escribe el cardenal Billot: “Entre los prejuicios que se
refieren a los libros de la Sagrada Escritura no hay ninguno tan ampliamente extendido
como el que sostiene que el Apocalipsis es, si no de manera exclusiva al menos en su
parte principal, la profecía del fin de los tiempos, de los signos que lo presagiarán, de los
acontecimientos que lo precederán, de las catástrofes que lo anunciarán. De hecho, si
interrogad sobre este tema a quienes se interesan por los asuntos religiosos y que, en
esta materia, poseen una cierta preparación, con muy pocas excepciones, la mayor parte
de ellos responderá invariablemente que, en primer término, el Apocalipsis es un libro
sibilino que no merece la pena ser descifrado, ya que quienes lo han intentado
lamentablemente han fracasado; que, además, si su comprensión tal vez esté reservada
al futuro, al menos por el momento sólo se sabe una sola cosa: que se trata de
predicciones relacionadas con el anticristo, las últimas luchas de la Iglesia, la suprema
persecución, la venida de Enoc y de Elías, la aparición del juez de los vivos y de los
muertos y el consiguiente encuentro general de la humanidad con el castigo y la
recompensa eternas. Sin embargo, cuán extraña, increíble y especialmente paradójica
les parecería la opinión de quien, también apoyándose en la gran autoridad de Bossuet,
trataría de defender tímidamente que la parte del Apocalipsis que se refiere
inmediatamente e directamente a los últimos tiempos apenas ocupa en el libro una
decena de versículos (…); a esta tesis, a este prejuicio arraigado, continúa Billot,
“respondemos sin vacilaciones con una negación absoluta” (L. BILLOT, La Parusie,
Beauchesne, 1920, pp. 267-271). Aunque subordinado al juicio de la Iglesia, pues sólo
a ella corresponde la interpretación auténtica de la Sagrada Escritura (DZ 1788), el
suscrito también acoge en esto la sentencia de un Billot, de un Spadafora, de un
Romeo o de un Allo: el Apocalipsis no habla del futuro; en cambio, habla más bien del
pasado. Relacionado con este tema, me he topado con el libro de Eugenio Corsini, que
trato de presentar al lector.

Nota autobiográfica

Eugenio Corsini nació en 1924. Graduado en literatura cristiana antigua con
Mons. Pellegrino, perfeccionó sus estudios en París (Sorbona, École pratique des
Hautes Etudes) y en Roma (Instituto Bíblico). Cuando yo era su alumno, durante el año
académico 1976-1977, él era docente de literatura cristiana antigua en la Universidad
de Turín. Llegó a concluir su carrera en la cátedra de literatura griega de la misma
Universidad. No crea el lector que haber seguido las lecciones de Corsini, que en esa
época versaban precisamente sobre el Apocalipsis, influyó en mí al punto de seguir,
desde ese entonces, su exégesis. Simplemente, el joven estudiante que en ese tiempo
tenía 17 años no entendió nada: carecía de la madurez para eso, y también de la
predisposición. El profesor Corsini no era (no es), de hecho, un católico “tradicional”
(al contrario de Mons. Spadafora) sino más bien, como su “maestro” Pellegrino, un
“progresista”. Cuando el fruto de sus estudios se materializó en un volumen (en el
1980), con prólogo de Mons. Rossano, igualmente “progresista”, compré el libro sin
sufrir ninguna consecuencia: Apocalisse prima e dopo (ed. SEI, Torino), y quedó en un
estante de la biblioteca (el libro había sido traducido al francés por parte de Editions
du Seuil, Paris, en 1984, con el título de L’Apocaypse maintenant, con prólogo del no

IV
menos progresista Xavier Leon-Dufour). En aquellos años yo frecuentaba el seminario
de Ecône, y el profesor de Sagrada Escritura repetía a menudo “no tener la clave del
Apocalipsis”…Los seminaristas bromeaban de buena gana sobre el estribillo del buen
Padre, pero en el fondo no era procedía culparlo si el gran exegeta que fue el abate
don Giuseppe Ricciotti confesaba abiertamente su ignorancia sobre el tema,
escribiendo: de este misterioso libro algunas partes se pueden interpretar con
aproximada precisión y certeza; pero la serie general, especialmente las referencias
cronológicas, siguen siendo arcanos tanto ahora como para los Padres y los antiguos
escritores cristianos, que las han interpretado de diversas maneras” (en La Sacra Bibbia
con anotaciones de G. Ricciotti, Salani, 1940, p. 1761 de la ed. del 1976). Por lo tanto,
del Apocalipsis yo tenía la idea compartida por la mayor parte de los lectores: un
escrito misterioso y arcano que trataba del anticristo y del fin del mundo, del que sólo
algunas escenas me parecían claras (¡porque eran utilizadas de modo acomodaticio
por la Liturgia!), totalmente aisladas, pero del cuerpo del libro inspirado. Hasta que,
retomando el libro de Corsini, mi desconfianza se disipaba a medida que procedía con
la lectura, mientras, al mismo tiempo, los versículos del último libro de la Sagrada
Escritura se me hacían claros y luminosos. Al finalizar la lectura, me sentía feliz por
haber encontrado por primera vez en mi vida un comentario que daba del Apocalipsis
una visión no sólo plenamente ortodoxa, sino también coherente, homogénea,
unitaria, clara en todas sus partes y estrechamente unidas entre ellas por un único
criterio interpretativo, moderna al mismo tiempo, pero en conformidad, como dije,
con la regla más exigente de la fe…
En estos últimos años, he asistido con preocupación a una utilización impropia
del Apocalipsis, incluso entre las filas de los opositores al Vaticano II. Como en todos
los tiempos de crisis (¡Y Dios sabe cuánto lo sean nuestros tiempos!), se ha tratado de
ver en los acontecimientos contemporáneos la realización de las antiguas y oscuras
profecías: los propios adversarios se convierten invariablemente en la Bestia o la
Prostituta de Babilonia, los propios “ídolos” se convierten, en cambio, en los “dos
Testigos”, si no se espera incluso el regreso inminente de Enoc y Elías en persona. Se
termina invadido por una tremenda angustia al ver buenos católicos identificar la
Iglesia con la Prostituta, como antes lo hizo Lutero, o caer en el milenarismo judaico,
invocando erróneamente el Apocalipsis, o ponerse en los pasos de los Joaquimitas,
anunciando el fin de una Iglesia corrupta y el surgimiento de una nueva realidad
espiritual…Por lo tanto, me ha parecido, después de haber disfrutado por años el libro
de Corsini que me ha evitado incurrir en tantos errores, que es justo darlo a conocer
también a “nuestro” público. Mi intención es presentar lo más fielmente posible la
tesis del Autor, dejando al lector (mientras esperamos un eventual juicio de la Iglesia)
la tarea de formarse una opinión personal después de una eventual lectura de la obra
que aquí he revisado.

El método interpretativo

En la introducción (pp. 11-89) C. expone su teoría y los principios exegéticos
que lo guiaron. Respecto a la primera, la encontramos resumida en la p. 18: El
Apocalipsis, como dice su propio nombre, que significa “revelación”, “es por cierto la
descripción de una venida, de la venida de Jesucristo: pero no se trata de la venida que

V
tendrá lugar en el fin de los tiempos, sino de la que ha tenido lugar en el curso de toda la
historia, a partir de la creación del mundo, y que tuvo su punto culminante en el gran
‘evento’ (καιρος) de la venida histórica de Jesucristo, especialmente en su muerte y
resurrección”.
Para llegar a esta conclusión, C. parte del principio, que debería ser evidente, de
la unidad de la obra: no debemos permitirnos interpretar l’Ap. como si cada una de
sus partes o símbolo no tenga ninguna relación con las otras: constituye un todo,
articulado en cuatro septenarios (7 cartas, 7 sellos, 7 trompetas, 7 copas). ¿Cuál es la
relación entre estos cuatro septenarios? En esto C. sigue el método “recapitulativo”, “el
único, con el escatológico, que se puede decir tradicional. El Ap. no expone eventos
futuros que se suceden cronológicamente, sino que ofrece con cuadros diversos, que a
menudo recogen y desarrollan los precedentes, una visión profética de la lucha perenne
entre Cristo y Satanás, con la victoria del Reino de Dios militante y triunfante”
(Spadafora); victoria, precisa C., ya esencialmente conseguida y llevada a cabo con Su
muerte y resurrección, por el “Cordero degollado y puesto de pie” (=Cristo muerto y
resucitado), que domina todo el Ap.
Nos queda el problema de los símbolos que utiliza el autor inspirado (que C.,
con la tradición, identifica con el apóstol y evangelista Juan). El Ap., sostiene C., se
explica con el Ap., en el sentido de que a menudo en una parte del libro se explica un
símbolo que luego reaparecerá en otra parte: corresponde al lector recordarse de la
explicación ya realizada y aplicarla en los pasajes más oscuros. Otra “llave” del Ap. es
el Antiguo Testamento. No existe, tal vez, un escrito neotestamentario más ligado al
Antiguo Testamento que el Ap. (por lo cual fue rechazado por los gnósticos: cf. pp. 54-
55), A.T. que es visto por Juan como “tipo” del Nuevo. En base a estos dos criterios C.
explicará los símbolos usados por Juan, que debieron ser muy conocidos por sus
lectores. Así, los “seres vivientes” de Juan (Ap 4) son los Cherubines de Ezequiel (Ez
1); el Dragón de Ap 12, es la Serpiente tentadora del Génesis; los caballos de diversos
colores remiten a Zacarías (cc. 1 y 6); el Anciano (Yahvé) remite a Daniel (c. 7) y el
libro devorado a Ezequiel (c. 3). Los símbolos veterotestamentarios recogidos por
Juan mantienen su mismo significado, salvo las modificaciones que él mismo
introduce explícitamente, para hacer comprender al lector el nuevo mensaje ofrecido
por el Nuevo Testamento (cf. pp. 49-53). Por otra parte, un mismo símbolo-base (que
deberá ser interpretado a la luz del Antiguo Testamento) puede expresar cosas
diversas en contacto con otros símbolos, aunque manteniendo siempre su significado
fundamental: así, la “mujer” del cap. XII será la “prostituta” (o mujer infiel) en el cap.
XVIII o “la desposada, la esposa del Cordero” (o la mujer fiel) en el cap. XXI. Lo mismo
vale para el símbolo del “libro” (la revelación), a veces sellado y a veces abierto, en
manos de un ángel o del Cordero. A propósito de los ángeles, omnipresentes en el Ap.,
a veces abiertamente y a veces simbolizados por las “estrellas” (cf. Ap 1,20), a su vez
significan, para C., la economía del Antiguo Testamento que es reemplazado por la del
Nuevo. Intuición fundamental esta última, que además es clarísima en los escritos de
San Pablo: ¡la Antigua ley fue dada por Dios mediante los ángeles, la Nueva,
directamente pos el Hijo, infinitamente superior a los ángeles (pp. 69-71)! El mismo
criterio se debe adoptar para los símbolos numéricos, tan importantes en al Ap. (pp.
62-65), y que sólo los Testigos de Jehová toman en sentido literal: también aquí, el
significado que nos muestra el A.T. debe ser conservado y aplicado escrupulosamente

VI
en todas las visiones del Ap. [para los curiosos: 3 indica Dios, 4 la tierra, 6 el hombre, 7
la totalidad, 10 y 20 etc., indican un número indefinido; en general, los números pares
indican la imperfección y los impares, la perfección…]
La interpretación de C. desilusionará a quienes han tratado de leer en el Ap. no
el pensamiento del Apóstol que Jesús amaba y el mensaje que quería transmitir a los
primeros cristianos, sino sus propias preocupaciones relativas a tiempos y épocas
bien posteriores. En cambio, del comentario de C. se desprende una admirable
armonía entre el Ap., los otros escritos de San Juan, las cartas de San Pablo y los
Evangelios sinópticos. En el Ap. y en el IV Evangelio dice Juan substancialmente la
misma cosa, si bien con “géneros literarios” diferentes: el propio Ap. es una clara
manifestación de la divinidad de Cristo, el Logos, como el IV Evangelio. Igual armonía
existe entre Pablo y Juan en el combate de la angelología gnóstica de los judaizantes
(cf. las epístolas a los Hebreos, a los Efesios, a los Colosenses). Si se acepta la exégesis
de Spadafora sobre las dos epístolas a los Tesalonicenses, la concordancia no sólo
sería perfecta con las últimas, sino también con las primeras epístolas de Pablo (a los
Tesalonicenses, precisamente), donde no hay rastros, como tampoco en el Ap., de
parusía escatológica (es decir, de un inminente retorno de Cristo con el fin del
mundo). C. piensa que, en un primer tiempo, San Pablo esperó efectivamente el
próximo retorno de Cristo, en base a las epístolas a los Tesalonicenses. Spadafora, en
cambio, interpreta estos textos también en clave muy diferente: la anunciada “venida”
de Cristo sería la que tuvo lugar después, con la destrucción del Templo en el año 70,
que hirió de muerte al primer y tenaz perseguidor del Cristianismo, es decir, el
Judaísmo. En cambio, existe un consenso substancial entre Corsini y Spadafora en la
interpretación de los Evangelios sinópticos respecto al “discurso escatológico” de
Jesús, que no anuncia el fin del mundo, sino el fin de un mundo: el del judaísmo, del
Templo, de Jerusalén, profanados por los excesos que allí cometerán los zelotes
durante el asedio de Jerusalén (para Spadafora) y, sobre todo, por la condena a
muerte de Jesús, pronunciada por los sumos sacerdotes, en el Templo precisamente
(para C., pp. 71-72; 51-56 fr.). También en esto, Evangelios y Ap. concordarían
admirablemente.

La “trama” del Apocalipsis

¿De qué habla entonces el Ap., si no habla de los últimos tiempos? Como hemos
visto, es una explicación de toda la revelación de Jesucristo, desde la creación hasta
fundación de la Iglesia. En esta “historia sagrada” o “historia de la salvación”, Juan
hace hincapié en la rebelión y la caída de los ángeles, en el pecado de Adán y la caída
de la humanidad, en las consecuencias del pecado original: la peste, el hambre, la
guerra, el pecado, la muerte temporal y espiritual. Pero Dios no abandona a la
humanidad, ofreciéndole de nuevo la salvación. El Ap. tiene una visión positiva del
Antiguo Testamento, sin embargo pone de relieve su carácter imperfecto, limitado,
enteramente orientado a la plenitud de la salvación en Jesucristo; plenitud que ya no
está reservada a unos pocos, sino a todos. De la Antigua Ley, Juan destaca el carácter
de testimonio en favor de Jesús, dado por la Ley, precisamente, y por los Profetas (los
dos Testigos, representados en el Evangelio por Moisés y Elías junto a Jesús en la
transfiguración). Pero los Profetas son testigos de Jesús incluso con la sangre del

VII
martirio, ejecutados por los judíos “carnales” que matarán también al Mesías. Estos
últimos esperan del Mesías un reino sólo terreno; lejos de enseñar el milenarismo, el
Ap. lo combate, recordando que el “reino milenario” del Mesías es esencialmente
espiritual. La muerte y la resurrección de Cristo constituyen la victoria definitiva
sobre la muerte, Satanás, y el pecado: el Reino de Dios es la Iglesia, la esposa
inmaculada del Cordero, el nuevo Israel, que ya desde ahora y por siempre opera la
salvación de los bautizados, mientras la sinagoga deicida se transformó horriblemente
en la prostituta de Babilonia. En breve, este es el tema del Ap. para C.

Apocalipsis, judaísmo y cristianismo: la Iglesia como nuevo Israel

Del breve resumen que hemos hecho, el lector habrá notado la visión negativa
de Juan respecto al judaísmo que rechazó a Cristo. Es un punto continuamente puesto
de relieve por C., lo cual no puede sino dar lugar a comentarios. El problema no se ha
escapado al prologuista de la edición francesa1, León-Dufour: “A primera vista, el lector
podría estar sorprendido por la dureza de algunas declaraciones sobre Israel, por
ejemplo, cuando Corsini no duda en ver en la “bestia de la tierra” a Israel que se ha
entregado al poder político, desviándose así de su primordial orientación espiritual. Se
verá tentado de acusar de “antisemitismo” al autor que ve en la Prostituta a la Sinagoga,
y en Babilonia a la Jerusalén terrena. Pero eso sería una injusticia. Como Corsini
demuestra con insistencia en su obra, el Apocalipsis no sólo no es un libelo contra el
judaísmo, sino que expone magistralmente en qué consiste el Israel espiritual (…), el
Israel del Antiguo Testamento. Allí encontramos, con otras expresiones, lo que dice el IV
Evangelio, el cual afirma que ‘la salvación viene de los judíos’ y al mismo tiempo designa
con el término ‘los judíos’ a los que niegan a Jesús” (p. 12). En resumen, basta con
entenderse en los términos “judaísmo” y “judíos”. Es el mismo Apocalipsis que señala
el posible equívoco con estas palabras de Jesús al ángel de la iglesia de Esmirna: Sé (…)
la blasfemia que te viene de los que se dicen judíos y no lo son, sino sinagoga de Satanás”
(Ap 2,9; cf. también 3,9). Existe entonces un verdadero judaísmo, reconocido por el
Ap., y uno falso que rechaza radicalmente. “Quizá ningún escrito del Nuevo Testamento
ha insistido con más fuerza en la continuidad vital entre judaísmo y cristianismo. En la
visión de Patmos (…) Jesucristo se aparece a Juan al centro de siete candelabros de oro
(cfr. 1,13) y poco después es descrito como ‘El que…camina en medio de siete
candelabros de oro (cfr. 2,1). El sentido de la visión es claro: Jesucristo deriva del
judaísmo (…) Cuando él niega a los judíos el derecho de continuar llamándose tales, se
subentiende que este apelativo ahora pertenece a los cristianos, verdaderos herederos
del judaísmo espiritual que, según Juan, había sido guardado y defendido por los santos y
por los profetas, es decir, por los ‘testigos’ antiguos. (…) Aquí, en la nueva comunidad
eclesial, vive ahora y continúa el judaísmo espiritual: los siete candelabros, como

1 Comparando la concordancia de las páginas entre la edición italiana y la francesa del libro, me he dado

cuenta con estupor que esta última, más que una traducción, es un resumen y que, en particular, ha sido
sistemáticamente recortada, censurada y edulcorada por el traductor, precisamente en las páginas
“candentes” que cito en este artículo; todo esto sin advertir mínimamente al lector francés. Por lo tanto,
en la edición francesa de Sodalitium restableceremos el texto original integrando la versión francesa de
las Éditions du Seuil con una traducción nuestra de la edición italiana de la SEI (que ha recibido
l’imprimatur de la Curia de Turín).

VIII
anuncia solemnemente Jesucristo a Juan, se han convertido en las siete iglesias (cfr.
1,20)” (C., pp. 57-58). La Iglesia, como “Nuevo Israel”, verdad de fe que hoy se rechaza
como “teoría de la sustitución” (de Israel por la Iglesia), es entonces el objeto del Ap.:
“Decir que ‘los candelabros son las siete iglesias’ significa decir que el judaísmo, con la
venida de Jesucristo, es el cumplimiento de su obra mesiánica, se ha transformado en las
‘siete iglesias’, es decir, en la totalidad de la Iglesia. Esto es la culminación de la
‘revelación de Jesucristo’, el cumplimiento del ‘misterio’, el sentido de todo el libro del
Apocalipsis” (p. 144).

La carta a Laodicea, condena y reprobación del judaísmo

El primero de los cuatro septenarios es el de las cartas, dirigidas a las siete
iglesias del Asia Menor. Para algunos se trata de cartas reales, realmente dirigidas a
las respectivas comunidades primitivas. C. tampoco excluye este significado. Para
otros se trata de historias ficticias. Sin embargo, no se trata de la profecía de siete
futuras épocas de la iglesia, sino de siete periodos de la historia de la humanidad,
desde la caída de Adán hasta la negación del Mesías por parte de los judíos. Esto
último es el tema de la última, terrible carta, dirigida a Laodicea: “Ésta expresa el juicio
de condena contra el judaísmo que, en su ceguera y obstinación, no ha reconocido en
Jesucristo al Mesías preanunciado por las Escrituras. De hecho, la comunidad es
reprobada por no ser “ni fría ni caliente” sino “tibia” (cfr. 3,15-16): esto no se puede
entender, en sentido moderno, como falta de fervor espiritual; es la definición del
legalismo judaico, del honor rendido a Dios con los labios y no con el corazón, con signos
exteriores y no en espíritu y verdad. (…) La amonestación, por otra parte, no será
escuchada. Cuando Juan, para instruir y formar indirectamente a sus fieles de Laodicea,
registra las palabras de Cristo al pueblo hebreo, la amenaza divina contra éste último
(‘Estoy por vomitarte de mi boca’: cfr. 3,16) ya se había cumplido: los judíos ya habían
sido condenados y repudiados por su orgullo, su obstinación, su ceguera. Eran
necesitados de todo lo que requerían para su salvación, en cambio se jactaban de poseer
todo: ‘Soy rico, he alcanzado la plenitud de la riqueza, no tengo necesidad de nada’
(3,17). Estas son más o menos las palabras que Juan pondrá en boca de Babilonia antes
de su ruina (cfr. 18,7). Como ya hemos dicho repetidamente, en la destrucción de
Babilonia creemos haber notado no una profecía sobre el fin material de Roma, sino una
alegoría del fin espiritual del judaísmo: la Jerusalén terrena desaparece para dejar el
puesto a la celeste. Esta es la tesis central del libro que Juan retoma y desarrolla a través
de la serie de los cuatro grandes ciclos septenarios de las cartas, de los sellos, de las
trompetas y de las copas; todos ellos concluyen con una alusión a una interrupción, a un
fin; en este sentido hay que leer también la séptima carta, una conclusión dramática que
contiene el juicio y el repudio de los que todavía siguen llamándose judíos, pero ya no lo
son (cfr. 2,9; 3,9)” (pp. 157.159).

El séptimo sello

El septenario de las cartas continúa con el de los sellos. Los primeros cuatro,
para C., simbolizan la caída del hombre, los últimos tres, la intervención salvífica de
Dios. El libro es la revelación, que da la vida; los sellos son el pecado, que impiden al

IX
hombre esta vida divina. Sólo el Cordero degollado y puesto de pie (resucitado) puede
abrir los sellos, porque la historia de la salvación está toda en el sacramento
(misterio) de Cristo. Juan (Ap. V) se remite a la visión de Daniel sobre el Mesías (Dn
VII), si bien introduce la figura del Cordero para hacer hincapié en la naturaleza del
reino mesiánico: “El símbolo del Cordero (…) no deja dudas sobre el modo con que este
Mesías obtendrá su victoria sobre los enemigos: él será muerto por ellos, degollado. Pero
él vencerá la muerte con la resurrección…” (p. 202). En el septenario de los sellos, el Ap.
introduce al lector en la visión de la liturgia celeste (para comprenderla es necesario
tener presente las ceremonias de liturgia terrena en el tiempo de Jerusalén). En el
sexto sello Juan ve a los 144.000 sellados (=salvados) bajo la ley antigua: no todos los
hebreos se salvaron, sino sólo los pertenecientes al “judaísmo espiritual” (cf. p. 234).
La salvación definitiva sólo se tiene en el Nuevo Testamento, abierta a una multitud
inmensa de todos los pueblos, lengua y nación, gracias a la muerte de Cristo. El
silencio que se hace en el cielo con la apertura del séptimo sello indica el cese del culto
judaico (los evangelios sinópticos expresan el mismo concepto narrando el
desgarramiento del velo del templo a la muerte de Cristo: Mt 27,51; Mc 15,38; Lc
23,45) en espera del nuevo culto con la resurrección de Cristo. En cuanto al antiguo
culto, éste fue profanado por la abominación de la desolación predicha por Daniel: la
muerte de Cristo, de hecho, “ocurrida por la instigación de los sumos Sacerdotes
judaicos, habría profanado definitivamente el Templo, provocando el fin del culto
judaico” (p. 238).

Las siete trompetas

Del mismo modo, el septenario de las trompetas recuerda la antigua Alianza
(las trompetas están relacionadas con los ángeles y la alianza sinaítica). El Ap.
presenta cuatro “trompetas” (que se refieren a la caída del los ángeles), tres “ayes” y
tres correspondientes “trompetas”, que trasladan la escena a la tierra, con la caída del
hombre y sus consecuencias; también la última trompeta simboliza la muerte de
Cristo. Aquí aparecen los dos Testigos, que no son Enoc y Elías esperados para el fin
del mundo, sino Moisés y Elías, es decir, la ley y los Profetas, que dan testimonio de
Jesús (cf. Jn 5,31; 8,54) en la Sagrada Escritura, como el episodio evangélico de la
Transfiguración. Este es el rol positivo del Antiguo Testamento; pero la Ley, después
de la venida de Cristo ya no es salvífica, sino mortífera. Retomando la conocida visión
en que Ezequiel come el libro (el A.T.), Juan la modifica: el sabor amargo en las
vísceras causado por la ingestión del libro “es sinónimo de muerte espiritual” (p. 278).
También el culto judaico ya está reprobado después de la venida de Cristo. El ángel
que arroja el fuego del incensario a la tierra (Ap 8,5) simboliza, con su gesto, “el fin del
culto judaico que los primeros cristianos habían relacionado con la muerte de Cristo” (p.
255), así como “la expulsión de Satanás y sus seguidores del Cielo” (p. 256), lo cual se
describe en las cuatro primeras trompetas. Pero la séptima, en cambio, se refiere una
vez más a la muerte de Cristo, que incluye la apertura del Templo, el fin del culto
judaico y de la mediación angélica…


X
El septenario de las copas: las dos Bestias

Más explícitamente aún, el símbolo de la copa trae a la mente el sacrificio de
Cristo. en este septenario no faltan las escenas famosas: la Mujer y el Dragón en el cap.
XII, la Bestia de la tierra y la del mar en el cap. XIII, la Prostituta de Babilonia y su
destrucción (cc. XII-XIX), la batalla de Armagedón, tan querida por los Testigos de
Jehová, etc.
Como de costumbre, para C., Juan inicia el septenario con la exposición de la
caída de los ángeles (la lucha en el Cielo entre S. Miguel y el Dragón) y del hombre
(representado por la Mujer que desde el Cielo se encuentra en la tierra, en el desierto,
y es asediada por el Dragón. Entre las consecuencias del mal, San Juan distingue la
corrupción del poder político y del poder religioso, que en sí mismos son buenos (p.
333 ss.), pero ahora, pervertidos, están representados por las dos Bestias que ayudan
al Dragón. La Bestia del mar, tomada de Daniel (7,2 ss.), representa la corrupción del
poder político, es decir, cuando el Estado pretende tomar el puesto de Dios. Ella no
encarna necesariamente el Imperio Romano: “Ciertamente, la posición de Juan respecto
al Imperio romano no es la de Pablo [que en la segunda carta a los Tesalonicenses veía
“el obstáculo” al hombre de iniquidad, es decir, al judaísmo], y no comparte las
ilusiones. Pero tampoco está marcado por ese ciego y fanático furor que muchos creen
ver” (p. 333). Cuando San Juan escribía el Ap., “la persecución todavía no era un hecho
generalizado ni sistemático y, sobre todo, aún no era vista por los cristianos como una
acción exclusiva del poder imperial, sino como el resultado de un influjo satánico que
favorecía la colusión entre el poder político y el judaísmo en detrimento de los
seguidores de Cristo”, siguiendo en esto el modelo de la Pasión, cuando Pilato fue el
reticente brazo secular de la sinagoga (pp. 345-346). En cambio, la Bestia de la tierra,
descrita por Juan como corrupción del poder religioso, no tiene correspondencias
veterotestamentarias directas. Algunos comentadores han visto allí la descripción del
culto idolátrico pagano (cfr. pp. 355ss), pero C. rechaza esta hipótesis. Una
característica de este monstruo es de hecho “la duplicidad y la ambigüedad” (p. 358),
dado que “tenía dos cuernos semejantes a los del Cordero y hablaba como el Dragón”
(Ap 13,11): su figura será reproducida por el falso profeta (cc. 16, 19 y 20) y por la
prostituta (c. 17s). La Bestia de la tierra es, para C., el judaísmo corrupto, el que ha
dado la muerte a todos los justos, los santos y profetas (cfr. Mt 23,29s; Hch 7,51ss) y
por último al propio Mesías, sirviéndose del poder político: “La violencia bruta y ciega
del poder político es manejada e insinuada por un poder que se esconde detrás de su
sombra” (p. 360), así como sucedió con el proceso y condena de Cristo y de los
primeros mártires. El judaísmo, realidad buena en sí misma, al punto de tener la
naturaleza del Cordero divino, se hizo mundano: “Todavía cree ser el judaísmo, o sea
testigo y heredero de la promesa divina, pero ya no lo es, de hecho, se ha convertido en la
‘sinagoga de Satanás’ (cfr. 2,9; 3,9), ‘Sodoma y Egipto’ (cfr. 11,8), ‘habla [es decir, actúa]
como el Dragón’ (cfr. 13,11)” (p. 363).

El septenario de las copas: la gran prostituta de Babilonia

Los capítulos XVII y XVIII del Ap. nos presentan el símbolo de la gran meretriz y
de la caída de Babilonia. La prostituta está sentada sobre una bestia escarlata. Casi

XI
todos los intérpretes identifican la prostituta con la bestia y ambas con Roma: la Roma
imperial y pagana para unos (católicos), la Roma papal para otros (protestantes). C.
demuestra de manera convincente que esta doble identificación no es posible: la
prostituta no es la bestia (p. 442 ss.) y no es Roma. La bestia y la prostituta no se
identifican, tanto es así que su alianza se romperá, desembocando en una guerra (Ap.
17,16) en que la prostituta sufrirá la peor parte (Ap 11,12) y será destruida. “La
ciudad que aquí es destruida ha dejado de ser la ‘ciudad santa’: es una prostituta, de
hecho, es ‘la prostituta, la grande’, ‘Babilonia, la grande, la madre de las prostitutas y de
las abominaciones de la tierra’ (cfr. 17,1 y 5). Esto tampoco debiera sorprendernos
demasiado, ya que esta terrible metamorfosis también nos fue anticipada por el capítulo
XI, cuando Juan nos ha dicho que los cadáveres de los dos ‘testigos’ muertos por la ‘bestia
que sube del abismo’ yacen insepultos ‘sobre la plaza de la ciudad, la grande, que se
llama espiritualmente Sodoma y Egipto, donde también su Señor fue crucificado’
(11,8). Por lo tanto, si la destrucción aludida en el pasaje que estamos examinando debe
entenderse en sentido literal y material, ésta no puede referirse sino a la destrucción a
manos de los romanos en el año 70 d. C.: sólo entonces, de hecho, a raíz del deicidio
perpetrado, Jerusalén se convirtió, a los ojos de Juan y de los primeros cristianos, de
forma completa y definitiva, en la ‘prostituta’, lo contrario de la ‘ciudad santa’ que había
sido en precedencia” (p. 451). C., entonces, identifica la Jerusalén terrena con la
prostituta, la grande: “una conclusión – escribe – que causará estupor por su carácter
aparentemente paradojal. Por otra parte, antes que a nosotros, semejante misterio
produjo estupor y desconcierto al propio Juan, que lo contempló primero con los ojos
iluminados por el Espíritu (cfr. 17,6)” (pp. 451-452). Y sin embargo, señala C., todo el
libro del Ap. nos preparaba para este misterio: basta con ver todo lo dicho sobre la
séptima carta, sobre el séptimo sello, sobre la séptima trompeta, sobre la séptima
copa. Aún más, “en la sexta trompeta, al concluir el episodio de los dos ‘testigos’, un
terremoto sacude la ‘ciudad’ (cfr. 11,13). El nombre de esta ciudad, que poco antes fue
llamada ‘la ciudad, la grande’ (cfr. 11,8), no se dice, sin embargo, por el contexto, es
claro que se trata de Jerusalén [dado que se dice que se trata de la ciudad donde fue
crucificado el Señor]. En el capítulo XVI, tras el derrame de la última copa, un terremoto
sacude ‘la ciudad, la grande’ que, en este caso, es Babilonia” (p. 452). Por lo tanto, la
Jerusalén terrena se ha convertido en ‘Babilonia’, y prostituta. El término no debe
sorprender: “Como todos saben, la metáfora de la prostitución es tomada por Juan del
Antiguo Testamento, especialmente de los profetas, donde es sinónimo de idolatría y fue
aplicada tanto a las ciudades y pueblos paganos como a Jerusalén y al pueblo hebreo;
sobre todo a este último, dado el vínculo especial que ellos tenían con Yahveh, así que la
infidelidad de Israel asume la connotación de un verdadero adulterio (cfr. Is I,21; Ez
16,15ss; Os 2,1 ss.; 5,3 etc.)” (p. 454). Israel no ha caído en la “baja” idolatría de las
divinidades paganas, pero ha adorado al propio Satanás en la adoración de su primera
encarnación, el poder político corrupto: “Él ya no teme a su antiguo adversario, sino
que se ha confiado tanto a él que ha creído poder dominarlo y someterlo a sus deseos.
Ilusoria convicción que el desenlace de ese monstruoso connubio, con la destrucción de
la prostituta por parte de la bestia, dejará en dramática evidencia” (pp. 453-454). “El
judaísmo se había convertido en idólatra, porque adoraba la bestia y su estatua, es decir,
el poder político. Y no porque haya aceptado de buen grado la dominación de los
romanos, que incluso le era fieramente adverso y tendía a identificar en él una presencia

XII
demoníaca. Pero en su oposición a los dominadores el judaísmo había adoptado su
mentalidad, los fines y los medios. De hecho, éste soñaba la llegada de un reino mesiánico
que fuese la inversión exacta de la situación existente, de tal forma que los dominados
llegarían a ser los dominadores y los oprimidos, a su vez, opresores”, poniendo
impíamente la Ley y los Profetas al servicio de este plan diabólico (p. 456). Si bien C. no
lo menciona explícitamente, parece que Israel cayó en la tentación diabólica que Jesús
rechazó en el desierto: “De nuevo el diablo lo llevó a un monte muy alto y mostrándole
todos los reinos de la tierra y su gloria le dice: todo esto te daré si, postrándote ante mí,
me adorares” (Mt 4 8-9). Jesús, verdadero Mesías, rechazó la propuesta de Satanás,
que es aceptada en cambio por el falso mesianismo judaico. Así, la mujer que en el
capítulo XII del Apocalipsis se refugia en el desierto perseguida por el Dragón, en el
capítulo XVII se transforma en la prostituta que, siempre en el desierto, va montada
sobre la bestia: “El hecho de que la mujer [Israel] está representada aquí bajo es aspecto
de una prostituta significa que, evidentemente, ha cambiado su comportamiento
espiritual” (p. 453) y se ha convertido en la esposa infiel. Infiel y homicida. La
prostituta, de hecho, tiene en las manos un cáliz “lleno de abominaciones” [17,4]. Este
término “contiene una referencia bastante explícita a la profecía de Daniel sobre la
‘abominación de la desolación’ (Dn 9,27), es decir, sobre la profanación del Templo” que,
para C., guarda relación con la muerte de Jesús, planeada y causada por lo Sumos
Sacerdotes judaicos. (…) En todo caso, las ‘abominaciones’ que colman el cáliz que la
prostituta tiene en las manos corresponde, esencialmente, en derramar la sangre de
hombres inocentes y justos, lo cual queda claro por lo que sigue: ‘Y vi la mujer ebria de la
sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús’ (17,6). También por estas
palabras explicativas se ha pensado en Roma y en sus crueles persecuciones contra los
cristianos. Pero este no era el modo de ver las cosas por los cristianos, precisamente, en
los tiempos en que fue escrito el Apocalipsis, especialmente en los lugares en que éste
tuvo origen. Será suficiente con leer un documento como el Martirio de Policarpo, el
obispo de Esmirna, condenado a muerte hacia el 156, para darse cuenta de que la
responsabilidad de las persecuciones contra los cristianos era atribuida por ellos, en
primer lugar, a los judíos. Bien difícilmente Juan, por lo tanto, que escribía tanto tiempo
antes,…podía pensar de manera radicalmente diferente. Sin embargo, dejando de lado
semejantes consideraciones, los ‘santos’ y los ‘testigos de Jesús’, muertos por la
prostituta, no son los seguidores de Jesús, sino los justos y profetas del Antiguo
Testamento (…). Ya nos habían preparado a todo esto las duras palabras de Jesús contra
Jerusalén, rea de haber matado a los profetas y lapidado los enviados de Dios (cfr. Mt
23,37; Lc 13,34). En su violenta invectiva contra el judaísmo oficial, Jesús llega a
declararlo responsable de todos los homicidios cometidos sobre la tierra desde el origen
de la Creación (cfr. Mt 23,35); acusación que no se puede justificar si no se tiene en
cuenta la responsabilidad mayor que tocaba al judaísmo por haber sido elegido por Dios
como depositario y custodio de su palabra y de su promesa. Sólo pensando en esto
podemos comprender, en todo su alcance, las terribles palabras que concluyen, en el
capítulo XVIII, la celebración de la destrucción de Babilonia: ‘En ella fue hallada la
sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra’
(18,24). Así pues, el cáliz que la prostituta tiene en las manos es también, como el que
tuvo que beber Jesús, símbolo de derramamiento de sangre, de sacrificio cruento. Sin
embargo, la sangre que derrama la prostituta no es su propia sangre, derramada por

XIII
alguna causa justa y santa; al contrario, es sangre de otros, sangre inocente, derramada
por el estallido de violencia y consecución de poder y dominio. En el recuerdo de la
sangre derramada, el pensamiento de Juan va, ciertamente, en primer lugar, hacia la
sangre de Jesús, de la que ha procedido la redención a toda la humanidad (cfr. 1,5; 5,9;
7,14; etc.). pero la prostituta no tendrá parte en estos bienes ya que su expectativa es
totalmente opuesta. Son otros los bienes a los que ella aspira: ‘Dice ella en su corazón:
Soy reina sentada en trono, viuda no soy y no veré luto. Por esto en un solo día vendrán
sobre ella sus plagas: muerte, luto y hambre, y por el fuego será abrasada’ (18,7-8)” (pp.
459-461). La destrucción de Babilonia, descrita en el c. XVIII, ha contribuido a la
leyenda de un cristianismo inquieto, sombrío, fanático, en espasmódica espera de la
destrucción de la civilización clásica (cfr. pp. 462-463). En realidad Juan pretendía
describir simbólicamente el fin de la Jerusalén terrena, de la antigua ley y del antiguo
culto, ocasionado por la muerte de Cristo (c. XIX), simbolizada por la batalla de
Armagedón que, en sentido tipológico, es reproducida por la batalla de Megido en que
pereció, con el pío rey Josías, también el antiguo reino de Judá.
Por lo tanto, la transformación de Jerusalén en Sodoma, Egipto y Babilonia, es
“Misterio” [de iniquidad] que nos revela el Ap. Lo que parece especificar el hecho de
que nos encontramos ante una realidad sagrada que se ha pervertido es el nombre
arcano que la prostituta lleva escrito en la frente. Este nombre es ‘misterio’ (cfr. 17,15), y
es el verdadero nombre de la prostituta. El otro, o sea ‘Babilonia, la grande, la madre de
las prostitutas y de las abominaciones de la tierra’ parece más bien una explicación del
primer nombre, conforme a lo que el ángel dice a Juan: ‘¿Por qué te admiras? Yo te diré
el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva’ (17,17). La palabra ‘misterio’ en el
lenguaje del Nuevo Testamento no indica simplemente cualquier realidad enigmática y
de difícil comprensión: está relacionada, sobre todo, con el plan divino de la salvación, el
Reino de Dios, la muerte de Jesucristo, (…) Por lo tanto, si la prostituta se llama
‘misterio’, significa que ella, incluso en el momento en que es juzgada y condenada, es
parte integrante e importante del plan divino de la salvación. Eso no puede ser cierto de
Roma (…) sino solamente de Jerusalén. De hecho, ninguna otra ciudad será renovada y
descenderá del cielo sobre el monte Sión, a celebrar las místicas bodas con el Cordero
(…). El ‘misterio de Dios’ que se cumple en la séptima trompeta es, lo sabemos, la muerte
de Cristo: ésta sella conjuntamente el juicio y el fin de la economía antigua, del judaísmo,
de la Jerusalén terrena, y la inauguración de la nueva economía, de la Jerusalén celeste,
del judaísmo espiritual, de la Iglesia” (pp. 456-458). Así, en la interpretación de C., el
Ap. de San Juan logra admirablemente lo que ya ha sido revelado por San Pablo en la
epístola a los Gálatas (4, 21.31) donde el Apóstol distingue la “Jerusalén de ahora”,
cuyos hijos están en la esclavitud, y la “Jerusalén celeste”, que es libre, anunciando
además la continua persecución de los hijos de la Jerusalén terrena contra los hijos de
la celeste (v. 29).

La esposa del Cordero

El cap. XXI y el inicio del cap. XXII (el último) nos presentan la famosa Jerusalén
celeste, la Esposa del Cordero. Sólo los mormones, que yo sepa, esperan ver bajar una
ciudad del cielo, como simbólicamente dice el Ap. En realidad, la mujer representada
por la Esposa del Cordero (es decir, de Cristo) es la esposa fiel del Mesías, así como la

XIV
prostituta es la esposa infiel: la Iglesia es la primera, la sinagoga, la otra. Y la “nueva
Jerusalén” presupone “la destrucción de la precedente (convertida en Babilonia)” 8p.
519). “La parte final del Apocalipsis, por lo tanto, representa simbólicamente la
conclusión gloriosa, la realización plena y perfecta del plan salvífico divino. La nueva
Jerusalén es el símbolo de la reconciliación entre la humanidad y Dios, de la nueva
alianza eterna y definitiva, del nuevo pueblo elegido que Dios se ha escogido ya no de
una sola nación, sino ‘de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas’ (cfr. 7,9). En este
sentido, ella representa la Iglesia que es, por un lado, la retoma y la continuación del
antiguo Israel (cfr. I,20), pero acoge en sí y salva todas las gentes (cfr. 21,25 s; 22,2)”
(pp. 520-521). Ella es ya “nueva creación”, “cielo nuevo y tierra nueva” (cfr. pp. 521-
522), árbol de la vida. “A la luz del Espíritu se puede ver los que los judíos, cegado por el
orgullo, no logran ver: la nueva Jerusalén celeste, preanunciada por las Escrituras, ha
sido traída del Cielo a la tierra por Cristo; pero ellos no la han reconocido ni aceptado, y
han quedado fuera, convertidos en ‘sinagoga de Satanás’ (cfr. 2,9; 3,9)” (p. 543).

¡El Reino milenario…ya ocurrió (y ya terminó)!

Si, como hemos visto, la Iglesia es, para el Apocalipsis, la nueva y eterna alianza,
la última y definitiva economía de la salvación, entonces ¿qué espacio puede haber
para el famoso “reino milenario de Cristo” en la tierra, anunciado precisamente por el
Ap. en el capítulo XX? Sobre todo teniendo en cuenta que el mencionado capítulo
cobró tanta importancia que S. Agustín dedicó un libro entero de la Ciudad de Dios
exclusivamente al cap. XX del Ap., “como si el resto de la obra no existiese” (p. 31).
Muchos piensan que el Milenarismo (o Quiliasmo) [definido por la Enciclopedia
Cattolica: “error escatológico según el cual Jesucristo debe reinar visiblemente mil años
en esta tierra en el fin del mundo”] tiene su origen en el Ap. o, por lo menos, en una
errada convicción del Ap. ¡En realidad, el Milenarismo es anterior y extraño al Ap.!
Éste es de origen judaico, no porque se encuentre en el Antiguo Testamento, sino
porque fue inventado por los rabinos (cfr. Enc. Catt., voz Milenarismo, vol. VIII, col.
1009; C., p. 28). Del quiliasmo se puede decir lo que afirma – relacionándolos
explícitamente – la Enciclopedia Cattolica sobre el Gnosticismo: “La Gnosis – escribe
Erick Peterson – es anterior al cristianismo; pero su respeto [de la Iglesia] por las
tradiciones del pueblo judaico, del que la Iglesia había heredado el libro sagrado, llevó a
la infiltración de ideas gnósticas y quiliásticas judaicas en el ambiente primitivo
cristiano. Sin embargo, permaneciendo fiel a la letra y al espíritu del Antiguo
Testamento y reflexionando sobre los hechos reales de la vida de Jesús (…) la Iglesia
logró liberarse de los que ‘no eran de las plantaciones del Padre’ (…) Pero la perspicacia
para descubrir el error no fue igual en todas partes…” (Enc. Catt., vol. VI, col. 881). El
Ap. de San Juan, según C., no sólo no es un texto milenarista, sino además escrito en
reacción y condena del milenarismo, que no es otra cosa sino esa visión distorsionada,
totalmente terrena, que los judíos – y algunos judeo-cristianos – tenían del reino
milenario (cfr. p. 496).
Generalmente, para los autores católicos que, siguiendo a San Agustín, refutan
el Milenarismo, el reino milenario es el de la Iglesia, que se extiende desde la primera
hasta la segunda venida de Cristo. Según nuestro autor, en cambio, el reino milenario
se refiere a la salvación, aún imperfecta, limitada y provisoria, concedida a los justos

XV
del Antiguo Testamento: éste, por lo tanto, no sólo ya tuvo lugar, sino ya concluido
desde hace tiempo. Es, por consiguiente, una posición radicalmente adversa al
Milenarismo, que tanto mal ha causado a la Iglesia…Basta pensar en las herejías
nuevas y antiguas que en aquél se han inspirado: Ebionitas (Cerinto), Montanistas,
Espirituales y Joaquimitas, Anabaptistas, Mormones, Adventistas, Testigos de
Jehová…Incluso el milenarismo mitigado (que no implica el fin de la Iglesia) no puede
ser enseñado sin peligro, como se deduce de la respuesta del Santo Oficio al Arzobispo
de Chile (21/6/1944) y de la inclusión en el Índice de las obras de Lacunza, Ughi y
Chaubaty. Contra todo milenarismo, remitimos sin más a la exégesis de Crosino (pp.
487-515).

El apocalipsis en la situación actual de la Iglesia

Si, como creo, la exégesis de C. es correcta, ¿de qué manera puede influir en la
actitud de los que intentan defender la fe ortodoxa contra la herejía imperante en
nuestros días?
Si debemos renunciar a ver en el Ap. una profecía sobre el futuro de la Iglesia,
menos aún “de los últimos tiempos”, nos podemos preguntar por la actualidad del Ap.:
Muchos lectores quedarán desilusionados, después de haber pensado que, en aquellas
antiguas páginas, se podía leer el anuncio detallado de las tribulaciones que sufre hoy
la Iglesia. En cambio, el Ap. no nada nos dice – directamente – sobre nuestros tiempos,
y menos aún sobre intervenciones milagrosas futuras en nuestra ayuda, de Enoc o de
Elías, o de Cristo en persona. No obstante, precisamente por esto, estoy convencido de
que esta exégesis (que no hace otra cosa que confirmar lo que ya se sabía de los otros
libros de la Sagrada Escritura) es absolutamente benéfica para el católico fiel en este
fin del milenio.
Por un lado, el Ap. confirma con gran fuerza toda la doctrina revelada y, en
particular, la de sus relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la Iglesia
y la Sinagoga, entre el Cristianismo y el Judaísmo. El Ap. evita el escollo gnóstico y
marcionista que rechaza el Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, ataca
frontalmente el judaísmo que ha rechazado el Mesías. La exégesis de C., por lo tanto,
más allá de las intenciones del autor, confirma nuestra obligada actitud de firme
rechazo de la declaración conciliar Nostrae Aetate, y de los documentos subsiguientes,
que apuntan a la judaización de la Iglesia. Por otro lado, esta exégesis, que pone de
relieve a la Iglesia como última y definitiva economía de salvación, previene al católico
desconcertado de nuestros tiempos de caer en la tentación de declarar la “muerte” de
la Iglesia indefectible, y de querer sustituirla con cualquier otra cosa. Cuidémonos de
identificar la Iglesia Romana con la Prostituta, o con el falso Profeta, o con el Anticristo
(del cual no hay rastros en el Ap.); cuidémonos de contraponer una Iglesia “fiel” a una
Iglesia “oficial”; cuidémonos de imaginar una época futura en que la Iglesia jerárquica
instituida por Cristo dejará de existir o será esencialmente transformada; cuidémonos
de seguir un falso misticismo, que en vez de conducirnos a la defensa de la fe no hace
sino volvernos hacia antiguas herejías. La tarea del católico de hoy no consiste en
inventar una nueva iglesia tradicional, sino en amar y defender la eterna Iglesia
Católica; no consiste en seguir extrañas “revelaciones”, sino en permanecer fiel a la

XVI
única Revelación (o “Apocalipsis”) de Jesucristo, definitivamente cerrada con la
muerte del último Apóstol, el Evangelista Juan, el Vidente de Patmos.

XVII










Nota acerca del autor



Eugenio Corsini fue docente de Literatura cristiana antigua y de

Literatura griega en la Universidad de Turín. Trabajó, en el área clásica

sobre Aristófanes, Aristóteles, Orígenes, Agustín, Pseudo-Dionisio el

Areopagita, y en el área de los estudios de Literatura italiana

contemporánea, con aportes sobre Pavese y Fenoglio.







Presentación de la obra


«Apocalipsis» se ha convertido casi en sinónimo de catástrofe, ruina y
destrucción. Hoy es «apocalíptico» cualquier intento de subvertir el orden social
vigente. Por esta razón, de acuerdo con una tesis historiográfica generalizada,
cualquier movimiento revolucionario nacido en Europa desde la antigüedad
hasta nuestros días, incluido el propio terrorismo, tendría sus raíces,
conscientemente o no, en el libro de Juan.
Todo esto viene de una interpretación del Apocalipsis, renombrada en la
época moderna, que ve en el libro la predicción del retorno de Cristo a la tierra
para destruir a sus enemigos y a los enemigos de su Iglesia.
El libro, de hecho, habla de una próxima venida de Cristo. Sin embargo, el
Autor de este ensayo, acreditado por testimonios de los primeros siglos
cristianos, está convencido de que la «venida» de Jesucristo, de la cual se habla
en el Apocalipsis, no es la que sobrevendrá en los últimos tiempos, sino la
«venida» que se revela desde siempre al interior de la historia humana, y que
tiene su punto culminante en la venida histórica de Cristo (encarnación, muerte
y resurrección) y que continúa en su venida perenne al interior de la comunidad
eclesial. En este sentido, toda la historia humana es «apocalipsis», es decir
revelación de Jesucristo.

XIX
PREÁMBULO

Apocalisse prima e dopo era el título del ensayo sobre el libro de Juan publicado
por mí una veintena de años atrás (noviembre de 1980), el cual ha tenido
sucesivamente cinco reimpresiones con un total de alrededor de veinte mil copias.
Considerando que aquel trabajo se encontraba agotado ya por mucho tiempo, el
Editor me pidió elaborar una nueva edición. De común acuerdo se decidió cambiar el
título, como ya se había hecho de vez en cuando para cada una de las traducciones en
francés, inglés y portugués. El título elegido para esta nueva edición es: Apocalisse di
Gesù Cristo secondo Giovanni.
La elección no ha sido motivada por el deseo de novedad, sino por una serie de
razones, la primera de las cuales es que Apocalipsis se convierte sólo en un segundo
momento en el título del libro. En la intención del autor el término «apocalipsis»
(«revelación») está indisolublemente ligado al nombre de Jesucristo, exactamente
como en Marcos el término «evangelio» (en griego ευαγγελιον) se encuentra también
vinculado a Jesucristo, por lo cual se dice justamente «Evangelio de Jesucristo según
Marcos». Es verdad que también se habla del «Evangelio de Marcos», pero en este caso
la referencia a Jesucristo se encuentra implícita. Cuando, por el contrario, se dice
«Apocalipsis de Juan», la referencia ni está implícita ni es inmediata: más bien se
piensa en escritos como el Apocalipsis de Abraham o el Apocalipsis de Baruc y
similares; tanto es así que algunos han planteado la cuestión de si Juan (como, de
hecho, Abraham, Baruc, Elías, etc.) acaso sea un seudónimo. Es cierto que la conexión
de la «revelación» con Jesucristo es el elemento que se resalta en primer lugar en todo
comentario, ya que es a través de él que la «revelación», cuya fuente está en Dios
Padre, es transmitida al ángel y por éste a Juan (cfr. 1, 1). Demasiado a menudo, sin
embargo, se considera que la «revelación» que Dios Padre da a Jesucristo consiste en
«mostrar a sus siervos las cosas que deben cumplirse con rapidez» (o «en breve»,
como traduce la mayoría), es decir, se trataría del anuncio de su próximo retorno a la
tierra para destruir a sus enemigos y de sus fieles e instaurar el reino de Dios.
La tesis formulada en esta investigación, en cambio, es que la «revelación
(apocalipsis) de Jesucristo» de la que habla Juan se refiere a su revelarse, a su
manifestarse, es decir a su acción en el desarrollo de la historia de la salvación. Una
acción que no comenzó con su venida histórica, con el evento pascual y la fundación
de la Iglesia, sino con la creación del mundo, ya que él «ha sido degollado» desde
entonces, y también desde entonces existe «un libro de la vida», que es de su
propiedad y en el que están escritos por siempre los nombres de los salvados (cfr. 13,
8; 17, 8; 20, 12 ss.). Comenzado con la creación del mundo, el «apocalipsis (revelación)
de Jesucristo», es decir, su acción en la historia de la salvación, se manifestó en la
economía antigua por medio del «testimonio» de los santos y de los profetas
asesinados y admitidos a la vida eterna (cfr. 11, 3 ss.), tuvo su manifestación suprema
en la muerte de cruz y en la resurrección, y desde entonces continúa hasta el fin del
mundo en la vida de la Iglesia, la nueva «Jerusalén», en la cual fructifica «el árbol de la
vida» y fluye «el río del agua de la vida» (cfr. 22, 1 ss.). Esta es la «venida» perenne de
Jesucristo en la historia de la salvación, a la cual aluden sus promesas

1
(especialmente en las cartas a las iglesias) y las invocaciones de la asamblea eclesial
asistida por el Espíritu (cfr. 22, 6).
Restituyendo la conexión entre el concepto de «apocalipsis-revelación» y
quien, al mismo tiempo, es su autor y objeto, es decir, Jesucristo, al mismo tiempo se
desea invitar a reflexionar en el hecho de que los términos «Apocalipsis» y
«apocalíptico», separados de ese punto de referencia, son casi diario testimonio de
una representación del libro de Juan indisolublemente vinculada sólo a la idea de
catástrofe y de fin. De hecho, es bien conocido por todos que no hay calamidad de
orden natural (terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, tormentas, etc.) que
no sea calificada por los medios de comunicación de masa (periódicos, televisión, etc.)
como «apocalíptica». Incluso la devastadora relación del hombre con el planeta Tierra
es presentada, a menudo, apelando a esta categoría, empleando expresiones como
«apocalipsis demográfica», apocalipsis ecológica”, «apocalipsis nuclear» y similares.
Sin embargo, las categorías tomadas del libro de Juan son utilizadas
principalmente para estudiar y definir las relaciones interhumanas. Por ejemplo, se
dice que son «apocalípticos» los individuos o grupos humanos que no logran o no
quieren «integrarse» al orden existente, deseando e incluso a veces intentando su fin,
más allá del cual surgirá el nuevo orden, el de la justicia y de la paz (p. ej., Umberto
Eco, Apocalipsis e integrados, Milán 1965). En el debate cultural, el juicio sobre los
«apocalípticos» está dividido entre quienes los consideran como fuerzas negativas y
peligrosas (p. ej., Norman Cohn, Los fanáticos del Apocalipsis, trad. it., Milán 1965) y
quienes, por el contrario, ven en ellos la levadura facilitadora de las transformaciones
necesarias para mejorar las sociedades humanas.
El debate alcanzó un tono encendido, con referencias puntuales al libro de Juan,
especialmente con ocasión de las guerras que cerraron el siglo pasado y recibieron el
nuevo: la guerra de Vietnam (Apocalipsis ahora), la guerra del Golfo, la guerra en
Kosovo, la guerra de Afganistán después del ataque terrorista a las Twin Towers del
11 de septiembre de 2001.
A propósito de la guerra del Golfo, un estudioso marxista de literatura publicó
sus reflexiones de carácter negativo sobre la guerra y su rechazo por la sociedad
occidental que le había dado origen, remitiéndose explícitamente al libro de Juan
(Alberto Asor Rosa, Fuera del Occidente, o razonamiento sobre el Apocalipsis, Turín
1992). Nolberto Bobbio le respondió negándose a tomar en cuenta todo tipo de
reflexión sobre los sucesos humanos sobre la base de la apocalíptica: «El apocalipsis
es...el anuncio de algún evento futuro que, según el profeta, sucederá inevitablemente.
Es indiferente el hecho de que anuncie la salvación o la perdición. En todo caso, el
anuncio de lo inexorable conduce a la espera, por lo tanto, a la pasividad». (N. Bobbio,
No a los profeta de apocalipsis, en «Tuttolibri» n. 807, suppl. de «La Stampa» de junio
de 1992). En su respuesta a Bobbio (Mi Apocalipsis, en «Tuttolibri» n. 808), Asor Rosa
insistía en su convicción de que el Apocalipsis «representa el triunfo feroz del Bien
sobre el Mal», sin embargo, en modalidades que implican la identificación del Bien y
del Mal. En substancia, la tesis de fondo del estudioso consiste en que la guerra del
Golfo representaba la enésima manifestación de una ley, formulada por primera vez
de manera explícita en el Apocalipsis, que estaría en la base de la civilización
occidental: la necesidad de que el Bien haga la guerra al Mal y la certeza de salir
vencedor.

2
Una presentación análoga del libro de Juan, en forma todavía más radical, se
hizo con ocasión del atentado terrorista de Nueva York. En un artículo, publicado en
un cotidiano de circulación nacional, se sostenía que el Apocalipsis, con sus visiones
sanguinarias, representa el ejemplo emblemático de incitación a la «guerra santa»,
característica distintiva de las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo,
cristianismo e islamismo (Umberto Galimberti, Cuando Dios arma a los ejércitos, en «la
República» del 25-9-2001).
De este modo, en la percepción que la cultura occidental contemporánea tiene
del Apocalipsis, prevalece no tanto el aspecto utópico, es decir la espera del nuevo
orden, sino más bien el anuncio del inminente e inevitable fin del antiguo,
acompañado de colosales catástrofes, guerras y masacres espantosas. Novelas, filmes
(El nombre de la rosa, El séptimo sello), composiciones musicales e iconográficas
contribuyen a reproducir esta oscura visión del libro en el imaginario colectivo,
mientras que el anuncio del fin y la espera del reino de Dios hacen proliferar
movimientos religiosos y sectas: desde los Testigos de Jehová a las Asambleas de los
Hermanos, desde la Iglesia Cristiana Adventista del Séptimo Día a la Iglesia del Reino
de Dios y a la Iglesia de los Apóstoles de los Últimos Tiempos, etc. Probablemente, el
mesianismo de tipo apocalíptico se encuentra también presente en ciertos grupos que
han alcanzado gran notoriedad recientemente por concluir su experiencia con
suicidios colectivos, como los miembros de la secta del «Templo del Pueblo», en
Guyana, que se quitaron la vida con el cianuro (Noviembre de1978, con 911 muertos:
el más grande suicidio masivo que registra la historia) o como los «Davidianos»,
llamados así por su fundador, David Koresh, quienes se mataron prendiendo fuego a la
granja en la que residían, en Waco – Texas (Abril de 1993: 84 personas).
Igualmente, al interior del catolicismo han tenido éxito ciertas interpretaciones
de la fe sobre la base de una «espiritualidad apocalíptica», y sobre conceptos como
«fracaso» de la historia de la salvación y «derrota de Dios». Entre nosotros, en Italia,
Sergio Quinzio publicó un ensayo en el que se pueden leer las siguientes palabras: «La
última posibilidad con sentido es el Apocalipsis, como posibilidad del sentido de
catástrofe. No está en nuestro poder creer o no creer en el Apocalipsis, pero está en
nuestro poder saber que no existe ninguna otra posibilidad para juzgar nuestra
condición actual» (S. Quinzio, Pensar apocalípticamente, en «Metaphorein», 9, 1980, p.
26); análogos conceptos son desarrollados por Quinzio en otros trabajos, como La
esperanza en el Apocalipsis, Roma (1984); La derrota de Dios, Milán 1992; Misterium
Iniquitatis, Milán (1995). Si bien en Quinzio, y en la espera de los movimientos
religiosos y sectas, el recurso al Apocalipsis se intenta bajo el signo de la esperanza,
sin embargo, subsiste el hecho de que el mensaje del libro se encuentra centrado
exclusivamente en el anuncio del fin y en la catástrofe.
La exégesis eclesiástica del libro ha intentado reaccionar ante esta imagen
negativa, destacando cada vez más los contenidos de escatología realizada, sobre todo
la cristología y la eclesiología. De todas maneras subsisten algunos puntos que se dan
por descontado y sobre los cuales el presente trabajo, con sus propuestas de solución,
se propone abrir una discusión sin prejuicios de principio.
El primero de estos puntos está constituido por aquella interpretación del
mensaje del libro como anuncio del retorno de Cristo a la tierra. Entre otras cosas,
esto induce a considerar sus visiones como si estuviesen dispuestas en una serie

3
sucesiva que de alguna manera progresa hacia un punto culminante; razón por la cual,
la visión del Hijo del hombre en Patmos (cfr. 1, 9 ss.) tendría una simple función
introductoria, pues el verdadero propósito de Juan sería hacer culminar sus visiones
en la del Logos que baja del cielo sobre el caballo blanco para enfrentar y exterminar a
sus enemigos congregados en Armagedón (cfr. 19, 11 ss.). Sin embargo, es correcto lo
contrario: es la visión de Patmos el punto más alto de la «revelación (apocalipsis) de
Jesucristo». Él se presenta al vidente vistiendo «una ropa larga hasta los pies y ceñido
por los pechos con un cinto de oro»; su rostro tiene los rasgos que Daniel, en una
conocida visión que está en la base de todo el libro de Juan, atribuye al Anciano, es
decir a la divinidad suma; Por otra parte, Él se declara resucitado de la muerte, «el
viviente por los siglos de los siglos» y el vencedor de los poderes malvados,
representados por el binomio «Muerte y Hades». En cambio, en la visión del capítulo
19 el Logos jinete casi no tiene rostro, sólo se habla de sus ojos que «son como llamas
de fuego» y de la espada afilada que sale de su boca «para abatir con ella a las gentes»;
de su vestimenta sólo se nombra el «manto salpicado de sangre» que lo envuelve; su
nombre – a pesar de que el texto dice que él se llama «Logos (Palabra) de Dios» y lleva
escrito «sobre el manto y sobre el muslo: Rey de reyes y Señor de señores» – no es
conocido por nadie, tan sólo por Él: esto significa que su suprema «revelación» aún no
ha llegado; ella llegará, ciertamente, con el encuentro de Armagedón, alegoría de su
muerte de cruz.
Otro punto de esta tradición exegética, raramente puesto en discusión y con
una valencia casi dogmática, consiste en suponer que la única fuerza anticrística,
aparte de Satanás, contra la cual se dirige Juan, es Roma, centro de la idolatría y de la
corrupción, capital del imperio perseguidor de los cristianos. A esta detestable
realidad harían referencia todos los símbolos negativos del libro, con la excepción del
dragón de las siete cabezas y diez cuernos, referido a Satanás: la bestia del mar, la
bestia de la tierra, la prostituta, el falso profeta.
La tesis de un Apocalipsis movido por hostilidad contra Roma y su imperio,
vaticinador de su fin más o menos próximo, tiene un antiguo origen: en la época de las
grandes persecuciones imperiales del Siglo III contra los cristianos, la encontramos en
el primer comentario a Juan que nos ha llegado, el de Victorino de Petovio
(martirizado en el 304) y en el Carme Apologetico de Comodiano (cuya cita, por lo
demás, es incierta). Esta tesis fue incorporada con mucha convicción en los
comentarios inspirados en el método histórico-crítico. Esta tesis presenta una imagen
de Juan como el autor neotestamentario que, con una tendencia opuesta a todos los
demás, alimenta un odio fanático contra Roma; no sólo como sede de la idolatría y del
poder imperial perseguidor, sino también como la encarnación de un modelo de vida
totalmente entregado a un estilo de vida frívolo y deleitable, tajantemente reprobado
por él. A esta negativa imagen de Juan ha dado vida el novelista inglés David Herbert
Lawrence en un ensayo póstumo que tuvo extensa difusión (D. H. Lawrence,
Apocalipsis, trad. it., Milán 1936). Me parece que un reciente comentario de Edmundo
Lupieri se hace eco de esta imagen de Juan, en el que repetidamente se habla de su
hostilidad hacia las actividades comerciales y artesanales, de su denodado
antifeminismo y de su total carencia de «consideraciones ecológicas» (Lupieri, 166,
188).

4
La exégesis de matriz eclesiástica, ciertamente, no tiene estos caracteres
extremos respecto a la presentación de la actitud anti romana de Juan; aquí se hace
hincapié más bien en el peligro que representaba a sus ojos el culto romano para los
fieles, ya sea como coexistencia respecto al culto cristiano (es el aspecto que destaca el
comentario de Heinz Giesen) ya sea, sobre todo, porque su rechazo significaba para
los cristianos la persecución y la discriminación el plano social (es el aspecto en el cual
se insiste en el comentario de Pierre Prigent)
En la presente investigación se intentará demostrar la fragilidad de las fuentes
utilizadas para demostrar la existencia de un culto imperial romano fuertemente
organizado y ampliamente extendido, como presuponen estos comentarios; en todo
caso, se trataría de un culto posterior al tiempo en el que escribe Juan. Por otra parte,
él podía encontrar abundancia de ejemplos de soberanos divinizados y propuestos
para la adoración, así como de persecuciones producto de la desobediencia en los
libros históricos de la Escritura. La persecución contra «los que observan los
mandamientos de Dios (Ley) y mantienen el testimonio de Jesús (Profetas)» (cfr. 12,
17) no comenzó con los cristianos: atravesaba toda la experiencia histórica del pueblo
hebreo.
Es esta persecución, de los santos y de los profetas de la economía antigua, la
que Juan tiene en mente en la visión de los degollados del quinto sello (cfr. 6, 9ss.), de
los dos testigos asesinados (11, 3 ss.) y de los decapitados del reino milenario (20, 4
ss.). Es cierto que aquella persecución continuó también contra los cristianos (cfr. 1,
9), pero había alcanzado su culminación en la «persecución, la grande», que no es la de
Domiciano ni la escatológica del anticristo, sino la persecución que tuvo como víctima
a Jesucristo, el Hijo de Dios. Es cierto que ésta fue llevada a término por el poder
imperial romano, pero con la colaboración de las autoridades civiles y religiosas de
Jerusalén, designadas por Juan con tres símbolos diversos: «bestia de la tierra», «falso
profeta», «prostituta». Para cumplir esta acción sobrehumana de matar al Hijo de Dios
las dos fuerzas malignas humanas – el poder imperial romano y las autoridades civiles
y religiosas judías – fueron asistidas por Satanás en persona, liberado para la ocasión
del abismo en el que había sido encerrado (cfr. 17, 8; 20, 7).
Atribuyendo exclusivamente a Roma todos los símbolos anticrísticos del libro,
los representantes de la exégesis eclesiástica han ensombrecido el valor fuertemente
teológico de la trinidad satánica – dragón, bestia del mar y falso profeta – la cual, a la
cabeza de los reyes de la tierra, se reúne en Armagedón para hacer la guerra a
Jesucristo que desciende del cielo sobre el caballo blanco (cfr. 16, 12 ss.; 19, 11 ss.). De
hecho, sus miembros se contraponen a la trinidad divina: el dragón-Satanás a Dios
Padre (aspiración a la omnipotencia), la bestia del mar, es decir el imperio romano, a
Jesucristo (aspiración al dominio sobre el mundo), el falso profeta (o bestia de la
tierra o prostituta) al Espíritu, que es «el Espíritu de la profecía» (alteración de las
profecías mesiánicas por parte de las autoridades religiosas judías). Por lo tanto, la
victoria obtenida por Cristo – con su muerte, según nuestra interpretación – no
solamente significa el juicio de condena y la reducción de los enemigos opresores y
perseguidores de los justos y de los santos a impotencia, sino, sobre todo, la plena
afirmación de su divinidad en todas sus prerrogativas, frustrando el propósito, al
mismo tiempo diabólico y humano, de apropiársela.

5
Por no haber reconocido, en la visión de la «prostituta-Babilonia», la alegoría
de la condena y del repudio de la Jerusalén infiel, los intérpretes de la tradición
eclesiástica han descuidado la comprensión plena de un símbolo consistente, la
«nueva Jerusalén», mencionada en los capítulos finales del Apocalipsis. Como se
expone allí, ésta no es una realidad escatológica, es decir, situada más allá de la
historia. Es la Jerusalén que viene a sustituir a la que fue condenada y repudiada, es el
símbolo de la redención de toda la humanidad y de su reconciliación con Dios, fruto
admirable de la muerte y resurrección de Jesucristo, que es el punto culminante de su
«apocalipsis-revelación».





























6
INTRODUCCIÓN

1. Fecha de composición
Una tradición muy antigua, referida por Ireneo, obispo de Lyon (segunda mitad
del Siglo II), comentada por Eusebio de Cesárea (Historia Ecclesiastica, III, 18, 1) sitúa
la composición del Apocalipsis en el último año del reinado del emperador Domiciano,
asesinado en septiembre del 96. Esta fecha, es decir, el 95, es aceptada por la mayor
parte de los comentadores del libro.
Sin embargo, en tiempos relativamente recientes, algunos han intentado poner
la composición del libro bajo el imperio de Claudio (41-54), de Nerón (54-68) y de
Trajano (98-117). En la base de estos intentos está el convencimiento de que Juan
habría escrito el libro para consolar y animar a los compañeros en la fe durante la
persecución; es una hipótesis muy generalizada entre los estudiosos en el pasado,
pero hoy abandonada (Giesen la rechaza explícitamente, 34 ss.).
Por nuestra parte, interpretando que la figura de la «prostituta, la grande» se
refiere a Jerusalén, sostenemos que su destrucción por los romanos en el 70 es el
único dato cronológico que se puede obtener del libro. Lupieri, que acepta la
identificación de la «prostituta» con Jerusalén, sostiene que «el Apocalipsis se
encuentra más bien cercano a los acontecimientos, dada la trágica inmediatez de las
imágenes, cuya violencia hace pensar en la proximidad, al menos mental, de una
realidad de guerra». Considerando que Juan, con su libro, quiso polemizar con el Libro
Cuarto de Esdras, escrito antes del 100, este estudioso propone «una fecha muy
cercana a la tradicional, es decir entre el 70 y el 100 d. C.» (Lupieri, LXVI s.).
Como alternativa posible, Lupieri admite una composición del libro «en la
inminencia de la tragedia, considerada casi inevitable incluso por los lectores y
oyentes del texto», pues la intervención militar romana era inminente. Esto llevaría a
datar la obra hacia el 67 d. C. Él ve, en quienes establecen una fecha anterior a los
acontecimientos, preocupaciones de carácter apologético, con relación a Juan,
evidentemente. Es una preocupación que he podido constatar en la investigación de
Claude Tresmontant, quien, después de demostrar acuciosamente que la «prostituta»
es Jerusalén, afirma que su destrucción, siendo Juan un profeta, debió haber sido
anunciada por él antes de que sucediera (Tresmontant, Apocalypse, 269 s.).

2. El autor
El Apocalipsis es uno de los pocos escritos del Nuevo Testamento que lleva el
nombre de su autor; incluso en dos casos de tres es mencionado con particular
énfasis: «Yo, Juan» (cfr. 1, 9; 22, 8), mientras que en la tercera mención el nombre se
encuentra acompañado por la cualidad de «siervo (de Cristo y, por lo tanto, de Dios)»
(cfr. 1, 1).
La tradición cristiana de los primeros siglos, casi unánimemente, ha
identificado a este Juan con el apóstol, a quien se atribuían otros escritos incluidos en
el canon del Nuevo Testamento: el cuarto evangelio y tres cartas. De todas maneras
existieron algunas voces de disenso. Eusebio de Cesárea, en su Storia Ecclesiastica,

7
citada más arriba, dedica una amplia sección (buena parte del tercer y cuarto libro) al
Apocalipsis, a su autor y al debate que se había suscitado sobre su interpretación,
citando dos: la del presbítero romano Gayo (inicio del siglo III) y la de Dionisio, obispo
de Alejandría (primera mitad del siglo III).
El presbítero Gayo atribuía el Apocalipsis a un oscuro hereje de nombre
Cerinto, en estrecha relación con una secta llamada de los Ebionitas, nombre que es
interpretado por los estudiosos como «pobres (de Cristo)».
La posición de Dionisio, por lo que nos refiere Eusebio, no se presenta muy
clara. Sin tomar una posición decidida sobre el problema de la paternidad del libro,
insiste sobre la existencia en Éfeso, en tiempo sub apostólico, de otro Juan, insinuando
que podría ser el autor del Apocalipsis. Sabemos, por otra fuente, que el libro de Juan
fue rechazado incluso por el hereje Marción (muerto hacia la mitad del siglo II), que lo
consideraba demasiado ligado y favorable al Antiguo Testamento, considerado por él
como revelación de un Dios malvado.
No conocemos los elementos considerados por el presbítero Gayo para atribuir
el libro a Cerinto. Sabemos que éste rechazaba también los otros escritos atribuidos a
Juan (evangelio y cartas) con el fin de combatir al montanismo, movimiento de
carácter milenarista surgido hacia la mitad del siglo II, en Frigia, Asia menor, y
rápidamente difundido en la región del Oriente y del Occidente. Los montanistas
fundaban sobre los escritos de Juan su predicación de la «nueva profecía», es decir, de
la revelación continua y generalizada.
En cuanto a Dionisio, ya se ha dicho que éste no toma una posición bien
definida sobre la cuestión de la paternidad del Apocalipsis. Él también tiene presente
la opinión que atribuía el libro a Cerinto, pero la rechaza; habla de otro Juan, habitante
de Éfeso, sin embargo no llega a atribuirle la paternidad del libro y, aunque insiste en
el carácter oscuro del libro, no niega su carácter inspirado; destaca las diferencias
lingüísticas y estilísticas, e incluso de contenidos teológicos, entre el Apocalipsis y los
otros escritos «joánicos», pero no consigue extraer conclusiones, limitándose a
plantear interrogantes.
Aparecen con mayor claridad las motivaciones del obispo de Alejandría
referidas a su desconfianza respecto al libro de Juan. Él era un fiero adversario de los
movimientos milenaristas que se apoyaban en el libro y en la autoridad de su autor.
También Eusebio de Cesárea era adversario del milenarismo; es más explícito que
Dionisio en atribuir el libro al otro Juan, a quien denomina «el presbítero». Eusebio
apoya su posición en el testimonio de Papías, obispo de Hierápolis en Frigia, conocido
por una descripción de la prodigiosa fecundidad de la tierra durante el reino
milenario (referida tanto por Ireneo como por Eusebio), y relacionada de modo
evidente con descripciones análogas que se encuentran en el Apocalipsis de Baruc y en
el Libro de Enoc.
Si bien es mucho más explícito, la posición de Eusebio ante el Apocalipsis se
encuentra igualmente marcada por una cierta ambigüedad. No obstante que niega la
paternidad joánica, no rechaza su carácter inspirado, utilizándolo frecuentemente y
sin reservas tanto en su Storia como en otras de sus obras. De todas maneras, en el
fondo, mantiene una mal disimulada desconfianza hacia el libro de Juan. Las razones
de esta actitud, más allá de su hostilidad frente al milenarismo, quizá debamos

8
buscarlas en su visión de la relación entre el cristianismo y el imperio, inaugurada con
la llegada de Constantino, de quien Eusebio era amigo y consejero.
En la libertad religiosa concedida por el emperador a los cristianos el
historiador veía el inicio de una nueva era de fecunda colaboración entre cristianismo
e imperio, en que éste último representaba el instrumento preparado y dispuesto por
la divina providencia precisamente para la difusión del mensaje evangélico.
Antes de Eusebio, esta visión providencialista del imperio romano ya se había
extendido entre algunos escritores cristianos, incluso entre los que comentaban o
usaban el Apocalipsis, como Ireneo y Orígenes, a quienes, evidentemente, no creían
que el libro estuviera animado por un específico espíritu anti romano.
Pero durante el siglo tercero, a continuación de las grandes persecuciones
contra los cristianos (Séptimo Severo, Decio, Valeriano, Maximino, Diocleciano)
generalizadas y sistemáticas, la interpretación llevó a escritores que incluso no
seguían el milenarismo, a ver en el imperio romano el adversario principal de Cristo,
que sería destruido por Él a su regreso. El más eminente y conocido representante de
esta nueva tendencia es Hipólito, obispo de Roma (martirizado en el 235), cuya
interpretación del libro de Juan tuvo gran popularidad, sobre todo en Oriente. En
Occidente encontramos la representación del imperio romano como fuerza malvada y
anticristiana en el primer comentario de la antigüedad al Apocalipsis que ha llegado
hasta nosotros, el de Victorino de Petovio (martirizado en el 304).
Esta nueva imagen del imperio, que no sólo se había extendido entre los
movimientos milenaristas, sino también al interior de la Gran Iglesia, era incompatible
con el proyecto constantiniano de un imperio cristiano, defendido por Eusebio. Esta es
la situación donde se origina, al menos en parte, su mal disimulada desconfianza hacia
el Apocalipsis, utilizado por los adversarios del imperio, especialmente por los
milenaristas. Por otra parte, Dionisio de Alejandría no acusa explícitamente de
milenarismo al libro de Juan, pero implícitamente su acusación está contenida en la
oposición irreconciliable, establecida por ambas visiones, la teológica (cristología,
pneumatología, eclesiología) de los otros escritos joánicos por un lado, y la del
Apocalipsis por otro lado, que ellos ven totalmente tendiente hacia la conclusión de la
historia y el retorno de Cristo.
Por otra parte, la imputación de milenarismo estaba ya implícita en la
atribución del libro al «presbítero» Juan. De hecho, cuando en la segunda mitad del
siglo XIX, los seguidores del método histórico-crítico se dedicaron a la interpretación
del Apocalipsis, la atribución del libro al «presbítero» y su carácter milenarista se
convirtieron casi en dogmas de fe.
En cambio, al interior de la interpretación eclesiástica, la atribución del libro al
apóstol continuó sin muchas incertidumbres hasta tiempos relativamente recientes.
Las diferencias de carácter lingüístico y estilístico con el resto de la producción
joánica fueron explicados con el criterio de la pertenencia a géneros literarios
distintos; en el plano de los contenidos teológicos, a su vez, siempre se insistió en la
afinidad entre el Apocalipsis y el cuarto evangelio. Es ejemplar, bajo este aspecto, el
gran comentario del dominicano Enri-Bernard Allo (París 1920) secundado, en el
plano del «joanismo», por el de Pierre Prigent (Lausana – París 1981) quien, respecto
a la atribución del libro al apóstol, sin embargo dice que se trata de «una posibilidad y
no de una certeza».

9
Elemento común, en las investigaciones sobre el autor del Apocalipsis, a modo
de solución en favor de su apostolicidad, era que el libro fue compuesto en el mismo
ambiente en que fueron compuestos los otros escritos «joánicos» (Prigent, 12). Esta
posición ha sido decididamente rechazada en el reciente comentario de Heinz Giesen
(Regensburg 1997). El autor revisó las similitudes entre el Apocalipsis y el cuarto
evangelio y las declara «superficiales». Comenzando por la diferente concepción del
Cordero en ambos textos, es decir, el uso de dos términos griegos diferentes para
indicarlo (evangelio: αμνος; Apocalipsis: αρνιον).
Sin embargo, la diferencia más profunda estaría en el contenido teológico de
ambos textos. «El evangelista designa como Cordero de Dios al revelador encarnado,
mientras que, en el Apocalipsis, el Cordero acentúa la soberanía de Cristo, que
conquistó con su muerte de cruz y su elevación (al cielo)» (Giesen, 38). La elección de
ambos términos, en mi parecer, no está en las razones señaladas por Giesen. Concedo
que en el cuarto evangelio el término griego αμνος (cordero) se refiere a la
encarnación de Jesucristo – tema seguramente central en este evangelio, comenzando
por el prólogo – pero la utilización del término αρνιον en el Apocalipsis no se refiere, al
menos en primer lugar, a la soberanía universal de Cristo, sino al aspecto sacrificial de
su muerte que es, en cambio, el tema central del libro, ya que ésta es, precisamente, el
fundamento tanto de la soberanía universal de Cristo como, sobre todo, de la
redención de la humanidad – de toda la humanidad – del pecado y de la esclavitud
diabólica.
Otro argumento acerca del contenido teológico de ambos textos, que según el
estudioso los pondría en discordancia, es la actitud frente el judaísmo. En el cuarto
evangelio el autor muestra una posición fuertemente antijudía, mientras que en el
Apocalipsis reivindica, para sí y los fieles a quienes se dirige, el título de honor de ser
los verdaderos judíos.
Sin embargo, este razonamiento comienza por suponer que el anti judaísmo del
Apocalipsis se reduce exclusivamente a la expresión contenida en la carta a la
comunidad de Esmirna: «los que se dicen ser judíos y no lo son, pero son sinagoga de
Satanás» (2, 8), y que la hostilidad del autor estaría totalmente dirigida contra el
imperio romano, visto no sólo como el autor de las persecuciones contra los
cristianos, sino también, especialmente para algunos comentadores (en particular,
Prigent y Giesen) como el adversario, debido al culto rendido al emperador antes que
a Jesucristo.
Ya tendremos la ocasión para demostrar, en el transcurso del libro de Juan, que
esa idea se basa en la identificación, ya secular, de un símbolo basilar del libro, la
«prostituta, la grande», con la Roma imperial; en nuestro parecer, en cambio, se trata
de Jerusalén, es decir, del judaísmo oficial, sumos sacerdotes y ancianos del pueblo,
que no reconocieron en Jesús al Mesías anunciado y esperado, y lo condenaron en
complicidad con la autoridad imperial romana.
Bajo este aspecto el Apocalipsis es el más antijudío de los escritos del Nuevo
Testamento. Sin embargo en éste la continuidad entre el judaísmo y el cristianismo –
considerado este último como el «verdadero Israel» y los cristianos como los
«verdaderos judíos» – no se basa en que la revelación antigua y los eventos históricos
del pueblo de Israel sean la prefiguración o la «sombra» de la nueva realidad religiosa
que es la Iglesia, inaugurada con Jesucristo. Nuestra interpretación propone que la

10
revelación y la Ley recibidas por Israel, y los eventos históricos de su pueblo, para el
autor del Apocalipsis, representan una primera intervención salvífica de Dios en favor
de la humanidad caída, concreta y real, aunque con efectos limitados. Por lo tanto, no
es legítimo contraponer un anti judaísmo presente en el cuarto evangelio a un
«judaísmo» que estaría presente en el Apocalipsis.
Según Giesen, otro elemento que pondría en contraste el Apocalipsis con el
cuarto evangelio sería el concepto de «testimonio»: en el evangelio el testimonio se
dirigiría en favor de Cristo en cuanto revelador del Padre, mientras que en el
Apocalipsis el testimonio vendría de Jesús en favor del libro y de su contenido. Es
difícil seguir al estudioso en esta afirmación, puesto que «a causa del testimonio de
Jesús» hay individuos que son «degollados» (cfr. 6, 9) o «decapitados» (cfr. 20, 4) y
por esta causa, probablemente, Juan se encuentra en el exilio, en la isla de Patmos (cfr.
1, 9).
En el Apocalipsis, según Giesen, faltan algunos motivos dominantes del cuarto
evangelio como los contrastes luz-tinieblas, vida-muerte, verdad-mentira, y el tema
del gozo, de la gracia, del perdón de los pecados, del amor de Dios por los hombres,
del amor fraterno. En base a las diferencias, en el plano estilístico y de los contenidos
teológicos, el estudioso excluye no sólo la identificación del autor del Apocalipsis con
el apóstol, sino también que pertenezca a su círculo o fuese su discípulo.
Los argumentos invocados por el estudioso contra la apostolicidad del libro, a
nuestro juicio, no son convincentes, e incluso están en contradicción con el tenor de su
largo y documentado comentario, en que busca atenuar el carácter escatológico que
habitualmente es atribuido al libro, para demostrar sus contenidos de escatología
realizada que, por otra parte, son también propios de los otros escritos «joánicos». Por
mi parte, convencido en mayor medida que Giesen de que la visión teológica del
Apocalipsis se inspira en la escatología realizada, considero que aún se puede sostener
la atribución del libro al apóstol.
Otra tema discutido ampliamente, en lo que respecta al autor, es su
presentación como «profeta» (cfr. 19, 10; 21, 9), como autor de un libro que él designa
como «libro de la profecía», o simplemente como “profecía” (cfr. 1, 3; 22, 10). Muchos
estudiosos han sostenido que Juan pertenece a una categoría de individuos bien
definidos, reconocidos como profetas al interior de las comunidades cristianas. Esta
tesis ha sido recientemente recogida por Edmundo Lupieri en su comentario al libro
de Juan (Milán 1999, LVII ss.). En cambio Giesen niega la existencia de grupos
organizados de profetas, pero considera que Juan desempeña un rol como «profeta»,
reconocido como tal por las comunidades a las que se dirige.
En el comentario del epílogo del Apocalipsis, discutiremos la tesis de Giesen
sobre la relación de la profecía con el Espíritu Santo, cuya presencia es negada por el
estudioso en el libro de Juan, por lo cual no existiría en éste una teología trinitaria. En
cuanto a la tesis de Lupieri que sostiene la existencia de una categoría de «profetas»,
probablemente itinerante de comunidad en comunidad, que puede confirmarse por la
alusión a los «hermanos profetas» con que el ángel disuade el intento repetido de Juan
de adorarlo, declarando que él es «compañero de servicio suyo y de sus hermanos, los
profetas» (cfr. 22, 9), es completamente infundada. Como intentaremos demostrar en
el comentario de aquel pasaje del libro y en la interpretación del libro de Juan que
aquí se propone, la referencia a la «profecía» y a los «profetas» corresponde a los

11
contenidos y autores de lo que llamamos el Antiguo Testamento, considerado por él
simplemente como la «Escritura», es decir el libro que contenía la «palabra de Dios»
(es decir, la Ley) y la promesa divina de la venida del salvador y del redentor de la
humanidad caída (es decir, los Profetas). Juan, declarándose «hermano» de los
profetas hebreos antiguos, quería decir simplemente que él veía realizado en
Jesucristo – es decir, en su encarnación, muerte y resurrección – todo lo que ellos, sus
«hermanos», habían preanunciado.
En este sentido, es fundamental la visión del capítulo 10 del Apocalipsis. Un
«ángel fuerte» desciende del cielo, revestido con los atributos que los escritos bíblicos
veterotestamentarios atribuyen a la divinidad suprema: «envuelto en una nube», con
el «arco iris sobre la cabeza, su rostro como el sol y sus pies como columnas de fuego»
(10, 1). Él «puso su pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra», en señal
evidente de dominio sobre la extensión terráquea, y eleva la «mano derecha hacia el
cielo» pronunciando un juramento solemne «en el nombre del Viviente por los siglos
de los siglos, que ha creado el cielo y todo lo que en el existe, la tierra y todo lo que en
ella existe, el mar y todo lo que en él existe» (10, 7).
El juramento del ángel tiene por finalidad enfatizar a toda la humanidad, y aun
a la entera creación, que el tiempo de la espera ha terminado y está por cumplirse «el
misterio de Dios» (cfr. 10, 5-7). En este anuncio del ángel se ha visto desde siempre la
predicción del fin del mundo, del retorno de Cristo y del juicio universal final. La tesis
sostenida en la presente investigación es que «el misterio de Dios», cuyo próximo
cumplimiento es anunciado por el ángel – en su rol de representante de la revelación
antigua – es la muerte en cruz de Jesucristo, en que tiene lugar la culminación de su
revelación mesiánica y comienza el juicio de Dios sobre el mundo que está en acto
desde aquel momento hasta el fin de los tiempos.
El problema de los últimos tiempos seguramente ya se encontraba presente en
los autores de los apocalipsis judíos contemporáneos de Juan (Apocalipsis de Baruc y
Cuarto libro de Esdras), en los cuales se hace apremiante, bajo la influencia de la
tragedia del 70 d. C., la pregunta sobre el futuro de Jerusalén y del pueblo de Israel, el
pueblo elegido por Dios. Pero esta pregunta no podía ser de gran preocupación para
Juan, porque él consideraba que el «reino» ya había comenzado (cfr. 1, 9) y ya había
descendido del cielo la «nueva Jerusalén», en que todos los seres humanos, y no sólo
los judíos, son ya «reyes y sacerdotes» (cfr. 1, 6; 5, 9s.; 7, 11ss.; 22, 1ss.).

3. Apocalipsis y milenarismo
Como ya se mencionó antes, las sospechas de milenarismo impulsadas por
Eusebio respecto al libro de Juan no sólo han condicionado su interpretación
subsiguiente, sino también su suerte. En Oriente, y justamente con relación a las
vacilaciones y dudas expresadas por el historiador de la Iglesia, a menudo el
Apocalipsis no fue incorporado en el uso litúrgico ni en los leccionarios, e inclusive
encontró resistencias para ser acogido en el canon.
En Occidente el estigma milenarista es resuelto por Agustín, que dedicó un
libro entero, el vigésimo de su obra monumental La Ciudad de Dios, al libro de Juan.
Probablemente siguiendo el comentario del escritor donatista africano Ticonio
(muerto alrededor del 400), el obispo de Hipona interpretó el reino milenario,

12
referido por Juan en el capítulo 20, como el tiempo de la Iglesia, es decir, el intervalo
entre la ascensión de Jesucristo y su retorno en la parusía, al fin del mundo.
En el reino de Cristo entre los santos Agustín vio por figurada la vida eterna
concedida a los justos cristianos después de la muerte hasta la resurrección y el juicio
universal. La interpretación agustiniana del libro de Juan está en la base de la exégesis
en la tradición eclesiástica, desde el Medioevo hasta nuestros días.
En cambio, como ya se mencionó antes, en la exégesis inspirada en el método
histórico-crítico se ha hecho pie precisamente en el capítulo 20 para demostrar el
carácter milenarista de todo el libro. Esta tesis ha sido retomada en el ya citado
comentario de Edmundo Lupieri.
Tendremos la oportunidad, en el curso de la investigación, de examinar los
diversos puntos en que el estudioso trata de demostrar su tesis. Aquí queremos
centrarnos en el supuesto del que parte, es decir, que en las comunidades cristianas
de los primeros siglos el libro de Juan fue siempre entendido no sólo como predicción
del retorno de Cristo, sino también en sentido milenarista. En el milenarismo
cristiano Lupieri distingue entre un milenarismo moderado (propio de la Iglesia
grande: Justino, Ireneo, Hipólito) y uno radical, propio de los grupos herejes (por
ejemplo, los montanistas). En opinión del estudioso, sólo en el siglo tercero, y con la
consolidación de la escuela exegética de Alejandría, se habría aplicado al Apocalipsis la
interpretación alegórica.
Sin embargo, la afirmación de que la primera y única interpretación del libro
fue de carácter milenarista tropieza con los resultados de investigaciones recientes
que han evidenciado una amplia presencia del libro en ambientes y en autores que no
tienen nada que ver con el milenarismo y, en ocasiones, incluso en desacuerdo con
éste.
Sabemos, precisamente por Eusebio y por otras fuentes cristianas antiguas, que
el libro de Juan, en los siglos II y III y en medida bastante superior a lo que hoy
podemos suponer, tenía una amplia presencia en las comunidades eclesiales tanto del
Oriente como del Occidente, y que era objeto de un intenso debate de carácter
exegético, como no se encuentra en ninguno de los otros escritos del Nuevo
Testamento.
De este intenso trabajo exegético han permanecido sólo escasos testimonios,
que de todos modos, a pesar de ser muy significativos, hacen pensar en las reliquias
de un verdadero naufragio, que se ha tratado de atribuir, paradojalmente, a un efecto
retroactivo de la intervención de Eusebio sobre el libro de Juan. Se han perdido los
comentarios de Melitón de Sardes (segunda mitad del siglo II) y de Hipólito de Roma
(inicio del siglo III). El carácter milenarista de Melitón, afirmado por algunos
escritores cristianos antiguos, hoy es negado en base a la Homilía sobre la Pascua,
descubierta y publicada por Campbell Bonner (Londres 1940).
En este escrito el Apocalipsis se utiliza ampliamente, en ocasiones con
citaciones literales, no sólo como texto cristológico sino también eclesiológico, por lo
que «la Jerusalén de arriba» (la «Nueva Jerusalén», «la Jerusalén que desciende del
cielo, proveniente de Dios»: 21, 2-10) se identifica con la Iglesia fundada por Cristo, un
segmento de escatología realizada que el autor reitera con otra cita del libro de Juan:
«No en un solo lugar ni en una pequeña extensión de tierra se ha instalado la gloria de
Dios, sino que su gracia se ha extendido hasta los confines de toda la tierra y allí el

13
Dios omnipotente ha puesto su tienda, por medio de Jesucristo, a Él la gloria por los
siglos, ¡Amén!».
Sobre el milenarismo de Hipólito, las opiniones de los estudiosos son
contradictorias, aunque hoy predominan quienes lo excluyen. De su comentario al
Apocalipsis, podemos hacernos alguna idea bastante precisa por otras de sus obras, en
particular El Anticristo y el Comentario a Daniel. A pesar de su hostilidad hacia el
imperio romano, Hipólito interpretó las siete cabezas de la «bestia», en que se sienta
la «prostituta», no como siete emperadores (interpretación presente en el comentario
de Victorino de Petovio) sino como siete espíritus malignos que rigen los siete
milenios en que se calculaba la duración del mundo, que corresponden a los seis días
de la creación, más el séptimo del reposo de Dios.
Siguiendo la cronología establecida por el historiador cristiano Julio Africano
(muerto hacia la mitad del siglo tercero), Hipólito sitúa el nacimiento de Jesucristo en
la mitad del sexto milenio (precisamente en el año 5500) que corresponde a la mitad
del sexto día en que el relato del Génesis coloca la creación del hombre. El fin del
mundo tendrá lugar al expirar el sexto milenio, es decir, quinientos años después del
nacimiento de Cristo, periodo de tiempo que Hipólito considera aún de discreta
duración para aplacar el temor al fin inminente que ciertos herejes habían ocasionado.
En el séptimo milenio se realizaría el reino de Cristo con sus santos.
Interpretando, como hemos mencionado anteriormente, el reino milenario
como el tiempo de la Iglesia, también Agustín salió al paso de temores sobre un
inminente fin del mundo que se había extendido ampliamente en el Occidente,
especialmente después del saqueo de Roma por el visigodo Alarico en el 410.
Entre los trabajos de carácter exegético relativos al Apocalipsis que se han
perdido se menciona el del apologista Teófilo de Antioquia (segunda mitad del
segundo siglo), de quien Eusebio nos dice que se había servido del libro de Juan para
impugnar la herejía de Hermógenes, un gnóstico que sostenía que la materia es
coeterna con Dios, (Storia Eccl., IV, 24).
El escrito se ha perdido y desconocemos cómo utilizó Teófilo el libro de Juan.
Sabemos por otros escritos suyos que no era un seguidor del milenarismo. Y tampoco
lo era Apolonio (inicio del siglo III) quien, al contrario, era un decidido adversario; el
mismo que, siempre según el testimonio de Eusebio (Storia Eccl., V, 18, 14), había
empleado el Apocalipsis para combatir el montanismo que basaba su espera de una
inminente llegada del reino final de Cristo precisamente en el libro de Juan.
Un discurso aparte, para reconstruir de la historia de la exégesis y de la suerte
del Apocalipsis en los primeros siglos cristianos, merece Orígenes sobre este libro. Él
mismo es quien nos comunica su intención de preparar un comentario sobre éste. No
sabemos si haya puesto en práctica su propósito: ninguna lista de los escritos del
maestro alejandrino menciona este comentario que, en todo caso, no debe ser
identificado con los Escolios al Apocalipsis de Juan, publicados por C. Diobouniotis y A.
Harnack en 1911. En realidad, se trata de una «cadena», es decir, de una especie de
antología que contiene explicaciones de pasajes del libro, tomadas de varios autores,
entre los cuales está también Orígenes. La colección es muy interesante, ya que, como
ya observaba Harnack, adolece de todo interés por los aspectos «históricos»,
«apocalípticos», «escatológicos»: el interés está completamente centrado en la
cristología y la eclesiología.

14
Respecto a Orígenes, aunque no hubiese sido él quien escribió el comentario, o
se hubiese perdido, podemos servirnos de sus otras obras para hacernos una idea
bastante precisa no sólo de su interpretación del libro, sino también, y sobre todo, de
la importancia que éste tiene en la composición de su complejo sistema teológico. De
hecho, además de su bien conocida polémica contra la interpretación materialista del
Apocalipsis por los milenaristas, a la que condena como «superficial», «judaizante» y
«fuera de la línea del pensamiento de los apóstoles» (I Principi, II, 11, 1-2; Comentario
sobre Juan, X, 42, 291), tenemos la impresión de que ciertos puntos de su cristología
tienen su fundamento precisamente en el Apocalipsis, que en el Comentario sobre Juan
es designado repetidamente como culminación y profundización de pasajes
cristológicos del propio evangelio y de otros escritos neotestamentarios. Me refiero,
en especial, al largo excursus dedicado por él a la visión del Logos que baja del cielo
sentado sobre un caballo blanco y envuelto en un manto impregnado de sangre (cfr.
19, 11 ss.; Comentario sobre Juan, II, 42, 63). El pasaje será examinado ampliamente en
su lugar adecuado; en este momento nos limitamos a señalar que esta interpretación
origeniana de la visión de Juan, junto a la de Hipólito relativa a las siete cabezas de la
bestia sobre la que se siente la prostituta, ha sido fundamental para la lectura del
Apocalipsis que se propone en este trabajo.
De la amplia difusión del libro de Juan en la comunidad cristiana de los
primeros siglos en clave no milenarista sino espiritual, aplicado a la cristología y a la
eclesiología, encontramos rastros en dos extraordinarios documentos de la literatura
martirológica. El primero es la Carta de la Iglesia de Lyon y de Viena, reportada por
Eusebio (Storia excl., V, I. 10), que narra el martirio de un grupo de cristianos
procesados y ajusticiados bajo Marco Aurelio (en el 177-178); el segundo es el
Martirio de Perpetua y Felicita que contiene el relato del encarcelamiento y del
martirio de un grupo de cristianos africanos bajo Séptimo Severo (en el 203).
En ambos textos, especialmente en el segundo, el Apocalipsis está
manifiestamente presente y es el punto de referencia privilegiado y autorizado – en la
Carta se encuentra citado explícitamente con el título «La Escritura» – para la
comprensión del martirio como suprema expresión de la vida cristiana e imitación
perfecta de Cristo. En estos dos testimonios y en lo que respecta al Apocalipsis, lo que
llama la atención es la naturalidad con que el texto, sin señales de esperas
milenaristas ni escatológicas, es aplicado a la experiencia vivida por los protagonistas,
como si fuese lectura acostumbrada en las comunidades eclesiales a las que
pertenecían. El dato es cuando menos sorprendente respecto de los mártires lioneses,
ya que en ese tiempo se encontraba en ejercicio en Lyon el obispo Ireneo, bien
conocido como intérprete del libro de Juan en clave milenarista.
Sin embargo, en lo que respecta a Ireneo, estudios recientes han evidenciado,
en su obra Contra las herejías, muchos puntos que lo aproximan a los seguidores de la
llamada escatología realizada. En efecto, junto a una interpretación escatológica de la
«nueva Jerusalén», el obispo aplica a la Iglesia presente varios elementos de la
descripción de la ciudad hecha por Juan. Por ejemplo, él aplica a la Iglesia la visión del
«río de agua de vida» que dimana del trono de Dios y del Cordero (cfr. 22, 1): la Iglesia
ha llegado a ser para todos los creyentes la fuente vivificante del Espíritu de verdad
gracias a su identificación con el cuerpo de Cristo (Contra las herejías, III, 24, 1); en

15
otra parte agrega que es dentro de la Iglesia donde «quien quiere puede tomar el agua
de la vida» (Contra las herejías, III, 4, 1, con referencia al Apocalipsis., 22, 17).
Algo más complejo es el caso de la presencia del Apocalipsis en el Martirio de
Perpetua y Felicita (texto, en Hechos y Pasiones de los Mártires, Milán 1987). En este
caso nos encontramos ante una lectura del texto en clave cristológica, aplicada a la
comprensión de la experiencia de los mártires como asimilación de la muerte de
Cristo y a su victoria sobre la muerte, que incluso hace pensar en la presencia del libro
como texto base para la catequesis y la iniciación cristiana. De hecho, cuando Perpetua
y sus compañeros son arrestados aún son catecúmenos (serán bautizados en la
cárcel), y es muy revelador que Perpetua, para expresar el profundo significado de la
experiencia que está viviendo y del fin que le espera, se refiera directamente a las
visiones del Apocalipsis. Una presencia muy llamativa que ha sido referida desde la
antigüedad y que indujo en el pasado a algunos estudiosos a defender el carácter
montanista del texto, tesis que hoy se ha demostrado infundada.
La confirmación indirecta de la utilización del libro de Juan como instrumento
catequético para la iniciación cristiana se tiene de parte del catequista del grupo,
Sáturo, quien se entrega voluntariamente a las autoridades y logra llegar hasta los
catecúmenos encarcelados. Él también, al igual que Perpetua, tiene una visión acerca
de la suerte de los mártires después de la muerte, descrita como una ascensión al
cielo, un cielo lleno de luz con un jardín lleno de flores y árboles, y donde se
encuentran muchos otros mártires. En el fondo del jardín se alza un edificio cuyas
paredes están hechas enteramente de luz y cuya puerta está custodiada por cuatro
ángeles que visten a los mártires con «vestidos blancos»; cuando ellos entran oyen
resonar una doxología perenne: «Santo, santo, santo» («Αγιος, αγιος, αγιος») en honor
a «uno que está sentado en el trono con los cabellos blancos y el rostro joven»,
alrededor del cual hay una gran cantidad de «ancianos».
La visión de Sáturo es, de hecho, una interpretación de la visión del Trono
(capítulo 4 del Apocalipsis) como alegoría de la misa cristiana, y ésta, por su parte,
como anticipación de la vida eterna. Sáturo mezcla la visión del Trono con varios otros
elementos derivados del libro de Juan (jardín florido y poblado de árboles, edificio con
paredes hechas de luz, vestidos blancos), lo cual demuestra la familiaridad que el
catequista tenía con este texto que, evidentemente, había participado a sus
catecúmenos. De hecho, los elementos constitutivos de la visión de Sáturo (subida al
cielo, jardín, hombre con los cabellos blancos sentado en el jardín, con muchas
personas vestidas de blanco alrededor) están ya presentes en las visiones de Perpetua
referidas en la primera parte del Martirio.
Pero la lectura del Apocalipsis en clave únicamente cristológica, en función
eclesial y litúrgica (nos consta que el libro era leído en la Iglesia con motivo de las
celebraciones conmemorativas del martirio) con finalidad claramente formativa, que
encontramos reflejada en el Martirio de Perpetua y Felicita, ciertamente no representa
un unicum. En el mismo ambiente africano y en el mismo periodo (o tal vez incluso
antes) se escribe una obra de autor anónimo, que llegó a nosotros entre los escritos
apócrifos de Cipriano (martirizado en el 258), titulado Los Montes Sinaí y Sión.
El autor, que parece reelaborar en estilo popular concepciones teológicas y
reflexiones exegéticas antiguas que ya estaban bien radicadas en la tradición
eclesiástica, expone una interpretación alegórica de estos dos montes, de fundamental

16
importancia en los escritos del Antiguo Testamento: el primero, como lugar de la
revelación de Dios y de la entrega de la Ley a Moisés; el segundo, como sede de
Jerusalén. En ellos el autor ve los respectivos símbolos de la antigua y de la nueva
economía, al tiempo que reconoce la esencia de la nueva economía en la fundación de
la Iglesia como efecto de la muerte de Cristo en la cruz. Para describir la realidad de la
Iglesia el autor utiliza, con una cita explícita, las imágenes con que, en el Apocalipsis, se
describe la «nueva Jerusalén» que baja del cielo: forma cuadrada (fundada sobre los
cuatro evangelios), doce fundaciones (los profetas judíos antiguos), doce puertas (los
doce apóstoles), el «madero de la vida» al centro de la ciudad (la cruz de Cristo), el
«río del agua de la vida» (la sangre mezclada con agua que brota del costado de
Cristo).
De la breve e incompleta reseña que aquí hemos hecho se desprende que es
inadecuado afirmar que la primera fase de recepción y de interpretación del
Apocalipsis fue bajo el signo del milenarismo, moderado o radical que fuera. Hay que
tener esto en cuenta, especialmente cuando se trata del ambiente del África cristiana,
donde el libro de Juan pareció haber gozado de singular fortuna. Aquí también hubo
una interpretación del texto en clave milenarista, como vemos en Tertuliano (muerto
después del 220) quien, como es sabido, murió montanista. Pero en Cipriano, que se
refería a Tertuliano como su maestro, no existen indicios de tal interpretación, como
tampoco hay indicios en él de tensión escatológica, aunque estaba convencido de que
el mundo estaba próximo al fin: hace uso del Apocalipsis para aplicar a la Iglesia las
descripciones de la «nueva Jerusalén».
Por lo tanto, no es sorprendente que Ticonio, mencionado anteriormente, haya
vivido y ejercido en África, autor de un comentario sobre libro de Juan en clave
definitivamente alegórica y anti milenarista que fue utilizado por Agustín, como ya se
ha señalado, en el libro vigésimo de la Ciudad de Dios. El comentario de Ticonio no nos
ha llegado en su forma originaria; los numerosos intentos por reconstruirlo tropiezan
con dificultades casi insalvables. El hecho es que él pertenecía, si bien con algunas
discrepancias, a la Iglesia donatista, que él consideraba perseguida por el poder
político confabulado con la falsa Iglesia (la católica).
Después del fin del donatismo, el comentario de Ticonio es utilizado por
comentadores tardo antiguos (Cesario de Arlés, Primasio de Agrumeto, Apringio: siglo
VI) y después altomedievales (Beda, Ambrosio Autperto; Beato de Liébana: siglo VIII).
Sin embargo, ellos eran católicos y no sabemos la fidelidad con que se hayan referido
al pensamiento del autor donatista. Incluso el fragmento más conocido e importante
que nos ha llegado, el llamado Códice de Turín, no está exento de sospechas de haber
sido revisado.
En cambio, parece auténtico un breve fragmento (relativo a 6, 6-13),
descubierto en tiempos recientes en un manuscrito de la biblioteca del seminario
católico de Budapest («Revue bénédictine», 1997, 189-266).
El autor ve alineados contra la Iglesia donatista tres grupos o categorías de
hombres: los paganos, los «falsos hermanos» y los «cismáticos». Así, a los ojos del
autor, la humanidad está compuesta por cuatro grupos de individuos: los verdaderos
cristianos (La Iglesia donatista) más los otros tres ya mencionados. En el fragmento de
Budapest, los cuatro grupos son representados por los caballos y sus
correspondientes jinetes de los primeros cuatro sellos: el primero representa la

17
verdadera Iglesia (obviamente la donatista) y su jinete es Cristo; el segundo simboliza
la violencia y la guerra (probable alusión al poder político, es decir, al imperio
romano, aliado de los católicos en la persecución contra los donatistas); el tercero es
el símbolo de la hipocresía (explícita referencia a los «falsos hermanos», es decir, a los
cristianos que lo son solo en apariencia: no sólo los católicos, necesariamente, sino
probablemente también aquella parte de los donatistas por ellos excomulgados en el
378, a instancias del obispo Parmeniano); el cuarto, cabalgado por la Muerte, es el
símbolo de la hipocresía que se ha sacado la máscara y se revela como lo que es, es
decir, una fuerza anticrística (esta alusión, probablemente, sólo se refiere a la Iglesia
católica).
La posesión del comentario de Ticonio posiblemente nos podría ayudar a
comprender la explosión del interés por el Apocalipsis que sacudió Italia y Europa a
partir de S. XI, a raíz de la publicación (en 1095) del gran Comentario del abad
calabrés Gioacchino da Fiore. El libro de Juan, especialmente la parte dedicada al
milenio y a la «nueva Jerusalén», se convirtió en una especie de manifiesto
programático para una miríada de grupos y movimientos que protestaban contra las
autoridades eclesiásticas e imperiales, proponiendo reformas radicales.
Al igual que los donatistas africanos, los movimientos disidentes se sentían
perseguidos por ambas autoridades. En lo que se refiere, en particular, a la protesta
contra la Iglesia romana, debe subrayarse la aplicación del símbolo de la «prostituta»,
que encontramos en el Arbor vitae crucifixae Jesu del franciscano Ubertino da Casale
(muerto después del 1325). Él distingue entre una Iglesia carnal y otra espiritual: la
primera, representada por la curia romana, es la «gran prostituta» Babilonia que
describe Juan. En Ubertino encontró inspiración Dante para su famosa diatriba contra
los eclesiásticos simoníacos: «Di voi pastor s’accorse il Vangelista/ quando colei che
siede sopra l’acque/ puttaneggiar coi regi a lui fu vista» (Inferno, XIX, 106-108).
Según Ubertino, después de la forzada dimisión del papa Celestino V (1294), la
Iglesia dejó de tener pontífices legítimos: Bonifacio VIII (1294-1303) es la bestia que
sube del mar; Benedicto XI (1303-1304) es la otra bestia, es decir, la bestia de la
tierra; Clemente V (1305.1314) es el perseguidor más cruel de la verdadera Iglesia. En
este uso del Apocalipsis en función anti eclesiástica es muy probable que Ubertino
haya sido precedido por Pietro di Giovanni Olivi, autor de una Lectura super
Apocalipsim, con quien mantuvo estrecho contacto y a quien, después de su muerte,
sucedió en la dirección del movimiento de los Espirituales. A este punto, no es
absurdo pensar que el uso del libro de Juan contra la Iglesia de Roma haya encontrado
inspiración en el comentario de Ticonio que todavía circulaba en aquel periodo y con
bastante difusión, como demuestran los fragmentos mencionados, el de Turín y de
Budapest.
La aplicación del símbolo de la prostituta a la Iglesia romana regresa de nuevo,
de forma indirecta, en un comentario al Apocalipsis escrito por Lutero en el 1534. Él
identifica respectivamente en las dos bestias del capítulo 13 al imperio germánico de
Carlos V (bestia del mar) y al papado romano (bestia de la tierra). La interpretación de
Lutero, fuertemente cargado de espíritu anti romano, como observa Lupieri,
influenció profundamente la exégesis protestante sucesiva – y posteriormente
también la católica – aunque con algunas modificaciones. La más importante consiste
en el hecho de que, en los comentarios de los años de los seiscientos y de los

18
setecientos, el Apocalipsis fue ubicado cada vez más en el tiempo y en el ambiente de
su composición. Esto significó, por una parte, que las investigaciones se centraran en
los emperadores representantes de las siete cabezas de la bestia, en la leyenda de
Nerón reencarnado y, por otra parte, en el estudio de las relaciones de Juan con el
judaísmo palestino.
El estudio de las relaciones del libro con el judaísmo y el ambiente palestino
llevó a algunos, como el jesuita francés Jean Hardouin y al protestante Firmin Abauzit,
a recoger la tesis de Ruperto de Deutz (primera mitad del S. XII), que identificaba el
símbolo de la «prostituta»–Babilonia con Jerusalén y no con Roma. Sin embargo esta
identificación no tuvo mucha fortuna: fue acogida por pocos comentadores, entre los
cuales hay que recordar a Johann Gottlieb Herder (cuyo comentario fue publicado en
1779), e incluso fue condenada por las Iglesias oficiales (los comentarios de Hardouin
y de Abauzit resultaron puestos en el Índice por la Iglesia católica).
Con respecto a la exégesis que se inspira en el método histórico-crítico, esta
identificación es casi ignorada. En sus comentarios se hace hincapié en el supuesto
sentimiento anti romano de Juan que esperaría con impaciencia el retorno de Cristo
para destruir Roma, su imperio y el mundo colmado de corrupción y maldad. Hacia el
final de los ochocientos esta interpretación del libro fue aceptada incluso por los
representantes de la exégesis eclesiástica; sin embargo, atenuaron un poco el
sentimiento anti romano del autor y, siguiendo a Agustín, obviamente negaron su
milenarismo.
El carácter milenarista del libro ha sido reafirmado, en cambio, de manera más
o menos decidida, por todos los seguidores del método histórico crítico. Como se
mencionó anteriormente, esta tesis ha sido recientemente recogida por Lupieri que,
sin embargo, analizando el contenido del reino milenario descrito en el capítulo 20,
debe admitir que «el milenio de Juan no es milenarista» (Lupieri, 313).
Pero si es así ¿qué sentido tiene este reino milenario, compuesto de reyes y
sacerdotes, vírgenes que, en la opinión del estudioso, se sitúa más allá de la historia,
después del fin de este mundo? En su lugar hablaremos de la sucesión cronológica que
propone Lupieri para disponer los eventos descritos en la parte final del libro (la
batalla de Armagedón, reino milenario, batalla de Gog y Magog, juicio universal,
«nueva Jerusalén»). Podemos decir que el milenarismo del libro, aparentemente
negado aquí de palabra, en realidad es reafirmado, al insistir en esta «tensión
escatológica» del libro de principio a fin.
A propósito, me permito – en cuanto designado por él como representante de
una corriente que define como «de-escatologizante» – discutir algo relativo a los
métodos exegéticos en los que se inspira la interpretación del libro de Juan. Varias
veces ya hemos mencionado que hoy prevalece, en la interpretación del libro, la
aplicación del método histórico crítico, si bien con matices diversos según las
orientaciones ideológicas de los comentadores.
También Lupieri declara, en forma repetida, basarse en este método. Sin
embargo, no llega a convencer la distinción que él introduce entre «exégesis», que
sería «laica e histórica», y «hermenéutica», que para él es «la indagación característica
de los estudios de matriz eclesiástica, destinada a la comprensión y utilización del
texto considerado sacro» (Lupieri, XXIV). Aparte del hecho de que la hermenéutica
puede pensarse de diversas maneras, me temo que fue sobre la base de su definición

19
que él considera mi interpretación del Apocalipsis «fascinante de un punto de vista
hermenéutico pero difícil de sostener históricamente» (Lupieri, 317).
Sin preocuparme demasiado de «comprensión y gusto religioso del texto»,
también yo he buscado aplicar el método histórico crítico, pero poniendo mucha
atención al aspecto literario del texto. En primer lugar he considerado las relaciones
con las fuentes, sobre todo del Antiguo Testamento (y, eventualmente, los escritos
apocalípticos judíos), con relación a los cuales me ha parecido ver en Juan una precisa
voluntad de intervenir en sentido exegético. En segundo lugar, he tomado muy en
cuenta las imágenes que recurren con insistencia al interior del libro.
En cuanto al aspecto histórico, he tratado de documentar la presencia del libro
en las comunidades cristianas de los primeros siglos, más allá de las reconstrucciones
historiográficas que lo hacen patrimonio exclusivo de interpretaciones de tipo
milenarista. Como antes he tratado de demostrar, estas reconstrucciones se remontan
a un arquetipo bien preciso, el historiador Eusebio de Cesárea, que vive en un periodo
en que ocurre una revolución que tendrá enormes repercusiones en la historia
religiosa, social y política de Europa, especialmente en aquella occidental, sectores en
los que, como es bien sabido, el Apocalipsis ha jugado un rol fundamental,
principalmente en el Medioevo.
En fin, no han sido razones «hermenéuticas» las que me hicieron representar
«el libro de Juan como anti apocalíptico», tal como me imputa Lupieri. En realidad,
dado el contexto en que él hace estas afirmaciones, su intención es atribuirme la tesis
de que el libro de Juan no sólo no es milenarista sino que es anti milenarista.
Es exactamente lo que sostengo en mi interpretación del libro. Alguien ha
objetado en mi tesis el hecho de que Ireneo, uno de los primeros exponentes de la
interpretación milenarista del Apocalipsis, era discípulo de Policarpo, obispo de
Esmirna (Martirizado en el 156) el cual, a su vez, era discípulo del apóstol Juan. La
hipótesis que insinúa esta objeción es que Ireneo, en relación con la interpretación del
Apocalipsis, se remonta a una tradición que llega hasta el mismo autor del texto, su
lectura en clave milenarista estaría en línea con las ideas del autor. Motivo por el cual
algunos capítulos del libro de Juan han sido incluidos, muy recientemente y sin
reservas, en una colección antológica de textos de origen cristiano de inspiración
milenarista (C. Nardi, editado por, El milenarismo, Textos de los siglos I – II, Florencia
1995).
Sin embargo, sabemos que Policarpo, basándonos en sus cartas y en el relato de
su martirio (Hechos, cit., 7 ss.), no era en modo alguno un seguidor de las creencias
milenaristas ni proclive a esperas escatológicas: al contrario, él se manifiesta como un
decidido defensor de la escatología realizada. Por lo tanto, no fue de Policarpo que
Ireneo haya podido absorber sus ideas milenaristas.
En cuanto a la relación de Juan y del Apocalipsis con el milenarismo me parece
que no se ha considerado detenidamente un dato histórico; en efecto, el milenarismo
estaba ampliamente extendido, incluso al interior de las comunidades cristianas, en
las regiones del Asia Menor. Sin duda estaba también fuertemente presente en Éfeso,
donde en tiempos de Juan enseñaba también Cerinto, a quien, ya se ha dicho, el
presbítero romano Gaio, en polémica contra los montanistas y milenaristas, atribuía el
Apocalipsis.

20
Sabemos poco sobre él. En el plano biográfico, nos interesa aquí un episodio,
referido por Ireneo y Eusebio, en que Juan rechaza quedarse en un lugar (se trata de
los baños públicos de Éfeso) donde se informa que estaba presente Cerinto (Ireneo,
Contra las herejías, III, 3, 4). Requerido por los discípulos para que explique su
conducta, el apóstol responde que no quiere estar bajo el mismo techo donde se
encuentra «el enemigo de la verdad» (Eusebio, Storia excl., III, 28, 5 s.).
La oposición entre Juan y Cerinto, en realidad no muy estudiada, les parece
evidente a algunos respecto al evangelio, mientras, en mi opinión, es justo en el
Apocalipsis donde la oposición se manifiesta de manera más radical por parte del
apóstol. Según Ireneo (Contra las herejías, III, 11, 7), Juan escribió su evangelio para
refutar a Cerinto, cuyo error, por otra parte, habría sido enseñado antes de él por los
Nicolaítas (Contra las herejías, III, 2, 7).
Quizá ya se puede ver un factor de oposición en el modo enérgico con que Juan
pone de relieve su nombre como depositario de una revelación de lo alto y «testigo»
del «testimonio de Jesús» (cfr. 1, 2). Según Ireneo (Contra las herejías, III, 2, 1),
también Cerinto se consideraba depositario de una verdad revelada directamente por
Dios. Cerinto pensaba que la creación del mundo era obra de una potencia distinta de
Dios, quizá un ángel que no lo conocía: por eso rechazaba muchas partes del Antiguo
Testamento en que el acto creador de Dios es enormemente exaltado como
manifestación de su poder, sabiduría y benevolencia. En este sentido, es oportuno
tener en cuenta la importancia que tiene, en el Apocalipsis, el motivo de la creación del
mundo por obra de Dios omnipotente, que tiene su manifestación más grandiosa en la
visión del Trono del capítulo 4.
De las fuentes antiguas sabemos que (Cerinto, n.d.t.) era muy cercano a la secta
de los Ebionitas (algunos autores le atribuyen la fundación). Era como ellos un
riguroso judaizante y deseaba la reconstrucción de Jerusalén y del Templo. Es
probable que guarde relación con este aspecto el carácter fuertemente anti judaico del
libro de Juan, que ya hemos mencionado, la condena de la Jerusalén terrena y su
sustitución por la que desciende del cielo, en la cual no existe ningún templo.
Pero es en la cristología donde el contraste entre ambos se hace más radical.
Cerinto sostenía que Jesús era hijo de María y de José, un simple hombre, y que el
Cristo había descendido sobre él desde el pléroma divino en el momento del bautismo,
abandonándolo en el momento de la crucifixión. No es absurdo relacionar con esta
herejía cerintiana la centralidad que la muerte de Jesucristo en la cruz asume en el
cuarto evangelio y especialmente en el Apocalipsis.

4. Apocalipsis, “apocalíptica”, Antiguo Testamento
En los comentarios que se basan en el método histórico-crítico se hace especial
hincapié en la afinidad del libro de Juan con un grupo de textos que, desde finales del
siglo XIX, se agrupan en la categoría denominada «apocalíptica». Se trata de textos
compuestos en un periodo que va desde el Siglo II a. C. hasta el Siglo III d. C. Existen
escritos apocalípticos judaicos, siendo los más conocidos – que serán citados en esta
investigación – El Libro de Enoc (I Enoc), El Cuarto Libro de Esdras (4 Esd.), El Segundo
Libro de Baruc (2 Bar). Los textos cristianos son posteriores al libro de Juan y a
menudo influenciados por éste.

21
La tesis de una estrecha relación entre el Apocalipsis y los escritos apocalípticos
judaicos ha sido recogida con fuerza por Lupieri en su comentario. El autor, según él,
se inspira en los apocalipsis precedentes para describir el retorno de Cristo a la tierra,
destruir a sus enemigos e instaurar el reino de Dios en la tierra. Los contactos con
estos textos existen y ya habían sido puestos en evidencia por comentadores del
pasado, incluso por los de la tradición eclesiástica sin llegar, naturalmente, a
homologar el libro de Juan con los de los autores judíos, como hemos dicho
anteriormente a propósito del milenarismo.
Discutiremos de tiempo en tiempo los puntos de contacto. Sólo nos limitaremos
aquí a formular a Lupieri una observación de método con un ejemplo. En el capítulo
14 se encuentra la famosa visión del ángel que vendimia la viña de la tierra y arroja las
uvas «en el lagar de la cólera de Dios»; del lagar, pisado «fuera de la ciudad
(Jerusalén), salió sangre que se extiende por toda la tierra y llega hasta los frenos de
los caballos» (14, 20). Los intérpretes habían notado que el detalle de la sangre en que
se encuentran los caballos, remite a un oráculo del Libro de Enoc donde se dice que en
el fin del mundo la exterminación de los pecadores será tal que los caballos caminarán
en la sangre que les llegará hasta el pecho (I Enoc, 100, 3).
Entendí la visión de Juan como una alegoría de la muerte de Cristo, en cuya
sangre se ahoga la caballería infernal, así como en el Mar Rojo se ahogó la caballería
del faraón. Lupieri define mi interpretación como «optimista» y la considera
insostenible a causa del «paralelo con Enoc» (Lupieri, 232). Sin embargo, el paralelo
no es perfecto, y no se puede explicar la variante mediante la intención de Juan de
acrecentar el horror de la representación. Si la sangre sube hasta las narices de los
caballos, éstos se ahogan: esto me ha hecho pensar en el episodio del éxodo hebreo.
En comparación con los textos apocalípticos el libro de Juan presenta
profundas diferencias, empezando con la esencial, que para el autor el Mesías es
Jesucristo que ya consumó, con su muerte, la redención de la humanidad. Para los
autores apocalípticos, por el contrario, Dios llevará a cabo la salvación de la
humanidad con una intervención en el fin de los tiempos. También para Juan la
salvación viene de Dios, pero Él ya la llevó a cabo en Jesucristo, que después de la
muerte en la cruz resucitó y ascendió al cielo y está sentado en el trono del Padre,
donde también hará sentar a sus fieles (cfr. 3, 21).
Otra diferencia tiene que ver con el rol de los ángeles, que en el Apocalipsis
tienen una presencia dominante. No obstante, en comparación con los otros escritos
apocalípticos el libro de Juan muestra una gran sobriedad. Sólo dos nombres propios,
de indudable origen bíblico, Miguel y Satanás, respectivamente a la cabeza de los
ángeles buenos y malos. Son clasificados en tres categorías (Ancianos, Seres vivientes,
ángeles), probablemente no en razón de su naturaleza sino de sus funciones. A los
ángeles se encomienda, como en los otros escritos, una función de mediación en el
plano de la revelación y del culto (cfr. 5, 8; 8, 2 ss.; 21, 9 ss.). Pero, como ya se ha
mencionado y se verá mejor en su lugar, la función mediadora de los ángeles, incluida
la del gobierno del mundo (Ancianos, Seres vivientes) será ejercida, después de su
muerte y resurrección, por Jesucristo, como se pone en evidencia en la visión de
Patmos (cfr. 1, 9 ss.), donde Él aparece como Sumo Sacerdote, Rey y Juez universal,
teniendo en la mano, o mejor, «en el puño», siete estrellas que luego explica ser siete
ángeles.

22
Otra diferencia profunda entre el Apocalipsis y los escritos apocalípticos es el
uso de la Escritura. En Juan el uso del texto bíblico es constante y continuo, tanto así,
que su libro podría definirse, en el aspecto literario, un verdadero centón. Las citas y
reminiscencias escriturales abarcan todo el arco de los libros veterotestamentarios:
desde el Génesis hasta los Libros de los Macabeos, desde Isaías hasta Daniel, Joel y
Zacarías, desde los Salmos hasta los libros sapienciales.
A la luz de los textos bíblicos Juan reconstruye el plan divino de la salvación
que tiene su inicio en la Creación, se ve comprometido por la caída del hombre,
instigado a la desobediencia por Satanás. Sin embargo, Dios no abandona a la
humanidad y promete el envío de un salvador, promesa que mantiene por medio de la
Escritura (la Ley y los Profetas) confiada al pueblo hebreo, el pueblo elegido, que Él
libera del Egipto y conduce a la Tierra prometida. La salvación se lleva a cabo con la
muerte de Jesucristo en la cruz, seguida por la resurrección: en Él se han realizado
todas las promesas mesiánicas en favor de la humanidad, anunciadas por los profetas
y los otros escritos bíblicos.
El Antiguo Testamento constituye para Juan el punto de referencia fijo. Las
investigaciones filológicas sobre las fuentes extra bíblicas, sobre los contactos con los
escritos apocalípticos, con mitologías de naturaleza y origen variados han sido de gran
interés pero no han llegado a resultados concluyentes. De todos modos, persiste un
dato que difícilmente puede ser cuestionado: en el universo aparentemente fantástico
del Apocalipsis no existe ningún símbolo, ninguna imagen, ningún elemento formal
que no pueda ser referido, directa o indirectamente, a un fondo bíblico, o al menos a la
tradición judaica tomada en su conjunto.
Hay otro dato que ha sido establecido por la crítica. Salvo rarísimas
excepciones, las referencias de Juan corresponden a los textos incluidos en el canon, el
cual ya era conocido y aprobado precisamente en el tiempo en que escribía su libro.
Esta opción del autor se explica si consideramos al público destinatario, entre los
cuales habían numerosos cristianos que provenían del judaísmo: el contenido del
mensaje evangélico podía ser incomprensible sin una sólida iniciación bíblica, lo cual
tenía que ser sobre textos reconocidos como inspirados. Muy probablemente también,
porque Juan tenía en mente el público judío no cristiano.
Como ya se mencionó, Juan hace uso de los textos bíblicos con intenciones
exegéticas. Esto es evidente, especialmente por las variantes que introduce. No se
trata, como alguien ha dicho, de «libertades» o «correcciones», sino de verdaderas
interpretaciones. Encontraremos muchos ejemplos de estas variantes en el curso del
análisis. Aquí bastarán algunos ejemplos. En la visión del capítulo 4 Juan habla de
cuatro seres angélicos que rodean el trono de la divinidad. Tanto en el número como
en el aspecto éstos evocan los seres denominados «Querubines», los que transportan
el carro de Dios en la visión de Ezequiel (cfr. Ez 1, 5 ss.). Pero el nombre de Seres
vivientes (en griego, ζῷα; en latín, animalia) es creación de Juan, así como el hecho de
que ellos tienen seis alas en vez de cuatro, que son distintos uno del otro y que cada
uno tiene su propia apariencia. El dragón descrito en la visión del capítulo 12 tiene su
arquetipo en la serpiente tentadora del Génesis (evocada con la expresión «serpiente
de los orígenes») pero aquí está representado con siete cabezas y diez cuernos. Los
caballos multicolores de los primeros cuatro sellos derivan claramente de dos visiones
de Zacarías (Za 1, 8; 6, 1 ss.), pero Juan, a diferencia del profeta, los presenta en

23
sucesión, sus colores son modificados y descritos con precisión, y los jinetes difieren
entre sí.
La exégesis que el autor aplica a los textos veterotestamentarios, dado el
género literario empleado, no consiste obviamente en trasladar los enunciados de la
Escritura desde un nivel simbólico a un nivel racional y lógico. Juan trabaja
directamente sus símbolos, manejándolos y modificándolos según su aspecto formal:
con ello él precisa y a veces transforma su significado.
La elección de los temas «proféticos» veterotestamentarios sometidos a este
tipo de exégesis está muy lejos de ser improvisada. Si no nos quedamos en esto, que a
primera vista pareciera una polvareda de citas y evocaciones, pueden descubrirse los
centros alrededor de los cuales estos elementos tienden a agruparse. A su vez estas
agrupaciones se unen entre sí por vínculos cuyo tejido conectivo está garantizado por
la tradición veterotestamentaria considerada en su conjunto (Escritura, legislación,
culto).
Domina el libro y constituye, por así decirlo, su andamiaje y su esquema la
visión de Daniel del Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo (Dn 7, 13 s.).
Juan la considera la profecía mesiánica por excelencia y ve en ella el anuncio del
momento supremo de la «revelación de Jesucristo», es decir, el anuncio de su muerte,
en que «se ha cumplido – como dice el ángel que baja del cielo con el librito – el
misterio de Dios, según la buena noticia que él comunicó a sus siervos, los profetas»
(10, 7).
Relacionado con este motivo dominante surgen otros bloques. En primer lugar,
el éxodo de los hebreos desde Egipto con los sucesos que lo precedieron (las plagas de
Egipto, el cordero pascual) y aquellos que lo siguieron (paso del Mar Rojo,
permanencia en el desierto, alianza del Sinaí, revelación de Dios y entrega de la Ley).
Es bastante evidente que Juan lee esa compleja historia como prefiguración del nuevo
éxodo que Jesucristo, con su muerte, ha conseguido para toda la humanidad,
liberándola de la esclavitud diabólica y volviéndola a la condición de amistad e
intimidad con Dios, como era en el paraíso del Edén.
Otro bloque está compuesto por las alusiones al fin del reino de Judá, a la
destrucción de Jerusalén y al saqueo del Templo por parte de Nabucodonosor. En este
bloque se insertan las alusiones a las expoliaciones y a las profanaciones del Templo a
manos de Antíoco IV Epifanes, cruel perseguidor del culto y de la tradición judíos. El
tono de estas alusiones es más desolador, porque sobre el recuerdo de una
destrucción y de una profanación de orden material se superpone la alusión a una
destrucción y a una profanación de orden espiritual, como consecuencias irreparables
de la muerte de Cristo. Para tener una idea de lo que decimos es suficiente pensar en
la inquietante figura de la «prostituta, la grande», que en sus manos tiene «un cáliz de
oro, lleno de abominaciones, las obras impuras de su prostitución», y está «ebria de la
sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús» (17, 4 ss.).
Menos llamativo, pero consistente, es un bloque «profético» que hace
referencia a los sucesos que el Génesis sitúa en el jardín del Edén: creación, tentación y
caída y castigo de la primera pareja humana. En este contexto aparece la influencia de
creencias y especulaciones difundidas al margen de la tradición bíblica (empero, les
hace eco) y referidas a la rebelión de una parte de los ángeles, la lucha entre los
ángeles fieles y los rebeldes, la expulsión de una parte de los ángeles (en el libro de

24
Juan, encabezados por Satanás). En este punto, Juan también se aparta de una
tradición difundida en ciertos escritos apocalípticos (por ejemplo, en el I Enoc, 6, 1 ss.)
que tiene resonancias en el Génesis (Gn 6, 1 ss.), según la cual la caída de los ángeles se
debía a un pecado de origen sexual. Siguiendo una tradición, que también está
presente en la Biblia (por ejemplo, Sb 2, 23 s.), él piensa en una rebelión de Satanás y
los suyos contra Dios por envidia hacia el hombre.
Por último, se puede constatar un bloque donde convergen las voces de
profetas del tiempo del exilio, sobre todo de Ezequiel, y del retorno a la patria, en
particular Zacarías. En sus visiones de la restauración de Israel, de la reconstrucción
de Jerusalén y del Templo, Juan no sólo lee el anuncio de la regeneración de Israel,
sino de toda la humanidad, liberada de la esclavitud diabólica, en otras palabras, el
anuncio de la «nueva Jerusalén» que desciende del cielo, que es el nuevo Templo en
que Dios pone su tienda en medio de los hombres, que pasan a ser «sus pueblos» (cfr.
21, 3) y le rinden culto a él y al Cordero ante su trono (cfr. 22, 3).

