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GABRIELA EN ÁMBAR

diómedes

1
Crucé amparado por la autoridad del semáforo, tratando de no enredarme en
las astutas evoluciones de los niños malabaristas. Fue un cansancio de varias
cuadras, desde mi casa hasta la sombra de cipreses de la alameda donde unos
vagabundos concentrados en alcohólica contemplación extraían de bolsas
plásticas, a mano desnuda, gruesas porciones de comida rescatada de los
desperdicios; por fin, el sol ancho del estacionamiento central, la procesión de
combis detenida durante una bulliciosa eternidad horadada de bocinas, para
continuar de pronto, recobrada, rumbo al sur, hacia las últimas casitas,
decrecientes, cubos simples, hojalata y descalzos.
Reconocí de lejos a Omar: plantado al lado del portal de ingreso, apoyaba los
codos en el muro del que brotan las rejas de fierro antiguo del Cementerio
General.
Ella venía del otro extremo, de las flores, de esas casetas primaverales
abiertas para los inconsolables endeudados: mirar, oler, y rescatar, iluminando
con colores lo sobrante, el nombre de sus muertos.
Distinta, se detuvo frente a él, hablaron, con tanta naturalidad que temí. No
había alternativa, decidí acercarme sangrando orgullo.
-Puntual…
Celebró Omar, y me la presentó:
-Ella es… ¿cómo te llamas?
-Te acabo de decir… ¿ya te olvidaste? ¡Gabriela…!
Y apoyó la palma de su mano en el brazo de Omar.
Se quieren, pensé, más rabioso todavía, sin atender a la radiante generosidad
de su pregunta:
-¿Y tú?
¿Yo? Mi nombre; mi completo asombro.
Guapa, bajita, la blusa roja, mostrando un largo triángulo de piel entre sus
clavículas, dejaba predecir dos pechos tímidos. Caderas suficientes.
Pregunté, para confirmar:
-¿No se conocían?
Ella, regalándonos un guiño irreproducible, coqueteó:
-No… de aquí nomás…

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Sonreí, satisfecho porque la botella de ron que llevé oculta bajo la casaca
había resucitado a su destino, y envidioso, pensando cómo Omar la había
atrapado, así de fácil.
En venganza, me adueñé de la situación:
-Entonces, Gabriela… ¿quieres caminar, vamos a un parquecito?
Habíamos quedado en encontrarnos, Omar y yo, como siempre, en la puerta
de ese espacio liberado de persecuciones, porque allí, la juiciosa embriaguez
que practicamos desde épocas de universidad, no puede ser censurada, y
hemos comprendido: cualquier lugar abierto es mejor que un bar, los árboles
obsequian poderosos oxígenos haciéndonos más lúcidos, y se nos suma la
palabra de tácitas multitudes de hueso cuyo plazo y utilidad se han cumplido,
nacimiento y despedida, cada nicho diferente del otro, cada pétalo en su
herrumbre de música deshabitada, cada fotografía expuesta, cada grieta,
indicio de terremotos, en los mármoles envejecidos, y pesa y es profunda la
solemne enormidad del cielo, sus dientes descomunales sobre la humilde
podredumbre escondida de los cuerpos humanos.
Adentro, flanqueando el paseo central, se alzan cuarteles de la segunda mitad
del otro siglo, bancas de piedra lustrosa, dispuestas tras ordenadas
formaciones de arbustos, de modo que nadie puede vigilar el dolor ajeno.
No soy muy arrojado, pero debía actuar cuanto antes.
Propuse, desplegando un ademán excesivo y turístico para que ella no sintiera
temor:
-¿Entramos?
Gabriela dudó:
-¿Con los dos?
Ya esa pregunta la hubiera delatado; fue mejor no entender.
-Sí, tranquila, niña, no somos maleantes... ¿quieren ver lo que traje?
Poniendo cara de clandestinidad les mostré la costosa marca de la botella.
Gabriela fue evidente:
-Ah, son borrachos…
-No, borrachos no, estamos celebrando…
Hizo brillar un rayito de desconfianza, aunque respondió al tacto suave,
respetuoso, apenas terrenal, de mis dedos en su espalda, con que la invité a

