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Los laicos son todas las personas que pertenecen a la Iglesia católica, a través del Bautismo pero
que no son obispos, sacerdotes, o pertenecen a algún grupo de vida consagrada.De esta forma, los
laicos son todos los fieles que han sido bautizados dentro de la Iglesia.
Para ser más precisos, escuchemos lo que dice el Concilio Vaticano II en el documento Lumen
Gentium, número 31 y que recoge el Catecismo de la Iglesia católica en el número 897: “Por laicos
se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado
religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados por el bautismo,
que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey.
Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el
mundo”.
Elemento muy importante para distinguir a los laicos es el de su bautismo. Por este sacramento,
los laicos o fieles del pueblo de Dios se hacen acreedores al derecho de llamarse y de ser Hijos de
Dios y participar de esa filiación divina. Pero también comparten la obligación de trabajar para que
el mensaje de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra. Esta
obligación es más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el
Evangelio y conocer a Cristo.
Juan Pablo II ha dicho de los laicos: “El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo,
ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia lo penetran y
vivifican. Así se perciben mejor las exigencias de una sociedad digna del hombre; se corrigen las
desviaciones y se corrobora el ánimo para obrar el bien. A esta labor de animación evangélica
están llamados, junto con todos los hombres de buena voluntad, todos los cristianos y de manera
especial los laicos”. (Cfr. Centesimus annus, número 25).
El apostolado que deben llevar a cabo los laicos no se reduce solamente al testimonio de su vida,
lo cual ya es una labor fundamental para construir el Reino de Dios en la sociedad. Deben ser
“sanamente agresivos” con el fin de buscar todas aquellas oportunidades para hacer real en todos
los ámbitos dela sociedad, el mensaje de Cristo. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de
la Iglesia, como apuntaba el Papa Pío XII en su discurso del 20 de febrero de 1946 y que fue citado
por Juan Pablo II en su documento Christifideles laici, número 9: “Los fieles laicos se encuentran en
la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad.
Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer
a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del
jefe común, el Papa, y de los obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia.”
Grupos parroquiales
8. La función de guiar a la comunidad como pastor, propia del párroco, radica en su asimilación a
Cristo, sacerdote, cabeza y pastor de su Iglesia y, por tanto, es función de carácter sacramental.
Sólo Cristo tiene autoridad para convocar, para decir “vengan a mí” y “escúchenme”. El sacerdote
sólo lo hace en su nombre y con su autoridad. Por eso, en la parroquia, Cristo se hace presente en
la persona del sacerdote y en el misterio de la Eucaristía, junto con los demás sacramentos y en su
santa palabra. Es esta centralidad de Cristo la que hace de la parroquia una auténtica comunidad
de fieles y su máxima expresión es la celebración de la Misa dominical: “Entre las numerosas
actividades que desarrolla la parroquia ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la
celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía” (Dies Domini, 35). Sin Eucaristía
dominical no hay vida cristiana ni comunidad parroquial. Nada podrá suplirla jamás. Los
movimientos y grupos apostólicos aquí tienen su fuente primaria de espiritualidad, su vida y vigor.
10. La función propia de los movimientos y grupos apostólicos es vivir su carisma “para la
edificación de la Iglesia” y, tratándose de la parroquia, para la construcción de la comunidad
parroquial. Ningún carisma tiene un valor absoluto, sino relativo “a la comunidad”, como los
miembros respecto de la totalidad del cuerpo. Esto deben entenderlo los movimientos y grupos
apostólicos. Pero, al mismo tiempo, como los miembros conforman al cuerpo y éste no gozaría de
integridad ni de funcionalidad sin ellos, así los carismas son indispensables para la edificación y el
enriquecimiento de la parroquia. Y no sólo esto, sino que cada carisma es un don particular,
diverso a los demás; debe, por tanto, enriquecer al cuerpo eclesial con su don propio y particular.
La mano enrique al cuerpo como mano, no como pié; su aporte es ser siempre mano y no
transformarse en pié. Una parroquia sin carismas, sin grupos y sin movimientos apostólicos sería
una comunidad monolítica y apagada. Esto debe tenerlo presente el párroco y cultivar la variedad
en la unidad. Así lo exige la eclesiología y espiritualidad de comunión o comunión orgánica. Esto
puede y debe dar origen a una rica variedad de dones y ministerios en las parroquias y en las
diócesis, adquiriendo cada una su propia identidad dentro de la superior unidad, como aparecen
las diversas iglesias en en el Nuevo Testamento, de modo que la esposa del Cordero se vea
engalanada con la multiforme riqueza del Espíritu.
13. Finalmente, la función del Consejo Pastoral en la parroquia debe ser el de representar esta
riqueza y, mediante su consejo y sabiduría, auxiliar al párroco para que el funcionamiento de los
dones y carismas se exprese mejor dentro de la comunión orgánica y se viva la espiritualidad de
comunión. El Consejo Parroquial no es para que cada uno vaya a defender su propia bandera, sino
para mostrar cómo el Espíritu enriquece y adorna a la Esposa de Cristo en su parroquia. Para esto
es necesario tener presente, como nos recuerda el Papa Juan Pablo II, que “no es la comunidad
quien se da a sí misma el sacerdote, sino que, por medio del obispo, le viene del Señor. Reafirmar
esto con claridad y desempeñar esta función con humilde autoridad constituye un servicio
indispensable a la verdad y a la comunión eclesial. La colaboración de otros que no han recibido
esta configuración sacramental con Cristo es de desear y, a menudo, resulta necesaria. Sin
embargo, éstos de ninguna manera pueden realizar la tarea de pastor propia del párroco… El
párroco cuenta ciertamente con la ayuda de los organismos de consulta previstos por el Derecho
(cf. cc. 536-537); pero éstos deberán mantenerse fieles a su finalidad consultiva. Por tanto, será
necesario abstenerse de cualquier forma que, de hecho, tienda a desautorizar la guía del
presbítero párroco, porque se desvirtuaría la fisonomía misma de la comunidad parroquial”
(Instrucción, Nº 5).
14. De este modo, la parroquia aparecerá como un nuevo y viviente cenáculo, donde el Espíritu
Santo reparte sus dones y todos escuchan, cada uno en su propia lengua, el mensaje de los
Apóstoles en comunión con la Madre de Jesús, y quedan llenos del fuego sagrado de Pentecostés,
para ser testigos de Cristo “hasta los últimos confines de la tierra”.