5. Historia profana, historia hebraica e historia de la salvación
De la concatenación de los temas que forman estos bloques, se desprende un
trazado de historia de salvación. De este trazado, el autor tomará los puntos
principales, es decir, las etapas decisivas del camino que, partiendo de la creación y de
la caída del hombre concluye, como resultado de la venida histórica de Jesucristo, en
la nueva creación y en la redención.
De este largo itinerario el Apocalipsis reproduce, en grandes líneas, la fase
delineada en el Antiguo Testamento. Este último presenta en el Génesis una especie de
compendio de historia universal; la atención se concentra casi exclusivamente en el
pueblo hebreo, su elección en Abraham, su esclavitud en Egipto, su liberación, el
tiempo glorioso del reino hebreo, su destrucción, su deportación, su retorno y los
intentos de restauración.
Con relación al esquema histórico de la Biblia, que Juan sigue básicamente, hay
diferencias de significativa importancia.
En la Biblia, el relato de los orígenes y de la historia de la humanidad primitiva
constituye, digamos así, el prólogo a la historia del pueblo judío, elegido por Dios
entre todos para una misión y un destino privilegiados. Y así, en el fondo, toma gran
importancia todo lo relacionado con la historia interna del pueblo judío, incluyendo
los episodios aparentemente insignificantes o de carácter privado.
El Apocalipsis, en cambio, intenta recuperar, más allá de la particularidad
judaica, el valor universal de la historia, como se desprende del frecuente uso de
expresiones como «tribus, naciones, pueblos y lenguas» (cfr. 5, 9; 10, 11) o del número
cuatro para indicar toda la superficie de la tierra («cuatro ángulos de la tierra», cuatro
vientos: 7, 1).
La redención de Jesucristo, de hecho, ha sido extendida a toda la humanidad y
no sólo al pueblo elegido. Por este motivo el autor recuerda con insistencia los
acontecimientos de los orígenes: creación, tentación, caída, castigo, promesa de
redención.
Con todo esto, sin embargo, Juan no pretende ignorar ni negar el carácter
propio del itinerario del pueblo hebreo ni su incomparable significado con relación al

25
itinerario de los otros pueblos. Más que cualquier otro autor del Nuevo Testamento él
subraya el valor irreemplazable de la historia judía dentro de la historia de la
salvación, así como los elementos de continuidad con la nueva realidad proporcionada
por Cristo: continuidad entre el antiguo y el nuevo pueblo de Dios, entre la antigua y la
nueva Alianza.
Naturalmente, en la historia de Israel, como es presentada en los escritos
bíblicos, hay varios aspectos que Juan no acepta e incluso rechaza con mucha firmeza.
En primer lugar, el rechazo de una cierta actitud particularista y a menudo, y de buen
grado, exclusivista, que en una buena parte de los judíos se manifestaba desde una
perspectiva de excesivo nacionalismo, el mismo que había dado lugar a la revuelta de
los zelotes. El primer y más grave resultado de este comportamiento fue una
interpretación de las promesas y de las profecías mesiánicas en sentido temporal y
político.
Hemos visto que Juan insiste en el carácter universal del plan divino de
salvación y en la promesa de liberación revelada por Dios a la primera pareja humana
después de la caída. Los judíos, sus contemporáneos, se sentían depositarios y
guardianes exclusivos de estas promesas. Perdiendo de vista la amplitud y el carácter
espiritual de la promesa divina, el judaísmo muy a menudo la había hecho propia de
manera exclusiva, reduciéndola a una perspectiva de naturaleza temporal y
nacionalista.
Por haber malinterpretado la promesa mesiánica, además de su infidelidad a la
ley, Dios había castigado a Israel; es lo que piensa Juan, siguiendo una larga tradición
profética que él radicaliza, pues no está muy interesado en los aspectos exteriores de
la historia del pueblo hebreo. Por ejemplo, en la carta a Tiatira (2, 19), las palabras con
que Cristo alude a la condición de prosperidad espiritual e incluso material de la
comunidad, pueden hacer alusión tal vez a los tiempos gloriosos del reino hebreo. En
particular, es posible ver insinuado el reino de Salomón, su construcción del Templo,
el esplendor de su reinado, la prosperidad de los súbditos, por lo cual es declarado
superior al padre, David (cfr. 1 R 1, 47).
Sin embargo él es desacreditado por sus concubinas, extranjeras e idólatras
(cfr. 1 R 11, 1 ss.), emblemáticamente asimiladas a la figura de Jezabel, la cruel mujer
de Acab, también extranjera e idólatra y perseguidora de Elías (1 R 16, 31 ss.).
De la gran tragedia que cayó sobre el reino de Judá y que significó su fin, a Juan
sólo le interesan algunos aspectos: la ejecución del pío rey Josías en la batalla de
Megido, probablemente prefiguración de la batalla de Armagedón, en la cual, según
nuestra interpretación, fue muerto Jesucristo; la invasión de Jerusalén por parte de
Nabucodonosor, con probable resonancia en la escena de la medición del Templo:
«...las gentes hollarán la ciudad santa por cuarenta y dos meses» (11, 2).
De la intensa actividad que se lleva a cabo en Israel después del retorno del
exilio para la reconstrucción del Templo, hemos creído ver un indicio en la carta a
Filadelfia, donde Jesucristo se refiere claramente a la sustitución del Templo por la
«nueva Jerusalén» (cfr. 3, 12).
Del conjunto de acontecimientos históricos que tuvieron lugar en Palestina
después de la conquista de Alejandro Magno y la fundación del reino de Siria, en el
libro de Juan se encuentra un eco profundo sólo en la figura del ya recordado Antíoco
IV Epifanes y su persecución contra los judíos y el judaísmo. De la ferocidad de esa

26
persecución, un ejemplo impresionante es el relato del martirio de Eleazar y de los
siete hermanos, llamados Macabeos, y de su madre (2 M 6, 18 ss.; 7, 1 ss.), torturados
y muertos por no haber querido violar la Ley. No es absurdo pensar que la visión del
quinto sello (cfr. 6, 9 ss.), en la que los «degollados por la palabra de Dios» reciben los
«vestidos blancos», es decir la vida eterna, antes de la venida de Cristo, derive
precisamente de la certeza con que estos mártires esperaban la recompensa de Dios
por la fidelidad a la Ley. Entre ellos están también los que fueron ejecutados «por el
testimonio [de Jesús]»: ciertamente, Juan conocía la tradición según la cual Isaías
había sido martirizado durante el reinado de Manasés (cfr. Hb 11, 37) y, en todo caso,
conocía el martirio de Juan Bautista.
El aspecto más abominable de la persecución fue la profanación del Templo
con la instalación de una estatua del rey con la apariencia de Zeus, por lo cual el rey
pretendía honores divinos, llegando a prohibir el culto judaico. Sin embargo, en su
acción perseguidora, según se desprende del segundo Libro de los Macabeos, Antíoco
tuvo un sólido apoyo de colaboracionistas judíos, sobretodo de algunos sumos
sacerdotes que llegaron hasta comprar el cargo, e incluso hacer asesinar su
depositario directo, el justo y pío Onías III (cfr. 2 M 4, 34 ss.). En esta turbia relación
entre el rey, profanador del Templo y perseguidor de los judíos fieles a la Ley, y los
sumos sacerdotes corruptos hemos creído ver el modelo para la visión de las dos
bestias, del mar y de la tierra, símbolos de la colusión entre el poder político y el poder
religioso de todo tiempo para oprimir a los «santos», que tuvo su máxima expresión
en la alianza entre el poder imperial romano y los jefes religiosos y civiles judíos para
matar a Jesucristo.
Más importante aún, y fundamental para el planteamiento del libro del
Apocalipsis, es la reflexión de carácter histórico y cronológico que el profeta Daniel
hace sobre esta persecución, para calcular el tiempo del fin y la llegada del reino
mesiánico. Según las palabras que el ángel dirige al profeta, los dos eventos sucederán
a la muerte de Antíoco IV (cfr. Dn 11, 45). En el libro de Daniel, la coincidencia entre la
muerte del soberano y el cumplimiento de los acontecimientos escatológicos se
expresa también con el recurso a la teoría de los cuatro imperios universales, y con la
«profecía» de las setenta semanas de años.
Según la teoría de los cuatro imperios (probablemente de origen oriental), la
historia humana habría visto la sucesión de cuatro grandes imperios y concluiría con
el último de ellos. Daniel la expone en dos pasajes famosos de su libro. El primero es el
sueño de Nabucodonosor, de la estatua compuesta de cuatro metales: oro, plata,
bronce y fierro (con los pies de fierro y arena); de una montaña se desprende una
piedra que impacta contra la estatua y la hace añicos: es el reino mesiánico destinado
por Dios a durar eternamente (Dn 2, 29 ss.). El segundo contiene la visión de las
cuatro bestias (león, oso, pantera y una fiera innominada y de terrible aspecto (Dn 7, 1
ss.).
Tanto en la explicación de la estatua que Daniel da a Nabucodonosor, como en
la de las cuatro bestias que un ángel da al profeta, el último de los cuatro imperios es
el de Alejandro Magno y de sus sucesores en los diferentes reinos en que éste había
sido dividido a su muerte. Entre éstos estaba el reino de Siria, en que reinaba Antíoco
IV y a cuya muerte se habría verificado el fin.

27
A la misma conclusión se llega con la «profecía» de las setenta semanas de
años. El cómputo parte del año del decreto con que Ciro, conquistador de Babilonia,
permite a los exiliados hebreos volver a la patria (538 a. C.). La última semana está
dedicada a la persecución de Antíoco IV (167-160). Por otras indicaciones que se
encuentran en el libro del profeta (cfr. Dn 7, 25; 12, 7) esta semana aparece dividida
exactamente en dos mitades, de tres y medio años cada una. Seguramente la división
se basa en el endurecimiento de la persecución durante la segunda fase,
especialmente en lo se refiere a los intentos del soberano helenista de abolir la Ley
mosaica y el culto (cfr. Dn 7, 25; 9, 27).
La «media semana» de años, entendida en sentido simbólico, es reproducida
por Juan de manera llamativa, y la designa de diversos modos: «cuarenta y dos meses»
(11, 2: pisoteo de la ciudad santa por los gentiles; 13, 5: duración de la actividad de la
bestia del mar); «mil doscientos sesenta días» (11, 3: duración de la actividad de los
dos testigos; 12, 6: primera huida de la «mujer» al desierto, «donde tiene un lugar
preparado por Dios»); «un tiempo, dos tiempos y medio tiempo» (12, 14: segunda
huida de la «mujer» al desierto).
Como veremos en su lugar, es opinión general entre los intérpretes de que Juan
siempre habla solamente de «media semana», porque el autor habría querido
transmitir a su público el mensaje consolador de que el tiempo de la prueba, por
voluntad de Dios, sería de breve duración. En realidad Juan habla de una semana
entera de persecución diabólica contra la «mujer»; sin embargo, ella es símbolo de la
humanidad y no de la Iglesia como generalmente se cree, ignorando o subestimando el
hecho de que el autor habla de dos fugas de la «mujer» al desierto, de la misma
duración, lo cual constituye una semana completa. Como Daniel, si él se refiere a
«media semana» es porque tiene en mente el punto máximo de la persecución, que no
tendrá lugar en el fin del mundo, ya que ocurrió en la «persecución, la grande», que es
la muerte de Jesucristo.
El prejuicio que invoca un sentimiento exclusivamente anti romano de Juan ha
llevado a que no se haya puesto en evidencia, o se ignorase del todo, la importancia
que tiene en su libro la teoría de los cuatro imperios; porque se han convencido de
que el autor tenía su mirada puesta exclusivamente en un futuro más o menos
próximo. De este modo, se ha perdido la riqueza de su reflexión sobre la historia
humana, entendida como consecuencia y continuación de una caída; pero Dios ha
intervenido continuamente en ella, prometiendo el envío de un salvador,
inmediatamente después de la condena y castigo de la trasgresión, promesa que Él,
según Juan, confirmó en la elección del pueblo hebreo, liberado por Él de la esclavitud
de Egipto y hecho depositario de su Ley («palabra de Dios») y de su promesa
mesiánica («testimonio de Jesús»).
Hemos reconocido la presencia de la teoría de Daniel sobre los cuatro imperios
en varios puntos cruciales del Apocalipsis. En primer lugar, si bien de manera indirecta
y difusa como explicaremos en el análisis del texto, en los cuatro caballos y jinetes de
los primeros cuatro sellos; y después, en los «cuatro ángeles atados sobre el gran río
Éufrates» (9, 13 ss.) que, a su vez, no son sino «los cuatro vientos» retenidos por otros
«cuatro ángeles que están en los cuatro ángulos de la tierra», con el objeto de hacer
posible la marca en la frente de los ciento cuarenta y cuatro mil con el sello del Dios
viviente (cfr. 7, 1 ss.).

28
La teoría de los cuatro imperios tiene su expresión más explícita en la visión de
la bestia que sale del mar (cfr. 13, 1 ss.). En este monstruo los intérpretes ven
representado el imperio romano, idólatra y perseguidor de los cristianos. Lo cual
seguramente es cierto, pero a condición de no limitar exclusivamente al imperio
romano este símbolo que es bastante más complejo. Entretanto, no se ha reparado
suficientemente en el hecho de que la bestia del mar es descrita por Juan como
«similar a una pantera», con «pies como de oso» y «una boca como la de un león». Es
una cita explícita de la visión de Daniel. Esto significa que el imperio romano es la
cuarta bestia, aquella que en el antiguo profeta no tenía nombre, pero era descrita
como la más terrible de todas, y que Juan representa como la encarnación misma de
Satanás: siete cabezas y diez cuernos.
Se trata, como de costumbre, de una cita con intención interpretativa: el cuarto
imperio ya no es el imperio macedonio, como era en el profeta, sino el romano, que
encierra en sí mismo también los tres precedentes, en el sentido de sucederlos en el
dominio y en la persecución contra «los santos». En cuanto encarnación de Satanás, el
imperio romano es el perseguidor más cruel; con la ayuda de las autoridades
religiosas y civiles judías (bestia de la tierra, prostituta, falso profeta) y del mismo
Satanás subido desde el abismo, completará «la persecución, la grande», es decir la
muerte de Jesucristo.

6. Apocalipsis y Nuevo Testamento
En lo que respecta a las relaciones entre el Apocalipsis y los demás escritos del
Nuevo Testamento, han sido muy estudiadas, como se dijo anteriormente, las relativas
al resto de la producción «joánea» (evangelio y cartas). Por otra parte, al menos a
partir de Dionisio de Alejandría, el debate se ha centrado siempre en esta relación, y la
crítica se ha dividido constantemente entre los objetores y los defensores de la
afinidad. Por nuestra parte, reiteramos que la tesis de fondo del presente estudio es de
una total coincidencia entre el Apocalipsis y los otros escritos «joáneos» en el plano
teológico de la escatología realizada.
Se han encontrado afinidades entre el libro de Juan y las cartas del corpus
paulino, pero en todo caso no se ha llegado a conclusiones seguras sobre la
dependencia entre ambos autores. Recientemente Lupieri ha creído descubrir en el
Apocalipsis «un cristianismo oriental, contemporáneamente alternativo al judaísmo no
cristiano y enemigo de las concesiones paulinas al mundo greco-pagano» (Lupieri,
LXV).
El carácter anti paulino y judaizante del libro de Juan explicarían las
desconfianzas de los «maestros cristianos de Alejandría y de personajes como
Eusebio». Son afirmaciones sorprendentes, si pensamos que entre «los maestros de
Alejandría» estaban Clemente y Orígenes; respecto a este último, más arriba hemos
hecho hincapié en la importancia fundamental que tuvo el Apocalipsis en la formación
de su sistema teológico. En cuanto a Eusebio, su hostilidad hacia al libro, como se dijo
antes, no proviene de su carácter judaizante y anti paulino, sino porque se había
convertido en el manifiesto de los milenaristas y, principalmente, porque era objeto
de una lectura fuertemente anti romana.

29
Por nuestra parte, encontramos afinidad con el Apocalipsis, especialmente en
las cartas dirigidas a las comunidades del Asia Menor, en particular a los Colosenses y
a los Efesios. De hecho, la espera de la parusía, presente en las primeras cartas de
Paulo (pensemos en las cartas a los Tesalonicenses), en aquellas se vuelve más
matizada y se acentúan los rasgos de escatología realizada: los bautizados ya han
muerto y resucitado con Cristo (cfr. Col 2, 12; 3, 1), de hecho, ya están con Él en los
cielos (cfr. Ef 2, 5 s.).
Otro punto en que creemos ver una afinidad entre los dos autores se refiere a la
relación entre Cristo y el mundo angélico. En ambos, de hecho, hemos visto una
preocupación por acentuar la superioridad de Jesucristo sobre los ángeles: Él es el
Creador de ellos (cfr. Col 1, 16) y es el Señor de ellos (Col 2, 15; y luego de nuevo en
Hb, passim).
Es posible que ambos se hayan preocupado al percatarse de los intentos por
introducir prácticas cultuales dirigidas a los ángeles: Pablo las denuncia abiertamente
en la carta a los Colosenses (cfr. Col 2, 18); Juan parece aludirlas en los dos episodios
en que intenta adorar un ángel, siendo severamente disuadido (cfr. 19, 10; 22, 8 s.).
Con relación a los evangelios sinópticos, las investigaciones han estado
mayormente limitadas a las relaciones entre el Apocalipsis y el discurso de Jesús
denominado «escatológico» o «apocalíptico», que Mateo (Mt 24, 1-44), Marcos (Mc 13,
1-37) y Lucas (Lc 21, 5-36) relatan siguiendo el mismo esquema, pero con variantes
en los detalles.
En los tres el discurso comienza con la predicción de la destrucción del Templo.
Ante la magnificencia de sus edificios, embargado de tristeza, Jesús predice su fin,
sirviéndose de imágenes que hacen pensar en una destrucción material a manos de
enemigos externos (cfr. Mt 24, 2: «no quedará piedra sobre piedra que no sea
destruida»). Esto hace pensar en el asedio y en la victoria del ejército romano en el
año 70 d.C., sobre todo teniendo en cuenta una predicción precisa de aquel evento que
se atribuye a Jesús en el evangelio de Lucas (cfr. Lc 19, 41 ss.).
Sin embargo, en particular con relación a la suerte del Templo, existen grandes
diferencias entre los tres evangelistas. En Mateo y Marcos la predicción de Jesús
parece aludir a un acto de profanación antes que a una destrucción material. En todo
caso la profanación precede a la eventual destrucción material, en tanto presupone
que aún exista. Sólo en Lucas la destrucción del Templo está implícita en la
devastación de la ciudad, que tendrá lugar en el año 70.
Esta diferencia entre Lucas y los otros dos evangelistas no deja de tener
importancia. Lucas, de hecho, no habla de una profanación del templo, o ésta parece
coincidir con la invasión romana de la ciudad. En Mateo y Marcos la profanación es
anunciada por Jesús con la fórmula «abominación de la desolación», usada por Daniel
para indicar la profanación por parte de Antíoco IV (cfr. Dn 9, 27).
En estas circunstancias, el vínculo, indiscutible para algunos críticos, entre el
discurso escatológico de Jesús y el desastre del 70, es ciertamente válido en Lucas,
pero es bastante discutible en los otros dos evangelistas. En Mateo y Marcos el «signo»
precursor de los acontecimientos escatológicos no es la destrucción del Templo, sino
su profanación (cfr. Mt 24, 15; Mc 13, 14); en Lucas, en cambio, el «signo» es el asedio
de la ciudad por parte de los romanos (cfr. Lc 21, 20).

30
La cita de Daniel, tomada de la profecía mesiánica de las setenta semanas, es
tanto más significativa considerando que en la segunda parte del discurso, centrada
en la descripción de la parusía, Jesús cita otra profecía mesiánica del profeta,
igualmente famosa, la del Hijo de hombre que viene sobre las nubes del cielo (cfr. Dn
7, 13 s.). Reducido a sus elementos esenciales, el discurso escatológico de Jesús tiene
por tanto como objeto las modalidades y las circunstancias en que se revelará su
naturaleza de Mesías en relación con lo anunciado en las Escrituras, y con las
expectativas del judaísmo contemporáneo. Entre los anuncios mesiánicos de la Biblia,
el de Daniel se había posicionado como el más explícito y el más detallado.
En la profecía de las setenta semanas, lo que más llamaba la atención no era
tanto el cálculo cronológico, sino más bien la precisión con que se indicaba lo que
debía verificarse inmediatamente antes del advenimiento del Mesías. En la profecía de
Daniel la semana de persecución comienza con la muerte de un «ungido» (en hebreo,
Mashiah; en griego, Χριστος), pero el evento, por el evidente enlace verbal, podía ser
visto por los cristianos como la anticipación tipológica de la muerte de Jesucristo. La
segunda parte de la semana, como ya se ha señalado, ve la exacerbación de la
persecución con la profanación del Templo y la cancelación del culto judaico por parte
de un impío perseguidor.
Como ya se ha indicado, el profeta se refería a la persecución de Antíoco IV
Epifanes. Sin embargo, esto fue establecido por la crítica moderna. Los antiguos leían a
Daniel tal como se presenta, es decir, como un profeta que vivió durante el exilio de
Babilonia, y los acontecimientos que relata, como anuncios de lo que ocurrirá al
momento del advenimiento del Mesías. En este sentido, por cierto, los entendía la
espera mesiánica, muy viva en los ambientes populares en el tiempo de Jesús. Y
también estaba muy extendida la idea de que este advenimiento coincidiría con una
crisis histórica, incluso cósmica, de enormes proporciones, prácticamente con el fin de
este mundo.
También se encuentran indicios de esta mentalidad en la pregunta que los
discípulos dirigen a Jesús después de referirse a la ruina del Templo. Para ellos este
acontecimiento implica, al mismo tiempo, el fin del mundo y el advenimiento glorioso
del Mesías para instaurar el reino de Dios, como anunciaba la profecía de Daniel sobre
el Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo hasta el trono de la divinidad
donde recibe un reino eterno.
La respuesta de Jesús a los discípulos demuestra su preocupación por
distinguir el advenimiento del Mesías del fin del mundo. Este fin no está en modo
alguno unido a su revelación como Mesías, revelación que él define como el
cumplimiento, simultáneo o estrechamente conectado, de las dos profecías de Daniel
sobre la profanación del Templo y sobre el advenimiento del Hijo de hombre sobre las
nubes. A propósito del advenimiento del Hijo de hombre, Jesús también hacía
referencia al cumplimiento de otras bien conocidas profecías mesiánicas (cfr. Is 13,
10; 34, 4; Zc 2, 6) relativas a la catástrofe cósmica asociada: oscurecimiento del sol y
de la luna, caída de las estrellas, terremotos , etc.
El discurso escatológico de Jesús, por lo tanto, no se refiere al fin del mundo,
sino al cumplimiento, en su persona, de las profecías relacionadas con la venida del
Mesías. Y es precisamente el acontecimiento mesiánico en sus principales elementos
(profanación del Templo y su fin, venida del Hijo de hombre sobre las nubes

31
acompañado de una catástrofe cósmica, juicio del mundo y reunión de los elegidos) lo
que Jesús anuncia como su próximo cumplimiento, tan próximo que sus oyentes
prontamente lo experimentarán.
¿De que acontecimientos se trata? Se ha pensado que Jesús aquí se refería a su
segunda venida, en poder y majestad, para llevar a cabo el juicio e instaurar el reino.
Pero esta interpretación plantea los mismos interrogantes que pone la interpretación
del Apocalipsis en clave exclusivamente escatológica. ¿Se puede pensar que los efectos
y contenidos de la obra mesiánica de Jesucristo (juicio, reunión de los elegidos,
instauración del reino) vengan unidos a su retorno glorioso? ¿Dónde están, en los
evangelistas que nos han hecho llegar su discurso, las señales de la impaciente espera
de su retorno?
Por otro lado, esta interpretación deja entre las sombras y sin motivaciones la
parte del discurso relativo al Templo; pero se trata de un tema importante,
precisamente porque da origen al discurso de Jesús, al cual hace referencia el único
«signo» escatológico que él da a los discípulos. Por otra parte, Jesús pronuncia el
discurso escatológico después de hacer del Templo el escenario de su predicación e
incluso de su acción. Por lo tanto, debemos preguntarnos en qué consiste la
profanación anunciada por Jesús.
Seguramente Él ya había visto alguna forma de profanación en la presencia de
los mercaderes; Él repudia la situación con palabras muy duras, tomadas del profeta
Jeremías: «Está escrito: “Mi casa será llamada casa de oración, vosotros la habéis
hecho cueva de ladrones”» (Mt 21, 1; Jr 7, 11). Algo aún más violento se deja entrever
en la invectiva contra los escribas y los fariseos, acusados de tener un concepto
meramente exterior y especulativo del culto, de haber derramado sangre de justos y
profetas, algunos ejecutados incluso en el Templo. Precisamente en relación con este
hecho, citando otra vez a Jeremías, Jesús anuncia que la «casa» de ellos sería dejada
«desierta» (cfr. Mt 23, 38). La «casa» que será dejada desierta es evidentemente el
Templo, como se desprende de la precedente cita de Jeremías.
La idea del Templo dejado «desierto» nos lleva de nuevo al «signo» que los
discípulos habían pedido a Jesús para saber cuando sucedería lo que Él había dicho
acerca del Templo mismo: «Cuando veáis la abominación de la desolación, del que
habló el profeta Daniel, estar en el lugar santo» (Marcos: «estar donde no debe») (Mt
24, 15; Mc 13, 14). El sustantivo que es traducido por «desolación» en base a la
versión latina, en griego suena ἐρήμωσις, claramente relacionado con ἐρῆμος, adjetivo
que significa «desierto». La idea expresada en los dos textos, por lo tanto, es la idea de
soledad, de abandono.
Entonces, a propósito del Templo, cuando Jesús habla de «abominación de la
desolación» el sentido de sus palabras, algo más explícito, podría ser el siguiente: un
acto de profanación que produce la soledad en el Templo, su abandono por parte de
los fieles, en definitiva, el fin del culto que allí se celebra. Esto se desprende no sólo de
la palabra «desolación», sino también de lo que Jesús manda a sus oyentes tan pronto
se verifique el «signo» de la profanación: huir de Judea, dejar la casa propia y las
propias ocupaciones (cfr. Mt 24, 16; Mc 13, 14 ss.). Esta es la fuga que dejará
«desolado», es decir desierto, el Templo.
En Lucas la exhortación a la fuga se relaciona con los hechos del año 70, lo cual
cambia completamente el enfoque de Mateo y Marcos: en ellos la aparición del «signo»

32
no sólo precede, sino también determina la fuga, que se produce cuando el Templo,
aunque existe aún materialmente, sin embargo ya contiene en sí «la abominación», es
decir, la profanación que obliga a los fieles a abandonarlo.
Así pues ¿en qué consiste esta profanación? Es la muerte de Jesús, concebida,
preparada, y dirigida por los jefes religiosos, los sumos sacerdotes, que tienen su
domicilio en el edificio del Templo. Es la presencia de ellos lo que lo contamina (en
Marcos lo que produce la profanación es presentado con rasgos personales). Por lo
tanto, lo que Jesús ordena no es la huida de Jerusalén asediada, sino el abandono del
judaísmo y sus prácticas cultuales. La ruptura, largamente evitada, si bien en medio de
grandes enfrentamientos que tenían como objetivo una reforma radical, es inevitable
para Jesús, e indispensable después de su muerte que él ve en preparación. Con su
muerte Jesús desvela a sus discípulos el cumplimiento de la profecía de Daniel que se
refiere a la ejecución del personaje consagrado, por parte de los sumos sacerdotes
confabulados con el impío profanador del Templo. Pero también desvela el
cumplimiento de las otras profecías mesiánicas, sobre todo la relativa al advenimiento
del Hijo de hombre sobre las nubes, la cual anunciaba la revelación del Mesías en el
momento supremo de su poder, cuando realice el juicio de Dios sobre el mundo. Jesús
la cita en relación con la proximidad de su muerte, para revelar que precisamente en
ella se cumplirá el juicio y se llevará a cabo la redención, la reunión de los elegidos de
los cuatro vientos, es decir de toda la humanidad.
Las profecías sobre la catástrofe cósmica que Jesús menciona van también en la
misma dirección. En los profetas el oscurecimiento del sol y de la luna, la caída de las
estrellas, el desgarro del cielo, el terremoto, eran imágenes habituales para indicar
una intervención de Dios para juzgar, que tendría lugar en el momento de la venida
del Mesías. Jesús, a su vez, las reproduce como elementos alusivos a su muerte
inminente.
La función del discurso escatológico en los evangelios sinópticos es la de
proporcionar, en base a las profecías veterotestamentarias, una clave de lectura de los
acontecimientos que se describen desde este discurso en adelante: el arresto, el
proceso, la condena, la pasión, la muerte y la resurrección, como el punto más alto de
la revelación de Cristo como el Mesías profetizado y esperado. No es casualidad que en
los tres sinópticos su muerte se acompañe de una alusión a la catástrofe cósmica (cfr.
Mt 27, 45; Mc 15, 33; Lc 23, 44; en Mateo incluso hay un gran terremoto) y al fin del
culto judío, simbolizado por el desgarro del velo del Templo (Mt 27, 5; Mc 15, 38; Lc
23, 45). El mensaje contenido en el discurso escatológico de Jesús, en su substancia,
había sido entendido y recogido.
Si este discurso tiene el significado que hemos propuesto, entonces comparte
con el Apocalipsis algo más que el género literario, las fuentes o ciertos elementos
formales. Ellos tienen en común el enfoque, el argumento y el objetivo: demostrar que
los acontecimientos finales del episodio histórico de Jesucristo también forman parte
de su misión mesiánica, más aún, constituyen su aspecto esencial. Desde luego, no se
trata de una casualidad que las dos profecías de Daniel, de las setenta semanas y del
Hijo de hombre que viene sobre las nubes, constituyen la piedra angular tanto de la
estructura del discurso escatológico como del Apocalipsis. Como culminación de
cuanto se ha dicho sobre la relación entre el discurso escatológico y Daniel es
necesario agregar que el relato de la pasión hecho por Marcos está rigurosamente

33
colocado, con precisión cronológica, en la última de las setenta semanas del profeta. El
evangelista en efecto, sobre la base del profeta, divide la semana en dos partes. En la
primera se describen la predicación de Jesús en el Templo y su enfrentamiento con las
autoridades religiosas judías, la proclamación de su naturaleza mesiánica, la
predicción de su muerte en la parábola de los viñadores homicidas. En la segunda
parte, la celebración de la Pascua por parte de Jesús con los discípulos, el arresto, la
condena, la crucifixión y la sepultura de Jesús. El discurso escatológico se sitúa
exactamente entre la primera y la segunda parte de la semana.

7. Esquema y estructura del Apocalipsis
La unidad del texto, así como su autenticidad, radicalmente puestas en
discusión en el pasado por algunos críticos, hoy son admitidas casi por unanimidad.
En las ediciones habituales, el texto está subdividido en veintidós capítulos que
comprenden en promedio una veintena de versículos cada uno. Esta subdivisión fue
realizada en el final de la Edad Media, y no es fácil entender los criterios empleados.
En muchos casos resulta insuficiente, razón por la que algunos estudiosos han
propuesto, con poco éxito, otras distribuciones. El motivo por el que estos intentos no
han tenido éxito es fácil de entender: no tenemos la menor idea de cómo el autor quiso
distribuir la obra. Si se tiene en cuenta el procedimiento seguido por él en el
desarrollo de los argumentos, con continuas reposiciones de temas y motivos, cabe
preguntarse si acaso es legítimo aplicar a un texto como este una subdivisión en
capítulos, que conlleva la idea de desarrollos indivisibles que poseen un carácter
acabado. De todos modos, la subdivisión entró en uso y más vale seguirla tal como
está, sin intentar cambiarla, teniendo presente que sólo tiene un valor práctico en
orden a la utilización del texto.
Una importancia distinta posee el problema relativo a la subdivisión de la obra
en partes o secciones, porque esto, en última instancia, significa descubrir la
estructura y el esquema sobre los cuales descansa la obra. Es bastante evidente que
las soluciones propuestas no parten de un examen del texto propiamente tal, sino de
una preconcepción del mismo. Aún si esto cierto, el problema no puede ser evitado,
como sucede con algunos comentarios (por ejemplo, con el de Lupieri), dado que se
pierden tanto el aspecto literario de la obra, que se presenta bastante bien cuidado
por el autor y con sólidas referencias internas, como el plan de la obra, también bien
definido.
La propuesta de división más seguida hoy es la que distribuye el Apocalipsis en
cuatro secciones: prólogo (capítulo 1), introducción (capítulos 2 y 3), parte
«profética» (4, 1 – 22, 5), epílogo (22, 6 – 21). Esta distribución se basa en la orden
que Jesucristo, aparecido en la isla de Patmos, dirige a Juan: «Escribe las cosas que has
visto, las cosas que son, las cosas que están por cumplirse después de éstas» (1, 19).
«Las cosas que has visto» se referirían a la visión de Patmos (cfr 1, 9 – 20); «las
cosas que son», al estado presente de la Iglesia (capítulos 2 y 3); «las cosas que están
por cumplirse», a la predicción de la segunda venida de Cristo.
Comentaremos en su lugar la orden comunicada al vidente: por el momento
aquí diremos que no es posible limitar «las cosas que viste» sólo a la visión de Patmos,
ya que la sección que comienza en el capítulo cuarto y llega hasta el epílogo está llena

34
de visiones. Además ¿por qué esta sección debiera ser «profética», en el sentido de
predicción de la parusía, teniendo en cuenta que el autor llama a todo su libro –
incluido el septenario de las cartas – «el libro de la profecía»?
Si se parte de un examen objetivo del texto, el fenómeno formal que llama la
atención de inmediato es la presencia de cuatro bloques bien identificables y bien
definidos por el autor, construidos sobre una estructura de septenarios: siete cartas
(capítulos 2 y 3), siete sellos (capítulos 6 – 8, 1), siete trompetas (capítulos 8, 6 – 11),
siete copas (capítulo 16).
El desarrollo de estos cuatro bloques abarca cerca de la mitad del libro. Esta
constatación pone inmediatamente la pregunta de su relación con el resto de la obra.
Pero algunas consideraciones se imponen de inmediato. El espacio que separa el
prólogo (1, 1-8) del inicio del septenario de las cartas (2, 1) está ocupado por la visión
de Patmos (1, 9 – 20), que es sin duda el proemio del septenario de las cartas, pues es
Jesucristo quien lo dicta a Juan.
Del mismo modo los capítulos 4 y 5, que separan el septenario de las cartas del
septenario de los sellos, constituyen el preludio de este último, ya que contienen las
visiones de la divinidad sentada en el trono y del Cordero que recibe de sus manos el
libro de los siete sellos, que son rotos a continuación uno por uno desde el inicio del
capítulo 6. La misma observación es válida para el breve fragmento interpuesto entre
el fin de los sellos (8, 1) y el inicio de las trompetas (8, 6). Se trata también aquí de un
proemio: es una escena litúrgica oficiada por un ángel que, al término, toma el
incensario, lo llena con fuego del altar y lo arroja sobre la tierra; es un claro preludio a
las primeras cuatro trompetas en que, al sonido de las trompetas angélicas, son
arrojados cuerpos ardiendo en fuego del cielo a la tierra. Queda entonces tratado en
conjunto toda la parte que va desde el prólogo hasta el término del capítulo 11.
Un discurso análogo, pero más complejo, hay que hacer del septenario de las
copas. El derrame de las siete copas se describe en el espacio de un solo capítulo, el
16, que se encuentra justamente al centro de la vasta sección que se extiende desde el
capítulo 12 hasta el comienzo del epílogo (22, 6).
Los capítulos 12 – 15 constituyen un proemio, por el hecho de que los capítulos
12 – 14 se presentan como una recapitulación y profundización de los septenarios
precedentes (especialmente de los sellos y de las trompetas) y el capítulo 15 describe
la entrega de las copas a los ángeles, es decir el preludio inmediato de la ejecución. La
confirmación de que estos capítulos forman un todo homogéneo, es decir, dotado del
mismo carácter y de la misma función, nos la da la presencia del elemento estructural
«signo del cielo», que sólo aparece en esta sección del libro: dos veces en el capítulo
12 («signo de la mujer» y «signo del dragón») y una vez en el capítulo 15 («signo de
los siete ángeles con las siete copas»).
La parte que sigue al derrame de las copas, que va desde el capítulo 17 hasta el
epílogo, describe los efectos de la acción de los ángeles. Primero se describen el juicio
y la condena de la «prostituta-Babilonia» (capítulos 17 y 18) y la destrucción de la
coalición anti divina en la batalla de Armagedón (capítulo 19). Continúa el capítulo 20,
con un «re-epílogo» de la fase antigua de la historia de la salvación. En el capítulo 21
se describe la «nueva Jerusalén», cuya descripción continúa en los primeros versículos
del capítulo 22.

35
Concluyendo, se puede afirmar que toda la sección que va desde el capítulo 12
hasta el epílogo representa el desarrollo de un solo septenario, el de las copas. No
debe sorprender su extensión, ya que, como demostrará el análisis, su tema es la
muerte de Cristo, presentada como la coronación de su obra mesiánica: redención de
la humanidad y destrucción de las fuerzas que la mantenían oprimida. Se explican así
no sólo su extensión, sino también su carácter menos abstracto y más ceñido a la
realidad humana e histórica; la muerte de Jesús que aquí se menciona es un hecho
histórico en el que confluye y culmina la historia de la salvación, ya que es «revelación
(apocalipsis) de Jesucristo».
De este modo el Apocalipsis resulta constituido por el desarrollo de cuatro
septenarios: cartas (1, 9 – 3, 22), sellos (4, 1 – 8, 1), trompetas (8, 2 – 11, 19), copas
(12, 1 – 22, 5), precedidos por un prólogo(1, 1-8) y seguidos por un epílogo (22, 6-21).

8. Relación entre los septenarios
La sucesión de los septenarios dan la impresión de una yuxtaposición
mecánica. Esto se debe a la inserción entre un septenario y otro de los proemios, que
tienen una evidente función de cesura. Pero al interior de los diferentes desarrollos
las analogías y referencias entre unos y otros son tan frecuentes y abundantes que los
comentadores antiguos llegaron a suponer que Juan repite, en las diferentes secciones
y en forma variada, siempre los mismos contenidos. Es la teoría denominada de la
«recapitulación», que encuentra seguidores, al menos bajo ciertos aspectos, también
hoy, mientras otros estudiosos modernos explican las afinidades entre los septenarios
con hipótesis sobre la composición o la redacción de la obra.
Los seguidores de la «recapitulación» han tenido el mérito de haber llamado la
atención sobre el aspecto literario y formal de la obra. Pero quizá no se ha prestado
suma atención al hecho de que la semejanza entre los elementos es semejanza, no
identidad. Si en las reapariciones, en las reposiciones y en las analogías hubiesen
tenido en cuenta las variantes más mínimas que Juan introduce constantemente, se
hubiesen dado cuenta de que la introducción de las variantes es el modo con que el
autor, como hace con los textos bíblicos, retorna sobre sus temas para profundizarlos.
Una pregunta planteada por algunos exegetas modernos es si acaso existe
sucesión entre un septenario y el otro y, por consiguiente, alguna especie de
encadenamiento dispuesto en línea ascendente. Es indiscutible que se advierte, de
septenario en septenario, una progresión hacia un punto final en que se cumplirá lo
que el ángel con «el pequeño libro» indica como el cumplimiento del «misterio de
Dios» (cfr. 10, 7).
Pero entre un septenario y otro no hay encadenamiento, y es vano, como se
verá en su lugar, el esfuerzo de quien como Prigent ha creído colocar la liturgia
angélica, que hace de proemio al septenario de las trompetas, en el «silencio como por
media hora». El séptimo elemento representa siempre una conclusión, un fin. Si bien
el punto de partida del septenario sucesivo puede parecer incluso retrasado respecto
al precedente, el punto de llegada es siempre el mismo: el cumplimiento del «misterio
de Dios», que para Juan se lleva a cabo con la muerte de Jesucristo, cuyos efectos él
contempla sucesivamente: invitación extrema, con amenaza, al pueblo hebreo para
reconocerlo como Mesías (séptima carta); fin de la liturgia angélica y por consiguiente

36
del culto judío (séptimo sello); instauración del reino mesiánico e inicio del juicio de
Dios sobre el mundo (séptima trompeta); juicio de Dios con la condena y el castigo de
los malvados y de sus jefes, diabólicos y humanos, y reunión de la humanidad
redimida en la «nueva Jerusalén» (séptima copa).
Por medio de las visiones de los septenarios el «profeta» Juan se introduce cada
vez más a fondo en la meditación de la historia humana, llegando hasta los orígenes,
comenzando por la creación y la caída. Es una historia de pecado y de decadencia
física y espiritual, pero siempre iluminada por la certeza de que Dios no abandona a
sus creaturas, pues les ha prometido el salvador y el liberador.
Esta historia de pecado y de redención, de luto y de esperanza, es lo que Juan
nos representa en los cuatro septenarios, cuatro precisamente, como el número que
indica la totalidad de la tierra y de su historia. A través de la sucesión de grandes
frescos y una perspectiva siempre más nítida y profunda, el desvelarse de la historia
humana se muestra indisolublemente entrelazado con la «revelación de Jesucristo»,
no sólo después, sino también antes de su venida histórica.

9. Simbolismo, alegoría, tipología

En la interpretación del Apocalipsis es habitual el uso del término «símbolo», al


punto que alguien se refirió al libro como «una selva de símbolos». El uso de este
término, aplicado a la exégesis, tiene una larga historia y puede ser aceptado, teniendo
en cuenta algunas consideraciones. El concepto de «símbolo» llega a nosotros desde la
tradición griega (particularmente, de la tradición platónica que distinguía entre
realidad sensible e inteligible, corpórea y espiritual), filtrado por la teoría de Agustín
sobre los «signos» (signa) que, por así decirlo, son las improntas que las cosas dejan
en nosotros y a través de las cuales las conocemos. Pero en la realidad existen «cosas»
(res) que, más allá de la impresión que hacen en nuestros sentidos, favoreciendo su
conocimiento, atraen a la mente otras «cosas»: o sea, existen «cosas» que son «signos»
de sí mismas y «signos» de otras «cosas» (por ejemplo: la pisada que remite al animal
que la marcó; el humo que remite al fuego).
Aplicando esta teoría a la exégesis de los textos bíblicos, el obispo de Hipona
recordaba que, mientras antes de la caída Dios hablaba al hombre de modo directo, y
era comprendido, después de la caída Adán y Eva se dieron cuenta que este tipo de
comunicación se había perdido, y que también para comunicarse entre ellos debían
recurrir al instrumento exterior, artificioso e indirecto, del lenguaje, basado en
«signos» y por tanto necesitado de interpretación. Y todavía más indirecta llegó a ser
la comunicación entre Dios y la humanidad, no sólo porque se expresa por medio del
instrumento exterior del lenguaje, sino también porque el mismo lenguaje es filtrado
por la mentalidad y por la personalidad de los autores inspirados por Dios, y a
menudo está envuelto en oscuridad y lleno de ambigüedad.
En esta elaborada teoría sobre la exégesis Agustín no hacía sino sistematizar un
tipo de interpretación que ya estaba presente tanto en el judaísmo (por ejemplo, Filón
de Alejandría) como en el cristianismo (Orígenes, en ambiente griego, y el mismo
Agustín en ambiente latino, son los exponentes más reconocidos). En este tipo de
exégesis, como se sabe, se distingue entre un sentido «literal» (Orígenes lo llama

37
incluso «corpóreo», «material», “inmediato») y un sentido «alegórico» (que él mismo
llama «inteligible», «profundo»).
La exégesis cristiana de la Biblia está ampliamente dominada por esta
distinción durante toda la antigüedad y el Medioevo. Las reacciones en la antigüedad a
favor de una interpretación literal del texto sacro no tuvieron éxito, por las
dificultades de carácter moral y doctrinal que a veces significaba la aplicación de este
método. Mejores perspectivas tuvo la aplicación de otro método, denominado
«tipológico», ya que se basa en el convencimiento de que todo el Antiguo Testamento
es la prefiguración, precisamente el «tipo», de Jesucristo y de su obra salvífica.
Pero la aplicación de este método exegético al Apocalipsis comportaba muchas
dificultades. En primer lugar, por la convicción de que el texto estaba totalmente
orientado hacia la espera del futuro. Tal vez por esa razón, cuando a este respecto se
ha hecho referencias a símbolos y alegorías, no se ha considerado atentamente que en
realidad se trataba de evocaciones o de citas de escritos bíblicos de los cuales, como se
ha dicho antes, Juan se propone una interpretación. Los escritos bíblicos,
especialmente los proféticos, están llenos de símbolos y alegorías, así como los textos
apocalípticos. Basta con pensar, sólo para nombrar unos pocos, en Ezequiel y su gran
alegoría de las «águilas», una (Nabucodonosor) que planta y hace próspera la «viña»
(Israel) y la otra (el faraón egipcio) que quiere destruirla (cfr. Ez 17, 1ss); o en la
visión de Daniel, mencionada anteriormente, de las cuatro bestias que surgen del
«mar», una de las cuales logra hacer caer las «estrellas del cielo», o bien en aquella de
la lucha entre el carnero y el chivo.
Los símbolos teriomorfos («águilas», «leones«, «osos», «panteras», «carneros»,
«cabras», «caballos»), símbolos vegetales («viña», pero también se encuentran
«cedros», «olivos», «palmas»), símbolos cósmicos («mares», «cielo», «estrellas» y
también «tierra») se repiten a manos llenas en los textos bíblicos. Junto a estos
símbolos hay que señalar después el uso simbólico de ciertos fenómenos atmosféricos
concretos, como «trueno», «relámpagos», «lluvias», «granizos», o bien naturales como
los «terremotos», para indicar la presencia de la divinidad.
Cuando este material simbólico es recurrente en el Apocalipsis la primera
precaución a tomar, como a menudo se ha recordado, es que no se trata de simples
préstamos sino, en la mayoría de las veces, de citas con fines interpretativos. Por lo
tanto, no siempre la recurrencia de los símbolos en los libros posee el mismo valor
que posee en las fuentes, sean bíblicas o extra bíblicas. Comencemos por los símbolos
cósmicos más cercanos a la experiencia cotidiana común: «cielo», «tierra», «mar». En
primer lugar, el «cielo»: es la sede de Dios, donde está su trono, su Templo, y allí Él
está rodeado por la corte angelical ocupada en perenne liturgia. Hasta allá es invitado
Juan a subir para recibir la revelación de «las cosas que deben cumplirse después de
éstas» (4, 1).
¿Se trata de una sede de la divinidad que debe ser entendida en sentido físico?
No es imposible: la situación, en ciertos textos bíblicos, parece ser entendida en estos
términos. En el Libro de Enoc parece que el viaje del vidente a las regiones celestes es
entendido como una especie de pretexto para una descripción cosmográfica. Lo que se
refiere a Juan parece bastante más complejo. Al cielo suben los dos testigos
ejecutados, después de haber entrado en ellos un «Espíritu de vida, proveniente de

38
Dios» que los resucitó (cfr. 11, 11 ss.). También Juan sube allí cuando se encuentra «en
el Espíritu» (cfr. 4, 2).
Por otra parte, es bastante difícil imaginar que el trono de Dios, el Templo
celeste, el altar de oro, la decoración del Templo y los instrumentos en manos de los
ángeles (los incensarios, las trompetas, las copas) sean de naturaleza física. También
la «mujer cubierta de sol, con la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce
estrellas» se encuentra «en el cielo» (cfr. 12, 1); pero «en el cielo» se encuentra
también «el dragón con siete cabezas y diez cuernos» que, por la representación,
exhala ferocidad y hostilidad hacia la «mujer». Es evidente que en este caso el término
«cielo» se refiere a la situación espiritual, de perfección, de los dos protagonistas y no
a una ubicación física de ellos.
Un discurso algo distinto hay que hacer respecto a los elementos cósmicos que
recurren en la visión del capítulo 12: «sol», «luna», «estrellas». Como veremos mejor
en el lugar adecuado, es difícil pensar en un significado simbólico de los términos
«sol» y «luna». En cuanto a las «estrellas», el significado simbólico es seguro en la
representación del dragón, cuya cola arrastra «un tercio de las estrellas del cielo y las
arrojó en la tierra»: se trata de los ángeles que han seguido a Satanás en su rebelión
contra Dios (12, 4), mientras que es quizá ambivalente en el caso de la «corona de
doce estrellas» sobre la cabeza de la «mujer»; aquí las «estrellas» pueden ser
entendidas como astros o como ángeles.
Un discurso análogo hay que hacer de la «tierra». No hay duda de que se trata
de la residencia física del hombre. Es el lugar adonde es arrojado el dragón después de
la derrota sufrida a manos de Miguel y sus ángeles (cfr. 12, 9), y no hay duda de que se
refiere a la tierra habitada por los hombres, el οἰκουμένη, como es llamada en el libro
de Juan, o sea la tierra entendida en sentido físico. Tal como hay que entender en
sentido físico el «mar» que, conjuntamente con la tierra, recibe las amenazas de los
«ayes» por parte de Satanás expulsado del cielo.
También la «mujer», que primero estaba «en el cielo», termina en la tierra
después de parir al hijo varón: pero la tierra no está llamada por su nombre, sino
designada con el término «desierto». En este término, como se verá en su lugar, hay
una probable doble alusión: a la condición de la tierra maldecida por Dios después de
la caída volviéndose hostil para el hombre (cfr. Gn 3, 17), y al refugio de los hebreos
«en el desierto» después de la salida de Egipto.
También es posible que «tierra», en algún pasaje, indique por antonomasia la
«tierra prometida», que Dios había indicado al pueblo elegido como meta después de
la liberación de Egipto y cuya plena restauración, más allá de los castigos impuestos
por la infidelidad, los profetas habían anunciado en términos de prosperidad, gloria y
esplendor indescriptibles a la llegada del Mesías.
Es la «tierra» que Juan, en los capítulos finales del libro, ve «hecha nueva» por
Dios como premisa para el descenso del cielo de la «nueva Jerusalén», el reino
mesiánico inaugurado por Jesucristo con su muerte y resurrección. En este «nuevo»
orden ya no existirá el «mar» (cfr. 21, 1), término que aquí, evidentemente, debe
entenderse en sentido simbólico, ya que éste es el lugar de donde, en las visiones de
Daniel y de Juan, salen las fieras, símbolo del poder político malvado.
En cuanto a los animales, éstos son evocados en el Apocalipsis casi siempre sólo
con valor simbólico. Esto vale, en primer lugar, para el símbolo teriomorfo más

39
común: el caballo; que es fundamental en las visiones de los primeros cuatro sellos, en
las visiones de la sexta trompeta (langostas y caballerías infernales, cfr. 9, 3 ss. y 16
ss.), en la visión del Logos que baja del cielo sobre el caballo blanco (cfr. 19, 11 ss.).
Posee también valor simbólico el «águila» (cfr. 12, 14: «las dos alas del águila, la
grande» que refugia a la «mujer» en el desierto; el «águila» que anuncia los tres «ayes»
que tendrán lugar con las tres últimas trompetas).
Una importancia fundamental, en el Apocalipsis, tiene el simbolismo
relacionado con los números. También en este caso es necesario recordar el hecho de
que el autor se refiere a datos relacionados con la Escritura o con la tradición judaica.
Es inútil recurrir a especulaciones gnósticas, astrológicas, mistéricas o cabalísticas.
Aún cuando éstas pueden estar en la base de ciertos textos bíblicos, hay que decir que
Juan se refiere a los datos y a la interpretación que se daba a éstos últimos.
Juan encontraba que en la Biblia el número siete era símbolo de la totalidad,
completa y acabada en sí misma. Es muy probable que en el origen de esta idea, según
el relato del Génesis, estaban los siete días en que se lleva a término la creación. Eso
fue lo que impulsó el desarrollo de las especulaciones sobre la duración del mundo
(siete días equivalentes a siete mil años) y, posteriormente, los cómputos cronológicos
relativos a la venida del Mesías, fijada en la segunda mitad del sexto milenio, mientras
que el reino mesiánico ocuparía el séptimo milenio. Juan hace uso de estas
especulaciones sobre la «semana cósmica» que circulaban en los escritos
apocalípticos. Cabe decir, sin embargo, que el valor del número siete en conexión con
la venida del Mesías ya había sido mencionado en la profecía de Daniel sobre las
setenta semanas (cfr. Dn 9, 14 ss.).
Del mismo modo, Juan encontraba en la Biblia, especialmente en Exequiel,
Daniel, Zacarías, que el valor del número cuatro se refiere a la tierra (cuatro zonas de
la tierra, cuatro vientos) y a su historia (cuatro imperios). Así como encontraba que el
valor del número doce era símbolo de perfección (doce tribus de Israel), que el
número tres estaba asociado, de alguna manera, a la divinidad (los tres «ángeles» que
visitan a Abraham) y que el número seis también estaba referido a la tierra,
particularmente al hombre, creado el día sexto.
Estos números simbólicos dieron pie a especulaciones de todo tipo. Se atribuyó
una importancia particular tanto a la suma como al producto de ellos. Así, la
perfección del número doce se explicaba por medio del producto entre el cuatro
(número cósmico) y el tres (número relacionado con la divinidad o con entes
angélicos). La serie decimal (el diez y sus múltiplos) indicaba una duración indefinida,
incompleta. Los números pares eran considerados imperfectos, y los impares
perfectos.
Juan se muestra al corriente de estas especulaciones, y ha sido un error no
haber considerado esto suficientemente. Por ejemplo, no se ha pasado por alto que el
número mil, base del reino milenario, es un número indefinido, por lo tanto
imperfecto, como imperfecto es el número de los diez cuernos de la bestia del mar, es
decir, la serie indefinida de soberanos terrenos malvados que se suceden en el curso
de la historia humana.
El número siete no debía haber sido confundido con la perfección, ya que
simplemente indica totalidad y, en todo caso, para un cristiano la perfección consistía
más bien en el número ocho.

40
Siempre en relación con el simbolismo de los números, hay que señalar además
que el comportamiento de Juan es el mismo que hemos notado en la aplicación de los
textos bíblicos. Él parte de un valor que supone conocido o da por sentado y que, en
todo caso, considera derivado de la Escritura. Sobre la base de ese valor él trabaja
modificándolo o simplemente aplicándolo a la comunicación de su mensaje.
Pensemos, a modo de ejemplo, en los septenarios de los sellos y de las
trompetas, que están dispuestos en dos grupos, claramente distintos; el primero tiene
que ver o con la historia humana (sellos) o el orden cósmico (trompetas), mientras
que el segundo tiene que ver o con la intervención de Dios (sellos) o con la
intervención de poderes angélicos, malvados y buenos (trompetas). De forma similar,
Juan presenta el concepto de la salvación concedida a los justos de la economía
antigua multiplicando el número doce por sí mismo y después por mil, símbolo de
perfección y de las tribus de Israel. Del mismo modo, el número doce, junto al cuatro,
está en la base de la realidad representada por la «nueva Jerusalén». De hecho, la
ciudad es «cuadrada»; su largo, ancho y alto son iguales; el perímetro tiene doce mil
estadios; la altura del muro tiene ciento cuarenta y cuatro codos (cfr. 21, 16). El
cálculo de estas medidas ha creado problemas a los intérpretes. Aquí es importante
notar la presencia del número cuatro y del doce (y de su múltiplo). Así como es
importante notar que la ciudad tiene doce puertas, «sobre las puertas doce ángeles y
los doce nombres de las tribus de los hijos de Israel», y tiene «doce fundamentos» y
sobre ellos «los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (21, 12 ss.). Es
perfectamente posible ver en el doce la expresión de la continuidad entre el antiguo y
el nuevo Israel (la «nueva Jerusalén») y en el cuatro, elevado a su cuádruple
dimensión, la humanidad elevada al máximo de sus potencialidades por la
intervención de la divinidad.

















41
1. PRÓLOGO (1, 1-8)

Introducción

Cuando, a propósito del libro de Juan, hablamos de prólogo, de epílogo, de
proemios (incluso hay algunos que hablan de intermedios, de preámbulos), no
debemos olvidar que se trata de categorías que hemos heredado de nuestra tradición
clásica, y que se refieren a un horizonte mental del todo diverso del que se desarrolla
en la literatura bíblica. En las obras inspiradas en los cánones de la retórica clásica el
prólogo, a menudo incorporado en el proemio, tenía una función muy importante: en
éste, algunas veces el autor exponía el motivo de su escrito, pero sobretodo y casi
siempre, la finalidad, y en ciertos casos los adversarios contra quienes escribía. Nada
de eso se encuentra en los escritos bíblicos que pertenecen al Antiguo Testamento. En
éstos, aún cuando el autor tiene una tesis bien clara a demostrar o adversarios bien
definidos a contradecir, jamás procede por medio de enunciados generales seguidos
por argumentaciones, sean lógicas o históricas, sino por medio de temas, a veces del
todo implícitos, que son demostrados, por así decirlo, por acumulación, por
reanudaciones y profundizaciones sucesivas. El tema fundamental es: Dios ha elegido
a Israel como su pueblo, lo ama, lo protege y lo libera de los enemigos, pero también lo
castiga, a veces duramente, a causa de su infidelidad, pero para atraerlo nuevamente a
sí y a su amor paterno.
Es necesario hacer un discurso algo diferente con relación a los escritos del
Nuevo Testamento. Aquí, tal como ha sido puesto en evidencia por numerosos
estudios, la influencia de la retórica clásica es sensible en ciertos autores, como Lucas
y Pablo. También por cuanto concierne al Apocalipsis es bastante evidente un esquema
más bien riguroso, cuya intención por parte del autor también resulta clara a partir
de la sola comparación con ciertos textos apocalípticos judíos que él demuestra
conocer. Como prueba de esto la presencia de los cuatro septenarios basta por sí
misma, en torno a los cuales, como he tratado de demostrar en la Introducción, se
encuentra organizado el material del libro. Es además claro que la lógica que domina
este esquema no obedece a los cánones de la retórica clásica. Más bien parece
inspirarse en los modelos bíblicos, especialmente en los profetas hebreos, a quienes se
refiere Juan, al menos en primer lugar, cuando habla de sus «hermanos, los profetas»
(22, 9) o bien de los «profetas», a quienes Dios ha comunicado la «buena noticia» del
cumplimiento de su «misterio», o sea la realización de su plan salvífico por la obra de
Jesucristo (10, 7). Con relación a ellos, obviamente, él se encuentra en una situación
radicalmente distinta, que con todo no advierte como ruptura, sino como continuidad,
siendo pues de éstos, de sus visiones, de sus oráculos, que él parte para demostrar su
tesis: Jesús es el Mesías anunciado y esperado, y ha realizado todo aquello que la
Escritura había dicho de Él, teniendo presente que para Juan ésta era todo «profecía»,
y «la profecía es el testimonio de Jesús» (19, 10).
La argumentación de esta tesis, aún permaneciendo sólidamente encuadrada
en el horizonte bíblico, sin el cual, por lo demás, no sería comprensible, se desarrolla
en bloques de variada naturaleza que, como se indicó anteriormente, están
organizados en torno a un núcleo constituido por cada uno de los cuatro septenarios:

42
cartas, sellos, trompetas y copas. El desarrollo interno de los septenarios, como ya se
ha mencionado y se verá mejor en su lugar, llega a un único y mismo punto terminal,
constituido por la muerte de Jesucristo, de la cual a su vez se consideran los efectos:
condena y repudio del judaísmo mundanizado y materialista (séptima carta); fin de la
liturgia angélica, modelo del culto judío (séptimo sello); fin del culto judío e inicio del
nuevo culto (séptima trompeta); inicio del juicio de Dios sobre el mundo: destrucción
de las fuerzas malvadas y reunión de los elegidos (séptima copa). Por este motivo no
me parece convincente el esfuerzo de quienes se han ocupado de distinguir una línea
evolutiva entre los septenarios de los sellos, de las trompetas y de las copas. De
evolución, a lo sumo, es posible hablar al interior de los septenarios, cada uno de los
cuales comienza con los acontecimientos primeros de la historia de la salvación y
desde éstos describe, bajo diferentes ángulos, las consecuencias y los progresos hasta
la venida de Jesucristo y su revelación mesiánica en la muerte de cruz y en la
resurrección: creación y caída del hombre y consecuencias de la caída (primera carta;
primeros cuatro sellos); rebelión de los ángeles malvados, su expulsión del cielo y
consecuencias sobre el mundo físico y humano (primeras seis trompetas y septenario
de las copas). Esta es la fase antigua de la historia de la salvación, durante la cual la
intervención de Dios, de juicio y de providencia, con respecto a la humanidad se
manifiesta por medio del ministerio de los ángeles, y tiene su expresión más
significativa en la elección del pueblo judío como depositario de su Ley («palabra de
Dios») y de su promesa, hecha ya a los antecesores, de enviar un salvador
(«testimonio de Jesús»).

1, 1: «Revelación de Jesucristo»

Desde sus primeras palabras el prólogo nos ofrece una síntesis de esta
compleja historia, centrada en Aquél que no sólo es el protagonista del libro sino
además, y sobretodo, de la historia de la salvación. Como es bien conocido por todos,
las primeras palabras son en efecto: «revelación (Apocalipsis) de Jesucristo». La fuerte
posición del término «revelación» nos asegura que es ésta la que constituirá el
contenido de todo el libro, y sería, a mi parecer, reductivo considerarlo a la manera de
un simple mensaje, de «revelaciones» que Jesucristo debe hacer llegar «a los siervos»
de Dios. Sobre todo porque esta «revelación» tiene su fuente en Dios (“revelación de
Jesucristo que Dios le dio...”). Y este origen en Dios, para Juan que creía en la divinidad
de Jesús y quería convencer de ello a su público, no podía consistir en la simple
transmisión de algún secreto. Sobre esta intención apologética de Juan valdría la pena
una mayor reflexión, pensando en el público, justamente: él se dirigía en primer lugar,
y directamente, a los «...hermanos en la persecución, en el reino y en la paciencia de
Jesús...» (1, 9), pero también tenía bien presentes a «...los que se dicen ser judíos y no
lo son...» (2, 9; 3, 9). Teniendo en cuenta ya sea la intención apologética del autor ya
sea el público, nos podríamos preguntar si acaso fuese una pura casualidad que el
apelativo «Cristo» se encuentra enlazado con el nombre «Jesús» (Jesucristo) por unas
buenas tres veces en estos primeros versículos (1, 1.2.5: en este último caso en un
contexto claramente trinitario), mientras que durante todo el curso del libro el
nombre Jesús se utiliza solo (14 veces). O bien se puede pensar que el apelativo
«Cristo», puesto aquí en gran evidencia, conserva también para Juan y para su público

43
el valor fuerte del equivalente griego (Χριστος, Ungido) del hebreo Mashiah (Mesías),
como lo tiene cuando se utiliza solo en el libro (cfr. 11, 15; 12, 10).

1, 1: «Para manifestar a sus siervos las cosas que es necesario se cumplan rápidamente»

La «revelación de Jesucristo» está estrechamente vinculada, por el autor, y casi
se podría decir finalizada, a una misión que él debe cumplir con relación a «sus siervos
(de Dios)»; esto no puede entenderse en referencia a los profetas cristianos. La
expresión «misterio de Dios» no se refiere a la revelación de un secreto. Éste debe
«cumplirse»: se trata, por lo tanto, de un evento, que no hace mucho sentido
identificarlo con el retorno de Cristo, con el fin del mundo. Es mucho más probable
que el «misterio de Dios», del cual se proclama su próxima realización, consiste en el
acto redentor de Cristo que ha llevado a cumplimiento el plan salvífico divino para la
humanidad. Por lo tanto los “siervos de Dios, los profetas” a los cuales se les ha dado
“la buena noticia” (cfr. 10, 7) son aquellos del Antiguo Testamento.
Es a ellos y, más generalmente, a esa parte del pueblo hebreo que ha
permanecido fiel a Dios, «...los que guardan los mandamientos de Dios, y tienen el
testimonio de Jesús, el Cristo» (12, 17), a quienes se dirige, en primer lugar, la
«revelación de Jesucristo». El contenido de esta revelación está constituido por «las
cosas que deben cumplirse rápidamente». En estas palabras (que son reproducidas,
en forma levemente diversa, en 1, 19 y en 4, 1) se ha visto resumido el contenido del
Apocalipsis como anuncio de la próxima (segunda) venida de Cristo. Sin embargo, a
esta unanimidad es posible formular algunas objeciones. Es cierto que en el curso del
libro, repetidamente se alude a una venida de Cristo (invocada o prometida), pero este
no es el caso. Quizá sea para orientar en tal sentido que se indica la circunstancia en la
que «estas cosas» necesariamente deben suceder o cumplirse. Juan usa la expresión
adverbial εν ταχει que corrientemente es traducida al español con el adverbio
«pronto». Ahora, seguramente en la expresión griega puede estar implícita también la
idea de tiempo, pero en primer lugar ésta contiene la indicación de la modalidad con
la cual tiene lugar la acción: «con rapidez», «rápidamente», a veces con la idea
incorporada del carácter imprevisto e inesperado de la acción. Este último matiz
podría también adaptarse a la interpretación que ve en «las cosas que necesariamente
deben cumplirse» una alusión al retorno de Cristo. En efecto, varias veces, en los
Evangelios, (cfr. Mt 24, 42ss; Lc 12, 36ss; Mc 13, 33ss.) Jesús insiste sobre el carácter
imprevisto e inesperado de su venida. En los Evangelios esta venida es comparada a la
de un ladrón en la noche, imagen que también se utiliza en el Apocalipsis: en la carta
que Jesús dicta a Juan dirigida a la iglesia de Sardis la invitación a la vigilancia es
reforzada por la alusión a su venida «como un ladrón» (3, 3). Mientras en los
sinópticos (por lo menos en Mateo y en Lucas), el vínculo entre la venida de la que
habla Jesús y su retorno al fin del mundo parece bastante evidente, el discurso relativo
a la iglesia de Sardis del Apocalipsis es más complejo. Aún cuando la exhortación y la
amenaza están expresadas en singular (“Si no vigilares vendré como un ladrón, y no
sabrás a qué hora vendré a ti”) hay que excluirlas como alusión al destino individual,
ya que la destinataria de estas palabras es una comunidad. Pero tampoco es posible
ver en éstas una alusión a la parusía y al juicio universal, reservándose a Sardis una
atención particular (cfr. Prigent, 65). En cambio si en las cartas a las iglesias de Asia,

44
como veremos en su lugar, leemos un mensaje de Juan dirigido más bien a las
realidades de aquellas iglesias, pero formulado a la luz de la fase antigua de la historia
de la salvación, en particular a la luz del acontecimiento histórico del pueblo hebreo,
entonces la alusión de Jesucristo a su venida (la cual se repite directa o indirectamente
en todas las cartas: 2, 5.25; 3, 3.11.20), sin excluir otras implicancias (destino
individual, parusía), adquiere el valor solemne de una alusión a su primera venida.
También ésta, el como se llevó a cabo, y sobretodo el como terminó, para muchos
representó algo no sólo repentino, sino también inesperado, ya que iba en contra de
ciertas expectativas mesiánicas ampliamente difundidas. De esta manera se explica
mejor el recurso a la imagen del ladrón, la cual retorna puntualmente de nuevo
después del derramamiento de la sexta copa, en un contexto que recuerda de cerca la
amonestación a la Iglesia de Sardis: «He aquí que vengo como un ladrón: dichoso el
que está en vela y conserva sus vestidos, para no andar desnudo y dejar ver su
vergüenza» (1, 15). Aquí y allí es una cuestión de «vestidos» a custodiar: se trata
evidentemente de «vestidos incontaminados», pues de hecho también en Sardis hay
«...pocos nombres...que no contaminaron sus vestidos; y andarán conmigo en vestidos
blancos, porque son dignos» (3, 4). También a la comunidad de Laodicea, que se cree
próspera y feliz, Cristo hecha en cara la pobreza, la ceguera (¡la incapacidad de
vigilar!) y la desnudez, y aconseja comprar de Él «vestidos blancos para cubrirte, y no
aparezca a la vista de todos la vergüenza de tu desnudez...» (3, 18).
Si las cartas a las iglesias contienen como en filigrana la historia de la
«revelación de Jesucristo» al pueblo hebreo antes de su venida histórica, entonces las
palabras de Jesús «yo vengo como un ladrón» (16, 15), tras el derrame de la sexta
copa, adquieren un relieve de extraordinaria importancia. A la mayor parte de los
intérpretes éstas [palabras de Jesús, n.d.t.] les han parecido una interrupción
incongruente en la descripción del derrame de las copas, tanto que algunos han
sugerido un cambio de sitio, y otros las han considerado directamente una glosa
(véase Brütsch, 269s; Prigent, 248). Pero si en cambio, como vamos a demostrar en su
lugar, el derrame de la copa es una alegoría de la muerte de Jesús, sus palabras «yo
vengo como un ladrón» están perfectamente en su lugar después del derrame de la
sexta copa. Ésta, de hecho, es derramada por el ángel sobre el río Éufrates, que se
drena para dejar libre «...el camino a los reyes procedentes del Oriente.» (16, 12). Se
trata, como explica Juan justo después, de la coalición anticrítica encabezada por la
tríada satánica, compuesta por el dragón (Satanás), por la bestia (poder político
corrupto: Imperio Romano) y por el pseudoprofeta (poder religioso corrupto: sumos
sacerdotes y ancianos del pueblo judío), la cual se reúne en Armagedón para dar el
asalto al Logos que descendió del cielo (16, 13-16), otra alegoría, aún más precisa, de
la pasión y de la muerte de Cristo (19, 9-22). El derrame de la sexta copa representa,
por lo tanto, el preludio inmediato del gran evento, la crucifixión, y por tanto las
palabras de Jesús «yo vengo como un ladrón» vienen a ser la clave de lectura de aquél
evento, por cuanto éste no solamente constituye la inversión de ciertas expectativas
mesiánicas temporales, sino también, quizá, las circunstancias mismas de la muerte
(piense en Jesús crucificado entre los «ladrones»).
Además, el carácter de necesidad que acompaña al cumplimiento de este
evento no se explica como referencia a la parusía y a los acontecimientos que la
acompañarán. De hecho, Juan usa aquí (y en 4, 1; 22, 6) la expresión griega δει

45
γενεσθαι («deben cumplirse necesariamente»), lo cual no deja dudas al respecto. Para
el autor, evidentemente, tal necesidad está ligada a la voluntad de Dios, una voluntad
que normalmente los hombres encuentran expresada en la Escritura. Pero en ningún
paso de los Evangelios, en lo cuales presumiblemente Jesús habla de los
acontecimientos del fin, es citada la Escritura. Por el contrario, constantemente, Él
hace referencia a la Escritura cuando habla de su pasión y de su muerte. Así sucede
después de la transfiguración (Mc 9, 12), así es en el momento crucial del arresto (Mc
14, 49): en Mateo Jesús reprocha al discípulo que cortó la oreja del siervo del sumo
sacerdote y le recuerda que habría podido evitar el arresto con la ayuda del Padre,
pero de este modo «¿Cómo se cumplirían las Escrituras, [según las cuales] así debe
suceder (δει γενεσθαι: Mt 26, 54)?»
La alusión a las «cosas que deben cumplirse» se repite otras tres veces en el
curso del libro, y en posición de gran relevancia. La primera se encuentra poco
después del final del prólogo, en la conclusión de la visión de Patmos. El Hijo de
hombre aparece a Juan «en medio de siete candelabros de oro» y «teniendo en su
mano derecha siete estrellas». Después de haber explicado al vidente que Él es quien
«fue muerto y ahora está vivo por los siglos de los siglos y tiene en la mano las llaves
de la Muerte y del Hades» le da orden de escribir «las cosas que has visto, las cosas
que son, las cosas que están por cumplirse después de éstas» (1, 19). Con relación a la
expresión del prólogo que habíamos examinado más arriba, la que aquí encontramos
es ligeramente diversa, ya que parece que no contiene la idea de la necesidad. Sin
embargo, no debemos olvidar que quien pronuncia estas palabras es Jesucristo, el Hijo
de hombre al cual poco antes Juan, evocando la correspondiente visión de Daniel,
atribuía los rasgos que el profeta atribuía a la suma divinidad (Dn 7, 9ss), para
destacar la identidad de naturaleza con ésta, por lo cual la necesidad del cumplimiento
se encuentra implícita en la enunciación misma de las palabras. Por otra parte, la
visión de Patmos, como veremos en el lugar adecuado, no representa una
circunstancia que, lógicamente o literariamente, se coloca antes de los desarrollos
sucesivos del libro, a la manera de una visión inaugural o introductoria, sino el punto
culminante de la «revelación de Jesucristo», más allá de su victoria sobre la muerte y
las fuerzas del mal.
Si esto es así, se vuelve muy discutible aquella interpretación, ampliamente
difundida, que ve en la orden impartida por Jesucristo a Juan el fundamento para la
subdivisión del Apocalipsis en tres partes: «las cosas que has visto» (capítulo 1: la
visión de Patmos), «las cosas que son» (capítulos 2 y 3: las cartas a las siete iglesias
del Asia); «las cosas que deben cumplirse después de éstas» (capítulos 4 – 22, 5).
Aparte de las observaciones hechas en la Introducción sobre el carácter heterogéneo
de la tercera sección, es necesario agregar aquí algunas consideraciones con relación a
las primeras dos partes y a las expresiones («las cosas que has visto», «las cosas que
son») allí referidas. La expresión «las cosas que has visto», para algunos, se referiría a
todo el capítulo 1, para otros, solamente a la visión de Patmos. Dejando de lado la
inclusión del prólogo en una estructura artificial, e incluso artificiosa como el capítulo,
tampoco la indicación de la visión de Patmos, como contenido de la expresión «las
cosas que has visto», está exenta de ambigüedad. De hecho, la visión de Patmos, sobre
la cual volveremos, está constituida por dos momentos que Juan considera claramente
distintos. En el primero, e iluminado por el Espíritu «en el día del Señor», él oye tras

46
de sí (literalmente «detrás de mí») «una voz grande como de trompeta», que le dice:
«Lo que ves escríbelo en un libro y mándalo a las siete iglesias» (1, 10s). Tan sólo en
un segundo momento Juan se vuelve para «ver la voz» que hablaba con él y ve la Hijo
de hombre en medio de los siete candelabros de oro (1, 12s). Aún cuando entre los
dos momentos evidentemente existen conexiones estrechas y continuidad, creo que es
un error que se siga tomándolos como si se tratase de una única visión y considerando
la «voz grande» como la del Hijo de hombre (como por ejemplo, Prigent, 25). De
hecho, Juan hace referencia explícita a la «voz grande, como de trompeta», oída en
Patmos, al inicio del capítulo 4 (»...la voz primera que oí, como de trompeta, que
hablaba conmigo...»: 4, 1) en la introducción de la visión del Trono, y en la cual no hay
indicio alguno, directo o indirecto, de Jesucristo. Y así, probablemente es también
impropio ver en la orden de escribir, impartida por Jesucristo a Juan, una repetición y
una especificación de la orden impartida por la «voz grande». Esta última se refiere a
algo que Juan «ve». Si, por lo tanto, al inicio del capítulo 4 Juan hace referencia a la
«voz primera» que lo invita a subir al cielo para mostrarle «las cosas que deben
cumplirse después de éstas» (4, 1), entonces resulta bastante lógico pensar que a
partir de este punto comienza «el libro de visiones» («lo que ves escríbelo en un
libro») que él debe enviar a las siete iglesias de Asia. Este «libro de las visiones»
abraza, por lo tanto, todo el contenido visionario del Apocalipsis, desde la visión del
Trono (4, 1ss.) hasta aquella de la Jerusalén celeste (22, 6). No por nada, de hecho,
inmediatamente después del fin de las visiones, retorna por última vez la referencia a
las «cosas que deben cumplirse rápidamente» (22, 6). En este punto, la reposición de
la expresión asume la forma de una conclusión, no solamente de la frase inicial del
libro, sino también, y sobre todo, de la repetición que se encuentra en el capítulo 4, al
inicio de la serie de visiones. Terminada la descripción de la «nueva Jerusalén», la
última de las visiones, el ángel, de hecho, solemnemente dice a Juan: «Estas palabras
son fieles y verídicas: el Señor, el Dios de los Espíritus y de los profetas, ha enviado su
ángel para manifestar a sus siervos las cosas que deben cumplirse rápidamente» (22,
6). Estas palabras se refieren claramente a la serie de visiones apenas concluidas, en
las que los ángeles han sido o los protagonistas o los guías-intérpretes de Juan. Lo cual
es confirmado, un poco más adelante, personalmente por Jesucristo mismo: «Yo, Jesús,
envié mi ángel para testificaros estas cosas acerca de las iglesias» (22, 16).
Si así es, entonces la orden de escribir que Jesús impartió a Juan concuerda
solamente en parte, sólo en el tercer elemento («las cosas que deben cumplirse
después de estas»), con la orden de la «voz grande». En esto podría tener un
fundamento la interpretación que ve aquí una alusión a la parte del Apocalipsis que va
del capítulo 4 al capítulo 22. Solamente es necesario no otorgar a esta parte, como
habitualmente se hace, la calificación de «profética», entendida en el sentido de
anticipación de los acontecimientos del fin, los que precederán o acompañarán el
retorno de Cristo. En caso contrario preservan su valor las observaciones,
anteriormente señaladas, sobre la imposibilidad de reunir bajo una única etiqueta
argumentos tan dispares, como son los que se desarrollan en esta parte del libro. Con
relación a los otros dos elementos de la orden impartida por Jesucristo, lo
anteriormente dicho lleva a reducir el primero («escribe las cosas que has visto») sólo
a la visión del Hijo de hombre en medio de los siete candelabros, a la descripción
simbólica de su figura y a las palabras que Él dirige al vidente. Sin embargo, esta

47
visión, como ya se ha dicho y se verá en su lugar adecuadamente, representa el punto
culminante de la «revelación de Jesucristo»: Él se presenta como igual a Dios, en su
condición de resucitado glorioso, vencedor de la muerte y de las potencias malvadas,
sumo sacerdote, rey y juez universal, dominador del mundo angélico. Son éstas «las
cosas que son», la nueva realidad que Jesucristo ha inaugurado con su muerte y su
resurrección. De la nueva realidad que Juan ha «visto», y que debe «testimoniar»
escribiendo, forma parte también «el misterio» que Jesucristo le revela después de
haberle dado la orden de escribir: «El misterio de las siete estrellas que has visto en
mi diestra, y los siete candelabros de oro. Las siete estrellas son los ángeles de las
siete Iglesias; y los siete candelabros que has visto, son las siete iglesias» (1, 20). En
otras palabras: el judaísmo, el verdadero, espiritual, del cual proviene Jesucristo
(simbolizado por los siete candelabros de oro en medio a los cuales aparece el Hijo de
hombre), continúa en la Iglesia, el fruto admirable de la obra redentora de Cristo. De
ésta forman parte ahora también los ángeles, los que antes de la venida de Cristo eran
los intermediarios entre Dios y la humanidad: es un concepto que Juan repite varias
veces más en el curso del libro (cfr. 19, 10; 22, 8).

1, 1-2: «y (la) manifestó con signos, sirviéndose de la misión y de la mediación de su
ángel, a su siervo Juan, el cual testificó la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo,
las cosas que él vio»

Juan ha dicho antes que «la revelación de Jesucristo» fue dada a Él por Dios
«para mostrar a sus siervos las cosas que deben cumplirse rápidamente». Ya en esto
se encuentra implícita una función reveladora («mostrar») de Jesucristo que consiste
en revelarse a sí mismo, no ya los secretos relacionados con el fin del mundo. La
función reveladora de Jesucristo es reproducida por Juan de manera más explícita
inmediatamente después, sin embargo éste ya no usa el simple verbo «mostrar» (en
griego δειχαι, «indicar») sino un verbo cuyo significado es todavía “mostrar” pero de
modo más concreto, ofreciendo pruebas, «signos» (en griego σημαινω, «manifestar
con signos» recordando que en el griego bíblico «signo-σημα» indica con frecuencia
una intervención de Dios).
Pero mientras en la frase inicial del libro la «revelación de Jesucristo» parecía
transitar desde la fuente, Dios Padre, a «sus siervos» por medio del único mediador,
Jesucristo, en esta segunda frase el discurso de la mediación, por así decirlo, se hace
complejo. Entre Jesucristo, que aquí es la fuente misma de la «revelación», y los
«siervos de Dios» se interponen, en función de mediadores, el ángel y Juan «el siervo
de Dios», o de Cristo (no hay diferencia). Es la primera vez que aparece el nombre del
autor, puesto de inmediato en posición de gran relevancia y autoridad. Juan se
presenta como «aquel que ha testimoniado la palabra de Dios y el testimonio de
Jesucristo». Es una fórmula que vuelve con insistencia a lo largo del libro (cfr. 1, 9; 6,
9; 12, 17; 14, 12; 20, 4), pero aquí con una variante de gran interés. Aparte del hecho,
quizá no casual, de que en este caso, a diferencia de los otros, el nombre de Jesús va
seguido por el apelativo Cristo, aquí se habla de «testimonio de Jesucristo». También
sobre este punto la opinión de los intérpretes está dividida: ¿Se trata del testimonio de
Jesús por sus seguidores, o del testimonio de Jesús al Padre? La segunda alternativa se
impone en virtud del paralelo con 1, 5 en donde Jesús es llamado «el testigo fiel». Este

48
testimonio ha tenido, ciertamente, el sello supremo en la muerte de cruz . Sin embargo
esto no justifica las numerosas discusiones desarrolladas a propósito del término
«testimonio», que en griego se dice μαρτυρια, preguntándose si éste, en el Apocalipsis,
ya tenía aquel vínculo estrecho con la muerte cruenta, tal como lo tienen nuestros
términos mártir y martirio. En el Apocalipsis, el vínculo entre «testimonio» (μαρτυρια)
y muerte cruenta sí es seguro en el caso de los «asesinados (degollados)» del quinto
sello (6, 9) y de los «decapitados» admitidos en el reino milenario (20, 4).
En todo caso esto no es válido para Juan, quien también aquí se declara
«testigo» y poco más adelante (1, 9) dice encontrarse en Patmos «por causa de la
palabra de Dios y del testimonio de Jesús», es decir por los mismos motivos por los
cuales han sido asesinados los del quinto sello y los participantes del reino milenario;
sin embargo Juan no ha sido asesinado. Esto significa que ahora hay un «testimonio»
que se puede hacer sin el sacrificio de la vida, una perspectiva que en tiempos del
autor, ciertamente, podía ser muy concreta, aun cuando se pretenda poner un poco en
sordina algunas presentaciones del Apocalipsis como escrito por el autor en tiempos
de angustia, por causa de una persecución en curso y a la espera de una «gran
persecución por venir». Como ya se ha dicho, «la persecución, la grande» es aquella
que tuvo por víctima a Jesucristo, el Hijo de Dios, y Dios mismo (cfr. 7, 14). Y es esta
«gran persecución» lo que hace posible a sus fieles el «testimonio», aun
independientemente del «martirio», lo cual no era posible antes de su venida.
Luego, Juan «ha testimoniado la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo».
Por lo que toca a Jesucristo se trata, por parte de Juan, del «testimonio» de otro
«testimonio». Si a este último se da el sentido, anteriormente mencionado, de
«testimonio del Padre» ¿Cómo y dónde Juan le ha dado testimonio? ¿En el libro mismo
del Apocalipsis, cómo parecen pensar la mayor parte de los exegetas? ¿Pero qué
«testimonio» del «testimonio de Jesucristo» sería si todo el libro no fuese sino la
predicción y la espera de un retorno suyo para cumplir algo (la instauración del reino
de Dios, la venganza sobre los enemigos triunfantes) que no le fue posible realizar en
su primera venida a la tierra? En todo caso, en las palabras de Juan presentándose a sí
mismo, puede haber una referencia al Apocalipsis en la expresión «(ha testimoniado)
las cosas que vio», o bien se podría ver una referencia al libro en todas las palabras de
la presentación, a condición de entenderlo como una «profecía», es decir como una
meditación teológica sobre la muerte y resurrección de Cristo (en lo cual consiste,
sobretodo y esencialmente, su «testimonio»). Se podría observar aún que el
«testimonio» del «testimonio de Jesús», que refiere Juan, parece referirse a una
circunstancia pasada que su público conoce, por lo que no sería imposible leer allí una
referencia del autor (el apóstol o alguien que se oculta bajo su nombre) a otro de sus
escritos.
Todo el contenido del Apocalipsis está entrelazado de la relación ángel
(ángeles)-Juan. Pero en esta relación hay variantes sobre las cuales vale la pena
insistir, a pesar de la opinión contraria de algún revisor del trabajo precedente, ya que
aquí está implícito el problema de la mediación entre la divinidad y la humanidad. Así
pues, dice Juan que la «revelación de Jesucristo» llega a él por medio de un ángel. Lo
cual está confirmado casi en la clausura del libro por las palabras de Jesucristo mismo:
«Yo, Jesús, envié mi ángel para testificaros estas cosas acerca de las Iglesias» (22, 16; cfr.
22, 6). Ahora, como se explicará más adelante, el motivo de los ángeles como

49
mediadores entre la divinidad y la humanidad estaba bien extendido en la antigüedad,
sea en el mundo externo al judaísmo, en particular en el mundo greco-romano, sea en
el judaísmo, con particular acento en los denominados escritos «apocalípticos», razón
por la cual también el Apocalipsis, y sobre todo por este aspecto, está alineado en tales
escritos (así en Lupieri, passim). Pero en el libro de Juan la función mediadora de los
ángeles se circunscribe, en términos de las asignaciones propuestas, a esa sección que
comprende los desarrollos relativos a tres septenarios: de los sellos, de las trompetas
y de las copas. En el prólogo, como veremos en seguida, Juan se dirige en primera
persona a las siete iglesias de Asia, deseándoles «gracia y paz» en nombre de la
Trinidad divina. Más aún: en el septenario de las cartas, éstas son dictadas por
Jesucristo a Juan y están destinadas a los ángeles de las distintas iglesias: la orden de
la mediación está, pues, totalmente invertida. ¿Qué significa todo esto? Anticipando
brevemente cuanto se describe con mayor detalle en su lugar, afirmamos que Juan,
desarrollando una tradición cristiana primitiva (de la que se halla un eco en Gal 3, 19 y
Hch 7, 30ss), cree que en la economía antigua los ángeles eran los intermediarios
entre Dios e Israel en todos los aspectos: gobierno del mundo físico y humano,
revelación y culto. Pero después de la venida de Jesucristo todas estas funciones
fueron asumidas por su persona. Los ángeles, sometidos a la autoridad de Cristo (cfr.
1, 16; 2, 1; 4, 10s; etc.) resultaron ser «los ángeles de las iglesias» (1, 20),
«compañeros de servicio» de los fieles (19, 10). En virtud de su muerte y resurrección,
Cristo ha donado a sus fieles el Espíritu (cfr. 5, 6) bajo cuya iluminación Juan es puesto
en condición de contemplar las visiones y comprender las explicaciones sobre éstas
dadas por los ángeles; pero la presencia del Cristo resucitado, en la plenitud de su
«revelación», incluso lo pone en condición de comprender el sentido profundo de la
economía antigua, gobernada también por los ángeles (cartas a los ángeles de las siete
iglesias).

1, 3: «Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan
las cosas que en ella están escritas: de hecho, el tiempo está cerca»

Aquí encontramos la primera de una serie de «bienaventuranzas» que se


repiten otras seis veces, dando lugar también a un «septenario» en este caso, que ha
sido señalado por los comentadores, destacando su carácter probablemente no casual;
sin embargo, no llegan a encontrar el significado de esta sucesión. Esta
bienaventuranza posee aquí, claramente, el significado de una conclusión, lo cual se
comprende bien, si los dos versículos precedentes, como hemos explicado,
constituyen una presentación en summa de todo el contenido del libro. De hecho de
todas las repeticiones de estas así llamadas «bienaventuranzas» (14, 13; 16, 15; 19, 9;
20, 6; 22, 7.14) la única que se aproxima a aquella inicial es la de 22,7:
«Bienaventurado el que conserva las palabras de la profecía de este libro» (22, 7) que
constituye prácticamente la conclusión del libro de Juan. En cuanto a las otras
«bienaventuranzas» quizá debamos renunciar a la búsqueda de una línea en común,
deteniéndonos de vez en cuando en alguna y sobre el valor que pueda tener en
relación con el contexto, como lo hicimos anteriormente a propósito de 16, 15 («He
aquí que vengo como un ladrón. Dichoso el que está en vela y cuida sus vestidos»).

50
La bienaventuranza se dirige a «uno que lee» y «a los que escuchan», lo que
hace pensar en una lectura pública que debía tener lugar, probablemente, durante una
asamblea litúrgica. Juan recomienda a los participantes «conservar», más aún,
«observar» (el verbo griego τηρειν recurre en el Apocalipsis con ambos significados:
cfr. 12, 17; 16, 15) «las palabras de la profecía», recomendación que retorna casi a la
letra en 22, 7 («Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este
libro»). Por comparación de los dos pasajes resulta, con toda evidencia, que Juan llama
a su escrito «libro de la profecía», o simplemente «profecía», así como se incluye a sí
mismo en la categoría de los «profetas» (cfr. 22, 8). De aquí la opinión (defendida
recientemente con mucha convicción aun por Lupieri, LVII ss.) de que Juan se coloca
en una categoría bien precisa de personas al interior de la comunidad, los «profetas»,
justamente. De este tema nos hemos ocupado en la Introducción. Volviendo sobre lo
que allí se dijo, recordemos que en el Apocalipsis, cuando se habla de «profetas», la
referencia parece apuntar a los profetas veterotestamentarios. Esto es cierto en dos
pasajes muy significativos. Al final de la sexta trompeta un ángel desciende del cielo y
anuncia solemnemente que, al sonido de la séptima trompeta «se ha cumplido el
misterio de Dios, según la buena noticia que Él comunicó a sus siervos, los profetas»
(10, 7). Si a la expresión «cumplimiento del misterio de Dios» se da, como veremos en
su lugar, su pleno valor de cumplimiento del «plan divino de la salvación», entonces
Juan encontraba el anuncio de aquél en los profetas hebreos. Más preciso aún es el
otro pasaje. Al final del capítulo 18, dedicado a un llanto a muchas voces sobre la
destrucción de Babilonia, un «ángel fuerte» representa simbólicamente esta
destrucción levantando una gran roca y arrojándola en el mar, y pronunciando contra
la ciudad malvada el cargo más grave: «...y en ella fue encontrada sangre de profetas y
de santos y de todos los que fueron degollados sobre la tierra» (18, 24). Como ya se
dijo, y se dirá muchas veces, Babilonia no es Roma, sino Jerusalén, y los «profetas y los
santos» de cuya sangre se ha manchado la ciudad (cfr. 17, 6) son los profetas y los
justos del antiguo Israel. Así pues, cuando el ángel habla a Juan de sus «hermanos
profetas», es muy probable que se refiera a los profetas hebreos, a los cuales, por lo
demás, recurre el autor a continuación para probar su tesis, que Jesús es el Mesías
prometido y anunciado.
Una confirmación indirecta de lo que hemos dicho viene del concepto que Juan
tiene de la «profecía». «El testimonio de Jesús» – dice el ángel a Juan – «es el Espíritu
de la profecía» (19, 10). Ahora, «el testimonio de Jesús» es ciertamente prerrogativa
de todos los fieles, tal como dijo el mismo ángel poco antes, profesándose su
«compañero de servicio». Pero no es privilegio exclusivo de los seguidores de Cristo.
«Testigos de Jesús» y, por lo tanto, «profetas» son aquellos de cuya sangre está
«embriagada» la prostituta-Babilonia-Jerusalén; y «testigos de Jesús» son los
«degollados» del quinto sello y los «decapitados» del reino milenario, que no son los
mártires cristianos, sino los «santos y los profetas» (cfr. 11, 18) que vivieron antes de
Cristo, asesinados por su fidelidad a la «palabra de Dios» (la Ley) y a la promesa
mesiánica («testimonio de Jesús»: los Profetas) y, por esta razón, admitidos a la vida
eterna antes de la venida de Cristo.
«El momento está cerca». El término usado por Juan (en griego καιρος) no es
una simple indicación de tiempo, ya que el autor conoce y usa el término propio y
corriente para designarlo, (en griego χρονος). En el griego del Nuevo Testamento

51
καιρος indica un momento fatal y decisivo, ligado a la voluntad de Dios, en el cual por
un lado se manifiesta su infinita bondad, y por otro lado también la severidad de su
juicio, que hace que el error sea irreparable. Ambos aspectos se encuentran presentes
en el célebre «llanto» de Jesús sobre Jerusalén, que no ha reconocido «el momento» en
el cual Dios la ha «visitado» en la persona de Jesús para procurarle su paz. Por este
motivo ésta se dirigirá al encuentro de desgracias indecibles y será destruida (Lc 19,
41-44). La venida mesiánica de Jesús se señala como el καιρος por excelencia también
en el reproche de Jesús a la muchedumbre, capaz de discernir «los signos de la tierra y
del cielo», pero no de «discernir este momento» (Lc 12, 54ss). En Marcos, por otra
parte, después de la detención de Juan Bautista, presentado antes como el precursor
del Mesías que está por llegar, Jesús inicia su predicación y dice: «El momento se ha
cumplido, y el reino de Dios está cerca...»
De modo más preciso aun, el καιρος parece indicar el punto culminante de la
misión mesiánica de Jesús, a saber su pasión y muerte. En el evangelio de Mateo, Jesús
enviando a los discípulos a Jerusalén para preparar la Pascua, les dice que se refieran
al dueño de la casa en la que cenarán con estas palabras suyas: «Mi momento está
cerca, en tu casa haré la Pascua con mis discípulos» (Mt 26, 18). El término καιρος
también se encuentra asociado a la idea del fin de los tiempos (Hch 1, 7; 2 Ts 2, 6; Lc
21, 8) pero en estos casos es bastante evidente su valor meramente temporal, a veces
precisado en tal sentido por adjetivos (Gal 6, 9; 1 Tm 6, 15; 1 Pe 1, 5).
En el Nuevo Testamento, en particular en los evangelios sinópticos, el valor del
término καιρος aparece, por lo tanto, ligado al «momento decisivo», representado por
la venida y por la presencia de Jesús como Mesías preanunciado y esperado. Este
valor, es decir, como referencia a una venida de Jesucristo, seguramente se encuentra
presente en este pasaje del Apocalipsis que estamos examinando. Sin embargo, por
mucho tiempo se nos ha dicho que la venida de Cristo que Juan tenía en mente es la
segunda, olvidando que su preocupación era la de hacer ver, a los «hermanos» y
también a los adversarios (quizá, sobretodo a éstos), que el καιρος único e irrepetible,
querido por Dios («el misterio de Dios») y anunciado en las Escrituras, ya se había
realizado en la primera venida. En ese καιρος se consumó el fin de la fase antigua de la
historia de la salvación, administrada por los ángeles, y comenzó el juicio de Dios
sobre el mundo. Si aquí Juan dice que está «cercano» (o «próximo», como otros
traducen) se debe a que todo el discurso que él desarrolla a lo largo del libro está
pensado en delinear, comenzando desde los orígenes, la historia de los eventos que la
han preparado.

1, 4: «Juan a las siete iglesias que están en el Asia: Gracia y paz a vosotros»

Si hubiese necesidad de una prueba de que este así llamado prólogo no debe
ser entendido en el sentido corriente del término, los versículos 4-7 nos la darían de
manera irrefutable. Inesperadamente nos encontramos ante una fórmula que
recuerda muy de cerca los saludos iniciales de las cartas contenidas en el corpus
paulino: nombre del autor (Juan), destinatarios (las siete iglesias del Asia), deseos de
bienes espirituales (gracia y paz). Considerando el hecho de que el libro se cierra con
la fórmula de buenos deseos: «La gracia del Señor Jesús sea con todos» (22, 21),
también análogamente recurrente en el epistolario paulino, son numerosos los

52
comentadores que van tan lejos como para definir al Apocalipsis como una «carta». En
realidad, su inclusión en un género literario toca apenas el envoltorio externo del
libro (el contenido nada tiene que ver con el género epistolar) y, sea como sea, no nos
sirve como ayuda para la comprensión del libro. A este fin es más útil tener en cuenta
la aparición en primer plano de la personalidad del autor, Juan, quien por un lado
constituye un elemento de continuidad con lo que precede («...el que testificó...») y por
otro lado constituye la premisa para la experiencia de Patmos, que es la visión clave
de todo el libro.

1, 4b-5: «El que es, que era y que viene»; los «siete Espíritus»; «Jesucristo»

En los saludos iniciales del epistolario paulino, «la gracia y la paz» (a veces con
la adición de «misericordia»: cartas a Timoteo) son invocadas sobre los destinatarios
de parte de Dios Padre y de Jesucristo (sólo Dios Padre en los Colosenses; Padre,
Jesucristo y Espíritu Santo en el saludo final de 2Co 13, 13). Juan, conociendo o no
conociendo estos precedentes, aprovecha la ocasión para delinear una summa de
teología trinitaria que posee todo el aire de una verdadera confesión de fe. La
impresión se ve reforzada, aquí y en el himno cristológico que sigue inmediatamente
después, por la presencia de un ritmo expresivo del movimiento ternario, demasiado
persistente para ser casual.
La primera persona de la Trinidad, Dios Padre (Padre de Jesucristo, ante todo:
1, 6; 3, 5.21), viene señalada por la circunlocución «Aquel que es, que era y que viene»,
la cual tiene su raíz en la fórmula «Yo soy el que soy», con que la versión griega de la
Biblia traducía el nombre que Dios se da a sí mismo en la aparición a Moisés en el
Monte Horeb (Ex 3, 14) ampliada en la tradición tardo-judía en aquella otra fórmula:
«El que es, que era y que será», para expresar la trascendencia de Dios sobre el
devenir del tiempo, su eternidad. Es esta última la que recoge Juan, modificando el
último miembro («el que viene»), para resaltar la presencia constante y perenne de
Dios en la historia (la traducción «el que vendrá» ya presente en la versión latina,
además de errada, está claramente influenciada por una cierta interpretación del
Apocalipsis).
En la lista de las fuentes de la «gracia» y de la «paz» Juan, después de Dios
Padre, nombra a «los siete Espíritus que están ante su trono». En estos “siete
Espíritus” se ha reconocido desde la antigüedad al Espíritu Santo, en su séptuple
función purificadora y santificadora, y en referencia al oráculo de Isaías sobre el
«descendiente de David» (Is 11, 1ss). Pero no han faltado quienes, en la antigüedad y
en el Medioevo, los han identificado con siete ángeles dotados de particular poder y
autoridad. En la edad moderna, esta interpretación ha sido reproducida por la
exégesis basada en el método histórico-crítico. La interpretación que hoy prevalece es
aquella que la identifica con el Espíritu Santo (Brütsch, 27; Prigent, 16 s; Lupieri, 110;
es negada, por el contrario, por Giesen, 75 ss.). La identificación, aparte de las
referencias a Isaías (11, 1) y a Zacarías (4, 10), es atendible también por los otros
pasajes del libro en los que retorna la mención de los «siete Espíritus». En la visión del
Trono, en el capítulo cuarto, escribe Juan: «...y delante del trono arden siete lámparas
de fuego, que son los siete Espíritu Santo de Dios» (4, 5). En la visión del libro sellado
y del Cordero, del capítulo quinto, el Cordero es descrito de la siguiente manera: «Y

53
vi...un Cordero de pie, como degollado, con siete cuernos y siete ojos, que son los siete
Espíritus de Dios, enviados en toda la tierra» (5, 6). Vamos a comentar en detalle estos
pasajes en el lugar adecuado; por ahora, basta con hacer mención a la clara alegoría
que encierra la figura del Cordero «de pie, como degollado»: Jesucristo, muerto y
resucitado, posee la plenitud del poder («siete cuernos») y la plenitud del Espíritu
(«siete Espíritus») que Él derrama sobre la humanidad.
Como tercer componente de la Trinidad viene mencionado Jesucristo, a quien
el autor dirige una especie de himno que, a su vez, tiene el ritmo de una confesión de
fe y parece representar, casi «per se», un ambiente de celebración litúrgica. En éste
son bastante claros dos bloques, cada uno constituido por tres elementos que parecen
seguir un esquema fijo, también ternarios: a) referencia a una cualidad constitutiva de
la naturaleza de Jesucristo («el testigo fiel», «el que nos ama»); b) referencia a su
muerte y a su resurrección («el primogénito de los muertos», «el que nos rescató de
nuestros pecados con su sangre»); c) referencia a los efectos gloriosos que le siguen
(«el que preside a los reyes de la tierra», «el que ha hecho de nosotros un reino de
sacerdotes»).

1, 6: Los fieles de Jesucristo: reyes y sacerdotes

La unión de Dios Padre con el mundo y la humanidad que hemos creído ver en
la fórmula «Aquel que viene» – y que para el Espíritu se especifica con la expresión
mencionada anteriormente: «los siete Espíritus de Dios enviados en toda la tierra» (5,
6) – constituye el hilo conductor del himno cristológico. Todo lo que se dice de
Jesucristo, y que de hecho constituye su «revelación», tiene que ver con el plan divino
de salvación para la humanidad: él es «el testigo fiel», en el sentido de entregar su
testimonio al Padre hasta la muerte, siendo por esto «digno de fe»; en cuanto es «el
primogénito de los muertos» Él es garantía de vida eterna para todos los hombres;
soberano universal, en cuanto ha vencido a las fuerzas malignas, demoníacas y
humanas que lo han llevado a la muerte, dominador de los ángeles (los antiguos
gobernantes reales del mundo), señor de sus fieles asociados a él en el «reino». Son
éstos con quienes Él está relacionado – en cuanto también se hizo hombre – por un
vínculo de amor que lo ha llevado a derramar su sangre por ellos. Dos son los efectos
de aquella suprema prueba de amor de Jesucristo por la humanidad: En primer lugar
él ha liberado a los hombres «de los pecados», es decir los ha salvado de la
dominación de Muerte y Hades, es decir de Satanás; en segundo lugar los ha retornado
a la condición originaria de señores de la creación («reyes») e intermediarios entre
Dios y el mundo («sacerdotes»). Esta verdad luminosa será ratificada, al concluir la
visión del Cordero, por los cuatro Ancianos: «Digno eres tú (Cordero), de tomar el
libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y rescataste para Dios en tu sangre
(hombres) de toda tribu, lengua, pueblo y nación, e hiciste de ellos un reino y
sacerdotes, y reinarán sobre la tierra» (5, 9s).
La expresión «reino y sacerdotes» es una cita del libro del Éxodo (Ex 19, 6; cfr.
Is 61, 6), interpretada diversamente (en algunas versiones del texto bíblico se
encuentra «reino de sacerdotes»). Son palabras que Dios dirige a Moisés,
recordándole el milagro de la liberación de Egipto y proclamando su intención de
hacer de Israel su pueblo elegido: «...vosotros seréis el privilegiado entre todos los

54
pueblos, ...un reino de sacerdotes y una nación santa». Estas palabras han sido citadas
a veces en el Nuevo Testamento para expresar la nueva condición de la humanidad
redimida por Cristo (cfr. 1Pe 2, 9). En todo caso, el concepto de «reyes y sacerdotes»,
como condición de los cristianos y en cuanto participan de la realeza y del sacerdocio
de Jesucristo – rey de reyes y sumo sacerdote – es fundamental en el Apocalipsis.
Además de los dos pasajes ya citados, el sacerdocio de los fieles es recordado en la
carta a la Iglesia de Filadelfia: «Al vencedor – dice Jesucristo – lo haré columna en el
templo de mi Dios, de modo que ya no saldrá más afuera» (3, 12) y luego de nuevo, de
manera aun más explicita, en la visión de la «gran multitud» procedente de toda la
humanidad que se aparece a Juan en el curso del sexto sello (7, 9ss). Uno de los
veinticuatro ancianos le explica que la muchedumbre vestida de blanco representa la
humanidad redimida y purificada por la sangre de Cristo: «Ellos son los que provienen
de la gran persecución, y lavaron sus vestiduras, y las han blanqueado en la sangre del
Cordero. Por esto – agrega – están delante del trono de Dios, y le rinden culto día y
noche en su templo...»(7, 14s). Sobre el sacerdocio de los fieles, con la adición de la
realeza, al concluir la visión de la “Nueva Jerusalén” volverá el ángel, que la ha
explicado a Juan diciendo: «El trono de Dios y del Cordero estará en ella (es decir, en
la «nueva Jerusalén») y sus siervos le adorarán y verán su rostro y su Nombre se verá
en sus frentes. Y no será más noche, y no necesitan de luz de antorcha ni de luz de sol,
porque el Señor Dios brillará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos» (22, 3-
5).
Más adelante veremos, en el lugar adecuado, que ya sea la visión de la «gran
multitud» ya sea aquella de la «nueva Jerusalén» quizá no implican alguna realidad
«escatológica»: simplemente son ilustraciones, por lo demás hechas mediante citas de
los antiguos profetas hebreos, de lo que en pocas palabras dicen los versículos 5 y 6
del prólogo, reproducidas por el “canto nuevo” de los seres angélicos en el capítulo
quinto (5, 9s): Jesucristo «con su sangre ha rescatado para Dios (hombres) de toda
tribu, lengua, pueblo y nación, y ha hecho de ellos un reino y sacerdotes para nuestro
Dios , y ellos reinarán sobre la tierra” (5, 9s). El prólogo y el «canto nuevo» no dejan
dudas sobre el hecho de que para Juan este «reino de sacerdotes», el nuevo pueblo
elegido de reyes y de sacerdotes, según la promesa hecha por Dios a Moisés (Ex 19, 6),
ha sido ya instaurado con la muerte y resurrección de Jesucristo: de otra manera, ¿A
qué título podría él dirigirse a los destinatarios de su escrito presentándose como su
«hermano y compañero, junto a ellos, en el reino» (1, 9)? Y por tanto, no se ve el
motivo por el cual tengan que tener sólo valor «escatológico» la «nueva Jerusalén» y el
sacerdocio y la realeza que, según las palabras del ángel a Juan, ejercerán los
seguidores de Cristo.

Los «reyes y sacerdotes» del reino milenario

Otra cosa debemos decir a propósito del reino y del sacerdocio en el que
participan los admitidos en el reino milenario (20, 4-6). En este caso Juan se apura en
precisar que se trata de muertos, más bien de muertos asesinados (literalmente
«decapitados con el hacha»): de hecho él ve «las almas» de ellos. A éstos, y tan sólo a
éstos, se les concede ser «sacerdotes de Dios y de Cristo» y de «reinar con él (Cristo)
por mil años» (20, 6). Más adelante retornaremos sobre este punto que es, sin duda, el

55
más oscuro y controvertido de todo el Apocalipsis y que ha tenido profundos efectos
no sólo en el plano de la exégesis del libro, sino también en el de la historia civil y
política de Europa, sobre todo occidental. Aquí nos limitamos a dos consideraciones a
propósito del discurso que estamos haciendo. La primera es la siguiente: al reino
milenario – tema considerablemente difundido en los «Apocalipsis» judíos
contemporáneos (considérese, en particular, el Apocalipsis de Baruc) – Juan atribuye
un contenido refinadamente espiritual (como lo reconoce también Lupieri, 323), lo
cual, admitido su conocimiento de tales escritos «apocalípticos», difícilmente se puede
explicar sino como su deliberada intervención con fines, si no de polémica, por lo
menos de corrección y de adaptación del tema desde el punto de vista cristiano.
La segunda consideración se refiere, precisamente, al contenido de este
«milenio espiritual» descrito por Juan y las condiciones para ser admitidos en éste.
Estas últimas, ya se ha dicho, consisten en haber sido asesinados. Solamente de éstos
dice Juan que «vivieron», en el sentido fuerte: «tuvieron la vida eterna» (ya no en el
sentido entendido comúnmente: «retornaron a la vida»: así Brütsch, 318, 326 s.;
Prigent 307, 311 s.; Lupieri, al menos en el comentario, 309 ss.); algo análogo se dice
de las «almas de los degollados» del quinto sello (6, 9 ss.). En virtud de esta «vida»,
que se les concede después de la muerte, los «decapitados a causa del testimonio de
Jesús y de la palabra de Dios» (20, 4) son «sacerdotes de Dios y de Cristo» y «reinan
con Cristo» por toda la duración del milenio. En suma, a los participantes del reino
milenario, después de la muerte, se les conceden prerrogativas – vida, realeza,
sacerdocio – que los fieles de Cristo ya poseen desde ahora: realeza y sacerdocio
(Prólogo, 1, 6; «canto nuevo»: 5, 10), vida divina, que es vida eterna (visión de la
«muchedumbre grande»: 7, 17). La muerte violenta, como condición para la admisión
en el reino milenario, hace imposible la interpretación tradicional que ve en éste la
alegoría de la felicidad eterna concedida a todos los justos cristianos, sean mártires o
no lo sean; así como también la posesión desde ya de los contenidos del reino por
parte de los fieles no hace admisible la interpretación que coloca el reino milenario
más allá de los confines de la historia. Por el contrario, como explicaremos más
adelante, se trata de una alegoría de la felicidad eterna concedida de modo
excepcional a los justos de la economía antigua, asesinados por su lealtad a la Ley
(«palabra de Dios») y a la promesa mesiánica («testimonio de Jesús»).

1, 7: «He aquí que viene con las nubes, y lo verá todo ojo y los que lo traspasaron. Por él
se golpearán el pecho todas las tribus de la tierra. Sí. Amén.»

El himno a Jesucristo acaba de terminar con el litúrgico Amén que sella de
manera solemne su celebración como rey universal y eterno. En las palabras finales
del himno («a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos») probablemente hay
una reminiscencia de las palabras que concluyen en Daniel la visión del Hijo de
hombre. Él se acerca al trono del anciano y es puesto ante su presencia: «A él se le dio
poder, gloria y reino...Su poder es un poder eterno» (Dn 7, 13). Pero las palabras
finales se refieren a la conclusión, gloriosa y triunfante, de la «revelación de
Jesucristo». Ahora, partiendo de la conclusión gloriosa (que volverá a ser mencionada
más explícitamente poco después en la visión de Patmos) y durante todo el curso del
libro, a Juan le interesa mucho exponer el modo y la vía por los que Jesucristo llegó a

56
ésta, es decir con la muerte de cruz. Él lo hace aquí combinando dos citas de profetas,
Daniel (Dn 7, 13) y Zacarías (Zc 12, 10s) respectivamente. La primera («él viene con
las nubes») constituye el inicio de la visión del Hijo de hombre que el profeta ve
avanzar, precisamente, «con las nubes del cielo» (en otras versiones, «sobre nubes del
cielo», de lo cual hay un echo en Ap. 14, 14). La visión de Daniel será repetidamente
mencionada por Juan en el curso del libro: visión del Hijo de hombre en Patmos (1,
12s), del Trono y del Cordero (capítulos 4 y 5), del Logos de Dios que desciende sobre
el caballo blanco (19, 11ss). Mientras en la visión de Patmos la muerte de Jesucristo se
encuentra absorbida por la luz y por la gloria de la resurrección, en las otras visiones
mencionadas es más bien su muerte lo que constituye el núcleo de la visión, vista
como el inicio del juicio de Dios sobre el mundo: destrucción de las fuerzas malvadas y
redención de la humanidad.
En el prólogo Juan conecta la visión de Daniel con la muerte de Jesucristo y el
juicio de Dios mediante la cita, reelaborada, de pasajes de Zacarías (Zc 12, 10 ss.), en
los cuales se habla de un «traspasado» (para algunos el rey Josías, para otros Godo
lías, y para otros Sorozábal), y por su muerte harán luto las familias de Israel. En Juan
la perspectiva de este «luto» se hace universal – «lo verá todo ojo», «se golpearán el
pecho todas las tribus de la tierra» – y alude también, indirectamente, al efecto del
juicio de Dios sobre toda la humanidad. Así como las palabras: «...y quienes lo
traspasaron...» se refieren a la responsabilidad de toda la humanidad por la muerte de
Jesús, y no sólo de los judíos; en estas palabras no es imposible ver una alusión al
golpe de lanza del soldado sobre el cadáver de Jesús, recordado en el cuarto evangelio,
en el cual se reproduce puntualmente la cita de Zacarías: «Verán a quien traspasaron»
(Jon 19, 37).
La empresa mesiánica de Jesús, centrada en el ritmo acuciante de las dos
citaciones proféticas, recibe un sello solemne: «Sí. Amén», probablemente dos modos,
en griego y en hebreo, para expresar aprobación. En este sentido, las palabras pueden
por cierto ser pronunciadas por la asamblea. Pero, en primer lugar, éstas parecen un
sello que proviene de lo alto, de Dios Padre. De hecho, es a Él a quien han de atribuirse
las palabras que siguen inmediatamente después y que cierran el prólogo: «Yo soy el
Alfa y la Omega, dice el Señor Dios , Aquel que es, que era y que viene, el
Omnipotente» (1, 8). Mientras la fórmula «yo soy el Alfa y la Omega» (la primera y la
última letra del alfabeto griego, indican una realidad totalizante) a veces es aplicada
también a Jesucristo (por ejemplo en 22, 13: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el
último, el principio y el fin») a él jamás se atribuye el título de «Omnipotente», en
griego Παντοκρατωρ, llegando a ser paradojalmente después, por el contrario, el título
por excelencia del Cristo en la iconografía tardo antigua y bizantina (la observación es
de Prigent, 21). La paradoja se puede explicarse quizá por el hecho de que, cuando se
impuso esta representación iconográfica, el mensaje del Apocalipsis era ya casi
exclusivamente entendido como predicción de su retorno victorioso y triunfante, en
calidad de juez, al fin del mundo.



57
2. EL SEPTENARIO DE LAS CARTAS (1, 9 – 3, 22)
Introducción

Según la división que hemos propuesto, inmediatamente después del prólogo
comienza el septenario de las cartas, que tendrá su desarrollo real en los capítulos 2 y
3. Al igual que los siguientes septenarios (sellos, trompetas y copas), éste también
comienza introducido por un proemio que creemos poder encontrar en la descripción
de la experiencia profética y visionaria que tiene Juan en la isla de Patmos, y que
comprende toda la segunda parte del capítulo 1 (1, 9-20). Las conexiones entre las dos
secciones se evidencian por la reproducción, al comienzo de cada carta, de algunos
atributos tomados de las descripciones del Hijo de hombre que antes se había
aparecido a Juan. Pero la conexión más substancial consiste en que las llamadas siete
cartas son la continuación ininterrumpida de las palabras que Cristo dirige a Juan,
después que éste se volvió «para ver la voz» (cfr. 1, 12) encontrándose de frente al
Hijo de hombre. El efecto de aquella visión es tal que Juan cae a tierra «como muerto»
(cfr. 1, 17). Pero Cristo lo animó, insistiendo en el hecho de que Él ha vencido por
siempre a la muerte y de nuevo posee una vida que ya no tendrá fin (cfr. 1, 18).
Después de esto insiste a Juan la orden de escribir que ya había recibido de la «voz
grande» (cfr. 1, 11), especificándola mejor (cfr. 1, 19) y explicando el significado de
dos de los símbolos que lo rodean: las siete estrellas y los siete candelabros (cfr. 1,
20). Prosigue, sin solución de continuidad, el dictado, uno a uno, de los mensajes a los
ángeles de las siete comunidades.
Consideradas como un conjunto unitario y orgánico, la descripción de la
experiencia de Patmos y las cartas parecen girar en torno a un gran tema de fondo: la
transmisión de la revelación. Un indicio de esto es la concentración de todo el
dinamismo de la escena en torno a verbos que denotan «oír», «ver», «escribir», es
decir registrar («libro») las cosas oídas y vistas para comunicarlas a otros. Sobretodo
el «escribir» parece indicativo de la presencia de este tema, verbo que en cuanto tal se
repite más de una vez en el libro, y siempre refiriéndose al registro de una revelación
recibida (cfr. 10, 4; 14, 13; etc.). Inclusive el encontrarse «en el Espíritu» (cfr. 1,10) es
un claro signo de situación «profética», es decir de transmisión de la revelación.
El tema se encuentra también presente en otras partes del Apocalipsis, pero de
manera episódica, por así decirlo. Lo que llama la atención aquí no es tan sólo la
vistosa proporción y carácter central que asume el tema, sino también y sobretodo la
insistencia en ciertos detalles, casi podría decirse de carácter técnico, relativos al
modo en que la transmisión de la revelación se lleva a cabo. Detalles que no escapaban
al público hacia el cual Juan se dirigía. Ese público, por ejemplo, era capaz sin más de
darse cuenta prontamente (lo cual ya no sucede hace mucho tiempo) de que existe
una gran diferencia entre escuchar una voz que habla a las espaldas (cfr. 1, 10-11) y el
ver a Jesucristo cara a cara y escuchar la revelación directamente de Él (cfr. 1, 17ss.). Y
seguramente era capaz de captar el significado de esa diferencia. ¿Acaso no era
corriente y familiar la representación de la relación entre Juan Bautista y Jesús como
una relación entre una «voz» y una presencia (cfr. Mt 3, 1-6; Mc 1, 2-3; Lc 3, 1-6)?

58
Proemio: La visión de Patmos (1, 9-20)

1, 9-10: «En la isla llamada Patmos…en el Espíritu…en el día del Señor»

De la experiencia descrita en la segunda parte del capítulo 1, a partir del
versículo 9, Juan nos refiere con una cierta abundancia de detalles, las circunstancias.
Ocurrió en un lugar bien determinado («en la isla llamada Patmos»), en una condición
interior de carácter excepcional («yo estaba en el Espíritu»), en una precisa
circunstancia («en el día del Señor»).
Todo esto ha de entenderse principalmente como el relato de una experiencia
personal, que realmente le sucedió a Juan. No tenemos de hecho ningún elemento para
negar que él se encontraba en Patmos, y precisamente por el motivo que él dice, es
decir «a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (cfr. 1, 9), ya sea que
aquello aluda (como es más probable) a una situación de confinamiento o de condena
a trabajos forzados ya sea que pueda tratarse de un viaje de carácter misionario.
Y tampoco tenemos motivo para excluir que, en la base de esta y de otras
visiones descritas en el libro (cfr. 4, 2; 17, 3; 21, 10), haya habido una experiencia
interior de carácter extraordinario, diríamos de tipo místico. Lo cual no autoriza, sin
embargo, traducir «encontrarse en el Espíritu» con «estar en éxtasis», caer en trance»
o similares, como a veces sucede. En el lenguaje del cristianismo de los orígenes
«estar, encontrarse en el Espíritu» significa la manifestación ocasional, y de modos y
formas no habituales (glosolalia, profecía, etc.), del Espíritu que los miembros de la
comunidad poseen habitualmente. Por lo tanto, lo que Juan quiere decir es que recibió
en aquella ocasión una iluminación extraordinaria de parte del Espíritu que estaba en
él. Una iluminación de carácter profético, consistente en la profundización, bajo la guía
del Espíritu, de los misterios divinos a comunicar a otros, según el concepto de
profecía que encontramos en Pablo (cfr. 1 Cor 14, 1 ss.).
La expresión «en el día del Señor» también puede ser entendida como
indicación de una circunstancia precisa en el plano histórico, es decir de la
conmemoración litúrgica de la Pascua. Incluso algunos sostienen que esta es el único
significado posible, dada la expresión usada por Juan (κυριακη ημερα, lat. dominica
dies, de donde procede nuestro término «domingo»).
Sin embargo, sin negar el fundamento histórico de estos elementos, se
comprende de inmediato que su mención por parte de Juan no es un fin en sí misma,
es decir no es una pura acotación de valor biográfico. Es bastante evidente que su
intención es enlazarse con la gran tradición de los profetas veterotestamentarios, en
los cuales es constante la costumbre de indicar con precisión el lugar, el tiempo y las
circunstancias en las cuales han tenido lugar las visiones o la comunicación de la
palabra de Dios.
Si esto es así, las indicaciones proporcionadas por Juan adquieren valor
también en el plano espiritual y simbólico, como elementos constitutivos de una
situación profética por excelencia. De este modo, la isla de Patmos puede convertirse
también en símbolo de la condición de separación, de aislamiento, como la condición
de quien se encuentra apartado por la divinidad para la comunicación de un mensaje
que debe entregar a otros. Si realmente Juan se encontraba allí como prisionero, bien
difícilmente se le habría podido escapar la analogía entre su situación y la de la de dos

59
de los profetas que él cita con especial frecuencia y predilección: Ezequiel que tiene
sus visiones en Babilonia «en medio de los cautivos junto al río de Quebar» (cfr. Ez 1,
1) y Daniel, que también sitúa sus visiones en tiempos de la deportación babilónica
(cfr. Dn 1, 3, etc.).
Incluso la propia razón de encontrarse en Patmos, es decir a causa del
testimonio de la palabra de Dios y de Jesús (cfr. 1, 9), si bien en realidad se refiere a su
situación personal de cristiano perseguido, se convierte también en un elemento de
conexión con los antiguos profetas. De hecho ellos también, como piensa Juan, han
testimoniado la palabra de Dios y la venida de Jesucristo, y por este testimonio ellos
han sido perseguidos y a veces también asesinados (cfr. 6, 9 ss.; 11, 3 ss.). Y
precisamente en cuanto profetas, es decir testigos de Jesús que habría de venir, al
igual que Juan, también ellos poseían el Espíritu (cfr. 19, 19; 22, 6).
Algo similar se puede decir también a propósito de la expresión «en el día del
Señor». Habíamos dicho que, con toda probabilidad, ésta se refiere a la
conmemoración litúrgica de la resurrección de Cristo. Sin embargo esta expresión era
familiar y corriente en las Escrituras antiguas, sobre todo en los profetas, como
indicación del juicio de Dios sobre el mundo y sobre la historia. En todo caso, para
Juan estos dos significados no sólo no se excluían sino, de algún modo, coincidían. De
hecho, para él, como veremos, el juicio de Dios anunciado por los profetas cuando
hablaban de «día del Señor» se había cumplido, precisamente, en la muerte y en la
resurrección de Cristo que la comunidad cristiana celebraba en un día llamado
también el «día del Señor».

1, 10: La «voz grande, como de trompeta»

La experiencia profética de Patmos, ya lo hemos dicho, se desarrolla como en
dos momentos o fases. Primero Juan oye una voz a sus espaldas que le ordena escribir
aquello que ve en un libro y que debe enviar a las iglesias de Asia, enumeradas una
por una según el orden que encontraremos luego en los capítulos 2-3 (cfr. 1, 10s).
Después él se vuelve y en medio de siete candelabros de oro ve a Jesucristo (Hijo de
hombre) que le reitera la orden de escribir, y después le dicta, una por una, las siete
cartas (cfr. 1, 12-20 y luego los capítulos 2-3).
La diferencia entre estas dos partes no ha sido observada, salvo de pasada y
superficialmente. Así como tampoco han sido advertidas las conexiones entre la
descripción de la experiencia de Patmos, el desarrollo desplegado por las cartas y las
otras partes de la obra; ante todo con el prólogo (reanudación del tema de la
trasmisión de la revelación, continuación de la visión de Daniel), pero también con las
partes que siguen. En el capítulo 4, al inicio del septenario de los sellos, vamos a ver
una retoma puntual y explícita de la primera fase de la experiencia profética de
Patmos: trasmisión de la revelación a Juan por «...la voz primera...como de trompeta...»
(cfr. 4, 1ss) y veremos una retoma de la visión de Daniel en los capítulos 4 y 5 (visión
del Trono y del Cordero), en el capítulo 14 (el Hijo de hombre sentado sobre una nube
blanca en medio de dos grupos de ángeles: ¿el Hijo de hombre en medio de los
candelabros?), en el capítulo 19 (cfr. 19, 11ss: el Verbo de Dios montado sobre un
caballo blanco, descrito con rasgos que lo asemejan al Hijo de hombre aparecido en

60
Patmos). Sin mencionar las conexiones, observadas por todos, entre las cartas y la
parte final del libro dedicada a la descripción de la nueva Jerusalén (cap. 21-22).
Esto sería suficiente para considerar esta sección un poco como la piedra
angular de toda la construcción que se despliega en el Apocalipsis. Sin embargo, decir
esto es quizá demasiado poco. Posiblemente Juan también sigue aquí su habitual
procedimiento, el de anticipar de manera sintética todo el contenido del mensaje para
retomarlo y profundizarlo después, punto por punto en los desarrollos sucesivos. Un
procedimiento que ya habíamos notado en el breve espacio del prólogo. Una cosa es
cierta: con relación a la figura majestuosa y gloriosa de Jesucristo, tal como se
presenta a Juan en Patmos, las otras representaciones que después encontramos de Él
(Cordero, Hijo de hombre sobre una nube blanca, Logos a caballo) son parciales y más
modestas, como si fuera el indicio de fases anteriores de su experiencia. Sin duda que
la de Patmos es la fase suprema y, en cierto sentido, final de la «revelación de
Jesucristo». Algo comparable a esta fase sólo será posible suponer en la parte final del
libro, donde se habla de su presencia estable (junto con toda la divinidad) en medio de
los fieles (cfr. 21, 22-27; 22, 1-5) y de su coloquio inmediato y directo con los
miembros de la comunidad (cfr. 22, 16s).
Las consideraciones hechas son razones adicionales para insistir en el carácter
unitario y orgánico de esta sección y para no omitir, al interior de ésta, sus varios
elementos , sus relaciones y su ordenarse en esta controladísima y sabia estructura. Se
aludía primero a las dos fases sobre las cuales se articula la transmisión de la
revelación, representadas por la doble disposición de Juan, primero de espalda y
después de frente. Lo cual es como decir: una fase de transmisión indirecta y una fase
de transmisión indirecta.
No es difícil ver delineadas allí las que, para Juan, eran las dos fases o etapas en
las que se había desarrollado la revelación: la que tuvo lugar en la economía antigua y
está contenida en las Escrituras veterotestamentarias, y la que ocurrió con la venida
de Jesucristo, con su predicaciones y con las obras realizadas por Él. De esta manera
comprendemos tanto la continuidad como la diferencia entre una y la otra que
habíamos observado precedentemente. La continuidad se explica porque, para Juan, la
revelación antigua es anuncio y preparación de aquella manifestada por Jesucristo; y
la diferencia está implícita en el hecho mismo en que se pasa del anuncio y de la
preparación a la realización, de la promesa al cumplimiento.
La diferencia entre ambas no está solamente en el plano objetivo. Ésta implica
también un cambio en el plano subjetivo. De hecho, el cumplimiento de las Escrituras
es obra de Jesucristo, pero es así tan sólo si se tiene fe en Él. Es un salto cualitativo lo
que subraya Juan con la acción simbólica de «darse vuelta» («...me di vuelta... y cuando
me di vuelta, vi...», cfr. 1, 12); que además es la misma acción que es la base de nuestro
«convertirse» (como se puede ver en la traducción latina de este versículo: «Et
conversus sum...et conversus vidi...»).
Después de haberse «vuelto» y haber visto a Jesucristo, el sentido de las
Escrituras es claro para Juan. En la persona y la obra de Él esas Escrituras han
encontrado su cumplimiento y, en consecuencia, se han iluminado en su significado.
Es por eso que la descripción de su figura nos parece un verdadero tejido de citas,
reminiscencias y símbolos de las Escrituras. Y es por eso que las cartas dirigidas a los
ángeles de las iglesias se revelarán como una lectura de las Escrituras antiguas hecha

61
por Cristo mismo, es decir, como una explicación de su significado a la luz de su
venida, aun en la etapa de promesa y de espera.
En el septenario de las cartas, Juan nos proporciona una representación
general de las formas y de las etapas en las que se ha llevado a cabo la «revelación de
Jesucristo». Ésta tuvo dos etapas, caracterizadas por dos formas diferentes. La
primera ocurrió de manera indirecta: es la que Juan nos presenta en la escucha de la
«voz grande, como de trompeta» que habla a sus espaldas (cfr. 1, 10). La segunda
ocurre de manera directa, no sólo porque Juan ve a Jesucristo que le habla, sino
también porque ya no hay intermediarios entre el uno y el otro (cfr. 1, 12ss).
En la primera situación hemos visto una alegoría de la revelación antigua. En
general, en esta escena se tiende a ver nada más que una introducción de la visión que
sigue. Sin embargo la escena está finalizada a sí misma, y representa un modo de la
transmisión de la revelación, también éste finalizado y completo en sí mismo. Si en
ésta pueden ser reconocidos todos los elementos constitutivos: la procedencia desde
un ámbito sobrehumano (la «voz grande»), el instrumento humano (Juan), la misión
profética (escribir un «libro»), los destinatarios (las «siete iglesias»). Y no falta la
indicación del contenido de esta revelación: «Lo que ves escríbelo en un libro...» (cfr. 1,
11), contenido que Juan, repetimos, comenzará a exponer a partir del capítulo 4
adelante.
Por lo tanto, en esta primera parte de la visión, se representa el modo con el
que se comunica la revelación en la economía antigua. Juan tiene en mente,
principalmente, el caso de los grandes profetas en el que las cosas suceden sobre todo
en este orden: el profeta tiene una visión que simboliza la divinidad, su gloria, su
poder y su voluntad de intervenir con respecto a la humanidad (juicio, castigo,
salvación); una voz (a veces de Dios mismo, más frecuentemente de un ángel) que
explica la visión al profeta y le confía una misión a cumplir en Israel o en otras
naciones. Consideremos Isaías (cfr. Is 6, 1ss), Jeremías (cfr. Jer 1, 11ss), Exequiel (cfr.
Ex 1, 1ss), Daniel (cfr. Dan 7, 1ss), etc. Como se ve, todo eso es retomado
sintéticamente por Juan en la situación «profética» de la primera escena simbólica.
Pero ésta es seguida inmediatamente por la otra, perfectamente
correspondiente a la primera en su estructura, pero distinta en las formas y en los
modos exteriores. El sentido de esta operación es transparente. La revelación antigua
es indirecta y, por eso, oscura e imperfecta. Juan ilustrará sucesivamente este
concepto en otras escenas simbólicas (la visión del Trono del capítulo 4, la visión del
ángel con el “pequeño libro abierto” de doble efecto, dulce y amargo, del capítulo 10).
La segunda, por el contrario, es directa, clara y completa, y en condición de iluminar la
precedente con la cual coincide substancialmente.
Por lo tanto, la «revelación de Jesucristo» es única. Pero tiene diversos modos y
grados de manifestarse. La forma más perfecta, el grado más alto han tenido lugar en
la venida de Jesucristo, en su persona y en su obra mesiánica. Juan estaba convencido
de que este último período estaba ya contenido en el primero en forma embrional y
por lo demás oscura, indirecta y simbólica. Por lo tanto, único es el mensaje («libro»),
pero limitado primero a la visión (cfr. 1, 11: «lo que ves...»: figuras, símbolos, alegorías)
y luego también en su significado profundo, es decir, en cuanto es el plano salvífico de
Dios (cfr. 1, 19s: «lo que viste, las cosas que son, y las cosas que están por cumplirse
después de estas»). También es único el instrumento humano, es decir el profeta

62
iluminado por el Espíritu, pero diferente su posición: primero de espaldas y después
cara a cara. Y no tan sólo: primero elegido y separado de la comunidad, después
integrado entre los miembros de la comunidad, «hermano» de éstos y «partícipe»
junto a ellos «de la tribulación, y del reino y de la paciencia en Jesús» (1, 9).
Si es así, única es también la fuente del mensaje, la «voz» grande de lo alto que
lo comunica. Sin embargo, como en los otros aspectos, debe haber una diferencia
cualitativa en los dos casos. Y Juan la señala definiendo la voz con dos expresiones
diferentes: «voz grande como de trompeta» (1, 10) y «voz como voz de muchas aguas»
(1, 15). La segunda, probable cita de Ezequiel (Ez 1, 24), no es específica de Cristo, por
estar referida a una multitud celeste no bien precisada, con toda probabilidad de
naturaleza angélica (cfr. 14, 2; 19, 6), siendo posible ver allí una alusión al carácter
universal tanto del mensaje como de la redención traídos por Jesucristo. Por el
contrario, la expresión «voz grande» amerita una atención particular. Antes que nada,
por su frecuencia: en el libro ésta se repite veintiuna veces (veintidós, incluyendo el
equivalente «voz fuerte» de 18, 2). Más aún, hay que observar que el término «voz»,
frecuentísimo en el Apocalipsis (cincuenta y cuatro recurrencias), por ser expresión
de un anuncio, de un mandato, nunca se refiere a entidades malvadas (aunque sí se
dice que «hablan»: cfr. 13, 12.15), sino más bien a entidades positivas. Esto vale
sobretodo en los casos en que el sustantivo «voz» es seguido por el adjetivo «grande»
(o «fuerte»).
Entre las múltiples voces que oye Juan, sólo algunas son dirigidas
específicamente a él para impartirle una orden respecto a los medios y a la modalidad
de la revelación: «escribir un libro» (1, 11); subir al cielo para aprender de la «voz» «lo
que es necesario se cumpla después de esto» (4,1); «sellar lo que hablaron los siete
truenos y no escribirlo» (10, 4); hacer que el ángel le dé el «pequeño libro» que éste
tiene en la mano y devorarlo (10, 8); «escribir» que a los justos («los que mueren en el
Señor») se les concede la bienaventuranza eterna «ya desde ahora» (14, 13). En los
últimos tres casos «la voz del cielo» que se dirige a Juan, con toda probabilidad, es la
voz de un ángel; así como, ya casi en la conclusión del libro, quien le ordena de no
«poner bajo sello las palabras de la profecía de este libro» (22, 10) seguramente es el
ángel que le ha descrito la «nueva Jerusalén» descendida del cielo a la tierra.
Entonces ¿de quién es la «voz grande» que Juan siente resonar a sus espaldas
en la experiencia «profética» de Patmos? En general, tanto entre los seguidores del
método histórico-crítico (Busset, Charles, dudoso en Lupieri) como entre los
representantes de la exégesis eclesiástica tradicional (Prigent, 25; Giesen, 86) se cree
que la «voz grande» es la de Jesucristo. Esta interpretación es verdadera en su sentido
profundo, porque Jesucristo es la fuente de la «revelación» que proclaman las «voces»,
sin embargo no tiene sustento en el plano literal. En primer lugar porque, fusionando
los dos momentos de la visión, suprime indebidamente la mediación angélica,
manifestada en el prólogo y documentada en el desarrollo del libro desde el capítulo 4
en adelante. Además no se ha reparado suficientemente en la expresión «como de
trompeta» con la cual Juan califica esta «voz grande». Quienes lo han hecho (Prigent,
25 y 131: Lupieri, 115) han visto allí una confirmación de la interpretación
«escatológica» del Apocalipsis a causa de la analogía con otros textos «apocalípticos»
(Mt 24, 31; 1 Cor 15; 1 Tes 4, 16; 4 Esd 6, 23), aunque señalando que en esta expresión
hay una clara referencia a situaciones (teofanía, culto, revelaciones) de la economía

63
veterotestamentarias (cfr Ex 19, 16ss., retomado por Hb 12, 19). Pero este es
precisamente el aspecto sobre el cual debemos insistir; teniendo presente que en el
Apocalipsis se dedica un septenario entero a las «trompetas», en el cual se reafirma el
estrecho vínculo entre ángeles y trompetas y en los cuales, como veremos, los ángeles
buenos son protagonistas absolutos en la lucha contra los ángeles malvados. En fin, la
identificación de la «voz grande» con la de Jesucristo se vuelve insostenible ante la
explícita referencia que hace Juan a la «voz primera que oí, como de trompeta, que
hablaba conmigo» al inicio del capítulo 4 (4, 1). La «voz» lo invita a subir «hacia acá»,
es decir al cielo, adonde él sube «en el Espíritu» y tiene la visión de Dios sentado en un
trono, rodeado por veinticuatro Ancianos, por cuatro Seres vivientes y miríadas de
ángeles. En esa visión, como veremos en el lugar adecuado, la Trinidad, celebrada en
el prólogo, está incompleta, pues sólo están presentes Dios Padre (4, 2: «el Sentado en
el trono») y el Espíritu (4, 5: «los siete Espíritus de Dios»), mientras que Jesucristo
está ausente, motivo por el cual no puede ser suya la voz que invita al vidente a subir
al cielo (por lo demás, son pocos quienes lo afirman). De lo anterior se sigue que la
«voz grande» que Juan oye a sus espaldas – la misma que lo invita a subir al cielo – es
una voz angélica.