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encerrarnos tras los bultos bulliciosamente apellidados de los mausoleos, en un
jardincito interior.
-Borrachos…
Agradecí y volví a agradecer el milagro al dios que casi nunca había metido su
espléndida cuchara en mi vida ordinaria. A Omar, un seco movimiento de
cabeza.
Las conversaciones entre él y yo duran toda una noche. Ella… qué se podía
hacer, qué puede hablársele a una chiquilla de, calculé al vuelo, veintidós años.
Omar, ya establecido, sentado junto a Gabriela, y yo, frente a ellos dos,
sonreíamos, a punto de dar el salto.
-¿Estudias?
-No… no soy buena en eso…
-No es difícil…
-…estoy trabajando… con mi madrina…
-Te preparamos, si quieres, para que postules; él es profesor, ya es viejo…
-Sí, te cobro poquito…
No quiso ser la primera en tomar, yo empecé decidido, copa llena, el vaso de
plástico sudaba por mi nerviosismo.
-¿Eres profesor? ¿Qué enseñas?
-¿Qué te gustaría aprender?
-¿Qué quieres enseñarme?
Siempre sospecho: una mujer joven es una mujer demasiado virgen; evité
responder. Esto era diferente. Su malicia ya no era la de las colegialas, y el
brillo de su boca lo sacó del bolso que traía protegiéndolo bajo el brazo.
-¿Te sirves, Gabriela? No te va a hacer daño, es fino este ron…
-Primero ustedes… a ver…
Estaba tratando de zafarse, pícara, escondiéndose en el cuadrilátero de un
espejito, dibujando madurez de mujer sobre sus labios.
-Pero te sirves… después… sin excusas…
-Primero ustedes…
Aunque a veces creo poseer una ideología, y practicarla, me aplasta una
ociosa bola de ideas que he adquirido en los surtidores de conocimiento trivial:
es fracaso si ella arregla sus rubores en medio de la conversación, se aleja,
interpone murallas; protegerse, acabar.

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-Eso con que te estás pintando…
-¿Esto? ¿Qué tiene?
Omar, conociéndome, intervino, resolvió, más desembarazado, la dificultad, a
tiempo:
-Y… Gabrielita… ¿qué pensabas hacer esta tarde?
Gabriela parecía y no parecía muy interesada en quedarse:
-¿Ahora? No sé, ¿tú qué crees?
La imaginación sabe dibujar sus escenarios, es antigua como la vida misma, y
a mí y a Omar, que sonreía impune, todo un perro de calle, Gabriela nos
estaba descifrando, sacaba sus cuentas.
Atacó:
-Más bien, ¿qué iban a hacer ustedes, aquí, solitos? ¿Qué celebran tan
escondidos?
No dije nada. Omar nos salvó:
-Viernes, día libre, ¿no te gusta esta paz, Gabita?
-¿Esta paz?
Debe haber un sistema de señales que ellas manejan en secreto, que han
estudiado desde niñas sin que nadie lo haya descubierto. Se puso seria. El frío
ya empezaba a desperezarse, la rodeó como un cerro grande:
-Iba a encontrarme con alguien…
-¿Qué? ¿Y para qué necesitas a nadie más?
Miró una nube, apoyó sus manos en el filo de la banca, y volvió de la
desconocida inmensidad para observarnos a la cara a ambos, selectiva,
intensa.
Sírvele, incité a Omar.
-No, mejor yo me sirvo.
Gabriela era un ser muy variable, irradiaba sorpresas, me hizo recordar a la
última mujer desnuda que cubrió entre carcajadas sus pechos tras el calor de
mi espalda; hacía… cuántos meses.
-Ah, mira… así está mejor…
Echó, precavida, tres gotas, menos de tres gotas, se llevó el vaso a los labios,
y sacudió la cabeza con encanto infantil. Le advertí:
-Está puro… toma con calma…
El alcohol agudiza mi vista, estimula mi instinto paternal. Me desarma.

