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PSIQUIATRÍA VIVIDA

Memorias autobiográficas

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Fernando Claramunt López

PSIQUIATRÍA VIVIDA
Memorias autobiográficas

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BIBLIOTECA NUEVA

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Cubierta: A. Imbert

Sobre fotografía de J. M. Sánchez Vigil

Edición digital, marzo de 2014

© Fernando Claramunt López, 2014


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2014
Almagro, 38
28010 Madrid

ISBN: 978-84-16169-50-4

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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de
reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin
contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de
los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos
Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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ÍNDICE

PRÓLOGO

CAPÍTULO PRIMERO.—La sede del alma, circunstancia de vocación temprana

CAPÍTULO II.—El alma y el cuerpo en la Facultad de Medicina

CAPÍTULO III.—Años de especialidad. Primeros maestros

CAPÍTULO IV.—Estudios en París. Sainte Anne, La Salpètriére y Montparnasse

CAPÍTULO V.—La psiquiatría en Estados Unidos


Chicago, Madison, Ann Arbor, Los Ángeles, San Francisco
Intermedio en Montréal
Boston, Hartford, New Haven, Nueva York, Baltimore, Lexington

CAPÍTULO VI.—La OMS. Congresos y reuniones de Salud Mental en Europa

CAPÍTULO VII.—Oposiciones y oposicionismos. Asistencia y Docencia

CAPÍTULO VIII.—La perspectiva social y comunitaria. Los pacientes del Seguro

CAPÍTULO IX.—Consulta particular. Kleine psychiatrie

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CAPÍTULO X.—Psicoterapia y problemas de la vida

CAPÍTULO XI.—Y después

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Prólogo

¿S ERÁ verdad que los prólogos se escriben al final? Parece aconsejable. El autor
nunca sabe el aspecto que tendrá el libro hasta verlo terminado. Como el pintor al
comenzar el cuadro. En la escritura de intención autobiográfica, llámese Memorias,
Confesiones, Diarios o Recuerdos, es costumbre justificar el atrevimiento de hurgar
en el baúl narcisista. ¿Decidimos después la clase de intimidades que queremos airear
y las que pretendemos velar? Es igual. El lector, si ha leído más de un libro de esta
naturaleza, sabe qué cosas quisiera ocultar el biógrafo de sí mismo. Desde el primer
capítulo. Basta ver cómo arranca la andadura para saber de qué pie cojea. En la
selección de contenidos se adivina la cantidad y calidad de lo silenciado. En la
cimbreante barra que une los elevados taburetes de la Desnudez y del Pudor ejercita
sus acrobacias la pareja inevitable: El Exhibicionismo y La Culpa.
Se diría que una imprudente necesidad de confesar se apodera de algunas almas
al borde de la desesperación. ¿Se curan el autor y el lector con esta clase de
experiencias? ¿Mejora uno de ellos y empeora el otro? ¿Cómo saber quién saldrá
mejor parado? No se debe descartar lo que ahora se ha dado en llamar efectos
colaterales.
No es éste un manual de autoayuda ni, menos aún, obra de divulgación. Algunos
alumnos de Medicina, al estudiar la descripción de las enfermedades se sobresaltan:
Esto también me pasa a mí. En el ámbito de la Psiquiatría sucede de manera más
sutil. Quisiera el autor dejar claro que cuando se diga que nadie es mentalmente
normal, conviene seguir leyendo y confirmar que, aparte del tono de respetuoso
humor, frecuente en estas páginas, no existe un concepto de normalidad
universalmente satisfactorio.
Tras haber sugerido por lo que no quiere ser tomado este libro, se debería
insinuar lo que pretende . Estamos ante una de esas obras que sólo se pueden escribir
al final. ¿De una vocación? ¿De una serie de preguntas para las que no es fácil
encontrar respuesta? ¿De una vida profesional? ¿De una vida que se termina? Lo diré
con palabras de Manuel Machado:

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Con Carmen, mi niñera. Felicidad transitoria

Con mi madre, primavera de 1936; de luto por el abuelo Joaquín, primera advertencia
del sentido de la vida

En resumen: que razono mi adiós, se me figura

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por quitarle a la sola palabra su amargura;

He procurado leer algo de lo publicado en estos tiempos sobre el género


autobiográfico, memorias, biografías, diarios y todo eso. No sé si se han aclarado mis
ideas o al revés. Philippe Lejeune, maestro de maestros en lo del pacto
autobiográfico, afirma que, en este campo, no hay fronteras precisas y es obligado
acercarse a otras disciplinas como el psicoanálisis, psicología, sociología e historia.
No me siento competente para escribir acerca de cosas que no tienen límites. Me
repliego sobre mí mismo y descubro que tampoco sé mucho acerca de mi
personalidad. Fallido el psicoanálisis individual, como verá quien leyere algunas
páginas más, he intentado el autoanálisis a última hora, con ánimo de dar sentido al
libro y el resultado es que no hay resultado. Es tarea más imposible (en una escala
imaginaria de grados de imposibilidad) que el heteroanálisis, que ya es decir. Del
mismo modo, la autobiografía es más difícil que ocuparse de la vida de otra persona.
No repetiré, por haberlo contado en Tauromaquias Vividas, los esfumados
recuerdos de la primera década de la vida, por más que algunos de ellos son muy
precisos y me han dejado honda huella. Nací el 30 de diciembre de 1929, día de la
Traslación de Santiago Apóstol. Soy hijo legítimo de Fernando, médico, natural de
Valencia y de María de los Remedios, sus labores, natural de Alicante. Mi llegada a
este mundo tuvo lugar en Alicante, en la plaza de Gabriel Miró número 11. Me
llevaron a bautizar el 5 de enero de 1930. Nevaba en mi ciudad, cosa excepcional y
tuve mi primera pulmonía con ese motivo. Pasé una semana en grave estado, y fue,
según creo, el primer disgusto serio que di a mis padres.
Recién nacido conocí a Carmen, mi niñera, natural de Sella, en el interior de la
provincia; se estableció entre nosotros un vínculo muy cálido. Apoyando mi cabeza
sobre su dulce y consistente pecho aprendimos los dos lo fundamental de esa relación
única que se puede establecer entre un hombre y una mujer, con independencia de
cualquier circunstancia. Gabriel Miró escribió que siempre hay un pecho que nos
convierte en niños para el resto de la existencia. Aquel amor era imposible, como casi
todos los que valen la pena. Carmen hubiera dado su vida por mí, pero ella iba a
cumplir 17 años y yo no tenía uno todavía. Por las fotos de la época, considero
indudable que nos queríamos sinceramente. No se nos ocurría pensar que la vida
terminaría por separarnos. Es la misma pauta que se ha repetido a lo largo de la vida
con familiares y amigos.
Aunque tomé gustoso el biberón bajo el reinado de don Alfonso XIII, pude tener
convicciones republicanas desde el 14 de abril de 1931 hasta fines de abril de 1939,
en que fui testigo del fin de la guerra civil en el puerto de mi ciudad. De las
atrocidades en uno y otro bando se han ocupado historiadores y políticos; algunos de
ellos tienen datos contrastados de lo sucedido. Como necesito seguir creyendo que
tuve una infancia feliz, prefiero no remover recuerdos de aquel trienio de
bombardeos, peligros y penalidades. En cambio, de mis años cuarenta de la vida
española (la posguerra tan denostada por los que hoy, sin documentarse a fondo,
quieren prosperar y parecer intelectuales), salvo unas barras de pan de maíz nada
comestibles, mi memoria está llena de sensaciones gratas.
A pesar de haber tenido convicciones profundamente republicanas y haber

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llevado un mono de campaña con la hoz y el martillo, un gorro azul de miliciano con
borla blanca y fusil de madera, con bayoneta también de madera, para defender a la
República, el bando vencedor no tomó represalias sobre mi persona. No sufrí ninguna
persecución. Sólo me colocaron, sin consultar mi opinión, una enorme boina roja de
requeté. Me la quité de la cabeza en cuanto pude.
A los diez años de edad se inició mi etapa de escepticismo y agnosticismo
político, en la cual persisto y profundizo, dejando aparte —quisiera que fuese verdad
— los valores religiosos de mi niñez, a los cuales necesito volver. Por lo que he visto
hasta ahora, creo en lo de homo hominis lupus más que en las consignas sobre la
hermandad universal y las utopías sobre Libertad, Igualdad y Fraternidad. Con esos
gritos acogieron mis paisanos en la estación de Alicante a don Miguel de Unamuno
en tiempos de la República. Don Miguel respondió: ¡Sí, sí, Libertad, Igualdad, y
Fraternidad; Madrid, Zaragoza y Alicante; Melchor, Gaspar y Baltasar! Todo lo que
se pudiera reducir a tres cosas le irritaba. ¿Qué diría del Yo, el Ello y el Súper Yo? ¿Y
de Freud, Adler y Jung?
Empezaré mi vida en la segunda mitad del bachillerato. Mi admirado colega
Carlos Castilla del Pino, que en las dedicatorias de sus libros me pone fraternalmente,
inicia su Pretérito Imperfecto afirmando:

Mi vida me aparece como una formación singular en la que las etapas


anteriores de mi existencia son peldaños que me conducen al que ahora soy.

Mi caso debe ser parecido. Me veo tan alejado de la niñez, de la juventud y de los
años de madurez, que se me antojan otras vidas, extrañas reencarnaciones. Con un
doloroso esfuerzo de autoanálisis podría evocar esas etapas, con sus motivaciones
ancladas en el subconsciente, pero he renunciado. Según Klaus Thomas, autor de un
libro sobre tan especializada técnica, si lo intentase podría lograr un conocimiento
profundo de mí mismo y llegar a una autorrealización madura. Lo dudo. Este señor
lo recomienda en casos que él llama desesperados.
Personalmente, me encuentro casi bien, digamos regular, es decir, mal, por no
decir fatal. Con el propio Yo desaviado, haré lo que pueda, pero no prometo a don
Klaus, ni a nadie, que esta Psiquiatría Vivida permita una cabal exploración de las
profundidades del alma. Nada, en ese sentido, técnicamente irreprochable. No sabría
hacerlo; en el fondo no lo deseo, ni para mis amigos ni para mí. La divisa Conócete a
ti mismo da muchos disgustos. Digamos como Sigmund Freud (él sí que se
autoanalizó a fondo): Más vale no despertar a los perros dormidos.
¿Por qué se escriben autobiografías? Es pregunta indiscreta. ¿Tendrá que ver con
el sentimiento de Identidad, que preocupa tanto a los lectores como a los autores? En
otros tiempos, la gente leía vidas de santos porque tenía necesidad de modelos, si no
para imitar su excepcional comportamiento, al menos para tenerlos delante. Ahora
gustan más otras vidas de las que no quiero hablar. Hay gente que las lee con
fruición, se identifica y disfruta. Por otro lado, existen personas educadas, siempre en
minoría, que se sumergen en vidas ajenas no sólo porque esté de moda; les interesa lo
que pensaba o hacía determinado personaje histórico, un artista creador o un
científico.

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La autobiografía es arriesgado atrevimiento, redoblado si el autor es psiquiatra.
Se suele escribir al final de la vida. Los motivos generales y comunes para quienes se
hallan en mi situación los ha señalado Georges May en un conocido libro: Sentir el
placer del recuerdo, lo cual permite volver a gozar de algunos momentos que no se
han ido del todo. ¿Resucitamos el Yo que fuimos? Será una resurrección parcial,
teñida de melancolía y, a veces, de remordimiento. Probablemente queremos
transmitir a las generaciones siguientes algo de nuestra experiencia. Quienes hemos
dado clase a estudiantes universitarios, sentimos haber perdido tan estimulante
contacto. Los antiguos alumnos y los que ahora escuchan a otros profesores, se nos
aparecen en sueños para regalarnos una copia de aquella privilegiada relación.
No morir del todo, confiar en que algo nuestro sobreviva, es una de la
motivaciones poderosas para escribir lo que sea. Soy consciente del deseo de dar
testimonio personal de una época que se puede contar de muchas maneras, rendir
homenaje a mis maestros, expresar respeto a quienes fueron mis compañeros médicos
y a mis pacientes. Por último, menciono la conocida excusa de dar un sentido a la
existencia, que no se sabe bien lo que quiere decir. A veces creemos que la vida
humana no tiene sentido ninguno, por lo cual la pregunta es improcedente. Un alma
serena puede pensar en San Agustín o en San Juan de la Cruz, que anhelaban volver a
Dios después de haber dejado este valle de lágrimas.

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Esta foto, con la reina de España, puso en grave apuro a mi padre en el verano de

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1936

¿Qué papel desempeña el sentimiento de culpa en los autobiógrafos? La cuestión


roza lo más privado, la zona reservada en otros tiempos al confesor. Hoy ha pasado a
manos de los psicoterapeutas. Ciertamente, la culpa forma parte de la motivación. El
lector sacará sus propias conclusiones. La confesión y la literatura de los diarios
íntimos no es exactamente autobiografía, o al menos no lo es en el sentido de nuestra
Psiquiatría Vivida. Por fin, digámoslo de una vez, si no fuera por una reserva de
libido narcisista en los sótanos del Ego individual, pereceríamos todos antes de
tiempo. Madame du Barry pedía camino de la guillotina: Señor Verdugo, todavía un
instante de vida, por favor. Ignoro si contestó algo el sayón. Probablemente daba lo
mismo.
En todo caso, leer y escribir una autobiografía es añadir un instante más de vida
y, si aparece el lector que espero y deseo, un instante creador enriquecido por el
cálido sentimiento de la amistad.

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CAPÍTULO PRIMERO

La sede del alma, circunstancia de vocación


temprana

E N la segunda mitad del bachillerato, don Fernando Puig, nuestro profesor de


Filosofía comentó que, para Renato Descartes, la sede del alma parecía estar en
la glándula pineal. Era el primer encuentro con el problema del Alma y el Cuerpo.
Con algunos compañeros de clase, igualmente intrigados, recorríamos el hermoso
paseo de la Explanada, orillado de palmeras junto al mar de Alicante, discutiendo las
funciones del cerebro. Teníamos quince o dieciséis años y, sin interrumpir las
disquisiciones filósóficas, nos gustaba observar de reojo a las alumnas de nuestra
edad. En el Instituto, ellas permanecían en el piso superior; nosotros dábamos las
clases a nivel del suelo. No sé que glándula nos picaría a cada cual, pero las miradas,
en la hora vespertina del paseo, parecían cargadas de curiosidad. En los atardeceres
primaverales, intuíamos, ellas y nosotros, que la relación entre el alma y el cuerpo,
como la relación entre uno y otro sexo, iban a preocuparnos toda la vida.
Transcurría plácida nuestra etapa de la Segunda Enseñanza en los años 40 de la
vida española. Aquella capital de provincia todavía ignoraba la invasión por el
turismo barato y masivo. Los nativos, sosegados por naturaleza, no podían imaginar
un futuro de prisas y ruidos de tráfico. El paseo de la Explanada tenía el aroma de los
jazmines que regalábamos a nuestras amigas. Ellas, recatadas y algo impacientes, con
la mirada daban a entender la importancia de la relación de nuestras almas y cuerpos.
En la acera del casino se alineaban las orquestas —orquestinas se llamaban— de
los bares, todavía sin nombres norteamericanos. Nos obsequiaban con canciones
lánguidas a cargo de vocalistas de modales correctos. Los cantantes, bien afeitados y
con el pelo planchado, lucían un fino bigote. Las vocalistas, con vaporosos atuendos,
sin los agujeros ni las transparencias que habían de llevar sus nietas, sabían que sólo
podían cimbrearse de izquierda a derecha, nunca de delante hacia atrás. Nadie faltaba

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al decoro en la calle. Las parejas de novios podían cogerse de la mano y quizás del
brazo, sin extralimitarse.
Los días festivos —y durante el verano, todas las noches— escuchábamos en la
Explanada conciertos de la Banda Municipal. El maestro dirigía los valses,
pasodobles y fragmentos de zarzuelas en un templete de madera, inspirado en aquella
arquitectura filipina de cuando Manila era España. Nadie podía imaginar que, medio
siglo más tarde, la suave música de los años 40 y 50 sería sustituida por la dictadura
—entonces inimaginable— de las estridentes radios al máximo de su volumen en
automóviles con ventanillas bajadas. Era del todo impensable la era de las
perversiones anglosajonas: rock duro, rap y heavy metal.
A punto de terminar el bachillerato, surgía en nuestros paseos la preocupación
por la carrera que cada cual pensaba seguir. No había universidad en Alicante y era
preciso contemplar el alejamiento de la familia para pasar largas temporadas en
Valencia o Granada. Murcia resultaba atractiva para los futuros abogados, pero no
tenía entonces demasiadas Facultades. Madrid parecía a mis amigos muy lejano. Sin
embargo, gentes de más edad, viejos con más de veinte años y menos de veinticinco,
nos describían su estancia en Cádiz o Salamanca, como lugares paradisíacos en que la
vida de estudiante solía ser el jardín de las delicias, aunque con exámenes de vez en
cuando.
Elegir carrera universitaria era una de las primeras seriedades en la edad juvenil.
Leía yo, sin parar, de preferencia Literatura e Historia. Desde los doce años o antes,
era yo un devorador de novelas de Julio Verne. A renglón seguido vino Alejando
Dumas. Me identifiqué con Athos, Porthos, Aramis y Artagnan en Los tres
mosqueteros y en las obras subsiguientes. La personalidad introvertida de Aramis y el
amor por la que decía ser su prima, congeniaba conmigo. De Athos y Porthos me
gustaban aspectos de su carácter en los cuales, parcialmente, me reconocía. No
comprendía por qué el joven Artagnan se enamoraba de una señora casada. Me dio
pena que el duque de Buc-kingham y la reina de Francia vivieran aquellos amores
imposibles y atormentados; odié a la pérfida Lady Winter y me divertía imaginando
las conversaciones por señas de Athos y su criado. Monsieur de Tréville, jefe de los
mosqueteros del rey, era un noble señor, bondadoso, digno a quien yo reverenciaba
en grado sumo. Lo he visto reencarnado en alguno de mis profesores y maestros
durante la carrera de Medicina. En la segunda mitad de la vida he deseado parecerme
a Monsieur de Tréville. El cardenal Richelieu, taimado y poderoso intrigante, es otro
arquetipo, de opuesto signo, que veo de vez en cuando en cargos de la
Administración
De Salgari me entristeció que sus héroes tuvieran tendencia a suicidarse, como el
propio escritor. Leí mucho a James Oliver Curwood complaciéndome en sus viajes
por las interminables llanuras nevadas del Canadá. Seguí con Zane Grey, igualmente
dotado para gozar de las inmensidades casi vírgenes en areas septentrionales de
Norteamérica. Más adelante, Jack London y yo recorrimos el mundo.
Descubrí muy joven a Gabriel Miró y Azorín. Bebí pesimismo y soledad en
aquellas novelas. Siguieron las de Pío Baroja. Amargo me pareció Jacob
Wassermann. A Kafka, después de varios intentos en que me sentí desconcertado, lo
dejé para más adelante. Con los años he sentido gran afecto por él y por su mundo,

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con el que , antes o después, topamos todos. Me sentí atraído por Par Lágerkvist, el
escandinavo premio Nobel, en Barrabás, La Sibila, y El Enano, hasta el punto que mi
primer artículo publicado en una revista local se tituló Barrabás, visto por Gabriel
Miró, Lágerkvist y Papini. El autor siguiente fue Stefan Zweig en Impaciencia del
corazón. Tardé varias décadas en conocer el resto de sus numerosos escritos. Acerca
de Stefan Zweig, amigo de Freud, he sentido la tentación de escribir algún ensayo al
estilo de las patografías que él mismo y mis maestros en psiquiatría pusieron de
moda hace años.
Azorín, a punto de salir de mi adolescencia, me interesaba cada vez más. De sus
novelas prefería Don Juan, varón tímido, voyeur o mirón y seudomístico, como era
yo mismo a la sazón. De Gabriel Miró, en Niño y Grande me sentía retratado:
soledad, inocencia, torpeza, curiosidad, tristeza sin motivo y malicia propia de la
niñez y mocedad.
Las cerezas del cementerio inundó para siempre mi espíritu de toques del
mironiano romanticismo sensual que me hizo descubrir los encantos del
decadentismo, de la contemplación pura y de la no acción. Quise encontrarme con él
peregrinando por las comarcas alicantinas. Aprendí de memoria largos párrafos de La
novela de mi amigo , sobre todo la descripción del suicidio del pintor en noche de
plenilunio, sumergiéndose lentamente en la estela blanca del mar en calma. No tardé
en conocer las languideces de Juan Ramón Jiménez. Delante de Platero y yo no fui
capaz de ver con simpatía ni al burro ni al jinete; en cambio caí en las redes
juanramomianas, en su indolente sentir, con sus libros de poesía Estío y Eternidades.
Todo aquello parecía incompatible con el comienzo de la carrera de Medicina. Mi
familia y amigos daban por supuesta una firme vocación, estimulada por el hecho de
ser médicos mi padre, mis queridos tíos maternos Juan y Joaquín, además de otro
familiar próximo, el doctor José Sánchez San Julián, especialista de gran reputación
en enfermedades del aparato digestivo. Debido a la fuerte personalidad y al prestigio
que gozaba en nuestro ámbito este personaje, director de un importante sanatorio
privado, intelectual de izquierdas, verdadero maestro, aunque no de manera oficial,
yo veía muy embarazoso llamarle tío Pepe y darle abrazos y besos. Durante la
posguerra fue presidente del Colegio de Médicos de la provincia, como más tarde lo
sería mi padre. A través de mi tío Juan, cuyo prestigio también me intimidaba,
discípulo predilecto del profesor don Antonio Tapia, pionero de una gran escuela
española de Otorrinolaringología, me llegaban aires de las más altas cumbres de la
Medicina. En Histología recibió mi tío Juan la máxima nota durante su carrera, de
manos de don Santiago Ramón y Cajal. En Fisiología le examinó don Juan Negrín,
que se convertiría durante la República y la guerra civil en ministro y hombre de
actualidad.
Vivía yo los últimos años de mi apacible primera infancia jugando en la alfombra
con soldados de plomo y castillos de cartón piedra. Las visitas decían: Este chico de
mayor será médico , como el padre y toda la familia. Luego preguntaban ¿A quien
quieres más, al papá o a la mamá? Aprendí a decir: A los dos igual y seguir jugando
en el suelo. ¿ Con quién te casarás cuando seas mayor? Con mi mamá, respondía yo,
sin problemas de ningún tipo. Y volvía a mis soldados de plomo. De mayor fui
médico y me casé, aunque no con mi mamá. Cumplidos mis cuarenta años de edad,

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estas cuestiones, y la circunstancia de ser hijo único, quiso explorarlas hasta el
infinito una señora que decía ser mi psicoanalista didáctica. Una verdadera pelmaza,
que tardé en sacudirme de encima, tal y como explicaré cuando llegue su momento.
En los últimos veranos de la República, el sagaz segoviano de Riaza doctor
Tapia, muy admirado por don Gregorio Marañón, pasaba largas temporadas en
compañía de mi tío Juan en la playa de San Juan. Mientras disputaban interminables
partidas de dominó y de parchís, intuían las posibilidades de aquella zona desértica,
cubierta de dunas. Se les agregó el político don Indalecio Prieto, en cuya mente brotó
inmediatamente una playa de San Juan comparable a las mejores de otros países
mediterráneos. Durante la guerra civil los proyectos fueron abandonados; montañas
de arena cubrieron las escalinatas y paseos para coches; se secaron las palmeras y
varios equipos de prisioneros construyeron trincheras, y búnkers en previsión de un
posible desembarco, que nunca tuvo lugar. En aquellas fortificaciones, en las que no
vimos soldados, jugábamos mis primos y yo con fusiles que sólo disparaban un tapón
de corcho a corta distancia. Sin embargo, creíamos estar preparados para defender la
República cuando vinieran las naves enemigas.
Tuve un segundo fusil, todo de madera pintada de negro, macizo el cañón del
arma, donde calaba una bayoneta de madera clara. Era una verdadera obra de
artesanía, regalo de un carpintero cliente de mi padre; acompañó mis fantasías
republicanas y guerreras desde 1936 a 1939. Leía entonces el diario Nuestra bandera
y vestía el uniforme de miliciano: mono caqui, en vez de azul, y sobre él, en rojo,
prendidas la hoz y el martillo. El gorro militar era azul, con borla blanca. Al día
siguiente de acabarse la guerra desapareció mi mono caqui con los emblemas
comunistas. En la cabeza me pusieron una enorme boina roja y tuve que participar en
algunos desfiles, de uno de los cuales me salí al doblar una esquina, escondiéndome
en un portal. La boina no me la volví a poner nunca más. Ya estaba en marcha mi
escepticismo político, que los años han consolidado.
La guerra civil cortó buena parte de mis fantasías de niño, al menos su manera de
expresarlas. Mi horrible psicoanalista didáctica se interesó muy poco por esta etapa.
Volvía una y otra vez a la primera infancia, en tanto que yo mezclaba niñez,
adolescencia y datos de mis antepasados. Un tío abuelo, de quien tengo vago
recuerdo, debió ser un pintoresco galeno de fines del siglo XIX, que llegó a dirigir el
antiguo manicomio de Elda. Por si fuera poco, mi primo hermano Ángel, un año
mayor que yo, hijo de mi tío Juan, ya se había provisto de una calavera y varios
huesos antes de terminar el bachiller. Su padre, que apenas le consentía leer novelas,
le compraba biografías de grandes hombres, principalmente médicos y biólogos.
Ángel me prestó la vida de Alejandro Magno y la de Cajal, pero yo prefería mi
Azorín y mi Gabriel Miró. Desde Madrid me llegaban noticias de mi primo Fernando,
dos años mayor, hijo del tío Joaquín que, a su vez, se preparaba para estudiar
Medicina.
La presencia de tantos médicos en el circulo familiar y en las amistades de mis
padres y de mis tíos era abrumadora. Mi primo Ángel, antes de acabar el bachiller,
sabía que sería otorrinolaringólogo, como su padre y el maestro de éste. Vi operar al
doctor don Antonio Tapia, ayudado por mi tío Juan, en el Sanatorio del Perpetuo
Socorro, de Alicante, recién inaugurado. Entré en el quirófano con bata blanca, como

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mi primo. Se trataba de una sinusitis maxilar en una señora joven. Mi recuerdo de
aquella escena es una mezcla de temor angustioso, esperando hacer el ridículo, a
punto de marearme, a la vez que notaba otros sentimientos de marcada naturaleza
estética.
La paciente tenía el pelo rubio de oro, era hermosa y delicada; llegó a la sala de
operaciones cubierta solamente con un camisón azul pálido que permitía ver sus
hombros, maravillosos en mi parecer, y el cuello aristocrático, inclinado, de víctima
resignada. Nos miró con tristeza y dulzura. Con mansedumbre se dejó aplicar la
anestesia general y casi en seguida la sangre saltó con fuerza sobre aquella piel
sonrosada. Me sobrecogió el brillo de las manchas rojas en la parte superior del
camisón. De pronto, el prestigioso doctor Tapia empuñó un martillo y un escoplo y
comenzaron a oírse unos golpes ásperos sobre el hueso. No miré, pero tampoco me
caí desvanecido. Sentía el sudor frío en la frente, gran malestar en todo el cuerpo y
más aún en el alma. Mi primo comentaba en voz baja los aspectos técnicos de la
intervención, pero yo sólo pensaba en el aire fresco de los jardines del Sanatorio.
Todavía no comprendo por qué seguí dentro del quirófano hasta el final de la
operación.
Pesaba sobre mí alguna forma de maldición que tal vez me impidiera ser médico:
el horror a la sangre. A los siete años pasé por la más desagradable de mis
experiencias cuando me llevaron, acompañado de otros niños, a la matanza de un
cerdo grandísimo. Primero lo lavaron con agua hirviendo. El animal, panza arriba
sobre una tabla de madera, estaba sólidamente atado por las cuatro extremidades, bien
sujeta la cabeza mediante un procedimiento que no recuerdo. Pero los chillidos del
cerdo los llevo bien impresos en la memoria. Repasado una y otra vez el lavatorio,
raspada un poco la piel de la zona clave, vi hundirse un enorme cuchillo en la
garganta del animal, al tiempo que brotaba con fuerza un gran chorro de sangre. El
carnicero, un gordinflón bestial, gritó de contento, coreado por el público. Perdí el
conocimiento y me arrastraron fuera del garaje donde estaba celebrándose la matanza.
Me he preguntado muchas veces el efecto sobre la imaginación infantil de esta vieja
costumbre rural. En mi caso fue, sigue siendo, desastroso.
Desde entonces siento aversión profunda por las carnes rojas y por las diversas
formas de presentar trozos de animales muertos en el plato. En cenas de gala busco
fórmulas para que no se ofenda el camarero ni el jefe de cocina. Más difícil resulta
escabullirse ante un ama de casa. Mi fobia cristalizada, mi pavura irracional, queda al
descubierto. Por fortuna, no han tenido que sacarme a rastras nunca más. Sigo
imaginando la matanza del cerdo a manera de alucinación visual, coloreada y en
movimiento, acompañada de sensaciones auditivas elementales, alaridos y gruñidos
A la vez, percibo el olor de la sangre, que me aturde y desconcierta. Como
contrapartida, veo el camisón azul de la señora rubia, la de la operación de sinusitis.
Me fijo en su nuca sonrosada. Se vuelve hacia mi, me mira con expresión sumisa y
desaparece la imagen. Ni ella no yo tenemos tiempo de decirnos nada.
Sin haber estado en la Facultad, sentí excluida mi dedicación a la cirugía. He
presenciado, con fuerza de voluntad casi heroica, operaciones durante los años de mi
carrera profesional. A lo más que he llegado es a ponerme, sin ganas, la bata, los
guantes y la mascarilla dentro del quirófano. Con dos excepciones notables: los

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partos y las heridas por asta de toro. Creo necesario explicarlo. Ver nacer un ser
humano es una experiencia grandiosa. Mi afecto, simpatía, admiración y respeto por
el recién nacido y por la madre en el momento de dar a luz, superan con creces los
aspectos sangrientos, inevitables, de la escena.
La sangre de la mujer, asociada desde mi crisis de la pubertad a diversos tabúes
que me hacían temblar, vinculados a lo misterioso, lo sagrado, lo prohibido y la
culpa, constituye otro recuerdo clave. Lo sitúo entre mis once o doce años. Los
domingos por la tarde atisbaba por el ojo de la cerradura el momento en que Mari, la
criada, vestía sus mejores prendas para salir a buscar novio. La ceremonia, lenta y
cuidadosa por su parte, la seguía yo con atención. Cuando llegaba la etapa de
cambiarse de ropa interior, se acariciaba el cuerpo con expresión de deleite. Mis
pulsaciones se aceleraban al máximo. La innegable conciencia de estar cometiendo
un pecado mortal añadía una fruición satánica en el momento culminante.
Un día descubrí que sacaba unas vendas enrojecidas. Volvió a introducir su mano
entre los muslos y extrajo algodones y más vendas impregnadas de sangre. Abandoné
mi observatorio y pasé varias horas aterrorizado. El lunes por la mañana se lo conté a
mi amigo Gabriel en la primera clase: Mari tiene la sífilis. No hay ninguna duda, lo
he visto. Decidimos rezar en secreto, hasta que se curase. Gabriel me preguntaba cada
lunes si se notaba alguna mejoría y como no vi más sangre, nos tranquilizamos los
dos. Por otra parte, a menudo nos la encontrábamos por la calle, sonriente, lozana y
sanota. Pero al cabo de algún tiempo, Mari recayó. Las vendas eran de color rojo muy
oscuro. Esta vez mi sentimiento de culpa me llevó a confesarme con el Padre
Sandalio. Me sorprendió que no le alarmase lo de la sífilis. Le pareció bien que
rezásemos por la salud del cuerpo y del alma de Mari. Me reprendió blandamente por
mi afición al ojo de la cerradura y me puso de penitencia diversas oraciones. Los
demás curas que conocía me habrían amenazado con la excomunión y habrían
reinstaurado la Santa Inquisición para castigarme.
La bondad del padre Sandalio me inspiró deseos de pureza y entré en la
Congregación Mariana de los Padres Jesuitas. Los sábados por la tarde cantábamos la
Salve en latín y otras preces. Los domingos a las nueve de la mañana, no faltábamos a
misa. Mi cinta azul celeste de congregante fue sustituida por otra blanca, cuando me
nombraron miembro de la Junta, con el cargo de vocal. Nunca supe en que consistían
mis obligaciones de vocal, pero me esforzaba por mantenerme puro y leer libros
piadosos, aunque los encontrase aburridos. Asocio, al redactar estos hechos, la
imagen del Padre Sandalio y la de Monsieur de Tréville. Una mezcla de ambos sería
mi ideal del yo, para la segunda mitad de la vida. El yo que me hubiera gustado de
mayor. Con algo de Monsieur de Montaigne, para redondear la idea del médico
psicoterapeuta que luego he querido ser.
La otra excepción, que considero importante por varias razones, la constituyen
las heridas por asta de toro. Mi padre, avezado en esta especialidad quirúrgica como
jefe de la enfermería, me invitaba a las curas de urgencia en cuanto se producía algún
accidente en el ruedo. Era en mis tiempos de estudiante de Medicina en Salamanca.
Creo que él pretendía dos cosas. La primera , familiarizarme con esa forma de
asistencia rápida que permite salvar vidas. La segunda razón, la más importante para
la relación entre mi padre y yo, que me diera cuenta del peligro a que se exponen

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quienes se atreven a plantarse ante las reses bravas. Algunos toreros contaron a mi
padre que alternaba con ellos en plazas de tienta de las ganaderías salmantinas. Mi
afición no era hobby, como se dice ahora, sino pasión que removía los resortes más
íntimos de mi ser. Me inicié con doce o trece años en las capeas pueblerinas.
No me conformaba con correr encierros. Provisto de capa o muleta improvisada,
instrumentaba —eran intentos indoctos— lances de toreo clásico, imitando las
actitudes de los carteles de toros. Mis acompañantes, y a veces los lugareños,
celebraron con aplausos mis balbuceos taurinos. En Salamanca ya era otra cosa.
Durante los siete años que allí pasé, los de la carrera completa, con el añadido del
curso de doctorado y los seis meses de prácticas como alférez de Infantería, asistí a
tentaderos formales, con novillas de pura casta, en las mejores dehesas. Alterné con
matadores profesionales, siempre amables conmigo al comprobar el grado y
sinceridad de mi afición, así como el respeto que sentía por ellos, por el campo bravo
y por las becerras.
Esperaba mi padre que, al introducir el dedo en las trayectorias anfractuosas de
las cornadas, no me pusiera nunca más delante de reses de lidia. Sufría por los
heridos y les miraba a los ojos procurando calmarlos, como hacía con las parturientas
. En uno y otro caso me parece una sangre de superior categoría, sacrificial; forma
parte de un ritual. Como la del toro en el ruedo, es para mi un licor sagrado,
trascendente. No era la sangre del cerdo degollado, por más que también fuese un
rito, aunque innoble desde mi punto de vista. No se disipó mi afición a los ruedos. En
Salamanca llegué a lanzarme como espontáneo en un festival. El director de lidia me
prestó su capote de brega y mis lances merecieron aprobación del público y
reprimenda, días después, a cargo del profesor de Patología Quirúrgica. Eran
impulsos instintivos, ingrediente de un afán de aventura y de juego con el riesgo que
me ha acompañado a lo largo de la vida, hasta hace poco. Lo más opuesto a una
vocación intelectual. ¿Cómo pudo hacerse compatible con el estudio de una carrera
universitaria? Cristalizó en una cosmovisión taurina, trágica y pesimista.
He leído que en los orígenes de la vocación médica está, de una parte el deseo de
ayudar a los demás; de otro lado, el afán de investigación. La vocación, en su sentido
de llamada y, en la vertiente filosófica, entendida como destino personal y
autenticidad del ser humano, es un programa personal para devenir o llegar a ser el
que se es auténticamente. Tiene que ver con estratos profundos de la personalidad
individual. He pretendido hasta ahora explorar las razones externas, ambientales, y
las de orden, digamos, si no intelectual, por lo menos consciente para decidirse por
una carrera con la especialidad bien definida. Tendré que decir algo de otras
motivaciones no tan claras.
Lo de ayudar a los demás fue desarrollándose poco a poco. Ahora, junto a la
Medicina tradicional, se habla de otras profesiones de ayuda. ¿Se trata de lo que
llamamos altruismo? No estoy seguro. Quizás es deseo de sentirse útil o tal vez de
manifestar seguridad, dominio de una profesión o habilidad, sentirse superior al
afligido y tal vez fantasías de omnipotencia. Lo de ayudar a otros me parece que va
cambiando de significado subjetivo conforme se avanza en la juventud y en la edad
madura. En cambio, el espíritu de investigación, o al menos la curiosidad ante lo
desconocido era un aguijón que sentí muy precozmente. Los psicoanalistas dirían que

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sólo es la expresión de la libido de Freud, que sentía a los cuatro o cinco años
jugando con vecinitas de mi edad a los médicos. De mayor, mi supuesta analista
didáctica intentó relacionarlo con el instinto epistemológico. Según los freudianos, la
curiosidad científica es de origen sexual, como todo en esta vida. Don Pío Baroja
después de leer las obras de Freud comentó: ¡Cerdadas! ¡Todo cerdadas! ¿Se me
desarrolló precozmente en la niñez el instinto epistemológico y tendría un origen
vergonzoso? Debieron ser fantasías calenturientas de la pobre señora que pretendía
psicoanalizarme. Lo cierto es que, bien escondidos debajo de la tabla de la plancha,
agazapados entre cestos de ropa, las exploraba una y otra vez; ellas se dejaban hacer,
complacidas. Me miraban unas veces con sorpresa y otras con condescendencia,
siempre agradecidas. Nunca tomaron la iniciativa, pero volvían al día siguiente a la
misma hora, con semblante risueño y actitudes de complicidad incondicional. En el
umbral de la vejez , o pasado el umbral, las he vuelto a ver y he comprobado que
recuerdan con riqueza de detalles nuestras exploraciones. Una de mis antiguas
vecinitas, hoy varias veces abuela, cuando le pregunté en qué forma vuelve a su
memoria la tabla de planchar, me miró con dulzura, y acercándose lentamente, me
besó en la mejilla.

24 de junio de 1947. La última vez que vi a Manolete

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Dudaba yo entre la Tauromaquia y el problema Cuerpo-Alma ¿Y si fuera todo una
sola cosa para mí?

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El profesor de Filosofía don Fernando Puig nos habló de la sede del alma. Y se
retrató con las compañeras de curso (no de aula, por censura eclesiástica)

He tenido suerte por haber seguido el sendero que quise trazarme en años de
mocedad. Mientras escribo estas memorias compruebo que los hijos de varios amigos
no eligen especialidad, y a veces ni siquiera la carrera; se conforman con las
posibilidades que les deja la puntuación obtenida en las pruebas preliminares. Mi
sobrino dentista quiso ser pediatra. El doctor norteamericano David Viscott, en
Intimidades de un psiquiatra cuenta que, de niño, aspiraba a ser un amable
profesional de los que dicen junto al enfermo: Veamos, veamos…Pronto se pondrá
usted bien. No tiene usted por qué preocuparse. Le daban pena los niños enfermos y
los pacientes quirúrgicos, no le gustaban esos médicos que deben atender llamadas a
domicilio durante la noche y no le parecía serio dedicarse a curar enfermos de piel.
Por todo ello, afirma que por casualidad llegó a dedicarse a la psiquiatría. No lo creo.
No se elige carrera sólo por exclusión. Coincido con el doctor Viscott cuando
descubre que, en nuestro campo de la Psiquiatría, las historias clínicas son verdaderas
biografías, a diferencia del resto de las especialidades médicas. Por este motivo
estamos más cerca de los estudios literarios. En general, somos los más humanistas
en esta profesión de curar a la gente. Temo que la tecnificación progresiva, visible en
todas las especialidades, haga que la historia clínica y la exploración directa de la
mente y del cuerpo, pierdan terreno a expensas de pruebas objetivas de laboratorio.
Me ha parecido ver en mis alumnos de la Facultad de Psicología una preocupación

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excesiva por parecer científicos, objetivos, capaces de medir y comprobar todos los
datos que creen observar en la relación interhumana. Como consecuencia, rechazan lo
que pueda oler a humanismo. Espero que cambien.
Una parte de mi, digamos, afán investigador, quedó bien probado en la niñez con
ayuda de mis vecinitas; algo aprendí sobre nuestras muy gratas diferencias. El otro
gran problema era, desde la adolescencia, lo es todavía, el de las relaciones del alma y
el cuerpo. Investigaba, sin querer, la extrañeza que se estaba creando en mi vida
interior a medida que cambiaba mi cuerpo. A los trece años dejaba pasar las horas
muertas con la cara pegada a los cristales del balcón. Me daba lo mismo el cielo
despejado, que con nubes o lluvia. Apatía, melancólico ensoñar, soledad. Mi madre
me aseguraba: Hay días en que se te pasea el alma por el cuerpo. He buscado esta
frase en diccionarios y, al parecer, se aplica a los individuos indolentes, a los que
saborean el ocio y la vagancia. ¿Y si yo, aparentemente inactivo, estuviese dedicado a
la meditación de hondos problemas que excedían mi capacidad? Pensando en cosas
importantes no podría hacer nada más, nada visible. Si consumimos las energías de la
mente dando vueltas a cuestiones serias, no tendremos tiempo ni ganas de trabajar en
cosas ordinarias.
Cuando hablo en estos términos con amigos y parientes, me llaman perezoso y
cínico. Los caldeos, mirando las noches estrelladas hicieron descubrimientos muy
notables. Algunos levantinos, en esto me siento cerca de Azorín y Gabriel Miró, que
nunca trabajaron en el sentido vulgar de la palabra, estamos muy dotados por la
Madre Naturaleza para la contemplación y el reposo. Debemos dejar que otros vivan
azacaneados. Lo nuestro es pasear por la vida con sosiego, observar el vivir afanoso
de los demás y, a ratos, soñar despiertos, que nunca es cosa simple. Azorín ha escrito
páginas que recogen su experiencia de contemplar, con dedicación formal y amor a
todo lo creado, el paso de las nubes.
En mi caso, ¿Cómo podría pasearse mi alma por el cuerpo? De niño imaginaba el
alma sutil, invisible, distinta de mis huesos y músculos, sin relación con las
articulaciones ni con las vísceras ni el sistema arteriovenoso que me habían explicado
en las clases de ciencias naturales. ¿Caminaba el alma perezosamente dentro de mi?
Tuve la impresión de que sobrepasaba las fronteras de mi piel y prolongaba el paseo
por el centro de la ciudad y los alrededores, sobre todo por la orilla del mar. ¿Se me
perdía el alma en la raya del horizonte? En todo caso volvía conmigo pasado un
tiempo prudencial. He leído que el alma pertenece al reino de lo misterioso, al
dominio de las tinieblas. En el antiguo Egipto salía de los moribundos a la manera de
una sustancia material menos espesa que la materia corporal. Sería un doble o una
sombra de la persona. Semejante a nosotros, pero de menor tamaño y le acompañan
ángeles o demonios, seres con alas que nos amparan o atormentan según hayamos
sido buenos o malos. ¿Se me pasearía el alma por los recovecos de mi organismo
como la pequeña doncella que tanto gustaba a los griegos, con leve túnica, verdadera
Psiquis, bien peinada y rematada en airoso corimbo? Ese pensamiento me complace .
El agrado es mayor al saber que los griegos representaron a Psiquis acompañada por
Eros, el amor, reunidos para siempre una vez obtenida la inmortalidad.
Sería médico, pues, pero no de los que van de un lado para otro, ni atienden
urgencias de noche. Vería pasar vidas humanas en mi consultorio, compartiría

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experiencias de desamparo y sufrimiento. Curar cuando la naturaleza de la
enfermedad lo permita; aliviar a menudo; consolar siempre. Es la vieja consigna de
los maestros de la Medicina. En mi situación, compatible con la contemplación
absorta de mis nubes y de las nubes de mis pacientes.
Salí de mi adolescencia —si es que he salido— preguntándome cómo sería eso
de pasear el alma por el cuerpo. Viene del latín passus, movimiento de los pies al
andar. ¿Estaría solamente de paso mi alma? No recuerdo cuando empezó a
preocuparme la idea de estar en mero tránsito en este mundo. Ya lo voy aceptando.
Los materialistas de la antigüedad creían que los átomos del alma era redondos, de
menor tamaño, más suaves, ligeros y de menor peso que los átomos del cuerpo. Los
filósofos griegos imaginaban el alma dentro de la cabeza, en toda ella. Según
Estraton, debajo de la cejas. Después vinieron gentes que la situaban en el corazón ,
en el estómago, en el diafragma, en el píloro ¡qué prosaísmo!
Un incipiente materialismo, enriquecido por la lectura de Charles Darwin,
estimuló mi curiosidad por la relación cuerpo-alma. Supe que los ingleses preferían
hablar de mind , mente, concepto que agrupaba las respetables funciones de la
percepción, sensación, memoria, consciencia, motivación y pensamiento. Distintos
experimentos pretendían comprobar sus características e incluso el origen a través de
las edades evolutivas del ser humano. Me estaba asomando a los terrenos de la
Psicología, ciencia que, tanto si fuese de naturaleza experimental como especulativa,
me parecía otra cosa que la Psiquiatría, especialidad médica. Para cada una de esas
dos ramas del saber adivinaba una vocación algo diferente. Quería pensar que quizá
pudiese armonizar, por un lado, el asombro y la curiosidad ante lo desconocido y de
otro lado, la voluntad de aliviar el sufrimiento humano.
¿Tendría yo derecho a hablar del sufrimiento si había tenido una infancia feliz y
una adolescencia enriquecedora, rodeado de familiares que me querían, y yo a ellos,
así como a mis amigos y amigas? Mi psicoanalista didáctica no aceptó de ninguna
forma que yo hubiera tenido una infancia feliz. Le conté el cuento del baturro en el
diván freudiano: Doctor, pregúnteme lo que quiera, salvo sobre mi madre y sobre la
Virgen del Pilar.
Eso quisiera la bruja, que le contara chismes de mis padres, de quienes tan gratos
recuerdos tengo y a quienes venero con un sentimiento que no dudo en considerar
religioso. Los veo jóvenes todavía, durante la guerra civil, rezando por la noche el
Santo Rosario y la Letanía en latín: Virgo Potens, Ora Pro Nobis, Virgo Veneranda,
Ora Pro Nobis. Fuera caían las bombas y sonaban las sirenas del puerto. La voz
grave de mi padre repetía en griego Kriste eléison, Kyrie eléison. Estábamos
tumbados en el suelo entre sacos terreros, muchos de los cuales eran de azúcar,
porque nuestro vecino don Sebastián, exportador, construyó un pequeño refugio
antiaéreo en su almacén. Al día siguiente, mi tío Juan nos saludaba por la mañana: Un
día más que hemos vivido. Tres bombas cayeron en mi casa el 25 de mayo de 1937,
matando a dos ancianos y a un niño. Desaparecieron los pisos tercero y cuarto,
quedando el resto de la casa inhabitable. Mi madre y una criada salieron
milagrosamente de los escombros y llegaron a pie hasta el pueblo de San Juan,
cubiertas de polvo. Mi padre ese día operaba, sin cesar, heridos del bombardeo.
Una noche los milicianos le obligaron a certificar la muerte por hemorragia

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aguda de un señor mayor, al que llevaron de madrugada para fusilarlo en las afueras
de la ciudad. El prisionero, denunciado por su portero por la costumbre de ir a misa
diaria, iba con las manos atadas. Lo habían sacado de su casa en pijama. Estuvo
rezando hasta el último momento. Mi padre pasó varios días sin dormir ni comer.
Muchas fueron las penalidades durante la guerra civil y aun recuerdo el hambre
del primer año de la posguerra y los extraños vegetales que comimos como si fueran
alimentos normales. Pero con todo, insisto, tuve una infancia feliz. Los largos años de
madurez de mis padres y las décadas en que los vi hacerse mayores, cuando nacieron
mis hijas y, más tarde, al entrar en la vejez y conversar conmigo, mano a mano, con
la serenidad que lograron alcanzar a última hora en trance de morir, han pasado para
mí con extraña rapidez. Evocarlos supone un doloroso y a la vez consolador ejercicio
de meditación. Pero no de la manera que pretendía la horrible señora que se
consideraba mi analista didáctica, aferrada a la rigidez de quienes la persuadieron
con doctrinas seudocientíficas.¡No y mil veces no! No sería yo ese tipo de
psicoanalista ortodoxo que ella pretendía ser. No quiero decir nada malo del
Psicoanálisis. Sólo que me parece demasiado importante para dejarlo en manos de
muchos, no todos, que se consideran psicoanalistas profesionales. Estaba en mi
destino convertirme en médico psiquiatra, con la formación biológica y psicológica
que me iban a dar mis maestros de verdad. Haría tratamientos de psicoterapia, pero
no a la manera de la señora aquella, eso por nada del mundo.
Existen varios modos de ser médico; se han descrito tipos y formas muy
diferentes de vocación, así como motivos para elegir la especialidad. Se habla, con
cierto humor, de psiquiatras endógenos y reactivos. Los primeros, en cuya variedad
me incluyo, nacieron para ser eso mismo. Endógeno significa que viene de dentro,
muy ligado a la constitución corporal, al temperamento biológico que condiciona el
carácter y la personalidad. Los psiquiatras reactivos al ambiente lo son por factores
de otra naturaleza, sin que en ellos la curiosidad por lo desconocido, el afán de
investigación y el deseo de curar o ayudar a otros jueguen el mismo papel. Los
reactivos suelen ser de vocación tardía, si es verdadera y no cálculo interesado. Esta
terminología, en clave de humor, referida a los médicos, procede de serias reflexiones
de alienistas germanos sobre la noción de endogeneidad aplicada a la patología
mental. El universo de las psicosis, la locura propiamente dicha en la tradición
clásica, corresponde, grosso modo, a lo endógeno. Para las neurosis, patología menor
en cierto modo, el condicionamiento ambiental parece más evidente y justificaría el
término de trastorno reactivo. Aunque no todos los colegas estén de acuerdo y los
más astutos propongan la existencia de trastornos endo-reactivos.
¿En qué categoría de trastorno mental debemos encasillar el enamoramiento? Me
esperaba en el último tramo de la adolescencia una experiencia tremenda, de las que
dejan huella imborrable. El enamoramiento arrebatador de los dieciséis años, el que
nos coge por sorpresa y sin defensas. Caí en los abismos de un état amoureux que tal
vez fuera en realidad un estado psicótico; la lista de síntomas no se puede pasar por
alto: Pérdida del contacto vital con el mundo exterior, trastorno de la identidad del
Yo, confusión de las fronteras de la realidad, invasión del pensamiento racional por
fantasías incontrolables, sobrevaloración de las excelencias de la persona amada,
ráfagas de felicidad extática alternando con otras de hundimiento en la

28
desesperación.
Soledad insoportable lejos de ella y estremecimientos admirativos en su
proximidad, con balbuceo y trastornos inespecíficos del habla al iniciarse cada
encuentro. ¿Mi afición a pasear sin zapatos ni calcetines por la habitación, no
indicaría que estaba convirtiéndome en uno de los carmelitas descalzos que
acompañaban a San Juan de la Cruz? ¡Qué lejos todavía del período purificativo y del
iluminativo! Me sentía demasiado pecador para el deseado caminar místico junto a
Valentina Riolano, que tenía mi edad y un abrigo blanco para la primavera.
Despersonalización galopante, desestructuración de ciertas facultades psíquicas,
dependencia hipnótica de Valentina. ¿Me estaba convirtiendo en uno de esos espejos
que ven? ¿Qué variedad patológica de amor cortés me forzaba a mantener tan casta
relación? La primera y única vez que, en el portal de su casa, rocé sus mejillas con el
más ingenuo de los besos, comentó, fría y natural: No, aquí no, que nos pueden ver.
Y a todo esto, inhibición considerable de las facultades cognitivas. En otras
palabras, embrutecimiento e incapacidad de seguir estudiando con provecho. Se
amontonaban los síntomas de una verdadera psicosis. Faltaban todavía las
percepciones sin objeto y los delirios, pero no debían andar lejos. No llegué a tener
conversaciones alucinatorias propiamente dichas, pero la imaginación estaba
pendiente de la ingrata Valen a todas horas. La adolescencia es el período de la vida
en que todas las formas de locura son normales. ¿Exageran quienes lo afirman? De
nada servían las chanzas de mi primo Ángel : ¡Yo no veo que la muchacha sea para
tanto! ¿No te parece más bien cursi? ¿Y su hermana, la de nariz de Pinocho? ¿Es
que no te has dado cuenta? Creí que mi primo blasfemaba. Cuando veía a las
hermanas juntas, Ángel me susurraba: Por ahí viene el ramillete de Riolano. Se le
ocurrió ese apellido tras leer, en la página 182 del tomo I de la Anatomía de Testut,
que había un conjunto de músculos y ligamentos insertos en la apófisis estiloides del
hueso temporal. Que nadie lo dude. Se trata de los ligamentos estilo-maxilar y estilo-
hioideo y de los tres músculos estilo-hiodeo, estilo-faríngeo y estilo-gloso.
Valentina Riolano, no la censuro por ello, puso en marcha mi estado psicótico
juvenil. ¿Trastorno transitorio? ¿Cómo saberlo? ¿Me serviría para comprender mejor
a mis futuros pacientes? En las vocaciones neuróticas de psiquiatras y psicólogos
puede revolotear la fantasía de que aprender los síntomas y la forma de tratarlos sirve
para curarse uno mismo, como por arte de magia. Lo mío parecía tener estructura
psicótica. Una fascinación de aquella naturaleza no correspondía a los encantos, en el
fondo modestos tal como ahora lo veo, de Valentina. Ella y su hermana (la de la
nariz) preguntaban: ¿Qué película echan hoy? En aquellos momentos no podía darme
cuenta de que el verbo echar es un vulgarismo del lenguaje. Y seguía recitándoles
versos de Leopardi en mi lamentable italiano. Faltaban casi cincuenta años para que
el catedrático Enrique Rojas me dedicara un libro, El amor inteligente. En aquella
época no habría entendido ni siquiera la intención del título.
Me desperté con bata blanca, bisturí y unas pinzas en las manos enguantadas.
Estaba en la sala de disección, hacía frío y se notaba un olor intenso a formol. Mis
compañeros de Facultad eran realistas y prácticos: Mira bien, Fernando, estamos casi
en la base del cráneo, en la zona externa del hueso temporal. Esta aguja larga que
ves aquí es la apófisis estiloides. No te preocupes ahora de los ligamentos y músculos

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del ramillete de Riolano. Fíjate en el orificio inferior del acueducto de Falopio, por
aquí pasan la arteria estilo-mastoidea y el nervio facial.
Dejé de momento a Gabriel Miró y a Giacomo Leopardi. Me interesé por las
crudas descripciones de Balzac y de Zola. ¿Me habría curado yo sólo? Mi admirado
Carl Gustav Jung, el grandioso y rebelde discípulo de Freud, pretende haber superado
una crisis psicótica de juventud gracias a su autoanálisis. El profesor Sarró,
catedrático de Psiquiatría en Barcelona, me dijo acerca de este asunto: ¿Curarse a sí
mismo? ¿ Y con un análisis junguiano? ¡Eso querría él! No tiene una psicosis el que
quiere, sino el que puede. Jung ha sido siempre un neurótico vulgar y corriente,
como todos nosotros
Sea como fuere, estaba ya en otra etapa de mi vida, había cambiado de ciudad, de
amigos y de atmósfera. No sabría juzgar si había salido de un estado psicótico, tal vez
sólo una neurosis o quizá, en caso de que tal cosa exista, sólo fuese un trastorno
normal, dada la edad y las circunstancias. En casi todas las vocaciones juegan su
papel motivos que lindan con la patología mental y actúan como estimulantes de esa
misma vocación. Miré hacia las ventanas, abiertas de par en par en la sala de
disección. Notaba el frío y el fuerte olor a formol. Las batas blancas a mi alrededor
parecían decirme que, por fin, el problema del alma y el cuerpo podría estudiarlo de
cerca en la Facultad de Medicina.