La visión del Hijo de hombre. Los modelos

La segunda parte de la experiencia profética de Patmos está constituida por la
visión del Hijo de hombre en medio de los siete candelabros de oro, la cual, a su vez,
comprende dos partes: la descripción de la figura del Hijo de hombre, y luego, las
palabras que dirige a Juan, palabras que no se detienen en el final del primer capítulo,
éstas se extienden hasta el fin del tercero, incluyendo el dictado de los mensajes a los
ángeles de las siete iglesias.
En esta sección del libro se encuentran particularmente presentes las
referencias a las Escrituras. Encontraremos muchas de éstas en las cartas, donde
intentaremos explicar su significado. Con relación a la descripción del Hijo de hombre,
nos encontramos ante un verdadero centón de citas y reminiscencias escriturales. Sin
embargo, detrás del aparente turbión de remisiones a la tradición bíblica, se perciben
dos modelos alrededor de los cuales éstas se reúnen. El primero tiene que ver con la
estructura sobre la cual se plantea la descripción de ambas fases de la experiencia
profética de Patmos: se trata de la gran visión inicial de Ezequiel. Reducida a su
estructura esencial, ésta se desarrolla en dos tiempos. En primer lugar aparece el
trono de Dios transportado por los cuatro querubines de cuádruple aspecto animal y
humano (Ez 1, 4ss), y después un ser cuyo aspecto recuerda tan de cerca la gloria de
Dios que el profeta se postra delante de él. Pero este misterioso ser lo anima y le
confía la misión profética para los hijos de Israel, misión reforzada luego por la visión
del rollo devorado (Ez 1, 26; 3, 11). Después el profeta es arrebatado y levantado en
alto por el Espíritu y oye, detrás de él, el gran fragor de la gloria de Dios que se aleja
(Ez 3,12ss). Por fin, luego de un periodo de aflicción, el profeta se dirige a un lugar
donde logra ver la Gloria y recibe la confirmación de su misión (Ez 3, 22ss).
El texto de Ezequiel ha proporcionado a Juan el esquema para la descripción de
la experiencia profética de Patmos. Esto es confirmado por las imágenes
subsecuentes, en las cuales los elementos particulares de esta visión (los cuatro

64
querubines alrededor del trono de la divinidad en el capítulo 4, el libro devorado en el
capítulo 10, etc.) son puntualmente y explícitamente evocados. Con relación a
Ezequiel existe una sola transposición, y de gran significación: en el caso del antiguo
profeta el ser que lleva los rasgos de la gloria de Dios aparece después de la visión del
trono y de los querubines, en cambio en Juan su aparición es adelantada en la visión
del Hijo de hombre.
El sentido de la operación realizada por Juan sobre el texto de Ezequiel es claro,
sobretodo si se observa la diferencia entre los dos momentos de su experiencia
profética en Patmos, viendo en éstos dos alegorías, de la revelación antigua y de la
nueva respectivamente: en la fase antigua, una verdadera y propia revelación de la
naturaleza divina no había, concepto que será enfatizado por Juan, como veremos, en
las visiones del trono (capítulo 4) y del ángel con el pequeño libro (capítulo 10). La
plena revelación de la naturaleza divina sólo se tiene con Jesucristo, en particular con
su muerte seguida por la resurrección, como nos lo hace comprender la visión del Hijo
de hombre. Y es en este punto que interviene el otro gran modelo, el modelo de Daniel.
De hecho, la visión del Hijo de hombre es un cita explícita de una visión de
aquel profeta; la cual, como lo podemos deducir a partir del testimonio
neotestamentario (los evangelios sinópticos) y de los textos apocalípticos judíos (2 Ba,
4 Esd) del periodo que precede la era cristiana y del que sigue inmediatamente
después, debió haberse convertido en la «profecía» mesiánica por excelencia. La
referencia a la visión de Daniel, como hemos visto más arriba, no llega aquí como de
improviso, pues ésta ya había sido anunciada al final del prólogo: «He aquí que viene
con las nubes...» (1, 7), lo cual habíamos interpretado como alusión a la muerte de
Jesucristo (en cuanto juicio de Dios sobre el mundo). Ciertamente en la segunda cita,
es decir en la visión del Hijo de hombre, está también comprendida la primera parte
del acontecimiento de Jesucristo, la muerte, pero ahora incorporada en el triunfo de la
vida: «...yo soy el Primero y el Último y el Viviente; estuve muerto y he aquí que soy
viviente por los siglos de los siglos; y tengo (en la mano) las llaves de la Muerte y del
Hades.» (1, 17ss)
La comprensión de la visión del Hijo de hombre gana en profundidad si la
reportamos en el contexto del libro de Daniel, del cual está tomada, donde se
encuentra precedida por dos visiones: las cuatro bestias (león, oso, leopardo y una
cuarta bestia innominada, pero más feroz que las precedentes) que salen del mar (Dn
7, 2-8), y la suma divinidad (llamada «Anciano» o «Antiguo de los días» y descrita con
algunos rasgos que Juan atribuye al Hijo de hombre) sentada en un trono y rodeada de
jueces, también sentados en tronos, y de miríadas de ángeles ministros (Dn 7, 9s). Es
el inicio del juicio de Dios contra la realidad representada por las bestias: de hecho, la
cuarta bestia es capturada, muerta y destruida, y a las otras bestias se les quita el
poder (Dn 7, 11s). Continúa la visión del Hijo de hombre que viene sobre las nubes,
que se acerca al trono y recibe «poder, gloria y un reino eterno» (Dn 7, 13s). Un ángel,
sin nombre y no descrito, da al profeta la explicación de este primer grupo de visiones:
las cuatro bestias son la alegoría de los cuatro imperios que se han sucedido en la
historia (babilonio, medo-persa, macedonio, reino de los Seléucidas de Siria) y que
serán reemplazados por el reino eterno del «pueblo de los santos del Altísimo», es
decir del pueblo concedido al Hijo de hombre (Dn 7, 16ss).

65
Este grupo de visiones es seguido por otro que retoma el tema de la sucesión
de los imperios, concentrada aquí en los acontecimientos de los últimos dos,
alegorizados respectivamente por un carnero con dos cuernos, uno más alto que el
otro, y por un macho cabrío con un único cuerno que luego se destroza, dejando el
puesto a otros cuatro cuernos, de uno de los cuales sale un pequeño cuerno que
posteriormente se agranda enormemente (Dn 8, 3-12). A la visión sigue una primera
explicación, entregada por el ángel Gabriel: el carnero es el imperio medo-persa, el
macho cabrío es el imperio macedonio, el cuerno que se destroza es Alejandro Magno;
los cuatro cuernos que lo sustituyen son los Diadocos; el cuerno pequeño que se
agranda es el rey de Siria Antíoco IV Epifanes, perseguidor de los Judíos (Dn 8, 14ss).
A la pregunta de Daniel acerca del tiempo que falta para el cumplimiento del fin, es
decir la instauración del «reino de los santos», Gabriel responde con la célebre
profecía de las «setenta semanas de año», que recorre la historia del pueblo hebreo
desde la deportación babilónica hasta la persecución de Antíoco IV Epifanes, y que
incluye la última «semana de años», a su vez dividida en dos partes de tres y medio
años cada una (Dn 9, 23-27).
La explicación definitiva, tanto de las circunstancias políticas como de los
tiempos que preceden el fin, es proporcionada por un «hombre» que se aparece a
Daniel en la ribera del río Tigris: probablemente y una vez más, se trata de un ángel,
pero difícilmente puede ser identificado con Gabriel, ya que la primera explicación,
dada por éste, había sido cumplida bajo la orden de alguien que hablaba con «voz de
hombre» (Dn 8, 16).
Por otro lado, la descripción de este personaje, hecha por Daniel, se inspira en
aquella figura humana en la cual Dios se manifiesta a Ezequiel (Ez 1, 26ss), lo cual
puede llevar a pensar que este «hombre», para Daniel, representa algo superior a un
ángel, incluso la divinidad misma. En todo caso, así debió ser entendido por Juan,
quien aplica a Cristo resucitado muchos de los rasgos descriptivos del «hombre» de
Daniel (cinto de oro a los pechos, ojos de fuego, pies semejantes a metal bruñido, voz
como «como voz de multitud» o «de muchas aguas») y sobre la visión de Daniel
modela su encuentro con el Resucitado: caída a tierra, la mano que se posa sobre el
vidente y las palabras: «No temas» (Ap. 1, 17; Dn 10, 10ss).

1, 13-16: El Hijo de hombre: Mesías, Dios, Sumo Sacerdote, Rey y Juez universal.

Nos hemos detenido con cierta extensión en los dos “modelos”, Ezequiel y
Daniel, que se encuentran detrás de la experiencia profética de Juan en Patmos, en
primer lugar porque la presencia de estos modelos no se limita sólo a aquella
experiencia, sino que se extiende también a otros desarrollos del libro. Esto ya fue
mencionado anteriormente en cuanto a Ezequiel, pero se aplica aún en mayor medida
para Daniel. Hemos ya señalado anteriormente cómo la referencia al Hijo de hombre
que viene sobre las nubes se dispone, con citas cada vez más precisas (Cordero
degollado y erguido en pie, Hijo de hombre sobre la nube blanca, Logos sobre el
caballo blanco con la capa impregnada de sangre), como una verdadera exégesis de
aquella visión: la muerte de cruz como revelación mesiánica de Jesucristo. Sin
embargo, atendiendo a los fines de los desarrollos sucesivos del Apocalipsis, es
también oportuno tener presente el contexto en el que se inserta la visión del Hijo de

66
hombre en Daniel: las cuatro bestias-imperios que salen del mar; el Anciano sentado
en un trono rodeado de a corte celeste; la venida del Hijo de hombre; la profecía de las
setenta semanas de años con la última dividida en dos partes. La visión del Anciano en
el trono será retomada en el capítulo 4; las bestias-imperios serán recapituladas por
Juan en la bestia que sale del mar con siete cabezas y diez cuernos, síntesis de Satanás
(dragón) y del poder político corrupto (imperio romano), que en unión con la bestia
de la tierra (también llamada «falso profeta», «prostituta»: sacerdocio judío corrupto)
constituyen la triada satánica. Ésta es la que persigue y mata a «los santos y testigos
de Jesús» (los «degollados» del quinto sello, los «dos testigos», los «decapitados» del
reino milenario), persigue y mata a Jesús, encontrando en este caso, sin embargo, su
derrota definitiva. Juan mide la duración simbólica de esta persecución con las dos
partes de la última semana de Daniel.
Volviendo a la visión del Hijo de hombre en Patmos, es bastante evidente en
Juan su intención de componer la aparición del Cristo resucitado sobre la teofanía de
los dos profetas antiguos. De hecho, él aplica al Resucitado los rasgos que Daniel aplica
al Anciano (1, 14: «Su cabeza y cabellos, blancos como lana blanca, como nieve»; Dn 7,
9: «Los cabellos de su cabeza eran blancos como lana»); luz y fuego rodean su persona;
además, como ya se ha observado, al Hijo de hombre se le aplican elementos propios
de la figura que se aparece a Daniel en las orillas del Tigris: cintura de oro, ojos de
fuego, pies como metal bruñido, voz poderosa y multiforme («de una gran multitud»
en Daniel; «de muchas aguas» en Ezequiel y Juan).
El sentido de esta operación es transparente: aplicando a Jesucristo los rasgos
de la divinidad suma, el autor quiere afirmar que Él es igual a Dios, y Dios mismo. De
la divinidad Él posee, además, otras prerrogativas. En las Escrituras, Dios venía
representado como «Dios viviente» (cfr. 7, 2) y en posesión de la eternidad. Ahora, en
las primeras palabras que el Resucitado dirige a Juan, se presenta como «el Primero y
el Último y el Viviente...por los siglos de los siglos» (1, 17s).
A partir de la divinidad de Jesucristo así afirmada, y siempre en el plano de la
representación simbólica, Juan deduce de ésta los efectos que esta realidad tiene para
la historia de la salvación. A pesar de ser Dios, y por lo tanto vivir eternamente («el
Primero y el Último y el Viviente»), Él estuvo sujeto a la muerte (1, 18 «...estuve
muerto...»), evidentemente en cuanto hombre: por lo tanto, es una referencia implícita
a la encarnación que se hará explícita, como veremos, en la visión del Logos que
desciende del cielo sobre el caballo blanco (19, 11s). Pero Él ha vencido a la muerte (1,
18 «...y he aquí que estoy vivo por los siglos de los siglos...»), de hecho la ha hecho
impotente para siempre en su sentido de muerte espiritual, que Juan expresa con el
binomio «muerte» y «hades» (cfr. 6, 8; 20, 13s): «Y tengo las llaves de la muerte y del
hades» (1, 18).
Ahora, en el Apocalipsis se habla varias veces de «llaves» que abren o cierran:
una llave le es dada a la estrella caída del cielo sobre la tierra (Satanás) que abre el
pozo del abismo de donde salieron las langostas infernales (9, 1ss), y la «llave del
abismo» tiene el ángel que desciende del cielo, ata a Satanás y lo encierra en el abismo
por mil años (20, 1ss). Pero se trata de aperturas y cierres evidentemente temporales,
de manera explícita en el segundo caso. En cambio, Jesucristo dice de sí mismo que es
«el que tiene la llave de David; que abre y nadie cerrará, que cierra y nadie abre», y
agrega, volviéndose a la comunidad (se trata de la iglesia de Filadelfia): «...he aquí, he

67
puesto delante de ti una puerta abierta que ninguno puede cerrar...» (3, 8s). Si es así, las
palabras que Él dice aquí a propósito de muerte y hades son definitivas, y por
consiguiente no tiene mucho sentido considerar escatológicos, es decir colocar más
allá de la historia, los sucesos de los cuales habla en el capítulo 20, después del reino
milenario, concernientes al juicio universal, la condena y el castigo de Muerte y del
Hades (20, 13ss.).
Queda así confirmado todo lo que se ha dicho antes, que la visión del Hijo de
hombre en Patmos representa el punto culminante de la «Revelación de Jesucristo»:
por la resurrección no solamente a vencido a la muerte, sino también ha hecho
impotentes las fuerzas del mal dispensadoras de muerte. Esta victoria le ha asegurado
algunas prerrogativas exclusivas. Antes que nada, Él es, sin duda alguna, el Mesías
anunciado por la visión de Daniel del Hijo de hombre. De este personaje Él posee «el
poder, la gloria» y, sobretodo, «el reino» (Dn 7, 13). La representación que Juan hace
del Resucitado lo describe claramente en actitud real. Los comentadores, desde la
antigüedad, han distinguido sus elementos distintivos, a saber «vestido largo hasta los
pies», «ceñido al pecho con cinto de oro» (1, 13). Sin embargo, tales elementos
también eran distintivos del cargo de sacerdote, por lo cual son muchos, incluso entre
los modernos, que consideran estos dos elementos como alusivos a ambos cargos.
Queriendo agregar algún comentario, podemos recordar que los siete ángeles que
salieron del templo celeste para recibir las copas y derramarlas también están
«vestidos de lino puro, brillante, y ceñidos al pecho con cintos de oro» (15, 6). Es
difícil negar el carácter sacerdotal de estos ángeles que salen del templo celeste,
donde probablemente ejercen la tarea de oficiantes (Lupieri, 236). Pero igualmente es
innegable su carácter real, si se piensa en el dominio sobre el mundo físico y humano,
e incluso sobre el reino del mal que ellos demuestran derramando las copas de sus
castigos. Encontraremos muchos indicios del carácter real de los seres angélicos en el
curso de la lectura del Apocalipsis. Sin embargo, queremos aquí llamar la atención
sobre un detalle al cual, me parece, no se le ha dado mucha importancia. Jesucristo se
aparece a Juan teniendo «...en su mano derecha siete estrellas...» (1, 16). Muchas
preguntas se han planteado sobre el posible significado astral (Kraft) o político
(Lohmeyer) de esta representación. Son líneas de investigación que hoy están
abandonadas, sin embargo no se han propuesto soluciones alternativas: como Prigent
(p. 30); Lupieri, por el contrario (pp. 120ss), sin preocuparse por la representación,
intenta explicar, a la luz de los hallazgos en la literatura bíblica y apocalíptica, la
relación entre «estrellas» y «ángeles» y entre éstos y los siete brazos de la Menorah
del templo judío, para llegar a explicar el sentido de las palabras de Jesucristo según el
cual «...las siete estrellas son los ángeles de las siete Iglesias...»
Lo que llama la atención en las explicaciones, tanto en el pasado y en la
actualidad, es el hecho de centrarnos en el simbolismo de las siete estrellas más que
sobre el significado del gesto mismo de tener «...siete estrellas en la mano derecha…»
En el lenguaje bíblico «la derecha» es el símbolo de la fuerza y del poder. Luego, estar
«a la derecha» o «en la derecha» de Dios (o de Cristo) puede ciertamente significar
una situación de privilegio o protección, pero también puede significar estar
sometidos y dominados. Esto es justamente lo que Juan quiere indicar. Por otra parte,
en el encabezamiento de la carta a la Iglesia de Éfeso, Jesucristo, Él mismo, como para
explicar este detalle de la teofanía, presenta su relación con los ángeles como una

68
relación de señorío y de dominio. De hecho, en vez de la simple expresión «tener (en
el griego, εχω, «tener») en su diestra», Él usa otra, más fuerte, «tener firmemente (en
el griego, κρατεω, «dominar», «tener empuñado») en su diestra» (2, 1).
Esto, de la relación entre Jesucristo y los ángeles en el Apocalipsis, es un
problema que ha permanecido subvalorado, aún cuando obviamente todos han
subrayado la maciza presencia de los ángeles en el libro, a tal punto que los
seguidores del método histórico crítico (y, más recientemente, con gran convicción,
Lupieri, passim) se han inspirado en este aspecto para asimilar el libro de Juan a los
varios textos apocalípticos judíos, también éstos caracterizados por una densa
presencia de seres angélicos. Pero ya hemos dicho, y no nos cansaremos de repetirlo,
que es justamente este aspecto el que determina la diferencia radical entre el
Apocalipsis y los escritos judíos homólogos. Repetidamente, como notaremos, en el
libro se alude a un acto de sometimiento de los ángeles (en particular, de aquellos que
parecen constituir los grados más altos de las jerarquías angélicas) en un momento
supremo, al cual hemos creído identificar con el de la muerte de Jesucristo. El acto de
sometimiento significa la renuncia a la función de mediación entre Dios y la
humanidad que los ángeles habían ejercido hasta aquel momento bajo diversos
aspectos: gobierno del mundo físico y humano (reyes); culto (sacerdotes); revelación
(ángeles intérpretes); salvación (ángeles con el sello del Dios viviente). Después de su
muerte y su resurrección Jesucristo ha reunido todas estas funciones en su persona: Él
es Rey universal («Rey de reyes»: 19, 11.16; «...el que preside a los reyes de la
tierra...»: 1, 5), Sumo Sacerdote (el aparece a Juan en medio a los candelabros de oro,
símbolo del culto judío por excelencia), revelador definitivo (Él posee los rasgos del
«hombre» de Daniel y explica, con sólo su aparición, el sentido de las visiones de los
profetas antiguos), salvador de toda la humanidad («...has sido degollado y has
rescatado para Dios con tu sangre (hombres) de toda tribu, lengua, pueblo y nación...»:
5, 9).
En fin, la victoria de Jesucristo sobre la muerte le valió la prerrogativa de juez
universal. En la visión, este poder de juicio está simbolizado por los «ojos, como llama
de fuego» (1, 14; cfr. 2, 18) y por la «espada de dos filos, afilada» (1, 16; cfr. 2, 12.16),
que indican, respectivamente la capacidad de penetrar en los secretos más oscuros y
de distinguir sin error entre el bien y el mal. En este sentido, ambas propiedades
vienen atribuidas al Logos que desciende del cielo sobre el caballo blanco (19, 12.15)
para enfrentar a sus enemigos reunidos en Armagedón.

1,19-20: El «misterio de las siete estrellas» y los «siete candelabros de oro»

Ante la visión del Resucitado el vidente cae «...a sus pies como muerto...», pero Él
extiende su mano sobre éste, lo alienta recordándole su naturaleza divina y su victoria
sobre la muerte y las potencias malignas, luego lo invita a escribir “...las cosas que has
visto, las cosas que son, y las cosas que están por cumplirse después de éstas.” (1, 19)
La orden de «escribir» impartida por Jesucristo a Juan, ya hemos dicho, sólo
coincide en parte con aquella de la «voz grande» recibida antes. La diferencia más
importante está en «las cosas que has visto», expresión que no puede referirse sino a
la visión del Hijo de hombre. Si es así, la expresión «las cosas que son» también se
refiere a aquella visión, a su contenido, a su significado: Jesús es el Mesías anunciado

69
por los profetas, Dios hecho hombre que ha sido entregado a la muerte, pero que ha
vencido a la muerte con la resurrección y ha vencido a las fuerza malignas portadoras
de muerte. De la expresión «las cosas que están por cumplirse después de éstas», nos
hemos ocupado ya precedentemente a propósito de 1, 1 en la que aparece en forma
ligeramente diversa. Aquí, sin embargo, aparece seguida de otras palabras de
Jesucristo: «el misterio de las siete estrellas que has visto en mi diestra y los siete
candelabros de oro...: las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete
candelabros son las siete Iglesias» (1, 20), palabras que han puesto a dura prueba a los
comentadores. Se trata, evidentemente, de la explicación que el Resucitado da a Juan
sobre dos detalles de la visión: Él aparece en medio de siete candelabros de oro,
teniendo en la diestra siete estrellas.
Pero, en primer lugar, ¿Cómo se relaciona esta explicación con la orden de
escribir que la precede?, ¿es también parte de ésta, en cuanto constituiría el sentido
profundo («misterio») de toda la visión y, por lo tanto, el objeto verdadero de la orden
de escribir que Jesucristo da a Juan?, ¿o bien se trata, por así decirlo, de un
complemento que se agrega a la orden? El texto griego, fuertemente elíptico e, incluso,
anacoluto, no permite explicaciones en el plano meramente literal. De todas maneras,
es bastante evidente que la exégesis corriente, sin distinción de escuelas ni tendencias
ideológicas, se pone (y siempre se ha puesto) ante esta explicación, aislándola del
contexto en el que se encuentra y centrando la atención en la relación estrellas-
ángeles, candelabros-iglesias. En este último aspecto no hay diferencia sustancial
entre las variadas interpretaciones, por cuanto, ya que los candelabros contienen una
referencia evidente al templo judío y al culto que allí se desarrollaba, consideran que
esta referencia fácilmente puede ser aplicada a la Iglesia como asamblea o comunidad
orante. En cambio, la brecha se hace insalvable cuando se trata de hablar de las
«estrellas» que «son ángeles» y de «ángeles de las siete iglesias».
La identificación de estrellas y ángeles, en el plano de la representación
simbólica y metafórica, es frecuente tanto en la literatura bíblica (cfr. Is 40, 26; Sal 19,
2; Dn 8, 10, por lo menos como se entiende en Ap. 12, 4) como en la apocalíptica (1
Enoc 18, 13ss; 21,1ss.; 4 Esd 6, 3), probablemente debido a la creencia que veía en los
astros seres animados. Pero ¿qué significa que los ángeles son «ángeles de las
iglesias»? Muchas respuestas. Algunos, desde la antigüedad, pensaron que se trataba
de ángeles representantes de las comunidades eclesiales ante Dios, tal como en la
Escritura se habla de ángeles que representan a los pueblos (cfr. Dn 10, 13.21). Otros
vieron allí a personajes humanos (jefes de la comunidad, mensajeros de Juan o de las
iglesias); y otros, la personificación de las iglesias. La debilidad de las varias
soluciones queda de manifiesto por medio de las objeciones puestas entre sí por los
partidarios de cada una.
Recientemente y reflexionando sobre el hecho de que tanto las estrellas como
los ángeles son realidades celestes, al tiempo que los candelabros se encuentran en la
tierra, está cobrando gran crédito una solución (inaugurada por Lohmeyer) que
propone que en esto se encuentra representada la doble dimensión de la Iglesia: los
candelabros representan su esfuerzo por conservar su lámpara encendida aquí abajo
entre el soplo de los vientos contrarios; y los ángeles, su realidad escatológica ya
presente junto a Dios. Esta es la interpretación del «misterio» que encontramos en el
comentario de Pierre Prigent (pp. 34 s.). La primera observación que podemos

70
formular a esta tesis es que está en contradicción con lo que el estudioso afirma poco
antes, es decir que los «ángeles» deben ser entendidos «en sentido propio». Si es así,
¿cómo pueden ser identificados con la dimensión escatológica de la Iglesia, «la
cual...tiene su puesto junto a Dios, en el cielo, entre los ángeles» (p. 35)?
La afirmación de Prigent, es decir, que los ángeles deben ser entendidos aquí
«en sentido propio» – por lo demás, como en todo el desarrollo del libro de Juan – es
del todo correcta; Pero esto comprende que también se debe entender «en sentido
propio» su rol de mediador y su relación con Jesucristo. Solamente a la luz de estos
dos aspectos se puede comprender la relación que aquí se establece entre ángeles e
iglesias. Con relación a los ángeles, ya se ha dicho: éstos son, antes de la venida
histórica de Jesucristo, en sentido pleno, los intermediarios entre Dios y el mundo
físico y humano; después de su venida, de su muerte y resurrección, todas las
funciones de la mediación, fueron asumidas por su persona, y los ángeles a Él
subordinados. Ahora éstos son «ángeles de las iglesias». Y esto, en dos sentidos.
Primero, porque ahora ellos son parte de la Iglesia: en dos ocasiones (19, 10 y 22, 9)
un ángel impide a Juan su intento de adorarlo, recordándole que él es consiervo suyo.
De todas maneras es evidente que éstos conservan un rol de gran relieve, pues la
«nueva Jerusalén» tiene como fundamentos a «los doce apóstoles del Cordero», y
sobre las doce puertas «doce ángeles y nombres escritos, que son [los nombres] de las
doce tribus de los hijos de Israel» (21, 12.14).
El fragmento que hemos citado, además de confirmarnos el rol eminente de los
ángeles en la Iglesia, confirma también el vínculo que ellos tienen con la fase antigua
de la historia de la salvación, vínculo simbolizado de manera emblemática en la visión
de la inscripción en la frente de los «ciento cuarenta y cuatro mil marcados de toda
tribu de los hijos de Israel...» (7, 4).
Sin embargo, aún queda por explicar cómo es que Jesucristo llama «misterio» a
la relación entre «estrellas» y «ángeles» y entre «candelabros» e «iglesias». La
explicación corriente, y que incluso nosotros habíamos mencionado, es que «misterio»
significa el sentido profundo y escondido de una visión que, por consiguiente,
necesita una explicación. Está bien, pero quizá se pueda agregar alguna otra
consideración. En los otros tres casos en que aparece el término «misterio», pareciera
que se entrevé una intervención de Dios, relacionada de algún modo con su plan de
salvación. Esto es claro en las palabras del ángel que anuncia el cumplimiento del
«misterio de Dios» al sonido de la trompeta del séptimo ángel (10, 7). Pero también es
posible ver algo parecido en la palabra «misterio» que «la prostituta, la grande» lleva
escrita en la frente (17, 5). Si esta figura representa Jerusalén, es decir el judaísmo
corrupto y mundano que ha rechazado y matado al Mesías Jesús, entonces la palabra
«misterio» (repetida en la explicación del ángel: 17, 7) puede referirse tanto a la
gravedad de la perversión – de ser la esposa de Dios, ésta se ha convertido en
prostituta – como al juicio de Dios que la ha condenado.
La reflexión sobre el «misterio» negativo de Jerusalén nos remite, por
contraste, al «misterio» positivo que cierra la visión de Patmos. Ésta se inicia cuando
Juan se vuelve «para ver la voz» y ve, en primer lugar, «...siete candelabros de oro y, en
medio de ellos, uno como Hijo de hombre...». Como ya se ha dicho, los candelabros son
una clara referencia al culto judío, pero el valor totalizante del número siete hace
pensar en todo el contenido del judaísmo espiritual en el que el culto era el centro. De

71
este modo, decir que los «candelabros son las iglesias» significa decir que aquellos
contenidos se continúan en la realidad de la Iglesia. Y esto es un «misterio», por
cuanto es el efecto de la muerte y resurrección de Jesucristo, que del judaísmo
proviene (Él aparece en medio de los candelabros) y lleva a su cumplimiento los
valores contenidos en éste.

Las cartas a las iglesias de Asia Menor

Los capítulos 2 y 3 contienen el desarrollo real de este primero de cuatro
septenarios que componen el libro del Apocalipsis. Tenemos una serie de mensajes,
llamados convencionalmente cartas, enviados por Cristo, por medio de Juan, a los
ángeles de siete comunidades situadas en diferentes ciudades ubicadas en la zona
costera y pre costera del Asia Menor, al norte de Éfeso.
Los mensajes están compuestos según un esquema uniforme y bastante fijo,
subdividido en tres partes: 1) introducción: a) dedicatoria; b) presentación del
«remitente», es decir Cristo; 2) cuerpo de la carta: elogio de la comunidad, reproches,
exhortaciones, consejos, amenazas, anuncio de la venida de Cristo; 3) conclusión: a)
invitación a escuchar la voz del Espíritu; b) promesas al «vencedor».
Algunos de los puntos de este esquema (la dedicación y la invitación a escuchar
la voz del Espíritu) son verdaderas fórmulas. El cuerpo de la carta tiene desarrollos
que varían de carta en carta: por ejemplo, en la carta a Esmirna (cfr. 2, 8ss) faltan los
reproches; en la última carta, a Laodicea (cfr. 3, 14ss) falta el elogio a la comunidad. En
los dos puntos de la conclusión el orden indicado es el de las primeras tres cartas, en
las otras cuatro hay una inversión.
La conexión de esta parte del libro con el proemio del septenario está
constituida, de manera visible y explícita, por la dedicatoria y, sobretodo, por la
presentación del «remitente» que incorpora la mayor parte de los atributos aplicados
al Hijo de hombre en la visión precedente. Otras conexiones, más imprecisas, se
pueden identificar en el cuerpo de las cartas.
Las comunidades destinatarias se encuentran en las ciudades de Éfeso,
Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Las más importantes eran, en
ese entonces, Éfeso y Esmirna. Las ciudades de Sardes y de Pérgamo habían sido sede
de reinos gloriosos en el pasado. La primera, del reino de Lidia, ilustrado por los
legendarios nombres de Gige, Aliatte, Creso (S. VII – VI a. C.); la segunda de uno de los
tantos reinos en que se había dividido el imperio de Alejandro Magno después de su
muerte, y se había distinguido como centro de cultura y de arte durante el periodo
helenístico. Las otras eran florecientes centros comerciales.
Con relación a la difusión del cristianismo en estas ciudades, solamente se
encuentra bien atestiguada en los documentos neotestamentarios la misión que Pablo
desarrolló en Éfeso por alrededor de tres años, entre el 54 y el 57 (cfr., Hch 20, 31).
También, según una antigua tradición cristiana, el apóstol Juan se habría detenido allí
y habría desarrollado su propio ministerio. Pero nada sabemos de la fundación de
comunidades cristianas en las otras ciudades mencionadas aquí: solamente sabemos
que Tiatira era la patria de aquella comerciante de púrpura que Pablo convirtió en
Filipos de Macedonia (cfr. Hch 16, 14).

72
Contenido de las cartas

a) Éfeso. Títulos de Cristo: «El que tiene firmemente en su diestra las siete
estrellas, el que camina en medio de los siete candelabros de oro» (cfr. 2, 1). Cuerpo de
la carta: la comunidad es elogiada por su resistencia a la fatiga, por la intolerancia
hacia los malvados, por haber puesto a prueba y desenmascarado a los falsos
apóstoles, porque detesta a los Nicolaítas. Se le reprocha haber «abandonado el amor
primero» (cfr. 2, 4) y haber degradado su condición precedente. Cristo amenaza con
venir y quitar el candelabro de la iglesia. Promesas: el que venza comerá «del árbol de
la vida que está en el paraíso de Dios» (cfr. 2, 7).
b) Esmirna. Títulos de Cristo: «el Primero y el Último, el que estuvo muerto y
revivió» (cfr. 2, 8). Cuerpo de la carta: la comunidad está en una condición de
persecución, pobreza, de hostilidad proveniente de los Judíos. Amenazada por una
«tentación» diabólica, que consistirá en una persecución que durará diez días (cfr. 2,
10). Ningún reproche. Exhortación a la fidelidad «hasta la muerte» (cfr. 2, 10).
Promesas: preservación de la «segunda muerte» (cfr. 2, 11) y el don de la «corona de la
vida» (cfr. 2, 10).
c) Pérgamo. Títulos de Cristo: «El que tiene la espada de dos filos afilada» (cfr. 2,
12). Cuerpo de la carta: la comunidad tiene su sede donde Satanás ha establecido su
trono. Pero ésta no ha renegado el nombre de Cristo, ni aún en los días en que viene
muerto Antipa , el testigo fiel. Pero hay en ella seguidores de Balaam y Balac y de los
Nicolaítas. Cristo llegará a combatirlos con la espada de su boca. Promesas: el que
venciere comerá del maná escondido, y una piedrecilla blanca sobre la cual estará
escrito su “nombre nuevo que nadie conoce” (cfr. 2, 17).
d) Tiatira. Títulos de Cristo: «El Hijo de Dios, Aquel que tiene sus ojos como
llama de fuego, y sus pies semejantes al oropel» (cfr. 2, 18). Cuerpo de la carta: la
comunidad posee una plenitud de obras (caridad, fe, servicio, constancia) en continuo
progreso, sin embargo ésta deja espacio para la acción de la falsa profetisa Jezabel.
Cristo amenaza a esta última, a sus amantes y a sus hijos con un tremendo castigo al
momento de su venida. Mientras llega aquél momento se le recomienda a los fieles
que, sin más, conserven lo que tienen. Promesas: al vencedor se le promete el dominio
sobre las naciones y «la estrella de la mañana» (cfr. 2, 26-28).
e) Sardes. Títulos de Cristo: «El que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete
estrellas» (cfr. 3, 1). Cuerpo de la carta: la comunidad está viva sólo de nombre, pero
en realidad está muerta. De todas maneras, permanece un resto que “estaba a punto
de morir” (cfr. 3, 2). Cristo exhorta a la comunidad a despertarse, a fortalecer este
resto, a conservar aquello que ha recibido y oído, a convertirse, a vigilar: Él vendrá
como un ladrón. Sin embargo, en esta comunidad existen «pocos hombres» (quizá se
trate del «resto» de antes) «que no han manchado sus vestidos: éstos andarán
vestidos de blancas», en compañía de Cristo (cfr. 3, 4). Promesas: el que venciere
recibirá como posesión estable estos «vestidos blancos», su nombre no será borrado
del libro de la vida, y Cristo lo acreditará ante el Padre y sus ángeles (cfr. 3, 5).
f) Filadelfia. Títulos de Cristo: «El Santo y Verdadero, El que tiene la llave de
David; El que abre y ninguno cierra, El que cierra y ninguno abre...» (cfr. 3, 7). Cuerpo
de la carta: en primer lugar está la solemne referencia a una puerta abierta por Cristo
delante de la comunidad, una puerta que nadie podrá cerrar. La comunidad es

73
pequeña, débil, pero ha conservado la palabra de Dios y no ha negado el nombre de
Cristo. Por esto tendrá la alegría de ver convertirse a una parte de los Judíos, y será
preservada de «la hora de la tentación que ha de venir en toda la tierra...» (cfr. 3, 10).
Cristo anuncia: «Yo vengo rápidamente...» (cfr. 3, 11) e invita a la comunidad a
conservar cuanto posee. Promesas: el vencedor será puesto como columna inamovible
en el templo de Dios y llevará escritos el nombre de Cristo, del Padre y de la «nueva
Jerusalén».
g) Laodicea. Títulos de Cristo: «El Amén, el Testigo fiel y verdadero, el Principio
de la creación de Dios» (cfr. 3, 14). Cuerpo de la carta: Cristo no encuentra nada de
bueno: es tibia, llena de vanidad, pero es infeliz, pobre, ciega y desnuda. Cristo la
repudiará. Exhortación a obtener de Él oro (para enriquecerse), vestidos blancos
(para cubrir su desnudez), colirio (para sanar la vista). La venida de Cristo aparece
inminente (“Yo estoy a la puerta y llamo” (cfr. 3, 20): el que abra cenará con Él.
Promesas: el que venciere se sentará en un trono, junto a Cristo y al Padre.

Problemas e hipótesis

Este septenario, aparentemente simple, se revela, por el contrario, como uno de
los puntos del libro que pone los más graves problemas de interpretación. De hecho,
en éste, las referencias a la situación contemporánea se mezclan con los recursos al
Antiguo Testamento, los símbolos con la realidad, los intereses de orden doctrinal con
los de carácter práctico y moral. Esto explica la cantidad de problemas que se han
acumulado sobre esta sección.
Uno de éstos, muy discutido tiempo atrás, tiene que ver con la elección de las
comunidades destinatarias de las cartas. De hecho, la lista excluye ciertos nombres de
aquella región, famosos en la historia del cristianismo de los orígenes (como Colosas,
Magnesia, Hierápolis, Tralle, etc.), mientras incluye otros nombres, no relevantes en la
historia del cristianismo local de aquel periodo fuera del Apocalipsis. Muchos intentos
han querido dar respuesta a esta cuestión. Se trataría de comunidades con las cuales
Juan tenía una relación directa y personal; o bien de centros en los cuales el culto
imperial estaba particularmente desarrollado; o incluso de sedes de los tribunales
imperiales. Hoy, muchos parecen dispuestos a aceptar la hipótesis según la cual Juan
habría elegido estas siete comunidades porque estaban unidas entre ellas por una vía
imperial, y probablemente dotada de un servicio postal.
Se trata de hipótesis que tienen muchos elementos de verosimilitud y de
probabilidad, pero que no parecen estar en condiciones de resolver el problema de
una vez por todas; quizá sea este uno de aquellos casos en que debemos resignarnos a
quedar sin respuesta. Por lo demás, el problema no parece ser uno de aquellos cuya
solución es indispensable para la comprensión del texto. Tanto así que muchas de las
hipótesis ya mencionadas, en vez de contribuir a la interpretación del texto, la
presuponen y descienden de ésta en línea recta.

¿Cartas reales o ficticias?

Otro punto sobre el que se ha discutido con mucho entusiasmo en los últimos
tiempos tiene que ver con el carácter mismo de estas cartas. ¿Se trata de cartas reales,

74
es decir realmente dirigidas a las comunidades destinatarias y considerando sus
reales situaciones, o se trata, por el contrario, de una pura ficción literaria que sirve al
autor para el desarrollo de su propia idea?
Para muchos comentadores, el carácter real de las cartas está fuera de
discusión. Juan tendría a la vista las situaciones concretas de las comunidades a las
cuales se dirige, y sus referencias a hechos y personas han de entenderse en sentido
real, aún cuando se presentan en forma simbólica o alegórica. Algunos han rechazado
la interpretación realística, conjeturando que las cartas fueron escritas y realmente
enviadas a las siete comunidades en una fecha anterior a la composición del
Apocalipsis, y luego retomadas y adaptadas a la estructura del libro.
Es una hipótesis que hoy se encuentra prácticamente descartada pero que, de
algún modo, continúa ejerciendo sus efectos sobretodo en la tendencia, compartida
por casi todos, a considerar este septenario como una sección independiente respecto
a la serie de los otros septenarios. Por esta razón, Prigent conjetura que las cartas
fueron escritas y agregadas en un segundo momento, cuando la redacción del libro
había finalizado, y sostiene que las pruebas de esto se encuentran en la duplicación de
la orden de escribir y en la retoma de la «voz grande como de trompeta» al inicio del
capítulo 4 (Prigent, 33, 37, 82).
La interpretación realista, ya seguida por muchos también en el pasado, se ha
generalizado en tiempos recientes bajo el influjo de los estudios que se inspiran en el
método histórico-crítico, que tiende a resaltar, en la interpretación del Apocalipsis,
sobre todo la asociación con la realidad histórica y cultural en la cual el libro ha tenido
su origen.
Inspirado en la interpretación realista vemos el modo corriente, hoy por hoy,
de presentar estas cartas como documentos de carácter exquisitamente pastorales, es
decir dirigidos a la edificación espiritual y moral de la comunidad.
De modo que son relativamente pocos quienes sostienen el carácter ficticio de
las cartas. Entre los seguidores de esta línea interpretativa todavía se puede distinguir
entre quien presta mayor atención a los contenidos, y quien, por el contrario, resalta
de preferencia los aspectos formales y literarios. Esta última tendencia, con relación a
los estudios sobre el Apocalipsis, es un fenómeno bastante reciente y, quizá, sea
prematuro hablar de ésta como de una verdadera línea interpretativa. Por lo demás, y
debido justamente a que el presente estudio pretende proceder en esta línea, el lector
podrá hacerse una idea de ésta por su cuenta.
En el plano de los contenidos, se puede percibir una negación, explícita o
implícita, del carácter real de las cartas en dos tipos de interpretación: la de aquellos
que ven en éstas una prefiguración profética de la historia de la Iglesia y la de
aquellos que tienden a resaltar en éstas la presencia del Antiguo Testamento.

La interpretación «profética» de las cartas

En lo esencial, esta interpretación consiste en ver en las siete cartas la
prefiguración de siete épocas o fases de la historia de la Iglesia. Aún hoy es seguida
por algunos, pero, sobre todo, ésta estuvo en auge en la antigüedad patrística, en el
Medioevo y en el periodo sucesivo a la Reforma protestante. Pueden encontrarse
trazas en Agustín que quizá, en esta materia, seguía la interpretación del escritor

75
africano Ticonio, seguidor, a su vez, del cisma donatista (S. IV). Luego retorna con
bastante claridad en el comentario de Beda el Venerable (Inglaterra, S. VII-VIII) y en
otros comentarios medievales e incluso modernos.
Célebre entre todas - aún cuando no limitada solamente a las cartas, sino
extendida a todo el Apocalipsis - ha permanecido la división de la historia de la Iglesia
en épocas que, en su comentario, realizó el abad calabrés Gioacchino da Fiore (muerto
en el 1202) : 1) época de los apóstoles (cap. 1-3); 2) de los mártires (cap. 4-7); 3) de
los Doctores de la Iglesia (cap. 8-11); 4) de las vírgenes (cap. 12-14); 5) de la lucha
contra el imperio degenerado (cap. 15-18); 6) de la llegada del anticristo destruido
por el retorno de Cristo (cap. 19); 7) del reino milenario de Cristo seguido por la
resurrección y por el juicio universal (cap. 20-22). Hay que señalar que Gioacchino
consideraba que estaba viviendo en la sexta época, y fijaba el inicio de la séptima en el
1260.
Hoy, la interpretación profética se encuentra aún viva entre ciertas sectas
cristianas, también éstas lidiando frecuentemente con cómputos y cálculos
cronológicos con relación al fin del mundo. A nivel científico, por el contrario, esta
teoría encuentra escasos sostenedores, muy cautos y poco inclinados a comprometer
determinaciones cronológicas precisas, prefiriendo, más bien, hablar de aspectos, de
modalidades según las cuales se desarrollaría la historia de la Iglesia.

Las cartas y el Antiguo Testamento

Entre los componentes internos de estas cartas hay uno que se distingue con
particular evidencia: se trata de la presencia, constante y precisa, aquí más que en
cualquiera otra parte del libro, de referencias al Antiguo Testamento. ¿Cómo entender
este fenómeno?
Los seguidores de la interpretación realista, siempre muy preocupados de
otorgar a las palabras del texto un significado concreto y literal, sin embargo en este
caso hablan de alegoría, de simbolismo, en un sentido no muy alejado de aquél de la
metáfora. Por ejemplo, cuando Juan habla de Balaam, de Balak o de Jezabel,
simplemente debemos ver allí una alusión metafórica a extravíos de carácter
idolátrico y moral.
Con mayor razón, para los sostenedores de la interpretación profética todo en
el Apocalipsis es símbolo, anuncio velado e indirecto de cosas por venir. Incluso las
referencias al Antiguo Testamento. Inútil es buscar en ellos una mayor atención al
texto tal como es, a su valor literario, a la relación de las cartas con el resto del libro.
Para ellos, el Apocalipsis es profecía, predicción del futuro y, por lo tanto, cada
elemento de éste se puede interpretar independientemente, separado del resto. Es
necesario recordar a todos que, para Juan, la Escritura no es un repertorio de
imágenes o de episodios y expresiones útiles para la corrección y la formación de los
lectores o de los oyentes. Ésta es, en primer lugar, «palabra de Dios», y es la «historia»
de las intervenciones de Dios, punitivas o misericordiosas, para llevar a cabo su plan
salvífico para la humanidad. Por lo tanto, aplicar a las referencias del Antiguo
Testamento, presentes en el Apocalipsis, una interpretación alegórica o simbólica es
un procedimiento impropio, puesto que, como ya hemos visto, Juan sigue la

76
interpretación tipológica, según la cual el dato bíblico que se menciona conserva
intacto su valor originario, aún suponiendo lo infundado de la referencia misma.
Añadimos que los elementos bíblicos evocados directamente o indirectamente
en estas cartas dan la impresión de estar dispuestos en una sucesión continua y
orgánica, tanto que algunos estudiosos han creído ver en ésta las líneas primordiales,
pero bastante precisas, de una narración continua de la historia de la salvación, desde
Adán hasta Cristo. Más claro aún, cada una de las cartas se referiría a un episodio o a
un periodo de la así denominada “historia sagrada”, que en cierta medida viene a
coincidir con la historia religiosa del pueblo hebreo, narrada en todo el arco del
Antiguo Testamento. Entre los estudiosos, como veremos luego, existen algunas
discordancias para identificar y delimitar los episodios evocados, dado el carácter
frecuentemente alusivo de éstos.
Sin embargo, en general, esta interpretación de las cartas no ha sido apreciada
como se merece. La razón radica, quizá, en el hecho de que los sostenedores de esta
línea interpretativa no se han preocupado de incluir el significado que daban a las
cartas en el significado general de todo el libro, es decir, preguntándose qué función
tiene en la economía de aquél este compendio de historia de la salvación que
contendrían las cartas. En ausencia de una respuesta sobre este punto, era casi
inevitable que la interpretación otorgada a las cartas haya sido considerada, en el
mejor de los casos, como una curiosidad ingeniosa y un poco extraña. Tanto más
cuanto sus sostenedores, casi en su totalidad, han terminado por sacar de esto una
motivación para retornar a la interpretación profética, viendo, en los episodios
bíblicos referidos por Juan, la prefiguración tipológica de otros tantos períodos o fases
o aspectos de la historia futura de la Iglesia.
Pero la presencia de referencias al Antiguo Testamento en estas cartas se
explica bastante bien a la luz de la preocupación, que hemos considerado constante y
central en la intención de Juan, de fijar en la venida y en la obra de Cristo el
cumplimiento de la economía veterotestamentaria. Mejor aún, estas referencias se
explicarían si verdaderamente representan, como creemos, un real compendio de la
historia de la salvación. En tal caso, las cartas constituirían un desarrollo ulterior del
tema de la «revelación de Jesucristo» que Juan se propuso tratar desde el principio
(cfr. 1, 1) y del cual el proemio del septenario de las cartas (la visión del hijo de
Hombre) representa una retoma evidente. En las tres partes del esquema constitutivo
de las cartas se podría ver entonces la correspondencia con las «cosas que has visto,
las cosas que son, las cosas que están por cumplirse después de éstas» (cfr. 1,19), es
decir con el «misterio» de las estrellas y de los candelabros, que sigue siendo el
«misterio» del judaísmo espiritual que continúa en la Iglesia.

La historia de la salvación

Veamos, entonces, a través de la lectura de las cartas aquellos elementos que,
puestos en conjunto, constituyen las líneas de un verdadero compendio de la historia
de la salvación.
En la primera carta, a Éfeso, se menciona una caída, un abandono del amor
primero, una resistencia a la fatiga (cfr. 2, 2ss). Todo esto, más que remitirnos a la
condición de una comunidad cristiana relativamente naciente, hace pensar en la larga

77
historia de la humanidad después de la caída, en la fatiga para procurarse el sostén
después de la expulsión del Edén (cfr. Gn 3, 18ss). Y a la caída de Adán reconduce la
promesa hecha al que venciere de «comer del árbol de la vida que está en el paraíso de
Dios» (cfr. 2, 7)
La carta a Esmirna describe una situación de persecución, de pobreza, de
hostilidad de parte de los Judíos convertidos en «sinagoga de Satanás» (cfr. 2, 9), una
situación que, por cierto, podía ser la de la comunidad cristiana local. Pero no es
imposible pensar que la descripción de esta situación se presente, por así decirlo,
filtrada a través de la reminiscencia de otra situación de persecución y de pobreza, la
de los hebreos en Egipto. De hecho, a esta situación parece remitir la mención de la
prueba «de diez días» que espera la comunidad (cfr. 2, 10), probable alusión a las diez
plagas que precedieron a la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo (cfr. Ex 7,
14ss). Quizá también se encuentre implícita una alusión al Egipto en la expresión
«sinagoga de Satanás», que indica la perversión del judaísmo que finaliza en la muerte
de Cristo, cuya consecuencia es la transformación de Jerusalén en «Sodoma y Egipto»
(cfr. 11, 8). La situación de entonces prefiguraba la actual, en la cual el nuevo pueblo
elegido es perseguido por el nuevo Egipto; esta es la enseñanza que la comunidad
cristiana de Esmirna podía extraer. Pero la situación que Juan tiene en mente es la
antigua, como lo demuestra el hecho de que el premio prometido («la corona de la
vida») es ofrecido solamente al asesinado, como sucederá en el quinto sello (cfr. 6,
9ss.) y en el reino milenario (cfr. 20, 4ss), dos situaciones relativas, como ya se ha
dicho, a la economía antigua.
En la tercera carta, a Pérgamo, parece posible advertir más de alguna alusión a
la permanencia de los hebreos en el desierto después de la liberación del Egipto: el
episodio de Balaam y de Balak (cfr. 2, 14; Nm 25, 1s; 31, 16), el «maná escondido» (cfr.
2, 17; Ex 16, 32ss; Hb 9, 4), y quizá incluso la «piedra blanca» con el propio nombre
grabado en ella, probable alusión a las dos piedras con los nombres de las tribus de
Israel que el sumo sacerdote llevaba en el Efod (cfr. 28, 9s). Al desierto se refiere, con
toda probabilidad, la definición de la sede donde vive la comunidad como el lugar
donde Satanás tiene su trono (cfr. 2, 13): para el Apocalipsis el desierto es el lugar
donde Satanás ejerce su persecución y su tentación (cfr. 12, 13s; 17, 13s; pero aún se
puede agregar Mt 4, 1ss; Mc 1, 13; Lc 4, 3ss).
En la carta a Tiatira, la cuarta, la alusión a la prosperidad de la comunidad,
espiritual e inclusive material, ha inducido a más de algún comentador a ver allí una
referencia a los tiempos gloriosos del reino hebreo. En particular, quizá se puede ver
insinuado el reino de Salomón, espiritual y materialmente próspero, más espléndido
que el precedente reino de David (cfr. 2, 19; 1 Re 1, 14), pero oscurecido por la
presencia de las concubinas del rey, extranjeras e idólatras (cfr. 1 Re 11, 1ss),
emblemáticamente sintetizadas en la carta por la figura de Jezabel (cfr. 2, 20), la cruel
mujer de Acab, rey de Israel, también extranjera e idólatra (cfr. 1Re 16, 31ss). El
tremendo castigo prometido a Jezabel se refiere, con toda claridad, a la terrible
profecía de Elías contra Acab y su consorte después del asesinato de Nabot (cfr. 1 Re
21, 21s). Pero las palabras de Elías prefiguran claramente, en el fin de Acab y Jezabel,
el fin del reino de Israel, el de las diez tribus que se habían separado de las otras en
tiempos de Jeroboam, dependiente de Salomón. En la carta a Tiatira, el reino hebreo es
descrito en su momento de máximo esplendor (Salomón); sin embargo, ya contiene en

78
sí mismo el germen de la corrupción religiosa y de la ruina de la parte más conspicua
del pueblo hebreo.
La carta a Sardes parece reflejar el estado de desolación y de muerte que sigue
a la destrucción de los dos reinos, de Israel y de Judá. La comunidad está como muerta,
reducida a un pequeño grupo de hombres, un resto (cfr. 3, 2). Es natural pensar en el
«resto de Israel» del que habla Isaías (cfr. Is 1, 9; 6, 13; 65, 8ss) o en la visión de los
huesos descarnados, de Ezequiel (cfr. Ez 37, 1ss).
También la comunidad de la sexta carta, a Filadelfia, es pequeña y débil, pero
Cristo la elogia por su perseverancia y le anuncia su próximo arribo(cfr. 3, 11). En esta
carta, sobretodo en las promesas hechas al que venciere, se advierte una
concentración de imágenes indicando edificio, construcción: llave, puerta, columna del
templo, ciudad de Dios, Jerusalén celeste. Probable alusión al periodo del retorno
desde el exilio y a la reconstrucción de Jerusalén y del templo.

La séptima carta

La última carta, a Laodicea, ha puesto muchos problemas a los comentadores,
tanto a los de la línea realista, como a los seguidores de la interpretación profética.
Para unos y para otros, de hecho, se trata de explicar de modo aceptable el tono de
áspera condena de esta carta, aplicándolo o a la situación contemporánea de la
comunidad destinataria o a los últimos tiempos de la Iglesia. Pero en un caso como en
el otro las afirmaciones no tienen posibilidad de verificación. De hecho nada sabemos
acerca de la situación real de Laodicea. Con relación al fin de los tiempos, la idea de
que éste sea precedido por una falta de fe puede ser que se encuentre en otros textos,
pero no en el Apocalipsis: leer la carta a Laodicea en este sentido es un apriorismo
gratuito.
Extrañamente inciertos sobre este punto se muestran también los estudiosos
que se han dedicado al análisis de los elementos bíblicos presentes en las cartas. Una
solución satisfactoria no ha sido encontrada para la última carta. Sin embargo, si la
línea interpretativa que hemos expuesto hasta aquí está mínimamente fundada,
incluso la amenazante carta a Laodicea encuentra una explicación. Ésta explica el
juicio de condena contra el judaísmo oficial que, en su ceguera y obstinación, no ha
reconocido en Jesucristo al Mesías preanunciado por las Escrituras.
De hecho, la comunidad es reprobada por no ser «ni fría ni caliente» sino
«tibia» (cfr. 3, 15s): esto no se puede entender a la moderna, como alusión a la falta de
fervor espiritual: es la definición del legalismo judaico, del honor ofrecido a Dios con
los labios y no con el corazón, con signos exteriores y no en espíritu y verdad. Todo
esto, se entiende, también pudo valer para una comunidad cristiana, y quizá,
precisamente, para Laodicea. Pero, deducir esto a partir del texto de la carta es una
petición de principio, que vale tanto cuanto valen las argumentaciones de quien
explica la relajación de la comunidad cristiana de Laodicea por medio de las
florecientes condiciones económicas de la ciudad, también deducidas del texto, y
justamente de la exhortación hecha por Cristo a la comunidad, de comprar de Él oro,
vestimentas blancas y colirio para los ojos (cfr. 3, 18). Que estos productos fuesen
típicos de aquella región es posible. Que fuesen típicos de Laodicea es una suposición
que se desprende del texto y de un cierto modo de leerlo. Por lo demás, para todos es

79
claro que se trata de símbolos de realidades espirituales. Porque ¿qué cosa significa el
«oro probado por el fuego» que la comunidad debe adquirir de Cristo? En el
Apocalipsis el oro es un símbolo íntimamente ligado con la divinidad: oro es todo
aquello que la rodea o la toca (trono, altar, etc.), oro es aquello que se deriva de ella.
Comprar oro de Cristo significa, pues, reconocerlo como Dios. Pero ¿qué cosa significa
que este oro ha sido probado por el fuego? Hablando en general, esto se entiende
como alusión a la prueba a través de la cual debe pasar quien observa la palabra de
Dios. Pero es un sentido derivado y secundario. En el uso veterotestamentario, el ser
probado por el fuego es una característica de la palabra de Dios, que indica la absoluta
pureza e incorruptibilidad de ella (cfr. Sal 18, 31; Pr 30, 50; etc.).
En nuestro caso, invitando a la comunidad a comprar de Él oro probado por el
fuego, Cristo se ofrece a sí mismo como compendio viviente y personal de la palabra
de Dios. Y en la prueba por el fuego, sufrida por esta palabra, no es absurdo ver una
alusión a la encarnación y, sobretodo, a la muerte de Cristo. En cuanto a los «vestidos
blancos», éstos se encuentran en el Apocalipsis estrechamente unidos a la nueva
realidad, a la vida divina, la cual es vida eterna traída por Cristo. El colirio «para ungir
los ojos y cobrar la vista» (cfr. 3, 18) es el don, que Cristo concede, de reconocer en Él
el cumplimiento de las promesas contenidas en la Escritura. En suma, el oro y los
vestidos blancos son el contenido de la «buena noticia», y el colirio es la capacidad,
concedida de lo alto, para reconocerla.
Todo esto, repetimos, puede aplicarse también a la situación de una comunidad
cristiana que haya olvidado completamente el anuncio evangélico después de
recibirlo. No se puede excluir, en absoluto, que éste haya sido el caso de la comunidad
de Laodicea, aún cuando su fundación no superaba los treinta años. Pero se debe
admitir que las palabras de Cristo, tanto los reproches como las exhortaciones, se
comprenden mejor si se consideran dirigidas al pueblo hebraico, como invitación a
reconocer y acoger la nueva realidad traída por Él. En las palabras de Cristo de la carta
a Laodicea su paciente pedagogía en favor del pueblo hebreo, largamente desplegada
en el arco del Antiguo Testamento mediante la Ley y los Profetas, concluye. Su llegada
está ya próxima: «estoy a la puerta y llamo; si uno oyere mi voz y abre la puerta yo
entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (3, 20). Palabras a las que se ha dado un
sentido del todo privado e intimista, por cierto no excluido, pero que hacen alusión, en
primer lugar, al banquete mesiánico, a las «bodas del Cordero» del que hablará el
Apocalipsis en el capítulo 21.
Pero, justamente por tratarse de la advertencia extrema, el tono de las palabras
es muy severo. Por lo demás, la advertencia no será escuchada. Cuando Juan, con el fin
de instruir y edificar indirectamente a sus fieles de Laodicea, registra estas palabras
de Cristo al pueblo hebreo, la amenaza divina contra éste («estoy [incipiam] para
vomitarte de mi boca»: cfr. 3, 16) ya se había cumplido: muchos judíos habían
quedado fuera de la Iglesia, el nuevo Israel. Ellos necesitaban todo aquello que podía
servir a su salvación y, sin embargo, se jactaban de poseer todo: «Soy rico y
enriquecido y nada necesito» (3, 17). Estas son, más o menos, las palabras que Juan
pondrá en boca de Babilonia antes de su ruina (cfr. 18, 7).


80
Antiguo y nuevo

Este es el compendio de la historia de la salvación que las cartas nos presentan
en siete cuadros sucesivos. Para nosotros, la probabilidad de la reconstrucción que
habíamos hecho de este septenario depende no tanto de la seguridad de los datos
internos proporcionados por las cartas, sino del modo con que el septenario de las
cartas, interpretado de esta manera, se corresponde con los otros tres septenarios del
Apocalipsis. Como veremos en el lugar adecuado, también los otros son ilustraciones
de la historia de la salvación en sus varios aspectos. Todos ellos concluyen del mismo
modo, esto es, con la alusión a un fin que no es el fin del mundo, sino el fin del mundo
antiguo y, en particular, con el fin de un cierto judaísmo.
Sin embargo, el septenario de las cartas aparece más integral y completo con
relación a los otros. De hecho, éste no sólo comprende la parte negativa que culmina
con la condena de un cierto judaísmo, sino también la parte positiva que concierne a la
nueva realidad que ha venido a sucederlo. En las promesas al vencedor con que
concluyen las cartas, esta realidad se encuentra poco a poco delineada en su
fisonomía, que luego será retomada y desarrollada en el gran fresco de la «nueva
Jerusalén» (cap. 21-22). Las coincidencias entre estas dos partes del libro han sido
advertidas por todos los comentadores. La realidad representada por la «nueva
Jerusalén» celeste y la realidad significada por las promesas al vencedor son
claramente coincidentes.
En las cartas, de acuerdo a lo habíamos dicho más arriba, la realidad
prefigurada por las promesas es ciertamente la Iglesia. De este modo, nos explicamos
algunas particularidades de algunas cartas, sobre las cuales se ha discutido desde
siempre. En primer lugar la cuestión de su naturaleza, real o ficticia. Probablemente
son la una y la otra. Es claro que éstas tienen una función literaria, lo cual se
desprende de las relaciones que presentan con las otras partes del libro. Y es
igualmente claro, por la insistencia con que el nombre de las iglesias se repite y por la
solemnidad con que es indicado en la dedicatoria, que las cartas contienen un mensaje
de Juan (Cristo) a estas comunidades.
Pero ¿cuál es este mensaje? En primer lugar, hay que decir que el mensaje se
encuentra contenido en la parte que se refiere a las promesas al que venciere.
Admitiendo que el fin del Apocalipsis es el esclarecimiento del misterio de Cristo, la
edificación de la Iglesia, la profundización de la fe, lo primero que tenía que ser de
gran preocupación para Juan debió ser que sus fieles (aquellos que eran los
verdaderos «vencedores») recibieran y comprendiesen a fondo su significado. Quizá
sea por esto que la invitación a escuchar la voz del Espíritu que introduce la promesa
está siempre hecha en plural: «Quien tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las
Iglesias» (cfr. 2, 7.11.17.etc.). Luego, las promesas no atañen a una comunidad
específica, sino al conjunto de las siete Iglesias, es decir a la Iglesia en su totalidad.
Por el contrario, comúnmente se ha pensado que el mensaje real que Juan
intenta enviar a la comunidad está contenido en el cuerpo de la carta: alabanzas y
reproches, consejos y amenazas y anuncio de la venida de Cristo. Pero hemos visto
que todo, al menos en un cierto plano, representa un dramático diálogo entre Cristo,
autor de la revelación, y el pueblo hebraico. ¿Existe alguna relación entre todo esto y
la situación real de las comunidades destinatarias? En otras palabras, los episodios del

81
Antiguo Testamento, aquí evocados por Juan ¿han sido aplicados por él a las diversas
comunidades con el propósito de tomar de éstas referencias a circunstancias, hechos y
personajes del lugar? Es la pregunta que ya nos hemos planteado a propósito de
Laodicea, la comunidad tratada tan severamente. Pero no tenemos elementos seguros
para responder en un sentido o en otro.
Sin embargo de algo podemos estar seguros. La exposición de la historia de la
salvación hecha por Juan en las cartas era de por sí, más allá de toda referencia a la
realidad, un eficaz medio para la instrucción y la formación. No es una casualidad que
la lectura de los libros sagrados del Antiguo Testamento, sobretodo de los libros
históricos, siempre fue, desde los orígenes, uno de los puntos firmes en la formación
de los catecúmenos, así como se mantuvo en la base de la lectura del año litúrgico. En
último término, no es improbable que sean justamente razones de este tipo, ligadas
por cierto a circunstancias de orden práctico, las que explican la presencia del Antiguo
Testamento en estas cartas.

«Al ángel de la Iglesia...escribe»

Hay otro detalle en estas cartas que, a la luz de la interpretación dada
anteriormente, puede encontrar su explicación. De hecho las cartas no están dirigidas
a las iglesias sino a los ángeles de las iglesias, con una fórmula fija que retorna en el
inicio de cada carta. Hoy no se da mucha importancia a este detalle, y se procede como
si las cartas fuesen dirigidas, efectivamente, a la comunidad. En el pasado, en cambio,
esta cuestión ha sido explicada en las formas que hemos señalado anteriormente a
propósito de 1, 20 (mensajeros de o para Juan, obispos o jefes de la comunidad,
comunidades personificadas), sin embargo, éstas son irreconciliables con la
personalidad y las funciones que los ángeles tienen en el Apocalipsis. Hemos dicho
que, respecto a las funciones, tiene gran importancia la de hacer de mediadores en la
revelación, como expresamente se dice en el prólogo y en el epílogo (1, 1 y 22, 16) y
como se presenta en la visión del ángel que desciende del cielo con el «pequeño libro»
en la mano (10, 1ss).
Ahora, en cambio, los ángeles son aquí los destinatarios de la «revelación de
Jesucristo», comunica a ellos por medio de Juan. Si es cierto que las cartas a las
iglesias, además de referencias a las situaciones de las diversas iglesias, contienen
también una relectura de la fase antigua de la historia de la salvación, cuyos
intermediarios eran los ángeles, entonces las palabras que Jesucristo les dirige por
medio de Juan adquieren gran valor en tanto explicación autorizada de la economía
antigua y de la revelación veterotestamentaria.

«Esto dice El que...»

En la introducción de cada carta Cristo se califica con una serie de atributos,
sacados, en su mayoría, del proemio del septenario, es decir de la visión del Hijo de
hombre. Ya hemos observado que este es el elemento más evidente de unión entre las
cartas y el proemio. Sin embargo, con toda probabilidad, la cosa no se extingue allí.
Algunos han notado un vínculo entre los atributos y el contenido de las cartas, cuerpo
y conclusión (promesas al que venciere). Es otra prueba del carácter orgánico de estas

82
cartas y de su inserción en el contexto general del libro. Otros aún han creído deducir
una especie de progresión de carta en carta en la sucesión de los atributos, como un
crescendo. Podríamos explicarlo como un aproximarse del gran evento de la venida de
Cristo y, con ella, de su muerte y de su resurrección como revelación de su verdadera
naturaleza mesiánica.
Es cierto que, después una referencia al carácter universal e integral de la
«revelación de Jesucristo» contenida en la carta a Éfeso (estrellas y candelabros: cfr.
2, 1), su muerte y su resurrección se encuentran directamente al centro en los títulos
de la carta a Esmirna (cfr. 2, 8). En los atributos de las cartas que siguen: espada
afilada (Pérgamo: cfr. 2, 12), Hijo de Dios, ojos llameantes, pies centelleantes (Tiatira:
cfr. 2, 18), siete Espíritus y siete estrellas (Sardes: cfr. 3, 1), el Santo, el Verdadero,
Aquel que tiene la llave de David, abre y nadie cerrará, cierra y nadie abre (Filadelfia:
cfr. 3, 7), el Amén, el Testigo fiel y verdadero, el Principio de la creación de Dios
(Laodicea: cfr. 3, 14), se pueden identificar otras tantas prerrogativas mesiánicas
(juicio, divinidad, posesión del Espíritu y de su testimonio, destrucción de la Muerte y
del Hades, fundación de la nueva realidad, de la nueva creación) que se derivan de su
muerte y de su resurrección.
Hemos visto que los títulos están extraídos, en su mayor parte de la visión del
Hijo de hombre. Estos son, por lo tanto, «lo que viste» (cfr. 1, 19), es decir la primera
parte de lo que Juan debe escribir por orden de Cristo. Y éstos, como hemos visto, son
ciertamente el equivalente de «lo que ves» que la «voz grande» le ordena escribir en la
primera parte de la visión (cfr. 1, 11). Es decir, son las profecías mesiánicas,
entretejidas de símbolos y de visiones, esparcidas en el Antiguo Testamento. El «ver»
de la primera parte se corresponde con el «haber visto» de la segunda, así como la
«voz grande» corresponde al Hijo de hombre, la revelación antigua a la nueva, lo
primero a lo después.

«Conozco tus obras»

En cinco de los siete casos, vemos que esta expresión introduce el cuerpo de la
carta. En uno de los otros dos casos (Esmirna y Pérgamo) se hace alusión a la situación
de persecución, y en el otro, a la sede donde habita la comunidad. Sea como sea, en
todos los casos el acento recae sobre un aspecto práctico, sobre una situación
concreta. Surgió de modo espontáneo pensar que Juan se refiere a circunstancias,
hechos y personajes reales y contemporáneos. Sin embargo, nosotros consideramos
que la reconstrucción histórica es muy difícil, por no decir imposible: nada, aparte del
nombre, sabemos sobre los Nicolaítas (2, 6-15), sobre una «profetisa» que inducía a
«fornicar y a comer carnes sacrificadas a los ídolos» (2, 20), de una corriente que se
inspiraba en las «profundidades de Satanás» (2, 24). Pensar en movimientos
judaizantes, o inspirados en especulaciones de tipo gnóstico, es legítimo, pero hay que
detenerse en este punto. Se incurre en lo arbitrario cuando se cree estar en condición
de aseverar que se trataba de comportamientos libertinos, o cuando se llega a suponer
una controversia de Juan contra presuntas «concesiones paulinas hacia el mundo greco
pagano» (Lupieri, LXV y 123s).
Por otra parte, las alusiones al pasado veterotestamentario aparecen con tanta
insistencia y dispuestas en un modo tan orgánico que no permite interpretarlas como

83
simples símbolos o alegorías. De aquel pasado, lo repetimos, los ángeles eran sus
representantes, y eran también sus responsables. Por lo tanto tiene sentido que
Jesucristo, por medio de Juan, se dirija a ellos diciendo: «Conozco tus obras», que son,
obviamente, obras de la comunidad. Pero ésta, si vamos a entender a los ángeles en su
sentido propio, no puede ser la comunidad eclesial: se trata pues de exhortaciones,
reproches y promesas que Juan, en la tradición de las Escrituras, encontraba aplicadas
al pueblo judío, sobre todo en la tradición profética del Antiguo Testamento.

“Yo vengo rápidamente”

En todas las cartas, excepto en la segunda, Cristo alude explícitamente a su
venida. Aquí de nuevo se puede distinguir, quizá, un crescendo de intensidad y de
precisión en el anuncio. La expresión de la última carta, a Laodicea: «Mira que estoy a
la puerta y llamo» (cfr. 3, 20) habla claramente de una venida inminente o
francamente en acto.
El anuncio de una rápida o próxima venida debe ser entendido, en primer
lugar, en el sentido del testimonio y promesa de esta venida, contenida en las antiguas
Escrituras, en cuanto «voz» que exhorta, como Juan Bautista, a preparar el camino del
Señor que viene.
El anuncio de la venida de Jesucristo y las promesas a quien venciere son la
parte de las cartas que corresponden a las «cosas que están por cumplirse después de
éstas», y que Juan debe escribir (cfr. 1, 19). Sobre todo las promesas. Éstas contienen,
de hecho, en estado embrionario y naciente, toda la realidad que será descrita por
Juan con plenitud y riqueza de particulares en los capítulos finales del Apocalipsis;
pero contenida, justamente, en estado embrionario, de promesa. Nos encontramos
entonces, también en este caso, en el ámbito de una lectura de las Escrituras
veterotestamentarias conducente a obtener allí, junto a la promesa de la venida de
Cristo, también la promesa de la nueva realidad que Él habría de traer.
En conclusión, el septenario de las cartas a las iglesias representa una retoma
global del tema inicial de la «revelación de Jesucristo», dividida en dos grandes
momentos o fases: en la revelación veterotestamentaria y en su venida histórica. En la
visión del Hijo de hombre, que habíamos considerado como el proemio del septenario
de las cartas, las dos fases están representadas por las dos partes de la visión, la de la
«voz grande» (cfr. 1, 10s.) y la de la aparición del Hijo de hombre (cfr. 1, 12ss). Juan,
que representa el instrumento humano de la revelación, recibe dos órdenes de
escribir.
La primera («lo que ves escríbelo en un libro»: cfr. 1, 11) representa la
revelación veterotestamentaria, cuya finalidad, substancialmente, era la de anunciar
la venida de Cristo y prefigurar la realidad que habría de traer, a saber, la
reconciliación de la humanidad con Dios, el don de la vida divina que es vida eterna.
La segunda, («Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que están por
cumplirse después de éstas»: cfr. 1, 19) corresponde a la nueva revelación traída por
Jesucristo que consiste en su persona misma que ilumina y da sentido a la Escritura.
En este sentido, aunque son dos las órdenes de escribir, el libro escrito es único, como
única es la revelación y único es su autor, Jesucristo. Pero dos son los modos, los
grados de «ver»: por símbolos y por medio de la persona de Jesucristo.

84
3. EL SEPTENARIO DE LOS SELLOS (4, 1 – 8, 1)
Introducción

El septenario de los sellos, respecto al de las cartas a las iglesias, es bastante
más amplio y articulado. Éste se encuentra precedido por un largo proemio que
comprende dos de los cuatro capítulos que componen el septenario. La unión entre el
proemio y el desarrollo propiamente tal del septenario recae sobre el símbolo del
libro sellado que, al inicio del capítulo quinto, pasa de las manos del que está «Sentado
en el trono» al Cordero que abre sus sellos sucesivamente uno a uno.
El proemio está constituido por dos visiones que ocupan respectivamente los
capítulos 4 y 5, bien diferenciados entre sí y dispuestos en sucesión: la visión de la
suma divinidad sentada en el trono y rodeada por una corte de seres de naturaleza
angélica; la visión del Cordero que recibe de manos del «Sentado en el trono» el libro
sellado con siete sellos. Las dos visiones tienen lugar «en el cielo» y están, a su vez,
precedidas por una especie de introducción: una voz – Juan afirma que es la que
escuchó anteriormente, previa a la visión del Hijo de hombre (cfr, 1, 10) – lo invita a
subir al cielo para recibir allí la revelación de las «cosas que es necesario se cumplan
después de éstas» (cfr. 4, 1).
La apertura de los sellos ocupa por entero los capítulos 6 y 7 (y también el
primer versículo del capítulo 8, dedicado al séptimo sello). Mientras la secuencia de
las cartas simplemente parecía describir las etapas de la historia de la salvación sin un
orden o un esquema bien definido, los sellos aparecen claramente distribuidos en dos
grupos, de cuatro y tres respectivamente. Esquema que, con algunas ligeras variantes,
seguirá constante para los septenarios siguientes, el de las trompetas y el de las copas.
El primer grupo está caracterizado por una mayor homogeneidad. Éste, como
en los septenarios siguientes, figura unido a la realidad cósmica e histórica; grupo que,
probablemente, se encuentra representado en base al número cuatro. En los sellos, el
elemento de coordinación interna del primer grupo está constituido por el símbolo del
caballo que, a su vez, es otra asociación evidente con el plano de la historia. Sobre este
símbolo se insertan otros, en primer lugar el de los diversos colores (blanco, rojo
fuego, negro, amarillento) que, como lo veremos en su momento, también contiene
una alusión a la distribución sobre la superficie de la tierra de la realidad
representada por los caballos.
Bastante menos homogéneo y más complejo se presenta el segundo grupo, que
va desde el quinto al séptimo elemento. En la serie de los sellos y de las trompetas
(distinción menos visible en el septenario de las copas) el segundo grupo nos presenta
la convergencia hacia el hombre y su morada, la tierra, por la acción de fuerzas
extrañas tanto al uno como a la otra. En los sellos la acción se inicia en el «cielo», y
claramente su origen es la propia divinidad. En las trompetas el punto de partida
también tendrá lugar fuera de la tierra, en el «abismo», convertido en morada de un
poder de naturaleza espiritual que se ha corrompido, es decir Satanás y los ángeles
que con él se han rebelado. En el caso de las copas el movimiento, tanto en el primero
como en el segundo grupo, se inicia uniformemente en el «cielo». De hecho, todo el
septenario, como veremos, representa la intervención definitiva de la divinidad para
juzgar al hombre y al mundo. La distinción entre los dos grupos está determinada por

85
la diferencia entre las dos realidades que sucesivamente son objeto del juicio divino:
primero el hombre y lo creado ( las primeras cuatro copas) y luego las fuerzas
espirituales maléficas que han oprimido y corrompido a ambos (las tres últimas
copas).
Tanto en los sellos como en las trompetas se pueden observar, al interior del
segundo grupo, otros detalles interesantes. El sexto elemento aparece bastante más
desarrollado respecto al quinto y al séptimo. En los sellos esto representa claramente
la intervención de la divinidad dentro de la historia. Una intervención que aparece
motivada por la cólera divina que después de una larga y paciente espera finalmente
viene a juzgar y a destruir a sus enemigos.
Como se ha mencionado varias veces, el desarrollo exagerado del sexto
elemento debe ser puesto en relación con la especulación sobre la «semana cósmica».
En ésta, el desarrollo del mundo y de la historia era concebido como un proceso a
desarrollarse en siete milenios, correspondientes con los siete días en que fue
finalizada la creación. Es el sexto milenio, que corresponde al día de la creación del
hombre, donde estas especulaciones colocaban el advenimiento del Mesías y de su
reino que cierra la historia propiamente tal y da inicio a la imperturbable paz del
séptimo milenio. Así como en el sexto día de la creación, también en el sexto milenio la
intervención de la divinidad en del mundo creado tiene por objeto específico y
privilegiado al hombre, primero su creación, y luego la restauración de su suerte,
comprometida por la intervención de fuerzas maléficas y hostiles a él.
La influencia del esquema septenario del Apocalipsis, en la base de todo el
desarrollo del libro, es evidente con relación a estas especulaciones. Veremos señales
más precisas de esto en ciertos cómputos y en cierta alusiones cifradas: por ejemplo,
en los “cinco meses” de tormentos provocados por las langostas infernales a los
hombres en la quinta trompeta (cfr. 9, 5 s.), en la explicación de las siete cabezas de la
bestia que lleva a la prostituta en su grupa (cfr, 17, 9 ss.).
En la adopción del esquema septenario por parte de Juan no existe,
evidentemente, sombra alguna de cálculos cronológicos. Él recurre a este modelo por
tratarse de un tema corriente y familiar en su público, pero el valor que le otorga al
esquema es puramente simbólico. Lo que urge a Juan en la sucesión de los
acontecimientos es la determinación de la causalidad y el nexo que une los
acontecimientos entre sí, de manera tal que éstos se dispongan en una serie cuyo
sentido es el de una “revelación de Jesucristo” cada vez más completa y gradual.
Por este motivo el sexto sello no es tan sólo la descripción del último y
definitivo acto de intervención divina, es decir la intervención mesiánica, como
sucedía en la apocalíptica precedente (por ejemplo, en Daniel). Por cierto es también
aquello, pero, en la concepción de Juan, en este sello están reunidas todas las
intervenciones salvíficas divinas precedentes, en particular la liberación del pueblo
hebreo de la esclavitud de Egipto, en el que además Juan ve anticipaciones y
prefiguraciones de la intervención salvífica por excelencia, aquella verificada en
Jesucristo.
Este es el sentido de las dos escenas que constituyen el sexto sello: el sello en la
frente de los ciento cuarenta y cuatro mil (cfr. 7, 1-8) y la visión de la «gran
muchedumbre» que proviene de toda la humanidad y que avanza adornada con los
símbolos de la victoria (cfr 7, 9-17). En estas dos escenas están prefigurados para Juan

86
los dos momentos sobresalientes de la obra del plan salvífico divino: la elección del
pueblo hebreo (antigua alianza, parcial y provisoria, conducida por medio de los
ángeles) y la redención de toda la humanidad por obra del sacrificio de Jesucristo («la
persecución, la grande»: cfr. 7, 14).
De este modo se explican las afinidades y los numerosos puntos de contacto
que se producen entre el septenario de los sellos y los que le siguen. Con relación al
septenario precedente, de las cartas, solamente podemos observar puntos de contacto
a nivel temático: el tema de la caída, de la redención («vestidos blancos»), del pequeño
número de los salvados, del testimonio con sacrificio de la vida. En el plano
estructural, por el contrario, no hay afinidades, salvo que, también en las cartas, la
conclusión se presenta como alusión a una abrupta interrupción, a una cesación de la
relación entre Cristo y la comunidad de Laodicea.
Ya nos habíamos referido anteriormente a la ausencia de un esquema preciso
en el septenario de las cartas, en contraste con lo que podemos observar desde los
sellos en adelante, donde encontramos la típica combinación 4 + 3 significando la
unión de la realidad cósmica y humana (cuatro) con una realidad de naturaleza extra
cósmica (tres). La representación de este esquema es quizá indicativo de la intención
de Juan de dar a su tema un tratamiento más sistemático, inmerso en la realidad
cósmica e histórica.
El tema de Juan es siempre el mismo: la historia de la salvación que consiste en
la manifestación gradual de Jesucristo en el mundo y en la historia culminando en el
evento por excelencia: su encarnación, muerte y resurrección. Sin embargo, otra cosa
es la manera con que Juan presenta esta «revelación de Jesucristo», que no es otra
cosa que la puesta en acto del plan salvífico divino (cfr. 1, 1). En el septenario de las
cartas ésta consiste en la promesa de su venida a la humanidad entera, y renovada
después a una porción de ésta, es decir, al pueblo hebreo. De esta promesa la visión
inaugural del Hijo de hombre victorioso sobre la Muerte y el Hades nos muestra la
realización resplandeciente en el Cristo muerto y resucitado.
Más compleja es la presentación del tema en el septenario de los sellos. Las
visiones del proemio, de la «puerta abierta en el cielo», del Trono, del libro sellado que
pasa del que está «Sentado en el trono» al Cordero (cap. 4 y 5), nos conducen a fases
de la «revelación de Jesucristo» decididamente anteriores a la situación que se refleja
en el septenario de las cartas.
Que las visiones de los capítulos 4 y 5 representan una fase anterior a la visión
del Hijo de hombre del capítulo 1 parece demostrarse por el esquema con que Juan
organiza las dos visiones principales, la del Trono y la del Cordero. Como lo
demostraremos en su lugar adecuado, en la base de las dos visiones está la visión
mesiánica del Hijo de hombre de Daniel, la que comprende dos momentos: la visión
del Anciano en el trono (cfr. Dn 7, 9s) y del Hijo de hombre que viene sobre las nubes
(cfr. Dn 7, 13s). Como se recordará, la visión de Daniel ya se relataba en el capítulo 1
de Juan; en éste, sin embargo, él superpone una sobre la otra las figuras del Anciano y
del Hijo de hombre y, con ello, los dos momentos de la visión del profeta, demostrando
que Jesucristo no sólo es el Hijo de hombre predicho por Daniel, el Mesías, sino que es
también igual al Anciano, es decir a Dios. Aquí, por el contrario, los dos momentos son
de nuevo distintos y en clara sucesión.

87
La historia de la humanidad sólo comienza con la apertura de los sellos; ésta es
una sucesión de exterminios y tribulaciones que culminó con la dominación de la
muerte (los cuatro primeros sellos). De esta catástrofe universal tan sólo unos pocos
se salvan: son «los asesinados a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús»
cuyas almas encuentran refugio, por decirlo así, «bajo el altar», y allí reciben la
retribución que consiste en el «reposo» y en la entrega de «vestidos blancos» (quinto
sello). Luego, como consecuencia de la súplica de estos mártires, interviene la
divinidad. Una intervención que se desarrolla en dos tiempos: la redención de los
ciento cuarenta y cuatro mil; y redención de toda la humanidad (sexto sello). Y en fin,
la conclusión: un silencio enigmático que se produce en el cielo por un cierto lapso de
tiempo (séptimo sello).
No es difícil reconocer en el episodio descrito en la apertura de los sellos los
dos grandes momentos o aspectos de la historia de la salvación: la caída del hombre
(los primeros cuatro sellos) y la intervención salvífica divina (los últimos tres sellos).
Podemos advertir de este modo que la serie de los sellos está subdividida en dos
grupos, y también la serie de las trompetas y de las copas. En particular, con relación a
los sellos, podemos incluso observar que esta subdivisión está, de algún modo,
anticipada por las dos visiones del proemio, la del trono (cap. 4) y la del Cordero (cap.
5). Éstas han de considerarse como dos alegorías, la de la creación y la de la
redención; pero también podemos ver simbolizadas allí las dos fases de la revelación
divina, la antigua y la realizada en Jesucristo respectivamente.
En la serie de los sellos no aparece Jesucristo. Está constantemente y
rigurosamente escondido tras el símbolo del Cordero «degollado» y «puesto en pie»
(cfr. 5, 6), cuya referencia a la muerte y resurrección de Cristo es inmediatamente
evidente. Y es al Cordero a quien Juan atribuye la apertura, uno después del otro, de
los siete sellos. Esto quiere decir que el significado de toda la historia – que para Juan
es, esencialmente y en primer lugar, historia de la salvación – se encuentra totalmente
contenido en el sacrificio de Cristo.
Este es, por lo tanto, el sentido general del septenario de los sellos, una de las
partes más célebres de todo el Apocalipsis, por cierto la mejor lograda bajo el aspecto
de la construcción literaria. Se trata de una meditación de la historia humana a la luz
de la revelación bíblica. Considerada del lado del hombre, la historia se presenta como
un continuo alejamiento de una condición privilegiada y de retorno a ésta por medio
de una prueba dolorosa. Del lado de la divinidad, la condición de partida y la de
llegada son presentadas por Juan como fruto de dos actos de amor, íntimamente
conectados y consecuentes entre sí: la creación y la redención (las visiones del Trono
y del Cordero). Al centro de todo el ciclo, a modo de mediación entre el hombre y la
divinidad en el plano de la revelación y de la realización de la voluntad divina, está
Jesucristo, cuya historia es, de hecho, «Apocalipsis» es decir «revelación». Y al vértice
de esta revelación, su sacrificio, el cual se consumó históricamente con la muerte de
cruz, pero virtualmente en acto «desde la creación del mundo», como nos dirá Juan en
otro lugar (cfr. 13, 8).



88
Proemio: La visión del Trono y del Cordero (4, 1-5; 14)

4,1: La «puerta abierta en el cielo»

Al igual que los otros septenarios, también el de los sellos está precedido por
un proemio que, por así decirlo, constituye la clave para entender lo que está
contenido en el septenario propiamente tal. Tenemos una serie de tres visiones
estrechamente conectadas entre sí, en una sucesión concadenada: la visión de la
puerta abierta en el cielo, de la divinidad sentada en el trono, del Cordero que recibe el
libro sellado.
La primera visión es una especie de proemio al proemio. De hecho su función
es introducir las visiones que siguen, marcando una clara ruptura con la sección
precedente. Sin embargo, también aquí existe una retoma con relación a lo que
precede, explícitamente manifestada por el autor. De hecho, después de haber visto la
puerta abierta en el cielo, Juan oye una voz «como de trompeta», que él reconoce
como aquella que le había hablado antes (cfr. 4, 1). Evidentemente se trata de aquella
que escuchó resonar a sus espaldas previamente a la visión del Hijo de hombre (cfr. 1,
10). Encontramos aquí un ejemplo muy significativo, del procedimiento seguido por
Juan en el desarrollo de su argumento, consistente en sucesivas retomas y
profundizaciones. De esta consideración de carácter literario podemos extraer
consecuencias de extraordinaria importancia en el plano interpretativo del texto. Juan,
en efecto, mediante este elemento de la voz, se remite a la situación «profética» del
primer capítulo, es decir, de la transmisión de la revelación a un instrumento humano.
La analogía situacional se fundamenta en la repetición del fenómeno de «encontrarse
en el Espíritu» (cfr. 4, 2), expresión que significa la manifestación dentro del hombre
del acto inspirador e iluminador de la divinidad.
La semejanza que existe entre estas dos situaciones ha llevado a ser explicada
como una señal de fusión no perfecta entre dos partes inicialmente independientes
del libro, en que la segunda habría tenido inicio justamente en esta visión. En general,
la repetición, en el inicio del cuarto capítulo, de la de experiencia precedente puede
ser explicada diciendo que es justamente éste el punto donde comenzaría la parte
propiamente profética del Apocalipsis, en el sentido de preanuncio del fin.
Se trata aquí de una retoma cuya intencionalidad no se puede poner en duda.
Debemos entenderla en el sentido pleno del término, es decir, como un retorno sobre
un argumento ya mencionado, para desarrollarlo y profundizarlo posteriormente. En
otras palabras, la situación profética que se describe en el inicio del capítulo 4 no sólo
es similar a la del capítulo 1, sino que es la misma. Esto significa que las visiones que
Juan describe de aquí en adelante son, de hecho, la ejecución de la orden recibida allí,
vale decir la composición del «libro» en el que él debe escribir lo que ve, para enviarlo
a las iglesias (cfr. 1, 11).
De este modo, el capítulo 4 no es el inicio de la parte profética del Apocalipsis,
en el sentido entendido corrientemente, es decir, como predicción concerniente al fin.
Al contrario, en este lugar Juan retoma su discurso sobre la «revelación de Jesucristo»
y lo retrotrae a sus inicios. Él vuelve a conectarse con el primero de los dos momentos
de la transmisión de la revelación descritas en el capítulo 1, aquél en que él sólo oye la

89
voz (cfr. 1, 10). Por cierto, él omite aquí los detalles de la voz que suena a sus espaldas;
en aquel lugar éstos eran necesarios para dar mejor relevancia al segundo momento,
cuando él, volviéndose, se encontró frente a Jesucristo resucitado y recibió la
revelación de su divinidad. Sin embargo, Juan, estando de frente, contempla la verdad
tan sólo aparentemente. En realidad, su visión es indirecta, refleja, velada: la divinidad
suma no tiene rostro ni nombre; el Cristo, victorioso sobre la muerte, se oculta bajo el
símbolo del Cordero «degollado» y «erguido, de pie» (cfr. 5, 6).
Nos encontramos, entonces, en el primer momento de la revelación, la que se
produce por medio de la «voz grande, como de trompeta» que, como hemos tratado de
ilustrar, es una voz angélica, la que resonó en la economía antigua, en los preceptos de
su Ley, en su culto, en las visiones de sus profetas: todos preanuncios de la realidad
que debía venir «después de estas (cosas)» (cfr. 4, 1).
En esta interpretación, nos asiste también el símbolo de la «puerta abierta en el
cielo» con que se inicia toda esta serie de visiones. Esta brecha que se abre en el cielo
es una transparente metáfora de la intervención divina en favor del hombre, para
comunicarle la verdad y la vida, la revelación y la salvación. La serie se abre, por
consiguiente, con una símbolo positivo: la divinidad viene al encuentro del hombre y
éste, a su vez, tiene acceso a la divinidad.
Pero el carácter positivo de este símbolo tiene una limitación objetiva e
intrínseca: la brecha abierta al descenso y al ascenso está limitado al espacio de una
«puerta». La cosa, en sí misma, no sería susceptible de consideración, si a esta visión
Juan no hubiese contrapuesto claramente otra, la del capítulo 19; en efecto, en ésta él
verá que se abre no ya «una puerta» en la vastedad del cielo, sino el «cielo» mismo
(cfr. 19, 11). En aquel momento ya no será el vidente quien, arrebatado “en el
Espíritu”, subirá para contemplar allí «las cosas que es necesario se cumplan después
de estas» (cfr. 4, 1). La apertura del cielo será, en efecto, el inicio del cumplimiento de
las cosas: de hecho, del cielo abierto descenderá el «Logos de Dios» (cfr. 19, 13) sobre
la tierra para llevar a cabo su empresa (la redención de la humanidad), simbolizada
aquí por el libro sellado. En este momento la revelación será total, la salvación se
ofrece a toda la humanidad: desde el cielo, abierto por el descenso del Hijo de Dios,
descenderá la nueva Jerusalén en la que la divinidad misma viene a poner, de manera
estable, su tienda (cfr. 21, 2-3 y 10).
La «puerta abierta en el cielo» quiere significar, por consiguiente, el inicio de la
revelación, de la intervención salvífica divina. Las dos visiones sucesivas, del trono y
del Cordero, nos hacen comprender que, para Juan, esta intervención salvífica divina
tiene su inicio con la creación, y tiene su coronación en la redención de la humanidad
realizada por Jesucristo con su sacrificio.

4, 2 ss.: La visión del Trono: la creación

Después de haber visto la puerta en el cielo y oído la voz que lo invita a subir
hasta allí, Juan tiene la visión de la suma divinidad sentada en el trono, rodeada por
los seres que componen la corte celeste. Juan no dice que se trata de la divinidad, pero
describe varios elementos alusivos: el trono en que Dios está sentado(cfr. 4, 2) es
enteramente distinto de los otros veinticuatro en los que se sientan los otros seres que
Juan llama con el nombre de «Ancianos» (en griego πεσβὐτεροι: cfr. 4, 4); está rodeado

90
por el arco iris (cfr. 4, 3); delante de éste arden «siete lámparas de fuego, que son los
siete Espíritus de Dios» (cfr. 4, 5) y se extiende un «mar de vidrio parecido al cristal»
(cfr. 4, 6).
El trono y el que está sentado en éste son el centro de toda la realidad que se
describe en el transcurso de esta visión y, por cierto, son también el punto de
referencia del exuberante e intenso movimiento – gesto y voces – desatado al rededor
por parte de los seres circundantes. Sobretodo por aquellos que Juan denomina como
los «Seres vivientes» (en griego ζωα; en latín animalia): en número de cuatro,
modelados externamente según el aspecto de los célebres «Querubines» de la visión
de Ezequiel (cfr. Ez 1, 10) y, como aquellos, parecen dotados de incesante movimiento
alrededor del trono. Incesante es también, nos dice Juan, el himno de alabanza al que
está «Sentado en el trono» basado en el himno de los «Serafines» de Isaías (cfr. Is 6, 3)
y, al igual que éstos, tienen seis alas en vez de las cuatro que tienen los «Querubines»
de Ezequiel.
También hacia el trono y al que está sentado en éste se dirige el acto de
homenaje – el postrarse boca abajo y el acto de arrojar sus coronas de oro – por parte
de los veinticuatro Ancianos, mencionado dos veces en el curso del proemio (cfr. 4, 9-
10 y 5, 8). Más allá de éstos, más allá de los cuatro Vivientes, Juan nos hace distinguir
la presencia de una multitud indeterminada («miríadas de miríadas», «millares de
millares») de ángeles (cfr. 5, 11) que se une con su voz a la de todos los seres creados
para aclamar al que está «Sentado en el trono» y al cual, después de la elevación del
libro y retirarse, es asociado también el Cordero(cfr. 5, 12 ss.). El que está «Sentado en
el trono» es, evidentemente, Dios Padre. El trono en el cual está sentado, distinto a los
otros, significa que Él posee en grado sumo y exclusivo las propiedades implícitas en
el símbolo: majestad, poder, señoría, poder de juicio, en una palabra, todas las
manifestaciones exteriores derivadas de la naturaleza divina. Todo esto es
testimoniado por el comportamiento de los seres concurrentes, cuya función
preeminente es la de rendir homenaje a la supremacía absoluta de la divinidad con
incesantes himnos de alabanzas y la ofrenda de actos de culto.
Es esto lo que da a las dos visiones, del trono y del Cordero, un auténtico
carácter litúrgico, al punto que no sería impropio ver prefiguradas allí las dos partes
de la liturgia cristiana por excelencia, la misa. Esto pone algunas cuestiones acerca del
«lugar» donde se desarrollan las dos visiones. A juzgar por la visión de la «puerta
abierta en el cielo» y por la invitación a subir hasta allí que Juan recibe de parte de la
voz que le habla, parece claro que estas visiones tienen lugar «en el cielo». Sin
embargo el carácter litúrgico de estas escenas hace suponer que éstas se desarrollan
al interior de un templo. Más adelante, Juan hablará nuevamente de la existencia de un
«templo de Dios que está en el cielo» (cfr. 11, 19; 15, 5), así como repetidamente se
refiere a la presencia en el cielo de uno o quizá dos altares (cfr. 6, 9; 8, 3 ss.; 9, 13; etc.).
De este modo, algunos comentadores se han preguntado si acaso el templo
celeste se identifica con el ambiente que describe Juan en el capítulo 4 o es tan sólo
una parte de éste. Toda la discusión, en mi modo de ver, está viciada por un equívoco
de fondo, consistente en entender la expresión «cielo» usada por Juan en sentido
material y espacial. Esta es la causa de los inútiles esfuerzos para determinar, de vez
en cuando, la ubicación exacta del vidente, si en el cielo o en la tierra. Pero «cielo» sólo
alusiones refiere a una dimensión espiritual. Para Juan, contemplar una realidad «en

91
el cielo» significa percibirla en su aspecto profundo, más allá de la apariencia, verla
con los ojos de Dios, su autor. De hecho, él sube hasta este «cielo» transportado «en el
Espíritu», por consiguiente, recibiendo su iluminación.
En este sentido todas las visiones del Apocalipsis tienen lugar «en el cielo». De
hecho, es «en el cielo», es decir en esta dimensión espiritual, donde él contemplará, en
el capítulo 12, el misterio de la mujer y del dragón y, a su vez, en el capítulo 15, el
misterio de la profanación y de la nueva consagración del templo. Aquí, en los
capítulos 4 y 5, Juan contempla «en el cielo» el significado profundo de todo el
transcurso histórico y lo reduce a dos misterios, fundamentales para él, el de la
creación y el de la redención. Ambos misterios son, por un lado, la manifestación del
poder divino, y por otro lado, el reconocimiento de este poder por parte de los seres
creados y redimidos. Y todo esto es liturgia, una liturgia que tiene como templo el
universo creado en su totalidad.

El orden cósmico

La visión del capítulo 4 es una gran alegoría de la creación, significado
profundo de toda la escena, confirmado por el himno de alabanza dirigido a la
divinidad elevado por los seres angélicos al concluir el capítulo: «Digno eres, Señor y
Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque tú creaste todas las
cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas».
Por otra parte, toda la escena puede ser leída como una cosmología
interpretada en clave teológica. Al centro, y significando su carácter de creador y
señor universal, está Dios sentado en el trono. Él se encuentra ante un «mar de vidrio
similar al cristal» (cfr. 4, 6), donde podemos ver un símbolo de la extensión terrestre,
de acuerdo con la concepción bíblica de la tierra como «escabel» del trono de Dios
(cfr. Is 66, 1). Observaremos esto más claramente en el capítulo 15, donde Juan
describirá este «mar», ya no límpido como el cristal, sino «mezclado con fuego» (cfr.
15,2), para significar que sobre la extensión terrena («mar») ha sido precipitado
Satanás con sus ángeles (asimilados al fuego que cae del cielo, descrito en las tres
primeras trompetas: cfr. 8, 7-11).
Representando la extensión terrena bajo el símbolo del «mar de vidrio», Juan
nos remite al momento originario del acto creador, descrito en los primeros versículos
del Génesis, cuando Dios crea «el cielo y la tierra», realidad aún indiferenciada que el
texto bíblico asimila a una extensión de agua sobre la cual revolotea el Espíritu de
Dios (cfr. Gn 1, 1-2). También aquí, «ante el trono» y, por consiguiente, sobre la
extensión de este «mar» cristalino, se encuentran «siete lámparas encendidas, que son
los siete Espíritus de Dios» (cfr. 4, 5), es decir, la plenitud, la totalidad del Espíritu de
Dios.
La tierra, ligada a la divinidad y a su trono, también se encuentra al centro de
este universo. Ahora se entiende mejor el significado y la función de los dos grupos
enigmáticos descritos por Juan alrededor del trono de la divinidad: los veinticuatro
«Ancianos» y los cuatro «Seres vivientes». La naturaleza angélica de los cuatro Seres
vivientes es admitida por todos, dada la evidente correlación con los Querubines de
Ezequiel. En cuanto a los veinticuatro Ancianos, la interpretación varía entre seres
humanos glorificados y seres angélicos. La primera, ya presente en los comentarios de

92
la edad patrística y medieval (los veinticuatro autores de los libros del Antiguo
Testamento; los doce patriarcas y los doce apóstoles, etc.), ha sido reconsiderada
recientemente y goza de gran respeto (Prigent, 84 s., la sigue con mucha convicción)
La interpretación que ve a estos seres como ángeles fue muy seguida en la segunda
parte de los ochocientos y en la primera de los novecientos (Charles, Allo, Lohmeyer).
Como ya se ha mencionado, esta última interpretación es la que aquí seguimos: en los
Ancianos vemos seres angélicos con funciones de diverso tipo: gobierno (tronos,
coronas de oros, Juan se dirige a uno de ellos llamándolo «Señor», título que en el libro
se reserva a Dios y a Jesucristo); interpretaciones de las visiones (5, 5; 7, 13-17);
intermediarios del culto (5, 8; cfr. 8, 3-5).
Con relación a la función de gobierno, los veinticuatro Ancianos parecen más
bien vinculados con el orden del cosmos físico relacionado con conceptos
astronómicas («doble zodiaco», veinticuatro astros de la astronomía babilónica,
veinticuatro cielos de los pitagóricos). El gobierno de partes del universo mediante
ángeles por encargo de la divinidad era una idea muy difundida en la antigüedad, idea
que Juan demuestra compartirla (cfr. 7, 1; 16, 5).
También a los cuatro Vivientes se le atribuyen prerrogativas de gobierno, o por
lo menos de jurisdicción; cuya función, a juzgar por su número (cuatro elementos,
cuatro vientos, cuatro zonas terrestres), parece estar particularmente relacionada con
la tierra. De este modo se explica la posición que ellos ocupan respecto a los cuatro
Ancianos, vinculada más estrechamente con la divinidad y el trono, y que Juan, en su
representación cosmológica, describe emplazada sobre la extensión terráquea. Por lo
demás, el valor cósmico de estas figuras, como ligadas al trono de la divinidad, con
funciones relacionadas especialmente con la tierra, probablemente ya estaba presente
en la fuente de la cual Juan obtiene su descripción, es decir Ezequiel (cfr. 4, 6-8; Ez 1,
18), símbolo evidente de un poder para ver todo y, por consiguiente, de encargarse de
todo. La relación de los cuatro Vivientes con la tierra y los episodios que suceden allí
se hará manifiesta con la apertura de los primeros cuatro sellos, en los que cada una
de estas cuatro figuras será puesta en relación con uno de los cuatro caballos
sucesivamente evocados (cfr. 6, 1 ss.).

4, 9 s.: El orden angélico

Al igual que los veinticuatro Ancianos también los cuatro Vivientes poseen
funciones de gobierno sobre el mundo creado. O quizá, a propósito de todos estos
seres angélicos, sería mejor hablar de una función de mediación entre la divinidad
suma y el mundo, y viceversa. Una mediación que tiene, por consiguiente, dos
aspectos: por un lado es gobierno (relación entre Dios y el mundo), y por otro lado es
función litúrgica (relación entre el mundo y Dios).
En otros lugares, esta mediación es presentada indistintamente por Juan como
función propia del mundo angélico en cuanto tal. De hecho, él habla de ángeles que
tienen poder sobre los cuatro vientos de la tierra (cfr. 7, 1; 9, 14), de un ángel «que
tiene poder sobre el fuego» (cfr. 14, 18), de un «ángel de las aguas» (cfr. 16, 5); así
como nos habla genéricamente de un ángel que ofrece perfumes mezclados con las
oraciones de los santos sobre el altar celeste (cfr. 8, 3 ss.). También en la escena del
capítulo 10 es un ángel quien lleva a la tierra el «pequeño libro abierto».

93
Por consiguiente, si la mediación es prerrogativa del mundo angélico como tal
¿qué valor debemos dar a la distinción de los seres angélicos en grupos, como en el
capítulo 4? De hecho Juan nos habla de tres grupos: Ancianos (en número de
veinticuatro), Seres vivientes (en número de cuatro), ángeles (en número infinito).
¿Esta clasificación constituye una jerarquía real o se trata de una distinción que
concierne a diversas funciones? No podemos recurrir a la ayuda de otras angelologías
conocidas para dar respuesta a esta interrogante, sean éstas del ámbito
neotestamentario o judaico, respecto a las cuales la de Juan no presenta puntos de
contacto apreciables. En las cartas de Pablo encontramos trazas de una compleja
jerarquía angélica que ofrecerán elementos para las clasificaciones generales y
sucesivas de la tradición cristiana: Principados, Potestades, Potencias, Dominaciones,
Tronos (Rm 8, 38; I Cor 15, 24; Col 1, 16; Ef 1, 21; 3, 10; 6, 12). En el corpus paulino las
referencias más numerosas y frecuentes a la angelología se encuentran dirigidas a las
comunidades del Asia Menor (Efesios y Colosenses): ¿será una casualidad?
En la literatura apócrifa judaica, a pesar de una presencia consistente y de una
abundante onomástica, las categorías angélicas parecen ser sólo dos: arcángeles (en
número de siete; pero también de cuatro; ambos números son acreditados en las
varias secciones del Libro de Enoc) y ángeles (entre éstos y distintos de los otros, los
siete ángeles «de la presencia”, también citados en Tobías 12, 15 y en Ap. 8, 2).
Con relación al discurso de angelología que hemos expuesto sumariamente, el
de Juan se presenta con rasgos del todo personales que dejan ver un intento de
simplificación y de sistematización. Aun cuando no se puede hablar de jerarquías sino
más bien de funciones, es claro que existe una distinción de grado y de dignidad: los
Ancianos están sentados en tronos y tienen coronas de oro en la cabeza (4, 4); los
Seres vivientes parecen ser los más próximos al trono de la divinidad (4, 6). Y es claro
que existe un jefe de los ángeles buenos, Miguel (12, 7), así como existe un jefe de los
ángeles malos, Satanás (12, 7-9). A propósito de estos dos jefes, no es extraño que Juan
se limite sólo a sus dos nombres, bien atestiguados en la tradición escrituraria, que en
aquel tiempo era fijada en el canon; aunque, con toda probabilidad, conocía los
apócrifos relativos a Enoc, con su florida onomástica.
Y en la tradición escrituraria, en especial en la relacionada con el culto en el
Templo y su organización, seguramente está inspirado el ordenamiento del mundo
angélico, como se desprende del capítulo 4.
Como otros ya han observado, esto parece reproducido sobre el ordenamiento
de las funciones y de las clases de levitas que el primer libro de las Crónicas atribuye al
rey David, en vista de la construcción del Templo y de la reorganización del culto (cfr.
I Cr 23, 1 ss.). En la base del reordenamiento davídico encontramos los números que
se repiten en el ordenamiento angélico descrito por Juan: veinticuatro mil levitas
dirigen la construcción del Templo (Ancianos); cuatro mil guardianes y cuatro mil
dedicados a la celebración de Dios (Seres vivientes); seis mil escribas y jueces
(probablemente sea ésta la razón de la variación en el número de las alas de los
Vivientes, de cuatro a seis, con relación al modelo de Ezequiel).
La referencia al ordenamiento davídico, con el Templo como centro de interés,
no debe sorprender en Juan, pues él compartía la creencia judía que consideraba al
Templo terreno, y al culto que allí se desarrollaba, como reproducción de los modelos
celestes. Además toda la visión del capítulo 4 se presenta como una grandiosa liturgia

94
perenne con el universo como templo, reproducida en miniatura, por así decirlo, en el
templo y en el culto judíos.

La subordinación de los ángeles

Por consiguiente, si es así, los episodios que suceden «en el cielo» tienen reflejo
también sobre la realidad terrena, que es su reproducción. Ahora bien, varias veces
Juan se refiere a una interrupción de la liturgia que se desarrolla «en el cielo»: el caso
más evidente es «el silencio como por media hora» que se produce en el cielo después
de la apertura del séptimo sello (cfr. 8, 1). Como trataremos de explicar mejor en su
lugar, se trata de la muerte de Cristo que pone fin al culto judaico (como atestiguan
también los evangelios de Mateo en 27, 51 y de Marco en 15, 39) intermediado por los
ángeles. Hay dos escenas, paralelas y parcialmente correspondientes, que aluden a
una interrupción de las funciones de las clases angélicas, y probablemente también de
la liturgia celeste. En efecto, después de haber descrito a los veinticuatro Ancianos y a
los cuatro Vivientes, Juan agrega: «Cuando los Seres vivientes darán gloria, honor y
acción de gracias al que está sentado en el trono, […] al Viviente por los siglos de los
siglos, […] y arrojarán sus coronas delante del trono…» (cfr. 4, 9-10). Desde la versión
latina hasta hoy, a esta serie de acciones le han dado un valor iterativo, lo que significa
que los veinticuatro Ancianos repiten su gesto (postrarse, arrojar las coronas) cada
vez que los Seres vivientes dan gloria, honor, etc.
Ahora, sin necesidad de mucho análisis, esta interpretación resulta
manifiestamente insostenible. La conjunción «cuando» (en griego ὅταν), que Juan
utiliza aquí en unión con un verbo en futuro («darán»), se refiere a una circunstancia
única y precisa que aún debe cumplirse y a la cual seguirá el gesto de los veinticuatro
Ancianos. Además, esto último no debe entenderse como un simple gesto ritual de
homenaje a la divinidad. El verbo griego (προσκυνέω) utilizado por Juan puede tener –
y tiene a veces también en el Apocalipsis (cfr. 11, 1) – un sentido genérico de venerar,
adorar y similares; sin embargo éste se encuentra acompañado aquí por dos
definiciones («caer boca abajo», «arrojar las coronas») que nos inducen a entenderlo
en su valor técnico, por así decirlo, indicando el gesto de alguien que, siendo súbdito o
enemigo vencido, reconoce la supremacía del soberano sentado en el trono.
Todo esto, evidentemente, puede formar parte de un ceremonial que se repite,
pero aquí, en el capítulo 4 (4, 9-10) y en relación con lo que está describiendo, Juan
proyecta este episodio en el futuro.
Por otra parte, Juan nos presenta el cumplimiento de aquella circunstancia en
la conclusión del capítulo 5: «Cuando (el Cordero) tomó el libro, los cuatro Seres
vivientes y los veinticuatro Ancianos cayeron boca abajo delante del Cordero…» (cfr.
5, 8). Y luego otra vez: «Los cuatro Seres vivientes dijeron: “¡Amén!”. Y los veinticuatro
Ancianos cayeron en tierra y se postraron boca abajo» (5, 14). La circunstancia en la
que se verifica la postración de la corte angélica coincide, por consiguiente, con el
gesto del Cordero que toma el libro, un gesto que sólo él puede cumplir (cfr. 5, 2-5) y
que, presumiblemente por esto, determina el postrarse de los seres angélicos. Este
gesto, como veremos más adelante, simboliza la redención de la humanidad por parte
de Cristo, redención que tiene su punto culminante y esencial en su muerte de cruz.

95
Por lo tanto, la circunstancia en que ocurre el postrarse de la corte celeste es la
muerte de Cristo. Lo cual, por cierto, no significa un simple acto formal o ritual de
homenaje a la divinidad, sino el definitivo reconocimiento de una supremacía, y la
renuncia a determinadas prerrogativas sintetizadas en las coronas de oro («arrojarán
sus coronas delante del trono»: cfr. 4, 10). En resumen, se trata de un verdadero acto
de sumisión. Esto sucede, evidentemente, no respecto a la suma divinidad (a la cual
estos seres aparecen manifiestamente subordinados y sometidos en el ser y en el
actuar), sino ante Cordero. Es ante Él, de hecho, que se postran tanto los Vivientes
como los Ancianos cuando Él toma el libro (cfr. 5, 8).
Lo que anuncia Juan en el capítulo 4 y luego nos lo muestra realizado en el
capítulo 5 no es otra cosa que la subordinación del mundo angélico a Cristo, como
consecuencia de la obra de redención realizada por Él con su sacrificio; lo cual ha
derogado y reemplazado la mediación angélica entre Dios y el mundo en todos sus
aspectos (gobierno, revelación, culto). Esto es algo que Juan ya nos había anticipado
con el significativo símbolo de las siete estrellas (es decir, la totalidad del mundo
angélico) asidas por el Hijo de hombre en la visión del primer capítulo (cfr. 1, 16 y 2,
1).
Con relación a la visión del capítulo 1, los retornos de los capítulos 4 y 5 no sólo
son más explícitos y detallados, sino que proporcionan también las circunstancias y
las modalidades de esta subordinación de los ángeles a Cristo. En la visión del capítulo
1 Juan nos daba, por así decir, la razón teológica: los ángeles está subordinados a
Cristo en razón de su naturaleza divina. En el capítulo 5 él nos hace ver que la
naturaleza divina de Cristo, y por tanto su superioridad sobre los ángeles, se ha
manifestado por el cumplimiento de una empresa, imposible para todo ser creado:
vencer la muerte, pasando a través de ésta.

La redención

La visión del capítulo 5 es, evidentemente, la continuación de la precedente;
pero ahora, en primer plano, encontramos elementos absolutamente nuevos: el libro
sellado y el Cordero, que llenan en sí toda la escena. Antes que nada, el libro. Éste
aparece de improviso, en la apertura del capítulo, «en la diestra del que está Sentado
en el trono» (cfr. 5, 1). Probablemente su forma exterior corresponde a un rollo,
porque Juan dice está escrito «por dentro y por fuera», es decir en ambas caras, como
el que vio Ezequiel (cfr. Ez 2, 9-10). Pero no es esto lo más relevante. Lo que cuenta es
que está «sellado con siete sellos», de tal suerte que nadie, como luego sabremos, los
puede abrir, salvo el Cordero. Este libro no sólo constituye el elemento de articulación
entre la visión del capítulo 4 y la del capítulo 5, sino también el elemento de base de
todo el desarrollo del septenario de los sellos. De hecho éste se encuentra en la diestra
del que está «Sentado en el trono», desde donde pasa al Cordero que abre sus sellos,
uno a uno, dando lugar a la serie de las visiones.
Así pues, tenemos un símbolo, el del libro, significativamente importante y
complejo. Para entender su significado, es necesario tener también en cuenta la
recurrencia de este libro en otras partes del Apocalipsis, aparte de la relación, del todo
especial, que éste tiene con el Cordero. De hecho, es un «libro» lo que Juan debe
escribir y enviar a las comunidades del Asia (cfr. 1, 11), y también es un «libro» lo que

96
«el ángel fuerte» trae a la tierra en la visión del capítulo 10 (cfr. 10, 2). En ambos casos
se trata de algo que proviene de lo alto y, de una manera más o menos plena, conlleva
felicidad y dulzura a quien lo recibe (cfr. 1, 3; 10, 9 ss.): es la revelación, la palabra de
Dios que, como atestigua frecuentemente la Escritura, constituye la vida para el
hombre.

El Cordero y el «libro con los siete sellos»

Por consiguiente, el significado de fondo del símbolo «libro» comporta la idea
de un don de vida que pasa de Dios al hombre. Tanto así que también Juan, siguiendo
el ejemplo de la Biblia (cfr. Sal 69, 28 ss.; Si 24, 32), habla repetidamente de un «libro
de la vida» (cfr. 3, 5; 13, 18; etc.): tener el propio nombre escrito en ese «libro»
significa, con toda certeza, participar en la vida divina, en la vida eterna. Sobre este
«libro» que, claramente, es propiedad de Dios, Jesucristo tiene, según su propia
declaración, un poder particular: efectivamente, posee completa discrecionalidad
para cancelar o mantener en éste el nombre de cualquier hombre (cfr. 3, 5). Es claro,
por otro lado, que este poder sobre el «libro de la vida» pertenece a Cristo en cuanto
es el Cordero (cfr. 13, 8; 21, 27), es decir en cuanto muerto y resucitado. De los pasajes
citados, se puede deducir también que esta relación entre el libro de la vida y el
Cordero perdura «desde la creación del mundo» (cfr. 13, 8 y 17, 8) y está fundado
desde siempre sobre el valor eterno y universal del sacrificio de Cristo. De hecho, el
«libro de la vida», es citado corrientemente como «el libro de la vida del Cordero» (cfr.
13, 8; 21, 27), y el sacrificio del Cordero está en acto «desde la creación del mundo»
(cfr. 13, 8).
A la luz de lo dicho, no es difícil captar tanto el significado del «libro» como de
su tránsito desde Dios al Cordero que le rompe los sellos. El «libro» es el símbolo de la
vida que tiene su en Dios fuente primera y de Él se irradia. El primer beneficiario de
esta comunicación es Cristo. «Él – dice Juan –vino y tomó [el libro] de la diestra del
que está Sentado en el trono»(cfr. 5, 7). Según los representantes más atendibles de la
tradición manuscrita, en esta primera mención del gesto de «tomar» por parte del
Cordero, el término «libro» no aparece en el texto, mientras que sí aparece en la
segunda mención (cfr. 5, 8: «cuando tomó el libro»). Además, en las dos menciones del
gesto del Cordero (tomar, y tomar el libro) Juan usa dos tiempos (perfecto y aoristo)
que en el griego clásico poseen un valor bien diverso. Teniendo en cuenta los detalles
arriba mencionados (omisión del término «libro» la primera vez, y el uso de tiempos
diversos), podría resultar un significado plausible del texto y de importancia no
menor. En el primer caso la omisión del «libro» y el uso del verbo en tiempo perfecto
(que en griego indica el inicio de una acción en el pasado, cuyo efecto sigue
perdurando) podría referirse a algo que concierne al Cordero en sí mismo, a su
naturaleza, a su ser. Su acto de tomar «de la diestra del que está senado sobre el
trono», sin especificación alguna del objeto, podría indicar que Él tiene su origen en el
Padre y todo lo recibe de Él, así como, según las palabras de Jesús en el cuarto
Evangelio, el Espíritu «toma» de Él y anuncia a los discípulos (cfr. Jon 16, 15). En otras
palabras, aquí podría estar insinuado el origen del Hijo, que es el Padre: Él «ha
venido» al existencia en cuanto «ha tomado», es decir, en cuanto ha recibido del Padre.

97
Es evidente, sin embargo, que la naturaleza del Hijo y su misma existencia, son
vistas por Juan en relación con el plan de salvación. Lo dice el hecho mismo de que el
Hijo sea presentado bajo el símbolo del Cordero, pero lo dice, sobre todo, «el libro»
que pasa del que está «Sentado en el trono» al Cordero. Es en esto donde está
compendiada la obra de la redención llevada a cumplimiento por Jesucristo, la
salvación y la vida divina que Él ha hecho llegar a la humanidad. Esta es la empresa
que consuma el Cordero, imposible para cualquier ser creado (cfr. 5, 3), y aunque sea
sólo Él quien puede consumarla, sin embargo la fuente del don que Él lleva a la
humanidad (salvación, vida divina) sigue siendo la suma divinidad, Dios Padre. Es de
Dios Padre de quien «ha tomado» Él, para sí y para la humanidad, la vida y todos los
bienes relacionados con ésta.
Si el «libro» es el símbolo de la vida divina que el Cordero hace llegar a la
humanidad, entonces resulta bastante claro el significado de los «sellos» que impiden
su apertura. Éstos simbolizan la culpa original, a causa de la cual la humanidad fue
excluida de la vida divina, que es vida eterna. Tan sólo el Cordero está en condiciones
de «abrir» los sellos. Esto significa que solamente el sacrificio de Cristo puede restituir
a la humanidad el acceso a la vida divina.

El Cordero

Este símbolo remite a la idea del sacrificio cruento. En cuanto tal, es bastante
evidente su referencia al cordero que los hebreos mataron la noche precedente a la
liberación de Egipto para untar con su sangre los dinteles de las puertas (cfr. Ex 12, 21
ss.), cuya inmolación se había convertido en punto fijo del rito pascual.
Y sobre este significado de fondo trabaja que Juan, para aplicar el símbolo a
Jesucristo. En virtud de la identificación del Cordero-Cristo, identificación que se
mantiene durante todo el libro, el sacrificio de la cruz se ubica en el centro de la
cristología del Apocalipsis. El asunto asume una particular importancia en el momento
en que Juan, partiendo de la visión de la puerta abierta en el cielo (cfr. 4, 1) y por
medio de las dos visiones, del Trono y del Cordero, intenta sintetizar el significado
profundo de la revelación veterotestamentaria. Ésta, de modo acostumbrado, presente
también en otros lugares, por ejemplo en los sinópticos, se compendiaba en la Ley y en
los Profetas. Y la Ley, a su vez, se resume en la afirmación de que existe un único Dios,
creador y señor del cielo y de la tierra, a quien se debe, de modo absoluto y exclusivo,
el honor y la adoración del hombre. En cuanto a los profetas, su mensaje, a los ojos de
los primeros cristianos, se compendia en el anuncio mesiánico.
El doble mensaje, de la Ley y de los Profetas, es presentado por Juan en dos
visiones, del capítulo 4 y 5 respectivamente. La primera, es la visión de Dios sentado
en el trono y rodeado por la corte celeste; se trata de una alegoría de la creación,
razón por la cual las creaturas angélicas le rinden adoración, en representación de los
seres creados, en particular de los hombres. La segunda es la visión del Cordero que
recibe el libro de parte del Padre, es una alegoría de la redención consumada por
cristo por su sacrificio.
En la visión del Cordero y del libro sellado se compendian las profecías
mesiánicas del Antiguo Testamento. El Cordero es, por consiguiente, un símbolo del
Mesías. Él posee, de hecho, la plenitud del poder («siete cuernos») y la plenitud del

98
Espíritu («siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios»: 5, 6). El carácter mesiánico
de la plenitud del Espíritu que posee el Cordero se distingue por algo bien particular:
en efecto, en el capítulo 4 la plenitud del Espíritu se encuentra inmóvil ante la
divinidad y sobre el mar cristalino que simboliza la extensión terrena (cfr. 4, 5); en
cambio aquí esta plenitud es poseída por el Cordero, claramente, en vista de una
misión («los siete Espíritus de Dios enviados en toda la tierra»).

El modelo de la visión: Daniel

El contexto nos proporciona la confirmación de que el Cordero es presentado
como símbolo mesiánico. Ya hemos mencionado anteriormente que las dos visiones,
del capítulo 4 y 5, reproducen las dos partes de la visión mesiánica de Daniel: la visión
del Anciano en el trono y la visión del Hijo de hombre que se acerca al trono sobre las
nubes del cielo para recibir del Anciano la investidura mesiánica (cfr. Dn 7, 9 ss.); pero
la visión de Daniel, ya referida en el Prólogo en la visión del Hijo de hombre (cfr. 1, 10
ss.) (cfr. 1, 7), había sido usada por Juan con un procedimiento particular: él procedió
superponiendo la figura del Hijo de hombre a la del Anciano, para demostrar que
Jesucristo (es decir, el Hijo de hombre y Mesías) es de naturaleza divina. En cambio
ahora Juan reproduce la visión de Daniel según el esquema propio del modelo:
primero la visión de la divinidad sentada en el trono (que corresponde a la visión del
Anciano sentado en el trono de Daniel), luego la visión del Cordero (que corresponde
al Hijo de hombre que viene sobre las nubes). Es evidente que Juan, retomando la
visión del profeta, introduce en ésta variantes dignas de atención.
En Daniel la primera parte de la visión está dominada por la figura imponente
del Anciano, descrita minuciosamente, mientras los personajes concurrentes
permanecen en las sombras, comprendidos los ángeles: ni siquiera sabemos quienes
son quienes ocupan los tronos que rodean el trono del Anciano, tampoco se nos dice
mucho sobre la naturaleza de los «libros» que utiliza la corte (cfr. Dn 7, 10).
Al contrario, en Juan la divinidad no tiene nombre («uno sentado en el trono»:
cfr. 4, 2), sin rostro («aparece a la vista como piedra jaspe y cornalina»: cfr. 4, 3),
inmóvil y muda. Incluso el fuego, que en Daniel brota del trono de la divinidad (llamas,
ruedas ardientes, río de fuego: cfr Dn 7, 9-10) para significar una impetuosa e
incesante actividad, en Juan se reduce a una presencia ardiente («siete lámparas de
fuego»: cfr. 4, 5). Él indica que se trata de la plenitud del Espíritu de Dios («los siete
Espíritus de Dios»), pero es como si esta plenitud estuviese recogida en sí misma: ésta
será difundida sobre la tierra sólo más tarde, cuando ya sea poseída por el Cordero
(cfr. 5, 6). Los seres angélicos, en cambio, reducidos en Daniel a una presencia
silenciosa e indeterminada (cfr. Dn 7, 10), en Juan se encuentran minuciosamente
descritos y reagrupados; es más, todo el movimiento – gestos y voces – emana de
éstos.

Las «variantes» de la visión de Daniel

Las variantes que Juan introduce en la visión del trono parecen tener un
significado bastante transparente respecto a su modelo. Hemos dicho que esta escena
es una alegoría de la creación. Podemos agregar que es también una alegoría de la

99
revelación antigua, de la revelación veterotestamentaria, y Juan quiere presentar sus
características y contenidos. Los protagonistas de aquella revelación eran los seres
angélicos: ellos son los que gobiernan el mundo, son los intermediarios del culto, son
los mediadores de la revelación; y lo que ésta comunica de Dios, no es lo que Él es en
su naturaleza, sino sólo que Él existe, que es el creador y señor del universo, razón por
la cual debe ser adorado. Así compendia Juan el contenido de la Ley antigua, un
contenido que Pablo, ya en la Carta a los Romanos, había proclamado al alcance de lo
que la razón humana puede alcanzar con sus solas fuerzas, observando lo creado (cfr.
Rm 1, 18 ss.).
Todavía más notables son las variantes que Juan introduce en la visión del libro
sellado y del Cordero, correspondiente a la segunda parte de la visión de Daniel. En
primer lugar, el libro. La inspiración para este símbolo pudo llegar a Juan de los
«libros» de la visión de Daniel, que son abiertos ante la corte celeste (cfr. Dn 7, 10): en
ambos lugares se significa la idea de un juicio de Dios sobre la humanidad. Pero Juan
modifica el símbolo para expresar que el juicio, y la condenación o la salvación que
éste comporta, es prerrogativa exclusiva de Jesucristo (el Cordero). Hemos visto
anteriormente el sentido en que esto debe ser entendido.
De todos modos, la variante más significativa que introduce Juan es la
substitución de la figura del Hijo de hombre de Daniel por la figura del Cordero. Su
referencia a Daniel se explica tanto por el esquema general que vincula las dos
visiones y por las reminiscencias de Daniel que llenan toda esta sección, como
también por el paralelismo que existe entre estas dos escenas. Tanto en Daniel como
en Juan el personaje, representado respectivamente por el Hijo de hombre y por el
Cordero, es un elemento que se agrega a la representación de la divinidad en la
plenitud de su majestad, poder y gloria. Y se agrega en el sentido de que el nuevo
personaje toma de aquella plenitud lo que lo hace ser aquello que Él es, cumple y
representa.
En Daniel es claro que se trata de una escena de carácter mesiánico. El Hijo de
hombre se acerca al trono del Anciano para recibir el poder, la gloria y el reino, un
reino universal y eterno (cfr. Dn 7, 14). Evidentemente que se trata del Mesías que
debe venir a liberar a Israel de la opresión, estableciéndolo en posición de supremacía
y de dominio sobre los pueblos de la tierra. Con esto el Mesías consumará el juicio de
Dios sobre la humanidad: este es el sentido de su llegada sobre las nubes del cielo.