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Tras las rejas que dividen la calle y el cementerio, los transeúntes lanzaban
una ojeada, una mirada inconsistente, de nostalgia, de mortal; seguían su
camino. Las combis, altas, volteaban la esquina, inclinándose, ridículas,
peligrosas, dejaban escapar uno que otro pasajero. Las chicharronerías
anunciaban en sus pizarras sabrosas digestiones.
-Sírvete…
Volví al rostro de Gabriela, a deducir su transparente desnudez, al vaso que
comenzó a estudiar como a cosa nueva, con esa expresión que nos duplica a
todos, concediéndonos alma, permitiéndonos soslayar la fragilidad de nuestras
vidas:
-¿Siempre están aquí, tomando?
-No siempre, cómo crees… hay ocupaciones… a veces venimos…
Me ha ido mal cuando he dicho lo tanto que me gusta perder la cabeza en los
parques, lloviendo ron sobre mis vísceras para invocar la felicidad de las
conversaciones, para entregarme a la belleza del sol que incinera los árboles
de las avenidas, para no separarme del mundo gastado de mi juventud.
-Ah, verdad, eres profesor…
Lo dijo como si no creyera.
-Y tú eres Gabriela…
Omar estaba decidido a emborracharla:
-Salud, Gabriela…
Lo pensó, dejó caer otras tres gotas, y se las tomó heroicamente, luego de
mirar lo profundo del vasito de plástico, murmurando, calculando una absorta
desgana:
-Tenía que encontrarme con alguien…
-Nos tienes a nosotros…
Lo dije ausente, replegado, pesimista.
Omar esperaba su turno.
-¿A mí no me sirves, Gabrielita?
-¡No… sírvete tú!
Lanzó Gabriela, pero esa defensiva hostilidad huyó tan rápido como retomó la
revisión del cuidado de su maquillaje haciendo aparecer la aguda punta de una
lima adornada con escarchas y figuritas; esta vez, las uñas.
-Sí, Omarcho, sírvete tú mismo…

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A veces entiendo la impaciencia de las mujeres. Me ha ocurrido. Cuando el
momento se estanca tienden al ensimismamiento, verifican las horquillas de
sus cabellos, no importa si frente a ellas fluye y se agiganta un desacuerdo
indeterminado; se detienen en la imagen de expectante libertad que han
construido acerca de sí mismas, y se resuelven: adiós o retadora franqueza.
Es lo que sé. No sé si es cierto. En verdad, no quiero saber más, no quiero
paciencia ni voluntad para saberlo. El divorcio, y ningún hijo, me han blindado,
me han concedido disfrutar esta cómoda ignorancia.
-Ya… no te enojes, niña…
-No estoy enojada…
-Tu novio, ¿no? Te dejó plantada…
Acertó Omar, relevándome, para que yo callara un rato la boca tan equivocada
que les ofrezco a las mujeres.
-No tengo novio…
-Ajá, solterita…
-Nunca he tomado en un cementerio. Da miedo…
De pronto, la tarde estaba fuera de lugar. De sus jóvenes años, dos volaron
lejos, y el cuerpo bonito de Gabriela se hizo más reciente.
-¿Nunca has venido al cementerio? ¿Ni cuando te escapabas del colegio… con
tus amigas, tus amigos?
-No… no soy de Arequipa.
Se sirvió, casi la mitad de una mitad, demoró, y dulce, gestual, reponiéndose
del áspero líquido, nos devolvió el vasito, atenta, como si esperara más
preguntas.
-¿No? ¿Y de dónde eres?
-De Sandia… ¿conoces, conocen?
-Eso es en…
-Puno…
-Qué frío…
-No… es verde… selva… calor…
-Verdad, tienes un cantito cuando hablas…
-Qué roche… ¿Te gusta?
¿Cuál mecanismo de sinceridad que tanto hace falta disparar disparará el
alcohol en nuestros pensamientos?

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Gabriela soñó, se notaba.
Le ofrecí un buen sorbo, y ya éramos jugadores iguales de la grave ruleta de
las libaciones. Hizo un gesto como el de quien va a estornudar, colocó el dorso
de su mano bajo la nariz y entrecerrando los ojos:
-Está muy fuerte, ¿no le echan gaseosa?
-Hay que comprar…
Omar se levantó, sacudió todo su pelaje, desde las orejas hasta las patas:
sorteando la avenida, varias tiendecitas, demasiado lejanas; mejor la carretilla,
en la puerta.
Lo vimos salir, descarada urgencia.
-Está que se apura, lo has provocado…
-¿Yo? ¿Qué dices?
-Tú sabes… una chica valiente como tú…
-¿Valiente?
-Sí, pues… nos estás acompañando… sin conocernos, es bueno ser valiente…
-Sí, sí soy valiente…
Y ejecutando un lance de encantador esgrima, blandió, juguetona, la lima que
no había guardado.
-Oye, cuidado, deja eso…
Hizo caso. Me serví, sin poder dejar de mirarla:
-Ya estoy enamorado…
-Mejor no te mandes…
Sus ojos me engañaron, risueños, intencionales.
Omar regresó con dos medios litros de veneno amarillo: gaseosa, dulcete, para
ella.
-Gabriela… cuéntanos, cómo es tu selva…
Aun sé recordar que a las mujeres cabales les sorprende nuestro anhelante
entusiasmo por sus cuerpos, no encuentran explicación: ese territorio feliz que
ellas son y tanto conocen despierta a una nueva jerarquía al ser humanamente
requerido.
-No quiero hablar de la selva…
-¿De qué quieres hablarnos?
Estiró los brazos, las manos juntas, las palmas hacia mí, tal vez intentando
establecer una distancia obligatoria, enderezándose, quebrando la cintura,