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CAPÍTULO II

El alma y el cuerpo en la Facultad de Medicina

S ALAMANCA , que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la


apacibilidad de su vivienda han gustado. Son palabras de Miguel de Cervantes.
Mis amigos, más o menos paisanos, Andrés Boldó, de Alicante, Rafael Taléns, de
Sueca, y José Rodríguez Tomás, de Yecla, me animaron a matricularme en esta
Universidad. La Castilla de Azorín, de Unamuno y de Machado, era mía y yo de ella.
Su cielo y su tierra entraron en mi ser. Era también la Castilla del doctor Gregorio
Marañón, que fascinado por su transparente lucidez, gracias a los literatos de la
generación del 98, elogia su grandiosa y patética soledad sin árboles, comparable a la
del mar. Pero en Castilla, con perdón de don Gregorio, los hay y bien está requebrar-
la como Castilla la gentil.
En mis viajes en tren daba gracias a Dios al pasar frente a las murallas y
roquedales de Avila y sentir cómo me acercaba por las llanuras de Peñaranda de
Bracamonte hacia las proximidades verdean-tes del río Tormes. La Salamanca de
Fray Luis, de Santa Teresa, de Torres Villarroel, estaba allí. Salamanca dorada y
plateresca, entre tus muros aprendieron a amar los estudiantes. Lo dice don Miguel
de Unamuno y me pareció escucharlo de sus propios labios al pie de la estatua en la
escalera del palacio de Anaya. Supe la unamuniana anécdota ocurrida en su tertulia
del café junto a la Plaza Mayor. Don Miguel oyó que un estudiante gozaba de
inmenso favor entre las mujeres. Ninguna se le resistía. Quiso conocerlo y se lo
llevaron. Sentado a su mesa le preguntó si todo lo que contaban era cierto. —Quizá
exageran, señor profesor, pero es verdad que tengo mucha suerte con ellas. Don
Miguel, muy serio, espetó: —Pues sepa usted que yo estoy muy orgulloso porque
sólo he conocido a una, mi esposa y nada más. El joven no pudo evitar un comentario
impulsivo: —No sabe usted, don Miguel, lo que se pierde. Es fama que al irse
comentó Unamuno: —Me ha dejado preocupado este chico. A Fray Luis iba a verlo

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muchos días, siempre tan quieto, en el centro del Patio de Escuelas, junto a la
Catedral y la Universidad. El aroma de Santa Teresa me llegaba acercándome a su
confesionario en el Convento de San Esteban.
Nuestra Facultad de Medicina tenía algo de palacio y de convento, en una sola
pieza. Junto al Colegio de Nobles Irlandeses, sus piedras, de un dorado cálido, daban
a los jardines del Campo de San Francisco. Llegábamos allí después de haber cruzado
la Plaza Mayor y seguir la estrecha Rúa del Prior que dejaba a un lado el palacio de
Monterrey y al otro la iglesia donde se halla la bellísima Inmaculada de Ribera.
Respiré en Salamanca, nada más llegar, el aire limpio de la meseta castellana y recibí
el sosiego en el alma y en el cuerpo que tanto necesitaba.
Mi padre había realizado la carrera en Valencia; varios de sus compañeros de
curso eran catedráticos en aquella Facultad de Medicina. Pensó que yo tendría
ventajas estudiado en las mismas aulas por las que él pasó. Después de la inicial
sorpresa, vio con buenos ojos que tomase mi propia decisión. Mis cartas frecuentes
confirmaron a él y a mi madre que había encontrado el ambiente ideal. En el primer
curso éramos sesenta y siete alumnos; todos nos habíamos encargado de cuidar con
galantería y afecto a nuestras tres únicas compañeras, Juani Ciudad, Toñi Cortés y
Julita Macías Fraile. Me dicen hoy que Julita, la de la sonrisa bondadosa, a quien
tantas veces acompañé al salir de la Facultad hasta su casa, ya no vive. Con los años
se ha invertido la proporción de mujeres en las facultades de Medicina; ellas suelen
ser mayoría. Los profesores al pasar lista decían durante el primer trimestre: Antonio
Cortés. Desde las últimas filas surgía la vocecilla de Toñi, que con simpático acento
extremeño anunciaba:/5oy chica! y toda la clase aplaudía al unísono, celebrando que
así fuera.
Entre los compañeros de la etapa inicial, Pepito Rodriguez Tomás fue un
explorador perfecto a la hora de seleccionar la pensión donde alojarnos. El olfato de
Pepe era extraordinario, Detectaba el repollo desde muy lejos y decía muy serio: No
nos conviene. Por fortuna, teníamos donde elegir. Las patronas nos adoraban y a
nosotros nos gustaba dejarnos mimar. Salvo una, que además de sacar repollo al
comedor tenía mal genio. Nuestra venganza era acostar la calavera y los huesos
encima de una cama, vistiendo el esqueleto íntegro con ropas abultadas. Aflojábamos
las bombillas y el tétrico muñeco quedaba iluminado por la temblorosa luz de una
vela. El suplicio se lo repetíamos con una frecuencia imprevisible para ella. Nos dio
pena comprobar el tremendo efecto que le producía y cambiamos de pensión. Con las
demás patronas la relación era materno — filial. En invierno antes de acostarnos, o
una vez en la cama, nos calentaban las sábanas con una especie de sartén de mango
muy largo, entre bromas interminables. En el comedor, aquél a quien apuntaba el
cucharón era el primero en servirse la sopa. Ese azar de la ruleta sopera se llamaba la
ley del rabo. La patrona llevaba mucho cuidado en evitar favoritismos. La fuente de
la sopa se situaba sin premeditación, honradamente, en el centro de la mesa.
Una de mis mejores patronas fue doña María Morgan en la calle de las Isabeles,
número tres. Frente a nuestro balcón veíamos a las jóvenes monjas isabeles subirse a
una escalera para acceder a los árboles frutales de su jardín. Ellas se daban cuenta de
que las mirábamos y… pues nada, se daban cuenta y nada más. La última de nuestras
patronas también era ideal, doña Sara Morgan. Cuando sonaba el silbato del cartero

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nos convocaba a todos en la barandilla de la escalera: ¡Ha llegado el cartero! El buen
funcionario gritaba desde abajo: ¡Soy el cartero Morgan! Sara le había convencido de
que los dos tenían el mismo apellido. Si servía la mesa su hija Violeta, de quince
años, exageraba si cabe, la imparcialidad con la ley del cucharón. Una noche, poco
antes de cenar, se me acercó Violeta con cara de susto: Perdone, don Fernando, pero
sin querer he abierto uno de sus libros y dice que la Medicina está en crisis ¿Es
verdad eso? La tranquilicé con un breve discurso, pero luego me quedé preocupado.
Ya sé que los libros repiten tópicos más o menos vacíos. ¿Estaría justificado el temor
de la hija de la patrona? La pobre Violeta murió muy joven, recién casada. Han
pasado más de cincuenta años de aquella pregunta suya y no salgo de mis dudas.
En las prácticas de Anatomía, después de habernos familiarizado en el primer
curso con los huesos, articulaciones y músculos, tuvimos ocasión de realizar
disecciones del cerebro. Vi la glándula pineal o epífisis, que tanto había preocupado a
Descartes y no me dijo nada.Tiene adherencias con la pía-mater (una denominación
inquietante para mí en aquella época; también se la llama meninge pial o membrana
nutricia y es la más profunda de las tres meninges. Ignoro por qué las otras dos, la
dura mater y la aracnoides no me preocuparon). La glándula pineal es del tamaño de
un guisante ordinario y pesa entre 20 y 25 centigramos ¿Fue sede del alma del dueño
de aquél cerebro que tenía en mi mano? Sus pedúnculos anteriores tienen un valor
todavía oscuro, afirma Testut. Sobre los pedúnculos medios y posteriores los
comentarios son más sobrios todavía. Leo varias veces la constitución histológica de
la epífisis. Me desilusiona saber que existen concreciones de carbonatos y fosfatos de
cal y de magnesia asociados a una sustancia orgánica, lo cual indicaria que estamos
ante un órgano profundamente degenerado, un órgano de funciones rudimentarias o
bien nulas. ¡Qué disgusto! ¿Deberíamos aceptar que sólo es un representante
atrofiado del ojo pineal de los lacértidos, puesto que en los vertebrados inferiores se
desarrolla un tallo largo que sale del cráneo y se expande en forma de vesícula con su
cristalino y su retina? No tuve más remedio que admitirlo: Las células de la glándula
pineal contienen en su mayor parte huecos granos o bolas… la naturaleza y el objeto
a que están destinadas estas formaciones nos son del todo desconocidos.
El compañero de habitación en mi primer alojamiento, Pensión Cifuentes, en la
calle de San Justo, era Antonio Fernández Hontanilla, un hidalgo manchego de pura
cepa rural, nacido en la zona montañosa de la provincia de Ciudad Real. Un gran
señor en el mejor de los sentidos, dos años mayor que yo, brillante estudiante de un
curso superior en la Facultad de Medicina. Su vocación firme de médico me sirvió de
aliento muchas veces, casi tanto como su sentido del humor. Me hablaba de sus
paisanos, a quienes quería profundamente. Pero les cambiaba a todos el apellido. En
vez de las nobles dinastías de los López y los Pérez de las tierras cervantinas, sus
amigos más íntimos eran, según él, Lattimer y Montgomery. La chica más guapa de
Navalpino era la señorita Flanagan. Naturalmente, le pedí permiso para llamarle a él
Antonio Morgan. Se puso muy contento y empezó a llamar Morgan a todo el mundo.
Me ayudó sobremanera en mis estudios de Anatomía. Dijo que había hecho prácticas
simpáticas desde que comenzó la carrera; le ayudaban jóvenes salmantinas que
fueron más bien cómplices que colaboradoras científicas. Antonio tocaba uno por uno
sus músculos, explorando las inserciones correspondientes.

33
Bien palpadas en el primer año, aquellas amigas llegaron a segundo de Medicina
sin necesidad de matricularse. Y del mismo modo fueron pasando a los cursos
sucesivos, mostrando cada vez mayor gratitud a mi amigo Antonio Morgan.
Refrendaban el conocido aserto de que los pianos y las mujeres cuanto más se tocan
mejor suenan. Recuerdo bien los primeros consejos que me dio mi querido
compañero: —Olvídate de la glándula pineal y del ojo ese. Ya sabes que los
lacértidos son lagartos. No pienses más en Valentina Riolano, la madrileña que te
atormentaba. Siempre ha habido lagartijas, lagartas y lagar-tonas, pero las amigas
que yo te presentaré son verdaderas santas. Ahora estoy explicando a Aguedita
Morgan la importancia de la insulina.
En efecto, Antonio estudiaba muy a fondo la lección de cada día, me la explicaba
íntegra, quisiera o no quisiera yo, ante de irse, a eso de las siete de la tarde, para
repetírsela a la pobre Aguedita Morgan en el parque de la Alamedilla. La
Farmacología se daba en el tercer año de la carrera. Como asignatura le pareció más
fascinante que la Anatomía. Una tarde Aguedita se desahogó conmigo:

—Tú me comprenderás mejor que nadie, Fernando. Tu amigo Toñín me


acaricia la nuca y así me amansa para que me quede quieta mientras me
dice que Mering y Minkowski, en primer lugar, y por último Banting y Best
descubrieron la naturaleza de la diabetes y el papel de la insulina. Si vamos
al cine me susurra al oído cosas tiernas entremezcladas con datos
científicos. No se cómo reaccionar; me dejo decir y hacer todo lo que se le
ocurre. ¿Tú crees que es pecado?

Le contesté que no tenía permiso del obispo para darle la absolución, pero estaba
seguro de que Dios la miraba con buenos ojos. Suspiró Aguedita Morgan y dijo que
seguiría sacrificándose con tal que de que Toñín terminase felizmente la carrera que
tanto le gustaba.
En tercer curso descubrí mi asignatura preferida, la Patología General. Era una
síntesis de todo el saber médico, con un claro tinte humanista en aquellos años.
Todavía se usaba el libro del profesor Nóvoa Santos, un verdadero sabio. De su
Patología General escribe Marañón:

El mérito fundamental de este gran libro era la preocupación de


elaborarlo con materiales imperecederos… Roberto Nóvoa Santos no era un
médico excelso, ni un gran catedrático; era uno de esos profesionales cuyas
actividades desbordan los cauces del oficio y se derramaban por cauces
ajenos; los del pensamiento filosófico, cubiertos de accidentes confusos y de
nieblas, a la vez atrayentes y turbadoras, y de los claros y soleados de la
literatura.

Yo tenía los tomos del Profesor Bañuelos y colaboradores, entre los que, además
de nuestro querido profesor Fermín Querol Navas, se hallaba el eminente psiquiatra
Villacián, a quien años más tarde fui a visitar en Valladolid. La obra de Bañuelos,
muy extensa, está llena de sugerencias a cual más atractiva. Para iniciarnos en el

34
estudio de la cirrosis hepática se permite citar a Goethe: Cuando tengo a Baco el
alegre, me llama ya Amor, el sonriente zagal. Es el modo de hacernos ver que el
alcoholismo y la sífilis se hallan entre las causas de la patología del hígado. Dentro
del programa de Patología General se hallaba el capítulo de la constitución corporal y
las tipologías. La más antigua, la de Hipócrates, con su clasificación de los cuatro
humores: sanguíneo, flemático, melancólico y atrabiliario. La más moderna —en
nuestros años, los últimos cuarenta— la de Ernest Krestchmer, el profesor de
Tübingen.

Llegó la hora de estudiar en serio (apunte de un compañero de pensión)

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Dije a mi amigo Antonio que me dejaba bigote para ser menos aficionado a los toros

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Pero no resultó y viví la vida de los torerillos de invierno

El sabio teutón dividió a la humanidad en tres grandes grupos: Pícnicos (de


formas redondeadas, hipersociables), Asténicos (delgados, angulosos, retraídos, a
veces místicos, con tendencias al fanatismo) y Atléticos (gente musculosa, de acción,
muy apta para los deportes). A cada tipo corporal correspondía una serie de rasgos de
carácter y personalidad que parecían ser el destino personal. Por añadidura, según la
forma del cuerpo tendríamos predisposición casi forzosa, a padecer determinadas
enfermedades, tanto físicas como mentales.
El capítulo de la tipología corporal me cautivó. Con Antonio Morgan discutía la
tremenda cuestión de saber si éramos autobuses o tranvías. ¿Cómo pensar en el libre
albedrío, si estábamos marcados desde el nacimiento? ¿Habría manera de escapar de
la cárcel del cuerpo? ¿Terminaría Aguedita en la segunda mitad de la vida padeciendo
—obligatoriamente— artritis reumática o quizá fases depresivas alternando con otras
eufóricas, inmotivadas las unas y las otras? Esta vez era yo quien daba ideas.
Enardecido, salía mi amigo de la pensión dispuesto a comprobar si la estructura
corporal de la señorita Morgan era pícnica pura — él creía que no —y en qué
proporción contendría rasgos del mundo asténico y tal vez del atlético, cuya variedad
grácil en la mujer corresponde al tipo ideal de la belleza clásica griega. De la nuca
descendió Antonio a los encantos de la espalda y de la cara anterior del tórax. La
pobre, con los ojos bajos y la respiración entrecortada, insistía en ser más bien
pícnica. Esa fue también la conclusión de mi compañero, acariciando sus manos
menudas y gordezuelas, terminadas en dedos cortos y cónicos, (a diferencia de los
largos y cilíndricos dedos asténicos, en palillo de tambor). Los dedos atléticos son
otra cosa. Pero Miss Morgan ya no escuchaba. Se adormecía blandamente, llevada de
las benignas suavidades propias de la mayoría de las pícnicas.
Por culpa de las tipologías me iba muchas tardes a la biblioteca de la
Universidad, la general, no la de mi Facultad de Medicina. Leí todo lo que encontré
sobre la relación entre el cuerpo y la vida mental. En mi búsqueda, sin orden ni
límites, topé con la Fisiognomia y la Frenología. La primera de estas dos ciencias o
seudociencias, asociada al nombre del ilustre Lavater, interesó a mi querido Charles
Darwin en grado sumo. Cuando los clérigos ingleses se irritaron, les dijo que prefería
descender de un mono con curiosidad intelectual más que tener en su familia a
pastores protestantes aferrados a sus prejuicios. Comentaba cada noche mis
descubrimientos con Antonio Morgan, durante la cena. Los que tienen cara de
conejos se comportan como tales. Los de cara de rata se arratonan todos, antes o
después. Íbamos por la calle comprobando el extraordinario parecido con
determinados animales que tienen los humanos. Contagiamos a Aguedita, que se
dedicó a observar gentes con cara de mico, de asno y de cotorra, hasta obsesionarse.
Nos decía: ¡Es verdad esa teoría! ¡No falla nunca!
Por su parte, la Frenología de los doctores Gall y Spurzheim tuvo épocas de
esplendor. En recuerdo de ellas poseíamos en la Facultad hermosas cabezas de
cerámica blanca, donde se señalaban los órganos del cerebro y las funciones que se
les atribuían. Cráneos mondos, llenos de letreros inquietantes. Las cabezas de
porcelana estaban minuciosamente divididas en provincias, concejos o municipios,

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dedicados a diversas actividades concretas: Amatividad, veneración, chistosidad,
benevolencia, circunspección y otras cualidades incomprobables. Los frenólogos
seguidores de Francis Gall y Spurzheim, llamaron a esto Craneología, Craneoscopía
o Zoonomía, términos que sonaban respetables. Debí soñar que Descartes, furioso por
la moda de los frenólogos, venía a mi pensión. Me pareció escuchar sus juramentos
en francés: Nom d'un chien!, Nom d'une pipe! ¡Ese no es el camino para descubrir la
verdadera localización del alma! No sé lo que Antonio Morgan y yo diríamos a
Descartes para que recobrase la ecuanimidad.
Los sabios Vic d'Azyr y Sómmering se habían ocupado de los ventrículos
cerebrales, reconociendo que en estos asuntos ignoraban más de lo que sabían, pero
los frenólogos, aplicados a la investigación de la corteza cerebral y sus
circunvoluciones, se sintieron muy audaces. Además de atreverse con el hombre,
observaron la sustancia gris en insectos, moluscos y otros animales llamados
inferiores, sin escuchar jamás la opinión de estas criaturas del Señor. En 1808
Napoleón proscribió tales estudios. En Alemania, el sabio Bischof aceptó las nuevas
doctrinas con algunas reservas. Le costaba creer que las diferencias en la vida mental
de las personas se reflejasen, no sólo en la corteza del cerebro, sino también en las
protuberancias externas, visibles en el cráneo. El dicho de que las partes blandas
moldean las partes duras, esta vez se tomó al pie de la letra. No habría una sede única
del alma o la mente sino centros diversos, cada uno con su función correspondiente.
No conformes con disecar el cerebro y estudiar las relaciones de la corteza con la
sustancia blanca y las formaciones grises de la base, pretendieron algunos deducir,
por la forma de la cabeza, las cualidades de la gente. La inteligencia y los rasgos
morales se dejarían explorar palpando el cráneo. De la ciencia se pasó a la fantasía.
La moda frenológica hizo furor en todos los países. Los instintos criminales, la
cleptomanía y los estigmas de la degeneración moral, incluida la prostitución,
parecían evidentes para los entusiastas de estas novedades. Se llegó a distinguir entre
criminales occipitales, frontales y parietales. Algunos creyeron que el cerebelo era el
órgano del amor físico. Tantas hipótesis, nunca confirmadas, florecieron y se
mustiaron en la primera mitad del siglo xix. Curiosamente persistieron en España,
gracias a don Mariano Cubí y Soler, hombre de sorprendente actividad. Cuando le
conté todo esto a mi compañero de cuarto, comentó que no había soporte real para tan
inverosímiles mapas cerebrales, pero sonrió de oreja a oreja y se dispuso a palpar
cráneos. Empezó con los estudiantes más inocentes de la pensión y siguió con la
patrona y su hija, asegurándoles que eran muy inteligentes y de una integridad moral
a toda prueba.
Don Mariano Cubí, lector de cabezas, que asoció su experimentos de
craneoscopía con la fisiognómica y el magnetismo animal (una forma de sugestión)
de Mesmer, fue acusado de materialismo, y sufrió persecución por parte de los
eclesiásticos. De ideas democráticas y sentimientos humanitarios, no quiso limitarse a
la clase media; palpó cráneos de asilados, enfermos de manicomios, presidiarios,
campesinos, pastores y arrieros, además de las egregias testas de Napoleón III y
Eugenia de Montijo. Viajó a Estados Unidos, donde palpó de todo. Hay quien que
cree que algunas señoras le sugirieron palpar toda clase de bultos. Durante la travesía
de regreso pasaron por sus manos pasajeros, marinería y el capitán del barco.

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Don Mariano Cubí, de vuelta en Cataluña quiso casarse con la señorita Barnet,
barcelonesa, notando calor en los promontorios craneanos correspondientes a la
filogenitura, amatividad, alimentividad y orden. Cuando pidió su mano, ella se echó a
llorar, abofeteándose a sí misma porque no le gustaba la cabeza —decía— fea y vieja
del pretendiente. Al día siguiente intentó consolarle una joven de Mataró, de
considerable fortuna, en cuyo cráneo la zona de la veneración parecía exaltada, pero
don Mariano advirtió que el area de la firmeza dejaba que desear. Y murió soltero en
1875. Sus paisanos erigieron un busto en Malgrat a este hombre universal. Creyó
haber encontrado que, de todas las cabezas, la catalana era la más perfecta.
Recientemente lo he comentado con un psiquiatra barcelonés mientras visitábamos
Montserrat y contestó: Debió exagerar en otras cosas, pero en lo de la cabeza
catalana, tenía razón. Mi amigo, con ambas manos, estaba palpándose en ese
momento las protuberancias del buen humor.
En los años de formación en la Facultad de Medicina de Sala-manca, se nos
desarrolló a Antonio Morgan y a mi un extraño pudor. Habíamos tocado demasiados
cráneos ajenos. ¿Y si alguien pretendiera explorar nuestra cabeza con fines
científicos? Por lo que pudiera pasar, pusimos de moda el sombrero a lo Humphrey
Bogart, que apenas usaban entonces los estudiantes. Nos sirvió para mejorar las notas
académicas. Los profesores, muy agradecidos, correspondían a nuestros sombrerazos
en la Plaza Mayor; lo cual pudo puntuar favorablemente en los exámenes finales.
En aquella etapa de descubrimientos personales, hice uno que introdujo la
gravedad en mi vida estudiantil: el cuerpo humano en el hospital. Estábamos ya en el
cuarto curso. Los profesores de Patología Médica y Patología Quirúrgica nos hacían
explorar a los enfermos de sus salas. La mayor parte padecían enfermedades graves.
En algunos de ellos, quizá demasiados para mi, se adivinaba una evolución rápida y
fatal. Ahora estábamos palpando, por vez primera, la vecindad de la muerte. La
mirada de los pacientes resultaba inolvidable. Compartíamos la certeza de una muerte
segura. Sólo en parte es verdad que el hecho de morir nos iguala a todos. Un
estudiante como yo, a punto de cumplir los veinte años de edad, sin achaques, con
suficiente —nunca excesivo— dinero en el bolsillo, amigos, amigas y proyectos, no
era lo mismo que un enfermo mayor, sin esperanza, pobre casi siempre, con pocas, o
ninguna, visitas en el hospital y sin proyecto de ninguna clase, salvo la tarea de
elaborar el duelo por su propia, inminente, desaparición de este mundo.
Don Fermín Querol era un experto internista y un médico bondadoso. De sus
clases de Patología Médica y de sus comentarios durante las visitas al hospital podría
yo haber aprendido mucho. Pero me resistía , sin querer, a percutir y auscultar el
tórax de enfermos llamados terminales. Había que presionar con ambas manos el
abdomen de gentes cuyo cáncer , ascitis o lo que fuera, resultaba ya incurable;
hacerlo suavemente, sin denotar emoción en el rostro . Decir unas palabras de
circunstancias para aliviar la angustia del enfermo, y la mía, era una experiencia
nueva que me entristecía. Lo mismo, en menor grado , me ocurría con los pacientes
de las salas de cirugía. El profesor Moraza me dio muy buena nota, quizá porque le
hice los dibujos para un libro que preparaba sobre el tratamiento de las fracturas. Era
competente, sereno, a veces demasiado pensativo. Una tarde me mostró el muslo de
un entristecido torerillo, atravesado de parte a parte por el cuerno de una vaca brava

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en el campo: —No quiero que le pase a usted esto. Siga dibujando en la pizarra
escenas de tauromaquia con tiza de colores antes de que yo llegue al aula. Me gusta
verlas. Pero no pase de ahí. Debe terminar muy pronto la carrera de Medicina, que
es lo suyo. Todos tenemos aspiraciones secretas, cosas que deben quedarse en
segundo plano de nuestra conciencia.
El cuerpo humano, sin embargo, era otra cosa para mi cuando se trataba de
practicar la exploración neurológica. Tenía varios libros de introducción a la
Neurología como especialidad. El martillo de reflejos era un auxiliar que prolongaba
la mano y la mente durante los exámenes de las parálisis , los temblores y otros
movimientos anormales. Me resultaba tan familiar aquella tarea, que otros
compañeros en prácticas preferían que yo la hiciese por ellos. Me parecía una rutina
sencilla, capaz de orientar diagnósticos complejos. Por aquella época vi con mi amigo
Antonio Morgan una película, creo que interpretada por Bette Davis: Amarga
victoria. Era la historia de una joven que muere por un tumor cerebral. El médico le
había advertido que los síntomas finales serían la ceguera y el sueño. Termina la
historia cuando la actriz en cuestión nota en pleno día trastornos de visión y la
somnolencia que le habían anunciado. Se acuesta en su cama con resignación,
dispuesta a dejarse llevar por ese sueño del que sabe muy bien que no podrá
despertar. Al salir del cine le dije a Antonio: Ya está decidido. Seré especialista de
Neuropsiquiatría y, si es necesario, neurocirujano.
Han pasado muchos años desde que vi encenderse aquella luz como una de esas
llamadas, románticas si se quiere, capaces de poner en marcha una vocación
específica. Ya no era la carrera de Medicina, eso estaba, por fin, claro. Lo nuevo, que
me atraía con fuerza, era el adentrarme en un campo del cual no sabía casi nada.
Ignoraba no sólo el contenido sino, lo que me parecía más grave, por urgente: los
limites y su demarcación con respecto a otros campos de la profesión médica. Había
dejado atrás la primera etapa de mis estudios, la de las bases anatómicas, físico-
químicas, científico-naturales o como se deba llamar todo eso. Me hallaba,
afortunadamente para mi vocación, inmerso en la relación con los pacientes, teniendo
delante cada día en la Facultad lo que se llama con justeza el estado de enfermedad,
algo que por vez primera me obligaba a enfrentarme con las ansiedades y los
interrogantes propios de la condición humana y el sentido de la vida.
La verdad es que no sabía lo que podría significar mi supuesta vocación de
neurólogo y, tal vez de neurocirujano, pese al horror que seguía inspirándome la
sangre. Lo que aprendía en las exploraciones neurológicas procuraba integrarlo en
mis lecturas sobre fisiología y patología del sistema nervioso. Pero, a todo esto, no
tenía ideas muy claras de los límites de la Neuro-psiquiatría. Se escribía con un guión
inquietante. Habían de pasar algunos años antes de que, oficialmente, se tratase de
dos especialidades distintas . Todavía las consultas de la Seguridad Social, la práctica
privada y los grandes servicios hospitalarios estaban en manos de especialistas que se
consideraban neuropsiquíatras. Era evidente que la Neurología iba a ser desgajada
como rama independiente del tronco de la Medicina Interna. Lo mismo sucedería con
la Psiquiatría, con características diferentes. Así la encontré en el penúltimo curso de
mi carrera. Antes, en el cuarto año, debió servirnos de introducción otra asignatura
nueva, que llevaba el nombre de Psicología Médica, pero en realidad quedaba difusa

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y no atraía el interés de los estudiantes; la explicaban profesores venidos de Filosofía
y Letras. Mis compañeros no disimularon su desinterés: ¡Bah! Esto va a ser como las
tres marías. (Se llamaba así a tres asignaturas de escasa importancia en la carrera, que
debíamos aprobar obligatoriamente en los inicios: Religión, Política y Gimnasia. En
vez de Política convenía llamarla Formación del Espíritu Nacional. Pero decíamos
Clero, Fascio y Títeres. Normalmente no suspendían a nadie).

Mi padre, condecorado con la cruz de Sanidad. A su lado mi tío José S. San Julián y
los doctores José Luis de la Vega y Vicente Reyes, que sustituyó a mi padre como
cirujano taurino

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Juan López Sánchez, tío materno, ejemplo profesional y personal

Milicia Universitaria. Con Fernando y Ángel, mis primos hermanos

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En Psicología Médica tuvimos un catedrático nuevo, el profesor Miguel Cruz
Hernández, que venía con la mejor disposición para darnos ese baño de cultura que
tanto necesitábamos. Leí en cuarto curso todo lo que encontré en la biblioteca
General de la Universidad, desde Wundt, Brentano, Dilthey o William James, hasta
Freud, Adler y Jung, así como tratados generales de Psiquiatría, añadiendo los de
corte histórico debidos al Profesor Laín Entralgo. Me interesé por las publicaciones,
entonces de moda, referidas a la Patología Psicosomática, cuyo principal introductor
en España era el doctor Juan Rof Carballo. A todo ello acompañé un aluvión de
literatura humanística, escrita por biólogos, filósofos, teólogos y novelistas. Me
pareció, por tanto, una asignatura sin límites, y lo mismo me ocurrió dos años
después con la Psiquiatría.
En el último tramo de la carrera di prioridad a la experiencia del trato con el
enfermo mental y a las sesiones clínicas en el viejo Manicomio de Salamanca. Se
había dispuesto un salón para que sirviera como aula donde dar las clases de
Psiquiatría. El profesor encargado de curso, no había catedrático, era el director del
Manicomio, doctor Ángel Domínguez Borreguero, de gran reputación en la
provincia, respetado y querido por los especialistas de toda España, menos por sus
rivales en las oposiciones a cátedra. Don Ángel, delgado, alto, elegante, era un
asténico aristocrático a quien Kretschmer hubiera incluido en la categoría de los
esquizotímicos sensibles y bien controlados. Imperturbable, hablando en tono bajo,
imponía un estilo con cierto chic a las monjas y a los pacientes asilares. Allí se podía
delirar y tener alucinaciones, pero sin alzar la voz ni perder la compostura. Todos
creíamos que Sor Eugenia, la que llevaba la voz cantante —aunque voz baja— estaba
enamorada de don Ángel, pero nunca tuvimos pruebas ni soporte de ninguna clase
para nuestra impresión. Era joven, muy bella, virtuosa, recatadísima, irreprochable. Si
alguna vez comentábamos entre nosotros alguna fantasía sobre tan espiritual idilio, lo
hacíamos sotto voce.
Una mañana, durante la clase, un paciente se tiró al suelo y comenzó a nadar
diciendo que era Tarzán de los Monos cruzando un río lleno de leones y cocodrilos.
Don Ángel, sin levantarse del sillón, le susurró con amable seriedad: Haga usted el
favor de levantarse y no decir tonterías. El paciente salió del río imaginario, se sentó
en su silla con toda corrección y sólo habló en lo sucesivo al ser preguntado, con
respuestas corteses y prudentes, incluso cuando dijo algo sobre los seres invisibles
que le acechaban.
Para aprobar esta asignatura era preciso presentar la historia clínica de un
paciente del manicomio. Debíamos sopesar los antecedentes y analizar los aspectos
biológicos, personales, familiares, y sociales, así como la curva de la vida o
anamnesis biográfica. Un año antes de matricularme en esa asignatura, iba yo con
Antonio Morgan a las clases y a las prácticas. Vi cómo redactaban las historias
clínicas los alumnos del curso que me precedía y me documenté con los libros a mi
alcance para comentar tales historias desde diversos puntos de vista. De este modo,
cuando asistí a mis primeras clases y prácticas oficialmente, llevaba un bagaje
bastante útil. Sor Eugenia creyó que se trataba de un repetidor, alguien que no
hubiese aprobado la asignatura el último año. Al conocer la verdad me miró con
curiosidad y simpatía. Me dejó entrar en el círculo mágico que formaba ella con las

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plantas, la decoración, los pacientes y don Ángel, de quien me pareció más
enamorada que antes, sin que yo supiera explicar por qué me daba esa impresión.
En el círculo mágico no dejaba entrar Sor Eugenia a los dos médicos ayudantes,
que le parecían zafios. Lo supe o imaginé por algunas miradas de complicidad que se
permitía de vez cuando conmigo, aunque sin despegar los labios. Ocurrió algo que
divirtió a la monja y reforzó mi pertenencia al círculo hermético. Varios pacientes me
tomaron por el hijo del profesor, que estaba casado pero sin descendencia. La verdad
es que teníamos algún parecido. Por alguna razón, aquello parecía llenar de felicidad
a Sor Eugenia; en esos momentos don Ángel tosía levemente y se ponía colorado.
¿Por qué no dejó la Reverenda Hermana penetrar en nuestro círculo privilegiado
a los dos psiquiatras ayudantes? Lo entendí con facilidad. Uno de ellos pregonaba su
soltería perpetua, declarándose, sin pudor, fervoroso asiduo del onanismo. Este
personaje me felicitó a su manera: Has elegido la mejor especialidad. Sólo hay dos
enfermedades, la esquizofrenia y la psicosis maníaco-depresiva. Si te equivocas de
diagnóstico, no importa. Las dos tienen el mismo tratamiento, el electrochoque.
El otro ayudante hablaba poco, bajaba la cabeza y se dormía —por aburrimiento
— durante sus propias explicaciones. Eran muy llamativos sus ronquidos cuando, a
primera hora de la tarde, le correspondía darnos prácticas. Los alumnos habíamos
aprendido a mantener la compostura y aunque el profesor ayudante de prácticas se
durmiera explicando, no rechistábamos, ni los pacientes tampoco. Pasado un tiempo
prudencial se despertaba y seguíamos la clase con las pausas que requería su siesta
intermitente. No dejábamos que la vulgar realidad exterior alterase la elegante
indiferencia que nos complacía cultivar. Creíamos contribuir así a la felicidad de Sor
Eugenia y de don Ángel.
Un compañero de curso me pidió que le ayudara a escribir su correspondiente
historia clínica. Se enteraron los demás y , poco a poco, acabé por redactar las de casi
todos los alumnos de mi promoción. Don Ángel miraba de soslayo a Sor Eugenia y
comentaba en clase: Es muy curioso, todas las historias tienen un estilo muy
parecido. Ese año no suspendió a nadie. Obtuve la única Matricula de Honor, como
me había sucedido en cuarto curso en Psicología Médica. Mis notas habituales no
eran tan altas. Lo psíquico parecía preocupar muy poco a mis compañeros, cuya
orientación en Medicina era organicista cien por cien.
Don Ángel nos explicó en clara síntesis la historia de la Psiquiatría. Estaba
orgulloso de pertenecer a la estirpe del psiquiatra y neurólogo Wilhelm Griesinger, un
alemán de Stuttgart nacido en 1817 que hizo famosa su afirmación: El cerebro
segrega ideas como el hígado la bilis. Tras explicar Medicina Interna en Tübingen y
Kiel, haber sido médico de cabecera del jerife egipcio y director de Sanidad en El
Cairo, Herr Griesinger terminó su carrera como profesor de Psiquiatría y Neurología
en Berlín, donde murió en 1869. Cuando el doctor Borreguero nos dijo que este
antepasado espiritual suyo había publicado en 1845 Pathologie und Therapie der
psychischen Krankheiten, puso en marcha nuestra indomable germanofilia. En mi
caso iba a durar demasiado.
Por suerte, aquella admiración beata se atemperó gracias a mi tío Juan, el tío
materno que tanto influye en la vida de cada uno de nosotros. Pocos meses después
de terminar la carrera, matriculado en los cursos de doctorado, y, con motivo de un

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viaje suyo a Francia, le di el título de dos libros: Psychiatrie Générale, de Paul
Guiraud, París, 1950, y Méthodes biologiques en clinique psychiatrique de Jean
Delay, París, 1950. Los esperé durante un par de semanas ansiosamente, vestido con
mi nuevo uniforme de alférez de Infantería en el despacho de la sala de banderas de
mi cuartel de Salamanca. Estaba orgulloso de ser oficial de Infantería y servir a las
órdenes del coronel Manzanera, un verdadero caballero español pleno de virtudes
castrenses, que extremaba su cortesía con nosotros. Pero no se me olvidaba el viaje de
mi tío Juan. Recibí una postal con el texto de una broma que solía gastarme: Mon
chèr ami Nicolás, je suis arrivé a París y yo me divierto ici lo que tú no sabes pas.
Abochornado por la rechifla de los demás oficiales que leyeron la postal —mi
coronel estaba en el ajo, pero él no se burló— llegó, por fin, el paquete con los dos
libros. El del doctor Delay era para ser leído despacio con la máxima atención.
Acababa de ser nombrado catedrático y sucesor, en el famoso hospital de Sainte
Anne, de una línea de célebres psiquiatras.
Como me dijo después su colaborador Jean Thuillier, psicofarmacólogo, el
brillante profesor estaba atiborrado de títulos: Doctor en Medicina, doctor en Letras,
médico de los hospitales de París, catedrático de Medicina; con cuarenta años, era
miembro ilustre de la Real Academia de la Lengua. Había escrito un extraordinario
libro sobre la juventud del escritor André Gide, y otra obra, digna de un gran
neurólogo, sobre las afasias. Sus colegas le reprochaban ser demasiado médico y
poco alienista, demasiado sabio y poco psicólogo, demasiado terapeuta y poco
psicopatólogo. Con él y su equipo empezó nuestra especialidad a ser eficaz en los
tratamientos. El doctor Borreguero había tomado buena nota y fue de los primeros en
usar comprimidos de Largactil con los pacientes del manicomio. Jean Delay, en
palabras exactas de Thuillier, exigía que su servicio se llamase Clínica de las
Enfermedades Mentales y del Encéfalo. Si alguien olvidaba mencionar el encéfalo en
un membrete oficial o en un texto, no dejaba pasar el tremendo fallo.
El otro libro enviado por mi tío era la Psychiatrie Générale de Paul Guiraud,
Médico-Jefe en el Centro Psiquiátrico de Sainte Anne. De personalidad muy distinta,
tenía delante de mi la obra de toda una vida, la de un hombre de natural sencillo, un
estudioso apasionado por los saberes que debería reunir cada psiquiatra. Tan ameno y
tan buen expositor de los problemas más abstrusos bien merecía el dicho de que para
divulgar bien la ciencia es preciso escribirla en francés. Pocos años más tarde conocí
a fondo al doctor Guiraud. Salíamos juntos de Sainte Anne para tomar el metro hasta
la estación de Glaciére. Aquel verdadero sabio, tan sencillo y sincero, lamentaba
profundamente, delante de mi, no saber alemán. ¿Sería más importante que saber
psiquiatría? La germanofilia de los especialistas españoles parecía confirmarlo. Por
mi parte, con el debido respeto a Herr Wilhelm Griesinger y al doctor Borreguero, me
sumergí en los dos libros que mi tío Juan me había traído sin aceptar cobrármelos. Me
olvidé de su chiste del chér ami Nicolás y seguí queriéndole mucho, como si no me
hubiese operado de amígdalas sin anestesia a los cuatro años de edad. De niño,
desarrollé una fobia invencible a su consulta, pero no a mi tío, a quien abrazaba de
todo corazón si lo veía en otro lugar alejado.
¿Y los pacientes del manicomio de Salamanca? Ése era uno de mis mayores
problemas. Había escrito la historia clínica de gran número de ellos, los había

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explorado neurológicamente, auscultado y percutido, les pregunté todo lo que había
que preguntar según un libro delgadito y anticuado llamado Propedéutica clínica
psiquiátrica y no logré sacar casi nada en limpio. Las paredes del manicomio,
blanquísimas, tanto como el alto techo y como las sábanas y almohadas, daban
sensación de frío y lejanía. Quizás aquellos enfermos opinaban como su médico
director. Quejarse o delirar con aspavientos era signo de mala educación. Apenas
hablaban y nunca hicieron nada incorrecto.
Con una excepción, la de una pobre mujer a quien don Ángel me encargó que le
hiciera la punción lumbar para inyectarle líquido de Elliot, curiosa fórmula que servía
para un tratamiento llamado bombeo espinal. La paciente, tumbada de medio lado, de
espaldas a mi, se bajó a toda prisa de la cama, con la larga aguja bien clavada, y salió
corriendo por los inacabables pasillos. Yo la perseguía sin perder su rastro por las
gotas de líquido cefalorraquídeo que iba dejando en el suelo. Sor Eugenia le cerró el
paso. La volvimos a acostar y —asombrosamente— no pasó nada. Al día siguiente
nos pidió perdón diciendo que en adelante iba a ser muy buena.
El bombeo espinal estaba de moda en algunas clínicas italianas; era una variante
de la pneumoencefalografía gaseosa que se practicaba en Sainte Anne bajo la
dirección del profesor Delay. El otro tratamiento era el electrochoque, todavía sin
anestesia ni curarizantes. A pelo, se decía. Los pacientes guardaban cola en el pasillo;
entraban de uno en uno, pero con rapidez. Al lado de la camilla de hule había dos
colchones en el suelo. A medida que tenían sus convulsiones y pérdida de conciencia,
caían de medio lado, amontonándose con los ya tratados. Alguno, novato, retrocedía
temeroso en la puerta, pero los demás, habituados, le empujaban sin decir nada. Sin
embargo, don Ángel aspiraba a más. Confiaba en que la próxima reforma de la
arquitectura interior y de las instalaciones del edificio le permitieran con sólo apretar
un botón en su mesa de despacho, provocar la convulsión eléctrica a todos los
pacientes que fuera preciso, estando cada uno de ellos en su cama correspondiente.
Por otra parte, nuestro profesor estudiaba al microscopio el cerebro de los
pacientes recién fallecidos. Creía haber descubierto en el diencéfalo de los
esquizofrénicos lesiones que podrían explicar las alteraciones mentales. Una mañana
me miró con los ojos brillantes, recién terminadas las vacaciones navideñas, y me
dijo: Pronto tendremos un cerebro nuevo para el microtomo. Me entristeció saber
que el señor Crescencio, el viejo psicótico, estaba en las últimas. Don Ángel propuso
dirigirme una tesis doctoral basada en los hallazgos en el llamado, por él, Síndrome
Diencefálico. Reaprendí las técnicas histológicas de tinción de los fragmentos
cerebrales congelados y cortados con el microtomo . Con infinita paciencia, impropia
de mí, tomé notas y dibujé las células y estructuras que veía de color violeta entre
porta y cubre. No pude evitar las palabras de don Santiago Ramón y Cajal, cuando se
refirió a la posibilidad de descubrir las mariposas del alma estudiando cerebros al
microscopio.
Uno de los ayudantes, el que más detestaba Sor Eugenia, venía por las tardes al
laboratorio: Es para mantener la continuidad. Trataba de no sentirse demasiado
culpable por dejarme sólo mientras él se divertía en los bares. El otro ayudante nunca
vino a ver mis investigaciones. Se me ocurrió calcular las horas que necesitaría para
dar un informe a mi maestro y estuve a punto de caerme al suelo como los infelices a

46
quienes dábamos electrochoque. La segunda vez que volví a calcular el tiempo de la
tesis, lo recuerdo bien, era en una hermosa tarde de primavera. Por la ventana abierta
entraban fragancias de un parque próximo y vi parejas de novios cogidos del brazo;
ellas llevaban jerseys de manga corta, muy ajustados. ¿Sería yo capaz de ayudar a mi
maestro a demostrar el soporte histopatológico de su síndrome diencefálico? ¿Debía
seguir mirando por el microscopio y olvidar lo que había visto por la ventana?
Don Ángel pensaba presentar sus investigaciones en el Congreso Mundial de
Psiquiatría de Zürich, en 1957. Faltaban cuatro años para eso y quise creer que no
tendría dificultad mi profesor en encontrar nuevos colaboradores con afición a la
Histología. Aquella tarde de primavera en Salamanca era una bendición del Señor.
No disfrutar del aire perfumado de los jardines tan próximos hubiera sido una pena.
Colgué la bata y cuando vino el ayudante —el dormilón de las clases prácticas— le
dije que tanto tratamiento biológico a lo Frankestein, y tantas horas de laboratorio me
habían hecho reflexionar sobre mi carrera profesional. De momento bajé al parque y
miré uno de aquellos jerseys con muchacha dentro. ¿Púrpura o morado? Dije adiós al
nitrato de plata, utilizado por Ramón y Cajal. Pensé en los otros colorantes: la eosina,
hematoxilina y el violeta de genciana. Violeta, como el nombre de la hija de la
patrona. Ese era el color de las nubes del atardecer primaveral. Decidí que al día
siguiente hablaría con mi maestro.
Don Ángel comprendió mi situación. Me dio una carta para el catedrático de
Madrid, don Antonio Vallejo Nágera, recomendándome con sincero afecto en
términos muy cálidos. Aquello me sorprendió, dada la sobriedad de nuestro estilo de
comunicarnos, tan propio del norte de Inglaterra en invierno. Se me ocurrió
mencionarle al doctor don Juan José López- Ibor, Jefe de los Servicios de
Neuropsiquiatría del Hospital Provincial de Madrid, autor de Los problemas de las
enfermedades mentales, libro que me permitió ver las múltiples avenidas de la
psiquiatría. Don Ángel levantó la ceja derecha, sin mover ningún otro músculo de la
cara: ¿Se refiere usted a López? No, López no. Le he dado una carta para el mejor
maestro. Más tarde, recordé que el doctor López-Ibor y don Ángel habían opositado a
cátedras. ¿Serían rivales irreconciliables? Con retintín, mi maestro salmantino
llamaba López a su contrincante.
Recordé las amargas reflexiones de Cajal y de Marañón sobre el daño que hace el
sistema de las oposiciones en las personas más valiosas para el conjunto de la vida
universitaria española. Por fortuna, con el paso de los años, disfruté de las enseñanzas
de los dos grandes maestros de Madrid. De momento, además de la estimulante
vecindad intelectual de don Juan José López Ibor en el Hospital Provincial, encontré
en la Facultad de Medicina de San Carlos, en la calle de Atocha, la cátedra del
profesor don Antonio Vallejo Nágera. Una y otra escuela de especialistas significaban
para mí un gran paso hacia adelante y quizás una tesis doctoral, esta vez factible en el
curso de una vida humana.

47
Orla del Doctorado en la Universidad de Salamanca

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Celebración del Doctorado a la vieja usanza salmantina. (Al quite, el hoy prestigioso
abogado barcelonés Francisco Vega Sala)

49
CAPÍTULO III

Años de especialidad. Primeros maestros

E N 1952 tuvo lugar el Congreso Nacional de Neuropsiquiatría en Santiago de


Compostela y La Toja. Era yo estudiante del último curso de Medicina y lo
comenté con mi primer maestro, el doctor Jesús Chamorro Piñeiro, psiquiatra, forense
y médico de prisiones. Antiguo compañero de mi tío Joaquín, nunca me dejó llamarle
maestro, a pesar de tanto como me enseñó. En realidad se consideraba mi amigo y yo
lo sentía de esa manera. Don Jesús, al comentarle lo del congreso, no me dejó
terminar: Nos vamos juntos. No se hable más, nos vendrá muy bien a los dos. La
cualidad que más destacaba en él era su enorme simpatía, su increíble don de gentes,
el entusiasmo inmediato por cualquier cosa que le pareciese interesante. Cuando
tuvimos más confianza, y llegamos a tener mucha, me anunció: No encontrarás
ningún psiquiatra que sea normal, aunque algunos se empeñen en disimular. En
cuanto lleguemos me dirás quienes te parecen más chiflados. En su juicio, no verás
ni uno. Don Jesús era exagerado y vehemente.
El viaje lo hicimos en tren desde Salamanca hasta Verín. Allí subimos a un
autobús que debía llevarnos a Santiago, pero se rompió a mitad de camino. Fue una
buena ocasión para conocer a dos maestros, el doctor Ramón Rey Ardid, de Zaragoza
y el doctor Luis Valenciano Gayá, de Murcia. En tanto que otros viajeros mostraban
síntomas histéricos, ellos derrocharon buen humor, ingenio y paciencia calmando a
los más angustiados. Don Ramón, intelectual enjuto y sagaz, había publicado trabajos
sobre el bombeo espinal; era muy conocido en el ámbito nacional como campeón de
ajedrez, deporte y arte sobre el cual escribió un importante libro. El doctor
Valenciano Gayá, entonces en plena juventud, tenía el aire decidido de un buen
deportista. Excelente jugador de tenis, la sureña morenía de su piel y de su talante le
daba muy juncales aires de torero, profesión que, en mi opinión, bien pudiera haber
seguido. Años más tarde, cuando de joven le quedaba poco, comprobé su arte, valor y

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buen oficio taurómaco en una fiesta campera en tierras andaluzas. A lo largo de su
vida fue respetado por todos los especialistas, neurólogos y psiquiatras, organicistas y
de orientación social, de cualquier edad y signo político, incluso en los años
turbulentos del movimiento antipsiquiátrico y en lo que vino después. Recibió
merecidos homenajes en sus últimos años. Además de una vasta y profunda obra
científica, escribió una notable biografía titulada El Dr. Lafora y su tiempo.
Precisamente fue don Gonzalo Rodríguez Lafora el maestro veterano con mayor
personalidad en aquel congreso. Sus investigaciones en Washington le permitieron
descubrir el substrato histológico de la enfermedad del sistema nervioso que lleva su
nombre. Recién regresado de su exilio en México, bromeaba con zumba sobre todo y
sobre todos. Su cojera no le quitaba energías al andar, se diría que las potenciaba.
Blandía un gran bastón cada vez que lanzaba amenazas valleinclanescas. Se disparaba
su ira cuando mencionaba al entonces pujante Consejo Superior de Investigaciones
Científicas: ¡Se debe llamar Consejo Superior de Tiburones Científicos! En aquel
congreso y en alguno más protagonizó el doctor Lafora incidentes pintorescos,
llevado unas veces de su gran sentido del humor y otros de la ira por lo que él
consideraba atropello en torno a su persona, sus méritos, derechos o lo que fuere. Era
capaz de sacar una voz campanuda y muy sonora :¡Y digan que todo esto lo ha dicho
don Gonzalo! Cuando no mostraba el lado recio de su estirpe carpetovetónica, dejaba
ver un humor socarrón que no tenía desperdicio. En otro congreso, en Pamplona, se
incluyó una visita a Roncesvalles. En la cripta vimos la gran estatua yacente de Don
Sancho de Navarra, llamado El Fuerte. —Si que era robusto como pueden ver, dijo el
canónigo que guiaba la visita, pero el pobrecito no podía tener descendencia. Don
Gonzalo puso en apuros al eclesiástico: —¡Pues sepa usted, señor canónigo que yo
de joven he sido muy heterosexual y no me se me ha ido viva ninguna señora! El
piadoso y apacible guía le invitó a musitar algunas palabras al fondo de la estancia
para que comprobásemos el eco de la cripta. El doctor Lafora se alejó, pero en lugar
de musitar gritó varios Vivas a la República y remató la faena con un impresionante
¡Viva México! que no lo hubieran mejorado en las películas de Jorge Negrete que por
entonces se exhibían en España.
Al año siguiente vi muchas veces a don Gonzalo en las sesiones clínicas del
servicio del Dr. Marañón, en el Hospital Clínico de Madrid. Guardábamos todos un
solemne silencio mientras hablaba don Gregorio. Si algún estudiante o joven
posgraduado quería opinar, alzaba su mano y el sabio doctor le permitía toda clase de
consideraciones e hipótesis, aunque fuera en contra de lo que él acababa de decir. Lo
único que no toleraba era el ruido y las interrupciones. Y, sin embargo, el doctor
Lafora, que sistemáticamente llegaba muy tarde, armaba la gran zapatiesta en la
puerta con el bastón y el intento de pasar rápido, tambaleándose, empujando
ruidosamente las sillas suplementarias que abarrotaban el aula. Don Gregorio
apretaba los dientes, cruzaba los brazos y aguardaba que terminase la barahúnda. Una
vez sentado don Gonzalo se oía un cariñoso saludo, disparado con la voz un poco más
alta de lo normal: ¡Hola, Lafora! —¡Hola Marañón! La sesión clínica continuaba
como si nada hubiera ocurrido, mientras los asistentes lanzábamos suspiros de alivio.
Todos los psiquiatras fuimos, al menos en forma indirecta, sus discípulos. En la
biblioteca del Instituto Cajal tuve ocasión, años más tarde, de escuchar sus recuerdos

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y observaciones sobre la actualidad, con verdadero derroche de agudeza, inteligencia
y muy fina ironía. Tuvo la gentileza y atención de intervenir muy cortésmente —sin
llegar tarde— con motivo de una conferencia que di en 1961 en la Embajada de
Estados Unidos sobre la psiquiatría universitaria en aquel país.
La curiosidad de don Gonzalo no tenía límites. Escribió sobre temas literarios y
se interesó por la obra teatral de Ignacio Sánchez Mejías, Sinrazón, que versa sobre
psiquiatría y psicoanálisis. No pude dejar de enviar un artículo a la revista Ínsula
titulado Razón del doctor Lafora y Sinrazón de Sánchez Mejías. Mi lazo invisible con
este inolvidable maestro persiste en el recuerdo y se actualiza constantemente.
Desde mi punto de vista de novato, las estrellas en el congreso de Santiago de
Compostela eran los catedráticos de Madrid, Prof. A. Vallejo Nágera; de Barcelona,
Prof. Ramón Sarró; de Valencia, Prof. Román Alberca y de Granada, Prof. Rojas
Ballesteros, que me alentó en mi trabajo sobre la Catatonía Experimental. Junto a
ellos, dentro de un ambiente de tenso compañerismo, destacaba la figura del doctor
Juan José López- Ibor, ya desde entonces con un halo invisible de intelectual
carismático. Un psiquiatra que intentaba en ocasiones alguna extravagancia simpática
era el doctor Federico Soto Yárritu, de Pamplona, de permanente sentido del humor.
Por suerte fui luego discípulo suyo, en calidad de becario de la Real Academia de
Medicina durante los meses en que trabajé bajo su dirección en el hospital
psiquiátrico San Javier de Villaba; encontré a colegas de mi edad como el
electroencefalografista Lizarraga o el simpático asturiano, a la vez psicoterapeuta y
pianista, Rubén Prieto Ponga. Le gustaba al doctor Soto, buen deportista, iniciar la
visita por los largos corredores del hospital con paso largo y reposado, acelerando el
ritmo con presteza, con lo cual nos obligaba a sus ayudantes a esforzarnos por
seguirle. En cuanto comprobaba que jadeábamos, corría cada vez más hasta
desembocar en una carrera disparada, parecida a las de los sanfermines, que causaba
la hilaridad y el asombro de los pacientes. Los viejos esquizofrénicos se
desentumecían y nos mirabanpaternalmente: ¡Hay que ver las cosas que hacen los
señores doctores! Incluyo al doctor Soto Yárritu muy a gusto en la lista de mis
maestros, no sólo por su especialidad, que era el test de Szondi o Análisis del Destino
(Shicksahlanalyse), sino por la bondad, simpatía y sencillez con que nos enseñó a
tratar a los pacientes, por difíciles o inaccesibles que fueran.