El Cordero como Hijo de hombre

Ciertamente, Juan tiene en cuenta todo esto al delinear la figura del Cordero,
figura que es también un símbolo mesiánico: de hecho, como resultado de su obra, el
Cordero recibirá el poder, la gloria y el dominio (cfr. 5, 12-14). Hay que decir que esta
figura mesiánica, delineada por Juan, tiene rasgos bastante diferentes de la que
describe Daniel. En primer lugar, es diferente su relación con la divinidad. En Daniel
esta relación no está precisada: el personaje del Hijo de hombre llega, por así decirlo,
desde el exterior, y todo lo que recibe de la divinidad tiene relación con su función
mesiánica, pero nada se nos dice acerca de su naturaleza.
En Juan, la figura del Cordero está colocada desde el primer momento «en
medio del trono y de los Seres vivientes», «en medio de los Ancianos» (cfr. 5, 6). Si a

100
continuación Juan nos dice que «vino» (cfr. 5, 7), se debe a su relación con la visión de
Daniel, en la que el Hijo de hombre «viene» a recibir la investidura mesiánica: hemos
visto que para Juan el Cordero es el Mesías. Su «venir», no obstante, no está sólo
relacionado con la obra mesiánica: pudiendo haber en esto, además, una alusión al
origen del Hijo en el Padre: Él recibe («toma») «de la diestra del que está sentado
sobre el trono» (cfr. 5, 7). Las dos cosas, su origen en el Padre y la misión mesiánica
del Cordero, se encuentran entonces condensadas en el contundente símbolo del libro
sellado que pasa de uno al otro. Entre ambos se establece así una relación privilegiada,
en virtud de la cual el Cordero es colocado en el plano de la divinidad; en efecto, Juan
nos dice que su misión es imposible para todo ser creado (cfr. 5, 3), y también nos dice
que sólo Él puede cumplirla, por la posesión en plenitud de estos dos atributos
divinos: el poder («siete cuernos») y el Espíritu de Dios («siete ojos», que son los siete
Espíritus de Dios enviados en toda la tierra: 5, 6).
Por consiguiente, el Cordero es el Mesías, y es de naturaleza divina. El hecho de
que Juan omite designarlo aquí como Hijo de hombre y señala su naturaleza mediante
el símbolo del Cordero «degollado» y «puesto en pie» (cfr. 5, 6), se debe a que él
identifica la esencia de su obra con su muerte de cruz, seguida por su resurrección, lo
cual vemos explícitamente confirmado por el himno de alabanza que la corte celeste
canta al Cordero: «…dignus es accipere librum et aperire signacula eius quoniam
occisus es et redemisti nos Deo in sanguine tuo ex omni tribu et lingua et populo et
natione et fecisti eos Deo nostro regnum et sacerdotes…» (5, 9-10). Palabras que
reproducen casi a la letra las del prólogo (cfr. 1, 5-6)
La redención de la humanidad en su totalidad («de toda tribu, lengua, pueblo y
nación»): esta es la empresa que Jesucristo cumple en cuanto Mesías, consumada por
Él con el derramamiento de su sangre. En virtud de esto Él es «digno», es decir
«capaz», de «tomar el libro y abrir sus sellos»; en otras palabras, de restituir a la
humanidad el acceso a la vida divina, que es vida eterna.
Sustituyendo el Hijo de hombre por el símbolo del Cordero, Juan señala el
modo de entender el advenimiento mesiánico anunciado por Daniel. La visión del
profeta podía incluso prestarse, como de hecho se prestó en ciertas corrientes judías,
a interpretaciones de naturaleza temporal y política. El símbolo del Cordero que
sustituye al Hijo de hombre quita todo fundamento a este tipo de interpretaciones.

Los primeros cuatro sellos

La apertura de los primeros cuatro sellos da lugar a una serie de cuatro escenas
que se suceden sin pausa. El Cordero abre los sellos uno a uno; los cuatro Vivientes
imparten una orden sucesivamente («¡ven!»); uno a uno, aparecen cuatro caballos de
diverso color (blanco, rojo fuego, negro, pálido); sobre cada caballo va sentado un
jinete que se distingue de los otros por su aspecto y por sus emblemas. Podemos notar
que el esquema de estas diversas escenas y ciertos elementos estructurales (voz de los
Vivientes, caballo, jinete), permanecen fijos y constantes, mientras que los rasgos
descriptivos varían entre sí (el color de los caballos, el aspecto de los jinetes y sus
emblemas). Por eso, resulta evidente que estas escenas son complementarias, mejor
aún, son partes de una misma alegoría; por consiguiente, representan una única
realidad homogénea.

101
Este aspecto no ha sido tomado en cuenta por las interpretaciones
tradicionales de este primer grupo de sellos; en efecto, éstas han examinado cada
escena, e incluso sus elementos constituyentes, prescindiendo del contexto. Un
ejemplo típico de este modo de proceder es la interpretación, radicalmente
contrapuesta, del caballo y del jinete del primer sello. Algunos, sobre la base del valor
negativo que tiene la serie de los otros tres caballos-jinetes, han pensado que el
primero también forma parte de ésta, interpretándolo como símbolo del imperialismo
o del orgullo humano (así, recientemente en Brütsch, 121 ss., que describe una amplia
y detallada exposición de las diversas interpretaciones). Contra esta interpretación se
puede objetar que, si bien es correcto considerar que el primer caballo-jinete forma
parte de la serie, no debemos ignorar que ambos componentes de este binomio se
distinguen por tener elementos que son claramente positivos: el color blanco del
caballo, la corona y la victoria presente futura del jinete. En cuanto al arco del jinete –
que los partidarios de esta interpretación consideran como símbolo de agresividad –
en sí mismo no es un elemento negativo. En el uso bíblico, es cierto que el arco, a
menudo asociado a la espada, es símbolo de la violencia de los enemigos contra Israel
o contra la persona, como en lo Salmos de David. Sin embargo, en la Escritura es el
símbolo corriente para referirse a las intervenciones punitivas de Dios (cfr. Is 41, 2),
incluso por acciones de algunos pueblos que destruyen a otros, como es el caso de los
Medos que destruyen Babilonia (cfr. Jr 50, 14.29.42; 51, 3). En todo caso, no hay que
entender en sentido negativo ni el arco ni la habilidad de Ismael para manejarlo, el
Hijo de Agar, que se encuentra bajo la protección de Dios y a quien promete «una gran
nación» como descendencia (Gn 21, 17 ss.). Quizá sí sea negativo confiar en la sola
fuerza del arco durante la guerra, olvidando la alianza de Dios, como les sucedió a los
Efraimitas, es decir al reino de Israel, y fueron derrotados (Sal 78, 7).
En cambio otros intérpretes, basándose en los elementos positivos de la escena
(caballo blanco, jinete con arco, coronado y victorioso), ven en esto una alegoría del
retorno de Cristo triunfante, o de la difusión del evangelio, o del progreso de la Iglesia.
Hoy es la primera de estas tres soluciones la que goza de mayor consenso. Para
Prigent (PP. 108 ss., retomando una interpretación usual de la antigüedad cristiana) la
identificación del jinete con Jesucristo se basa en la analogía de esta visión con la del
Logos que desciende del cielo sobre un caballo blanco del capítulo 19 (19, 11-16). En
ambas visiones habría una referencia al retorno de Cristo: el arco del jinete del primer
caballo indicaría los castigos reservados para los enemigos, según el oráculo de
Ezequiel contra Israel (Ez 5, 16 s.). También para Lupieri el primer jinete sería
Jesucristo: él llega a esta conclusión viendo en el arco (en griego τόξον) que posee el
jinete una alusión al arco iris que establece la alianza entre Dios y Noé después del
diluvio (Gn 9, 8 ss.): Jesucristo, encarnándose, habría propiciado la nueva alianza.
Ahora, es cierto que la traducción griega de los setenta asimila τόξον al equivalente
hebreo del arco iris, pero no es el caso del Apocalipsis que, en dos veces más(4, 3; 10,
1), habla del arco iris con el término ἶρις que en griego significa el arco iris en sentido
propio y no figurado.


102
6, 1-8: «…y he aquí un caballo blanco,…un caballo rojo fuego,…un caballo negro,…un
caballo verdoso»

La objeción más fuerte contra la identificación del primer jinete con Jesucristo
sigue siendo la dificultad, ya mencionada, de disociar el primer caballo y su jinete de la
serie de los otros tres. En primer lugar, en contra de este forma de proceder está el
modelo que sirve de inspiración a Juan. Se trata de dos visiones del profeta Zacarías
(Zc 1, 8 ss.; 6, 1 ss.), en las que aparecen cuatro tipos de caballos, montados por jinetes
o uncidos a carros, que se distinguen por cuatro diferentes colores: «rojos»,
«bermejos» u «overos», «negros», «blancos» (la identificación de los colores es la que
propone Rinaldi quien, por «sauro» también sugiere la variante «amarillo-verdoso»).
Cualquiera que sea la interpretación que deba darse a los colores de los caballos en el
profeta antiguo es claro que Juan tiene en mente aquellos colores, y los dispone en una
serie bien precisa, que va de positivo a negativo, componiendo una historia cuyo
protagonista es precisamente el caballo, incluso antes de los jinetes montados.
Naturalmente, caballo y jinete son solidarios entre ellos y se complementan entre sí en
el significado simbólico. En cuanto a la sucesión de colores, sólo el blanco es positivo,
mientras que los otros tres son negativos: el rojo fuego está asociado a la idea de la
guerra personificada por el jinete con la gran espada; el negro, a la idea de la escasez
de alimento rubricada por el jinete con la balanza y por la voz que proviene de los
Vivientes; y el verdoso está asociado a la muerte, personificada por el jinete y hecha
aún más terrible por la presencia del Hades. Por tanto no es casualidad si, mientras el
blanco connota el caballo sobre el que se sienta el Logos que desciende del cielo, los
otros tres colores retornan, de alguna manera, en la espantosa descripción de los
caballos y jinetes de la sexta trompeta (9, 17 ss.). Las corazas de los jinetes se
diferencian por tres colores: rojo fuego, azul oscuro (jacinto), amarillo-verdoso
(azufrado), que son reproducidos por la materia arrojada por las bocas de sus
caballos: fuego, humo y azufre.
Si el protagonista de la cuádruple escena de los primeros cuatro sellos es el
caballo, a veces caracterizado por el propio jinete, entonces la historia es una sola y se
refiere a una misma y única realidad. Por tanto, el caballo es símbolo de algo que
puede ser tanto positivo como negativo. Además del color, el jinete que lo cabalga
también contribuye para connotarlo en positivo o en negativo, es decir el hombre,
cuya naturaleza es igualmente un símbolo ambivalente en todas las culturas (nótese el
celebérrimo coro del Antígona de Sófocles: “cosa admirable – o terrible – es el
hombre”). En el símbolo compuesto por caballo y jinete he creído identificar la
naturaleza humana, y en la modificación que sufre el símbolo, las etapas de un
itinerario: alegoría de la historia espiritual de la humanidad antes de Cristo, cuyo
sentido profundo es visto por Juan en el relato del Génesis sobre la creación y la caída
del hombre (Gn 1, 26 ss.; 3, 1 ss.), relato sobre el cual retornará, de manera más
explícita, en la visión del capítulo 12, de la mujer y el dragón (12, 1 ss.).

Creación y caída del hombre

Según el relato del Génesis, el hombre fue creado en una condición de
perfección, de señoría sobre el universo y en amistad con Dios. Pero, a causa del

103
pecado fue privado de su condición original, exiliado en una tierra que se volvió hostil
y árida, en la que debe procurarse el alimento con gran fatiga y, después de una vida
de privaciones, sucumbir a la muerte. Este es el transcurso que me ha parecido
vislumbrar en la secuencia de los primero cuatro sellos.
En la primera escena, por medio del color del caballo (blanco) y el aspecto del
jinete (coronado y victorioso), Juan representa a la humanidad en su condición de
perfección, como era en el origen cuando fue creada, y como será de nuevo cuando
Jesucristo la asuma en la encarnación (el Logos sobre el caballo blanco del capítulo
19) y la haya restituido en su condición originaria con su sacrificio (simbolizado por el
manto salpicado de sangre que lo envuelve). Del primer jinete se dice que de hecho
«salió victorioso» (es decir cuando fue creado) «para vencer» (junto a Jesucristo).
Tiene un arma que es un arco; hemos dicho que en sí mismo no tiene valor negativo,
pero puede tenerlo según el uso, y que en el plano simbólico puede aludir tanto a las
grandes posibilidades como también al orgullo intrínseco de la naturaleza humana. Al
primer jinete le confieren «una corona», símbolo de la supremacía del hombre sobre
lo creado, pero también de la victoria, destinado a obtener con Jesucristo.
Al abrir el segundo sello la escena cambia bruscamente. El color del caballo
(«rojo fuego») ya es, en sí mismo, un símbolo de violencia y agresividad: también se
encuentra, lo hemos dicho, en las corazas de los jinetes de la sexta trompeta, y es el
color del dragón que persigue a la mujer en la visión del capítulo 12. Al jinete se le ha
dado «una espada grande» y el poder de «quitar la paz de la tierra, de modo que los
hombres se degüellen unos a otros» (6, 4). Es la plaga de la guerra, destructora de la
paz y puesta por Juan en el primer lugar entre las consecuencias del pecado original,
sobre todo porque en la tradición bíblica, en la que se inspira, la paz es el máximo bien
al que el hombre puede aspirar. Por otra parte, como Juan refiere más tarde, es la
guerra el instrumento utilizado por la realidad malvada de los cuatro imperios
universales para expandir su dominio. Que la guerra aquí representada, como muchos
han observado, presente rasgos de lucha intestina y fratricida, no debe sorprender si
pensamos que para Juan todos los hombres son hijos de Dios, hermanos entre sí. Por
lo demás, el relato bíblico le recordaba que, después de la expulsión del Edén, la
historia humana había comenzado con el asesinato de Abel por parte de su hermano
Caín.
En el tercer sello, aunque no todos los datos son claros, el significado general
no deja lugar a dudas. Al abrir el sello surge un caballo de color negro, montado por un
jinete que tiene una balanza (6, 5). Una voz que proviene de los Vivientes pronuncia
unas palabras cuyo sentido general alusiones refiere a una escasez de los productos
que constituían entonces la base de la alimentación: pan, aceite y vino (6, 6). Algunos
han pensado en algún episodio de carestía contemporáneo al autor. En realidad,
aunque es evidente la alusión a una escasez de alimentos, la voz del Viviente parece
insistir sobre una desproporción entre la fatiga y el resultado alcanzado: una jornada
de trabajo («un denario»: el salario jornalero de un trabajador) por una sola ración de
trigo («un celemín»: más o menos el equivalente a un litro nuestro) o tres raciones de
cebada, que es un cereal de menor calidad. La voz agrega, además, no malograr el
aceite ni el vino. Más que a una situación ocasional de carestía, la visión parece
referirse a una condición general y perenne de dificultades y de fatiga para procurarse

104
el alimento, como aquella dictaminada por Dios al hombre como consecuencia de la
desobediencia (Gn 3, 17 s).
El cuarto sello, el más pavoroso, es también el más enigmático. Ya el color del
caballo representa un pequeño misterio. Juan lo designa con el adjetivo griego χλωρος
que literalmente significa «verde» (claro). Aunque debamos entender los colores de
los caballos en sentido simbólico, para los tres primeros, es posible establecer una
cierta correspondencia con la realidad, pero cualquier comparación es imposible en
este caso. Se ha pensado en una traducción impropia del texto de Zacarías, ya
recordado por nosotros (Zc 1, 8 ss.; 6, 2 ss.); otros piensan en una variante introducida
deliberadamente por Juan: dado que el jinete es la Muerte, el color del caballo
indicaría el color de los cuerpos sin vida. En este sentido parece entenderlo la antigua
versión latina, que traduce pallidus en alusión a la palidez cadavérica. Intérpretes
recientes ven allí una referencia a un tipo específico de muerte: la peste. De aquí
derivan las otras traducciones que es posible encontrar: «lívido», «grisáceo»,
«amarillento», «verdoso». Entre los recientes defensores de esta tipificación están
Prigent y Lupieri. El primero ve, en el binomio Muerte y Hades, una especie de
desdoblamiento de los jinetes para sustituir al primer jinete, identificado con
Jesucristo, que no formaría parte de la serie de los caballos y jinetes que le siguen.
Reconstituida así la serie negativa, Prigent ve una correspondencia perfecta entre
caballos y jinetes y las plagas que conllevan para la humanidad: «…y les fue dado
poder sobre la cuarta parte de la tierra para matar con espada, y con hambre, y con
peste, y con las bestias de la tierra» (6, 8). Las plagas son una cita de Ezequiel (Ez 5, 16
s.; 14, 21): la espada (segundo jinete), el hambre (tercer jinete), la peste (cuarto
jinete), las bestias de la tierra (Hades).

El cuarto caballo y su jinete

Aparte de la exclusión de la serie del primer caballo-jinete, sobre lo que ya nos
hemos detenido, no es convincente la equivalencia de «muerte» con «peste» (que está
en Ezequiel) ni la de «bestias de la tierra» con «Hades». Además no se da ninguna
explicación de la expresión «sobre la cuarta parte de la tierra» (Prigent, 112 s.).
Lupieri llega a la inclusión de la «peste» entre las cuatro plagas por un camino
diferente, asimilándola a la «espada», pero Juan utiliza aquí un término que usa en dos
lugares más para indicar la espada de doble filo que sale de la boca de Cristo (1,16; 19,
15), el cual es diferente del que usa en el segundo jinete. En cuanto al color del caballo
cuyo jinete es la Muerte, él procede a la letra traduciéndolo con «verde», viendo en
éste un símbolo de todo lo que participa de la vida: en este caso, caballo y jinete
estarían contrapuestos. Respecto al binomio Muerte-Hades, posiblemente entendidos
como personajes (¿angélicos?) reales, éstos serían los responsables de todos los tipos
de muerte humana: «muerte por pestilencia u otra enfermedad, muerte por hambre,
muerte por vejez, muerte causada por fieras», mientras que el tipo de muerte ligado a
la guerra «dependería del segundo personaje» (Lupieri, 148 ss.). Mi perplejidad tiene
que ver, en primer lugar, con la naturaleza de los jinetes: ¿se trata de entidades
simbólicas o reales? En cuanto a los caballos, es claro que para Lupieri también se
trata de símbolos. En cambio parece considerar a los jinetes como «personajes»:
«personaje cristológico» sería el primer jinete, luego identificado expresamente con

105
«el Cristo encarnado en Jesús» (Lupieri, 148): «personaje» el segundo jinete (aunque
agrega después que son los mismos hombres quienes se dan la muerte, 149), y parece
entender que tales son también Muerte y Hades. Incierta, en cambio, la naturaleza del
jinete con la balanza. Otra perplejidad es el hecho de que Juan limite el poder de
Muerte y Hades para matar con su cuádruple flagelo a una «cuarta parte de la tierra»,
un dato en el que Lupieri no se detiene.
Volviendo al color del cuarto caballo, he optado por la traducción «verdoso»,
convencido de que también en este caso existe una relación entre el color del caballo y
su jinete. La Muerte, montada en este caballo, significa ciertamente la muerte física, la
última y más grave de las penas que Dios dictaminó contra los primeros padres
después de la desobediencia (cfr. Gn 3, 19). Por consiguiente, no se trata de un tipo
particular de muerte (por ejemplo, por una epidemia de peste), sino de la condición
mortal de la humanidad después de la caída. De todas maneras, en el transcurso de
todo el libro, Juan expresa preocupación por otra consecuencia del pecado: la ruptura
de la relación con Dios que significó para el hombre la pérdida del acceso a la vida
divina, dejándolo en una condición de muerte espiritual, cuya última manifestación es
la muerte biológica y, de algún modo, el símbolo.
Según la tradición hebraica reflejada en las Escrituras, los difuntos descendían
a un lugar alejado de Dios, llamado sheol. Juan lo designa con el término griego ᾍδης
(Hades, que la versión latina traduce por Infernus). El hecho de que aquí Hades siga a
la Muerte debe ser entendido, justamente, en el sentido corriente de la tradición
hebraica, como lugar al cual van los hombres después de la muerte. Sin embargo, esta
asociación sugiere otra reflexión: En el Apocalipsis el binomio recurre dos veces más.
En la visión de Patmos, que ya hemos comentado, Jesucristo alienta a Juan diciéndole
que venció a la muerte con su resurrección y que tiene en la mano las «llaves de la
Muerte y del Hades» (1, 18). En el capítulo 20, después de la conclusión del reino
milenario, sigue un juicio universal por el cual, además del mar, también la Muerte y el
Hades regresarán «los muertos que en ellos estaban», y después son arrojados en el
estanque de fuego, que es “la muerte segunda” (20, 13 s.). Intentaremos demostrar en
el lugar adecuado que este juicio universal no es el que sucederá al fin del mundo, sino
el que ya tuvo lugar con la muerte de Jesucristo sobre la humanidad que antecede a su
venida histórica y que desde entonces continúa, y continuará, hasta el fin del mundo.
Aquí es interesante notar que el fin de la Muerte y el Hades es «el estanque de fuego»
que es definido en otro lugar como «estanque de fuego que arde con azufre» (19, 20).
Ahora, el color del azufre que arde es, justamente, «verde» o «verdoso», y esto podría
dar un sentido al enigmático color del caballo que lleva montada la Muerte: es el color
de la «segunda muerte», la muerte eterna, a la que estaría condenada la humanidad
sin la intervención de Jesucristo victorioso sobre la Muerte y sobre el Hades. Por otra
parte, como hemos señalado antes, los caballos convocados por el sonido de la sexta
trompeta ¿acaso no arrojan por sus bocas azufre ardiente, cuyo pálido reflejo se
imprime en las corazas de sus jinetes (9, 17)?

6, 8: «…y les fue dado poder sobre la cuarta parte de la tierra…»

La conclusión del cuarto sello es uno de los pasajes más polémicos de todo el
libro. La discusión ya empieza sobre la forma del texto. En algún manuscrito se lee «se

106
le dio (en griego αὐτῷ)»: esta es la lectura que recoge el comentario de Charles (1,
170 s.) indicando que esta expresión se refiere a Muerte (en griego Θάνατος,
substantivo masculino) y suprime Hades, porque se trataría de una interpolación. Por
otra parte, en la mayor parte de los manuscritos se lee: «les fue dado (en griego
αὐτοῖς)», que es la variante aceptada hoy en todas la ediciones. En este punto las
interpretaciones se diferencian. Para algunos, la mayor parte, la expresión se refiere
no sólo a Muerte y Hades, sino también a los jinetes. En este caso también es necesario
hacer una distinción. Para quienes ven en el primer jinete un símbolo negativo
(orgullo, imperialismo, etc.) no habría dificultad en aplicar el cuádruple flagelo a los
cuatro caballos con sus correspondientes jinetes. Más complicado es el discurso de
quienes suponen que el primer jinete es Jesucristo. Ya hemos visto que Prigent llega a
establecer el número cuatro desdoblando la pareja Muerte-Hades. A una solución
parecida llega Lupieri, quien atribuye sólo a Muerte y Hades las cuatro plagas que ya
hemos identificado y expuesto sumariamente. En este escenario, sin embargo, es
todavía más incomprensible limitar el poder de éstos a «una cuarta parte de la tierra»,
dado que este poder incluye todos los tipos de muerte que sufre a la humanidad («con
peste o enfermedad, con hambre, con vejez, causada por las bestias»: Lupieri, 152),
excluyendo la muerte violenta que los hombres se dan entre sí.
Como he observado anteriormente, a este dato se le ha prestado poca o
ninguna atención. Esto ya debió haber sido una dificultad para quien armonizó la
traducción latina que, de hecho, traduce «sobre las cuatro partes de la tierra» (super
quattuor partes terrae) basándose, quizá, en algún manuscrito que desconocemos o,
con mayor probabilidad, refiriéndose al dominio universal de la Muerte. El texto
recibido no deja lugar a dudas; por consiguiente, no vemos motivo para ignorar este
antecedente, o para ver allí una intervención misericordiosa de Dios limitando el
alcance devastador de las plagas: este es el caso, por ejemplo, de Allo (pp. 75 ss.),
quien por otra parte sólo habla de tres plagas (guerra, hambre y peste), atendiendo a
que los jinetes negativos son sólo tres, considerando al primero como símbolo de la
difusión del Evangelio.

Los cuatro jinetes y los cuatro imperios

Quizá podamos encontrar una solución a este enigma acudiendo a la fuente, el
profeta Zacarías, donde Juan, como ya se ha dicho, consigue el motivo para esta serie
de visiones. Ahora, en el caso del profeta hebraico los caballos multicolores y sus
jinetes de la primera visión (Zc 1, 8 ss.) y los caballos multicolores y carros de la
segunda (Zc 6, 1 ss.) son explicados, por los ángeles intérpretes, como fuerzas
espirituales (probablemente angélicas: «vientos del cielo», es decir espíritus, es la
expresión del ángel para los caballos y los carros) que cuidan la tierra por cuenta de
Dios y a Él representan. No es difícil ver aquí reflejada una idea muy difundida en toda
la antigüedad, incluso observando la dirección en la que se mueven los diferentes
grupos, según la cual la población humana y el poder político estaban repartidos en
las cuatro zonas en que se pensaba que estaba dividida la tierra, repartición que era
concebida como contemporánea o en sucesión.
En la tradición bíblica, esta idea (quizá ya presente en Ezequiel respecto a los
cuatro querubines que proceden en las «cuatro direcciones»: Ez 1, 17), después de

107
Zacarías, se encuentra principalmente en Daniel: la estatua aparecida en sueños a
Nabucodonosor, compuesta por cuatro metales diferentes (oro, plata, bronce y fierro:
Dn 2, 29 ss.); las cuatro bestias que salen del mar (Dn 7, 2 ss., que ya hemos
comentado). Entre Zacarías y Daniel se pueden advertir diferencias notables: en el
primero, de hecho, las realidades que definimos con el nombre de imperios, no sólo
son presentados como contemporáneos, sino también con cualidades positivas. Por el
contrario, en Daniel se trata de poderes que se suceden uno al otro como consecuencia
de la destrucción de uno por el otro, en un crescendo de crueldad, cuya consecuencia
es la matanza de los justos y de los santos. Esto, a lo menos, es lo que se desprende de
la visión de las cuatro bestias del mar (Dn 7, 2 ss.) y de la otra, complementaria, la del
carnero y del macho cabrío, sobre los que ya nos hemos detenido (Dn 8, 2 ss.). Daniel
conoce también otro esquema de sucesión (propio de las tradiciones iraníes e indias);
es un esquema de progresiva decadencia, que comienza con una condición de
perfección y felicidad que se deteriora poco a poco en ambos aspectos hasta alcanzar
el colmo de la decadencia y de la miseria en el plano físico y moral. En ambiente
griego, encontramos que el conocido mito de las cinco razas o edades, que Hesíodo
expone en su poema Trabajos y días, también se inspira en esta idea. En Daniel, esto se
puede ver en la progresiva depreciación de los metales que componen la estatua vista
en sueños por Nabucodonosor, y que el profeta explica al rey como la sucesión de
cuatro imperios que se van haciendo cada vez más feroces uno después del otro. Como
sabemos, en el sueño de Nabucodonosor la estatua es golpeada y destruida por una
roca que se desprende de una montaña (Dn 2, 34).
En el Apocalipsis, la importancia de la figura de los cuatro imperios, que
preceden al reino mesiánico, sustituidos por éste último, probablemente ha sido
infravalorada, y en parte desconocida. Un ejemplo típico es la bestia del mar del
capítulo 13, cuya dependencia de Daniel es admitida por todos; sin embargo esta
dependencia no ha sido profundizada. Como ya indicamos en la Introducción, la bestia
tiene la forma del dragón del capítulo precedente (Satanás), pero también reúne en sí
misma las otras tres bestias mencionadas por Daniel: pantera, oso y león (13, 1); por
lo tanto no se puede proceder como si toda la visión tiene que ver exclusivamente con
el imperio romano. Por el contrario, se trata de una retoma de la visión de las cuatro
bestias-imperio de Daniel, de la cual Juan hace su propia interpretación. Como ya se ha
mencionado anteriormente, Daniel no describe ni da un nombre a la cuarta bestia del
mar: sólo dice que tiene «enormes dientes» y «diez cuernos» (Dn 7, 7); además la
cuarta bestia, también esto se ha dicho muchas veces, es para el profeta el imperio
macedonio y sus continuadores. Por el contrario, para Juan la cuarta bestia tiene una
forma bien definida, la del dragón-Satanás con las siete cabezas y los diez cuernos; y la
cuarta bestia es, sin duda alguna, el imperio romano. Lo que significa que este imperio
es la encarnación de Satanás, pero es sólo el peor de una serie malvada de imperios
que lo han precedido.
También el caballo nos induce a pensar en la teoría de los cuatro imperios,
figura que, en el Apocalipsis, se encuentra estrechamente unido a la idea de guerra: los
jinetes tricolores de la sexta trompeta (9, 13 ss.); el Logos sobre el caballo blanco (19,
11 ss.): dos tipos de guerra, una que mata y destruye a la humanidad, la otra que
procura su salvación. Ahora, el instrumento con el que los hombres imponen y
extienden su dominio es, justamente, el primer tipo de guerra. Por este motivo, en la

108
óptica de Juan, todos los imperios son realidades negativas, como demuestra la
alegoría totalizante de la bestia del mar, ya examinada anteriormente. Si el primer
caballo y su jinete tienen un valor positivo, se debe a la adaptación que hace Juan de
las visiones de Zacarías al contexto más amplio de la historia de salvación en la fase
antigua, que va desde la creación hasta la venida histórica de Cristo. Esta fase está
dominada por la presencia nefasta del poder político (cuatro imperios), apoyado y
asesorado por un falso poder religioso, ambos encarnaciones de Satanás, como Juan
nos ilustrará en la alegoría de las dos bestias del capítulo 13. En todo caso, en la
representación del primer caballo y su jinete no faltan elementos que hacen pensar, al
menos potencialmente, en una relación con la guerra que es la base de la formación de
los imperios: el mismo caballo y el arco proporcionado al jinete. No es casualidad, por
cierto, que muchos comentadores hayan interpretado asimismo el primer sello como
alegoría de una realidad negativa. En realidad, como ya hemos dicho, se trata de
símbolos de signo ambivalente: el del caballo se especifica por el jinete que va
montado; el del arco, por el uso que le da quien lo posee.
Un elemento decisivo para conectar las visiones de los primero cuatro sellos a
la teoría de los cuatro imperios y su distribución en las cuatro zonas de la tierra, es el
hecho de que cada una de las evocaciones dirigidas a cada caballo y jinete es impartida
por uno de los cuatro Seres vivientes. Esta relación es confirmada por la escena de la
liberación de los cuatro ángeles atados junto al río Éufrates, ya mencionada
anteriormente. También en este caso es «una voz que sale de los (cuatro) cuernos del
altar de oro» (9, 13) la que imparte la orden al ángel de la trompeta. Este detalle,
sorprendentemente ignorado (ninguna mención en Prigent ni en Lupieri) o
insuficientemente explicado (Allo, por ejemplo, piensa en las voces de los santos),
contiene, por el contrario, en mi opinión, una referencia inequívoca a los Seres
vivientes, cuya relación con las realidad terrestre, física e histórica, ya hemos señalado
más arriba a propósito de la visión del trono del capítulo 4. La escena de la sexta
trompeta contiene todavía otra analogía con la visión de los primeros cuatro sellos.
También en este caso, son cuatro los ángeles liberados, pero tres son los colores
negativos que distinguen a los caballos y a los jinetes y que coinciden, como hemos
mencionado anteriormente, con los colores de los últimos tres caballos de los sellos.
Si sobre el fondo de las visiones de los primeros cuatro sellos está la teoría
historiográfica y visionaria de los cuatro imperios, la expresión «…les fue dado poder
sobre la cuarta parte de la tierra…» (6, 8) encuentra allí una explicación plausible. La
expresión no tiene sentido si se refiere a Muerte y Hades. Ésta se refiere a todos y cada
uno de los cuatro caballos y jinetes en su valor simbólico como representantes de los
cuatro imperios universales, aún cuando la connotación negativa que Juan confiere a
los imperios se aplique, por las razones antedichas, a tres elementos de la serie.

6, 9-11: El quinto sello: la salvación de los «testigos» («mártires») antiguos

Las visiones de los primeros cuatro sellos tenían como «lugar» de desarrollo la
tierra, mientras que, con el quinto sello, el «lugar» se mueve al cielo. En el «cielo»
(«bajo el altar de los sacrificios», que es evidentemente el del templo celeste) Juan ve
«las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que
mantenían» (6, 9); claramente, el «cielo» es el lugar de donde proviene la cólera divina

109
que se abate sobre la humanidad, mencionada en el sexto sello (6, 12 ss.); y es en el
«cielo» donde se produce «el silencio como por media hora» que sigue a la apertura
del séptimo sello (8, 1).
En el quinto sello, la conexión con las visiones de los primeros cuatro está
constituida por la muerte violenta que cerraba la serie precedente. Aquí se precisa que
estos muertos (Juan usa un verbo griego que, literalmente, significa «degollados»; el
mismo verbo que usó para el Cordero de 5, 6, y que usará luego para una de las siete
cabezas del dragón herida de muerte en 13, 3) sufrieron esta suerte «a causa de la
palabra de Dios y del testimonio que mantenían» (6, 1). Estas «almas» elevan una
invocación a Dios, que es más bien un «grito» («y gritan con gran voz»), para apurar su
juicio y para «vengar» su sangre de los habitantes de la tierra (6, 10). Como respuesta
«les fue dado una vestidura blanca, y les fue dicho que descansen por un breve tiempo
todavía, hasta que se completen (en el número) sus compañeros de servicio y sus
hermanos que van a ser asesinados como ellos» (6, 11).
Numerosos y de distinta naturaleza son los problemas que pone, y ha puesto
desde la antigüedad, la interpretación esta de visión. Siempre se admitió que se trata
de muertos asesinados y, por otro lado, no se pueden tomar en cuenta los intentos de
quienes, en tiempos modernos (por ejemplo Allo, 87), han creído distinguir entre los
asesinados y los «compañeros de servicio», pues éstos últimos «van de ser igualmente
asesinados», como se desprende del texto. Ellos fueron asesinados «por causa de la
palabra de Dios y por el testimonio que mantenían». Como casi todos los
comentadores admiten, esta fórmula reproduce la otra, habitual en el libro de Juan,
«palabra de Dios y testimonio de Jesús».
Si esta identificación es correcta – como creo que así es – «el testimonio de
Jesús» es la clave para la interpretación de esta visión. Basándose en ésta, desde la
antigüedad, en las matanzas del quinto sello, la gran mayoría de los intérpretes han
reconocido a los mártires cristianos, víctimas de la persecución de Nerón o Domiciano.
Tan sólo una pequeña minoría ha pensado en los mártires de la economía antigua (por
ejemplo, la persecución de los Seléucidas), pero sus fundamentos para esta
identificación son bastante débiles: la invocación de la «venganza» posee un tono más
veterotestamentario que cristiano; o bien, en la mención del «testimonio» se omite el
nombre de Jesús…

El «testimonio de Jesús» y el «vestido blanco» (vida eterna)

Para exponer nuestra interpretación podemos tomar, como punto de partida, la
última afirmación que hemos mencionado. El que la expuso partió presuponiendo que
el «testimonio», cuando es seguido por el nombre de Jesús, sólo puede tener lugar
después de su venida histórica. Se trata de una convicción compartida por todos y, en
mi opinión, es justamente lo que constituye el error de fondo al interpretar no sólo
este pasaje, sino también todo el libro del Apocalipsis. Ahora, para Juan y para los
otros autores neotestamentarios, como ya hemos dicho al comentar el prólogo y no
nos cansaremos de repetir, el «testimonio de Jesús» es, en primer lugar y por
excelencia, el que estaba contenido en la Escritura. En el Apocalipsis, el testimonio de
Jesucristo dado por la Escritura se encuentra alegorizado en el episodio de los dos
«testigos»; ellos son Moisés (la Ley) y Elías (los Profetas), los mismos que hablan con

110
Él en el momento de la transfiguración (Mt 17,1 s.; Mc 9,2 ss.; Lc 9,28 ss.), según los
evangelios sinópticos.
La suerte de lo dos «testigos» mencionados nos remite al contexto del quinto
sello. Ellos también son asesinados, también son resucitados por un «Espíritu de vida»
y subidos «al cielo en la nube» (11,12), es decir, que se les concede la vida eterna. En el
quinto sello, la vida eterna, unida a la idea de la bienaventuranza, se encuentra
representada por medio de dos imágenes: el «vestido blanco» y el «reposo». Este
último se refiere a la liberación de la pena y de la fatiga del vivir, como dice Juan
expresamente en otro lugar (14,13). Por un lado, el «vestido blanco» es la imagen de la
justicia y de la santidad (cfr. 3,4; 19,8: «…el lino fino son las acciones justas de los
santos») y por otro lado, es la imagen que resume en sí todas las gracias que Jesucristo
ofrece a la humanidad (cfr. 3,5.18), que para Juan consisten en el don de la vida divina
que es vida eterna.
Como hemos observado, la comunicación de esta vida divina con sus
prerrogativas (realeza y sacerdocio), tiene lugar ya en esta vida para los fieles de
Jesucristo: los integrantes de la «gran multitud» se ponen «vestidos blancos», porque
«las han lavado y blanqueado en la sangre del Cordero» (7, 14). Por el contrario, a los
muertos asesinados del quinto sello les otorgan los «vestidos blancos» tan sólo
después de la muerte, así como a los muertos asesinados del reino milenario –
evidente retoma de la visión del quinto sello – se les concede la realeza y el sacerdocio
(20, 4 ss.) también después de la muerte. Esta es la primera dificultad que se opone a
la identificación de estos muertos asesinados con los mártires cristianos. Y luego la
otra, igualmente grave: sólo a los muertos asesinados es concedida la vida eterna; la
exclusión de los otros muertos, que aquí se encuentra implícita, es explícita en el
retorno de la visión en la del reino milenario (20, 5). Esta dificultad ha estado
presente desde siempre, no faltando quienes (por ejemplo, Tertuliano) en la
antigüedad cristiana han considerado el acceso a la bienaventuranza eterna después
de la muerte como prerrogativa exclusiva de los mártires, mientras que los otros fieles
tenían que esperar el retorno de Cristo; esta es una opinión habitual entre los
intérpretes que se inspiran en el método histórico-crítico. Algunos de éstos (por
ejemplo Charles, Lohmeyer, Lupieri) sostienen esta interpretación en base a pasajes
paralelos de los apocalipsis judíos (I Enoc 47, 4; 2 Ba 30, 2; 4 Esdras 4, 33 ss.).
En la exégesis eclesiástica tradicional, el problema de la relación entre la
retribución de los mártires y la de los otros justos, parece pasar a un segundo plano
después de la antigüedad. He señalado anteriormente el intento de Allo quien, en base
a los paralelos con los apocalipsis judaicos ya mencionados, considera que se trata de
todos los justos y no sólo de los mártires cristianos. Su intento, sin embargo, no parece
haber tenido seguidores: por ejemplo, en Prigent no vemos traza alguna de esto.
Pero ignorar este problema no significa eliminarlo. El problema existe, así
como existe el problema de la relación entre la visión del quinto sello y la del reino
milenario; cuestión que sorprende a quienes, como Prigent, siguen la teoría
denominada «recapitulación» según la cual Juan, con diferentes variantes, vuelve a
tomar argumentos precedentes: la analogía entre las dos visiones ni siquiera es
señalada por Lupieri que, sin embargo, más tarde afirma la identidad entre estos
muertos exterminados, los del quinto sello y los que participan del reino milenario
(Lupieri, 314: en realidad, parece que el estudioso alude a dos distintos episodios de

111
persecución, sin precisar mejor las circunstancias). Entre los exponentes de la
exégesis eclesiástica, la necesidad de distinguir entre las dos visiones probablemente
depende de que, en su opinión, la distinción entre mártires y no mártires admitidos a
la beatitud eterna aparece más clara en la visión del reino milenario. Nos ocuparemos
de esta cuestión en su lugar adecuado, anticipando desde ya que esta distinción, en
nuestra opinión, no tiene fundamento en el texto. Volviendo a los muertos asesinados
del quinto sello y dejando en claro que la vida eterna está reservada para ellos sólo
después de la muerte, si admitimos que estos muertos son los mártires cristianos, nos
encontramos ante el problema ineludible de la suerte ultraterrena de los demás justos
cristianos. Por este motivo, aunque no haya sido explícitamente formulado, no han
faltado desde el Medioevo (por ejemplo, Ruperto de Deutz) – multiplicándose en
tiempos recientes – los estudiosos que ven en estos asesinados, ya no a los «mártires»
(= «testigos») cristianos, sino a los «mártires» (= «testigos») de la antigua Alianza. Y
esta es, justamente, la interpretación seguida por nosotros.
En la base de esta elección se encuentra la interpretación del conocido símbolo
de la «prostituta, la grande», que ya hemos mencionado y que ampliaremos en su
lugar, en la cual, contra la opinión casi unánime de los estudiosos, vemos la
representación no ya de la idólatra y cruel Roma imperial, sino de Jerusalén; mejor
aún, en este símbolo vemos la representación de un cierto judaísmo corrupto en su
vértice religioso (sumos sacerdotes) y civil (ancianos y jefes del pueblo) que no
reconocieron en Jesucristo al Mesías anunciado y esperado y, en complicidad con el
satánico imperio romano, lo condenaron a muerte. Y no tan sólo a Jesucristo. De la
«prostituta», representada por la figura de mujer fastuosamente vestida y montada en
la bestia (Satanás, más el imperio romano), dice Juan: «Vi a la mujer ebria de la sangre
de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús» (17,6). No es difícil ver en esta
fórmula el equivalente de aquella que expone las razones por las que son
exterminados los muertos del quinto sello: los «santos» son quienes observan «la
palabra de Dios», es decir la Ley, y los «testigos de Jesús», según ya hemos observado,
son los profetas que lo anunciaron. La acusación, contra Jerusalén, de perseguir a
quienes observan la Ley y a los verdaderos profetas, es recurrente en Isaías y
Jeremías, y se encuentra en la base de la invectiva de Jesús contra la ciudad (Mt 23,
35); Juan la retoma refundiendo la profecía en el «testimonio de Jesús». Además, en
este doble «testimonio», de la Ley y de Jesús, Juan y los primeros cristianos habían
tenido el ejemplo luminoso de Juan Bautista, asesinado después de haber indicado en
Jesús al Mesías y llamado al tetrarca de la Galilea al respeto de la Ley de Dios. Y la Ley
y los Profetas, es decir toda la Escritura antigua, según la propia declaración de Jesús,
perduraron sólo hasta Juan Bautista, en quien se concentraron (Mt 11, 7 ss.).

El «reposo por breve tiempo»

En apoyo de la identificación de los muertos asesinados del quinto sello con los
«mártires» («testigos») de la Antigua Alianza, podemos agregar algunas
consideraciones concernientes al «breve tiempo» para «descansar» concedido a estos
muertos Ya hemos señalado que este «descanso», con la adición de los «vestidos
blancos», debe ser entendido como posesión plena de la bienaventuranza eterna; por
lo tanto, a propósito de estas «almas», no hay lugar para los discursos que hablan de

112
un estado de beatitud intermedia, teñido de «profunda insatisfacción» (Prigent), aún
incompleto debido a la espera de la resurrección (Allo y otros). La invocación, o más
bien el «grito», que dirigen a Dios para que apure su «juicio…sobre los habitantes de la
tierra», cobrando «venganza» de la sangre que han derramado, por cierto que no es
para apaciguar su descontento o su sed de venganza (así piensan Allo y quienes ven en
la invocación de los asesinados un tono poco…cristiano). Del juicio de Dios que
invocan, los degollados subrayan el aspecto que les toca más de cerca, es decir la
destrucción de los malos. Es el aspecto del juicio que, en el transcurso del Apocalipsis,
es puesto en primer lugar: después del derramamiento de la séptima copa ocurre un
gran terremoto, indicio inequívoco de la intervención de Dios para juzgar el mundo; el
primer objetivo del juicio divino es condenar a la «prostituta» a su destrucción –
Jerusalén (16, 19; 17, 13 ss.). Pero el juicio de Dios – ya hemos dicho, y lo veremos
mejor en seguida, que se verifica en la muerte de Jesucristo – también tiene como
efecto la redención y la salvación de la humanidad. Este aspecto será descrito por
Juan, respecto a la humanidad en general, en las visiones finales del libro, relativas a la
«nueva Jerusalén» (21, 1 ss.). En la visión del quinto sello, la redención y la salvación –
es decir la comunicación de la vida divina, que es vida eterna – están representadas,
como observamos más arriba, por los símbolos de los «vestidos blancos» y del
«reposo» otorgado a las «almas» de los muertos asesinados. Se trata, sin embargo, de
un número bien limitado de redimidos y salvados: los muertos asesinados,
justamente. Otras veces, en el curso del libro, Juan volverá a insistir en un restringido
número de salvados: aparte de los ya recordados participantes del reino milenario,
muertos también «a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (20, 4), nos
encontraremos pronto, en el transcurso del sexto sello, con los ciento cuarenta y
cuatro mil sellados en la frente por los ángeles con el «sello del Dios viviente» (7,2 ss.)
respecto de los cuales, en el capítulo 14, la «voz del cielo» dice que «han sido
rescatados de entre los hombres, como primicia para Dios y para el Cordero» (14, 4).

El «breve tiempo» y la venida de Cristo

A la luz de estas consideraciones, no se puede delimitar esta condición de
beatitud a la expresión «por breve tiempo» que acompaña a la invitación a reposar. En
el texto, el «breve tiempo» se encuentra finalizado a un objetivo y a un fin bien
definidos: permitir que «se completen (en cuanto al número) también sus compañeros
de servicio y sus hermanos que van a ser asesinados como ellos» (6, 11). En otras
palabras, el «breve tiempo» es la respuesta al «grito» de los muertos asesinados:
«¿Hasta cuándo, ¡oh Señor!...no juzgas y vengas nuestra sangre de los que habitan en
tierra?» (6, 10). Por consiguiente, el juicio de Dios sobre el mundo tendrá lugar en
«breve tiempo». Entre los estudiosos es corriente la opinión de que aquí está
contenido el anuncio del próximo retorno de Cristo y del fin de los tiempos. Por
ejemplo Prigent que, en apoyo de tal conclusión, encuentra en el Libro de Enoc (I Enoc
47, 1 ss., y también 4 Esd 4, 35 ss.) un paralelo de la escena que aquí describe Juan: el
tiempo del fin está condicionado a la finalización de la serie. La relación de este pasaje
con el escrito judaico es más que probable, pero esto no implica necesariamente
identidad de visiones entre los dos autores. De hecho, entre los dos pasajes existen
diferencias sobre las cuales es necesario reflexionar. Por ahora, en el Libro de Enoc (y

113
también en 4 Esd) la pregunta del vidente concierne expresamente al cómputo del
tiempo del fin, mientras que en Juan, como hemos visto, la invocación que los muertos
asesinados dirigen a Dios demanda la celeridad de su juicio: pensar que este juicio
coincide con el fin es un apriorismo que no tiene fundamento en el texto.
Además, mientras en aquellos escritos judaicos el número de los elegidos que
debe ser completado se refiere a todos los «justos» (como ya había sido observado
por Allo), en el quinto sello, en cambio, este número concierne sólo a los muertos
asesinados. Si el juicio de Dios «sobre los habitantes de la tierra» se cumple con la
venida de Cristo y si esta venida coincide con la parusía, habría que calcular el «breve
tiempo» en relación con este evento. En tal caso, sin embargo, sigue sin solución el
problema, ya mencionado, de la suerte de los otros cristianos muertos entre la
primera y la segunda venida. Puede ser que Juan y sus compañeros en la fe estuviesen
en agitada espera del retorno de Cristo; sin embargo, para confirmar este estado de
ánimo, no bastan las invocaciones que aquí se atribuyen a los degollados ni las que se
elevan en el epílogo de la asamblea litúrgica (22, 17.20). Además, con este fin,
tampoco bastan las repetidas afirmaciones de Jesucristo – en las cartas a las iglesias y
en el epílogo – que anuncia venir «rápidamente» o «pronto»: remitidos a la parusía o
incluso a una fase posterior a ésta, ¿cómo se explican los contenidos espirituales –
«agua de vida», «árbol de la vida», denotando la presencia perenne de Dios entre los
fieles – que caracterizan «la nueva Jerusalén»? La espera, la invocación para el
cumplimiento del juicio y, por lo tanto, de la venida de Jesús, se explican mejor en la
fase antigua de la historia de la salvación, cuando ésta, de hecho, se les concedía sólo a
los muertos asesinados.

6, 12 – 7, 17: El sexto sello: las dos fases de la intervención salvífica divina

El desarrollo del sexto sello es muy amplio y complejo, en su transcurso Juan
intenta representar la totalidad de las intervenciones salvíficas de Dios en favor de la
humanidad. Para este propósito, Juan pone en evidencia dos intervenciones
fundamentales: una a favor del pueblo hebraico (liberación del Egipto, alianza del
Sinaí, entrega de la Ley y promesa mesiánica); y la que se consumó con Jesucristo (la
salvación que llegó a todos los hombres, los cuales estaban sometidos al pecado y al
dominio de Satanás, y la entrega de una nueva alianza). Estas dos intervenciones están
consideradas en continuidad, casi como dos fases o momentos de una única
intervención, de modo que la primera se configura como anuncio, preparación y
prefiguración del segundo.
Podemos entender, entonces, porqué todo el desarrollo del sexto sello, que
también incluye la representación de la economía antigua (sello en la frente de los
ciento cuarenta y cuatro mil de las tribus de Israel: cfr. 7, 1 ss.), se coloca bajo el signo
del «gran terremoto» y de la catástrofe cósmica (oscurecimiento del sol y de la luna,
caída de las estrellas: cfr 6, 12 ss.), que son «signos» específicos de la muerte de Cristo,
punto culminante de la segunda intervención.
La muerte de Cristo, tal como nos lo explicará Juan más adelante
(particularmente en el septenario de las copas), fue el cumplimiento del juicio de Dios
sobre el mundo y sobre la historia. Pero las intervenciones divinas precedentes
también habían dado lugar a un juicio, aunque éste fue siempre parcial y provisorio:

114
sobre Satanás y los ángeles rebeldes, sobre la humanidad inmersa en el diluvio, sobre
Sodoma, sobre el faraón de Egipto, etc. Y es este juicio divino, inmanente desde
siempre en la historia y que culminó en el que tuvo lugar con la muerte de Cristo, el
que nos describe Juan con la apertura del sexto sello (cfr. 6, 12-17), mediante una rica
trama de citas escriturales, sobretodo de los profetas (Is 34, 4; Os 10, 8; Jl 2, 11; So 1,
14 ss.).
Lo que sigue, para todo el capítulo 7, es una representación de los efectos
salvíficos que el juicio de Dios ha tenido para los hombres. La descripción se articula
en torno a dos escenas que aparecen vinculadas una a la otra, pero también diferentes
al mismo tiempo y, en cierto sentido, contrapuestas: el sello en la frente de los ciento
cuarenta y cuatro mil «siervos de Dios” (cfr. 7, 1-8), y la aparición de la gran multitud
de personajes vestidos de blanco (cfr. 7, 9-17).

7,1-8: Los ciento cuarenta y cuatro mil

No es difícil identificar en las dos visiones la representación de las dos fases de
la intervención divina, de la antigua y de la nueva Alianza, en lo que representan para
los fines de la salvación. De hecho, en la primera visión, podemos notar que toda la
operación relativa a la obtención de la salvación está enteramente confiada a los
ángeles: señal inequívoca, si tenemos en cuenta la función de mediadores que Juan les
atribuye en el ámbito de la economía antigua. Son los ángeles quienes marcan en la
frente a los «siervos de Dios» con el «sello del Dios viviente». Pero la propia operación
de sellado se hace posible por el ángel que sube del Oriente e impone a los otros
cuatro ángeles «no dañar la tierra ni el mar» con los «cuatro vientos» (7, 1 ss.) – una
escena que ya hemos discutido.
¿Qué representa este sello en la frente? Atendiendo al instrumento con que se
hace, definido como «el sello del Dios vivo», nos sentimos autorizados para ver en este
acto una comunicación de vida divina. En otras palabras, significa que estos «siervos
de Dios» sellados en la frente pertenecen a los salvados, al igual que aquellos del
quinto sello. ¿Son acaso los mismos? Lo que Juan nos dirá de los ciento cuarenta y
cuatro mil al inicio del capítulo 14 (cfr. 14, 1 ss.) nos permite, desde ya, responder
afirmativamente. Juan los verá reunidos alrededor del Cordero «sobre el monte Sión»,
llevando «escrito sobre sus frentes su nombre (es decir, el nombre del Cordero) y el
nombre de su Padre» (14, 1). Además, nos dice que «son aquellos que siguen al
Cordero dondequiera que vaya» (14, 4), palabras que la antigüedad cristiana ha
entendido como referidas al martirio. Por consiguiente, los ciento cuarenta y cuatro
mil pertenecen también a los mártires y, al igual que los muertos asesinados del
quinto sello, han hecho el doble testimonio, a la Ley y a las profecías mesiánicas.
Existen aún otros elementos que prueban la pertenencia del sello en la frente a
la economía antigua, a saber, el número de los «sellados» y su origen. En su dimensión
puramente simbólica, el número está bien delimitado, relativamente exiguo y, en todo
caso, indicativo de una estricta selección. Su origen está restringido a las «tribus de los
hijos de Israel» (cfr. 7, 4). Aquí se mencionan dos aspectos negativos que Juan,
implícitamente (cfr. sobretodo los capítulos 10-11), imputa a la economía antigua: el
escasísimo número de los salvados y limitado, además, a un solo pueblo, el hebraico.
No es sorprendente que estos dos aspectos serán explícitamente impugnados en la

115
visión sucesiva, la de la gran multitud vestida de blanco: su número no se puede
contar, y proviene de toda la humanidad (cfr. 7, 9).
A la luz de estas consideraciones, no podemos aceptar la interpretación
corriente que identifica a los «ciento cuarenta y cuatro mil» con la «gran
muchedumbre». Agregamos que es la misma explicación que le dan al valor del sello lo
que nos deja insatisfechos. La mayor parte de los estudiosos ve allí una referencia a
una visión de Ezequiel en la que, ante la proximidad del castigo que está por caer
sobre Jerusalén, un personaje (probablemente un ángel) recibe de Dios la orden de
entrar en la ciudad y de sellar en la frente con una Tau a los habitantes que no habían
cedido ante la idolatría, para no ser golpeados por los ángeles exterminadores (cfr. Ez
9, 4 ss.). Del mismo modo, los «siervos de Dios» sellados en la frente por los ángeles
serán preservados del asalto de las langostas infernales que salen del «pozo del
abismo» al sonido de la quinta trompeta (cfr. 9, 4).

Los ciento cuarenta y cuatro mil no son los cristianos

La referencia a Ezequiel es evidente, pero de esto no se puede deducir, como
hacen algunos, una referencia al bautismo en base a la forma de la letra Tau que en la
antigüedad era similar a una cruz, ya que en Juan esta letra no existe. Y, al contrario de
Prigent, es por lo menos discutible encontrar, en el término «sello» usado por Juan (en
griego σφραγἰς), una alusión al bautismo, término que también encontramos en otros
autores en el mismo sentido (por ejemplo en Pablo: 2 Cor 1, 21, y después en
escritores cristianos antiguos): en el léxico del Apocalipsis (y en de los otros escritos
de Juan), este sería el único caso y, para otorgarle este significado, no es suficiente
constatar que Juan no lo use para designar la «marca» impuesta por las potencias
malvadas a sus seguidores (cfr. 13, 16). En todo caso, no se puede partir de una base
tan frágil para establecer una identidad entre el «sello» y el bautismo, y deducir de
esta circunstancia que los ciento cuarenta y cuatro mil son el «nuevo Israel», es decir,
la Iglesia, y por consiguiente perfectamente idénticos a la «gran muchedumbre»
mencionada inmediatamente después. La diferencia entre los dos grupos es
demasiado evidente para superarla con similares subterfugios. No es sorprendente
que, desde la antigüedad, han sido numerosos los estudiosos que han identificado a
los ciento cuarenta y cuatro mil con un grupo particular de cristianos: judíos
convertidos, o judíos que se convertirán al fin de los tiempos.
Recientemente la tesis de la identidad entre ambos grupos ha sido retomada
por Lupieri; sin embargo, con argumentos que se contradicen internamente (Lupieri,
155). De hecho, también para él los «ciento cuarenta y cuatro mil» son los judíos
convertidos («los salvados del Israel histórico»): no obstante, en cuanto tales, ellos
están incluidos en la «gran muchedumbre» que proviene «de toda nación, tribu,
pueblo y lengua» (7, 9) siendo, para Lupieri, el término «tribu» referido sólo a Israel.
Por consiguiente, «la totalidad de la Iglesia tiene una multiplicidad de componentes,
de las cuales una sola, la de origen hebraico, se encuentra enumerada». Lástima que
nada se nos diga de esta «enumeración» – que, evidentemente, contrasta con el «sin
número» de la «gran muchedumbre» – ni sobre qué bases los «ciento cuarenta y
cuatro mil» – identificados con aquellos que están con el Cordero «sobre el monte
Sión» (14, 1) – sean definidos como «el ejército (escatológico) del Cordero». Lástima,

116
además, que en un comentario en que se habla mucho de los ángeles, nada se diga
aquí de su función de sellar sobre la frente a los «siervos de Dios».
Por consiguiente, continuamos sosteniendo que los «ciento cuarenta y cuatro
mil» representan el restringido número de salvados de la antigua Alianza, a quienes se
les concedió la vida eterna de manera excepcional: para Juan el «sello del Dios vivo» es
algo más que una señal de reconocimiento. Por otra parte, en capítulo 14 los «ciento
cuarenta y cuatro mil» llevan sobre la frente el «nombre del Cordero y de su Padre»
(cfr. 14, 1).

7, 9-17: La «gran multitud»

El restringido número de los salvados de la visión precedente contrasta
claramente con la visión de la «gran muchedumbre, que nadie podía contar, de todas
las naciones, tribus, pueblos y lenguas» (7, 9). El número inmenso, su procedencia de
toda la humanidad, los vestidos blancos de sus integrantes y las palmas que tienen en
sus manos, hacen de esta multitud un símbolo inequívoco de la humanidad redimida
por Cristo, habilitada por Él para participar en la vida divina («vestidos blancos») y
provista de victoria sobre el pecado y sobre las potencias demoníacas («palmas»).
Lo que ha creado dificultades a todos los estudiosos son las palabras con las
que uno de los veinticuatro Ancianos comienza la explicación de la naturaleza de esta
muchedumbre: «Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus vestidos
y los blanquearon con la sangre del Cordero” (7, 14). Muchos han visto en estas
palabras alguna de las persecuciones históricas (Nerón, Domiciano), o bien la
persecución final del anticristo. De aquí viene la tentación, a la que muchos hasta el
día de hoy ceden inconscientemente, de ver mártires también en esta muchedumbre.
Por ejemplo, la TOB (Traduction Œcuménique de la Bible, versión italiana) traduce:
«Estos son los que han pasado a través de la gran tribulación».
Pero las palabras del Anciano no aluden a una prueba soportada por estos
justos; lo cual queda claro en la segunda parte de la frase: «…han lavado sus vestidos y
los han blanqueado en la sangre del Cordero». La prueba, la «persecución» de la que
«vienen» (es decir, provienen, proceden, de la cual son el fruto”) es, justamente, la del
Cordero. No por nada el Anciano la define como «la grande», la persecución por
excelencia, por haber tenido por víctima nada menos que a la misma divinidad,
encarnada en Jesucristo. De aquella persecución, es decir, de la que terminó en la
muerte de Cristo, la muchedumbre inmensa vestida de blanco, que es el nuevo pueblo
elegido, es el efecto y el fruto maravilloso.
El Anciano celebra la condición feliz de este nuevo pueblo (cfr. 7, 15-17) con
palabras y conceptos que serán retomados y desarrollados, casi a la letra, en la parte
final del libro dedicada a la descripción de la nueva Jerusalén. La idea central es que
los pertenecientes a este nuevo pueblo rendirán a Dios y al Cordero un culto perenne,
por cuanto la divinidad ha venido ya a habitar en medio de ellos (cfr. 7, 15 a
confrontar con 21, 3.22). Por esta razón, serán abundantemente satisfechas todas sus
exigencias espirituales (vida, verdad, justicia) (cfr. 7, 16-17 a confrontar con 21, 3.23-
27).

117
El séptimo sello: ¿fin del mundo y de la historia?

De todos los sellos, el séptimo es sin duda el más breve. Todo lo que sigue a su
apertura es el «silencio como por media hora» en el cielo. Una indicación que, por la
falta de detalles descriptivos y de modelos identificables, ha puesto en gran dificultad
a los estudiosos de todos los tiempos. A esto se debe la variedad casi infinita de
interpretaciones que es posible encontrar.
Entre los exégetas antiguos, y también entre algunos modernos, prevalece la
opinión de que este silencio está para significar el fin de la historia, el inicio de la
eternidad. Por ejemplo, en el apocalipsis llamado Libro Cuarto de Esdras (4 Esd 7, 29
ss.; cfr. también 2 Ba 3, 7) se habla de un «silencio» que se extiende sobre la creación
antes del inicio del juicio de Dios y la retribución eterna para los justos y los malos. En
Esdras el «silencio» sigue a la muerte del Mesías y dura siete días, que probablemente
corresponden a los siete días de la creación (cfr. 4 Esd 6, 39 ss.). Es posible que en este
punto exista una relación entre Juan y los autores judaicos; pero, incluso admitiendo
esta relación, es claro que Juan pretende algo totalmente distinto. De momento, el
silencio no se verifica sobre el mundo creado, sino «en el cielo»; y después su duración
es «como por media hora».
Ciertamente, en Juan este «silencio» también se refiere a un fin. En primer
lugar, el séptimo sello – al igual que los elementos finales de los otros septenarios –
constituye la conclusión definitiva del septenario, sin hacer referencia a los
desarrollos sucesivos. Los intentos realizados recientemente por reconocer los
elementos de unión entre el septenario de los sellos y el septenario siguiente de las
trompetas en el «silencio”, entendido como ausencia de eventos, y en la “media hora”
entendida como un breve intervalo – como para aumentar la tensión de la espera – no
llegan a resultados convincentes. Los inconvenientes se revelan tan pronto como se
intenta establecer la conexión con lo que sigue. Por ejemplo Prigent, comentando la
liturgia angélica, que sigue inmediatamente después e introduce el septenario de las
trompetas, afirma que ésta se desenvuelve «en el momento de silencio en el que la
ejecución del plano divino se encuentra suspendida» (Prigent, 132).

Fin de la liturgia angélica y del culto judaico

La afirmación sólo puede sorprender, si se piensa que la liturgia,
evidentemente, se desarrolla «en el cielo». ¿Cómo se concilia el «silencio» reinante allí
con el gesto del ángel de cuyas manos sube hasta Dios «el humo de los perfumes»
mezclado con «las oraciones de los santos»? También en la visión del capítulo 5 los
Vivientes y los Ancianos ofrecen a Dios «perfumes que son las oraciones de los santos»
(5, 8). Es evidente que ambas escenas se refieren a la función de los ángeles como
mediadores del culto. Más aún: la visión del trono del capítulo 4 nos muestra los
cuatro Seres que participan en una celebración perenne de la suma divinidad (4, 8). A
las «voces» de los Vivientes y a la de los «santos» que resuenan «en el cielo» de mano
de los ángeles, es necesario agregar «la voz grande» de las almas de los degollados que
resuena bajo el altar celeste, invocando el juicio de Dios (6, 9 s.). Es a este complejo y
multiforme coro de voces que pone fin el «silencio» del séptimo sello.

118
¿Qué puede significar esto? Respecto a las voces de los muertos asesinados, su
interrupción significa que se ha cumplido o se está cumpliendo lo que constituía el
objeto de sus invocaciones, es decir el juicio de Dios sobre el mundo. En cuanto a las
voces angélicas mezcladas con las de los santos que se elevan desde la liturgia celeste,
el «silencio» indica su interrupción. Un único y mismo evento explica estos dos efectos
que produce el «silencio» que se hace en el cielo: es la muerte de Cristo. En ésta, de
hecho, como dice Juan al comienzo del sexto sello (cfr. 6, 12 ss.: terremoto, catástrofe
cósmica, fuga de los habitantes de la tierra) y como nos ilustrará más ampliamente en
el septenario de las copas (cap. 17-20), se cumple el juicio de Dios que tiene como
primer aspecto, justamente, la destrucción de las fuerzas malvadas, y en primer lugar
de la prostituta-Babilonia en la cual «fue hallada sangre de profetas y de santos y de
todos los degollados sobre la tierra» (18, 24).
En cuanto a la interrupción de la liturgia celeste, es también un aspecto que se
concilia bien con la muerte de Cristo. Incluso los evangelios sinópticos también hablan
de una cesación del culto judaico relacionada con este acontecimiento (cfr. Mt 27, 51;
Mc 15, 38; Lc 23, 45). Cuando Juan habla de una cesación de la liturgia celeste se
refiere a lo mismo: así como el templo celeste era el modelo del templo judaico
terreno (cfr. Ex 25, 9.40), así también el culto que allí se desarrollaba. Además, con
esta cesación de la liturgia celeste, es posible que Juan quiera expresar un concepto
más profundo. Esta liturgia era oficiada por los ángeles, así como también el culto
terreno tenía que pasar por la mediación de éstos para llegar hasta la divinidad (cfr. 5,
8; 8, 3-4). La interrupción de la liturgia celeste, por consiguiente, puede significar el fin
de la mediación angélica. En el «silencio» que acontece en el cielo podemos ver otra
referencia al postrarse boca abajo que Juan nos preanunció en el capítulo 4 (cfr. 4, 9-
10) y nos representó en acto en el capítulo 5, «cuando el Cordero tomó el libro» (cfr. 5,
8).

La «media hora» y la «media semana»

Si el «silencio en el cielo» es una alusión a la muerte de Jesucristo, también su
duración «como por media hora» puede recibir una explicación plausible. Es
ampliamente aceptado que la expresión indica un breve periodo de tiempo. Pero tal
vez se puede ser más preciso. Aquí encontramos, de hecho, una unidad entera de
tiempo, una «hora», que ha sido dividida en dos partes. Ahora, en el Apocalipsis es
recurrente la alusión a otra unidad de tiempo, la semana, que también ha sido dividida
en dos partes (11, 2.3; 12, 6.14;13, 5). La referencia, como todos los estudiosos
admiten, remite a la célebre profecía de Daniel, la de las «setenta semanas de años»,
en la que la última semana es dividida en dos «medias semanas» (Dn 9, 27). En Daniel,
como ya se ha dicho, la última de las setenta semanas de años se refiere a la
persecución contra los judíos por el rey de Siria Antíoco IV Epifanes (170-164). Es
bueno recordar que esta semana estaba dividida en dos «medias semanas», y que la
segunda de éstas estaba marcada por un endurecimiento de la persecución:
profanación del Templo e prohibición del culto. Estos acontecimientos no eran para
Juan sino la prefiguración de lo que habría de ocurrir, de manera bastante más grave,
con la muerte de Jesús. Ésta, acaecida bajo instigación de los sumos sacerdotes judíos,
profanaría el Templo definitivamente, causando el fin del culto judío.

119
Por consiguiente, la «media hora» de «silencio en el cielo» corresponde al
intervalo de tiempo que transcurre entre la muerte de Jesús y su resurrección. Es un
periodo de tiempo que Juan (como se puede deducir del caso de los «dos testigos»
que, en la muerte y resurrección, anticipan la suerte de Jesús: cfr. 11, 7 ss.) calcula en
«tres días y medio», es decir «media semana». Un paralelo de este cómputo, que
corresponde a la permanencia en el sepulcro después de la muerte – cómputo que no
corresponde al tiempo efectivo – se encuentra en el «signo de Jonás» que conocemos
por Jesús, como anuncio de su propia resurrección: «Como Jonás permaneció tres días
y tres noches en el vientre del pez, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches
en el corazón de la tierra» (Mt 12, 40; cfr. Lc 11, 29 ss.). Durante este intervalo se hace
«silencio» en el cielo, es decir, cesa el antiguo culto administrado por los ángeles. Tal
vez una huella de esta interrupción del culto ha permanecido en la liturgia relativa a la
denominada «semana santa», actualmente en uso en la Iglesia católica. La reanudación
del culto tiene lugar con la resurrección de Jesucristo, nuevo sumo sacerdote que
inaugura la nueva Pascua.





























120
4. EL SEPTENARIO DE LAS TROMPETAS (8, 2 – 11, 19)
Introducción

El septenario de las trompetas y el de los sellos tienen una estructura común,
también subdividida aquí en dos grupos según el esquema 4 + 3; pero aquí el «lugar»
de los acontecimientos parece bastante más detallado y complejo. En los sellos, de
hecho, todos los acontecimientos se desarrollan, evidentemente, en la tierra,
entendida como sede de la habitación del hombre. En las trompetas, por el contrario,
al menos en las tres primeras, la tierra es representada más bien en su aspecto físico,
como superficie terrena: las catástrofes afectan, de hecho, sucesivamente la tierra
firme (primera trompeta), el mar (segunda trompeta), los ríos y las fuentes de las
aguas (tercera trompeta). La insistencia sobre el aspecto físico se hace todavía más
evidente en la cuarta trompeta: la catástrofe sacude los astros del cielo: el sol, la luna,
las estrellas.
Esta diferencia supone otras, de trascendencia aún mayor. En los primeros
cuatro sellos los eventos, positivos o negativos, conciernen exclusivamente a los seres
humanos. En las primeras cuatro trompetas la humanidad aparece, diríamos, sólo en
el trasfondo: naves que son destruidas tras la plaga que se abate sobre el mar (8, 9);
hombres que mueren debido a las aguas que se vuelven amargas por la caída de la
estrella «Ajenjo» (8, 11). Son golpeadas, en primer lugar, las partes integrantes del
cosmos físico.
Si a continuación nos fijamos en la forma en que se producen los
acontecimientos en los primeros cuatro elementos, la diferencia entre los dos
septenarios llega a ser radical. En los sellos, es cierto, la evocación de la serie de
caballos y jinetes proviene de los Seres vivientes, es decir, «del cielo»; pero, en las
primeras cuatros trompetas, lo que golpea las distintas partes del cosmos es algo que
«cae» (8, 10) o «se lanza» (8, 7 s.) «desde el cielo».
En el segundo grupo de elementos, la diferencia entre los dos septenarios se
extiende, además, al «lugar» en el cual tienen lugar los acontecimientos o al lugar de
su procedencia. Hemos visto que en el quinto sello las almas de los muertos se
encuentran bajo el altar celeste; en el sexto sello, desde el cielo se desencadena sobre
la tierra y sobre la humanidad el juicio divino; y con la apertura del séptimo sello se
produce el «silencio» en el cielo. Al sonar la quina trompeta, al «cielo» - sede de la
divinidad, de la perenne liturgia angélica, de la bienaventuranza (los «vestidos
blancos» y el «reposo» de las almas de los degollados) - se contrapone la apertura del
«pozo del abismo» desde el cual salen, en primer lugar, un humo que oscurece el aire y
el sol y, después, las langostas infernales que causan tormentos indecibles a los
hombres «que no tienen el sello de Dios sobre la frente» (9, 1 ss.). Sin embargo estos
seres demoníacos no tienen el poder de dar a los hombres la muerte física: ésta llegará
con el espantoso y numeroso ejército de caballería que se desata con la sexta
trompeta, después de la liberación de los «cuatro ángeles atados sobre el gran río
Éufrates» (9, 14 ss.). La descripción de estos jinetes, de sus caballos y de sus letales
poderes, ocupa la primera parte de la sexta trompeta. En la segunda parte
presenciamos, por decirlo así, una suerte de contraofensiva del «cielo», que se

121
desarrolla en una serie de cuadros de intenso valor simbólico: la visión del «ángel
fuerte» que baja del cielo con el «pequeño libro» y anuncia el próximo cumplimiento
del «misterio de Dios» (10, 1 ss.); la medición del Templo (11,1 ss.); el episodio de los
«dos testigos» (11, 3 ss.). La séptima trompeta culmina «en el cielo», anunciando que
«se ha realizado el reino de nuestro Señor y de su Cristo (Mesías)» (11, 15).

Los protagonistas: ángeles, malos y buenos

Finalmente, se debe señalar que entre los dos septenarios, de los sellos y de las
trompetas, hay una diferencia concerniente a los protagonistas de los acontecimientos
descritos, no comparables, a pesar del paralelismo estructural. En los sellos, de hecho,
Dios Padre (el que está «Sentado en el trono») y Jesucristo («el Cordero») son
protagonistas de toda la serie: es el Cordero quien rompe, uno tras otro, los siete
sellos del «libro» que «toma» de la derecha del que está Sentado en el trono; de la
cólera de ambos se desata la catástrofe cósmica que inaugura el juicio de Dios sobre la
humanidad. En las trompetas, la única mención de Dios Padre y de Jesucristo es la que
ya indicamos precedentemente; lo cual ocurre en la séptima trompeta cuando el coro
celeste canta la instauración del reino mesiánico (cfr. 11, 15). Se pueden reconocer,
sin temor a equivocarse, referencias indirectas a Dios Padre en las expresiones que
hablan del poder de dañar que les fue «dado» a las fuerzas demoníacas (cfr. 9, 1.4.5);
el «misterio de Dios» que debe cumplirse al sonar la séptima trompeta es comunicado
por el «ángel fuerte» que baja del cielo en el capítulo 10 (10, 7), y de Dios procede el
«Espíritu de vida» que hace resucitar a los «dos testigos» asesinados (11, 11). Pero se
trata, precisamente, de referencias indirectas. Protagonistas absolutos, en positivo o
en negativo, son los ángeles buenos y los ángeles malos, aun cuando, como ya se
mencionó, la operación de ambos se desarrolla bajo el control de la divinidad. El rol
protagonista de las fuerzas angélicas es particularmente evidente en las tres últimas
trompetas. Al sonar la quinta trompeta, una «estrella caída del cielo» (Satanás, como
veremos) recibe «la llave del pozo del abismo» el cual, ya abierto, expulsa el humo que
oscurece el sol y el aire, y deja salir las langostas demoníacas (9, 1) cuyo jefe es el
«ángel del abismo» (9, 11). Al sonar la sexta trompeta son liberados «los cuatro
ángeles atados sobre el gran río Éufrates», constituyendo el prólogo de la invasión de
la caballería infernal (9, 15 ss.). En el curso de la sexta trompeta, como ya se ha dicho,
y para responder a la doble invasión de los seres demoníacos, baja del cielo «un ángel
fuerte» con los rasgos de la divinidad suma (arco iris sobre la cabeza, rostro como el
sol, pies como columnas de fuego, voz como la del león con el eco de «siete truenos»):
en la mano lleva «un pequeño libro abierto»; confirma la soberanía divina sobre el
cosmos (un pie sobre la tierra, el otro sobre el mar) y proclama solemnemente el
próximo cumplimiento del «misterio de Dios» (10, 1-7).
El rol protagónico de las fuerzas angélicas en las tres últimas trompetas es
sellado por «el águila que vuela en medio del cielo», la cual identifica los tres últimos
sonidos de trompeta con igual cantidad de «calamidades» que están por caer sobre los
«habitantes de la tierra» (8, 13): muchos estudiosos (recientemente también Lupieri,
163) han visto en esta águila un ser angélico.

122

«Trompetas» y Antiguo Testamento

En base a las consideraciones formuladas precedentemente, relativas a la
función que Juan atribuye a los ángeles en la economía antigua, bastaría esta
presencia como protagonistas para situar, en este ámbito, los acontecimientos que se
narran en el septenario de las trompetas, incluidas las cuatro primeras que, como
veremos más adelante, contienen una alegoría de los desastrosos efectos sobre el
cosmos por la caída de los ángeles rebeldes. Por consiguiente, todo el septenario se
puede leer como una lucha entre ángeles buenos y ángeles malos cuyo objetivo es la
salvación o la ruina de la humanidad antes del advenimiento de Jesucristo. Por otra
parte, hay otros elementos del septenario relativos a la fase antigua de la historia de la
salvación. Comenzando por la misma presencia de las trompetas, cuya importancia en
el culto (Lv 25, 9; Sal 98, 6; 2Cr 5, 10; etc.) y en la historia de Israel (Nm 10, 10; Jos 6,
6; etc.) es enfatizada por los estudiosos. En algunos profetas (Jl 2, 1; Sof 1, 16) el
sonido de la trompeta anuncia «el día de Dios», es decir el juicio. El sonido de la
trompeta tiene también valor escatológico en ciertos pasajes del Nuevo Testamento (1
Cor 15, 52; 1 Ts 4, 16; Mt 24, 31). En este septenario y en base a estos paralelos, los
estudiosos atribuyen a las trompetas tocadas por los ángeles incluso un valor
escatológico; sin embargo el contexto no permite esta identificación. Como todos
advierten, en ciertas trompetas resuenan algunas de las llamadas «plagas del Egipto»
que precedieron la liberación del pueblo judío de la esclavitud: el paralelo con esas
plagas será tomado y profundizado nuevamente en el derramamiento de las copas
(16, 1 ss.). Existe una relación entre el éxodo y la permanencia en el desierto con la
misma elección del símbolo de la trompeta, como elemento conectivo del septenario.
Como nos lo relata el libro del Éxodo, el encuentro de Moisés con Dios en el monte
Sinaí tiene lugar entre truenos y relámpagos, y acompañado por un fortísimo sonido
de trompeta que aumenta en intensidad progresivamente (Ex 19, 16 ss.).
Es posible aún una referencia al éxodo hebreo en la figura del águila que, como
se ha señalado, anuncia los tres «ayes» correspondientes a las tres últimas trompetas.
La imagen del águila es recurrente en el Antiguo Testamento para significar el cuidado
de Dios, a la vez severo y amoroso, en favor de Israel, en particular respecto a la
liberación del Egipto (cfr. Ex 19, 4; Dt 32, 11). En este sentido, con relación a los
sucesos del éxodo, Juan volverá sobre esta imagen en el capítulo 12 y a propósito de la
segunda fuga de la mujer en el desierto (cfr. 12, 14), otra alegoría del éxodo hebraico,
como veremos en su adecuado.
No sorprende, por consiguiente, que el grupo de trompetas consagrado a la
exposición de la primera intervención salvífica, correspondiente a la antigua
economía, se lleve a cabo bajo el signo del águila, símbolo de la ayuda prestada por
Dios a su pueblo; Y también se comprende la forma en que esta primera intervención
puede coincidir con la serie de los «ayes» que anuncia el águila. De hecho, aquella
primera intervención, como Juan nos lo explicará mejor en el capítulo 12, consistió
esencialmente en el castigo de la rebelión de Satanás y en su expulsión del cielo por
medio de los ángeles. Un juicio, por lo tanto, como lo es toda intervención de Dios.
Aquel juicio, sin embargo, llevado a cabo por la mediación angélica, fue provisorio:
Satanás fue expulsado del cielo, pero no definitivamente vencido; de la prisión del

123
abismo en el que fue encarcelado por los ángeles fieles (cfr. 20, 1 ss.) él se libera poco
a poco, primero actuando sobre la tierra mediante sus representantes históricos (las
dos bestias) y luego en persona para ejecutar la mayor de sus empresas anti divinas:
la muerte de Jesucristo.

«Trompetas» y cumplimiento del «misterio de Dios»

Mientras por un lado las tres últimas trompetas nos describen la primera
intervención salvífica divina que se lleva a cabo por medio de los ángeles,
simultáneamente nos relatan una reactivación gradual de Satanás desde el abismo,
que da inicio a su ataque contra la humanidad y la divinidad con una creciente serie de
“ayes”: tentación y caída del hombre (quinta trompeta, primer «ay»), corrupción de la
historia humana en sus manifestaciones más altas, el poder político y el poder
religioso (invasión de la caballería, guerras, profanación del templo y de la ciudad
santa, asesinato de los «testigos»: sexta trompeta, segundo «ay»), muerte de Cristo
(séptima trompeta, tercer «ay»). Son los tres «ayes» anunciados aquí por el águila, y
retomados en el capítulo 12 por el coro de las voces angélicas que cantan la expulsión
de Satanás del cielo (cfr. 12, 12).
A partir de estas rápidas alusiones, podemos ver que la presencia del Antiguo
Testamento en el septenario de las trompetas tiene un carácter tan sistemático que
hace aparecer toda esta sección como una representación alegórica de la revelación
veterotestamentaria. Tal como están las cosas, es evidente que debemos entender el
valor escatológico en otra perspectiva, como preanuncio del cumplimiento del fin,
indiscutiblemente conectado con el símbolo de las trompetas, bajo el cual está puesto
el desarrollo de esta sección. El fin y el cumplimiento hacia el cual tiende la
expectativa que palpita en la dramática serie de estas escenas, el cumplimiento del
«misterio de Dios» anunciado solemnemente por el ángel fuerte que baja del cielo,
como conclusión de todo el ciclo en desarrollo (cfr. 10, 7: «…en los días de la voz del
séptimo ángel, cuando esté por sonar la trompeta…»), simplemente aluden al punto
supremo en que se revela el plano salvífico divino («misterio de Dios») que para Juan
coincide con el advenimiento, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
Pero la venida de Jesucristo estaba anunciada y prefigurada en toda la historia
precedente. En modo particular, específico y detallado, este anuncio resonó al interior
de la revelación veterotestamentaria; y ésta tuvo su punto culminante en el pacto de
alianza entre Dios y su pueblo realizada en el monte Sinaí. En ese pacto, que establecía
una nueva relación de amistad entre Dios y una parte, aunque sea pequeña, de la
humanidad, Juan ve la esencia y el valor de toda la economía veterotestamentaria.
Pero la alianza del Sinaí, a su vez, no era más que el preludio, el preanuncio de
la alianza que Jesucristo establecería entre Dios y toda la humanidad. En este sentido,
el símbolo de las trompetas cobra toda su carga escatológica, en cuanto signo
distintivo de una realidad (la economía antigua) que anunciaba y preparaba otra, más
grande y definitiva. Ésta será descrita progresivamente por Juan en el septenario de
las copas, la cual comprende el resto del Apocalipsis, desde el capítulo 12 hasta el
epílogo.
De este modo, la sucesión de los dos septenarios, de las trompetas y de las
copas, se presenta como la retoma y el desarrollo de la situación descrita

124
sumariamente en la visión del Hijo de hombre del capítulo 1. Incluso allí, y por cierto
no por casualidad, la fase de espera está simbolizada por la escucha de «una voz
grande, como de trompeta» que introduce al vidente en la visión del trono del capítulo
4 (cfr. 4, 1), en la que creemos ver otra alegoría de la revelación veterotestamentaria.

8, 2-5: El proemio del septenario de las trompetas: la liturgia angélica

El septenario de las trompetas también está precedido por una visión inaugural
que sirve de proemio. Juan ve, en primer lugar, «los siete ángeles que están en pie ante
la presencia de Dios» (8, 2). Como ya hemos observado, esta visión constituye una
neta escisión con lo precedente y el inicio de una nueva serie que no se puede incluir
en el espacio de la «media hora» (como hace, además de Prigent, también Lupieri,
159). La serie comienza con la entrega de siete trompetas, una para cada uno de los
ángeles que Juan designa con el artículo («los siete ángeles»), como si ya fuesen
conocidos para sus oyentes, mientras que éstos comparecen aquí por primera vez.
Los estudiosos proporcionan diversas explicaciones sobre este detalle del
autor. La más compartida ve aquí reflejada la creencia, muy extendida en el judaísmo
(cfr. Tb 12, 15; 1 Enoc 20, 1), en la existencia de un grupo de ángeles – por lo demás,
en número de siete, y en ocasiones designados como «arcángeles» – en directo
contacto con Dios los cuales, por esta razón, recibían el nombre de «ángeles de la
presencia». Incluso se podría considerar el valor totalizante del número «siete» – que
ya encontramos en la visión de Patmos (siete estrellas-ángeles en la mano derecha del
Hijo de hombre) – y ver representado aquí todo el mundo angélico al servicio de Dios.
En todo caso, lo que no se puede hacer es confundir a estos «siete ángeles» con «los
siete Espíritus» del prólogo (1, 4) y de las visiones del trono (4, 5) y del Cordero (5, 6),
como ocurre con algunos comentarios (por ejemplo, Lupieri, 159 y Giesen, 207 s.).
La visión de los siete ángeles es seguida por la de «otro ángel» que viene y se
detiene «junto» (otros, «sobre») «al altar de los perfumes», y en un incensario de oro
quema los aromas cuyo humo se eleva hasta Dios, mezclado con «las oraciones de
todos los santos» (8, 3 s.). Evidentemente la escena se desarrolla «en el cielo», y por lo
tanto, ésta no puede ocurrir durante el silencio de «media hora» que allí reina. El altar
en que el ángel realiza la ofrenda es claramente el de los perfumes – llamado por
antonomasia, aquí y en 9, 13, «el altar de oro», porque está revestido de oro (cfr. Ex
30, 1 ss.) – que en el templo judío era distinto del «de los holocaustos» sobre el que se
inmolaban animales (cfr. Ex 27, 1 ss.). En el Apocalipsis se habla repetidamente de un
«altar celeste»: además de este pasaje, es mencionado en 9, 13 (del altar proviene la
voz que ordena liberar los cuatro ángeles atados sobre el Éufrates); en 14, 18 (un
ángel surge del altar celeste y ordena al Hijo de hombre sentado sobre la nube blanca
que haga la vendimia de la tierra); en 16, 7 (después del derramamiento de la tercera
copa, que cambia en sangre el agua de los ríos y de las vertiente, el altar alaba a Dios
por haber castigado de este modo a los homicidas «de los santos y de los profetas»);
en 6, 9 (es el altar bajo el cual están «las almas de los degollados» del quinto sello).



125
El altar celeste: culto judaico y culto cristiano

Entre los intérpretes hay disenso respecto a la naturaleza de este altar celeste:
¿se trata del altar de los perfumes o del altar de los holocaustos, o bien de un altar que
representa a los dos? La cuestión es de naturaleza puramente filológica tan sólo en
apariencia; en realidad, detrás de esta pregunta se esconde el significado de toda la
escena litúrgica que aquí tiene lugar. De hecho, Charles, que en su comentario ha
dedicado un amplio estudio a este tema, concluye que en el Apocalipsis se habla de un
solo altar celeste, el de los perfumes, ya que este tipo de sacrificio se adapta mejor a la
espiritualización del culto, una aspiración que se encuentra más o menos difusa en los
textos judaicos o del cristianismo primitivo (Charles, II 187; Prigent, 131 s., se alinea,
con alguna reserva, a esta interpretación). La solución del estudioso inglés fue
adoptada recientemente por Lupieri, que en esta escena encuentra una oposición
implícita contra «el culto terreno (judaico) con su duplicidad de aspecto y de altar, …
sólo la forma cristiana, en la cual coinciden el sacrificio (personal) y la oración, es la
correcta» (Lupieri, 160).
Francamente no me parece advertir en esta escena litúrgica alguna intención
de polémica. Al contrario, sólo es necesario explicar el sentido del sacrificio ofrecido
por un ángel en un texto cristiano. En la Carta a los Hebreos, que desaprueba los
sacrificios judíos, sobre todo los cruentos, la polémica se dirige en primer lugar contra
los ángeles, considerados como mediadores de estos sacrificios. Por otra parte, la
oposición de Juan a los sacrificios cruentos del culto judío se deriva de la presencia de
un único altar en el cielo, identificado con el de los perfumes. Sin embargo, aunque se
admita la existencia de un único altar celeste, su identificación exclusiva con el de los
perfumes puede permitir más de una duda. De hecho, a propósito del altar en 6, 9 –
bajo el cual se encuentran «las almas de los degollados» – es el mismo Lupieri quien lo
identifica con «el altar de los sacrificios», es decir, de los holocaustos, aunque después
agrega que éste «en 8, 3 s. parece coincidir claramente con el altar del incienso y de los
aromas» (Lupieri, 150). Pero ni aquí ni allá proporciona razones convincentes en
favor de la coincidencia de estos dos aspectos. De hecho, no es suficiente decir que «en
el templo cristiano, la oración de los santos coincide con el sacrificio de los mártires».
Esto podría ser válido si la ofrenda del ángel en el proemio de las trompetas fuese
equivalente, o por lo menos la alegoría de un sacrificio cristiano.
Sin embargo no es así, y no puede serlo porque el sacerdote oficiante es un
ángel. La liturgia que aquí se lleva a cabo se refiere al culto de la economía antigua
cuyos mediadores eran los ángeles y del cual, de hecho, Juan no cuestiona su validez,
pero determina sus límites en el plan de la salvación, cosa que hace también con otros
aspectos de aquella economía. Por lo tanto, la pregunta por los altares en el cielo, si
son dos o uno solo con dos funciones, es una cuestión que probablemente no tenga
solución. Se debe recordar incluso que en la escena de la medición del Templo (de
Jerusalén) la voz que ordena a Juan esta tarea habla de un solo «altar» (11, 1). Vamos a
examinar la escena en su lugar en sus varios aspectos. Respecto a la unicidad del altar,
digamos que no podemos aceptar las interpretaciones de quien ve en los elementos de
la escena (Templo, altar, Jerusalén) no ya «realidades materiales» sino referencias
«metafóricas» dirigidas «grupos humanos» no determinados (Prigent, 160 s.), o de
quien ve alegorizadas en el Templo «la presencia de Dios» y en el altar «la Iglesia»

126
(Lupieri, 175 s.). Para Juan que con otros «hermanos» seguidores de Cristo se
consideraba heredero y continuador del «verdadero judaísmo», Jerusalén («la ciudad
santa»), el Templo y el culto que allí se celebraba («el altar y quienes se postran en
éste») non eran sólo realidades «metafóricas» o «místicas» relativas al futuro: eran, en
primer lugar, realidades históricas que concernían al pasado, a la historia de Israel,
donde se había verificado la primera intervención salvífica de Dios.

El fin de la liturgia angélica

La liturgia angélica tiene una brusca interrupción: el ángel llenó el incensario
«de fuego del altar y lo arrojó a la tierra: y hubieron tronos, y voces, y relámpagos, y
un terremoto» (8, 5). Algunos intérpretes (como Allo, Lohmeyer, Prigent y otros) han
explicado el gesto del ángel como un efecto de las «oraciones de los santos». Esto, sin
embargo, presupone que en las oraciones existe una petición de la intervención divina
para enjuiciar y castigar, tal como existió en el «grito» de los asesinados del quinto
sello. Las «oraciones de los santos», aquí y en otros lugares (cfr. 5, 8; 7, 15), parecen
presentarse como actos de culto a la divinidad. Por otra parte, el gesto del ángel tiene
como primer efecto la interrupción de la liturgia celeste: algo similar a lo que
habíamos observado sobre el «silencio en el cielo como por media hora» del séptimo
sello, en el que nos parecía ver una interrupción de la liturgia angélica, es decir, del
culto judío, relacionada por la tradición evangélica con la muerte de Jesucristo.
Respecto al fuego del altar que es «arrojado» sobre la tierra, el gesto del ángel
conlleva seguramente un valor de castigo; lo cual es confirmado por los fenómenos
que lo acompañan: «truenos, voces, relámpagos y un terremoto» (8, 5), señales
indudables de la presencia de la divinidad (cfr. 4,5; 10,3) o de su intervención para
juzgar, especialmente el terremoto (cfr. 11, 13.19; 16, 17).
Por consiguiente, el gesto del ángel es la consecuencia de un juicio divino, que
implica grandes castigos para los malvados. ¿Quiénes son los inculpados en este juicio
y los destinatarios de los castigos? Según la interpretación corriente no hay duda de
que éstos son los hombres. En realidad, como ya se mencionó, en las cuatro primeras
trompetas las plagas golpearon directamente al cosmos físico y sólo indirectamente, y
diríamos casi casualmente, a la humanidad. Tan sólo con la quinta y la sexta trompeta
los flagelos afectan directamente a los hombres; pero incluso en estos casos, si
miramos más de cerca, no se trata de castigos enviados por Dios directamente – como
sí sucederá en el derramamiento de las copas, en la destrucción de la prostituta de
Babilonia – sino de castigos permitidos por Él, pero resultantes de decisiones
humanas: el rechazo del «sello de Dios», es decir de su Ley y de su promesa mesiánica,
lo cual expone a los tormentos de las langostas infernales, en la quinta trompeta; el
ansia de posesiones y de dominio que desencadena las guerras de conquista, en la
sexta trompeta.





127
Las siete trompetas (8, 7 – 11, 19)

8, 7-13: Las cuatro primeras trompetas

Después de estas consideraciones preliminares, examinemos en detalle las
cuatro primeras trompetas . Hemos dicho que éstas forman un grupo homogéneo en el
aspecto descriptivo, con una fórmula fija que se repite con pocas variantes. Permanece
fija, para toda la serie, la proporción de los daños causados por la sucesión de los
flagelos: «un tercio» de todas las realidades cósmicas alcanzadas por éstos (la tierra, el
mar, los ríos y las fuentes de agua, el cielo y sus astros). Las variantes se refieren, de
hecho, a las diferentes partes que son sucesivamente golpeadas por las plagas; pero,
obviamente, se trata de variantes aparentes, ya que las partes afectadas son partes
integrantes de una única realidad: el cosmos físico. Podemos distinguir otra variante
en cuanto al modo en que se producen las plagas. En las primeras dos trompetas, los
efectos devastadores sobre la tierra y el mar son producidos por algo («granizos y
fuego mezclados con sangre», en la primera; «un monte grande, ardiendo en fuego»,
en la segunda) que es «arrojado» desde arriba («cielo») hacia abajo («la tierra» y «el
mar»), mientras que en la tercera trompeta los efectos negativos son producidos «por
una estrella grande, ardiente como lámpara» que, diversamente, «cae» del cielo a la
tierra; en la cuarta trompeta, aparentemente, no hay movimiento: es algo que
«golpea» en el cielo en las mismas realidades que lo pueblan, los astros, limitándoles
la luminosidad en «una tercera parte».
La diferencia entre «ser lanzado» y «caer» es sólo aparente. En ambos casos, de
hecho, se trata de un cambio de situación en el que la «caída» es la constatación,
mientras que «el ser lanzado» pone de relieve la causa de la caída. En la segunda
trompeta se habla de «un monte grande, ardiendo en fuego» que es «arrojado» en el
mar (5, 8), mientras que en la tercera se habla de «una estrella grande, ardiente» que
«cae» en los ríos y en las fuentes (8, 10) y en la quinta Juan ve «una estrella caída del
cielo a la tierra» (9, 1). En el «monte grande, ardiendo en fuego» se ha visto desde la
antigüedad el símbolo de un ángel caído, más precisamente, de Satanás (Andrés de
Cesárea); a favor de la identificación con un ángel caído los estudiosos modernos
mencionan paralelos muy significativos del Libro de Enoc (I Enoc 21, 3 ss.; 108, 4;
Prigent, 137 s.). Si es así, no veo el motivo para no identificar el «monte grande» de la
segunda trompeta con «la estrella grande» de la tercera y de la quinta. En la segunda
y en la tercera trompeta, por consiguiente, es descrito de diferentes maneras (monte
ardiendo en fuego arrojado desde el cielo, estrella ardiente que cae del cielo a la
tierra) un solo hecho: la expulsión de Satanás del cielo.
Pero también se pueden encontrar alusiones a ese evento como un todo –
expulsión de Satanás y de sus ángeles seguidores – en la primera y en la cuarta
trompeta. En la primera son arrojados a la tierra «granizos y fuego mezclados con
sangre» (8, 7). Hay aquí, como todos los intérpretes han señalado desde la antigüedad,
una referencia obvia a la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24 ss.), pero con diferencias
significativas. En primer lugar, allí está ausente la sangre. No tiene sentido intentar
una explicación de su presencia en la primera trompeta a modo de ingrediente para
aumentar la «severidad de la plaga» (Prigent, 136), también porque la sangre no tiene

128
nada que ver con los daños producidos por los objetos «arrojados» del cielo a la tierra.
Así como no tiene nada que ver el granizo como causa principal, por no decir la única,
de los desastres en la plaga paralela del Egipto. En la primera trompeta, el fuego es el
único responsable de los daños provocados a la tierra. Si se dice que el fuego está
mezclado con sangre, siendo que en el Apocalipsis la sangre es la fuente de la vida,
significa que se trata de un fuego dotado de vida: en otras palabras, se trata de
estrellas (fuego)-ángeles rebeldes que, expulsados del cielo a la tierra, la hacen, en
parte («un tercio de los árboles fue quemado»), y en cierto modo total («todo el verde
se quemó»), un desierto.

«Fuego», «estrellas», ángeles

En el plano simbólico, la conexión entre «fuego», «estrellas» y «ángeles» se
vuelve explícita en la cuarta trompeta. «Fue tocada la tercera parte del sol, la tercera
parte de la luna y la tercera parte de las estrellas para que se oscurezca su tercera
parte y no brille la tercera parte del día y de la noche igualmente» (8, 12). Como en los
casos precedentes, seguramente hay aquí una alusión a un daño físico que sufre un
componente del cosmos, el cielo. Sin embargo, la equivalencia entre «estrellas» y
«ángeles» establecida por Jesucristo en la visión de Patmos nos permite ver en esta
tercera parte de las estrellas golpeadas otra referencia a la caída de los ángeles
rebeldes. Tenemos la confirmación en la visión del capítulo 12, en el cual a la mujer se
contrapone el dragón de las siete cabezas y de los doce cuernos. Juan dice de éste que
«su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las precipitó a la tierra»
(12, 4). El sentido de esta afirmación es explicado en breve con la guerra que tiene
lugar en el cielo entre los ángeles fieles, liderados por Miguel, y los ángeles rebeldes
liderados por Satanás. Los rebeldes son derrotados: «Satanás… es precipitado a la
tierra y sus ángeles fueron precipitados con él» (12, 9).
Por consiguiente, son los ángeles fieles a Dios quienes precipitan a Satanás y a
sus ángeles a la tierra: si primero se dice que es Satanás quien precipita a la tierra a un
tercio de los ángeles es porque él es la cabeza y el responsable de la rebelión. La
expresión «un tercio de las estrellas» nos lleva a la situación descrita en la cuarta
trompeta. Es cierto que en ésta no se habla de una caída de las estrellas, sino de «un
tercio de las estrellas» que queda oscurecido. Ahora bien, una estrella oscurecida no
existe más. Y en el plano físico, esto significa que también el cielo resultó dañado,
perdiendo una parte de su ornamentación. Por lo tanto, si el término «estrellas» se
refiere a los ángeles, su oscurecimiento revela que éstos han sufrido un cambio en su
naturaleza: son «caídos».

La caída de los ángeles

Las cuatro primeras trompetas describen una catástrofe que golpeó en varias
partes del cosmos dañándolo parcialmente. Ya hemos dicho que no podemos adherir a
la interpretación que ve en esta serie de desastres una manifestación de la cólera
divina, preludio de otros castigos terribles que preanuncian el fin. Aunque todos los
eventos descritos en el curso del septenario no escapan, evidentemente, al control de
Dios y, de hecho, son efecto de su juicio, quienes producen los desastres en el mundo

129
físico (cuatro primeras trompetas) y en el mundo humano (quinta y sexta trompetas)
son los seres angélicos que se convirtieron al mal. Por lo tanto, en esta parte del
septenario preferimos ver una retoma del tema del origen del mal en el mundo, el cual
se debe, según antiguas tradiciones generalizadas en ambiente judaico, al hecho de
que una parte de los ángeles, abandonando su morada celeste, se había trasladado a la
tierra. Según una tradición que narra el libro del Génesis, la causa del abandono, se
debía al hecho de que algunos ángeles se habían enamorado de las «hijas de los
hombres», es decir, de las mujeres terrenas, se habían unido a ellas y habían generado
hijos anormales, «los gigantes» (Gn 6, 1-4).
Esta tradición es retomada y desarrollada por los apócrifos judaicos: tenemos
un ejemplo en el Libro de los Vigilantes que forma parte del denominado Libro de Enoc
(I Enoc, 7-11), recopilación de escritos que Juan revela conocer. En el escrito de Enoc,
sin embargo, el mal que los ángeles introducen en el mundo parece ser más bien de
carácter moral, puesto que los ángeles han enseñado a las mujeres artes y ciencias de
naturaleza y usos maléficos: metalurgia (espada, cuchillos, collares), magia, astrología.
En el plano físico, la corrupción introducida por los ángeles se limita a la distorsión de
la naturaleza humana con la producción de los gigantes que luego, a su vez, acarrean
la ruina y la destrucción entre los seres vivientes con su violencia.
En cuanto a la tradición relativa a la culpa sexual de los ángeles no existe
indicio alguno en el Apocalipsis. Como veremos mejor al examinar las visiones del
capítulo 12, con relación a la caída de Satanás y de los ángeles rebeldes, Juan sigue
otra tradición que también se encuentra acreditada en los escritos bíblicos (cfr. Sb 2,
24), según la cual Satanás había traído la muerte al mundo por envidia. Siguiendo al
autor del libro de la Sabiduría, Juan interpreta el relato del Génesis, sobre la
transgresión y la caída del hombre (Gn 3, 19), como efecto de la tentación de Satanás,
movido por una envidia irresistible. Como hemos visto en las visiones de los cuatro
primeros sellos, la condena divina que siguió a la transgresión significó para el
hombre graves, pero remediables consecuencias. Sin embargo, para Satanás, significó
la expulsión definitiva del «cielo», aún cuando «por poco tiempo» le fuera concedido
continuar su guerra contra Dios y sus siervos (12, 12) en la «tierra».

La caída de los ángeles y el daño del cosmos

En el relato del Génesis la caída del hombre significó también la ruina de la
«tierra», incluida por Dios en su maldición contra los autores de la transgresión. Es
bastante evidente que la responsabilidad de la corrupción de la tierra, en el relato del
Génesis y de autores neotestamentarios que se refieren a esto (cfr. Rm 8, 19 ss.), es
atribuida al hombre; en cambio en el Apocalipsis es atribuida a los ángeles caídos. Así
se desprende de las palabras de la «voz grande» que celebra la expulsión del cielo de
Satanás y sus ángeles: «¡Ay de la tierra y del mar!, porque bajó a vosotros el Diablo con
gran cólera, sabiendo que tiene poco tiempo» (12, 12). Estas palabras no pueden
entenderse únicamente como una referencia a la persecución de Satanás contra la
humanidad o contra la Iglesia. En el Apocalipsis el mar nunca es presentado como
lugar de habitación del hombre: el binomio «tierra y mar» se refiere a la extensión
terrena, y es sobre ésta que se precipitan los cuerpos encendidos que caen desde el
cielo en las tres primeras trompetas con sus efectos devastadores. Y así, cuando al

130
final de la séptima trompeta los Seres vivientes y los Ancianos invitan a Dios, «el Señor
omnipotente», que haga su juicio, «a dar la recompensa a sus siervos, a los profetas y a
los santos,…y a destruir a los que destruyen la tierra», ¿cómo debe entenderse esta
destrucción de la tierra? Generalmente se responde diciendo que se trata de una
destrucción en sentido moral y espiritual. Es una interpretación posible. Hay otros
casos en que el término «tierra» es usado también para referirse a sus habitantes (cfr.
13, 3: «… toda la tierra fue presa de asombro respecto a la bestia,…» Sin embargo, el
verbo «destruir» (en griego διαφθειρω), utilizado aquí por Juan para indicar tanto el
efecto del juicio divino como la devastadora acción sobre la «tierra» de quienes son el
objeto del juicio, tiene un valor que no excluye, sino que involucra efectos en el plano
real e incluso físico. En todo caso, no es legítimo dar por sentada la interpretación en
sentido moral para concluir que «no existen intereses ecológicos en Juan» (Lupieri,
188). Y es definitivamente inaceptable lo que agrega a continuación: «Juan…ni se
inmuta ante la avalancha de catástrofes cósmicas de todo tipo causadas por los
ángeles bajo la orden o al menos bajo el control de Dios» (Lupieri, ivi). Evidentemente
se refiere a los desastres cósmicos de las cuatro primeras trompetas. ¿Pero en qué
lugar se dice que son los ángeles la causa de los desastres? Los causantes son los
cuerpos en llamas que «caen» o «son arrojados» desde el cielo. Si estos cuerpos en
llamas, como parece admitirlo el mismo Lupieri, son ángeles malos, entonces
tratándose de seres dotados de voluntad y de libertad el daño del cosmos debe ser
imputado a ellos, no a los ángeles fieles que los expulsan del cielo tras un juicio divino
de condena, acción simbolizada, en la conclusión de la liturgia angélica, por el gesto
del ángel oficiante que llena “el incensario de fuego del altar y lo tira sobre la tierra”
(8, 5).
Los ángeles malos tienen la capacidad de dañar el cosmos porque, como todos
los ángeles, están dotados por naturaleza de poderes de realeza y de gobierno. El
dragón-Satanás, que amenaza a la mujer en la visión del capítulo 12, tiene sus siete
cabezas adornadas con una diadema (12, 3), y las langostas infernales de la sexta
trompeta llevan sobre sus cabezas «como coronas similares al oro» (9, 7). Aún más
explícito es el ángel cuando, en la visión del capítulo 17, le dice a Juan que las siete
cabezas «son siete reyes» (17, 9): se trata, como veremos en su lugar, de ángeles
malos que dominan la historia humana. Por otra parte, la lucha entre Jesucristo y los
poderes malvados encabezados por el dragón-Satanás, con su epílogo en la batalla de
Armagedón, tiene también como finalidad, entre otras cosas, la soberanía real sobre el
cosmos: el Logos-Cristo que desciende del cielo sobre el caballo blanco para enfrentar
a los enemigos lleva «en su cabeza muchas diademas» y «en su vestido y en su muslo
un nombre escrito: Rey de reyes y Señor de señores» (19, 12.16; cfr. 17, 14).
En conclusión, la catástrofe cósmica descrita en las cuatro primeras trompetas
no representa un castigo aplicado por Dios al mundo por intermedio de los ángeles,
sino efectos desastrosos que se produjeron en el mundo físico por la «caída» de
Satanás y sus ángeles desde el «cielo» a la «tierra». Y ni siquiera representa, como se
sigue repitiendo, una serie de flagelos que enviará Dios en un futuro más o menos
próximo para llamar al hombre a la conversión y anunciar su intervención para
cumplir el juicio final. De esto no existe indicio alguno en la representación de Juan,
que tiene que ver, por el contrario, con un evento que ha ocurrido en el pasado, más
aún, en los primordios de la historia de la salvación: el empeoramiento de las

131
condiciones de vida para el hombre que siguió a la transgresión y a la caída. A este
propósito el relato del Génesis habla genéricamente de una maldición fulminada por
Dios a la «tierra» imputando esto al hombre por haber transgredido la prohibición
divina relativa al árbol de la vida (Gn 3, 17s). Sin embargo, como ya se mencionó y se
verá mejor en el análisis de las visiones del capítulo 12, en el episodio de la
transgresión y de la caída, Juan parece insistir casi exclusivamente en el papel
desempeñado por el tentador, en la severidad de la condena divina contra él y sobre
su sed de venganza y de revancha. La «voz grande» que celebra la expulsión de
Satanás y sus ángeles del cielo preanuncia, de hecho, «!Ay de la tierra y del mar¡»
porque sobre ellos «bajó el diablo, con gran furor, sabiendo que tiene poco
tiempo»(12, 12).
Si la devastación del cosmos, descrita en las cuatro primeras trompetas, se
refiere al evento primordial de la expulsión de los ángeles malvados, entonces hay
explicación para algunos detalles de esta serie de visiones. En primer lugar, la
delimitación de la devastación a «una tercera parte» de los elementos cósmicos
afectados. Probablemente el arquetipo de esta porción se encuentra en la escena
simbólica que el profeta Ezequiel utiliza para preanunciar la devastación de la tierra
de Israel y de Jerusalén a manos de los Babilonios (Ez 5, 2 ss.,; también Za 13, 8). Sin
embargo, el punto que siempre ha capturado la atención de los intérpretes es la
referencia, en el septenario de las trompetas, a las denominadas «plagas de Egipto».
La primera trompeta: granizo y fuego mezclado con sangre (cfr. Ex 9, 22 ss.); la
segunda: agua convertida en sangre (cfr. Ex 7, 17 ss.); la cuarta: oscuridad (cfr. Ex 10,
21); la quinta: las langostas (cfr. Ex 10, 4 ss.). También están relacionados de alguna
manera con el éxodo de los Hebreos del Egipto el fenómeno de las aguas amargas de la
tercera trompeta (cfr. Ex 15, 22 ss.) y la alusión a la alianza del Sinaí en la sexta (10, 1
ss.).
Por supuesto, las alusiones al éxodo hebraico – reiterativo en todo el
transcurso del libro – no representan simples préstamos de imágenes y símbolos: Éste
representaba a sus ojos una real intervención salvífica de Dios que tendría su
cumplimiento en la venida de Jesucristo. Sin embargo, la liberación del pueblo
hebraico, a su vez, tuvo su preludio en la condena y expulsión de Satanás, cuya
reencarnación era el faraón de Egipto. Y como la maldad de Satanás y su expulsión del
cielo habían tenido consecuencias desastrosas para el cosmos, así también la maldad
del faraón y su persecución del pueblo hebraico habían causado flagelos
indescriptibles en la tierra de Egipto.

9, 1-12: La quinta trompeta (primer «ay»): la caída del hombre

La «estrella grande» abre «el pozo del abismo»

Como ya se mencionó, la separación entre el primer y el segundo grupo de
trompetas está dada por una especie de intermedio: Juan ve un águila que vuela en
medio del cielo y anuncia «con gran voz» los tres «ayes» que caerán sobre los
«habitantes de la tierra», anunciados por los tres últimos sonidos de trompeta por
parte de los ángeles (8, 13). Es posible que bajo el símbolo del águila se encuentre
alguna realidad angélica. En cuanto a los «ayes» anunciados, los críticos experimentan

132
una cierta perplejidad. De hecho, aunque es fácil identificar los «ayes» con las plagas
anunciadas en la quinta trompeta (langostas infernales) y en la sexta trompeta
(caballería infernal), a su vez parece más difícil identificar el tercero de los «ayes», el
de la séptima trompeta, en el que las «voces grandes en el cielo» proclaman la
instauración del reino de Dios y de su Cristo (Mesías) (11, 15). En realidad, incluso en
la séptima trompeta también se anuncia un juicio terrible sobre «los que destruyen la
tierra» (11, 18).
El inicio de la quinta trompeta también parece marcar un quiebre con lo
precedente. El movimiento, primero desde lo alto hacia abajo, parece aquí
suspendido: Juan ve «una estrella que cae del cielo a la tierra» (9, 1). Declaramos de
inmediato que en esta entidad vemos a Satanás, que antes había sido llamado «monte
grande en llamas» y «estrella grande en llamas” (8, 9 s.). Y Juan dice a continuación
que «se le ha dado la llave del pozo del abismo» (9, 1). No cabe duda de que este poder
sobre la llave procede de lo alto, es decir, de Dios. Esto significa que se trata de un
momento que, en todo los sentidos, es anterior al momento representado por la visión
de Patmos en el que Jesucristo se aparece a Juan teniendo en la mano «las llaves de la
Muerte y del Hades» (1, 18), ya que es impensable que estas llaves pasen de las manos
de Jesucristo resucitado a las manos de Satanás, debido a que Él – son sus palabras –
es «el que tiene la llave de David, el que abre y nadie cerrará, que cierra y nadie
abrirá» (3, 7). Por otra parte, en el capítulo 20 volvemos a encontrar esta «llave del
abismo», esta vez en manos de otro ángel, que baja del cielo y encadena a Satanás
encerrándolo en el abismo por mil años (20, 1). Estamos, evidentemente, en la
economía antigua, durante la cual la «llave del abismo» aún puede cambiar de mano.
Del «pozo del abismo» abierto sale un humo grande que hace oscurecer el sol y
el aire: símbolo del orgullo diabólico y de su desafío contra la divinidad y su sede, «el
cielo». Sin embargo este desafío, por el momento, se dirige contra «la tierra» y la
humanidad que habita en ella. De hecho, del humo del pozo «salieron langostas a la
tierra» (9, 3). Esto es otra referencia a una de las plagas del Egipto (Ex 10, 4 ss.). Sin
embargo la referencia es sólo nominal: las langostas que aquí se mencionan nada
tienen en común con las de la plaga homónima. Juan describe minuciosamente su
aspecto utilizando, sin embargo, una célebre visión de Joel donde las langostas
presentan rasgos monstruosos y demoníacos: tienen dientes de león, aspecto de
caballo y el vuelo es como un fragor de carros (Jl 1, 6; 2, 4 s.). En la representación de
Juan, la diferencia de estas entidades respecto a los correspondientes insectos de la
naturaleza es aún más marcada, con la adición de numerosos detalles, aparentemente
debidos a la inventiva del autor: sobre la cabeza tienen «como coronas, similares al
oro», tienen rostros «como rostros de hombres,…y cabellos como cabellos de
mujer,…y corazas como corazas de fierro,…y colas similares a escorpiones y
aguijones” (9, 7-10).
Como se ha observado (cfr. Prigent, 142) la aplicación de estos atributos se
encuentra casi siempre precedida por el adverbio «como» para indicar que se trata de
una aproximación y no de la realidad. Es posible que estos diversos rasgos tuviesen
significados simbólicos para Juan, sin embargo no podemos descifrarlos ya que
carecemos de otros puntos de referencia. Por consiguiente, es a lo menos arriesgado el
razonamiento de quien argumenta una «fobia joánea hacia la mujer» por el hecho de
que aquí se atribuyen a los demonios «cabellos de mujer» (Lupieri, 166).

133
Vale más la pena reflexionar sobre el detalle de las coronas que estos demonios
llevan sobre la cabeza. Aquí ya no se trata de un simple elemento descriptivo. Como ya
se ha mencionado anteriormente, estas coronas – al igual que las diademas que están
sobre las cabezas del dragón en la visión del capítulo 12 – se refieren a una verdadera
potestad real concedida por Dios a las creaturas angélicas, potestad que permanece
también en los ángeles caídos, ya que ahora la utilizan contra Dios y su plan de
salvación. Y quizá, en las palabras de Juan, se puede leer una referencia a la distorsión
de esta potestad real. De hecho, él no dice que estas entidades demoníacas llevan
«coronas de oro» sobre la cabeza, como dice de los veinticuatro Ancianos (4, 3); él dice
que sobre sus cabezas hay «como coronas, semejantes al oro»: en este caso, más que
nunca, se debe tener en cuenta la aproximación.

El tormento de las langostas no es físico

También la acción de las langostas es definida desde lo alto, probablemente por
Dios o por quien habla en su nombre: no deben dañar el reino vegetal, sino sólo a los
hombres que no tienen el sello de Dios en la frente. Sin embargo el tormento no debe
conducir a la muerte y debe durar cinco meses (9, 4 s.).
La exclusión del reino vegetal del campo de acción de las langostas viene a
confirmar, en último término, que estas entidades no tienen nada en común con los
insectos de este nombre. En cuanto al tormento que imponen a los hombres ¿cuál es
su naturaleza? Las palabras de Juan: «…y el tormento de ellos es como tormento de
escorpión cuando pica al hombre» (9, 5) podrían sugerir un tormento de carácter
físico. En la misma dirección podrían apuntar las que siguen: «Y tienen colas parecidas
a escorpiones y aguijones: en sus colas el poder de dañar a los hombres” (9, 10). Sin
embargo en esta interpretación, que parece comúnmente aceptada o al menos no
discutida, no todo cuenta. En primer lugar, en ningún lugar del Apocalipsis se dice que
«los siervos de Dios» se encuentren eximidos del dolor físico: de hecho, las
persecuciones e incluso la muerte violenta parecen formar parte de las condiciones
normales de la vida (cfr, 1, 9; 6, 9; etc.). Por otra parte, las langostas infernales llevan a
cabo sus tormentos sobre una humanidad ya dividida entre «los que tienen el sello de
Dios sobre la frente» y todos los demás.
Ahora, «el sello del Dios viviente» impreso por los ángeles en las frentes de los
«siervos de Dios», como antes hemos tratado de explicar, significa algo más que un
signo de reconocimiento en previsión de futuros flagelos a evitar: significa
comunicación de vida divina, que es vida eterna. Si así es, quien está privado de ésta
está también privado de todos los bienes espirituales, el descanso y la paz que trae. Es
el lamento por la pérdida de estos bienes, en primer lugar de la amistad y de la unión
con Dios, la naturaleza del tormento que imponen estos seres demoníacos a los
hombres que no tienen «el sello de Dios en la frente»: inicialmente inducen a los
hombres a seguirlos en su rebelión contra Dios, con sueños de poder y de gloria, para
luego reducirlos a esclavitud, revelando su verdadera naturaleza. Cuando los hombres
se dan cuenta de su condición, que prefigura su suerte eterna, entonces «buscarán la
muerte y no la hallarán, desearán morir y huye de ellos la muerte» (9, 6).

134
La búsqueda imposible de la muerte

La muerte que van buscando los hombres no es la muerte física, de otro modo
el discurso no tendría sentido. Lo que los hombres buscan es la aniquilación de su
propio ser para evitar la perspectiva de los tormentos eternos, algo análogo a la
«segunda muerte» que las almas de los condenados se desean en la Divina Commedia
(“Vedrai li antichi spiriti dolenti / ch’a la seconda morte ciascun grida», Inf. 1, 116-
117). Pero no está en el poder de las fuerzas diabólicas conceder este tipo de muerte:
sólo pueden producir tormento, es decir, privar al hombre de la plenitud de la vida
como resultado del contacto con Dios, cosa que han logrado induciéndolo al orgullo y
a la rebelión.
Juan se refiere aquí a la ruina espiritual derivada de la culpa original; es algo
que podemos entender en base a los dos nombres, en hebreo y en griego, que él aplica
al jefe de esta horda infernal que se expande sobre la tierra: «Tienen como su rey (las
langostas) al Ángel del abismo, cuyo nombre es en hebreo Abaddon y en griego
Apollyon» (9, 11). El «ángel del abismo» es, claramente, Satanás; su apelativo hebreo
se interpreta como equivalente a «sepulcro», «lugar de los muertos», «sheol»; y en
griego significa «destructor» o «corruptor», en sentido físico o moral. No es difícil
identificar en la pareja Abaddon-Apollyon el equivalente del binomio Muerte-Hades
que concluye la serie de los jinetes de los cuatro primeros sellos.

9, 5: «…les fue dado…atormentarlos por cinco meses»

El poder para atormentar a la humanidad es concedido a las langostas por un
periodo de «cinco meses». A esta indicación cronológica le han dado las más variadas
interpretaciones (al respecto puede consultarse la exposición de Brütsch, 159 s.). Hoy
prevalece la de «un tiempo breve», ya como límite a la duración del flagelo ya con
relación a la proximidad del fin (cfr. Prigent, 141). En apoyo de esta interpretación se
aducen pasajes judaicos y cristianos en los que el número «cinco» denota «algunos» o
«pocos». Se olvida, sin embargo, que el número «cinco» se repite en el Apocalipsis
también en el capítulo 17, donde se habla de las siete cabezas de la bestia que son
siete «montes» y siete «reyes»: allí se dice que «cinco» de estas siete cabezas han
«caído» (17, 9). Como veremos en su lugar, las siete cabezas son los soberanos
demoníacos a cargo de los correspondientes siete milenios en que se computaba la
duración del mundo. Las «cinco» cabezas «caídas» son los cinco milenios anteriores a
la venida del Mesías, que la especulación sobre la denominada semana cósmica
ubicaba en el sexto milenio. Dado que las indicaciones cronológicas de Juan, como ya
hemos observado, deben ser entendidas en sentido simbólico y teniendo en cuenta
que, siempre en sentido simbólico, él conoce y sigue las especulaciones sobre la
semana cósmica, es posible ver en los «cinco meses» una alusión a los referidos cinco
milenios, es decir, a la historia humana que precede a la venida de Cristo.
Últimamente también Lupieri comparte esta posición, sin embargo rechaza mi
opinión según la cual el periodo de tiempo indicado por los «cinco meses» se refiere al
pasado (Lupieri, 164 ss.). En cambio, según este estudioso se trata de «un momento
futuro que recoge la historia pasada y, en su dramatismo escatológico, la invierte».
Confieso que no distingo los elementos del texto que puedan fundar la posibilidad de

135
una «inversión» y de una «retoma» del pasado en el futuro. Tampoco me convencen
las razones con las que se quiere demostrar que Juan no conoce y no sigue las
especulaciones sobre la semana cósmica. Analizando las cuatro primeras trompetas,
Lupieri hace hincapié en que los flagelos que ahí se describen no siguen el orden de la
de la creación de acuerdo al libro del Génesis. No entiendo el sentido de este paralelo:
no sólo no lo he hecho, sino que en mi análisis de las cuatro visiones vi la
representación de un único y mismo evento, la caída de Satanás y sus ángeles, y no
una alegoría de la narración de la creación. No sé si en otros textos las especulaciones
sobre la semana cósmica sigan paso por paso la narración de la creación: entiendo que
los puntos firmes de referencia son el sexto (creación del hombre, interpretado como
preanuncio del advenimiento mesiánico) y el séptimo día (reposo de Dios, entendido
como prefiguración del reino mesiánico). Por consiguiente, cuando afirmo que Juan
conoce y sigue las especulaciones sobre la semana cósmica, creo haber explicado que
él no sólo entiende estos cálculos en sentido meramente simbólico, también a manera
de simple esquema literario del cual se sirve, siendo éstas especulaciones muy
difundidas y conocidas. Por otra parte no es metodológicamente correcto decir que el
caso de las «cinco cabezas» (17, 9) se refiere al pasado, mientras que el de los «cinco
meses» (9, 5.10) se refiere al futuro. En otras palabras, no se puede interpretar las
«cinco cabezas» suponiendo que Juan conoce las especulaciones sobre la semana
cósmica, mientras se excluye tal conocimiento con relación a los «cinco meses».

9, 13-21: La sexta trompeta (segundo «ay»). Primera parte: la guerra, la consecuencia
más grave de la culpa original

Al sonar la sexta trompeta una voz salió de los cuatro cuernos del altar celeste
y ordena al ángel que tenía la trompeta liberar «a los cuatro ángeles atados sobre el
gran río Éufrates» (9, 14). La liberación de los ángeles coincide con la entrada en
escena de un ejército de caballería, impresionante en cantidad («doscientos millones»,
según algunos intérpretes) y por su poder destructor («matar a un tercio de los
hombres»).
De esta visión que abre la sexta trompeta ya nos hemos ocupado largamente en
la conclusión del análisis de los primeros cuatro sellos. Resumamos los puntos
salientes de aquella investigación. Nos pareció poder establecer analogías precisas
entre esta escena – liberación de los cuatro ángeles – y otras dos visiones precedentes:
el dominio sobre «los cuatro vientos de la tierra» por «los cuatro ángeles que están en
los cuatro ángulos de la tierra» durante el sexto sello (7, 1); la invocación de los cuatro
caballos y sus jinetes por cada uno de los cuatro Seres vivientes en los cuatro
primeros sellos (6, 1-8). En base a los elementos comunes a las tres visiones hemos
creído ver, en el trasfondo, la representación de la teoría de los cuatro imperios que
Juan toma prestada de visiones análogas de los profetas Zacarías y Daniel. De las
visiones de Zacarías, en particular, provienen los elementos simbólicos que hacen de
vínculo entre las tres visiones: cuatro caballos multicolores que son explicados al
profeta por el ángel intérprete como cuatro «vientos del cielo», es decir, cuatro seres
angélicos que recorren la tierra en las cuatro direcciones y describen a Dios las
diferentes situaciones (Za 1, 8 ss.; 6, 1 ss.); «cuatro vientos», «cuatro ángeles».

136
La relación entre la visión de la sexta trompeta y la del sexto sello ha sido
negada por algunos intérpretes. Por ejemplo, Prigent hace hincapié en que los ángeles
«atados» sobre el Éufrates no pueden ser identificados con los que retienen los
vientos en el sexto sello (7, 1): éstos, de hecho, dice él, «son los fieles ministros de
Dios, mientras aquellos son prisioneros y por ende castigados…» (Prigent, 144 s.). El
argumento de Prigent es pertinente sólo en apariencia. En realidad, de los «cuatro
ángeles» que tienen que ver con los «cuatro vientos» el texto no dice, al presentarlos,
que éstos «retienen» los vientos, como se traduce comúnmente. El verbo que usa Juan
(en griego, κρατεω), aun no excluyendo el significado de «retener», sin embargo, al
menos en primer lugar (y también en el uso del Apocalipsis, como lo hemos visto
anteriormente), significa «tener poder, dominio sobre alguien o algo»: por lo tanto,
estos «cuatro ángeles» tienen poder sobre los «cuatro vientos» y, en consecuencia,
está en su poder detenerlos, pero no se dice que ya lo estén haciendo. De otro modo
¿Qué sentido tendría «el grito» del ángel que sube del oriente ordenándoles «no dañar
la tierra ni el mar ni los árboles» (7, 3). Es un poder que éstos tienen tan sólo porque
«se les fue dado», por Dios evidentemente (8, 2).
¿Qué significa todo esto? Como en el caso de las primeras cuatro trompetas, nos
encontramos aquí con una alusión a una devastación de la extensión terrena,
entendida en sentido físico. Insistimos en nuestro rechazo a ver en esta devastación
del cosmos una acción consumada directamente por Dios por medio de ángeles fieles.
Como ya hemos visto en las primeras trompetas, la devastación del cosmos es obra de
los ángeles malos. Si en ese caso, como en éste, se dice que el poder de dañar es
«dado» por Dios, significa que nada, tampoco la acción de los ángeles malvados,
escapa a su control.
Si es así, «los cuatro ángeles» que «están de pie en los cuatro ángulos de la
tierra con poder sobre los cuatro vientos de la tierra» (7, 1) también son entidades
malvadas. Pero ¿cuál es la relación entre «ángeles» y «vientos»? Hay quien los
considera como dos realidades distintas y considera a “los vientos” en sentido físico
como instrumentos de destrucción (Brütsch, 138 s.; Prigent, 118). Otros, por el
contrario, tienden a identificar éstos “ángeles-vientos” con ángeles castigadores
(Charles, I 191s.; Lupieri, 153), encontrando una analogía entre la escena descrita por
Juan y otra que se encuentra en el Apocalipsis de Baruc(2 Bar, 6, 4 s.): cuatro ángeles
están en pie sobre los cuatro ángulos de Jerusalén, listos para aplicar el fuego a la
ciudad, y son detenidos por un quinto ángel para salvar los muebles sagrados del
Templo.
Sin importar el tipo de relación entre Juan y el autor del Apocalipsis de Baruc, la
analogía entre las dos escenas es sólo aparente. La escena descrita por el autor
judaico, como explican los estudiosos, se refiere a la destrucción de Jerusalén por los
Romanos en el año 70 después de Cristo: atribuirla a los «ángeles castigadores» de
Dios, como es explicado al vidente, significa eliminar la posibilidad de que los
invasores romanos puedan jactarse de ser su obra. En otras palabras, esto quiere decir
que la destrucción de Jerusalén es también un evento que no escapa al control de Dios,
y se encuentra implícita la idea de que la destrucción es también un castigo por la
infidelidad de la ciudad. En Juan el objeto de la devastación de los cuatro ángeles es la
extensión terrena y, repetimos, de ninguna parte se desprende que esta devastación
pueda configurarse como un castigo infligido por Dios. Por lo tanto, estos cuatro

137
ángeles no son «ministros fieles» y tampoco «ángeles castigadores» al servicio de
Dios.
Se puede agregar otra consideración a propósito de la relación entre «ángeles»
y «vientos». Como se mencionó anteriormente, algunos consideran que estos dos
términos serían sinónimos para indicar «realidades angélicas» (Lupieri, 153). Se trata
de una interpretación, seguramente compartida, que da una explicación a la escena
que abre la sexta trompeta, de los cuatro ángeles atados sobre el río Éufrates. Sin
embargo, en esta identificación entre “ángeles” y “vientos”, el hecho de la
preexistencia de esta identificación ya en la fuente de Juan, es decir en Zacarías, no es
debidamente considerado. En el antiguo profeta, como ya hemos dicho, los cuatro
ángeles-vientos son representantes celestes de realidades históricas y humanas, de los
cuatro imperios, precisamente, que la concepción historiográfica antigua consideraba
distribuidos – simultáneamente o en sucesión – «en los cuatro ángulos de la tierra»,
vale decir, en las cuatro partes en que era dividida la tierra, concebida como una
extensión de forma rectangular.
En las visiones de Zacarías estos cuatro ángeles-vientos-imperios no son
considerados bajo una luz negativa. Juan vuelve a tomar las visiones del antiguo
profeta, pero la concepción de estas realidades es radicalmente negativa bajo la
influencia de las visiones de Daniel (cfr. Dn 7, 1 ss.). Por consiguiente, los ángeles que
son desatados al inicio de la sexta trompeta son los mismos que son impedidos para
actuar en el sexto sello, en efecto, son los representantes malvados de los cuatro
imperios universales. Podemos, de este modo, dar explicación sobre un detalle que
diferencia las escenas del sexto sello y de la sexta trompeta: en aquella los ángeles son
representantes «de pie en los cuatro ángulos de la tierra» (7, 1), por el contrario, en
ésta se encuentran «atados sobre el gran río Éufrates» (9, 13). La historiografía que se
inspira en la teoría de los cuatro imperios situaban el nacimiento del primer imperio,
precisamente, en las regiones bañadas por este río. Por otra parte, y por la retoma de
esta escena en la sexta copa, se demuestra que Juan tuvo en mente las realidades
históricas de los imperios: «Y el sexto (ángel) derramó su copa sobre el gran río
Éufrates: se secó su agua para que se aparejase el camino a los reyes que vienen del
oriente» (16, 12).
Examinaremos en su lugar, en todos sus detalles, la escena que sigue al
derrame de la sexta copa. Sin embargo, a partir de ahora queremos hacer hincapié en
la analogía existente entre las escenas de la sexta trompeta y de la sexta copa: en la
primera, son desatados los cuatro ángeles atados sobre el Éufrates, en la segunda, el
río es secado para franquear el paso a los reyes que vienen del oriente. La analogía
entre ambas escenas es evidente y ha sido percibida por todos los críticos. Se puede ir
más lejos y decir que entre ambas escenas no sólo existe una semejanza o analogía,
sino que la segunda es una retoma y una definición de la primera: los ángeles
desatados sobre el Éufrates y los reyes que vienen del oriente a cruzar el río, lo cual
es posible sólo gracias a su desecamiento, se refieren a una sola y misma realidad: el
nacimiento y la formación de los cuatro grandes imperios universales.



138
La guerra como fundamento de los imperios

En la base de la formación y de la permanencia de los imperios está la guerra
que, como hemos visto anteriormente al examinar la alegoría del caballo rojo-fuego y
su jinete con la gran espada, para Juan es la primera y más grave consecuencia de la
caída original. En la sexta trompeta la alegoría de la guerra está en la representación
de la invasión de una espantoso ejército de caballería. Esta invasión ha sido vista por
la mayor parte de los estudiosos como otro signo premonitor de la proximidad del fin,
puesto que la gran guerra que antecede al fin es un motivo recurrente en los textos
apocalípticos, comenzando por Ezequiel (Ez 38-39). A veces también se cita la visión
del Libro de Enoc (I Enoc, 56, 5 ss.) como visión similar a la de Juan; en la primera los
ángeles se dirigen al oriente y suscitan la invasión de los Medos y de los Partos (cfr.
Prigent, 144; incluso Lupieri, 169, no excluye que la visión de Juan pueda estar
«conectada con el temor de los Partos»).
Dejemos de lado las referencias a la historia contemporánea al autor, que no
nos parecen datos objetivos sino extraídas de una preconcepción del texto: un caso
típico, que veremos más adelante, es el de la cabeza del dragón, herida de muerte y
curada, que se ha querido ver como una alusión a la leyenda del Nero redivivus. La
relación con los autores apocalípticos judaicos, supuesto que esto esté probado,
tampoco debe entenderse como una relación de dependencia, como queriendo decir
que Juan reproduce las mismas situaciones. Ahora, en las visiones del Libro de Enoc –
como la del Apocalipsis de Baruc citada más arriba – la naturaleza y la función de los
ángeles protagonistas son bien claras: se trata de ángeles fieles a Dios y ejecutores de
un castigo divino.
Todo esto no es del todo claro en Juan. Ya vimos anteriormente que a cierto
estudioso le pareció que la naturaleza de los cuatro ángeles desatados era
enteramente malvada; sin embargo persiste en considerarlos como «ejecutores del
castigo divino» (Prigent, 144 s.). Ahora, hay un aspecto sobre el cual, hablando en
general, no nos hemos detenido; es la relación entre los cuatro ángeles desatados y el
ejército de caballería que, en el texto de Juan, es presentado como la encarnación de
éstos, pues son los ángeles los que están preparados «para matar la tercera parte de
los hombres» (9, 15), mientras el proseguimiento del texto nos dice que la ejecución
de la masacre es obra de la caballería. Mejor aún, y para ser bien precisos, la masacre
parece ser más bien la obra de los caballos que de los jinetes. De hecho, éstos últimos
son mencionados por Juan sólo al inicio de la visión diciendo que tienen «corazas
ígneas, jacintinas, sulfúreas» (9, 17). Después, la atención del vidente se centra
exclusivamente en los caballos, cuya descripción no deja lugar a dudas de que se trata
de seres que nada tienen en común con sus correspondientes animales de la realidad
física: tienen cabezas «como cabezas de leones, y de sus bocas sale fuego, humo y
azufre»; su poder homicida «está en sus bocas y en sus colas: pues sus colas son
semejantes a serpientes, tienen cabezas y con ellas dañan» (9, 17-19). Es bastante
evidente la analogía entre el aspecto de estos seres y el de las langostas infernales de
la quinta trompeta; por lo tanto, también en este caso, se trata de seres de naturaleza
demoníaca.