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mirando a un lado y otro lo que nos rodeaba, y luego, el costado de una de sus
zapatillas.
-Me tengo que ir, me están esperando…
-No seas mala, estamos bien aquí…
-No… fuera de bromas, ¿cómo es la selva?
Conozco la resignación. Nos estaba soportando. Dos borrachos, dos
desamparados.
-Sírvete, reina…
Le gustó ese sabor nuevo, incluso se arriesgó a pedirme el cigarrillo que yo
fumaba lanzando humo hacia las formas resecas que velaban el nicho 1925-
1971, suspendido en el octavo nivel de una ordenada acumulación, una
edificación angular, cortada al límite, entre historia y olvido, a punto de
sumergirse en el espacio.
-Hay loros…
Dijo, riéndose, decente, restituyendo la cortesía, aludiéndonos, valorando,
fingiendo no querer ese vaso que había llenado por completo; paladeándolo.
-¿Cómo así decidiste venir a Arequipa, Gabrielita?
-Vine…
-Con tus pies…
-En taxi…
-Con mis dos pies…
Tres bocas alegres.
Recibió la botella una vez más, arañó la etiqueta, echó un poquito, y un
poquito, y un chorro de gaseosa sosteniendo el vaso en las puntas de los
dedos, mirando como a través del misterio de una joya. Calló en voz alta:
-Borrachos…
Deduje, la forma más fácil de cerrar la trampa al hablar con esta hembra que
he acabado de conocer es proponerle un asunto formal, los billetes, el futuro,
por eso me arriesgué a sugerirle:
-La verdad… hay más horizonte en Arequipa… se puede lograr mucho…
puedes estudiar…
-No seas plomo, no la pongas en ese plan… está tranquila… está bueno el
roncito, ¿no, Gaby?

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Estábamos comenzando a relajarnos y, escondido en gaseosa, el ron
disfrazaba su poderío.
Gabriela consideró innecesaria la precaución con que las asas del bolso
permanecían pendientes de su hombro, al retirarlas, la blusa, deslizándose, me
dejó adivinar la línea de sombra de su axila.
Se dio cuenta, corrigió. Me sonrió fijamente, por unos segundos.
-¿Tienes familia en Arequipa… vives con tu madrina… alquilas, vives sola?
Era ofrecerme, acompañarla después del trago, cuando Omar se retirara
derrotado, si ella vivía sola.
-Sola… casi… no, no me hables de eso…
El cementerio lo cierran a las seis y media, invierno, el sol no se veía, era el
aire morado de las cinco. Una mujer vestida con mameluco verde y sombrero
recogía las flores regadas sobre los pisos reflejantes, los porteros se abrigaban
con gorros de lana negra, el oído pegado a sus radios portátiles en busca del
chisme de los noticiarios. Insistí:
-Vives sola…
-Con mi madrina, trabajo en su negocio… no, no quiero hablar de eso…
Y de nuevo:
-Me están esperando…
-¿Quién? No mientas, niña…
Le serví, la mezcla equivocada, mucho ron, muy poco de gaseosa.
Una sonrisa que no sonreía, tal vez el alcohol la había remecido. Sus ojos se
enrojecieron.
-Allí están…
Lo dijo con aire de secreto, preocupada, inquieta, como si sus palabras
tuviesen otro significado, uno tan importante que nosotros hubiéramos debido
presentir tan sólo por ser ella quien las decía.
-¿No te puedes quedar?
-Regálate un ratito, sé generosa contigo, ya eres mayor…
-No… no soy...
Abrazó una de sus rodillas frotando su pómulo contra la tela blanca del
pantalón, y lloró una lágrima de acero:
-No me gusta...
-Uy, niña… ¿qué ha pasado?