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El Dr. Ángel Borreguero

El Dr. Pablo de la Vega

53
El catedrático de Granada, Luis Rojas Ballesteros

El catedrático de a Valencia, Román Alberca Llorente

54
En el congreso de Santiago tuve la grata sorpresa de verme muy bien acogido por
los psiquiatras jóvenes —seguimos estando en 1952— entre los que recuerdo con
afecto al doctor Juan Obiols, nacido en Granollers el 10 de agosto de 1919, futuro
catedrático de Psiquiatría y Psicología Médica en la Universidad de Barcelona, que
había de fallecer el 17 de julio de 1980 en Port Lligat, Gerona, visitando al pintor
Salvador Dalí. Solía ir siempre junto a su coetáneo Carlos Ruiz Ogara, futuro
catedrático de Granada. Del mismo modo me parece ver el rostro, aniñado todavía, de
Luis Martín- Santos. Conservo sus separatas dedicadas; eran trabajos sobre el
alcoholismo y sobre las ideas delirantes. Cuando publicó la novela Tiempo de silencio
quedé sorprendido por la mención de tantas personas y ambientes familiares para mí.
Amador, el cuidador de los animales, se ocupaba de alimentar a las ratas blancas de
mi tesis doctoral. Hace pocos años pude suministrar alguna información a los autores
de su biografía. Durante mi estancia en París, y más tarde en Ginebra, me preguntó a
menudo el profesor Ajuriaguerra por Martín-Santos. Me solía decir totalmente en
serio: A mi me daría miedo que me tratara un psiquiatra tan inteligente.
En Santiago vi al lado de Luis a Carlos Castilla del Pino, muy delgado, todavía
con la faz monda sin que se adivinase la solemne barba negra y luego gris o blanca
que había de acompañarle. En aquel congreso sus intereses parecía ir por los terrenos
de la histología y del nitrato de plata amoniacal.
La inmensa mayoría de los especialistas presentaba estudios sobre los
tratamientos de moda; curas de insulina, cardiazol, electrochoque y bombeo espinal.
La psicofarmacología estaba en mantillas. Un jovencísimo, imberbe en el mejor y
más exacto sentido, Juan Antonio Valle-jo Nágera, se levantó para pedir que
prestáramos atención a lo que allí definió como La Cenicienta, la pobrecita
psicoterapia.
Recuerdo el buen momento profesional del doctor Manuel Cabaleiro Goas,
estudioso infatigable, buen compañero, en trance de empeñar su imagen y su vida de
pícnico arrollador en el maremágnum de las oposiciones a centros hospitalarios y a
cátedras de Psiquiatría. De aquella generación era Diego Parellada Felíu, uno de los
amigos más amables, mejor intencionados y de mente más clara en aquel universo de
hombres trabados profesionalmente con la sinrazón. El grupo de especialistas
catalanes mostró tan buen sentido en sus intervenciones, que llegué a pensar que era
una falsedad el tópico de que a los psiquiatras les falta un tornillo. Veo las barbas
blancas del barcelonés Jerónimo de Moragas y el entorno de colegas que andaba en
su vecindad: Grañén Raso, preocupado por la Higiene Mental y Martí-Tusquets, entre
otros interesados en psicoterapia de grupo y en mejorar la situación de los enfermos
crónicos hospitalizados. Sospeché que lo de los psiquiatras sensatos estaba reservado
sólo a los de Cataluña. Sigo pensándolo ahora, con pocas excepciones.
En aquel congreso conocí a las únicas dos mujeres psiquiatras que asistieron.
María Jesús Pertejo Seseña, autoridad máxima en el test de Rorschach (algunos la
llamaban Rorscharito) y Mercedes Gregori Ocejo, una de las primeras en dedicarse a
Psiquiatria Infantil. Por otra parte, me agradó saludar a otros especialistas de los que
sabía que dirigían hospitales o sanatorios con gran número de pacientes, entre ellos
estaban el doctor Lartigau, de Tarragona y el doctor Escudero Valverde, de Madrid.
Me preocupaba el universo asilar y los tratamientos de los pacientes crónicos

55
internados. Empezaba a pensar que se requería una vocación distinta de la mía para
trabajar con ellos. Debo al doctor Escudero una observación que me dejó sumamente
perplejo. Fue después de bastantes años, estando ya envuelto en la práctica privada.
Su comentario vino a propósito de una paciente norteamericana, alcohólica, que me
traía a mal traer sin dejarme encauzar su comportamiento, ni dentro ni fuera de su
sanatorio particular de la calle Macarena. Cuando le pedí consejo, el veterano médico
me dijo: Vas a sufrir mucho en tu carrera si te empeñas en curar a los pacientes. La
mayoría no quieren ser curados, nos consultan por otras cosas. La manía de curarlo
todo es cosa de psiquiatras demasiado jóvenes.
Con motivo de haberlos visto por vez primera en el congreso de la Asociación de
Neuropsiquiatría en 1952, creo haber nombrado a los que considero mis maestros,
casi todos ellos indirectos, a través de publicaciones y contactos en congresos
sucesivos. Las enseñanzas más directas las he recibido del profesor Antonio Vallejo
Nágera, en cuya cátedra y policlínica de San Carlos trabajé desde mis primeros
contactos en 1954 con las interrupciones debidas a mi estancia en el extranjero entre
1956 y 1958. Sin embargo, desde París y otras ciudades le escribía detalladas cartas y
él me contestaba inmediatamente, con enorme afecto.
Mi relación con el profesor López- Ibor no fue tan estrecha, pero sí profunda; su
atención primera conmigo fue un prólogo que le solicité y me lo dio en muy breve
plazo. Tengo muchos motivos de gratitud hacia la persona y la obra del profesor
López- Ibor, que considero un verdadero maestro, capaz de superar desde varios
puntos de vista las circunstancias en que publicó sus escritos. No era posible evitar
del todo el pathos de la posguerra española. Lo mismo cabría decir de los médicos
que tenían puestos de responsabilidad en aquellos tiempos. He leído críticas duras,
unas, durísimas e injustas otras, atizadas por la hostilidad y resentimiento de algunos
colegas. No quiero dar la imagen del bueno y leal discípulo que sale en defensa de su
maestro a cualquier precio. En la Legión se decía: Defender al compañero, con razón
o sin ella. Aquellos grandes maestros pasarán a la historia como lo que fueron, en
tanto que los enanos, (con perdón de los hombres pequeños), que han vomitado bilis
contra ellos quedarán, digámoslo moderadamente, como deben quedar.
Debo subrayar que las enseñanzas de mi muy querido maestro don Antonio
Vallejo-Nágera, sólo pudieron terminar debido a su fallecimiento en marzo de 1960.
Pocas semanas antes de morir acudí a su casa, en la calle de Alcalá Galiano. Se
incorporó en la cama y me abrazó muy fuerte, deseándome feliz y fructífera estancia
en Estados Unidos. Fumador empedernido de toda la vida, el cáncer de pulmón le
había consumido; se notaba su esqueleto a través de una delgada camisa larga,
semejante a la de Don Quijote divulgada en grabados muy conocidos. En una de las
primeras cartas que recibí en Chicago, me informaban mis padres de la triste noticia,
ocurrida el 24 de febrero de 1960, muy poco después que su esposa. No tardé en
enterarme de otra novedad similar, esta vez en un periódico de Illinois. El titular
rezaba: Maranon dies. Sin tilde en la eñe, como correspondía —¡qué se va a hacer!—
a los bárbaros del norte que redactaron la nota.
El coronel don Antonio Vallejo Nágera estudió Medicina en Valladolid, tras la
licenciatura ingresó en Sanidad Militar. En Gijón obtuvo la medalla de la Cruz Roja
por su dedicación a los enfermos de una epidemia de fiebre tifoidea. En África

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participó en la ocupación de Larache y se distinguió en diversas acciones militares.
En Marruecos, a lomos de una mula, sin profesor, aprendió francés. (Se le notaba,
decían sus adversarios.) A raíz de la Semana Trágica viajó a Barcelona , donde siguió
un curso de alemán que habló perfectamente en poco tiempo. Viajó a un campo de
prisioneros en Alemania durante la primera guerra mundial y se puso en contacto con
los principales psiquiatras germanos, entre ellos Grühle, Schwalbe y Wagner von
Jauregg, premio Nobel de Medicina con quien mantuvo frecuente correspondencia.
En Ciempozuelos fue director a partir de 1930. En la Facultad de Medicina fue
Profesor Encargado de Psiquiatría desde 1940 a 1945, llegando a ser Catedrático de
ella en 1947.

Los doctores Carlos Castilla del Pino y Juan Rof Carballo, destacados cultivadores de
su especialidad médica y Académicos de la Lengua Española

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Los doctores Bartolomé Llopis, de Madrid, y Ramón Sarro, catedrático de Barcelona,
me escucharon con paciencia (Congr. Nac. Neuropsiq. Madrid, 1954)

Fruto de sus actividades en Ciempozuelos, donde pasaron por sus manos más de
ocho mil historias clínicas, fue el monumental Tratado de Psiquiatria, de 1.223
páginas, redactado cuando ya era Teniente Coronel. Los alumnos decían que sólo
podían entenderlo Dios y él. Cuando compuso el compacto resumen Lecciones de
Psiquiatria, dijeron alumnos y opositores que este ya no lo entendía ni Dios. En las
sesiones clínicas, don Antonio era sagaz y preciso en sus observaciones. Mostraba
siempre gran admiración por los conceptos de la psicopatología alemana.
En los años de la contienda civil escribió encendidísimas páginas de propaganda
bélica; algunas de ellas de ninguna manera habrían salido de su pluma en otras
circunstancias. Sólo la cerrazón de sus adversarios de entonces, y de ahora, puede
recordarlas sin tener en cuenta el contexto, no menos irracional, del bando
republicano. En esa zona, uno de nuestros mejores poetas, Antonio Machado, escribió
aquello de Si mi pluma valiera tu pistola y el otro extraordinario poeta, Miguel
Hernández, en Alba de hachas recomendaba cortar el cuello de las gentes de orden,
sobre todo notarios y obispos, con hoces. No suele mencionarse que una de las
primeras víctimas de los odios que Miguel contribuía a excitar, fue su suegro, el
padre de Josefina Manresa, guardia civil despedazado en plena calle.

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Don Antonio no fue el único médico que pretendía convencerse a sí mismo y a
los demás acercas de las raíces ¡biólógicas! del marxismo y del fanatismo de sus
enemigos. Durante la República había tenido buen contacto con Azaña, hasta 1936.
Es muy cierto que, durante la guerra, pidió al Generalísimo en carta abierta publicada
en un periódico de San Sebastián, que reimplantase la Inquisición, algo modernizada;
lamentó de veras que el Jefe del Estado no lo considerase oportuno. Comentando la
anécdota en 1992 con un catedrático de Psiquiatría, le oí decir en tono zumbón: Que
nos perdonen sus partidarios, pero no hay más remedio que reconocer que Franco
tuvo algunos errores y éste fue uno de ellos. Es una lástima no ver a la misma luz la
tesis vallejiana, y no sólo suya, de la inferioridad natural de los vencidos. Se olvidan
quienes portan orejeras para no ver más que lo que quieren ver, que siempre fue así y
sigue siendo en el plano internacional.
Se abusa de la Psiquiatría para confirmar que quienes pierden una guerra o
simplemente son tercermundistas, tienden al mal. En la Alemania de Hitler se decía
que eran paranoicos Churchill y Roosevelt. Tras la derrota de los países del Eje, nadie
dudaba de que la paranoia fue la de Hitler y Mussolini. En cuanto al nada disimulado
racismo de don Antonio era pintoresco. No pasó nunca por el tamiz del raciocinio,
como los demás racismos, incluidos los de ahora, que tantos practican a la vez que se
declaran tolerantes y solidarios. Al profesor Vallejo Nágera le irritaban los cambios
en el aspecto corporal de los españoles, que atribuyó al auge de una democracia
aplebeyada: El fenotipo amojamado, anguloso, sobrio, casto, austero,
transformábase en otro redondeado, ventrudo, sensual, versátil y arribista, hoy
predominante. Democracia y Comunismo, para media España, eran palabras
nefandas, con connotaciones terribles entre 1936 y 1939, difíciles de imaginar para
las generaciones nuevas que no vieron aquello.
Durante la segunda guerra mundial, creyó don Antonio en la victoria de
Alemania hasta el último día. Negó las atrocidades de los campos de concentración, a
pesar de que su colega, el doctor López-Ibor estuvo visitando aquellos lugares en
1944. Nada, nada, calumnias, insistía don Antonio. Cuando, mediada la contienda
internacional, el gobierno español dio el viraje hacia las potencias aliadas, el doctor
Vallejo Nágera no disimuló su disgusto y no le importó en absoluto que llegara a
conocimiento del Jefe del Estado. Su germanofilia, superior con mucho a la del resto
de los psiquiatras españoles, casi todos germanófilos, se expresaba, por otra parte, a
través de un wagnerismo total. No faltaba a los anuales festivales de Bayreuth, ni
dejaba de oír la Tetralogía y el resto de las óperas del fecundo compositor en las
tardes de domingo, en su casa madrileña. Muchas veces me invitó y allí pasé largas
horas con sus amigos, devotos wagnerianos todos. Nos entregaba la partitura con dos
versiones del texto, en alemán y en francés. En una ocasión, un molesto apagón
interrumpió la audición de los discos, pero con gran asombro mío, aquellos señores
mayores siguieron cantando la ópera de Wagner unos, tarareando fielmente su música
los otros, hasta que volvió la luz.
En las sesiones clínicas nos permitía teorizar sin apartarnos demasiado del caso
que teníamos delante. En cuanto a los tratamientos, seguía las tendencias Frankestein
propias de la época en el resto de Europa: electrochoque, comas de insulina, choques
de cardiazol intravenoso, bombeo espinal y, en ciertos casos, leucotomía y

59
lobotomía. Para la agitación el remedio infalible, aunque cruel, era el absceso de
fijación con trementina. Por otra parte, nos dejaba ensayar todos los métodos
psicoterápicos que se nos ocurrieran , incluido el narcoanálisis con pentotal o evipan
sódico intravenoso, cuya moda persistió en Estados Unidos hasta bien entrados los
años sesenta.
Me distinguió siempre y le agradaba la forma de redactar mis historias clínicas.
Sólo una vez me regañó y me puso en situación muy desagradable delante de los
compañeros. Un rato más tarde le pedí permiso para pasar a su despacho. A solas me
sonrió de oreja a oreja echándome a la cara bocanadas de humo: La historia suya
estaba bien. Pero no la ha leído en posición de firmes y eso no lo puedo consentir.
Debo profunda gratitud a don Antonio por su ayuda en mi tesis doctoral, que
prolongó los experimentos de su hijo Juan Antonio, la Catatonía inducida en ratas
blancas. También influyó en la beca otorgada por la Academia de Medicina, que me
permitió estudiar el test de Szondi y trabajar varios meses en Pamplona con el doctor
Soto Yárritu; allí viví los sanfermines al lado de Hemingway en 1959.
Más de una vez escribió don Antonio por su cuenta a mis padres, siempre en
términos elogiosos sobre mi actividad en la cátedra. Frecuentemente, terminada la
sesión clínica no tenía empacho en invitarnos a tomar vino y gambas en un bar
próximo llamado La corza. Allí acudían obreros y pacientes de pueblo, de los que
habíamos visto un rato antes. Él se sentaba en el puesto de honor, es decir, debajo de
una cierva disecada en tiempos remotos, que dejaba caer paja y serrín sobre sus ropas
y su vino. Se mostraba muy afectuoso con todos nosotros y algo severo —en
ocasiones excesivamente— con Juan Antonio. Si acudía algún profesor extranjero,
nos presentaba con exquisita cortesía en el idioma correspondiente. Y antes de
despedirnos hacía saber con tono pausado, midiendo bien las palabras: Algunos de
mis colaboradores trabajan muy bien, pero ninguno tiene el más mínimo porvenir.
No se podrán abrir camino como especialistas. Sólo tiene futuro mi hijo.
Además de libros estrictamente dedicados a la clínica psiquiátrica, tuvo curiosas
inquietudes vertidas en obras como Locos egregios, aparecido en 1946. En las
primeras páginas despacha como histéricos geniales ocho personalidades, entre ellas
Unamuno. Petrarca sería un neurasténico. Entre los psicópatas destacarían Sócrates y
Leonardo da Vinci. Buda, Góngora, Rousseau y Schopenhauer quedan como
paranoicos geniales. Describe con detalle las personalidades sanguinarias, entre las
que incluye a Tiberio, Calígula y Nerón ( por quien sentía especial afecto) El rey
Carlos I I I de Borbón, a quien detesta, figura en el apartado de caudillos y
epilépticos. Demostró don Antonio un gran valor en esta sección del libro, si
recordamos que estamos en el año de 1946 de la vida española. Finalmente, nuestro
profesor menciona a Rubén Darío y al pintor Santiago Rusiñol con verdadera ternura,
en un capítulo de alcohólicos admirables.

60
Los profesores Antonio Vallejo Nágera y Juan José López Ibor

61
El profesor A. Vallejo Nágera y sus colaboradores: de izquierda a derecha, sentados,
doctores Fuertes, A. Vallejo Nágera, Gallego Meré y Santos Madrigal. De pie,
doctores Muñagorri, Ordeig, López Caño, Forcada, Oliveros, Paumard, Población;
Claramunt, Pelaz, Juan Antonio Vallejo-Nágera Botas, Guillermo Rico, Enrique
García Barros y Alfonso Álvarez Villar

Con menos precipitación y mayor sutileza compuso, diez años antes de su


muerte, Literatura y psiquiatría, con elogioso prólogo de Astrana Marín que alaba en
especial el largo capítulo sobre Cervantes y los consagrados a Zola y Dostoyewski.
Este libro corresponde a una etapa de notable serenidad y buen sentido. Mientras
preparaba este libro le pedí, en la primavera de 1956, su opinión para pasar algún
tiempo en París. Participaría en los trabajos de la cátedra del profesor Delay, en
Sainte Anne y en el Hospital de la Salpétriére. Me miró, diría que con sincera ternura
paternal: Creo que es el momento de irse al Extranjero para ampliar estudios. Yo ya
le he enseñado todo lo que sé. No había ni pizca de ironía en sus palabras. No creo
que haya muchos maestros capaces de hablar de este modo.
He comentado extensamente, con muy profundo respeto y afecto, mis recuerdos
de don Antonio en la biografía que publiqué de su hijo Juan Antonio, subtitulada La
difícil serenidad , en Espasa Calpe (3.a edición, 1993). Durante la redacción de ese
libro quiso venir a mi despacho, para hablarme con gran cariño de la vida de don
Antonio, su hijo Alejandro, ya fallecido, a quien, vuelvo a citar textualmente: Él
estaba mucho más cerca de Serrano Súñer que de Franco, pero fue siempre fiel a su

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Caudillo, aunque en los más profundo de su ser no estuviera conforme. Cuestión de
disciplina militar. Vivió toda su vida con sobriedad, Nació para tener disciplina, ser
católico, militar, psiquiatra y padre. Le gustaba rezar, sufrir y fumar. Por todo eso se
murió de cáncer.
El 14 de octubre de 1960 puede asistir en Madrid, recién llegado de Estados
Unidos, a la primera lección de Cátedra del Profesor López-Ibor. Me invitó a
continuar trabajando en la policlínica de San Carlos como había hecho en tiempos de
don Antonio. Repetiré, es inevitable, algo que escribí en Juan Antonio Vallejo
Nágera, la difícil serenidad. Intento reflejar el cambio de talante bajo uno y otro
maestro:

El talento y el tacto del profesor López-Ibor y de su grupo era notable,


así como su espíritu de compañerismo. esto debe quedar muy claro. Tanto
como su estilo, más intelectual y universitario que el nuestro. No eran, como
nosotros, psiquiatras a la pata la llana. Todo lo contrario. De los nuevos
compañeros nos sorprendía el modo de hablar. A la hora del aperitivo no
preguntaban por el bar de la esquina: Soy cristocéntrico. La vida es
futurición y el hombre, menesteroso de teoría. Claro, así no había manera
de ir de tascas.
A veces, las clases las daba, en lugar de don Juan José, alguno de sus
ayudantes. Introducían metáforas tomadas del profesor, así como de Ortega
y Gasset y Laín Entralgo. No decían que alguien cambiaba de opinión, sino
que efectuaba un giro copernicano. Procuraban citar a Heráclito El Oscuro
y oscurecían el discurso. El profesor López-Ibor, al razonar un concepto
particularmente sutil, movía los dedos de la mano derecha, deslizando yema
contra yema, como si examinara una tela, de seda, tal vez de seda oriental.
El ayudante repetía ese gesto hasta la saciedad, sin venir a cuento. Juan
Antonio Vallejo-Nágera comentaba: El doctor X. está lopeziborizado. El
desloperizador que lo delospeziborice, buen deslopeziborizador será.
Don Antonio era, sin escapatoria posible, un psiquiatra hispanogodo, un
castellano viejo de los páramos palentinos, un alférez medieval a caballo,
con halcón cazador sobre el guantelete de hierro; nosotros éramos sus
peones, gentes de mesnada, todos con cota de malla y lenguaje de La
Venganza de Don Mendo. El advenimiento de don Juan José trajo refino,
nos habló de Jean Paul Sartre y Camus, logró que las doctorcitas, nuestras
compañeras, vistieran jersey negro, de cuello de cisne, como Juliette Greco,
y nos situó en el siglo.

En la policlínica de San Carlos, tanto con don Juan José como con mi primer
maestro supe que había encontrado lo que buscaba, no sólo en el magisterio de los
profesores sino en lo que enseñaban los pacientes. Allí estaba la gente que yo
necesitaba, no en los asilos siniestros. Ahora tenía delante al pueblo español,
individuos llegados a la estación de Atocha en tercera clase, con la cesta de huevos y
de frutas para obsequiarnos. Eran , como entonces se decía, pobres pero honrados.
Confiaban en el prestigio de la Facultad de Medicina. Algo de esa buena reputación

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nos alcanzaba a los que allí vestíamos bata blanca. Venían de las tostadas tierras de
Toledo, de la serranía de Cuenca, de las llanadas manchegas, de Jaén , sobre todo de
algunos pueblos, para mi entrañables, de esa provincia: Lopera, Linares, Andújar,
Bailén. Si teníamos buenos resultados con un paciente, venían sus paisanos en el
próximo tren. Aprendí a conocer el espíritu de cada provincia y dentro de ella, de
cada comarca. Los síntomas eran variados y en el fondo, los mismos: desvalimiento,
desamparo, temor a desaparecer en las redes de la locura, en los pozos de la depresión
o en los terrores de la angustia.
Ahora sí, ahora estaba seguro al cien por cien de haber dado con mi vocación y,
dentro de ella, con la horma de mi zapato: la relación con pacientes de carne y hueso,
de toda España. ¿De dónde venía el acicate para volcarnos con tantos y tan diversos
clientes? Algunos médicos se dejan llevar por el afán de prestigio , si no prima el
lucro. A nosotros nadie nos podía hacer famosos, nadie nos pagaba en dinero, sólo en
gratitud , sonrisas y algún saco de peras, olivas y, llegado el caso, la gallina o su cesta
de huevos.
Me preguntaba, en el caso de mis primeros maestros, cómo sería su respuesta
frente a pacientes pobres y pacientes ricos. Como creía conocer mejor a don Antonio,
fantaseé que estaría muy a gusto con estos campesinos, gente sin trampa ni cartón,
llegada a sus manos a través de la Beneficencia. Sé que en la consulta particular
atendía buen número de curas y monjas, a quienes seguramente no cobraba. En su
Sanatorio privado, El Rosalar, tenía pacientes ricos y ricachones, así como algún
aristócrata. Me atrevo a pensar que le fastidiaban soberanamente, si no ellos mismos,
sus familiares. Los que ingresaban en aquel establecimiento hacían cuanto les venía
en gana. Don Antonio no los reprimía con la mirada de hielo, como hacían don Ángel
y Sor Eugenia en el hospital de Salamanca.
Existía en el jardín de El Rosalar, al final del madrileño Paseo de La Habana, una
fuentecilla con macetas de flores. Un esquizofrénico nadaba para cruzar el Canal de
La Mancha. Un alcohólico rico tenía dos habitaciones para él y su secretario; allí
pasaban las noches saltando hasta la madrugada hasta que hubieran pisado todos los
sapos que uno alucinaba y el otro simulaba que veía. Un falso príncipe se hacía
acompañar por un mayordomo hasta la Puerta del Sol. ¡Viva el Príncipe! gritaba el
astuto servidor. ¡Vivamos todos! respondía Su —imaginaria— Alteza. Después de un
paseo por la Carrera de San Jerónimo y una colación en Lhardy, volvían muy
contentos al sanatorio y nos contaban las incidencias de cada salida. Entre todos,
médicos y enfermeras, practicábamos un cierto dejar hacer por raras que fueran sus
ocurrencias. Iba yo los fines de semana y me quedaba de guardia hasta el lunes por la
mañana. Solía coincidir con el doctor Javier Abad, médico internista, hombre de
confianza de don Antonio, encargado de supervisar las complicaciones orgánicas que
pudieran surgir.
Fronterizo con la Psiquiatría se halla el campo de la llamada Medicina
Psicosomática cuyo introductor en España en los primeros años 50 fue el doctor Juan
Rof Carballo, germanófilo, pero al tanto de las modas que venían de Estados Unidos,
donde todo el mundo si no se sentía psicosomático no se sentía nada. Tenía don Juan
un pequeño despacho junto a la sala de conferencias del doctor Marañón, a cuyas
sesiones asistíamos todos. A las de don Juan sólo entrábamos cinco personas, entre

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otras cosas por que no había espacio para más. En una microsala de espera solía
sentarse el único paciente cuyo caso íbamos a discutir. Para mi era fascinante, sobre
todo al principio, lo que parecía un nuevo enfoque del problema del alma y el cuerpo.
El tratado del doctor Rof: Patología Psicosomática data de 1955 (1134 páginas que
devoré con rapidez). Se anticipó al inglés Michael Balint, cuyo clásico libro El
Médico, el Paciente y la Enfermedad es de 1960. Alborozado, vi que, con o sin guión,
lo psíquico y lo somático confluían en un paciente concreto que, de momento,
permanecía sentado y silencioso al otro lado de la puerta.
La patología más frecuente en nuestro pequeño despacho consistía en alopecias o
calvicies repentinas tras un trauma psicológico; acné y otras enfermedades de la piel;
trastornos del tiroides e incluso diabetes a raíz de un disgusto; anorexia y bulimia (no
tan de moda como ahora), úlceras, colon iritable (trastorno que irrita a todos,
singularmente al médico); colitis de los indecisos y de los que sufren humillaciones
(un ejemplo trivial era la colitis de los exámenes); estreñimiento (al parecer muy
frecuente en mujeres vírgenes); enfermedades de la vesícula biliar influidas por
alteraciones emocionales; hemorroides y fisuras de ano (relacionadas con un extremo
sentido del pudor); coriza, tos, anginas, vértigos, sordera psicógena ; asma bronquial
y otras perturbaciones de la respiración; distonías neurovegetativas, dolor precordial
y problemas cardiovasculares. Podríamos seguir el recorrido por todo el cuerpo
humano sin dejar rincón por explorar. Todos y cada uno pueden desarreglarse por
emociones.
Mucho aprendí de las explicaciones de don Juan Rof, que era un brillante
expositor de sus ideas y de las de otros autores. Su inmensa cultura médica,
filosófica, literaria y artística, en un médico internista y escritor que ha llegado a la
Real Academia de la Lengua Española, le permitía en nuestras sesiones pasar de la
fórmula leucocitaria del paciente que teníamos esperando en la sala, al intrigante
asunto de los niños-lobo de Midnapoore, amamantados por fieras, y continuar con las
regulaciones trofotropas, antes de hablar de la urdimbre deficitaria. La noción de
urdimbre simbiótica es fundamental en el pensamiento del doctor Rof. Tiene que ver
con la unidad madre-niño y con los fenómenos de troquelado en los primeros
tiempos de la vida.
Uno de los pacientes me dijo que su problema principal era que se le juntaba lo
psíquico con la urdidumbre. En efecto, si a la palabreja le añadía una sílaba, las
consecuencias eran imprevisibles. En Fronteras vivas del psicoanálisis (1975) hay un
capítulo sobre Psicología Hindú, otro de Lingüística y los dos primeros en se habla
de Metaciencia y Psicoanálisis, así como de la Frontera Epistemológica y se debate
la cuestión del eslabón ente las dos grandes escuelas de Metaciencia, la del
Empirismo Lógico y la Hermenéutica Emancipadora.
Solíamos discutir, mejor dicho, escuchar a don Juan acerca de la Hermenéutica
Emancipadora. Yo no entendía nada y pensaba que era la hora del almuerzo. A
menudo se rebasaba, con mucho, esa hora. De pronto, alguien miraba el reloj y
decidíamos continuar el día próximo. A la salida, el paciente, dormido en el banco,
tenía expresión feliz. Se me ocurrió comentar que la bancoterapia era una nueva
versión de la clásica incubación de los sueños en las gradas de los templos de la
antigua Grecia. Una vieja costumbre, cuya eficacia curativa parecía indiscutible en el

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siglo V antes de Cristo. En la sonrisa beatífica de nuestro paciente dormido teníamos
la prueba. No volví a ser invitado a tan cultas reuniones.
Una corriente de aire fresco me llegó por aquella época gracias al claro
magisterio del doctor Sixto Obrador Alcalde, neurocirujano eminente, que me
permitió colaborar junto a sus discípulos neurólogos en el Gran Hospital de la
Beneficencia del Estado, (actualmente Hospital de la Princesa.) Si el doctor Marañón
se permitió ironizar sobre las esfumadas realidades de la Psiquiatría, nunca hubiera
dicho lo mismo de los sobrios y precisos estudios de la más exacta especialidad
clínica salida del tronco de la Medicina. Don Sixto trataba con gran dureza a sus
jóvenes neurólogos, pero conmigo, sabiéndome de otra especialidad y recomendado
por su paisano el psiquiatra Pablo de la Vega Gutiérrez procuró ser bondadoso. Una
tarde se irritó por culpa de ciertas damas de la buena sociedad que hablaban como
cotorras en los pasillos de su hospital. Interrumpió la sesión clínica, y les gritó: ¡Son
ustedes unas…unas Fabiolas! Y con un sonoro portazo las puso en fuga. Disfruté en
aquellas conferencias la compañía de mis compañeros neurólogos y neurocirujanos
jóvenes que luego fueron figuras muy destacadas: Alberto Portera hoy catedrático
emérito, Carlos Parera, reputado neuro-radiólogo y con los que iban a ser primeras
figuras en Neurocirugía: Gonzalo Bravo Zabalgoitia y Eduardo Lamas Crego. Con
ellos me sentía cerca de una Medicina que sabía controlar la imaginación mejor que
en el universo de los impacientes psicosomáticos.
Leyendo una historia clínica pude tener un incidente. Se trataba de un hombre
joven, explorado por mí, que sufrió traumatismo craneal por caída desde la altura de
un primer piso dentro de un pajar. Sin paja, creí oportuno añadir. Del fondo del aula
surgieron rumores de desaprobación. Don Sixto Obrador Alcalde les dijo,
acompañándose de un gesto autoritario: Se nota que es la historia clínica de
unpsiquiatra. Y la sesión continuó en paz. Durante muchos años disfruté del
magisterio y de la amistad de este gran médico, que siempre me preguntaba por su
paisano Pablo de la Vega.

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El doctor Gonzalo R. Lafora

Artículo del autor en Ínsula, sobre el doctor Lafora y Sánchez Mejías

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De izquierda a derecha: Luis Martín Santos y Fernando Claramunt. Sentados detrás:
Federico Soto Yarritu, Javier Morales Belda y José Rallo Romero. (V Congr. Nac.,
Neuropsiq., Salamanca, 1957)

Debo decir algo de mi maestro santanderino, afincado en Alicante desde que


ganó las plazas de Director del Hospital Psiquiátrico Provincial y del Dispensario
Provincial de Higiene Mental. Acudía yo en mis vacaciones de Navidad, Semana
Santa y durante los veranos. Don Pablo era un cántabro alto y fuerte, de voz recia,
discípulo del gran Ernest Krestchmer en Tübingen. Su germanofilia se dulcificó en la
costa levantina, pero me impresionaba ver su despacho repleto de textos germanos y
de fotos de sus maestros, sobre todo la grande, dedicada por Kretschmer. Visitábamos
en su coche cada mañana la cercana Granja Psiquiátrica —era el nombre adecuado,
para no decir Manicomio—, en el pueblo de Santa Faz. Sor Ángela, pícnica, de cuello
corto y algo retaca, que hacía de Enfermera Jefe y era quien llevaba todo aquello
como Dios manda, si estaba enamorada de su Director, era de otro modo, no como
aquella Sor Eugenia de mis tiempos de estudiante. En este caso, más que unos amores
místicos, parecían burocráticos. Si la monja sentía placeres prohibidos y ocultos, era
debido al papeleo, que la fascinaba. ¡Mire todo lo que tenemos hoy para firmar!
Enardecida, dejaba sobre la mesa del señor director montañas de expedientes.
Durante un rato don Pablo firmaba sin mirar. Volvía la cara hacia mi y gruñía un
poco: Hmm-Hmm. Bien, bien, páseme más papeles Sor Angela. ¿Cómo está don

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Claudio, el señor Administrador? ¿¿Hay más noticias de la Diputación? ¿No hay
nada del Juzgado? Hmm- Hmm. Vamos al patio a ver a los recién ingresados Usted,
don Fernando no se asombre por nada. Aquí al día siguiente de llegar se les pone a
todos la misma cara. Son indistinguibles. Todos con el mono azul y el sombrero de
paja, sentados en cuclillas con la espalda apoyada en la pared. Parecen felices.
Tienen unos campos para labores agrícolas y unas vacas lecheras en la granja, pero
procuran trabajar lo menos posible. No creen en la Laborterapia de Simon ni en la
moderna Terapia Ocupacional. Yo tampoco creo mucho. ¡Hmm! ¿Quiere venir
conmigo esta semana a Valencia? Viene el hijo de Kretschmer que también es
especialista. No sé de que trata su conferencia, la dará en español. A usted le
conviene hablar alemán. Sor Angela y yo creemos que usted debería buscarse una
novia alemana ¡Hmm!
Volvíamos de Santa Faz a gran velocidad en su coche. Tomaba las curvas
poniendo dos ruedas en el aire. Yo me cogía a cualquier saliente y eso le divertía:
¡Caramba don Fernando, tiene usted un ridículo apego a la vida! Fuimos a Valencia
en tiempo cortísimo. Al volver de la conferencia me dijo:

—Este Kretschmer hijo no es como el padre. Habla siete idiomas pero


sólo sabe decir memeces en los siete idiomas. ¡Hmm! Quiero que cuando yo
me muera se quede usted al cargo de todo esto. Porque usted es de aquí
¿No? ¿Cómo es posible que le guste vivir en Madrid? Esto es mucho más
tranquilo ¿Ha visto en alguna parte un manicomio más pacífico que el de
Alicante? Y eso que no le he presentado a Batiste, el jardinero. Es un
bendito, lo más bueno del mundo. Ingresó por orden judicial porque,
mientras dormía la siesta en una era, le despertó su nieto. Batiste cogió un
hacha y le cortó la cabeza de un solo tajo. Por eso , aunque está remitido y
sin síntomas psíquicos, no puede salir. Cosas de la orden judicial. ¿Usted ha
dormido la siesta en la era en el verano? No se le debe interrumpir a ningún
hombre honrado la siesta, y menos en la provincia de Alicante.
Venga esta tarde a mi casa, que le voy a dejar varios libros de
psiquiatría, los de Grühle y de Jaspers. Sé que veranea en casa de su tío
Juan una chica holandesa que habla alemán. Vaya a verla con mis libros
esta misma tarde. ¡Y no la desilusione! ¿Eh? Hmm.

El Dispensario de Higiene Mental estaba siempre abarrotado de pacientes


llegados de toda la provincia. No he visto médico tan querido como él. Los de la
Vega Baja del Segura hablaban como los murcianos y don Pablo entendía
perfectamente lo que contaban. Les contestaba con el gruñido terapéutico ¡Qué gran
hallazgo! Solía recetar Bellergal a todos, menos a los casos neurológicos. A los
clientes se les veía salir contentos:

— Don Fernando, tenga usted en cuenta que la neurología tiene más


trastienda. Esto es una parálisis facial, periférica, claro, desencadenada por
alguna corriente inoportuna de aire frío. Aquí son muy frecuentes durante el
verano, al viajar en tren o autobús con las ventanas abiertas. ¿Vitamina

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B,verdad? ¿Ha leído alguno de mis libros en compañía de la chica
holandesa? Estos otros pacientes son muy distintos, vienen del norte de la
provincia. De Villajoyosa para arriba, los de La Marina y las montañas del
interior me hablan en valenciano. ¿Usted los entiende? Yo, ni pum. Pero no
se preocupe.

Su relación médico-paciente era envidiable: Don Pablo, tinc un xiquet que está
psiquiatra perdut. ¿A vosté que li pareix? —Hmm, Hmm. ¿Li donem el Bellergal
eixe? Molt bé, don Pablo, i moltes grasies. El siguiente era un hipocondríaco
angustiado. En la sala de espera contagiaba a los demás de sus aprensiones. Entró
tembloroso:

— ¡Ay, mare meua! Estic molt malalt, don Pablo. ¡Tinc un nerviós que
me mencha per les peus! No tinc res que fer, don Pablo. Estic mort. Astó no
es vida. ¿Díu vosté que tendré cura? —Hmm-Hmm. ¿M'a dit de prendre un
altra caixeta de Bellergal? —Hmm-Hmm. —¿Vosté voldrá ferme la reseteta?
—Hmm. —Molt agrait don Pablo, molt agrait. ¡A vore si esta semana estem
un poquet millor! ¡Deu lo vullga!
— Cuando usted se quede en Alicante como director de todo esto, venga
con asistentes sociales y con un equipo de colaboradores, no venga solo
como yo para dar Bellergal a todo el mundo. ¿Y a todo esto, qué demonios
ha hecho con la holandesa? ¿Han tomado notas de Grühle y de Jaspers?
¿Qué me dice? ¿Que ella le llama Gruletón y usted a ella Jaspertona?
¡Hmm! ¡Sobre todo no la desilusione! ¿Eh? ¡Hmm!

Los libros de Grühle y de Jaspers nos habían sido útiles en muchos aspectos, pero
no eran tan interesantes como yo esperaba. Conté a don Pablo las opiniones de Ilse
mientras ella se comía una manzana en la playa:

— Tenéis en España demasiada veneración por la ciencia alemana. No


creo que te debas quedar en Alicante como sucesor de don Pablo. ¡Huy, esta
manzana tiene bestias! ¿No se dice bestias? ¡Ah! No me acordaba, se dice
bichos. Perdona. No me gusta imaginarte como médico de éste manicomio ni
de dispensarios así, ni como médico del Seguro. Tú debes tener una
educación internacional, viajar y hablar idiomas. Primero ves mundo y
luego decides donde prefieres estar, pero no te conviertas en un jaspertón de
provincias. Otra cosa quería decirte: Los chicos españoles en seguida dicen
a las chicas que se quieren casar con ellas. En Holanda existe un refrán muy
popular: Si quieres tomar un vaso de leche no hace falta comprar la vaca.

Al lado de chispazos felizmente iluminadores, Ilse me decía cosas, como lo de la


vaca, que me destrozaban. Recorríamos la ciudad en mi pequeña moto Lambretta y le
pedía de vez en cuando que avisara con el brazo el giro a la izquierda. Como era muy
independiente, no se sentaba como las españolas, de perfil, sino con un pie a cada
lado. Para advertir del giro, alzaba la pierna hasta ponerla horizontal. Su ancha falda,

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volaba como las alas de un cóndor. A ella le divertía ver a los nativos asombrados.
Nuestra amistad profunda duró, y dura, muchos años.
En Salamanca quedamos citados en la Plaza Mayor, dentro del café Las Torres.
Llegó antes que yo y observé un verdadero tumulto. Se le había ocurrido, como la
cosa más natural del mundo, que un limpiabotas le lustrase los zapatos. Pero en
Salamanca, en los primeros años 50, eso no era lo más natural del mundo. Asocio la
benéfica influencia de Ilse a la de don Pablo, en la lista de primeros maestros. Bien
aconsejado por Ilse y don Pablo, hice los preparativos para ampliar estudios fuera de
España.

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CAPÍTULO IV

Estudios en París. Sainte Anne, La Salpétriére y


Monrparnasse

E L doctor Jean Delay, Professeur de Clinique des Maladies Mentales et de


l'Encéphale a la Faculté de Médecine de París, me esperaba al fondo de un
largo pasillo alfombrado. Me miró desde lejos, sentado detrás de una mesa que me
sorprendió por lo pequeña, lo cual daba solemnidad a la escena vista desde el otro
lado del inmenso salón. Una lámpara, de sencilla elegancia, me impedía ver del todo
la cabeza del profesor, un verdadero intelectual y a la vez un hombre de mundo, del
gran mundo. El cabello liso y cuidadosamente peinado congeniaba con la expresión
aristocrática del rostro, impecablemente rasurado. El nudo de la corbata oscura
brillaba ente las solapas de su bata blanca de médico muy bien vestido. Ningún gran
señor en París vestía mejor que el profesor Jean Delay.
Me pregunté si sería capaz de seguir andando en línea recta por aquella alfombra
y llegar hasta mi nuevo maestro sin mostrar alguna forma de torpeza. Pasó por mi
mente la fugaz sospecha de ser yo un súbdito de Felipe I I en excepcional audiencia
regia. Por fin, se acabó la alfombra y comencé a sosegarme al ver que Monsieur
Delay correspondía con una inclinación de cabeza a mi saludo. Con exquisita cortesía
elogió a mi catedrático de Madrid, su amigo Valeyo Nayegá (para un francés, por
muy académico que sea, no hay otro modo de pronunciar dos apellidos tan españoles
y castizos). Me invitó a participar inmediatamente en las tareas clínicas. Sólo tendría
que presentarme a sus ayudantes a primera hora del día siguiente. Me deseó fructífera
estancia en París. Cambiamos nuevas inclinaciones de cabeza y repetí, en sentido
contrario, el paseo por la alfombra; más tranquilo, pero sin haberme recobrado del
todo.
Fue un alivio respirar el aire puro de las zonas ajardinadas que separan los
pabellones del viejo y muy venerable recinto del Hospital de Sainte Anne. Vi un

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rótulo con un apellido que me resultaba familiar: Docteur Paul Abély. El profesor
Borreguero, en Salamanca, lo nombraba con frecuencia; los dos estaban interesados
en el síndrome diencefálico. No tuve ninguna duda; entré sin estar citado. Me
rodearon con curiosidad varias enfermeras de mediana edad, retozonas y zalameras.
Dijeron estar encantadas de ser mis introductoras. El doctor Abély acudió
inmediatamente con una sonrisa a lo Maurice Chevalier. Bajito y algo grueso, en
torno a los sesenta años, resplandecía su cara y vibraba todo su cuerpo con una
cordialidad superior a la de Monsieur Chevalier. Me dió la mano calurosamente,
ofreciéndome trabajar con él; antes de darme tiempo a contestar hizo venir a su
ayudante, el doctor Jean Claude Benoit, poco mayor que yo, pícnico y extravertido.
No habían pasado ni cinco minutos y ya me sentí completamente dentro de lo que
Monsieur Benoit, en privado, llamaba le paradís abélyén.
Las enfermeras revoloteaban y nos daban besos —en la mejilla, inocentes—
mientras nos servían aceitunas españolas y vino francés. Fuimos besados y rebesados
impetuosamente hasta que el bondadoso médico-jefe logró moderar a sus enfermeras.
Al saber que yo tenía práctica en los tests proyectivos de Rorschach y Murray
propuso que al día siguiente viéramos juntos varios pacientes que tenía en estudio.
Me parecía estar en la situación de D'Artagnan llegando a París. En pocas horas, el
personaje de Alejando Dumas tenía varios duelos concertados con escasa diferencia
de tiempo. Y eso que aún no había saludado a Monsieur Gilbert Lelord, joven
electroencefalografista para quien llevaba otra carta de presentación firmada por el
profesor Vallejo Nágera. Su laboratorio estaba unos metros más allá. Ceremonioso al
principio, dijo que veraneaba en Benidorm; al cabo de una breve conversación llena
de sentido del humor por su parte, me hizo saber que, en su opinión, Madame Lelord
y su hijo, de cinco años, verían gustosos que fuese a cenar a su casa, 24 rue Rennes la
semana próxima: —¿No le importaría contarle algunos cuentos al niño en el
momento de acostarse? —Pas du tout, je ferais mon mieux.
En el verano de 1956 la clínica universitaria de Sainte Anne estaba en plena
ebullición. El profesor Delay con su equipo de nuevos farmacólogos estaba
revolucionando la Psiquiatría. Era el momento crítico de decir adiós a las llamadas
terapias de choque y dar paso a los recién nacidos medicamentos capaces de suprimir
los síntomas de cualquier clase de locura. Al menos eso decía la prensa y la radio. Al
principio en su equipo sólo éramos tres los colaboradores extranjeros: El argentino
Raúl Ballbé, formado en Insbrück, devoto de la ciencia y la literatura alemana. Más
que de bioquímica le gustaba hablar conmigo de Rilke, Jean Paul y Novalis. Con los
años, Raúl fue un reputado profesor de Psiquiatría en Buenos Aires y tuvo una
escuela de fervientes partidarios, a la vez psiquiatras y poetas, como él mismo. Aun
no me explico cómo pudo resistir la fuerte marejada organicista de los bioquímicos
que habían tomado al asalto la cátedra de Psiquiatría de París aquel verano. Entre
ellos estaba el tercer becario joven, Hiroshi Nakajima, de quien es preciso hablar por
separado.
Por mi parte, procuré tomar notas de los rápidos cambios de síntomas en nuestros
pacientes. Acostumbrado al inmovilismo de los manicomios de Salamanca,
Ciempozuelos y Alicante, varados en la era del electrochoque con tímidos ensayos de
fármacos, veía en París que, no sólo los enfermos, sino el concepto de nuestra

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especialidad cambiaba de manera radical. Una de las primeras enfermas, para la que
fui llamado con toda urgencia, era una joven española que no sabía ni una palabra de
francés y tenía un florido brote delirante. A la pobre Águeda, nacida entre Béjar y
Candelario, un conjunto de malignos seres invisibles la perseguían, le tiraban de la
ropa, empujaban su cama contra la pared y procuraban aterrorizarla por medios
sobrenaturales: ¡Ay Virgen del Castañar, sálvame! ¡No dejes que me maten los
invisibles! Las enfermeras tenían preparado el electrochoque para cuando un jefe
clínico diera la orden oportuna. Pero no hizo falta. Pasé muchas horas a su lado
intentando que hiciera pausas en su verborrea desesperada. Quería, como me
señalaría luego el anciano doctor Eugéne Minkowski, buscar el portillo secreto por
donde penetrar en la fortaleza de la sinrazón, que suele estar repleta de alucinaciones
e ideas delirantes. Si hubiese alguna pausa, si pudiera o quisiera escucharme la
infeliz, procuraría que estableciese puentes con la realidad. El autismo, la pérdida del
contacto vital con la realidad, está en el núcleo mismo de la experiencia
esquizofrénica.
El diagnóstico en los papeles de Aguedita era de esquizofrenia, pero podía
tratarse de una bouffée delirante, expresión muy francesa para describir el vendaval o
tormenta que se cernía sobre la angustiada muchacha. El doctor Deniker, que llevaba
la batuta en cuanto a tratamientos, decidió que le diéramos Largactil. ¡Mano de
santo! Se apaciguó al día siguiente. A la caída de la tarde, Aguedita me pidió perdón
por haberse portado tan mal —según ella— y haber hablado tan desatinado. Algo le
ayudó el hecho de conversar en español conmigo, pero el milagro se había producido
gracias al nuevo medicamento. En charlas sucesivas se mostró calmada y comenzó a
criticar espontáneamente sus propias ideas delirantes: He tenido la cabeza muy
revuelta, Me creía cosas que no pueden ser, pensé que me iban a matar unas
personas malas, o unos seres que no conocía. Las palabras de Águeda me hicieron
recordar escritos de Luis Martin-Santos y Carlos Castilla del Pino sobre la
degradación de las ideas delirantes y la relativa vuelta a la normalidad en el
pensamiento psicótico.
Lo enigmático era saber por qué obraba con tanta eficacia la medicación y sobre
qué estructuras del cerebro actuaba. Eso también lo querían saber los doctores Delay,
Deniker y su flamante psicofarmacólogo Jean Thuilier. Este último tenía como
principal ayudante a un japonés de mi edad, Hiroshi Nakajima. Hablé con él a
menudo sin saber nunca lo que pensaba verdaderamente. En su rostro inescrutable,
tanto si estaba serio como sonriente, sólo sus pequeños ojos denotaban una tremenda
dureza, una tenacidad, constancia y ambición fuera de lo común. Él, con Pierre
Deniker y Jean Thuillier estaban sacando el máximo jugo al Largactil, producto que
con el nombre de clorpromazina, 4560 R.P. venían utilizando, antes que ellos, el
anestesista Huguenard y el cirujano Henri Laborit. Pierre Deniker supo de ello por un
cuñado, especialista en cirugía.
¿La gloria y la fama serían para el profesor Delay, que en 1952 alentó y extendió
los ensayos con las nuevas sustancias? Hasta cierto punto, porque Deniker,
corpulento, rapada al uno su cabeza, más teutónica que francesa, no se dejaba pisar el
terreno. Por su lado, a la chita callando, el menudo Nakajima jugaba el papel de
humilde trabajador en la sombra. Cuando pudo, desarrolló sus ambiciones de poder y

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en la política internacional llegó a ser la máxima autoridad en la Organización
Mundial de la Salud. A los españoles nos puso en guardia con sus advertencias sobre
las jóvenes posgraduadas japonesas que alternaban con nosotros en el comedor de la
Cité Universi-taire, en el Boulevard Jourdan. Él estaba en contra de los matrimonios
internacionales y, sobre todo, inter-raciales. Nos lo hacía saber empleando un tono
cortésmente amenazador. Por aquel entonces se estrenaba en Europa la película
Sayonara. Con mi amigo argentino Raúl Ballbé, comenté las palabras de nuestro
colega oriental. Recuerdo la respuesta de Raúl: Iniciar amistad con alguna de las
universitarias venidas de Japón, de inteligencia claramente superior, pertenecientes
a familias de la élite intelectual de su país, hiperfemeninas, delicadas y frágiles como
los occidentales no podemos ni siquiera imaginar, puede llevarnos a las más
sublimes alturas y luego, de golpe, a la catástrofe. Creí que, en vez de mi compañero
Raúl, me hablaba el poeta Rilke dentro de una nube de sueños, pero el tiempo le dió
la razón. Luego supe por Jean Thuilier que Hiroshi Nakajima terminó casándose con
una francesa.
Pasaba yo las mañanas muy a gusto en diálogo con los psicóticos y las psicóticas
del profesor Delay. Era una maravilla ver la desaparición de los delirios, el repliegue
de la ansiedad, el regreso del pensamiento lógico y del buen sentido. Queriendo
hacerme un gran favor, el doctor Gilbert Lelord fue, en cierto sentido, la causa de mi
desdicha en aquella Cátedra de Psiquiatría. Quiso que participase en una
investigación objetiva de los cambios producidos por los neurolépticos;
publicaríamos él y yo un artículo científico en unión del catedrático, su profesor
ayudante Pierre Pichot —de notable parecido con el cantante Georges Brassens— y
un psicólogo llamado Perse. Mi tarea sería entrevistar pacientes con ayuda de una
prueba objetiva diseñada en Estados Unidos: el Minnesota Multiphasic Inventory
Test, abreviadamente el MMPI. (En España, los más cursis de mis colegas
pronunciaban: Emém-piey. ) Mi amigo Gilbert me susurró: A miparecer, un buen test
para malos psiquiatras. Pero que no se enteren de mi opinión monsieur Pichot ni
monsieur Perse. El trabajo se realizó y fue publicado en Annales Médico-
Psychologiques. En efecto, fue un honor que mi nombre figurase al lado de aquellos
eminentes colegas, entonces en la cumbre de su gloria. Sin embargo, me sentí
desdichado porque unas tarjetas se interponían entre mis pacientes y yo, que además
les daba la lata explicando las instrucciones de la prueba.
Por fortuna, se me pasó el disgusto en casa de la familia de Gilbert. Varias
noches cené en su casa de la rue Rennes. Madame Lelord, distinguida, de dulce
carácter y aficionada a las mejores creaciones de la cocina francesa, nos hizo conocer
toda la felicidad que en este mundo se puede gozar en un comedor bien servido.
Después del postre comenzaba mi papel de mitómano. El niño quería saber si yo
cazaba leones en Madrid. La primera noche me resultó violento lo de los leones. Con
un par de lobos quedé bien. Eran negros, peludos (poi-lus) y muy grandes. Los cacé
en la sierra madrileña, lo cual me permitió describir con realismo los alrededores de
Navacerrada. En la segunda cena conté al niño mis conversaciones con un cuervo que
por haber ido al colegio sabía un montón de cosas. Madame Lelord me retuvo esa
noche un poco más, para que le contase a ella lo del cuervo. Con ayuda del ave le dije
mis impresiones de la cátedra. Tanto ella como su esposo me recomendaron los

75
pabellones de Paul Abély, el más humano de los psiquiatras de Sainte Anne.
Al verme de nuevo en el paradis abélyen pude comparar las delicias y
espontaneidades de la sintonía propia de los pícnicos hipersociables, en contraste con
el envaramiento esquizoide de la Cátedra. Me pidió el jefe del servicio (a quien en
secreto las enfermeras llamaban tiernamente Popól) que entrevistase a sus enfermas
con ayuda de test proyectivos. Eso me gustó, porque del Rorschach, TAT y dibujo de
la figura humana según la técnica de Karen Machover, tenía sobrada experiencia. No
en balde, durante mis tiempos de alférez de Infantería, hice pasar esas pruebas a los
soldados de mi compañía, un centenar de campesinos asturianos con quienes me
llevaba muy bien. A ellos les parecía mejor ver el Rorschach que hacer la instrucción
a pleno sol. Con el TAT decían casi todos: Veo un señorín que está ahí quietu. Non se
mueve, non, porque si marcha, castíganle. En conjunto, ante las tres técnicas
proyectivas parecían mis soldados estar detenidos en la fase oral de Freud, porque
veían comida en casi todas las láminas. Hasta que uno de ellos me preguntó si no
podíamos hacer la investigación a otra hora que no fuese poco antes del rancho.