139
Ángeles y jinetes infernales

En primer lugar, si es así, no se ve cómo estos seres puedan ser identificados
con «ángeles castigadores». En el comentario de Lupieri se llega a esta conclusión con
un razonamiento un tanto original: entre las substancias mortíferas (fuego, humo y
azufre) que salen de las bocas de estos «caballos» hay una, el humo, que en la
descripción de las corazas de los jinetes es designada con el término «jacinto». Este
término indicaría, mediante el color de la flor, el azul intenso del color del humo. Pero
el jacinto es también el nombre de una piedra preciosa que encontramos en las
fundaciones de la «nueva Jerusalén» (cfr. 21, 20): «entonces fuego, azufre y jacinto
podrían indicar la substancia de la que están hechas las corazas de estas huestes
angélicas, y el jacinto indicaría su pertenencia a las huestes angélicas fieles a Dios»
(Lupieri, 169).
Confesamos nuestra incapacidad para seguir el hilo de este razonamiento.
Mientras tanto, él no explica cuál es la relación entre «los cuatro ángeles» y el ejército
de caballería: ¿qué pasa con ellos después de ser desatados? Ya que, de hecho, no los
podemos identificar con el número indeterminado de «huestes angélicas» que montan
estos monstruosos caballos. Por otra parte, a propósito de los jinetes, lo que Juan nos
dice con relación a ellos es tan escaso que no podemos inferir su propia personalidad,
liberada de sus cabalgaduras. Tampoco sabemos con certeza si las «corazas» de las
que habla el texto pertenecen a los jinetes o a los caballos (dudas acerca de esto
también son expresadas por Prigent), ya que incluso las langostas infernales están
equipadas con «corazas» (9, 9). Con relación a la expresión «sentados sobre los
caballos» que podría hacer pensar en seres antropomorfos a caballo, es necesario
recordar, ante la ausencia absoluta de otros indicios, que incluso las langostas tienen
una parte de su ser que es de forma humana: rostros de hombre, cabellos de mujer,
coronas en la cabeza. Por lo tanto, seguimos siendo de la opinión de que la distinción
propuesta es improbable y que los caballos invasores descritos por Juan, como los
monstruos equinos de la quinta trompeta, representan una realidad unitaria de
naturaleza malvada, más precisamente demoníaca, y que no es posible atribuirles el
título de «ángeles castigadores ».
Ciertamente, la obra mortífera de estos seres demoníacos, en sentido propio y
físico, representa un flagelo y un castigo para la humanidad. Pero en ninguna parte se
dice que lo produzcan por cuenta de Dios; sólo se dice que Él les permite ejercer un
poder maléfico que se encuentra en su naturaleza y en su voluntad. Naturalmente, el
poder de ellos tiene límites, representados por la voluntad humana. En la quinta
trompeta las langostas no pueden someter a sus tormentos a «los hombres que tienen
el sello de Dios en la frente» (9, 4). En la sexta, el límite representado por la voluntad
humana contra la acción demoníaca es representado por Juan de modo indirecto. De
hecho, dice que los hombres sobrevivientes a los flagelos de los caballos infernales
«no se arrepintieron de las obras de sus manos» (homicidios, robos,
envenenamientos, prostituciones) y no abandonaron la idolatría (9, 20 ss.). Esto
significa que la conversión en todas las líneas podría frenar la acción demoníaca.
Todo esto – como las plagas de la quinta trompeta – no puede ser entendido
como alusión a una circunstancia futura, como presagio del fin, en el que Dios,
sirviéndose de improbables ministros, enviaría este espantoso castigo a la humanidad

140
para inducirla a la conversión. La situación descrita en la visión inicial de la sexta
trompeta aquella en la que la humanidad se ha hundido después de la caída, por haber
escuchado la tentación diabólica invitándola a la rebelión contra Dios. La tentación
permanece incluso después de la caída, incitando los instintos negativos del ánimo
humano integrados en la voluntad de autodeterminación. Las consecuencias son: la
violencia como norma que gobierna las relaciones humanas en el intento de mutuo
predominio, lo cual conduce a la guerra como instrumento para conseguir este fin. Y la
guerra, hemos dicho antes, está en la base de la formación de los imperios, que Juan,
siguiendo una tradición bien arraigada, establece en número de cuatro para enfatizar
el deseo de dominio sobre toda la tierra.

10, 1-11: La sexta trompeta (segundo «ay»). Segunda parte: la primera intervención
salvífica de Dios: valor y límites de la economía antigua (10, 1-11)

10, 1-7: El «ángel fuerte» con el «pequeño libro»

La humanidad ha caído bajo el dominio de Satanás, y de sus ángeles malvados,
pero Dios no la abandona. Él, mediante el ministerio de los ángeles fieles, comunica a
la humanidad dos verdades que deben alimentar su fe y su esperanza. La primera:
Dios existe y es el único creador y señor del universo, y sólo a Él, por lo tanto, se debe
dar culto. La segunda: Dios prometió a la humanidad el envío de un salvador que la
llevaría a su condición originaria.
Es lo que Juan expone en la visión del capítulo 10, del «ángel fuerte» que
desciende del cielo con «un pequeño libro abierto». La visión, con sus elementos de
poder positivo y luminoso, mitiga con mucha eficacia literaria la atmósfera oscura y
pavorosa creada por las visiones precedentes, e infunde la certeza inmediata de que
ya está en acción una intervención en contra de las fuerzas del mal por parte de las
fuerzas del bien.
El protagonista es de nuevo un ser angélico que, a pesar de ciertas
características comunes («rostro como el sol», «piernas de fuego», 10, 1), no puede ser
identificado con Cristo resucitado, como sostenían exegetas del pasado, e incluso
recientes (esta identificación es descartada por Allo, Prigent, Lupieri, Giesen). Las
características de este ser angélico y el contexto en que se presenta hacen alusión
inequívoca al Antiguo Testamento. «Sobre su cabeza él tiene el arco iris», detalle que
remite inmediatamente a la visión del capítulo 4, con la suma divinidad sentada en el
trono y circundada por el arco iris (4, 3; pero también se puede pensar en el arco iris
con que Dios establece la alianza con Noé y su familia: Gn 9, 12 ss.). Aparece «envuelto
en una nube» y tiene las piernas como «columnas de fuego»: durante la salida de
Egipto Dios precede a los hebreos «en una nube» que de día indica el camino y de
noche se hace «de fuego» para permitir la continuidad del camino (Ex 13, 21 s.). Su
«grito» es como el «rugido» del león, al cual hace eco la voz de «siete truenos» (10, 3).
Ahora, en el Antiguo Testamento ambas imágenes – rugido del león (cfr. Jr 25, 30; Os
11, 10; Am 1, 1; cfr. también 4 Esd 11, 17) y el fragor del trueno (cfr. Ex 19, 19; 1S 7,
10) – se usan corrientemente para indicar el poder de la palabra de Dios.
El «ángel fuerte» asume en sí mismo los rasgos del Dios del Antiguo
Testamento hasta casi identificarse con Él, lo cual significa que es el representante

141
principal. Esto es aún más evidente cuando pone, en señal de dominio, «El pie derecho
sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra» (10, 2): el dominio que se quiere afirmar
es, con toda evidencia, el de Dios.

Las palabras de los «siete truenos»

Al menos en un primer momento, este poderoso representante de Dios
veterotestamentario no habla: «grita con voz grande, como cuando ruge el león» (10,
3). “Hablan”, sin embargo, casi en respuesta, «los siete truenos» y Juan se apresta a
escribir lo que éstos han dicho; pero «una voz del cielo» (por consiguiente, no la del
«ángel fuerte») le ordena «ponerlo bajo sello y no escribirlo» (10, 4). Por tanto, si la
«voz» del ángel es incomprensible y las «palabras» de los siete truenos no fueron
escritas, entonces es del todo ocioso el intento de tantos intérpretes que han buscado
descifrar el contenido de un libro que no fue escrito, así como no tiene mucho sentido
hablar de «mensaje» puesto bajo sello debido a que no puede ser divulgado (y no fue
divulgado) y ver allí una alusión a verdades que no pueden ser reveladas (como en 2
Cor 12, 4) o bien un reenvío al tiempo del juicio (como Prigent), lo cual, por otra parte,
es desmentido por el mismo ángel fuerte poco después, el cual proclama
solemnemente: «No habrá ya más tiempo» (10, 6).
Cabe preguntar, entonces, por el sentido de esta escena: «voces» que en otros
lugares, incluso en el Apocalipsis (cfr. 1, 10; 5, 2; 14, 7.9.15.18; 19, 6.17), hablan y
hacen anuncios y proclamas, pero aquí no comunican un mensaje comprensible. Se
plantea la pregunta de una manera muy especial en relación con el «trueno», a veces
referido en el Antiguo Testamento como sinónimo de la forma de hablar de Dios: por
ejemplo, en el encuentro entre Moisés y Dios en el monte Sinaí (Ex 19, 19: «Moisés
hablaba y Dios le respondía con un trueno»). En nuestro caso entonces se habla de
«siete truenos» que, con una fórmula recurrente en el libro, son representados como
constituyendo una realidad totalizante. Por lo que conozco, sólo Lupieri se ha ocupado
de este detalle; él sostiene que los truenos pueden ser «figuras angélicas», de algún
modo vinculadas a la comunicación de una revelación, y que pueden aproximarse a los
«siete Espíritus» antes mencionados por Juan (cfr. 1, 4; 3,2; 4, 5; 5, 6; Lupieri, 172). Se
pueda ir un poco más lejos. Si en los «siete Espíritus», como incluso Lupieri admite, se
puede reconocer al único Espíritu, que está relacionado con la comunicación de la
revelación, más que de una aproximación a los «siete truenos» se puede hablar de una
identificación. Queda por explicar la elección del término «truenos» en este caso.
Podemos pensar tal vez en la diferencia de fondo que existe entre «voz» y “trueno”: el
primer término se refiere a un sonido articulado y, por lo tanto, comprensible, en
cambio el segundo se refiere a una presencia que simplemente envía un mensaje y que
se identifica con la modalidad de la manifestación de Dios; el trueno revela su
existencia, así como su grande y temible poder. Si es así, las referencias de esta escena
a una revelación de difícil comprensión, o incluso puesta «bajo sello», podrían
contener una referencia al carácter incompleto y oscuro de la revelación antigua, un
tema que creemos haber identificado en partes anteriores del libro (en particular, en
las dos visiones del capítulo cuarto y quinto) y que volveremos a encontrar un poco
más adelante, en la escena del libro devorado.

142
El «pequeño libro abierto»

Las consideraciones expuestas más arriba nos permiten abordar con algunos
elementos el tema del «pequeño libro abierto», que se encuentra en manos del ángel
que baja del cielo; un tema que ha llamado mucho la atención de los estudiosos. La
primera comparación que nos vino a la mente es con el «libro de los siete sellos» del
capítulo 5, y no han faltado, tanto en el pasado como recientemente, los estudiosos
que los identifican. Son más numerosos los que tienden a distinguirlos.
Nuestra preferencia está con esta segunda solución, aunque creemos poder
refutar en bloque los intentos de llenar el «pequeño libro» de contenidos que nos
parecen irreales y sin fundamentos en el texto (véase la reseña en Brütsch, 170 s.). Las
diferencias entre ambos son indiscutibles: el «pequeño libro» se encuentra, ya desde
su aparición, en las manos del ángel, mientras el de los sellos pasa de Dios al Cordero;
uno está «abierto», el otro «sellado con siete sellos»; uno es calificado con un término
diminutivo (en griego, βιβλαριδιον), refiriéndose a sus dimensiones, entendidas no en
sentido cuantitativo, obviamente, sino en cuanto a la calidad. El último defensor de la
identidad entre estos dos libros piensa que la presencia del término diminutivo (¡tres
casos de cuatro presencias en este pasaje!) es completamente insignificante, y
sostiene que la presentación del «libro» como «abierto» depende de que éste ya…fue
abierto por el Cordero en el transcurso del septenario de los sellos (Lupieri, 171 s.:
¡Las pequeñas dimensiones del libro mencionado se deberían a que debía ser en
seguida devorado por Juan!
En línea con nuestra convicción de que la serie de visiones presentadas por
Juan no representa una sucesión en sentido cronológico, sino una retoma de los
mismos temas con variaciones y profundizaciones, creemos que el «pequeño libro»
también debe ser puesto en relación con el «libro de los siete sellos». Hablando de éste
(5, 1) – hemos hecho un discurso análogo respecto del «libro» que Juan debe escribir a
las siete iglesias (1, 11) – decíamos que el concepto de «libro» es fundamental para la
comprensión del Apocalipsis. En primer lugar, el “libro” es, por excelencia, el lugar
donde se conserva la palabra de Dios. Para Juan, como para todo verdadero israelita,
leer y meditar la palabra de Dios significa participar en la vida de Dios. El cristiano
Juan pensaba que la participación en la verdadera vida divina estaba excluida para los
hombres después de la culpa original. Esta es la razón por la que, en la visión del
capítulo 5, «el libro» aparece «sellado con siete sellos» que tan sólo el Cordero puede
romper. Esto significa dos cosas: «el libro», es decir la Escritura antigua, tan sólo
puede ser explicado por Jesucristo; el acceso a la vida divina contenida en el «libro»
solamente ha sido posible por su muerte y resurrección.
Ahora bien, «el libro» que el ángel tiene en la mano, por el contrario, está
«abierto»; lo cual significa que contiene un mensaje que puede ser «leído», es decir
comprendido por todos, incluida la razón humana: que existe un solo Dios, creador y
señor del universo y sólo a Él, por lo tanto, es debido el culto de los hombres. Pero el
«libro» es «pequeño». Esto significa, en primer lugar, que la revelación antigua, que
éste representa, no es completa. En segundo lugar, que la salvación, es decir, el acceso
a la vida divina que éste hace posible, es extremadamente limitado: solamente a los
muertos asesinados, como lo hemos dicho con anterioridad.

143
10, 5-7: El cumplimiento del «misterio de Dios»

Sin embargo, para Juan la revelación antigua no contenía solamente la
proclamación de la existencia del único Dios, creador y señor del universo, y las
normas relativas a la conducta y al culto que Él había impartido a Moisés (la Ley).
También contenía su promesa de enviar un salvador para la humanidad, una promesa
que la revelación antigua, especialmente a través del anuncio de los profetas, Él había
transmitido a lo largo de su desarrollo («testimonio de Jesús»).
Es esta parte del mensaje de la revelación antigua lo que Juan nos representa
en la segunda parte de la visión. El ángel que inicialmente «gritaba» ahora se expresa
no sólo de manera comprensible, sino además con gran solemnidad. De hecho,
alzando su mano derecha al cielo, pronuncia un juramento y, en garantía, invoca a
«Aquel que vive por los siglos de los siglos, El que creó el cielo y cuanto hay en él, y la
tierra y cuanto hay en ella, y el mar y cuanto hay en él,…» (10, 6) ratificando así la
verdad fundamental de la revelación antigua: la existencia de un único Dios, creador
del universo. El objeto del juramento es el próximo cumplimiento del «misterio de
Dios según la buena noticia que él comunicó a sus siervos, los profetas» (10, 7).
La escena del juramento es la retoma de una escena análoga del profeta Daniel,
en la que un personaje (probablemente un ángel), a la pregunta del vidente respecto a
los tiempos del fin responde que éste llegará después de tres años y medio (Dn 12, 7),
es decir, después de la segunda media semana de persecución por Antíoco IV contra
los judíos, de acuerdo con lo que hemos ilustrado anteriormente. Probablemente ha
sido la presencia de Daniel lo que ha convencido a los intérpretes de que también en la
escena que describe Juan está el anuncio del próximo fin. Como ya hemos visto
anteriormente, es absolutamente reductivo hacer coincidir una expresión como
«misterio de Dios» con el fin del mundo. Añadimos ahora que es justamente la
relación con Daniel lo que hace inaceptable la identificación del cumplimiento del
misterio de Dios con el fin del mundo. Refiriéndose al antiguo profeta y según su
acostumbrado modo de proceder respecto de los textos de las Escrituras, Juan no se
sirve de Daniel simplemente como un modelo literario, además proporciona una
interpretación. En Daniel la pregunta del vidente se refiere precisamente al fin de los
tiempos, y la respuesta del personaje es que el fin sobrevendrá después de un cierto
periodo, pero el profeta no lo verá pues ya estará muerto (Dn 12, 13). En Juan el ángel
no anuncia un «fin» sino un «cumplimiento», ambos conceptos se encuentran
contenidos en el mismo verbo griego. El tiempo simbólico fijado por el ángel para el
«cumplimiento» es el sonido de la séptima trompeta. Cuando ésta suena, las «grandes
voces en el cielo» celebran la realización del «reino sobre el mundo del Señor nuestro
y de su Cristo, es decir del Mesías» (11, 15). Este «reino» que se realiza al sonido de la
séptima trompeta no es una realidad que sobrevendrá en un futuro más o menos
próximo: representa el «cumplimiento» del «misterio de Dios», es decir de su plan
salvífico para la humanidad, el cual se cumplió con la venida de Jesucristo, en
particular con su muerte redentora, aludida también por la séptima trompeta con
referencias precisas, como veremos en el comentario. Esta era la «buena noticia» que
Dios había comunicado a los antiguos profetas, y que éstos habían comunicado al
pueblo elegido.

144
10, 8-11: El libro devorado

El anuncio de la promesa mesiánica por el ángel, como se ha indicado
anteriormente, es para Juan el segundo núcleo fundamental de la revelación antigua,
la que nosotros llamamos veterotestamentaria.
Las palabras del ángel continúan con una escena simbólica que implica un
juicio de valor sobre la revelación antigua. La «voz del cielo” que había ordenado a
Juan poner «bajo sello» y no escribir lo que habían dicho los «siete truenos», se dirige
nuevamente al vidente y lo invita a acercarse al ángel fuerte para que éste le entregue
«el pequeño libro». El ángel se lo entrega y le dice que lo coma, advirtiéndole que éste
tendrá en la boca un gusto dulce como la miel, pero le amargará las entrañas. Juan
cumple la orden del ángel y ocurre lo predicho: «Tomé el pequeño libro de la mano del
ángel y lo devoré: en mi boca era como miel dulce, y cuando lo hube devorado se
amargaron mis entrañas »(10, 10). La escena tiene una conclusión que ha creado
serias dificultades a los intérpretes: «Y me dicen: Es necesario que lleves a cabo de
nuevo tu misión profética sobre muchos pueblos y naciones y lenguas reyes» (10, 11).
Las dificultades que la conclusión de la escena pone a los estudiosos, sobretodo
a los modernos, en primer lugar es el hecho de que el texto no especifica la
procedencia de las palabras dirigidas a Juan. Otra dificultad es la exhortación a
profetizar «de nuevo» y a desarrollar esta misión «sobre muchos pueblos y naciones y
lenguas y reyes», lista que se repite otras veces en el Apocalipsis empleando, sin
embargo, siempre el término «tribus» en lugar de «reyes» (cfr. 5, 9; 7, 9; 11, 9; 13, 7;
17, 15).
Varias soluciones han sido propuestas ante esta dificultad que, en nuestro
parecer, no tienen en cuenta tanto el contexto de la visión del libro devorado como
tampoco toda la visión del capítulo 10. Al verbo usado por Juan en tercera persona
plural («me dicen») se le da un valor impersonal («Se me dice», así Prigent, 155 s.;
Lupieri, 175, no se sabe si el sujeto es indeterminado o si son ángeles quienes
«hablan»). Es una solución plausible, pero queda sin explicación el hecho de que Juan,
después de haber hablado dos veces en los versículos 4 y 8 de una «voz del cielo»
precisando que se trata de la misma, usa aquí un verbo en tercera persona plural. No
es imposible pensar que son «ángeles» quienes hablan, pero esto no se puede inferir
ni del texto ni del contexto. Antes de este punto los que sí «hablaron» en plural fueron
«los siete truenos» que, recogiendo una sugerencia de Lupieri, habíamos identificado
anteriormente con «los siete Espíritus». ¿Por qué no podrían ser «los siete truenos»
quienes hablan con Juan? Tanto más cuanto que sus palabras constituyen una
verdadera investidura profética de perfil universalista.

El libro devorado: dulce y amargo

Esto nos lleva a preguntar por el significado de la escena del libro devorado,
cuya investidura profética marca la conclusión. La escena tiene un modelo específico y
bien conocido: la investidura profética de Ezequiel. También en ese caso el profeta ve
una mano que sostiene un «rollo escrito por dentro y por fuera» y la voz de Dios le
ordena comerlo y llenarse las entrañas de este rollo; el profeta lo come y en su boca lo

145
siente dulce como la miel; entonces Dios le ordena llevar sus advertencias y sus
amenazas «a la casa de Israel» (Ez 3, 1 ss.).
Las analogías entre las dos escenas son evidentes pero existen también
variantes significativas que, como ya se ha visto en otros casos, prueban la voluntad
de Juan por someter el texto bíblico citado a su personal interpretación. El elemento
que conecta las dos escenas es el libro o rollo que debe ser devorado. Pero en este
punto ya hemos hecho hincapié en la insistencia de Juan sobre el carácter «pequeño»
del libro (cuatro diminutivos en cuatro menciones), un punto que no consideramos
puramente casual.
La variante más sorprendente, introducida por Juan, es la amargura que el libro
produce en el vientre y su dulzura en la boca. Generalmente, esto se ha relacionado
con las aflicciones y las pruebas que la predicación comportará para el vidente: por
ejemplo, Prigent (155); Lupieri, en cambio, piensa que «las intervenciones de Juan
orientadas a corregir o a utilizar un profeta precedente muestran una tendencia a
creer más cercano, más inevitable, más terrible el momento de la crisis» (Lupieri,
174). Creemos que en Juan no se encuentran, en este punto, preocupaciones por
enfrentar pruebas o sufrimientos, ni una ansia especial por «un momento de crisis».
Además nos parece una exageración ver, ya en Ezequiel, una alusión implícita a la
dificultad de la misión. Es cierto que el rollo ofrecido está lleno de «lamentaciones,
suspiros y ayes» (Ez 2, 10); sin embargo, al momento de comerlo, el profeta antiguo
sólo siente gusto de miel en la boca. Lo cual no se deriva, por cierto, del contenido del
rollo, sino del hecho de que en éste hay también una recordatorio a la «palabra de
Dios» y a su Ley, cuya meditación, según una figura usual en la Escritura, es dulce
como la miel (cfr. Sal 19, 11; 119, 103) y es asimilada a la manducatoria (cfr. Jr 15, 16).
¿Por qué, entonces, Juan asocia a la dulzura resultante de la meditación de la
«palabra de Dios» y de su Ley la amargura que difunde en las entrañas? Excluyendo,
como solución demasiado reductiva, que este fragmento se refiere a la dificultad y a
las pruebas asociadas con la misión por cumplir – de lo cual, en Juan, no hay rastro
alguno – sólo queda pensar que la amargura resulta, precisamente, de la naturaleza
del mismo «pequeño libro». No debemos olvidar que el Apocalipsis habla de
«amargura» en otro caso, que ya hemos examinado: la caída de la gran estrella de
nombre Ajenjo que puso amargo un tercio de las aguas de los ríos y de las fuentes, por
lo cual muchos hombres murieron a causa de las aguas que se hicieron amargas (8, 10
s.). Como hemos visto, se trata de la caída de Satanás que provocó la degradación del
cosmos físico. Pero en el lenguaje de Juan la distinción entre el ámbito físico y el
espiritual, especialmente en lo que se refiere al concepto de vida, nunca es tan neta. La
caída de Satanás y de los ángeles rebeldes, que involucró también a la humanidad, en
el plano físico, tuvo consecuencias desastrosas para el hombre y para el cosmos. En
este plano la consecuencia más grave para el hombre ha sido la muerte. Sin embargo,
al comentar el cuarto sello, hemos visto que para Juan la consecuencia más grave para
el hombre ha sido la pérdida de la vida eterna: en las «aguas amargas” producidas por
la estrella Ajenjo-Satanás estaban contenidos ambos tipos de muerte, la física y la
espiritual.
A esta situación la revelación antigua, representada por el «pequeño libro
abierto» por medio del ángel, proporcionaba un remedio, al menos en el plano de
opciones personales: existe un único Dios, creador y señor del universo, el cual ha

146
prometido, desde el momento de la caída, mandar un salvador a la humanidad. De este
modo, a la luz de esa revelación, podían ser excluidos tanto la idolatría y el paradigma
de vida que ésta implica como los sueños de mesianismo político, que son otra forma
de idolatría.
Sin embargo la revelación antigua, hasta la venida de Jesucristo, aun teniendo
opciones posibles, no disponía de ayudas para este fin y, en concreto, no facilitaba –
salvo el caso limitado de los muertos asesinados – el acceso a la salvación y a la vida
eterna. En estas circunstancias, la revelación antigua, en particular la Ley dada a
Moisés, sólo era capaz de revelar al hombre su condición de pecado, como dice Pablo
(Rm 3, 19 s.; 7, 5 ss.). Esto es lo amargo que «el pequeño libro» produce para los fines
de la salvación sin la intervención de Jesucristo, a pesar de ser dulce para meditar el
contenido de la palabra y la promesa de Dios.
Ahora es claro el sentido de las palabras dirigidas a Juan exhortándolo a
«profetizar de nuevo». No se trata, como se ha pensado, de una «segunda» profecía
suya, que sería continuación de una «primera», identificable en esta o en aquella parte
del libro. Se trata de una profecía «nueva» que es tal, sobre todo, en comparación con
la profecía representada por la misión profética del modelo Ezequiel. Éste, después de
haber tragado el rollo, fue enviado por Dios para llevar su mensaje a la «casa de
Israel», con exclusión de todos los pueblos que hablan otras lenguas, aun cuando –
dice Dios al profeta – ellos estuviesen dispuestos a escucharlo (Ez 3, 4 ss.). Sin
embargo a Juan se le dio una misión profética que se refiere, precisamente, a los otros
pueblos, y tal vez se refiere a ellos de manera exclusiva, apartando a Israel, o al menos
a cierto Israel que no ha reconocido en Jesús al Mesías anunciado y esperado. La
investidura profética del modelo Ezequiel es transpuesta en sentido universalista,
adquiriendo sentido significativo la sustitución en la lista del término «tribus» (Israel)
por «reyes» (paganos), a lo que ya nos hemos referido anteriormente y que tanto ha
interesado a los intérpretes recientes.

11, 1-2: La medición del Templo: validez del culto antiguo

Al descenso del ángel fuerte con el “pequeño libro” le sigue otra escena de
contenido positivo que se presenta, sin embargo, también en este caso, confinada
dentro de ciertos límites: la medición del Templo. El modelo es nuevamente Ezequiel
(Ez 40, 3 ss.), tal vez con cierta referencia a Zacarías (Zc 2, 5 ss.). En realidad, más que
de modelos en este caso correspondería hablar de referencias. De hecho, la medición
del Templo no se describe, y del texto no se desprende que haya sido ejecutada: está
contenida en las disposiciones dadas a Juan para realizarla. De las disposiciones
impartidas resulta una realidad nítidamente dividida en dos partes. Una, la única que
debe ser medida, comprende «el Templo de Dios, el altar de los sacrificios y los que
adoran en él» (11, 1); y otra que no sólo no debe ser medida sino que Juan debe
«echar fuera»: «el atrio que se encuentra fuera del Templo» (11, 2).
Esta escena, junto a la siguiente de los «dos testigos» (11, 3-13), han sido
consideradas por muchos estudiosos como la parte más enigmática de todo el
Apocalipsis. Las opiniones de los intérpretes sobre esta dos escenas se mueven en
direcciones diametralmente opuestas. En particular, en lo que respecta a la medición
del Templo – con evidentes repercusiones en la escena de los «dos testigos» – algunos

147
ven sólo referencias a Israel: a los acontecimientos de la revuelta anti romana del 68-
70 d.C., o bien a su conversión escatológica; otros, en cambio, creen que se trata de
una escena que se refiere a la historia de la Iglesia cristiana (véase en Brütsch, 179 ss.,
una amplia exposición sobre las distintas propuestas de solución).
Por encima de toda esta discusión está la convicción de que la medición del
Templo, comoquiera que se entienda, se hace para preservarlo de la invasión de las
«gentes», es decir, de los pueblos paganos que «hollarán la ciudad santa por cuarenta
y dos meses» (11, 2). Empezaremos por decir que de ninguna manera se desprende
del texto la idea de que la medición se hace con el fin de protección, entendida en un
sentido material o espiritual. Por otra parte, en las fuentes veterotestamentarias que
Juan podía tener en mente, en ningún caso la medición del Templo o de Jerusalén tiene
el significado simbólico de protección; ésta significa reconstrucción (como en los
profetas Ezequiel y Zacarías ya citados) o, abiertamente, anuncio de destrucción (2 Re
21, 23; Is 34, 11; Am 7, 7 s.). Respecto a la invasión de las «gentes”, en su mayor parte,
se ha pensado en la de los Romanos en el 70 d.C., pero en su forma genérica el texto
parece referirse a todas las invasiones de los pueblos paganos, comenzando por la de
Nabucodonosor, que tanta resonancia había despertado en los textos sagrados. Más
aún: el uso de la expresión «la ciudad santa» para referirse a Jerusalén sugiere más
bien esa invasión y no la romana: si hubiese pensado en esta última ciertamente Juan
no habría usado la expresión «la ciudad santa» como sinónimo de Jerusalén, pues para
él ésta se había convertido, como dirá poco después, en «Sodoma y Egipto» (11, 8).
Inclusive el uso del verbo «hollar», con valor fuertemente negativo tratándose
de una agresión contra «la ciudad santa», también hace pensar en las invasiones del
pasado, en particular en la babilónica. Hay quien (por ejemplo, Allo) quisiera ver una
referencia a la guerra judaica en la duración de la invasión, que Juan fija en «cuarenta
y dos meses», equivalentes a tres años y medio de meses lunares de treinta días. En
realidad, como ya se ha dicho más arriba, se trata de una indicación cronológica de
naturaleza simbólica referente a la «media semana» de años de persecución en la
conocida profecía de Daniel (Dn 9, 27). Esta indicación cronológica, como ya se ha
visto, vuelve a aparecer en el Apocalipsis con la misma fórmula («cuarenta y dos
meses»: 13, 5) o con fórmulas equivalentes: «mil doscientos sesenta días» (11, 3; 12,
6), «un tiempo, (dos) tiempos y la mitad de un tiempo» (12,14), fórmulas que también
hacen referencia a Daniel (Dn 7, 25; 12, 7).
Las referencias a la cronología de Daniel se distribuyen entre los capítulos 11 y
13. Encontramos dos en el capítulo 11 (11, 2: invasión de la «ciudad santa» por las
«gentes»; 11, 3: misión profética de los «dos testigos»); dos en el capítulo 12 (12, 6:
primera fuga de la mujer al desierto; 12,14: segunda fuga de la mujer al desierto); una
en el capítulo 13 (13, 5: duración del poder de la bestia del mar, es decir, del poder
político malvado). ¿Se trata de referencias casuales, o se puede extraer de ellas una
intención de Juan por reconstruir una cronología simbólica de la historia de la
salvación? El primer estudioso que yo sepa que se planteó este problema fue Lupieri,
quien extrae de éste un cuadro de conjunto en el que la actividad persecutoria de las
fuerzas diabólicas se corresponde con una acción protectora de la divinidad (Lupieri,
197 ss., 207). Volveremos sobre este punto al comentar la visión del capítulo 12,
concerniente a la mujer y sus dos fugas al desierto. Por el momento nos limitamos a
decir que Juan no hace referencia a la «media semana» de Daniel (11, 2: «hollarán la

148
ciudad santa por cuarenta y dos meses») para significar que la persecución y el mal
están limitados por Dios dentro de un periodo de tiempo, como se ha dicho en muchas
explicaciones de este pasaje.
La limitación en el tiempo no puede ser entendida en el sentido de que Dios ya
ha fijado el tiempo del fin, como sostienen quienes explican la medición del Templo y
los «cuarenta y dos meses» de hollar la «ciudad santa» relativos a la historia de la
Iglesia cristiana (por ejemplo, Prigent, 162). Sin embargo, es justamente la referencia
a la Iglesia lo que es poco convincente, ya que en el texto se asocian a la Iglesia
realidades distintas: al mismo tiempo es templo, atrio externo entregado a los
paganos, «ciudad santa», ciudad hollada por las gentes. Es especialmente difícil
aceptar la identificación con el atrio externo, respecto al cual el texto usa expresiones
muy duras: «échalo afuera y no lo midas porque ha sido entregado a las gentes» (11,
2). ¿Cómo podríamos ver en estas palabras la prefiguración de la misión de la Iglesia
en el mundo pagano? En ellas parece reflejarse más bien una separación insalvable
entre dos mundos, como la que existía en la economía antigua. Y las «gentes» que
huellan la ciudad santa no son aquellas para las que Juan recibió la nueva misión
profética (10, 11).
En conclusión, la escena de la medición del Templo completa el cuadro de la
revelación antigua en todo lo que tenía de absolutamente válido en el plano práctico:
el verdadero culto del verdadero Dios. En este caso, probablemente, también hay
referencia a un límite: éste es cerrado respecto al resto de la humanidad, es decir, un
culto válido de carácter particularista, ligado a un solo pueblo, a un edificio material
en una ciudad particular. En la «nueva Jerusalén», de hecho, donde la divinidad ha
venido a habitar en medio de la humanidad redimida por el sacrificio de Jesucristo, el
templo ya no existe, porque «su templo es el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero»
(21, 22). Y, probablemente, no es una casualidad que la medición del Templo, que aquí
se acaba de mencionar, es retomada y desarrollada, con abundancia de detalles, en la
medición de la “nueva Jerusalén” (21, 9 ss.).

11, 3-13: Los «dos testigos»: la Ley y los Profetas rinden testimonio a Jesucristo

El episodio de los dos testigos se suma a la escena de la medición del Templo
en muchos aspectos. El teatro del episodio es siempre Jerusalén; al Templo hacen
referencia los apelativos «dos olivos» y «dos candelabros» que Juan deriva de una
visión de Zacarías referente a la reconstrucción de éste después del retorno del exilio
(Zc 4, 3.14); la duración de la misión profética de los dos testigos es equivalente al
tiempo de la holladura de la «ciudad santa» por las «gentes», y como la ciudad fue
hollada así los dos testigos son asesinados por la «bestia que sube del abismo» (11, 7):
por lo tanto, es posible pensar que las dos escenas tienen lugar en forma simultánea.
Éstas constituyen la «media semana» en la cual dominan las fuerzas malas,
representadas por la «bestia que sube del abismo». En esta expresión (que también se
repite en 17, 8) se condensa la tríada satánica constituida por Satanás (cfr. 9, 11: «el
ángel del abismo») junto a sus dos instrumentos terrenos: el poder político y el poder
religioso corrupto (las dos bestias, del mar y de la tierra, del capítulo 13).
Sin embargo las analogías entre las dos escenas se detienen en este punto. El
violento fin de los testigos es seguida por la exposición de sus cadáveres en la plaza de

149
Jerusalén, acompañada de la prohibición de sepultura: Jerusalén ya no es «la ciudad
santa», ya que su nombre «espiritual» ahora es «Sodoma y Egipto», es decir, los
perseguidores respectivamente de Abraham y de sus descendientes: a estos
apelativos, en la visión de la prostituta del capítulo 17, se sumará el de Babilonia, el
perseguidor más grande, que había destruido el reino de Judá y desolado Jerusalén y
el Templo. Pero «después de tres días y medio» (otra vez una «media semana») «un
Espíritu de vida (proveniente) de Dios entró en ellos y se levantaron sobre sus pies»;
una «gran voz del cielo» les pide subir hasta allí y ellos suben al cielo «en la nube»;
sigue un gran terremoto que destruye la décima parte de la ciudad y causa la muerte
de siete mil personas (11, 8-13).
¿Quiénes son estos dos testigos? Desde la antigüedad hasta nuestros días nos
han propuesto las más variadas soluciones (véase la reseña de Brütsch, 183 ss.). La
opinión prevalente hoy entre los comentadores es que se trata de Moisés y de Elías, ya
que los prodigios atribuyéndoos a ellos hacen referencia a episodios de la vida del uno
y del otro (cfr. Ex 7, 14; 1 R 17, 1 ss.; 2 R 1, 10 ss.). En la literatura del judaísmo tardío
la venida del Mesías era frecuentemente presentada como precedida por un
precursor: Moisés (en base al Dt 18, 18), Elías (en base a Ml 4, 5) o ambos. En el Nuevo
Testamento el precursor es personificado en Juan Bautista, el nuevo Elías (cfr. Mt 11,
10; 17, 10 ss.).
Otra opinión común entre los comentadores recientes es que éstos no
representen individuos precisos e identificables, sino que son representantes de
categorías, de los profetas, precisamente. Esta interpretación ha sido defendida, para
nosotros, de manera persuasivo por Prigent; sin embargo nos separa el hecho de que
él aplica este doble testimonio al tiempo de la Iglesia, para definir «la misión profética
de los cristianos» (Prigent, 165). No hay duda de que la misión de los dos testigos es
una misión profética: de hecho, ellos son definidos directamente como «los dos
profetas» (11, 10). No obstante, el tiempo de la misión de ellos – ya lo mencionamos
anteriormente a propósito de los «cuarenta y dos meses» de la holladura de Jerusalén
– no puede entenderse como tiempo de la Iglesia. Al igual que las dos escenas que lo
preceden (el ángel con el pequeño libro y la medición del Templo) el episodio de los
dos testigos también se refiere a la economía antigua. Además, como en las tradiciones
judaicas, los dos testigos están conectados con la venida del Mesías (Jesús): la muerte
violenta de ellos, seguida por la resurrección, se asemeja en parte a su suerte, y es, por
lo tanto, una profecía del Mesías.
En el acontecimiento de los dos testigos, sin embargo, Juan alegoriza el
testimonio dado a Jesús por la Escritura. Toda la Escritura es profecía. Sin embargo, en
los tiempos de Juan, el binomio «la Ley y los Profetas» era común para indicar el
conjunto de los libros escriturales. Ahora, me parece reconocer este binomio en las
figuras de Moisés (representante de la Ley) y Elías (representante de los Profetas):
ellos son la alegoría del testimonio que las Escrituras rinden a Jesucristo.
El episodio gira en torno al concepto de «testimonio», que es de uso corriente
para referirlo al que los discípulos de Jesús le rinden después de la Pascua y al que los
cristianos le rinden con su vida. Pero en los evangelios, sobretodo en el cuarto, el
testimonio puede referirse también a testificaciones escriturales anteriores a su
venida (cfr. Jon 5, 31 ss.; 8, 54 ss.). En el evangelio de Mateo, Jesús presenta a Juan
Bautista como el profeta que resume en su persona la Ley y los Profetas y su

150
testimonio, e indica en él la realización de la profecía de Malaquías sobre el retorno de
Elías para preparar el advenimiento del reino mesiánico (Mt 11, 13; 17, 12 s.). En los
evangelios sinópticos el testimonio que la Ley y los Profetas dan a Jesús se representa
en la escena de la Transfiguración (Mt 17, 1 ss.; Mc 9, 2 ss.; Lc 9, 28 ss.).
Es, sobre todo, la conclusión de la historia de los dos testigos lo que nos impide
aceptar su aplicación de manera exclusiva al destino de la Iglesia. Incluso si se trata de
figuras simbólicas con significado colectivo, lo que se refiere a su fin y lo que sigue
tiene rasgos individuales bien precisos y definidos. Sufrieron una muerte violenta al
igual que los degollados del quinto sello y del reino milenario. Incluso los motivos de
su muerte presentan analogías. Los muertos del quinto sello y del reino milenario
sufrieron una muerte violenta «a causa de la palabra de Dios y del testimonio de
Jesús»: en la «palabra de Dios» habíamos identificado anteriormente una expresión
equivalente a la observancia de la Ley, y en el «testimonio de Jesús» habíamos
identificado un aspecto del testimonio que podía tener lugar incluso en la revelación
antigua, como confianza en la promesa mesiánica divina (Profetas). Ahora, los dos
testigos, Moisés y Elías, son asesinados como representantes de la Ley («palabra de
Dios») y de los Profetas («testimonio de Jesús»).
Las analogías entre estos grupos de muertos son más evidentes con respecto a
la suerte reservada para ellos después de la muerte. Las almas de los degollados del
quinto sello ya se encuentran «bajo el altar», evidentemente el altar celeste, por
consiguiente en contacto con Dios: reciben un «vestido blanco» y son invitados «a
reposar por poco tiempo», símbolos que ya hemos identificado con el otorgamiento de
la vida divina, que es vida eterna, en otras palabras, la admisión en la bienaventuranza
eterna después de la muerte. También a los muertos admitidos a participar en el reino
milenario se ha concedido la vida (20, 4: «y vivieron»), una vida que, como veremos en
el lugar adecuado, no puede ser entendida como un simple retorno a la vida anterior,
sino como concesión de la vida divina, cuyos efectos consisten en poder vivir y reinar
con Cristo y ser sacerdotes suyos y de Dios (20, 4 ss.), prerrogativas que los cristianos
poseen ya desde ahora (1, 6; 5, 10).
En los cadáveres de los dos testigos, expuestos a la burla «en la plaza de la
ciudad, la grande» (Jerusalén), «después de tres días y medios entró un Espíritu de
vida y se levantaron sobre sus pies» (11, 11). La analogía con la duración (simbólica)
de la permanencia de Jesucristo en el sepulcro y su resurrección es bastante evidente.
La analogía continúa entre la asunción de los dos testigos al cielo «en la nube» y la
ascensión de Jesucristo (cfr. Hch 1, 9).
Sin embargo, es necesario hacer algunas observaciones sobre estos
paralelismos. ¿Cómo debe entenderse este «espíritu de vida» que entra en los
cadáveres de los dos testigos y los hace resucitar? Como han dicho todos los
intérpretes, la escena está inspirada en la visión de Ezequiel de los huesos secos, en
los que Dios sopla «un espíritu de vida» para que se recompongan en los cuerpos de
modo que éstos «estuvieran sobre sus pies» (Ez 37, 5.10). La evidente referencia al
antiguo profeta ha condicionado la interpretación de la escena por los estudiosos. La
visión de Ezequiel es altamente alegórica e insinúa la reconstitución del disperso
pueblo de Israel. De aquí surge la interpretación prevalente, que ve en la resurrección
de los dos testigos una alegoría del nacimiento del nuevo pueblo de Dios: así, por
ejemplo, Prigent que en la ascensión (así la llama) de los dos testigos ve una

151
predicción de lo que sucederá en los últimos tiempos (Prigent, 170). Pero en el texto
de Juan la resurrección y asunción de los dos testigos se encuentran estrechamente
vinculadas y facilitadas por el «Espíritu de vida (proveniente) de Dios».
Por consiguiente, no se trata de un retorno a la vida anterior, como algunos
estudiosos parecen pensar (incluso hay quien habla de «despertar»), sino de una
nueva vida, aquella de la cual viven los asesinados del quinto sello y los decapitados
del reino milenario. Por lo tanto, el «espíritu de vida» no se entiende en el sentido de
«soplo vital» sino en el sentido fuerte del «Espíritu vivificante». Lupieri descarta esta
interpretación porque aquí el término «espíritu» (en griego, πνευμα) es usado sin
artículo, y piensa que se trata «de una entidad espiritual enviada por Dios para
cumplir una misión particular» (Lupieri, 184). Aparte de la fragilidad del argumento
gramatical, cuyo valor también en otros casos es cuestionado por Lupieri (por
ejemplo, a propósito de 14, 1), no se entiende bien a qué categoría podría pertenecer
esta «entidad espiritual», ya que, como hemos mencionado anteriormente, en todas
las instancias del libro el término «espíritu» o «espíritus» se refiere al «Espíritu
Santo» y nunca a seres de naturaleza angélica.
Tal vez se puede añadir una consideración más sobre la prohibición de
sepultura para los cadáveres de los dos testigos. Es evidente que se trata de un gesto
con propósito de burla: sin embargo, es también evidente que, sobre este punto, el
paralelismo entre el episodio de los testigos y el de Jesucristo no sólo no existe, sino
que los casos se muestran en claro contraste. De hecho, los relatos evangélicos
destacan cuidadosamente el hecho de la colocación del cuerpo de Jesucristo en un
sepulcro. Seguramente en los evangelios esto se debe poner en relación con el evento
de la resurrección, del cual el sepulcro vacío es su primera constatación, avalada
después por las apariciones y quizá también con la creencia en que durante su
permanencia en el sepulcro, Jesucristo descendió a los infiernos para anunciar la
salvación a los «espíritus prisioneros que un tiempo eran rebeldes» (1 Pe 3, 19 s.).
Insistiendo en la no-sepultura de los testigos, tal vez Juan quiere sugerir la idea de que
la resurrección de ellos no es una victoria personal, como la de Cristo, sino un don de
vida concedido por el Espíritu en virtud del sacrificio de Jesucristo, cuyo valor está en
acto «desde la creación del mundo» (13, 8), y la asunción de ellos al cielo es el efecto
de una llamada de lo alto.

11, 13: El gran terremoto

La resurrección y la asunción al cielo de los dos testigos son seguidas por un
gran terremoto que destruye la décima parte de la ciudad y hace perecer a siete mil
personas. Es inútil tratar de ver aquí el eco de alguna catástrofe contemporánea. La
ciudad sacudida por el sismo es aquella donde tuvo lugar la última fase del episodio de
los dos testigos, es decir Jerusalén. Y dado que no tenemos noticia de una catástrofe de
este tipo en esta ciudad, es evidente que el terremoto mencionado aquí tiene un valor
simbólico. Pero una interpretación que tenga en cuenta del valor simbólico no puede
ir tan lejos como para ver en la mención del terremoto simplemente la indicación de
un signo precursor del fin. En el Apocalipsis la mención del terremoto se encuentra
particularmente relacionada con el comienzo del juicio de Dios y destaca sus efectos
punitivos. De hecho, un gran terremoto, descrito con abundancia de detalles en sus

152
efectos desastrosos, es el preanuncio del día de la cólera divina en la apertura del
sexto sello (6, 12 s.): un terremoto de proporciones nunca antes registradas sigue al
derrame de la séptima copa, como preludio del juicio y de la condena de Babilonia-
Jerusalén (16, 18 s.).
Ahora bien, es nuestra convicción, expresada en repetidas ocasiones, que el
juicio de Dios sobre la humanidad comienza con la muerte de Cristo y su resurrección.
No es, ciertamente, una coincidencia que en el evangelio de Mateo «un gran
terremoto» acompañe tanto la muerte de Jesús como su resurrección (Mt 27, 51 ss.;
28, 2), del cual, por lo demás no tenemos noticia en el plano histórico. El final del
episodio de los dos testigos – muerte violenta, resurrección y asunción al cielo seguida
por un gran terremoto – es la anticipación profética, «testimonio» en sentido pleno,
del acontecimiento de Jesucristo. En el caso de los dos testigos, ha significado, por una
parte, la concesión excepcional de la vida eterna para ellos y, por otra parte, la
condenación y la destrucción parcial («la décima parte») de la ciudad y la muerte de
una parte («siete mil hombres»). Estas datos numéricos tienen, seguramente, un
significado, pero dado que faltan otras referencias en el libro es muy difícil llegar a
una interpretación satisfactoria, sin embargo es quizá muy reductivo ver en estas
indicaciones simplemente una alusión a la limitación del castigo. Recientemente
Lupieri, siguiendo a otros estudiosos, ve aquí referencias a dos pasajes
veterotestamentarios relacionados con los episodios del rey David y del profeta Elías
(Lupieri, 185). El primero se refiere al censo organizado por el rey que Dios castiga
con la muerte de «setenta mil hombres»; David se arrepiente y Dios suspende el
castigo (1 Cro 21, 15 s.): los hombres fallecidos, según algunas estimaciones, habrían
constituido «la décima parte» de la población de Israel. Dios comunica a Elías haber
perdonado y elegido «siete mil hombres» que no se habían sumado a la idolatría (1R
19, 18). Más allá de ciertas coincidencias en el plano numérico, confieso mi dificultad
para ver el nexo de los dos lugares veterotestamentarios con la situación que Juan
describe en este lugar. En especial, no me convence el recurso a la llamada «teología
de la inversión» para explicar que los «siete mil hombres», elegidos por su resistencia
a la idolatría en el episodio de Elías, pueden convertirse aquí en objeto exclusivo del
castigo. Esta interpretación es aún menos convincente considerando que el fin de ellos
llena de pavor a «los restantes (hombres)» que dieron «gloria al Dios del cielo» (11,
13).
Probablemente, en la destrucción parcial de Jerusalén después del homicidio
de los dos testigos y el escarnio de sus cuerpos, hay referencia indirecta a la invasión
babilónica, considerada por el profeta Jeremías como punición divina contra la ciudad
que se ha convertido en idólatra, llena de sangre y violencias, perseguidora de los
verdaderos profetas. Duro fue el castigo de Dios en aquella ocasión, pero propició un
renacimiento de la observación de la Ley y del culto.

11, 15-19: La séptima trompeta (tercer «ay»): la muerte de Jesucristo como
cumplimiento del «misterio de Dios»

El ángel fuerte había anunciado que, con el sonido de la séptima trompeta, «el
misterio de Dios» se habría cumplido (10, 7). Juan describe el contenido de este
«misterio» de forma indirecta: al sonar la trompeta del séptimo ángel un coro celeste

153
alaba el reino ya realizado de Dios y de su Cristo («Ungido», «Mesías»: 11, 15). La
proclamación del reino produce el efecto inmediato de la caída sobre sus rostros de
los veinticuatro Ancianos (11, 16). Esta es una escena de la cual ya nos hemos
ocupado anteriormente, en especial a propósito de las visiones de los capítulos 4 y 5.
En el capítulo 4 se anunciaba que esta situación tendría lugar en una circunstancia
futura (4, 9) que en la visión del capítulo 5 ocurre en el momento en que el Cordero
toma el libro (5, 8). Hemos entendido que el acto de postrarse no es un simple acto de
culto que se repite a determinados intervalos, sino como un acto de verdadero y
definitivo subordinación, teniendo en cuenta que los veinticuatro Ancianos,
abandonando sus propios tronos para postrarse rostro en tierra ante Dios, deponen
sus insignias reales arrojando sus coronas delante de Su trono.
La circunstancia que determina la subordinación de la corte angélica en la
visión del capítulo 5 – la asunción del libro sellado por el Cordero – ha sido entendida
por nosotros como alusión al gesto fundamental con que Jesucristo cumple la
redención de la humanidad, es decir a su muerte. También se encuentran alusiones a
la muerte de Cristo en la escena descrita en la séptima trompeta. De hecho, la primera
petición que los Ancianos hacen a Dios, postrados en la forma que se ha dicho, es la de
un juicio universal de los muertos, en base al cual sean recompensados sus «siervos,
los profetas y los santos, y los que temen su nombre, pequeños y grandes, y sean
destruidos los que destruyen la tierra» (11, 18).
En comparación con el juicio que piden los degollados del quinto sello, que
pedían la venganza de su sangre, la petición de los Ancianos pone en primer plano la
«recompensa» para los justos, los profetas y los santos. La solicitud a Dios para que
intervenga con el fin de «destruir a los que destruyen la tierra», incluso si tal
intervención es claramente preliminar, por así decir, pasa en segundo plano, para
destacar que el juicio de Dios tiene como primer objetivo la salvación. Con relación a
la «destrucción de la tierra» hemos dicho más arriba que ésta no puede ser
considerada exclusivamente como corrupción moral del mundo humano. La lectura
que hemos hecho de las primeras cuatro trompetas nos convence de que Juan también
se preocupaba por la suerte física del cosmos, creado «bello» por Dios y devastado, en
primer lugar, por el orgullo de los ángeles rebeldes y de los hombres que los han
seguido.
Hay otro aspecto de la séptima trompeta que parece estar relacionado con la
muerte de Jesucristo. Las palabras de los Ancianos que invocan el juicio universal son
seguidas, sin solución de continuidad, por las palabras: «Y se abrió el Templo de Dios
que está en el cielo, y fue vista el Arca de su alianza en su Templo: y se produjeron
relámpagos, voces, truenos, terremoto y fuerte granizada» (11, 19). La presencia del
terremoto en la lista de los fenómenos que acompañan a la divinidad, como hemos
observado más arriba, sugiere que se trata de una intervención de juicio.
En el origen de la teofanía se hallan la apertura del Templo celeste y la
aparición del arca de la alianza. Sobre el significado de la apertura del Templo celeste
encontramos variadas opiniones entre los intérpretes, quienes sólo coinciden en ver
aquí otro signo del fin. Algunos ven en esta escena el reflejo de una extendida creencia
en los textos judaicos según la cual el arca de la alianza, que estaba en el Templo de
Salomón, no había sido destruida en la invasión babilónica, sino que había sido
salvada por Jeremías (2 M 2, 4 ss.) o por un ángel (2 Bar, 6, 5 ss.) y escondida en un

154
lugar secreto, desde donde reaparecería en el advenimiento del reino mesiánico (2 M
2, 7). Esta hipótesis es refutada por Prigent, quien objeta que el arca de la que hablan
los textos judaicos se refiera al arca «histórica», es decir la del Templo terreno, ya que
aquí se habla del arca celestial (Prigent, 175).
Quizá la crítica del estudioso francés sea muy severa. De hecho, es innegable
que también en Juan, como en los textos judaicos citados anteriormente, se da una
conexión entre la inauguración del reino mesiánico y la aparición del arca de la
alianza. Sin embargo, que se trate del arca celestial y no del arca terrenal no crea una
dificultad insuperable, ya que la primera es modelo de la segunda. Más bien nos
podríamos preguntar si la apertura del Templo celestial y la consiguiente revelación
del arca tengan que ser puestas en relación con la rasgadura del velo del Templo, que
en los evangelios sinópticos acompaña la muerte de Jesús (cfr. Mt 27, 51; Mc 15, 38; Lc
23, 45). En este caso, se trata del Templo terrenal en el cual, como se sabe, ya no
existía el arca, y el registro de la rasgadura del velo, según muchos intérpretes desde
la antigüedad hasta nuestros días, significa el fin del culto judaico.
La analogía entre la escena que aquí se describe y el relato evangélico podría
también ser apoyada por el hecho de que incluso para Juan lo que esconde el arca no
es un muro o una puerta, sino una pared móvil de tela. Algún estudioso ha tratado de
determinar la estructura del Templo celeste, aludido por el autor también en otros
lugares (cfr. 15, 5; 14, 5), preguntándose si en éste el altar, también mencionado
varias veces (cfr. 6, 9; 8, 3.5; 9, 13; 14, 18; 16, 7), es único o doble, como en la copia
terrenal, y el lugar en que se encuentra ubicado respecto al trono de Dios (véase, por
ejemplo, Lupieri, 189 s.). Estos intentos, en mi opinión, no tienen suficientemente en
cuenta que «el cielo» y las realidades que contiene (trono de Dios, tronos de los
Ancianos, templo y altar), como sede de la divinidad y de su corte, no debe ser
entendido como dimensión física (como puede ser el caso, por ejemplo, del Libro de
Enoc) sino como valor espiritual y místico: en este sentido, como veremos, se debe
entender también «el cielo» en el que aparecen los «signos» de la «mujer vestida de
sol» y del dragón.
Por otra parte, el propio autor se encarga de refrenar el intento por definir la
topografía relativa al Templo celeste: en el capítulo 15, nuevamente habla de su
apertura, sin embargo lo llama «Templo del tabernáculo del testimonio» (15, 5). La
escena ha puesto en problemas a los intérpretes por varios motivos. En primer lugar
genera dificultades la mención de la apertura: ¿Se trata de una segunda apertura
(como sostiene Lupieri, 235) o la escena descrita en el capítulo 15 es una repetición de
la que se produce en la conclusión de la séptima trompeta (como sostiene Allo, a quien
adherimos)? Sobre esta cuestión volveremos en su lugar adecuado: aquí nos
centramos en la definición del Templo celeste como «Templo de la tienda del
testimonio», definición que a la mayoría ha parecido casi incomprensible y algunos
han estimado «extraña y compleja» (Lupieri, ivi).
En realidad, así como la apertura mencionada en el capítulo 15 no es una nueva
o segunda apertura, sino la repetición de la del capítulo 11, igualmente uno y el mismo
es el Templo celeste mencionado. Si en el capítulo 15 es llamado «Templo del
tabernáculo del testimonio», simplemente significa que Juan se refiere al templo
portátil que Moisés construyó en el desierto por orden de Dios que quería establecer
en éste su morada en medio del pueblo (Ex 25, 8 ss.): en el centro de este santuario

155
portátil estaba el arca que contenía las tablas de la Ley, prenda de la alianza entre Dios
y el pueblo y, por esta razón, llamada «arca de la alianza» o «del testimonio»; además
del arca, el santuario portátil contenía los ornamentos y los vestidos sagrados y se
encontraba cubierto por una tienda, llamada a su vez «tienda del testimonio». Este
santuario reproducía un modelo que estaba en el cielo con Dios y que será la base de
la construcción del Templo inaugurado por Salomón.
En el Templo de Salomón el arca estaba en la parte más secreta, en el «santo de
los santos», era invisible al público. Si al sonido de la séptima trompeta ella se hace
visible, en primer lugar, quiere decir que el culto antiguo, cuando el arca era invisible,
ha finalizado y se ha inaugurado un culto nuevo en el que el ella será sustituida por la
presencia misma de Dios que pone «su tienda en medio a los hombres» (21, 3) que le
«dan culto día y noche» (7, 15). La apertura del Templo celeste y la aparición del arca
son correspondencias «en el cielo» de lo que dicen los evangelios sinópticos sobre lo
sucedido en el Templo terreno al momento de la muerte de Jesucristo. Pero mientras
el arca en el Templo terreno no aparece, no sólo por encontrarse perdida sino también
porque el rompimiento del velo implicaba una condena, en el modelo celeste
contemplado por Juan, en cambio, el arca aparece como prenda por una nueva alianza
entre Dios y la humanidad entera.
En estas circunstancias, es claro que el «cumplimiento del misterio de Dios»
que el ángel fuerte había anunciado al sonar la séptima trompeta (10, 7) es la muerte
de Jesucristo. Es la muerte de Cristo lo que inaugura el reino de Dios y de su Cristo
sobre el mundo, un reino que Juan declara ya presente y del cual él y sus «hermanos»
ya forman parte (1, 9), razón por la cual no se puede compartir la opinión habitual que
sitúa este reino más allá del fin del mundo (por ejemplo, Lupieri, 312 ss.). Y es con la
muerte de Cristo que comienza el juicio universal de Dios sobre la humanidad, que los
Ancianos, postrados boca abajo, invocan y el «gran terremoto» anuncia.



















156
5. EL SEPTENARIO DE LAS COPAS (12, 1 – 22, 5)

Introducción

Como se ha mencionado en la Introducción general, hemos dispuesto la extensa
parte del Apocalipsis que se extiende desde el capítulo 12 casi hasta el final de la
conclusión (cerca de la mitad de todo el libro) en una única sección centrada en el
septenario de las copas. En realidad, el septenario propiamente tal comprende sólo
dos capítulos: el capítulo 15, que contiene los preparativos del desarrollo (marcha de
los salvados sobre el «mar de vidrio mezclado de fuego», apertura del Templo celeste,
entrega de las copas a los siete ángeles) y el capítulo 16 (derrame de las copas). Los
capítulos 12 al 14 constituyen una especie de proemio al septenario, mientras que los
capítulos 17 al 22 contienen la descripción de los efectos del derramamiento de las
copas.
En la base de esta disposición y subdivisión está la convicción, ya mencionada
anteriormente, de que este septenario se refiere a la muerte de Jesucristo de manera
aún más precisa que los otros. En los septenarios precedentes, como hemos visto, la
muerte de Jesucristo es referida de manera indirecta en el último elemento del
septenario. En la séptima copa, en cambio, la alusión es más explícita: «El séptimo
(ángel) derramó su copa en el aire, y del Templo salió una gran voz, (proveniente) del
trono, que decía: «Hecho está» (16, 17). Sin embargo, la referencia al evento
culminante de la «revelación de Jesucristo» quizá ya está presente en la misma
elección de las copas, como elemento de base de todo el septenario: de hecho, las
copas, llenas «de la cólera de Dios» son derramadas sobre la tierra (16, 1), tal como
del «lagar de la cólera de Dios», en el que son pisadas las uvas de la viña de la tierra
«fuera de la ciudad», fluye sangre que inunda toda la tierra (14, 20), escena que
interpretaremos como alegoría de la muerte de Cristo.
Creo que se puede reconocer otra referencia a este acontecimiento en la
naturaleza y en el desarrollo del septenario. Entre los septenarios, el de las copas es el
único en el que la acción angélica sobre el cosmos físico, la humanidad y el ámbito
diabólico se presenta como un «flagelo», es decir, como un castigo que proviene de un
juicio divino de condena que, repetimos, para nosotros se inicia con la muerte de
Cristo. Esto explica el hecho de que sea un ángel de las copas quien explique a Juan el
«misterio» y la condena de la prostituta-Babilonia (17, 1 ss.) y que sea otro ángel de
las copas quien le enseñe las maravillas de la «esposa del Cordero», la «nueva
Jerusalén» (21, 9 ss.).
Las referencias más explícitas a la muerte de Cristo explican también la
naturaleza más compleja y articulada de este septenario. En los capítulos del proemio
Juan expone la fase antigua de la historia de la salvación que, como hemos visto,
constituye también el contenido de los otros septenarios, pero aquí la retoma parece
hacer menos concesiones al simbolismo y a la alegoría para sumergirse, por así
decirlo, sobre todo en la historia humana. En las visiones del capítulo 12, Juan
establece el origen de esta historia en la creación, entendida principalmente, mas no
sólo, como historia de la salvación y presenta los protagonistas: la humanidad (la
mujer, primero «en el cielo» y después «en el desierto»), su adversario (Satanás, el

157
dragón con siete cabezas y diez cuernos, que también está primero «en el cielo» y
después «en la tierra»), los ángeles buenos y los ángeles malos, liderados
respectivamente por Miguel y Satanás. Se encuentra también presente, bajo una forma
enigmática que estudiaremos en su lugar adecuado, Jesucristo: es el hijo que la mujer
lleva en su vientre y luego da a luz, pero le es secuestrado y llevado al cielo. En el
capítulo 13 el autor nos presenta otros dos protagonistas negativos de la historia
humana anteriores a la venida de Jesucristo: la bestia del mar (el poder político
corrupto) y la bestia de la tierra (el poder religioso corrupto): las dos bestias son
encarnación de Satanás, temporalmente reducido a la impotencia por Miguel y sus
ángeles, instrumentos a su servicio para perseguir «la semilla de la mujer, es decir, los
que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12, 17).
En el capítulo 14, retomando del sexto sello la visión de los ciento cuarenta y cuatro
marcados en la frente con el sello del Dios viviente, Juan celebra el triunfo de las
víctimas de los dos poderes satánicos, es decir, la concesión excepcional de la vida
eterna después de la muerte violenta. Siempre en el capítulo 14, hay un nuevo y más
preciso anuncio de la pasión y de la muerte de Jesucristo: son las visiones del Hijo de
hombre sobre la nube blanca, de la cosecha de la tierra, de la vendimia y de la
pisadura de la uva.
A diferencia de los septenarios precedentes que concluyen con el séptimo
elemento, este septenario, como se dijo antes, prosigue con una serie de capítulos en
los que se describen los efectos del derramamiento de las copas, es decir, las
consecuencias del juicio de Dios, anunciado por el gran terremoto que concluye el
derramamiento de la séptima copa. El primer efecto del juicio de Dios, que ocupa los
capítulos 17, 18 y los primeros versículos del capítulo 19, es la condena y destrucción
de la «prostituta, la grande», es decir, de Babilonia-Jerusalén. El resto del capítulo 19
está dedicado a una nueva y más detallada alusión a la pasión y muerte de Jesucristo,
descrito como «el Logos de Dios» que desciende del cielo en un caballo blanco
envuelto en un manto empapado de sangre para enfrentar y derrotar a sus enemigos –
Satanás y sus dos instrumentos terrenos – reunidos en Armagedón.
El capítulo 20 es una especie de resumen general de la historia de la salvación
en su fase antigua, que llega hasta la muerte de Cristo. En éste se pueden identificar
tres bloques: atadura de Satanás y reino de los mil años (la vida eterna concedida a los
justos de la economía antigua: retoma de visiones precedentes); liberación de Satanás
y su asalto, junto a Gog y Magog, contra la divinidad y su derrota definitiva (regreso
sobre la visión relativa a la batalla de Armagedón); juicio universal.
Con el capítulo 21 comienza la descripción de los efectos positivos del juicio de
Dios: creación de un mundo nuevo en el cual desciende del cielo la «nueva Jerusalén»,
donde Dios y el Cordero vienen a habitar en medio de la humanidad redimida.
En lo que se refiere al aspecto estructural, el desarrollo real del septenario de
las copas es presentado como un extensión de la séptima trompeta que concluye con
la apertura del Templo celeste seguida de relámpagos, voces, truenos y un gran
terremoto (11, 19): el derramamiento de las copas ocurre después de abrirse el
Templo celeste y de los relámpagos, de las voces, de los truenos y del gran terremoto
que siguen al derramamiento de la séptima copa (16, 18). Sin embargo, como lo
veremos en el lugar adecuado, el derrame de las copas vuelve sobre toda la serie de
las trompetas como demostración de que se trata de una retoma del mismo tema, bajo

158
otro punto de vista, y que es infundado el esfuerzo de quien intenta ver una línea
evolutiva en la sucesión de los septenarios. En el caso de las trompetas y de las copas
sucede más bien lo contrario: el septenario de las trompetas tiene inicio en el cielo
(liturgia angélica) y conclusión en el cielo (séptima trompeta); el de las copas tiene
inicio en el cielo (apertura del Templo) pero concluye en el aire que envuelve la tierra,
en la cual está por caer el juicio de Dios.

Proemio del septenario de las copas (12, 1 – 14, 20)

Las «señales en el cielo»

Los septenarios del Apocalipsis – esta es nuestra convicción expresada en
repetidas ocasiones – no son predicciones de eventos a verificarse en un futuro más o
menos próximo, sino la meditación, con formas y esquemas de la literatura
apocalíptica, sobre la fase antigua de la historia de la salvación. Obviamente, esto
también vale para el septenario de las copas. Aquí, de hecho, la exposición de la
historia de la salvación, como ya se dijo, no sólo se apega más íntimamente a la
realidad histórica concreta, sino que se remite al mismo origen de esta historia: el acto
creador de Dios, visto como plan de predilección hacia la humanidad, proyecto que fue
contrariado por una creatura noble, que se hizo rebelde por envidia (Satanás)
arrastrando a la humanidad en su rebelión; sin embargo, Dios mantuvo su
predilección, prometiendo y luego enviando un salvador: su hijo Jesucristo.
El capítulo 12, de hecho, comienza con la presentación de dos «señales» que
aparecen «en el cielo»: «la gran señal» de la «mujer envuelta por el sol» (12, 1) y «la
señal» del «dragón con siete cabezas y diez cuernos» (12, 3). Es evidente que se trata
de «señales» realizadas por Dios, a quien también se le atribuye una tercera «señal»
que Juan presenta más adelante (15, 1: «Y vi en el cielo otra señal, grande y
maravillosa: siete ángeles que tienen siete flagelos, los últimos…»). En el Antiguo
Testamento cuando se habla de «señales» realizadas por Dios, casi siempre se refieren
a la liberación del pueblo hebreo del Egipto (cfr. Sal 78, 43; 105, 27; 106, 22): de este
modo Él demuestra su omnipotencia y que Israel es el pueblo que eligió.
La persecución del pueblo hebreo por el faraón egipcio, ya insinuada en la carta
a Esmirna (2, 10), es retomada de manera más detallada en el capítulo 12; sin
embargo, este capítulo persigue encuadrar la hostilidad del faraón contra el pueblo
electo en la hostilidad general que Satanás mantiene desde la creación contra la
humanidad, creada por Dios en posición de privilegio y aún con mayores perspectivas.
Esta es la razón de la mortal persecución que la segunda «señal» («el dragón rojo
fuego con siete cabezas y diez cuernos») desata contra la primera «señal» («la mujer
vestida del sol»).
La persecución comienza cuando ambos están aún «en el cielo», lo cual, como
ya se mencionó, no debe entenderse en sentido físico; se refiere al hecho de que, al
momento en que se manifiesta la hostilidad del segundo «signo» hacia el primero,
ambos se encuentran en la condición de perfección en que fueron creados por Dios,
aún cuando el dragón ya se nos presenta en las monstruosas formas derivadas de su
rebelión contra Dios y la condena subsiguiente.

159
De este modo, la historia del pueblo hebreo en Egipto, desde el arquetipo de su
origen, vuelve al primer plano en el septenario de las copas. Su persecución por parte
del faraón y los prodigiosos acontecimientos que precedieron su liberación que
facilitaron a Juan, como hemos visto, el esquema para su descripción de la persecución
diabólica contra la humanidad, son retomados con el derrame de las copas. Sin
embargo, cambia el punto de vista: el derrame de las copas es el juicio de Dios al tenor
de las plagas que sacuden al faraón y sus súbditos, y en el fondo se destaca luminoso el
evento de la liberación, referido por la marcha de los salvados sobre el «mar de cristal
mezclado con fuego» que «cantan el canto de Moisés, el siervo de Dios» (15, 2.; cfr. Ex
15, 2 ss.).
En el septenario de las copas, la historia de la salvación, inspirada en el
acontecimiento del pueblo hebreo en Egipto – persecución y liberación –, adquiere
dimensiones que afectan a toda la humanidad. Aquella se compendia en las tres
«señales» realizadas por Dios: la mujer con el hijo en su regazo (creación de la
humanidad y promesa mesiánica), el dragón (tentación diabólica, caída de la
humanidad: persecución diabólica y protección divina), los ángeles con las copas (la
redención: liberación de la humanidad de la esclavitud diabólica por la obra de
Jesucristo). Las tres «señales» constituyen, de alguna manera, la respuesta divina a los
tres «ayes» que exponen la acción mortífera de Satanás: corrupción de la naturaleza
humana (primer «ay»); corrupción del poder político y del poder religioso: guerras,
calamidades, asesinato de los dos testigos (segundo «ay»); muerte de Jesucristo
(tercer «ay»).

12, 3-4: La «señal» del dragón

Aunque la «señal» de la mujer es mencionada en primer lugar, conviene
comenzar por el análisis de la «señal» del dragón, por dos razones. Primero, porque
no hay dudas de su identidad, ya que es el propio autor quien lo llama «diablo y
Satanás». La segunda razón es que en la identificación Juan hace una precisa
referencia al episodio de la tentación y la caída del Génesis: «él es la serpiente de los
orígenes…que induce al error a toda la tierra habitada» (12, 9).
La referencia al Génesis permite encuadrar en una nueva perspectiva no
solamente la relación entre la mujer y el dragón, sino también todo lo que Juan dice a
propósito de la guerra entre los ángeles buenos y los ángeles malos que concluye con
la expulsión de Satanás y de sus ángeles del cielo (12, 7-9). También este episodio nos
lleva a los orígenes, y no se puede aceptar la interpretación de Prigent que ve allí “una
operación de limpieza consiguiente a la muerte y a la resurrección de Cristo”. Juan al
identificar a Satanás con la serpiente tentadora del Génesis maldita por Dios junto a la
pareja humana hace imposible su permanencia “en el cielo”, es decir junto a Dios,
hasta el evento pascual.
En la guerra entre los ángeles Juan retoma, probablemente a partir de textos
apocalípticos, el tema de la caída de los ángeles, ya tratado, como hemos visto, en las
primeras cuatro trompetas y vuelto a tomar también en el capítulo 12 en la
descripción del dragón: «Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las
precipitó a la tierra» (12, 4).

160
Si la guerra entre los ángeles es un evento que tuvo lugar en los orígenes,
¿cómo debemos entender las palabras de la «voz grande en el cielo» que celebra la
victoria de los ángeles y la expulsión de Satanás del cielo a la tierra (12, 10-12)?
Comencemos por preguntarnos de quién es la «voz grande» que entona este himno. A
partir de que Satanás es definido como «acusador de nuestros hermanos ante Dios» y
que los hombres en el Apocalipsis nunca son llamados «hermanos» de los ángeles,
Prigent piensa que quienes entonan este himno son hombres glorificados y cita a los
veinticuatro Ancianos (4, 4), a los muertos del quinto sello (6, 9), a la gran multitud (7,
9) (Prigent, 194 s.). A propósito de los Ancianos, ya hemos expresado y justificado
nuestro desacuerdo: para nosotros se trata de seres angélicos dotados de
prerrogativas reales peculiares. Con relación a los muertos del quinto sello, que el
estudioso identifica con los mártires cristianos (precisamente, con las víctimas de la
persecución de Nerón), ¿cómo podrían estar en el cielo si la expulsión de Satanás,
según Prigent, sucede al momento de la muerte y resurrección de Cristo? Lo mismo se
debe decir de los integrantes de la gran multitud que son identificados con los justos
cristianos glorificados.
En estas circunstancias, la «voz grande» que entona el himno no puede ser sino
la de los ángeles, como en los otros casos del libro en que se refiere esta expresión. Es
cierto que esta voz celebra «la salvación, el poder y el reino y la potestad de su Cristo
(Mesías)», que se han realizado (12, 10) con expresiones que los intérpretes han
asociado a las del himno entonado por las «voces grandes en el cielo» después de
sonar la séptima trompeta (11, 5). Las analogías son innegables. Sin embargo, entre
las dos celebraciones existe una diferencia que no puede ser ignorada ni subestimada
para un autor como Juan, acostumbrado a volver no tan sólo sobre los modelos
bíblicos, sino también sobre sus propias visiones precedentes con algunas variantes.
En el himno que sigue al sonido de la séptima trompeta se celebra la
instauración del reino conjunto de Dios y de su Cristo-Mesías sobre el mundo. Es la
única vez en que el libro, en todo su transcurso, habla del reino cósmico conjunto de
Dios y de Cristo que algunos intérpretes ponen más allá de los confines de la historia,
pero ya hemos dicho que tiene su inicio con la muerte y resurrección de Jesucristo.
El himno que sigue a la guerra entre los ángeles sólo habla de la realización del
«reino» de Dios; del Cristo-Mesías dice que se ha realizado la «potestad», lo cual sólo
significa su victoria sobre Satanás. Todavía no es su victoria definitiva, la que ganará
en la batalla de Armagedón y lo consagrará «Rey de reyes y Señor de señores» (19,
16). Es una victoria parcial y temporal; sin embargo, ya se inaugura la «salvación»,
aunque sólo sea para los muertos asesinados «a causa de las palabras de Dios y por el
testimonio de Jesús», es decir, para los «mártires» de la antigua alianza. Es una
victoria que Él ha obtenido por medio de Miguel y de sus ángeles; sin embargo, «han
vencido en virtud de la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio: de hecho,
no amaron su vida hasta (sufrir) la muerte» (12, 11).
Es opinión casi unánime que estas palabras se refieren a la victoria de los
cristianos, en particular de los mártires cristianos. Confieso no ser capaz de
comprender la razón por la cual, después de la mención de la victoria de los ángeles
buenos sobre los malos, en la celebración, los vencedores angélicos son bruscamente
reemplazados por vencedores humanos. En primer lugar porque, como hemos
mencionado anteriormente, si la expulsión de Satanás y de los suyos coincide con la

161
Pascua, no podían haber vencedores cristianos. Y luego, no sólo los cristianos vencen
«en virtud de la sangre del Cordero», sino también los ángeles, incluso en la hipótesis
seguida por nosotros de que la guerra entre los ángeles es un evento de los orígenes,
porque «el Cordero es degollado desde la creación del mundo» (13, 8). Y no sólo los
cristianos hacen una elección que implica el riesgo de sacrificar la propia vida por el
«testimonio». Tal elección, repetimos, ya había sido hecha por los «testigos»
(«mártires») de la economía antigua. Una elección de este tipo debieron hacer
también los ángeles que tomaron partido por Dios y fueron a la guerra contra Satanás
y sus ángeles, a riesgo de la propia condición existencial, en caso de una victoria de
Satanás y los suyos.
Siendo así las cosas, cobra su verdadero valor la calificación de Satanás como
«acusador de nuestros hermanos». Si la «voz grande en el cielo», como anteriormente
hemos tratado de demostrar, es una voz angélica, los «hermanos» mencionados son
los otros ángeles buenos a los cuales Satanás, evidentemente y cuando todavía estaba
«en el cielo» con Dios, adjudicaba el comportamiento que ciertos textos bíblicos les
atribuían respecto a los hombres justos (cfr. Jb 1, 9-11; 2, 4 s.; Za 3, 1 ss.). Sin embargo,
la referencia, por lo demás no explícita, a Job y a Zacarías no basta, contrariamente a la
opinión de algunos intérpretes, para probar que el término «hermanos» se refiere a
seres humanos: hemos enfatizado repetidamente la intención exegética de Juan
respecto a sus modelos bíblicos.
Por consiguiente, la victoria que se celebra en el himno del capítulo 12 es la de
los ángeles, la cual se hace paradigmática, como acontecimiento “en el cielo”, de la que
cantarán «los santos y los testigos de Jesús” contra quienes se desata la persecución
de Satanás precipitado del cielo “a la tierra” (12, 13 ss.). La de los ángeles no es una
victoria que se sitúa después del evento pascual, sino en los orígenes y marca la
primera intervención salvífica de Dios en favor de la humanidad caída.
Incluso Lupieri, en su comentario, expresa su convicción de que la guerra entre
los ángeles es un episodio que se remonta a los orígenes y representa el tema de la
caída de los ángeles. Sin embargo, sostiene que la victoria de la que se habla en el
himno es la victoria de los hombres. «Derrotado por los ángeles fieles a Dios – escribe
– al mismo tiempo el Satanás fue derrotado también por los hombres» (Lupieri, 200).
Pero, con el fin de sostener la coexistencia de esta doble derrota de Satanás, por los
ángeles y por los hombres, afirma que ésta ocurrió «fuera del tiempo humano» en un
mal precisado «momento extraño en la historia de la salvación». Los hombres, en
definitiva, habrían derrotado a Satanás en aquel degüello del Cordero acontecida
desde la creación del mundo (Lupieri, ivi).
Pero si es así ¿en qué sentido en aquel «momento extraño en la historia de la
salvación» los hombres habrían rendido su «testimonio»? La contemporaneidad de la
doble derrota de Satanás, por los ángeles y por los hombres, implica que también la
guerra entre los ángeles referida en el capítulo 12 ocurre «en el plano extra histórico y
trascendente de Dios», es decir, en la eternidad; por lo cual, la historia de la salvación
en su devenir «histórico» tan sólo sería el explicarse de aquella primera derrota de
Satanás, «que ya ha sido derrotado no sólo por los ángeles sino también por los
hombres…incluso antes de que él los persiga en la tierra, haciéndoles la guerra».
De igual forma, a la luz de esta reconstrucción uno podría preguntarse si la
crucifixión de Jesucristo no es más que la repetición, en el plano histórico, del degüello

162
del Cordero ocurrido «en el plano extra histórico y trascendente de Dios», es decir en
la eternidad. Respondo que la solución propuesta por Lupieri, distinguiendo entre el
plano de la eternidad y el de la historia, es inaceptable. Todos los acontecimientos
referidos por Juan en este capítulo se sitúan en el plano de la historia, comenzando
por el degüello del Cordero que aquí no se encuentra expresamente referido, pero se
encuentra, ciertamente, en el trasfondo de los hechos descritos. Él es «degollado desde
la creación del mundo», y no antes de ella; y las causas de su degüello radican en el
comportamiento homicida de seres creados de naturaleza superior: ángeles rebeldes
y hombres subordinados a ellos. También la guerra entre los ángeles es un evento que
se ubica en el plano de la historia. Satanás, cabeza de los ángeles rebeldes, es
presentado por Juan como una «señal», y la guerra misma es mencionada por el autor
como consecuencia de la persecución que la «señal»-Satanás ha ejercido contra la
«señal»-mujer cuando ambos se encuentran aún «en el cielo». Ahora, ya hemos dicho
que «las señales» tienen por objeto indicar intervenciones de Dios en el plano de la
historia, y son tales justamente porque pueden ser «vistas», y dan testimonio de su
poder salvífico y punitivo.
El dragón-Satanás, por consiguiente, es una «señal»; al igual que la mujer es
«una señal en el cielo». Y lo es, ante todo, porque su forma monstruosa exterioriza el
juicio divino de condena sobre él debido a la persecución homicida que éste, por
envidia, ejerce contra la mujer y el hijo que lleva en su seno. Sin embargo, su
metamorfosis no suprime del todo los rasgos de la perfección y de la dignidad con que
fue creado: cada una de sus siete cabezas tienen una diadema, signo inequívoco de una
dignidad real que poseía, quizá sobre todos los ángeles y que, con toda probabilidad,
está en la base del odio contra la creatura (la mujer) que Dios rodea de tantos
privilegios. En el fondo, la persecución que él, precipitado a la tierra, lleva primero
contra «la simiente de la mujer» y después contra Jesucristo, no es sino un intento
rabioso por afirmar su hegemonía de carácter real.
Su aspecto exterior, tal como lo representa Juan, aún cuando se refiere a un
personaje concreto y real, conserva una fuerte carga simbólica. El color rojo fuego,
reminiscencia del caballo del segundo sello montado por el jinete de la espada grande,
es símbolo de su agresividad homicida. Su cola es otro símbolo de su agresividad,
análoga a las colas con las que atormentan y matan las langostas y los caballos
infernales de la quinta y sexta trompeta: con ésta el dragón-Satanás arrastra y
precipita a la tierra un tercio de las estrellas-ángeles. Más complejo es el simbolismo
compuesto de las siete cabezas y de los diez cuernos en el cual, que yo sepa, ningún
intérprete se ha detenido. Respecto a las cabezas la mayoría se limita a observar que
éstas reaparecen en la descripción de la bestia del mar (13, 1) y de la bestia sobre la
cual está sentada la prostituta (17, 3). En cuanto a los diez cuernos, que también
reaparecen en 13, 1 y 17, 3, es una referencia evidente a la visión de Daniel sobre las
bestias del mar, en la que la cuarta posee, cabalmente, diez cuernos (Dn 7, 24) que
anteriormente hemos entendido como alegoría de los sucesores de Alejandro Magno.
A partir de la cita y del hecho de que, en la visión de la prostituta, los diez cuernos son
interpretados por el ángel como «diez reyes», la mayoría de los exegetas ven en este
símbolo una simple alusión a la creencia, típicamente joánea y neotestamentaria, de
que Satanás es el príncipe de este mundo (cfr. Gn 12, 31; 14, 30; 16, 11; Mt 4, 8; Lc 4,
6). Sin embargo, como veremos en el lugar adecuado, el principado del dragón-

163
Satanás sobre el mundo ya está simbolizado por las diademas en sus cabezas,
mientras que la realeza de los diez cuernos-reyes, por así decirlo, es una potestad
delegada por Satanás a los soberanos terrenos, limitada en el tiempo y en las
prerrogativas.
En anticipación a cuanto diremos a propósito de la visión del capítulo17, en las
siete cabezas y en los diez cuernos que caracterizan al dragón podemos ver, más allá
de la evocación de un ser monstruoso y espantoso (como se desprende de la palabra
«dragón» que se va imponiendo recientemente en las traducciones italianas), la
representación simbólica de la dominación diabólica sobre el mundo en la fase
antigua de la historia de la salvación, con la complicidad de los ángeles malvados que
dominan sobre los milenios (siete cabezas) y del poder político corrupto (diez
cuernos). No es imposible, entonces, ver en el producto de siete por diez una alusión a
la profecía de las setenta semanas de Daniel, que miden el tiempo que transcurre
entre el exilio babilónico y el advenimiento del reino mesiánico.

12, 1-6.13 ss.: La «señal» de la mujer y del hijo

Después del símbolo del Cordero «degollado y puesto de pie», el de la «mujer
vestida del sol» es ciertamente el más conocido entre los símbolos del Apocalipsis y es,
con mucho, el que ha suscitado el mayor número de interpretaciones. Van desde la
evocación de mitos astrales y paganos hasta la identificación de este símbolo con
Israel, la Iglesia, el Espíritu Santo, la Virgen María (véase sobre esto la amplia y
documentada reseña de Brütsch, 200 ss.). En los comentarios modernos se ha
impuesto la identificación de la mujer con Israel, que la mayor parte de los
comentadores lo han entendido como la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios; mientras que
está casi completamente abandonada, incluso por los exégetas católicos (que la
tomaron de los Padres de la Iglesia), la identificación con la Virgen María.
La base de la identificación con Israel es la condición de gravidez de la mujer, lo
cual llevó a compararla con una mujer mencionada en un himno de Qumrán, la cual
está encinta y da a luz un hijo, amenazado por el hijo de otra mujer, que es una áspid
(serpiente). El paralelo con la visión de Juan es evidente, pero hay incertidumbre
entre los intérpretes sobre la interpretación del himno. Para Prigent, que impugna la
dependencia de Juan del himno de Qumrán, la mujer que da a luz al hijo es la
comunidad santa, que genera el Mesías en el sufrimiento de la persecución por las
fuerzas del mal representadas por el áspid. Lupieri, en cambio, piensa que la mujer
representa al Maestro de justicia que genera la comunidad, y encuentra analogías con
el comportamiento de Pablo que se presenta como madre que sufre los dolores del
parto para generar la comunidad cristiana (cfr. Ga 4, 19; Rm 8, 19 ss.).
Las analogías entre Juan y el himno de Qumrán también son débiles para
Lupieri; sin embargo, entre los dos textos hay un paralelismo de fondo: en ambos se
trata del nacimiento de un «hijo varón» de Israel y para Israel, un hijo varón que
puede ser «el Mesías cristiano o incluso el pueblo santo y elegido, es decir, el
cristianismo como el verdadero Israel» (Lupieri, 194).
Como se puede ver, Lupieri llega por otra vía a la interpretación tradicional que
identifica a la mujer con la Iglesia, entendida como el nuevo y verdadero Israel. Lo
mismo, entre otros, hace Prigent quien, contra la supuesta dependencia de esta

164
sección del himno de Qumrán, enumera numerosos puntos que la unen al Antiguo
Testamento, en especial al Génesis y al Éxodo: «la serpiente de los orígenes» que
acecha la descendencia de la mujer (Gn 3, 15); «el desierto», donde la mujer se
protege con «las alas del águila grande» (Ex 19, 4; Dt 32, 11), y donde Dios la «nutre»
(12, 6; Ex 16, 4 ss.); la representación de la mujer está estrechamente relacionada con
el sueño de José (Gn 37, 9).
Hay dos acontecimientos que son referidos por los ecos veterotestamentarios
de esta sección: la tentación y la caída en el jardín del Edén, el éxodo del pueblo judío
en Egipto. A estos ecos veterotestamentarios hay que agregar las citas de Isaías y del
salmo relativo al «hijo varón» que la mujer da a luz y que está destinado a «gobernar a
las gentes con vara de hierro» es decir el rey-mesías (Is 66, 7 ss.; Sal 2, 9).
Las referencias veterotestamentarias son evidentes. Sin embargo nadie explica
por qué Juan nunca los aplica directamente a la iglesia, pasando por alto la caída del
hombre y la liberación del pueblo judío de Egipto, como si sólo fueran meras premisas
o prefiguraciones de los eventos de la Iglesia. Es algo habitual que hemos denunciado
en repetidas ocasiones (a propósito, por ejemplo, de las cartas a las Iglesias, de la
medición del Templo, del libro devorado, de la guerra entre los ángeles), para insistir
en nuestra convicción de que para Juan existe una fase antigua de la historia de la
salvación, que va desde la creación y caída del hombre hasta la muerte y la
resurrección de Jesucristo, en la cual Dios ya había intervenido concretamente, por
medio de los ángeles y la elección del pueblo judío, para llevar a cabo, si bien en modo
parcial, la salvación.
Y es esta fase antigua de la intervención salvífica divina lo que describe Juan en
la serie de visiones del capítulo 12. Es necesario decir, en este sentido, que ha habido
una mezcla indebida de escenas que el autor retiene claramente distintas. La primera
distinción es entre lo que ocurre «en el cielo» y lo que ocurre «en tierra». «En el cielo»
ocurre la primera agresión del dragón contra la mujer y su hijo, y «en el cielo» tiene
lugar la guerra entre Miguel y Satanás y sus respectivos ángeles. «En la tierra», adonde
fue precipitado, Satanás continúa la persecución contra la mujer, la cual se refugia de
nuevo «en el desierto».
Por tanto, las dos «señales», la mujer y el dragón, se encuentran inicialmente
«en el cielo». Insistimos en que esto no debe ser entendido ni en sentido estrictamente
físico, como firmamento, ni en sentido local, como «un lugar intermedio donde las
visiones tienen la posibilidad de existir, más allá de las categorías espaciales y
temporales» (Lupieri, 191), sino como dimensión espiritual, de perfección, debido al
contacto con la divinidad. En un segundo momento las «señales» se encuentran «en la
tierra”: el dragón, porque fue precipitado allí por los ángeles de Miguel; la mujer
porque, como veremos, decayó de su estado de perfección inicial. No obstante ambos
siguen siendo los mismos, por consiguiente, no tiene sentido hablar de la «mujer en el
cielo» como una «representación celeste de Israel», de un «Israel celeste» (Lupieri,
191, 202) distinto del Israel histórico, de su historia y de su transformación en Iglesia
cristiana.
Sin embargo, también son evidentes las contradicciones que hay en la posición
de quien identifica directamente a la mujer con la Iglesia. En primer lugar, esta
identificación elimina indebidamente la distinción entre lo que ocurre «en el cielo» y
lo que pasa «en la tierra». Lo que lleva, como hemos visto, a situar la expulsión de

165
Satanás y de sus ángeles desde el cielo después del evento pascual, evento que la
tradición judaica (reflejada en el Génesis y en los textos de Enoc) colocaba en tiempos
cercanos a los orígenes.
Otra consecuencia de esta identificación es que no se tiene en cuenta que Juan
habla de dos fugas de la mujer «en el desierto», no de una sola. La primera,
inmediatamente después de dar a luz al hijo (12, 6); la segunda, cuando ella es atacada
por Satanás derrotado y precipitado a la tierra por Miguel y sus ángeles (12, 14). La
segunda fuga ha creado grandes dificultades a los intérpretes. En el pasado, hubo
quien (por ejemplo, Charles) propuso que se trata de la fuga de los cristianos de
Jerusalén en el 66 d.C., al estallar la revuelta anti romana del los zelotes. Esta es una
hipótesis que hoy encuentra escaso consenso (aún es seguida por Kraft).
Entre los comentadores recientes algunos no plantean el problema de la
relación entre la primera y la segunda fuga. Es el caso de Lupieri, por ejemplo; quizá
porque, en la segunda fuga, el tiempo de permanencia de la mujer en el desierto está
indicado con la fórmula «un tiempo y (dos) tiempos y medio tiempo» que hace
referencia a la «media semana» de años de Daniel (cfr. Dn 7, 25; 12, 7). Ni siquiera se
menciona esta fórmula en el comentario, probablemente porque, como hemos
mencionado anteriormente, vendría a romper el paralelismo entre las otras dos
fórmulas: «cuarenta y dos meses» (11, 2 y 13, 5) y «mil doscientos sesenta días» (11,
3 y 12, 6) que indicaría, según Lupieri, respectivamente la acción perseguidora de
Satanás y las intervenciones salvíficas de Dios.
Otros estudiosos sobreponen las dos fugas y consideran que la segunda es una
repetición de la primera. Pero la misma concatenación de las visiones, donde éstas se
lean sin soluciones preconcebidas, no permite tal superposición. El primer ataque del
dragón contra la mujer ocurre «en el cielo» y tiene como objetivo el hijo que lleva en
su vientre: el hijo, «un varón», ha nacido, pero inmediatamente «es secuestrado» –
obviamente, al dragón, pero también a la mujer – y «llevado a Dios y a su trono» (12,
5). La mujer se refugia «en el desierto» bajo la protección providente de Dios (12, 6).
El «desierto» se encuentra, obviamente, en la tierra. Por consiguiente, la mujer ha
cambiado de situación: del «cielo» (condición de perfección) pasó a la «tierra», a una
tierra que de hecho es identificada tout court con el «desierto». No es difícil ver en
todo esto una decadencia, una caída, que pone fin al primer enfrentamiento entre la
mujer y el dragón.
La mención de la segunda fuga está precedida por el relato de la guerra entre
los ángeles; esta guerra explica el modo en que el dragón–Satanás, que estaba primero
«en el cielo», llegó a encontrarse «en la tierra». Aquí se encuentra, evidentemente,
también la mujer, porque es contra ella que Satanás da rienda suelta a su furor por la
derrota sufrida (12, 13). Y es, evidentemente, en la tierra, lugar en que se encuentra,
donde la mujer se refugia «en el desierto». Por lo tanto, la primera fuga de la mujer es
un paso del «cielo» a la tierra-«desierto», la segunda es un paso de la tierra al
«desierto» propiamente tal. Observando a continuación las modalidades con que se
produce este paso, nos damos cuenta que se refieren a un «desierto» bien preciso: uno
en que los hebreos se refugiaron después de la salida de Egipto. La mujer, de hecho, no
«huye» al desierto, es transportada por las «alas del águila, la grande», que le son
dadas (12, 14): son «las alas del águila» con las cuales Dios dice a Moisés haber
liberado a su pueblo de Egipto (Ex 19, 4; cfr. Dt 32, 11).

166
Lo que hace pensar en el Éxodo hebreo y, en particular, en el paso milagroso
del Mar Rojo, son los detalles con los que Juan describe las modalidades de esta nueva
agresión del dragón-Satanás contra la mujer. «La serpiente, dice él, lanzó agua de su
boca, como un río, para hacer que sea arrastrada por la corriente” (12, 15).
En este río de agua, desde la antigüedad, se ha visto una alusión simbólica a la
persecución y a la hostilidad dirigidas contra la Iglesia por las potencias hostiles en el
mundo. Sin embargo, ¿por qué no pensar en la situación de los hebreos que, saliendo
de Egipto, llegaron a encontrarse ante el Mar Rojo y el ejército egipcio dirigido por el
faraón a sus espaldas, arrepentido del permiso para partir concedido a Moisés (Ex 14,
8 ss.)? Especialmente cuando Juan habla de una liberación prodigiosa de la mujer del
peligro representado por la masa de agua: «la tierra ayudó a la mujer, y abrió la tierra
su boca y absorbió el río…» (12, 16). No es difícil pensar en el «secado» del mar en la
noche después que Moisés, por orden de Dios, extendió sobre éste su mano, para que
los hebreos pudieran cruzar en seco al amanecer (Ex 14, 21 ss.).
En estas circunstancias, la segunda fuga de la mujer en el desierto se refiere a
un evento bien preciso de la historia de la salvación: la liberación del pueblo hebreo
de Egipto por Dios, lo hace su pueblo elegido y «en el desierto» lo hace el depositario
de su Ley («palabra de Dios») y de la promesa mesiánica («testimonio de Jesús»). En
efecto, no es casualidad que después del fracasado asalto contra el pueblo elegido por
el faraón en las orillas del Mar Rojo, su representante humano, ahora Satanás se
resuelva a hacer la guerra «contra los demás de su descendencia, los que guardan los
mandamientos de Dios y el testimonio de Jesús» (12, 17).
En esta «guerra» de Satanás contra «los santos» se compendia, a los ojos de
Juan, toda la historia del antiguo Israel. La persecución no es llevada a cabo por el
dragón-Satanás en primera persona, sino por medio de dos instrumentos humanos: el
poder político y el poder religioso corrupto, que Juan, en el capítulo 13, alegoriza en
las dos bestias, del mar y de la tierra. En el curso de su historia Israel es perseguido
por los pueblos con los que toma contacto, frecuentemente gobernados por el binomio
político-religioso mencionado, constituido por un déspota y por sus consejeros
religiosos, comenzando en el «desierto» por el rey Balak y el adivino Balaam y
llegando hasta Nabucodonosor y sus adivinos e intérpretes de sueños, los cuales
hacen arrojar a los tres jóvenes en el horno y a Daniel en la fosa de los leones.
Sin embargo no sólo del exterior proviene la persecución de los justos y de los
santos. Según las denuncias de los profetas (especialmente Jeremías, Ezequiel, Amós,
Oseas), la corrupción y la idolatría (prostitución) se habían introducido en el seno del
judaísmo contaminando, de alguna manera, los vértices políticos y religiosos que se
comportaban de la misma manera que los paganos, persiguiendo y oprimiendo a los
débiles y a los justos. Esta es la línea seguida por Juan; como veremos en su lugar
adecuado, él pinta un cuadro impresionante de la corrupción del judaísmo por los
vértices políticos y religiosos en las caracterizaciones de la bestia de la tierra (13, 12
ss.) y de la prostituta (17, 3 ss.). La «mujer- prostituta», en particular, representa la
inversión total de la «mujer-Israel», secuestrada al dragón y llevada «al desierto» con
la ayuda providente de Dios. La «mujer-prostituta» también se encuentra «en el
desierto», sin embargo no es perseguida por el dragón ni por su representante
humano, el imperio de Roma: entra en una confianza tal con estas entidades que hace
de éstas su propia cabalgadura. De hecho, se identifica con sus poderes malignos y

167
homicidas: «Vi a la mujer – escribe Juan – ebria de la sangre de los santos y de los
testigos de Jesús» (17, 6). La confirmación es el nombre que ella lleva escrito en la
frente: «Babilonia la grande, la madre de las fornicaciones y de las abominaciones de
la tierra» (17, 5). Es el nombre de la ciudad y sede del imperio que, para Juan, había
dado el golpe mortal al reino de Judá, a Jerusalén y al Templo. Por lo tanto, Jerusalén
se había corrompido a tal punto que se identificó con el peor de los enemigos del
pueblo de Israel (pero Juan, hemos visto, ya la había identificado con Sodoma y Egipto:
11, 8).
La «mujer-prostituta» del capítulo 17 tiene su anticipación en la «mujer-
Jezabel» de la carta a Tiatira (2, 20 ss.): ella es también «prostituta», es decir idolatra,
que intenta inducir a los siervos de Dios a la idolatría; también ésta es «falso profeta»,
que es el nombre con que es designada la «prostituta» al interior de la tríada satánica:
«dragón, bestia, pseudo-profeta» (16, 13; cfr. 19, 20; 20, 10).
Sin embargo, en el libro, a la «mujer-prostituta» se opone un símbolo análogo,
pero de valor antitético en el plano positivo: la «mujer», que es «la esposa del
Cordero» (21, 9). La conexión y el contraste entre los dos símbolos están subrayados
por Juan también en el plano literario. Un ángel «de los que tienen las siete copas»
llega hasta el vidente para mostrarle «el juicio de la prostituta, la grande» (17, 1); un
ángel «de los que tienen las siete copas» se acerca a él para «mostrarle» (el verbo
griego es el mismo en ambos casos) «la desposada, la esposa del Cordero» (21, 9). En
ambos casos Juan es llevado por el ángel «en el Espíritu», pero a dos lugares distintos:
en el primer caso él es llevado «al desierto», en el segundo caso «a un monte grande y
alto». Las visiones dejan ver dos mujeres que se encuentran claramente en las
antípodas: una es la esposa (de Dios) infiel y adúltera; la otra es la esposa fiel, de
hecho, «la esposa del Cordero».
Entonces, como se desprende del contexto, ambas son el equivalente de la
misma realidad, es decir Jerusalén. Pero la primera permanece «en el desierto», y la
opulencia de su ropa (púrpura, oro, piedras preciosas, perlas), mientras que delata su
avidez de gloria y de bienes mundanos, sin embargo no logra ocultar la abyección de
su condición documentada por las entidades que ella frecuenta. La segunda se
encuentra «sobre un monte grande y alto» , descendida «del cielo»: sobre aquel
monte, que es evidentemente el monte Sión, son celebradas su bodas con el Cordero, y
su ropa es un simple y «fino lino, reluciente y puro, que son las obras justas de los
santos» (19, 7).
Vamos a volver, en su momento, sobre esta mujer-esposa del Cordero,
claramente identificada por el autor con la «ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajada
del cielo, proveniente de Dios» (21, 2.10). Por el momento reiteramos la convicción de
que la «nueva Jerusalén» no es un realidad que el autor ubique más allá de la historia:
es la Jerusalén fruto del sacrificio de Cristo que vino a substituir a la otra que no
reconoció al Mesías prometido y esperado, y representa la nueva humanidad redimida
y reconciliada con Dios. Dicho esto, el símbolo luminoso de la mujer que «baja del
cielo, proveniente de Dios» para celebrar las bodas místicas con el Cordero nos lleva
de nuevo al hecho de la «gran señal», precisamente a la mujer que primero está «en el
cielo», amenazada por Satanás, y luego se encuentra en la tierra, donde nuevamente es
atacada y perseguida por éste.

168
La reconstrucción que hemos hecho de los acontecimientos representados en
las visiones del capítulo 12 nos ha llevado a postular que existe una sucesión, si no
cronológica, al menos lógica. Por consiguiente no es aceptable alguna confusión entre
lo que sucede «en el cielo» y lo que tiene lugar «en la tierra», ya que estas dos
posiciones son dos condiciones espirituales en que se encuentran los dos
protagonistas del enfrentamiento, la mujer y el dragón. Respecto a este último, ya se
ha dicho, no hay dudas, ya que es el propio autor que lo identifica con el diablo y
Satanás y la serpiente tentadora de los orígenes, responsable de la caída del hombre.
En cuanto a la mujer, desde el momento en que los acontecimientos visionarios
de este capítulo se refieren a circunstancias de los orígenes de la historia de la
salvación, no es posible verla como una alegoría de la historia de la Iglesia cristiana.
Siguiendo la sucesión lógica de la serie de visiones de este capítulo, la única
identificación posible, en el plano histórico, del símbolo de la mujer es con Israel en el
momento fundante de su identidad, es decir, en el momento de su liberación de la
esclavitud de Egipto y su elección como pueblo elegido, depositario de la «palabra de
Dios» (Ley) y de la promesa mesiánica divina («testimonio de Jesús»: Profetas).
Hay que tener presente, sin embargo, que la identificación de la «mujer» con
Israel ocurre en una circunstancia bien especial, es decir, en el momento de la
liberación del pueblo hebreo de Egipto; por lo tanto, tal identificación no rescata todas
las potencialidades del símbolo de la mujer, que estaban implícitas cuando apareció
como «gran señal del cielo», las cuales, negadas y distorsionadas por la figura de la
mujer-ciudad «prostituta» (que es la Jerusalén corrupta), son representadas en la
mujer-esposa del Cordero (que es «la nueva Jerusalén», es decir la nueva humanidad
redimida por el sacrifico de Cristo).
Observamos cómo Juan nos describe el aspecto exterior de la mujer, «la gran
señal que aparece en el cielo», al inicio del capítulo 12: «una mujer vestida del sol, con
la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (12, 1). Era
bastante normal, en el pasado, ver la representación de alguna divinidad femenina de
naturaleza astral. Caída esta hipótesis, la mayor parte de los exegetas ha sostenido que
la representación hace eco muy de cerca de un sueño de José, en el cual él habría visto
el sol, la luna y once estrellas que se inclinaban ante él, sueño que atrajo la envidia de
los hermanos y la reprensión del padre Jacob, porque todos vieron en esto la señal de
una subordinación de todos, padre, madre y hermanos, a José (Gn 37, 9 ss.).
La referencia al sueño de José es evidente. Sin embargo es necesario recordar la
libertad, subrayada en repetidas ocasiones, con que Juan adapta las citas y referencias
del texto veterotestamentario a sus propias necesidades, para entregar una
interpretación propia, por las variaciones y adiciones a los textos citados.
En el sueño del joven patriarca los elementos cósmicos – sol, luna, estrellas –
son meros elementos metafóricos que significan la verdadera realidad, es decir, el
padre, la madre y los hermanos. En cambio, en la visión de Juan estos elementos
mantienen su dimensión de realidades cósmicas. Esto es claro para el sol y la luna,
pero también vale para las estrellas, porque la ecuación estrellas-ángeles, ratificada
también en este capítulo (la cola del dragón arrastra «un tercio de las estrellas» y las
precipita a la tierra), no puede cancelar el hecho de que las estrellas son también
cuerpos celestes.

169
Por otra parte, en el sueño de José (precedido por el sueño de las gavillas
atadas: las de los hermanos se inclinan ante la suya) claramente el acento está puesto
en la idea de supremacía que el último de los nacidos debe ejercer sobre sus hermanos
mayores. En la visión de Juan los elementos están dispuestos de manera dirigida a
enfatizar la centralidad de la realidad representada por la «mujer»: el sol la viste, la
luna se encuentra a sus pies y doce estrellas la coronan. La corona de estrellas – ya se
trate de astros o de ángeles o de ambos – hace aún mayor hincapié en el carácter
central de la «mujer» en la realidad del cosmos creado. Además, es un símbolo de
victoria que une a la mujer al jinete del primer sello, al cual «le fue dada una corona, y
salió vencedor y para vencer» (6, 2).
En las dos victorias del jinete habíamos reconocido respectivamente la
condición de perfección y de realeza en que la humanidad fue puesta por Dios en el
principio de la creación, y la victoria que se ve destinada a recuperar con Jesucristo. El
símbolo de la «mujer» retoma e ilustra con acentos impresionantes aquella primera
victoria: la humanidad creada por Dios (por esto es «una señal») y puesta al centro de
la creación en posición privilegiada.

12, 2-5.13: El hijo-Mesías, dado a luz y «llevado al cielo»

De la segunda victoria la «mujer-humanidad» posee una prenda: el hijo-Mesías
que lleva en su seno y que desencadena la envidia y el furor homicida del dragón-
Satanás. Pero es una gestación sufrida y dolorosa, y cuando el hijo es dado a luz es
«secuestrado» y llevado «a Dios y a su trono» (12, 5). De acuerdo con algunos exegetas
considero que todo aquello no puede relacionarse con el acontecimiento histórico de
Jesucristo. En efecto, el verbo «secuestrar» usado por Juan no sólo no encaja con el
relato de la ascensión, también implica, como ya se ha mencionado, una privación para
la mujer. Por otra parte, inmediatamente después de que le fue secuestrado el hijo, la
mujer huye «al desierto», lo cual significa que, a pesar de la protección que Dios sigue
desplegando hacia ella, de todos modos su situación se hace peor.
Excluida la posibilidad de identificar el nacimiento del hijo-Mesías y su «rapto»
al cielo con el acontecimiento histórico de Jesucristo, se hace imposible identificar la
mujer que genera el hijo con las realidades históricas mencionadas anteriormente.
Incluso para Israel esto tampoco es posible; en efecto, si el «rapto» fuera un castigo
por no haber reconocido al Mesías-Jesús nacido de su seno, no se explican los
cuidados divinos hacia la mujer que, después de la pérdida del hijo, se refugia en el
desierto. Y menos aún todo esto se puede pensar de la Iglesia cristiana o de la Virgen
María.
Por otra parte, Juan nos presenta el nacimiento y el rapto del hijo como hechos
históricos, realmente ocurridos y en un tiempo situado al inicio de la serie de eventos
que tienen lugar en el capítulo 12. En efecto, cuando habla de la persecución que
Satanás, precipitado del cielo a la tierra, desata contra la mujer, el autor especifica que
se trata de «la mujer que había dado a luz al hijo varón» (12, 13). Así pues, el parto del
hijo es anterior a la que hemos demostrado que es la segunda fuga de la mujer «en el
desierto» que corresponde al éxodo hebreo: en el desierto la mujer ya no tiene el hijo,
y por esto la persecución de Satanás se dirige «contra los demás de su descendencia,

170
los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,
17), es decir los santos y profetas de la antigua Alianza.
Sin embargo, el parto y el rapto del hijo-Mesías son, incluso, anteriores a la
primera fuga en el desierto que nosotros, insistimos, consideramos distinta de la
segunda.
¿Cómo entender, entonces, el evento relatado por Juan, ya que se considera un
hecho histórico inequívocamente referido a Jesucristo?
Simplemente, en el relato de este evento, hay que ver una alusión velada a la
caída de la primera pareja humana, que la privó de la amistad y de la comunión con
Dios, como ya lo hemos ilustrado al comentar la visión del cuarto sello. Tal vez se
puede asumir que Juan no sólo pensó en la encarnación de Jesucristo como remedio
de la caída, sino además como estaba prevista en el plan divino, como un signo más de
su predilección hacia la humanidad, que ya había sido puesta en su posición de realeza
al centro de la creación. Sin embargo el proyecto divino es quebrantado por la
hostilidad del dragón-Satanás y por la debilidad de la pareja humana. Hubo
desobediencia de la prohibición divina y, por consiguiente, la culpa del hombre,
seguidas por la condena y la maldición por parte de Dios. Probablemente el
«degollamiento del Cordero desde la creación del mundo» (13, 8) debe ser entendido
a la luz de este el drama de los orígenes.
Es cierto que la alusión a la caída está muy diluida e incluso en este caso, como
en otros que hemos examinado (por ejemplo, en el comentario a las cuatro primeras
trompetas), Juan aminora la responsabilidad humana hasta cancelarla, para subrayar
la responsabilidad diabólica del gran tentador. De hecho, se subraya el cuidado de
Dios por la mujer-humanidad, que transforma el «desierto» en un «lugar preparado
por Dios para que allí la sustenten mil doscientos sesenta días» (12, 6).
Sin embargo, Juan pudo encontrar en algunos textos veterotestamentarios esta
lectura favorable al hombre del relato del Génesis sobre la caída, entre los cuales el
libro de la Sabiduría ya recordado. El autor no sólo imputa totalmente «a la envidia del
diablo» (identificado con la serpiente tentadora del Génesis) la entrada de la muerte
en el mundo (Sb 2, 24), sino también agrega que al hombre (Adán) le fue concedido el
perdón de la culpa y la restitución del dominio sobre las creaturas incluso después de
la caída (Sb 10, 1 s.). Juan no va tan lejos, aunque admite que Dios no abandonó a la
humanidad después de la caída: está convencido de que sólo el sacrificio de Cristo
puede rescatar a toda la humanidad y restituirle las condiciones y prerrogativas
originarias (cfr. 5, 9 s.). Antes de ese momento la historia de la humanidad se verifica
bajo el dominio de Satanás que la oprime y hace de esta historia un tormento por
medio de sus dos instrumentos de acción en la tierra, la bestia del mar y la bestia de la
tierra, es decir el poder político y el poder religioso corruptos. Es la situación de «ay»
pronosticada a la «tierra» y al «mar» por la voz del cielo que celebra la precipitación
de Satanás del cielo a la tierra (12, 12).
Aún en estas condiciones, la historia de la humanidad no escapa al control de
Dios que gobierna el curso de los eventos, la formación y la sucesión de reinos e
imperios. Esto está escrito en los libros sagrados del pueblo de Israel, en los cuales se
registra también la certeza de la elección de Israel como pueblo elegido por Dios que
le ha concedido la Ley y le ha prometido no tan sólo la liberación de la opresión de sus

171
distintos dominadores y perseguidores, sino también la concesión, por medio de un
enviado suyo, de un reino sin fin en el espacio y en el tiempo (Isaías, Daniel).
Juan, como buen israelita, conoce a fondo los libros sagrados, comparte la fe en
el único Dios, creador y señor del cielo y de la tierra, cree en la verdad de su «palabra»
(Ley) y de su promesa mesiánica («el testimonio de Jesús»); está convencido de que la
promesa ya se ha cumplido en Jesucristo y ha tenido su momento culminante en su
muerte y resurrección. Sin embargo, él sabe también que muchos «que se dicen judíos
y no lo son» no aceptan que Jesús es el Mesías prometido y esperado, y que incluso
muchos de sus «hermanos» tienen dudas sobre la naturaleza del «reino» que ha
predicado Jesús y dijo que vino a traer. Tal vez, también existen aquellos que esperan
su retorno para restaurar las cosas.
Con relación al «reino», en la primera parte del libro, Juan se ha limitado a decir
que ya existe y que él y sus «hermanos» ya forman parte de éste (cfr. 1, 9), que los
seguidores de Jesús son «reyes y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra» (1, 6; 5, 10; 7,
15). Ha dedicado una parte de su exposición a subrayar que todos los bienes del
«reino» son fruto de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, todo se resume en el
símbolo del «Cordero puesto en pie como degollado» (visiones del capítulo 5).
Pero una mayor extensión ha dedicado él a la reconstrucción de la fase antigua
de la historia de la salvación en la que distingue tres etapas: la creación del hombre en
una condición de perfección y de amistad con Dios (paraíso terrenal); la caída del
hombre después de la tentación diabólica; la primera intervención salvífica de Dios
que se manifiesta en la elección y en la liberación del pueblo hebreo de Egipto.
En el septenario de las cartas, las tres etapas aparecen como una relectura del
Antiguo Testamento hecha en función de la edificación de la Iglesia, vista como la
continuación del verdadero judaísmo espiritual.
En los sellos, la creación y la caída del hombre con sus desastrosas
consecuencias son descritas en los caballos y sus respectivos jinetes de los primeros
cuatro sellos; la intervención salvífica divina en favor del pueblo hebreo es descrita en
el sexto sello en la escena de los ciento cuarenta y cuatro mil de las tribus de Israel
marcados en la frente con «el sello del Dios viviente», que preanuncia la gran multitud
de los salvados de toda la humanidad en virtud de la muerte de Cristo.
En el septenario de las trompeta, la representación de la fase antigua de la
historia de la salvación parte con la caída de Satanás y de los ángeles malvados,
seguida por la descripción de los desastrosos efectos, primero sobre el mundo físico
(las cuatro primeras trompetas) y después sobre el mundo humano (quinta trompeta
y parte de la sexta); solamente en la segunda parte de la sexta trompeta algunas
escenas alegóricas se refieren a la intervención salvífica de Dios en el transcurso del
Antiguo Testamento: el ángel que baja del cielo con «el pequeño libro» para anunciar
el próximo cumplimiento del «misterio de Dios», la medición del Templo, el episodio
de los dos testigos.

La mujer del capítulo 12: la humanidad en el proyecto de Dios

Con el capítulo 12 comienza el largo proemio del septenario de las copas.
También este septenario, como los precedentes, es una exposición de la fase antigua
de la historia de la salvación. Sin embargo, a diferencia de los anteriores, aquí la

172
exposición no se hace sobre el desarrollo, sino sobre la serie de visiones del capítulo
12, que tiene como protagonista absoluto una «mujer», involucrada en una doble
relación: con el hijo-Mesías y con el dragón-Satanás.
La opinión de que esta «mujer» representa una realidad que pertenece a la
historia, entendida como historia de la salvación, es algo que comparten todos los
intérpretes; de esto dan fe las identificaciones del símbolo que hemos recordado
anteriormente. Sin embargo, como representación de una realidad histórica, la
«mujer» sigue siendo un símbolo. Y la relación de un símbolo con la realidad
significada, aún cuando permanezca inalterado su valor de fondo, puede asumir
diversos matices dependiendo del contexto en el que se presenta. Ahora, hemos visto,
la «mujer» se encuentra primero «en el cielo» donde es atacada por el dragón-Satanás
que quiere devorar a su hijo-Mesías en cuanto lo dé a luz; el hijo nacido es «raptado»
al cielo y la mujer huye «al desierto»; mientras tanto el autor nos habla de una
expulsión de Satanás del cielo a la tierra, donde comienza a perseguir a la «mujer» que
de nuevo huye «al desierto», identificándose, en este caso, con el pueblo hebreo
liberado de Egipto.
Las identificaciones propuestas no toman en cuenta estos cambios de situación,
mejor aun, proveen explicaciones insatisfactorias. Así como no toman en cuenta el
hecho de que el símbolo de la «mujer» retorna, como hemos recordado anteriormente,
en dos puntos cruciales del libro de Juan: la visión de la «mujer-prostituta», es decir la
Jerusalén corrupta e infiel (capítulo 17), y la visión de la «desposada, esposa del
Cordero», que es «la nueva Jerusalén que baja del cielo y proviene de Dios» (capp. 21 y
22).
Las dos visiones, como hemos visto anteriormente, están estrechamente
relacionadas en función de antítesis. Sin embargo es innegable que están en
correlación con las visiones del capítulo 12. La visión de la «mujer-prostituta» que «en
el desierto» va montada en la «bestia-dragón» es la inversión de la visión de la
«mujer-Israel» que, con la ayuda de Dios, es llevada «al desierto» para preservarla de
la persecución del dragón. La visión de la «mujer-esposa del Cordero», de algún modo,
es la antítesis de la «mujer-prostituta», es decir, de la «mujer-Israel» que se pervirtió;
por lo tanto, recupera en sí la imagen y los valores de la «mujer-Israel», es decir el
pueblo elegido que Dios había liberado de Egipto y llevado «al desierto», en la espera
de ser conducido a la Tierra prometida.
Pero no es sólo esto. La «mujer-esposa del Cordero» es la retoma de «la gran
señal» de la «mujer vestida del sol», de las cuales la «mujer-Israel» no es más que una
manifestación parcial. Ambas mujeres tienen inicialmente una residencia «en el cielo»,
que después cambia de una manera radicalmente diferente: una baja «del cielo» al
«desierto», la otra «sobre un monte grande y alto». En ambos casos el cambio de lugar
está determinado por la relación que las conecta con el Mesías. En el «desierto» se
refugia la «mujer vestida del sol» después que el hijo-Mesías, apenas nacido, es
«raptado al cielo». Por el contrario, la otra baja «del cielo, proveniente de Dios» sobre
el nuevo monte Sión para celebrar su boda con el Cordero (cfr. 19, 7 ss.).
La íntima relación que conecta a las dos mujeres con Jesucristo no deja dudas
sobre el hecho de que ellas simbolizan una sola y misma realidad; sin embargo, es
vista en dos momentos radicalmente diferentes, incluso contrapuestos. En el capítulo
12, de hecho, la relación entre la mujer y el hijo-Mesías es efímera y, de todos modos,

173
se interrumpe bruscamente, por lo que los acontecimientos de la mujer se
desenvuelven sin su presencia. En el capítulo 12, sin embargo, el contacto se ha
restablecido puesto que la mujer se encuentra nuevamente «en el cielo» y «junto a
Dios», adonde había sido «raptado» el hijo-Mesías. Esto significa, simplemente, que ha
llegado la redención: no por casualidad, de hecho, el esposo con quien se apresta a
celebrar las bodas es el «Cordero».
Ha sido restablecido el contacto con el Mesías, pero la relación con él ha
cambiado radicalmente: ahora él es el «esposo», lo que significa que la «esposa» fue
elevada a su dignidad, pero la fuente y el artífice de esta nueva dignidad es el Mesías
Jesucristo, el Cordero que “fue sacrificado y ha rescatado para Dios con su sangre a
hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación” (5, 9). Otra es la relación de la mujer
del capítulo 12 con el Mesías-Jesucristo. Ella lo lleva en su seno. Aparentemente su
situación es más favorable; en realidad ella está sola para enfrentar la amenaza del
dragón. Por esto «grita de dolor y está en gran trabajo para dar a luz» (12, 2). ¿Cómo
no ver en esto una alusión a la situación de la pareja humana en el Edén, separada del
«árbol de la vida» por la interposición del «árbol del conocimiento del bien y del mal»,
del que Dios prohíbe comer su fruto (cfr. Gn 2, 8 ss.)? Llegar al árbol de la vida
significaba poseer la inmortalidad, la vida eterna (cfr. Gn 3, 22). El hijo-Mesías que «la
mujer vestida del sol» lleva en su vientre es una promesa. Sin embargo, la infracción
de la prohibición divina, a causa de las insinuaciones de Satanás, «la serpiente de los
orígenes», hace fracasar el proyecto de Dios para la humanidad, que sufre las
consecuencias de la escucha al tentador, si bien Dios no la abandona ofreciéndole una
posibilidad de prueba en la tierra, aun llegando a ser hostil (primera huida al
«desierto») y, sobre todo, prometiéndole un salvador, nacido «de la simiente de la
mujer», que aplastaría la cabeza del tentador (cfr. Gn 3, 15).
Más allá de las identificaciones propuestas, la mujer del capítulo 12 es el
símbolo de una realidad más universal que, en sí las comprende todas: es la
humanidad tal como salió de las manos creadoras de Dios y tal como llegó a ser
después de la caída, oprimida y perseguida por su tentador, pero nunca abandonada
por Dios. En el sacrificio de Jesucristo Dios la rescata en su totalidad, y la lleva al
nuevo paraíso terrestre, la «nueva Jerusalén», en cuyo centro brota un río, como en el
Edén, pero es un río de agua de vida, y en sus orillas crece y fructifica todo el año «el
árbol de la vida», libre ahora de toda prohibición, pues no existe más el árbol «del
conocimiento del bien y del mal» (cfr. 22, 1.).

Las dos bestias (13, 1-18)

12, 18: «Y se puso en pie sobre la arena del mar»

Hemos visto que Satanás, precipitado del cielo a la tierra, persigue a la «mujer»
que le han sustraído para ser refugiada en «el desierto» en circunstancias prodigiosas;
hemos creído ver aquí una referencia precisa a la liberación del pueblo hebreo de
Egipto. Furioso por el revés sufrido, el dragón-Satanás dirige su «guerra», es decir, su
persecución, contra «el resto de su descendencia, los que observan los mandamientos
y mantienen el testimonio de Jesús» (12, 7).

174
También en estas últimas palabras, del capítulo 12, hemos creído identificar
una alusión al Israel histórico, esbozado en su esencia constitutiva, es decir en la Ley y
la profecía; y es entonces contra los exponentes y cultores de estos dos componentes
esenciales del judaísmo que se desata la persecución de Satanás, persecución que Juan
encontraba bien documentada en los libros sagrados, persecución procedente de
reyes invasores, y también de autoridades políticas y religiosas internas. No por nada,
hablando de la «prostituta, la grande», es decir, la Jerusalén corrupta, él la ve «ebria de
la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús» (17, 6), y cuando
describe su destrucción añade, entre las causas que la han provocado, que «en ella fue
hallada la sangre de profetas y santos y de todos los degollados de la tierra» (18, 24).
La persecución contra «los santos y los profetas» (o contra «los santos y los
testigos de Jesús») es la que se llevó a cabo en el curso de la historia de Israel. Si no se
acepta esto, como ocurre con la interpretación habitual, se está obligado a postular
una insostenible distinción entre la «mujer» y su «simiente». Por ejemplo, Prigent
sostiene que, mientras la Iglesia no está sujeta a la agresión de Satanás, los cristianos
son víctimas de éste. Una posición análoga encontramos en Lupieri, para quien la
persecución no tiene que ver con la «mujer» (que para él, al mismo tiempo, es Israel y
la Iglesia), refugiada temporalmente «en el desierto», sino sólo con su «descendencia».
Confieso no llegar a comprender el sentido de la distinción entre la «mujer»,
entendida como la Iglesia (o la Iglesia e Israel), y su «simiente», entendida como los
cristianos (o los hebreos y los cristianos). Por otra parte, el refugio en el desierto es
provisorio, dura «un tiempo, (dos) tiempos y la mitad de un tiempo», es decir, la
«media semana de años» simbólica («cuarenta y dos meses») que es la duración de la
persecución de la bestia del mar contra «los santos» (13, 5 ss.) que son,
evidentemente, la «simiente de la mujer». ¿Qué cosa sucede al concluir este periodo?
Prigent, para quien la conclusión coincide con el fin del mundo, dice que ocurrirá la
reunificación de la Iglesia con los cristianos. Sin embargo, la Iglesia, que según este
estudioso ¿Qué cosa es esta Iglesia distinta de los cristianos? Comentando Apocalipsis,
1, 20, Prigent habló de un «doble aspecto» de la Iglesia, uno que encuentra aquí abajo,
mezclado con los turbulentos acontecimientos terrenos, y otro que «está junto a Dios,
en el cielo, entre los ángeles» (Prigent, 196 ss.). Pero, según este estudioso, la Iglesia
que habría sido salvada de la persecución en el texto de Juan habría sido refugiada «en
el desierto». ¿De cuál de los dos aspectos se trata, del celeste o del terrenal? Si se trata
del primero ¿cuál es el motivo del refugio «en el desierto»? Si se trata del segundo ¿de
qué modo éste puede ser distinto de los acontecimientos de su «simiente», es decir, de
los cristianos que sufren la persecución?
Preguntas similares se debe formular a Lupieri, que también es partidario de la
distinción entre la «mujer» y su «simiente», que sufre sola la persecución del dragón-
Satanás, mientras la «mujer» permanece provisoriamente «en el desierto». Ya que
para él la «mujer» es «la representación celeste de Israel,… del Israel fiel que es
también el verdadero cristianismo» (Lupieri, 191), ¿Por qué es refugiada «en el
desierto»? Además, visto que, como él mismo señala, la protección es temporal ¿qué
cosa sucede después? No hay respuesta, pero se podría deducir de las palabras con
que se alude a la temporalidad de la protección («¡no por siempre, en definitiva!») que
la «mujer» será expuesta a la persecución; esto, tratándose de la «representación
celeste» de Israel y de la Iglesia, es aún más inverosímil que su fuga «al desierto».

175
Las consideraciones hechas nos llevan a ver que la «simiente de la mujer» no es
algo distinto de ella, sino la especificación, al interior de su descendencia, de «los que
observan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús”. Un
emparejamiento, de la «mujer» y su «descendencia», que ya estaba contenida en la
maldición de Dios contra la serpiente tentadora (cfr. Gn 3, 15).
La persecución contra la «mujer» y su «simiente» no es realizada por el dragón-
Satanás en primera persona. Él se sirve de dos instrumentos pertenecientes al ámbito
humano; Juan, siguiendo tradiciones bien acreditadas en el lenguaje bíblico, los
designa con los nombres de «bestias», que provienen respectivamente del «mar» y de
la «tierra». La evocación de las dos «bestias» por Satanás está representada de
manera, por así decirlo, plástica, ya que el autor lo describe «puesto de pie en la orilla
del mar» (12, 18).
Este dato, que seguramente no es simplemente descriptivo, ha llamado la
atención de los intérpretes, sobre todo en tiempos recientes. Hay los que,
identificando ambas bestias con la realidad representada por Roma, quieren los
términos «mar» y «tierra» en sentido realista, es decir geográfico: el «mar» sería el
Mar Mediterráneo, en cuyo centro, precisamente, se encuentra Roma; a su vez, la
«tierra» sería el Asia Menor, que habría sido uno de los centros de difusión del culto
imperial. Regresaremos, en su lugar, sobre esta interpretación, cuyo punto débil,
decimos desde ya, es la identificación de la bestia de la tierra con el culto imperial y el
sacerdocio allí implicado; nosotros, por el contrario, creemos identificar en este
símbolo otra alusión a la corrupción del judaísmo.
Sobre la base de la analogía entre las visiones de Daniel (Dn 7, 3 ss.) y de Juan,
otros – la mayoría – creen que el término «mar» representa el abismo, el lugar donde
habitan las fuerzas anti divinas. En apoyo de esta interpretación citan la expresión: «la
bestia que sube del abismo», señalada por Juan como el ser causante de la muerte de
los dos testigos (cfr. 11, 7). Sin embargo, no es una cita apropiada, ya que Juan
distingue claramente entre «mar» y «abismo»: este último es la sede de Satanás y de
los seres demoníacos (cfr. 9, 1.11; 20, 3).
En cuanto al «mar», su significado negativo en el Apocalipsis se relaciona
exclusivamente con la cita de Daniel: como en la visión del profeta, del «mar» sale la
bestia monstruosa que simboliza el poder político corrupto (13, 1 ss.); en este sentido,
éste ya no existirá en el mundo nuevo después de la redención realizada por Jesucristo
(cfr. 21, 1). Por el contrario, entendido como dimensión física y cósmica, el mar es una
realidad positiva en el libro. En la visión del capítulo 4, ante el trono de la divinidad, se
extiende «como un mar de vidrio, similar al cristal» (4, 6), que hemos entendido como
alegoría del mundo creado en su belleza originaria. Sobre éste y sobre el resto de la
creación recae posteriormente la ruina provocada por la caída de los ángeles
malvados (cuatro primeras trompetas), al punto que, en una visión del capítulo 15,
Juan lo ve «como un mar de vidrio mezclado con fuego» (15, 2).
En todo caso, el mar en cuya orilla está «de pie» el dragón-Satanás debe
entenderse en sentido físico, como una de las dos partes que componen la extensión
terrena. La posición del dragón – «puesto de pie» – parece ser la de un dominador de
los dos elementos, la tierra y el mar, entre los cuales está posicionado; y además, el
verbo usado por Juan para señalar su posición es el mismo que usa para señalar la
resurrección del Cordero degollado y de los dos testigos asesinados; y a una

176
resurrección, al menos parcial, alude la curación de la herida mortal sufrida por una
de las siete cabezas de la bestia del mar (cfr. 13, 3).
Sin embargo, el dominio sobre los dos elementos aparece limitado, justamente,
por la posición intermedia que el dragón ocupa entre el mar y la tierra. Para darnos
cuenta de esto, basta comparar su posición con el comportamiento del ángel que baja
del cielo con «el pequeño libro»: «puso su pie derecho sobre el mar y el izquierdo
sobre la tierra» (10, 2). Sin embargo, la prueba más evidente de la limitación de su
dominio consiste en que la persecución no es realizada por Satanás, sino por las dos
bestias, del mar y de la tierra. Y no se trata de simples ayudantes o colaboradores:
entre Satanás y estas entidades hay una transferencia real de poderes, como se dice
explícitamente sobre la bestia del mar (cfr. 13, 2). A pesar de que estas entidades
actúan bajo la inspiración de Satanás y, de hecho, son su encarnación, él no actúa
directamente. Y esto, no por elección, sino como consecuencia de la derrota sufrida a
manos de los ángeles fieles que, en cierta medida y en un periodo limitado de tiempo,
lo han reducido a impotencia. Esto es lo que Juan nos dice en la visión del capítulo 20
con la alegoría del encadenamiento de Satanás por mil años a manos del ángel (cfr. 20,
1 ss.).
La impotencia de Satanás, por lo tanto, es parcial: en efecto, él puede continuar
la persecución por medio de las dos bestias por él evocadas. Está también limitada en
el tiempo: la alegoría del capítulo 20 establece la duración de este periodo de
impotencia en la cifra simbólica de mil. Terminado ese periodo, él «debe ser liberado»
(evidentemente, por disposición divina) para cumplir, junto con sus dos emanaciones,
la acción sobrehumana que es la muerte de Jesucristo, hijo de Dios.