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-No, pues.... de qué está llorando Gabriela…
-¿Qué no te gusta, Gabrielita?
Omar, sorprendido, me preguntó sin palabras, yo me conmoví creyendo
entenderlo todo, y porque otros dos años abandonaron del rostro de Gabriela y
se hicieron sombra entre las hojas de los árboles que respiraban en voz alta:
-Te has peleado con tu madrina… todo se va a arreglar… esos problemas
siempre se arreglan, no te compliques…
Callábamos esperándola; mientras, dos rondas más.
Ya no quiso decir no, ya no medía. Apagaba su incendio; se cubría los labios
con el dorso de la mano buscando adentro, la tierra, fuera de nosotros.
Omar no estaba dispuesto a sentir piedad:
-¿Te recuperaste, vamos a otro sitio?
-¡No! ¡No me gusta, no me gusta…!
-Tranquila, niña, tranquila, toma… toma, o pasa… esta vez…
Le serví, un lleno y fuerte. Necesitaba el alcohol. Me recibió el vaso con las dos
manos; Gabriela sufría de otra sed.
-¿Qué no te gusta, Gabrielita?
Omar se rehusaba a abandonar la jugada por completo, Gabriela casi gritó:
-¡No me gusta…!
Nos miramos, dudé, creí que se estaba poniendo histérica por la embriaguez
que ahora se le veía claramente; alguna fantasía peligrosa la estaba haciendo
delirar.
-¿Qué no te gusta? No te estamos haciendo nada, no tengas miedo, no
somos…
-¡No me gusta… el sexo!
El acero de la lágrima del que Gabriela se agarraba en medio del naufragio se
transformó en mi mano derecha, intrusa, tocándome la frente, y en su carita,
una bandada de lluvia.
Revisé lo que encubría mi alma mediocre, derribé una estupidez tras otra hasta
encontrar una brizna de razón:
-¿Quién te está esperando, Gabriela?
-Ellos…
-¿Quién te está esperando, di?
-No soy mayor… allí están…

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Sollozó señalando la calle que no quiso mirar.
-¿Quiénes, cuántos años tienes, Gabriela?
-… allí están, me están vigilando…
-¿Quiénes te están vigilando?
Pregunté, en vano, porque ya sabía. Pregunté para que me despertara, para
que me sacara la borrachera de una buena vez. Le pedí:
-Gabriela, ¿cuántos años tienes?
-Allí están…
-¿Cuántos años tienes?
-Quince…
-¡Mierda!
-¿Quince?
Omar, de pie, de un salto a mi lado, entendió; cazadores de pacotilla,
confundidos como ante la niña arrollada por el tráiler que habíamos tapado con
hojas de periódico una mañana del año anterior en la panamericana, cuando
viajábamos a diario, a predicar las fórmulas huecas del razonamiento verbal,
despiertos, estáticos, arrepentidos por no haber llegado un segundo, sólo un
segundo antes, mirando allá, la calle recortada por las rejas del cementerio:
-Gabriela, tú trabajas…
No existía ninguna dulzura capaz de mitigar la pregunta que quise hacer. Omar
estaba asustado, se le descolgó el maxilar:
-¿Los ves?
-No veo a nadie, Omarcho, nadie…
-Tenías que encontrar… por eso nos seguiste…
-Sí…
Gabriela ya no lloraba, más bien se retorcía en su ser interior.
-Gabriela, ¿sabe tu madrina?
-Sí sabe…
La envolvió el remolino, la revolcó la ola, le hizo frío:
-Sí sabe… sí sabe, es ella…
-Tu madrina te…
Qué palabra difícil terminó mi pregunta. Cómo suena a nada cualquier
delicadeza si se enfrenta al vilo supremo de la realidad.

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Gabriela asintió, acostumbrada, manoseada por ese significado tan tosco, tan
apartado de nosotros que no hacíamos sino emborracharnos calificando con
grosería inocente la materialidad de las palomas.
-Es que mi papá le debe plata… por eso me ha traído…
Omar sólo pudo disfrazarse traduciendo en cifras su destruida orfandad:
-Cuánto… cuánto le debe tu papá…
-Es harto… son diez mil soles… tengo que pagarle… tengo que irme…
Los quince años de Gabriela me nublaron los ojos de vergüenza: en la puerta
del cementerio, cuando los vi hablando y me acerqué, enojado por temer
escuchar a Omar explicarme que el ron lo dejábamos para otro día… Gabriela,
Gabriela no llegaba ni a mi hombro, ni a la sombra de mis años más partidos.
Intenté ser útil, salvarla:
-Gabriela, eres menor de edad, es peligroso para nosotros si nos ven juntos,
aquí al lado hay una parroquia… ¿quieres denunciar? Las monjas son una
mierda, pero te pueden regresar a tu casa, no estás obligada a quedarte con
esa gente, se ve que no quieres…
-¡No… no quiero, no me gusta!
Volvió a llorar, pero no era llorar lo que hacía Gabriela, más allá de su llanto no
afloraba ningún otro rastro de emoción, y aun así, las lágrimas le caían,
ennegreciendo sus mejillas, dibujándole surcos, arrastrando el rímel de sus
pestañas.
Se puso de pie, abotonó su blusa hasta la altura del decoro, se arregló como
pudo, regresó el bolso a su lugar. Omar ocultó en la mochila esa botella
interrumpida.
Salimos, se dejó llevar, no pude evitar percibirla: aún conmovida por la
aparición de su demonio, el andar que la movía conservaba una cadencia de
oferta; la luz nos fue ceguera de alumbrado público y materia viva
desparramada en escombros.
Gabriela señaló el aire:
-Allí están…
Sí, estaba asustada, pero decía su miedo con la actitud de algo que se ha
quedado pegado al zapato, y que por higiene, por precaución, uno debería
desprender de la suela. Lo confieso con toda honestidad.