P. Pichot, el profesor Jean Delay y P. Deniker, en Sainte Anne

76
Título de Assistant Etranger, Université de Paris

La relación médico- paciente no se veía perjudicada esta vez debido a que las
pruebas proyectivas no requieren tantas instrucciones como si se tratara de un
examen. Si al enfermo le explicamos que tratamos de comprender mejor lo que le
pasa y vamos enseñándole las láminas en el contexto de un clima psicoterapéutico, no
tarda en relajarse y en participar incluso con gusto. Si alguno vuelve la cara, no se
debe insistir. En el servicio del doctor Abély todos colaboraron gustosos. Nuestros
estudios fueron presentados en dos sesiones de la Societé Médico-Psychologique y
publicados más tarde en los Annales correspondientes. Mi apellido figuraba junto a
los de los doctores Abély y Benoit. Pero antes hubo que cumplir un trámite que
resultó más delicado de lo que pensé al principio. El texto de las dos comunicaciones
debía estar redactado en un francés impecable. Para eso nos reuníamos en casa de
Benoit un par de noches después de cenar. Lo malo es que su casa tenía una sola
habitación, a la vez despacho, sala de estar y dormitorio. Tuve que sentarme de
espaldas mientras Madame Benoit se desvestía produciendo sonidos inquietantes.
Medio tapada por las sábanas, nos avisó para empezar a escribir. A veces nos
preguntaba y nos volvíamos los dos para verle la cara. Era una joven de pelo castaño
oscuro, un poco gruesa, de hombros muy bien redondeados, con un camisón negro de

77
tirantes largos y estrechos. Procuré no investigar más detalles para concentrarme en la
redacción de nuestros temas. Me sentía muy a gusto con ellos, sin dejar de pensar que
una situación parecida no era imaginable con mis compañeros de Madrid.
Como resultado de nuestra colaboración, presentamos en la sesión del 22 de
octubre de 1956 una comunicación a la Societé Médico Psychologique a la cual quiso
el doctor Abély poner un larguísimo título: Inadaptation primitive et progressive en
tant que destin d'une persona-lité psychopathique et névropathique. Era la biografía
de Mlle. D., secretaria, soltera, de cuarenta y dos años, estudiada por diversos
psiquiatras en múltiples ocasiones. Venía con un diagnóstico de Erotomanía de
Clérambault. Sus dificultades de adaptación se complicaron con matices
reivindicativos. El Rorschach y el Test de Apercepión Temática permitieron
reconsiderar los rasgos histero-hipocondríacos y paranoides de una personalidad que
durante muchos años osciló entre comportamientos neuróticos, psicopáticos y
psicóticos. Pretendía el doctor Abély tratar con psicoterapia los aspectos más
accesibles conservados en el nivel neurótico de Mlle. D.
En la sesión del 26 de noviembre siguiente volvimos sobre el caso de Mlle. D.
Según los tests buscaba seguridad y amparo, en tanto que a sus vecinos y a la policía
daba una imagen totalmente distinta. Los tests proyectivos permitieron ahondar en lo
que de neurótico pudiera encontrarse en personas diagnosticadas de psicosis. El
esfuerzo se ve recompensado al descubrir, vivas y receptivas, las fuentes afectivas de
la personalidad restableciendo el contacto con la realidad que permite la psicoterápia.
Los doctores Abély y Benoit se preocupaban relativamente poco del armazón teórico
de su quehacer diario; en cambio el fervor terapéutico y la cordialidad personal los
hacían irresistibles en el trato con los pacientes, por muy duras que fueran sus
defensas al llegar al pabellón del hospital.
En el verano de 1956 los tests proyectivos estaban de moda. Se vio en el
congreso de Burdeos, de médicos alienistas y neurólogos de Francia y de los países
de lengua francesa. Tanto el Rorschach como el TAT y el dibujo de Machover
suscitaron numerosas comunicaciones e intervenciones. El doctor P. Parad, de
Burdeos, habló de la necesidad de controlar el halo de magia, de poder y a veces de
seducción en el examinador, así como la angustia de desvalorización en el
examinado, en clara situación de inferioridad.
Cuanto mas científica parezca la prueba, mayor riesgo de que el psicólogo caiga
en la trampa de creer que está captando la personalidad verdadera del paciente.
Recordé con nostalgia los tests de proyección cuando fui encargado de aplicar el
Minnesota (MMPI) en la cátedra del Prof. Delay, test objetivo, impersonal, que es lo
más opuesto posible a las pruebas proyectivas. En su forma individual, la prueba
comprende 550 preguntas presentes en 550 tarjetas que el sujeto (nada de paciente, ni
enfermo, ni persona) debe apilar en tres grupos correspondientes a las respuestas
verdadero, falso, no sé). Las escalas patológicas que se exploraron fueron las
siguientes: Hiponcodría, Depresión, Histeria, Desviación psicopatológica, Paranoia,
Psicastenia; Esquizofrenia; Hipo-manía. Por último, una escala MI que registraría
Masculinidad-Feminidad. En nuestro caso estudiamos 200 sujetos procedentes de
servicios cerrados y abiertos, consultas externas y clínica privada. No había ningún
caso de neurosis obsesiva en sentido estricto (aunque la psicastenia de Janet, término

78
poco empleado fuera de los países de lengua francesa, coincide en parte con la
neurosis obsesiva), porque para el MMPI no le parecieron apropiados a Monsieur
Perse, psicólogo de la cátedra. Nuestros pacientes o sujetos fueron obligatoria-mente
clasificados en cuatro grandes categorías representadas por una letra mayúscula: N,
Neuróticos; P, psicóticos; D, desequilibrados y caracteres paranoicos; S,
subnormales.
Me sorprendió que entre los neuróticos se incluyeran en nuestro estudio los
enfermos psicosomáticos; los grandes maestros en esa rama pondrían el grito en el
cielo. Por otra parte, en la categoría de Psicosis Esquizofrénica en sus diversos tipos,
se incluyo la Psicosis Maniaco-Depresiva). El doctor Lelord me oyó rezongar más de
una vez mientras duraba la investigación. Como ya teníamos confianza de sobra, me
dijo afectuosamente: Ferme ton bec a la Chaire de Psychiatrie; pense a la quiche
lorraine de ce soir chez nous. En efecto, sólo anticipar el aroma de la cena de Mme.
Lelord podía calmar mis sinsabores. El profesor Delay, sin duda influido por mi
amigo Gilbert Lelord, dispuso que me ocupase de la parte correspondiente a las
discrepancias halladas entre el test de Minnesota y los datos clínicos. Justicia poética,
me dijo aquella noche Mme Lelord: ¿Has encontrado un maníaco en pleno acceso
eufórico que resultó subnormal en el test? ¡Bggavo! ¿Os salió psicótica en el
Minnesota una histérica de libro? ¿Eso significa subirla de categoría? ¿Ypor qué un
joven esquizofrénico, con sintomatología florida e indudable, d'aprés vous deux,
aparece en el test como normal? Yo misma estoy segura, mon cher Fernandó, de que
hubiera encontrado más desacuerdos que tú, pero no me habéis dejado investigar
con vosotros. Si os parece, serviré ya la quiche lorraine. El vino lo pone Gilbert, que
tanto te ha hecho sufrir últimamente. Aparte de vosotros dos, y algo por encima, a
quien más admiro y amo es a Monsieur Delay.
Poco después apareció en los Annales la Memoria: De la validité de l'Inventaire
Multiphasique de Personalité du Minnesota. El profesor Delay figuraba en primer
lugar y yo al final, era natural y justo. Entre el maestro y el último mono, los nombres
de Pierre Pichot, Gilbert Lelord y J. Perse. ¿Me serviría como mérito en las
oposiciones que, sin duda, tendría que hacer en España para sobrevivir
profesionalmente? Esa era la opinión del matrimonio Lelord: En todas partes, para
los grandes patronos de la administración, pour les grosses legûmes, ce qui semble
compter c'est la paperasse.
En Sainte Anne, además de las grandes legumbres de la Cátedra y del paradis
abélyen tenía, a pocos metros, en el Hospital Henri Rou-selle, el grupo prestigioso
que editaba la revista LEvolution Psychiatrique. Allí se daban las conferencias
magistrales del doctor Henri Ey, un catalán de Perpignan, gigante pícnico-atlético,
verdadera catarata de conocimientos psiquiátricos cuyo saber no tenía fondo. Disfruté
mucho en sus seminarios y charlas, tan inacabables, como su simpatía. Quise, a solas,
pedirle más información y bibliografía, pero sólo quiso hablarme del gran ambiente
de Madrid y de las corridas de toros por San Isidro, que no se perdía ningún año. No
acababa de decidirse entre el arte de Antonio Ordóñez y la técnica de Luis Miguel
Dominguín (pronunciaba Domingüin). El doctor Ey, autor de gruesos volúmenes,
densos de sapiencia, se ocupaba entonces de los delirios.
En la puerta de al lado, puerta pequeña y misteriosa, casi a la misma hora,

79
entraban con sigilo melenudos artistas y bohemios vestidos cada cual como
correspondía a su genio y a su inconformismo. También entraba, con cautela, algún
joven psiquiatra con barba. Supe que allí daba conferencias Jacques Lacan, del que
sólo conocía su tesis doctoral sobre la paranoia. No me pareció gran cosa, pero debía
existir algo más en el doctor Lacan, capaz de atraer a tan pintorescos personajes para
oírle. Mis compañeros de la Cátedra me dijeron, sin excepciones, que no perdiera el
tiempo. Aller chez Lacan? Mais il est fou!. En todas partes hay gente que dice de un
determinado psiquiatra que está loco, a manera de descalificación inapelable. En este
caso eran los demás colegas de Sainte Anne quienes diagnosticaban como expertos.
Nunca fui, pues, a las charlas de Lacan, a pesar de tenerlo tan cerca. Con los años me
han reprendido por ello los lacanianos que he ido conociendo. Para purgar mi terrible
falta, leo escritos de Lacan como castigo. No los recomiendo a quienes deseen curar
con Lacan, ni a los que tengan en cuenta el aforismo: Ars longa, vita breve.
Acudí con provecho a las enseñanzas del doctor Julián de Ajuriaguerra en su
consulta de Neurología Infantil, sección de gran prestigio en el servicio de
Neurocirugía del Prof. David, en Sainte Anne. A primera hora de la tarde nos
congregábamos un fiel grupo de jóvenes psiquiatras y neurólogos de todos los países
para oírle. Junto a su saber científico poseía una gran capacidad de contacto humano
con niños y adolescentes. Veíamos casos de corea o baile de San Vito, epilepsias con
convulsiones de Gran Mal o con ausencias y automatismos de Petit Mal, así como
equivalentes epilépticos y trastornos del carácter de naturaleza explosiva, vecinos al
llamado, por entonces, carácter epiléptico, expresión hoy en desuso. Una
especialidad del doctor Ajuriaguerra eran los problemas de tartamudez. Había casos
de tumor cerebral en niños, rápidamente diagnosticados y enviados a los cirujanos.
Ayugiá, como familiar y cariñosamente le llamaban casi todos, me hizo leer sus
mejores libros sobre la corteza cerebral y sobre las diferencias entre Neurología y
Psiquiatría. Cuando supo que me quedaba poco dinero para seguir en París, me
ofreció alojamiento en su antiguo cuarto, una buhardilla del hospital de Sainte Anne
que había convertido en biblioteca particular y, sin querer, en trastero. he vieux
Gastón, un psicótico veterano, me ayudó a despejar de libros un estrecho pasillo entre
la puerta y el sofá que me serviría de cama. En vez de manta, usaría un capote militar
con graduación de cabo, procedente de la guerra civil española. Por las noches
completé mi vestuario con hojas de periódico, que quitan el frío bastante bien. Lo que
no esperaba era el ruido de la lluvia sobre el cristal horizontal del ventanuco que
había en el techo. Las gotas redoblaban con fuerza, interminables, como la percusión
del Bolero de Ravel. Me aseaba temprano por las mañanas en la fila de lavabos para
los pacientes; debo decir que todos me trataron con afectuosa camaradería. Había
bastantes veteranos de guerra. Con ellos aprendí numerosas expresiones propias del
argot de las antiguas colonias, así como del ejército y de la marina.
Varios miembros del grupo de hEvolution Psychiatrique merodeaban, como yo,
por la biblioteca de Sainte Anne. Una señorita de edad avanzada y paciencia sin
límites, nos servía con celeridad cuantos libros pidiéramos. En aquellas horas
silenciosas revivía en mis lecturas el desarrollo histórico de la psiquiatría francesa y
alemana, es decir, la psiquiatría europea de los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX.
Traté bastante a dos venerables figuras que llevaban con enorme dignidad las

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melancolías de su jubilación: Eugéne Minkowski y Paul Guiraud. La amistad que me
regaló el anciano doctor Minkowski me duró muchos años.
El pensamiento del doctor Paul Guiraud me resultaba familiar gracias a haber
leído en el cuartel de Salamanca su Psychiatrie Générale, que me regaló mi tío Juan
un año antes. El anciano señor se alegró de que le saludase con tanto afecto, ahora
que no tenía poder alguno; me dedicó largas horas de lentos paseos por los jardines
de Sainte-Anne. Mi respeto por aquella gran figura de la psiquiatría europea crecía
cuando le veía bajar, con humildad, las escaleras del metro. En su vocación nunca
estuvo en primer lugar el ánimo de lucro ni el afán de poder o la vanidad. Era un
sabio de verdad, no un psiquiatra de moda; era el primero de los auténticos científicos
no españoles que conocería en mi larga etapa de posgraduado.
Por lo que pudiéramos llamar razones externas (se acabaron los recursos)
interrumpí mi ampliación de estudios en París. Pasé unos meses en Madrid buscando
la forma de regresar a Sainte Anne. Se anunciaron por primera vez becas en la
Fundación Juan March. Pedí una y se lo conté a don Antonio Vallejo Nágera. Se rió,
como siempre, con la 0: Jo, jo, puede también comprar un par de billetes para la
Lotería de Navidad. No se pierde nada por eso. Con gran sorpresa para él y para mí,
me la concedieron. Juro por la memoria de todos los psiquiatras que fueron mis
maestros, que no hubo recomendación de ninguna clase. Dieron becas a personajes
famosos de la vida universitaria española y debieron, creo, reservar, algunas, muy
pocas, para gente joven, sin nombre pero con un curriculum específico para la
materia a la cual aspirábamos. Mi tema era Especialización en Psiquiatría Infantil en
la Cátedra Universitaria de la Facultad de Medicina de París.
Otra cosa sucedió en aquellos meses en Madrid que tendría importancia para mi
carrera. Las autoridades del entonces Seguro Obligatorio de Enfermedad, ahítas de
críticas de toda clase, decidieron crear becas para jóvenes médicos dispuestos a amar
al Seguro y trabajar en su seno con nuevos criterios. Las becas fueron para médicos
generales o de cabecera y para especialistas. En Psiquiatría fuimos seleccionados
nueve en toda España. Recuerdo entre ellos a mis compañeros Enrique García Barros,
y Joaquín Santo Domingo. Recibimos enseñanzas teóricas más bien pobres e
inmediatamente comenzamos a colaborar con veteranos psiquiatras del Seguro en los
ambulatorios de Madrid. No todo lo que veíamos hacer —o no hacer— a nuestros
tutores o maestros en las prácticas nos parecía ideal, pero era preciso comprender el
contexto de la época. En los años 50 de la vida española el saludo entre los médicos
solía ser : —¿Qué tal? ¿Quéhay de particular? —De particular nada, todo es del
Seguro. Por otra parte, en algún lugar de Asturias se cantaba: Yel que sea silicosu /
por fumar tabaco rubio / que esu es cosa de siñores / al Seguro de Enfermedad / que
es pá paisanines pobres.
Los clientes no tenían con exactitud cita previa. Se abría la puerta y todos querían
entrar como los viajeros del Metro de Madrid en la hora punta. El psiquiatra del
Seguro tenía obligación de atenderlos. Como fuese, pero atenderlos. Conocí a algún
inspector de sus propios compañeros en los respectivos ambulatorios. ¿Se puede
nacer con esa vocación de inspector? Los becarios les llamabámos La Gestapo.
Entonces estaba justificado designarlos de esa manera. Me dijo uno: En la consulta
haga usted lo que le de la gana con los enfermos. Me da igual si se curan o no, pero

81
no me cree usted problemas. No quiero escuchar quejas ni denuncias. Con atender a
todos dentro del plazo señalado, cumple muy bien con su deber. Eso era lo difícil,
porque con tres minutos, o menos, por paciente, resultaba imposible no sólo redactar
una historia clínica, sino rellenar recetas con el nombre del paciente. En aquellos
tiempos, en ambulatorios de los suburbios, se producían agresiones con arma blanca a
los médicos, además de trifulcas, denuncias y todo tipo de incidentes. Luego aquello
cambió. Alguien tuvo la idea —sorprendente por lo razonable— de organizar las citas
previas, evitando la masificación demencial, disparatada y esperpéntica.
Conseguí que uno de los prebostes administrativos del Seguro, pese a ser un
médico burócrata, viera con buenos ojos mi beca de la Fundación Juan March; me
autorizó a viajar a Francia sin perder mis derechos como médico en formación dentro
del Seguro Obligatorio de Enfermedad. Con tal de que me presentase en su despacho
al día siguiente de mi regreso a España, para reemprender mis tareas en ambulatorios
hasta terminar mi compromiso el año 1959, sin garantía de colocación profesional.
Tendría que esperar un número indeterminado de años hasta que me correspondiese
ingresar, de acuerdo con las escalas correspondientes.
El 9 de noviembre de 1957 vi de nuevo la estación de Austerlitz y me dirigí a
continuación al pabellón español de la Cité Universitaire, donde esta vez tenía
reservada habitación individual para todo el curso escolar. Al día siguiente me
presenté en la Clínica y Cátedra de Psiquiatría Infantil, situada en el venerable
Hospicio de La Salpétriére, creado en 1656 para albergar mendigos, dedicado más
tarde a personas enfermas y mujeres caídas, antes de convertirse en el más importante
hospital para atender enfermedades nerviosas y mentales. Sentí a mi llegada el
recuerdo vivo de Charcot y de Freud, que fue su discípulo algún tiempo. Las
inolvidables horas pasadas en Sainte-Anne, mi casa durante un período muy
significativo en mi carrera, quizás el más significativo, aquel del cual guardo mejor
recuerdo, no deberían oscurecer lo que debo al Hospital de La Salpétriére, cuna de la
Psiquiatría y Neurología francesa. En el departamento de Psiquiatría Infantil del
Profesor Heuyer, un señor menudo con cara de niño bueno, se celebraban los
agasajos de su jubilación. Le sucedió en la Cátedra el profesor Leon Michaux, de
gran estatura, fuerte y anguloso porque tenía un esqueleto casi acromegálico, de
gigante. No tenía, como su antecesor, cara de niño sino de abuelo bienintencionado y
tolerante, una especie de Pére Noel.
En el equipo de la Cátedra destaco a un joven y ya maduro especialista, el doctor
Cirille Koupernik, que fue mi maestro inmediato en las tareas clínicas. Compartíamos
la creencia de que la Psiquiatría debe ser ante todo Psiquiatría General. Nos
interesaban los niños y adolescentes, pero no menos sus familiares. La
sintomatología, para mí bastante nueva, consistía en trastornos de comportamiento,
problemas de rendimiento escolar, dificultades con los padres, conducta antisocial,
delincuencia juvenil y, en menor grado, posibles cuadros esquizofrénicos en niños
mayores. En adolescentes, intentos de suicidio. Las sesiones clínicas eran de lo más
variado. Presidía el profesor Michaux, a quien divertían sobremanera, no podía
disimularlo, las diabluras de sus pacientes. Un niño describía con talento de novelista
el robo de una bicicleta para atropellar a las niñas y proponerles matrimonio. Otro,
hijo único, muy aburrido en su casa, refería con seriedad sus conversaciones con

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Richard, un camarada imaginario; exigía dos platos de merienda y no tardó en pedir
todo por partida doble, incluido vestuario y juguetes: Oh, lá, la! Et qu'est ce qu'il
raconte aujourd' hui ton copain Richard? Era evidente que Monsieur Michaux quería
otro compañero imaginario para él.

Lección del profesor Charcot en La Salpétriére (óleo de André Brouillet, n. en 1857)

1. CHARCOT. - 2. D'BABINSKI. - 3. Prof. CORNIL. - 4. Prof. DEBOVE. - 5. Prof.


MATHIAS-DUVAL. - 6. JEAN CHARCOT. - 7. Prof. JOFFROY. - 8. D'GUINON. - 9. D'RIBOT.
- 10. JULES CLARETIE. - 11. D'NAQUET. - 12. D'BOURNEVILLE. - 13. Prof. BRISSAUD. -
14. Prof. PIERRE-MARIE. - 15. D'GILLES DE LA TOURETTE. - 16. D'FERRE. - 17. D'PAUL
RICHER

83
A diferencia del catedrático, su adjunto Monsieur Koupernik, muy severo con los
niños en la consulta, era un buen observador del entorno familiar y de las
circunstancias sociales. Por tener poca diferencia de edad y por su simpatía hacia los
valores —que él creía eternos— de la cultura española, tuve muy cordial amistad con
Cirille Koupernik. Entre mis compañeros internos en el mismo servicio destaco a la
doctora Clío Theotokis, de Corfú. Clío cojeaba notoriamente, como resultado de una
bala alemana en su etapa en la resistencia griega durante la segunda guerra mundial.
Era una gran mujer, bella sin ser demasiado joven, aunque no con el atractivo fogoso
que le atribuyó Madame Lelord cuando se la presenté: Debe ser todo fuego en la
intimidad, un volcán de pasión difícilmente reprimida. Lamento no haber podido
informar a la señora Lelord de ninguna intimidad. Clío ha sido, y si vive seguirá
siendo una mujer sinceramente preocupada por el destino de cada niño enfermo y de
cada familia con problemas.
Parecía oportuno, para quedar bien con la Fundación March, adjuntar a los
certificados académicos una publicación personal. Con ese objetivo recogí desde el
comienzo de curso todos los casos que habían sido diagnosticados de Esquizofrenia
Infantil, término que empezaba a estar de moda. Seleccioné treinta historias y, con
ayuda del doctor Koupernik, reconsideramos las circunstancias de cada caso. De ahí
salió una pequeña tesis, impresa por Dactylo Sorbonne, que me valió el, para mí,
honroso título de Assistant a Titre Étranger de l'Université de Paris. Por otra parte,
procuraba, con otros compañeros, llegar a tiempo a primera hora de la tarde a las
consultas de Ajuriaguerra en Sainte Anne. Si no era puntual, me miraba con gesto de
perdonavidas y murmuraba: Al fin y al cabo, español. Clío Theotokis no creía que ser
español implicaba mala reputación.
La vieja biblioteca de Sainte Anne seguía siendo mi gran tentación en la segunda
mitad de la tarde, así como las conversaciones con los doctores Guiraud y
Minkowski. Pero había más cosas en París. Al principio, mi camino rutinario
consistía en cruzar el íntimo y grato Parc Montsouris y enfilar la rue de la Santé,
junto a los muros de la siniestra prisión, donde en mi época estuvo el general Salan,
defensor de una, ya imposible, Algérie française. Dejando a la izquierda la frutería, la
tienda de comestibles y algo más que no recuerdo, se llega al cruce con la rue
Cabanis, para entrar en el recinto de Sainte Anne.
Necesito evocar al doctor Pedro Juan Jorge Cabanís, preocupado toda su vida por
los misterios de la unión del alma y el cuerpo. ¿Será verdad que llegó a observar de
cerca la mirada de los guillotinados en el momento de caer al cesto la cabeza, ya
separada? ¿Qué pensarían por última vez los aristócratas recién ajusticiados? ¿Qué
dirían del lema: Libertad, Igualdad y Fraternidad? ¿Sufría más de un minuto la
cabeza cortada por no haber entendido a tiempo la noción de Progreso? Monsieur
Cabanís fue un hombre de mundo, médico y filósofo, amigo de gente importante:
Madame Helvetius, Franklin, Jefferson, Diderot, D'Alembert y Mirabeau, a quien
asistió en sus últimos momentos. Extremó su amistad con el muy progresista
Condorcet cuando iba a morir a manos de otros progresistas. Cabanis llevó a la cárcel
el veneno que Condorcet le pidió para no ser ejecutado por sus antiguos
correligionarios, según se dijo.
En mi segunda etapa en París, el viaje en Metro al Boulevard de l'Hôpital me

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dejaba frente a un bistro con ambiente; allí desayunaba con mis compañeros ese café
au lait et croissant que nos hace parisinos para el resto de nuestras vidas. Una joven
colega sudamericana me preguntó ¿Cómo se dice croissant en francés? Un obligado
paseo, al menos una vez por semana, nos hacía recorrer los puestos de libros viejos en
la orilla, el Quai des bouquinistes junto al Sena, con la catedral de Nôtre Dame al
fondo. A cualquier hora del día, en el glorioso atardecer con nubes de acuarela o en la
noche cerrada, nos invadían gozosas sensaciones. Estábamos convencidos de
participar en la historia de Europa, en la historia de la Cultura, después de haber
adquirido una novela de Stendhal, de Balzac o de Zola.
Al anochecer, las primeras luces del Boulevard Saint Michel donde coincidíamos
con estudiantes de todas partes y con los residentes de la Cité Universitaire, nos
reforzaban el sentido de identidad como jóvenes posgraduados. Compartíamos un
estado de ánimo no exento de vaga tristeza por nuestra conciencia de la fugacidad de
todo aquello. La edad entre los veinte y los veinticinco años, nos hermanaba.
Entendíamos a la perfección Sa jeunesse, cantada por Charles Aznavour:

Lorsque l’on tient entre ses mains cette richesse / avoir 20 ans, des
lendemains pleins de promesses. / Quand l’amour sur nous se penche / pour
nos offrir ses nuits blanches. / Lorsque l ’on voit loin devant soi, rire la vie /
au déséspoir, riche de joie et de folie / Il faut boire jusqu’a l’ivresse / sa
jeunesse. / Car tous les instants de nos vingt ans nous sont comptés / et
jamais plus / le temps perdu / ne nous fait face / Il passe.

No era el tiempo perdido el que se nos escapaba, éramos nosotros mismos


yéndonos del presente, entrando en el pasado, sabedores de que los mejores años se
nos iban entre los dedos. Nada de aquello podría durar. Muy pronto, en palabras de
Brassens, entraríamos, con nuestras fugaces ilusiones en la fosa común del Tiempo.
No nos dimos cuenta hasta pasadas las vacaciones de Navidad. A partir del mes
de enero temíamos la llegada de la primavera, porque iba a ser la última. En el
comedor de la Cité Universitaire nos cedíamos el paso, el asiento y las bandejas con
los cubiertos. Rivalizábamos en cortesías, en atenciones, todos con todos. Todavía
nos divertía comentar que lo primero era tomarse el helado, que se derretía junto al
tazón de consomé hirviente, al lado del boeuf bourgignon. Después de cenar, si las
frías noches de febrero lo permitían, salíamos a los bancos del parque con nuestras
amigas para ofrecernos recíprocas ternezas. En el mes de marzo se adivinaba la
primavera. No tardarían los manzanos y otros árboles en tener flores blancas. Estaba
de moda una canción que hablaba de cerezos rosas y manzanos blancos. Veíamos
llegar a la carrera el tiempo cantado por Charles Trenet:

Quand París s'évèille au mois d'Avril / quand le soleil / rèvient d'exil….

Sí, querido e inmortal Charles Trenet, es verdad que desde el Boulevard Saint
Michel hasta los jardines del Luxemburgo La France chante et rit / en Avril a París.
Lo sabían bien mis ancianos profesores Guiraud y Minkowski, que alguna vez
tuvieron veinte años y se sentaron en los bancos públicos con sus novias. Fue antes de

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que naciera Georges Brassens y cantase: Les amoureux qui se becottent sur les bancs
publics. Por abril y mayo me repetía Madame Lelord: Aprovecha estos meses. Acepta
los sentimientos de tus amigas y devuélveselos enriquecidos. Tú que puedes, vive
ahora tus veintisiete o veintiocho años. Después no hay nada más, al menos, nada
comparable.
Fui, por mayo, a la fiesta del sesenta y tantos aniversario del doctor Paul Abély.
Concentradas las enfermeras para besar su calva, tuvo la gentileza monsieur le
médecin-chefde acercar un taburete a la más bajita de sus colaboradoras. Pizpireta y
emocionada, subió de un salto la menuda enfermera y le dejó en el vértice del cráneo
que tanto brillaba, el más sentido beso de cuantos presencié de cerca en París.
En el mes de junio detuvo su coche el doctor Koupernik frente al pabellón
español de la Cité. Me llevaría, con su ayudante Thoreau y la joven Madame
Thoreau, hasta Madrid. El título de Asistente Extranjero de la Universidad de París
me lo enviaría el profesor Michaux en breve plazo. Bajé mi enorme maleta con ayuda
de varios compañeros, capitaneados por Paco Vega que, con eficiencia catalana, puso
en orden la habitación y mis casi agotadas finanzas. Del grupo de amigos y amigas se
adelantó Fujiko, seria, con los ojos bajos; puso muy lentamente su mano en mi
hombro. Quiso Monsieur Cirille Koupernik saludarla con una inclinación profunda de
la cabeza : Ohayo gozaimazu, Mademoiselle Fujiko. Ogenki deska? —Genki des,
arigato gozaimazu, Cirillesan. No debíamos retrasar el momento de entrar en el
coche. El doctor Koupernik puso en marcha el motor y me golpeó en la espalda: —
Mon vieux, ne dites pas Sayonara, ne dites non plus Au revoir; c'est mieux vous dire:
A trés bientôt. C'est, mon cher Fernando, la conséquénce logique de la traditionelle
amitié hispano-japonaise.
Al comienzo del viaje me dieron la lata Koupernik y su ayudante, porque nos
habían dejado en el asiento de atrás a Maríe Chantal y a mi con la incómoda maleta
española sobre nuestras rodillas. No hubo ninguna otra manera de llevarla. Se
empeñó el doctor Koupernik en insinuar que mi maleta tenía movimientos
sospechosos, no debidos al traqueteo del coche: La vallise espagnole bouge un peu
trop. Yo creo que estos dos jóvenes están encontrando alguna forma de consuelo
mutuo. ¿No deberías investigar tú, que eres el marido? Maríe Chantal se reía muy a
gusto viéndome azorado. Su marido siguió la broma. A ratos parecía preocupado,
pero no quería que se le notase. Sin motivo. Declaro con solemnidad que, por primera
y única vez, las emociones del día hicieron que me quedase dormido al lado de una
francesa joven y atractiva. Soñé que seguía en París. Al cabo de tantos años, sigo
teniendo sueños en francés y me siento feliz, rodeado de amigos y amigas en la
terraza de algún café del Quartier Latin.
Montparnasse, le parc Montsouris, la rue Alésia, la Santé, la rue Cabanis, Sainte
Anne, La Salpètriére, estarán a estas alturas donde solían. En una película, creo
recordar, de René Clair, se dice: El banco del jardín y las palabras no han cambiado,
pero ellos son otros.
Me despierta de mis fantasías, todavía hoy, la voz de Cirille Koupernik, a quien
Marie Chantal llamaba Kou-Kou: No tardaremos en llegar a Orléans. Pasaremos la
noche en un hotel de Las Landas que se llama La Chambre de l'Amour y mañana a
mediodía te dejaremos en Madrid, en la Puerta del Sol.

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Cátedra de Psiquiatría Infantil, La Salpètriére, 16 de marzo de 1958. En el centro, con
gafas, el profesor Michaux. A su lado, con bigote, brazos caídos y el pelo negro de
punta, el doctor Koupernik. Estoy en la segunda fila, segundo a la izquierda. Detrás
tengo a la doctora Clio Theotokis, de pelo recogido

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CAPÍTULO V

La Psiquiatría en Norteamérica
En respetuoso homenaje de gratitud y afecto al doctor Edward Awne Tatum y a su
familia.

CHICAGO, TOPEKA (KANSAS), LOS ÁNGELES Y SAN FRANCISCO

J UNTO a la embajada de Estados Unidos en Madrid expuse mis deseos de ampliar


estudios en Norteamérica. Me encontré sentado frente a un tribunal de cinco
estadounidenses que, muy males, me invitaron a explicar en español, la clase de
estudios que pretendía realizar. A medida que mi voz conseguía firmeza creí notar en
su controlada mímica, signos de aprobación. Probablemente no esperaban un
programa tan detallado y preciso. Pensé que mis jueces emitirían pronto una
sentencia favorable. El primero de la izquierda me pidió que siguiera explicando tan
interesantes planes, ahora en inglés. Asentí con un impecable (eso creí) all right, y
comencé otro discurso. Esta vez, con el ceño fruncido, se preguntaban entre ellos si
mi exótico acento era egipcio, sudanés o yemení. El que estaba situado más a la la
derecha insistió en haber oído esa pronunciación a viejos campesinos en las montañas
de Nepal. Acordaron que volviera en otra ocasión. —¿Seis meses sería un plazo
apropiado? Lo aceptaron, sin disimular su escepticismo. A los seis meses, sentado en
la silla de los campesinos nepalíes, pasé la prueba.
Salí de Madrid en el frío anochecer del 2 de febrero de 1960 en un avión de
hélice, con escala en Azores, donde la temperatura era primaveral y pudimos pasear
un rato respirando el limpio aire oceánico. El viaje duró toda la noche. Al amanecer
vi grandes témpanos cerca de las costas de Nueva Inglaterra. En el aeropuerto de
Boston me llamaron por los altavoces y encontré a un amigo y paisano, sacerdote

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jesuita, vestido de Spencer Tracy, con clergyman y bombín. En la manos llevaba los
dos tomos, recién publicados, del Handbook of American Psychiatry de S. Arieti, que
me regaló. Pasé varias horas con él y su bellísima secretaria viendo la ciudad; en cada
semáforo los guardias se acercaban para saludar cortésmente: Good evening, Father.
Los jesuitas que yo conocía en España no eran tan venerados; no viajaban en lujosos
coches ni tenían hermosas secretarias.
En la mañana siguiente tomé un avión que poco después me dejaría en Nueva
York. El horario que me esperaba sigue pareciéndome el de Phileas Fogg en La
vuelta al mundo en ochenta dias. A las 11 en punto, recepción por el comité de
Friendly Relations y conducción al Governor Clinton Hotel. A primera hora de la
tarde, presentación a Mr Wodlinger, director del departamento europeo del Institute
of International Education. Ya tenía cita para el día 4 a las 9.30 de la mañana con el
doctor S. Bernard Wortis en el Bellevue Hospital. A las 12.30 almuerzo con Miss
Beatrice Braude (ejecutiva vestida de verde brillante) y la doctora Eva Ronsefeld,
especialista en narcóticos, en el Jewish Board of Guardians. Larga y soñolienta
sobremesa hablando de los drogadictos. El viernes 5, poco después de la salida del
sol, cita con el doctor Wilkins, asistente del profesor Paul Hoch, en el Psychiatric
Institute, 722 West 168th Street. Fue mi primer contacto con los olores del Metro, el
Broadway subway, y el primero de mis errores sociológicos. Me levanté para ceder el
asiento a una señora negra y se ofendió, creyendo que me burlaba de ella. El viaje
subterráneo de una hora y los ascensores del Psychiatric Institute me dejaron
aturdido. Ya el día anterior tuve sobresaltos de la misma naturaleza. La subida
vertiginosa del elevator y la parada en seco eran peores que los baches de aire del
avión. Los colegas del hospital atiborraron mi maletín de reprints de los principales
artículos científicos del Prof. Hoch y colaboradores.
Nueva York me gustaba. Frío y seco, soleado en febrero, con el espectáculo
variopinto de sus rápidos peatones; cruzando en todas direcciones sin chocar unos
con otros. Al llegar al hotel encontré un mensaje: You are scheduled to leave
February 6, Saturday, at 5.00 p.m. from the Airlines Terminal Building, 38 street and
First Avenue in order to arrive at Chicago Midway Airport at 8.40 p.m. Al poco rato
llegó una nota complementaria sobre las visitas de la mañana del lunes 8, la principal
el encuentro con el Prof. Boshes en Northwestern University.
Silenciosamente —no tenía con quien hablar— dejé mi soleado New York para
conocer lo que es un vuelo nocturno en plena tormenta. Si no era noche cerrada, lo
parecía. El avión se movía demasiado. No recuerdo nada de mi llegada al aeropuerto,
pero sí del viaje al hotel en taxi.Me asombró el espesor de la nieve en el suelo y la
que, densamente, seguía cayendo con enorme fuerza. Debí quedarme dormido en
aquella gran cama de matrimonio, color de rosa, rodeado de los escritos del profesor
Hoch y colaboradores. A través de la gruesa ventana vi la fortísima nevada que no
tenía traza de parar.
Me despertó la luz del sol a primera hora. Con cielo azul, límpido, vi las calles
cubiertas de nieve; los bancos públicos se adivinaban semiocultos, parecían osos
polares. Varios empleados de teléfonos caminaban de prisa por las aceras. Desayuné
y volví a mirar por la ventana; esta vez los empleados de teléfonos eran demasiados.
Al salir a la calle, bien enfundado con abrigo y gruesa bufanda, noté intensísimo

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dolor en las orejas. No había ningún empleado de teléfonos. Los habitantes de
Chicago usaban auriculares forrados de piel para que no les ocurriera lo que a mi.
Estábamos a treinta grados centígrados bajo cero.
Las gruesas piedras del edificio de la Facultad de Medicina de la Northwestern
University, al norte del casco urbano, lucían hermosa traza. En el siglo XIX las
primitivas casas de madera ardieron en tremendos incendios que arrasaron Chicago
varias veces. Escarmentados, las reconstruyeron de sólida estructura pétrea y de
cemento, con grandes escaleras metálicas para caso de incendio. El Dr. Boshes me
esperaba en su despacho a primera hora. Fue otra sorpresa. Ningún catedrático en
España, en 1960, se hallaría en su lugar de trabajo; consideraban una ordinariez
dejarse ver en público antes de mediodía. Los profesores estadounidenses y sus
ayudantes no fallaban jamás. A las ocho ya habían desayunado y estaban en sus
puestos. A partir de las diez, con el pretexto de cualquier visita, podían tomarse un té
o un café (las dos cosas sabían a agua caliente y turbia).
El doctor Boshes, de mediana estatura y mediana edad tenía más de neurológo
que de psiquiatra y más de administrativo que de neurólogo. De él dependía mi
destino en los primeros meses. En la primera de sus clases me preguntaron los
ayudantes por la situación de la guerra fría en mi país. Creí que era una pregunta
política, pero se referían a las tensiones entre psiquiatras y psicólogos que por
entonces crecían en virulencia en Estados Unidos. En revistas especializadas, tanto
como en la prensa diaria era frecuente ver chistes en que se lanzaban láminas de
Rorschach o pastillas unos a otros. Al llegar alguno de los pocos psicólogos que
osaban asomarse, los estudiantes de psiquiatría le preguntaban si era manchador de
tinta o ratólogo. Los de orientación ink-blot, (los de las manchas de tinta) eran
psicodinámicos a la defensiva; los animalistas, más agresivos, eran conductistas a
machamartillo. No tardaría yo en sufrir las consecuencias de la guerra. Me lo advirtió
Lois la dulce, la única persona tierna que traté durante muchas semanas; era la
secretaria del profesor Masserman, con quien tanto deseaba trabajar.
Jules H. Masserman, de origen polaco, me recibió con escrutadoras miradas de
arriba a abajo. Me invitó a conversar sobre música euopea, violinistas en particular,
pintura italiana y navegación, pero sólo hablaba él. Poseía un yate; con el buen
tiempo podríamos, con sus alumnos, recorrer el Michigan Lake. Si me interesaban las
terapias de inspiración analítica debía ir con él al Institute of Psychiatric Research, un
edifico raro y grande en el South Side de Chicago, zona deprimida que se pretendía
regenerar creando centros hospitalarios y comerciales. No convenía ir a pie, ni sólo,
después de las cinco de la tarde.
Para saber algo sobre Neurosis experimentales en gatos y monos debería trabajar
allí mismo, en la Facultad de Medicina, en los laboratorios de la planta baja, bajo la
guía (luego resultó ser tiranía, sadismo y venganza desplazada) de Edward Simon,
psicólogo experto en aprendizaje y neurotización de animales:

— Le gustará curar con psicoterapia, más que con tranquilizantes, a los


animales. Ya no les damos electrochoque. Los neuróticos no le dirán que
están mejor, como tampoco le confesarán que su angustia va creciendo. No
se preocupe si el gato neurótico no le dice nada. ¡Se lo dirán los otros gatos!

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— ¡Ya! Comprendo, profesor Masserman.
— Con su comportamiento psicosomático, verá erizamiento del pelo,
colitis, incluso úlceras gástricas en el gato neurótico, a la par que empeora
su carácter y se vuelve más agresivo. Lleve cuidado: saltan sobre la cara y
tienen muy mala intención. Saben que están perdiendo prestigio en
Cats'Room. Es el cuarto donde comen y tienen actividad sexual. Al
neurotizarse, el gato hasta entonces dominante, se ve obligado a esperar que
los demás beban leche de los pocillos que antes controlaba. Y con las
hembras, igual. Ellas van a preferir a otros gatos. Si usted tiene buen
resultado con la psicoterapia, la prueba definitiva es que coman en su mano,
pero no tenga prisa, no queremos accidentes de laboratorio. Con los monos
no tendrá problemas. Su agresividad es gestual. Se desfogan asustándose
unos a otros y atemorizando al experimentador, pero por más que le enseñen
los dientes no tema, son todo palabras, gestos, quiero decir. Por cierto,
¿¿Cuantos chimpancés necesita usted?
Al doctor Masserman no se le podía responder a bocajarro. Intentaba
recuperarme de su catarata informativa. Recordé mi propuesta al Profesor Vallejo
Nágera para experimentar con un mono de los que entonces había en el parque del
Retiro: Eso es, ¡jo, jo! ¡Para que nos saquen a los dos en la portada de La Codorniz!
¡Cómo se iban a divertir los de López-Ibor!
El profesor Masserman, un verdadero genio, me miraba de hito en hito.
Excesivamente observador, enigmático, calvo casi del todo, pero un genio:

—Tell me, doctor Clermont, fifteen monkeys will be enough? ¿¿Bastarán


quince monos? —¡Oh! Yes, Professor Masserman, of course. Fifteeen
monkeys will be perfect.

Mi nuevo maestro me había convertido en el doctor Clermont —una ciudad de


California— y de paso me había vuelto más turulato que los ascensores del piso
veintitantos, donde tenía su despacho. ¿A dónde iría yo con quince chimpancés? La
dulce Lois me ofreció la mejor de sus sonrisas y un café, flojo y soso como suelen ser
los cafés, en Estados Unidos. Fue otro momento difícil en mi aprendizaje del Nuevo
Mundo. No usaba terrones de azúcar la secretaria, pero por complacerme traería
algunos. Con las prisas dejé caer tres; ella abrió, cerró y abrió de nuevo sus ojos
azules bondadosamente: —¡Oh! Doctor Clermont! —Gracias, Lois; espero
recuperarme de todo lo que me ha dicho el profesor. Aquellos ojos azules,
espontáneamente terapéuticos, me hicieron mucho bien. Parecía que mi felicidad en
Norteamérica sólo podría consistir en destellos fugaces. Ahora tendría un nuevo
ejemplo. Para darle vueltas al azúcar no había cucharilla. Con disimulo introduje el
dedo y me quemé. Al probar con el bolígrafo, el café adquirió un sospechoso color
azul noche. Me lo tomé como se bebería la cicuta un devoto lector del Sócrates de
Platón. No pasó nada malo, pero no tardaría en suceder lo peor.
El ascensor me bajó en su peculiar caída vertical hasta el sótano donde me
esperaba Mr. Simon, el psicólogo de los gatos. Me enseñó a preparar la comida —
carne picada— en pequeños discos adosados a la palanca que debían apretar los

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morrongos para volverse, en pocas semanas neuróticos perdidos. El aprendizaje era
cada vez más complejo. Si el animal presionaba con su mano derecha el pedal
requerido, aparecía la carne picada y se ponía contento. Progresivamente para obtener
el premio debía realizar tareas más complicadas. Cuando ya sabía todo lo que un
Masserman cat debe saber, comenzaban las maniobras para neurotizarlo. A pesar de
apretar el pedal hasta entonces gratificante, un chorro de aire frío le daba en la cara.
Otras veces se abría el suelo y caía en el vacío a gran profundidad. De repente, sin
haberlo hecho bien, encontraba la carne picada presionado sobre una palanca que no
debía apretar. Las instrucciones caóticas ejercían un efecto desastroso sobre la
organización psíquica del felino. Terminada la sesión llevábamos su jaula a Cats
Room y le dejábamos en libertad con sus compañeros, los cuales le afeaban la
conducta, se mofaban y usurpaban sus antiguos privilegios. Se quedaba sin novia,
veía como la ingrata se amistaba con otro, comía el último y sufría diarreas, ardores
de estómago, iritabilidad alternando con depresión y trastornos de la eyaculación.
La terapéutica era una mezcla de fármacos tranquilizantes y psicoterapia de
inspiración psicoanalítica, digamos afectuosa. Había toques menos simpáticos de
behaviorismo basados en el ensayo y el error, con recompensa o castigo de acuerdo
con unas tablas que tenía colgadas en la pared Simon, el pérfido psicólogo.
Sigo preguntándome si ése es el mejor camino para aprender la génesis y el
tratamiento de las neurosis humanas. Con los monos —criaturas más sentimentales
que los gatos— la relación era más estrecha. Nos cruzábamos miradas intensas,
queriéndonos decir algo. El premio para ellos, a cambio de progresar en el
aprendizaje de tareas absurdas, siempre era un plátano. El castigo, más cruel que el de
los gatos, consistía en dejarle solo, llevándose a su compañero de jaula, lo cual le
apenaba muchísimo y le producía un desasosiego tremendo. Si encima de eso cometía
más errores, le salía de repente una cabeza de serpiente que, aunque fuese de madera,
le daba un susto de muerte. Con el tiempo, por muy vista, la falsa serpiente, sin darles
tanto miedo les producía mala impresión. Por señas me dijeron que la bicha les traía
gafe, mala pata. A mí me pasaba lo mismo. Los días que me tocaba sacarles el reptil
odioso, perdía el autobús, me hundía en un charco, comía mal, olvidaba la máquina
de fotos y nada me salía a derechas. Era evidente que estaba engafado igual que ellos.
Aproveché las cortas ausencias del psicólogo para explicarles que sentía por ellos no
una reacción de contratransferencia positiva irrefrenable, sino mucho más, les quería
de verdad en la vida real; eran mis hermanos y compartía de todo corazón el plátano
de la amistad. Cuando les propuse fumar la pipa de la paz, contestaron que habían
dejado el tabaco. Sólo Leopolda persistía porque, en opinión de ellos, era una viciosa;
prefería la soledad, recrearse en el pozo sin fondo de la melancolía, y entregarse al
onanismo y a los ensueños perversos, en lugar de agradecer la compañía de simios
jóvenes y sanos. Nos dimos palmadas en el hombro con repetidos gestos de
asentimiento y gruñidos de hermandad.
En cuanto comenzaba el chimpancé a neurotizarse, mi contra-transferencia,
mejor dicho, mis sentimientos fraternales, se me iban por los cerros de Úbeda. No sé
quién lamentaba más verse en aquellas jaulas. El permanente hilo musical, con
melodías insulsas, pueriles, necias, en vez de sosegarnos, nos parecía una burla.
Desde nuestro aterrizaje en el país todopoderoso, tanta tecnología, tanto botón y pedal

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que apretar o no apretar, nos trastornaba a ellos y a mi. Sin embargo, en cuanto
aparecía el psicólogo le mostraba los protocolos completados con todo detalle y ellos
disimulaban para no dejarme en mal lugar. Ningún aspecto del comportamiento
antropoide dejaba de ser anotado. Pero, por dentro, Bob Ngongoro, Teddy
Kilimanjaro, Swahili Kid y yo, pensábamos en la revolución.
Se nos adelantó Leopolda, la vieja chimpancé masoquista, que sabía más que
nadie sobre neurosis experimentales. Abría desde dentro su propia jaula, liberaba a
los inexpertos compañeros y nos llevaba al ascensor del sótano. Pulsaba en la primera
planta y nos ofrecía Coca Cola, que conseguía sin dificultad de las máquinas. Era
muy hábil destapando las botellas. Descubrí que era adicta a la Coca Cola. Yo quería
que me enseñara la puerta de salida para irme a las orillas del lago a respirar aire
puro. Pero Leopolda era tan masoquista que le gustaba sufrir allí adentro, disfrutaba
con las humillaciones, como su tocayo Leopold von Masoch en La Venus de las
pieles: —¿Has traído el látigo? Permite que me ponga a cuatro patas en el charco
para que me pises la cabeza al descender de tu carruaje. ¡Por favor, hazme daño! y
ella, cruelmente, contestaba: ¡No! para hacerle sufrir más. A los cuatro meses justos
dije a Leopolda lo mismo que a Bob Ngongoro, Teddy Kilimanjaro y Swahili Kid:

Voy a tratar esto con el profesor Masserman. Los gatos que se apañen
como puedan. Procuraré olvidar sus arañazos y mordiscos, pero vosotros
sois buena gente y estaréis siempre en mi recuerdo. A ti, Leopolda, que
llevas años en este lugar, permite que te dé un beso; haber pasado en el
laboratorio las mañanas enteras durante cuatro meses ha colmado mis
aspiraciones masoquistas. Leopoldita mona, me marcho, hija; cuida de mis
amigos peludos. Hoy os he seleccionado los mejores plátanos para esta
ceremonia de despedida. Diré al profesor que estáis quemados, que tenéis el
síndrome de los ejecutivos por estrés en el trabajo. Ojalá os devuelvan a una
reserva de monos que tienen en Florida. Aunque vigilada, será una forma de
libertad y de aire puro.

Nos abrazamos todos frotándonos las cabezas con gruñidos de sincero afecto. En
el planeta de los simios no han inventado la hipocresía. Después del despiojamiento
recíproco, nos dijimos adiós con los ojos húmedos. Al psicólogo le puse por escrito
una excusa. No quise contarle que me había enterado de las experiencias quirúrgicas
en Northwestern University: ¡Ablación de determinadas areas de la corteza cerebral
en monos recién nacidos! Mi vocación iba por otros caminos; no deseaba encontrar
versiones norteamericanas de la vieja Frankestein Therapy.
Había comenzado a ir por las tardes al Institute of Psychiatric Research. donde
celebrábamos sesiones clínicas con pacientes humanos. Tardaba mucho en el trayecto
del autobús a lo largo de W. Roosevelt Rd. El conductor negro iba voceando como
Dios le daba a entender los nombres de las calles y paradas. Cuando gritaba South
Ashland Avenue me preparaba. El momento de bajar coincidía con su grito de puláina
(por escrito sería Paulina). Del otro lado del moderno edificio estaba South Wood
Street, poco recomendable según me dijeron. En el Inspy, como ellos decían, conocí a
un grupo de posgraduados cubanos especializándose en psiquiatría. Tenían la manía

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de traducir los apellidos. Al doctor Whitehorn le llamaban Cuernos Blancos. Desde el
South-Side, peligroso al anochecer, volvía en algún coche de mis amigos cubanos al
centro de la ciudad para tomar otros transportes públicos hasta mi residencia. Todos
llevaban sacos de paja para ponerlos bajo las ruedas hundidas en la nieve; costaba
mucho arrancar la máquina. También decían el carro.
Los hoteles eran demasiado caros y encontré hospedaje en familias que acogían
médicos jóvenes en dos localidades muy tranquilas al norte de Chicago. En Winettka
viví en casa de Mr. y Mrs. Brown. Mandaba la señora, claro. El marido me decía en
español: Estoy señor Pardo. Tenía la manía de traducir apellidos, como los cubanos,
pero al revés. Después viví en Evanston, hermosa ciudad de chalets de madera, de
mínima altura, casi todos pintados de blanco. Ayudé a diario con una gran pala para
despejar de nieve un camino hasta la acera. Me sentí muy a gusto con la familia
Frankenberger, un matrimonio mayor de origen alemán, cuya única hija vivía en
Nueva York. Como eran muy religiosos, durante la cuaresma no me sirvieron carne
ni un sólo día: —Nuestro King Philip the Second consiguió una bula papal para los
españoles. —It may be, pero no tiene jurisdicción en Evanston.
Les acompañaba a misa a las doce y a la hora del aperitivo me fumaba —al aire
libre— un insípido puro de la marca King Edward cuando había sol. Así me
imaginaba que por la tarde iría a los toros. Pero de toros, nada. Ni de cerveza.
Secretamente tomaba un tren a escondidas porque cerca de la Facultad, en
Northwestern University, existía una especie de barrio chino, de pésima reputación,
donde un chino de verdad me vendía una lata de cerveza de Milwaukee. Una noche,
al destaparla saltó el prohibido líquido a gran presión hacia el techo y cayó con
estrépito, redoblando sobre el piso de madera. La señora Frankerberger subió
asustada; le di tantas explicaciones que al fin no quiso saber nada y se fue
rezongando. Las cervezas las escondía como los alcohólicos en los sanatorios, en el
poyo de la ventana, del lado de afuera.
Otro centro de gran interés para la investigación clínica era el Michael Reese
Hospital, modelo de clínicas privadas o semiprivadas. Sin salir de mi Facultad de
Medicina, tenía el privilegio de tratar con tres sabios admirables. Al primero que
conocí, por casualidad, puesto que nadie me habló de él, fue a Ladislas von Meduna.
Vi su nombre en un pasillo del piso superior, encima del despacho de la dulce Lois, y
llamé. Se levantó del sillón donde llevaba varias horas aburriéndose. Al saber que
venía de Europa se alegró su rostro. Le conté que mi maestro don Pablo de la Vega,
el santanderino responsable de la salud mental de mis paisanos, me ordenó
administrar cardiazol intravenoso a una señora con psicosis puerperal: —Vamos a
usar el método de cardiazolterapia de von Meduna, precursor de la terapia eléctrica
de Cerletti. Su aparato de electrochoque estaba averiado. Esa debió ser una de las
razones de aplicar la cura de von Meduna; la otra, el grave estado mental de la
paciente.
Recuerdo muy bien la mirada que me lanzó la pobre mujer tras la brusca
inyección de 5 cm, de cardiazol en la flexura del codo. Sensación de muerte
inminente, decían los libros y los ojos de la señora. Vino inmediatamente una serie de
convulsiones violentísimas. Temí la rotura de varios huesos, pero don Pablo me
sujetó: No la toque. Si ofrecemos resistencia a los movimientos hay mayor riesgo de

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fracturas. No se rompió nada y se puso bien en pocos días.
El doctor Ladislas von Meduna era un aristócrata centroeuropeo, un verdadero
señor, de vuelta ya de todo, amable y triste. Investigaba en psicofarmacología con su
ayudante Leo Abood y me dedicó una fotografía que conservo en mi despacho de
Madrid. —Si le interesan las convulsiones, hable con los esposos Gibbs. Ya sabe que
ellos introdujeron el uso del electroencefalograma en el campo de la epilepsía. Seguí
su consejo y me encontré con un matrimonio de sabios. Nunca pude imaginar que
Frederic Gibbs me buscaría con tanto afán. Tenía concertada desde varios meses
antes una cita con él y con el doctor Lennox. Supe que el doctor Lennox murió
repentinamente mientras pronunciaba una conferencia. Su hija recogió las cuartillas y
terminó el acto académico. Me lo contó Erna, la encantadora señora Gibbs, y de paso,
añadió que les sería yo de gran ayuda: —Querida señora Gibbs, mis conocimientos
tienen grandes lagunas y del EEG apenas sé lo indispensable. —No se preocupe. Nos
ayudará a buscar las llaves del coche. Fred las pierde todas las mañanas. A veces las
lleva entre sus ropas, pero por lo general las encontramos en el suelo, debajo de otro
coche, dentro de un charco, o hundidas en la nieve.