13, 1-10: La bestia del mar: la corrupción del poder político

La primera bestia que Juan ve aparecer en el horizonte – un horizonte
claramente y plenamente histórico – es la que «sube» del mar. La descripción no tiene
intenciones figurativas, imposibles de realizar en el plano iconográfico, sino
exclusivamente simbólicas. Por un lado, la bestia reproduce el aspecto del dragón:
siete cabezas y diez cuernos; pero con una variante muy significativa: las diademas
que estaban sobre las siete cabezas del dragón ahora se encuentran sobre los diez
cuernos de la bestia. Este detalle hace hincapié, en el plano figurativo, en la
transferencia de los poderes reales desde el dragón a la bestia, lo cual es afirmado de
manera explícita inmediatamente después: «Y el dragón le dio (es decir, a la bestia) su
potencia, su trono y un gran poder» (13, 2).
Además de tener el aspecto del dragón la bestia posee tres formas feroces: «la
bestia que vi era semejante a un leopardo, sus pies como de oso y su boca como boca
de león» (13, 2). Evidentemente, en el plano figurativo, estas tres formas feroces son
imposibles de combinar con el aspecto del dragón; de hecho, en la fantasiosa
iconografía occidental, han sido olvidadas. Algo análogo ha sucedido con los exegetas
que, cuando han advertido este detalle, a lo más se han limitado a destacar la analogía
con la visión de las cuatro bestias de Daniel.
Y sin embargo se trata de un punto decisivo para interpretar el símbolo de la
bestia del mar. La visión de Daniel, en la cual ya nos hemos detenido largamente, hacía
alusión al esquema historiográfico de los cuatro imperios universales, condensando

177
en éste toda la historia del pasado hasta la llegada del reino mesiánico. En las visiones
de las cuatro bestias en Daniel éstas aparecen en sucesión: el león (imperio
babilónico), el oso (imperio de los medos), el leopardo (imperio persa), la cuarta
bestia innominada (Alejandro Magno y sus sucesores). En la retoma de Juan, las tres
primeras bestias aparecen condensadas en la cuarta, la cual representa para él,
evidentemente, el imperio romano. Esta condensación puede significar que el imperio
romano comprende todos los territorios que ocuparon los anteriores, o bien que
reúne en sí mismo sus rasgos negativos en máximo grado. La concentración de los
imperios precedentes en el de Roma implica, además, un juicio negativo sobre toda la
serie. Sin embargo, todo aquello se refiere al pasado y no implica, por lo tanto, un
juicio negativo de Juan sobre el poder político en cuanto tal.
La explícita referencia de Juan a la visión de Daniel merece una reflexión, útil
también para la identificación del símbolo de la bestia del mar. Se trata de una
interpretación, más bien, de una adaptación, de esa visión a los efectos del tema que
Juan está desarrollando. En el profeta la cuarta bestia que surge «del mar» simboliza
el imperio de Alejandro y de sus sucesores, especialmente el de los Seléucidas de
Siria: esta bestia, como se mencionó anteriormente, no es identificada de modo
específico con algún animal, sólo se dice que tiene grandes dientes y diez cuernos.
En Juan la cuarta bestia es, claramente, el imperio romano, como es la opinión
de la mayor parte de los intérpretes desde la antigüedad hasta hoy; pero, si así es, el
imperio romano es el último en la serie y precede, como el cuarto imperio en Daniel, la
venida del reino mesiánico. Por esta razón, no se puede ver en la bestia del mar, como
hacen muchos, un símbolo genérico de persecución o el anticristo del fin de los
tiempos.
Y otra reflexión se impone. En Juan, la cuarta bestia tampoco tiene un forma
animalesca específica. El autor la describe con las formas del dragón; significa que es
su perfecta manifestación, y que no se han convertido en una sola cosa. La distinción
entre las dos realidades será evidente cuando el ángel explique a Juan el símbolo de la
bestia en el capítulo 17 – visión de la prostituta – en el cual se distingue netamente
entre las siete cabezas y los diez cuernos. La distinción, no obstante, ya surge
claramente en la visión de la bestia del mar, como se desprende del detalle
mencionado anteriormente; en efecto, las siete cabezas carecen de diademas, las
cuales están puestas sobre los diez cuernos, en señal de la transferencia del poder real
a los soberanos terrenos.
No tiene fundamento alguno, por lo tanto, la interpretación, seguida por casi
todos los intérpretes, que ve en la cabeza herida de muerte y (prodigiosamente)
sanada una alusión a la leyenda de Nerón redivivo, según la cual el emperador suicida
no estaría muerto, o bien habría resucitado y se habría refugiado entre los Partos, a
cuya cabeza habría de retornar algún día para vengarse de Roma. Aparte de la
escasísima probabilidad de que Juan hubiese conocido esta leyenda, francamente no
vemos la razón por la cual la hubiese mencionado aquí, a menos de que estuviese
animado por un espíritu fanáticamente anti romano, como frecuentemente han dicho
los seguidores del la exégesis inspirada en el método histórico crítico.
En todo caso, como ya se ha dicho, las cabezas pertenecen al dragón, y es inútil
buscar en éste referencias a uno u otro emperador romano. La herida mortal sufrida
por la cabeza – aunque más adelante se dice que la herida toca a toda la bestia (cfr. 13,

178
12.14) – y sanada se refiere a la derrota sufrida por Satanás, el que, de algún modo,
recobra nueva vida en las dos bestias, en infame parodia de la verdadera resurrección
de Jesucristo Sin embargo, esta pseudo-resurrección alcanza el efecto de inducir a los
habitantes de la tierra a postrarse en adoración ya ante el dragón-Satanás ya ante su
epifanía, la bestia, es decir, el poder político corrupto; tanto, que sobre la tierra
resuena el grito: «¿Quién es semejante a la bestia y quién puede combatir contra ella?»
(13, 4), manifiesta inversión del grito que resonó en el cielo (el significado del nombre
hebreo Miguel es: “¿Quién es como Dios?”) antes de la batalla entre los ángeles.
Teniendo en cuenta la distinción que hemos hecho, podemos dar su justo valor
a un carácter particularmente anti divino que caracteriza a la bestia del mar: la
blasfemia (13, 2.5 s.). El término, y el verbo correspondiente, se usan aquí no en el
sentido genérico de maldición, calumnia (cfr. 2, 9) o en el sentido de una revuelta
contra Dios a causa de los castigos enviados por Él (cfr. 16, 9.11.21): aquí se usan para
significar el rechazo total de Dios y de su autoridad, con el propósito de sustituirse a
Él.
Según la mayor parte de los críticos, al denunciar este comportamiento anti
divino Juan tendría en la mira la pretensión de los emperadores romanos de hacerse
reconocer y adorar como divinidades. Esto puede ser cierto, pero es una
interpretación reductiva por varios motivos. Primero, porque «los nombres de
blasfemia» están «sobre sus cabezas» (13, 1) las cuales, hemos visto, pertenecen al
dragón-Satanás. Él es el primer negador, no sólo de Dios sino también de «su
Tabernáculo» y de «los que habitan en el cielo» (13, 6). Las conductas blasfemas que
aquí se atribuyen a la bestia del mar siguen el modelo de las que se atribuyen en
Daniel a Antíoco Epifanes. Éste no solo desafía «al ejército del cielo», sino también «al
príncipe del ejército del cielo», es decir, Dios (cfr. Dn 8, 10 ss.). En Daniel, con la
expresión «ejército del cielo» se indican, sin duda alguna, a los israelitas fieles a Dios, a
su Ley y a su culto. De igual modo, siguiendo el ejemplo de esto, algunos críticos (por
ejemplo, Prigent) sostienen que en Juan, por «habitantes del cielo», han de entenderse
los fieles cristianos. Esta es una interpretación absolutamente inaceptable después de
lo que el autor ha dicho sobre la batalla que tuvo lugar «en el cielo» entre los ángeles,
fruto de la cual sólo quedaron como únicos «habitantes del cielo» los ángeles fieles
que expulsaron a Satanás y a los suyos. Y es en contra de ellos, entonces, así como en
contra de Dios, su «nombre» y «su Tabernáculo», que se dirige la «blasfemia» de
Satanás: de hecho, los ángeles fieles lo expulsaron del «cielo», («habitación» de Dios),
frustrando su intento de sustituirse a Dios y a «su nombre» (apoderándose de su
atributo de señor del universo).
En cuanto a los soberanos que pretendían ser adorados, los emperadores
romanos no fueron los primeros en avanzar esta reclamación ni, por lo menos hasta
ese momento, los más celosos y feroces en hacerla aceptar. A este respecto, Juan se
encuentra con muchos otros ejemplos en los libros sagrados. Comenzando con
Nabucodonosor, con su estatua de oro que todos debían adorar, desde la máxima
autoridad hasta el más simple de los súbditos, lo cual causa la condena de tres jóvenes
hebreos, arrojados en el horno ardiendo por haberse negado a hacerlo (cfr. Dn 3, 1
ss.), hasta el buen Darío quien, por un rechazo del mismo tipo, no duda en hacer
arrojar a su protegido Daniel en la fosa de los leones (cfr. Dn 6,2 ss.). Por no hablar del
seléucida Antíoco Epifanes, quien prohibió el culto judío y profanó el Templo de

179
Jerusalén instalando allí una estatua de Zeus Olímpico – tal vez con la semblanza del
propio rey – y enviando a la muerte a los observantes de la Ley (cfr. 1 M 1, 54 ss.).
De la «blasfemia» contra Dios y su corte celeste se deriva, como lógica
consecuencia, la persecución de los «santos» en la tierra. Escribe Juan: «Le fue
concedido hacer guerra contra los santos y vencerlos, y le fue dado el poder sobre
toda tribu, pueblo, lengua y nación» (13, 7). Cabe hacer notar que la bestia del mar no
se ha hecho con el poder de perseguir ni la soberanía universal por sí misma, sino
evidentemente, les han sido concedidos por Dios, como de hecho, incluso la
posibilidad de «blasfemar» (cfr. 13, 5). Todo esto refleja el hecho de que el Apocalipsis
no tiene una concepción dualística del mundo y de su historia, es decir, como una
contraposición y lucha entre un principio del bien y un principio del mal. El mundo y
todos los seres que lo habitan han sido creados por el único Dios que todo gobierna,
teniendo en cuenta, sin embargo, la libertad de elección que Él ha «concedido» a las
creaturas superiores, ángeles y seres humanos. La soberanía absoluta del Dios único
se manifiesta también por los límites temporales, bien definidos, que restringen «el
poder de actuar» que se le concede a la bestia del mar: «por cuarenta y dos meses»
(13, 5), es decir, el equivalente simbólico de los tres años y medio de persecución
contra los hebreos por Antíoco Epifanes, ya encontrada en esta fórmula o en otras
equivalentes: holladura de la «ciudad santa» (11, 2), misión de los dos testigos (11, 3),
primera y segunda fuga de la «mujer» en el desierto (12, 6.14).
Como en los casos precedentes, no se trata de una cronología simbólica que
tenga que ver con el tiempo de la Iglesia o el futuro escatológico: se trata de la
persecución que se ejerce contra los justos y los profetas de la antigua economía. Esta
persecución es ejercida por la bestia del mar en su significado global, es decir, como
símbolo del poder político corrupto, representado históricamente por los cuatro
imperios que se han sucedido en el curso de la historia antigua y no sólo por el
imperio romano. Este último es, ciertamente, el peor de todos, ya que comparte la
responsabilidad de la «persecución, la grande», es decir, de la muerte de Jesucristo.
Por este motivo, éste reúne en sí mismo incluso los imperios que lo han precedido. Sin
contar el hecho de que el imperio romano, en el momento en que Juan escribe,
persiguiendo a los seguidores de Jesús, ya había demostrado seguir en todos los
aspectos la línea de los imperios que lo habían precedido.

13, 9-10: La «ley» de la bestia del mar y la «constancia y la fe de los santos»

Juan concluye la presentación de la bestia del mar con una advertencia para los
lectores-oyentes, cuya importancia se pone de relieve por la fórmula solemne con la
cual es introducida, la misma utilizada por el Espíritu para introducir las palabras a las
Iglesias: «quien tenga oídos, oiga» (13, 9; cfr. 2, 7.11.17). Sin embargo, la presente
advertencia es de dificilísima interpretación para nosotros, también debido a que el
texto nos ha llegado en versiones contradictorias que son, evidentemente, ya el efecto
de diferencias de interpretación. Una versión, bien recibida por eminentes editores
modernos, pero ya presente en la antigua versión latina, suena así: «Quien (lleva) en
cautiverio va en cautiverio, quien a espada (mata), a espada es necesario que muera».
La otra versión, seguida por la mayoría de los intérpretes recientes, dice en su lugar:

180
«Quien (debe ir) al cautiverio va al cautiverio; quien a espada (debe ser muerto) a
espada debe ser muerto» (13, 10).
La primera versión presenta, al menos en la segunda parte, un paralelo con las
palabras de Jesús en el evangelio de Mateo: “Todos los que han echado mano a la
espada a espada morirán» (Mt 26, 52). La he preferido en el ensayo precedente, al ver
en esta ley del talión la lógica que gobierna el surgimiento y la decadencia de los
imperios que han dominado el mundo en la antigüedad. Sin embargo, ahora creo que
la segunda versión es más atendible, sugerida no sólo por la autoridad de los
testimonios de la tradición manuscrita que la refieren, sino también por la evidente
cita de Jeremías que está detrás de estas palabras: «…quien (sea) para la espada (va) a
la espada…quien (sea) para el cautiverio (va) al cautiverio”» (Jr 15, 2; cfr. 43, 11). En
las palabras del antiguo profeta la ley que rige la actuación de los imperios (Jeremías
se refiere a las conquistas de Nabucodonosor) es, ciertamente, la de la violencia: sin
embargo, ésta no escapa al control de Dios que la dirige hacia sus objetivos, es decir, la
purificación de su pueblo.
Volviendo sobre las palabras del profeta, Juan no comparte su optimismo
providencialista: los imperios, representados en la cuádruple forma de la bestia del
mar, aunque ya simbolizados anteriormente por los cuatro ángeles desatados sobre el
río Éufrates al sonar la sexta trompeta (cfr. 9, 13 ss.), han sido entidades negativas
cuyo instrumento esencial para su consolidación ha sido la guerra, con su sucesión de
matanzas y deportaciones. Su dominio sobre los pueblos estuvo marcado por un
despotismo absoluto, al punto que sus soberanos se sustituyeron a la divinidad y
pretendieron ser adorados por los súbditos. Esta ha sido la peor forma de idolatría;
también porque, a diferencia de los ídolos de tipo material que no pueden ni ver ni oír
(cfr. 9, 20; Ex 7, 4; etc.), los soberanos eran informados por sus ministros de culto
sobre eventuales negaciones, que Juan identifica, poco después, con el símbolo de la
bestia de la tierra: la negación significaba la condena a muerte (cfr. 13, 15) o, en
cualquier caso, la persecución.
La inevitabilidad de esta suerte, también implícita en la cita de Jeremías, está
muy presente en la mente de los «santos», que son quienes se niegan a ese tipo, y a
todo otro tipo de idolatría. Está en esta conciencia su «constancia», es decir la
capacidad de resistir no sólo las amenazas, sino también los intentos de persuasión
que la bestia de la tierra, al servicio de la bestia del mar, realiza con «señales» (cfr. 13,
13). Sin embargo, la «constancia» es alimentada principalmente por la «fe», que es,
evidentemente, fe en Dios, en su palabra y en su promesa.

13, 8: «El Cordero que es degollado desde la creación del mundo»

La diferencia entre los «santos» y los adoradores de la bestia, en cuanto a la
vida de aquí abajo, consiste en el hecho de que los primeros, bajo instigación de la
bestia de la tierra, son privados de esta vida. Sin embargo, mucho más radical es la
diferencia en comparación con la otra «vida», que es la vida divina, es decir, la vida
eterna; de esta vida están excluidos los adoradores de la bestia. De hecho, Juan
escribe: «Se postrarán en adoración ante ella (la bestia) todos los habitantes de la
tierra, cuyo nombre no está escrito en el libro de la vida del Cordero, degollado desde
la creación del mundo» (13, 8). El concepto de reitera en la visión del capítulo 17,

181
donde se dice que ante la resurrección de la bestia – claramente identificada allí con
Satanás - «se maravillarán los habitantes d la tierra, cuyo nombre no está escrito en el
libro de la vida desde la creación del mundo» (17, 8).
La expresión «desde la creación del mundo» ha causado dificultades a algunos
intérpretes que prefieren relacionarla con la inscripción del nombre (por ejemplo,
Brütsch, que refiere la opinión de otros estudiosos). Pero esta posición no es
aceptable, ya que supone la existencia de un «libro de la vida» en el origen de la
creación y sin referencia explícita al sacrificio de Cristo. Ahora, se declara que este
«libro de la vida», aquí y en 21, 27, pertenece al Cordero, es decir, es el fruto del
sacrificio de Jesucristo. Además, en la carta a Sardes (3, 5) Él habla de este «libro»
como de una realidad que está bajo su poder.
La mayor parte de los intérpretes, en cambio, relaciona la expresión «desde la
creación del mundo» con el participio «degollado», de modo que el significado de la
frase haría referencia a un sacrificio de Cristo que se ha producido desde los orígenes
de la creación.
Yo también creo que es este el significado auténtico de la frase, y así parece
haber sido entendida en la antigua versión latina. Sin embargo ¿cómo ha de
entenderse este «degollamiento» del Cordero-Cristo que ha tenido lugar «desde la
creación del mundo»? Está más allá de toda duda que, en esta frase, exista alguna
referencia a la muerte de Jesucristo en la cruz y a su valor supra temporal, por cuanto
Él, además de hombre, es también Dios. Desde el punto de vista teológico, esto explica
el hecho de que «desde la creación del mundo» existe un «libro de la vida» (cfr. 17, 8)
en el cual están escritos los nombres de los salvados. Esto, sin embargo, no da derecho
a identificar el «degollamiento» del Cordero «desde la creación del mundo» con el
sacrificio de la cruz. Quien lo hace se ve obligado a hablar de un valor “«retroactivo»
del sacrificio de la cruz (Lupieri, 209) o bien a invocar «un plan de Dios que implica,
desde el principio, la muerte salvadora de Cristo» (Prigent, 206). Lo cual,
independientemente de cualquier otra consideración, lleva a considerar la
encarnación y toda la obra de Jesucristo inseparablemente unida, «desde el inicio», a
la reparación de la culpa original.
Si esto se refiere simplemente a la presciencia de Dios, la afirmación bastante
obvia. Sin embargo, visto en términos humanos, «el plan de Dios» parece ser algo
mucho más complejo. La historia de la salvación, como también «la revelación de
Jesucristo», no comienzan con el evento pascual. El análisis de las visiones del capítulo
12, que hicimos anteriormente, nos permitió reconstruir un plan de Dios en el que la
creación del hombre y la encarnación de Mesías estaban unidas entre sí “desde el
principio”. Sin embargo, esas visiones hablaban también de la voluntad homicida de
una criatura superior, el dragón-Satanás, que se oponía con todas sus fuerzas a la
realización del plan salvífico de Dios para la humanidad. Esta oposición, hemos visto,
ha logrado su propósito con la evidente, aunque no preeminente, colaboración de la
humanidad: ésta ha sido privada de su relación privilegiada con el Mesías,
«arrebatado junto a Dios y a su trono» (12, 5).
Habíamos visto en este hecho una primera alusión, no sólo metafórica, al
«degollamiento» del Cordero «desde la creación del mundo» que, sin embargo,
continuó con el «degollamiento» de sus «testigos», que no son solamente los
cristianos, sino «toda la simiente de la mujer, los que observan los mandamientos de

182
Dios y tienen el testimonio de Jesús» (12, 17), es decir, los muertos asesinados por
motivos religiosos en la economía antigua. Ellos eran, en primer lugar, los justos de
Israel; pero, tal vez, no solamente éstos, ya que en la Babilonia-Jerusalén condenada a
la destrucción «se encontró sangre» no sólo «de profetas y de santos», sino también
«de todos los degollados sobre la tierra» (18, 24).
El contexto en el que Juan inserta la frase relativa al «degollamiento» del
Cordero «desde la creación del mundo» sugiere que él tiene en mente, sobre todo, la
matanza de los «santos». La mención de esta verdad se hace en relación con la
adoración de la bestia, otorgada por «todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no
está escrito en el libro del Cordero degollado desde la creación del mundo» (13, 8).
Los que, en cambio, se niegan adorar a la bestia, como se dice inmediatamente
después, son asesinados; pero es evidente que el nombre de ellos está escrito en «el
libro de la vida»: es decir, ellos son salvados, tienen la vida eterna. Y esto, comenzando
«desde la creación del mundo» o, al menos, desde el momento en que la violencia
homicida, motivada por razones religiosas, ha hecho su aparición en la familia
humana, como el caso de la muerte de Abel, a quien, no por casualidad, algunos
exegetas del pasado han considerado como el primer caso en el que Jesucristo murió
en la persona de sus representantes humanos.
Los asesinados por su fidelidad a Dios y por el rechazo de la idolatría
constituyen, por un lado, la prueba del perenne «degollamiento» del Cordero-Cristo en
el curso de la historia y, por otro lado, antes de su venida, anticipan su suerte, ya que
Él también será ejecutado por la alianza entre los dos poderes, político y religioso,
inspirados por Satanás. Debido a esta concreta participación en el sacrificio de Cristo
ellos, a diferencia de todos los demás hombres, son admitidos en la vida eterna antes
de Su venida. Esto es lo que nos ha parecido ver en la visión del quinto sello y en el
episodio de los dos testigos, sobre lo cual Juan volverá en las visiones de los ciento
cuarenta y cuatro mil con el Cordero sobre el monte Sión (cap. 14) y del reino
milenario (cap. 20).

13, 11-17: La bestia de la tierra: la corrupción del poder religioso

En la visión de Juan, a la bestia que sube del mar le hace compañía una segunda
bestia que proviene de la tierra, a cuya descripción está dedicada casi por entero la
segunda parte del capítulo 13. Mientras la primera bestia, como hemos visto, tiene su
modelo en Daniel, para la segunda no se ha identificado algún modelo plausible en el
Antiguo Testamento. Recientemente ha habido quien cree que Juan, al representar las
dos bestias, del mar y de la tierra, se inspiró en el Cuarto Libro de Esdras el cual,
hablando de la creación, atribuye a Dios la distribución de las tierras estériles y de las
extensiones marinas a dos monstruos respectivamente, a Behemot y Leviathan (4 Esd
6, 49 ss.; Lupieri, 211 s.).
Sin entrar en el mérito de la discusión sobre la cronología de ambos autores, la
relación entre ambos textos parece estar construida de forma totalmente superficial.
Por lo tanto, junto con la mayor parte de los intérpretes, creo que la visión de la bestia
de la tierra es una creación de Juan, correspondiente a la división de la superficie
terrestre en «tierra» y «mar», sobre las que el himno celeste en honor a la victoria de
los ángeles fieles anunciaba el próximo desencadenamiento de la furia de Satanás

183
precipitado del cielo a la tierra (cfr. 12, 12: «¡Ay de la tierra y el mar! porque bajó
sobre vosotros el diablo con gran furor»). El dominio de Satanás sobre estos dos
elementos había sido indicado por Juan, como hemos visto anteriormente, al describir
al dragón que estaba «de pie sobre la orilla del mar» (12, 18).
Bajo estas circunstancias, así como antes hemos rechazado las interpretaciones
del «mar» como referencia geográfica al mar Mediterráneo, asimismo ahora
consideramos inaceptables las afirmaciones que identifican la «tierra» con el Asia
Menor. Las dos propuestas de solución, ambas de carácter geográfico, parten con la
suposición de que ambas bestias se refieren únicamente a Roma: la bestia del mar, a la
estructura política, militar y administrativa de su imperio; la de la tierra, a la
organización del culto imperial que habría tenido en Asia Menor uno de los centros de
expansión más intensos.
En cuanto a la bestia del mar, ya hemos dicho más arriba que este símbolo,
aunque ciertamente incluye a Roma y su imperio, idólatra y perseguidor, reúne
también en sí mismo los imperios que lo precedieron en la promoción de la idolatría,
centrada en el culto de los soberanos divinizados, y en la persecución de los «santos».
Se debe hacer este mismo discurso respecto a la bestia de la tierra. Es posible
que en este símbolo se haya visto el culto imperial romano, incluidos sus ministros
con sus mansiones civiles y administrativas. Pero esta vinculación no agota toda la
complejidad del símbolo. Muchos otros y más concretos ejemplos encontraba Juan en
los libros sagrados sobre la nefasta connivencia entre política y religión. Magos y
astrólogos asisten al faraón contra la partida de los hebreos, haciendo prodigios en su
presencia (Ex 7, 8 ss. 22; 8, 3). Magos, adivinos «caldeos» e intérpretes de sueños
alrededor de Nabucodonosor (Dn 2, 2 ss.) le advierten de la negativa de los tres
jóvenes hebreos de adorar su estatua (Dn 3, 8 ss.).
En la exposición que el autor hace de esta entidad, hay también otros aspectos
tocantes al símbolo de la bestia de la tierra, que no lo limitan sólo al culto imperial
romano. Algunos intérpretes han creído que su mismo lugar de origen, la «tierra»,
contiene una referencia a la «tierra» por excelencia, es decir, la Palestina. Esta
identificación ha sido aceptada por Lupieri recientemente, según la cual la bestia de la
tierra «no representaría tan sólo la religión pagana, sino también la corrupción del
judaísmo, vendido al mundo pagano» (Lupieri, 211).
Más allá de esta discutible asociación del término «tierra» con la Palestina, son
otros los elementos de conexión con el judaísmo que nos ofrece el texto. En primer
lugar su aspecto y su comportamiento, tal como los describe Juan: «…tenía dos
cuernos similares al Cordero y hablaba como el dragón» (13, 11). Aún cuando los
términos «cordero» y «dragón» se encuentran sin artículo en el texto griego, creemos
que se refieren a las dos realidades ya indicadas en numerosas otras ocasiones, es
decir, respectivamente a Jesucristo y a Satanás. De esta manera, por lo demás, lo
entienden quienes, como Prigent, traducen: «tenía dos cuernos como un cordero pero
hablaba como un dragón”.
Si hay una semejanza con el Cordero-Cristo, entonces toda comparación con el
culto imperial resulta inaceptable; además, porque esta nueva entidad tiene «todo el
poder» de la bestia del mar, cosa que difícilmente se podría decir del sacerdocio del
culto imperial. Se trata de una entidad autónoma, aunque ejerza su poder «en la
presencia» de la primera bestia, y parece tener como única finalidad de su acción

184
hacer que «la tierra y sus habitantes se postren ante la primera bestia, cuya herida
mortal había sido curada» (13, 12).
Como ya se señaló, también aquí y poco más adelante (13, 14) «la herida
mortal» no se refiere sólo a una de sus siete cabezas (cfr. 13, 3), sino a la bestia entera,
lo cual no sólo impide identificarla con Nerón, sino con todo el imperio romano o con
cualquier realidad humana: la bestia herida de muerte que sana y re-vive es Satanás,
derrotado por los ángeles fieles, que revive en las dos bestias.
Por lo tanto, la bestia de la tierra presta su servicio más bien a Satanás, antes
que a la bestia del mar. De aquí deriva su relación ambigua con el Cordero, con quien
tiene en común la posesión de «cuernos», aunque no son siete, como los del Cordero,
sino sólo dos (cfr. 5, 6). El dragón-Satanás (por consiguiente, también la bestia del
mar, que es su encarnación) también posee diez «cuernos»; sin embargo, de esto no se
puede deducir, como Prigent y otros, que la bestia de la tierra es inferior en poder a la
primera bestia. Los «diez cuernos» de la bestia serán explicados a Juan, por el ángel,
como «diez reyes» (cfr. 17, 12). La semejanza, que aquí establece el autor, es entre los
«cuernos» de la bestia de la tierra y los del Cordero. El concepto que él quiere destacar
no es sólo la inferioridad, como es obvio; por ser el siete el número que indica la
totalidad, él quiere hacer hincapié en que el Cordero posee en medida perfecta lo que
la bestia de la tierra posee en medida limitada. Esto significa también – y es esto lo que
el autor intenta subrayar – que los «cuernos» son símbolos de una realidad positiva, si
bien, en lo que respecta a la bestia de la tierra, el contexto deja entender de inmediato
que esta realidad positiva se implanta ahora en una naturaleza que se ha pervertido.
En efecto, la bestia de la tierra tiene «dos cuernos semejantes a los del Cordero y habla
como el dragón» (13, 11).
Existe, por lo tanto, una afinidad de naturaleza entre el Cordero y la bestia de la
tierra, la cual sólo puede fundamentarse sobre el contexto bíblico común, es decir,
sobre la revelación veterotestamentaria a la cual, en la reflexión de Juan, ambos hacen
referencia. Cuando hablamos más arriba de los dos testigos, vimos en ellos la alegoría
de la Ley (Moisés) y de los Profetas (Elías) – según una fórmula corriente en tiempos
de Juan para referirse a la Escritura – que dan «testimonio» de Jesucristo. Los dos
cuernos que posee la bestia de la tierra podrían ser entonces la Ley y los Profetas, es
decir, la Escritura. Sin embargo, se trata de una Escritura interpretada en sentido
materialista y mundano («hablaba como el dragón»); en efecto, no sólo los dos
testigos son ejecutados, tampoco Jesús es comprendido ni aceptado, el verdadero
Mesías, también condenado a muerte como sus testigos.
Al ámbito del judaísmo conduce también el único de los «grandes prodigios»
atribuidos a la bestia que se menciona: «hacer bajar fuego del cielo a la tierra delante
de los hombres» (13, 13). Se trata de una referencia al prodigio realizado por Elías
sobre el Carmelo en su duelo con los sacerdotes de Baal (cfr. 2 R 1, 10) referido, por lo
demás, a propósito de los dos testigos (cfr. 11, 5). Naturalmente, la operación ha
vuelto ha cobrar prestigio aquí, «delante de los hombres» y especialmente delante de
la primera bestia, ante la cual quiere hacer postrarse en adoración a todos los
habitantes de la tierra (cfr. 13, 12). La precisa referencia bíblica no deja lugar para
pensar en fanfarronadas o trucos de magos: más bien hay que ver allí una polémica
contra la instrumentalización de la autoridad de la Escritura para conseguir crédito
ante el poder político.

185
Una de las pruebas del sometimiento del poder religioso al poder político
consiste en hacer que la servidumbre sea impuesta a todos los demás súbditos. Para
este fin, el sistema ideado por la bestia de la tierra es único: todos los súbditos, sin
excepción, deben imprimirse una «marca» sobre su mano derecha y sobre la frente, en
señal de pertenencia (cfr. 13, 16). Los intérpretes se han preguntado si con esta
imagen Juan se hacía eco de alguna costumbre de su tiempo. Algunos han pensado en
los esclavos fugitivos, que eran marcados a fuego en la frente (¡Pero sólo los fugitivos,
y sólo sobre la frente!) y en los soldados marcados en la mano derecha (pero en época
mucho más tardía).
Recientemente Lupieri propuso que en esto se refleja la costumbre de los
hebreos píos de llevar atado a la frente o a la mano izquierda las filacterias, es decir,
pequeños rollos que contienen pasajes de la Escritura, y cree que hay aquí otra crítica
de Juan contra el uso impropio de la Escritura por los judíos no cristianos. En su
propuesta no son convincentes ni la substitución entre rollos de pergamino y
«marca», que no es un elemento accesorio sino algo que se refiere a la propia persona,
ni la substitución entre mano izquierda y mano derecha, en lo cual Lupieri cree ver un
rechazo de las actividades artesanales y comerciales por parte de Juan (Lupieri,
123s.).
La «marca» es un signo inequívoco de pertenencia. En este sentido ésta
corresponde al «sello» que llevan en la frente los ciento cuarenta y cuatro mil «siervos
de Dios» (cfr. 7, 3 ss.), sello que en la visión del capítulo 14 es revelado como «el
nombre del Cordero y de su Padre» (14, 1), es decir, de Dios.
Hemos comprendido el sello como el otorgamiento de la vida eterna a los
«mártires» de la antigua economía. Frente a esto, explicar la «marca» como simple
acto de «subordinación al emperador», sobre la base de un «consenso religioso»
(Prigent), es demasiado simplista: la «marca» en hombres o cosas significa un derecho
de propiedad, lo cual está más allá de la concepción jurídica romana de la relación
entre el emperador y sus súbditos.
El texto de Juan continua diciendo que sólo quien tiene la «marca» puede
«comprar o vender». La interpretación corriente ve en la prohibición de «comprar o
vender» un castigo por el rechazo de adorar al emperador-dios. En este punto Prigent
es categórico, aunque admite que la mención de medidas restrictivas contra los
cristianos, que alcanzaban incluso los aspectos económicos, es más bien tardía
(Hechos de los mártires de Lyon del 177). En realidad, en el citado documento no se
dice palabra sobre aspectos económicos, se habla de una prohibición de frecuentar
lugares públicos (termas, foro) y casas de paganos, lo cual respondía a una bien
arraigada acusación contra los cristianos, tanto en las clases cultas (Tácito, Suetonio,
Celso) como en las clases populares (testigos, los actos de los mártires y los
apologistas cristianos), que los consideraban hostiles a la sociedad o incluso a todo el
género humano y, por lo tanto, peligrosos.
Es posible que esta prohibición implicase también la de «comprar y vender»,
pero el relato del martirio de los cristianos de Lyon nada dice al respecto, y la
circunstancia es del todo singular ya que los protagonistas cristianos de este suceso
muestran que están familiarizados con el libro de Juan.
En estas circunstancias, e incluso concediendo que el autor haya tenido
conocimiento de edictos en este sentido, no conocidos por nosotros, subsiste el hecho

186
de que el verdadero sentido de la presencia de esta «marca» para poder «comprar o
vender» sigue siendo un misterio. Razón por la cual no son convincentes las
consideraciones de quienes, como Lupieri, en este aspecto, hablan de una «escasa
simpatía» o incluso de «antipatía» de Juan «por las actividades comerciales». Los
textos que él aporta en apoyo de su tesis son la destrucción de las naves, mencionada
en la segunda trompeta (cfr. 8, 9), y la lista detallada de los productos de bienes de
consumo que son destruidos, con aparentemente complacencia de Juan, en el incendio
de la «ciudad, la grande», es decir Babilonia-Jerusalén (cfr. 18, 11 ss.). Sin embargo, en
el primer caso, la interpretación que hemos proporcionado más arriba es que la
agitación del mar y la destrucción de las naves no son, como piensan Lupieri y otros, el
efecto de un castigo enviado por Dios, sino de la caída de Satanás. Respecto al segundo
caso, como veremos en su lugar adecuado, en la destrucción de la ciudad y sus
aspiraciones a una vida de bienestar y lujos desenfrenados, Juan significaba su
condena contra la interpretación de las profecías mesiánicas en clave materialista y
mundana.
Lo que hace poco convincente la interpretación corriente sobre la prohibición
de «comprar y vender» sin la «marca» de la bestia no es tanto la incertidumbre de su
existencia, sino más bien que esta prohibición sea considerada como consecuencia del
rechazo de adorar al emperador-dios. Con lo cual se da por descontado que, hacia el
final del siglo I, la adoración del emperador haya sido una práctica ampliamente
aceptada, extendida y organizada.
Ahora, es un hecho que las propias fuentes paganas (Suetonio, Tácito) tipifican
como aberraciones los intentos de Calígula y Domiciano de hacerse reconocer y
adorar como divinidades – en el caso de Calígula atribuida a una enfermedad mental.
En el siglo III, también el historiador Herodiano arremete con palabras de fuego
contra una intención análoga del emperador Cómodo en la segunda mitad del siglo II.
La divinización (apoteosis) de los emperadores se producía sólo después de la
muerte y estaba reservada para los emperadores que habían gobernado bien.
Por otra parte, no hay rastros de algún culto dirigido directamente al
emperador, ni siquiera en los relatos de los procesos dependientes de los mártires
cristianos (Policarpo, Justino, mártires de Lyon, Perpetua y Felicitas, Pionio, etc.). Los
cristianos, detenidos simplemente sobre la base del nombre, eran obligados a la
abjuración directa («maldecir a los ateos», es decir a los cristianos y a su cabeza,
Cristo) o indirecta: ofrecer sacrificios a los dioses de la religión tradicional.
Con respecto al emperador, los cristianos eran obligados a hacer un sacrificio,
no dirigido a él sino a su «genio protector» (genius), gesto que algún juez bien
dispuesto trató de explicar como simple deseo de prosperidad y buena fortuna (salus,
fortuna), pero los cristianos se negaban a consumarlo, pues se trataba, sea como sea,
de un gesto de idolatría, aún cuando no era dirigido al emperador. Igualmente
ambiguo era el mandato de proclamar el «señorío» del emperador (Dominus Caesar).
El propósito no era el de hacer reconocer su divinidad ni tampoco el de hacer
reconocer su autoridad política, reconocida sin reservas por los cristianos: para los
cristianos, manifestar que el emperador es «señor» significaba implícitamente negar
el «señorío» de Cristo y, por lo tanto, en la práctica comportaba abjurar de la propia
religión.

187
No hay rastros de un culto al emperador en los escritos de los apologetas
griegos del siglo II: Cuadrado, Atenágoras, Justino, Melitón de Sardes, Taziano, Carta a
Diogneto. Los dos apologetas latinos, Tertuliano (Apologético) y Minucio Félix
(Octavio) hacen mención explícita de una acusación contra los cristianos de no
reconocer la naturaleza divina de los dioses patrios ni la naturaleza divina del
emperador. Sin embargo, en estos textos, el culto imperial no parece tener ese puesto
central y totalizante de culto idolátrico que los comentarios modernos le atribuyen al
Apocalipsis. Además, ellos escriben hacia el final del siglo II, pocos años después del
final del reino de Cómodo, cuya voluntad de instaurar su propio culto ya se vio más
arriba.
De todas maneras, la voz de los apologistas africanos permanece aislada. Medio
siglo después (en torno al 250) Orígenes escribe su gran apología que llega a nosotros
con el título Contra Celso, porque en ella el autor impugna una panfleto contra los
cristianos, titulado Discurso Verdadero, escrito por el filósofo Celso bajo el reinado de
Marco Aurelio. La obra del filósofo se ha perdido, pero podemos hacernos una idea
bastante completa por los extractos que Orígenes incluye en su refutación. Entre las
diversas acusaciones que el polemista pagano dirige contra los cristianos salta en
primer plano la de procurar el fin del imperio con sus doctrinas sobre el amor al
prójimo, el rechazo del servicio militar, de la participación en el culto a los dioses
tutelares. La idea que Celso tiene de estos dioses es que son emanaciones del único
Dios. No existen indicaciones de algún culto hacia el emperador divinizado;
evidentemente, no podía tener lugar en el concepto que Celso tenía sobre lo divino.
Las consideraciones precedentes pueden ayudarnos a echar alguna luz sobre la
otra actividad que Juan atribuye a la bestia de la tierra. Ella convence «…a los
habitantes de la tierra para hacer una imagen de la bestia que tiene la herida de
espada y vivió». Más aún: a la bestia de la tierra es concedido el poder de animar la
estatua, para que pudiese hablar y hacer que sean condenados a muerte quienes no la
adorasen.
Asimismo, en el levantamiento de la estatua se ha querido ver una referencia al
culto imperial romano. Hay que decir de inmediato que las bases en que se funda esta
referencia son aún más frágiles. Es cierto, antes de Juan existió el intento aparatoso y
reiterado de Calígula de introducir una estatua suya en el Templo de Jerusalén; pero
su intención fracasó, no sólo por la oposición de los judíos, sino también por la fuerte
resistencia de la clase senatorial romana. No nos parece que esta intención de Calígula
haya sido reactivada por Domiciano en tiempos de Juan: sólo sabemos que endureció
las medidas policiales contra los cristianos. En todo caso, la primera mención que
conocemos sobre la presencia de una estatua del emperador en un tribunal que
juzgaba cristianos aparece en una carta de Plinio el Joven, gobernador de una
provincia del Asia Menor, dirigida al emperador Trajano en el 112; le informa que hizo
llevar una estatua del emperador y que la hizo colocar «junto a las estatuas de los
dioses» (Lettere, x 96).
El tono de la información es el de quien toma esa iniciativa por primera vez, y
así es estimado por los eruditos. En todo caso, el contexto de la carta deja ver
claramente, hasta ese momento, que los cristianos eran denunciados en base al
«nombre». El mismo Plinio declara haber interrogado algunos de ellos y de haberlos
condenado a muerte porque no desistían de llamarse cristianos. La duda que en la

188
carta somete al criterio del emperador concierne a los apóstatas: él consulta si ellos
deben ser perdonados o «si se debe castigar el nombre en sí mismo, aún inmune de
perversiones, o bien las perversiones relacionadas con el nombre» (Plinio se refiere a
las acusaciones divulgadas contra los cristianos: infanticidio, uniones incestuosas,
comidas canibalescas).
La respuesta de Trajano es equilibrada, y sugiere aplicar indulgencia con los
cristianos que reniegan su religión; sin embargo, nada dice el emperador respecto a la
instalación de su estatua en el tribunal entre las estatuas de los dioses. En todo caso,
es difícil pensar que le haya gustado la iniciativa algo aduladora de su amigo, pues, en
el pasado, le había hecho saber todo su desdén ante la idea de que alguien sea
castigado por negarse a venerar su estatua. (Cartas, X 81 y 82).
En la literatura apologética y en los primeros actos de los mártires no hay
rastros de la presencia de estatuas de emperadores para su adoración. Por lo tanto,
parece gratuito relacionar de manera exclusiva con el culto imperial romano la
iniciativa de la bestia de la tierra de hacer levantar una estatua de la primera bestia.
Por otra parte, no tiene mucho sentido relacionar exclusivamente con el culto imperial
el «prodigio» de animar la estatua, un fenómeno muy extendido en muchos centros
religiosos del paganismo, según fuentes antiguas. Así como es de escasa ayuda, para la
comprensión del texto, insistir en la propagación de la magia, evocando magos
famosos del tiempo de Juan, como Apolonio de Tiana y Simón Mago. En este caso
específico, no es la magia el objetivo de la polémica de nuestro autor. En particular, en
cuanto a Simón Mago, de quien Juan pudo tener conocimiento, su personal
reprobación solo podía coincidir con la de la comunidad cristiana (cfr. Hch 13, 6; 16,
6); probablemente, a esta reprobación se sumaba una condena de carácter teológico,
si es cierto que Simón se presentaba como el verdadero Mesías, encarnación del Dios
incognoscible, por lo tanto en oposición con Jesucristo.
El prodigio de la animación de la estatua es empleado por Juan para poner en
evidencia y condenar la nefasta influencia que un cierto poder religioso corrupto
ejerce sobre el poder político. Esto ha sido así desde siempre o, al menos, desde la
aparición del poder político en el horizonte de la historia con su estructura bien
definida: un soberano absoluto que pretende ser asimilado a la divinidad y, por
consiguiente, ser adorado por los súbditos, rodeado por una corte de sacerdotes,
brujos y magos profesándole una fingida e interesada devoción. Así era
Nabucodonosor y su colosal estatua de oro que todos debían adorar para no ser
arrojado al horno ardiente (cfr. Dn 3, 1 ss.). Así era también Darío, el mismo que había
confiado al profeta Daniel un altísimo encargo, pero fue incitado por sus consejeros
para hacer arrojarlo en la fosa de los leones por adorar a un Dios que no se
identificaba con el rey (cfr. Dn 6, 1 ss.).
La historia de la estatua del rey divinizado para ser adorado por los súbditos se
repite durante la persecución de Antíoco IV Epifanes contra la religión judía, su culto y
sus costumbres, con su cortejo de profanaciones, violencias, masacres y despiadadas
ejecuciones; Juan podía leer esto en el libro de Daniel o en el de los Macabeos (cfr. Dn
7, 23 ss.; 2 M, caps. 5-7). Pero en los libros de los Macabeos, a diferencia del libro de
Daniel en que la persecución se atribuye sólo al rey de Siria, la responsabilidad por los
efectos devastadores de la persecución se extiende también a la apostasía de muchos
judíos, convertidos al helenismo, y al comportamiento sacrílego de las cúpulas de la

189
casta sacerdotal: dos sumos sacerdotes (Jasón y Menelao) llegaron al extremo de
«comprar» el cargo al rey, con grandes sumas de dinero y en medio de una áspera
lucha entre ellos, despojando al legítimo depositario, el justo y recto Onías III,
hermano de Jasón, posteriormente asesinado por encargo de Menelao (cfr. 2 M caps.
4-7; Dn 9, 26 s.).
El rol de cómplice y consejero del poder político en la persecución contra los
«santos», el de la bestia de la tierra, en los dos primeros imperios – babilonio y persa
(como ya en los tiempos del faraón egipcio) era ejercido por una corte compuesta por
todos aquellos que, a diverso título, se ocupaban de la persona del rey (sacerdotes,
magos, pero también administradores de provincias, coperos, proveedores de
alimentos). Durante la persecución de Antíoco IV contra la religión judía, este rol fue
asumido al parecer por los judíos que llevaron a cabo una política de colaboración con
el rey pagano e idólatra, en particular los sumos sacerdotes,.
La asimilación helenista, que el rey seléucida quería imponer por la violencia,
continuó de forma un tanto más tranquila cuando la Palestina entró en la esfera de
influencia de Roma; pero después tampoco faltaron las discordias, a veces bastante
ásperas. Herodes I, llamado El Grande, obtuvo el título de rey de los judíos de César
Octavio, quien lo ratificó después de la victoria de Azio agregando otros territorios a
su reino. Herodes inauguró una política de estrecha colaboración con la casa imperial
romana, política que fue continuada por sus hijos (Antipas, Arquelao, Herodes Filipo)
quienes, a la muerte del padre, desataron una pugna entre ellos por la sucesión: Roma
intervino aboliendo la dignidad real y dividiendo la región en tres partes. Los hijos de
Herodes convirtieron la colaboración con la casa imperial romana en un
comportamiento de verdadera adulación, en duro conflicto con los judíos ortodoxos a
quienes ellos persiguieron cruelmente. Por ejemplo, Herodes Antipas dedicó una
ciudad en honor a la emperatriz Livia llamándola Tiberíades, la capital de su
territorio, levantada junto al lago de Genesareth; el padre, a su vez, había fundado el
puerto de Cesárea en honor a Octavio, y había dado el nombre de Sebaste a Samaria
cuando su protector se convirtió en Augusto.
Herodes Antipas desencadenó otra grave discordia con los judíos ortodoxos
cuando, enamorado de Herodías, mujer de su hermano Herodes Filipo, la tomó para sí
y la desposó: la reacción de los judíos está bien ilustrada por las palabras y por la
trágica historia de Juan Bautista. Sin embargo, Herodes Antipas también terminó mal
sus días. Cuando Calígula sucedió a Tiberio fue acusado por Agripa, hermano de
Herodías, de conspirar contra el emperador: llegado a Roma, no logró eximirse y fue
confinado en una aldea de los Pirineos donde murió.
Agripa, ligado a Calígula por una gran amistad, logró para sí el título de rey y
consiguió, junto al procurador romano, la derogación del decreto para instalar una
estatua del emperador en el Templo de Jerusalén. Para esto, contaba con el apoyo de
los sumos sacerdotes, que miraban con preocupación a los judíos que se enardecían
contra Roma, poniendo en riesgo su política tradicionalmente filo-romana.
Algunos comentaristas (por ejemplo, Tresmontant) han relacionado el affaire
de la estatua de Calígula con el relato de Juan acerca de la estatua que hizo levantar la
bestia de la tierra. Por Filón de Alejandría y por Flavio Josefo sabemos que el episodio
había suscitado una enorme impresión en el mundo judío, incluido el de la Diáspora.
Sin embargo, se nos escapa el motivo por el cual el autor, a más de medio siglo de

190
distancia, haya querido recordar aquel episodio que, como hemos dicho, ya había
fracasado, no sólo por la oposición de los judíos y de sus jefes políticos y religiosos.
Según Lupieri, Juan habría recordado el episodio a modo de crítica contra el judaísmo:
«Aquel pueblo (es decir, los judíos) y sus sacerdotes, que habían luchado para impedir
que los romanos instalasen una estatua de Calígula en el Templo (en el 40 d.C.),
habiendo rechazado al Mesías, sería espiritualmente culpable de paganismo; de hecho,
habrían renunciado a su propia función en la historia de la salvación y se habrían
sometido a los intereses religiosos del mundo pagano, es decir de Satanás y de la
bestia que sube del mar» (Lupieri, 211).
En mi opinión, estas observaciones de Lupieri son absolutamente admisibles.
Sin embargo, una vez más, no se entiende por qué un acto de suma piedad – frustrar
la instalación de un ídolo en el Templo, por cierto, también compartido por Juan – se
convertiría en una recriminación imputada por él a los judíos como acto de
«sometimiento» al paganismo. En realidad, el sometimiento al poder político romano,
más que al paganismo, se consumó no sólo al no reconocer a Jesús como el Mesías
anunciado, sino también con la iniciativa de los sumos sacerdotes, según el relato de
los cuatro evangelios indistintamente, para arrestar a Jesús, juzgarlo, condenarlo a
muerte y entregarlo al procurador romano, Poncio Pilatos, para la pena capital.
La sede de la actividad de los sacerdotes y centro de irradiación de su
autoridad era el Templo de Jerusalén, que en aquel tiempo era objeto de ásperas
críticas, no sólo de grupos judíos sectarios (esenios, Qumrán, etc.), sino también de
textos neotestamentarios (cuarto evangelio, Apocalipsis, Carta a los Hebreos). Por lo
tanto, el Templo es la sede desde donde procedió la iniciativa que, con la ayuda
decisiva de Satanás, entregó a Jesús en manos del poder político romano, el peor y
último de los imperios, para hacerlo crucificar. La estatua de Calígula no fue colocada
en el Templo, como en cambio sí sucedió con la de Zeus con la efigie de Antíoco IV, que
después fue destruida por los seguidores de Judas Macabeo. Daniel se refiere a la
introducción de aquella estatua en el «lugar santo» como la «abominación de la
desolación» que había profanado el Templo (Dn 9, 26 s.; 12, 11 s.). Como se dijo en la
Introducción, en los evangelios sinópticos Jesús evoca al profeta para dar a sus
discípulos la «señal» acerca de la llegada de la hora para huir de la Galilea y refugiarse
en los montes (cfr. Mc 13, 14 ss.). La profanación del Templo, que Jesús preanuncia a
sus discípulo, no consiste, como en Daniel, en la introducción de una estatua idólatra –
cabe señalar que la intención de Calígula es posterior – ni se refiere al uso impropio
del Templo por los zelotes durante el asedio, ni tampoco a la irrupción de los
romanos, circunstancia que, en todo caso, hubiese hecho imposible la fuga.
¿A qué tipo de «abominación» del Templo, es decir, profanación, se refiere
Jesús con sus palabras? Sólo queda pensar en la condena a muerte en su contra
decretada por los ocupantes y custodios del Templo. Condenando a muerte al
verdadero Mesías, el Hijo de Dios, y porque, según falsos testigos, Él quería destruir el
Templo de Dios (Mt 26, 61 s.; Mc 14, 57 s.; cfr. Jon 2, 19), mientras ellos creían
preservar la pureza del Templo, en realidad lo profanaban. Entregando a Jesús al
poder imperial romano para ser crucificado, reconocían implícitamente que Satanás y
dicho poder, su encarnación, eran las únicas divinidades ante las cuales debían
postrarse en adoración «todos los habitantes de la tierra». Ésta es la estatua que la
bestia de la tierra (es decir, las autoridades religiosas y civiles del pueblo judío)

191
levantó, con la crucifixión de Jesús, a la bestia del mar (el imperio romano,
encarnación de Satanás), la cual prolongó su acción en la persecución a sus
seguidores, como muy bien lo sabía Juan (cfr. 1, 9), porque reconocían en Jesús «al Rey
de reyes» y «al Señor de señores» (cfr. 1, 5; 17, 14).

El número 666 (seiscientos sesenta y seis)

Como antes se anunció, diremos algunas palabras sobre este fatídico número,
ciertamente el más conocido y el más popular entre los cuantiosos números
contenidos en el libro del Apocalipsis. La acumulación de intentos de interpretación,
desde la antigüedad hasta hoy, al menos por mi parte, desanima cualquier iniciativa
de orden, a lo cual agrego que mantengo un insalvable escepticismo de fondo sobre el
valor resolutivo de las variadas propuestas sobre el significado de este número. Al
mismo tiempo, no estoy convencido de que la solución del enigma, aún si fuese cierta,
nos haga progresar de manera decisiva en la comprensión del mensaje verdadero y
profundo del libro de Juan.
Por este motivo me limitaré aquí a resumir los resultados de los análisis
realizados por reconocidos estudiosos (Brütsch, Prigent, Lupieri) sobre los múltiples
intentos de interpretación del número a lo largo de los siglos, expresando, de vez en
cuando, mis consideraciones sobre el mérito de estas interpretaciones.
La extensa revisión que Brütsch dedica a esta cuestión subdivide las
proposiciones de interpretación en tres grupos en base al criterio empleado en el
cálculo. Antes de pasar al examen de los diversos grupos es necesario hacer alguna
consideración acerca de la expresión con la que Juan introduce la revelación del
«número»: «el número de la bestia – escribe él – es un número de hombre» (13, 18).
La expresión se puede entender de dos maneras: se trata de un número que la mente
humana puede conocer, o bien, de un número que pertenece a un hombre. Es
preferible el primer significado, ya que Juan, en la invitación a «calcular el número de
la bestia» apela al «entendimiento» (en griego, noús) de quien lee o escucha. Por otra
parte, hay también otros lugares donde Juan habla de números que se pueden
«escuchar», es decir, comprender o calcular (el número de los ciento cuarenta y cuatro
mil marcados con el sello: 7, 4; el número de los componentes de la caballería infernal:
9, 16), y de números que no se pueden calcular, como el de la » gran multitud» (7, 9).
En la segunda hipótesis se entiende, sobre todo, que con el término «hombre»
el autor quiso designar un personaje humano de su tiempo. Algunos no siguen esta
interpretación y piensan, por el contrario, en una figura escatológica (el anticristo) o
bien en una realidad histórica revelada de manera simbólica (por ejemplo, el imperio
romano, el papado, la Iglesia católica, etc.).
Ahora bien, además de los dos episodios ya recordados, en los que el ángel, a
Juan que intenta adorarlo, declara ser su «compañero de servicio» (cfr. 19, 10; 22, 9),
hay un pasaje que se refiere explícitamente a la equiparación de los hombres con los
ángeles. En efecto, después de haber mostrado a Juan los muros que rodean la «nueva
Jerusalén» que baja del cielo, el ángel mide su longitud, su anchura y su altura,
resultando todas iguales, y la medida es de «ciento cuarenta y cuatro codos, medida de
hombre, es decir, de ángel» (21, 17).

192
Este pasaje permite pensar que la expresión «número de hombre» no significa
«que la bestia sea necesariamente un símbolo que encubra un ser humano, pues deja
abierta la posibilidad de que se trate exclusivamente o principalmente de una entidad
angélica o angelomorfa (es decir satánica)». Subscribo, con plena convicción, estas
palabras de Lupieri que confirman la interpretación de la bestia del mar, mencionada
anteriormente, es decir, que se debe distinguir entre lo que es propio del poder
político corrupto (cuatro imperios, el último de los cuales es el imperio romano) de lo
que, por el contrario, es propio del dragón-Satanás; este último es a quien pertenece
«el número de la bestia» revelado por Juan, no a la bestia del mar ni a la bestia de la
tierra, ya que ambas no son sino los malvados instrumentos de su opresión a la
humanidad y de su persecución contra los «santos». En la revisión de las
interpretaciones llevada a cabo por Brütsch casi no hay señales de tal diferencia.
El primero de los tres grupos que mencionábamos es el de quienes buscan
descifrar el número-nombre de la bestia a partir del hecho de que en griego y en
hebreo los números se indicaban con las letras del alfabeto, de modo que, a cada letra
correspondía un número cuyo valor crecía siguiendo la sucesión alfabética: es el
método denominado «gematría», según la cual se obtiene un nombre sumando el
valor numérico de las letras de un número compuesto. Esta práctica de obtener un
nombre por medio de un número era bien conocida en la antigüedad tanto pagana
como cristiana: se sabe que el nombre de Jesús se indicaba con el número 888.
En estas condiciones, a primera vista la solución del enigma debiese ser
unívoca; pero la multiplicación de las propuestas de solución desde la antigüedad
hasta hoy demuestra lo contrario. La situación se complica porque, mientras en la
antigüedad y durante todo el Medioevo el cálculo se realizaba sobre el alfabeto griego,
desde el inicio de la edad moderna se prefiere recurrir al alfabeto hebreo.
El más antiguo de los cálculos sobre el alfabeto griego conocido por nosotros es
referido por Ireneo de Lyon (segunda mitad del siglo II): Euanthas, Lateinos, Teitan. El
primero no tiene significado para nosotros; el segundo es la transliteración griega del
término Latinus; el tercero, y preferido Ireneo, es otro modo de escribir en griego la
palabra Titán. Los dos nombres que resultan comprensibles para nosotros nos hacen
pensar que en aquel tiempo existían, por lo menos, dos interpretaciones del número,
de signo bastante diverso. Lateinos contiene una clara alusión al imperio romano o
alguno de sus representantes, es decir, un emperador; Teitan, con su evocación a los
Titanes, puede referirse tanto a Apolo, también conocido como Titán en cuanto dios
del sol (también el sol era un titán), como a la lucha de los Titanes contra los dioses
del cielo, que tiene su paralelo en el desafío contra Dios por los constructores de la
torre de Babel-Babilonia.
De los dos nombres referidos por Ireneo, como observa Lupieri, «uno propone
una interpretación de tipo político, y el otro, una interpretación teológica o, más bien
demonológica del número 666», y agrega que «por casi dos milenios los principales
intentos de explicación se han movido precisamente en estas dos directrices».
A estas consideraciones, del todo admisibles, se puede agregar que Ireneo,
descartando Lateinos y prefiriendo Teitan, es el único, en mi conocimiento, que
considera necesario distinguir en la «bestia» (del mar, evidentemente) entre un
aspecto político, que es humano, y otro aspecto, que no es humano sino demoníaco, y
que es de carácter personal, tratándose de Satanás en persona.

193
En los casi dos milenios que han transcurrido hasta nuestros días ha
prevalecido ampliamente la interpretación de carácter político. En el número-nombre
de la bestia han sido identificados, en alguna medida, todos los emperadores romanos
del siglo I d.C. (Calígula, Tito, Domiciano, Nerva, Trajano). En lo más alto de la lista, sin
embargo, está el nombre de Nerón, pues, como se ha indicado anteriormente, su
circunstancia personal y la leyenda de «Nerón redivivo» han sido puestas en relación
con la cabeza se la bestia «que tuvo el golpe de espada y vivió»: en el Medioevo la
interpretación anti romana se desplazó hacia el plano religioso, por lo cual, cada cierto
tiempo, se vio en el 666 a papas, la Iglesia católica y, en general, la romanidad. La
interpretación del número (y de todo el libro) en clave anti romana, entendiendo
Roma como la sede de la Iglesia y sobretodo de la curia romana, continuó en los
exegetas de matriz protestante. Con el surgimiento de la escuela exegética inspirada
en el método histórico-crítico y aún manteniendo el carácter anti romano, la
interpretación se movió desde el terreno religioso al terreno estrictamente histórico y
filológico. De esta manera cobró vigor, al punto de imponerse poco más o menos como
dogma, la identificación de la bestia con Nerón.
Esta interpretación ha sido recientemente puesta en duda, no sólo por mí, sino
también por Prigent y por Lupieri. Al parecer este último pertenece a los partidarios
del llamado «número triangular» como base para el cálculo del número 666; este
grupo posee una definida fisonomía en la revisión de Brütsch. Se trata de una
especulación matemática, ya conocida en la antigüedad por los pitagóricos del siglo V
a.C., que fue utilizada para importantes descubrimientos aritméticos y geométricos. Se
ha visto que el seiscientos sesenta y seis es el «triangular» del número treinta y seis,
pues resulta de la suma de los números desde el cero al treinta y seis, los cuales,
alineados en líneas paralelas y dispuestos de modo que cada línea contenga dos cifras
más que la precedente, componen la figura de un triángulo equilátero, con los
espacios internos perfectamente distribuidos.
Dicho lo anterior y concediendo que los lectores de Juan estuviesen al tanto de
esas especulaciones, no se ve su contribución para la interpretación del misterioso
número-nombre. Lupieri, que recurre a doctas palabras para exponer esta
especulación, llega a la conclusión, bastante obvia, de que el número de base, en la
indicación de Juan, es el seis con su décuplo (sesenta) y su céntuplo (seiscientos), y
deduce que el seis está vinculado al tiempo de la actividad de la bestia, fijado por él en
seis semanas. Al margen del discutible valor de esta última afirmación, que ya hemos
tratado anteriormente, se debe prestar atención a la intención de Juan en esta
circunstancia, que no es fijar una cronología, sino sugerir un «número» que es también
un «nombre», es decir, identificar una personalidad malvada bien precisa, que no
puede ser – y en esto también Lupieri está de acuerdo – un ser humano.
Si el número seis es el fundamento de la indicación de Juan, que él repite en sus
múltiplos casi obsesivamente, ¿por qué no considerarlo justamente en su naturaleza,
es decir, como número, dada la amplia difusión del simbolismo aritmético en el área
cultural greco-romana y, particularmente, en el área influenciada por la Biblia
hebraica? Entre los estudiosos bíblicos y, en particular, entre los intérpretes del
Apocalipsis, desde siempre ha existido la convicción de que el seis, por ser inferior al
siete, es el número de la imperfección. «Esta interpretación – escribe Lupieri – no
cuenta, al parecer, con el respaldo de testimonios coetáneos de Juan, por lo tanto no es

194
sostenible». Sin embargo, esto es demasiado decir. Aún cuando debamos dejar de lado,
en cuanto posteriores, los testimonios de Ireneo sobre ciertos gnósticos que creían
que el número seis era el mal, la corrupción y la iniquidad, es un hecho que ya en la
exégesis de Filón de Alejandría sobre el relato de la creación el número seis (sexto día
de la creación) es considerado inferior al siete, número de la perfección absoluta.
Según Filón, incluso el seis es un número perfecto: sin embargo, en éste existe paridad
entre el elemento masculino (número impar) y el elemento femenino (número par),
razón por la cual es un número muy adecuado para la generación, que es una creación
de tipo inferior a la divina. Por otra parte, también el hombre, creado en el sexto día,
está dividido en macho y hembra y, por lo tanto, distinto y de naturaleza inferior
respecto al hombre ideal creado por Dios, junto con los otros arquetipos, el primer
día.
Cabe señalar que se puede encontrar una relación entre el número seis, y sus
múltiplos, con realidades negativas ya en los escritos bíblicos. Seis son los días que se
dedican a la fatiga; cuando Noé está en su seis centésimo año cuando Dios envía el
diluvio para castigar los pecados de los hombres, en particular las culpas de los
ángeles que se habían unido a las mujeres humanas, generando los «gigantes»; Goliat
tenía una estatura de seis codos y el asta de su lanza pesaba seiscientos siclos; la
estatua de oro de Nabucodonosor tenía sesenta codos de altura y seis de ancho.
Seiscientos sesenta y seis talentos era el peso del oro que llegaba anualmente a las
cajas del rey Salomón, su morada real estaba adornada con seiscientos siclos de oro,
cada uno de los doscientos escudos de oro de que adornaban su palacio real había
ocupado seiscientos siclos de oro y el trono de marfil tenía seis peldaños: señales de la
riqueza y del poder de Salomón; sin embargo, en seguida se dice que tenía múltiples
esposas y concubinas extranjeras que lo convirtieron a la idolatría (1 R 10, 14 ss.; 11,
1 ss.).
Es muy probable, por lo tanto, que los lectores-oyentes de Juan tuviesen
bastante familiaridad con el valor del número seis, no sólo como cifra de la
imperfección, sino también del mal en su encarnación más nefasta, es decir Satanás.
Elevando el seis a su céntuplo, el autor quiso indicar, probablemente, lo que había
sido el punto culminante de su persecución contra los «santos», la muerte de
Jesucristo; pero aquella aparente victoria significó igualmente su ruina: de hecho, ese
acontecimiento marca el inicio del juicio de Dios sobre el mundo, que es juicio de
condena y destrucción para él, para sus dos cómplices y todos sus seguidores, así
como en el seis centésimo año de Noé cayó el castigo del diluvio sobre los hombres
pecadores y sobre los descendientes de los ángeles caídos.








195
6. Primera intervención salvífica de Dios (antigua Alianza) como
preparación y premisa de la segunda (muerte de Cristo): 14, 1-20

Introducción

El capítulo 14 presenta una serie de visiones que se suceden, aparentemente,
sin orden definido; pero en ellas se distinguen dos bloques, al centro de los cuales está
la figura de Jesucristo, representado allí por símbolos: el Cordero y el Hijo de hombre
sentado sobre una nube blanca.
El primer bloque (14, 1-5) es más breve y tiene una estructura bastante simple.
La visión se abre con «el Cordero que está de pie sobre el monte Sión» y con Él se
encuentran los «ciento cuarenta y cuatro mil que tienen su nombre y el nombre de su
Padre escrito en la frente». Juan oye una voz del cielo que entona «como un canto
nuevo» que celebra las virtudes de los ciento cuarenta y cuatro mil que «han sido
rescatados de entre los hombres, como primicias para Dios y para el Cordero» (14, 4).
Como veremos más adelante, se trata de mártires. En este sentido, el primer bloque
representa una especie de epílogo de los dos capítulos precedentes, que hablaban de
la persecución de Satanás y de sus dos instrumentos humanos contra «los santos»,
exterminados porque se negaron a adorar «la bestia».
El segundo bloque (14, 6-20) es mucho más amplio y complejo; se presenta
como una serie de visiones que se suceden a buen ritmo, marcada por las sucesivas
apariciones de siete personajes. Seis de estos personajes son ángeles; uno, sin
embargo, que es evidentemente Jesucristo, es presentado como «uno semejante a Hijo
de hombre», sentado sobre una nube blanca, con una corona de oro sobre la cabeza y
una hoz afilada en la mano (14, 4). Su aparición, en el cuarto lugar de la serie de
visiones, subdivide las apariciones de los ángeles en dos grupos de tres. Luego, Él se
encuentra en el centro de un universo, el universo angélico que es, a la vez, iluminado
por Él y, de alguna forma, lo genera y lo expresa desde su seno. Es un concepto
solamente comprensible a la luz de la función de los ángeles en el Apocalipsis, en el
que nos hemos centrado en repetidas ocasiones: ellos no son los intermediarios entre
Dios y los hombres siempre operativos; esta función ha sido desempeñada por ellos a
pleno título solamente en la economía antigua, antes del advenimiento de Cristo.
En esta perspectiva, la división de las apariciones de los ángeles en dos grupos
por la visión del Hijo de hombre sobre la nube blanca cobra el significado de poner a
Jesucristo en el centro de la revelación antigua, condensada en la fórmula abreviada,
que hemos encontrado en varias ocasiones, de la Ley y de los Profetas (pensemos en
los «dos testigos»). En efecto, el primero de los tres ángeles proclama la unicidad y la
soberanía de Dios, «que hizo el cielo, la tierra, el mar y las fuentes de las agua», sólo a
Él se debe dar culto (14, 6 s.). El segundo anuncia la caída de Babilonia, que aquí se
refiere a la caída de Satanás, el primero en desafiar el poder y la soberanía de Dios
(14, 8) y ya vencido por vez primera por los ángeles (cfr. 12, 7 ss.). El tercero
manifiesta la condena y el castigo de la idolatría, que aquí se resume en la adoración
de la bestia y de su estatua, en la recepción de su marca en la frente y en la mano (14,
9 ss.) y que, como hemos visto anteriormente, debe ser entendida en sentido pleno y
no como simple adhesión al culto imperial romano. La condena y el castigo de Satanás,

196
de sus ayudantes y de sus seguidores, concluye con el anuncio de la vida eterna
concedida ya «desde ahora», es decir, ya en la economía antigua, a los «santos», es
decir «los que observan los mandamientos de Dios y la fe en Jesús» (14, 12).
El anuncio de esta verdad es comunicado por Juan con gran solemnidad: es
proclamada por una «voz del cielo» que ordena ponerla por escrito, y es confirmada
por una directa intervención del Espíritu Santo (14, 13).
Con este anuncio concluye el primer grupo de apariciones angélicas que, como
hemos dicho, está dedicado a proclamar la unicidad y la soberanía de Dios creador y a
declarar el deber de todos los hombres de adorarlo y de respetar su ley.
El segundo grupo es introducido por la aparición de «uno semejante a Hijo de
hombre» sentado «sobre una nube blanca», que tiene en la mano una hoz afilada. El
primero de los tres ángeles que aparece en el segundo grupo se dirige a Él y lo invita a
segar la mies de la tierra que ya ha llegado a la maduración; el «que está sentado en la
nube» acepta la invitación y la ejecuta de inmediato.
Un segundo ángel sale del templo celeste, también con una hoz afilada en la
mano. Del templo, y más precisamente del altar de los sacrificios, sale un tercer ángel,
«que tiene poder sobre el fuego» y, con gran voz, invita al segundo ángel a vendimiar
«la viña de la tierra», ya que los racimos llegaron a la maduración. La vendimia es
realizada y las uvas son echadas «en el gran lagar de la cólera de Dios», que había sido
«pisado fuera de la ciudad», y del lagar salió sangre que se extendió «por mil
seiscientos estadios», es decir, sobre toda la superficie de la tierra, llegando «hasta el
freno de los caballos», causando su ahogamiento.
Este segundo grupo de apariciones se presenta totalmente entretejido por
referencias a los profetas veterotestamentarios: el «semejante a Hijo de hombre»
sobre las nubes es una cita explícita de Daniel que ya hemos encontrado en otras
ocasiones (cfr. 1, 7.13, ss.; 5, 6); la siega y la vendimia con la hoz, símbolos del juicio de
Dios sobre el mundo, derivan de Joel (cfr. Jl 4, 14; pero también cfr. Is 62, 7 s.); el
apisonamiento de la uva en el lagar de donde sale sangre es una adaptación libre de
una conocida visión de Isaías (cfr. Is 63, 1 ss.).
Las referencias a los profetas permiten considerar el segundo grupo de
apariciones angélicas como alusiones a la parte de la Escritura llamada, justamente,
«los Profetas». No es casualidad que este grupo sea introducido por la visión de Daniel
del Hijo de hombre sobre la nube blanca. La interpretación de esta figura a creado
cierta dificultad a los críticos. En efecto, este Hijo de hombre parece equiparado a las
otras figuras angélicas: obedece la orden de un ángel, siega la tierra y luego un ángel
realiza la vendimia (14, 14-19). La única señal distintiva es la corona de oro sobre su
cabeza, símbolo de realeza.
Muchos han intentado resolver esta dificultad. Algunos (por ejemplo, Charles)
han visto en este grupo de visiones una interpolación. Otros (como Kraft) piensan que
estos pasajes contienen el eco de una antigua creencia que veía en Jesucristo un ángel
encarnado. La mayoría no da mucha importancia a este aspecto. Prigent y Lupieri, por
ejemplo, no consideran que esta representación del Hijo de hombre sea muy diversa
respecto de la descrita en la visión de Patmos (cfr. 1, 13 s.): sostienen que también
aquí se trataría de Cristo ya resucitado y restituido en su gloria, a juzgar por la corona
de oro y hallarse sentado sobre una nube blanca. Sin embargo, en estas circunstancias,
recibir órdenes de un ángel no sólo es «extraño» sino también incomprensible, ni

197
puede ser explicado viendo en esto simplemente «la subordinación del Cristo a la
voluntad del Padre» (Lupieri).
El tono menor de esta representación del Hijo de hombre con respecto a la
visión de Patmos es innegable, así como es innegable una cierta equiparación de su
figura con la de los ángeles, de quienes lo distingue, sin embargo, la corona de oro, que
no es necesariamente un símbolo de su victoria sobre la muerte, como pretende
Lupieri, sino una alusión a su naturaleza real como Hijo de Dios. Todo esto no se
puede explicar sino pensando que esta representación de Jesucristo en la forma de
Hijo de hombre precede a su muerte y que sus escenas de la siega y vendimia son sus
efectos: la reunión de los elegidos y la destrucción de las fuerzas malvadas. Los
exegetas están de acuerdo en ver estas dos escenas como una alegoría del juicio de
Dios sobre el mundo, como ya lo fue en Joel. Ahora, en varias ocasiones hemos
expresado nuestra convicción de que, para Juan, este juicio se cumple con la muerte
de Cristo, representado alegóricamente por el derramamiento de las copas. En este
sentido, las dos escenas, de la siega y de la vendimia, representan el doble aspecto de
este juicio: la salvación de los elegidos y la destrucción de los malvados.
Después del derramamiento de las copas, los capítulos que van desde el 17
hasta el final del libro ilustrarán, invirtiendo el orden, estos dos efectos del juicio:
primero, la destrucción de las fuerzas malvadas (dragón, bestia, prostituta-falso
profeta: batalla de Armagedón) y luego, el descenso de la «nueva Jerusalén» del cielo
para reunir a la nueva humanidad redimida por Cristo. Algunas veces las
recapitulaciones del capítulo 14 son evidentes y probablemente deliberadas.
Tomemos, en particular, la visión del Hijo de hombre sentado sobre la nube blanca y
comparémosla con la del Logos que baja del cielo sobre un caballo blanco (19, 11 ss.):
se trata, evidentemente, de una recapitulación y de una profundización; otros detalles
confirman esta impresión. Hemos visto que en el capítulo 14 la aparición del Hijo de
hombre sobre la nube blanca se halla en el centro de dos grupos de tres ángeles; ahora
son tres los ángeles que preceden el descenso del Logos sobre el caballo blanco (cfr.
17, 1; 18, 1-21) y tres son los que prosiguen (cfr. 19, 17;20, 1; 21, 9).
Si las escenas de la siega y de la vendimia son una alegoría del juicio de Dios,
¿Cómo se explica el rol de los ángeles? Los que conceden a la siega un sentido positivo,
como reunión de los elegidos, piensan que debe ser atribuida, precisamente, al Hijo de
hombre, mientras que la vendimia, que representa el castigo de los malvados, es
delegada por Dios a los ángeles castigadores. Sin embargo, quizá este rol se explique
mejor tomando en cuenta que aquí la muerte de Cristo y su significado de juicio se
representan con imágenes y símbolos tomados de los profetas a quienes, en la
economía antigua, la revelación llegaba por medio de los ángeles.

14, 1-5: El Cordero y los ciento cuarenta y cuatro mil sobre el monte Sión: la muerte de
Cristo en el testimonio de los mártires antiguos.

El sentido de la escena que abre el capítulo 14 (14, 1-5) ha sido interpretado de
diferentes maneras. El símbolo del Cordero es suficientemente claro. A lo sumo queda
alguna duda sobre el significado más o menos fuerte que debe darse a la expresión
«está de pie»: si de debe entenderse como una referencia a su resurrección, cosa que
nosotros consideramos sostenible en base al paralelo con 5,6 cuando el Cordero,

198
presentado por primera vez, estaba «de pie, como degollado», palabras en las que
habíamos visto una clara alusión simbólica a la resurrección de Cristo.
Si el Cordero aquí es Cristo resucitado, la cuestión que complica a algunos
comentadores con relación al lugar donde se encuentra el monte Sión, es decir, si en el
cielo o en la tierra, parece mal planteada. Está claro que forma parte de la tierra, pero
este dato no debe entenderse en sentido físico; se trata de interpretar toda la escena
como alegoría de la historia de la Iglesia que tiene lugar en la tierra. En la tradición
bíblica, el «monte» es el lugar reservado a las teofanías, es decir, al encuentro del
hombre con la divinidad (Sinaí, Horeb, Tabor). En el Apocalipsis, en particular,
probablemente es un «monte» (Armagedón) el lugar donde el Logos enfrenta y
derrota a la coalición enemiga (cfr. 16, 16; 19, 19 s.); también es «un monte grande y
alto», evidentemente el monte Sión, en donde desciende del cielo la «nueva Jerusalén»,
donde Dios y el Cordero moran en medio de la humanidad redimida y reconciliada con
Dios, participando de su vida (cfr. 21, 10; 22, 3 s.).
La situación del monte Sión descrita en el capítulo 14 no es todavía la de los
capítulos finales del Apocalipsis. La «nueva Jerusalén» todavía no existe, y no existe
aún la «gran muchedumbre» que Juan menciona en el sexto sello después de la
inscripción en la frente de los ciento cuarenta y cuatro mil. Sobre Sión, junto al
Cordero «que estaba de pie», es decir, resucitado, sólo están estos últimos. Por lo
tanto, estamos en una situación que precede al advenimiento histórico de Jesucristo, y
no tiene sentido, apoyándose en la resurrección, identificar a los ciento cuarenta y
cuatro mil con los fieles cristianos porque, si «el Cordero está degollado desde la
creación del mundo» (cfr. 13, 8), desde entonces también está resucitado.
En este punto se vuelve crucial, para la interpretación de todo el libro de Juan,
la distinción que hemos hecho más arriba entre los dos grupos de salvados: los ciento
cuarenta y cuatro mil y la «gran muchedumbre». Confundirlos, como hace la mayor
parte de los intérpretes modernos, los pone en problemas inextricables. En primer
lugar, si este primer grupo de salvados es idéntico al que se menciona en el capítulo
siete – opinión prevalente entre los comentadores modernos - ¿Cómo es que aquí sólo
se habla de ellos y de su relación privilegiada con el Cordero resucitado? Decir que
este grupo es idéntico al segundo no es sino una cómoda solución. En efecto, es claro
que tanto en la visión del capítulo 7 como en la del capítulo 14, los ciento cuarenta y
cuatro mil representan un grupo de individuos seleccionados y elegidos al interior de
la familia humana (cfr. 14, 4).
Este aspecto ya había quedado claro para algunos de los intérpretes del pasado,
que habían identificado en este grupo a los mártires cristianos glorificados o bien a los
judíos convertidos al cristianismo. Recientemente Lupieri ha visto en este grupo una
anticipación de la visión del reino milenario en el que las almas de los «decapitados a
causa del testimonio de Jesús y de la palabra de Dios y cuantos no se postraron ante la
bestias ni ante su imagen y no recibieron su marca sobre la frente ni sobre la mano»,
viven y reinan con Cristo por mil años (cfr. 20, 4). El enfoque es correcto porque, como
veremos más adelante, también los ciento cuarenta y cuatro mil forman parte de los
ejecutados. Sin embargo, dado que él piensa que el reino milenario de Cristo tiene
lugar en la tierra y que «el tener vida» que menciona Juan significa volver a vivir con el
cuerpo, no se pronuncia sobre la condición de los ciento cuarenta y cuatro mil: «¿son
seres humanos vivos, o almas de muertos, o tal vez resucitados?» (Lupieri, 220 s.).

199
En cambio Prigent no tiene dudas y rechaza con decisión que esta visión se
desarrolle en el cielo y representa la suerte de los mártires cristianos después de la
muerte: se trata, en cambio, «del pueblo de Dios y de su fidelidad. A pesar de la acción
amenazadora de las bestias, desde ahora y por siempre los cristianos están en la
comunión del Cordero» (Prigent, 219).

14, 13: La voz del cielo: los salvados de la antigua Alianza

La interpretación de Prigent, hoy compartida por la mayoría de los
comentadores, como se dijo anteriormente, supone que la expresión «sobre el monte
Sión» equivale a decir «sobre la tierra». En confirmación de esta interpretación se trae
a colación el hecho de que, después de la visión, Juan oye «una voz del cielo». Ya
hemos dicho más arriba que la palabra «monte» no debe ser tomada en sentido físico,
sino espiritual, como el lugar del encuentro entre la divinidad y la humanidad.
Tampoco el término «cielo» debe ser entendido en sentido físico: indica aquí la
morada de la divinidad y de su corte.
La «voz del cielo» que oye Juan suena, por lo que sigue, más bien como un gran
coro de voces, las cuales «cantan como un canto nuevo». Los últimos editores
concuerdan en eliminar el adverbio «como» el cual falta en algunos manuscritos.
Probablemente, la cancelación del adverbio se debe a la analogía con la escena del
capítulo 5: «Y cuando (el Cordero) tomó el libro, los cuatro Seres vivientes y los
veinticuatro Ancianos cayeron ante el Cordero…y cantan un canto nuevo» (5, 8 s.).
Sin embargo, la analogía es sólo aparente, ya que la situación en las dos escenas
es radicalmente diversa. En el capítulo 5 el «canto nuevo» se dirige al Cordero por
haber llevado a cabo con su sangre la redención de toda la humanidad, y son los Seres
vivientes y los Ancianos quienes lo cantan. En el capítulo 14, en cambio, las voces
cantan «ante el Trono y ante los cuatro Seres vivientes y los Ancianos» (14, 3). La
situación descrita aquí es la que encontramos en la visión del Trono del capítulo 4, en
la que hemos visto una alegoría de la revelación veterotestamentaria. Sin embargo, las
voces celestes anuncian que también en la economía antigua hay salvados: por eso, el
canto que celebra la salvación de ellos es «como» el «canto nuevo» que celebra la
salvación de toda la humanidad por obra de Jesucristo.
Es una salvación que consiste en un pequeño número de personas: ciento
cuarenta y cuatro mil, precisamente. Nadie, de hecho, aparte de ellos «podía aprender
el canto». Y ellos pueden aprenderlo porque «fueron rescatados (literalmente:
comprados) de la tierra». De manera aun más precisa se dice más adelante: «Éstos
fueron rescatados (literalmente: comprados) de los hombres, como primicia para Dios
y para el Cordero” (14, 4).
El término «primicia» (en griego, απαρχἠ) ha presentado algunas
complicaciones a los comentadores, de hecho, algunos no lo comentan. Quienes lo
hacen, como Prigent, excluyen que aquí el término signifique «primeros frutos» y más
bien piensan que, como en otros casos de la traducción griega de la Biblia, significa en
general una condición de consagración. Este razonamiento, motivado por la evidente
preocupación por identificar el grupo de los ciento cuarenta y cuatro mil con todo el
pueblo de Dios compuesto por los cristianos, no es convincente. Aparte del hecho de
que la ofrenda de las primicias del trigo y de la cebada por los sacerdotes del Templo

200
era una de las fiestas contempladas en la ley mosaica (cfr. Ex 23, 16 s.; Lv 23, 10; Dt
16, 9 s.), aquí el significado de primicias como «primeros frutos» se demuestra por las
visiones finales del capítulo, en las que se habla de siega y de vendimia. Si, como
pienso, estas dos escenas se refieren a la muerte de Cristo y al juicio de salvación
(siega) y condena (vendimia y apisonamiento) que comienza con aquel evento, es
claro que la recolección de las primicias tiene lugar antes de la venida histórica de
Jesucristo.

«Virginidad» como rechazo de la idolatría

Las voces celestiales celebran igualmente las virtudes por las que han sido
«rescatados», es decir salvados, «entre los hombres». En primer lugar, ellos «son los
que no se han manchado con mujeres, de hecho, son vírgenes» (14, 4). La
interpretación de estas palabras siempre ha dividido a los intérpretes: algunos las
toman literalmente y leen allí una condena de la unión sexual, considerada como una
contaminación, en línea con la espiritualidad de los ascetas de Qumrán. Una versión
mitigada de esta interpretación ha sido propuesta recientemente por Lupieri, quien,
en muchas ocasiones, insiste en el carácter antifeminista del libro de Juan, y hace
presente que en éste de ninguna mujer se dice que es virgen. Sin embargo, se trata de
saber si la virginidad de la que aquí se habla se refiere a la unión sexual.
No son pocos, de hecho, los intérpretes que entienden estas palabras en sentido
simbólico, como alegoría de la idolatría: este grupo de salvados representa a los que
no cedieron ante las amenazas ni a las invitaciones de las dos bestias a entregarse a la
idolatría. Esta es la interpretación que considero preferible por una serie de razones.
En primer lugar, porque el símbolo más conocido de prostitución en el Apocalipsis, la
famosa figura femenina del capítulo 17, sin duda, no es condenada por su corrupción
en el plano sexual, como nuestra mentalidad nos lleva a creer instintivamente,
mentalidad que no ha sido ajena a la identificación con Roma. Identificándola con
Jerusalén, que también Lupieri admite, los términos «prostitución» y «prostituta»
adquieren el valor que poseían en la literatura profética, de infidelidad a Dios para
abrazar la idolatría. Es lo que un cierto judaísmo había hecho aliándose con Roma y
absorbiendo su mentalidad para matar a Jesucristo. Por otra parte, la actividad de
«prostitución» de la pseudo-profetisa de Tiatira consiste en convencer «a Los siervos
de Dios» a la idolatría (cfr. 2, 20 s.).
Por otra parte, si la expresión «contaminarse con mujeres» significa entregarse
a la idolatría, hay alguna posibilidad para entender que este primer grupo no se
compone exclusivamente por individuos de sexo masculino, aunque sean «ejército
escatológico» o «grupo de levitas» (Lupieri). Más aún si a las palabras “estos son los
que siguen al Cordero por dondequiera que va» (14, 4) se da el sentido fuerte,
contenido en la carta que narra el martirio de los cristianos de Lyon (fin del siglo II),
de seguir el ejemplo de Cristo y enfrentar la muerte. Esto no se puede entender
simplemente como alusión a la dificultad de seguir a Cristo, que incluso puede
implicar eventualmente el martirio.
Si los ciento cuarenta y cuatro mil son los que rechazaron la idolatría impuesta
por las bestias, fueron condenados a muerte (cfr. 13, 15). No se trata de mártires
cristianos: ellos se encuentran en la situación de los muertos del quinto sello y del

201
reino milenario, a cuyas almas se les concedió, con carácter excepcional respecto a
todos los demás hombres, la vida eterna después de la muerte. En la escena del
capítulo 14 este privilegio es revelado con las palabras «seguir al Cordero por
dondequiera que va»: lo han seguido en el martirio y ahora están con el «que está de
pié», es decir, «resucitado, sobre el monte Sión»; por lo tanto, también ellos han
resucitado y están en posesión de la vida eterna.
El elogio que las voces celestes tributan a los ciento cuarenta y cuatro mil
concluye con una afirmación: «en su boca no se halló mentira, están sin mancha» (14,
5). Para no dar a estas palabras un sentido superficial, se debe recordar que se trata
de una cita del profeta Sofonías, en la que el Señor promete enviar a Israel profetas
verdaderos que «no dirán mentiras, ni en boca de ellos se hallará lengua engañosa»
(So 3, 13). La «mentira» que no se encontró en la boca de estos justos es, en primer
lugar, la idolatría en oposición a la verdad del único Dios, y es también la «falsa
profecía», entendida como inversión de las profecías mesiánicas en sentido temporal,
reiteradamente reprochada por Juan al judaísmo oficial.
La ausencia de «mentira» en el doble sentido sobre el único Dios y la verdad de
las profecías nos remite a la división de la Escritura, citada frecuentemente, en Ley y
Profetas. Por otra parte, como se dijo anteriormente, esta división está representada
por dos grupos de apariciones angélicas, separadas por la aparición del Hijo de
hombre sobre la nube blanca como elemento central; esta última, a su vez, es
precedida por un par de versículos que han creado serios problemas a los intérpretes.
Estos versículos llegan de forma inesperada, después de que el primer ángel proclama
el deber de todo hombre de rendir culto al único Dios, creador del universo, el
segundo anuncia la caída de Babilonia y el tercero, las penas atroces y eternas que
esperan a los seguidores de la bestia.

«Constancia y fe de los santos»: el martirio

El texto dice: «Aquí está la constancia de los santos, los que observan los
mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (14, 12). Se trata de una reproducción casi
literal de las palabras que cierran la presentación de la bestia del mar: «Aquí está la
constancia y la fe de los santos» (13, 10) que, a su vez, hacen eco de otras expresiones
semejantes que se repiten en el libro: «El dragón…se fue a hacer la guerra contra el
resto de su descendencia, es decir los que observan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús» (12, 17); “y tú mantienes mi nombre y no negaste
mi fe incluso en los días de Antipas, fiel testigo mío, que fue muerto entre vosotros, allí
donde habita Satanás» (2, 13: carta a Pérgamo); «y cuando abrió el quinto sello, vi
bajo el altar de los sacrificios las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios
y del testimonio que mantenían» (6, 9); «y vi las almas de los decapitados a causa del
testimonio de Jesús y de la palabra de Dios, y los que no se postraron ante la bestia ni
su imagen…y vivieron y reinaron con Cristo por mil años» (20, 4).
En todos estos textos, de manera explícita o implícita, se habla de «santos» que
son asesinados. Esto vale, en particular, para el paralelo del capítulo 13 que cierra la
presentación de la bestia del mar y su guerra contra «los santos». También «los
santos» del capítulo 14, por lo tanto, son de los muertos y, con toda probabilidad, son

202
los mismos ciento cuarenta y cuatro mil que «siguen al Cordero por dondequiera que
va».
Es necesario tener esto presente para dar un sentido plausible a lo que sigue en
el texto; Juan oye «una voz del cielo» que le dice: «Escribe: ¡Bienaventurados ya desde
ahora los muertos que mueren en el Señor». «Sí – dice el Espíritu – para que
descansen de sus trabajos: pues sus obras los acompañan” (14, 13)
El sentido general de estas palabras es claro: los que mueren sin dejar de ser
fieles a Dios reciben en premio la vida eterna. Sin embargo todos los intérpretes han
estado siempre divididos respecto a la interpretación de los detalles. En primer lugar,
siempre ha llamado la atención la solemnidad del tono: «una voz del cielo», validada
por el Espíritu Santo en persona, proclama una verdad que para el seguidor de Cristo,
incluso en tiempos de Juan, debería ser obvia. Y luego ¿cuál es el valor de la expresión
adverbial «ya desde ahora», es decir «a partir de este momento»? En otras palabras:
¿a partir de qué momento «los que mueren en el Señor» reciben la vida eterna?
Son relativamente pocos quienes identifican este inicio con el momento en que
Juan recibe la orden de escribir. La gran mayoría de los intérpretes relaciona este
inicio con la venida histórica de Jesucristo o, más precisamente, con su resurrección
de entre los muertos. Razón por la cual casi todos piensan que aquí se habla de la
«vida bienaventurada», es decir, de la vida eterna, prometida a los cristianos después
de la muerte.
Esta interpretación, en mi parecer, no se puede aceptar por varias razones. En
primer lugar, no explica el tono solemne con que se proclama una verdad que, como se
desprende de Pablo (cfr. 1 Co 15, 18: 1 Ts 4, 16), era el núcleo central del primitivo
anuncio del evangelio. Por otra parte, el contexto que contiene esta expresión «los que
mueren en el Señor» se refiere a una muerte violenta sufrida por causas religiosas.
Este es un aspecto que también Prigent reconoce; sin embargo, en su opinión, aquí no
es necesario tener en cuenta pues, en este caso, «los que mueren en el Señor,
evidentemente, son los cristiano sin distinción».
Las razones de esta «evidencia» no son suministradas, sin embargo nos parece
que detrás de esta interpretación, ampliamente generalizada, hay preocupaciones de
orden teológico: Juan no podía pensar que la vida eterna después de la muerte fuese
un privilegio reservado sólo a los mártires. Sin embargo, es lo que dice explícitamente
en el caso de los «decapitados» admitidos en el reino milenario (cfr. 20, 5): «Los
restantes hombres no vivieron hasta que se cumpliesen los mil años»). De manera
implícita esto es revelado de los «degollados» del quinto sello, quienes, de acuerdo a
cuanto se ha expuesto más arriba, hay que considerarlos idénticos a los salvados del
reino milenario, aunque presentados de diferente manera.
Los degollados del quinto sello, cuyas almas se encuentran bajo el altar del
Templo celeste e invocan «a grandes voces» que se cumpla el juicio de Dios sobre el
mundo, presentan un paralelo precioso con la «bienaventuranza» del capítulo 14 que
aquí nos ocupa. Ellos son quienes reciben «vestidos blancos» y una intimación «a
descansar por breve tiempo» (6, 9 ss.). En la «bienaventuranza», la idea del «reposo»
es reproducida por las palabras del Espíritu Santo: «…para que descansen de sus
trabajos, pues sus obras los acompañan» (14, 13).
Por un lado, la idea del reposo concedido después de la muerte a quienes
mueren en el Señor relaciona a los individuos indicados con esta expresión con los

203
ejecutados del quinto sello, sin embargo, por otro lado, pone en evidencia un aspecto
que no permite aplicar esta expresión a los cristianos. En el caso del quinto sello, por
cierto, no es el «reposo» lo que constituye la esencia de la vida que está más allá de la
muerte, simbolizada, a su vez, por los «vestidos blancos»; el reposo se presenta más
bien como un estado de liberación de las penas propias de la vida de este mundo. Esto
es lo que el Espíritu dice de forma explícita. Además, en el quinto sello, este estado de
reposo más allá de la muerte se presenta, por así decirlo, como una fase transitoria y
destinada a una completitud.
En estas circunstancias, la «bienaventuranza» del capítulo 14 recibe una
explicación apropiada. El tono solemne se explica – la voz del cielo y la intervención
del Espíritu – pues aquí se proclama una verdad totalmente nueva: los justos y los
profetas de la antigua Alianza que murieron por su fidelidad a la Ley («los
mandamientos de Dios») y a su misión profética («testimonio de Jesús») han recibido
la vida eterna antes de la venida histórica de Jesucristo. Adquiere así un sentido
plausible la expresión «ya desde ahora», es decir, ya en la antigua Alianza. A estos
salvados se les ha concedido –en virtud, obviamente, del sacrificio de Cristo, cuyo
valor está en acto «desde la creación del mundo» – el acceso al «reposo» y se les ha
reconocido sus méritos («sus obras»), mientras que los otros muertos deben esperar
el juicio universal que tiene lugar con la muerte de Cristo y continúa a lo largo de la
historia (cfr. 20, 11 ss.).

14, 14-20: Siega y vendimia: la muerte de Jesucristo como juicio de Dios sobre el mundo

Como ya se ha mencionado anteriormente, el segundo grupo de ángeles está
separado del primero por la intercalación de la «bienaventuranza» y es introducido
por la aparición del Hijo de hombre sentado sobre una nube blanca; siguen las escenas
de la siega y la vendimia. Casi todos los intérpretes están de acuerdo en que el
significado global de las dos escenas es una alegoría del juicio de Dios sobre el mundo.
Y también concuerdan en otro punto: el juicio mencionado es el que tendrá lugar en el
fin del mundo. Hay menos consenso en que la escena de la siega también represente
un juicio de condena y de destrucción.
Como se mencionó anteriormente, la interpretación dada aquí difiere en ambos
puntos: el juicio alegorizado en las dos escenas es el que llega con la muerte de Cristo,
y sus escenas se refieren a los dos aspectos del juicio divino: salvación (siega) y
condenación (vendimia y apisonamiento). A las consideraciones formuladas
anteriormente agregaremos algunas reflexiones ulteriores. La creencia de que es el
juicio final no se basa tanto en el paralelo con el modelo Joel, sino en la figura del Hijo
de hombre sentado sobre la nube blanca, creyendo ver allí una representación de
Cristo resucitado y glorificado, análoga a la visión de Patmos. Las dos
representaciones, ya se ha dicho, no son comparables: en la de Patmos, se hace
hincapié enfáticamente en la victoria sobre la muerte, tanto por la descripción de la
figura como por las palabras puestas en boca del Resucitado. En nuestro caso, fuera
del nombre común, lo positivo se reduce a dos aspectos: el estar sentado sobre la nube
blanca y la corona de oro sobre la cabeza. Se trata simplemente de una reproducción y
mayor especificación de la visión de Daniel en la que nos ha parecido distinguir el

204
motivo de fondo del libro de Juan: en la conclusión del prólogo, en la visión de Patmos,
en las visiones de los capítulos 4 y 5.
Por otra parte, como ya se dijo, la visión del Hijo de hombre sentado sobre la
nube blanca, la corona de oro en la cabeza y la hoz en la mano tiene una evidente
retoma en la visión del Logos que desciende del cielo sobre el caballo blanco, muchas
diademas sobre la cabeza y la espada de dos filos que sale de su boca (19, 11 ss.).
También en esta visión hay una clara la alusión al juicio, pero es aún más clara la
correlación entre el juicio y la muerte de Cristo, simbolizada por el manto salpicado de
sangre que envuelve al jinete.
En la escena de la vendimia la conexión entre el juicio y la muerte de Cristo se
puede reconocer, probablemente, en la particularidad de las uvas pisadas «fuera de la
ciudad» dentro del «lagar de la cólera de Dios», del cual sale sangre. Volveremos sobre
este punto, pero primero es necesario decir algunas palabras sobre la siega. Se han
dado dos interpretaciones posibles: castigo de los malvados y reunión de los elegidos;
la primera es común entre los comentadores que se inspiran en el método histórico-
crítico, mientras la segunda es preferida al interior de la exégesis eclesiástica, aunque
más bien se piensa en la reunión escatológica de los elegidos. La primera
interpretación parece tomada de Lupieri, que descansa en el significado del verbo que
usa Juan para indicar la condición de la mies que debe ser segada, el que generalmente
se traduce: «ha llegado a su madurez», pero literalmente significa «se secó». Sin
embargo, si la mies se refiere a los malvados y «se secó» por sí sola, y Cristo la siega
pero no se dice lo que hace de ella ¿dónde está el castigo?
Es mejor considerar un uso impropio del verbo y entender que Juan se refiere
al estado de madurez de la mies, lista para la siega, imagen que se repite también en
otros lugares del Nuevo Testamento para indicar la cercanía del reino de Dios (cfr. Mt
9, 37; 13, 24 ss.; Lc 10, 2; Jon 4, 35 ss.). Se debe tener presente, además, que la siega es
realizada personalmente por el Hijo de hombre, y que nada suena como amenaza en la
invitación del ángel para cumplirla: «Pues llegó la hora de segar y la mies de la tierra
está madura» (14, 15). No hay duda de que la «hora» de la que habla el ángel es la
hora del juicio; sin embargo, no se puede deducir del texto la idea de que se trate del
juicio final sino a costa de forzarlo. La hora del fin es comunicada aquí al Hijo de
hombre por un ángel, sin embargo Jesús afirma que ésta no es conocida ni por los
ángeles del cielo ni siquiera por el Hijo, sino sólo por el Padre (cfr. Mc 13, 32; Mt 24,
36). Decir que el ángel sale del Templo para comunicar la hora de parte del Padre,
como hacen algunos (por ejemplo, Brütsch y Prigent), es forzar los textos de forma
indebida; en todo caso, esta circunstancia constituiría una ulterior disminución de la
figura del Hijo de hombre, a quien se intenta ver aquí ya constituido en su gloria.
En el lenguaje del cuarto evangelio el término «hora» en boca de Jesús siempre
se refiere a su revelación mesiánica (cfr. Jon 4, 23), en particular a la revelación en su
muerte (cfr. Jon 17, 1 ss.). ¿Por qué, en el Apocalipsis, cuyas consonancias de léxico y
de pensamiento con el ambiente «joáneo» son puestos siempre más en relieve por los
estudios recientes, la «hora de la siega» proclamada aquí por el ángel, así como la
«hora del juicio» anunciado previamente por el otro ángel (14, 7), debieran referirse
al juicio final y no al que tiene lugar con la muerte de Cristo? Si la escena de la siega,
como piensa la mayoría de los intérpretes, tiene un valor positivo y significa la
reunión de los elegidos ¿por qué la reunión debe realizarse sólo en el fin del mundo?

205
El «canto nuevo» de los Vivientes y de los Ancianos ¿no celebra acaso al Cordero por
haber ya realizado con su sangre la redención de hombres provenientes de toda la
humanidad y por constituirlos desde ya en reyes y sacerdotes para Dios (cfr. 5, 9 s.)?
Esto es lo que también nos da a entender, de otra manera, la metáfora de la siega: la
muerte de Cristo ha inaugurado «el reino»; por lo tanto, la reunión de los elegidos ya
ha comenzado. La visión de la «nueva Jerusalén» trazará, con grandes colores y formas
deslumbrantes, las perspectivas de la nueva humanidad redimida: perspectivas de paz
entre los hombres, de amistad e intimidad con Dios.
Del juicio que tiene lugar con la muerte de Cristo la escena de la siega alegoriza
los aspectos positivos, de salvación y redención para la humanidad; la escena que
sigue, de la vendimia y del apisonamiento de la uva, subraya más bien los aspectos
negativos, de condena y destrucción de las fuerzas malignas. Como ya se dijo, también
la visión de la vendimia y del apisonamiento proceden de Joel, de la cual se sirve como
metáforas para representar la exterminación que realizará Dios de los enemigos de
Israel en el valle de Josafat (Jl 4, 1 ss.). Pero el profeta es para Juan algo más que un
punto de partida: la vendimia y el apisonamiento son presentados como eventos
reales. Sus protagonistas son dos ángeles que salen del Templo celeste, del cual había
salido también el ángel que había ordenado al Hijo de hombre segar la mies de la
tierra.
Si se tiene en cuenta el hecho de que la orden de segar proviene de un ángel, se
ve claramente que toda esta serie de visiones está dominada por los ángeles. Esto
tiene gran significado a la luz de lo que hemos dicho repetidamente del rol de los
ángeles como mediadores de la revelación antigua, antes de la venida de Jesucristo.
Esto explica también el papel aparentemente subordinado del Hijo de hombre en la
escena de la siega: se trata, de hecho, de la aplicación a Jesucristo de una profecía
mesiánica contenida en lo que llamamos el Antiguo Testamento.
Lo mismo vale para la escena de la vendimia, que también se entiende aplicada
en sentido mesiánico a Jesucristo; pero ¿a qué acto? Es claro para todos que se trata
de un juicio, pero existe mucha confusión sobre los detalles.
La libertad con la que Juan se inspira en Joel también se deja ver en otros
detalles. Él precisa que la vendimia se lleva a cabo en la «viña de la tierra». ¿De cuál
tierra se trata? En general se entiende toda la tierra habitada, pero recientemente
Lupieri ha pensado que puede tratarse de la tierra de Israel, ya que, en los profetas,
éste es la «viña» de Dios por excelencia. Es una interpretación plausible. Sin embargo,
puesto que él también entiende la escena de la vendimia como juicio de condena, la
referencia a Israel significaría que la primera condena «debiera referirse al destino de
los judíos no cristianos», e igualmente la expresión: la mies «se secó» (Lupieri, 230).
La representación de la escena de la vendimia como un juicio de condena es
una opinión compartida por todos los intérpretes, incluyendo a quienes interpretan la
escena de la siega en sentido positivo. Esta convicción viene, con toda probabilidad, de
la expresión «lagar de la cólera de Dios» donde son arrojadas las uvas, frecuente
imagen en los profetas para indicar exterminios y destrucciones como castigos
enviados por Dios. Sin embargo, la idea de ser apisonadas en el lagar como castigo no
se concilia con la condición de las uvas, ya sean malignas o Israel, ya que el ángel dice
que «están maduras». Lupieri, él mismo, es quien destaca esta condición positiva de

206
las uvas, puestas, a su juicio, por el autor, como contraste con la condición de la mies.
Pero entonces, ¿por qué las uvas producen la cólera de Dios?
Esta pregunta va dirigida también a quienes, sin explicación, identifican las
uvas como realidades negativas. Es posible, en cambio, que la cólera de Dios tenga
otro objetivo, como se muestra en la continuación de la escena, que por lo general es
considerada de escasa importancia por los intérpretes modernos. Las uvas son
echadas dentro del «gran lagar de la cólera de Dios» que es apisonado «fuera de la
ciudad». Es consenso común que la ciudad mencionada es Jerusalén. Aquí hay que
hacer hincapié en otra probable adaptación, por parte de Juan, de la profecía de Joel,
que ponía el juicio de Dios, con su correspondiente exterminio, sobre los pueblos
paganos, en el valle de Josafat que se encuentra en las inmediaciones de esta ciudad.
Algunos exegetas, a propósito de esta particularidad, han citado pasajes de
apocalipsis judaicos (2 Ba 40, 1; 4 Esd 13, 35) que señalaban a Jerusalén como el lugar
de la intervención de Dios o del Mesías para destruir definitivamente a los enemigos
de Israel. Pero este recurso es un error, ya que los autores citados colocan la
intervención divina, precisamente, en Jerusalén, sobre el monte Sión; sin embargo,
Juan precisa que «el lagar de la cólera de Dios» fue apisonado «fuera de la ciudad».
Otros intérpretes han mencionado, a este propósito, la costumbre judía de ejecutar las
sentencias capitales fuera de Jerusalén: es el caso, destacado por los evangelios, de la
crucifixión de Jesucristo.
Del lagar apisonado se derrama la sangre. A propósito de este dato, son pocos
los que han dado importancia al hecho de que, sobre la profecía de Joel, se injerta la
célebre visión de Isaías, a quien Dios se aparece con las ropas empapadas de sangre,
por lo que el vidente lo interpela comparándolo a un pisador de uvas al salir del lagar.
En su respuesta, Dios acepta la metáfora implícita en la comparación y dice haber
pisado Él solo en del lagar de su cólera a todos sus enemigos (Is 63, 1 ss.).
La visión de Isaías está en la base de la interpretación acostumbrada según la
cual la sangre que se derrama es la de los enemigos masacrados. No se ha tenido en
cuenta, sin embargo, que la visión de las vestiduras empapadas de sangre es una cita
explícita de Juan aplicada al Logos que baja del cielo sobre el caballo blanco y envuelto
en un manto salpicado de sangre (19, 13). Anticipando el análisis que haremos de este
pasaje, digamos que en la vestimenta salpicada de sangre que envuelve al Logos
vemos una alusión al sacrificio redentor de Cristo y no a la sangre de los enemigos que
Él se prepara a enfrentar.
Volviendo a la sangre que se derrama del lagar, la visión de Isaías, justamente,
que aquí se encuentra como trasfondo y es aplicada al Logos, no permite identificar
esta sangre con la de los malvados masacrados. Y luego ¿cuáles malvados, si en el
discurso simbólico de Juan la sangre que sale del lagar es producto de las uvas que son
una realidad positiva?
Con relación al derrame de sangre del lagar, Juan agrega algunos detalles que,
para algunos intérpretes, han sido aterradores: la sangre fluye en tal cantidad que
cubre toda la superficie de la tierra (así es como muchos interpretan los «mil
doscientos sesenta estadios» mencionados por el texto) y llega «hasta los frenos de los
caballos» (14, 20), detalle que ha sido entendido por la mayoría como una forma
enfática usada por el autor para hacer hincapié en la cantidad de sangre derramada.
Pero es una solución apresurada, ya condicionada por la interpretación de que la

207
sangre derramada es la de los malvados. Mientras tanto, es necesario aclarar que si la
sangre llega «hasta los frenos» los caballos se ahogan. ¿Cuáles son estos caballos? Es
francamente absurdo pensar, como algunos, en los caballos de las huestes que siguen
al Logos que baja del cielo (cfr. 19, 14). Es mucho más lógico pensar en las langostas
infernales de la quinta trompeta, comandadas por el ángeles del abismo (cfr. 9, 7 ss.) y
en los caballos con sus jinetes infernales de la sexta trompeta (cfr. 9, 17).
Si los caballos que se ahogan son las fuerzas demoníacas, la sangre en que se
ahogan no puede ser sino la de Cristo. No es del todo improbable el hecho de que en
esta escena exista una reminiscencia de un episodio del éxodo hebreo del Egipto,
cuando la caballería del faraón se hunde en las aguas del Mar Rojo (cfr. Ex 14, 26 ss.).
Por lo tanto, son las fuerzas demoníacas el objetivo de la cólera de Dios y no las uvas,
en cuya condición de plena maduración hay que ver figurado a Jesucristo, la más alta
expresión de la «viña»-Israel. El apisonamiento de las uvas «fuera de la ciudad» se
convierte así en una alegoría precisa de la crucifixión y de la muerte de Jesucristo, con
la cual, lo repetimos, comienza el juicio de Dios sobre el mundo. De este juicio, aquí, se
pone en gran relieve el aspecto de condena y destrucción de las fuerzas malignas. Sin
embargo el aspecto positivo no se pasa por alto: de hecho, la sangre derramada cubre
toda la superficie de la tierra, para significar que la redención realizada por Cristo con
su sangre se extiende a toda la humanidad, como insiste Juan repetidamente (cfr. 5, 9;
7, 9).
Esta interpretación, que ya había propuesto en mi ensayo anterior, ha sido
definida «optimista» por Lupieri, que la considera impresentable en base a un pasaje
del Libro de Enoc, en el cual se dice que, en el fin del mundo, la masacre entre los
pecadores será tal que los caballos avanzarán inmersos en la sangre hasta el pecho. La
referencia al pasaje de ese libro, ya señalado por otros comentadores, es muy
probable. Pero, también en este caso, como en todos los casos en que Juan se remite a
autores precedentes, incluso bíblicos, es necesario tener en cuenta las variantes
introducidas: hemos visto un caso emblemático en la escena del libro devorado
tomado de Ezequiel.
En comparación con el pasaje de Enoc hay más de una diferencia. Por ejemplo,
los caballos no caminan en la sangre: es la sangre que los alcanza. Y no llega sólo al
pecho, sino «hasta los frenos ». Explicar estas variantes atribuyendo a Juan la
intención de «corregir a Enoc, diciendo que en el momento del juicio la sangre será
aún más abundante de lo previsto en el pasado» me parece más bien superficial. Por
qué no preguntarse lo que ocurre con los caballos cuando la sangre llega «hasta los
frenos», es decir, más allá de las fosas nasales y la abertura de la boca. La
imposibilidad para respirar es evidente.
Otra variante de gran importancia, con respecto al libro de Enoc, es la precisión
con que Juan cuantifica la extensión de la sangre que se derrama: «mil seiscientos
estadios». En esta medida, la interpretación tradicional que seguimos, ha visto una
alusión a la superficie terrestre. Recientemente Prigent a proporcionado una opinión
plausible, manifestando que en la base del número mil seiscientos se encuentra el
número cuatro. En efecto, éste representa el céntuplo de dieciséis, es decir, el
cuadrado de cuatro. Y el cuatro, en el Apocalipsis, como hemos observado
repetidamente, es el número que designa la superficie terrestre.

208
Lupieri, en cambio, retoma la interpretación, ya propuesta por otros, que ve en
esta medida la designación de la Palestina. Sin entrar en el mérito de la cuestión, creo
que su propuesta obedece a la suposición de que la escena de la vendimia y del
apisonamiento significa un juicio de condena y de destrucción. Los primeros en ser
prensados, es decir, apisonados, en el «lagar de la ira de Dios» serían Jerusalén y los
judíos. Si las cosas se plantean en estos términos, a las consideraciones formuladas
anteriormente a propósito de las uvas, puedo añadir aquí que el apisonamiento del
lagar «fuera de la ciudad», entendida como Jerusalén también por Lupieri, ya no tiene
ninguna explicación posible.

7. Entrega y derrame de las copas: la muerte de Cristo, como inicio del
juicio de Dios (15, 1-16, 21)

Introducción

Aún cuando el capítulo 15, que contiene la visión de la entrega de las copas, aún
forma parte del Proemio del septenario, cuyo desarrollo tiene lugar en el capítulo
siguiente, la estrecha relación entre ambos lleva a considerarlos como un todo. Vistos
como una unidad, los capítulos 15 y 16 constituyen el núcleo central del septenario de
las copas y contienen elementos que se unen tanto a la parte precedente del libro
como a la que sigue.
Para ilustrar mejor lo que se ha dicho, hay que exponer primero
esquemáticamente el contenido de ambos capítulos. En el capítulo 15 Juan ve «en el
cielo una señal grande y admirable: siete ángeles con siete plagas, las últimas, porque
en ellas se consumó la ira de Dios»; después ve «como un mar de vidrio, mezclado con
fuego» y «de pie» sobre éste a «los vencedores de la bestia, de su imagen y del número
de su nombre», que entonan un canto en honor de la justicia de los juicios de Dios,
canto que el autor especifica ser «el canto de Moisés, siervo de Dios, y el canto del
Cordero». En la siguiente visión se abrió el Templo celeste y de allí salieron los siete
ángeles con las siete plagas: uno de los cuatro Seres vivientes les entrega siete copas
«llenas de la cólera de Dios» y se llenó el Templo «de humo y de la potencia de Dios de
modo que nadie puede entrar en el Templo hasta que se cumpliesen las plagas de los
ángeles. (15, 1-8). En el capítulo 16 tiene lugar el derrame de las copas sobre las
diversas partes del cosmos en el orden siguiente: tierra, mar, ríos y fuentes de las
aguas, sol, trono de la bestia, el río Éufrates, aire (16, 1-17); este último derrame es
seguido por un gran terremoto y un terrible granizada (16, 18-21).
La conexión más importante con la parte siguiente del libro está dada por la
presencia de uno de los ángeles «que tienen las siete copas», para revelar primero la
condena de la Jerusalén infiel (cfr. 17,1 ss.) y después la «nueva Jerusalén» que baja
del cielo (cfr. 21, 9 ss.). Esto significa que las dos situaciones son el efecto
contrapuesto, pero contemporáneo, del juicio de Dios descrito en el derrame de las
copas, alegoría de la muerte de Cristo. Por lo tanto, es un error concebir los dos
eventos en sucesión cronológica, incluso poniendo entre uno y otro la batalla de
Armagedón, el reino milenario y el juicio universal, haciendo de la nueva Jerusalén
una realidad que está más allá de la historia.

209
Se trata, en realidad, del procedimiento típico de Juan, que consiste en volver a
tomar los temas ya tratados para modificarlos o profundizar en su significado. El
derrame de las copas nos ofrece un ejemplo típico, ya que vuelve a tomar, con alguna
variante significativa, el esquema de las trompetas. Con el septenario de las trompetas
y, más precisamente, con lo que sucede después de sonar la séptima trompeta, se
relacionan los desarrollos de los capítulos 15 y 16, que van desde la apertura del
Templo celeste hasta el derrame de la séptima copa y sus efectos.
Después del sonido de la séptima trompeta se abre el Templo celeste y aparece
el arca de la Alianza; se suceden relámpagos, voces, truenos, terremoto y granizos (11,
19). El derrame de las copas se cumple entre la apertura del Templo celeste y los
fenómenos (relámpagos, voces, etc.) que siguen al derrame de la séptima copa, por
esta razón, todo el septenario de las copas puede ser considerado como una
reproducción y un desarrollo de la séptima trompeta, en la cual, como el ángel había
anunciado, «se consumó el misterio de Dios» (cfr. 10, 7), palabras que hemos
entendido referidas a la muerte de Jesucristo.

La «señal» en el cielo

La visión de los siete ángeles con las plagas es presentada por Juan como «una
señal grande y admirable». Es evidente la referencia a las otras dos «señales», de la
mujer y del dragón, del capítulo 12, lo cual permite considerar como una unidad la
sección que va desde el inicio del capítulo 12 hasta el inicio del capítulo 15. Hemos
visto anteriormente que la primera «señal» (la mujer) representa la creación de la
humanidad en la condición originaria de inocencia y privilegio, la segunda (el dragón)
es una alegoría de la primera intervención salvífica de Dios que ha derrotado al
dragón-Satanás por medio de los ángeles fieles; la tercera (los ángeles con las plagas)
representa la definitiva intervención salvífica de Dios, que se cumple en la muerte de
Cristo, la cual da inicio a su juicio sobre el mundo. En este sentido, los ángeles con las
plagas son también una «señal».
La «señal» se aparece a Juan «en el cielo» que en este caso, más que nunca,
debe ser entendido en sentido espiritual, como sede de la divinidad, tanto así que poco
más adelante el vidente los ve salir del Templo. Este detalle constituye una
significativa relación con las escenas precedentes, de la siega y la vendimia, en que los
ángeles protagonistas también salen del Templo.
Estos ángeles están dotados de instrumentos para dañar, que generalmente
son traducidos como «flagelos», pero literalmente significan «plagas» (en griego,
πληγαι): tal vez sea preferible la primera traducción, ya que la devastadora acción de
los ángeles no afecta solamente a los hombres, sino también al ámbito físico.
Podríamos preguntarnos si estos «flagelos” coinciden con los efectos provocados por
el derrame de las copas; los intérpretes parecen entenderlos en este sentido. Pero el
contenido que derraman las copas es «la cólera de Dios», es decir, su juicio, que aquí
es un juicio de condena. Sin embargo, tanto cuando aparecen como «señal» como
cuando salen del Templo para recibir la copa, son presentados como dotados de
«flagelos». Esta insistencia no puede ser casual y quizá se puede explicar pensando
que en este caso Juan recurre a las figuras de los ángeles castigadores, tan presentes
en los escritos apocalípticos.

210
15, 2-4: Los vencedores de la bestia

La visión de los ángeles con los flagelos es seguida por la visión del «mar de
vidrio mezclado de fuego» sobre el cual «están de pie» los vencedores de la bestia.
¿Qué cosa es este «mar de vidrio» y qué cosa significa su mezcla con el fuego? Las
respuestas apuntan en las más diversas direcciones: cielo iluminado por los rayos
(como en el Libro de Enoc), alegoría del bautismo de agua y fuego, alusión a las
pruebas que deben enfrentan los fieles cristianos.
Este «mar» se refiere al que se extiende bajo el trono de la divinidad en la
visión del capítulo 4; sin embargo, allí es «semejante al cristal», es decir puro y
límpido (cfr. 4, 6). Lo hemos entendido como la extensión terráquea sobre la cual
sopla el Espíritu de Dios, según el relato de la creación en el Génesis. Si ahora se
encuentra «mezclado de fuego», no se puede pensar en otra cosa, sino en «el granizo y
fuego mezclado con sangre», que son arrojados a la tierra en la primera trompeta, y en
el «monte grande ardiendo en fuego», que es arrojado en el mar en la segunda
trompeta (cfr. 8, 7 s.). Según la interpretación expresada anteriormente, se trata del
daño de lo creado provocado por la caída de Satanás.
¿Quiénes son los «vencedores» de la bestia? La interpretación habitual piensa
en los cristianos, pero hay algo que no calza. Juan presenta a estos personajes
«puestos de pie», utilizando el mismo verbo con que se refiere a la resurrección del
Cordero (cfr. 5, 6; 14, 1) y la de los dos testigos (cfr. 11, 11). Por lo común, este detalle
se entiende como signo de la victoria de ellos; pero la victoria sobre la bestia se
consigue de una sola manera: ser muerto y ser vivificado desde lo alto, como es el caso
de los dos testigos. Por lo tanto, también los vencedores de la bestia son muertos que
han recibido la vida eterna antes de la venida de Cristo. Por esta razón, al «canto de
Moisés» que celebra la liberación de Israel del Egipto, ellos agregan «el canto del
Cordero», pues han sido salvados en virtud del valor eterno de su sacrificio.
El hecho de volver a tomar el tema de la salvación concedida a los justos de la
antigua Alianza tiene la función de introducir, por analogía de situación, la alegoría de
la muerte de Cristo que pasa a ser desarrollado en el derrame de las copas. La
referencia anticipa, además, la certeza de que esta aparente derrota, por el contrario,
marcará la derrota definitiva de Satanás y de las fuerzas malignas, porque la muerte
será seguida por la resurrección.

15, 5-8: La apertura del Templo celeste

El himno de los vencedores continúa con la apertura del Templo celeste, que
aquí es designado «el Templo del tabernáculo del testimonio». No es una «segunda
apertura» (Lupieri) sino más bien, como se dijo anteriormente, un retorno de la
escena de apertura que tiene lugar después de sonar de la séptima trompeta (cfr. 11,
19), pero con variantes muy interesantes.
La primera variante consiste en que allá la apertura revelaba el arca de la
alianza. Sin embargo, esta apertura seguía a la proclamación de la instauración del
reino de Dios y de su Mesías (Cristo) en el mundo: allí hemos leído la alegoría de la
revelación de la salvación ofrecida a todos con la muerte de Cristo. Aquí, en cambio, no
sólo no se menciona el arca, sino también se dice que nadie puede entrar en el Templo

211
hasta que se cumpla el derrame de las copas. Si nadie puede entrar en el Templo, esto
significa que no puede tener lugar el culto: por otra parte, se dice que salen los
ángeles, lo cual ha sido considerado por algunos comentadores como ángeles
oficiantes. No es difícil ver en esto la figuración del «silencio en el cielo» que sigue a la
apertura del séptimo sello. Allá el silencio dura «como por media hora»: en lo cual
hemos entendido una alusión a la «media semana» simbólica en que Cristo permanece
en poder de la muerte. Aquí la ausencia del culto dura el tiempo que toma el derrame
de las copas, lo cual no es una sucesión cronológica, sino la descripción de los efectos
del juicio de Dios que tiene lugar mientras Cristo está a merced de las fuerzas
malignas que lo han muerto.
Otra variante, a primera vista inexplicable, es que la imposibilidad de entrar en
el Templo se debe a que se llena del «humo proveniente de la gloria de Dios y de su
poder». Hay aquí una clara referencia al santuario mosaico y a su consagración por
obra de Dios (cfr. Ex 40, 32 ss.; 1 R 8, 10). En esta referencia también hay variantes
significativas. En el texto de Juan, la presencia divina llena el Templo después de ser
abierto, lo cual es se opone a lo que sucede en el Éxodo. Por otro lado, en el santuario
mosaico la presencia de Dios es intermitente, y la prohibición de entrar se limita a
estos momentos, mientras que, como se ha dicho, en Juan, la prohibición se relaciona
con una circunstancia bien precisa y bien delimitada, es decir, el derrame de las copas.
La referencia al santuario mosaico es indiscutible ya que aquí, único caso en
todo el transcurso del libro, el Templo celeste es denominado «Templo del
tabernáculo del testimonio», definición que a Lupieri le ha parecido «extraña y
consistente». Designándolo como «tabernáculo», Juan intenta llevar el concepto de
templo a su función originaria, como lugar de la presencia de la divinidad y de la
posibilidad de ser encontrada por el hombre. En el Éxodo, de hecho, este tabernáculo
es llamado «el tabernáculo del encuentro» o bien «el tabernáculo de la reunión», ya
que era el lugar, ya existente desde la partida del Egipto, en el que Dios se encontraba
con Moisés, pero también con todo israelita que lo desease (cfr. Ex 33, 7 s.).
Entre los exegetas se discute si la «tienda de la reunión» haya formado parte
del Templo judaico. De todos modos, la identificación del Templo celeste con la
«tienda del testimonio» puede ser una crítica de Juan contra el Templo judaico, que
era considerado como la reproducción del Templo celeste. En la «nueva Jerusalén» el
templo ya no existirá (cfr. 21, 22) y en su lugar Dios pondrá su «tienda», los hombres
serán su pueblo y Él será el «Dios con ellos» (cfr. 21, 3). El humo de la gloria y del
poder de Dios que llena el Templo y lo lleva a su función de «tienda del encuentro» es
como una nueva consagración, análoga a la realizada para el Templo de Salomón (cfr.
1 R 8, 10 s.). En efecto, éste había sido profanado por la acción de los sacerdotes que
habían condenado a muerte a Jesucristo.

16, 1-21: El derrame de las copas

Se ha dicho anteriormente que el derrame de las copas sigue el esquema de la
serie de trompetas, aunque con numerosas variantes. Hay una de carácter general que
concierne a la función de los ángeles en ambos septenarios. En las trompetas hemos
intentado mostrar que los daños en el mundo físico y humano no son provocados por
la acción de los ángeles directamente, sino por la acción de Satanás y de sus ángeles,

212
expulsados del cielo por aquellos. Los ángeles de las copas, en cambio, son ángeles
punitivos que llevan a cabo un juicio de condena por parte de Dios.
Otra variante tiene que ver con la estructura de ambos septenarios. En el de las
trompetas había una distinción bastante clara entre el grupo de las cuatro primeras,
que concierne casi exclusivamente el mundo físico, y el de las tres últimas en las que el
mundo humano, primero en el trasfondo (naves destruidas, aguas amargas que
matan) y luego en el primer plano, es víctima de la agresión de las fuerzas demoníacas
(langostas y jinetes infernales), pero también objeto de atención de los ángeles buenos
(el ángel con «el pequeño libro»). En la serie de las copas la humanidad es el
verdadero blanco de los flagelos, ya desde el derrame de la primera, en que el
contenido de la copa provoca una «úlcera maligna y pestilente» en los seguidores de la
«bestia». La humanidad sigue siendo objeto de la cólera de Dios, que es su juicio de
condena, en la tercera (sangre en las aguas dulces), en la cuarta (calor insoportable
del sol) y en la quinta copa, aunque en esta última las tinieblas insoportables en
realidad envuelven el «trono de la bestia».
Como en el septenario de las trompetas, en el de la copas son numerosas y
evidentes las referencias a las llamadas plagas de Egipto y aquí también constatamos
diversas variantes que veremos más adelante. De cualquier manera, la relación entre
las plagas de Egipto y las copas se muestra más estrecha, ya que se trata, en ambos
casos, de castigos enviados por Dios; en cambio, esto no está documentado en lo que
respecta a los daños y a los «ayes» de las trompetas.
Finalmente, respecto a la relación entre los dos septenarios, señalaremos
algunas diferencias que los intérpretes han mencionado, pero no les han atribuido
demasiada importancia. Mientras que en las cuatro primeras trompetas los daños
perjudican solamente a una porción limitada («una tercera parte» de los elementos
afectados), en las copas el efecto del derrame es global, sólo limitado por afectar a las
realidades malvadas. De este modo, en las copas hay desarrollos que no tienen
correspondencia en las trompetas. Tres son los casos más llamativos que vamos a
retomar. Cuando es derramada la segunda copa, el mar se convierte en «sangre como
de muerto» que provoca la muerte de todos los seres que viven en el mar. El derrame
de la tercera copa convierte en sangre los ríos y las fuentes: la intervención del ángel
de las aguas deja entender que esto significa la condena y la destrucción de todos los
que «derramaron sangre de justos y de profetas» (16, 5). Por otro lado, el derrame de
la séptima copa tiene lugar «en el aire», lo cual no tiene equivalente en el septenario
de las trompetas. Cabe señalar, por último, que el Cordero, es decir, Jesucristo, no es
mencionado en el derrame de las copas, sino sólo se menciona a Dios como «Dios del
cielo«, «El que es y que era», o bien con los epítetos «justo», «santo», «el
omnipotente». Esto significa que el juicio que se cumple en el derrame de las copas,
exactamente como el que tiene lugar después de la aniquilación de la coalición
Satanás-Gog-Magog (cfr. 20, 11 ss.), es obra exclusivamente de Él, mientras que
Jesucristo está a merced de la muerte.

16, 19: Las primeras cuatro copas

El derrame de las copas es precedido por la invitación de «una gran voz» que
sale del Templo, que no puede ser otra sino la de Dios, puesto que después de la

213
apertura sólo Él está en el Templo, y las copas que serán derramadas se encuentran
llenas de su cólera.
La primera copa es derramada sobre la tierra y provoca una “úlcera maligna y
pestilente” (16, 2) en los adoradores de la bestia. Es evidente la referencia a la sexta
plaga del Egipto (cfr. Ex 9, 8 ss.), en que la úlcera , evidentemente, debe entenderse en
sentido literal y físico. En la visión de Juan, la referencia a una plaga física debe ser
excluida, y tampoco se puede aceptar la interpretación de quien ve en la úlcera
simplemente la referencia a algo de lo cual los cristianos serán preservados. En este
punto no se puede seguir a Lupieri quien, en base a una amenaza de Dios contra la
infidelidad de Israel, cree que el flagelo de la primera copa se dirige precisamente
contra el judaísmo (cfr. Dt 28, 27.35).
La condena de Dios, revelada por el flagelo de la primera copa, se dirige contra
todos los adoradores de la bestia. Por otra parte, a los ojos de Juan, la condena de Dios
no representa para los malvados un tormento físico, sino de naturaleza espiritual: la
privación de la vida eterna. Los adoradores de la bestia llevaban su «marca»: después
de la condena la «marca» se convierte en «úlcera».
La segunda copa es derramada sobre el mar y lo convierte en sangre; esto tiene
provoca la muerte de todos los seres que lo habitan. Aquí hay una alusión evidente a la
primera plaga de Egipto: las aguas del Nilo son convertidas en sangre y mueren todos
los peces (cfr. Ex 7, 17 ss.). Hay también una referencia precisa a la segunda trompeta,
en que un «monte ardiendo en fuego» es arrojado desde el cielo en el mar y causa la
muerte de «la tercera parte de los seres que viven en el mar» y destruye un tercio de
las naves (cfr. 8, 8 s.). los comentadores que advierten esta referencia se limitan a
decir que en la segunda copa el efecto es total en vez de parcial (Prigent) o a destacar
la ausencia de la destrucción de las naves (Lupieri). Sin embargo la pregunta que
debemos hacernos, en lo que respecta en particular a la segunda copa, es otra: si el
derrame de las copas es la manifestación de la cólera de Dios, ¿Qué sentido tiene el
derrame de la segunda si por «seres vivientes del mar» se entienden los peces? ¿Qué
cosa tienen de particular estos seres como para provocar la cólera de Dios?
La respuesta a esta pregunta depende de la interpretación otorgada al «monte
ardiendo en fuego» que es arrojado al mar en la segunda trompeta. Si se entiende,
como lo hicimos anteriormente, que se refiere a la caída de Satanás y de los ángeles
malvados, entonces bien podrían ser ellos los seres que habitan el mar. ¿No es acaso
del «mar» que surge la bestia con las siete cabezas y los diez cuernos, que representa
la resurrección de Satanás derrotado por Miguel y por sus ángeles?
En estas circunstancias, la transformación del mar en sangre que ocurre en la
segunda copa tiene un significado distinto del que ocurre en la segunda trompeta. No
es casual que la sangre de la segunda copa sea definida por Juan con la expresión
«sangre como de muerto». Esta expresión no se refiere a una condición de impureza,
como quisiera Lupieri, que ve allí otra polémica contra el judaísmo; más bien se debe
ver en ella una alusión al efecto mortífero de la sangre producto del derrame de la
copa.
Se habla de sangre también en el derrame de la tercera copa, que es derramada
sobre los ríos y sobre las fuentes de agua, es decir sobre las aguas dulces, que también
son convertidas en sangre. La correspondencia con la tercera trompeta se refiere
solamente a los elementos afectados, es decir, los ríos y las fuentes, pero no a la

214
proporción, que aquí tampoco es parcial, sino global. En general, este es el único
aspecto que es destacado por los intérpretes. No obstante, con relación a la sexta
trompeta aquí hay una variante de una importancia completamente diferente: en el
primer caso las aguas dulces son transformadas en amargas por la caída de la «gran
estrella» de nombre Ajenjo (cfr. 8, 10 s.); aquí, en cambio, las aguas dulces se
transforman en sangre. Este fenómeno es explicado a continuación por la intervención
del «ángel de las aguas» que alaba a Dios por su justicia, ya que, transformando la
naturaleza de las aguas, ha «dado a beber sangre» a quienes «derramaron sangre de
santos y de profetas».
Respecto a esta transformación de las aguas en sangre Lupieri se detiene en
ella minuciosamente; él cree ver allí otra alusión a la impureza ritual y otra crítica
contra el judaísmo que, a su juicio, se desprende de las palabras del ángel contra
quienes mataron a los santos y a los profetas. Pero la propia expresión «dar a beber
sangre», usada por el ángel, impide pensar que se trate de pureza o impureza ritual; ni
es posible, obviamente, entender a la letra estas palabras, en el sentido de que beber
sangre era el mayor de los crímenes atribuidos a los gigantes en el Libro de Enoc.
Dar muerte a los santos y a los profetas es sin duda obra de Jerusalén, es decir,
del judaísmo oficial corrupto, como evidencia la figura de la prostituta, ebria de la
sangre de ellos (cfr. 17, 6). Pero es también obra de la bestia del mar, que representa,
repetimos, el poder político corrupto de todos los tiempos, ayudado por el poder
religioso que se puso a su servicio. Es sobre estos dos autores de la persecución que
recae la condena divina expresada por las palabras «darles a beber la sangre».
Entonces, es posible que la expresión equivalga a «hacer ahogar en la sangre». De este
modo, lo que aquí se ha dicho indicaría una analogía con la suerte que corren los
caballos, ahogados en la sangre que sale del lagar pisado fuera de la ciudad (cfr. 14,
20), es decir, por la sangre de Cristo.
Se explican así tanto el motivo del profundo cambio realizado por Juan en la
tercera copa respecto a la trompeta análoga, como la estrecha relación existente entre
la segunda y la tercera copas: en una el juicio divino de condena recae sobre los
inspiradores demoníacos de la persecución, en la otra, sobre los ejecutores humanos.
Por otro lado, la presencia de esta sangre vengadora confirma que el derrame de las
copas es una alegoría de la muerte de Cristo, inicio del juicio de Dios sobre el mundo.
La cuarta copa es derramada sobre el sol, cuyo calor aumenta en magnitud
insoportable para los hombres, sin embargo, en vez de arrepentirse y de convertirse,
se entregan a la blasfemia contra Dios. Sólo tiene en común con la cuarta trompeta la
mención del sol, que allá fue claramente concebido como elemento del cosmos, ya que
se acompañaba de la mención de la luna y de las estrellas. Por otro lado, mientras allá
perdía una tercera parte de su luz, acá aumenta al máximo su calor, por lo tanto
también su luz. En este recobro de calor y de luz por el sol, más que una inversión de
la situación descrita en la cuarta trompeta, es posible ver una respuesta al humo que
sube del abismo para oscurecerlo en la quinta trompeta, alegoría del desafío contra
Dios por parte del orgullo diabólico y humano. Por lo tanto, el calor del sol quemante
es metáfora de la intervención de Dios en la historia humana, intervención que es
siempre juicio y rechazada por la mayor parte de la humanidad.