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En la esquina vimos a dos tipos grandes, callejeros, como creíamos ser
nosotros, pero de un modo denso, real; del único modo.
El más alto de ellos pasó junto a Omar rozándole violentamente el brazo,
dejando caer esta frase:
-La van a matar...
Gabriela se detuvo, se contrajo agachándose contra la vereda, y chilló:
-Déjenme… por favor…
-¡Ven, Gabriela, es a la vuelta!
Le señalé el ángulo de la capilla, a tres árboles, menos de veinte pasos.
-No… déjenme que me vaya… están allí…
Y lloraba, sin mirar a nadie, revisando, temblorosa, su bolso, rebuscándolo
con las dos manos metidas dentro, sin querer hallar la lima, haciendo, por
hacer.
-Omarcho, esto va mal. Es menor de edad. Pueden creer que nos la estamos
llevando a la fuerza…
-Que se vaya nomás… ¡al toque!
-Gabriela, de verdad, tienes que irte con las monjas…
No contestó. A dónde miraría, a quién, para qué hubiera necesitado aparentar
tanto.
Omar demostraba, hundiendo el cuello, arqueando los hombros contra el
pecho, ese extraño frío de intranquilidad que se derramaba sobre todas las
siluetas; no quiso voltear a ver, yo sí me atreví: no estaban, sabíamos que ella
los conocía.
-¡Vamos, Gabriela! Tienes que ir…
-No, tú no sabes…
La arrastré del brazo.
En la puerta entreabierta de la capilla, Gabriela zanjó, amenazante,
susurrándome con filosa lentitud:
-Suéltame…
-Gabriela, este es mi número…
Aprisa, eligiendo entre marcadores de pizarra y tarjetas de datos
insignificantes, saqué un lápiz del bolsillo de mi casaca, dibujé en la pared de la
capilla nueve jeroglíficos microscópicos, y dije, para falsificar valentía:

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-Puedo, podemos ayudarte si quieres, llama a cualquier hora, esta noche, o
mañana...
Corrió, cruzó la avenida justo cuando el semáforo cambiaba al verde; las
combis la hicieron desaparecer.
Estábamos podridos, ni siquiera atinamos a despedirnos.
Omar se llevó las hilachas sobrantes de nuestro embrutecimiento, yo me subí a
la carrera al primer animal mecánico que permitió esconderme entre sus
pellejos. Compré forzosamente más.
Vivo solo. Mi casa carece de sonidos. Siempre busco, sólo para leer su
nombre, en el periódico la sección de avisos económicos donde ellas ofrecen
lo que ofrecen.
Borracho, aturdido, esa noche fui mosca de los basurales desde que sonó el
teléfono a las diez y cinco.
Esperé. La esperé:
-¿Gabriela?
Me contestó un callejón de recóndita nada.
A las once y veinte volvió a vibrar sobre la mesa ese aparato celular dejado a la
deriva:
-Gabriela, ¿eres tú? ¿Eres tú? ¡Gabriela… dónde estás! ¿Estás bien? Gabriela,
Gabriela…
Tal vez no se trataba de ella, yo oí a alguien jadeante; no quiero mentir una
broma perversa, no quiero inventar.
A las doce, más de las doce, volvió a arrancarme del monstruoso laberinto de
alcohol en que me sofocaba. Supliqué:
-Háblame, por favor, quiero ayudarte… háblame…
Era Gabriela. Esta vez, igual, ninguna palabra.
Al fondo, una voz de hombre me hizo llegar su carcajada y ruido de botellas.
Después, larguísimo silencio.

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