Northwestern University: Jules H. Masserman, profesor de Neurología y Psiquiatría.


Director de Educación, Instituto Psiquiátrico del Estado de Illinois

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Northwestern University: Doctor Ladislas von Meduna, descubridor de la terapia de
choque con cardiazol

Frederic Gibbs, alto, delgado, de pelo canoso, como su esposa, con aire de
intelectual puro, era el primer sabio distraído que conocí íntimamente. Me invitaban a
la coca cola de las diez de la mañana, al café de las once y al frugal almuerzo
anglosajón de la una. Mi relación con los Gibbs se hizo muy cálida. Encontré casi
siempre las llaves. Mis amigos de Madrid, encefalografistas, no creerían que
hablábamos de las ondas cerebrales propias de la epilepsía moviéndonos a gatas por
el cemento nevado del aparcamiento. Nos hicimos fotos en actitudes gatunas, pero
sólo me dedicaron una en la que estaban los dos de pie.
Con la primavera comenzó a derretirse la nieve. El extraño aspecto de las olas
congeladas del lago dio paso a una superficie acuática como Dios manda. Formas
irreconocibles resultaron ser coches a medio descongelar. Aparecieron en parques y
aceras hermosos bancos públicos que no sospeché en el paisaje uniformemente
blanco del invierno. Ya no podría hacer los muñecos de nieve en Evanston que me
permitieron disfrutar de la amistad de niños de familias vecinas. A una dama de nieve
que les hice de tamaño natural, sentada, le trajeron un delantal y un sombrero de
verdad. Como me resultó maternal y dulce, a pesar de estar helada, los niños y niñas
le dieron besos hasta que la primavera deshizo nuestras fantasías.
Viajé a la cercana Universidad de Ann Arbor, en el estado de Wisconsin para

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conocer al investigador James Olds. Su laboratorio estaba al fondo de un largo
rectángulo, ya verde, de césped sin nieve. Me preguntó de lejos, desde su despacho
entreabierto: —¿Es usted psiquiatra? ¡Pues sepa que yo soy psicólogo. Y se golpeaba
con los puños en el pecho, como King Kong: ¡I'm psychologist! ¡Came here! —No,
Profesor Olds. No me acercaré a usted. Prefiero hablarle desde aquí. Era un hombre
joven, de aspecto sano y con buen sentido del humor. Sin dejar de imitar al gorila
furioso, me mostró sus ratas felices. —He descubierto mediante electrodos
implantados que existe en el cerebro un órgano de la felicidad. Observe lo contentas
que se ponen cuando las estimulo desde aquí. James Olds tenía celos de mi
compatriota Rodríguez Delgado, investigador muy espectacular, que en Yale
implantaba electrodos a gatos, monos y hasta a un puma, estudiando las bases
cerebrales de la agresividad. De regreso en España, Rodríguez Delgado implantó
electrodos a toros bravos, manejándolos en el ruedo por telemetría, con una capa en la
mano por si acaso.
James Olds me recomendó visitar los monos de Harry Harlow. Era otro
investigador simpático, pero me daban pena sus experimentos de deprivación
sensorial en monos recién nacidos. Apartados para siempre de sus madres, les ofrecía
un robot raro, forrado de tela de arpillera cuya temperatura podía modificarse, para
imitar el contacto materno. Me dio un montón de fotos de los monitos abrazados a tan
extraño engendro. ¿Todo aquello era necesario para comprender el desarrollo de la
personalidad humana? Le agradecí mucho su autógrafo en la copia del discurso
presidencial en la 66 Convención Anual de la American Psychological Association
titulado The Nature of Love. Harry define el amor como un estado tierno, profundo,
gratificante; investigarlo no lo considera impropio de un científico experimental.
Lamenta que otros psicólogos no lo hagan: Los psicólogos, al menos los que escriben
libros de texto, no sólo no muestran interés en el orígen y desarrollo del amor o del
afecto, sino que parecen ignorar su existencia. Son palabras textuales del amoroso
Harry, que no duda en llamar reprimidos a los modernos colegas, en contraste con las
actitudes de la mayoría de la gente.
Los poetas y la gente famosa han sustraido el amor del mundo de la primera y
segunda infancia, como si fuera una propiedad exclusiva de los adolescentes y
adultos: Los mamíferos aprendemos el amor en la relación con la madre o de quien
haga sus veces. Con esta premisa Harry Harlow se lanza al estudio de esas relaciones
en los monos recién nacidos, recordando que John B. Watson fue de los pocos
psicólogos que creía en el amor como emocion innata, merced a la estimulacion
cutánea de zonas erógenas. El enamorado del amor profesor de Madison, Wisconsin,
vapulea a los psicoanalistas por investigar el amor en personas enfermas o viejas. No
me atreví a contar todo esto en Northwestern University.
Se acercaba el término de mis estudios bajo la dirección del profesor Masserman.
Me recibió una tarde en su consultorio privado en Madison Avenue, en el centro de
Chicago. Sin conserje ni vecinos visibles. Todo era cuestión de apretar botones,
resortes extraños e incluso palancas. Como los gatos y simios del laboratorio. Cuando
acerté, sonó la voz del Prof. Jules H. Masserman: —Suba doctor Clermont. El
consultorio tenía el mínimo de superficie; amueblado con gusto y sobriedad, a prueba
de ruidos y de interrupciones. En voz baja y con luces tenues, como en sesión de

98
psicoanálisis, habló un buen rato. Empleaba las muletillas and so far and so on y me
pareció que perdía el hilo del discurso, como en las clases magistrales. Tuve fantasías
inoportunas. ¿Se dormiría en las sesiones de terapia, con aquella penumbra tan
tentadora? ¿Cómo reaccionarían las pacientes imaginativas en aquél ambiente? Se
mostró afectuoso, me dio recuerdos para los psicoanalistas de California, en especial
para Franz Alexander y Judd Marmor, y me obsequió con un montón de copias de sus
trabajos. Añadió un retrato en color, con dedicatoria, que no le había pedido, aunque
pensaba hacerlo a través de la dulce y triste Lois.
Mi despedida de Chicago y del Estado de Illinois quise solemnizarla con amigos
el día de mi santo patrono San Fernando, 30 de mayo. A orilla, del lago Michigan me
descalcé dispuesto a bañarme. Los amigos se miraban entre sí. Introduje un pie en el
agua y creí que me lo cortaba una enorme cuchilla. No pensaba en aquella soleada
mañana, con cielo y lago tan azules y con tan buena temperatura ambiental, que el
agua seguía, como diría Hemingway, que tanto amó aquellos lagos y bosques,
técnicamente helada.
Tomé un tren en dirección a Topeka, capital del estado de Kansas, pero hice una
escala en Kankakee (que en el idioma de los indios significa Vallehermoso, según me
explicó mi antiguo alumno y gran amigo Igor D.) Al terminar la segunda guerra
europea, Igor y su hermano Iván atravesaron a pie bastantes países, cruzaron los
montes Pirineos, perdiéndose varias veces por culpa de la niebla, y cuando vieron un
burro pastando al sol se dijeron: Esto debe ser España. Así me lo contó Igor, que
trabajó algún tiempo a mi lado en la Cátedra de Psiquiatria de Madrid. Pero, más que
ejercer una especialidad, le gustaba la medicina general y eso hacía en Kankakee. Era
germanófilo y tardó en encontrar en Madrid la novia alemana a su medida. Hizo
varias pruebas, incluso con tests psicológicos. Cuando el tiempo lo permitía, las hacía
remar sin descanso en el Retiro. Llegado el invierno, llevaba a las candidatas a la
sierra de Guadarrama y las sometía a peligrosas sesiones de esquí. Las que
demostraron más valor y eran políglotas, pasaron nuevos tests de personalidad y de
capacidad para adaptarse con éxito a situaciones nuevas. Por fin se casó con la más
brillante y esforzada de las finalistas. Pero él llegó a la boda con un brazo en
cabestrillo, inyectado con antidolorosos por haberse caído de un trineo en la última
prueba. Le dijimos en la puerta de la iglesia que ese matrimonio no sería válido
porque los medicamentos, sobre todo un relajante muscular, afectarían su estado
mental a la hora dar el sí. Era muy serio Igor y más germanófilo que su novia
alemana. Estuvo preocupado hasta que insistimos a fondo en que se trataba de un
comentario jocoso. Nos dijo con su característico acento eslavo: Esta vida es
barrbarritat y cruzó la puerta para casarse.
El Igor que hallé en el andén de la estación de Kankakee parecía Gary Cooper
rodando una película del Oeste. Iba en mangas de camisa, de grandes cuadros, de
leñador, chaleco negro y sombrero de alas anchas caído hacia la nuca. Pantalón de
granjero y, aunque no llevaba revólver ni estrella, tenía más aire de sheriff que todos
los que he contemplado en el cine. Hablaba por un extremo de la boca, escupía por un
colmillo a menudo y no sacaba los pulgares del chaleco. Era un ejemplo de
norteamericanización ultrarrápida y pluscuamperfecta. Su esposa, con una pequeña
cofia, iba vestida como en La casa de la pradera. Después de almorzar, mi amigo y

99
Uta-Elisabeth, la inteligente alemana de gran alzada que había superado en España la
terrible batería de pruebas de Igor, me gritaron, por la comisura izquierda de la boca,
un afectuoso Good bye, cuando subí al tren de Topeka en dirección al estado de
Kansas.
Desde antes de terminar la carrera conocía la existencia de la mítica Menninger
Clinic de Topeka. Creí, al llegar a tan soñado lugar, que no me dejarían pasar. Me vi
rodeado al bajar del tren por numerosas personas que me repartieron hojas y folletos
para defenderme en el ataque atómico. La guerra nuclear, según ellos, era inminente.
¿Qué estaría pasando en el mundo el 31 de mayo de 1960 a las 8 de la tarde y quién
sería tan malo como para bombardear a los de Topeka con armas tan destructivas?
Me dieron otro folleto por el que supe que la ciudad contaba con 119.484 habitantes;
era capital del estado de Kansas desde 1861, veinte años antes de ser designada
ciudad de primera clase. Topeka en el lenguaje de los indios significa Colina
Humeante. ¿A santo de qué la habrían escogido los enemigos invisibles para iniciar
allí una nueva guerra mundial o intergaláxica? Fuera de la estación nadie se
preocupaba por eso.
Me dirigí al alojamiento previsto en casa de Mrs. Margaret Wingett en el número
701 de la calle Salina. Entre los edificios bajos, de casas de madera, el fuerte viento
empujaba nubes de polvo y hacía rodar enormes bolas de ramaje, de la altura de una
persona, como las que ví tantas veces en películas del Oeste. El calor era sofocante al
anochecer. La señora Wingett tenía grandes bandejas metálicas con agua para
mantener cierto grado de humedad dentro de la casa. El 1 de junio a las nueve de la
mañana, al abrir la puerta de la calle recibí una inesperada bocanada de aire caliente.
No sé de qué desierto venían aquellos vientos, pero me alegré de llegar pronto a la
bien cuidada Clínica. Me pareció que la extensión de la Menninger Foundation sería
laboriosa de recorrer incluso en automóvil. Aquí y allá, esparcidos en la interminable
llanura de césped, se veían pabellones pequeños o medianos, chalets y edificios de
diverso corte y variado estilo, pero todos gratos.
De los dos hermanos psiquiatras, Will Menninger se ocupaba ante todo de una
tarea de suma importancia en Estados Unidos, Found Rising, obtener dinero. La
secretaria del director clínico, Karl Menninger, me puso en contacto con lo mejor de
su variado equipo. Investigadores de psicofármacos, músicoterapeutas, expertos en
terapia ocupacional, psicoterapeutas y psicólogos clínicos y personal de la biblioteca,
todos parecían orgullosos de su tarea. Fuimos al Tope-ka Veterans Administration
Hospital, a la VA Mental Hygiene Clinic y al Topeka State Hospital, escuchando
conferencias de todo tipo. La Neurología estaba muy bien representada y existía un
buen balance entre los extremos de la psiquiatría psicodinámica y organicista.
Por fin, el 7 de junio a las nueve de la mañana me recibió en su despacho, a solas,
el doctor Karl Menninger en una extraña audiencia. Rara, porque Karl no me ofreció
una silla. Avancé dos metros en su despacho por iniciativa mía. Llevaba el pelo
cortado al uno, como esos sargentos duros del cine bélico made in USA que entrenan
novatos. Lo primero que le oí fue un impertinente comentario sobre la sociedad y el
gobierno de España. Contesté que deseaba darle las gracias por la visita de su clínica
y por la cordial acogida de sus colaboradores. Me miró sorprendido y antes de que me
dijera otra brusquedad —su gesto permitía suponerlo— elogié el afán de su equipo

100
por conseguir buenos resultados terapéuticos y evaluar cada tratamiento. Aseguró con
toda seriedad, que tenía yo la inmensa suerte de estar visitando el mejor
establecimiento psiquiátrico del mundo:

—¡No he dicho uno de los mejores, he dicho el mejor! Personas


autorizadas opinan que sólo curamos el 87 por cien de nuestros pacientes.
Mi objetivo es sanar al cien por cien. Sepa usted que desde 1917 me dedico
a la psiquiatría. ¿Sabe cómo conocí a Adolf Meyer? Le interrumpí cuando se
comía un sandwich y tenía en la otra mano un vaso de leche. Aquel
patriarca de la psicobiología, nacido en Suiza, amigo de Bleuler y fundador
de la moderna psiquiatría americana, me entrevistó en cuanto terminó de
comer. Mejor aún me trató Jeliffe en 1920, llevándome al teatro con su
mujer después de haber cenado juntos. A Jellife creo que lo analizó Paul
Federn en 1914 sólo algunas horas. Otros compatriotas míos fueron
víctimas de los análisis de Otto Rank. Mi conversión al psicoanálisis fue
debido al tratamiento de una joven sonámbula muy atractiva. Era mi Caso
Dora, pero yo no tenía sofá donde tenderla. Jellife me aconsejó una chaisse
longue.
Con cualquiera de la terapias existentes hace treinta y cinco años no se
conseguía mejorar a más del 8 por cien, raramente al diez por cien. ¿Cree
que todo depende de a qué llamamos curación? De acuerdo. En esta clínica
procuramos simplificar la clasificación de las enfermedades mentales (a lo
mejor sólo hay un tipo único de enfermedad). Pretendo investigar los
resultados específicos de cada forma de tratamiento. ¿Se quedará usted a
vivir en Estados Unidos? Es natural. WHAT? ¿QUÉEE? ¿Quiere decir que
se vuelve a España? ¿PERO POR QUÉEE?¡ESO NO LO PUEDO
ENTENDER! Pues tome dos libros míos, pero le dedicaré sólo uno.

Desde su mesa, Karl Menninger me los lanzó directamente. Detuve el primero a


pocos centímetros de mi nariz, pero el segundo lo recogí del suelo. Le dediqué un
gesto ambiguo con la mano derecha y me fui pensando en los trabajos del doctor
Bartolomé Llopis sobre la noción de Psicosis Única, tan respetados en Europa. En un
breve artículo, redactado por don Karl en unión de Ellenberger, Pruyser y Mayman,
The Unitary concept of Mental Illnes, se menciona el artículo del Dr. Llopis: La
Psicosis Única, en Archivos de Neurobiología y el libro del mismo autor: La Psicosis
Pelagrosa, basada en observaciones durante la guerra civil española. Creí ver en esas
oportunas citas la mano de Ellenberger, europeo humanista, mejor informado que el
señor director.
Karl Menninger en su libro sobre Odio y Amor trata de la elección de la carrera
de Medicina: La dignidad tradicional, la categoría social y el dinero que se gana
vendiendo servicios y consejos profesionales cuentan mucho. Se ganan más dólares y
prestigio en la Banca, con menos esfuerzo, menor inteligencia y mínimo esfuerzo
intelectual. (Less intelligence). Ignoro si leyó el libro algún banquero de los que
contribuían al esplendor de la Menninger Foundation. He sabido después que el
director de esta famosa clínica de Topeka tuvo bruscos arranques y ataques violentos

101
hacia distintas personas. Uno de los más sonados fue el asalto despiadado contra
Franz Alexander (violent and emotional lo describió el atacado en su libro Western
mind in transition). Recordé más tarde que durante la segunda guerra mundial Will
Menninger fue nombrado jefe de psiquiatria en el departamento de cirugía general.
¿Se cortaría Karl el pelo al uno desde entonces?
Recordando las películas de vaqueros de mi niñez, subí al expreso Santa Fe que
debía llevarme a California. No quise ir en avión precisamente para contemplar las
grandes llanuras y las ciudades legendarias de mis Westerns. Valió la pena, sobre
todo en los largos atardeceres con celajes que dejaban caer sombras y colores en la
planicie sin límites. Era un tren larguísimo, plateado, más del futuro que del presente.
Sin embargo un empleado negro y servil (del pasado) me ponía un taburete para que
no tropezase en los escalones. Fueron dos noches y un día en una roumette, especie
de cápsula espacial donde había de todo con tal de presionar los botones adecuados.
Contagiado de los Masserman cats, el método del ensayo y el error para obtener
gratificaciones me originó estados de ansiedad. Apreté para tener agua y salió una
cama. Volví a apretar y bajó una mesa de escritorio mientras me quedaba sin cama.
Otro error y se abrió la ducha sobre mi cabeza. Reaccioné como el gato con el chorro
de aire frío. Me animé al ver la estación de Wichita. Imaginé que los cuatreros
andaban preparando un golpe, pero no lo dieron, ni en las siguientes estaciones, que
eran Wellington, Canadian, Pampa y Amarillo.
Pasamos por Clovis y Belén, en las inmediaciones de Albuquerque. Al norte, al
lado derecho en la dirección de la marcha, más nombres españoles de ciudades que
nunca vi: Santa Fe, Las Vegas, Ratón, Trinidad, La Junta, Pueblo y Colorado Springs,
en la ruta hacia Den-ver. Del lado izquierdo, al sur de Belén, hubiese tardado poco en
llegar por tren a la ciudad fronteriza de El Paso. A la derecha de la vía, ciudades con
nombres anglosajones que no me decían nada. Entre Ash Fork y Needles cruzamos el
río Colorado. Inmediatamente comenzamos a subir las,montañas de San Bernardino,
al otro lado de las cuales se adivinaba ya la costa del Pacífico. Pasadena de un lado,
Palm Springs de otro y la llegada a la amplísima estación, blanca, orillada de
palmeras muy altas.
En Los Ángeles vi los mismos colores que en Andalucía. En California me iba a
sentir mucho más en mi casa que en otras partes de Norteamérica. Al cabo de tantos
años, y después de haber vuelto a Estados Unidos y recorrer otros estados, se
confirma mi primera impresión. Por otro lado, ser español de España es, en
California, otra cosa que en el resto del país. Me lo hicieron ver mis nuevos amigos
californianos mientras ponía el reloj en orden. En Topeka se guíaban por el Central
Standard Time, En Belén y Albuquerque, hasta el río Colorado, manda el Mountain
Standard Time; pasado el mítico río estamos ya en el Pacific Standard Time.
Encontré al doctor Judd Marmor en Beverly Hills, en su luminosa consulta,
rodeado de amigos extrovertidos. Saltaban de risa en sus cómodos butacones cuando
conté que en Topeka me felicitaron por haber llegado al mejor centro de
investigación y tratamiento del mundo: —¡No es verdad!¡Eso se creen los de la
Menninger, pero están equivocados! ¡El centro del mundo está aquí en Los Angeles!
Sin parar de contar chistes de psicoanalistas me sirvieron abundante whisky: —
Mañana te acompañaremos al Mount Sinai Hospital para que conozcas a Franz

102
Alexander. ¿Qué tal los Masserman cats? Aquí al beber agua tónica nos acordamos
de ellos, cat a tonic, catatonic. Se perdían con juegos de palabras; yo me preguntaba
si a la mañana siguiente estaríamos en debida forma en el despacho del respetado
profesor en el hospital Mount Sinai'.
Franz Alexander en 1960 era un hombre físicamente cansado, quizás moralmente
también. Cargado de hombros, intentaba parecer erguido. De piel muy oscura, cuerpo
fornido y estatura mediana, llevaba su cabello cano bien cortado y peinado, muy
corto. Vestía amplias chaquetas claras, muy norteamericanas, de sport, como si
tuviera varias décadas menos y no hubiese nacido en Budapest en 1891. Los arrugas
horizontales de la frente muy marcadas, como las bolsas bajo los ojos, los profundos
surcos nasogenianos, las comisuras externas de los labios algo caídas y la voz más
bien baja y confidencial. Todo hubiese coincidido para dar una completa imagen de
desaliento y fatiga, de no ser por el brillo extremadamente inteligente de los ojos.
Recorrimos las secciones dedicadas al estudio de diferentes pacientes
psicosomáticos. Las explicaciones corrían a cargo de los ayudantes. Alexander
asentía con movimientos de cabeza, sin decir nada. Tuve la fantasía de que me miraba
como si fuese algún descendiente de sus familiares que se quedaron para siempre en
Europa. Las investigaciones que se realizaban en aquella planta del Mount Sina'
Hospital tenían que ver más con la Medicina Interna que con el psicoanálisis:
enfermedades digestivas, trastornos del tiroides e hipertensión arterial. Las
interpretaciones psicoanalíticas vendrían después. ¿Diría siempre Alexander la última
palabra? Creo que él no estaba seguro ya de casi nada. Durante años, se definió como
anarquista conservador. En Los Ángeles y en San Francisco me transmitía un
mensaje no siempre verbal, muy evidente. Reproduzco sus palabras, aunque lo más
importante lo decía la mirada:

— Mi joven colega europeo, tienes delante un perfecto y acabado


psicoanalista escéptico. Tengo todo el derecho a sentirme así. De los que
estamos aquí soy el único que ha estrechado la mano de Sigmund Freud en
Viena. Terminé mi análisis didáctico en 1921 con Hans Sachs, amigo y
colaborador directo del maestro. Vivo en los Estados Unidos desde 1930.
Fundé múltiples centros de investigación, enseñé a grandes y brillantes
alumnos. Conozco los honores y las críticas.Nunca olvidaré la frase con que
me despidió Sigmund Freud: Espero que América deje intacto algo del
verdadero Alexander.
Dear Fernando, después de proponerte una brillante carrera académica
en California, donde sabes que puedo ayudarte, me dices que quieres volver
a tu país y ejercer allá. Lo he comprendido mejor que Judd Marmor. Estuve
en España en el Congreso mundial de Psicoterapia. Barcelona es una
hermosa ciudad; fui a ver una corrida de toros y me gustó. Conversar con
tus amigos tomando café en Madrid o en Budapest, como hacía yo en mi
juventud, es mejor que ser profesor y tomar este café americano, que para
un europeo no sabe a nada. Aquí los hijos se independizan en plena
adolescencia. La familia es otra cosa. Te dejaré, por si lo quieres traducir al
español, mi último libro: Western Mind in Transition. Para tí será mejor

103
envejecer en Europa, sé que tienes conciencia de europeo, arraigado en las
tradiciones del país en que has nacido. Creo comprender la decisión que has
tomado.

Lo que yo pueda contar ahora de esta gran figura de la psiquiatría y del


psicoanálisis en Norteamérica, palidece ante el mensaje que acabo de rememorar.
Terminamos la visita al hospital y me quedé sorprendido cuando Franz Alexander me
apretó con fuerza el brazo. Durante la cena llevó Judd Marmor la voz cantante; a su
cargo corrieron los chistes de psiquiatras, algunos archiconocidos. Alexander habló
poco. Cruzó su brazo por detrás del cuello de la joven que se sentó a su lado, una
rubia platino con algo de estrella de Hollywood y aire de ingenua, si eso fuera
posible.
Ninguno de nosotros apartaba la vista de aquella belleza casi adolescente, ni
siquiera el camarero que pasaba una y otra vez con pretextos inconsistentes. La joven
dio un gritito, un ¡Ay! de esos que delatan un precipitado abordaje: —¡Oh! I am
sorry. I beg your par-don, Franz. I thougt it was the hand of the waiter. — No,
querida Helen, no era la mano del camarero, era la mía. Te has equivocado porque
siempre has sido una chica muy optimista. Fue una de las lecciones prácticas que
aprendí de un psicoanalista escéptico, pero certero. Al término de la cena me
propusieron los doctores Alexander y Mar-mor que les acompañara al congreso de
San Francisco, los días 16, 17 y 18 de junio. Fue una maravilla viajar en avión con
ellos y asistir en la más hermosa ciudad de California, a las conferencias organizadas
por la Langley Porter Clinic y la Facultad de Medicina. El lugar fue el Auditorium
del Medical Sciences Building, School of Medicine. Los diez dólares de la inscripción
me los ahorraron mis anfitriones; iba invitado por el Mount Sinai a todos los efectos.

104
Laboratorio del profesor Masserman para neurosis experimentales en Northwestern
University

105
Mi Dama de Nieve, en Evanston, al norte de Chicago (febrero y marzo de 1960)

Abrió las conferencias magistrales Judd Marmor y siguió Franz Alexander con el
tema The Psychotherapeutic Approach to Emotional Crisis. El viernes por la mañana
se dedicó a psiquiatría infantil, sobresaliendo la intervención de Fritz Riedl sobre la
adolescencia. Por la tarde hubo más presentaciones, destaco la de A. Rodney
Prestwood: The Critical Middle Years (cuyo significado entiendo mejor después de
haber pasado esa edad). Cenamos el viernes en el restaurante El Matador regentado
por el torero retirado Barnaby Conrad. Quiso Alexander que le contase biografias de
los diestros retratados en las paredes y comentó: —Es bueno que conozcas tus
tradiciones y te sientas parte de ellas.
El sábado por la mañana el tema era la Psiquiatría Social, con cuatro ponencias,
de las que me parecieron insuperables las de Jurgen Ruesch y la de Nathan W.
Ackerman, el experto de prestigio mundial en crisis y problemas familiares. El
contenido de la disertación del doctor Ackerman se me escapaba de vez en cuando,
debido a la presión en mi rodilla derecha de otra rodilla, la de una joven doctora,
morena de ojos verdes que parecía española de Salamanca o Valladolid. Intenté
evaluar mis reacciones psicosomáticas a esa presión inesperada y sumamente
agradable. Como un Masserman cat o uno de mis amigos chimpancés del laboratorio,
me preguntaba dónde presionar a mi vez, para obtener la recompensa más apropiada.
De pronto, me dirigió la palabra. Me dio su teléfono y me pidió el mío en San
Francisco. Esa noche me llamó: —Soy Allison, la rodilla de esta mañana. ¿Quieres

106
venir a un Breakfast Party a las nueve de la mañana? Estaremos al aire libre con un
grupo de amigos que te gustarán. Inmediatamente dije que sí. Hice a la colega de las
divinas rodillas una pregunta que me ardía: —Tell me, please, are you Miss or Mrs.?
La repuesta fue digna de la conferencia del doctor Nathan W. Ackerman: I am in
between. En California había entonces mucha damas a medias, in between, entre el
estado civil de casada y separada o divorciada. Luego se ha visto prosperar eso
mismo en el resto del mundo.
Llegué a la nueve a su casa de campo en lo alto de una colina, en las afueras de la
ciudad. Me recibió radiante de belleza y simpatía, presentándome a sus amigos y
amigas. No pregunté si había más damas in between. De repente, un niño de año y
medio me saltó al cuello llamándome papá y cubriéndome de besos. Allison-Ojos
Verdes, sonriente, me presentó al pequeño Jimmy: —Estamos en trámite de divorcio.
El padre de mi hijo es de origen italiano y se parece mucho a ti. Jugar a gatas con el
niño fue mi perdición, porque no me soltó ni me dejó participar en la conversación de
tanta gente amable recostada en el césped.
La vista era espléndida sobre la bahía, el Golden Gate y la isla de Alcatraz. Quiso
saber Allison en qué ciudad de California pensaba establecerme. Me costó ser tan
directo: —Tengo billete de avión para mañana con destino a Montréal. Más adelante
estoy citado con los directores de varios centros de investigación y enseñanza de
nuestra especialidad en los centros de la costa Este de los Estados Unidos. Deberé
reanudar mi trabajo en España en el mes de noviembre.
Resplandecía de belleza la bahía de San Francisco, inolvidable. Relucía en la
mañana el mar, desafiando en hermosura de azules al limpio cielo californiano. La
mano de Allison apretó la mía:- I feel sorry. Deeply sorry, really. Yo sentía lo mismo
que ella, o algo muy parecido. Sujeté su mano, suave y dulce, con las dos mías: —Me
too, I feel sorry.
Debo interrumpir aquí los recuerdos de California. Los doctores Franz Alexander
y Judd Marmor, así como, de otra manera, Allison-Ojos Verdes, se han quedado para
siempre en mi memoria. Quisimos prolongar con Jimmy aquel Breakfast Party. Pero
era inevitable dejar San Francisco y emprender los preparativos del vuelo a Montréal.
Una vez más, mis destellos de felicidad en Estados Unidos eran eso, sólo destellos.

INTERMEDIO EN MONTRÉAL, MC GILL UNIVERSITY

En el avión, que me llevaba a Canadá sobre un mar de nubes, desistí de mirar a


través de la ventanilla y me dediqué a pensar en los investigadores de las funciones
cerebrales, especialidad de la Universidad Mc Gill. No podría encontrar al famoso
profesor Magoun, que a partir de 1960 dejó los laboratorios por la Historia de la
Medicina y la cátedra de Anatomía en Los Ángeles. Vería sin embargo a otros
estudiosos del sueño, lo cual compensaría mi frustración por no haber coincidido en
Chicago con William Dement y Nathaniel Kleitman, descubridores en 1957 de la fase
REM (RAPID EYES MOVEMENTS [Movimientos Oculares Rápidos]).

107
Menos mal que disfruté la compañía de los esposos Gibbs. Ellos me hablaron con
respeto del alemán Hans Berger, que hizo público su descubrimiento del
Electroencefalograma en 1929, año de mi nacimiento. Debió ser un psiquiatra
inquieto y torturado. Según él mismo contó, se dedicó al estudio del cerebro a raíz de
una experiencia sufrida a los diecinueve años durante la guerra. Cayó por un terraplén
con su unidad de artillería tirada por caballos y escapó con vida milagrosamente. Esa
noche recibió un telegrama de su padre interesándose por su salud; el padre lo envió
presionado por su hija, que había tenido la premonición de que su hermano Hans
corría gran peligro. Hans lo interpretó en 1940 en vísperas de su suicidio, como un
caso de telepatía espontánea. La hermana hizo de receptor de pensamientos que él
transmitía en aquellos momentos.
Berger estudió Medicina en la Universidad de Jena guiado por una actitud
psicofisiológica que le llevó a hacerse psiquiatra. La mente no podía ser
independiente de la materia ni de los procesos químicos del cerebro. Quiso medir la
temperatura del interior del cráneo con termómetros introducidos por agujeros de
trépano. Su primer ensayo de obtener el encefalograma humano no salió tan bien
como esperaba. Se le ofreció voluntario un estudiante que se había quedado calvo. En
aquella cabeza monda, tan seductora, puso electrodos y un galvanómetro. En los años
siguientes no dejaba pasar cráneos operados o defectuosos sin probar el posible
registro de actividad cerebral.
Hans Berger en 1924 ensayó sobre el cráneo intacto de su hijo Klaus, que fue su
colaborador entre los quince y los diecisiete años. Las ondas de Berger variaban
coincidiendo con problemas aritméticos que proponía resolver en esos momentos a su
hijo Klaus y a su hija de catorce años. Más tarde se le ocurrió conectar su aparato a
una mujer epiléptica, así como a recién nacidos y a niños de corta edad. Ensayó con
un perro moribundo y registró el correlato psicofisiológico de la agonía y el hecho
mismo de la muerte al aparecer el electroencefalograma plano. Cuando en 1934 el
doctor Adrian de Cambridge, Premio Nobel de Medicina, confirmó sus hallazgos era
ya tarde. La persecución nazi en Alemania le creó cada vez más problemas y
precipitó su suicidio en 1941.
Al lado de Berger y de los esposos Gibbs, o por encima, se halla la figura de
Penfield. ¿Podría conocer personalmente a Wilder Penfield en Montréal? Nacido en
Estados Unidos, quiso hacerse canadiense. Hijo de médico decidió que no quería
estudiar Medicina. Se graduó de Bachiller en Letras y fue entrenador profesional de
un equipo de fútbol-rubgy en Princeton. En 1914 viajó a Europa y comenzó a estudiar
Medicina en Oxford, siendo discípulo y amigo de Sir William Osler.
Volvía a Estados Unidos en 1916 cuando su barco fue torpedeado y él resultó
gravemente herido. Terminó su carrera de Medicina en la Universidad John Hopkins
en 1918. Es uno de los grandes exploradores de la corteza cerebral. Sé que amaba a
España y la había recorrido en bicicleta en su juventud. Era un admirador de Cajal, a
quien visitó en su casa de Madrid cuando ya viudo y sordo era una sombra, pero
sombra gloriosa. Desde 1928 el doctor Penfield figura como neurocirujano en Mc
Gill University y seis años después es director del Montréal Neurological Institute,
donde desarrolla sus más conocidos experimentos utilizando la Electrical Stimulation
of Brain (ESB) que ya empleó Lord Sherrington en chimpancés, gorilas y

108
orangutanes en los comienzos del siglo xx, y más tarde su discípulo el suizo Walter
Rudolf Hess en cientos de gatos, en los que produjo cambios de carácter. Los sufridos
felinos le proporcionaron el Premio Nobel en 1949. Penfield fue discípulo en
Inglaterra no sólo de Lord Sherrington sino del famoso Sir William Osler, internista,
cardiólogo experto en circulación cerebral y en influencias psicológicas sobre las
enfermedades del corazón. Dijo más de una vez: Mi vida está en las manos de
cualquier mequetrefe que me lleve la contraria. Y, consecuente con sus ideas, se
murió cuando un zascandil le contradijo.
En 1934, año de la inauguración de su Instituto Neurológico en Montreal, se hizo
Penfield ciudadano del Canadá, calificado entonces como el más grande canadiense
viviente. Pretendía curar pacientes que sufrían epilepsia focal mediante la extirpación
de las zonas epileptógenas. Se interesó progresivamente por la corteza cerebral
relacionada con el lenguaje y poco a poco se vio envuelto en la confección de un
nuevo mapa de las localizaciones cerebrales. Pudo precisar en los márgenes de la
Cisura de Rolando las funciones sensoriales y motoras. Con ayuda de un artista logró
el dibujo, hoy famoso, del homúnculo de Penfield, especie de horrible muñeco en que
los labios y las manos son enormes en proporción al resto del cuerpo, debido a la
sensibilidad que poseen esas partes. En el lóbulo temporal descubrió la posibilidad de
evocar recuerdos en la vida del paciente. Algunas personas bajo la influencia de los
electrodos creían oír músicas determinadas, conversaciones de familiares o cosas
divertidas. Las percepciones cesaban al interrumpir el estímulo y se reanudaban
cuando Penfield insistía en su exploración.
Un bache de aire mientras volábamos sobre un mar de nubes me devolvió a la
realidad presente. Tampoco encontraría en persona al doctor Penfield, que por las
fechas en que yo llegaba había dejado su puesto en Montreal en 1960 y estaba
escribiendo una novela sobre la vida de Hipócrates, tras haber escrito otra, No Other
Gods, en torno a la historia de Abraham y Sara.
Envié un mensaje telepático al filántropo James Mc Gill que dio su dinero para
poner en marcha tan famosa Universidad. Lamentablemente, fallecido hace tanto
tiempo, su electroencefalograma debía estar plano y no me ayudó a encontrar en lugar
alguno al doctor Penfield. Sin embargo, los ayudantes me iban a pedir muy pronto mi
cartera de mano para llenarla de artículos del sabio investigador. En esto intervendría
la mano mágica de Nancy J., la recepcionista de voz envolvente. Sucedería nada más
llegar a la hermosa capital del estado de Quebec, que durante algún tiempo fue capital
de Canadá. El primer regalo fue un trabajo histórico de Horace. W. Magoun:
Development of ideas relating the Mind with the Brain. En mi primera noche en
Montréal no apagué la luz de la mesilla hasta terminar el artículo de Magoun, que me
llevó desde la descripción de las tres almas de Platón a los espíritus animales. Del
alma, en latín ánima, viene la palabra animal. Los espíritus animales según Galeno
debían estar en el interior de los ventrículos cerebrales. Los filósofos de tiempos
antiguos llamaron a esa parte del cerebro el templo del espíritu, dividido en tres
cámaras, sucesivamente Vestibulum, Consistorium y Apotheca. El asunto de los tres
ventrículos y su relación con las funciones de la mente interesó a San Agustín. Los
filósofos quisieron compaginar todo ello con las teorías de las tres almas. La
Frenología, mitad ciencia, mitad fantasía, desplazó el interés desde los ventrículos a

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la corteza de los hemisferios cerebrales. Ahí es donde Penfield, me dijo Magoun, y
sus seguidores investigan en la actualidad la localización de las funciones superiores
del cerebro. Después me deseó un sueño reparador, con la fase de Movimientos
Oculares Rápidos y las demás fases sucediéndose en el momento correspondiente,
dejando en paz los ventrículos cerebrales y apagando poco a poco las luces de la
corteza cerebral, manteniendo sólo algunas neuronas de centinela con pantalla
protectora.
Pero yo no podía dormirme del todo. A Horacio Magoun le entusiasmó Darwin.
Las obras que más estimularon sus estudios sobre el desarrollo del cerebro fueron
Descent of Man and selection in relation to Sexy Expresion of Emotions in Man and
the Animals. Me hizo notar Magoun que la noción de supervivencia de los más aptos
la toma Darwin del filósofo Herbert Spencer en sus Principles of Psychology.
Spencer, cada vez mas cascarrabias según envejecía, se hizo hipocondríaco y dio en
cavilar sobre las amenazas de su propia circulación cerebral. En lo cual no andaba
lejos de Sir William Osler, tan temeroso del mequetrefe que acabaría con su vida. En
cualquier caso muchas ideas spencerianas coinciden con las de Thomas Laycock,
compañero de estudios del neurólogo J. Hughlings Jackson. La enfermedad es un
retroceso en sentido contrario al progreso que significa la evolución y propuso la ley
de disvolución o disociación de funciones en algunas enfermedades cerebrales; los
procesos mentales retrocederían a niveles infantiles. No está lejos el pensamiento de
Jackson, el de Freud y el de Pavlov.
Montréal, cocedero de buenas y fructíferas ideas, lanzó el concepto de Stress.
Según Hans Selye: Stress es la respuesta inespecífica del cuerpo a cualquier
exigencia. Selye en 1975 recomienda que cada uno encuentre su propio nivel de
stress y aprenda a vivir Stress without Distress, puesto que en las enfermedades de
adaptación hay que tener presente el lado positivo, Eustress y el negativo Distress.
¿Cómo multiplicar lo positivo? El Profesor Selye me diría que esa es la tarea de los
médicos y también de los educadores que no sean como Freud, Schopenhauer, Baroja
y yo mismo, pesimistas de vocación.
Después de la primera visita a la Universidad Mc Gill, volví a mi hotel de
Montréal para leer cuanto antes los artículos de Penfield que me regalaron sus
discípulos. Preguntándose por las funciones de la corteza cerebral, evoca una frase
del Libro de Job. ¿Dónde está el lugar de la comprensión, o en palabras del fisiólogo
Stanley Cobb: Where is the locus of mind? En lo que se refiere a la memoria parece
evidente el papel de la corteza cerebral, pero es preciso tener en cuenta los trabajos de
colegas como Magoun, Stoll, Ajmone- Marsan y Jasper, relacionados con el sistema
centroencefálico que Jackson llamó de nivel superior. A Penfield nada le parece
superior o inferior en este sistema. No existe the place of the understanding encerrada
en una célula o en un centro de la sustancia gris. Las funciones que llamamos
superiores dependen del perfecto funcionamiento de circuitos convergentes.
Penfield, en 1958, agradeciendo la concesión de una medalla de honor dirige a
sus oyentes sentidas palabras en las que recuerda sus primeros y últimos amores:
Neurología, Neuropatología, Neurocitología y, con la llegada de Herbert Jasper, la
Neurofisiología que había sido su primer y más querido amor. Renuncia, pues, a
grandes parcelas de su interés profesional y se reserva la pequeña porción del

110
tratamiento quirúrgico de la epilepsia, disponiéndose en la última etapa a escribir
novelas. Y termina su discurso de gratitud por la medalla, con palabras de Cajal en
Recuerdos de mi vida. Precisamente aquellas en que don Santiago, en vena poética,
menciona el jardín florido de la sustancia gris cerebral por donde revolotean las
mariposas del alma, clarificadoras tal vez del secreto de la vida mental.
Nancy J., de pelo castaño, gafas de montura gruesa y suave voz envolvente, me
puso en contacto con el Profesor de Psicología de Mc Gill University, Denis O. Hebb,
continuador de las ideas de Penfield y Presidente de la American Psychological
Association. De lenguaje sobrio, agudo para la crítica, preocupado por la exactitud, la
medición y el rigor metodológico; de los que lamentan que la psicología no se haya
integrado todavía en la gran corriente de la Biología:

Los neurólogos se quejan de que los psicólogos les complicamos los


problemas del cerebro y el lenguaje; el neurocirujano no comprende qué
objeciones hay para localizar la conciencia, la memoria o lo que sea en esta
o aquella parte del cerebro. Y los psicólogos, por su parte, suelen tener poca
información de los progresos en el campo de la neurología y, para
defenderse, pretenden que no son relevantes para su trabajo.¡Si no nos
comunicamos entre nosotros, no podremos hablar de trabajo en equipo!
Para el psicólogo será imposible resolver los problemas de la conducta
humana sin ayuda de la Bioquímica, la Genética, la Anatomía y la
Fisiología.

—Yes, Profesor. Me guardaré muy mucho de mencionar en este momento a la


Psiquiatría, tan innombrable en su despacho, porque ya está usted bastante
susceptible en relación con las ciencias que bordean su campo. Acabo de leer su
crítica al libro de tres autoridades de renombre universal: George A. Miller, Eugene
Galanter y Karl H. Pribram en Plans and structure of Behavior, aparecido en 1960.
En sus elogios, profesor Hebb, intercala dardos por cada omisión que descubre en el
libro de los tres sabios. Me temo, profesor, que sea la suya una ciencia demasiado
abstracta para la mente de un psiquiatra en cuya sala de espera los pacientes miran el
reloj repetidamente. Leeré despacio sus trabajos y, si me permite, iré a conocer el
departamento de Psiquiatría de esta Universidad.
Montréal en 1960 pasaba por ser la Meca de la Neurología y la Neurocirugía,
pero la Psiquiatría no permanecía detrás. En 1959 tuvo lugar una conferencia
internacional sobre Depression and Allied States. Se desplazaron desde Europa Pierre
Deniker, (coautor con Jean Delay de un trabajo sobre el nuevo tratamiento
farmacológico), Hans Hoff, W. Janzarik, P. Kielholz, Martin Roth y William Sargant,
entre otras personalidades. Los principales especialistas de Estados Unidos y Canadá
estaban presentes. Por primera vez un fármaco, cuyo nombre genérico es Imipramina,
comercializado como Tofranil, se había revelado verdaderamente eficaz en estados
depresivos. Fue un estímulo para distinguir los diversos tipos de depresiones, sus
causas o motivos y el pronóstico, que a partir de ahora iba a parecer más
esperanzador. El hallazgo de la Imipramina puso en marcha una larga serie de
estudios, que aun continúan, en busca de nuevos tratamientos antidepresivos.

111
El doctor Ewen Cameron, director del Allan Memorial Institute of Psychiatry de
Montréal, a quien conocí en Zürich en el I I Congreso Mundial, me entregó copias de
sus numerosas publicaciones. En la que dedica a la memoria de Karen Horney, alaba
la sencillez y claridad de esta psicoanalista y psicoterapeuta, llegada a Estados
Unidos en 1932, que no perdió un solo minuto en las redes de la metodología sino
que siempre dio prioridad a la comunicación de las experiencias vividas, propias y
ajenas. Gracias, profesor Cameron por este soplo de aire fresco. Ni a Karen Horney ni
a usted les asusta ser considerados terapeutas no del todo ortodoxos; lo importante es
el paciente, no el dogma ni el armazón teórico de nuestra ayuda.
De la mano de Miss Nancy J., Voz Envolvente, que abusa de una muletilla: Oh,
my Dear!, llego al despacho del doctor Eric D.Wittkower, experto en Medicina
Psicosomática, que me contagia su interés por la relación de la mente y la piel,
órgano de la expresión emocional: Su color, temperatura, turgencia y otras
características dicen sensaciones de temor, angustia, vergüenza, pudor y ternura.
¿Rascarse es un acto agresivo? Sirve para quitar de en medio manchas físicas o
morales, reales o imaginadas. Ante una noticia desagradable nos rascamos la cabeza
en vez de arañar al agresor. Por lo menos, así expresamos la frustración.
Es una maravilla oír al doctor Wittkower hablar del eczcema:

—Es frecuente en personalidades inseguras y necesitadas de afecto, que


adoptan actitudes demasiado sumisas y dóciles o se presentan como solas y
desamparadas. Me parece que por la puerta entreabierta curiosea Nancy.
Quería contarle el caso de una recién casada; tenía una erupción en el dedo
anular, en torno a su anillo de boda. Estaba expresando de ese modo su
infelicidad matrimonial. Cuando murió su madre tuvo otro eczema alrededor
del ombligo ¿Se puede pedir mayor expresividad?

El doctor Wittkower se levanta y cierra bien la puerta. Oigo los pasos acelerados
de Nancy que, en vano, quiso huir discretamente. Ahora me habla del prurito vulvar y
anal: —¿Qué opina usted? —Pues, no sé, la verdad, qué decir, doctor Wittkower.

—Pues, según nuestra experiencia en Canadá, las señoras felizmente


casadas no presentan este síntoma. Salvo que inconscientemente no les
gusten sus genitales, los consideren malos o peligrosos. De otro modo no les
harían daño mediante el rascado. Pueden tener sentimientos de culpa,
repugnancia del marido o rechazo de su propia feminidad. Me gustaría
curar tan molesto transtorno a las señoras mediante psicoterapia, pero la
verdad es que se soluciona con hormonas estrógenas, con lo cual me quedo
sin saber qué sucede con el conflicto subconsciente. Por otro lado, el prurito
anal ya sabe usted que se da en personas tercas, muy ordenadas y algo
pedantes. Suelen ser pasivos, afeminados y con mal genio, burócratas
rígidos o inquietos enredadores que quieren compensar sus tendencias
pasivas con una hiperactividad sin objeto. Algunos son paranoides con ideas
de persecución. Perdone, doctor Clermont, que compruebe si la puerta está
bien cerrada. De nuevo me ha parecido escuchar pasos sobre la moqueta.

112
Debemos sospechar, quería decir, de la gente que presume de limpieza y
exactitud. Los ejecutivos sienten picazón muy fuerte en algunas reuniones de
negocios, sobre todo cuando sus oponentes se muestran más enconados.
Dejando ya el tema del prurito anal, vea mi capitulo en el Handbook de
Arieti sobre Trastornos Respiratorios. Paso revista a la alergia, el asma, el
resfriado común, la psicología de los fumadores, las bronquitis y el mundo
interior de los tuberculosos. ¿Quiere un café? Luego le pondré en contacto
con el doctor Cleghorn que ha trabajado mucho sobre la relación entre la
glándulas de secreción interna y la psiquiatría. Ya sé que tiene usted una
cita con el doctor Henri H. Ellenberger, el psiquiatra humanista, que ahora
está escribiendo sobre los trastornos mentales en las distintas culturas; es
un gran capítulo, el de la Etnopsiquiatria, muy prometedor. Vuelva por aquí
doctor Clermont, me agradará seguir conversando con usted.

Salí complacido del largo rato que me dedicó con tanta amabilidad el doctor
Wittkower. Siguiendo sus indicaciones visité a los otros profesores, de cuyas
entrevistas guardo muy buen recuerdo y abundante información escrita.
Un fin de semana en Estados Unidos puede constituir una grave experiencia
depresiva si no lo tenemos programado con anticipación. No hay peor forma de
soledad. Pensaba que en Canadá me pasaría lo mismo, cuando me sacó de mis
cavilaciones la voz envolvente de Nancy J.: —Oh, my dear! ¿Le ha gustado hablar
con el doctor Wittkower? —Si Nancy, pero dígame por qué me dice a cada momento:
Oh my dear! —Es una costumbre, doctor Clermont. —Pues no me lo diga tan a
menudo, Nancy, por favor. —Oh my Dear! No sabía que le molestaba. Perdone, my
dear. —¿Nancy, puedo preguntarle si está muy atareada esta tarde? —Oh my dear,
la tengo libre! Se quitó las gafas de gruesa montura y se alisó el pelo. De su piel
emanaba un suave perfume que me produjo agradables sensaciones psicosomáticas,
como diría el doctor Wittkower.

113
Frederic y Erna Gibbs, neurólogos especializados en Epilepsia y E. E. G.; foto del
autor

114
Portada de un libro que acredita el interés de un neurólogo por la Psiquiatría

El doctor Hans Berger, descubridor del electro-encefalograma

A las seis de la tarde nos encontramos en la terraza de un céntrico hotel, junto a


una hermosa plaza. Me agradó la presencia de una orquesta. Nancy J. prescindía de

115
las gafas para bailar música lenta y se las ponía cuando los ritmos se disparaban. No
usé el enfoque experimental ni el cognitivo para entender aquello; más bien me
abandoné a los encantos de la atención flotante, como hacen algunos psicoanalistas
antes de dormirse mientras sigue hablando su paciente. La voz de Nancy J. me
pareció más y más envolvente. Su compañía era gratísima; durante la cena se mostró
exquisita, delicada, muy femenina. Propuso que después de cenar fuéramos a su casa
para conocer a sus padres.
Vivían en el lado norte, en una zona residencial llena de arbolado. La madre,
muy joven, era otra Nancy de voz envolvente. El padre me acogió con amabilidad: —
Ya nos ha dicho nuestra hija por teléfono que venía con un doctor europeo. ¿Cómo
sabía usted que nuestro apellido es de origen francés? Si que lo es. Pero verá,
doctor, investigué el árbol genealógico y descubrí que mi tatarabuelo fue un famoso
ladrón en Francia. No quise seguir explorando. ¿Creen los psiquiatras que se
hereda? Ni mi mujer ni Nancy son cleptómanas, si eso le puede ayudar en sus
estudios. Nos perdonará, pero mi esposa y yo nos retiramos muy pronto a descansar.
Quédense ustedes en el jardín todo el tiempo que quieran, que son jóvenes y tendrán
mucho que hablar. Será una noche preciosa con la luna llena. Buenas noches, doctor
Clermont.
En 1960 no hubiera sido fácil tener en Madrid una conversación así con el padre
de una joven acabada de conocer. No se habrían ido a dormir dejándonos solos, ni yo
habría oído lo del antepasado ladrón. El jardín estaba lleno de rosas de penetrante
aroma. El prado limitaba allá lejos con arbustos que relucían bajo la luna. Nancy se
desperezó de una manera muy elegante (era la primera persona a quien yo veía hacer
eso, con elegancia gatuna, quiero decir). Le hablé de mi etapa en el laboratorio del
profesor Masserman. —Oh, my dear, he oído hablar mucho de los Masserman cats.
¿Te parezco una gatita digna de tu confianza? ¿Eres un buen gato Masserman,
amable y cortés? Le di las gracias por su compañía y por la hospitalidad de los
padres. Dije que procuraría ser un minino caballeroso y no un gatazo de los que
arañan. Tras un silencio prolongado, durante el cual nuestros sentimientos parecían ir
paralelos, susurró: Soy una buena chica. No pases del petting. Y cerró los ojos.
Observé, con pena, el predominio de su herencia anglosajona sobre la francesa.
¿Sería la influencia del Profesor Hebb, preocupado por el pensamiento matemático y
el control, la cuantificación de lo que sólo debería ser cualitativo? La belleza de la
noche primaveral, el hechizo del plenilunio con aroma de rosas, la nuca sonrosada y
suave, todo quedó en segundo plano. Parecía llegada la hora de las estadísticas
aplicadas. En Norteamérica existe un código para el petting, forma inocentona de
cortejo a las chicas. Una rígida frontera teórica lo separa de la etapa siguiente, el
heavy petting, más osado, que requiere cooperación entusiasta de la pareja. Esta
segunda parte no sé si tiene límites seguros según va progresando. Me parece que
después, si no se interrumpe de manera traumática, viene el asalto cosaco, cuando no
se trata de tomar el navío al abordaje. En mi caso, comprometido de palabra para una
conducta de gato massermaniano civilizado, pensé que hubiera sido más hermoso en
vez de los grados del petting anglosajón, hablar de estrados de amor, como en los
libros de mi admirado Gabriel Miró.
La piel de Nancy expresaba tanta ternura y se tornaba tan cálida por momentos, y

116
por lugares, que era difícil recordar los confines prefijados. ¿Dónde situar la línea
divisoria? Recordé que André Maurois dijo: Las mujeres entregan su cuerpo como
los hombres el alma, esto es, por etapas sucesivas y por zonas muy bien delimitadas.
A la indudable armonía de su espíritu canadiense correspondía un deleitoso cuerpo
lleno de salud, no menos armónico, perfecto en las proporciones, insuperable en la
turgencia, digno de admiración por su olor y sabor. De manera especial, oh my dear,
primoroso en su tacto. Una y otra vez repasábamos en cariñosa reciprocidad nuestra
piel, dócil a la presión. Podíamos comprobar científicamente, gracias a los receptores
sensoriales cutáneos tan bien estudiados por el doctor Wittkower, la correlatividad de
tanto afecto. Su voz cambió ligeramente de tono al preguntarme: — ¿Te gusta la
música, my dear? Espera un momento, por favor, my dear.
Me sentí repentinamente solo; no recuerdo en qué estrado de amor, pero desde
luego no en el más bajo. Pensé que Nancy J. vendría con discos de Chopin, Schuman,
Liszt y quizá el Claro de luna de Debussy. No tardó en volver, pero traía consigo un
horrible instrumento, un trompetón enorme, que resultó ser clarinete, pero
ensordecedor: —Yo tocaba esto en la banda de mi High School. Sin darme tiempo a
reaccionar, se quitó las gafas. Sus mejillas, tan sabrosas y apetecibles, se
transformaron. Congestionado su rostro, hasta ese momento divino, hinchó con
fuerza los carrillos y comenzó a soplar: ¡Turututú, tururú, tururú! ¡Tu-tú, tú, turú —
turutú!
Dejaron de oler las rosas, la luna se ocultó entre nubes. Dije adiós a la
fascinación. ¿Sufría una vez más a causa de la tremenda compulsión de repetición
descrita por Freud? ¿Sería mi destino que sólo conociera en tierras americanas
destellos, puros y brevísimos destellos, de felicidad?
Al día siguiente, en el avión que me llevaba hacia Boston repasé el schedule de
visitas a la Universidad de Harvard. El doctor Leo Alexander había previsto un fin de
semana en Cape Cod, lugar de moda para el veraneo.