215
16, 10-11: La quinta copa

La quinta trompeta es derramada «sobre el trono de la bestia»: la consecuencia
es su reino cubierto por las tinieblas. Es una referencia a la novena plaga de Egipto, es
decir, a las tinieblas que cubren el reino del faraón (cfr. Ex 10, 21 ss.). ¿Dónde está el
trono de la bestia? La mayor parte de los intérpretes piensa que la bestia mencionada
aquí es la bestia del mar que ha recibido el trono del dragón-Satanás (cfr. 13, 2). Si es
identificada con el Imperio Romano, entonces el trono de la bestia debería estar en
Roma, pero existe mucha incertidumbre sobre este punto. Prigent parece descartar
esta hipótesis, Lupieri no se pronuncia.
En realidad, como anteriormente hemos tratado de ilustrar, la bestia del mar es
la encarnación de Satanás y la cesión del trono es exclusivamente funcional para la
tarea que desempeña el poder político corrupto en la historia. Tanto es así que en la
carta a Pérgamo Cristo dice que Satanás tiene «su trono» en ese lugar (cfr. 2, 13). En la
historia de los dos testigos Juan dice que han sido asesinados por la «bestia que sube
del abismo» (cfr. 11, 7 y también 17, 8): hemos entendido que se refiere a la
encarnación de Satanás en los dos poderes, político y religioso, corruptos. Por lo tanto,
la sede donde reside Satanás hasta que «sube» a la tierra (cfr. 17, 8) – para matar a
Jesucristo – es el abismo, y es allí donde él tiene su trono.
La copa que se derrama sobre su trono y precipita las tinieblas en su reino es la
respuesta a su intento por oscurecer el sol y el aire con el «humo del pozo del abismo»
(cfr. 9, 2). En este sentido, la quinta copa representa la inversión de la situación
descrita en la quinta trompeta. Respecto a las tinieblas que envuelven el reino de la
bestia, los intérpretes se han encontrado en grandes problemas ya que las tinieblas no
parecen un tormento suficientemente doloroso para inducir a los seres humanos a
«masticar sus lenguas», como escribe Juan. La dificultad puede superarse si no
entendemos estas «tinieblas» a la letra (como eran en la plaga análoga de Egipto) ni
como simple metáfora de la ceguera espiritual (que no parecen implicar tormentos
mayormente dolorosos), sino como la condenación eterna. Si es así, entonces las
tinieblas en que caen los hombres serían análogas a las «tinieblas exteriores» del
evangelio de Mateo, donde son arrojados «los hijos del reino», es decir los judíos no
cristianos, el invitado sorprendido sin el traje nupcial, y «el siervo inútil», es decir el
que no hizo producir su talento (cfr. Mt 8, 11; 22, 13; 15, 30). En Mateo, la
desesperación que reina en las «tinieblas exteriores» es descrita, sin palabras, con
«llanto y estridor de dientes»; en Juan, igualmente sin palabras, con la expresión
«morderse la lengua». A propósito de las tinieblas como metáfora de la condenación
eterna, también se puede señalar la «noche» en que se pierde Judas, habiendo entrado
en él Satanás, después de tomar el bocado de pan que le ofreció Jesús,. (cfr. Jon 13,30).

16, 12-16: La sexta copa

En la sexta copa se hace mención del «gran río Éufrates», que constituye la
referencia a la trompeta análoga. Al sonar la sexta trompeta fueron desatados «cuatro
ángeles» que estaban atados en sus riberas: luego seguía la invasión de un inmenso y
espantoso ejército de caballería, de naturaleza demoníaca, destinado a masacrar a un
tercio de la humanidad. Hemos entendido aquella visión como una alegoría de la

216
guerra y una referencia a la teoría de los cuatro imperios universales que Juan toma
de Daniel y que constituye uno de los motivos dominantes del Apocalipsis.
La sexta copa es derramada por el ángel sobre el río Éufrates, secando su cauce
«para que fuese preparado el camino de los reyes (que vienen) del Oriente». Sigue una
visión de la trinidad satánica que aparece aquí completa por primera vez, compuesta
por el dragón, la bestia y el falso profeta. La visión continúa: de la boca de los
miembros de esta trinidad salen «tres espíritus impuros, como ranas» que son, explica
Juan, «espíritus de demonios» que se dirigen «a los reyes de toda la tierra habitada
con el fin de reunirlos para la guerra del gran día del Dios omnipotente» (16, 14). El
lugar de la reunión de la coalición es Armagedón. Sin embargo, entre la invitación a la
reunión realizada por los espíritus impuros y la noticia de la consumación de esta
reunión, en la narración de los eventos, hay una fractura constituida por la inserción
de una exhortación de Jesús a la vigilancia, que ha creado muchas dificultades a los
intérpretes.
¿Quiénes son los «reyes del Oriente» que cruzan el Éufrates, ayudados en esto
por el hecho de que el río se ha secado: son de naturaleza positiva o negativa? La
mayoría de los intérpretes cree que se trata de fuerzas negativas: algunos han
pensado en los Partos, otros en seres demoníacos. En contraste, la posición de Lupieri
ve en ellos realidades positivas que se contrapondrían a las realidades negativas
representadas por la trinidad satánica. Pero si así fuese ¿cuál sería la función de
contraste respecto a las realidades negativas? De ellos no se habla más en lo sucesivo:
se habla de los «reyes de la tierra habitada», a quienes vienen los espíritus impuros
que emanan de la trinidad satánica, y en los cuales es posible ver designados los
«reyes que vienen del Oriente». El cruce del Éufrates por estos reyes es una retoma de
la escena que tiene lugar después del sonido de la sexta trompeta, cuando son
liberados los cuatro ángeles atados en este río y es, por lo tanto, otra alusión a la
teoría, varias veces mencionada, de los cuatro imperios universales, el primero de los
cuales, el imperio asirio-babilónico, se encuentra en el Éufrates.
La aparición de la trinidad satánica no parece haber atraído mucho la atención
de los comentadores, que se limitan a constatar que aquí la bestia de la tierra se
encuentra designada con el nombre de falso profeta. Sin embargo, la presencia del
dragón es bastante repentina: él había desaparecido de la escena después del capítulo
12, reemplazado por las dos bestias en la persecución contra los santos. Su sede, como
se ha recordado anteriormente, es el abismo, del cual «debe ser liberado» (cfr. 20, 3) y
del cual «va a subir» (17, 8). Su aparición aquí, junto a sus dos ayudantes humanos,
tiene lugar en vista del evento decisivo, es decir, el enfrentamiento con el Logos, que
tendrá lugar en Armagedón.
Para comprender lo que ocurre en aquel lugar es necesario partir del
significado del nombre, que la mayoría de los comentadores relaciona con la ciudad de
Meguido, relacionada con dos eventos importantes de la historia de Israel: allí el juez
Barac obtuvo, contra el pueblo cananeo, una victoria decisiva para el nacimiento del
Estado de Israel (cfr. Jc 4, 10 ss.); y en los alrededores de esta ciudad el rey Josías fue
derrotado y muerto por el faraón Necao (609 a.C.: cfr. 2 R 23, 29), lo cual
prácticamente selló el fin del reino de Judá. El problema es que, mientras Meguido se
encuentra casi en la planicie, el nombre hebreo «Armagedón» significa literalmente
«monte de Meguido».

217
Han habido numerosos intentos de aclarar este pequeño enigma: sin embargo,
en general, los comentadores terminan por confesar, bien su propia impotencia, bien
su propio escepticismo ante las soluciones propuestas. Así sucede, por ejemplo, con
Prigent; sin embargo, él muestra propensión a la interpretación que identifica este
«monte» con las «montañas de Israel», hacia donde se dirigirá, según la profecía de
Ezequiel, el asalto escatológico de Gog y Magog (cfr. Ez 38, 8; 39, 2). El escepticismo
está más que justificado, porque de hecho todo eso nada tiene que ver con Meguido.
Recientemente Lupieri ha explicado la denominación de «monte» aplicada a la
ciudad a partir de la derrota sufrida por Josías a manos del faraón: «Meguido es el
lugar donde el Egipto triunfa militarmente sobre Israel y sobre su santo soberano”. El
Egipto es el símbolo del mal y, por ende, es obvio que en el lugar de su triunfo se
reúnan las fuerzas del mal: de este modo Meguido se convierte también éste en un
“monte”, contra altar maligno del “monte Sión” (Lupieri, 278).
La conexión parece algo forzado. La derrota de Josías no basta para hacer de
Meguido la sede de las fuerzas del mal, representadas por Egipto; en esa localidad,
como hemos recordado, también tuvo lugar la gloriosa gesta de Barac, celebrada en el
conocido canto de Débora como intervención salvífica de Dios en favor de Israel y
signo de renacimiento y de cohesión entre sus tribus (cfr. Jc 5, 1 ss.). Por cierto, el
nombre de Meguido está estrechamente ligado al rey Josías. Pero entonces podría ser
oportuno reflexionar sobre su suerte personal; el rey, justo y santo por antonomasia,
no sólo fue derrotado en la batalla, sino también fue muerto por el faraón de Egipto.
Una lectura espiritual de esta historia permite decir que en ese acontecimiento el bien
es derrotado por el mal. Además: el soberano, que entregó toda su vida a observar y
hacer respetar la Ley de Dios y su culto, es vencido y muerto por el representante del
poder malvado que buscó aniquilar al pueblo hebreo ya desde su origen. La paradoja
es advertida por el autor del Libro de los Reyes, que explica la suerte de Josías con la
ira de Dios por las culpas de sus antepasados, en particular, de su abuelo, el impío rey
Manasés.
En este punto surge la pregunta de lo que ocurre en la batalla de Meguido
mencionada por Juan. Contra la coalición, integrada por la trinidad satánica y por los
reyes de la tierra, desciende el Logos acompañado del ejército celeste. La derrota de la
coalición es total: los jefes son capturados y los demás son masacrados. Todo esto,
como ya hemos mencionado y como lo veremos mejor en el lugar que le corresponde,
no debe ser entendido literalmente: la victoria de Cristo es obtenida con su muerte,
significada por el manto salpicado de sangre que lo envuelve. En la nueva batalla de
Meguido, aparentemente, Jesucristo corre la misma suerte del rey Josías: es derrotado
y muerto. Pero Él es «el Logos, es decir, la Palabra de Dios», y así la derrota se
convierte en victoria y a la muerte sigue la resurrección.
La interpretación de la batalla de Meguido como alegoría de la muerte de Cristo
permite explicar la yuxtaposición entre la visión de Daniel («él viene sobre las nubes»)
y el oráculo de Zacarías sobre el lamento de Israel por «el traspasado» (cfr. Za 12, 10)
que hemos encontrado al final del prólogo (cfr. 1, 7): el lamento de Israel, mencionado
por el profeta, tiene lugar, efectivamente, en Meguido (cfr. Za 12, 11). Si es cierto,
como creen algunos exegetas, que Juan realiza una yuxtaposición entre los dos
profetas, ésta es tan significativa que hasta el «lamento por el traspasado» de Zacarías
se referiría a la muerte del rey Josías.

218
16, 15: «He aquí que vengo como un ladrón: dichoso el que vigila y custodia sus vestidos,
para no andar desnudo y vean su vergüenza»

Como se dijo más arriba, la frase contenida en el versículo 15 se inserta entre
los versículos 14 (invitación de los espíritus impuros a los reyes para la guerra) y 16
(reunión de la coalición en Armagedón), produciendo una fractura que han intentado
explicar y sanar de varias maneras. Algunos habrán notado que estas palabras
presentan analogías con las palabras de Jesús en dos cartas a las iglesias: en la carta a
Sardes invita a la comunidad a vigilar porque Él vendrá «como un ladrón» y nadie
sabrá «en qué hora» (cfr. 3, 3); en la carta a Laodicea Jesús exhorta a la comunidad a
comprar de Él «vestidos blancos» para cubrirse, de modo que no se manifieste la
«vergüenza de su desnudez» (cfr. 3, 18). Aunque las analogías son evidentes, éstas no
autorizan cierta hipótesis según la cual las palabras del versículo 15 no corresponden
en realidad al contexto de las visiones de este capítulo, sino a las cartas o a cualquier
otro escrito enviado previamente a esas mismas comunidades.
Otros han explicado la presencia de esta frase, que rompe el hilo lógico del
discurso, como una glosa que ha sido introducida en el texto. Pero esta es una
explicación que complica las cosas inútilmente; porque, si la glosa es de Juan, como
casi todos admiten, poco importa el orden en que ha sido insertada después: la
verdadera pregunta que debemos hacernos es ¿por qué Juan habría agregado en un
segundo momento la glosa en cuestión? Admitiendo que esta discusión tenga un
sentido, quizá la solución más simple, como algunos han propuesto, sería la de invertir
el orden de los dos últimos versículos. De esta manera, no sólo sería restablecido el
orden lógico del discurso, sino también quedaría claro que la «reunión» en
Armagedón es obra de los «espíritus impuros», es decir, de los demonios; cosa que por
el contrario parece incierto, tanto por las traducciones como por los comentarios.
Por otra parte, de la advertencia de Jesús sólo se hace hincapié en la alusión a la
incerteza de su venida, comparada con la de un ladrón, más explícita en la carta a
Sardes: «Yo vendré como un ladrón y tú no sabrás a qué hora vendré a ti» (3, 3). Aun
menos se ha reparado en el propósito de la exhortación a la vigilancia, es decir, la
custodia y a la conservación de los «vestidos». Está fuera de toda duda la equivalencia
de estos «vestidos» con los «vestidos blancos» mencionados en otro lugar del libro.
Ahora, los «vestidos blancos» toman diversos significados según el contexto en que
son mencionados: para las almas de los “degollados” del quinto sello significan la
concesión de la vida eterna después de la muerte; en las cartas a las iglesias la
expresión parece indicar la fe en Jesucristo, ya que Él es el dispensador de los
«vestidos blancos», es decir, de la vida eterna, lo cual es claro en la invitación a la
comunidad de Laodicea.
La exhortación a custodiar «los vestidos», es decir la fe en Jesucristo, es hecha
en vista del evento decisivo: el enfrentamiento de Armagedón. Esta exhortación puede
referirse a los cristianos tan sólo si este enfrentamiento, como generalmente se hace,
se entiende como un evento escatológico. Pero, repitámoslo, no es así: la batalla de
Armagedón es una alegoría de la muerte de Cristo. La exhortación a la vigilancia no
tiene que ver, por lo tanto, sólo con la incertidumbre del momento de la venida, sino
también, y sobretodo, con las modalidades de esta venida, pues Jesús, el dispensador

219
de los «vestidos», se revelará como el Mesías prometido y esperado de la forma
aparentemente más desastrosa e ignominiosa.

17, 16-21: La séptima copa

La séptima copa es derramada «en el aire». Es posible que el aire donde es
derramada la copa se refiera al aire que es oscurecido por el humo del pozo que sube
del abismo y del cual emergen las langostas infernales, en cuyo caso este podría ser el
primer objetivo del juicio divino. Pero es probable que el aire se refiera al sitio
elevado donde ocurre la crucifixión, ya implícita en la expresión «monte de Meguido».
En el cuarto evangelio Jesús usa la expresión «ser elevado» para referirse a su propia
crucifixión en que tiene lugar el juicio de Dios sobre el mundo, juicio de condena para
«el príncipe de este mundo» (cfr. Jon 12, 31), juicio de salvación para la humanidad
(cfr. Jon 3, 14 ss.; 8, 28).
Otra alusión a la crucifixión puede ser la expresión «consumado está»
declarada por la «gran voz» que sale del Templo, del trono, evidentemente la voz de
Dios (cfr. 16, 17); expresión que hace recordar la de Jesucristo en el momento de su
muerte (Jon 19, 30). Lo que «consumado está» es, al mismo tiempo, la muerte de
Cristo y el juicio de Dios sobre el mundo, cuyos efectos de condena Juan comienza a
describir de inmediato. Los efectos positivos, es decir, la «nueva Jerusalén», los «cielos
nuevos» y la «tierra nueva», serán descritos a continuación y no es casualidad que esta
descripción vaya a ser confirmada por la «gran voz del trono» que repite:
«Consumado está» (cfr. 21, 6).
La manifestación de la «voz grande» es seguida por «relámpagos, voces,
truenos, terremoto y granizos», los mismos fenómenos que concluían la séptima
trompeta. Pero aquí son puestos en gran relieve los dos fenómenos más devastadores,
el terremoto y el granizo, para hacer hincapié en el aspecto de condena del juicio
divino, que será descrito por Juan en primer lugar.
El terremoto es un signo inequívoco de la intervención de Dios para juzgar,
como hemos visto en la apertura del sexto sello (cfr. 6, 12 ss.). En esta circunstancia,
este fenómeno alcanza magnitudes jamás vistas, indicando que la actual intervención
de Dios es la más importante que haya tenido lugar «desde que existieron hombres
sobre la tierra» (16, 17). El efecto del terremoto es la división de «la gran ciudad» en
tres partes y el desplome de «las ciudades de las gentes» (cfr. 16,19). La referencia
inmediata es el terremoto que acompaña la resurrección y la asunción al cielo de los
dos testigos y que destruye «la décima parte de la ciudad», es decir, de Jerusalén, y
mata siete mil hombres (cfr. 11, 13).
En el terremoto que se abate sobre la “ciudad” es difícil no ver otra alusión al
terremoto que, en el evangelio de Mateo, tiene lugar con la muerte de Cristo (cfr. Mt
27, 51). Los exegetas que se refieren al episodio de los dos testigos en el que Jerusalén
es definida «la gran ciudad» (cfr. 11, 8), como en este caso, y que opinan que la ciudad
afectada por el terremoto es Jerusalén es un grupo minoritaria. La mayor parte de
ellos, sin embargo, piensa en Roma; porque inmediatamente después se habla de
«Babilonia, la grande», identificada precisamente con Roma. Ya hemos dicho
anteriormente que las cosas no se presentan en estos términos; lo veremos mejor
cuando analicemos en seguida la visión de la prostituta. Para excluir la identificación

220
con Roma, basta con la contraposición hecha entre «la gran ciudad» y «las ciudades de
las gentes», es decir, de los paganos. Por otra parte, también hace referencia a
Jerusalén la división de la ciudad en tres partes. Este detalle, probablemente,
reproduce un gesto simbólico de Ezequiel que se corta la barba y los cabellos, los
divide en tres partes y las quema, desmenuza y dispersa en el viento, para significar la
suerte que espera Jerusalén (cfr. Ez 5, 1 ss.).

8. Inicio del juicio de Dios: condena y destrucción
de la prostituta-Babilonia (17, 1-19, 10)

17, 1-18: El «misterio» de la «prostituta, la grande»

La condena de «Babilonia, la grande» fue anunciada al término del derrame de
la séptima copa: «Y Babilonia, la grande, vino a la memoria ante Dios, para darle el
cáliz del vino de la cólera de su ira» (16, 19). En el capítulo 17 un ángel explica a Juan
su «misterio»; el capítulo 18 está dedicado a la descripción de su destrucción; en los
primeros versículos del capítulo 19 se describen las repercusiones que la caída de
Babilonia tiene en la corte celeste.
La explicación del «misterio» es introducida por una visión. Uno de los «ángeles
que tienen las siete copas» invita a Juan a ver «el juicio de la prostituta, la grande, que
está sentada sobre muchas aguas, con la cual fornicaron los reyes de la tierra y se
embriagaron los habitantes de la tierra con el vino de su prostitución» (17, 1 s.). El
ángel lo lleva «en el Espíritu al desierto». Allí él ve «una mujer sentada sobre una
bestia escarlata llena de nombres de blasfemia, con siete cabezas y diez cuernos» (17,
1-3). Continúa con la descripción de la «mujer vestida de púrpura y escarlata,
adornada en oro, piedras preciosas y perlas; tenía en sus manos un cáliz de oro, lleno
de abominaciones y de las inmundicias de su prostitución; sobre su frente (estaba)
escrito un nombre: Misterio, (es decir) Babilonia, la grande, la madre de las
prostituciones y de las abominaciones de la tierra. Y vi a la mujer ebria de la sangre de
los santos y de la sangre de los testigos de Jesús» (17, 4-6).
La visión llena a Juan de asombro: el ángel interviene y promete explicarle «el
misterio» tanto de la mujer como de la bestia que la lleva (17, 7). Comienza con la
explicación de esta última y, ya finalizada, agrega lo siguiente sobre la mujer: «Las
aguas que viste, sobre las que está sentada la prostituta, son pueblos, multitudes,
naciones y lenguas» (17, 15). Prosigue una referencia sobre la suerte que correrá la
prostituta: «los diez cuernos que has visto y la bestia odiarán a la prostituta y la
volverán desierta y desnuda, y comerán sus carnes y la quemarán con fuego» (17, 16).
Después de referirse al designio divino por el cual todo esto sucederá, el ángel
concluye sobre la prostituta: «La mujer que has visto es la ciudad, la grande, la que
posee poder real sobre los reyes de la tierra» (17, 18).
De este celebérrimo símbolo no hay indicios de interpretación entre los autores
de los primeros siglos. Por lo que sabemos, el primero en ocuparse de esto fue Ticonio,
escritor africano del S. IV, que lo entendió como referido a la Iglesia de Roma,
perseguidora del cisma donatista, al que él adhería. Es la interpretación adoptada por
los movimientos contestatarios del Medioevo y, adaptada de formas diversas,

221
continuó en los movimientos religiosos nacidos de la Reforma. La identificación del
símbolo con la Iglesia romana fue un punto de capital importancia en la polémica de
Lutero y de los protestantes. La exégesis del Apocalipsis inspirada en el método
histórico-crítico, abandonado el campo de la controversia religiosa, vio en la
prostituta el símbolo del poder imperial romano y de la ciudad de Roma, su capital, y
Juan, movido por un fuerte espíritu anti romano, espera su colapso en breve tiempo,
coincidente con el fin del mundo. Esta interpretación ha sido acogida también por la
exégesis de las Iglesias cristianas oficiales.
La aplicación de este símbolo a Jerusalén ha tenido poquísimos defensores.
Como se dijo en la Introducción, el primero en proponerla fue Ruperto, abate de Deutz
(siglo XII); además existen dos representantes en el siglo XVIII y uno en el siglo XIX,
todos ignorados e incluso condenados por la Iglesia romana y por las otras Iglesias
cristianas oficiales. Sin embargo, esta es la interpretación precisamente que imponen
el análisis del texto, las relaciones del símbolo con sus antecedentes bíblicos y los
lugares paralelos internos del libro. El primer elemento que hace imposible la
aplicación del símbolo a Roma es la relación de esta figura con otras partes del libro.
Se trata de una «mujer», luego identificada aquí con una ciudad, es decir, Babilonia:
más adelante habrá otra «mujer», también identificada con una ciudad que es, sin
embargo, la «nueva Jerusalén» descendida del cielo. En ambos casos es «un ángel, de
los que tienen las siete copas», el que presenta las dos «personas» a Juan. Poco
importa si se trata, o no, del mismo ángel: lo cierto es que, en realidad, las dos
«mujeres» presentadas son dos aspectos, uno negativo y uno positivo, de una única y
misma realidad, es decir, de Jerusalén.
Aún hay más. La «mujer» mencionada está en el «desierto» y en relación de
confianza y de dominio (está sentada sobre) respecto a una entidad, señalada como
«bestia de las siete cabezas y de los diez cuernos». Todo esto nos remite a los eventos
descritos en el capítulo 12, es decir, las dos fugas de la mujer perseguida por el
dragón; en una de ellas hemos reconocido una referencia al éxodo hebreo de Egipto.
Pero, mientras en el capítulo 12 la relación entre la «mujer» (Israel) y la entidad «de
las siete cabezas y de los diez cuernos» (dragón-Satanás) es de hostilidad, la visión del
capítulo 17, en cambio, está marcada por el entendimiento y la colaboración. Por lo
tanto, es imposible que en la referida situación de la «mujer en el desierto» se pueda
ver figurada la posición de Roma. Todo esto se adapta mejor a la descripción de
Jerusalén, es decir de los jefes políticos y religiosos del judaísmo.
A las mismas conclusiones conduce el análisis del concepto de «prostitución»
aplicado como apelativo a esta «mujer». En el Apocalipsis se habla de «prostitución» a
propósito de Jezabel, en quien esta actividad se describe como intento de inducir a
«los siervos de Dios a fornicar y a comer carnes sacrificadas a los ídolos» (2, 20 s.). La
«prostitución» de esta falsa profetisa, antecedente inmediato de la «prostituta» del
capítulo 17, difícilmente podría entenderse en sentido literal; la asociación entre
«fornicar» y «comer carnes sacrificadas a los ídolos» tienen el sentido de abandono a
la idolatría. En este sentido hay que entender también las definiciones de la
«prostituta-Babilonia», como «la que del vino del furor de su prostitución ha abrevado
todas las gentes» (14, 8). Es más o menos la misma cosa que se dice de la «prostituta»
del capítulo 17: «con ella han fornicado los reyes de la tierra, y con el vino de su
prostitución se han embriagado los habitantes de la tierra» (17, 2).

222
El uso de ambos términos en sentido metafórico como sinónimos de abandono
a la idolatría es habitual en los profetas hebreos (Os 1, 1; 2, 4; 3, 1; Is 1, 21; Jr 2, 2.20;
3, 6.8; Ez 16, 2 ss.; 23, 2 ss.) quienes aplican la metáfora a Israel y a Jerusalén para
condenar la infidelidad a Dios y el abandono a la idolatría. La aplicación de la metáfora
tiene su fundamento en que la relación entre Dios y el pueblo electo era presentada
habitualmente como una relación entre esposo y esposa (véase, en particular, la
representación tierna y apasionada que se encuentra en Ez 16, 2 ss.).
La acusación de «prostitución» contra Jerusalén, ya explícita en Isaías y
Jeremías, adquiere un tono muy fuerte en Ezequiel que acusa directamente a la
ciudad llamándola «prostituta», hermana de Sodoma y de Samaria; la acusa de
haberse prostituido con egipcios, asirios, babilonios (Ez 16, 2 s.): en las acusaciones
del profeta está perfectamente claro que «prostitución» es sinónimo de idolatría.
Juan, extendiendo la línea de las acusaciones contra Jerusalén, llamándola
«prostituta» e identificándola con «Babilonia», quiere hacer hincapié en el punto
extremo de su perversión y de la abdicación de su función como esposa de Dios. Él ya
la había identificado «espiritualmente» con «Sodoma y Egipto» con ocasión de la
muerte de los dos testigos (cfr. 11, 8), es decir con los perseguidores respectivamente
de Abraham, el progenitor, y de sus descendientes, a quienes el faraón de Egipto
quería exterminar. Con el apelativo de Babilonia el autor la identifica con el más
terrible de los enemigos de Israel, el que había devastado la ciudad, saqueado el
Templo, deportado la flor y nata de la población y puesto fin al reino de Judá. Esto se
explica solamente si se piensa que, al formular esta acusación, Juan tiene en mente el
crimen más grave cometido por la ciudad, es decir, por sus jefes políticos y religiosos:
el rechazo de Jesús como Mesías y su condena a muerte.
De este modo adquiere su valor muy significativo el término «misterio», escrito
sobre la frente de la «prostituta». Además, se piensa que este término encierra algún
sentido profundo, una verdad escondida. En realidad, como ya hemos visto a
propósito del «misterio de las siete estrellas» y «de los candelabros» explicados por
Jesucristo a Juan (cfr. 1, 20) y del «misterio de Dios» que debe cumplirse al sonar la
séptima trompeta anunciado por el ángel (cfr. 10, 7), en el Apocalipsis, el término
«misterio» implica siempre un juicio de Dios. Esto vale también para este caso: el
nombre que está escrito sobre la frente de la mujer es «Babilonia», pero está
precedido por el término «misterio», y no porque signifique «nombre misterioso»
como traducen algunos, sino porque el nombre «Babilonia» es aplicado, a raíz de un
juicio divino, a una realidad que estaba al margen de ese nombre en el origen. Esto
vale también para «el misterio» de la bestia que lleva a la mujer: se trata de Satanás y
también en este caso se usa para indicar, como hemos visto anteriormente, que su
forma monstruosa («siete cabezas y diez cuernos») es signo del juicio de Dios que ha
recaído sobre él.
En los comentarios modernos se ha visto en la «prostitución», como sinónimo
de idolatría, una referencia a Roma, capital del imperio idólatra y centro de la
corrupción moral, instintivamente asociado, en nuestra mentalidad, al concepto que
tenemos de la prostitución. El hecho es que otro era el concepto tradicional de
prostitución en la tradición profética adoptada por Juan. El pacto nupcial quebrantado
y significado por el concepto de prostitución no podía referirse, en modo alguno, a
Roma, ni a cualquiera otra realidad pagana. Lo mismo se debe decir del «falso

223
profeta», el integrante de la trinidad satánica que hemos encontrado hace poco con
otra representación en la «prostituta»: también la «falsa profecía» tiene un sentido
sólo en el mundo hebreo y judío, donde la presencia de la verdadera profecía es de
fundamental importancia.
En Roma ha hecho pensar, sobre todo, la visión de la «mujer ebria de la sangre
de los santos y de los testigos de Jesús» (17, 6), en que instintivamente se ha visto una
referencia a las persecuciones de Nerón y de Domiciano contra los cristianos. Pero,
como hemos señalado en varias ocasiones anteriormente, Juan ve en estos «santos y
testigos de Jesús» a los justos antiguos, que fueron fieles a la Ley («palabra de Dios») y
a su misión profética («testimonio de Jesús). Por otra parte, el largo y múltiple
lamento sobre la «ciudad, la grande», permite suponer que su destrucción ya había
sucedido – lo cual, por supuesto, no es cierto de Roma – y se agrega, casi como
justificación de lo que ocurrió: «y en ella fue hallada sangre de profetas y de santos y
de todos los que han sido degollados sobre la tierra» (18, 24).
Esta responsabilidad universal relativa a la sangre inocente derramada
recuerda la invectiva de Jesús, referida en el evangelio de Mateo, contra los escribas y
fariseos y contra Jerusalén, acusados de matar y perseguir a los justos y a los profetas.
Dirigiéndose a los primeros dice: «Caerá sobre vosotros toda sangre inocente
derramada sobre la tierra, comenzando con la sangre del justo Abel…» (Mt 23, 34 ss.).
El carácter universal de la responsabilidad atribuido a la ciudad que se encubre bajo el
nombre de Babilonia nos explica también la universalidad de prerrogativas, de poder
y de dominio que el texto le atribuye. Ésta, en efecto, como explica el ángel, se sienta
sobre «aguas» que «son pueblos, multitudes, naciones y lenguas», es decir toda la
humanidad; «tiene potestad real sobre los reyes de la tierra»; se sienta sobre la bestia,
símbolo del poder imperial romano.
También este dominio universal ha determinado que sea identificada con
Roma. Jeremías, en el libro de las Lamentaciones, expresa con claridad la idea de una
posición de «dominio sobre las gentes» por parte de Jerusalén, en el momento mismo
en que se llora su destrucción a manos de Nabucodonosor (cfr. Lm 1, 1). Un texto de
Qumrán que reproduce y amplía el pasaje de las Lamentaciones, citado por Lupieri,
dejar ver que esta idea estaba bien radicada en la conciencia hebrea. Por otra parte,
las grandiosas visiones mesiánicas acerca de Israel y Jerusalén no hacían otra cosa que
proyectar en el futuro la traducción en acto de esta convicción.
Esta convicción de soberanía universal de Jerusalén, por extraño que parezca,
era compartida también por Juan; sin embargo, hace de esto un arma de áspera
polémica antijudía. Ese dominio sobre las gentes, contenido en la promesa hecha por
Dios a Abraham y en las profecías mesiánicas, se había entendido en sentido material
y mundano.
El propio vestido de la prostituta es ya un signo de sus aspiraciones de dominio
terreno (púrpura, lino y escarlata) y al lujo (oro, piedras preciosas y perlas, cáliz de
oro). Pero es también signo de la distorsión de la propia misión, si es cierto que los
materiales que la envuelven y recubren, el cáliz de oro que tiene en la mano e incluso
la banda sobre la frente con su nombre escrito en ella, hacen referencia a la
decoración del Templo y a los vestidos del sumo sacerdote. La «mujer del Cordero», en
cambio, estará revestida de «lino reluciente y puro» (cfr. 19, 8): el oro, las piedras

224
preciosas y las perlas, que se deben entender en sentido espiritual, serán la
decoración de la «nueva Jerusalén» (cfr. 21, 11 ss.).
Cegada por su sueño de dominio terreno y de bienestar material, Jerusalén no
reconoció en Jesús al Mesías prometido y esperado e incluso lo hizo crucificar. De este
modo, se puso al mismo nivel de los pueblos paganos, pero no por esto su
responsabilidad hacia ellos se ha extinguido: de hecho, ha aumentado ya que,
traicionando su misión de custodio de la Ley de Dios y de su promesa mesiánica, ésta
terminó por justificar, de algún modo, la violencia homicida de ellos contra los justos y
los santos. Esto es lo que significan las palabras del ángel: «Con ella (la prostituta) han
fornicado los reyes de la tierra, y con el vino de su prostitución se han embriagado los
habitantes de la tierra» (17, 2).

17, 16: La rebelión contra la «prostituta»

Pero será Jerusalén la primera en sufrir las consecuencias de haberse puesto al
mismo nivel de los reyes y de los pueblos paganos. «Los diez cuernos que has visto y la
bestia – dice el ángel a Juan – odiarán a la prostituta, la dejarán desierta y desnuda,
devorarán sus carnes y la quemarán con el fuego» (17, 16). En estas palabras se
acostumbra ver la predicción de la destrucción de Roma. La incongruencia de esta
solución es fruto de múltiples respuestas que se han dado sobre los autores de esta
destrucción, es decir, la bestia y los diez cuernos. En efecto, si la prostituta es Roma, la
bestia que la lleva es el imperio romano y los diez cuernos son los reyes vasallos de
Roma; ésta debe ser entendida simplemente como la ciudad, capital de imperio.
Entonces el odio contra Roma, causante de su destrucción, debe ser entendido como
una revuelta al interior del imperio; por lo tanto, hay que excluir las soluciones que
identifican a los Partos o a los bárbaros como autores de la destrucción.
Aún menos aceptables son las soluciones que ven, en la aniquilación de las
fuerzas hostiles a la Iglesia, la destrucción de Roma. En este caso Roma ya no sería la
ciudad, sino un mero símbolo, y la bestia ya no sería el imperio, como explícitamente
lo admite Prigent, sino Satanás. Dejando a un lado la paradoja, es decir, que Dios se
serviría de Satanás para destruir a sus enemigos, la destrucción de Babilonia, aunque
es anunciada por el ángel como futura, a juzgar por el largo llanto del capítulo 18, ya
se ha producido. Por otra parte, todo el anuncio de la destrucción hecho por el ángel
está entretejido con citas tomadas de los profetas que describen la suerte de
Jerusalén, destinada a ser víctima de los amantes con los que se ha «prostituido»;
éstos la dejarán «desierta y desnuda», la quemarán (cfr. Is 1, 7; Ez 23, 10), «comerán
sus carnes» y Jerusalén, a su vez, les había dado a sus propios hijos en sacrificio (cfr.
Ez 16, 20 s.).
Es más que probable entonces que en la destrucción de Babilonia, anunciada
por el ángel e indirectamente descrita en el capítulo 18, se represente la destrucción
de Jerusalén a manos de los romanos y de sus vasallos en el 70 d.C. Con ellos se había
«prostituido» y con ellos se había aliado para consumar el más grande de los
crímenes, la muerte de Jesucristo, el verdadero Mesías, condenado por los jefes
religiosos y civiles judíos y muerto por el representante del poder imperial romano.
También Lupieri, con pruebas muy convincentes, identifica la «prostituta» con
Jerusalén, pero nos parece entender que fija su destrucción en los tiempos del fin,

225
quizá en conexión con la batalla de Armagedón. Dejando de lado la falta de todo
fundamento en el texto, una afirmación como esta sólo puede venir bien para quien,
como Lupieri, considera que los eventos descritos en la última parte del libro de Juan
(batalla de Armagedón, reino milenario, batalla de Gog y Magog, juicio universal,
«nueva Jerusalén») están dispuestos en sucesión estrictamente cronológica. Como
veremos más adelante, esto no es sostenible.
No obstante, refiriéndose a la catástrofe del 70 d.C., Juan no se ubica en la línea
de los otros escritores neotestamentarios (por ejemplo, los evangelios sinópticos) ni
de los escritores cristianos de épocas posteriores, que explicaban esta intervención
exclusivamente como castigo divino enviado a todo el pueblo judío por la muerte de
Jesucristo. Con relación a esto: en primer lugar, los símbolos del Apocalipsis que se
refieren al judaísmo – «bestia del mar», «prostituta», «falso profeta» – hacen clara
alusión, no al pueblo judío, sino a sus dirigentes religiosos y civiles; y luego, en cuanto
a la muerte de Jesús, el Apocalipsis, único entre los textos neotestamentarios, no trata
de mitigar la responsabilidad del poder imperial romano: a la inversa, es
precisamente este poder el que es imputado.
Pero la complicidad entre el judaísmo oficial y el poder imperial romano que se
produjo en la muerte de Jesús, aún siendo el caso más grave, no sólo por ser el Mesías,
sino también el hijo de Dios, no fue la primera ni la única. Otras catástrofes del pasado,
como la caída del reino de Samaria a manos de los Asirios y, sobre todo, la toma y la
devastación de Jerusalén y del Templo a manos de Nabucodonosor, el babilonio,
fueron atribuidas por varios profetas a la infidelidad del pueblo electo, simbolizado en
su capital.
Remontándose a la gran tradición profética del pasado, Juan también lee el
acontecimiento de Jesús, rechazado y condenado a muerte, a la luz de la suerte de los
justos y profetas del pasado, que también fueron rechazados, perseguidos y muertos,
pero salvados y admitidos en la vida eterna por una intervención del «Espíritu de vida,
(procedente) de Dios» (cfr. 11, 11). Lo que marca su grandeza, pero también la
violencia de imágenes con que se describe la destrucción de la «prostituta- Babilonia»
en el capítulo 18, no es el ímpetu de un fanático sentimiento anti romano o la efusión
de un espíritu adverso a todas las manifestaciones placenteras de la vida, o la aversión
de Juan a las actividades comerciales, o la expresión de un ciego odio antijudío ligado
únicamente a la historia de Jesucristo: es la severa reprobación a una misión
traicionada, que debía ser de absoluta fidelidad a Dios, a su Ley y a sus promesas. Lo
cual era cierto para el antiguo Israel, pero vale también para la Iglesia en que se
reúnen sus seguidores. Las únicas palabras del lamento general sobre su destrucción,
atribuidas a la «ciudad-prostituta» suenan ominosamente como la distorsión
mundana de las profecías sobre el reino universal mesiánico: «Sentada como reina en
trono, viuda no soy y luto no veré» (18, 7).
De análogo tenor son las palabras imputadas por Jesucristo «al ángel de la
iglesia que está en Laodicea»: «Soy rico, colmado de riqueza, de nada tengo necesidad,
y no sabes que eres desgraciado, miserable, paupérrimo, ciego y desnudo» (3, 17). Las
habíamos entendido también como expresión del orgullo sobre un cierto mesianismo
judío, y de la condena que le esperaba. Pero el hecho mismo de que aquella acusación
contra tal expectativa mesiánica, enteramente orientada a la adquisición de bienes
materiales, haya sido incluida en el mensaje a una comunidad cristiana, debía servir

226
de solemne advertencia e instrucción sobre los verdaderos bienes («oro probado por
el fuego», «vestidos blancos», colirio para vernos bien) concedidos por Jesucristo, que
también debían valer para una comunidad cristiana.

17, 7-14: La «bestia» sobre la que «está sentada la prostituta»

Llevado por el ángel «en el Espíritu al desierto», Juan ve «una mujer», que ya
había sido definida como «la prostituta, la grande», sentada sobre «una bestia
escarlata, llena de nombres de blasfemia, con siete cabezas y diez cuernos» (17, 3). En
general, en esta entidad monstruosa los comentadores identifican el poder imperial
romano, en base a la analogía entre esta «bestia» y la «bestia del mar» del capítulo 13,
también identificada con el imperio romano. Sin embargo, es precisamente la
identidad entre las dos «bestias» el punto que no convence; además, ésta se da por
sentada, tanto que algunos comentadores (por ejemplo, Prigent) no se detienen en el
análisis de la «bestia» de esta visión y remiten simplemente al comentario hecho a
propósito de la «bestia» del capítulo 13.
En realidad, como se ha indicado anteriormente, «la bestia del mar» es un
símbolo mucho más complejo que abarca en sí mismo, además del imperio romano,
también los imperios precedentes (simbolizados por las formas salvajes, tomadas de
Daniel). También hemos propuesto distinguir en este símbolo entre lo que es propio
del dragón-Satanás (por ejemplo, la herida mortal curada) y lo que pertenece al poder
político en que él se encarna (en particular, perseguir y condenar a muerte a «los
santos», con la colaboración de la «bestia de la tierra»).
La visión del capítulo 17 es, claramente, la reproducción de la del capítulo 13,
pero con muchas variantes. En primer lugar, la distinción entre Satanás y poder
político, implícita en el capítulo 13, aquí es explícita, ya que «la bestia con siete
cabezas y diez cuernos» es explicada por el ángel como «(la bestia) que era y no es, y
está por salir del abismo y la perdición irá» (17, 8), es decir Satanás. Pero la «bestia»
es también poder político, demostrado por la destrucción de la «prostituta», realizada
con la ayuda de sus aliados («los diez cuernos»).
La distinción entre Satanás y el poder político en la visión del capítulo 17 se
manifiesta también por otro detalle. El ángel que explica el símbolo de la «bestia» dice
que sus «siete cabezas…son siete reyes» (17, 9). Esto nos retrotrae a la descripción del
dragón-Satanás del capítulo 12, sobre cuyas siete cabezas hay «siete diademas» (cfr.
12, 3) mientras que en la visión de la bestia del mar las diademas se han desplazado
desde las cabezas a los cuernos (cfr. 13, 1). En la visión del capítulo 17, por lo tanto,
Satanás es considerado en su condición originaria, antes de la entrega del poder
(trono y diademas) a las fuerzas políticas humanas.
La «bestia» del capítulo 17, hemos dicho, es también símbolo de un poder
político malvado; sin embargo, respecto a la «bestia del mar», no posee un carácter
colectivo, sino se refiere a una sola y precisa realidad política. Razón por la cual no
queda más que identificar esta realidad política con el último de los cuatro imperios
universales, agrupados en el símbolo de la «bestia del mar», el más cruel y temible de
todos: el imperio romano.

227
17, 9-10: «las siete cabezas son siete montes y siete reyes»

La identificación se basa por lo general en la explicación del ángel sobre las
«siete cabezas» de la «bestia». «Las siete cabezas – dice él – son siete montes sobre los
cuales está sentada la mujer, y son siete reyes» (17, 9), en esto se ha creído ver una
alusión a las siete colinas sobre las que está fundada la ciudad de Roma. Sin embargo,
si las cosas fuesen así ¿por qué la revelación de esta verdad estaría precedida por una
llamada a utilizar «el entendimiento que posee sabiduría», similar a la que precede a
la invitación para calcular el número de la «bestia» (cfr. 13, 18? Ciertamente no por
razones secretas, ya que la fundación de Roma sobre las siete colinas era ampliamente
popular.
Por otra parte, Roma estaba fundada sobre siete «colinas» no sobre siete
«montes». Aún cuando, en lo que respecta a la posición de Roma, el latín ignora la
diferencia entre las dos realidades (pensar en al llamado Septimontium), el griego
utiliza dos términos distintos (λόφος, colina; ὄρος, monte). Juan usa siempre el
término griego correspondiente a «monte» y en un caso, al menos – el «monte
encendido en llamas» de la segunda trompeta – es una metáfora para representar a
Satanás; lo que, con toda probabilidad, debe estar relacionado con los «siete montes
ardientes» vistos por Enoc, que son «los siete ángeles que se han unido con mujer», es
decir, ángeles caídos (cfr. 1 Enoc 18, 13 ss.).
La interpretación de estos «siete montes» se complica por el hecho de que,
según las palabras del ángel, «son siete reyes». La complicación aumenta por lo que el
ángel agrega respecto a ellos: «Cinco han caído, uno es, uno aún no ha venido y,
cuando venga, debe durar poco. Y la bestia, que era y no es, y ella es el octavo (rey), y
se compone de los siete y va a la perdición» (17, 10 s.). Independientemente de la
incongruencia del paso de «montes» (entendidos en sentido físico) a «reyes», la
interpretación tradicional ve en estos «siete (ocho) reyes» igual número de
emperadores que se han sucedido en Roma hasta el tiempo de Juan, intentando
acomodarles lo que el texto dice acerca de estos «reyes». Las listas propuestas son
numerosas y la diversidad depende del emperador del que se parte para calcular la
serie (verlas en la revisión de Brütsch, 282 s.).
Para hacer inaceptables tales identificaciones de carácter histórico sólo basta la
mención del «octavo rey», que es sin lugar a dudas Satanás. El ángel, de hecho, lo
designa como «la bestia que era y no es», pero poco antes la había designado como «la
bestia que era, no es, y está por subir del abismo, y va hacia su perdición» (17, 8).
Entender todo esto como referencia al retorno de «Nerón redivivo» o a su
reencarnación en Domiciano significa dar a las palabras del texto el valor de simples
metáforas. El «abismo», lo hemos visto antes, es la morada de Satanás, y la «perdición»
adonde se dirige es la derrota definitiva que le será infligida por Jesucristo con su
muerte.
El «octavo rey», por lo tanto, es Satanás. Si está «constituido» por otros «siete
reyes» significa que ellos tienen su misma naturaleza, es decir, son también ángeles
malvados, demonios. El hecho de ser definido como el «octavo rey» significa su
intento, frustrado («va a la perdición»), de emular en su persona la resurrección de
Jesucristo. Ya lo había conseguido indirectamente en la evocación de las dos bestias,
del mar y de la tierra, en que aparece como resucitado de la derrota infligida por los

228
ángeles de Miguel (cfr. 13, 14: «la bestia que recibió el golpe de espada y vivió»). Su
resurrección habría significado su victoria sobre el Mesías, a quien quería eliminar
desde que estaba en el seno de la «mujer vestida del sol», lo que habría sancionado su
dominio sobre la humanidad.
¿En qué sentido las «siete cabezas», que son «montes», es decir ángeles
perversos, son también «reyes»? La idea de que los poderes angélicos, de naturaleza
buena o mala, presiden las naciones y los reinos y gobiernan su suerte, era muy
extendida en el judaísmo tardío, especialmente en los textos pertenecientes a la
literatura que llamamos apocalíptica. Lupieri, que se detiene largamente en este
aspecto, formula la hipótesis de «que Juan está utilizando las mismas imágenes de la
apocalíptica contemporánea a él, y está corroborando que la bestia (Satanás), con sus
cabezas, representa la totalidad del poder en la historia humana, directa expresión de
la naturaleza angélica caída y terrenal como Satanás» (Lupieri, 272).
Esto significa atribuir a Juan una visión radicalmente negativa, no sólo de la
realidad política, sino de toda la historia humana, incluida la que sigue a la venida de
Cristo que de hecho, según Lupieri, está destinada a un fin catastrófico pues será
sustituida, primero por el reino milenario, y después por la «nueva Jerusalén».
Conclusiones no muy diferentes obtiene la interpretación histórica: el imperio
romano, arquetipo del perverso poder político de todos los tiempos, llevado por su
propia naturaleza, lanza su ataque contra la Iglesia cristiana que, de todos modos, está
segura en la protección de Cristo, que al final vendrá para destruir las fuerzas del mal
y a instaurar el reino de Dios.
Sin embargo, es posible hacer una lectura menos oscura y algo más optimista
de la compleja visión del capítulo 17, identificando en ella la «semana» de persecución
que precede al advenimiento mesiánico del que habla Daniel y que Juan, como hemos
enfatizado otras veces, demuestra tener bien presente. En tal caso, el negro cuadro de
dominio de las fuerzas satánicas sobre la humanidad se referiría al tiempo de la
espera de la venida de Cristo, que culminó en la aparente victoria incluso sobre Él.
No es difícil, de hecho, ver en la serie de estos «siete montes-reyes»
demoníacos, manifestada por el ángel, una clara referencia a las especulaciones sobre
la llamada «semana cósmica», muy difundida en los escritos apocalípticos judíos.
Haciendo corresponder mil años a cada día de la creación, la duración del mundo se
fijaba en siete mil años: en el sexto milenio, correspondiente al día de la creación del
hombre, se ubicaba el advenimiento del Mesías, cuyo reino cubriría todo el séptimo
milenio.
Juan está plenamente consciente de estas especulaciones que subyacen en el
mismo esquema de los septenarios. Sin embargo, él elimina de este punto de vista
toda referencia a la dimensión cronológica y, sobre todo, transforma el séptimo
«milenio» en sentido negativo, que en la espera milenarista correspondía al reino
mesiánico, entendido en sentido materialista. Esto explica las palabras del ángel
respecto a los «siete montes-reyes» demoníacos. «Cinco han caído»: son los que han
gobernado la historia antes de Jesucristo, que ahora ha llegado y se encuentra en el
momento del «uno (que) es»; el séptimo «aún no ha llegado y, cuando llegue, tiene que
permanecer por un poco», porque su reino será destruido por la victoria obtenida por
Cristo a través de su muerte.

229
17, 12: «Los diez cuernos son diez reyes que de ningún modo han recibido la dignidad
real, pero reciben potestad como por espacio de una hora»

En subordinación a los «montes-reyes», pero en colaboración con ellos, operan
seres humanos que también están dotados de prerrogativas reales : los «diez cuernos»
de la bestia. Ya en la representación de la bestia del mar del capítulo 13, estos «diez
cuernos» (que se derivan de la cuarta bestia de Daniel: 7, 7.10.14) aparecen dotados
de diademas, que en el capítulo 12 estaban sobre las cabezas del dragón-Satanás. En
este pasaje, la realeza de éstos es explicada por el ángel de la siguiente manera: «Los
diez cuernos que has visto son diez reyes que de ningún modo han recibido la
dignidad real, pero reciben potestad como reyes por espacio de una hora junto con la
bestia» (17, 12).
Esta traducción del versículo ha sido refutada por Lupieri, para quien estos
diez reyes «constituyen un solo bloque…y reciben el poder todos juntos», por
consiguiente, a diferencia de los «montes reyes», no se puede hablar de sucesión
respecto a ellos. Por lo tanto, él traduce el adverbio (en griego, οὔπω) que indica la
modalidad con que estos reyes reciben la realeza en sentido temporal: «no todavía»,
sentido que el adverbio griego tiene, como lo demuestra el uso que Juan ha hecho de
éste antes a propósito del séptimo rey, que «no ha llegado todavía». No obstante, el
sentido normal, que tiene el adverbio, es de negación absoluta, y el hecho de que Juan
lo haya usado en un sentido no excluye la posibilidad de haberlo usado en otro.
En realidad, la comparación establecida por el ángel entre estos dos grupos de
«reyes» tiene por objeto explicar la diferencia entre dos tipos de realezas. Unos, los
«montes-reyes» demoníacos, son reyes por naturaleza (pensar en las diademas sobre
las siete cabezas del dragón- Satanás) y su reino dura infinitamente más en cuanto al
tiempo; los otros, que son los reyes humanos, no son en absoluto reyes por naturaleza,
sino que reciben «un poder como reyes» (como si fuesen verdaderos reyes), y «por
una hora sola», expresión que no se puede entender ni como indicación de
simultaneidad («todos juntos») ni como alusión al futuro, sino sólo como expresión de
la breve duración de su reino.
Una alusión al futuro, en cambio, contienen las palabras del ángel que anuncian
la guerra que estos reyes, propensos a la voluntad de la «bestia», harán contra el
Cordero, que «los vencerá , porque es Señor de señores, Rey de reyes» (17, 14). ¿De
qué batalla se trata? Es lógico pensar que se trata de la batalla de Armagedón, ya que
el Logos que se apresta al enfrentamiento, en ese caso, también recibe el apelativo de
«Rey de reyes y Señor de señores» (cfr. 19, 16). En estas circunstancias, los «diez
cuernos» que también son «reyes», corresponden a los «reyes de toda la tierra
habitada» que los espíritus impuros, surgidos de la boca del dragón, de la bestia y del
falso profeta, van a congregar en Armagedón para «la batalla del gran día de Dios
omnipotente» (cfr. 16, 13 ss.). De esta manera, la visión del capítulo 17, tomada en su
conjunto, es una ilustración de la coalición anti divina que se reúne en Armagedón,
anunciada en la sexta copa: dragón (bestia-Satanás), bestia (bestia-imperio romano),
falso profeta (prostituta), acompañantes de los «reyes» de la tierra habitada (diez
cuernos-reyes).

230
18, 1-8: La caída de Babilonia y la subordinación de los ángeles

El extenso lamento sobre la destrucción de la ciudad, que ocupa casi todo el
capítulo 18, se abre y se cierra con intervenciones «del cielo», por parte de seres
angélicos. En el inicio un ángel baja «del cielo, con gran poder», y anuncia la caída de
«Babilonia, la grande», fuente de «prostitución» para todas las naciones, convertida en
morada de demonios y de todo tipo de seres impuros (cfr. 18, 1 ss.). A continuación
«otra voz del cielo» invita «al pueblo de Dios» a salir de la ciudad para no compartir el
castigo que caerá sobre ella, sobre todo debido a su orgullo desmesurado y a su manía
de grandeza con que ha cometido tantos crímenes e injusticias y (cfr. 18, 4 ss.). En la
conclusión del lamento un «ángel fuerte», por medio de un gesto simbólico, imita la
violencia con que Babilonia será destruida, levanta un gran peñasco y lo lanza en el
mar; después reitera los crímenes por los cuales fue condenada, entre los cuales el
más grave es haber derramado sangre de inocentes (cfr. 18, 21 ss.).
Sin embargo, encerrado entre las intervenciones «del cielo», el lamento sube
desde la tierra, de parte de los amigos y de los benefactores de la ciudad. Finalizado el
lamento, la escena nuevamente se despliega «en el cielo», donde Juan oye resonar dos
coros separados por una aparente escena de carácter litúrgico. El primer coro alaba la
omnipotencia de Dios y la justicia de sus juicios. El más importante de estos juicios fue
pronunciado sobre la «prostituta, la grande»: en ella Dios ha vengado la sangre de los
profetas, «derramada por su mano» (19, 2). Son palabras que recuerdan casi a la letra
las que Dios, por boca del profeta Eliseo, pronuncia contra la reina Jezabel: «Vengaré
la sangre de mis siervos, los profetas, y de todos los siervos de Dios a manos de
Jezabel» (2 R 9, 7). Esto confirma todo lo que se decía sobre la figura de esta reina,
presente en la carta a Tiatira, que es el antecedente más inmediato para su aplicación
a Jerusalén.
El coro concluye su himno, como lo había iniciado, con la aclamación de
alabanza: «¡Aleluya!» En ese momento «los veinticuatro Ancianos y los cuatro Seres
vivientes cayeron a tierra y se postraron boca abajo ante Dios, Sentado en el trono,
diciendo: Amen. ¡Aleluya!» (19, 4). Como he señalado anteriormente, no puedo
aceptar que este «caer a tierra» y este «postrarse boca abajo» simplemente represente
un acto normal de adoración, repetido de tanto en tanto, como se hace decir al texto
de Juan. Cuando es referido por primera vez, este gesto es representado como un
verdadero acto de sometimiento de personajes dotados de prerrogativas reales (los
Ancianos) ante una entidad infinitamente superior en realeza y poder («El que está
sentado en el trono», es decir, Dios): «los veinticuatro Ancianos caerán a tierra ante El
que está sentado en el trono, y se postrarán ante El que vive por los siglos de los
siglos, y arrojarán sus coronas ante el trono» (4, 10).
Es lo que acontece cuando el Cordero «toma el libro» de la mano de El que está
sentado en el trono (cfr. 5, 8), circunstancia que entendimos como referencia al
cumplimiento de la redención por parte de Jesucristo con su muerte. El gesto se repite
después de la visión de la «gran multitud» (cfr. 7, 11); al sonido de la séptima
trompeta, después de la proclamación del advenimiento del reino de Dios y de su
Mesías por las «voces grandes en el cielo» (cfr. 11, 16); y luego de nuevo aquí, después
de una «voz grande» que celebra el juicio y la condena de la «prostituta, la grande». Se
trata de circunstancias que están vinculadas a un mismo evento, es decir, la muerte de

231
Cristo: redención de la humanidad entera, instauración del reino mesiánico, condena
de la Jerusalén infiel.
En la última circunstancia es posible incluso ver una alusión al fin de la
economía antigua. Dios, ante quien se postra la corte celeste, es designado “El que está
sentado sobre el trono”, como el título que recibe en la visión del capítulo 4, que
habíamos entendido, precisamente, como una alegoría de esa economía. De todos
modos, el hecho es que la escena de la postración es como una bisagra entre el primer
y el segundo himno que da inicio a la celebración de los efectos positivos de la muerte
de Cristo. De hecho, «una voz de multitud numerosa» (alusión a la redención de la
humanidad entera), «una voz de muchas aguas» (esta voz es atribuida a Cristo en la
visión de Patmos y es la que celebra la salvación de los ciento cuarenta y cuatro mil en
14, 2) y «una voz de fuertes truenos» (probable alusión a la omnipotencia de Dios y a
la severidad de su juicio) proclaman la instauración del reino de Dios y exhortan a
todos a la alegría porque «llegaron las bodas del Cordero, y su esposa ya se preparó”
(19, 7). Las «voces » agregan que la preparación de la esposa consiste en la posibilidad
que le fue «concedida», que antes, evidentemente, no tenía, de vestirse «de finísimo
lino, que son – todavía explican las «voces» – las obras justas de los santos» (19, 8).
Sigue la intervención de uno que ordena a Juan escribir otra «bienaventuranza»
relativa a «los que han sido llamados al banquete de las bodas del Cordero» y agrega
que «estas son las palabras verídicas de Dios» (19, 9). Evidentemente, el que habla es
un ángel, porque Juan, después de escucharlo, cayó a sus pies para adorarlo, pero es
severamente interrumpido por quien le ordena adorar a Dios (cfr. 19, 10).
El tema de las bodas del Cordero y del vestido de su esposa – que luego se
revelará ser la «nueva Jerusalén» – será tratado con abundamiento de detalles en el
capítulo 21, donde también la ilustración terminará con la proclamación de una
«bienaventuranza», seguida por un nuevo intento, también impedido, por parte de
Juan de adorar al ángel (cfr. 21, 8).
En estos dos episodios es posible ver el reflejo de una preocupación de Juan
por formas de angelolatría en concurrencia con el culto de Cristo, preocupación que ya
nos pareció ver manifestada en la visión de Patmos, con Jesucristo que «tiene en la
mano», o mejor, «tiene en el puño, domina las siete estrellas-ángeles» (cfr. 1, 20; 2, 1).
En todo caso, la repetición de los intentos de adoración al término de las dos
exposiciones relativas a las relaciones de Jesucristo con su «esposa», que es la Iglesia,
tiene probablemente un valor estructural, para indicar que en el segundo caso se trata
de una reanudación y un desarrollo del argumento tratado previamente.

8. La batalla de Armagedón:
la muerte de Cristo como condena y destrucción
de las fuerzas malvadas humanas (19, 11-21)

La segunda parte del capítulo 19 (desde el versículo 11 al 21) está dedicada a la
batalla de Armagedón. En realidad, están dedicados a la batalla sólo los últimos tres
versículos, donde se dice que los jefes de la coalición (la bestia y el falso profeta) son
capturados y arrojados en el estanque de fuego y azufre, y sus tropas son acabadas
por la espada que sale de la boca «del que iba montado en el caballo», que es el Logos

232
que baja del cielo, es decir, Jesucristo (19, 19-21). La descripción de la aniquilación, de
manera indirecta, es hecha por un ángel «puesto de pie en el sol» que, con imágenes
reproducidas de la profecía de Ezequiel contra Gog y Magog, invita «a las aves del
cielo» a comer las carnes de todo tipo de seres humanos (19, 17-18). La primera parte
de esta sección, la más extensa, está dedicada a la descripción de Jesucristo, que en
forma de guerrero a caballo se dirige a enfrentar a la coalición.
Antes de pasar al análisis de las diferentes partes, es oportuno examinar la
relación de esta batalla con la que tiene lugar al final del reino milenario, en que
Satanás, liberado del «abismo», aliado con Gog y Magog y «las gentes que están en los
cuatro ángulos de la tierra», se lanza al asalto de «la ciudad amada y el campamento
de los santos» y es aniquilado, con sus aliados, por un fuego que baja del cielo (cfr. 20,
7-10).
La analogía entre las dos escenas de batalla es evidente: en ambos casos se
forma, bajo la inspiración y guía de Satanás, una coalición que va al asalto de la
divinidad y es derrotada y aniquilada por una intervención del «cielo»: el «Logos de
Dios» en el primer caso, «un fuego que bajó del cielo» en el segundo. La repetición de
la historia ha puesto desde siempre en graves dificultades a los intérpretes; ellos,
además, han debido tener en cuenta el hecho de que entre las dos batallas Juan
interpone la mención del reino milenario que, desde los mismos orígenes del libro, es
otro punto crucial en la interpretación del Apocalipsis.
Es evidente, por lo tanto, que la solución de la relación entre las dos batallas
depende del significado que se dé al reino milenario y del modo de ser colocado
respecto a los dos eventos. En las interpretaciones antiguas, que se inspiraban en la
creencia milenarista, estos tres eventos – Armagedón, reino milenario, Gog y Magog –
eran concebidos en orden cronológico. La sucesión cronológica de estos eventos ha
sido bien recibida por los comentarios inspirados por el método histórico crítico.
Aquí, sin embargo, ha creado gran dificultad la analogía entre las dos batallas, ambas
haciendo referencia al oráculo de Ezequiel contra Gog y Magog (cfr. Ez, capítulos 39-
40), por lo que Charles piensa que los versículos relativos a Gog y Magog no se deben a
Juan, sino a un redactor posterior.
La solución que propone Charles ha sido justamente abandonada, pero persiste
la dificultad. De hecho, es difícil imaginar que al concluir el reino milenario –
cronológicamente ubicado después de Armagedón, por lo tanto, más allá de la historia
– Satanás pueda reunir una coalición anti divina de todos los pueblos de la tierra.
Lupieri intenta resolver la dificultad pensando que el reino milenario, a pesar de estar
más allá de la historia actual, de todos modos tiene lugar en la tierra y que las
«gentes» constituyen el objeto de la misión evangelizadora de los «decapitados» que
resucitan y reinan con Cristo. Sin embargo, todo esto, sin importar lo fascinante, no
tiene fundamento en el texto de Juan.
En la interpretación eclesiástica tradicional, comenzando al menos desde
Agustín, se excluye rigurosamente toda idea de sucesión cronológica, y en general se
sostiene que los dos encuentros constituyen la representación del mismo evento, así
como es comúnmente aceptada la idea, también agustiniana, del reino milenario como
alegoría de la vida eterna concedida a los mártires y a todos los justos durante el
tiempo de la Iglesia. Aparte de la imposibilidad para identificar el reino milenario con
el tiempo de la Iglesia – un tema sobre el cual retornaremos – lo que hace inaceptable

233
la identificación entre los dos enfrentamientos (Armagedón y Gog y Magog) es que
esta identificación, establecida en el principio, se niega a continuación en la
interpretación de los dos eventos.
Como un ejemplo de lo que hemos dicho, se puede tomar la posición de Prigent,
uno de los más radicales impugnadores de toda idea de sucesión cronológica entre
ambos eventos y uno de los más firmes defensores de su total coincidencia. Sin
embargo, cuando sostiene que la caída de Babilonia (que entiende como Roma y su
imperio) no reprime la persecución contra los seguidores de Cristo por las fuerzas
satánicas, personificadas por la bestia y por el falso profeta, destruidos en la batalla de
Armagedón, es inevitable suponer el transcurso de un lapso de tiempo entre la
destrucción de Babilonia-Roma y la de las dos entidades satánicas. Por otra parte, si la
batalla de Armagedón representa la victoria escatológica de Cristo sobre las fuerzas
del mal, ¿por qué, de la derrota de Satanás, sólo se habla después del enfrentamiento
con Gog y Magog? Y si Armagedón es el juicio final sobre el mundo obrado por
Jesucristo, ¿por qué, después del aniquilamiento de la coalición compuesta por
Satanás, Gog y Magog, se habla de un juicio universal presidido por uno que está
sentado en «un gran trono blanco» (cfr. 20, 11 ss.) que no es Jesucristo,
evidentemente?
La respuesta a éstas, que Lupieri llama “incongruencias» del Apocalipsis, se
obtiene interpretando ambos enfrentamientos no como referencias a combates
escatológicos, entendidos más o menos literalmente, sino como alegorías de la muerte
de Cristo, con la cual, repetimos, comienza el juicio de Dios sobre el mundo. Si es así,
entonces tiene sentido la distinción entre ambos enfrentamientos, que no deben
entenderse como dos momentos sucesivos entre sí, sino como dos aspectos de la única
victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal.
La batalla de Armagedón describe la derrota y la destrucción de los dos
instrumentos humanos utilizados por Satanás para continuar la persecución contra
«la descendencia de la mujer», es decir los santos y los profetas (12, 17: «Los que
observan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús»): se trata de
la bestia del mar y de la bestia de la tierra (también llamada «prostituta» y «falso
profeta»). Con ellas son destruidos «los reyes de la tierra y sus tropas», exterminados
«por la espada que sale de la boca del que iba montado sobre el caballo», es decir el
Logos de Dios que bajó del cielo (cfr. 19, 19 ss.). De la coalición congregada en
Armagedón: dragón-Satanás, bestia, falso profeta y «reyes de la tierra» (cfr. 16, 13 ss.),
sólo los componentes humanos son derrotados y destruidos por el Logos y su ejército
bajados del cielo. La derrota y destrucción de Satanás tendrán lugar después del reino
milenario cuando, a la cabeza de una coalición anti divina análoga (Gog y Magog y las
«gentes» de toda la tierra habitada) intentará el asalto contra «el campamento de los
santos» y «la ciudad amada». Es absurdo, repetimos, pensar en dos momentos
distintos y sucesivos: la presencia del oráculo de Ezequiel mantiene vinculadas las dos
escenas de batalla y las fusiona entre sí, refiriéndolas a un único y mismo evento: la
victoria de Cristo obtenida con su muerte.
La distinción entre las dos escenas se refiere al modo de obtener la victoria. La
victoria sobre los instrumentos humanos de Satanás (poder político y poder religioso
corruptos) es obtenida por los muertos «a causa de la palabra de Dios y del testimonio
de Jesús», que ya fueron salvados en el curso de la economía antigua, en virtud del

234
valor eterno del sacrificio de Cristo. La victoria obtenida sobre la coalición compuesta
por Satanás, Gog y Magog, más las «gentes» de toda la tierra representa la derrota
definitiva de Satanás obtenida por Jesucristo con su muerte.
Con este evento fundamental en la historia de la salvación, como hemos
recordado en varias ocasiones, comienza el juicio de Dios sobre el mundo, del cual, en
primer lugar, Juan recuerda la condena y la destrucción de las fuerzas malvadas,
compuestas por los instrumentos humanos de la persecución diabólica, es decir, el
poder político y el poder religioso corruptos y, a continuación, la propia destrucción
de Satanás.
Sin duda no es coincidencia que, después de haber referido la derrota y la
destrucción de éste último, Juan mencione el juicio de Dios sobre todos «los muertos»
contenidos en el «mar», en la «Muerte y en el Hades», es decir en los lugares-símbolo
de la dominación de Satanás sobre la humanidad (cfr. 20, 11 ss.). De hecho, sólo
después del sacrificio de Cristo, la humanidad, antes excluida de toda relación con
Dios, puede ser juzgada, «cada uno según sus obras», y obtener el premio o el castigo
merecidos.

El «cielo abierto»

La escena de la batalla de Armagedón parte con la visión del «cielo abierto». La
apertura del cielo es una imagen bastante frecuente en la literatura bíblica y judaica
(cfr. Ez 1, 1; 2 Ba 22, 1) de donde pasa a los escritos neotestamentarios (cfr. Mc 1, 10;
Mt 3, 16; Jon 1, 51; Hch 7, 56).
La idea detrás de esta imagen es la intervención de Dios para revelar algo de sí
mismo o de su voluntad sobre los hombres. En algunos autores veterotestamentarios
la apertura del cielo está relacionada con una intervención de Dios destinada a juzgar
y a salvar (cfr. Sal 18, 10; 144, 5; Is 63, 19).
En estos últimos textos, principalmente, se inspira la visión de Juan; sin
embargo, ésta tiene una referencia interna de la mayor importancia para entender su
significado. Al inicio del capítulo 4, antes de la visión del Trono, Juan ve una «puerta
abierta en el cielo». Invitado por la «voz grande», que ya había oído antes en Patmos,
Juan sube «en el Espíritu» y contempla, en primer lugar, la manifestación de la liturgia
de la corte celeste ante el que está Sentado en el trono y, a continuación, la entrega del
libro con los siete sellos al Cordero (caps. 4 y 5).
En aquella primera visión hemos visto una alegoría de la primera intervención
de Dios para revelar y para salvar. No obstante, se trataba de una intervención parcial
y limitada tanto en el plano de la revelación como en el plano de la salvación, que en
realidad coinciden entre sí. En el símbolo de la «puerta abierta en el cielo», hemos
visto una alusión al carácter limitado de esta primera intervención salvífica, la cual
asegura un contacto real con la divinidad, pero sigue siendo una posibilidad
restringida, limitada al espacio de esa apertura.
Ahora, en cambio, «el cielo» está abierto en su totalidad. Dando al término
«cielo» el valor de sede de la divinidad, el hecho de «estar abierto» significa que se ha
realizado, o se está realizando (la escena se presenta en movimiento), la plenitud de la
revelación y de la salvación.

235
El jinete sobre el caballo blanco

Del cielo abierto Juan ve avanzar un caballo blanco que lleva montado un jinete
descrito con rasgos y atributos que conducen a identificarlo de manera inequívoca con
Jesucristo. Esta escena presenta analogías evidentes con la aparición del caballo y su
jinete en la apertura del primer sello (cfr. 6, 2) y, de una manera más difuminada, con
la visión del «Hijo de hombre sentado sobre la nube blanca», en la que, a su vez, hemos
visto una reproducción de la visión de Daniel, del Hijo de hombre que viene «sobre las
nubes».
La analogía con la visión del primer sello se limita a la presencia del caballo
blanco y a la idea de que el jinete está destinado a la victoria. Aunque estas analogías
sean significativas, no son suficientes para establecer una identidad entre los dos
jinetes, de acuerdo a la interpretación extensamente generalizada. Hemos explicado
anteriormente las razones que, en nuestra opinión, hacen que sea una interpretación
improbable. Recordamos aquí la principal: el caballo blanco forma parte de una serie
de cuatro, cuyo número e incluso los colores fueron establecidos por una tradición
(Zacarías) que los usaba como símbolo de una realidad homogénea (los cuatro
imperios).
Hemos visto que Juan adapta los símbolos a una realidad igualmente
homogénea: el acontecimiento de la creación y de la caída de la humanidad. El color
blanco del primer caballo y la corona en la cabeza de su jinete son alegoría de la
condición de inocencia, de amistad con Dios y de realeza en que el hombre fue creado,
prerrogativas corroboradas por la afirmación de que el jinete «salió victorioso (de las
manos de Dios)». La afirmación que sigue, «para vencer», alude implícitamente a la
pérdida de la condición originaria, pero reconquistada por la intervención victoriosa
de Jesucristo.
Todo esto explica la analogía entre la visión del primer sello y la del capítulo
19. En el descenso de Cristo desde el cielo sobre un caballo blanco se puede ver muy
bien una alegoría de la encarnación, para restituir la naturaleza humana en su
integridad originaria, por el hecho mismo de haberla asumido. La naturaleza humana,
unida a Él, saldrá victoriosa sobre el tentador, que fue la causa de su caída: la nueva
victoria, obtenida en virtud del sacrificio de Cristo, la restablecerá en la condición de
realeza sobre lo creado en que fue puesta por Dios en el momento de la creación.

El Mesías juez y el «manto salpicado de sangre»

Sobre la figura del jinete que desciende del cielo se acumulan los rasgos
descriptivos y los atributos relativos a su personalidad. Él posee las prerrogativas
reales en el más alto grado: «sobre su cabeza tiene muchas diademas» (19, 12), de
hecho, «sobre su manto y sobre su muslo lleva escrito un nombre: Rey de reyes y
Señor de señores» (19, 16), cuyo significado es una soberanía de carácter universal y
victorioso. Él es juez, significado por «los ojos son como llama de fuego» (19, 12),
alusión a una poderosa capacidad de penetración, pero también de eliminación del
mal. Porque, en realidad, es un juez guerrero, que «juzga y combate con justicia» (19,
11) y de su boca «sale una espada (de dos filos) afilada (que es también símbolo de
poder judicial) con que herir a las gentes» (19, 15). Este jinete es también el Mesías: a

236
Él, de hecho, se aplican las palabras de un salmo, entendidas corrientemente en
sentido mesiánico, que habíamos encontrado a propósito del hijo-Mesías que la
«mujer» lleva en su seno en la visión del capítulo 12: «él gobernará a las gentes con
vara de hierro» (12, 5).
Es muy probable que también se refieran a su poder de juzgar sus atributos de
«Fiel y Verdadero», que son los mismos aplicados a las palabras, es decir, al juicio de
Dios (cfr. 22, 6). Por otro lado, como se dice poco después, «su nombre es el Logos» (es
decir la Palabra, el Verbo ) de Dios» (19, 13). Esta expresión es un evidente paralelo
con el inicio del cuarto evangelio; en ambos casos se refiere a la naturaleza
preexistente del Mesías-Jesús. Esta «Palabra de Dios», como la «espada (de dos filos)
afilada» que sale de su boca, representa un juicio que mata a los malvados, similar a la
«Palabra (Logos) de Dios» que, según el libro de la Sabiduría, en la noche del éxodo, se
lanza sobre los egipcios «como un guerrero terrible, llevando como espada afilada el
decreto irrevocable de Dios», y sembró el exterminio por doquier, en particular el de
los primogénitos (cfr. Sb 18, 15 ss.). El exterminio descrito en Sabiduría podría
encontrar un eco en las palabras del ángel que invita a los pájaros del cielo a comer las
carnes de los muertos en la batalla de Armagedón: «carnes de reyes, carnes de
generales, carnes de poderosos, carnes de caballos y de los que montan en ellos,
carnes de todos, libres y esclavos, de pequeños y grandes» (19, 18).
También este exterminio, como el de Sabiduría, se realiza en primera persona
por el «Logos-Palabra de Dios». En la batalla de Armagedón, de hecho, no juegan
ningún papel activo los «ejércitos que están en el cielo», que acompañan al Logos en
su cometido. A propósito de estos jinetes celestes que escoltan al Logos, la mayor
parte de los intérpretes los identifica con huestes angélicas. Recientemente se va
imponiendo la interpretación que ve en ellos a los justos cristianos glorificados. Este
punto de vista es aceptado inclusive por Lupieri, quien llega a esta deducción por el
hecho de que ellos, además de estar sentados sobre caballos blancos, están «vestidos
de finísimo lino blanco y puro», así como a la «esposa del Cordero» fue concedido
vestirse de «finísimo lino, reluciente y puro» (cfr. 19, 8).
La argumentación de Lupieri contiene más de un salto lógico. Entretanto, es
arriesgado fundar la identificación en base al detalle del vestido «de finísimo lino»:
¡También lo viste «la prostituta» (cfr. 18, 16)! Por otro lado, es cierto que el «lino
finísimo» es descrito como «las obras justas de los santos» que constituyen la realidad
de la «esposa», que es la Iglesia, evidentemente. Pero ¿dónde está escrito que el «lino
fino» es el vestido de los justos glorificados? El símbolo de la glorificación, es decir, del
otorgamiento de la vida eterna, para los «degollados» del quinto sello, son los
«vestidos blancos», que también son usados por los miembros de la «gran multitud»
del sexto sello, quienes, contrariamente a cuanto piensa Lupieri y casi todos, no
representan a los mártires o justos cristianos glorificados, sino el símbolo de la
humanidad entera redimida por el sacrificio de Cristo.
Por otro lado, ¿por qué sólo los cristianos, y sólo los cristianos glorificados,
podrían estar vestidos de «lino fino», es decir, ser autores de «obras justas», pero no
los ángeles? Y así ¿qué cosa era entonces la guerra contra Satanás y sus ángeles
seguidores?
Pero hay más. La «esposa», es decir la Iglesia, llega a vestirse de «lino fino» sólo
en el momento de sus bodas con el Cordero. ¿Cuándo tiene lugar esta boda? ¿Con el fin

237
del mundo? Está sumamente claro que las bodas de Cristo con la Iglesia no puede ser
un evento escatológico, pues se refieren a la fundación de la Iglesia, que ha tenido
lugar con el evento pascual, de la muerte y resurrección de Jesucristo. Por otra parte,
el ángel que las anuncia e invita al banquete de celebración, lo hace en momentos en
que, «en el cielo», se celebra la condena y la destrucción de la «prostituta, la grande»,
es decir, Babilonia, que no es, como hemos visto, la Roma real del tiempo de Juan o
una Roma simbólica del futuro, sino la Jerusalén que no reconocido a Jesús el Mesías
prometido y esperado y, de hecho, lo hizo matar. Esta muerte, que establece la
condena de la Jerusalén infiel, funda, en cambio, la «nueva Jerusalén», que es la Iglesia.
Si las cosas son así, la batalla de Armagedón no puede ser un evento
escatológico, en que participan también los cristianos glorificados. Tampoco aparece
aún glorificado «el Logos de Dios» que allí concurre, en comparación con el Hijo de
hombre resucitado que se presenta a Juan en la isla de Patmos, cuya resurrección y su
victoria sobre la muerte, su realeza universal, su carácter de sacerdote y único
mediador, incluso antes de las palabras que dirige a Juan, resultan de su
representación. Aquí, en cambio, a pesar de los títulos y de los atributos acumulados
en Él, su figura parece estar, por así decirlo, suspendida. Y esto es fácil de entender si
tenemos en cuenta que aquí Él se presenta en el momento en que se dispone a su gran
empresa, aún cuando su resultado positivo se anticipa.
Su propio nombre, que incluso lleva «escrito», es un «nombre que nadie
conoce, sino él» (19, 12). Sin embargo, dos veces Juan nos comunica el «nombre» de
este personaje: él es «el Logos (es decir, la Palabra ) de Dios» (19, 13); y luego otra
vez: «Rey de reyes y Señor de señores», éste último está «escrito sobre su manto y
sobre su muslo» (19, 16). Y, entonces ¿cuál es «el nombre» del jinete “que nadie
conoce sino él? Una hipótesis bastante extendida hoy entre los intérpretes propone
que se trata del tetragrámaton que indica el nombre impronunciable de Dios, grabado
en la banda que ceñía la frente del sumo sacerdote. Aunque esta propuesta sea
cautivante y sugerida por estudiosos de gran prestigio, resulta ser inaceptable, ya que,
de hecho, supondría la identificación del jinete-Mesías con Dios, es decir, del Hijo con
el Padre; en todo caso, sólo un judío como Juan habría podido aplicar el tetragrámaton
del nombre impronunciable de la divinidad.
Además de esta consideración, el nombre secreto del jinete no puede ser otro y
diferente de los dos que se han manifestado: «el Logos (Palabra) de Dios» y «Rey de
reyes y Señor de señores». El nombre secreto consiste en la revelación del significado
profundo de los dos nombres manifestados. No son distintos entre sí excepto en que
representan dos aspectos de la única personalidad del jinete celeste: el primero («el
Logos-Palabra de Dios») se refiere a la estrecha relación con el Padre y a su origen de
Él; el segundo («Rey de reyes y Señor de señores») está vinculado a su misión terrena
en que, al concluir ésta, habrá derrotado con su muerte no tan sólo a los reyes de la
tierra («los diez cuernos», 17, 16) sino también al dragón-Satanás, rey de este mundo,
y sus «siete cabezas, que son siete reyes» (17, 9).
La síntesis de los dos nombres, manifestados en la persona de Jesucristo,
constituye el «nombre nuevo» que Él, en la carta a la iglesia de Filadelfia, promete
«escribir» sobre el «vencedor», junto con los «nombres» de su Padre y de la «nueva
Jerusalén, la que desciende del cielo, que viene de Dios» (cfr. 3, 12). Este «nombre
nuevo» de Jesucristo representa toda la realidad de su obra salvífica y redentora.

238
Aunque es una realidad que se constituye en una aparente derrota, puede ser
considerada en su aspecto de victoria tan sólo con la fe. Por esta razón, también los
creyentes en Él reciben «un nombre nuevo» que sólo conocen los que lo reciben (cfr.
2, 17).
De hecho, en el momento en que el jinete-Mesías desciende del cielo, su victoria
y la revelación de su verdadera naturaleza aún no se han cumplido. El título que lo
anuncia («Rey de reyes y Señor de señores») está escrito sobre el «muslo» del jinete,
y también en el «manto» que lo envuelve, un manto descrito como «salpicado (o
empapado) de sangre».
Los intérpretes están divididos sobre la naturaleza de la «sangre» que
«salpica», «mancha» o «empapa» el manto del jinete, entre quienes creen ver una
alusión a la sangre salvífica derramada por Jesucristo y quienes, en cambio, la
consideran como el efecto producido sobre sus vestiduras por la sangre de los
enemigos destruidos en la batalla, como es el caso en la visión de Isaías que es el
modelo de esta visión.
La primera interpretación está bien arraigada, desde la antigüedad, en la
tradición exegética cristiana del Apocalipsis, como se desprende de un largo fragmento
del Comentario al Evangelio de Juan de Orígenes dedicado a este pasaje. En los
comentarios modernos del libro de Juan se impuso la idea de que la sangre sobre el
manto del jinete es la de los enemigos, aunque algunos intérpretes no excluyen, como
significado secundario, alguna referencia a la sangre de la pasión: por ejemplo Allo y,
de manera un tanto confusa, también Lupieri.
La referencia a la pasión es desechada decididamente por Prigent, que trata
extensamente el comentario de este pasaje dado por Orígenes, pero lo hace para
rechazar su interpretación. En base a sutiles distinciones relativas a la cita de Isaías,
que en la tradición manuscrita del Apocalipsis presenta dos variantes (“empapado o
mojado» y «salpicado o manchado»), y a especulaciones rabínicas sobre la misma
visión de Isaías, presentes en el Tárgum, Prigent concluye, de manera apodíctica, que
en la visión hay que excluir toda referencia a la sangre derramada por Jesucristo: «el
mesías que aquí aparece – concluye – no es descrito como el Cordero inmolado, sino
como el guerrero que ejecuta en nombre de Dios el juicio vengador».
La posición de Prigent, y de muchos otros, es muy claramente condicionada por
el supuesto de que la venida del «Logos de Dios» sobre el caballo blanco se refiere a la
parusía, es decir, a la segunda venida de Jesucristo, y que la batalla de Armagedón es la
predicción de un combate escatológico entre las fuerzas del bien (representadas por
Israel) y las fuerzas del mal (representadas por los diferentes pueblos paganos).
En efecto, las fuentes bíblicas (especialmente Ezequiel) y los diversos
apocalipsis judaicos que Juan conocía, o pudo conocer, colocaban este combate al fin
de los tiempos y lo relacionaban con el advenimiento del Mesías.
Ahora, es claro que para Juan el Mesías ya vino y es Jesucristo, cuya obra, como
se insiste varias veces en el texto, consistió en haber «rescatado» a la humanidad con
«su sangre», liberándola «de los pecados» y de la esclavitud diabólica (cfr. 1, 5: 5, 9). Si
la sangre del manto que lo envuelve, mientras desciende del cielo para el
enfrentamiento escatológico, fuera de los enemigos, todo esto tendría simplemente el
valor de una inversión de lo que sucedió al final de la primera venida, es decir, sería el
equivalente de una auténtica venganza.

239
Además de esto, merece alguna reflexión el recuerdo de la visión de Isaías, que
es la referencia para sostener que la sangre en el manto es la de los enemigos. En ella,
como ya se ha mencionado anteriormente, el evento real – la destrucción de los
enemigos a manos de Dios – es reproducido en el plano alegórico con la imagen del
apisonador de las uvas, que sale del lagar con la ropa manchada por el jugo de las uvas
trituradas.
En la alegoría del profeta, la acción del apisonamiento «en el lagar» es central,
pero en ella la imagen cede el puesto a la realidad, ya que no son racimos de uva los
que son pisados «en el lagar de la cólera de Dios», sino sus enemigos, cuya sangre ha
salpicado o empapado sus ropas.
La relación entre el «manto salpicado de sangre» y la destrucción de los
enemigos es nuevamente tomado por Juan en su descripción del jinete: «Él está
envuelto en un manto salpicado de sangre, y su nombre es «el Logos de Dios»…; de su
boca sale una espada [de dos filos] afilada para herir a las gentes; él las regirá con
bastón de fierro; él pisa el lagar del vino del furor de la cólera de Dios; y sobre el manto
y sobre su muslo lleva escrito un nombre: “Rey de reyes y Señor de señores”» (19, 13-
16).
De este modo, la sangre en el manto y la destrucción de los enemigos
mantienen entre sí un estrecho vínculo; pero no sólo eso, pues también está
claramente vinculada a esta victoria la revelación de sus dos «nombres» y su
naturaleza de Mesías, como se desprende de la cita del salmo mesiánico. Todo esto
impide que la confrontación que se perfila sea vista como el preanuncio de un evento
que tendrá lugar en los últimos tiempos.
Por otra parte, mientras en la visión de Isaías las vestiduras de Dios están
manchadas de sangre como efecto de un exterminio que ya ha tenido lugar, el manto
del jinete está «empapado de sangre» antes del enfrentamiento con sus enemigos. El
detalle no es insignificante si se piensa en la notoriedad de la visión del antiguo
profeta: se trata, evidentemente, del procedimiento habitual seguido por Juan, a saber,
el de referirse a textos bíblicos conocidos para darles una interpretación mediante la
introducción de variantes. En este caso, él quiere dar entender que la sangre en el
manto es la derramada por Jesucristo que, no obstante y según el sentido profundo de
la visión de Isaías, en este caso provoca también la destrucción de sus enemigos, una
destrucción que obviamente no debe ser entendida en sentido literal ni físico, sino en
el plano espiritual, como la eliminación de las fuerzas malvadas, diabólicas y humanas,
que oprimían a la humanidad.
Por lo demás, ya habíamos reconocido la aplicación de la visión de Isaías al
sacrificio de Cristo en la escena de la vendimia y del apisonamiento de las uvas al final
del capítulo 14. Allí «las uvas de la viña de la tierra», vendimiadas por el ángel, eran
arrojadas «en el lagar de la cólera de Dios, la grande». La sangre que salía del «lagar
pisado fuera de la ciudad» llegaba «hasta el freno de los caballos», haciendo que se
ahoguen (cfr. 14, 19 ss.).
Habíamos leído en ese lugar una alegoría de la muerte de Cristo cuyo efecto, en
primer lugar, fue la destrucción de las fuerzas demoníacas, cuya presencia en la tierra
había sido explicada precedentemente por Juan como una invasión de monstruos
infernales con forma equina.

240
9. El reino milenario: recapitulación de la historia de la
salvación desde la caída (de los ángeles y del hombre)
hasta la muerte de Cristo (20, 1-10),
que comienza el juicio de Dios (20, 11-15)

Estructura del capítulo 20

El capítulo 20 presenta dos visiones de carácter narrativo: la primera está
dedicada a los acontecimientos del reino milenario; la segunda habla de la
resurrección de los muertos que no han participado en el reino milenario y del juicio
que Dios pronuncia sobre ellos y sobre Muerte y Hades (y también sobre el «mar»,
como se muestra a continuación: 21, 1) que los contenían.
En el primer bloque visionario-narrativo se pueden aun distinguir varias fases.
En primer lugar se describe la empresa de un ángel que descendió del cielo
sosteniendo «una gran cadena y la llave del abismo», que se apodera del «dragón, la
serpiente de los orígenes, que es el Diablo y Satanás», lo ata y lo encierra en el abismo
«por mil años», cumplidos los cuales «es necesario que sea liberado» (20, 1-3).
Sigue la alusión a un «juicio», realizada, sin embargo, en términos muy vagos,
dando origen a las interpretaciones más diversas, que analizaremos con atención más
adelante. De hecho, se habla de «tronos», de personajes sentados en ellos y de «un
juicio que se les otorga», sin indicar quiénes son los que se sientan en los tronos
(evidentemente, los jueces) y sin precisar si el «juicio» representa una sentencia (en
tal caso ¿ pronunciada sobre quién?) o el poder de juzgar (¿concedido a quiénes?).
Sin solución de continuidad con la escena del juicio, se ven «las almas de los
decapitados a causa del testimonio de Jesús y de la palabra de Dios». Junto a estas
almas se mencionan «los que (sus almas, evidentemente) no se postraron en
adoración ante la bestia ni ante su estatua, ni recibido su marca sobre su frente o
sobre su mano». De estas almas se dice que «vivieron y reinaron con Cristo por mil
años», mientras que «los restantes de los muertos no vivieron hasta el cumplimiento
de los mil años». La participación de las almas en esta «vida» y en este «reino con
Cristo» es definida por Juan como «la resurrección primera», quien concluye con otra
«bienaventuranza»: «Bienaventurado y santo quien participa en esta resurrección
primera: sobre ellos no tiene poder la segunda muerte, antes serán sacerdotes de Dios
y de Cristo y reinarán con él por mil años» (20, 4-6).
El reino de los mil años termina con la liberación de Satanás que, como ya se ha
recordado, intenta un nuevo asalto contra «el campamento de los santos y la ciudad
amada», aliándose con «las gentes que están en los cuatro ángulos de la tierra, Gog y
Magog»: el asalto es frustrado por un fuego que desciende del cielo que todo lo devora,
y el Diablo es arrojado «al estanque de fuego y azufre donde (están) también la bestia
y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20, 7-
10).
El relato del asalto de la nueva coalición anti divina da paso a la visión del juicio
de Dios sobre todos los muertos. El centro de la escena está ocupado por «un gran
trono blanco» en el cual está «uno sentado» que, evidentemente, es Dios. La visión
recuerda la del capítulo 4, pero aquí la divinidad suma sentada en el trono ya no está

241
rodeada por la múltiple y multiforme realidad de la corte angélica: también «la tierra»
y «el cielo» han desaparecido («el mar», como veremos más adelante, también ha
desaparecido). El aislamiento en que se encuentra la divinidad hace hincapié en la
imparcialidad junto a la severidad de su aspecto de juez. A continuación, la
circunstancia de juicio se hace evidente por la presencia ante el trono de todos «los
muertos, los grandes y los pequeños», que son juzgados «según sus obras» en base a lo
que está escrito en ciertos «libros» que se «abrieron», y también « otro libro se abrió,
que es el de la vida».
Los muertos que han de ser juzgados son «devueltos» por los recipientes que
los contienen. El texto menciona «el mar», «Muerte y Hades»: se trata de recipientes
que deben ser entendidos en sentido simbólico, ya que no se menciona el lugar físico
normal, es decir, la tierra, en que se depositan los cadáveres: «el mar» indica más bien
el ámbito del poder político y, por lo tanto, todos los hombres que han muerto en el
curso de la historia humana, dominada por los cuatro imperios universales. «Muerte y
Hades» representan el lugar donde permanecen los seres humanos después de la
muerte física, que es también, sin embargo, según la alegoría que hemos encontrado
en el cuarto sello (cfr. 6, 8), lugar de separación de Dios y, por consiguiente, de
sometimiento al poder diabólico. No en vano, en la conclusión del juicio, «la Muerte y
el Hades», entendidos como seres personificados, son «arrojados en el estanque de
fuego, que es la segunda muerte», en el que «es arrojado quien no fue hallado escrito
en el libro de la vida» (20, 11-15).
Examinando la serie de visiones que componen el capítulo 20, encontramos
que, exceptuando la relativa al juicio, se presentan como recapitulaciones y
profundización de escenas y visiones precedentes. La visión de la atadura de Satanás
por el ángel que descendió del cielo remite directamente a la expulsión de Satanás y
sus ángeles del cielo por Miguel y por los ángeles fieles (cfr. 12, 7), e indirectamente a
la orden de no dañar, dada por el ángel que subió del Oriente, a los cuatro ángeles
«que tienen poder sobre los vientos», con el fin de hacer posible la marcación en la
frente de los ciento cuarenta y cuatro mil (cfr. 7, 1 ss.).
La visión de las «almas de los decapitados» admitidos en la «vida» y en el
«reino» está claramente vinculada a la de las «almas de los degollados», a los que son
concedidos «los vestidos blancos” y son invitados a «reposar por breve tiempo» (cfr. 6,
9 ss.).
La historia de Satanás «liberado de la prisión» (el abismo) que va a congregar
la coalición anti divina y es destruido por una intervención de lo alto («un fuego que
baja del cielo») constituye, como hemos visto antes, la reanudación de las
circunstancias que preparan y concluyen la batalla de Armagedón.

¿Un solo juicio o dos juicios?

Antes de pasar al análisis de los aspectos relacionados específicamente con el
llamado reino milenario es conveniente hacer hincapié en la relación subyacente
entre los acontecimientos posteriores a la conclusión de este reino (liberación de
Satanás, nueva coalición con las “gentes” de Gog y Magog, asalto y derrota definitiva
de Satanás). En sintonía con la interpretación eclesiástica tradicional, hemos
entendido que esta batalla no es un evento diferente y sucesivo, sino una reiteración

242
de Armagedón. Pero, en la interpretación tradicional, ambos acontecimientos
superpuestos y unificados son entendidos como alusión al combate escatológico de
Cristo contra las fuerzas de la coalición del mal, entendido a su vez como alegoría del
juicio realizado en el fin del mundo por Jesucristo que, de hecho, en la figura del jinete
celeste, es descrito con los atributos del juez.
Sin embargo, el juicio descrito en detalle en el capítulo 20, aunque sea posterior
a la derrota de Satanás junto con Gog y Magog y «las gentes de la tierra», no puede ser
el juicio final. Éste no es realizado por Jesucristo, sino por el «Sentado en el trono», es
decir, por Dios, tal y como ocurre en el modelo de Daniel en el que el juicio es
pronunciado por el Anciano, asistido por una corte de personajes sentados en tronos,
sobre la base de los «libros» que son «abiertos» (cfr. Dn 7, 9 ss.).
Además, «los muertos» que se presentan al juicio de Dios – prácticamente toda
la humanidad – aquí lo hacen por primera vez. De hecho, ellos son juzgados por
primera vez «según sus obras» y por primera vez se revela si ellos están «escritos en
el libro de la vida» (es decir, que son salvados y admitidos en la bienaventuranza
eterna) o condenados a ser arrojados «en el estanque de fuego», es decir, si ellos
sufren la condenación eterna.
Todo esto es perfectamente compatible con las interpretaciones del Apocalipsis
que consideran los eventos del capítulo 20 dispuestos en sucesión cronológica. Pero
está en desacuerdo con la interpretación eclesiástica que entiende el reino milenario
como el tiempo de la Iglesia y ve, en la admisión de las «almas» en el reino, la alegoría
de la bienaventuranza concedida a todos los justos cristianos, mártires y confesores,
inmediatamente después de la muerte.
Esta última interpretación es absolutamente insostenible, porque los admitidos
a participar en la «vida», en el «reino con Cristo» y en el «sacerdocio» sólo son «las
almas de los decapitados por el testimonio de Jesús» y «los que no se postraron en
adoración ante la bestia, ante su imagen y no recibieron la marca sobre la frente o
sobre la mano», que también, sin lugar a dudas, pertenecen a los asesinados, ya que
este rechazo implica la muerte (cfr. 13, 15).
Por otra parte, la admisión en el reino milenario es también fruto de un juicio.
Hemos dicho anteriormente que este juicio es mencionado en términos vagos. Juan ve
(evidentemente, «en el cielo») «tronos» y personajes que «se sentaron en ellos».
¿Quiénes son estos personajes? La referencia evidente a la visión análoga de Daniel,
sugiere una corte celeste compuesta de seres angélicos.
En las interpretaciones recientes del pasaje de Juan ha ganado lugar la idea de
que estos jueces sentados sobre tronos son los santos cristianos glorificados, y se
tiende a identificar estos jueces con «los decapitados» y con quienes «resistieron» a la
bestia, de los cuales se habla en seguida. El fundamento de esta identificación es la
promesa hecha por Jesús a los discípulos de hacerlos sentar sobre tronos como jueces
de las tribus de Israel (cfr. Lc 22, 30); en cuyo caso, serían los santos glorificados los
destinatarios del «juicio» («les fue dado un juicio»), entendido, por lo tanto, como
poder para juzgar (tesis rechazada por Giesen, 431 s.).
Sin embargo, tal interpretación sólo puede tener sentido para quien, como
Lupieri, entiende el reino milenario como una situación que se sitúa más allá de la
historia actual y en el que, a los admitidos en el reino (para Lupieri, solamente los
ejecutados) les es conferido, de diversas maneras, el oficio de ministros de Cristo. Pero

243
¿qué sentido puede tener la concesión de un poder judicial a los justos cristianos
durante un reino milenario entendido como un tiempo de la Iglesia? No basta
responder, como Prigent y otros, que a menudo en el Antiguo Testamento «juzgar» es
sinónimo de «estar sentado en el trono» y «reinar», porque, si así fuese, el texto de
Juan no sería sólo vago e «impreciso» (Prigent): además sería inútilmente repetitivo,
pues estos personajes ya poseerían la prerrogativa de reinar por el hecho de estar
«sentados en tronos».
El paralelo casi literal con la visión de Daniel, en cambio, sugiere que aquí se
trata de una escena de juicio, en que la parte de los jueces es representada,
evidentemente, por «los que están sentados en tronos». Sentados en tronos, con
características reales («coronas de oro en la cabeza») y en estrecha relación con la
divinidad («vestidos blancos»), están los veinticuatro Ancianos que, como hemos
mostrado anteriormente, son seres angélicos dotados de especial dignidad y poder.
Sean ellos los jueces u otros seres angélicos, lo que se debe excluir es que se trate de
justos cristianos glorificados: la victoria sobre Satanás, que hace posible tanto este
juicio como el reino milenario, todavía no es la victoria definitiva de Jesucristo, sino la
del ángel que desciende del cielo.
Por la misma razón, tampoco los admitidos a participar en el reino milenario
pueden ser identificado con los seguidores de Cristo; ellos, por otra parte, ya poseen
estos bienes («vida», «reino con Cristo», «sacerdocio») en esta vida (cfr. 1, 5; 5, 10; 7,
14 ss.). El grupo mencionado aquí es admitido a estos bienes solamente después de la
muerte, y muerte violenta, y como un caso del todo excepcional (cfr. 20, 5: «todos los
otros muertos no tuvieron vida hasta el cumplimiento de los mil años»).
Es el carácter excepcional de la concesión de estos bienes – que a continuación,
como lo demuestra el paralelo con «los degollados» del quinto sello, se identifican con
la admisión en la vida eterna antes de la venida de Cristo,– lo que justifica el hecho de
que aquí se hable de un «juicio». Este juicio, a pesar del modo de escribir de Juan,
impreciso e incluso gramaticalmente incorrecto (pero no es ni la primera ni la última
vez), sólo puede referirse a los que son admitidos en el reino milenario, es decir, «los
decapitados» y «los que resistieron» a las pretensiones de la «bestia», por
consiguiente también ultimados. Este es, de alguna manera, un «primer juicio»,
pronunciado por una corte celeste de «sentados en tronos», entre los cuales, siempre
en analogía con la visión de Daniel, se puede suponer también al «Sentado sobre el
trono». Para «todos los otros muertos que no vivieron hasta que se cumplieron los mil
años» está el juicio universal que hemos examinado anteriormente y que, en nuestra
opinión, tiene lugar en el momento de la muerte de Cristo.

Las «dos resurrecciones»

Así como hay dos juicios, hay también dos resurrecciones. En este punto, sin
embargo, hay que reconocer que en los comentarios hay una confusión no menor,
probablemente debido a la influencia que las intensas controversias de los primeros
siglos cristianos sobre el tema continúan ejerciendo, tal vez inconscientemente, sobre
nuestro concepto de resurrección. Un ejemplo típico de lo que se ha dicho se puede
encontrar en el discurso de Lupieri que, cuando Juan define «resurrección, la
primera» para referirse a la suerte reservada a los admitidos en el reino milenario, él

244
deduce que debe tratarse de la «resurrección con el cuerpo», y se basa en este
argumento para decir que el reino milenario tiene lugar en la tierra, donde estos
«resucitados» tienen labores y funciones específicas.
Juan, desde luego, no está interesado en este tipo de problemas. Cuando, a
propósito de los admitidos en el reino milenario, él habla de «resurrección» se está
refiriendo a todos los bienes – «vida», «reino con Cristo», «sacerdocio» – que se
conceden a estos individuos. Por lo tanto es inadecuado traducir, como hacen Prigent
y otros, el verbo usado por Juan para indicar el pasaje de ellos de la muerte a la vida
(en griego, εζησαν: «vivieron», «tuvieron vida») con la expresión «volvieron en vida».
Eso significaría que ellos recuperaron su antigua vida. Pero eso no es lo que Juan
quiere decir. Al igual que el «Espíritu de vida, procedente de Dios» entra en los dos
testigos asesinados, los hace resucitar y los pone en condición de subir al cielo (cfr. 11,
11 s.), del mismo modo la «vida» que se concede a los muertos del reino milenario les
permite «reinar con Cristo», «ser sacerdotes de Dios y de Cristo» durante todo el
milenio, es decir, durante la economía antigua. Pero no sólo, porque incluso cuando, a
la muerte de Cristo, tenga lugar el gran juicio de Dios sobre todos los muertos, los
participantes en el reino milenario, ya admitidos en la vida eterna, no deberán temer
«la segunda muerte», es decir, la condenación eterna, que será impuesta a algunos
«según sus obras». Así afirma solemnemente la «bienaventuranza» que concluye la
presentación del reino milenario: «Bienaventurado y santo el que participe en la
resurrección primera: sobre estos no tiene poder la segunda muerte, sino que serán
sacerdotes de Dios y del Cristo por mil años» (20, 6).
Del mismo modo, «todos los otros muertos», los que no «viven», es decir, no
«resucitan» durante el milenio, tienen una propia «resurrección» cuando se presentan
ante «el que está sentado en el trono» para el juicio. Juan, si embargo, no la designa
con este término, que para él incluye otros contenidos que no son el simple abandono
del estado de muerte física. Él se limita a señalar esta «segunda resurrección», sólo de
manera indirecta: los muertos son «devueltos», es decir, liberados, por las entidades
(«el mar», «la Muerte y al Hades») que los contenían; y Juan los ve «estar de pie ante el
trono», expresión usada para indicar la condición de «resucitado» tanto del Cordero
(cfr. 5, 6; 14, 1) como de Satanás (cfr. 12, 18) y de «los vencedores de la bestia» sobre
el mar de vidrio mezclado con fuego (cfr. 15, 2).
En el caso de los muertos congregados en espera del juicio de Dios, la omisión
del término «resurrección» se justifica por el hecho de que no para todos el juicio se
convertirá en la concesión de los bienes que han gozado los admitidos en el reino
milenario: de hecho, «quien no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado en
el estanque de fuego» (20, 15)
La distinción de la resurrección de los muertos y del juicio de Dios en dos fases
o etapas ya estaba en la apocalíptica judía contemporánea o anterior a Juan, en la cual,
sin embargo, las dos fases están relacionadas con el advenimiento futuro del Mesías al
fin del mundo. De acuerdo a cierta concepción, el advenimiento mesiánico significa, en
primer lugar, la resurrección y el juicio reservados sólo para Israel y, a continuación,
la resurrección y el juicio correspondientes a todo el género humano.
Juan, que era o no consciente de estos escritos, mantiene esta distinción.
También para él la primera resurrección y el primer juicio corresponden a Israel o,
más bien, a todos los que, en el curso de la economía antigua, pagaron con su sangre

245
su fidelidad a Dios, a su Ley («la palabra de Dios») y a su promesa de salvación
(«testimonio de Jesús»).
La segunda resurrección y el segundo juicio, como hemos visto, corresponden a
toda la humanidad. Pero no se trata del juicio que tendrá lugar al fin del mundo, sino
del que tiene lugar a la muerte de Cristo y se refiere a la humanidad que vivió y murió
antes de su venida. En esta escena de juicio universal asociado a la muerte de Cristo se
representa en forma dramática la creencia, muy viva en los orígenes cristianos (cfr. 1
P 3, 19) y transmitida a nosotros por las distintas confesiones de fe, de que los frutos
salvíficos del sacrificio de la cruz se habrían extendido y aplicado, en primer lugar, a
los seres humanos que vivieron antes de Jesucristo, lo cual habría ocurrido en el
«descenso a los infiernos» durante la permanencia de Cristo en el sepulcro.

Reino milenario y milenarismo

Desde que el Apocalipsis fue escrito ninguna de sus partes ha despertado mayor
interés ni ha estado sometida a las más diversas interpretaciones que se han reflejado
no sólo en el plano religioso y cultural, sino también en el ámbito civil y político de la
historia europea, antigua y moderna.
De este reino milenario de Cristo parece haber prevalecido, en los dos siglos
sucesivos a su composición, una interpretación literal, que lo entendía como un
verdadero nuevo orden en el plano tanto cósmico como humano, que Cristo
establecería a su regreso después de haber destruido a sus enemigos y de la Iglesia: el
centro de este reino se fijaba generalmente en una Jerusalén reedificada sobre sus
ruinas del 70 d.C., aún más bella que la de los tiempos del rey Salomón.
Es la interpretación que llamamos milenarista. Desde su origen es posible
distinguir en ella dos corrientes: una radical y una de carácter moderado. En la
primera, la espera del reino proyectaba las imágenes propias del país de Bengodi,
provisto de todos los bienes y comodidades aptas para satisfacer las necesidades
materiales. La corriente moderada, aún cuando no excluye el aspecto material, daba
espacio más amplio a la vida espiritual que la presencia de Cristo habría enriquecido y
llevado al más alto nivel de la perfección.
Como ya se ha mencionado en la Introducción, el milenarismo, que no tiene
origen en el Apocalipsis y muy temprano se remitió al texto de Juan, fue duramente
combatido por escritores y exegetas cristianos, entre los cuales recordamos a Dionisio
de Alejandría, Orígenes y Eusebio de Cesárea. En particular, con respecto a la
interpretación del texto de Juan relativo al reino milenario, es Agustín quien le da el
golpe definitivo (inicio del S.V); en su obra monumental, De Civitate Dei, interpretó el
reino milenario como alegoría del tiempo que transcurre entre la ascensión de
Jesucristo y su retorno en la parusía, es decir, el tiempo en que se desarrolla aquí y
ahora la historia de la Iglesia, entendida como manifestación histórica y terrena de la
celeste «ciudad de Dios» (Civitas Dei), en su relación de oposición, y a veces en
conflicto, con la civitas terrena, a menudo identificada con la civitas diaboli.
En la interpretación agustiniana, los bienes concedidos a las almas de los
«decapitados» y de los que no se sometieron a las solicitaciones de la «bestia»
consisten en la concesión de la vida eterna a las almas de los justos cristianos, ya sean
los que han sufrido el martirio o los que siguieron el mensaje de Cristo en las

246
dificultades de la vida. Esta es la solución que ha prevalecido en la interpretación del
texto de Juan en las iglesias cristianas oficiales desde el Medioevo hasta nuestros días,
aunque no han faltado, al interior de las distintas iglesias, interpretaciones
radicalmente diversas por parte de movimientos religiosos discrepantes. La expresión
más explícita e informada de esta interpretación se puede encontrar hoy en el
comentario de Prigent.
La exégesis inspirada en el método histórico-crítico, en cambio, se ha vuelto
hacia una interpretación de tipo milenarista del texto de Juan. En este caso, la
concepción milenarista es atribuida al propio autor. En otras palabras, Juan expresaría
la espera, impaciente y generalizada en su ambiente, de un próximo retorno de Cristo
para liberar a sus seguidores de la persecución, destruir al enemigo común (en
realidad, concentrado en la odiosa presencia de Roma) e instaurar el nuevo orden de
paz, justicia y prosperidad. Esta interpretación ha sido retomada recientemente por
Lupieri, con gran abundancia de referencias a paralelos con textos apocalípticos
judíos.
Ambas soluciones, como es obvio, no se refieren solamente al reino milenario,
pues condicionan la interpretación de todo el libro, en particular de las escenas de
juicio (sexto sello, siega y vendimia de la tierra, batalla de Armagedón, asalto de
Satanás, Gogo y Magog), entendidas, aunque de una manera diferente, como preludio
o inicio del fin.
En estas circunstancias, la interpretación del reino milenario de la tradición
eclesiástica es la más expuesta al riesgo de contradicciones irreconciliables. De hecho,
si se sostiene, como hemos visto anteriormente, que la batalla de Armagedón y la de
Gog y Magog coinciden y ambas son una alegoría del juicio final, ¿cómo se explica la
inserción entre una y otra del excursus sobre el reino milenario, entendido como todo
el transcurso de la historia de la Iglesia?
Pero hay paradojas mucho más difíciles de resolver. Si el reino milenario
significa la concesión de la vida eterna a los justos cristianos, ¿qué sentido tiene el
hecho de que su posibilitación sea la victoria de un ángel sobre Satanás, victoria que,
por lo demás, es de carácter transitoria («por mil años»)? Es evidente que esta
victoria hace referencia a la «guerra en el cielo», concluida favorablemente a favor de
los ángeles fieles contra los ángeles malvados. Que esta victoria haya sido obtenida
por los ángeles buenos «en virtud de la sangre del Cordero» no significa, como quiere
Prigent, que haya ocurrido concomitantemente con el evento pascual: ha tenido lugar
en el momento de la caída original. Los ángeles buenos, por voluntad de Dios, han
puesto algún remedio a esta caída: llevando a la tierra la Ley de Dios y la promesa del
salvador (el ángel con «el pequeño libro» del capítulo 10) y, sobretodo, arrancando del
dominio diabólico a «los siervos de Dios» marcándolos en la frente con «el sello del
Dios viviente» («los ciento cuarenta y cuatro mil» del sexto sello).
La visión del reino milenario incorpora y especifica este aspecto de la victoria
de los ángeles buenos sobre los ángeles malos liderados por Satanás. Gracias a su
victoria y a su intervención en revelar la voluntad de Dios y su promesa de enviar un
salvador, ellos han hecho posible la salvación a un restringido número de elegidos; y
estos elegidos son, y son exclusivamente, los muertos por causas religiosas. El texto
habla de «decapitados» y de los que rechazaron someterse a las imposiciones
idolátricas de la «bestia» y, por lo tanto, también condenados a muerte (cfr. 13, 15).

247
Ver en estos «resistentes» a los representantes del sacrificio y, a veces, del heroísmo
que significa el seguimiento de Cristo y de su mensaje es una interpretación motivada
por la preocupación de no dejar espacio a ninguna posible lectura del texto en clave
milenarista, pero contra la letra del texto.
Que con esta escena Juan haya querido enviar también un mensaje a sus
compañeros en la fe perseguidos y en graves dificultades para manifestar su identidad
cristiana es algo totalmente posible e incluso probable; pero él tiene la intención de
hacer aquí una operación de alto significado teológico y, más específicamente,
cristológico. El plan divino de salvación no comenzó con la venida histórica de Cristo,
sino con la creación y ha sido reafirmado por Dios en el momento de la condena por la
transgresión, cuando prometió que, de la «descendencia de la mujer», habría de nacer
el que aplastaría la cabeza de la «serpiente de los orígenes, que se llama Diablo y
Satanás», que engaña a toda la tierra habitada, es decir, a todo el género humano (cfr.
12, 9).
El plan divino de salvación tuvo una primera aplicación concreta en la victoria
de los ángeles buenos que expulsaron del cielo a Satanás y a sus ángeles y, por lo
tanto, en la elección del pueblo hebreo como depositario de su Ley («palabra de
Dios») y de su promesa de enviar el salvador («testimonio de Jesús»). Los mediadores
entre Dios y el pueblo elegido en la antigua Alianza fueron los ángeles. Por medio de
ellos, según una creencia acreditada también por otros autores (cfr. Gal 3, 19; Hch 7,
38.53; Hb 2, 2), se llevó a cabo la revelación de Dios y la entrega de la Ley a Moisés:
Juan, hemos visto, dramatiza esta creencia en la visión del «ángel fuerte», rodeado de
atributos divinos («envuelto en una nube», «el arco iris sobre la cabeza», «el rostro
como el sol» «los pies como columnas de fuego»), que lleva en la mano el «pequeño
libro abierto» (cfr. 10, 1 ss.).
Sin embargo, Juan interpreta esta mediación angélica en la antigua Alianza de
manera concreta en el plano salvífico: la victoria de los ángeles fieles a Dios sobre
Satanás y sus ángeles no se limitó a expulsarlos del cielo, sino que ayudó a sustraer de
su dominio de muerte a «los siervos de Dios» que no trepidaron frente a la muerte por
permanecer fieles a Él. Bajo este aspecto, ellos han reducido a Satanás y los suyos a la
impotencia: piense en la escena, mencionada anteriormente, de la marca de los ciento
cuarenta y cuatro mil «con el sello del Dios viviente» y en el encadenamiento de
Satanás por el ángel para permitir a las almas «vivir» y «reinar con Cristo».
Por lo tanto, el reino milenario es la consecuencia de la victoria de los ángeles
fieles sobre Satanás. Se habla aquí del «reino de Cristo» porque, en primer lugar, esa
victoria se obtuvo en virtud del valor eterno de su sacrificio (cfr. 13, 8; 17, 8) y, en
segundo lugar, porque la vida eterna que se les concede es también fruto de ese
sacrificio: este es el significado de la afirmación de Juan: «Éstos vivieron y reinaron
con Cristo mil años» (20, 4). Se trata, en efecto, de un reino milenario cuyos
contenidos son del todo espirituales, como está implícito en la interpretación
eclesiástica y como lo admite también Lupieri para quien, sin embargo, el reino
representa una fase sucesiva a la actual historia de la Iglesia.
El reino, como consecuencia de la victoria de los ángeles, es limitado en sus
efectos salvíficos (sólo se salvan los condenados a muerte) y en la duración temporal
(«mil años», entendidos obviamente en sentido simbólico). Esta limitación ha sido
superada por la interpretación eclesiástica extendiendo a todos los justos cristianos la

248
concesión de la vida eterna después de la muerte; sin embargo, no se ha preocupado
demasiado de la limitación en el tiempo. En la interpretación eclesiástica la conclusión
del reino milenario, evidentemente, está determinada por los eventos del fin del
mundo y por el juicio de Dios. Pero, como se ha mencionado anteriormente, el juicio
de Dios del que habla Juan es el que tiene lugar con la muerte de Cristo y atañe a la
humanidad que vivió antes de su venida histórica.
Si es así, la limitación en el tiempo del reino milenario también está en relación
con la venida histórica de Jesucristo y, en particular, con su muerte en la cruz. El
efecto, parcial y temporal, de la victoria de los ángeles se extiende sólo hasta ese
momento. Por otra parte, ese es el evento en vista del cual «Satanás debe ser liberado
de su prisión (el abismo)». Sólo con su intervención personal, junto a sus malvados
instrumentos humanos (el poder político romano y el sacerdocio judío), se pudo llevar
a término «la persecución, la grande», es decir, la muerte de Jesucristo.
La interpretación que hemos expuesto supone que Juan, a la lectura de los
acontecimientos del pasado, aplicó categorías como el reino milenario y el juicio de
Dios, que estaban ampliamente extendidas en la apocalíptica judía, aunque aplicadas a
eventos futuros.
Entendido de esta manera, paradojalmente, el Apocalipsis se convierte en un
texto anti apocalíptico en el sentido siguiente: el autor, interpretando esas categorías
en función del acontecimiento culminante de la historia de la salvación, es decir, la
muerte y resurrección de Jesucristo, vacía de todo contenido las expectativas
correspondientes al advenimiento de un futuro reino mesiánico, las cuales se habían
extendido no sólo en el mundo judaico, sino también en ciertos ambientes cristianos;
razón por la cual el libro de Juan no sólo sería anti apocalíptico sino también anti
milenarista.
Esta interpretación es rechazada en bloque por Lupieri, quien admite, sin
embargo, que el reino milenario, como lo presenta Juan, «no es milenarista». En la
base de su impugnación hay una «cuestión de principio», que consiste en lo siguiente:
mi interpretación supone «que Juan se habría propuesto escribir un libro en códice,
retomando todos los lugares de la literatura apocalíptica y cristiana, para llevar al
lector… a comprender la contradicción. Este lector habría tenido que comprender que
las contradicciones no se encuentran en el texto, sino que provienen de una visión
apocalíptica del mundo, relacionada con la espera de un fin precedido por un reino
milenario en la tierra que el autor (Juan) niega». Evidentemente, este tipo de lector no
ha existido, ya que, como concluye Lupieri, se debe «admitir que, por casi dos
milenios, prácticamente nadie ha comprendido el procedimiento literario de Juan»
(Lupieri, 315 s.).
Resumiendo lo que he escrito en otra parte en respuesta a estas críticas,
simplemente digo que nunca soñé atribuir a Juan la intención de polemizar con los
escritos apocalípticos, sean judaicos o cristianos, y mucho menos de hacerlo
acumulando en su texto «contradicciones» o «incongruencias» e instando a los
destinatarios atribuirlas a los textos reproducidos o mencionados por él. Esa sí que
sería una tarea imposible de realizar por cualquier tipo de lector en el tiempo de Juan,
y también «dos mil años» después.
Por otra parte, con relación al texto de Juan, nunca encontré ni hablé de
«contradicciones» o «incongruencias». Simplemente dije que, en este caso como en

249
muchos otros, el autor hace uso de textos o temas sabiendo que son, de alguna
manera, familiares a su público, para dar de ellos su propia interpretación,
adaptándolos al tema de su escrito, que sigue siendo «la revelación (apocalipsis) de
Jesucristo». Si algún intento polémico pudiese existir con los escritos «apocalípticos»
judaicos (al menos, los que conocemos: el llamado I Libro de Enoc, el II Libro de Baruc,
el IV Libro de Esdras, sin excluir que Juan también hubiese conocido otros) derivaba
del hecho de que, para Juan, el Mesías es Jesucristo, mientras para los autores judíos el
advenimiento del Mesías, sea como sea, es un evento relegado al futuro.
Con relación a las «lecturas» del Apocalipsis, todavía es necesario añadir que
para Lupieri, en los orígenes, el libro fue interpretado exclusivamente en clave
milenarista, haya sido de modo radical o moderado, y sólo durante del siglo III, con la
escuela exegética alejandrina, habría comenzado una interpretación en clave
alegórica, espiritual, eclesiológica, cristológica. Lo cual, como hemos tratado de
demostrar en la Introducción, no es más que la repetición de un lugar común del todo
no demostrado.
Volviendo al discurso de las «contradicciones» o «incongruencias» que
existirían en el texto de Juan, Lupieri sostiene que mi interpretación estaría motivada
por el intento de eliminarlas. Repito que no las he encontrado, y que he explicado las
diferencias que existen entre escenas análogas (por ejemplo: entre la escena de los
«degollados» del quinto sello y la de los «decapitados» del reino milenario, o bien
entre ambas batallas, de Armagedón y de Gog y Magog) como variantes introducidas
por el autor al retomar el mismo argumento con el propósito de una explicación y una
profundización más detalladas: lo que los exegetas antiguos llamaban el método de la
«recapitulación».
A propósito del texto de Juan, Lupieri habla repetidamente de
«incongruencias», principalmente en los casos en que los eventos descritos por Juan
no siguen el orden de sucesión cronológica, único criterio que él considera válido.
Como ejemplo típico, valga el desconcertante comentario dedicado al capítulo 12, en
que la diversas visiones se mueven «fuera de las categorías espaciales y temporales, lo
cual provoca uno de los aspectos más desconcertantes en un texto apocalíptico»
debido al «continuo vaivén entre pasado, presente y futuro» (Lupieri, 191 s.).
Por el contrario, con relación a los eventos descritos en los capítulos 19 y 20,
Lupieri no tiene dudas sobre el hecho de que ellos se disponen en sucesión
rigurosamente cronológica. A este respecto, sin embargo, el texto presenta no pocas
«dificultades lógicas». En una de ellas, tal vez la más grave, al final del reino milenario,
Satanás va a «seducir» y a convencer a la guerra contra «el campamento de los santos
y la ciudad amada» no sólo a Gog y Magog, sino también a «las gentes que están en los
cuatro ángulos de la tierra». Sin embargo, ellos ya habían sido exterminados por el
Logos en la batalla de Armagedón. La presencia de ellos en esa circunstancia, que en la
reconstrucción de Lupieri ocurre después de aquel evento, exigiría que «las gentes»
sean resucitadas.
Pero Juan habla sólo de una «primera resurrección», que corresponde
exclusivamente a los admitidos en el reino milenario, los cuales son, para Lupieri, los
muertos asesinados por causas religiosas. Pero, debido a que para él se trata de
pertenecientes a la Iglesia cristiana, no se excluye la posibilidad de que el «martirio»
pueda ser entendido «en sentido simbólico». Hemos visto que, de una segunda

250
resurrección, Juan habla indirectamente con ocasión del juicio universal. Sin embargo,
ésta corresponde a «todos los muertos», evidentemente a quienes no han participado
en el reino milenario. Y por otra parte, en la interpretación de Lupieri, esta segunda
resurrección y el juicio son sucesivos al asalto y a la derrota de Gog y Magog.
Las «dificultades lógicas» que presenta el texto son superadas por Lupieri con
una interpretación del reino milenario en clave de un milenarismo moderado, así
como con una reconstrucción de las dos batallas que en el propio texto no encuentran
fundamento.
La certeza, dada por sentado, de que el reino milenario tiene lugar en la tierra,
no tiene fundamento en el texto, ni autoriza a pensar que la «resurrección»
mencionada significa volver a vivir en el cuerpo. Entre otras cosas, no está claro si,
para Lupieri, esta resurrección corporal para vivir en el reino de Cristo «en la tierra»
atañe sólo a los «mártires» (como dice al comentar el versículo relativo a los
«decapitados») o bien a todos los justos, los «santos» (como en cambio sugiere en
otros lugares).
Tampoco se entiende bien cuál es la función de este reino. ¿«Pregustación» de
la bienaventuranza completa en el «reino cósmico», eterno, que seguirá al reino
milenario, como dice Lupieri? Pero entonces ¿qué cosa eran los «vestidos blancos» y el
«reposo» concedidos a las almas de los «degollados» del quinto sello, que Juan ve
«bajo el altar» del Templo celeste? Es el propio Lupieri quien relaciona ambas
situaciones, diciendo que la invocación del juicio de esas almas fue acogida en la
batalla de Armagedón. Entonces ¿las «almas de los degollados» «han resucitado ellas
también con el cuerpo» para participar en el reino de Cristo «en la tierra»?
Aparte de la «pregustación» de la bienaventuranza eterna, es función de los
participantes en el «segundo reino» de Cristo (consecutivo al reino actual de la Iglesia)
ejercer funciones sacerdotales y participar en la realeza de Cristo. En pocas palabras,
después de la resurrección y en un reino situado más allá de la historia actual, a los
admitidos se les concederían las mismas prerrogativas que los fieles de Cristo ya
poseen en esta vida: ellos, de hecho, son reyes y sacerdotes (cfr. 1, 5; 5, 10).
Otra tarea de los participantes en el reino milenario, según Lupieri, es
combatir. Basándose en la equivalencia entre combate y juicio, él entiende la frase «les
fue otorgada potestad de juzgar» en el sentido de que a los participantes se les da la
calidad de combatientes. Es una forma original de retomar la interpretación
tradicional que, como se ha indicado anteriormente, entiende la frase como una
concesión a los santos cristianos del poder de juzgar.
Como combatientes, ellos constituyen «los ejércitos del cielo» que siguen al
Logos mientras se dirige al encuentro. También en este punto, como se ha indicado
anteriormente, Lupieri está en la posición de numerosos exponentes de la exégesis
eclesiástica tradicional. Ellos, sin embargo, entendiendo Armagedón como el
enfrentamiento final, piensan en los santos cristianos glorificados. Para Lupieri, en
cambio, ese enfrentamiento solamente pone fin a la historia actual, y es la premisa
para la instauración del reino milenario. Debido a que la resurrección tiene lugar sólo
durante este reino, los santos que participan en el enfrentamiento de Armagedón «aún
no han resucitado».
En base a esta identificación, Lupieri reconstruye los emplazamientos de
campo en las dos batallas, para él distintas y sucesivas, de Armagedón y de Gog y

251
Magog, interpretadas con el instrumento de la alegoría que le permite superar la
dificultad, mencionada anteriormente, de la presencia de las «gentes» en el final del
reino milenario. «En el primer caso (Armagedón) tenemos un ejército de caballería
celeste, compuesto por los santos que han muerto asesinados, pero vivificados por la
presencia y por la sangre de Cristo, el Logos y Cordero. Cuando hacen su aparición
como ejército, antes de la confrontación, los santos aún no han resucitado, pero se
supone que, para volver a vivir, retomen sus cuerpos. El ejército enemigo está
compuesto por impíos aparentemente vivos, pero ya espiritualmente muertos por la
presencia de Satanás y de sus emisarios como sus jefes. Aunque los santos no son
descritos, son caracterizados de diferentes maneras (reyes, comandantes, etc., hasta
los esclavos y los pequeños); todos ellos mueren asesinados y después de la muerte,
con la devoración de sus carnes (por parte de las aves), pierden sus cuerpos» (Lupieri,
317).
Aun más claramente, al alero de la alegoría, se muestra la reconstrucción de la
«segunda» batalla, la de Gog y Magog. «En el segundo caso tenemos un ejército de
santos resucitados, probablemente guiados por Cristo, con quien reinan, y un ejército
enemigo, liderado por Satanás que esta vez está solo, ejército compuesto por «gentes»
no bien especificadas»; sin embargo, un poco más adelante, Lupieri propone que sean
identificados con los «los muertos asesinados del capítulo precedente», es decir con
los muertos de la batalla de Armagedón. De esta manera, él concluye, «los dos
enfrentamientos poseerían una especularidad lógica: santos muertos exterminados
contra gentes vivas en Armagedón; malvados muertos exterminados contra santos
vivos en Gog y Magog. En el primer enfrentamiento tenemos muertos, espiritualmente
vivos, que derrotan-juzgan a los vivos espiritualmente muertos; en el segundo
tenemos muertos en el cuerpo y en el espíritu que sucumben frente a los vivos, en el
cuerpo y en el espíritu» (Lupieri, ivi).
Esta reconstrucción podría ser muy «lógica», pero no se refleja en el texto, a
excepción de la referencia a los «ejércitos del cielo» cuya identidad con «los santos» se
da por consabida, claramente identificados aquí con «con los muertos exterminados»
por causa religiosa. Además, se da por sentado que estos «santos» tienen un rol activo
en las dos batallas, mientras, en el encuentro de Armagedón, el texto especifica que el
que mata a los seguidores de la bestia y del falso profeta es el Logos con la espada
«que sale de su boca» (cfr. 19, 21) y, en el enfrentamiento de Gog y Magog, lo que
destruye la coalición es «un fuego que baja del cielo» (cfr. 20, 10).

El asalto de Gog y Magog y de las «gentes» contra el Mesías

Como hemos observado anteriormente, la conclusión de la batalla de
Armagedón (las carnes de los enemigos muertos por el Logos son devoradas por las
aves) y la del enfrentamiento de Gog y Magog (Los enemigos son «devorados» por el
fuego «que bajó del cielo») se refieren al mismo oráculo de Ezequiel (cfr. Ez 38, 22; 39,
4 ss.), lo cual constituye una prueba, un poco dejada de lado a toda prisa por Lupieri,
de que el segundo enfrentamiento es una retoma del primero.
Es probable encontrar el motivo de esta retoma en la amplia difusión que el
oráculo de Ezequiel, entendido como profecía de los últimos acontecimientos, tenía en
la literatura apocalíptica judaica precedente o contemporánea de Juan. En esta

252
literatura el tiempo del fin se caracteriza por un asalto general por parte de toda la
humanidad contra el pueblo de Dios (Israel, para los autores judaicos; la Iglesia, para
los exegetas eclesiásticos tradicionales) y contra Jerusalén. En algún texto este asalto
se entendía como dirigido contra el Mesías en el momento de su venida y de su
manifestación como tal.
Es el caso, en particular, del Cuarto Libro de Esdras, cuya interpretación del
oráculo contra Gog de Ezequiel presenta significativos puntos de contacto con el texto
de Juan. En la sexta visión se habla de la venida del Mesías en términos que evocan la
visión de Daniel sobre el Hijo de hombre que viene sobre las nubes. El vidente tiene un
sueño en que aparece el mar agitado por un fuerte viento, del cual ve «subir algo
similar a un hombre», y luego ve que «ese hombre volaba junto a las nubes del cielo».
El efecto de «su mirada» y, especialmente, de «su voz» es prodigioso: todos los que la
oyen se licuan «come se licua la cera cuando toca el fuego». (4 Esd 13, 1-4).
Hay aquí un primer acercamiento entre la acción del Mesías y la del fuego que
se vuelve a tomar, más explícitamente, inmediatamente después. Contra él se desata
un asalto por parte de «una multitud de hombres, sin número [proveniente] de los
cuatro vientos del cielo». El Mesías rechaza el asalto sin tomar ninguna acción de
guerra. Simplemente, como sigue el texto de Esdras, «emite de su boca como una onda
de fuego, y de sus labios un aliento de llama, y de su lengua destellos de tempestad;
todas estas cosas se mezclaron…y cayeron sobre el asalto de la multitud lista para
combatir, quemándose todos, tanto que de esa innumerable multitud sólo se vio polvo
de cenizas y olor de humo» (4 Esd, 13, 5-11).
Me he referido primero a los puntos de contacto entre la interpretación del
oráculo de Ezequiel contra Gog, según el autor del Cuarto Libro de Esdras, y la que se
encuentra en el texto de Juan. El más significativo es la descripción de la coalición que
desencadena el asalto: en ambos autores se trata de una multitud incontable
(«multitud de hombres, sin número»; «su número es como la arena del mar»),
procedente de toda la humanidad («de los cuatro vientos del cielo»; «de los cuatro
ángulos de la tierra»).
En cambio, son aparentemente diversos en los dos autores tanto la forma en
que está organizado el asalto como el objetivo contra el que se dirige. En el autor
judaico, el asalto aparece como un movimiento hostil contra el Mesías, que se
desarrolla, por así decirlo, espontáneamente en el seno de toda la humanidad. En Juan,
es Satanás liberado de su prisión (el abismo), que va a «seducir a las gentes que están
en los cuatro ángulos de la tierra, Gog y Magog, y congregarlos para la guerra». El
objetivo contra el cual se dirige esta coalición es el «campamento de los santos» y la
«ciudad amada». Son dos expresiones prácticamente equivalentes: la primera significa
el Israel espiritual, y el término «campamento» contiene una probable referencia al
desierto en el cual los hebreos, después de la liberación de Egipto, fueron elegidos por
Dios como su pueblo y como destinatarios de su revelación; la «ciudad amada» es,
evidentemente, Jerusalén.
En la interpretación eclesiástica ambas expresiones son referidas al nuevo
pueblo de Dios, es decir a la Iglesia. La dificultad de los seguidores de esta
interpretación es explicar de qué modo, al fin de los tiempos, habrá un asalto de los
ejércitos satánicos contra «los santos», entendidos como los justos cristianos
admitidos en la vida eterna. De todos modos, Prigent resuelve la dificultad rechazando

253
toda referencia a la cronología. Según él no tiene sentido poner los eventos de los que
habla el texto después del fin del milenio. Razón por la cual, pareciera entenderse,
éstos tendrían lugar durante el milenio.
Es una solución que va en contra de la letra del texto que distingue claramente
entre lo que ocurre con las «almas» de los muertos mientras Satanás está encadenado
y lo que éste hace después de ser liberado. Si no se quiere hablar de cronología - estoy
totalmente de acuerdo en esto - se debe hablar todavía de dos aspectos, diversos y
distintos aunque no cronológicamente sucesivos, que caracterizan la acción anti
divina de Satanás: en un caso es reducido a la impotencia por la obra de un ángel; en el
otro es «liberado de su prisión» (que es el abismo, recordémoslo), va a «engañar a las
gentes que están en los cuatro ángulos de la tierra», es decir, a toda la humanidad, y
junto con ellos y con Gog y Magog (¿idénticos a las «gentes», o sustitutos simbólicos de
la bestia y del falso profeta?) se lanza en asalto contra el «campamento de los santos»
y la «ciudad amada».