BOSTON; HARTFORD; NEW HAVEN; NUEVA YORK; BALTIMORE; LEXINGTON

Boston me pareció una ciudad para vivir. Se llama así en recuerdo de otro Boston
inglés en Lincolnshire, que antes se llamó Botolph Town en honor a San Botolfo.
Contando estas cosas a los bostonianos, fui entrando en su mundo. Mi principal
obstáculo era la gran estatua de Eric el Rojo, un wikingo que habría descubierto
América mucho antes que Colón, según sus partidarios.
La tradición democrática, el respeto a la libertad y el amor a la cultura no impidió
que creyeran en brujas y las quemaran cuando les pareció indicado, el año 1621. En
1960 andaba por allí Skinner, a quien encontré por error, buscando a otra clase de
psicólogos, los psicodinámicos. Fui a Harvard tras las huellas de Henry A. Murrary,
el del Test de Apercepción Temática. Me pareció que a Murray, rodeado de tanto
intelectual, de oradores prestigiosos, de sabios de múltiples disciplinas en el edificio
donde tenía su despacho, lo estaban echando a perder entre todos. Era otro Murray,
obligado a mostrarse ingenioso en cada speech, discurseando como un personaje.

117
Tuve delante la imagen de un triunfador, pero demasiado parecido al niño pensativo
que mira el violín en el comienzo de su TAT. Un niño frustrado que quisiera ser
adolescente rebelde, si los muros de piedra y de convencionalismos con que se ha
construido la Universidad de Harvard se lo permitieran. El prejuicio de no tener
prejuicios es más difícil de combatir que los demás prejuicios. El niño Murray se
halla a las puertas de lo que él mismo llama la jubilación de su cerebro, the retirement
of his brain. Ha envejecido entre sabios satisfechos de vivir en una torre de marfil. Le
queda el consuelo de perderse en fantasías de fusión con el universo, de ser
ciudadano del mundo y considerase paisano, countrymen de la Humanidad, como
reza el pie de la estatua de William Lloyd Garrison, junto al olmo que le da sombra
en mitad de Commonwealth Avenue: My country is the world. Ese es el problema de
los científicos de Harvard y del Massachusetts Institute of Technology. ¿Son de veras
ciudadanos del mundo? ¿No se consideran más bien la élite de la intelectualidad, la
suprema expresión de la civilización y del saber?
Murray, como Allport, figura entre los grandes teóricos de la Psicología de la
Personalidad (insondable asunto que, convertido en asignatura, tuve que explicar en
una universidad madrileña).
Frente a su puerta estaban los laboratorios del profesor Skinner, número uno en el
campo del aprendizaje con ratas blancas de laboratorio. Se doctoró en Psicología por
la universidad de Harvard en 1931. ¿Quién sabría en este mundo más que él de
reflejos condicionados y de las técnicas de modificación de conducta basadas en el
refuerzo? Pues, según el dibujante de una revista, sabían más las ratas. Se ve a un
roedor decirle a otro: Mira que simpático, tocamos este pedal y en seguida viene
Skinner muy contento, no falla.
Le agradaba recordar sus tiempos de saxo en una banda de jazz y la época
bohemia, cuando sólo pensaba en ser escritor. Le gustó contarme que su abuelo inglés
vino en busca de fortuna a Estados Unidos y no la había encontrado todavía cuando le
llegó la muerte a los noventa años. La abuela, granjera analfabeta, se daba mucha
importancia. El padre, abogado, vivió sometido a las ambiciones de su madre, que
cantaba con buena voz las mismas canciones de siempre, tanto en bodas como en
funerales.
Aplicó las técnicas del refuerzo, y otros aspectos estudiados en las ratas, al
comportamiento de los estudiantes en clase. Tan exacto y metódico investigador, no
pudo evitar la tentación de escribir libros ambiciosos y polémicos, como la novela
Walden Dos, la obra Ciencia y Conducta Humana y su inquietante Más allá de la
Libertad y la Dignidad. Era un hombre afable que, en vez de enfadarse, comprendió
mis preferencias por la psicología dinámica y el psicoanálisis: —Soy un psicólogo que
de psiquiatría sabe poco. Las horas que yo haya pasado en presencia de psicóticos
son casi nada en comparación con el tiempo que ustedes les dedican; lo mismo
sucede con mis lecturas sobre las psicosis. Llevo muchos años investigando la
conducta en diversos organismos. La mayor parte de mis sujetos de laboratorio son
ratas y palomas, aquí las ve usted. A mi me parece, hasta donde yo puedo saber, que
están sanas.
La distendida conversación de Boston contrastaba con actitudes que pude ver en
docentes de Psicología en otros países. Me invitó a coca cola y café, que no es gran

118
cosa, pero volví a pensar que estaba en Estados Unidos y que nunca me hubiese
invitado a nada un sabio europeo.
Harvard era en 1960 el feudo de Gordon W. Allport, máximo pontífice de otra
gran asignatura: Psicología Social. El análisis de los prejuicios fue uno de sus
caballos de batalla. En Religion and Prejudice (1959) recuerda que en Inglaterra,
durante la mayor parte del siglo XVIII, se castigaba con cadena perpetua el delito de
decir misa católica romana. La Corte General de Massachusetts decretó en 1647 que
ningún jesuita ni eclesiástico ordenado por el Papa de Roma pudiese entrar en este
territorio; los sospechosos irían a la cárcel antes de ser expulsados del país. En el
siglo XIX florecieron en el estado de Massachusetts periódicos anticatólicos,
antinegros y antisemitas, acusando a estas minorías de inmoralidad y libertinaje
sexual, hasta el punto de quemar un convento de ursulinas el 11 de agosto de 1834.
En 1954, posibles descendientes de los que quemaron el convento eran
entusiastas de los tratamientos quirúrgicos del cerebro, lobotomía y leucotomía, en el
Boston Psychopathic Hospital y en el departamento de psiquiatría de la Harvard
Medical School. Un estudio publicado en The Medical Clinics of Northamérica en
1954 por dos profesores de Harvard, recomienda la cirugía del lóbulo frontal del
cerebro para los enfermos mentales crónicos de mal pronóstico y para los casos de
dolor intratable: La Psicocirugía ha aumentado considerablemente la esperanza de
que las relaciones entre el cerebro, la inteligencia y la personalidad puedan ser una
ciencia exacta. Más de uno desconfiaría, seis años más tarde, de tanta seguridad.
En un calle muy céntrica de Boston tenía su consulta privada el doctor Leo
Alexander, hombre muy dedicado a su clientela y a la vida social. Era director de la
Neurobiological Unit, en la división de investigaciones psiquiátricas del Boston State
Hospital y tenía actividades docentes en Tufts College Medical School. En la práctica
privada le vi aplicar estimulación eléctrica cerebral no convulsiva con electrodos en
región témporo — parietal. Creía de este modo aliviar estados de ansiedad y
depresión, sin los efectos colaterales del electrochoque. Me asaltó la idea de que la
fuerte personalidad del terapeuta jugase un papel importante.
La amistad con Leo Alexander, iniciada en Barcelona, hizo que me invitase a
pasar el fin de semana con su familia en Cape Cod. Las horas en esa playa
constituyen un recuerdo grato, pero al mismo tiempo confirmaron mi vocación
europea. Me convenció Leo para navegar con él sobre una especie de patín para dos
personas, parecido a los que se usan en el surf, con una pequeña vela sujeta a un
mástil. Frágil, como nuestra estabilidad en el océano. Él se reveló como un experto
marino y yo como un pésimo copiloto. En cuanto tuve oportunidad expliqué que
sentía el deseo de nadar largo rato; le dije que era una need, con base instintiva, como
las que me habían explicado en el equipo de Murray. Nadé y me alejé mar adentro,
más de lo que en mí era corriente en las playas mediterráneas.
Unos montes de espuma próximos me hicieron pensar que se acercaban tres
delfines, pero resultaron ser jóvenes nadadoras eufóricas. Me gastaron bromas
simpáticas y al contestarles torcieron el gesto: You are not American! No parecía
comentario, sino censura. De nada sirvió que les dijera que acababa de llegar de
Europa en ese momento, alternado la natación a crowl, con la braza y el doble over.
El profesor Gordon Allport, experto en prejuicios, me hubiera sido de gran ayuda, en

119
caso de no tener él mismo prejuicios contra el mar. Tuve, en tierra firme, una
experiencia del mismo signo, años más tarde, en los lavabos del aeropuerto de
Boston. Al pretender secarme las manos debajo de unos tubos relucientes, no
encontré donde apretar. Pregunté a un señor muy alto, corpulento como un alce, y se
limitó a mirarme por encima del hombro, con aire de orgullo y censura: Oh, man, you
are in América! Yo ignoraba que el aire caliente salía con sólo presentar las manos
debajo. Hoy día los tenemos hasta en los más insignificantes pueblos de España, pero
entonces no. En la misma línea se inscribe, así lo escuché a un psiquiatra made in
USA, la medición del grado de felicidad humana, basándonos en el número de
electrodomésticos asequibles a la población general.
En Cape Cod almorzamos en chalets funcionales, todos de madera clara, y
pasamos la tarde con distintos juegos de azar, paseo, merienda, baile (con señoras que
podrían ser mis abuelas) y cena. No había gente joven; todos los matrimonios o lo
que fueran, tenían, como Leo Alexander, entre cincuenta y sesenta años, lo cual,
desde mi punto de vista en 1960, era la edad de Matusalén. En mi opinión se aburrían
todos ellos. No encontré a las tres nadadoras. Me presentó Leo a un joven bajito y
muy delgado, casi adolescente, diciéndo que sería mi piloto en el vuelo de regreso a
Boston. No tenía combinación de autobús. Alexander, con mirada teatral de
hipnotizador, aseguró que la bahía se cruzaba en un instante por aire y era preferible.
No lo veía yo de esa manera, porque la tarde amenazaba tormenta. Mi colega se
esforzó en disipar la, digamos, preocupación, a sus ojos excesiva. Hubiese necesitado
electroterapia no convulsiva para lograr algo.
Mi aprensión aumentó al ver la minúscula avioneta pasada por agua y saber que
era yo el único pasajero. El motor, muy semejante al de mi moto Lambretta, y no
mayor, me inspiró tan poca confianza como el piloto adolescente. Subí a uno de los
cuatro asientos libres y en cuanto el efebo dio varias vueltas a la hélice, Leo
Alexander levantó su brazo con la pretensión de animarme: Happy landing!, Happy
landing! Eso quería yo, tener feliz aterrizaje, pero antes hacía falta despegar del
suelo. Después de varios saltos y golpes secos, nos elevamos y comenzó a llover,
luego vinieron los truenos en la oscuridad, iluminada sólo por relámpagos y rayos.
Por los huecos de las ventanillas entraba la lluvia. Temblaba la avioneta y se
balanceaba llevada por el fuerte viento. El mini-piloto mascaba chicle impasible. Al
acercarnos al aeropuerto de Boston nos deslumbraron los reflectores y nos aturdía el
paso de los grandes aviones de pasajeros rumbo a Canadá o Europa. No creí posible
que nos vieran ni que supieran en la torre de control que estábamos por allí. Fue mi
noche más oscura en Estados Unidos y una de las más oscuras de toda mi vida. No sé
cómo nos posamos en tierra. Sólo recuerdo que di las gracias al piloto por realizar, en
efecto, un happy landing. Al día siguiente fue más plácido el viaje en tren hasta
Hartford, donde tenía varias citas con reputados especialistas.
La primera visita en la agradable capital de Conectticut, con abundantes parques
y jardines, fue al Institute of Living. Me pareció un curioso nombre para un centro de
investigación y de tratamientos. En Madrid me recomendó Juan Antonio Vallejo
Nágera esta institución, donde habían elaborado Rating Scales para evaluar cambios
en esquizofrénicos. Los doctores Marvin Reznikoff y William W. Zeller, que
trabajaban en ello, me facilitaron abundante información. Es una útil herramienta

120
para uso de psiquiatras, psicólogos clínicos y supervisoras de enfermeras. Consiste en
dos escalas complementarias, graduadas para conocer el estado mental de los
esquizofrénicos desde todos los puntos de vista, siguiendo en parte ideas de M. Lorr,
máxima autoridad en este tipo de investigaciones.
Respiré un aire distinto gracias al director del Institute of Living, doctor Francis
Braceland, bien conocido por sus estancias en Europa y en los congresos
internacionales, amigo del profesor López-Ibor. Me habló de los problemas mentales
en los ejecutivos como él:

—El ataque cardíaco es el enemigo del trabajador profesional, del


médico que viaja y tiene prisa, del científico tenso por el afán de precisión,
del hombre de negocios sobrecargado. El stress y la muerte precoz por
afección coronaria se da sobre todo en hombres que quieren ser los
primeros en su profesión. No me extraña que por debajo de su ambición y su
horario laboral que ellos prolongan indefinidamente haya quizá una
depresión latente que pretenden ocultar. Impulsos tan primitivos y
vehementes pueden acarrear sentimientos de culpa y la consiguiente
necesidad de expiación.
Los cardiópatas ejecutivos tienen hábitos irregulares con respecto a las
comidas; abusan del tabaco y del café en pos de sus tendencias
autodestructivas. El insomnio es la regla. Pero el médico antes de hacerles
abandonar sus malos hábitos debe preocuparse por comprender, junto al
paciente, los motivos. Si abandonan esos malos hábitos de golpe pueden
empeorar o comenzar con otros trastornos peores. ¿Cómo hacerles cambiar
de estilo de vida? El orgullo es para ellos un elixir divino y el afán de
perfección se convierte en un veneno. Los primeros avisos de una
enfermedad del corazón deberían alertar al psiquiatra para actuar
preventivamente. Con la úlcera gástrica, otro tanto. En este caso, la
ambición les sirve para ocultar necesidades de dependencia; aparentemente
rechazan ayuda y se muestran demasiado asertivos. Sin embargo, tienen en
común con los cardiópatas la manía de cargar con demasiadas
responsabilidades y de llegar a lo más alto en su carrera. ¿Cómo hacerles
comprender que la salud es una meta prioritaria? Yo reconozco que debería
ir menos a Europa. Usted es joven, pero está viajado demasiado por este
país. Evite los banquetes, adopte un buen horario de comidas y fume lo
menos posible.

Le expresé mi gratitud, sin osar aconsejarle otro ritmo de vida, menos ajetreado.
Por mi parte, de banquetes nada. De tabaco, sólo el purito King Edward del domingo.
Como habíamos almorzado a toda prisa, aunque era malo para el doctor Braceland,
en la cafetería del Instituto, decidí pasear despacio por las avenidas y parques de
Hartford. No entré en los laboratorios de los doctores Lawrence Weiskrantz y
William A. Wilson Jr., donde los macacos, rhesus monkeys, eran operados para
compararlos con otros sin operar, tratados todos ellos con reserpina para ver qué

121
pasaba. Me dijeron que estaban furiosos, sin parar de chillar, sin dejarse tocar por los
humanos, habiendo atacado en bastantes casos. ¡Otra vez el Frankestein Approach!
En los bancos públicos de los hermosos parques de Hartford pasé varias horas
leyendo artículos de investigación que me habían dado por la mañana.
La próxima escala fue New Haven, en el sudoeste del mismo estado de
Connecticut. La ciudad, en la primitiva denominacion de los indios, fue Quinniopiac,
(región de amplias aguas), pero los ingleses la rebautizaron para recordar la ciudad
portuaria de Newhaven en Inglaterra. Durante algún tiempo fue co-capital con
Hartford. En New Haven mejoró su revólver Samuel Colt, dato que ignoran muchos
cinéfilos amantes de los western. Además de fabricar armas de fuego, la ciudad se
hizo famosa por la Universidad de Yale, que data de 1770. Mi primer saludo fue para
José María Rodríguez Delgado, en el departamento de Neurofisiología. Lucía en su
despacho un enorme cartel de la casa Ortega, de Valencia, obra del primero de los
cartelistas taurinos, Carlos Ruano Llopis, representando a Manolete, de celeste y oro,
dando un pase natural.
El doctor Rodríguez Delgado, figura universal, conocido por sus hallazgos
mediante la estimulación del cerebro en gatos y monos, ha estudiado emociones y
sentimientos evocados. En monos consigue inhibir respuestas agresivas y de interés
en la comida, entre otras. En pacientes humanos conscientes, Rodríguez Delgado
evoca manifestaciones subjetivas y objetivas de afecto, placer y temor, demostrando
que tales aspectos de la emoción se pueden inducir artificialmente gracias a la
estimulación de estructuras cerebrales específicas. Mientras dura el experimento el
paciente mantiene la conversación con el experimentador. Se registran las palabras
sincronizadas con la actividad eléctrica cerebral. Particularmente interesantes parecen
las respuestas amistosas, friendly remarks, y los sentimientos de estar muy a gusto,
con agradables sensaciones en el cuerpo según las zonas del lóbulo temporal
exploradas. Rodríguez Delgado esperaba en 1960 no sólo modificar conductas y
emociones en animales y seres humanos, sino encontrar beneficios diagnósticos y
terapéuticos. No sabíamos entonces que íbamos a ser vecinos de capítulo en un
volumen de la enciclopedia taurina de Cossío, después de que aplicara electrodos a
los toros bravos en Córdoba.
El otro gran encuentro fue con Lawrence S. Kubie, profesor de Psiquiatría
Clínica en Yale. Más ortodoxo que Franz Alexander, era otro de los grandes y
primerísimos psicoanalistas-psiquiatras que iba a conocer en Estados Unidos. De
porte y modales distinguidos, con voz pausada y agradable, muy cortés. No se
permitía chistes como Skinner; no lo podía imaginar tocando el saxo en una banda de
jazz ni, como Penfield, haciendo de entrenador profesional de rugby o fútbol. Este
verdadero intelectual había pisado los laboratorios y los quirófanos como observador;
tenía un conocimiento de primera mano, y no digamos bibliográfico, de los avances
en neurología, de los descubrimientos de los psicólogos animalistas y de cuanto
tuviera que ver con la conducta, sobre todo la conducta humana. Su nombre me
resultaba familiar gracias a las clases del profesor López-Ibor en Madrid, que lo
citaba a menudo con motivo de sus investigaciones psicosomáticas.
Invitado por el profesor Penfield, se adentra con su amigo neurocirujano en los
mecanismos de la memoria y en las bases neurofisiológicas de la personalidad. Con

122
los dos pies en el suelo de los hechos, Kubie comprende mejor que nadie las
limitaciones que la organización del cerebro pone a cualquier forma de psicoterapia.
Se apoya en hallazgos de la neuro- y psicocirugía del córtex cerebral y de zonas
subcorticales para suponer su aportación a lo que venimos llamando sistema
consciente, pre-consciente e inconsciente basados en las primeras formulaciones de
Freud, especialmente en su Proyecto de una Psicología para Neurólogos.
Kubie, en un quirófano de Montreal, introdujo entre las sábanas de los pacientes
un aparato para grabar las conversaciones de Penfield mientras el cirujano estimulaba
una u otra zona del cerebro: —Todo lo que sabemos sobre los mecanismos de la
memoria y de los procesos neuróticos, es decir, sus orígenes, terapia y prevención,
tiene que ver con los recuerdos olvidados, precisamente aquellos que logra evocar
con un electrodo el doctor Penfield en pacientes con epilepsía psicomotora.
Intriga a Kubie la especifidad de los procesos psicosomáticos. En este campo sus
pies le llevaban al terreno de la medicina interna y de la enfermedad humana en
general. Los intereses científicos del doctor Kubie se extienden a todos los campos de
la psiquiatría y psicoterapia. Incluso en la relación que parece más privada, la del tête
a tête paciente-analista. Junto a los dos seres corporales hay un cierto número de
sombras ectoplásmicas, dice con humor, cada una de las cuales actúa desde su propia
penumbra. Deberíamos tener esto presente al evaluar los porcentajes respectivos de
resultados en las terapias individuales y de grupo. Hay que reconsiderar la curiosa
paradoja de aquellos pacientes que se sienten mejor francamente sin que se haya
producido, en el fondo, cambio alguno. Verse libres de síntomas, cooperativos y
ayudando a otros, no significa que se haya superado la neurosis en cada caso.
El 27 de julio de 1960, la extravertida secretaria Harriette Borsuch, me invitó a
visitar las consultas del doctor Theodore Lidz, profesor y psiquiatra en jefe en la Yale
School of Medicine, 333 Cedar Street. En ausencia del famoso profesor, su equipo me
atendería; Harriette lo subrayó con una sonrisa de oreja a oreja made in Cedar Street.
Allí se realizaban investigaciones sobre la familia y el entorno de los esquizofrénicos.
Tanto habían escrito los psicoanalistas sobre madres esquizofrenógenas, que el doctor
Lidz se creyó obligado en 1957 a presentar una publicación que se titula
simplemente:The Father. Sin llegar a describir un padre esquizofrenógeno, señala el
profesor que suelen ser inseguros en su masculinidad, necesitados de admiración y
estima; buena parte son paranoides o dados a comportamientos irracionales,
escasamente atentos a los sentimientos y necesidades de los demás. Debido a su
propia inseguridad como maridos y como padres, comienzan desde los primeros
meses de la vida a perturbar al hijo; impiden una identificación masculina al varón
tanto como interfieren con la identidad de la niña. Padre y madre, envueltos en sus
propios problemas, raramente cumplen su papel en la familia. Al despedirme de la
sonriente secretaria le di las gracias pensando que el profesor había equilibrado las
observaciones de unos y otros, poniendo al padre y a la madre de vuelta y media.
Menos mal que Theodore Lidz nos ha dejado un libro claro, sereno, sobre la familia
normal. Lo encontré en una librería madrileña, traducido al castellano: La Persona;
su desarrollo a través del ciclo vital.
Una mañana, mientras preparaba mi equipaje se me acercaron dos técnicas del
departamento de encefalografía, dos american girls como las que describió Julio

123
Camba en los años 20 ó 30. Idéntico aire de jugadoras de tenis o nadadoras. De
proporciones perfectas, bellas sin duda, sanas, sin vestigio alguno de neurosis o
alteraciones psicosomáticas, ni asomo de coquetería. —Sabemos que va usted a
Nueva York. Si quiere, le podemos llevar dentro de un rato. Era un coche descubierto,
deportivo, de los que usaban las grandes actrices de Hollywood. Las dos lozanas
muchachas, seguras de sí mismas dentro de sus jerseys blancos de manga corta, me
indicaron el asiento de atrás, donde me senté con mis maletas. Ellas se pusieron
delante, con el pelo anudado por un pañuelo; los hombros y brazos, perfectos, al aire.
No volvieron la cabeza durante el trayecto. Me dejaban plena libertad de fantasear lo
que quisiera, pero sin hacerme el menor caso. De ese modo, en una hermosa mañana
de primavera me vi por las autopistas adelantando con firmeza y orgullo a otros
conductores. Llegué a Nueva York sin haber cambiado más que las palabras mínimas
de saludo y despedida con aquellas dos arquetípicas american girls, nietas de las
amigas de Julio Camba.

124
125
Franz Alexander, primer médico psicoanalista que fue catedrático de Psiquiatría en
Estados Unidos. Discípulo directo y amigo personal de Freud

Me alojé en Lexington Street. El metro de Nueva York, con sus olores y ruidos
característicos, permite recorrer en poco tiempo los principales centros de
investigación y tratamiento en Psiquiatría. Comenzando por el lado norte de
Manhattan se halla el New York Medical College, en la Quinta Avenida junto al
Flower Hospital. El Doctor Leopold Bellak fue uno de los primeros contactos. Le
agradaba el uso del Test de Apercepción Temática en psicoterapia y ese fue nuestro
principal tema de conversación. Más que los factores hereditarios o bioquímicos, le
parecen determinantes los avatares de la relación madre-niño en la primera infancia
para el desarrollo de la patología.
En Cornell University encontré el grupo de Stewart Wolf, Harold G. Wolf y
colaboradores, verdaderos clásicos en medicina psicosomática, interesados en
estudios sobre la mucosa nasal y la mucosa gástrica, sin dejar su amplia visión de las
relaciones entre la psiquiatría y la medicina interna. Oírles hablar de situaciones
vitales, pautas de conducta y secreción renal de fluidos y electrolitos era otra forma
de plantear el problema Cuerpo-Alma, muy distinta de la de mi profesor de Filosofía
en el Instituto, pero esta vez me parecía que se pisaba un terreno biológicamente más
concreto.
En la Universidad de Columbia y New York Psychiatric Institute, el profesor
Lawrence C. Kolb enseñaba psiquiatría y psicoanálisis a los alumnos residentes que
querían ser psiquiatras, así como a estudiantes cuya vocación se encamina hacia otras
especialidades. La familiaridad con la psicología dinámica facilita la relación
terapéutica y pone límites a las esperanzas excesivas en torno a los medicamentos
recién descubiertos. El Dr. Kolb se refería al entusiasmo colectivo desencadenado por
los primeros tranquilizantes tipo Meprobamato (Miltown, Ecuanil) en 1960. Lo
mismo podría decirse de los que han surgido en el mercado farmacéutico en las
décadas siguientes.
Lawrence S. Kolb pertenece a la variedad de los psicoterapeutas sensatos. Al
recordar las metas del psicoanálisis de Freud, que va mucho más allá del alivio de los
síntomas, puesto que debe cambiar la personalidad para que al fin de la cura no sólo
se halle libre de síntomas sino que sea capaz de enfrentarse a todo tipo de stress,
interior o exterior, haciéndose más maduro y capaz de educar hacia la madurez a sus
hijos, añade: No es necesario decir que esta feliz culminación se logra muy
raramente.
En el Bellevue Hospital conocí al Dr. Joseph Wortis, autor de un famoso libro
sobre la psiquiatría soviética y también de artículos críticos, como How progressive is
psychoanalysis?, centrados en el papel de los factores socio-económicos. Después de
un frugal almuerzo me llevó en su coche a ver los slums o barrios y calles más
pobres, no sólo en el Bronx y Brooklyn, llenas de drogadictos y desocupados
tumbados en el suelo la mayor parte del día:

—Esto no se lo enseñarán mis compañeros, pero existe. En otro


momento le hablaré de mi psicoanálisis con Freud en Viena en 1934;

126
conseguí que me atendiera gracias a unas cartas de introducción de Adolf
Meyer y de Havelock Ellis. Le daré algo que escribí sobre Ellis, con quien
tuve gran amistad. Era un hombre extraordinario. Usted creerá que vivió
preocupado por la sexualidad. No es así; preocupado no es la palabra, sería
más justo decir que pasó la vida obsesionado con ese asunto. Era un buen
viajero. Usted conocerá sin duda su libro sobre El Alma de España. Veo por
su expresión que está deseando que hablemos solamente de mi análisis con
Freud. Yo le hablaba de mi juventud mientras él hacía números calculando
el dinero en dólares que iba a ganar con mi tratamiento. No tema, lo conté
todo en un libro que se va a traducir al español: «Mi análisis con Freud».

Resulta difícil extraer entre mis recuerdos los más significativos del verano
neoyorquino de 1960, que se tornaba por momentos más caluroso y agobiante. Supe
de nuevo lo que era la soledad en las grandes ciudades de Estados Unidos. Por suerte,
había encuentros gozosos en las horas libres. El Institute of International Education
me pidió que atendiera a un joven psiquiatra argentino recién llegado. Dimos un
paseo por la Avenida de las Américas, a la caída de la tarde. Se encendían las
primeras luces y el paisaje urbano relucía pleno de vistosidad y encanto, si uno es
capaz de verlo así. Descendiendo por Broadway y la Avenida de las Américas en una
inolvidable puesta de sol, llegamos hasta Washington Square. Se sentía en el pálpito
de Nueva York una intensidad de vida desusada en Europa. Quise decir a mi colega
sudamericano que me parecía estar viviendo el pulso de la Historia, en su presente y
en su futuro, porque el pretérito, no menos glorioso, lo habíamos dejado en Europa.
Pero no me atreví porque lo noté muy concentrado, moviendo la cabeza
negativamente. Al preguntarle al bonaerense por sus pensamientos, contestó: —Mira,
chico, te diré sinseramente la verdad: Este, ché, cómo desirte, yo veo que acá no
saben vestir.
Volvimos silenciosos por la Quinta Avenida, esplendorosa en la anochecida, y
nos despedimos al pie del Empire State Building, que le pareció un edificio vulgar,
evidentemente sin la distinción de los que ellos tenían en Buenos Aires.
Visité en lo que quedaba de aquel verano, los departamentos de psiquiatría y
neurología de la Albert Einstein School of Medicine, donde las investigaciones
psicosomáticas estaban en primer plano gracias al doctor Milton Rosenbaum. El
Rockland State Hospital, era el centro del doctor Nathan S. Kline director de muy
conocidas investigaciones psicofarmacológicas. Hillside Hospital, Jewis Brooklyn
Hospital, y Creedmoore Hospital seguían funcionado gracias al aire acondicionado.
Los equipos del New York Psychiatric Institute, en la 772 W.,178 thSt, me
permitieron conocer las abundantes publicaciones del profesor Paul H. Hoch,
psiquiatra clínico, profesor de Columbia University, promotor de investigaciones en
los State Hospitals y partidario de adaptar las nociones de Freud a los nuevos
descubrimientos farmacológicos, a los datos básicos de investigación y no al revés
como algunos intentan, forzando los hechos para adaptarlos a las doctrinas de
Freud, según palabas de Hoch.
En el Bellevue tuve largas conversaciones con Lauretta Bender, gran amiga de
Kurt Goldstein, autora del famoso test, viuda del eminente psicoanalista y neurólogo

127
Paul Schilder, fallecido al cruzar una calle. La hija de ambos era una joven de belleza
e inteligencia fuera de lo común. Otra señora que en el calurosísimo estío resistía con
muy buen aire acondicionado era la esposa del doctor Solomon Machover, conocida
universalmente como Karen Machover. Figuraba como Instructor en Clinical
Psychiatry, Long Island College of Medicine, y era, ante todo, persona de gran
bondad; tenía la impresión de que su test del dibujo de la figura humana lo
apreciábamos más en Europa que en Norteamérica. Sin embargo, su libro Personality
Projection in the Drawing of the Human Figure, aparecido en 1949 iba por la cuarta
reimpresión en 1957.
Visité a otra dama, Susan Deri, de mediana edad. que había sido una belleza a lo
Kim Novak. Se movía por su despacho con suavidades felinas y miradas profundas.
Había publicado en 1949 su Introduction to the Szondi test en Nueva York, uno de los
pocos libros sobre este curiosísimo intento de convertir el Análisis del Destino en test
de proyección. En 1959 otra editorial norteamericana dio a la luz The Szondi Test in
Diagnosis, Prognosis and Treatment, con páginas del propio Lippot Szondi, M. D.
(que se identifica como analista y heredobiólogo; Ulrich Moser Ph. D., analista y
Privatdozent de la Universidad de Zürich y Marvin W. Webb, A. M,. Ed. D. Jefe de
psicología en el Veterans Administration Center, Bay Pines, Florida. Los tres autores
sólo dedican un pequeño párrafo con letra menuda a pie de página a Susan Deri, la de
la noble figura, primera dama de esta causa perdida y soñadora que se llama en inglés
Szondi-Test y en alemán Shicksalanalyse.
El Análisis del Destino y su Patologia de los Impulsos y deseos Humanos, no ha
calado en la cultura anglosajona por falta de traducciones oportunas y ¡ay! por no
resultar convincente su validez para medir y predecir lo que pretende. ¿Qué sabrán
los psicólogos matemáticos? ¿Para qué aplicar estadísticas al alma húngara? No
escribió ni pensó para que opinaran sobre él los fríos psicólogos encargados de
validar o invalidar a un genio. No es raro que el país que más caso le hizo fuese
España; su adelantado había de ser uno de mis más simpáticos maestros, el doctor
Federico Soto Yárritu, de Pamplona, que aplicó sus ideas al estudio de la
personalidad de los toreros. Cuando visité a Lippot Szondi en su agradable casa de
Zürich, me pareció un sabio cuyo reino no era de este mundo. Entre lentas bocanadas
de humo de pipa, me explicó que pudo predecir, gracias al test, el suicidio de su hijo
y la forma violenta en que lo hizo, lanzando el coche por un precipicio. Lo contaba
pausadamente, pensativo, mientras me ofrecía café. Vio que me ponía más azúcar que
él y me diagnosticó, afectuosamente, una fijación en la etapa oral freudiana, la de los
golosos pesimistas, a la que él también pertenecía.
En el verano neoyorkino de 1960 apretaba el calor a lo largo del día. La noche
tenía una sorpresa que hacía el verano tolerable: la playa de Coney Island. Iluminada
con reflectores potentes mar adentro, permitía nadar, entre una multitud multiracial.
Sobre el mundo de los negros en Nueva York me contó muchas cosas Rosslyn
Mc Dougall, afroamericana asistente social psiquiátrica, que conocí en Barcelona en
un congreso internacional. Vivía en el Bronx, donde cenamos varias noches rodeados
de una barahúnda de coches a la carrera haciendo sonar sus sirenas. Ambulancias,
policía y bomberos competían, esforzándose en imitar un concierto de Bela Bartok.
La tarde en que tomamos una cerveza en lo más alto del Empire State Building no

128
había gente de color —negros hay que decir ahora— y sentíamos el impacto de las
duras miradas de los llamados caucásicos. El grandioso panorama lo
contemplábamos a intervalos, porque la observación a que nos sometían los de
alrededor era un Tratado de Psicología Social, capítulo prejuicios.
En cambio, salir por la noche a la playa de Coney Island era un espectáculo
abierto, desinhibido y sin problemas. Me advirtió Rosslyn acerca de la delincuencia
juvenil y de adultos, pero no tuvimos ningún percance, Al contrario, la gente se
comportaba con amabilidad y, quizá porque el aire del océano refrescase un poco los
ánimos, las masas de puertorriqueños, asiáticos, negros e inmigrantes pobretones de
todas las partes del mundo parecían llevarse a las mil maravillas. Tuve otras
experiencia de, digamos, absoluta negritud, al ser invitado por el Dr William Davis
Jr., psiquiatra de raza negra cuya amistad comenzó en Zürich en 1957. Para cenar en
su casa de Brooklyn caminamos a primera hora de la noche un buen rato por calles
nada lujosas, donde no había ningún caucásico y me sentí algo raro, no puedo
negarlo.
Como contrapartida, y teniendo en cuenta que Nueva York se puede contar de
muchas maneras, debo evocar la cortesía del doctor Lewis Wolberg y su
distinguídisima familia en el East Side. Los balcones de su vivienda suntuosa en la
Quinta Avenida dan al lado elegante del Central Park. Había tenido un breve
contacto con el profesor —Medical Director, Postgraduate Center for Mental Health;
Clínical Professor of Psychiatry, New York Medical College— pocos días antes. Le
hablé de su Tratado en dos volúmenes de 1411 páginas en total: The Technique of
Psychotherapy, que comenté con conocimiento de causa pero sin adulación ninguna.
No esperaba la invitación para cenar con él, en compañía de su esposa y de su hija.
De toda mi estancia en Nueva York, es el recuerdo más amable y, a la vez, el más
penoso. Tuve que luchar constantemente con mi timidez, la más patológica, la peor,
la de la infancia y adolescencia que yo tenía olvidada pero reapareció, implacable y
destructora, en aquella hermosa noche.
Cuando quise darme cuenta estaba sentado a la mesa con el profesor, su esposa y
su hija. Ellas eran bellísimas, muy naturales, con la sencillez exclusiva de la minoría
selecta de seres humanos que pueden despreocuparse de las necesidades materiales de
la vida. Conversamos con intimidad, con pausas breves, con animación incluso. La
señora de la casa estaba perfectamente a la altura del profesor Wolberg, que ya es
decir. No cabía más tacto, inteligencia y simpatía en esta gran dama, la primera gran
dama —casi la única— que traté en Estados Unidos. Procuré hablar despacio,
cuidando la pronunciación inglesa, sabiendo que ahora era, por suerte lo que ellos
llaman continental, pero del continente europeo, no tan egipcia como me salía un año
antes. La hija, Helen, llevaba un vestido vaporoso, rosa pálido, que iba muy bien con
el color de su piel y su melena rubia, graciosamente peinada. Descubrí que también
ella era tímida, lo cual no sé si me alegró. El doctor Wolberg, experto en
psicoanálisis, hipnosis, psicoterapias de apoyo y grupales, hizo de todo un poco
conmigo. Me ayudó a superar la fase inicial del tratamiento, quiero decir de la cena.
Manejó bien las primeras preguntas: en los preliminares creó la atmósfera emocional
que más convenía, estructuró la forma y los contenidos de la conversación. Venció
afectuosamente mis resistencias inconscientes, además de las otras y me permitió

129
superar mis torpezas.
Utilicé nuevas defensas psicológicas para no quedar del todo a merced de tan
encantadora familia, pero me daba cuenta de que estaba en manos de ellos tres. En
vano intentaba el insight, el esclarecimiento de mi situación interna. Me sentía
desbordado por mi modesto nivel de inteligencia comparado con el suyo, por mis
limitaciones constitucionales. ¿Cómo sería capaz de decir algo interesante? ¿Qué
hacer si se caía la servilleta al suelo? Se me habían levantado dos milímetros de piel
junto a la uña del índice de la mano derecha. Quise arrancarlos y no podía ser. ¿Se
darían cuenta? ¿Y si se presentara un estornudo inoportuno y vulgar? Imaginé tan
detestable ruido rompiendo el encanto de una hora única en mi vida.
Cuando la señora Wolberg me miraba con tanta dulzura maternal yo quería
levantarme y besar su mejilla, pero el mero darme cuenta de tan inapropiada fantasía
me provocó una regresión a etapas infantiles que podía revelar complejos horrendos.
Al ver que llegaba la hora del postre surgieron nuevas angustias. Procuré serenarme y
analizar la catarata de fobias que se me venía encima. A pesar de tener en mi
habitación la bandera española que me acompañó en toda mi estancia en el Nuevo
Mundo, temía que me absorbieran mis anfitriones.¿Me dejaría arrastrar por el vértigo
de la American Way of Life? ¿Resistiría el atractivo de aquella familia tan
acomodada, que hablaba y olía tan bien? ¿Estaba reprimiendo alguna veta de absurdo
antisemitismo y de ahí mi azoramiento? ¿Me olvidaría de que era portador, como
Manuel Machado, del alma de nardo del árabe español? Evidentemente la psiquiatría
norteamericana estaba en manos judías. En Alemania se definió el psicoanálisis como
un horrible invento judío. Yo imaginaba mi árbol genealógico venido de Bagdad a
Córdoba, en tiempos del Califato, y luego a Orihuela y Alicante. Los antepasados de
mi rama paterna, eran francos y germanos. ¿Por qué no admitir la cultura hispano-
hebrea?
El doctor Lewis Wolberg, como antes Franz Alexander, me describió mi posible
futuro profesional en Estados Unidos. Él y sus amistades me abrirían puertas para una
brillante carrera académica. Ganaría bastante dinero antes de empezar a tener
clientela privada, para lo cual debería esperar años, pero también en eso me podrían
ayudar. Pensé en los escasos dólares que me quedaban en el hotel.
¿Estaba cerca la fase final del tratamiento, perdón, de la cena? Ignoraba los fines,
the goals in terminating treatment. Debería sustituir mi torrente de ideas ineficaces
por alguna forma venturosa de acción. ¿Qué acción? Recordé con envidia los gatos de
Masserman, perfectamente entrenados y mis amigos, los monos, con menos
problemas de protocolo. Los Masserman cats neurotizados elegían pocillos de leche
con wodka y desdeñaban los que contenían leche sola. ¿Y si tomase más champagne
para serenar las neuronas? La membrana de cada célula cerebral se me inflaba y
desinflaba con violencia. ¿Estaría preparándose una asamblea neuronal y se dispararía
un ataque convulsivo?
De rebajarse más el dintel defensivo de las membranas celulares, iba a saltar la
información anárquicamente. La sinapsis de la neurona, su mensaje confidencial,
debe ser algo más serio que la carrera de una liebre. Pero lo imaginaba de esa forma.
El vestido rosa de Helen recibía la belleza que bajaba desde la cara y el cuello y la
devolvía, cuesta arriba, enriquecido y feliz. El vestido sabía que estaba realzando una

130
maravilla de hermosura. El padre me ofrecía más vino, con ademán patricio; me hacia
objeto de suportive and reeducative techniques during middle treatment phases. Aún
no era el final. Lo mejor sería decir que estaba muy a gusto. ¿Era preciso poner fin a
la terapia, es decir, a la cena? No caer en un psicoanálisis interminable, ya Freud
escribió sobre eso. ¿Digo al profesor que al alejar mis temores he aprendido a ser
feliz? Si mejoro mi personalidad tomaré decisiones apropiadas, elegiré dentro de la
profesión los mejores caminos, desarrollaré vida social y, llegado el caso, elegiré
acertadamente —y no por motivos patológicos— mi pareja. Crearé una familia
armoniosa, educando sin neurosis a los futuros hijos, no atándolos a la etapa edípica
ni asfixiándolos con los propios complejos.¡Hip! Nada más inoportuno que un
molesto hipo en este momento.
La señora Wolberg apoyó su mano en mi hombro y me pidió perdón por retirarse
tan pronto, ella y su marido. Me rogaba que hiciera compañía un rato a su hija. Nos
dejaban a nuestro aire porque no habíamos tenido apenas oportunidad de hablar
durante la cena. Me pedía perdón ahora porque ellos habían llevado el peso de la
charla. ¿Sería verdad o era otra forma de cortesía? El Dr. Wolberg me deseó buenas
noches y feliz regreso a España, esperando que volviera a verlos en breve.
Ahora, delante de una pequeña mesa con dos tazas de café, nos hallábamos solos
Helen y yo. Los dos con la mirada baja, metidos, sin saber cómo, en un circuito
reverberante de timideces. ¿Qué recuerdos y sensaciones de lo ya visto y lo ya vivido
descubriría el profesor Penfield introduciéndome un electrodo en el lóbulo temporal?
Quizá fuera más preciso mi amigo James Olds, el de las ratas de Ann Arbor,
Michigan, estimulando eléctricamente el centro de la felicidad ratonil. Porque, era
indudable, yo me había arratonado. Cruzamos Helen y yo miradas de desesperación.
¿Nos habíamos convertido en ratas de laboratorio? Si así fuera, ella seguía siendo
guapísima en esta nueva reencarnación. ¿Y si no éramos ratas, por qué nos sentíamos
dentro de una ratonera? ¡Que vestido tan bonito llevaba Helen! Pero decírselo de
nuevo era una tontería. ¿Dónde estarían los incentivos y las responsabilidades?
¿Cuándo se toman las decisiones al final de la terapia, quiero decir una vez más, al
final de la cena? Helen tenía los mismos ojos dulces de su madre, más niña, menos
maternal, pero con idéntica ternura. No era posible aspirar a más en este mundo. Le
pedí permiso para llamarla por teléfono en los próximos días. No sé cómo saqué
fuerzas para decirle algo tan directo. Sí, claro que podía llamarla. Le gustaría mucho.
¿Era la voz de Helen o se trataba de una verbalización de mi subconsciente?
Había sentido la felicidad, toda la felicidad que se puede disfrutar en este mundo
junto a una familia excepcionalmente bondadosa y exquisita. ¿Sería Helen una
criatura de verdad, un ser mortal de carne y hueso? ¿Por qué, en ese caso, me parecía
un hada? Carl Gustav Jung cuenta en sus memorias que se hizo psiquiatra porque se
le apareció un hada. Yo la tenía delante, vestida de rosa, inocente, pura, cariñosa
como una hermanita pequeña, dócil y buena.
Para mi eterna vergüenza, eterna mientras viva y aun después, huí. Nada me
puede costar tanto de contar en estas memorias. Huí de tanto bienestar, de tan
acabada perfección; no fui capaz de soportar la belleza, la armonía, la excelsitud de
Helen y, digámoslo claro, la riqueza de sus padres. No volví a llamar a Helen. Huída,
sí, del modo más vil posible. Una huída que ya no tiene remedio. La más lamentable

131
y lamentada de mis experiencias en Estados Unidos. La culpa era mía y sólo mía.
Hay muchos libros que tratan de los sentimientos de culpa y de indecisión. No los
necesito. Nunca me abandonarán mis reproches, seguiré culpable y abochornado
mientras me embalsaman, si es que lo hacen. Tendré plano el electroencefalograma,
plano, pero culpable y muerto de vergüenza.

Siempre que se huye termina uno en alguna parte. Yo acabé en Baltimore, en una
playa solitaria. Antes crucé rápido por Washington, en plena ola de calor. Las fuentes
públicas estaban llenas de negritos y negritas con el agua hasta el cuello, negándose a
salir. Ahora estaba en Baltimore, con brisa y descalzo por la playa.Veía pasar rápidas
las nubes en el cielo, adentrándose sobre el mar. Mis pensamientos corrían como las
nubes, vendrían otros, pero no me olvidaría de mis últimas horas en Nueva York.
¿Qué tenía en el bolsillo, qué sería ese papel arrugado? Era la dirección del doctor
Horsley Gantt, otro de los grandes exploradores del cerebro: Perry Point Veterans
Administration. En el centro de Baltimore tomaría el autobús. Perry Point, el punto
del aguardiente de peras. Me había contagiado de la manía de traducir todo. En la
puerta del hospital destinado a los veteranos de guerra vi un mendigo, tal vez un
vagabundo, tomando el sol. Me saludó: —Soy Gantt, Horsley Gantt. Un psicótico que
se creía Gantt. ¿Por qué no decirle que yo era el Secretario de Estado, el Alcalde de
Baltimore o el Presidente de los Estados Unidos? No, eso no se debe hacer con los
psicóticos:

—Pase, por favor; en pleno verano investigamos menos, pero le


enseñaré los últimos trabajos y le daré copia de todos los informes sobre
nuestros perros neuróticos. Le hablaré de Nick, a mongred male introduced
into the laboratory in early 1931. Comencé con Nick, Fritz y Peter. Por
medio de la técnica de Pavlov tuvo un breakdown, no soportó el stress.
Rechazaba la comida, estaba demasiado inquieto y a la hora de cenar
parecía inhibido.

Pues resultaba que sí, que era Gantt; el primer sabio disfrazado de indigente,
luego vería muchos más. Por lo que me contaba, yo era el perro Nick. ¿Cómo se había
dado cuenta Horsley Gantt de que era el mismo can que venía de Nueva York de una
cena tan elegante? Aunque Nick y Gantt se conocieron cuando yo tenía un año de
edad. No sé cómo explicarlo. El profesor dijo que el reflejo condicionado es la base
de la psiquiatría. Más Pavlov y menos Freud. Me dijo también que los perros
neuróticos no quieren alcohol, a diferencia de los gatos de Masserman. Si yo no era
perro ni gato, sería el mono Ngongoro. A estas horas me daba igual.

—En vez de disfunción empleo el término esquizokinesis, sugerido por


mi colaborador Peters; se refiere a la mala adaptación de las visceras ante
los requerimientos obvios ¿Comprende?
—Oh yes, profesor, comprendo muy bien.

132
—En estos trabajos también uso el término Autokinesis, este me lo
sugirió el novelista John dos Passos, tiene que ver con el desarrollo de
síntomas neuróticos en el perro al cabo de varios meses de haber sufrido el
stress, ¡Se acuerdan! ¿Ha oído hablar de la retención? Es normal en la
memoria de los perros. vuelven a tener palpitaciones al cabo de meses si les
enseñamos el estimulo que les produjo stress. No todos son igualmente
susceptibles o frágiles, no todos padecen tan intenso breakdown.

Pensé en Axel Munthe, el de la Historia de Saint Michéle, que tanto quería a los
perros. Horsley Gantt, a su manera, también los quiere. Pero una vida de perro es una
vida de perro. Sobre todo en un laboratorio
De nuevo en el hotel St. James, en Charles and Centre Streets, Baltimore 1,
Maryland, repasé la correspondencia reciente. La nota de Hela Finberg (Mrs. entre
paréntesis) anuncia contactos con los Drs. Leo Eisenberg, Leo Kanner, Leo
Bartemeier. ¿Todos los psiquiatras de Baltimore deberían llamarse Leo? Otras citas
previstas eran con los profesores John Whitehorn (cuyo apellido tanto gustaba a mis
amigos cubanos) y Curt Richter. (los dos últimos ya no eran Leo). Encuentro una
carta simpática, firmada por Leo H. Bartemeier, director del Seton Psychiatric
Institute, 6420 Resisterstown Road, Baltimore, 15, en que me recuerda nuestras
conversaciones en Barcelona el año pasado. Este profesor era un buen maestro, cien
por cien paternal. En el Seton Institute tenía varios colaboradores españoles a los que
cuidaba como polluelos, y todos estaban encantados. Uno de ellos, albaceteño, me
dijo exactamente: Espero gracias a Leo, una buena formación, volver a España y
pasar el resto de mi vida profesional en una dorada mediocridad. Ser mediocre, pero
dorado. Y pasaba, sonriente, la mano plana una y otra vez, de derecha a izquierda,
como si estuviese dorando algo.
Otra carta venía firmada por el propio Curt P. Richter, profesor de Psiquiatría en
el John Hopkins Hospital, un especialista clásico, en el buen sentido, comprensivo y
abierto a todas las corrientes, lo mismo que el profesor John Whitehorn, empeñado
por entonces en precisar la influencia de dos tipos de personalidad en los psiquiatras
que hacen psicoterapia a esquizofrénicos. Los médicos del tipo «A» son más
intelectuales y fríos; los del tipo «B», participan de modo más personal o confidencial
en la psicoterapia. Resultaron ser más eficaces, en principio, los del tipo «A».
La carta que más me agradó recibir fue la del profesor Jerome D. Frank, el
psicoterapeuta de la Henry Phipps Clinic con quien tantas afinidades sentía por
anticipado. La realidad superó las expectativas. Volveré a hablar de él en el capítulo
dedicado al psicoanálisis y las psicoterapias. En mi cuarto de hotel encontré otra carta
de Catherine Burkhouse (Mrs. entre paréntesis) del Children's Psychiatric Service,
Harriet Lane Home for Children. Respondía a mis deseos de conocer al profesor Leo
Kanner y su equipo que habían hecho famosa, al parecer, una nueva enfermedad, o al
menos un síndrome.
El síndrome del Autismo Precoz fue descrito por Kanner en 1943 como autistic
disturbances of affective contact, a partir de once pacientes observados en los cinco
años precedentes. Hasta 1955 había acumulado 105 niños con el mismo diagnóstico y
en 1960 estaba valorando un alto número de casos nuevos. Después llegaron

133
observaciones de Despert, Mahler y otros en Estados Unidos, Cappon en Canadá,
Creak en Inglaterra, y Van Krevelen en Holanda. ¿Cuáles son las causas del autismo
precoz? Las exploraciones somáticas y los análisis de laboratorio no suministraron
prueba alguna. Genéticamente no llegaban al 5 por cien los progenitores y colaterales
con alguna anomalía de interés psiquiátrico, psicosis, neurosis o de otro tipo. Todos
los niños provenían de familias inteligentes; tanto los padres como las madres había
completado la Highg School y el 79 por cien de los padres, así como el 49 por cien de
las madres, tenía estudios superiores. Observa Leo Kanner que la mayoría de estos
padres, competentes en sus profesiones, eran fríos, perfeccionistas y con poco sentido
del humor. Tendían a abstraerse en su propio mundo y no se habían dado cuenta del
autismo de sus hijos, por lo cual habría que inclinarse a pensar en una tendencia
familiar hacia esa forma retraída, obsesiva y mecánica de vivir. Todo lo que Kanner
bautiza curiosamente como emotional refrigeration no bastaría para provocar el
síndrome, si no existiera una predisposición altamente patogénica y poderosamente
superimpuesta posiblemente a través de la herencia. ¿No se usaría el término autismo
infantil como un eufemismo, más aceptable para los familiares que otros
diagnósticos, gastados y con peor imagen? Años más tarde conocí personalmente a
Van Krevelen, el prestigioso psiquiatra holandés, que me manifestó sus serias
reservas acerca del Síndrome de Kanner. No niega su existencia por completo, pero le
parece una entidad muy dudosa. Conversando sobre este asunto con mi amigo Diego
Gutiérrez Gómez, neuropsiquiatra infantil madrileño, reconoce haber visto algunos
niños autistas: Existen, aunque no tantos como ahora se dice y se diagnostica.
Mi recuerdo del profesor Leo Kanner, hombre menudo y afable, y del profesor
Eisenberg, su colaborador, de mayor estatura pero sin mucho pelo ninguno de los dos,
se desvanece más que el de las otras grandes figuras que pude tratar en Estados
Unidos. Tal vez sean influencias de Van Krevelen, de Diego Gutiérrez y de mi propio
subconsciente que, de vez en cuando, juega trastadas a la imparcialidad y objetividad
que debería tener en el ámbito profesional y en otras áreas.
Me había dado paz el clima oceánico de Baltimore y más paz la amistad de sus
habitantes. Fue un oasis en aquél verano de calor insoportable. No creo que nadie
abandone a gusto un oasis, pero, en mi caso tenía una extraña cita en Lexington,
Kentucky. Había conseguido un permiso raramente concedido, según me explicaron,
para visitar una especie de prisión federal de alta seguridad para toxicómanos. En
realidad su nombre correcto era Addiction Research Center. El equipo médico
contaba con especialistas de primerísima fila entre los cuales destaco a los doctores
Abraham Wikler, Harris Isbell, H. F. Fraser y James A. Grider Jr. Mi primera
impresión fue de sorpresa y preocupación al ver tanto vigilante armado. Cada uno de
ellos parecía un sheriff, con la canana colgada sobre la cadera y revólver Colt listo
para ser usado. Ignoro si había otro tipo de vigilantes; estoy seguro de la existencia de
enfermeros normales, como en todos los hospitales. No presencié violencia ninguna
en los residentes en las horas que allí pasé, aunque la verdad es que miraba el reloj
esperando el momento de salir. No deseo extenderme en asunto tan espinoso y
técnico, acerca del cual no quisiera decir inexactitudes. Mi vocación por la psiquiatría
se dirigía a otro tipo de pacientes. Limitaciones personales de todo tipo me llevaban a
reconocerlo y a inclinarme hacia formas de tratamiento ambulatorio. Así se lo dije al

134
doctor Isbell, el que más tiempo me dedicó, con amabilidad extrema por su parte.
He dejado constancia de una de mis renuncias definitivas, en la penosa de serie
de las renuncias que sólo nos es dado contemplar en el último tramo de la vida.
Colegas mejor dispuestos atenderán a los drogadictos y a los pacientes crónicos que,
por razones complejas, no pueden salir del hospital. Carezco de las cualidades
necesarias en ese campo.
Volví a Lexington, por fortuna, en el comienzo de la primavera, treinta y dos
años después. Me había invitado el Departamento de Literatura Española para dar una
conferencia sobre Hemingway. De esta segunda vez, los recuerdos no pueden ser más
agradables. Las conversaciones con el profesor Edward Stanton, la luminosidad del
cielo de Lexington y la presencia en la ventana del hotel de un simpático pájaro
cantor, que allí llaman Cardenal, por su chaleco púrpura, me regalaron una imagen
optimista de esta bella ciudad. Salí de su aeropuerto en un pequeño avión para, en
Atlanta, tomar otro, inmenso y modernísimo que me traería a Madrid en vuelo directo
durante la noche. Recuerdo muy bien este último regreso de Estados Unidos. El
aeropuerto de Barajas, con frescor de amanecida y varios tonos de púrpura en el cielo,
me hizo soñar que todavía me acompañaba el pájaro cardenal. Si no era el que cantó
en mi ventana de Lexington, su representante en España me saludó con trinos
inolvidables.
El primer regreso, el de 1960, se está difuminando en mi memoria. Sé que ya no
fue en avión de hélice sino en un reactor Boeing 707, lo mejor que había entonces. A
mi llegada a Madrid no había pájaros cantores ni amaneceres de púrpura y oro. Pero
no me sentí solo; fui directamente a la calle de la Victoria y saqué una entrada para la
corrida que anunciaban los carteles. Una novillada de fines de la temporada. Actuaba
un joven diestro de moda, que al año siguiente tomaría la alternativa, Santiago Martín
El Viti. Vestía de azul pavo y oro y estuvo soberbio, majestuoso, maestro en lo suyo.
Empezaba otra época y otra etapa de la vida.

135
Junio de 1960: En la bahía de San Francisco, con la familia del doctor Tatum, Premio
Nobel de Fisiología y Medicina en 1958, que avaló mi estancia

136
CAPÍTULO VI

La OMS; congresos y reuniones de Salud


Mental en Europa

L A Salud consiste en un estado de completo bienestar físico, mental y social y no


meramente en la ausencia de enfermedad o incapacidad. Existe otra definición que
congenia más con mi temperamento hipocondríaco: Lo que llamamos salud no es más
que un estado precario, realmente muy frágil, que no presagia nada bueno. La
Organización Mundial de la Salud prefirió la primera, la suya oficial. Recibí
instrucciones en diciembre de 1960 para participar del 6 al 15 de ese mes en la
reunión de la OMS, en Nápoles, sobre Epidemiología de los trastornos psíquicos en
los países ribereños de la cuenca del Mediterráneo. No tardé en oír la voz del
comandante del avión: —En estos momentos sobrevolamos el Estrecho de Bonifacio,
entre Córcega y Cerdeña.
Mirar por la ventanilla era como ver un mapa. Después de dar gracias a Dios por
haber regresado a Europa, reanudé la lectura de algunos documentos relativos a la
conferencia de Nápoles. En Psiquiatría los epidemiólogos se ocupan de la incidencia
y prevalencia de las enfermedades mentales según los grupos étnicos, las culturas,
regiones geográficas, clase social, edad, estado civil, profesión y un sinnúmero de
factores.
En el vestíbulo del hotel me llamaron la atención dos corpulentos escandinavos,
los doctores Erik Essen-Müller, sueco, y el noruego Ornulf Odegáard, grandes figuras
científicas, pioneros en Epidemiología de los trastornos mentales. A su lado estaba un
personaje de aire muy distinguido, el profesor Sukru Aksel, principal especialista de
Turquía, cuyas publicaciones había leído yo en la biblioteca del Instituto Cajal en
Madrid. Quise agradecerle su orientación para mi tesis sobre las catatonías
experimentales en gatos y ratas. Me invitó a acompañarle en el ascensor y al
momento nos quedamos parados entre dos pisos. Se puso pálido y luego amarillo

137
verdoso; pidió socorro en francés, en italiano y en turco. No insistí en hablar de sus
publicaciones dentro del ascensor y adopté la inmovilidad cérea propia de un gato
catatónico, mientras él juraba en turco, cada vez más descompuesto. Rescatados sin
ningún daño, procuró no coincidir conmigo en los días siguientes.
Entre los que me felicitaban por haber salido del ascensor, estreché la mano de
los doctores Bash y Tigani el Mahí, Technical Advisers de la OMS en el Oriente
Medio. De ellos me llegó una tentación inesperada. Necesitaban un especialista
joven, soltero, para estudios epidemiológicos en territorio sudanés y egipcio.
Duración aproximada, un año. Imprescindible inglés y francés. Tendría intérprete
árabe. Ponían a mi disposición una avioneta, un automóvil todo terreno, caballos de
pura sangre y camellos, si los solicitaba. No pregunté de qué raza eran estos últimos
animales, para no parecer pedante. Redoblaron la presión con el honroso y atractivo
anuncio de que sería invitado a cacerías de leones. Acostumbrado a ratas de
laboratorio, gatos neuróticos y algún chimpancé inocentón, la idea de los leones hizo
subir mi autoestima y mi identidad de lector permanente de Hemingway.
En aquél inquietante vestíbulo del hotel de Nápoles, mientras dudaba entre irme
al monte con los leones o volver a Madrid para presentarme a oposiciones, asomó su
rostro por detrás del doctor Tiganí el Mahí una de nuestras intérpretes, Mademoiselle
Gabrielle Kasra, egipcia, de madre francesa. Se había educado en los mejores
colegios de Londres y París. Dulce, inteligente, de belleza clásica griega, con natural
elegancia y suaves maneras. De mirada no del todo irónica por exceso de bondad y
con un levísimo toque melancólico, no carecía de un halo, apenas visible, que
movilizó mis más exóticas fantasías con el río Nilo al fondo y algún que otro
cocodrilo.
¿Qué hacer con las nuevas motivaciones africanas? Recordé que Unamuno
prefería ser africano antiguo, como San Agustín, más que europeo moderno. Era mi
caso, sin ninguna duda. Gabrielle, venida del cielo, con la distinción y señoril estilo
de su graciosa presencia, presidía una larga caravana en que se llevaban de maravilla
los leones, las hormigas del rey Salomón, los caballos pura sangre y hasta los
camellos, los únicos limpios y sin pulgas en toda África. Delante de tan desusada
procesión, y pese a mis escasos méritos, íbamos ella y yo, con nuestros caballos al
paso, para saborear despacio culturas y estéticas varias veces milenarias. Estuve
soñándolo gran parte de la noche.
Al día siguiente, mi dama de El Cairo (me parecía el título de una película)
aceptó ser invitada a la ópera en el teatro San Carlo de Nápoles. Durante algunas
tardes recorrimos las bellezas arquitectónicas de la ciudad. Tres años de más me
llevaba. Si había diferencias socioculturales, todas me parecían a favor de Gaby.
Empecé, como el don Guido machadiano a pensar que pensar debía en asentar la
cabeza. ¿Por qué no asentarla al frente de la caravana egipcia, con nuestros
aristocráticos caballos al paso?
¿Me asaltó una vez más el miedo a la felicidad? ¿Una fobia a la realización de
deseos naturales, sanos y laudables? ¿Sería el exotismo del Velo de Isis, la diosa
egipcia que tenía delante, la mujer soñada por arqueólogos y exploradores de las
fuentes del Nilo? ¿Era Ella, la de la lejanía en el Tiempo, con mayúsculas? Sentí que
la nostalgia de remotas culturas me atraía, mientras temblaba el suelo bajo mis pies.

138
¿No estaba delante de Ayesha, La-que-debe-ser-obedecida, la She de Sir Henri Rider
Haggard? ¿Cómo no reconocer el arquetipo femenino que, a través de Las minas del
rey Salomón o El Anillo de la reina de Saba, fascinó al sabio Jung? ¿Por qué no
cruzar la vacilante llama azul del misterio teniendo del otro lado a una diosa? Otra
vez me aherrojaba mi repelente complejo de tortuga, el retraimiento en un caparazón
protector, la ridícula regresión infantil en busca de seguridad. ¿Por qué no aceptar la
luz de amanecida que venía de los ojos de una diosa sentada a mi mesa en la hora del
desayuno?
De Gaby guardo el recuerdo de nuestros paseos por las ruinas de Pompeya, el
regreso para ver en Nápoles las vitrinas del Museo Arqueológico, donde adquirí una
reproducción en bronce del dios Baco. No pude traer, por agotada, la imagen de
Teseo desnudo, con breve capa terciada sobre el hombro izquierdo y el perfil
inconfundible de Manolete. Me prometió Mlle. Kasra buscar una copia y traérmela a
Madrid. España le gustaba. Pero no hubo más encuentros.
Quedé sensibilizado, gracias a ella y a mis colegas de los países ribereños de la
cuenca mediterránea, así como gracias a mis colegas escandinavos, para estudiar a
fondo los diferentes modos de enfermar y de ser tratado en las distintas culturas. Lo
escandinavo y lo árabe me parecieron los dos polos del posible origen de mi espíritu.
Me sentí acompañado por el invisible espíritu de Jung, tan amante como yo de la
unión de pares de opuestos.
Era la primera vez que acudía como representante oficial de la Sanidad española
y, salvo el incidente del ascensor entre dos pisos, no hice nada raro que llamase la
atención. Nadie supo de los leones y camellos en la caravana que presidíamos la
intérprete egipcia y yo. El momento de dejar Nápoles, nos produjo gran pesar a todos
los participantes. Es una de las ciudades más hermosas del mundo. Comprendí que
estaba justificado lo de Nápoli e puoi morire. Daba gusto ver calles con los nombres
de Tirso de Molina y Cervantes. En la costa de Amalfi admiré su carretera de cornisa,
las terrazas naturales, las cascadas de bouganvilleas y otras flores, así como el
colorido de los naranjos y limoneros crecidos entre las rocas blancas que enlazan con
las de Sorrento. En el horizonte de la bahía napolitana, las islas de Capri y de Ischia
invitaban a quedarse mucho más tiempo. El piloto del avión nos dedicó un círculo a
escasa altura sobrevolando el Vesubio, experiencia que no se olvida jamás.

Al regresar a Madrid procuré poner orden en mi piso de soltero, junto a la plaza


de Castilla, en la calle de Félix Boix numero 6 (los amigos decían Félix-Boix-Seix).
En aquel tiempo era la última calle, la más próxima al París de mis recuerdos; allí
terminaba Madrid. Era un ático bastante grande para tener vivienda y consulta
particular.
Unas benditas monjas me propusieron dar clase a las Asistentes Sociales de la
Escuela de Martínez Campos 18, de S. Vicente de Paúl. Fue una hermosa
experiencia. Las alumnas, jovencitas de clase patricia, se ponían de pie antes de
iniciar la clase. Después de santiguarnos, rezábamos unas breves oraciones para que
todo saliera bien. Durante aquellas preces, las blusas de algunas, y los jerseys de las
restantes, palpitaban de una manera especial, sobre todo en primavera. Nos

139
cruzábamos miradas que querían ser místicas. Al decir Amén se nos escapaba un
suspiro a la mayoría de los presentes. Mucho tiempo después lo hemos concelebrado
en algún restaurante, por gentileza de las ex-alumnas de las primeras promociones.
Habían engordado, eran respetables madres de familia y tenían nuevas
preocupaciones. Pícaras, aunque recatadas, quisieron que, al rezar antes de comer,
cruzáramos miradas como cuando vivíamos los últimos tiempos de nuestra soltería.
Deseo contarlo porque, años más tarde, el contraste fue demasiado intenso al dar
clase en la Universidad Complutense, donde el ambiente no podía ser más distinto.
Los apuntes de aquellas primeras clases se convirtieron en un libro, Psiquiatría y
Asistencia Social. Se hicieron varias ediciones, tal como me anunció el profesor
López Ibor a raíz de su primera lección de Cátedra, cuando le pedí un prólogo. Ese
libro, con el Nihil Obstat del señor obispo y las correcciones sugeridas por la censura
eclesiástica, lo tengo bien escondido. Hoy iría al Índice de libros prohibidos por la
progresía en el poder. Es un documento que refleja la atmósfera de una época, la del
Madrid de Martínez Campos 18 en los primeros años 60.
En 1961 no salí de España, dedicado a la policlínica de la Facultad de Medicina,
las clases a las asistentes sociales y la recién estrenada consulta particular, cuyo
volumen aumentaba y me absorbía. Por los adentros de la persona me enfrentaba con
la dialéctica inconformismo-conformismo y con el proceso de mi domesticación.
Sería un Masserman cat con menos síntomas neuróticos, un gato sin inquietudes;
aprendería nuevas conductas, en general conservadoras, como corresponde a un
chimpancé amaestrado. Me sentía muy próximo a Bob Ngongoro, a Teddy
Kilimanjaro y a Swhaili Kid, mis inolvidables amigos del planeta de los simios. De
vez en cuando, en mis sueños, oía las pisadas de los caballos árabes en el cortejo
imposible de mi Dama de El Cairo.
Al intentar poner orden en mi memoria, encuentro en los escritos de Dionisio
Ridruejo (Entre Literatura y Política), páginas esclarecedoras que me cuesta repetir
aquí porque me producen un escozor mental para el que no hay rascado que valga:

El conformista no es necesariamente el que cree en el orden al que se le


acomoda, sino el que, aun considerándolo defectivo, no puede o no osa
imaginar otro mejor.

Añade Ridruejo lo que más me duele:

El conformista pasivo, el genuino, acepta simplemente. Y, si acaso actúa


lo hace por obediencia a los poderes dominantes de la situación a la que se
siente acomodado. Ni siquiera es necesario que esa situación le convenga. A
la gran mayoría conformista que se da en cualquier situación, podría
convenirle más otra situación. Pero, o bien no lo cree, o bien se ha dejado
adormecer, con el espíritu crítico, las facultades de creer y esperar.

Dionisio, me has cazado, pensé para mi coleto. Lo que en 1961 pudiera quedarme
de inconformismo como lucidez, se fue haciendo escéptico, agnóstico y pasivo, sobre
todo pasivo.

140
En junio y julio de 1961, con escaso intervalo, supe la muerte de tres personas
que admiré y quise: Carl Gustav Jung, Enrique Larreta y Ernest Hemingway. De
Larreta me bastan La gloria de don Ramiro y una fotografía en los toros junto a don
Gregorio Marañón. De Jung, tengo su obra completa y no pocos estudios acerca de él.
Destacaría de tan vasta bibliografía su libro Recuerdos, sueños, pensamientos.
(Erinnerungen,Tráumen, Gedanken.) Y me quedo con mi recuerdo personal y directo
del anciano profesor, alto pero encorvado, vestido de azul grisáceo, medio sostenido
por sus acompañantes en el Congreso Mundial de psiquiatría de Zürich en 1957. No
me importa que, cuando ya no vivía él, mis visitas al Instituto Jung en Zürich me
hayan decepcionado: En la última ocasión me pareció que sus discípulos, o lo que
fueran, se habían preparado casi exclusivamente para recibir turistas norteamericanos.
Insisto, no me importa, yo tengo mi Carl Gustav Jung particular, mi Jung
interiorizado con quien lo paso muy bien en pláticas confidenciales.

Ana Freud y Leo Rangel (foto del autor). Viena, julio de 1971. Congr. Mundial de
Psicoanálisis

141
Con Erik H. Erikson. Viena, julio de 1971

Con Hemingway había conversado en tres ocasiones durante el verano de 1959.


Desde entonces soy lector de sus obras y de las de sus críticos. Me apenó su trágica
muerte en Ketchum, coincidiendo con el comienzo de nuestros sanfermines. Cuando
lo supo Juan Bel-monte comentó ¡Bien hecho!. Y un año más tarde hizo él lo mismo,
disparándose un tiro de revólver. Que me perdonen los hemingwayólogos, pero de
todas sus novelas retengo para mí Across the River and into the Trees. Hago mía la
historia del coronel Cantwell, cansado de casi todo, viejo y enfermo del corazón,
enamorado de la joven condesa Renata. Cuando no puede hacer otra cosa, le cuenta al
retrato de ella cosas sumamente confidenciales. El relato se inspira en una joven
italiana, de nombre Adriana, que, pasados unos años del suicidio del escritor en
Estados Unidos, encontró un árbol mediterráneo apropiado y se ahorcó.
Leo en la Autobiografía de Karl Jaspers que sus soledades y melancolías
quedaron transformadas al encontrar a la que iba a ser su esposa: En su pureza
tranquila, sin afectación, sin trivialidad, cada uno de sus gestos expresaba su ser más
profundo, la nobleza de su alma. Comprendo las palabras y los sentimientos de
Jaspers. En Alicante, desde el domicilio de Pura, en la Plaza o Portal de Elche, al
mío, en la Plaza de Gabriel Miró, se tardaban cinco minutos a pie. A la misma
distancia se halla la Iglesia de San Nicolás, hoy Catedral, donde tuvo lugar nuestra
boda el 23 de abril de 1962 a la una de la tarde, con música de Bach: Aria de la suite
en Re y Debussy: El mar y Nubes, a petición mía. Alicantina como yo, universitaria,

142
amiga de toda la vida de mis primas y, como ellas, educada por las monjas de Jesús y
María. A su lado, el hecho de haber estudiado yo en el Instituto Nacional de
Enseñanza Media, con profesores liberales recién salidos de procesos de depuración
política, debía darme cierto aire de libertino y librepensador, acrecentado por los años
en París, más que por el tiempo pasado en Norteamérica. A Pura, enfermera de mis
soledades y melancolías, debo eterna gratitud por haber comprendido desde el primer
momento que mi destino, similar al de mis pacientes, era delirar y alucinar quimeras,
vivir en lo que llamó Marañón las esfumadas realidades propias de la psiquiatría.
Ella quiso —lo sigue haciendo admirablemente— tender puentes con las otras
realidades. Gracias a Pura, mis ideas delirantes no han sido demasiado perturbadas
por la burocracia estatal. En el inevitable, y para mi horrendo, conflicto entre el
Estado y el Individuo ha sabido poner realismo, tacto y paciencia, década tras década.
En 1962 fuimos Pura y yo un par de meses a Francia y Suiza. En París volví a
encontrar en La Salpétriére al profesor Michaux y al doctor Koupernik. En su casa,
rue Rennes, el hijo del doctor Lelord ya no necesitaba que le contase cacerías de
lobos, me las contaba él. En Suiza, durante varias semanas, visité clínicas
universitarias dedicadas a Psiquiatría Infantil: la del Dr. Zublin en Berna; Dr. Hafter
en Basilea; los profesores Lutz y Corboz en Zürich; Pierre Bernard Schneider y
Christian Müller en Laussane, así como el profesor Ajuriaguerra en Ginebra. La
esposa del profesor Schneider, nacida en Portugal, congenió con Pura y desde
entonces nuestra amistad se fue estrechando a través de encuentros en Laussane,
Madrid, Soria y en varias ciudades europeas con ocasión de congresos. Quiero
mencionar otros establecimientos visitados por entonces: los centros para niños
epilépticos de Lavigny (Dr. Martin) y de Tschugg (Dr. Schweingruber). Al regreso
envié una Memoria al Dr. Buckle, a la OMS, que mereció una contestación muy
favorable.
En 1963 dediqué muchas horas a los nuevos pacientes particulares y a los de la
policlínica de San Carlos. Aunque estas memorias autobiográficas intentan centrarse
en la vida profesional, hubo un acontecimiento familiar ese año que tuvo importante
repercusión afectiva: el deseado nacimiento de Ana, nuestra primera hija: Me produjo
fuerte impresión el gran parecido físico conmigo, así como la mirada que me dirigió
en el primer minuto de su vida. No creo ni una palabra de lo que ha escrito Melanie
Klein, pero, inevitablemente, supe que me dirigía un afectuoso saludo a mí, en primer
lugar, antes de extender su cortesía a mi padre, que asistió el parto, y a las
enfermeras, dándoles las gracias cuando a petición mia la envolvieron en una toalla.
Dije a Pura que era una niña observadora y bien educada.
El año 1964 fue particularmente rico en vivencias fuera de España. Estuve en
Londres del 17 al 22 de agosto como miembro activo en el VI Congreso Internacional
de Psicoterapia. También en Londres, del 24 al 29 de agosto tuvimos el Primer
Congreso Internacional de Psiquiatría Social. En el segundo, encontré al profesor
Sarró que me dijo: Usted tiene olfato. Esto de la Psiquiatría Social va a dar mucho
que hablar. Le comenté que me parecía un congreso de psiquiatras socialistas muy
mal vestidos adrede, en contraste con el atildado atuendo conservador de los
congresistas de los días precedentes. Todavía no se había politizado nuestra
especialidad como había de ocurrir abiertamente a partir del mes de mayo de 1968 en

143
París. Norman Q. Brill, de Los Ángeles, habló del rechazo de los psiquiatras
norteamericanos a tratar con psicoterapia a los pacientes de clases modestas; no era
sólo cuestión de dinero, sino de expectativas y prejuicios. Maxwell Jones, una de las
estrellas del congreso, desarrolló sus ideas sobre la Comunidad Terapéutica y la
Tercera Revolución Psiquiátrica, bautizada por Dreikurs en 1955 refiriéndose al uso
generalizado de terapias de grupo, Milieu Therapy y Administrative Psychiatry. Dijo
que el psiquiatra dejaría de ser el solista para convertirse en el conductor de la
orquesta y mejor todavía el co— leader de grupos terapéuticos y reuniones
comunitarias. Se dedicó mucha atención a problemas de alcoholismo, delincuencia,
conductas agresivas, el lower class status, los comportamientos antisociales, la
terapia familiar y los centros de Salud Mental.
Del Congreso de Psicoterapia celebrado días antes, destaco la presencia de Anna
Freud (Londres) y Annemarie Dührssen (Berlín) que trataron de los avances recientes
en psicoanálisis y psiquiatría infantil. Medard Boss (presidente de la Federación
Internacional de Psicoterapia Médica), pronunció los discursos de inauguración y
clausura. Jurgen Ruesch, en Psicoterapia para sanos y para enfermos expuso las
diferencias del paciente con alto grado de sofisticación, salud física satisfactoria,
ausencia de psicopatología grave, deseo y capacidad de comprender, y buenas
condiciones para la comunicación. La psicoterapia con estas personas se basa en el
estudio de la personalidad y aspira a una mayor madurez, diferenciación e
individuación. No es seguro que las mismas terapias sean útiles con personas
enfermas, con escasa sofisticación simbólica, salud deficiente que interfiere con un
funcionamiento mental adecuado a las circunstancias externas, lenguaje y valores
diferentes de los del terapeuta y poca disciplina con respecto a las reglas de la
situación psicoterapéutica:

Por diversas circunstancias (conveniencia, recompensa económica,


status del enfoque verbal y ausencia de estigma), los psiquiatras han
desarrollado fundamentalmente el enfoque verbal. Las otras perspectivas,
(menos convenientes, con menor recompensa financiera, menos gratificantes
en general, con bajo status y, a veces, agotadores enfoques no verbales) se
han dejado para el futuro.

En Londres, Ronald Laing (que todavía no creía ser el famoso Ronald Laing,
pero estaba en el camino), habló de la situación presente de la teoría y de la praxis
psiquiátrica en los términos filosóficos de un psicoanálisis existencial poco
comprensible para mí. Hallé infinitamente más positiva la intervención de Virginia
Satir, de Palo Alto, que trató de la familia como unidad de tratamiento, con puntos de
vista que se han mostrado muy fructíferos.
En 1965 tuvimos un Congreso Internacional en el mes de julio en Madrid sobre
Educación Sanitaria. El mismo año, del 15 al 24 de septiembre representé a España
en la reunión de la OMS en Ginebra sobre Servicios Psiquiátricos Extra-
hospitalarios. Fueron de interés las intervenciones de los participantes rusos, la Dra.
M. Smirnova y el doctor Babajan, sobre dispensarios de Salud Mental y
Rehabilitación. Reencontré a Annemarie Dührsen, cuyo libro estimulante libro sobre

144
psicoterapia de adolescentes no tardaría en traducirse al español. El corpulento vienés
Hans Strozka, profesor universitario chistoso, con grandes bigotes canos, pelambrera
de pianista romántico y andares desgarbados, era el perfecto psiquiatra de película. Su
contribución: Panorama y crítica de las distintas modalidades de psicoterapia, fue
sumamente sensata. Señaló que si los epidemiólogos reconocen que del 10 al 15 por
cien de la población general necesita psicoterapia, la desproporción frente a la escasez
de psicoterapeutas es tremenda. Nuestros colegas de medicina general o de otras
especialidades dedican el 20 por cien de su tiempo a realizar psicoterapia con sus
pacientes, tarea para la cual carecen de formación adecuada. Terminó con un párrafo
profético:

Solamente si se considera la psicoterapia como una parte importante en


el curriculum de las Facultades de Medicina podremos esperar que en el
futuro la profesión médica atienda el problema de una manera racional. De
otro modo, todo quedará en manos de astrólogos y de todo tipo de
charlatanes, lo cual podría ser un desarrollo desastroso.

La profecía se está cumpliendo. En esta reunión varias sesiones fueron presididas


por Miss H. Máki, asistente social finlandesa, profesora en la Universidad de
Helsinki. Señalo el dato por mi afecto a las asistentes sociales y para señalar el
respeto y consideración que se tuvo con ella, mujer de mediana edad, de gran
capacidad profesional y sentido del trabajo en equipo.
En 1966 del 15 al 20 de abril la OMS organizó un Simposium europeo en
Cracovia sobre Servicios de Salud Mental Universitaria, al que tuve el honor de
asistir, de nuevo, como representante español. Lo cuento sin jactancia, con el sentido
de la responsabilidad con el que todos acudíamos, con el legítimo orgullo de
representar lo mejor que podíamos a nuestro país. El tema me interesaba, puesto que
ya conocía desde 1956 el excelente servicio de la Cité Universitaire de París. La
hermosa ciudad polaca y la hospitalidad de los cracovianos me dejaron una
hondísima impresión. Aun fue mayor al escuchar su música y presenciar una
exhibición de danzas populares. En vísperas del viaje pasé por una gestión previa en
Madrid, en el segundo piso de la Dirección General de Seguridad. Subí rodeado de
policías armados, en un ambiente cargado de severidad. Me recibió un comisario,
poseedor de un negro bigotazo y aire marcial, intermedio entre José Stalin y Vittorio
de Sica:

—Le voy a extender con carácter excepcional un pasaporte válido sólo


para este viaje; no se le ocurra pasar a Rusia o a los demás países satélites.
Y cuando esté en Polonia, no se meta en líos y pórtese como es debido,
quiero decir como un caballero español y católico. —Si, señor comisario. Se
trata de una reunión científica, no rozaremos temas políticos. —De todas
maneras, lleve cuidado. —Si, señor comisario. —Le insisto, cuidado. —He
comprendido, señor comisario. Nada de política. —Yo sé lo que me digo. Es
usted un médico demasiado joven, ¡Debe tener mucha precaución con las
polacas!

145
Estuve, a mi regreso, tentado de subir al segundo piso del siniestro edificio y
decir al señor comisario que tenía razón. El ardoroso temperamento de las
cracovianas lo merecía. Las esposas de mis camaradas tenían una curiosidad enorme
por la manera de vivir de los occidentales. Me preguntaron cómo vestían las
madrileñas y de cuantos metros cuadrados disponían nuestros apartamentos. Con los
colegas polacos acabé hablando solamente de política, con perdón del señor
comisario. En cuanto corrió el vodka me dijeron que un puesto destacado en el
partido comunista tenía claras ventajas para disponer de coche y buen alojamiento en
el centro de la ciudad. Eran marxistas convencidos, no sólo para tener un buen piso
en el centro. Y añadieron ser ateos gracias a Dios y devotos de San Estanislao de
Kostchka. Cuando empezaron a hablar mal de los rusos y a decir que las obras de
Carlos Marx eran un tostón, defendí la causa del pueblo, a cuyo lado deberíamos estar
siempre para luchar contra el capitalismo. Brindamos de nuevo gritando ¡Nasdrovia!
a la salud de las cracovianas y las madrileñas.
Todo iba bien hasta que nos llevaron a ver los campos de prisioneros de
Treblinka y Auschwitz. La impresión no pudo ser más penosa. Leí muchos apellidos
de origen español. Debían ser de judíos sefardíes. En algunos cuartos se apilaban
gafas y montones de pelo. Junto a nosotros venía el representante alemán, Walter
Bräutigam, que luego fue un gran amigo. Las miradas convergían en él, que pasó
muy mal rato.
Ese año, del 5 al 11 de septiembre, se celebró en Madrid el IV Congreso Mundial
de Psiquiatría. Fueron estrellas los profesores Alberca Lorente, López-Ibor, Sarró,
Leo Bartemeier, Manfred Bleuler; Braceland, Walter Braütigam; Manuel Cabaleiro
Goas, Francisco Alonso Fernández, mi compañero Antonio Colodrón; mi antiguo
profesor don Ángel D. Borreguero; J. Ewalt; Henri Ey; J. Guyotat; Kalinowski (el
hombre del electrochoque); Nathan S. Kline, el farmacólogo; el psicoanalista
Lebovici; Stanley Lesse, de Nueva York, con quien me uniría gran amistad en los
años siguientes; T. Lidz, experto en dinámica familiar; Martí-Tusquets, de Barcelona;
Masserman, mi maestro de gatos y monos en Chicago; Eugéne Minkowski, ya mayor,
navegando entre la psiquiatría, la filosofía y la poesía; Odegäard, el epidemiólogo
escandinavo; Diego Parellada Felíu y J. M. Pigem, mis admirados amigos catalanes;
Piotrowski; el Prof. Rojas Ballesteros, de Granada; A. Seva Díaz, futuro catedrático
de Zaragoza; E. Stengel, experto en suicidio; Luis Valenciano Gayá, de Murcia; el
holandés Van Krevelen; Whitaker; Wittkower y el psiquiatra conductista Joseph
Wolpe, que pretendía curar por las bravas a los homosexuales y los adúlteros.
Presenté mi comunicación Psiquiatría rural en una provincia castellana, con
nociones aprendidas en la OMS y en mi labor del Dispensario de Higiene Mental en
la provincia de Soria. Entre otros actos en honor a los asistentes se celebró una
corrida en la plaza de Vista Alegre. Alternaron Pedrés y Joselillo de Colombia en la
primera parte. Luego soltaron una becerra para Juan Antonio Vallejo-Nágera y para
mi. Hicimos lo que pudimos. Cuando la vieron cansada, salieron bastantes
voluntarios que fueron, todos, revolcados.
En un frío mes de noviembre de 1966, del 11 al 14, fui con el Dr. Serigó a
Oxford a una reunión de la OMS sobre Unidades Psiquiátricas en Hospitales
Generales. Un colega de medicina general, londinense, dijo ser bueno que

146
trabajásemos los psiquiatras en hospitales generales porque así nos mantendríamos
sanos. El doctor Serigó me reprendía constantemente cuando paseábamos por la calle;
según él, se me iban los ojos detrás de las inglesitas, que ese año parecían haber
estrenado la minifalda. Como él era Secretario General del Patronato Nacional de
Asistencia Psiquátrica, cargo de rango superior, no pude decirle que él las miraba
más.
En 1967, en el mes de julio me invitaron amigos franceses al Congreso de
Neurólogos y Psiquiatras de Lengua Francesa, celebrado en Dijon. Quiso
acompañarme mi esposa y fue un agradable descanso estival, muy cerca de las
fuentes del Sena. Varias de aquellas reuniones fueron informales y totalmente al aire
libre. En una especie de Déjeuner sur l'hérbe, compartimos café y dulces con el
anciano doctor Eugène Minkowski y con una explosiva rubia que le acompañaba
luciendo generoso bikini y sombrero tejano. Con la joven tumbada a su lado, me
dedicó afectuosamente el sabio profesor su Psychopatologie publicada poco antes por
Presses Universitaires.
En agosto, del 21 al 26, fui a Wiesbaden al VII Congreso Internacional de
Psicoterapia. Entre otros recuerdos tengo muy presente la reunión que por
amabilidad del Dr. Wolfgang Binswanger ( de Kreuzlingen, hijo de Ludwig
Binswanger) copresidí con él. El tema era: Die Psychotherapie in der Zukunft. La
verdad, experiencia del futuro no teníamos ninguno, por razones filosóficas y
biológicas. Pero eso no era obstáculo para que un grupo de psiquiatras de países del
Este especularan durante horas en alemán. Por debajo de la mesa envié una nota a
Wolfgang en inglés: Help, please, I'm lost. Me contestó al oído: —Son balcánicos, no
te preocupes; todos hablan mucho sin decir nada. Fui dando el micrófono uno a uno,
añadiendo breves palabras de cortesía en alemán, las únicas que sabía decir en
público. Los balcánicos me agradecieron el interés con que creyeron haber sido
escuchados.
En otra sala, presidida por el Prof. J. E. Meyer, presenté una comunicación sobre
Salud Mental de Estudiantes en España. Todavía no se había disparado en Europa y
Norteamérica la agitación universitaria, pero se la veía venir. Wiesbaden es una
bellísima ciudad de amplias avenidas y grandiosos parques. Una ciudad para la
cultura y el arte, como debieron ser Dresde, el Dresde de Richard Strauss, y tantas
capitales arrasadas por las bombas inglesas y norteamericanas. Los aliados decidieron
no bombardearla y conservar intacto su encanto de otros siglos. En la primera tarde
nos ofrecieron un concierto de Mozart, Vivaldi y Bach por la orquesta de cámara de
Munich en la gran Kursaal de la Kurhaus. Al día siguiente navegamos varias horas
por el Rhin hacia la Lorelei. El paisaje, tan propio del romanticismo alemán literario,
musical y pictórico nos fue comentado al doctor Stanley Lesse y a mi por Walter
Bräutigam.
En septiembre de 1967 la OMS, por iniciativa del Dr. May, máxima autoridad
europea en temas de Salud Mental, tuvo un interesante seminario itinerante del 14 al
22 que se inició en Varsovia y concluyó en Bristol. Reencontré a mis amigos
cracovianos, que me llevaron a ver el mayor edificio de la capital polaca, un inmenso
bloque de cemento, horrible desde cualquier punto de vista, rara especie de
rascacielos, regalo del gobierno soviético: Un poco grande, pero es bonito,

147
ironizaban los polacos. Desde Varsovia a Bristol nos llevaron en un viejo avión ruso,
un Tupolev que crujía por todas partes y, aunque no he tenido fobia a volar, pasé tanto
miedo como en la avioneta que me cruzó la babia de Boston en plena tormenta. Esta
vez me acompañó el Dr. Adolfo Serigó, que guardó silencio absoluto durante el viaje.

Madrid, abril de 1968. Con el doctor May, de la OMS, responsable de Salud Mental
para Europa

148
Praga, abril de 1969 (Congreso sobre Juventud y Salud Mental en Brno)

Ya estaba en marcha el malestar universitario en toda Europa cuando en 1968 del


22 al 24 de marzo el profesor Ziolko, a título personal, me invitó a participar en el
Berlín Oriental en la Freie Universitat en una reunión internacional sobre el tema
Trastornos psíquicos en estudiantes. De los países occidentales solo asistimos tres
invitados. El vuelo se hizo a través del pasillo aéreo, sobre territorio hostil, en el otro
lado del telón de acero. Mi pasaporte era especial para un solo viaje con fechas
concretas de ida y vuelta, sin autorizarme a visitar Rusia ni otros países satélites.
Berlín había vuelto a ser una gran capital, una ciudad preciosa con calles y plazas
limpias, habitantes bien vestidos, comportamientos correctos y tráfico disciplinado.
Amigos berlineses me llevaron a pie por la inmortal avenida Unter der Linden,
reconstruída, como la mayor parte de la ciudad, con esmero y buen gusto. En
edificios modernos se veían, junto a la puerta de entrada, colocados artísticamente,
trozos de cemento con hierros retorcidos, piedras y otros restos del mismo edificio,
arrasado por los aliados en los últimos tramos de la segunda guerra mundial.
Los alemanes se interesaban por los movimientos universitarios de protesta. Eran
tiempos de Rudy el Rojo, líder de los estudiantes de habla germana. Uno de sus
modelos teóricos era Herbert Marcuse, filósofo que entonces residía en La Jolla,
California. Dada la dificultad de conseguirlos en castellano, me hice con un ejemplar
en catalán. No tardaron las traducciones al español y los libros de todo tipo (siempre
laudatorios) acerca de Marcuse. Cuando hablaba de él a los estudiantes en la Facultad

149
de Psicología, descubrí que eran todos revolucionarios, marcusianos y se declaraban
freudomarxistas, además de lacanianos, pero ninguno había leído a Marcuse, a Marx
ni a Lacan y sólo un poco por encima a Freud. He preguntado a diversos estudiantes
en el año 2003 y ninguno abrió jamás un libro de Mar-cuse; bastantes confiesan no
saber quien es ese señor.
En mayo de 1968 los periódicos hablaron en términos sensacionalistas de la
revolución estudiantil de París. Enormes retratos de Mao Tse Tung cubrían los más
altos edificios, de arriba abajo. Tengo a mano lo que ha escrito Carlos Castilla del
Pino, veinte años después, sobre aquellos acontecimientos:
Es inevitable, se habla de sí cuando se habla, en este caso de mayo del 68… se
suele adoptar una de estas dos actitudes: su negación o su superación… Es bajo esta
perspectiva superadora, que tiene algunas veces rasgo cínico, otras crítico, como
aparece lo que fue la libertariedad de Mayo del 68.
Carlos Castilla del Pino traza sutiles distinciones entre libertad y libertariedad:

Mayo del 68 fue en la praxis una fantasía de omnipotencia… Por eso,


para que se extinguiera no hubo que echar mano de otra cosa sino de
paciencia, de mesura, dejar que las cosas volvieran a su cauce. Una vez más
la metafísica de la vida como totalidad se sustituyó por la pragmática
división social del trabajo, y a la realidad ideal, como ámbito del ser y del
hacerse, la realidad como organización, es decir, como un inmenso, infinito
conjunto de oficinas.

Los conservadores vieron en el Mayo del 68 histeria colectiva. Para el general


De Gaulle, fue una explosión de la efebocracia.
En el mismo, año en el mes de agosto tuvo lugar el IV Congreso Internacional de
Psicoterapia de Grupo, en Viena, al cual llevé una comunicación sobre Waiting room
studies in lower class psychiatric patients, de la cual hablaré cuando surja el tema del
Seguro de Enfermedad.
El tema de los estudiantes obsesionaba en todas partes. En Abril de 1969 me
invitó la Universidad de Brno, Checoslovaquia, a participar en un symposium
internacional: Mental Health in Youth; leí un trabajo en inglés, Planning Services for
Marginal Adolescents. Me acordé,con muchas reservas, de las palabras del doctor
Serigó: Curar pacientes, eso lo hace cualquiera. Lo que tiene mérito es planificar.
Yo no estaba nada seguro de eso. Lo que no puedo olvidar es mi viaje de Praga a
Brno en tren, en tercera clase debió ser, rodeado de campesinos, con cestas de fruta y
hortalizas, con gallinas y patos. Me ofrecieron merienda y me contaron miles de
cosas. Hablaban por los codos y yo, contagiado, también. El idioma era lo de menos.
Harto del inglés y del francés que tampoco entendían y de alguna frase en mi poco
comprensible alemán, conté algunas cosas en catalán y quedaron encantados porque
me dieron más vino y queso. Pocas veces he disfrutado tanto de la comunicación
interpersonal, cálida y verdaderamente humana.
Mi llegada a Praga, procedente de los países occidentales, del otro lado del telón
de acero fue una sorpresa. El funcionario de Aduanas me miró con bondad: —
¿España? Si, claro, La Celestina y la música de Mudarra. Me habló en perfecto

150
español con grandes conocimientos de nuestra cultura y, sobre todo, del Siglo de Oro.
En el hotel vi en televisión programas culturales de gran categoría y eché de menos
que no hubiera criterios similares en España.
Continuaba la preocupación por la juventud en la Europa de 1969. En abril, entre
los días 17 y 19, asistí al coloquio de Laussane sobre Psicoterapia, dirigido por el
profesor Pierre B. Schneider en el número 11, bis. rue Caroline. Del 27 al 30 de mayo
estuve en Ginebra, Lyon y Valence en reuniones preparatorias del Symposium sobre
Epilepsia Infantil, que tuvo lugar los días 31 de mayo y 1 de junio en Niza. En los
ratos libres, dar una vuelta por la bien conocida Promenade des Anglais, junto al mar,
a la altura del Hotel Negresco nos ponía en contacto con la estética y las elegancias
de la Costa Azul. Evoqué la imagen de Paul Valéry, primer director del Centro
Universitario Mediterráneo, fundado aquí en 1933.
La semana siguiente la pasé en Marsella, ciudad muy distinta, en el servicio del
profesor Gastaut, epileptólogo y encefalografista de renombre internacional. Sus
ayudantes, aunque sabios tal vez, eran una pandilla de maleducados, barbudos,
desastrados, con aire de piojosos, vestidos todavía de mayo del 68. Tuve ocasión de
conocer, en un ambiente mucho más familiar, a Jacques Cai'n y a su esposa. Jacques
me pareció un psicoanalista razonable, limpio y bien vestido, con sentido del humor.
Hombre para la amistad, en su primera etapa profesional trabajó sobre catatonías
experimentales y seguía queriendo a los gatos y ratas de laboratorio, que le habían
contagiado algunos tics simpáticos.
En el verano de 1969 acudí a Estocolmo y Upsala, como representante español a
la Conference on Mental Health of Adolescentes and Young Persons. Me sorprendió
que al presentarnos a un grupo de muchachas internadas en un centro psiquiátrico,
ellas me saludaran en español con acento balear. Eran suecas que pasaban largas
temporadas en Mallorca tomando sol y drogas. Otras dos cosas me llamaron la
atención. La primera, el respetuoso comportamiento de un taxista, que detuvo su
coche al ver los intentos de aparcar del que nos precedía: —Dentro va el rey de
Suecia. En efecto, un señor vestido de oscuro bajó acompañado de dos personas. Sin
mas séquito ni medidas de seguridad, había tenido a Su Majestad a pocos metros. La
segunda observación fue que, varias veces, vi a camareros de distinguido aspecto
abrir la puerta de los correspondientes locales y lanzar con gesto impasible y
solemne, en medio de la calle, a clientes ebrios. Los cogían muy bien, por el fondo
del pantalón y por el cuello, balanceaban el peso una o dos veces y salían despedidos
trazando un curva parabólica hasta el centro de la calzada. Supe que no era
conveniente tocarlos ni pretender ayudar. Eso quedaba reservado al policía. Por lo
demás, las calles de Estocolmo y Upsala estaban muy limpias, la seguridad ciudadana
era perfecta, y Suecia me pareció un admirable país.
No cesaba en Europa la inquietud entre los estudiantes. A título personal y con
algunas reticencias de los holandeses por razones políticas, asistí en Gróningen,
Holanda, del 4 al 11 de enero de 1970, invitado por el World University Service a una
reunión sobre Salud Mental en Estudiantes. Envié previamente un Background
Document, que en inglés suena muy bien, sobre este asunto en España. Aparte de
algunos peligros derivados de incomprensiones mutuas de naturaleza ideológica
(ellos esperaban soflamas políticas incendiarias por mi parte), mi salud corrió cierto

151
riesgo al subirme a una bicicleta junto a otros ciclistas más avezados. Recorrimos la
ciudad con el pavimento helado. Mi paseo fue el más largo, porque no veía el
momento de frenar y bajarme de aquel velocípedo en el que me deslizaba raudo como
un campeón de patinaje, cosa que estaba muy lejos de ser. En los canales próximos
los niños patinaban como en los cuadros de los pintores antiguos.
En agosto, del 23 al 28, tuvimos en Milán el VIII Congreso Internacional de
Psicoterapia. Recuerdo que una noche volvía lentamente de madrugada por calles
solitarias, junto al parque zoológico, escuchado los rugidos de los leones, cuando me
llamó alguien por mi nombre. Era el Dr. William Davis Jr, de Brooklyn, a quien no
había vuelto a ver desde 1960 en Nueva York. No era congresista. Me contó que
vagaba, más que viajaba, por Europa en vacaciones. Pensé que llevaba bien su
aislamiento. Yo no podría viajar solo de esa manera.
En noviembre de 1970 nació nuestra segunda hija, Blanca. En mi cartera
guardaba yo una carta escrita por Ana, nuestra hija mayor. Decía exactamente:
Querida Cigüeña ¿Cómo estás? Quisiera un hermanito o una hermanita para no
estar tan sola. Gracias. Que sea pronto. Ana. Me preguntó, a punto de cumplir los
siete años, si se echaba en los mismos buzones que las otras cartas. Le respondí que
me ocuparía de que llegara a su destino. En la ceremonia del bautizo, Blanca no cesó
de gritar, impidiendo el discurso del párroco, que sonrió afirmando que algunos
angelitos tienen excelente voz. En efecto, de mayor cantó, y muy bien, en los coros.
Las dos hermanas se han querido entrañablemente y nos han dado muchas
satisfacciones. Cuando escribo estas memorias están felizmente casadas las dos. Ana
terminó Farmacia con muy buenas calificaciones y Blanca, con no menor brillantez,
acabó Filología Inglesa y preparó bien su doctorado. Terminada la carrera elegida por
ella, dio, como yo había hecho, varias vueltas por el mundo ampliando estudios.
En 1971 asistí como candidato en training al 27 Congreso Internacional de
psicoanálisis, presidido por Anna Freud. Tuvo lugar en Viena del 25 al 30 de julio.
Sólo podíamos asistir por rigurosa invitación y, de paso, por rigurosísima entrega del
dinero correspondiente, momento a partir del cual nos sonreían, hasta donde se puede
sonreír en el ambiente del psicoanálisis ultraortodoxo, que no es mucho. Anna Freud
llevaba sus escasos cabellos sujetos arriba de la cabeza con un gracioso kiki mediante
un lacito rojo. Fue muy amable y tolerante cuando quisimos acercarnos y hacerle
fotografías. Quizá fuéramos demasiados fotógrafos a la vez. Varias viejas
cascarrabias se nos acercaron profiriendo gritos histéricos: You are analysts. Please,
behave! Nos pedían corrección y buenos modales, pero ellas habían perdido los
papeles y tardaron en salir de la crisis. Fue la suya una tempestad de movimientos,
una reacción catastrófica a lo Goldstein, descoordinada, cuya agitación duró largo
rato. Corrían por el salón como gallinas asustadas. Anna Freud y Leo Rangell las
miraban comprensivamente, sin alterarse.
Tuve ocasión de tratar de cerca, con cierta confianza, a bastantes candidatos de
todos los países. Los varones, ceñudos, mirando de reojo, sin fiarse de nadie,
hablaban poco con desconocidos. Descubrí en la mayoría de candidatas con las que
hablé que eran sumamente desgraciadas. Me lo confesaban espontáneamente, nada
más iniciar la conversación. Solteras con complejo de solteronas, abandonadas por
sus novios, repudiadas por algún amante, me contaban historias enternecedoras y

152
tristes. Sin haberle pedido detalles, me dijo una colega francesa que lo único que la
consolaba en este mundo era golpearse rítmicamente el clítoris con una cucharilla de
café. Llevaba una en el bolso. Quiso que fuese a su cuarto para verlo y me excusé.
Insistió, afirmando que con público sentía mayor placer y olvidaba por un rato sus
problemas.
Alguien me hizo el quite y me libré del ritual de la cucharilla, pero caí en las
manos de otra joven, una alemana introvertida, muy apesadumbrada porque todavía
era virgen, después de largo tiempo en análisis didáctico. Decidida a superar la
frustración, intentó varias aventuras sin conseguir su propósito, hasta que, recordando
el éxito de las europeas con los norteafricanos, viajó a Marruecos. Después de
algunos días sin resultado práctico, un camarero se apiadó de ella en la balaustrada de
un restaurante: Allí mismo y de pie, pasó por fin. Él me dijo que tenía prisa y
desapareció. Yo me quedé llorando, como ahora. No supe qué decirle. Entre suspiros
me comentó que su analista, ya mayor, soltera de momento, permanecía callada
cuando trataban ese asunto. El silencio es lo más importante a veces, me contaba ella,
según se desprendía de la conducta de su analista didáctica.
Fui recibiendo en tan corto tiempo diversas confidencias, no solicitadas. Incapaz
del silencio terapéutico-didáctico, dije, a cada una de ellas, palabras afectuosas, sin
excederme; me parecieron personalidades frágiles y extenuadas. Otra candidata,
vecina de pasillo, que había sufrido un intento de violación por un energúmeno,
candidato de un país tercermundista en el momento en que yo llegué, lloraba sentada
en el suelo, con la puerta entreabierta. Creí mi deber ayudarla a levantarse. Sin dejar
de llorar me dijo con voz poco audible: Merci, vraiement. Si quieres, te puedes
quedar; tú no me querrás hacer daño. Reste si te veux. ]'ai peur. Como era francesa y
católica, le propuse que rezáramos juntos en vez de iniciar una relación íntima que,
con toda probabilidad, sería destructiva: —Rezaré, pero no sé si diré todo esto en mi
análisis; creo que no tendré más remedio. Le rogué que no lo contase a mis colegas
de Madrid.
Todavía en el mismo año tuvimos en Amsterdam un Symposium Europeo sobre
Epilepsía en el mes de septiembre. Para mi siempre fue una enfermedad que unía mis
intereses por la Neurología y la Psiquiatría. Además, tiene un tratamiento médico
agradecido y, cuidando los aspectos psicosociales, una buena recuperación en todos
sentidos. Mi relación con los pacientes epilépticos, niños y adultos, fue fácil y
gratificante. Coincidí en Amsterdam con el doctor José Carlos Oliveros y otros
encefalografistas españoles. Mi esposa estuvo encantada porque la sección social fue
espléndida; el país y sus habitantes derrochaban simpatía. Sólo me frustró la
respuesta de un psicólogo holandés al preguntarle por su experiencia con el test de
Rorschach. No lo usaban. It's out of fashion. No les parecía de moda. ¡Ah!
Interrumpí durante un mes mi llamado análisis didáctico porque el 29 de junio de
1972 falleció mi padre, después de una breve enfermedad y una operación quirúrgica.
Los últimos quince días de su vida los pasé todo el tiempo a su lado; él sabía que se
estaba muriendo. ¿Sobre qué versaron nuestras largas conversaciones en aquellas dos
semanas? En otro lugar tal vez hable de tan dolorosos días. No he tenido una
experiencia más dura en mi vida. En los meses siguientes elaboré el duelo con ayuda
de buenos amigos y procuré levantar el ánimo de mi madre. Quien mejor consiguió

153
auxiliarnos fue Blanca, nuestra hija menor, que ya andaba y tenía una curiosa forma
de hablar. No hubiera salido de aquella tristeza, de aquella sensación de pérdida y
desamparo que me inmovilizaba, si la familia de mi esposa no hubiera puesto a
nuestra disposición una casa de campo, muy retirada en el interior de la provincia
alicantina. Cipreses, olivos, almendros, algunas liebres y un bando de perdices me
hicieron compañía en mis paseos solitarios.
Cuando reaparecí en el diván de la bruja no me dio el pésame, ni comentó ni una
palabra, como era de esperar en ella. Fue otro momento en que estuve a punto de
dejar de ir. Por mi parte, siempre que mis pacientes privados han sufrido una
operación quirúrgica les he llamado por teléfono e incluso he ido al sanatorio a
verlos. Al perder un familiar les he dado el pésame y, en ocasiones, he asistido a la
misa de funeral. También he ido a algunas bodas y bautizos. Cada vez veo más claro
que, para mí, una cosa es el psicoanálisis (desmenuzar la mente) y otra la psicoterapia
(tratar de curar o ayudar a la persona, teniendo en cuenta su entorno)
Volviendo a los congresos, uno de los más interesantes y razonables fue el de
Oslo, del 25 al 30 de junio de 1973, Noveno Internacional de Psicoterapia. Leí mi
comunicación sobre Transcultural perspectives in Spain. Las estrellas del congreso
fueron Günter Ammon, de Berlín; Benedetti, de Basilea; Boszormeny—Nagy, de
Pensnsylvania; Jerome D. Franck, mi admirado psicoterapeuta ecléctico, de
Baltimore; Alexander Mitscherlich, a la sazón en Düsseldorf (le hablé de Luis
Martin-Santos que trabajó con él en Berlín y dijo no acordarse de ese nombre, lo cual
me dolió); R. Muchieli, de Niza; Hans Strupp, de la Vanderbilt University, en
Nashwille, Tennessee; Thomas Szasz, siempre provocador; Eric Wittkower, profesor
de Mc Gill Univ. en Montreal y Benjamin Wolman, de Nueva York.
Nos obsequiaron con un crucero por los fiordos próximos. Me llamó la atención
ver las cabezas de numerosos jubilados y jubiladas, bañándose muy a gusto en aguas
profundas. Me daba frío verlos y les pregunté cómo se sentían: Felices del todo. Aquí
llega directa la corriente del Golfo de México y el agua está caliente. Con estas
viejecitas que se bañan con nosotros hacemos picardías debajo del agua, jé, jé.
Nos asombró el sol de medianoche. Una luz crepuscular nos acompañó desde la
caída de la tarde al día siguiente. Venía con nosotros el doctor Victor Lafora, hijo de
don Gonzalo y su amigo —y mío— Alfredo Corrochano, matador de toros retirado a
raíz de la guerra civil española. Lo presentamos como un psicoanalista disidente de la
ortodoxia freudiana. El torero, educado en Suiza, respondió en impecable francés,
con desparpajo, a las numerosas interpelaciones que le hicieron. De aquel congreso
traje un vestido de campesina noruega para mi hija Blanca. Nos ayudó a elegirlo la
doctora Mette Nygárd, excelente amiga de Oslo que vivió algunos años en España y
dominaba el español coloquial: En Madrid lo pasé pipa.