La «subida» de las fuerzas satánicas y el «descenso» del «fuego» desde el cielo

¿Cuándo debe ser colocada esta liberación de Satanás y, por lo tanto, su subida
desde el abismo (anunciada en 17, 8)? Para los seguidores de la interpretación
eclesiástica, no hay duda de que los eventos relacionados con el asalto de Gog y Magog
tienen lugar en los tiempos del fin, al igual que la batalla de Armagedón, de la cual la
de Gog y Magog es una retoma. Hemos mencionado anteriormente la dificultad que se
presenta a los seguidores de esta interpretación en el momento de dar cuenta de la
posibilidad de este asalto escatológico contra los «santos» (es decir los cristianos
glorificados) y «la ciudad amada» (es decir la Iglesia).
A esa dificultad añadimos aquí algunas observaciones que podrían ser
consideradas; si no exactamente como objeciones a esa interpretación, sobre aspectos
del texto a los cuales no se ha dado suficiente atención.
En primer lugar, consideremos algunos problemas respecto a las razones de la
«liberación» de Satanás de su prisión en que fue encerrado por el ángel. Hay que
recordar que tal liberación es definida por el texto como «necesaria» (20, 3: «pasados
éstos (es decir los mil años) es necesario que él (es decir, Satanás) sea liberado por
breve tiempo»). Tal «necesidad», para un autor como Juan, ciertamente no puede
depender del destino o del azar, sino sólo de la voluntad de Dios, de la cual depende
inclusive la concesión a la bestia del mar de «su poder para actuar por cuarenta y dos
meses…sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» y el permiso para «hacer la guerra a
los santos y vencerlos» y hasta «blasfemar contra Dios, su morada y contra todos los
que habitan en el cielo» (13, 5-7).
En todo esto se descubre la convicción de Juan, y no sólo suya, de que los
acontecimientos de la historia, inclusive los más trágicos y negativos, no se escapan al
control de Dios ni a su providencia. Por lo tanto, es claro que, si el texto de Juan habla
de «necesidad», no puede referirse a algo extraño a Dios, condicionante de su
voluntad, sino a algo que Él, en su presciencia y providencia, dispone que «acontezca»
en cuanto condición funcional, pero también indispensable para la realización de su
plan salvífico para la humanidad.

254
Si es así, la liberación de Satanás no es «necesaria» en orden a la persecución
de los «santos», como sea que se entiendan: esa persecución, como explica Juan en el
capítulo 13, ya era ejercida con gran eficiencia por los instrumentos humanos de
Satanás, es decir, las dos bestias, del mar y de la tierra, que persiguen y «vencen», es
decir, matan, a los «santos». ¿Por qué razón en el fin de los tiempos debiera existir una
persecución conducida personalmente por Satanás, cuya liberación del abismo
obedecería a este propósito,? Él es liberado con el fin de consumar «la persecución, la
grande», que no es ni la de Nerón o de Domiciano ni la del anticristo, sino aquella cuya
víctima fue Jesús, que para Juan es el verdadero Mesías e hijo de Dios. La muerte de
Jesús, como a menudo se ha dicho, es una empresa que los instrumentos humanos de
Satanás no pueden realizar por sí mismos (como matar a «los santos») sino sólo con
su colaboración; por esa misma razón «subió del abismo».
Por lo tanto, la liberación de Satanás «del abismo» era «necesaria» no sólo para
consumar la muerte de Cristo, sino también para que, a través de ella, se verificase el
gran punto de inflexión en el plan divino de la salvación: la derrota definitiva de
Satanás y de su dominio sobre la humanidad, y el inicio del nuevo «reino», con la
humanidad restaurada a las condiciones paradisíacas de unión e intimidad con Dios.
Otro punto discretamente pasado por alto en los comentarios es la paradójica
expresión usada por Juan para indicar el movimiento que siguen las fuerzas del mal en
su asalto contra las fuerzas del bien. Escribe Juan: «Ellos (es decir Satanás y sus
aliados) subieron a la anchura de la tierra» (20, 9). En efecto, el verbo «subir» es más
adecuado para indicar la ascensión a la cima de un monte y no a una llanura. Alguien
que se percató de esta anomalía la ha explicado como una influencia implícita del
oráculo de Ezequiel, donde de hecho la invasión de Gog se describe como una subida
hacia «los montes de Israel» (cfr. Ez 39, 2).
Esa es una solución que no convence porque supone una influencia, por así
decirlo, inconsciente de las fuentes sobre un autor como Juan, que en cambio está muy
atento cuando se basa en textos bíblicos. Aquí se trata de un pasaje de Ezequiel que,
como se dijo anteriormente, era muy extendido en un cierto tipo de literatura. Es
necesario, entonces, preguntarse en primer lugar por el significado de la expresión
«anchura de la tierra». El término (en griego, πλάτος) utilizado por Juan significa
literalmente «anchura», y ha sido entendido de varias maneras en las traducciones
(«superficie», «extensión», «amplitud»). De todas maneras, es evidente que la
intención del autor es referirse a la superficie de la tierra.
Si es así, la “subida” de las fuerzas del mal deben ser entendidas, en primer
lugar, como alusión al lugar, es decir, al abismo, de donde sale Satanás, inspirador y
promotor de la coalición anti divina. Y después es necesario tener presente que los
objetivos del asalto son el «campamento de los santos» y «la ciudad amada». Si, como
piensan todos, el primero es Israel y la segunda es Jerusalén, el verbo «subir» se
encuentra en su perfecto lugar, ya que el viaje hacia esa ciudad se representa
corrientemente como una «subida» en el lenguaje bíblico (también en el Nuevo
Testamento)
Esto implica que a esta Jerusalén no se debe dar un significado meramente
simbólico, como es la interpretación corriente, entendida como referencia a la Iglesia
fundada por Jesucristo. Aún menos se puede pensar, como Lupieri, en una Jerusalén
eventualmente reconstruida, que sería la sede del reino milenario. De todo esto no hay

255
rastro en el texto; es también totalmente gratuito identificar «los santos», contra los
que se desencadena el asalto de Satanás y de las «gentes», con los muertos asesinadas
por causas religiosas, «resucitados en el cuerpo y en el espíritu» durante el milenio.
En todo caso, en la reconstrucción cronológica de Lupieri tampoco existe una
explicación sobre la «necesidad» de la liberación de Satanás del abismo y de su asalto
contra la comunidad de los santos y contra Jerusalén, ya que también aquí esos
eventos son simplemente funcionales a la conclusión de un ciclo temporal.
En cambio, si esta «necesidad», como se dijo anteriormente, está referida al
cumplimiento del plan salvífico divino con la muerte de Cristo, entonces, en el
«campamento de los santos» y en la «ciudad amada» se puede distinguir esa parte de
Israel y de Jerusalén que, fiel a la palabra de Dios y creyendo en su promesa, reconoció
en Jesús al Mesías y al salvador. El asalto furioso de Satanás y de los suyos está
dirigido contra esta comunidad y contra su fundador. Es un asalto que culminó en la
muerte de Jesucristo («la persecución, la grande»), pero que se ha llevado a cabo a lo
largo de toda la historia humana, antes y después de su venida. Sin embargo, después
de su venida ha terminado para siempre el dominio espiritual de Satanás sobre la
humanidad, ya que la sangre de Cristo fue derramada sobre toda la «superficie de la
tierra» e hizo ahogar la caballería infernal (cfr. 14, 20), restituyendo la amistad entre
la humanidad y Dios.
El asalto, como ya hemos mencionado anteriormente, es contrarrestado por
«un fuego» que «baja del cielo». También en este punto los comentadores son
bastante evasivos. Todos parecen pensar en algún flagelo enviado por Dios: en este
sentido, Prigent cita el fuego que baja del cielo y hace arder la tropa a cargo de
arrestar a Elías (cfr. 2 R 1, 10.12), texto que es reproducido por Juan casi literalmente.
Sin embargo, si es así, en estos eventos que debieran relacionarse con el fin, Jesucristo
se encuentra totalmente ausente. En cambio, el verbo utilizado por Juan («descendió»)
parece aludir a su propia iniciativa, por lo cual este «fuego» debe ser identificado con
Jesucristo. De esta manera, la conclusión del enfrentamiento de Gog y Magog
corresponde perfectamente a la de Armagedón: el autor de la victoria es uno solo,
Jesucristo.
Si, como hemos argumentado, la batalla contra Gog y Magog es una retoma de
la batalla de Armagedón y si, por otra parte, en el fuego «que desciende del cielo» para
destruir la coalición anti divina se puede ver un símbolo de la acción victoriosa llevada
a cabo por Jesucristo con su muerte en la cruz, se hace más que probable la relación
entre el texto de Juan y la escena, mencionada anteriormente, del Cuarto libro de
Esdras, aunque esta relación debe ser explicada.

El juicio de Dios: la «fuga» de la tierra y del cielo, la resurrección de los muertos, los
«libros» y «el libro de la vida» (20, 11-15)

Como ya se ha mencionado anteriormente, la aniquilación de la coalición anti
divina de Satanás, Gog y Magog y las «gentes» es seguida, sin interrupción, por la
descripción de los preparativos grandiosos para un juicio que no puede ser
enfáticamente definido como universal. En la visión de Juan aparece la suma
divinidad sentada sobre «un gran trono blanco». El texto continúa diciendo que “de su
presencia huyó la tierra y el cielo y no se halló lugar para ellos» (20, 11).

256
Inmediatamente después Juan nos presenta «los muertos, grandes y pequeños, que
estaban de pie delante del trono». Mientras tanto se abren, por una parte, «libros»: en
base a «lo que estaba escrito en ellos» son juzgados los muertos «según sus obras»;
por otra parte, también «se abrió otro libro, que es el de la vida». Más adelante Juan
nos dice que los muertos son «devueltos» por el «mar», por la «Muerte» y por el
«Hades» que son «arrojados en el estanque de fuego», donde también es arrojado
«quien no fue hallado escrito en el libro de la vida».
Esta representación del juicio universal ha puesto en grave dificultad a los
comentadores que, a este propósito, como Prigent, hablan de «inconsistencias» de
Juan en la descripción de aquel evento. La más llamativa de ellas es que, mientras la
«tierra» y el «cielo» huyen, es decir, desaparecen, el «mar» todavía existe, ya que el
propio autor dice más adelante que éste devuelve los muertos que contiene y a su
desaparición se refiere en seguida, cuando aparecen el «cielo nuevo» y la «tierra
nueva». De hecho, el texto agrega: «pues el primer cielo y la primera tierra habían
desaparecido, y el mar ya no existe» (21, 1).
En realidad, la supuesta «inconsistencia» que se imputa a Juan depende del
hecho de que estos elementos del cosmos – cielo, tierra, mar – son entendidos en
sentido exclusivamente físico. Por esta razón, cuando se dice que delante de Dios,
sentado en el trono para juzgar la tierra y el cielo, éstos «huyen», se entiende que
desaparecen, en otras palabras, que son destruidos, para dar paso al «cielo nuevo» y a
la «tierra nueva», entendidos también en sentido físico. Luego, sólo si se entiende la
nueva creación en sentido físico puede constituir una «inconsistencia» el hecho de
que, junto a la desaparición de la tierra y del cielo, no se mencione la del mar; después
de todo, en la nueva creación, entendida en sentido físico, el mar ya no tiene lugar.
La interpretación del cielo y de la tierra en sentido físico se encuentra con la
gran dificultad de explicar los motivos por los cuales «huyen» de la presencia de Dios,
es decir, la razón de su destrucción. Prigent afirma: «El mundo desaparece cuando
Dios juzga, ya que este universo está vinculado a la existencia pecadora y no puede
ser, tal como está, el lugar de la vida nueva» (Prigent, 316). Parece evidente, por las
palabras del estudioso, que el juicio mencionado aquí es el que tiene lugar en el fin del
mundo. Pero esta interpretación, compartida por la mayoría de los comentadores,
choca contra una dificultad, percibida por el mismo Prigent, que me parece insalvable.
En el pasaje que estamos examinando, quien realiza el juicio es sólo Dios Padre. Ahora,
ya sea en la literatura apocalíptica (cfr. Enoc 45, 3; 62, 2 ss.; 69, 27) ya sea en el Nuevo
Testamento (cfr. Mt 25, 31 ss., Jon 5, 22; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Co 5, 10; 2 Tm 4,1) el
juicio es atribuido al Mesías. Por otra parte, como se ha indicado anteriormente, en la
visión del capítulo 19 Jesucristo que desciende del cielo sobre el caballo blanco es
presentado con los atributos del juez, y hemos dicho que esto significa que este juicio
fue posible por su muerte en la cruz.
Lupieri propone que la «fuga» de la tierra y del cielo de la presencia de Dios se
explica como miedo al juicio. La tierra huye porque se dejó persuadir para seguir a la
bestia-Satanás a la vista de su cabeza herida de muerte y curada (cfr. 13, 3 s.); y el
cielo, tal vez, teme que se le impute su colaboración con la bestia de la tierra, pues
desde allí arriba ella hizo llover fuego (cfr. 13, 13). Aquí el cielo y la tierra parecen
entendidos como seres personales llamados a rendir cuenta de sus actos. Sin embargo,
el cielo también es entendido por Lupieri en sentido físico, por ser la sede de las

257
estrellas y los planetas (¿son también éstos seres personales?) e incluso puede estar
«abierto», completamente o en parte, para permitir el contacto con Dios (Lupieri,
321). En todo caso, ¿porqué sólo la tierra y el cielo debieran «huir» por miedo al juicio,
y no también el mar que es la sede de la bestia de las siete cabezas y diez cuernos? Y, a
continuación, dado que en la sucesión cronológica establecida por Lupieri la tierra que
«huye» del juicio de Dios es aquella en la que se llevó a cabo el reino milenario, no se
ve cómo podría ir detrás de Satanás, encerrado en el abismo.

La resurrección de los muertos

La interpretación literal y en sentido físico de los elementos cósmicos
presentes en esta representación del juicio alcanza el máximo grado de
inverosimilitud en la descripción de los muertos que se presentan al juicio de Dios. Ya
se ha dicho anteriormente que se trata de una verdadera resurrección: si Juan no la
llama con este nombre se debe a que, en la descripción del reino milenario, éste
designa la vida eterna concedida a los «decapitados», una circunstancia que no se
verifica para todos los muertos que ahora se presentan al juicio, sino sólo para los
cuales cuyo nombre se encuentra escrito en el «libro de la vida». Por otro lado, la
apertura de este libro, con motivo del juicio de Dios que aquí se describe, hace
imposible su identificación con el juicio final, como si «el libro de la vida» sólo se abre
en el fin del mundo.
Como se dijo anteriormente, los muertos, que están ante el trono «puestos de
pie», y por lo tanto resucitados, para ser juzgados, son «devueltos» por el mar, por la
«Muerte» y por el «Hades». ¿Cómo entender estos receptáculos que devuelven los
muertos? Para Lupieri no hay duda de que el «mar» debe entenderse en sentido físico.
En éste se encuentran «quizá todos los ahogados de la historia que no fueron
sepultados en tierra y han terminado en el mar,…o podrían ser los que se encontraban
en las naves destruidas en la segunda trompeta» (Lupieri, 322). Sorprende, en la lista
de los receptáculos de los muertos, la ausencia de la «tierra», que es el lugar normal de
la sepultura de los cadáveres y que, en escenas de resurrección similares que
encontramos en escritos apocalípticos, es siempre mencionada junto con el “Hades”
(en hebreo, Sheol) o inclusive sola. La ausencia de la tierra es un detalle muy llamativo
en la descripción de Juan; en el que Lupieri no se detiene . Probablemente piensa que
la tierra está incluida en la mención del Hades, el cual, por otra parte, como es «el
abismo subterráneo y el lugar de los muertos», limita con el mar. Pero es una
inferencia impropia, ya que al «Hades-Sheol», a diferencia del «mar» y de la «tierra»
entendidos en sentido físico, no van los cuerpos de los muertos.
No es casual la sustitución, por parte de Juan, de la «tierra» por el «mar» como
receptáculo de los muertos en vista de la resurrección para el juicio, la cual no puede
ser explicada en el plano literal ni físico. Es mucho más probable, como anteriormente
hemos tratado de ilustrar, que el término «mar» es empleado por el autor para
referirse al conjunto de las fuerzas del mal, diabólicas y humanas (la bestia del mar),
que dominaron la historia humana hasta la venida de Cristo. Los muertos «devueltos
por el mar» constituyen la humanidad que vivió antes de Cristo, la cual, a excepción de
los muertos por causa religiosa, no había podido ser sometida a juicio. La completa
distancia de la humanidad de Dios antes del sacrificio de Cristo es confirmada por los

258
otros dos receptáculos que restituyen los muertos, la «Muerte» y el «Hades». Tampoco
es posible hacer una lectura de este binomio en sentido literal ni físico. Nos habíamos
encontrado con la Muerte y el Hades en el cuarto sello, respectivamente como jinete y
acompañante del último caballo, el «amarillento» (cfr. 6, 8 s.), donde hemos leído la
alegoría de la última, y la más grave, de las condenas infligidas a la humanidad
después de la transgresión: la muerte física, agravada por el confinamiento en un
lugar alejado de Dios. Si ahora éstos devuelven los muertos, significa que esa distancia
ha terminado; los seres humanos nuevamente se encuentran ante Dios y pueden ser
juzgados «cada uno según sus obras»; esto, lo repetimos, ha sido posible gracias al
sacrificio de Cristo, cosa que antes, evidentemente, no era posible. El juicio que ahora
se lleva a cabo, de hecho, no debe ser confundido con el que inaugura el reino
milenario, como hacen Prigent y otros. A las consideraciones anteriores sobre las
diferencias sustanciales entre ambos juicios agregamos aquí una indicación sobre el
modo diferente de relacionarse las dos escenas de juicio en Juan respecto al modelo
común que es Daniel (cfr. Dn 7, 9 ss.). En la escena de juicio que hace de preludio al
reino milenario Dios juez está asistido, como el Anciano de Daniel, por una corte
celeste. En el juicio que sigue al enfrentamiento con Gog y Magog, en cambio, el juez
divino figura como único protagonista, como había sido invocado por los Ancianos
postrados rostro en tierra después de sonar la séptima trompeta (cfr. 11, 16 ss.).
Después de haber «restituido» los muertos, el «mar» desaparece: de hecho,
cuando aparecen el «cielo nuevo» y la «tierra nueva», «el mar ya no existe». Que el
mar desaparezca después de la tierra y el cielo constituye «inconsistencia» sólo para
quien entiende estos elementos en sentido físico. La nueva creación, el «cielo nuevo» y
la «tierra nueva», deben ser entendidos como una renovación espiritual radical del
mundo creado; significado que probablemente ya tenían en el profeta Isaías a quien se
refiere Juan (cfr. Is 65, 17; 66, 22). Decir, entonces, que en esta nueva creación «el mar
ya no existe» simplemente significa que las fuerzas del mal, símbolo de éste, a pesar de
que todavía pueden perseguir y matar, ya no pueden conservar la posesión de los
muertos, que de ahora en adelante, y hasta el fin del mundo, están sujetos al juicio de
Dios.
El mismo discurso hay que hacer respecto a la «Muerte» y al «Hades». Si
después de haber restituido los muertos son «arrojados en el estanque de fuego», no
es necesario pensar, con Lupieri, que fueron transformados en seres personales
(¿ángeles tal vez?) para ser castigados. Bastará ver allí la alegoría del fin del dominio
espiritual de Satanás y sus acólitos sobre la humanidad, también ellos «arrojados en el
estanque de fuego y azufre» (cfr. 20, 10). Juan representa aquí en forma dramática las
palabras con las que Cristo se presenta al vidente en la visión de Patmos: «No temas;
Yo soy el Primero y el Último y el Viviente; estuve muerto, y he aquí que estoy vivo por
los siglos de los siglos. Y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (1, 17 s.). Estas
palabras del Resucitado confirman que, cuando Él se aparece a Juan en Patmos, el
juicio sobre la Muerte y el Hades ya se había verificado y no tendrá lugar en el fin del
mundo.



259
10. La muerte de Cristo como reunión
de la humanidad redimida en el reino mesiánico

La «nueva Jerusalén» (21, 1-22, 5)

Estructura de la visión

También en este caso la subdivisión del texto en capítulos presenta cierta
anomalía. De hecho, el primer versículo del capítulo 21, relativo a la nueva creación, se
relaciona estrechamente con los versículos finales del capítulo 20, en los que se habla
de la desaparición de la tierra y del cielo en ocasión del juicio. Por lo demás, de
acuerdo con la mayor parte de los comentadores, lo hemos aclarado más arriba en
relación con los versículos precedentes.
A su vez, la sección dedicada a la representación de la «nueva Jerusalén»,
además de los restantes versículos del capítulo 21, uno de los más extensos de todo el
libro, comprende también los primeros cinco del capítulo 22. Los siguientes versículos
de este capítulo (22, 6-20) constituyen una especie de epílogo a manera de conclusión
de la sección y, al mismo tiempo, de todo el libro. Al interior de la sección dedicada a la
representación de la «nueva Jerusalén» se pueden identificar tres bloques. En
realidad, no se trata de bloques homogéneos, pues en ellos la distinción entre lo que
Juan ve y lo que oye ya no es tan definida como en las partes precedentes del libro.
Solamente en el primer bloque él ve y oye por su cuenta, mientras en los otros dos es
guiado en la visión por un ángel, que le «muestra», es decir, le «hace ver»,
probablemente significando que le «explica», lo que se presenta a su visión. En cuanto
a las palabras que escucha y registra, no siempre es claro quien las pronuncia.
El primer bloque de la representación (21, 1-8) comienza con la visión, por
parte de Juan, de «un cielo nuevo y de una nueva tierra». Sigue, sin interrupción, la
visión de la «ciudad santa, una nueva Jerusalén, que bajaba del cielo proveniente de
Dios, lista (literalmente “preparada”), como una esposa ataviada para su esposo» (21,
1-2).
La visión, por así decirlo, es interrumpida por una audición. Juan oye venir del
«trono una gran voz» que hace un anuncio solemne: «He aquí la tienda de Dios entre
los hombres, y fijará su tienda entre ellos; ellos serán su pueblo, y mismo Dios será su
Dios con ellos. Y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos; y la muerte no existirá ya más
ni duelo ni grito de dolor ni fatiga, porque las primeras cosas pasaron» (21, 2-4).
Lo dicho por la «voz grande» es ratificado por «El que estaba sentado en el
trono», es decir, Dios mismo, que dice: ¡He aquí que hago nuevas (es decir “re-hago”,
“re-creo”) todas las cosas» (21, 5); y dirigiéndose directamente a Juan le ordena:
«Escribe: estas son las palabras fieles y verdaderas». Y agrega: «¡Hechas están! Yo soy
el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tuviere sed yo le daré de la fuente del
agua de vida gratuitamente. El que venciere heredará esta cosas: yo seré su Dios, y él
será hijo para mí» (21, 6 s.). A continuación se describe la serie de los excluidos de la
«nueva Jerusalén»; aunque se trata de comportamientos moralmente censurables que
los habitantes de la «ciudad» deben precaver, sin embargo, en primer lugar, deben
entenderse como clara distinción entre la «nueva» humanidad, creada por Dios e

260
instaurada por Jesucristo con su sacrificio, y la «antigua», que Juan identifica en los
paganos y en el judaísmo que no reconoció en Jesús al Mesías prometido y esperado.
El segundo bloque (21, 9-27) contiene la descripción, digamos, exterior de la
«nueva Jerusalén». Como se dijo anteriormente, no se trata de una visión directa de
Juan: la ciudad es «mostrada» por «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas
llenas con las siete plagas, las últimas». El ángel lo invita a contemplar «la esposa, la
mujer del Cordero» y lo lleva «en el Espíritu sobre un monte grande y alto». Allí le
muestra «la ciudad, la santa Jerusalén, que bajaba del cielo (proveniente) de Dios, en
posesión de la gloria de Dios», de la cual emana una luz intensa que envuelve toda la
ciudad y brilla sobre los materiales con que está construida: oro purísimo, toda clase
de piedras preciosas y perlas.
Además de la luz, otra característica distintiva que llama la atención es la
imponente grandeza de la ciudad que, según algunos intérpretes, posee la forma de un
cubo. Sus muros, altos y macizos, tienen doce puertas, tres por cada lado, orientadas
hacia los cuatro puntos cardinales. Sobre las puertas, doce ángeles y «nombres
escritos, que son [los nombres] de las doce tribus de Israel». Los muros «tienen doce
fundamentos, y sobre ellos doce nombres, [los nombres] de los doce apóstoles del
Cordero».
La ciudad está hecha de oro puro, semejante al cristal puro, sus muros están
fabricados con jaspe; los doce fundamentos están adornados con doce piedras
preciosas, que se enumeran en el texto de una a una; las doce puertas son doce perlas.
Incluso la plaza de la ciudad está hecha de oro puro. Dentro de la ciudad Juan no ve
ningún templo, «porque, de hecho, el Señor Dios omnipotente y el Cordero son su
templo».
En el final de la descripción regresa el tema de la luz. La ciudad no tiene
necesidad de la luz del sol o de la luna porque estaba iluminada por la gloria de Dios y
su luz es el Cordero. Más aún: ella será luz para las «gentes». «Los reyes de la tierra
llevarán a ella su gloria» y lo mismo harán las «gentes». Como en el bloque
precedente, la descripción concluye con una advertencia para que en la ciudad no se
introduzcan ni cosas impuras ni los que obran iniquidad o mentira: sólo entrarán
quienes están escritos «en el libro de la vida del Cordero».
El tercer bloque (22, 1-5) es una descripción de lo que podríamos denominar el
centro o, mejor aún, el corazón de la «nueva Jerusalén». El ángel muestra a Juan «un
río de agua de vida que sale del trono de Dios y del Cordero». «En el centro de la
plaza» está plantado «un árbol de la vida», pero también se encuentra «en el río en un
lado y el otro»; da sus frutos doce meses al año y produce «hojas» que sirven para «la
salud de las gentes».
Con una abrupta interrupción en la descripción, el texto continúa con palabras
que, evidentemente, ahora se refieren a los habitantes de la «nueva Jerusalén»: «No
habrá más maldiciones. Estará en ella el trono de Dios y del Cordero y sus siervos lo
adorarán; y verán su rostro y llevarán su nombre sobre sus frentes. Y no habrá allí
noche, y no tendrán necesidad de luz de antorcha ni de luz de sol, porque el Señor
Dios brillará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos».


261
Fuentes y modelo de la visión

Los tres bloques que componen la visión tienen varios puntos en común y
verdaderas repeticiones, a tal punto que en el pasado algunos, como Charles, pensaron
que el texto original de Juan fue manipulado por uno o más redactores. Por entonces
el problema consistía en la relación entre los dos bloques del capítulo 21, en que se
habla de Jerusalén como de la esposa del Cordero y de la ciudad santa que baja del
cielo a la tierra. El autor, según Charles y otros, habría querido describir en el segundo
bloque (21, 9-27) la Jerusalén del milenio, es decir, una Jerusalén terrena, capital de
un reino mesiánico de Cristo entre sus santos, mientras que en el primer bloque (21,
1-8) la descripción correspondería a la Jerusalén del futuro, la que vendrá en el fin de
los tiempos. Razón por la cual el estudioso inglés simplemente proponía invertir las
dos descripciones de la Jerusalén bajada del cielo.
La propuesta de Charles no ha encontrado mucho consenso entre los
intérpretes del libro de Juan. Recientemente Prigent ha defendido, con mucha fuerza,
la unidad de las dos descripciones de la Jerusalén celeste y, sobre la base de otros
estudiosos, en la descripción de aquella realidad, incluye también el segmento inicial
del capítulo 22 (22, 1-5). El argumento de fondo de Prigent, para defender la unidad
del texto, se basa en la presencia de citas escriturísticas, especialmente de los
profetas; razón por la cual, a primera vista, esta sección parece ser un verdadero
centón de pasajes bíblicos yuxtapuestos, un poco desordenadamente, unos a otros.
Sin entrar en el mérito de la cuestión relativa a la redacción, debe añadirse a las
justas observaciones de Prigent que las tres descripciones de la «nueva Jerusalén» no
están dispuestas en el texto de manera repetitiva, sino en una especie de crescendo
que alcanza su clímax en los primeros versículos del capítulo 22, que describen, en el
centro de la ciudad, la presencia del «río de agua de vida» en cuyas orillas crece y da
sus frutos «el árbol de la vida».
En el primer bloque está presente principalmente Isaías con sus oráculos por
los cuales Dios anuncia una próxima intervención para renovar radicalmente el
cosmos, Jerusalén y toda la humanidad. Las palabras del profeta enmarcan el descenso
de la «nueva Jerusalén» en que «la gran voz del trono» anuncia que se realizó, en favor
de toda la humanidad, la promesa que Dios había hecho al pueblo hebreo: «Pondré mi
morada entre de vosotros…y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros
seréis mi pueblo» Lv 26, 11 s.: cfr. Zc 8, 8). En la cita del pasaje bíblico Juan sustituye el
singular «mi pueblo» con el plural «mis pueblos», en coherencia con su visión
universal, según la cual la redención obrada por Jesucristo se ha extendido a toda la
humanidad (cfr. 5, 9).
Para referirse a la «morada» de Dios entre la humanidad Juan usa la palabra
«tienda», que ya hemos encontrado anteriormente para indicar el Templo celeste (cfr.
15, 5). Por lo tanto, si la «tienda» es el Templo celeste y si ahora se identifica con la
«nueva Jerusalén» en la que Dios habita en medio de sus pueblos, el descenso de la
«ciudad santa» del cielo simplemente significa que el Templo de Dios se trasladó del
cielo a la tierra y allí habitan juntos Dios y los hombres, reconciliados entre ellos en
virtud del sacrificio de Cristo.
En estas circunstancias, parece fuera de lugar atribuir a Juan la concepción de
una Jerusalén preexistente junto a Dios en el cielo en espera de ser revelada en el fin

262
de los tiempos. Este es un concepto que encontramos bien atestiguado en los escritos
apocalípticos judaicos (cfr. I Enoc 90, 28 s.; 4 Esd 7, 26; 2 Bar 4, 2 ss.), donde se
encuentra incluso la idea de que fue revelada no sólo a Adán, sino también a Abraham
y Moisés. Sin embargo, todo esto no tiene nada en común con la Jerusalén celeste
referida por los autores neotestamentarios, que a veces son citados con este propósito
(Gal 4, 26; Fil 3, 26; Hb 12, 22).
Por otra parte, en el segundo bloque, cuando Juan pasa a la descripción de la
«nueva Jerusalén», el modelo seguido es Ezequiel, de quien reproduce la situación
profética con las variantes habituales. El profeta relata que «la mano de Dios» se posa
sobre él y lo conduce desde Babilonia a Israel «sobre un monte altísimo» (el Sión, en
realidad una altura más bien pequeña) desde donde pudo contemplar una ciudad en
construcción. Allí se encontró con un personaje que él define como «un hombre», pero
es obvio que se trata de un ser celeste, equipado con una cuerda y una caña de medir,
con las que realiza la medición de todas las partes de la ciudad en construcción que
coincide, en realidad, con el Templo futuro que será reconstruido después de la
liberación (Ez 40, 1 ss.).
Una situación similar en Juan. Un ángel lo invita a ver «la desposada, la mujer
del Cordero» y lo conduce «a un monte grande y alto»; es evidente que también en
este caso es el Sión. Sin embargo, él no ve una ciudad en construcción; ve «bajar del
cielo – completa, evidentemente – la ciudad, la santa Jerusalén». El ángel, como el
personaje de Ezequiel, actúa como guía de Juan y le muestra, en primer lugar, la
estructura de la ciudad, las puertas y los muros lo cuales, que también aquí son
medidos: una medida que supera con creces la que proporciona el antiguo profeta
para su construcción.
Esta medición ha dado lugar a una cierta confusión entre los intérpretes, pues
el texto ofrece dos medidas que son disímiles entre sí: la medida del perímetro (¡o tal
vez, en realidad, la medida de un solo lado!) resulta más de dos mil kilómetros,
mientras que la de uno de los lados es de unos sesenta y cinco metros. Además, esta
última medida es explicada por Juan con las siguientes palabras: «medida de hombre,
es decir, de ángel».
Recientemente, sobre la cuestión de la medida y de la forma de la ciudad, acaba
de aparecer Lupieri con un análisis docto y detallado. Él, eliminando el contraste entre
las medidas del perímetro y del lado, sostiene que, en el segundo caso, Juan se refiere
a la altura del muro. A continuación, con persuasivos argumentos, impugna la opinión
según la cual la ciudad tendría la forma de un cubo. En su opinión, la ciudad estaría
emplazada en la ladera de un monte, en forma de un cono truncado en cuya cima
estaría la plaza. Relacionada con la mención de la plaza estaría la afirmación de Juan:
«Templo no vi en ella» (21, 22), pues era el lugar donde éste se encontraba
habitualmente. Volveremos más adelante sobre este punto. Por de pronto, nos
limitaremos a indicar que la ausencia del Templo estaba implícita, por el hecho de que
Juan describe la ciudad siguiendo la descripción del Templo futuro hecha por
Ezequiel. La ausencia se justifica en el texto con la presencia de Dios y del Cordero,
que son el Templo de la ciudad. De esta manera, sin embargo, toda ella se ha
convertido en un Templo, la «tienda» de Dios que ha bajado del «cielo» a la tierra «en
medio de los hombres». La presencia de Dios y del Cordero llena la ciudad-Templo con
una gran luz que, según las palabras de Isaías, dará lugar a un día sin fin e iluminará el

263
camino de las «gentes» que «llevarán a ella su gloria y honor» (21, 26). Y esta
presencia divina será suficiente para mantener fuera de la ciudad toda clase de
impureza y el mal.
El modelo del Templo futuro de Ezequiel regresa con precisión y con gran
protagonismo en el tercer bloque relativo a la «nueva Jerusalén» (22, 1-5). En la visión
del profeta, el guía conduce al vidente desde el atrio exterior ante el santuario, de cuyo
umbral brotan aguas que poco a poco se convierten en un gran río que luego
desciende en la región desértica volviéndola fértil, para terminar en el mar después de
haber atravesado Arabia. En su curso, el río también purifica las aguas del Mar
Muerto, haciendo posible la vida en él, y en sus orillas. En ambas orillas del río crecen
bosques de árboles frutales, siempre verdes, cuyos frutos se renuevan mensualmente
y cuyas hojas sirven como medicina (Ez 47, 1-12).
Juan sigue de cerca la visión de Ezequiel con variantes de importancia
substancial. El río no brota del umbral del Templo sino «del trono de Dios y del
Cordero» que, evidentemente, está en el centro de la escena, como prueba de lo que
dijimos, es decir, que la ciudad ha llegado a ser el nuevo Templo. Por otra parte, el río
es denominado «río de agua de vida», expresión que algunos intérpretes han asociado,
justamente, a las palabras de Jesús en el cuarto evangelio, donde habla de «ríos de
agua viva» que brotarán del vientre de quien creyese en Él, entendiendo que habla
«del Espíritu que iban a recibir los creyentes en Él» (Jon 7, 37 ss.). Otros intérpretes,
más precisamente aún, en el «río de agua de vida» ven una alusión al bautismo, el
sacramento de la regeneración cristiana. Pero esto es tal vez demasiado decir.
Mientras Ezequiel habla de bosques de árboles frutales que crecen en las orillas
del río, Juan habla de un solo árbol – que es también un «árbol de vida» – plantado «en
medio de la plaza». Llegados a este punto, parece claro que todo intento por
interpretar en sentido literal la descripción de la «nueva Jerusalén» está destinado a
tropezar con dificultades insolubles. De hecho, poco antes Juan había dicho que la
plaza estaba hecha de oro purísimo: ahora sabemos que no sólo es atravesada por un
río y que en su centro está plantado un «árbol de vida», sino que además este árbol
crece y da fruto en ambas riberas del río. Tratar de imaginarse visualmente la escena
es un vano esfuerzo, como acertadamente señaló Prigent; sin embargo, en este
sentido, él también habla de «extrañeza del texto», y la explica atribuyéndola al hecho
de que aquí se superponen dos citas bíblicas: la del Génesis («Dios hizo crecer…en el
medio del jardín el árbol de la vida»: Gn 2, 9) y la de Ezequiel. Pero esto significa
atribuir a Juan la incapacidad para controlar sus fuentes. En realidad, mientras él
sigue la visión del profeta, está plenamente consciente de que ésta, a su vez, se inspiró
en la descripción del jardín del Edén del Génesis; lo que él quiere es concentrar la
atención de quien lee o escucha, justamente, sobre este punto de referencia. En la
nueva creación («nuevo cielo y nueva tierra») hay también un nuevo Edén (la «nueva
Jerusalén»); éste, al igual que el anterior, tiene su río («río de agua de vida») y su árbol
de la vida («árbol de vida»).
Hay, sin embargo, una diferencia radical entre el antiguo y el nuevo Edén. En el
antiguo, Dios había prohibido al hombre comer del árbol de la vida bajo pena de
muerte. La transgresión de la prohibición conllevó la maldición de la creación y la
muerte para el hombre. En el nuevo Edén ya no existe esa prohibición; el hombre
puede comer del árbol de la vida (del mismo modo, puede beber «del agua de vida»

264
que Dios le ofrece «gratuitamente»: 21, 6) sin miedo a incurrir en la «maldición» de
Dios que conlleva la muerte (después de todo, « la muerte ya no existe más »: 21, 4).
Por lo tanto, el árbol de la vida es el símbolo de la vida divina que el sacrificio
de Cristo ha reintegrado a la humanidad. Así entendido, no se ve porqué Juan tenía
que preocuparse de colocarlo en un solo lugar o en muchos, sobre todo porque, con
toda probabilidad, él leía la visión de Ezequiel como una prefiguración alegórica de los
efectos que conllevaría la muerte de Cristo; y, por lo tanto, no se ve porqué no podía
tomar del profeta el dato de los frutos que se renuevan mensualmente y el de las hojas
que sirven para «curar» a las gentes. Este último detalle ha causado gran desconcierto
entre los intérpretes, pero se debe al hecho de considerar la visión de Juan como una
realidad que se ubica más allá de la historia: el paraíso. Sin negar que esto también
haya sido la intención del vidente, creo que es mucho más probable que él se refería al
presente y quería describir la nueva condición de la humanidad, reintegrada por el
sacrificio de Cristo al estado anterior a la caída.
Si es así, sería reductivo interpretar los frutos del árbol de la vida como alusión
al sacramento de la Eucaristía, como se puede leer en algunos comentarios: ellos son,
junto con «el agua de vida», el símbolo de la posibilidad ofrecida a la humanidad de
vivir una relación con Dios, más íntima y fecunda que la del primer Edén, cuando Dios
inclusive acostumbraba venir a conversar con el hombre (cfr. Gn 3, 8). Ahora,
retiradas la prohibición y la maldición, «el trono de Dios y del Cordero estará en ella»,
es decir, en la «nueva Jerusalén».
El autor hace mención de la ciudad como sede del «trono de Dios y del
Cordero» en directa relación con la idea de fondo: ella, en su verdadera esencia, es el
nuevo Templo, en que ha desaparecido la antigua distinción entre el Templo celeste y
el terreno. En este nuevo Templo, de hecho, «sus siervos le rendirán culto, y verán su
rostro y [llevarán] su nombre en sus frentes» (22, 3 s.). El nuevo culto establece una
relación directa entre los adoradores y la divinidad, como la que Juan había delineado
para los miembros de la «gran multitud»: «Ellos están ante el trono de Dios y le rinden
culto día y noche en su Templo» (7, 15). El nuevo culto, por lo tanto, no tiene
necesidad de un templo: por este motivo en la «nueva Jerusalén» ya no existe.
La presencia de Dios en medio de sus fieles que lo adoran los envuelve de luz
eterna. El autor aplica a los habitantes lo que había dicho respecto de la «nueva
Jerusalén» (cfr. 21, 23 s.): «No habrá más noche: no tienen necesidad de luz de
antorcha ni de luz de sol, porque el Señor Dios brillará sobre ellos, y reinarán por los
siglos de los siglos» (22, 5). La referencia conclusiva al reino de los fieles viene a
completar el binomio reino-sacerdocio que, en el Apocalipsis, caracteriza a los siervos
de Dios: los habitantes de la «nueva Jerusalén» son reyes y sacerdotes («le rinden
culto»), como los creyentes en Jesucristo ya desde esta vida (cfr. 1, 6; 5, 10) y los
justos de la antigua economía, asesinados por su fidelidad a la Ley y a su misión
profética, después de la muerte (cfr. 20, 4 ss.).

La «nueva Jerusalén»: ¿Realidad histórica o escatológica?

Aún más que el reino milenario, la «nueva Jerusalén», más allá de la gran
actividad exegética, ha repercutido profundamente en la vida cultural, social y política
de toda Europa. Para darse cuenta basta leer el ensayo de Norman Cohn, traducido al

265
italiano con el título Los fanáticos del Apocalipsis (Milán, 1965), que estudia los
movimientos revolucionarios con trasfondo religioso desde la antigüedad hasta la
época de la reforma luterana. Se trata de movimientos que se mueven al margen de la
Iglesia oficial o contra ella.
No mucho después de la composición del Apocalipsis, el montanismo,
movimiento milenarista fundado por Montano, esperaba el inminente descenso de la
«nueva Jerusalén» en una localidad de la Frigia, región del Asia Menor. Como ya
hemos mencionado, el milenarismo, perseguido por varios autores cristianos
(Orígenes, Dionisio de Alejandría, Eusebio de Cesárea), fue definitivamente eliminado
por la intervención de Agustín que vio figurado en el milenio el tiempo de la Iglesia. En
cuanto a la «nueva Jerusalén», él la identifica con la Iglesia, también descendida del
cielo desde su origen y nutrida por la gracia del Espíritu Santo proveniente del cielo.
La identificación entre las dos realidades no es total en el momento actual, ya que la
Iglesia se encuentra en espera del juicio de Dios, después de lo cual ella será
transformada según las profecías citadas por Juan.
La interpretación de Agustín, resumida recientemente en la célebre fórmula del
«ya, pero todavía no», ha dominado la exégesis eclesiástica de esta visión, con cierta
discrepancia entre quienes insisten mayormente en el aspecto escatológico y quienes
enfatizan con mayor vigor el cumplimiento de la visión en la Iglesia. Común a ambos,
sin embargo, es la creencia de que la sección final del libro de Juan, a partir del juicio
que sigue al enfrentamiento con Gog y Magog, se refiere a los acontecimientos del fin.
Tanto es así que Prigent, que también insiste mucho en el aspecto del «ya», asigna el
título «tres descripciones del fin» a los tres bloques narrativo-descriptivos relativos a
la «nueva Jerusalén».
En la exégesis inspirada en el método histórico-crítico, es una idea bien
arraigada, y nunca puesta en tela de juicio, de que el autor del Apocalipsis fue un
milenarista más o menos moderado, que esperaba con impaciencia el retorno de
Cristo para destruir a sus enemigos e instaurar el reino de Dios. Las dos escuelas
exegéticas tienen en común la premisa, elevada casi a dogma, de que el enemigo
número uno a ser destruido por la intervención de Cristo era Roma junto a su imperio
idólatra y perseguidor, del cual veían una oscura representación en la figura de la
prostituta sentada sobre la bestia de las siete cabezas y los diez cuernos.
Caído el imperio, Roma es sustituida, de vez en cuando, por otras entidades: la
Iglesia romana o sus adversarios de naturaleza religiosa (por ejemplo las herejías,
incluido el Islam) o política (el imperio germánico, las monarquías absolutistas).
Siempre persistió en el trasfondo la idea de un retorno de Cristo para destruir a sus
enemigos identificados cada cierto tiempo.
Es el momento de saber a qué se refería Juan con la visión de la «nueva
Jerusalén». Se puede aceptar que se trata de una visión escatológica, como todo el
mundo dice, si los «últimos tiempos» se entienden como los entendía Pedro citando a
Joel (Hch 2, 16; cfr. también 1 Jon 3, 3). Pero si con esto se entiende un aplazamiento
del contenido de estas visiones finales a un momento que estaría más allá de la
historia, se hace una discreta violencia al texto de la visión que contiene numerosas
referencias a situaciones anteriores, en las que la «nueva Jerusalén» y sus contenidos
se evocan en contextos que sin duda pertenecen a la historia.

266
Referencias internas

Las cartas a las iglesias

Hay, en primer lugar, una referencia al septenario de las cartas a las iglesias,
donde se encuentran implícitas, además de las visiones de la «nueva Jerusalén», las
visiones relativas al juicio de la prostituta (cfr. 17, 1 ss.), al descenso del Logos sobre
el caballo blanco (cfr. 19, 11 ss.) y al gran juicio que sigue al enfrentamiento con Gog y
Magog (cfr. 20, 11 ss.).
En la carta a Éfeso, Cristo promete «al que venciere daré de comer del árbol de
la vida que está en el paraíso de Dios» (2, 7); es una promesa que se realiza en la
«nueva Jerusalén» con «el árbol de vida» plantado «en medio de la plaza de la ciudad»,
a disposición de todos, y allí no hay más «maldiciones».
En la carta a Esmirna, Cristo se presenta como «el Primero y el Ultimo» (cfr. 2,
8); son los mismos títulos con que Él, en el epílogo, confirma a Juan la certeza de su
venida (cfr. 22, 13); además, son equivalentes a los que se atribuye Dios al asegurar a
Juan que la nueva creación ha sido ya hecha por Él y que «la fuente del agua de la
vida» está disponible «gratuitamente» para cualquiera que tenga sed (cfr. 21, 6). Y en
la carta, al vencedor es prometida «la corona de la vida» y no será «afectado por la
muerte segunda» (cfr. 2, 10): se trata, sin embargo, de un «vencedor» que debe ser
«fiel hasta la muerte», situación que habíamos relacionado con los muertos del reino
milenario (cfr. 20, 6).
En la carta a Pérgamo, Cristo se presenta como «El que tiene la espada de dos
filos, afilada» exactamente como el Logos que baja del cielo sobre el caballo blanco
(cfr. 19, 15). Al que venciere es prometida «una piedra blanca, y sobre la piedra blanca
un nombre nuevo que nadie conoce si no el que lo recibe» (2, 17). También el Logos
que baja del cielo tiene un nombre que sólo Él conoce (cfr. 19, 12): sólo la fe reconoce
en Jesús crucificado al Mesías victorioso, y sólo la fe asegura al que cree en Él ser un
salvado.
En la carta a Tiatira, Cristo recrimina a la comunidad por dar cabida «a la mujer
Jezabel, que se dice profetisa, y enseña y seduce a mis siervos para fornicar y comer
las carnes sacrificada a los ídolos (2, 20). Lo realizado por esta falsa profetisa es
designado por Cristo como «prostitución»: en este sentido, la «mujer-prostituta»
Jezabel es la prefigura de la «mujer-prostituta», la grande, que es Jerusalén.
En la carta a Sardes, Cristo promete «al que venciere no borrar su nombre del
libro de la vida» (3, 5), ese libro, justamente, que fue abierto con motivo del juicio (cfr.
20, 12).
En la carta a Filadelfia, las referencias son precisas y concretas a la «nueva
Jerusalén» entendida como nuevo Templo en el que Dios Padre y Jesucristo habitan en
medio de la humanidad completamente renovada. «Al que venciere – dice Jesucristo -
lo haré columna en el Templo de mi Dios y no saldrá ya más afuera» y «escribiré sobre
él el nombre de mi Dios, de la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo y proviene de
mi Dios, y mi nombre nuevo» (3, 12).
Hemos visto que en la «nueva Jerusalén» no existe un templo; si Cristo dice «al
que venciere», es decir, al que se salva, que será «columna del Templo de Dios» y que

267
llevará «el nombre de la ciudad descendida del cielo», quiere decir que ésta es el
nuevo «Templo de Dios». Además del nombre de la ciudad, los salvados llevarán el
nombre de Dios y el nombre de Jesucristo. Del mismo modo, los ciento cuarenta y
cuatro mil, resucitados sobre el monte Sión junto al Cordero, «tienen escrito en su
frente su nombre y el nombre de su Padre» (14, 1), como también los habitantes de la
«nueva Jerusalén» estarán ante el trono de Dios y del Cordero «y verán su rostro y
[llevarán] su nombre en su frente» (22, 4). Aquí solamente se habla del rostro y del
nombre de Dios, pero el Cordero está implícito, ya que es Él quien revela el nombre y
el rostro de Dios que antes de Él eran inaccesibles a la naturaleza humana.
Todos los contenidos espirituales de la «nueva Jerusalén» se encuentran, por lo
tanto, anunciados en forma de promesa en las cartas a las iglesias del Asia Menor. Esto
viene a confirmar lo que hemos propuesto anteriormente, es decir, la interpretación
de este septenario como relectura de la historia de la salvación, desde la caída y los
difíciles acontecimientos del pueblo hebreo, hasta Jesucristo, en quien alcanza su
plenitud. La prueba de que, en el septenario de las cartas, nos encontramos aún en el
tiempo de la promesa y de la espera, son las palabras de Jesucristo en la última carta, a
la comunidad de Laodicea: «he aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi
voz y abriere la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo»(3, 20). En estas
palabras también se puede ver una referencia al «banquete de bodas del Cordero» con
su «esposa» (19, 9), que después será revelada como la «nueva Jerusalén». Y por lo
tanto, si las cartas se refieren al tiempo de la promesa divina y de la espera humana
del salvador, la «nueva Jerusalén» representa su cumplimiento. En este aspecto, ya no
es posible distinguir entre tiempo de la historia y eternidad, porque el concepto de
vida que Juan tiene en mente es el concepto de vida divina, que es vida eterna; cuando
el hombre es admitido en ella se resta tanto a las categorías del tiempo como de la
vida física. Por esta razón, los miembros de la «gran multitud», es decir, los creyentes
en Jesucristo, «…están delante del trono de Dios y le rinden culto día y noche en su
Templo…» (7, 15), exactamente como hacen los Seres vivientes (cfr. 4, 8); y por esto,
los habitantes de la «nueva Jerusalén…reinarán por los siglos de los siglos» (22, 5; cfr.
también 5, 10).
De manera similar debe entenderse, en el nivel espiritual, la eliminación de
todas las exigencias y de todos las inconveniencias, incluida la muerte, inherentes a la
vida física. A este respecto, el pasaje más esclarecedor es el que se refiere a los
miembros de la «gran multitud», en que las exigencias y los inconvenientes de la vida
física son sustituidos por la abundancia de vida divina que se les comunica: «…y el que
está Sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos: no tendrán ya más hambre,
no tendrán ya más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el Cordero,
que está en medio del trono, los pastoreará y los guiará a las aguas de vida; y Dios
enjugará toda lágrima de sus ojos» (7, 15 ss.).

La «mujer-prostituta» y la «mujer-esposa del Cordero»

La referencia más evidente de la visión a la parte precedente es el paralelismo
entre la «mujer, esposa del Cordero» (la «nueva Jerusalén») y la «mujer», que es «la
prostituta, la grande» (Babilonia). Es un paralelismo sorprendente, claramente
previsto por el autor que construye una antítesis total entre las dos figuras, pero a

268
partir de sus identidades de fondo. El paralelismo ya está en la forma empleada por el
autor para introducir las dos figuras en la escena. En ambos casos, un ángel, que es
«uno de los que tienen las siete copas» (17, 1; 21, 9), invita al vidente a contemplar
situaciones que tienen que ver con dos «mujeres», que en realidad se revelan como
dos «ciudades».
El uso del símbolo de la «mujer» para significar una ciudad es el rasgo que
marca la identidad sustancial entre las dos ciudades mencionadas tanto en una como
en la otra visión. La aplicación del símbolo a Jerusalén no tiene precedentes en el uso
bíblico, a pesar de que algunas ideas pudieron ser conocidas por Juan en tal sentido,
especialmente por el uso corriente de la metáfora de la relación entre esposo y esposa
con que se representaban las relaciones entre Dios e Israel
En Juan, sin embargo, la identificación del símbolo de la mujer y de la ciudad de
Jerusalén (y también Babilonia) es hecha con tanta naturalidad que uno se pregunta si
él no estaba al tanto de especulaciones que, a partir de la metáfora de la relación
conyugal entre Dios e Israel y después de la catástrofe del 70 d.C., se interrogaban
sobre el destino de Jerusalén, donde se había refundido y consumado el destino de la
esposa-Israel. De hecho, en el Cuarto Libro de Esdras se presenta una mujer anciana,
triste y de luto, que llora, fuera de los muros de Jerusalén, a su único hijo llevado por la
muerte apenas llegado al tálamo nupcial. El vidente le recuerda en primer lugar la
desolación de la ciudad por la invasión babilónica (en realidad, romana), pero la
exhorta a esperar en la ayuda de Dios; y mientras él habla, repentinamente el aspecto
de la mujer se vuelve radiante y se transforma por la visión de «una ciudad
construida…con poderosos fundamentos» (4 Esdras 10, 25 ss.). Un ángel explica a
Esdras que esa mujer es Jerusalén; el hijo muerto es su condición antes de la
destrucción; su aspecto radiante y majestuoso es prefigura de su reconstrucción final.
Sea cual sea la explicación, las relaciones entre los dos textos son innegables.
Juan también tiene en mente dos fases, una negativa y otra positiva, de una misma
realidad, que es Jerusalén. Sin embargo, el paralelismo se interrumpe de pronto.
Diferentes y opuestas son las situaciones de las dos «mujeres» que el ángel invita a
contemplar: una es «la prostituta, la grande», la otra es «la esposa, la mujer del
Cordero»; una es sometida a juicio, que es un juicio de condena, la otra es «arreglada
como una esposa» que se prepara para las bodas con el Cordero-Cristo.
Aún más contrapuestos son los lugares simbólicos en que se encuentran las dos
realidades. Para contemplar el juicio de la prostituta el ángel conduce «en el Espíritu»
a Juan «al desierto», mientras que para mostrarle «la esposa del Cordero» lo lleva,
siempre «en el Espíritu a un monte grande y alto». Hablé de localidades simbólicas ya
que la expresión «monte grande y alto», sobre el modelo Ezequiel, se refiere al monte
Sión, de altura moderada, y por lo tanto es infructuoso sacar de aquí conclusiones que
designen una región o «un lugar intermedio en el que se pueda tener las visiones»
(Lupieri). Por otra parte, la Jerusalén «que baja del cielo», ¿dónde se posa? Y el monte
Sión, por casualidad ¿no hace referencia al mismo lugar espiritual en que se lleva a
cabo la batalla del Logos contra la coalición anti divina, y al monte Sión sobre el cual
se encuentra el Cordero «de pie» junto a los ciento cuarenta y cuatro mil?
De la misma manera, es decir, en sentido espiritual, hay que entender la
expresión «en el desierto», que nos reconduce, además, a las visiones del capítulo 12
y a la compleja relación de esa figura de «mujer» con el «desierto». Como se recordará,

269
en la figura de la «mujer» que está «en el cielo», vestida del sol, con la luna bajo los
pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza, hemos visto el símbolo de la
humanidad creada por Dios en estado de perfección. En su primera fuga al desierto,
después de que el hijo, apenas dado a luz, es «arrebatado junto a Dios y junto a su
trono», hemos distinguido una alusión a la caída original y a la expulsión del Edén en
una tierra que se hizo hostil e inhóspita («desierto»), donde Dios, sin embargo, no la
abandona.
Después destacamos que Juan habla de una segunda fuga de la «mujer» al
«desierto», conducida sobre «dos alas de águila, la grande», para quitarla de la
persecución del dragón, precipitado del cielo a la tierra por Miguel y sus ángeles (cfr.
12, 14). En aquella segunda fuga hemos visto, de acuerdo con algunos intérpretes, una
alusión al éxodo del pueblo hebreo desde Egipto.
Si es así, la fuga de la mujer-Israel al «desierto» del capítulo 12 es el
antecedente literario inmediato para la lectura de la escena del juicio de la «mujer-
prostituta» del capítulo 17. En el capítulo 12 la mujer-Israel se encuentra en el
«desierto» perseguida por el dragón-Satanás, mientras que en el capítulo 17 la
«mujer» – ahora identificada con Jerusalén – se encuentra en situación de amistad e
intimidad con Satanás y con su encarnación histórica, es decir, el imperio romano; y
por lo tanto se ha convertido en una «prostituta», ya que abandonó su fe en Dios y en
sus promesas. Por eso mató a los justos y a los profetas y no reconoció, de hecho mató
a Jesús, el salvador prometido por Dios desde el momento de la caída.
Esta Jerusalén, infiel y adúltera, es juzgada, condenada y luego también
destruida. Sin embargo, Su destrucción no es sólo el castigo por la muerte de Jesús,
perpetrada por sus jefes religiosos y civiles en complicidad con la autoridad imperial
romana: es también el castigo por la interpretación de la Ley en sentido únicamente
exterior y de las profecías mesiánicas en sentido material y de predominio temporal.
Por otra parte, la destrucción de Jerusalén, así como es presentada por Juan, se
muestra más bien como el efecto de rivalidades surgidas entre ella y sus aliados, es
decir, el poder político romano y sus vasallos.
Aunque Juan, en la destrucción de Jerusalén del 70 d.C., está más interesado en
considerar el aspecto de la condena divina por infidelidad, es indudable que en la
destrucción de Babilonia está presente el eco de aquella catástrofe. No se entiende por
lo tanto, en qué sentido Lupieri, después de aceptar la identificación de la «prostituta»
con Jerusalén, habla de una destrucción de la ciudad en el fin de los tiempos, antes del
advenimiento del reino mesiánico: esto no tiene fundamento alguno en el texto. Como
tampoco hay rastro de la existencia, durante el milenio, de una Jerusalén en que
también habría un Templo con un culto, que ya no existirán en «un mundo futuro»
(Lupieri, 344).
La Jerusalén «prostituta» es substituida por la «nueva Jerusalén que baja del
cielo, proveniente de Dios, preparada como una esposa engalanada para su esposo»
(21, 2). Llegados a este punto, pierden significado las discusiones sobre el valor, literal
o simbólico, que se da a los detalles descriptivos de la ciudad: ella representa la
inauguración de la nueva relación de la humanidad con Dios, como era en el momento
de la creación, enriquecida ahora por la presencia de Jesucristo, no sólo como
redentor y purificador «de los pecados con su sangre», sino también dispensador
inagotable «de agua de vida». Es una condición extendida a toda la humanidad («pues

270
fuiste degollado y has rescatado para Dios, por medio de tu sangre, a los hombres de
toda tribu, lengua, pueblo y nación» 5, 9) y no limitada sólo al pueblo hebreo. Sin
embargo, éste no está excluido de la salvación, ya que los salvados provienen también
de las «tribus», al igual que antes de la venida de Cristo procedían de las doce tribus
de Israel los ciento cuarenta y cuatro mil que habían sido «marcados en la frente con
el sello del Dios viviente», es decir, salvados.
Por eso, sobre las doce puertas de la «nueva Jerusalén hay doce ángeles y
nombres inscritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel» (21,
10).
La antigua Alianza constituía una intervención salvífica divina válida y eficaz,
aunque limitada, que fue llevada a término por Jesucristo y sigue actuando en su
Iglesia. No por nada Él se aparece a Juan en medio de siete candelabros de oro,
símbolo del judaísmo, y le dice que «los siete candelabros de oro son [las] siete
iglesias». Por lo tanto, la «nueva Jerusalén» es la recreación y la continuación de la que
era, antes de su defección, «la ciudad santa», «la ciudad amada».





























271
11. EPÍLOGO (22, 6-21)

Estructura del epílogo

Los versículos desde el 6 al 21 del capítulo 22 son considerados por los críticos
como el epílogo del libro. En realidad, el verdadero epílogo sólo comienza con el
versículo 10. Los versículos del 6 al 9 parecen más bien la conclusión de la visión de la
«nueva Jerusalén»: Juan trató de adorar al ángel que le mostró la ciudad, como lo
había hecho con el ángel que le había dictado la bienaventuranza relativa a los
invitados al banquete de las bodas del Cordero (cfr. 19, 9 s.).
El epílogo tiene la forma de un diálogo con varias voces que parece
desenvolverse en un ambiente litúrgico; esto conecta el epílogo con el prólogo, cuyo
desarrollo litúrgico es evidente, y con la visión de Patmos que tiene lugar «en el día
del Señor», expresión que habíamos entendido como posible referencia a la
celebración litúrgica de la Pascua.
Los personajes que intervienen en el diálogo no son siempre identificados por
el autor; esto da lugar a grandes diferencias entre los estudiosos. El mayor disenso se
refiere al primero de los personajes que se dirige a Juan y le dice: «Estas [son] las
palabras fieles y verídicas: el Señor, Dios de los Espíritus de los profetas, envió su
ángel para manifestar a sus siervos las cosas que deben cumplirse con rapidez. He
aquí que yo vengo rápidamente: dichoso el que observa las palabras de la profecía de
este libro» (22, 6 s.).
¿Quién pronuncia estas palabras? El tono es solemne: el inicio repite la orden
que El que está sentado en el trono comunica a Juan al ver el nuevo cielo, la nueva
tierra y la «nueva Jerusalén» bajada del cielo: «Escribe: estas son las palabras fieles y
verídicas«, y agrega: «¡Hechas son! Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el fin: al
que tuviere sed le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida» (21, 5 s.). Estas
palabras, de una forma bastante natural, han sido atribuidas a Jesucristo,
especialmente porque la expresión «Yo vengo rápidamente» tan solo puede ser
atribuida a Él.
Lo que sigue, sin embargo, deja entrever que el que está hablando aquí es un
ángel. El texto, de hecho, continúa así: «Y yo soy Juan, el que vio y oyó estas cosas, y
después de oírlas y escucharlas caí en adoración a los pies del ángel que me mostraba
estas cosas» (22, 8). Algunos intérpretes (entre los cuales, Prigent y Lupieri) han
atribuido, creo que con razón, estas palabras al ángel.
Pero ¿cómo se explica la inserción de la expresión «Yo vengo rápidamente»
entre las palabras del ángel y el intento de adorarlo? Si la expresión está en su lugar
(sobre lo cual es razonable una cierta duda, pues se repite poco después) sería difícil
que Jesucristo las pronuncie directamente. Si fuese así, ¿qué sentido tendría el gesto
de Juan de postrarse en adoración ante el ángel? Es más lógico pensar que el ángel las
pronuncia en nombre de Jesucristo, así como antes había hecho suyas las palabras del
que está Sentado en el trono, es decir, de Dios Padre.
Hablando en nombre de Jesucristo, el ángel afirma haber sido enviado por Él,
que es «el Señor, Dios de los Espíritus de los profetas…para mostrar a sus siervos las
cosas que deben cumplirse con rapidez», palabras que reproducen a la letra las del

272
primer versículo del prólogo. Definiéndolo como «Señor, Dios de los Espíritus de los
profetas», el ángel no sólo pone a Jesucristo en el plano del Padre, también lo designa
como el inspirador de todas las profecías, es decir, de la Escritura, cuyo sentido es
para Juan el anuncio de su venida: por esta razón el ángel puede decir en su nombre:
«Vengo rápidamente».
Para comprender adecuadamente la actitud del ángel, es necesario recordar lo
que hemos dicho anteriormente relativo a la mediación de los ángeles, que ya había
sido solemnemente anunciada en el primer versículo del prólogo. No se trata de una
misión ocasional; «las cosas que deben cumplirse con rapidez», que los ángeles deben
«mostrar a los siervos de Dios», no se refieren al retorno de Cristo en el fin del mundo:
es la misión que ellos han llevado a cabo en la economía antigua, como portadores de
la palabra y la promesa de Dios «a sus siervos, los profetas» (cfr. 10, 7) y que se refiere
a la primera venida de Cristo y a su redención de la humanidad, por medio del
sacrificio de su muerte en la cruz.

El “libro de la profecía”

El «siervo de Dios Juan» también fue destinatario de esta misión de los ángeles
(cfr.1, 1); ellos, por medio de visiones y «voces en el cielo», o «del cielo», le
representaron el sentido de la Escritura que es Jesucristo y cuyo fin es la edificación
de la Iglesia, como dice Jesucristo poco después: «Yo, Jesús, he enviado a mi ángel para
testificaros estas cosas respecto a las iglesias: Yo soy la raíz, el linaje de David, la
refulgente estrella matutina» (22, 16). Estas palabras confirman de manera solemne la
misión reveladora encomendada a los ángeles, también en relación con Juan.
Esto explica la autentificación que el ángel pone sobre libro de Juan al
pronunciar la penúltima de las siete bienaventuranzas que están presentes en el
Apocalipsis: «Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro»
(22, 7). Ésta se correlaciona, indicándola como plenamente realizada, con la
bienaventuranza del prólogo: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan las
palabras de la profecía y guardan lo que está escrito en ella, porque el momento está
cerca» (1, 3).
Después de haber autentificado la «profecía de este libro», el ángel comunica a
Juan una orden muy significativa: «No selles las palabras de la profecía de este libro,
porque el momento está cerca» (22, 10). También esta orden se corresponde, al
menos en parte, con la bienaventuranza del prólogo; sin embargo, es claramente
discordante con la orden de la «voz del cielo» respecto a las palabras de los siete
truenos en la visión del capítulo 10: «Sella lo que dijeron los siete truenos y no lo
escribas» (10, 4)
Los comentadores han explicado la discordancia sosteniendo que la orden de
«sellar» y de «no escribir» refleja una tradición, muy extendida en la apocalíptica
judaica y presente en Daniel (cfr. Dn 8, 26; 12, 4 ss.; I Enoc 1, 2), según la cual las
revelaciones relativas al futuro sólo debían ser descubiertas en el momento o en la
proximidad de su cumplimiento. Por lo tanto, en la visión del capítulo 10, Juan juzga
todavía lejano el tiempo del fin, mientras que en el epílogo «cree que está en la
proximidad de ese momento»; es lo que dice Lupieri, y agrega: «Me parece difícil, en
presencia de este versículo, sostener una interpretación del Apocalipsis que suprima

273
su tensión escatológica, o considere el libro sólo como ejemplo de escatología
realizada» (Lupieri, 355; También en Prigent encontramos una explicación análoga).
Con relación a la discordancia existente entre las dos situaciones haremos
algunas observaciones. En primer lugar, ¿qué sucedió entre la visión del capítulo 10 y
el epílogo para causar en Juan una sensación de cercanía del tiempo del fin? Por otra
parte, es absolutamente reductivo asignar al término griego καιρος sólo una
dimensión temporal, imaginando que Juan haya sentido ya próximo «el tiempo» del
fin. Sólo el contexto de la visión del capítulo 10 nos ayuda a comprender que la orden
de «sellar» y «no escribir» no se relaciona con el hecho de que el fin está aún lejano.
De hecho, inmediatamente después de la orden, el ángel que bajó del cielo proclama
solemnemente que «… no habrá más tiempo (en griego, χρονος), pues en los días de la
voz del séptimo ángel… también se cumplió el misterio de Dios» (10, 6 s.). En otras
palabras, al sonar la séptima trompeta se cumplirá el «breve tiempo» (χρονονμικρον)
del reposo de las almas de los «degollados» del quinto sello (cfr. 6, 11).
Por lo tanto, el motivo de la orden de «sellar» y «no escribir» impartida a Juan
no era la revelación de los tiempos del fin, como en Daniel, sino la revelación del
«misterio de Dios». ¿En qué consiste este «misterio de Dios»? Lupieri no se pronuncia;
los demás comentadores, incluido Prigent, sugieren que el «misterio de Dios», para
Juan, coincidiría con el fin del mundo y el juicio de Dios que entonces, y sólo entonces,
se llevará a cabo.
Hemos dicho en su lugar que un discípulo de Jesús como Juan no podía
considerar el cumplimiento del «misterio de Dios» como el retorno de Cristo: a él le
preocupaba demostrar a los «hermanos», y no sólo a ellos, que el cumplimiento del
«misterio de Dios» se refiere a la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo;
este es el «misterio» del cual, como dice el ángel, Dios «había dado la buena noticia a
sus siervos, los profetas» (10, 7).
Con relación a estos «profetas» que recibieron la «buena noticia», hemos dicho
que se trata de los profetas de la economía antigua, precedente importante para
iluminar la concurrencia, en estos pocos versículos del epílogo, de los términos
«profecía» y «profetas». Ya hemos visto que el libro es definido en dos ocasiones como
«el libro de las palabras de la profecía», lo cual quiere decir que es una «profecía» (cfr.
22, 10.18; 1, 3).
Puesto que el libro es una «profecía», su autor, Juan, es un «profeta». Así lo
demuestran las palabras del ángel que impiden su intención de adorarlo: «Mira, no
hagas eso; yo soy tu compañero de servicio y de tus hermanos, los profetas, y de los
que guardan las palabras de este libro» (22, 9). Todos los intérpretes han visto en
estos «profetas», que son «hermanos» de Juan, a los cristianos; también porque, en el
episodio paralelo en que Juan intenta adorar al ángel, este último lo impide afirmando
«compañero de servicio tuyo soy y de tus hermanos, los que mantienen el testimonio
de Jesús, el Espíritu de la profecía» (19, 10).
Los «hermanos que mantienen el testimonio de Jesús» son, evidentemente, los
que el ángel en el segundo episodio llama «los profetas». No hay duda de que este
término puede referirse a los cristianos. La profecía, de hecho, es un don que todos los
cristianos poseen, ya que Jesucristo, que como Mesías posee la totalidad del Espíritu,
después de su muerte y resurrección lo ha enviado «en toda la tierra» (cfr. 5, 6; Hch 2,
17 s.). Y luego, por supuesto, los cristianos mantienen «el testimonio de Jesús».

274
Sin embargo, es impensable que Juan se hubiese referido a todos los cristianos
con el término «profetas», que una larga tradición había decisivamente aplicado a una
parte de la Escritura; ni es muy plausible la idea de que él se hubiese referido a una
categoría especial de cristianos, los «profetas», precisamente. Es una tesis que ha sido
sostenida por algunos exegetas en el pasado y que recientemente ha sido retomada
con mucha convicción por Lupieri. Él comienza observando que la capacidad de
prever el futuro está implícita en la concepción veterotestamentaria y
neotestamentaria del profeta, si bien no exclusivamente ni en el primer puesto.
En apoyo de esta afirmación, él presenta varios ejemplos extraídos de los
escritos neotestamentarios, entre los cuales, en particular, el de Juan Bautista que
«para los cristianos es profeta ya que prevé la venida de “uno más fuerte que él”, que
es precisamente Jesús» (Lupieri, LVII). De la historia de la guerra judaica de Flavio
Josefo, él cita el caso de «un cierto Jesús, hijo de Ananías…que por siete años y cinco
meses previó lastimeramente la caída de Jerusalén y por último también su muerte».
De los ejemplos presentados, Lupieri extrae la siguiente conclusión: «Por lo tanto es
lógico, en el primer siglo d.C., en el ámbito cultural judaico y cristiano, que un profeta
prevea también, y sobre todo, el futuro, si bien esta no haya sido su única actividad».
De la primera conclusión él desprende una segunda, que sería de fundamental
importancia para la interpretación del libro de Juan: «no hay ninguna razón histórica
o literaria para ir en contra de la letra de algunas afirmaciones del Apocalipsis, como
cuando leemos acerca de las «cosas que deben suceder» o que «sucederán pronto» o
que «aún no» han sucedido, y cancelar su tensión hacia el futuro. Como libro de
profecía compuesto por un judeo-cristiano del primer siglo, es lógico y probable que el
Apocalipsis se presente como un texto que mira también a cosas futuras» (Lupieri,
LIX).
No está en discusión el hecho de que el libro de Juan trate «también de cosas
futuras»: la pregunta es si solamente se refiere al futuro y lo que se entiende con el
término «futuro». Y tampoco está en discusión que, en el concepto de «profecía», está
incluida también la previsión del futuro. Lo que está en discusión es el concepto de
«testimonio» cuando es aplicado a Jesucristo, en el sentido de un testimonio que se
rinde a Él.
Por lo tanto la pregunta de fondo es la siguiente: ¿solamente los cristianos
rinden «testimonio» a Jesucristo o, según una idea bien documentada en los
evangelios, especialmente en el cuarto (cfr. Jon 5, 46 ss.), también las Escrituras y sus
autores le rinden «testimonio»? Las Escrituras, según las palabras de Jesús, convergen
en Juan Bautista, que es el punto de llegada de la Ley y de los Profetas (cfr. Mt 11, 2
ss.). Además de dar «testimonio» de Jesucristo, él dio «testimonio» de la «palabra de
Dios», es decir, de la Ley; y por este doble testimonio fue decapitado. En su suerte
hemos creído ver el paradigma de un tema que es recurrente en el Apocalipsis; nos
referimos a los justos y profetas antiguos asesinados y admitidos en la vida eterna
antes de la venida de Cristo: los «degollados» del quinto sello, los dos «testigos», los
«decapitados» del reino milenario.
Juan apela al «testimonio» de las Escrituras para anunciar que «el tiempo
(καιρος) está cerca», es decir, se cumplió «el misterio de Dios», el momento supremo
de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesucristo. El tiempo «está

275
cerca», es decir, a disposición de la humanidad, así como estaba «cerca», es decir,
próximo a realizarse, cuando se anunció en la Antigua Alianza (cfr. 1, 3).
Puesto que anuncia el cumplimiento de la revelación, Juan es realmente
«compañero de servicio» del ángel y «hermano» de los profetas antiguos que
mantuvieron viva la fe en la «buena nueva». Por este motivo, el «libro de la profecía»
de Juan, después de la primera autentificación proporcionada por el ángel, recibe otra
aún más solemne: «Yo doy testimonio a todo el que oiga las palabras de la profecía de
este libro: Si alguno añadiere [algo] a ellas, Dios pondrá sobre él las plagas escritas en
este libro; si alguno quitare [algo] de las palabras del libro de esta profecía, Dios
quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, cosas que están escritas en
este libro» (22, 18).
¿Quién es el personaje que da este testimonio del libro? Algunos piensan en
Juan, y otros en el ángel. Me parece más probable que se trata de Jesús, ya que el
testimonio está precedido inmediatamente por una invitación que proviene de una
autoridad que ni Juan ni el ángel poseen: «El que tenga sed, venga, y el que quiera
tome gratis del agua de vida» (22, 17). Aunque pronunciada al interior de la asamblea
litúrgica, la invitación posee carácter universal y reproduce la promesa del que está
Sentado en el trono en el inicio de la visión de la «nueva Jerusalén», que ordenó a Juan
escribir: «A quien tenga sed le daré gratis del agua de la vida» (21, 6).
Por otra parte, ni el ángel ni Juan podían pronunciar las amenazas contra
cualquiera que, agregando o quitando, altere el texto y el contenido del libro: sólo
Jesucristo y el Padre tienen el poder sobre las «plagas descritas en este libro», sobre el
«árbol de la vida» y sobre la «ciudad santa».

La «venida» de Jesucristo: ¿«escatológica» o perenne?

La venida de Jesucristo como juicio

El «testimonio», es decir, la autentificación del libro por Jesucristo, es aún más
solemne ya que poco antes ha prometido una próxima «venida», «para pagar a cada
uno según la calidad de su obra» (22, 12). A continuación Él mismo se aplica dos
títulos – «Alga y Omega», «Principio y Fin» – que en otros pasajes del libro se aplican a
Dios Padre (cfr. 1, 8; 21, 6), y vuelve a tomar el título de «Primero y Último» que ya Él
se había aplicado en la visión de Patmos y en el inicio de la carta a la comunidad de
Esmirna (cfr. 1, 17; 2, 8).
La intervención de Jesucristo prosigue con una bienaventuranza, la séptima y
última del libro, y con una lista de obradores de iniquidad, que vuelve a tomar y casi
reproduce la que cierra la primera visión de la «nueva Jerusalén» (cfr. 21, 8):
«Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para que tengan derecho al árbol de la
vida y puedan entrar en la ciudad por las puertas. ¡Afuera los perros, lo hechiceros, los
libertinos, los homicidas, los idólatras, y todo el que ama y obra mentira! Yo, Jesús,
envié mi ángel para testificaros estas cosas acerca de las iglesias» (22, 14-16).
Según algunos intérpretes, este grupo de versículos (del 12 al 15) habría sido
agregado en un segundo momento por el propio Juan; en un primer momento, en
cambio, él habría compuesto un epílogo en que el versículo 10 («Y me dice: “No selles
las palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está próximo”») proseguía

276
directamente con el versículo 16 («Yo, Jesús, envié mi ángel para testificaros estas
cosas sobre las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente
de la mañana») y continuaba con los versículos siguientes hasta el final.
Esta es, por ejemplo, la reconstrucción propuesta por Prigent que en este grupo
de versículos encuentra dos innovaciones importantes introducidas por el autor. La
primera consiste en que la revelación ya no se atribuye a Dios sino a Jesús; la segunda,
en que el juicio se atribuye a Jesús, mientras que en el resto del libro es realizado por
Dios (cfr. 16, 7; 19, 2; 20, 11 ss.). Además, el versículo 11 causa problemas a Prigent
(«El que daña que dañe todavía, el sucio que se ensucie todavía; el justo que obre
justicia todavía, y el santo santifíquese todavía»); por esta razón él considera que es
obra de algún glosador (Prigent, 353).
Sin embargo la reconstrucción de Prigent no es convincente. En primer lugar,
no explica satisfactoriamente las razones de la hipotética segunda intervención ni de
las variantes introducidas. La hipótesis del glosador, a su vez, tiene todo el aspecto de
una subterfugio para liberarse de un pasaje que supone la continuación de una vida
que tiene lugar en la tierra y concierne a las obras, con intenciones opuestas, buenas y
malas. Esto se opone a la tesis de Prigent según la cual, en el epílogo, Juan insistiría en
el anuncio de la inminente parusía: él también entiende le término καιρος en sentido
exclusivamente cronológico. De todos modos, como veremos más adelante, no mucho
después de la composición del Apocalipsis la supuesta glosa ya formaba parte del
texto; es un dato bastante difícil de explicar, tratándose de un texto que no circulaba
en las bibliotecas, sino que era leído en las asambleas litúrgicas (Mártires de Lyon, I,
58).
Respecto al juicio que aquí se atribuye a Jesucristo, no basta con explicar el
hecho con la referencia a otros textos neotestamentarios (p.ej., Mt 16, 27; 2 Co 5, 10)
donde el juicio es atribuido a Él: aquí es necesario mantenerse en el horizonte mental
del autor, que atribuye el juicio, precisamente, a Dios. Esto se aplica, en particular, al
juicio que sigue al enfrentamiento de Gog y Magog (cfr. 20, 11 ss.), sobre el que ya
hemos tratado, poniendo de relieve la ausencia total de cualquier referencia a
Jesucristo. Esto es aún más inexplicable si el juicio mencionado allí, según la opinión
de Prigent y de los intérpretes, es el que tiene lugar en el fin del mundo.
Ahora bien, ¿la «próxima» venida que Jesucristo promete, con «la paga para dar
a cada uno según el mérito de sus obras» (22, 12), es realmente un juicio, en el sentido
de significar una separación final y definitiva entre buenos y malos, justos e injustos?
Y la «paga» (en griego, μισθος) que trae consigo ¿puede ser entendida,
verdaderamente, en el doble sentido de recompensa para los buenos y de castigo para
los malos? Ciertamente, en los textos neotestamentarios la «paga» tiene ambos
sentidos, de premio y de castigo, como consecuencia, evidentemente, de un juicio
divino; sin embargo, no necesariamente es el que tendrá lugar en el fin del mundo. Es
indudable, por supuesto, que en el Apocalipsis Jesucristo tiene la autoridad y la función
de juez. Así es presentado en la visión de Patmos y en la del Logos que baja del cielo
sobre el caballo blanco, y así se presenta Él en las cartas a las iglesias en que anuncia
su próxima «venida» para premiar o para castigar. Pero, como se desprende del
contexto de las cartas, el premio o el castigo prometidos por Jesucristo son
presentados como la aplicación de los efectos de un juicio, más que un juicio realizado
en aquel momento.

277
En todo caso, el juicio que está implícito en el anuncio de la «venida» de Cristo
no puede ser realizado sólo por Él ni puede ser el juicio final. A esta interpretación se
oponen los bienes prometidos: acceso «al árbol de la vida», el don de la «corona de la
vida», del «maná escondido», del «poder sobre las gentes», de la «estrella de la
mañana» que es Cristo, de los «vestidos blancos», de la morada en el «Templo de
Dios», de ser «columnas del Templo de Dios» y escritos en ellos «el nombre de mi Dios
y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén», de la posibilidad de
«comer con Cristo y de sentarse con Él en el trono de su Padre». Es un conjunto de
bienes que se pueden resumir en un bien supremo: la comunicación a la humanidad
de la vida divina, que es vida eterna; son bienes esenciales de la nueva vida que Cristo
puso a disposición de sus fieles ya con su muerte y resurrección.
De «paga» (μισθος), estrechamente relacionada con el juicio de Dios y
entendida, con toda probabilidad, como referida únicamente a la recompensa
concedida a los justos, se habla en el libro después del sonido de la séptima trompeta.
Como a menudo se ha recordado, se refiere a la circunstancia en que, según el anuncio
del ángel, se cumple «el misterio de Dios». Juan oye «voces grandes en el cielo» que
anuncian la instauración en el mundo del «reino del Señor nuestro y de su Cristo
(Mesías)». Prosigue la prostración de los Ancianos que celebran al «Señor Dios
omnipotente» (claramente, Dios Padre) por haber instaurado su reino y lo instan a
realizar el juicio: «Y se encolerizaron las gentes y llegó tu cólera, y el tiempo (καιρος)
de los muertos para ser juzgados, y de dar la paga a tus siervos, los profetas y los
santos, y a los que temen tu Nombre, a los pequeños y a los grandes, y de exterminar a
los que destruyen la tierra» (11, 17 s.).
Agregaremos a lo que hemos dicho algunas consideraciones relativas a este
pasaje. El juicio que aquí piden los Ancianos llega a su ejecución en el que tiene lugar
después del enfrentamiento de Gog y Magog. La petición del juicio se dirige a Dios
Padre, luego es Él quien lo realiza: ninguna mención de Jesucristo en el cumplimiento
de este juicio; esto es otra confirmación de que no puede tratarse del juicio final.
Tanto en la petición como en la ejecución el juicio se refiere a los «muertos»,
evidentemente, a todos los muertos.
El propósito del juicio es doble: dar la «paga», es decir, la recompensa, a los que
han permanecido fieles a Dios, y «destruir» a los que han provocado la ruina de la
«tierra» con su rebelión a Dios, entendida tanto como medio ambiente como sus
habitantes. La ejecución del juicio tiene su premisa en la «destrucción», es decir, el
hundimiento en el «estanque de fuego y azufre», de Satanás, principal responsable de
la «destrucción» física y moral de la «tierra». Respecto a la «paga» dada a los justos, el
único dato que se desprende del texto es el tener el propio nombre escrito en el «libro
de la vida», es decir, ser salvados. Tampoco podía pensar Juan que este evento
sucedería en el fin del mundo. Éste tuvo lugar con la muerte de Cristo, que derrotó y
destruyó las fuerzas del mal, diabólicas y humanas, y restituyó al que tiene fe en Él la
amistad y la intimidad con Dios, como era en los orígenes en el paraíso del Edén.
En estas circunstancias, la discusión sobre una presunta doble redacción del
epílogo parece fundarse sólo en una preconcepción del libro como «profecía»,
entendida restrictivamente como predicción del inminente retorno de Cristo a la
tierra. Y sólo una preconcepción de este tipo explica el hecho de atribuir a un glosador
la formulación de una ley que, según el autor del Apocalipsis, gobierna desde siempre,

278
antes y después de la «venida» de Cristo, el comportamiento de los hombres con
respecto a la divinidad y, en consecuencia, también con respecto a sus semejantes.
Están los que, abandonándose a los propios instintos, se hunden en la abyección, lo
cual no sólo tiene efectos sobre la propia existencia sino también sobre la de otros. Y
están quienes, incluso a riesgo de la propia vida, eligen vivir según los principios de
una libertad interior que comprometía el comportamiento de los primeros cristianos,
convencidos de ser deudores del mensaje y del ejemplo de Jesucristo: libertad de las
formalidades paralizantes de la Ley mosaica, interpretada de una forma totalmente
exterior, pero también, y quizá sobre todo, de la opresión política y del
aprovechamiento que el poder político hacía de los instintos básicos de las masas, es
decir, la avidez de espectáculos violentos y la necesidad de descargar sobre presuntos
culpables sus ansias y miedos colectivos.
De esto era muy consciente ese grupo de cristianos procesados y ajusticiados
en Lyon, de quienes hemos hablado a menudo en el transcurso de esta investigación.
Hablando del suplicio de Blandina, la última del grupo en ser ejecutada en medio de
torturas de todo tipo, el autor del relato del martirio afirma que la atrocidad de los
tormentos infligidos y la constancia con que ella los superaba habían despertado, en la
multitud que asistía a la ejecución, un sentimiento de gran admiración. Sin embargo,
observa el autor del relato, todo esto no justifica el comportamiento ni del procurador
que juzga a los cristianos ni de la multitud que primero denunció a los cristianos y
después asistió activamente a su suplicio, hasta ensañarse incluso con los cadáveres
de los mártires.
Todo esto, continúa el autor, es fruto de un odio insaciable del gobernador y del
pueblo contra los cristianos, y viene a confirmar lo que dice la «Escritura», así define
el Apocalipsis, citando precisamente el versículo 11: «El injusto que siga cometiendo
injusticia...y el justo que siga obrando la justicia». Este hecho permite deducir que no
mucho después de la composición del Apocalipsis un grupo de cristianos, que
demuestran haber tenido familiaridad con el libro, no sólo consideran que el versículo
es auténtico, sino también que su contenido es un juicio divinamente inspirado sobre
los opuestos comportamientos humanos aquí y ahora, y también en el momento de la
prueba suprema del martirio, como lo fue para ellos.
Por otra parte, Jesucristo hace la misma radical distinción entre estos dos
comportamientos humanos, inmediatamente después de pronunciar la
«bienaventuranza» de los que «lavan sus vestiduras para tener potestad sobre el árbol
de la vida y entrar por las puertas en la ciudad» (22, 14); Él excluye de la ciudad –
evidentemente, la «nueva Jerusalén» – a todos los obradores de iniquidad (cfr. 22, 15).
Así también, estos dos comportamientos opuestos, elogiados o condenados por
Jesucristo, se refieren a una historia humana que tiene lugar aquí y ahora en la tierra,
y que ya desde ahora recibe su sanción, puesto que con la muerte de Cristo el juicio ha
comenzado.
La «venida» de Jesucristo inaugura una nueva realidad y no sólo concluye otra,
lo cual se desprende de sus palabras que contienen tanto la «bienaventuranza» en
favor de quien cree en Él como la condena de los malos. En primer lugar, como se
mencionó anteriormente, Él proclama su igualdad con el Padre («Yo soy el Alfa y la
Omega, el Principio y el Fin»), la certeza de su resurrección («el Primero y el Último»).
Confirma, por tanto, que era Él quien envió a su ángel «para testificaros estas cosas

279
sobre las iglesias». Los destinatarios del «testimonio» del ángel son los fieles reunidos
en la asamblea eclesial: a ellos, a través de Juan, el ángel ha explicado las Escrituras
que tenían el objetivo esencial de anunciar la «venida» de Jesucristo, el Mesías
prometido y esperado, el iniciador de una nueva fase en la historia de la salvación,
aspectos que Jesús confirma con las siguientes palabras: «Yo soy la raíz y la
descendencia de David, la estrella resplandeciente de la mañana» (22, 16). Y el efecto
de la obra mesiánica y redentora de Jesucristo son las «iglesias», es decir, la Iglesia.

22, 17: El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!»

En los versículos que van del 1 al 21, es decir, en la conclusión del libro, las
alusiones a la «venida» de Jesucristo se multiplican, así como se hacen más vivaces y
acuciantes las intervenciones en el diálogo, cuyo carácter litúrgico se hace aún más
evidente en esta parte final del epílogo.
En primer lugar, hay un llamado («¡Ven!») puesto en boca del «Espíritu» y de la
«Esposa»; hay después una invitación a «quien escucha» para que también invoque la
«venida» («el que escucha diga: ¡Ven!»), seguida de otra invitación a «quien tenga sed»
y a «quien quiera» para que vengan a tomar «gratis del agua de vida»: y todo dentro
de un solo versículo, el 17. En los versículos 18 y 19, como en una especie de
paréntesis, se pronuncia la advertencia, ya examinada anteriormente, de no alterar el
texto ni el contenido del libro. La advertencia es seguida, en el versículo 20, por la
reiteración de la promesa de la «venida»: «Yo vengo rápidamente» (o bien «presto»,
como se traduce mayormente, pero el matiz de significado, ya explicado
anteriormente, no tiene importancia para la presente discusión) y por una invocación
pronunciada en un tono muy solemne: «Ven, Señor Jesús».
Sólo en la primera invocación de la «venida» el texto indica su procedencia: el
«Espíritu» y la «Esposa». En cambio, nada se dice de la voz que invita al «que
escucha». Si se pudiera identificar el «que escucha» con los participantes de la reunión
litúrgica, se podría también pensar, como Lupieri, que es Juan quien hace la invitación.
Pero ¿podríamos atribuirle también la invitación subsiguiente, dirigida «al que tiene
sed» y «al que quiere», para que tomen «gratis del agua de vida»? Ya hemos expresado
anteriormente que estas palabras sólo pueden ser atribuidas a Jesucristo. También
Prigent comparte esta opinión; identificando a «quien tiene sed» con «quien quiere»,
asocia la invitación a «tomar del agua de vida» con las palabras que Jesús pronuncia
en el cuarto evangelio: «Yo soy el pan de la vida, quien viene a mí no tendrá hambre, y
quien cree en mí jamás tendrá sed» (Jon 6, 35; Prigent, 358 s.). Sin embargo, teniendo
en cuenta la estrecha relación que se estable entre Espíritu e Iglesia, se podría atribuir
la invitación al Espíritu, como también la otra, dirigida al «que escucha».
Lupieri, en cambio, sostiene que las invitaciones «al que tiene sed» y «al que
quiere», como también al «que escucha», son hechas por Juan. Sin embargo, en el texto
habría una distinción entre « el que escucha» y «el que tiene sed»: la primera fórmula
correspondería a los fieles comunes, aún no instruidos para leer, sino sólo para
escuchar; la segunda correspondería, en cambio, «al lector privilegiado del texto, que
tiene el tiempo y la oportunidad para leerlo y meditarlo; éste, “si quiere”, encontrará
ya en el texto «el agua de vida», es decir el espíritu profético que se manifiesta y lo
salva» (Lupieri, 358).

280
Esta distinción es inaceptable, porque «el agua de vida» no es «el espíritu
profético»: es la vida divina que Jesucristo concede y pone a disposición
«gratuitamente» también de quien escucha. Aún menos aceptable es la distinción
entre una «venida» que se entendería, en el contexto del epílogo, en el sentido
escatológico, y una venida que «en el caso del sediento no sería escatológica, pues el
verbo “venir” se referiría a un aproximarse al texto, que se convierte para él en fuente
de revelación».
Respecto a la «venida», como ya se mencionó, en el versículo 20 se encuentran
una promesa y una invocación. La promesa sigue al «testimonio» sobre el libro y al
aviso de no alterar ni el texto ni el contenido (versículos 18-19). Anteriormente hemos
atribuido este «testimonio» a Jesucristo, mientras que la mayor parte de los
intérpretes lo atribuye a Juan. En apoyo de esta última posición, por ejemplo, Prigent
cita las palabras de Moisés que recomienda a Israel no agregar ni quitar nada a los
mandamientos de Dios (cfr. Dt 4, 2). Pero, justamente, se trata de mandamientos; ellos
expresan la palabra y la voluntad de Dios que es manifestada a través de ellos: no es,
por lo tanto, Moisés que da «testimonio» de los mandamientos, es Dios que habla por
medio de él. Para Juan, en cambio, se trataría de un autotestimonio en este sentido.
Esto no es inverosímil, ya que las audiciones provienen «del cielo» y a menudo las
visiones son explicadas por seres angélicos. Por otra parte, dado que en este caso el
«testimonio» es también autentificación, Juan no tenía el poder para atribuírsela,
como tampoco estaba en su poder amenazar con «plagas» o incluso privar de la
salvación; sobre todo porque el que da este testimonio es también el mismo que
anuncia su próxima venida.
Lupieri, en cambio, atribuye el «testimonio» relativo al libro al ángel. Esto se
debería al hecho de que Juan quería fortalecer su autoridad, porque las cartas dejarían
en claro que él «no podía contar con apoyos seguros y mayoritarios», por la existencia
de conflictos con los judíos y con minorías internas (Esmirna), por graves divisiones
(Tiatira), porque el autor sólo podría contar con una minoría (Sardes) y porque otras
estarían perdidas (Laodicea) (Lupieri, 359 y LXIV).
Hemos dado otra interpretación de las cartas; por lo tanto, no podemos seguir
a Lupieri en esta hipótesis. Creemos que, de hecho, en aquellas comunidades, o por lo
menos en algunas de ellas y, de todos modos, en el ambiente en que operaba Juan,
pudo existir una concurrencia entre el culto de los ángeles y el de Cristo. Razón por la
cual parece bastante singular la idea de que el autor se hubiese dirigido a las
comunidades valiéndose de la autoridad de un ángel. Es cierto que recientemente
algunos (por ejemplo, Prigent, 285 s., y Giesen, 414 y 483) han negado rotundamente
que exista en Juan alguna crítica contra el culto angélico, cuestión que incluso Lupieri
considera «difícil de probar».
El hecho es que la ausencia de la polémica o la dificultad para probar su
existencia son, al fin y al cabo, apreciaciones personales de estos estudiosos,
disponiendo de los mismos elementos de que disponen los que están a favor de la
presencia. En realidad, el problema no es tanto la presencia o ausencia de un culto de
los ángeles contra el cual habría polemizado el autor, sino la relación de mediación
que el autor intenta establecer entre Dios y los hombres en el plano de la revelación y
del gobierno del mundo, llevada a cabo por los ángeles y la mediación de Jesucristo.
Esto es lo que hemos querido ilustrar comentando en detalle la visión de Patmos, en

281
que el Hijo del hombre aparece teniendo en la mano derecha siete estrellas, que luego
explica ser siete ángeles. En este detalle, dejado de lado por los comentadores, hemos
visto que Jesucristo asume la plenitud de la mediación, tanto en el plano de la
revelación como en el del gobierno del mundo, que en la fase antigua de la historia de
la salvación Él había llevado a cabo por medio de los ángeles.
El hecho de que Lupieri atribuye al ángel el «testimonio» en favor del libro de
Juan lo mueve a atribuirle también la promesa de una próxima «venida». De hecho, el
personaje que da «testimonio» del libro y proclama la advertencia contra las
alteraciones parece ser el mismo que, inmediatamente después, agrega: «Dice el que
da fe de estas cosas: “Sí, vengo rápidamente (o presto)”» (22, 20). Este es el elemento
que nos ha hecho atribuir a Jesucristo tanto el «testimonio» en favor del libro como la
promesa de la próxima «venida», como sostienen, respecto a la promesa, todos los
críticos.
Lupieri, en cambio, piensa que es el ángel quien hace la promesa, ya que, según
su parecer, Juan vincularía «la venida del ángel a la espera de la venida de Cristo».
«Esto – escribe él – bien se comprende si todavía se trata del primero de los siete
ángeles de las siete copas: su venida coincide con el derrame de su copa y, por lo tanto,
con el comienzo de aquel fin en que vendrá también el Señor a reinar con sus santos»
(Lupieri, 359).
Confieso mi incapacidad para seguir la lógica de este razonamiento. En primer
lugar, no se ve de dónde resulta que el ángel que aquí habla con Juan es «el primero de
los siete ángeles de las siete copas»: ni siquiera resulta que pertenezca a ese grupo.
Como hemos señalado anteriormente, sólo en dos casos el autor se refiere
explícitamente a este grupo: en la explicación de la figura de la prostituta y de su
condena (cfr. 17, 1 ss.), y en la explicación de la «desposada, la esposa del Cordero”, es
decir, la «nueva Jerusalén» (cfr. 22, 9). Al examinar ambos casos, hemos llegado a la
conclusión de que se trata de un paralelismo querido por el autor para poner de
relieve dos aspectos, negativo y positivo, de una sola realidad, Jerusalén. Los dos
aspectos son puestos en evidencia por un solo evento: la muerte de Cristo como inicio
del juicio de Dios sobre el mundo, que lleva a la condena y a la destrucción de la
Jerusalén infiel y a la creación de la «nueva Jerusalén».

La Iglesia y la «nueva Jerusalén»

El derrame de las copas no es, como sostiene Lupieri, «el inicio del fin», sino el
inicio del juicio de Dios. Esto queda claro no en el derrame de la primera, sino de la
última copa, que sigue con el gran terremoto, preludio inequívoco del juicio divino que
tiene como objetivo «Babilonia, la grande» (cfr. 16, 19), es decir, la Jerusalén infiel,
cuyo juicio descrito en el capítulo 17 y cuya destrucción es lamentada en el capítulo
siguiente.
También Lupieri comparte la identificación de Babilonia con la Jerusalén infiel
y piensa que la destrucción de la ciudad en el 70 d.C. se puede poner en relación con la
destrucción de la que se habla en el capítulo 18. Sin embargo, está convencido de que
Juan, hablando de la destrucción de la «prostituta» a manos de la «bestia» y de los
«diez cuernos», se refiere a un evento futuro, en realidad escatológico, que tendría
lugar junto con la batalla de Armagedón, antes del comienzo del reino milenario.

282
El milenio, como ya hemos mencionado, representa para Lupieri la segunda
fase de la Iglesia cristiana que de «perseguida y devastada, como se desprende de los
mensajes a los ángeles de las iglesias…se convierte en la realidad espiritual de la
“ciudad amada”». Al término del milenio ella «será la nueva Jerusalén, la definitiva».
Esta tercera fase se debe identificar, por lo tanto, con el «reino cósmico, del Padre y
del Cordero juntamente, destinado a perdurar por los siglos de los siglos» (Lupieri.
133, 312).
A las observaciones hechas en su lugar, a propósito de esta reconstrucción en
sucesión cronológica de los acontecimientos contenidos en los capítulos finales del
Apocalipsis, añadimos aquí otras consideraciones. En primer lugar, la inserción en
sucesión cronológica del reino milenario entre la destrucción de la Jerusalén infiel y la
«nueva Jerusalén» rompe el vínculo ideal establecido por el autor entre los dos
aspectos de la ciudad; esto es, que a la prostituta, condenada a la destrucción, sucede
la «desposada, la esposa del Cordero» que baja del cielo proveniente de Dios.
Además, lo cual vale para la mayor parte de los críticos, en lo que respecta a la
mención de la Iglesia en el epílogo, no hay ningún elemento que permita considerarla
como una realidad escatológica. Ella es designada con el nombre de «Esposa», lo cual
lleva inmediatamente a identificarla con la «nueva Jerusalén» y nos remite a las voces
celestiales que ensalzan su «vestido de lino fino», sus bodas con el Cordero, y
proclaman la «bienaventuranza» de «los invitados al banquete de las bodas del
Cordero» (19, 9 ss.).
Entre los contenidos de la «nueva Jerusalén» hemos destacado los siguientes: la
morada de Dios en medio de los hombres, que los hará sus hijos y herederos, saciando
la sed de ellos con la «fuente del agua de vida» (después señalada como «río del agua
de vida que brota del trono de Dios y del Cordero») y el hambre de ellos con el acceso
al «árbol de vida», que en la carta a Éfeso era descrito como «el que está en el paraíso
de Dios» y que está plantado en la plaza y en las dos riberas del «río de agua de vida»
de la «nueva Jerusalén». Estos bienes retornan puntualmente en el epílogo. Jesús
proclama «bienaventurados los que lavan sus vestidos para tener derecho al árbol de
la vida y entren en la ciudad por las puertas» (22, 14), e invita (en realidad es el
Espíritu quien lo hace en su nombre) «al que tiene sed» y «al que quiere» a «venir»
para que pueda tomar «gratis agua de vida » (22, 17).
«Fuentes», «ríos de agua de vida», «árboles de vida», vestidos lavados y
blanqueados: son símbolos transparentes y tradicionales, en contexto bíblico, de
alimento y renovación espiritual. A menos de tomarlos a la letra, junto con los otros
elementos descriptivos de la «nueva Jerusalén» ¿cómo entenderlos referidos sólo al
mundo futuro?
Por otra parte ¿qué sentido tiene en un mundo futuro la invitación «al que tiene
sed» para que «venga», por supuesto si «quiere», a beber del «agua de vida»? Existe,
por lo tanto, la posibilidad de que una «venida» humana concurra con la «venida» de
Jesucristo, lo cual sólo puede suceder en el ámbito de aquella realidad divino-humana
que es la Iglesia. Sólo en ella es posible tomar el agua que, conforme a las palabras de
Jesús en el cuarto evangelio, apaga la sed de la eternidad (cfr. Jon 4, 14; 6, 35) y es
garantía de la presencia del Espíritu (cfr. Jon 7, 37 s.). Esta fuente del «agua de vida»
es Jesucristo. Por eso, la voz del Espíritu se une a la de la «Esposa»-Iglesia para llamar
Su «venida» y asegure la abundancia y la perpetuidad del «agua de vida».

283
El «Espíritu» y el Espíritu Santo

En la tradición exegética eclesiástica, ha sido, y aún lo es en muchos casos, una
opinión prevalente que el «Espíritu», cuya voz se une a la voz de la «Esposa»-Iglesia,
es el Espíritu Santo. Recientemente, sin embargo, en esta tradición han surgido dudas,
reparos y hasta negaciones respecto a esta identificación. Giesen, por ejemplo, afirma
resueltamente que el «Espíritu» que se menciona no es el Espíritu Santo, sino «el
espíritu divino de la profecía, que actúa en la comunidad y le habla» (Giesen, 491). Es
decir, se trataría del don de profecía del que habla Pablo (cfr. 1 Co 12, 10). Sin
embargo, mientras el apóstol lo considera un don concedido por el Espíritu, Giesen lo
considera una facultad concedida directamente por Dios a ciertos miembros de la
comunidad, a los «profetas» precisamente, y a Juan entre ellos (Giesen, 32, 483).
Lo que quiero establecer aquí es el rechazo de la tesis de fondo del estudioso; él
afirma que «en ningún lugar del Apocalipsis es mencionado el Espíritu Santo», por lo
tanto «el último libro de la Biblia de ninguna manera presenta una doctrina sobre la
Trinidad» (Giesen, 76).
El principal argumento en que se basa el estudioso para negar la presencia del
Espíritu Santo – y por consiguiente de una doctrina trinitaria – en el libro de Juan es
que los «siete Espíritus» mencionados en el prólogo (cfr. 1, 4) y luego otra vez en las
visiones del Trono (cfr. 4, 5) y del Cordero con «siete cuernos y siete ojos que son los
siete Espíritus de Dios enviados en toda la tierra» (cfr. 5, 6) – de estos, sin embargo,
Giesen evita todo comentario (Giesen, 168) – no se refieren a su persona sino a las
personas de los «siete ángeles que están de pie ante Dios y les son dadas las siete
trompetas» (cfr. 8, 2), que luego serían los mismos a quienes les son dadas las siete
copas «llenas de la cólera de Dios» (cfr. 15, 1; 16, 1).
Hemos argumentado anteriormente, en el análisis de los pasajes citados, que la
expresión «los siete Espíritus» se identifica con el Espíritu Santo. Agreguemos aquí, en
apoyo a esta interpretación, algunas consideraciones. En primer lugar, la
identificación entre «espíritus» y «ángeles» es inadmisible en el uso lingüístico de
Juan; en las múltiples menciones de ángeles individuales o de grupos de ángeles, él
jamás les aplica los términos «espíritu» o «espíritus» (en griego, πνευμα y πνευματα),
sino siempre los términos «ángel» y «ángeles» (en griego, αγγελος y αγγελοι) que
significan «mensajero» y «mensajeros».
Por otra parte, la identificación de los «siete Espíritus» con igual número de
ángeles en las visiones del Trono y del Cordero debe ser desechada. Aquí, como hemos
visto anteriormente, Juan distingue tres categorías de seres angélicos: veinticuatro
Ancianos (también para Giesen son ángeles), cuatro Seres vivientes y ángeles en
número de «miríadas de miríadas y millares de millares» (cfr. 5, 11). Los «siete
Espíritus» se encuentran primero «ante el trono» de Dios Padre, semejantes a
lámparas encendidas y ardientes. Cuando «en el centro del trono y de los cuatro Seres
vivientes y en el centro de los Ancianos» aparece «el Cordero puesto de pie, como
degollado», es decir, Jesucristo muerto y resucitado, que tiene «siete cuernos y siete
ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados en toda la tierra» (5, 6). En otras
palabras: después de la muerte y resurrección, Jesucristo está en posesión de la
plenitud del poder y del Espíritu que se derrama sobre la humanidad. Por otro lado, la
posesión de los «siete Espíritus de Dios» ya había sido proclamada solemnemente por

284
Jesucristo en la introducción de la carta a Sardes: «Esto dice el que tiene los siete
Espíritus de Dios y las siete estrellas» (3, 1), donde también se debe tener en cuenta
una clara distinción entre «los siete Espíritus de Dios» y «las siete estrellas», que son,
justamente, siete ángeles.
La identificación de los «siete Espíritus de Dios» con seres angélicos se hace
absolutamente imposible. La misión «en toda la tierra» que el Cristo resucitado
encomienda a los «siete Espíritu de Dios» ciertamente no se puede asimilar a la de los
ángeles con las trompetas y las copas; esta misión, como hemos tratado de demostrar
anteriormente, es una clara alusión a la efusión del Espíritu Santo sobre sus
seguidores de parte de Jesucristo resucitado, y se encuentra atestiguada en otros
escritos neotestamentarios (por ejemplo: Lc 24, 49; Hch 2, 38).
Esta diferencia entre las dos realidades, «ángeles» y «Espíritu», se hace
evidente en las cartas a las iglesias, donde Jesucristo ordena a Juan que escriba «al
ángel» de cada iglesia – comoquiera que se entienda – escuchar lo que el «Espíritu»,
uno solo y siempre el mismo, «dice a las iglesias». Por consiguiente, si estos «siete
Espíritus» son ángeles ¿cuál es el «Espíritu» que conduce a Juan a contemplar las
visiones del Trono y del Cordero (cfr. 4, 2), de la prostituta (cfr. 17, 1 ss.) y de la
«nueva Jerusalén» (21, 9 ss.), visiones que total o parcialmente son explicadas al
vidente por un ángel? Ya hemos señalado anteriormente que es impropio e inexacto
traducir la expresión «fui en el Espíritu» con «yo estaba en éxtasis» o expresiones
análogas. Y todavía más: si el «Espíritu» es el don de la profecía concedido a algunos
cristianos, entre los que se encuentra Juan ¿cómo se debe entender el «Espíritu» que
interviene para confirmar la «voz del cielo» que le ordena escribir: «Bienaventurados
los muertos que mueren en el Señor» (14, 13)? No puede tratarse, por cierto, del
«espíritu divino de la profecía», puesto que Juan, según Giesen, ya lo posee.
Por otra parte, si «la profecía – como dice el ángel – es el testimonio de Jesús»,
atribuir el don de la profecía a una sola categoría de cristianos, los profetas, es
disminuir el sentido de las palabras del ángel. La hemos atribuido, en cambio, a todos
los cristianos, como efecto de la difusión «sobre toda la tierra» de los «siete Espíritus
de Dios», es decir del Espíritu Santo, en virtud de la muerte y resurrección de
Jesucristo.
Además: hemos tratado de demostrar que para Juan ya existía un «testimonio
de Jesús» con efectos salvíficos en la antigua economía. Hemos identificado este
aspecto en las visiones de los «degollados» del quinto sello, de los ciento cuarenta y
cuatro mil sellados en la frente, de los «decapitados» del reino milenario. Y hemos
visto la alegoría de la salvación concedida a los justos de la economía antigua, los
muertos «a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús», en el episodio de los
«dos testigos».
El desenlace de la historia de los «dos testigos» nos vuelve a llevar al discurso
sobre el «Espíritu». En efecto, ellos son muertos por la «bestia que sube del abismo» y
fueron dejados insepultos «en la plaza de la ciudad, la grande, que se llama
espiritualmente Sodoma y Egipto, donde también el Señor de ellos fue crucificado»
(11, 7 s.). Pero «al cabo de tres días y medio un Espíritu de vida [proveniente] de Dios
entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies». Luego «una gran voz del cielo» los
llama a subir hasta allí, «y ellos subieron al cielo en la nube» (11, 11 s.).

285
Argumentamos en su lugar que este «Espíritu de vida» no se puede ser
entendido como un simple soplo vital que restituye a los «dos testigos» a la vida
anterior: se trata de la infusión de una vida divina, realizada por el «Espíritu de vida»,
que los hace resucitar («se levantaron sobre sus pies») y les permite ser elevados al
cielo («subieron al cielo en la nube»). Todo esto no tiene nada que ver con el «espíritu
divino de la profecía», otorgado a una categoría restringida de cristianos.
Además, la relación del «Espíritu» con la «vida» – la nueva «vida», es decir, la
vida divina que es vida eterna – se pone en singular relieve en las cartas a las iglesias,
especialmente en la carta a Éfeso y a Esmirna. En la conclusión de la carta a Éfeso
Jesucristo dice: «Quien tenga oídos oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias: Al que
venciere le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios» (2, 7). En
la carta a Esmirna Jesucristo promete «la corona de la vida» al que permaneciere «fiel
hasta la muerte» y el mensaje concluye de la siguiente manera: «Quien tenga oídos
oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias: El que venciere no se verá afectado por la
muerte segunda» (2, 10 s.). En garantía de las promesas de esta «vida», que dura
eternamente evidentemente ya que exime de la «segunda muerte», Jesucristo llama al
«Espíritu», que claramente vive al interior de la comunidad eclesial, dado que a ella
habla.
Por lo tanto, el que «habla a las iglesias» no puede ser un genérico «espíritu
divino de la profecía», prerrogativa de un restringido número de privilegiados, sino un
ser personal dotado de gran autoridad, pues no sólo anuncia los bienes asociados a la
«venida» de Jesucristo, sino también coopera con su realización en el seno de la
comunidad. Por otro lado, no se puede pensar que el autor del Apocalipsis haya
ignorado la fórmula bautismal, contenida en todos los escritos neotestamentarios,
puesto que la presencia del Espíritu Santo, junto al Padre y al Hijo, es un elemento
fundamental en la constitución de la realidad eclesial. Nos preguntamos por
consiguiente ¿qué tipo de iglesia él habría tenido en mente, privada del Espíritu Santo
y, por tanto, de la Trinidad?
Es bastante probable que estas afirmaciones relativas a la ausencia en el
Apocalipsis de una doctrina sobre el Espíritu Santo obedezcan a una precomprensión
del libro totalmente proyectada hacia la espera de la parusía. Esto es lo que se dice
explícitamente, aunque en forma de pregunta, en el «Gran Léxico del Nuevo
Testamento»: «¿No habría que buscar quizá la razón de la ausencia (en el Apocalipsis)
de una pneumatología en el hecho de que aquí, como en el cristianismo primitivo, toda
la atención está puesta en el futuro y no en la presencia actual del Espíritu?» (GLNT,
1975, p. 1092, n. 315)
Por lo tanto, el «Espíritu», que vive en la Iglesia, une su voz a la «Esposa» para
invocar la «venida» de Jesucristo. La invocación es reiterada, antes del saludo
epistolar final, en forma de coro por la asamblea litúrgica: «¡Amén! ¡Ven Señor Jesús!»
En esta última invocación, algunos estudiosos han visto el eco de una fórmula aramea,
utilizada por los primeros cristianos con fines litúrgicos o como saludo, que Pablo
recuerda al final de la primera carta a los cristianos de Corinto: Maranatha (1 Co 16,
22). La fórmula, según los eruditos, es susceptible de una doble lectura: «El Señor
vino» o bien «¡Ven, Señor Jesús!». Evidentemente Juan elige la segunda lectura.

286
La «venida» de Jesucristo: ¿Escatológica o perenne?

A estas alturas la pregunta que debe plantearse es la siguiente: ¿Estas
invocaciones a la «venida» de Jesucristo, que confluyen casi obsesivamente en el
epílogo, entrelazadas con sus promesas de una próxima «venida» (que se repiten
además en las cartas a las iglesias) deben ser entendidas como un indicio de que el
autor del Apocalipsis, en una impaciente espera, estaba convencido de un inminente
retorno de Cristo a la tierra? Muchos son quienes lo piensan, especialmente entre los
exégetas que se inspiran en el método histórico-crítico. Esta convicción también está
muy extendida entre los intérpretes de la tradición exegética eclesiástica. Sin
embargo, aquí se asiste desde siempre a la intención de silenciar, en la interpretación
del libro, las expectativas del fin, para valerse de los contenidos que facilitan la
profundización de la cristología y la eclesiología. En este sentido son ejemplos
significativos los comentarios de Prigent (que recoge los de Allo) y de Giesen, que
niegan enérgicamente la tesis de que el libro de Juan está imbuido de impaciente
espera de la parusía (Giesen, 24 ss.).
En la interpretación que aquí se propone hemos tratado de poner en evidencia
que, de alguna manera, la preocupación de Juan es de carácter apologético y tiene que
ver con la primera «venida» de Jesucristo. Él quería demostrar a sus «hermanos»,
provenientes del judaísmo y del paganismo, pero quizás también a sus antiguos
correligionarios que no lo habían aceptado, que Jesús era el Mesías prometido por
Dios y anunciado por las Escrituras.
Al hacerlo él no sólo recurre a textos bíblicos, especialmente los proféticos, sino
también a los grandes acontecimientos, gloriosos y trágicos, que marcaron la historia
del pueblo hebraico: la liberación de Egipto; el reino de David, con Jerusalén
convertida en la sede del Templo del verdadero culto de Dios; el fin del reino de Judá,
la devastación de Jerusalén y del Templo bajo Nabucodonosor; el retorno del exilio
babilónico y la reconstrucción del Templo; las persecuciones contra la Ley y el culto
del verdadero Dios por parte de los soberanos helenísticos de Siria.
Detrás de estos acontecimientos, Juan ve las intervenciones de Dios para
premiar o castigar la fidelidad o infidelidad a su «palabra» y a la promesa que había
hecho a los protoparientes después de la caída, o sea el envío de un salvador para
liberar a la humanidad de la esclavitud del «gran dragón, la serpiente de los orígenes,
el que se llama diablo y Satanás, que seduce con el error a toda la tierra habitada» (12,
9).
De este modo, la visión de la historia humana – que para Juan es historia de la
salvación – se desplaza del horizonte hebraico al de toda la humanidad, ya que de
hecho es sobre ella entera que se esparcirán los efectos de la redención llevada a cabo
por Cristo con su sangre (cfr. 5, 9 s.).
Sin embargo, en la fase antigua de la historia de la salvación el «testimonio» de
la «venida» de Jesucristo es mantenido, en la parte de Israel fiel a Dios, especialmente
por los profetas, a veces perseguidos e incluso ejecutados por parte de Israel infiel y
adúltera. Juan toma de los profetas los oráculos que hablaban de la futura venida del
Mesías como un evento acompañado por fenómenos catastróficos en el plano cósmico
(terremotos, caída de estrellas, oscurecimiento del sol) y en el plano humano (guerras,
hambrunas, calamidades) seguido por un nuevo mundo de paz, justicia y prosperidad.

287
Interpretadas demasiado a menudo literalmente, estas catástrofes han conferido al
Apocalipsis la obscura imagen que lo acompaña. Juan, recogiendo de los antiguos
profetas esas imágenes aterradoras y luminosas, las transfiere al plano espiritual y las
entiende como el doble efecto de la muerte y resurrección de Jesucristo. Las
catástrofes cósmicas (terremotos, oscurecimiento del sol y de la luna, caída de las
estrellas) representan la intervención de Dios para juzgar el mundo, precisamente con
un doble efecto: condenar y destruir a los malos (destrucción de Babilonia, exterminio
de los ejércitos de la coalición de Armagedón, fuego que destruye a Gog y Magog:
profecías de Isaías y Ezequiel) y salvar a los justos.
Por cierto, entendiendo de este modo la primera «venida» de Jesucristo, Juan
no pretende excluir la escatológica. Si hemos entendido bien sus palabras, él quiere
insistir en el hecho de que la «revelación de Jesucristo», es decir, su presencia en la
historia de la salvación, es perenne, en acto desde «la creación del mundo» (cfr. 13, 8;
17, 8) y perdurará hasta el fin del mundo.
Este es el sentido en que se debe entender, al menos en el primer lugar, la
invocación por su «venida» que eleva la asamblea litúrgica, de hecho, en realidad toda
la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo: es una «venida» de Jesucristo que es
absolutamente necesaria para la vida misma de los fieles que constituyen la Iglesia. En
primer lugar, Él es la fuente de la vida, proveniente del Padre, y es también la fuente
del Espíritu: por eso es necesario que Él «venga», para que «el que tiene sed», si
«quiere», pueda «venir» a «tomar gratis del agua de vida». Luego, como ya se ha
mencionado anteriormente, es muy probable que haya sido durante una reunión
litúrgica («en el día del Señor») que Jesucristo resucitado se aparece a Juan, en toda su
gloria de Sumo Sacerdote, Rey y Juez universal: esta es también una de las formas de
su «venida».
Además, su «venida» debe ser perenne, «hasta el fin del mundo» (cfr. Mt
28,20). Aunque «el reino» ha comenzado, sus fieles están en la «persecución» y
necesitan que Él fortalezca su «constancia». Es cierto que la «tienda de Dios» ya se
encuentra entre los hombres, y que el «río de agua de vida» brota del trono de Dios y
del Cordero, pero los seres humanos deben desearla, sentir su necesidad: la
invocación por la «venida» de Cristo es también la expresión de esta necesidad. Por
último, su «venida» es necesaria para que Él pueda ser conocido incluso por las
«gentes», que intuyen la grandeza y la gloria de su obra redentora que se ha
concretado en la creación del «nuevo cielo», de la «nueva tierra» y de la «nueva
Jerusalén».










288
Nota bibliográfica

Textos

Para el Antiguo Testamento se ha seguido La Biblia de Jerusalén (Ediciones Dehonianas, Boloña
1971). También se han tenido presentes las ediciones de la UTET (Turín 1973) y de la Marietti (Casale
Monferrato 1963).
Para el Nuevo Testamento se ha utilizado el Nuevo Testamento griego-italiano de Bruno
Corsani y Carlo Buzzetti (Roma, Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, 1996).
La traducción del Apocalipsis ha sido realizada sobre el texto de la edición Nestlé-Aland,
reproducida en el Nuevo Testamento ya citado. También ha sido consultado el texto referido por el
comentario de Lupieri citado más abajo.

Comentarios

Se señalan aquí tan sólo los comentarios directamente o indirectamente citados en el
transcurso de este trabajo. Para una bibliografía completa, relacionada tanto con los comentarios como
con los estudios, remitimos a Otto Böcher, Johannesapocalypse, en «Real-lexicon für Antike und
Christentum», t. XVIII, 639-646, Stuttgart 1997) y a Heinz Giesen, en el comentario más abajo citado, pp.
500-514.

Allo, E.-B., Saint Jean. L’Apocalypse, Paris 1921.

Brütsch, Ch., la carté de l’Apocalypse, Génova 1966.

Caird, C.B., The Revelation of St. John the Divine, «Black’s New Testament Commentaries», Londres 1966.

Charles, R.H., A Critical and Exegetical Commentary on the Revelation of St. John, 2. Voo. Edinburg 1920.

Ford, J.M., Revelation. A New Translation with Introduction and Commentary, «The Anchor Bible» 38,
Garden City 1975.

Giesen, H., Die Offenbarung des Johannes, «Regensburger Neues Testament», Regensburg 1997.

Kiddle, M., The Revelation of St. John, «The Moffat New Testament Commentary», Londres 1940.

Kraft, H., Die Offenbarung des Johannes, «Handbuch zum Neuen Testament» 16ª, Tübingen 1974.

Lohmeyer, E., Die Offenbarung des Johannes, «Handbuch zum Neuen Testamen» 16, Tübingen 1926.

Lupieri, E., L’Apocalisse di Giovanni, Milán 19990.

Prigent, P., L’Apocalypse de Jean, Lausanne-Paris 1981.

Tresmontant, C., L’Apocalypse de Jean, París 1984 -, Enquête sur l’Apocalypse, París 1984.

Wikenhauser, A., L’Apocalisse di Giovanni, trad. It., Milán 19



289
Índice

I Palabras del traductor

III Recensión del libro por Don Francesco Ricossa

XVIII Nota acerca del autor

XIX Presentación de la obra

1 Preámbulo

7 Introducción
1. Fecha de composición, 7 – 2. El autor, 7 – 3. Apocalipsis y milenarismo, 12 – 4.
Apocalipsis, «apocalíptica», Antiguo Testamento, 21 – 5. Historia profana,
historia hebraica e historia de la salvación, 25 – 6. Apocalipsis y Nuevo
Testamento, 29 – 7. Esquema y estructura del Apocalipsis, 34 – 8. Relaciones
entre los septenarios, 36 – 9. Simbolismo, alegoría, tipología, 37

42 1. Prólogo (1, 1-8)
Introducción, 42 – 1, 1: «Revelación de Jesucristo», 43 – 1, 1: «Para manifestar a
sus siervos las cosas que es necesario se cumplan rápidamente», 44 – 1, 1-2: «y
[la] manifestó con signos, sirviéndose de la misión y de la mediación de su ángel, a
su siervo Juan, el cual testificó la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo, las
cosas que él vio», 48 – 1, 3: «Bienaventurado el que lee y los que oyen las palabras
de esta profecía, y guardan las cosas que en ella están escritas: de hecho, el
tiempo está cerca», 50 – 1, 4: «Juan a las siete iglesias que están en el Asia: Gracia
y paz a vosotros», 52 – 1, 4: «El que es, que era y que viene»; los «siete Espíritus»;
«Jesucristo», 53 - 1, 6: Los fieles de Jesucristo: reyes y sacerdotes, 54 - Los «reyes
y sacerdotes» del reino milenario, 55 - 1, 7: «He aquí que viene con las nubes, y lo
verá todo ojo y los que lo traspasaron. Por él se golpearán el pecho todas las
tribus de la tierra. Sí. Amén.», 56

58 2. El septenario de las cartas (1, 9 – 3, 22)
Introducción, 58 – Proemio: la visión de Patmos (I, 9-20), 59 – 1, 9-10: «En la
isla llamada Patmos…en el Espíritu…en el día del Señor», 59 – 1, 10: La «voz
grande, como de trompeta», 60 – La visión del Hijo de hombre. Los modelos, 64 –
1, 13-16: El Hijo de hombre. Mesías, Dios, Sumo Sacerdote, Rey y Juez universal,


66 – 1, 19-20: El «misterio de las siete estrellas» y los «siete candelabros de oro»,
69 – Las cartas a las iglesias de Asia Menor, 72 – Contenido de las cartas, 73 –
Problemas e hipótesis, 74 – ¿Cartas reales o ficticias?, 74 – La interpretación
«profética» de las cartas, 75 – Las cartas y el Antiguo Testamento, 76 – La
historia de la salvación, 77 – La séptima carta, 79 – Antiguo y nuevo, 81 - «Al
ángel de la Iglesia…escribe, 82 – «Esto dice El que...», 82 - «Conozco tus obras»,
83 - «Yo vengo rápidamente», 84

85 3. El septenario de los sellos (4, 1 – 8, 1)
Introducción, 85 – Proemio: la visión del Trono y del cordero (4, 1-5; 14), 89 –
4, 1: La «puerta abierta en el cielo», 89 – 4, 2 ss.: La visión del Trono: la creación,
90 – El orden cósmico, 92 – El orden angélico, 93 – La subordinación de los
ángeles, 95 – La redención, 96 – El Cordero y el «libro con los siete sellos», 97 – El
Cordero, 98 – El modelo de la visión: Daniel, 99 – Las «variantes» de la visión de
Daniel, 99 – El Cordero como Hijo de hombre, 100 – Los primeros cuatro sellos,
101 – «…y he aquí un caballo blanco,…un caballo rojo fuego,…un caballo
negro,…un caballo verdoso» 103 – Creación y caída del hombre, 103 – El cuarto
caballo y su jinete, 105 – «…y les fue dado poder sobre la cuarta parte de la
tierra…», 106 – Los cuatro jinetes y los cuatro imperios, 107 – 6, 9-11: El quinto
sello: la salvación de los «testigos» («mártires») antiguos, 109 – El «testimonio de
Jesús» y el «vestido blanco» (vida eterna), 110 – El «reposo por breve tiempo»,
112 - El «breve tiempo» y la venida de Cristo, 113 – 6, 12 – 7, 17: El sexto sello: las
dos fases de la intervención salvífica divina, 114 – 7, 1-8: Los ciento cuarenta y
cuatro mil, 115 – Los ciento cuarenta y cuatro mil no son los cristianos, 116 – 7,
9-17: La «gran multitud», 117 – El séptimo sello: ¿fin del mundo y de la historia?,
118 – Fin de la liturgia angélica y del culto judaico, 118 – La «media hora» y la
«media semana», 119

121 4. El septenario de las trompetas (8, 2 – 11, 19)
Introducción, 121 – Los protagonistas: ángeles, malos y buenos, 122 –
«Trompetas y Antiguo Testamentos, 123 – «Trompetas» y cumplimiento del
«misterio de Dios», 124 – 8, 2-5: El proemio del septenario de las trompetas: la
liturgia angélica, 125 – El altar celeste: culto judaico y culto cristiano, 126 – El
fin de la liturgia angélica, 127 - Las siete trompetas (8,7 – 11,19), 128 – 8, 7-13:
Las cuatro primeras trompetas, 128 – «Fuego», «estrellas», ángeles, 129 – La
caída de los ángeles, 129 – La caída de los ángeles y el daño del cosmos, 130 – 9,
1-12: La quinta trompeta (primer «ay»): la caída del hombre, 132 – La «estrella
grande» abre «el pozo del abismo», 132 – El tormento de las langostas no es
físico, 134 – La búsqueda imposible de la muerte, 135 – 9, 5: «…les fue
dado…atormentarlos por cinco meses», 135 – 9, 13-21: La sexta trompeta
(segundo «ay»). Primera parte: la guerra, la consecuencia más grave de la culpa
original, 136 – La guerra como fundamento de los imperios, 139 – Ángeles y
jinetes infernales, 140 – 10, 1-11: La sexta trompeta (segundo «ay»). Segunda
parte: la primera intervención salvífica de Dios: valor y límites de la economía


antigua (10, 1-11), 141 – 10, 1-7: El «ángel fuerte» con el «pequeño libro», 141 –
Las palabras de los «siete truenos», 142 – El «pequeño libro abierto», 143 – 10,5-
7: El cumplimiento del «misterio de Dios», 144 – 10, 8-11: El libro devorado, 145
– El libro devorado: dulce y amargo, 145 – 11, 1-2: La medición del Templo:
validez del culto antiguo, 147 – 11, 3-13: Los «dos testigos»: la Ley y los Profetas
rinden testimonio a Jesucristo, 149 – 11, 13: El gran terremoto, 152 – 11, 15-19:
La séptima trompeta (tercer «ay»): la muerte de Jesucristo como cumplimiento
del «misterio de Dios», 153

157 5. El septenario de las copas (12, 1 – 22, 5)
Introducción, 157 - Proemio del septenario de las copas (12, 1 – 14, 20), 159 -
Las «señales en el cielo», 159 – 12, 3-4: La «señal» del dragón, 160 – 12, 1-6.13
ss.: La «señal» de la mujer y del hijo, 164 – 12, 2-5.13: El hijo-Mesías, dado a luz y
«llevado al cielo», 170 – La mujer del capítulo 12: la humanidad en el proyecto de
Dios, 172 - Las dos bestias (13, 1-18), 174 – 12, 18: «Y se puso en pie sobre la
arena del mar», 174 - 13, 1-10: La bestia del mar: la corrupción del poder
político, 177 – 13, 9-10: La «ley» de la bestia del mar y la «constancia y la fe de los
santos», 180 – 13, 8: «El Cordero que es degollado desde la creación del mundo»,
181 – 13, 11-17: La bestia de la tierra: la corrupción del poder religioso, 183 - El
número 666 (seiscientos sesenta y seis), 192

196 6. Primera intervención salvífica de Dios (antigua Alianza) como
preparación y premisa de la segunda (muerte de Cristo): 14, 1-20
Introducción, 196 – 14, 1-5: El Cordero y los ciento cuarenta y cuatro mil sobre el
monte Sión: la muerte de Cristo en el testimonio de los mártires antiguos, 198 –
14, 13: La voz del cielo: los salvados de la antigua Alianza, 200 – «Virginidad»
como rechazo de la idolatría, 201 – «Constancia y fe de los santos»: el martirio,
202 – 14, 14-20: Siega y vendimia: la muerte de Jesucristo como juicio de Dios
sobre el mundo, 204 –

209 7. Entrega y derrame de las copas: la muerte de Cristo, como inicio
del juicio de Dios (15, 1-16, 21)
Introducción, 209 – La «señal» en el cielo, 210 – 15, 2-4: Los vencedores de la
bestia, 211 – 15, 5-8: La apertura del Templo celeste, 211 – 16, 1-21: El derrame
de las copas, 212 – 16, 19: Las primeras cuatro copas, 213 – 16, 10-11: La quinta
copa, 216 – 16, 12-16: La sexta copa, 216 - 16, 15: «He aquí que vengo como un
ladrón: dichoso el que vigila y custodia sus vestidos, para no andar desnudo y
vean su vergüenza», 219 – 17, 16-21: La séptima copa, 220 – Inicio del juicio de
Dios: condena y destrucción de la prostituta-Babilonia (17, 1-19, 10), 221 – 17,
1-18: El «misterio» de la «prostituta, la grande», 221 - 17, 16: La rebelión contra
la «prostituta», 225 - 17, 7-14: La «bestia» sobre la que «está sentada la
prostituta», 227 – 17, 9-10: «las siete cabezas son siete montes y siete reyes», 228
– 17, 12: «Los diez cuernos son diez reyes que de ningún modo han recibido la


dignidad real, pero reciben potestad como por espacio de una hora», 230 – 18, 1-
8: La caída de Babilonia y la subordinación de los ángeles, 231

232 8. La batalla de Armagedón: la muerte de Cristo como condena y
destrucción de las fuerzas malvadas humanas (19, 11-21)
El «cielo abierto», 235 – El jinete sobre el caballo blanco, 236 – El Mesías juez y el
«manto salpicado de sangre», 236

241 9. El reino milenario: recapitulación de la historia de la salvación
desde la caída (de los ángeles y del hombre) hasta la muerte de
Cristo (20, 1-10), que comienza el juicio de Dios (20, 11-15)
Estructura del capítulo 20, - 241 – ¿Un solo juicio o dos juicios?, 242 – Las «dos
resurrecciones», 244 – Reino milenario y milenarismo, 246 – El asalto de Gog y
Magog y de las «gentes» contra el Mesías, 252 – La «subida» de las fuerzas
satánicas y el «descenso» del «fuego» desde el cielo, 254 – El juicio de Dios: la
“fuga” de la tierra y del cielo, la resurrección de los muertos, los “libros” y “el libro
de la vida” (20,11-15), 256 – La resurrección de los muertos, 258

260 10. La muerte de Cristo como reunión de la humanidad redimida en
el reino mesiánico
La “nueva Jerusalén” (21, 1-22, 5), 260 – Estructura de la visión, 260 – Fuentes y
modelo de la visión, 262 – La «nueva Jerusalén»: ¿Realidad histórica o
escatológica?, 265 – Referencias internas, 267 – Las cartas a las iglesias, 267 –
La «mujer-prostituta» y la «mujer-esposa del Cordero», 268

272 11. Epílogo (22,6-21)
Estructura del epílogo, 272 – El “libro de la profecía”, 273 – La «venida» de
Jesucristo: ¿«escatológica» o perenne?, 276 – La venida de Jesucristo como
juicio, 276 – 22, 17: El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!», 280 – La Iglesia y la
«nueva Jerusalén», 282 – El «Espíritu» y el Espíritu Santo, 284 – La «venida» de
Jesucristo: ¿Escatológica o perenne?, 287 –

289 Nota bibliográfica

Potrebbero piacerti anche