154
Agosto de 1974: En Luxemburgo, junto a la doctora Pluzec y otros representantes
nacionales; reunión de la OMS sobre Suicidio en Adolescentes

155
El doctor Meddard Boss y el doctor Victor Frankl, estrellas en los congresos europeos

En Julio, del 22 al 27, estuve en París como guest, eufemismo para un semi-
invitado mediante pago a las reuniones de candidatos en formación psicoanalítica. Es
normal abonar la inscripción, pero me pareció que esta vez, como antes en Londres,
se hablaba demasiado del dinero, con notoria falta de elegancia, como si fuera lo más
importante de todo.
En el mismo año el Congreso Internacional sobre Tratamiento de la Epilepsía y
los Trastornos del Comportamiento tuvo lugar del 6 al 7 de diciembre en Madrid.
También en la capital de España se celebró el año siguiente del 1 al 3 de junio el
Congreso de Psicoanalistas de Lengua Francesa. Vinieron algunas grosses légumes
que iban a ser nuestros máximos supervisores. De ellos dependería ingresar o no
ingresar en la Sociedad de Psicoanálisis. Yo cada vez veía todo aquello con más
reservas.
La OMS me requirió como representante español para la muy significativa
conferencia sobre Suicidio y Tentativas en los Jóvenes, celebrada en Luxemburgo del
19 al 23 de agosto de 1974. Encontré a la Dra. Zenomena Pluzeck, de Polonia.
Seguíamos coincidiendo en casi todas las reuniones de la OMS en distintos países.
Desde el punto de vista específico, los expertos eran el doctor berlinés K. J. Thomas,
director del Centro de Prevención del Suicidio, en el Ministerio de Juventud, Asuntos
Familiares y Salud, Bonn-Bad Godesberg el vienés doctor H. Katssching, en cuya

156
ciudad existe un centro de prevención específico, y Mrs. C. P. Ross, norteamericana,
que acudió como observadora; Mrs. Ross pertenecía al Suicide Prevention Center,
San Mateo, California.
Para mí era inevitable recordar a dos jóvenes psicoanalistas españoles, uno de los
cuales fue alumno mío y muy querido amigo; los dos cometieron suicidio, uno con
pastillas y otro lanzándose al vacío. En este segundo caso, según me dijeron, una
psicoanalista, no médico, le ordenó suprimir la medicación antidepresiva que estaba
tomando. Comento el caso con todas las reservas, porque no me consta su rigurosa
autenticidad, que no pude ni quise comprobar. Una de las primeras psicoanalistas
extranjeras que vino a Madrid murió, según se contaba, por perforación peritoneal en
el curso de una maniobra masturbatoria con una botella. No tendría nada que ver esto
con el suicidio si no hubiera trabajos científicos publicados sobre juegos erótico-
suicidarios en personalidades raras, seguidos o no de muerte semiaccidental. Otra
cosa es el parasuicidio del conductor a gran velocidad con alcoholemia considerable,
de lo cual me hablaron hace años a propósito de dos psiquiatras conocidos y muy
respetados por mi. Es bien conocida la frecuencia de suicidios en la especialidad de
psiquiatría, y en especial entre psicoanalistas y en sus familiares, superior a la
frecuencia general entre médicos, que tampoco es baja. (La más alta entre todas las
especialidades, 3 por cien del total número de muertes en médicos). Entre psiquiatras
menores de cuarenta años se suicidan 61 por cada 100.000 médicos de esta rama. Los
pediatras tienen el índice más bajo de todos, 10 por 100.000) En el Comprehensive
Textbook de Freedman, Kaplan y Sadock (1975) se recogen estos datos, junto a
opiniones recientes que critican la metodología estadística empleada.
En su Autobiografía Filosófica, Karl Jaspers señala que Gertrude, la que luego
sería su mujer, le atrajo por el sentido de la responsabilidad, que Jaspers atribuyó al
suicidio de un hermano de ella. La trágica muerte de Stefan Zweig, junto a su
segunda esposa, en Brasil, se achacó por algunas personas a influencias mal
asimiladas del psicoanálisis. Los biógrafos de tan excepcional biógrafo señalan la
corona negra de suicidios en su árbol de amistades, coincidiendo con la persecución
nazi de los judíos, lo cual invita a la reconsideración de los factores ambientales,
tanto como biológicos en las personalidades predispuestas.
Se habló detenidamente en la reunión de Luxemburgo de la prevención así como
de la predicción de posibles actos repetitivos en quienes lo han intentado alguna vez.
Es conveniente tener en cuenta las crisis interpersonales como factor desencadenante.
Identificados los grupos de alto riesgo, se comprueba que el peligro en ellos es tres
veces superior a los de bajo riesgo. El estudio de las conductas autoagresivas debe
ampliarse al abuso maligno de tabaco, alcohol, tendencia a los accidentes (accident
prone personality), así como a los comportamientos negligentes de ciertos enfermos
crónicos en relación con los tratamientos. En los jóvenes importa su situación con
respecto al empleo y status, así como la circunstancia de vivir solos, con familia,
amigos, o en hostales, instituciones u otro tipo de alojamiento. Las mujeres jóvenes
que vivían solas variaban entre el 2 por cien en Yugoslavia y el 22 por cien en
Finlandia, llegando al 24 por cien en París. Las universitarias en su primer año de
carrera y con menos de veinte años parecen especialmente vulnerables.
Tras una breve excursión fluvial, en un barco que apenas cabía entre las esclusas,

157
tuve que despedirme de los participantes. En la capital del minúsculo estado
luxemburgués tomé un avion, lógicamente muy pequeño. Era un biplano con hélices
que volaba bajo y me permitió disfrutar del fuerte oleaje del Canal de la Mancha sin
los habituales efectos secundarios.
En Londres había un congreso de psicoanalistas de lengua inglesa. De nuevo iba
en calidad de candidato guest, es decir, enviando el dinero por delante para oír hablar
de dinero en primer lugar. Ya no me quedaban resistencias inconscientes, todas
parecían claras, evidentes y furiosas. ¿Cuando sería capaz de salir de la ratonera?
En 1975, rompí la ratonera, recuperé la libertad de pensamiento y envié al diablo
lo que a mi me parecía, cada vez más, una secta. En las reuniones de futuros analistas
se hablaba de lo que pensaban ganar creando un red fija, o creciente, de clientes —
mentalmente presos como nosotros— que se enviarían unos a otros. Según se mire,
puedo inscribir esta decisión en la serie de los fracasos o en la de los aciertos y, de
paso, seguir analizando las resistencias y la reacción terapéutica negativa que
pudieron condicionar mi rechazo, mi tardío rechazo, una vez satisfechas del todo mis
necesidades de autocastigo y de disfrutar del sufrimiento.
Mi esposa, en primer lugar, y mis amigos más inteligentes dijeron ¡Ya era hora!
Coincidieron en que aquella experiencia no fue ni didáctica ni terapéutica, sólo
masoquismo llevado a extremos increíbles de duración y de daño personal. Es posible
que a algunos candidatos les beneficie pasar por tan dudoso aro para su formación
psicoterápica. En mi caso fue perjudicial.
Freud y Joseph Wortis conversaban sobre temas diversos y no guardaron en
absoluto la rigidez que yo vi con mi bruja particular. Los candidatos, al menos los de
mi grupúsculo, veíamos como la meta de nuestras vidas haber completado una
formación ortodoxa psicoanalítica. En esto último distábamos de los pacientes,
muchos de los cuales abandonan por su cuenta el tratamiento. Pocos analistas
confiesan las cifras exactas del dropping out, salvo en las clínicas que vi en
Norteamérica.
En 1975 nos reunimos los psiquiatras españoles en el Congreso Nacional de
Madrid. Fue una pausa necesaria y grata entre tanta salida al Extranjero. En 1976, del
14 al 11 de julio, participé en París en el X Congreso Internacional de Psicoterapia,
en plena ola de calor y de disparates. En las fuentes del Quartier Latin, lo mismo que
en las zonas residenciales, vi señoras de todas las edades metidas en el agua,
olvidadas del chic proverbial que toda mujer luce en París. En el metro, con
insoportable olor a sudores multiraciales, la gente se pasaba pañuelos por la cara y
por toda la superficie corporal, perdido por completo el decoro. En el hotel, paredes y
suelos de mi habitación estaban tapizados con moqueta de color rojo que aumentaba
la sensación caliginosa. Pasé buena parte del tiempo bajo la ducha. Durante la noche,
de vez en cuando me asomaba al balcón; cada vez que lo hacía se apagaban las luces
vecinas y se oían ruidos de ventanas y puertas. La gente permanecía desnuda al aire
libre, a la espera de un brisa fresca de madrugada, que nunca se produjo.
Había llegado al congreso la moda de las extravagancias. Una era El Grito
Primario, cuyas propiedades terapéuticas no comprendí. Consistía en alinearse en dos
filas paralelas, mirándose a la cara, a escasos centímetros de la nariz de en frente. Por
el calor, quién sabe si por otras razones, la gente se desnudaba de medio cuerpo para

158
arriba. Y a la voz de ¡Ya! comenzaban todos a gritar, a proferir verdaderos alaridos, a
cual más fuerte para impresionar a la persona que había delante. Los monos de
Masserman lo hubieran hecho mejor, pero nosotros no estábamos lejos del estado
simiesco. Algunos enseñaban los dientes, amenazadores, otros hacían muecas para
propiciar la transferencia o no sé qué demonios. Las participantes femeninas,
fascinadas, daban gritos que hubieran hecho feliz al viejo Charcot en La Salpétriére.
El Grito Primario colectivo se trasformó en griterío propio de una epidemia histérica.
Las congresistas más timoratas, con su ropa interior sudada, ofrecían un aspecto
decadente, de huríes venidas a menos.
Como no había piscinas próximas no se pudo ensayar lo que algunos proponían,
las técnicas de ciertos psicólogos californianos que se sumergen en grupo, desnuditos
y desnuditas, tocándose sólo —ahí estaba lo malo— con las yemas de los dedos en
otras yemas de ajenos dedos. Los beneficios terapéuticos los explican con teorías que
nadie puede, ni pretende creerse. No pararon aquí los disparates. En una gran sala
oscurecida se había dispuesto, como en las Fallas de Valencia, un gran artilugio de
cartón piedra, de color rojo que representaba el útero materno. Era preciso meterse
allí en pequeños grupos y escuchar el ruido monótono, rítmico, de una cinta
magnetofónica que reproducía el paso de la sangre de la madre por la vena cava y por
las arterias correspondientes. ¡Lup-dup! ¡Lup-dup! Eran los latidos maternos. Los
congresistas, encogidos con las rodillas dobladas, adoptaban posturas fetales
esperando la llegada de fantasías prenatales como las que describen Melanie Klein y
sus kleinianos. Pensé que algunos se podrían quedar achicados para siempre, porque
se les estaba poniendo cara de embrioncitos y embrioncitas. Salí pronto de aquel
recinto, donde el calor y los olores eran poco soportables, aunque algunos parecían
estar en la gloria. Luego supe que un joven congresista, menudito y crédulo, tuvo un
episodio psicótico, convencido de haber estado realmente dentro del útero de su
mamá y lloró durante horas por haber nacido. Nadie fue capaz de consolarle, aunque
muchos le rodearon afectuosamente y algunas congresistas feúchas se ofrecieron para
amamantarle. En esta sala y en la del Grito Primario predominaban psicoterapeutas
no médicos, en su mayoría sudamericanos del Cono Sur.
En 1979 se celebró en Amsterdam del 27 al 31 de agosto el XI Congreso
Internacional de Psicoterapia. No se si fue allí donde vi una máquina de hacer
psicoterapia. Se pulsaban teclas con los síntomas que uno creía padecer y la máquina
daba los consejos oportunos. Hubo comunicaciones importantes de Hans Strupp y de
Jeanne A. Lampl de Groot, Doctor Honoris Causa de la Universidad de Amsterdam.
Me gustó mucho ver a dos amigos muy queridos, José Rallo, mi amigo y maestro, así
como al joven valenciano Salvador Mascarell amigo y ex-discípulo mio, entre los
participantes. Por otro lado, me interesaron los libros que allí se vendían. Adquirí
bastantes sobre técnicas de los tratamientos, barruntando que no asistiría a más
congresos. Por la misma razón me suscribí a las principales revistas de psicoterapia y
psicoanálisis norteamericanas y a dos de lengua francesa.
En 1983, del 20 al 22 de octubre, acudí a mi último congreso con sabor casi
internacional. Tuvo lugar en Alicante, organizado por el New Jersey Institute of Short
— term Psychotherapy y un grupo español de Psicoterapia Dinámica Breve. En 1983
había dicho ya mi personal Adiós a las Armas, quiero decir, aunque no quisiera

159
tenerlo que decir, el adiós a la Ciencia. Dejó de ser mi meta definitiva y única, por
más que permanezca fiel a mi carrera de Medicina, la de Claude Bernard, Virchow,
Cajal y Marañón. Pero busco desde entonces no sé si la verdad o la salvación en el
Arte y la Literatura.
De mis primeros congresos de Psiquiatría fuera de España guardo un recuerdo
amable y agradecido. El primero fue en Zürich en 1957 y el segundo en Chicago, el
37 Annual Meeting of the American Orthopsychiatric Association, del 25 al 27 de
febrero de 1960 en el Hotel Sherman. Se me pierden como un azoriniano humo azul
en el cielo. Debe ser mejor así.

160
CAPÍTULO VII

Oposiciones y oposicionismos. Asistencia y


docencia

T IEMPO de oposiciones, tiempo de que nos lleven la contraria, tiempo de stress.


Oposición es Acción y efecto de oponer ú oponerse. Disposición de algunas
cosas, de modo que estén unas enfrente de otras. Contrariedad o Repugnancia de
una cosa con otra. Odio, Aversión, Antipatía. En el sentido en que pensé redactar este
capítulo se trata del concurso de los pretendientes a una cátedra o prebenda, por
medio de los actos literarios en que demuestran su suficiencia para conseguir su
pretensión. En Retórica, es figura que reúne ideas que parecen contradictorias, como
Loca Prudencia o Triunfantes Derrotas. De esto último he tenido dos experiencias en
mi vida. Una de ellas fue decir adiós al psicoanálisis; la otra, despedirme de mis
queridas asignaturas: Psicología de la Personalidad y Psicopatología, en la Facultad
de Psicología.
Para entender algo sobre las oposiciones encontradas en mi vida, he buscado en
el diccionario voces vecinas. Descubro la palabra Opoponax ¿Qué será eso? Está muy
claro: En Botánica es el Opoponax Chironium, de la familia de las umbelíferas,
subfamilia de las apioideas, tribu de las peucedáneas, subtribu de las ferulinas;
género con los nervios de las costillas marginales en la base de las alas de los
aquenios.
¡Era eso! ¿Cómo no se me habría ocurrido antes? Para todo hay explicación. La
enemistad entre el Estado y el Individuo tiene aquí su razón de ser. Me han vapuleado
las costillas marginales en la base de las alas de los aquenios una y otra vez. Y han
sido esos, gente de la subfamilia apioidea, tribu de las peucedáneas, era evidente. El
resto fue cosa de la subtribu de las ferulinas, de la que no cabía esperar nada bueno.
Por fin doy con la clave de lo que me ocurrió en el psicoanálisis llamado didáctico y
de lo que acaeció, para mi mal, en el trato con algunos opoponaxos de la Facultad de

161
Psicología, que a más de umbelíferos eran apioideos. Incurrí en otra equivocación que
tiene que ver con las oposiciones: unir voces de opuesto sentido, dejarme llevar por la
Loca Prudencia y hacer apuestas para ganar Triunfantes Derrotas. Es preferible
quedarse leyendo en casa o ir a la costa para realizar el sueño de Manuel Machado:
¡El mar! ¡El mar y no pensar en nada!

He visto a valiosos opositores a cátedras universitarias de Psiquiatría, enzarzados


en la más fea de las competencias contra sus compañeros. Algunos buenos amigos
míos, empeñados a todo trance en lograr la prebenda se dejaron por el camino el pelo,
la salud y los restos, si algo quedaba, del buen humor de la juventud. El doctor
Marañón ha escrito inolvidables páginas sobre tan duras pruebas. A don Santiago
Ramón y Cajal tampoco le fue muy bien en algunas ocasiones. Recuerdo en los años
50 a los jóvenes Carlos Castilla del Pino y Luis Martín Santos —los psiquiatras más
inteligentes de varias generaciones— lidiar con gentes diversas, ¡pero inferiores!, la
batalla del saber y de las influencias. Juan Antonio Vallejo-Nágera, que podía contar
con la ayuda suplementaria que dan las buenas relaciones con el poder administrativo
y político, no quiso ser esa clase de opositor que se deja las pestañas y el alma. Vi a
mi maestro don Ángel D. Borreguero frustrado una y otra vez en su afán de lograr la
sede universitaria. Hubiera sido un buen catedrático. Su carrera recibió la puntilla
cuando en el congreso de Zürich en 1957 las diapositivas salieron torcidas y,
finalmente, no salieron en absoluto, por avería del proyector. El trabajo de toda su
vida quedó inédito. La comunidad científica internacional siguió viviendo sin dar
importancia a tantas horas de estudio. Mi admirado amigo Manuel Cabaleiro Goas,
que ya era régulo en Galicia, publicó lo indecible acumulando méritos y tampoco
llegó a catedrático, de tanto que sabía. La canonjía no siempre se sube a los brazos de
los ignorantes que tienen padrinos. A veces acude con razón y honradamente a manos
que la merecen. Vi opositar a quienes lo lograron con toda justicia: el profesor Rojas
Ballesteros, que lo fue de Granada y el doctor Ramón Rey Ardid, que obtuvo plaza en
Zaragoza. No fue así para Carlos Castilla del Pino, al menos en el régimen político
anterior a la democracia, ni para Luis Martín-Santos. A Luis lo recuerdo muy afable,
visitando conmigo el parque zoológico de Zürich en el Congreso Mundial de
Psiquiatría, en 1957. Siempre tuve un buen contacto personal con él; su sentido del
humor era constante, su afectividad cálida. Hice una recensión de algún libro suyo
para el American Journal of Psychoterapy. No es de fácil lectura su Dilthey, Jaspers
y la comprensión del enfermo mental. Luego vino su Libertad, Temporalidad y
Transferencia en el Psicoanálisis Existencial y unos Apólogos que sonaban a obra
incompleta. Todo quedó en segundo plano en cuanto publicó Tiempo de silencio, la
novela que se tradujo a tantos idiomas y obtuvo un éxito de crítica inusitado.
La oposición mayor para Luis Martín-Santos no fue la que le pudieran presentar
otros aspirantes a la cátedra universitaria, fue la hostilidad del régimen a quienes
tuvieran abiertamente ideas políticas en contra. Me han contado, no se si fue así, que
venía muy a menudo de Francia con el coche lleno de papeles de propaganda
subversiva. Los policías ya sabían, le conocían bien y le trataban con amabilidad y
admiración

162
—Don Luis déjenos sacar la propaganda comunista y venga por favor con
nosotros, que tenemos orden de llevarlo detenido. Muchas gracias, Don Luis. Si lo
soltaban, no tardaba en repetirse la escena: —Don Luis, por favor, tenemos que
detenerle. Un día el profesor López Ibor nos contó en la policlínica que acababa de
morir en accidente de automóvil Luis Martín-Santos. Y trazó un breve bosquejo
biográfico. Me pareció demasiado breve. La sesión clínica continuó igual que la de
todos los días.
El ambiente desde el año 1947, en que Castilla del Pino conoce a Luis Martín-
Santos, se describe en las memorias tituladas Pretérito Imperfecto. En ellas desfilan
los doctores Antonio Vallejo Nágera, López Ibor, Germain, Escardó, Lafora, Sarró,
Alberca, Soto Yárritu, Laín, Marañón, Rof Carballo y otras figuras relevantes de la
Psiquiatría y la Medicina española, De Rof cuenta que se psicoanalizó con la alemana
Margarita Steinbach, la que falleció por perforación peritoneal al introducirse en el
recto, con fines masturbatorios, una botella de cristal dejando en orfandad a todos los
que tenía en análisis. De Escardó dice que ha sido quizá la persona de mayor
elegancia moral que ha conocido. Despojado y represaliado en la posguerra, se retiró
a su casa y cultivó la amistad de escritores y artistas, sin acudir a congresos de
psiquiatría. El juicio de Castilla sobre el doctor Escardó lo suscribo. Lo traté en sus
últimos años. No iba a congresos, pero no se perdía corrida de toros en la plaza
Monumental de las Ventas. Su aristocracia espiritual era evidente. No sé por qué
pensé que en su vida personal no era feliz. Con los pacientes, tenía una clientela
selecta y muy fiel, extremaba la cortesía y la caballerosidad. Fue la primera persona
que me recomendó irme a los Estados Unidos a vivir.
Entre mis recuerdos, parciales y algo confusos, se halla una llegada de Martín-
Santos a las oposiciones en la Facultad de San Carlos de Madrid. Estaba yo en el
vestíbulo, junto a la entrada de la calle de Atocha, cuando entró, precedido de su
padre, general laureado, que vestía de uniforme con todas las condecoraciones. A
Luis lo escoltaban dos números de la Guardia Civil o de la Policía Armada. No sé si
en ese momento le soltaron las esposas. La comitiva se dirigió con paso procesional y
cierta majestad hacia el salón de oposiciones. El cuadro era esperpéntico. Algún día
un director de cine lo reproducirá. No sé si pensé yo —quizá si alguien lo vio lo haya
dicho antes— que faltaba en el séquito de Martín-Santos un obispo de pontifical y
dos picadores de toros, además de la pareja de la guardia civil y varios nazarenos con
el capuchón bien enhiesto, portadores de grandes cirios. A Gutiérrez Solana o a
Zuloaga les hubiera encantado pintarlo y a Camilo José Cela describir la llegada del
psiquiatra censurado por la política.
Estaba muy claro que Luis nunca hubiera sido catedrático. Por exceso de
sabiduría y por otras razones; muy distintas del caso de José María Rodríguez
Delgado, en el que la política no tuvo nada que ver. Recuerdo, aunque vagamente, el
día en que vino Delgado desde Estados Unidos para pronunciar una conferencia sobre
Neurofisiología en el servicio de Marañón. Estuvo inmenso. Al terminar dijo don
Gregorio —al menos eso creímos oírle: —Este hombre sabe tanto que jamás será
catedrático de Fisiología en Madrid.
Existió durante años una parte de la oposición, la más teatral y temida, la trinca.
Consistía en desmantelar lo dicho por el otro opositor después del preceptivo

163
autobombo, exhibición del curriculum. Solía ser en forma de Memoria. En la trinca
algunos ironizaban sobre la buena memoria del colega, su capacidad nemotécnica,
para de ese modo, atacar más a gusto la Memoria en que hacía constar su formación y
pulverizar la importancia de cualquier investigación del compañero. El penoso
trámite exigía tener durante varios días la atención tensa y a punto la capacidad de
respuesta para lo inesperado e impredecible. En mi consulta particular he tenido que
atender estados de ansiedad desorganizadora del pensamiento, y de las funciones
psíquicas en general, en opositores a notarias y a otros puestos de responsabilidad.
Dije a mis clientes que no se curarían, por dos razones. La primera porque no eran
enfermos, sino personas normales en situación extrema. La segunda, porque una vez
ganadas, la ansiedad desaparecería. Los exámenes de esta naturaleza son motivo de
rencillas y rencores difíciles de olvidar.
Marañón estima que las oposiciones eliminan para la enseñanza un número
importantísimo de posibles maestros, que han renunciado a la Universidad por no
sentirse aptos para la prueba. En cuanto a la supuesta objetividad de los tribunales, no
duda en calificarla de masonería del profesorado, de monopolio del saber —o de la
enseñanza— en manos de unos cuantos, los del gremio profesoral, que no son
siempre, ni mucho menos, los mejores.
Algo de esto sufrí en mí mismo cuando la oposición o, mejor dicho, la Prueba de
Idoneidad. Oposición hubo, sí. Formidable, en la semideclarada guerra de algunos
psicólogos contra los psiquiatras en la época que me tocó vivir dentro de la Facultad
de Psicología de la Universidad Complutense.
Pero hubo otras oposiciones que se podían ganar. Yo las hice a Directores de
Manicomios y Dispensarios, y también a Jefes de los Servicios Provinciales de
Higiene Mental y más tarde a Profesor de Sala de Psiquiatría en la Excma.
Diputación Provincial de Soria. Las gané, pero con la sensación de que, a cambio,
perdía tiempo y vida. Fui testigo desde los años 50, durante tres décadas, de aquellos
pugilatos con apariencia de científicos, caldo de cultivo de resentimientos y, a veces,
de incapacidades para ejercer serenamente la profesión médica.
La primera que obtuve fue la plaza de Médico Ayudante en el Hospital
Psiquiátrico de Leganés. No me atraía, pero no había otras oportunidades. Una vez
ganada, era preceptivo tomar posesión en el plazo que se nos indicara. En mi caso,
incompatible con la promesa de hallarme el 2 de febrero de 1960 en Nueva York para
iniciar las actividades de una extraordinaria beca de ampliación de estudios, con
posibilidades enormes. No lo dudé. Renuncié a la toma de posesión y en el sillón de
mi plaza limpiamente ganada, sentóse ipso facto un,digamos, compañero de
oposición, que entró por la puerta trasera en el cargo. Poco después de mi regreso de
Estados Unidos se convocaron plazas similares, esta vez de Jefes Clínicos. Gané,
tomé posesión y no tardé en pedir la excedencia, llamada voluntaria del centro de
Leganés. Leí en el Reglamento editado con motivo de su fundación a fines del siglo
pasado: Ningún paciente saldrá al patio sin permiso de la Madre Superiora. Me
pareció perfecto. ¿Qué sería eso de salir al patio cuando uno quiere? Los prebostes
habían pensado que Leganés fuese un modelo para el resto de España y del mundo.

164
Madrid, 1959. Los doctores Lafuente Chaos y P. Laín Entralgo me entregan el
Diploma de Médico de Empresa

165
Madrid, 1970. Conferencia sobre Salud Mental en la Dirección General de Sanidad

Nunca sentí vocación de psiquiatra de manicomio y por eso, tras obtener buen
número, por oposición, en el escalafón de funcionarios directores, pude elegir y, en
vez de ponerme al frente de algún hospital psiquiátrico en provincias o en los
alrededores de la capital, elegí el Dispensario Antiepiléptico (DAE.) recién creado en
el centro de Madrid. Sigue siendo la epilepsia uno de mis temas favoritos de estudio y
de actuación con los pacientes. Este campo estaba en manos de los neurólogos en un
ochenta por cien, desde que se generalizó el uso del encefalograma y dejamos de ser
neuro-psiquiatras, decantándonos por una u otra rama del antiguo tronco. Mis
numerosos amigos encefalografistas tienden a convertirse en EEG men como se decía
en Estados Unidos. No emplear la moderna tecnología médica sería absurdo. Pero el
neurólogo de antes, sin aparatos, estaba más cerca del paciente, confeccionaba
detalladas historias clínicas, exploraba con sus manos el cuerpo del enfermo y se
interesaba por su vertiente psíquica, casi tanto como el psiquiatra. Eso es lo que nos
propusimos hacer con los epilépticos de nuestro Dispensario, algo a contrapelo de la
corriente principal, a pesar de que siempre tuve un médico colaborador
electroencefalografista. Primero fue el doctor Joaquín Carbonell y luego el doctor

166
Pedro Herrero Aldama, prematuramente fallecido en el curso de un viaje científico a
Sudamérica. Junto a nosotros estaba Carmen Bragado, brillante psicólogo clínico, una
ATS especializada en psiquiatría y un equipo de asistentes sociales, además de varios
voluntarios estudiantes de psicología y de asistencia social. Fue agradable trabajar en
equipo con los pacientes y evitar que se les apartara de la enseñanza y del medio
laboral, amenaza que pesa tradicionalmente sobre los enfermos con ataques.
Nuestras actividades se iniciaron en 1961. Nos trasladamos varias veces y en
cada cambio teníamos una clientela diferente. De General Oráa, en el barrio de
Salamanca, fuimos a Peña Gorbea, en Vallecas; de allí a Maudes, cerca de Cuatro
Caminos. En nuestra experiencia predominaban niños en edad escolar y jóvenes de
clase media— media o media—baja, además de algunos marginados. Los teníamos
cooperadores y no cooperadores, estos últimos con rasgos paranoides. Un cliente dijo
en la primera visita que había escrito en un cartel para suicidarse: La culpa es de los
médicos que me atienden. (Aún no nos conocía) Por suerte se recuperó y nos regaló el
cartel. No faltaban personas con rasgos psicopáticos y otros de bajo cociente
intelectual, pero en conjunto a nuestro dispensario acudía el buen epiléptico. Así
llamábamos al paciente cooperador, con buen control de las crisis, sin grave patología
mental ni crisis sintomáticas de otra enfermedad. Además, el buen paciente tenía
teléfono y mantenía con su familia una cohesión suficiente. Los enfermos procedían
de la zona, muy poblada, de un hospital de día, de la Seguridad Social y de otras
organizaciones asistenciales.
No nos ayudó nada el doctor Frederic Gibbs al atribuir a una epilepsía del lóbulo
temporal el asesinato de Lee Oswald (asesino a su vez del presidente Kennedy) por el
impulsivo Jack Ruby. Tampoco es seguro que Freud haya orientado a los lectores de
Dostoyewski en su ensayo Dostoyewski y el parricidio, ni Sartre describiendo la
epilepsía del gran novelista Gustave Flaubert con un título desacertado: El idiota de
la familia.
Nuestra experiencia en el Dispensario Antiepiléptico fue gratificante para los que
allí participábamos, sobre todo al ver las mejorías espectaculares en los pacientes, que
se ocupaban de buscar otras personas con ataques para que los tratásemos en la calle
de Maudes. La incompatibilidad con otros cargos, era la época del pluriempleo, mal
necesario para subsistir con varios sueldos a cual más escaso, me hizo pedir la
excendencia voluntaria y añorar, desde entonces, la grata colaboración de mis
compañeros y de los pacientes.

El universo asilar, el de los viejos manicomios provinciales lo conocí a través de


las visitas que me encomendaba el Patronato Nacional de Asistencia Psicótica
(PANAP). No tenían, por suerte, carácter de inspección sino de cambio de
impresiones con los directores y equipos correspondientes para conocer sus
necesidades y tomar nota de las peticiones. Estrechar la mano de los esquizofrénicos
ociosos en el patio y, cuando era posible, fumar con ellos el cigarro que casi siempre
pedían, representaba para mí un paso más hacia los adentros de la locura humana. Ya
no tenía delante los gatos neuróticos ni los chimpancés amedrentados de los
laboratorios estadounidenses. Eran seres humanos sin esperanza, compatriotas y a

167
veces paisanos, sin amigos ni parientes que quisieran visitarlos. Sabido es que
mientras tienen madre, es la única persona que viene a estar con ellos. La población
manicomial aumenta en las vacaciones de Navidad y sobre todo en las más largas del
verano. El psicótico estorba cuando los familiares quieren cambiar de aires. En el
medio rural los parientes pretenden encontrar mejorado, quizá curado, al enfermo en
la época de la recolección o de pisar las uvas. Durante ese tiempo quieren tenerlo en
casa, como mano de obra.
En los años 60 quiso la Administración llamar Hospitales Psiquiátricos a los
clásicos asilos edificados muchos de ellos en el siglo xix o antes. El periodista y
escritor Ángel María de Lera efectuó una gira y la cuenta en su libro Mi viaje
alrededor de la locura, publicado en 1972. Muchas de sus experiencias se
superponen a las mías. Con escasa diferencia de tiempo hemos visitado los mismos
establecimientos.Es preciso seguir hablando de los manicomios porque no han
desaparecido, digan lo que digan los progresistas, los conservadores, los
revolucionarios y los burócratas de siempre. La mayor parte de los internados
deberian ser los esquizofrénicos de peor pronóstico, aquellos cuyo estado mental no
permite que sean tratados ambulatoriamente ni residir con su familia.
Ángel María de Lera habla en términos favorables, con reservas, sólo de unos
pocos manicomios de los que vio. Uno de ellos es el de Leganés, del cual su director,
Juan Antonio Vallejo Nágera, pidió la excedencia voluntaria en 1971, coincidiendo
con una época de disturbios en la sociedad española y en el ambiente de los
manicomios en particular. Es el año en que la expulsión de veinte médicos del
Hospital General de Asturias provoca la huelga de unos mil doscientos médicos
internos y residentes en veintiún centros de nueve provincias españolas.
No olvidemos que en 1969 se había decretado en todo el territorio nacional el
Estado de Excepción a causa de la agitación estudiantil. Ese año, en ABC del 24 de
enero, Torcuato Luca de Tena calificó de macabra villanía el incendio de la vieja
Universidad de San Bernardo, el asalto al Decanato en la Facultad de Derecho en
Madrid y del Rectorado en la Universidad de Barcelona; en este último se arrancó la
bandera nacional y se reemplazó por la roja con la hoz y el martillo, además de
defenestrar un busto del Jefe del Estado e intentar hacer lo mismo con la persona del
rector. Por aquella época a Ángel María de Lera las dotaciones económicas que
reciben los médicos le parecen una burla. El Psiquiátrico de Leganés pertenece a la
Beneficencia del Estado y hay algunos pabellones de pago. El doctor Valentín Conde,
más tarde catedrático de Valladolid, le informa de que hay cuatrocientos pacientes y
faltan especialistas complementarios, farmacéuticos, internistas, psicólogos,
estomatólogos. El campo de deportes, absolutamente vacio, demuestra la indiferencia
general. Sólo unos pocos pacientes trabajan en encuadernación.
En el Palmar, Murcia, se alberga más de un millar de pacientes. El director, Luis
Valenciano Gayá, dice que le falta sitio porque se ve obligado a mantener los
pacientes más tiempo del debido a causa de la mala recepción que tendrían fuera.
Cuenta con dieciséis médicos, once practicantes y una asistente social. Ninguna
enfermera titulada. Por cada médico, casi 69 enfermos. El hospital parece una
colmena, pero activa. Casi todo el mundo hace algo. Hay talleres de carpintería,
ebanistería herrería, espartería, fabricación de mosaicos, costura tradicional, prendas

168
de punto, hay peluquería de señoras y todos tienen ayuda y supervisión de monitores.
Funcionan bien y viven en régimen de cooperativa. Más del cuarenta por cien son
alcohólicos. El de Murcia es de los pocos centros que puede elogiar el visitante.
En Plasencia, Lera encuentra a don Celedonio, figura legendaria de la psiquiatría
extremeña y al doctor Sánchez Galán, actual director: Hay 595 internados y si no
fuera por don Celedonio, que viene con carácter voluntario, estaría solo. Hay un
médico de guardia, pero no más psiquiatras. Cuentan con seis practicantes y una sola
enfermera, ninguno de ellos especializado en psiquiatría. Tiene 16 monjas y 62
guardadores. Don Celedonio dice a Ángel María de Lera que no espera que acudan
buenos especialistas para ayudarles, si han de cobrar siete mil pesetas de sueldo al
mes. Recorre el periodista las tierras de Albacete, donde poco puede hacer un director
con escasos medios, y visita Almería (un solo psiquiatra debe atender 421 enfermos y
no hay psicólogos ni asistentes sociales).
En Córdoba esperaban tener pronto un nuevo manicomio. En el actual hay 540
internos, entre hombres y mujeres; hay varios jefes de servicios, psiquiatras
residentes, un internista, cuatro ATS especializados en psiquiatría, seis enfermeros
diplomados y setenta y cinco cuidadores preparados, además de seis monitores. El
director, doctor Ruiz Maya, coordina el esfuerzo para que todos trabajen y estén
ocupodos. A Lera este hospital, el de Murcia y el de Alcohete, que dirige Javier
Morales, le parecen algo realmente valioso y le compensan de haber escrito tantas
páginas sombrías en otras provincias. Ha viajado a Zaragoza, Valencia Alicante,
Arévalo, Santander, Cáceres, Mérida, Logroño, Pamplona —con 1.300 camas
ocupadas— San Pablo y la Santa Cruz en Barcelona; San Baudilio de Llobregat, en
las afueras de Barcelona. De todos —estamos en 1972— sale con grave
preocupación. En Conjo, en los alrededores de Santiago de Compostela, hay más de
1.500 enfermos, y un psiquiatra por cada 200 internados.
Con muy ligeras variantes, suscribiría yo todo lo que ha escrito Ángel María de
Lera referido a aquella época. No cuenta, como yo, que la viví, la recepción del
director de un manicomio del norte de España. Su despacho estaba decorado con
vitrinas donde reposaban en formol los cerebros de los pacientes recientemente
fallecidos y también los antiguos: —Estoy orgulloso de mi cerebroteca, me dijo el Dr.
Frankestein (No se llamaba así, pero…). En otro manicomio, donde se palpaba el
abandono asilar, vi muy satisfechos a los administrativos porque, para ir a misa,
habían hecho tres túneles, el de la izquierda para mujeres, el de la derecha para
hombres y el del centro para invitados y personas de categoría. Desde el interior de
cada túnel se podía asistir perfectamente a misa, de pie, salvo en el del centro que
había sillas.
En el inmenso patio de un manicomio extremeño, un paciente me saludó con una
reverencia y me entregó un folio escrito a mano con letra redonda y cuidada.
Comenzaba así:

El infrascrito, Ramón E. J. mayor de edad, español, sin profesión, en


posesión de sus facultades físicas y mentales hace constar que en el día de
ayer los de la pandilla de grandísimos mari… del Manicomio de esta
Excelentísima Diputación me han vuelto a dar por detrás. Lo cual, como

169
vengo haciendo a lo largo del último trimestre, comunico a V.I. cuya vida
guarde Dios muchos años para bien de España.

—¡Eh, doctor, que falta una póliza!, me gritó al ver que lo guardaba. Le aseguré
que lo haría llegar al Director y al Presidente de la Diputación, como así fue, sin que
sirviera para nada, salvo de rechifla. —Se dejaría, comentó un concejal.
Durante un tiempo, en otro hospital abarrotado de pacientes y con mínima
plantilla profesional, los alcohólicos violaban a los niños, como llamaban a los
retrasados mentales de cualquier edad. Cumplido el ritual, se iban en masa a
emborracharse a un pueblo próximo, encargando a los esquizofrénicos que vigilaran a
los niños que, sodomizados casi siempre contra su voluntad y demasiado a menudo,
solían llorar en el patio.
Existen en los enfermos crónicos de manicomio dos formas de oposición, la
común que consiste en ver o sentir al semejante como agresor, el prójimo como
obstáculo, y otra, no tan visible, pero más desgarradora. Me refiero al combate que
tiene lugar dentro de la propia personalidad, la del esquizofrénico envuelto en la
dialéctica interna entre razón y locura. Al comienzo la lucha es más violenta, por eso
se les llama casos agudos. Con el tiempo, la cronificación la torna más sorda, pero no
creo que cese del todo. El diagnóstico de esquizofrenia se basa para algunos en el
autismo y en la pérdida del contacto vital con la realidad, conceptos muy parecidos
en el pensamiento de Bleuler y de Minkowski. La psiquiatría de lengua alemana
quiso ser precisa y tajante delimitando cuatro tipos de esquizofrenia: Simple,
Hebefrénica, Catatónica y Paranoide. Desde los tiempos de Emil Kraepelin —
contemporáneo de Freud, pero muy distante de sus teorías— se añadió la noción de
incurabilidad y de inaccesibilidad del delirio a la persuasion lógica.
Los psiquiatras europeos han escrito profundos libros sobre la persona del
esquizofrénico, su mundo interno y el castillo de delirios y alucinaciones en el cual
vive. En Estados Unidos, los especialistas son menos cuidadosos en cuanto a las
clasificaciones. Les acucia la necesidad de entablar diálogo con los que llaman
esquizofrénicos. Quizás allí haya muchos que no lo sean, porque han borrado bastante
las fronteras. Inventaron la esquizofrenia seudoneurótica, la neurosis
seudoesquizofrénica y los casos borderline o fronterizos. La imprecisión
terminológica de los médicos norteamericanos, en pantuflas, según expresión de uno
de nuestros más famosos profesores europeos facilita la actividad terapéutica. Del
otro lado del oceano, médicos y personal ayuxiliar hablan con todos los pacientes, los
tocan, no les permiten aislarse, los llevan del brazo al jardín, (no conciben un hospital
sin jardines). En Europa, nuestros viejos maestros sabían tanto que practicaban la
exquisita elegancia del nihilismo terapéutico. Creían haber cumplido su deber
etiquetando a los enfermos impecable-mente. Nada más aristocrático que el
nihilismo: Saber mucho y no hacer nada. Curarlos, además de vulgar, no parecía tarea
suya.
Encontré, tras examinar despacio y rehacer las historias clínicas
correspondientes, clínicamente recuperados a cierto número, no pequeño, de
pacientes sorianos en uno de los mayores manicomios del area de Madrid.
Continuaban allí como trabajadores sin sueldo para el centro que les albergaba. Entre

170
tanto, los administradores de aquel centro, cuyo nombre no deseo mencionar, seguían
cobrando de la Excma. Diputación de Soria, que carecía por entonces de un
establecimiento adecuado. Guardo la carta de felicitación de las autoridades sorianas,
que tomaron a partir de ese momento las decisiones oportunas. Es muy probable que
de otras provincias, y de Madrid, se acumulasen allí otros casos de cronificaciones
indebidas.
En la mente esquizofrénica hay una forma de oposición, sea en sus neuronas, sea
en sus ideas; es la lucha del «estado de enfermedad» contra la razón o sus vestigios.
Cuesta imaginar que se pueda ser solamente, y del todo, esquizofrénico. Queremos
pensar que hay en la mente perturbada algunos rincones sanos. La psicoterapia de los
esquizofrénicos parte de ese supuesto ( no siempre bien comprobado).

Otra forma de oposición, creo que ya pasó, fue la moda de la llamada


antipsiquiatría, término lanzado por David Cooper, psiquíatra de manicomio, en
1967 en su libro: The Grammar of Living. De Cooper me dijeron que acabaron
dándole electrochoques sus colegas, lo cual, en mi opinión no rebaja el mérito de su
libro. Junto a las publicaciones del poeta, filósofo y también psiquiatra Roland D.
Laing: Psiquiatría y Antipsiquiatria, en colaboracion con David Cooper, El Yo
dividido, El Yo y los Otros y Aaron Esterson (colaborador de Laing en Salud, Locura
y Familia) se puso en marcha el movimento antipsiquiátrico en buena parte de
Europa. En Italia fueron muy activos; los locos fueron liberados de los manicomios,
y vagaban por las calles, miserablemente. En Roma en la estacion Termini se
acumulaban, sin que se les hiciera mucho caso pasados los primeros momentos.
Había motivos para denunciar la situación de los manicomios pero dejar a los
pacientes en la calle no resultó bueno para ellos. Otros nombres como los de Erwin
Goffman, autor de Asylums y Estigma, contribuyeron a un clima de exaltación, al que
se sumó el psiquiatra Thomas S. Szasz, con quien pude hablar en varios congresos.
Szasz, delgado, de mirada penetrante, con perpetua cara de amargado, era por
naturaleza provocador, polémico, insincero y amigo de llamar la atención. Mezcló
razonables afirmaciones con opiniones falaces y desorientadoras. Su libro más
conocido, El Mito de la Enfermedad Mental dio pie a que en Norteamérica se hablase
de El Mito del Doctor Szasz.
El revuelo del movimiento antipsiquiátrico planteó dos aspectos: El primero era
el rechazo de la situación actual de los manicomios, desgraciadamente con sobrados
motivos para ello, aunque las consecuencias inmediatas no fueran, a veces, la
solución ideal. Los remedios pusieron las cosas peor, en no pocos casos. El segundo
tema era el rechazo del modelo médico de la enfermedad mental, con el intento de
sustituirlo por modelos sociológicos, antropológico-culturales y hasta políticos. Aquí
se agarraron como lapas los jóvenes psicólogos sin puestos de trabajo, que más que
antipsiquiatras se sentían contrapsiquíatras, esperando pescar algo en el río revuelto.
El movimiento antipsiquiátrico vino de golpe, con mucho ruido, y se fue lentamente,
en tono más apagado, no sin exabruptos. Algunos trepadores se sirvieron de él.
Sirvió, para acelerar la modernización de la asistencia psiquiátrica y el desarrollo de
lo que en Estados Unidos se venía llamando Administrative Psychiatry que en

171
español, pidiendo prestadas unas palabras a Carlos Castilla del Pino, podríamos
traducir como un inmenso conjunto de oficinas.

Encontré en mi vida profesional otra forma de oposición que no tiene trazas de


extinguirse, aunque puedan reducirse asperezas. He de hablar ¡Cuánto más prudente
sería no mencionarlo! de la animadversíón de algunos psicólogos, profesionales
recientemente llegados —me refiero a los años 60, en España— al campo de la
psiquiatría clínica. Inicialmente la Psicología me parecía una ciencia muy atractiva.
Mi primer contacto con un psicólogo español fue con el doctor José Germain, el
primero y el más importante de todos. Llegué a su despacho con una carta de mi tío
José Sánchez San Julián, prestigioso médico internista de Alicante, que había sido
compañero suyo de carrera: —Vete a ver a Pepito Germain y verás como te abre
todas las puertas. No me abrió ninguna. Debió ser por mi timidez y por la suya. Si no
me atrevía a llamar Pepe a mi tío, más raro hubiera sido llamar Pepito a un señor tan
serio y reservado que me miraba desde el otro lado de la mesa, sin pestañear ni hacer
gesto alguno de bienvenida. He leído el libro— homenaje que, en 1981, le han
dedicado varias personas conocidas y deduzco que perdí la ocasión de estrechar
vínculos muy convenientes con tan importante sabio. Pero la verdad es que no se
produjo el deseable encuentro afectivo.
Mi estancia en Norteamérica me había puesto en contacto con eminentes
psicólogos que combinaban la investigación con la enseñanza. Mencioné en otros
capítulos a los principales de ellos, pero se me quedaron no pocos en el tintero, de la
categoría de Miller, el de Harvard, o de Ralph Gerard, que me regaló un trabajo suyo
sobre la manera en que el cerebro segrega las ideas. Vine muy bien dispuesto para
aprender lo que mi capacidad me permitiera de las tres ramas de la nueva Escuela de
Psicología: Industrial, Pedagógica y Clínica. Desde varios años antes me había
familiarizado con el pensamiento de Descartes, Malebranche, Leibnitz, Hobbes,
Locke, Berkeley, Stuart Mill, Wundt, Mach, Ebbinghaus, Külpe, Herbart, Fechner,
Lotze, Brentano, Lipps y William James. No sólo el amplio panorama de la
Personalidad, sino los estudios concretos de la psicología de las distintas facultades,
como la memoria o la percepción, me interesaban, tanto los basados en métodos
introspectivos como los que aspiraban a la máxima objetividad. No tardé en
comprobar que es muy diferente la psicología de butaca, de naturaleza especulativa,
de la psicología científica de laboratorio. Pero sospecho que unos y otros sabios
especulan. Que el ser humano es menesteroso de teorías me parece una gran verdad.
No quise limitarme en modo alguno a los estudiosos del inconsciente, que
abrieron el camino a las ideas de Freud. Algo sabía del enfoque estadístico de
Spearman, Mc Dougall y los libros de Eysenck, aunque me gustasen más los que
escribían Gordon Allport, especialista en generalidades y Murray, el de The Study of
Lives. Les hablé de Kelly a mis alumnos, matemático con un diente de oro en la encía
superior, que creía que lo principal era predecir events; no sólo los científicos, sino el
hombre de la calle debería ir por ahí prediciendo. (Eso no lo dije en clase tan claro).
Mencionaría los trabajos de Dollard y Miller, objetivos, y me estudié a fondo las
1232 páginas sin traducir del Handbook de Borgatta y Lambert: La Personalidad,

172
desde el punto de vista teórico y de investigación, con vistas a poner el énfasis en los
capítulos referentes a Psicofisiología y Neurofisiología, (bases sin las cuales todo lo
demás parece especulación) Teorías de la Consistencia, Liderazgo, Creatividad,
Counselling a lo Carl Rogers y Susceptibilidad para la Influencia Social, incluyendo
lo que aprendí en Estados Unidos sobre Técnicas de Adoctrinamiento Forzado y
Lavado Cerebral.
Para las reacciones al stress y los síndromes psicopatológicos (aspecto
tangencial, incluido habitualmente en los tratados de Teorías de la Personalidad),
pensaba contarles las experiencias que vi de Deprivacion Sensorial. Estaban de moda
en las universidades estadounidenses. Consistían en introducir al voluntario en un
cilindro con agua a la temperatura corporal. Luego apagaban las luces, le dejaban
escuchar una música calmante durante tres minutos y después se extinguía todo tipo
de estímulo procedente de fuera del cuerpo. El sujeto no sabía donde estaba, ni cuánto
rato duraba el experimento, ni siquiera si era un experimento. No tardaba en delirar y
alucinar. Era preciso extraer pronto al voluntario para que no enloqueciera de manera
grave y permanente. La selección de voluntarios se hizo cada vez más rigurosa. Creí
que todo eso les interesaría a los alumnos. Los psicólogos estadounidenses que
trabajaban en laboratorios y eran medio biólogos o fisiólogos me resultaban casi de la
familia.
Por otro lado, me agradaba dar a conocer el pensamiento de los antropólogos
culturales y la tipología de Sheldon, colofón de la de Kretschmer y de los
constitucionalistas de toda la vida, que por cierto, no eran bien vistos por los
psicólogos académicos que conocí en Estados Unidos y Canadá. En cambio, a mis
alumnos les iba a encantar en clase. En efecto, en cuanto se lo expliqué se miraban
unos a otros las manos, las puntas de los dedos, se medían el perímetro del cuello, de
las muñecas y tobillos y todo lo que se dejasen medir los compañeros y compañeras
de pupitre. Durante algún tiempo logré que Sheldon fuese el autor más popular en la
Facultad de Psicología de Somosaguas

173
¿Embrutece el estudio excesivo? En España, la condición del Opositor tenía riesgos
indudables

174
Batalla campal de psicólogos contra psiquiatras en Estados Unidos, según una revista
norteamericana de los años 60

Insisto en que me acerqué al mundo de la Psicología en Madrid con muy buena


voluntad. Tuve la suerte de encontrar en Miguel Ángel 8, en un edificio llamado
Instituto de Boston, un equipo de profesores, en el que me integré muy bien para
explicar, durante uno o dos cursos en torno a 1975 Psicopatología a un grupo selecto
de alumnos y alumnas excelentes, motivados y cultos. Fue una grata experiencia.
Cuando fui a la Universidad, hubo de todo. Los problemas que encontré se hallan
bien descritos en dos libros de bolsillo fácilmente asequibles; el de Alberto Merani:
Carta abierta a los consumidores de Psicología, ed, Grijalbo, 1976 y Los psicólogos
¿para qué? de Marc Richelle, Bruselas 1968, con traducción española en 1973. En la
década de los años 60 el enfrentamiento, en todos los países, no podía ser más duro.
Decir guerra fría era un eufemismo.
Disfruté un breve oasis de paz y salud mental gracias a la amistad del catedrático
de Psiquiatria Francisco Alonso Fernández, que me invitó a dar clases en los cursos
de doctorado en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense. Los
alumnos tenían alto nivel cultural, buena educación, aspecto aseado y gran
motivación para escucharnos con interés. Preguntaban atinadamente, con afán de
saber, a quienes teníamos bastantes años de experiencia sobre temas a los que ellos se
empezaban a asomar. Conservo muy buen recuerdo de ellos. ¿Por qué, tan jóvenes, se
comportaban como adultos responsables? ¿Por qué no serían todos los alumnos como

175
los del catedrático Alonso Fernández?
Mis primeros contactos con la Escuela de Psicología, antes de que se convirtiera
en Facultad, datan de los años 50, en el caserón de la calle de San Bernardo. En las
entrevistas iniciales, al hacer la matrícula, dos de los futuros profesores me dijeron:
—No comprendemos cómo, viniendo de una carrera como la Medicina y una
especialidad tan prestigiosa la Psiquiatría, quiera usted entrar en esta clase de
estudios, claramente inferior. Me sorprendió profunda y muy sinceramente el tono
inesperado, sarcástico, de aquel saludo tan poco amistoso.
Dos profesores se distinguieron en esa manera resentida y aviesa de dar la
bienvenida. De uno de ellos me constaba la humildad de su extracción social, que
bien podría condicionar cierto grado de resentimiento de clase, puesto que los
médicos, en general, en aquellos años descendían de familias de médicos o en todo
caso de padres con títulos universitarios. El otro, de cuyo nombre no quiero
acordarme, a fin de primer curso se llevó un susto de muerte durante el examen oral,
suspendiendo a una doctora en Medicina. La buena mujer cayó con la mirada
extraviada y los pies por alto, golpeando fuertemente la tarima de madera con la
cabeza, brazos y piernas. Era una crisis convulsiva florida, con alteración de
conciencia y espuma por la boca, como las de La Salpétriére. Me miró el profesor y le
dije:—No tiene nada que ver con la epilepsia, es una crisis psicógena, pitiática, y se
pasará en cuanto la saquemos al patio y no haya público. Así fue. A continuación iba
yo.
—¿ Usted no tendrá otro ataque si le suspendo? —No señor; en mi carácter hay
más predisposición obsesiva que histérica. —Pues le voy a suspender porque no sabe
la definición de Personalidad. Creí que bromeaba, porque había pasado más de media
hora explicando los diversos enfoques y modos de considerar la personalidad.
Durante mi exposición mencioné varias definiciones de ella: —No ha dicho usted la
que yo quería. Y me dejó para septiembre. Era un seguidor, en mi opinión rígido, de
Eysenck. Supe que durante las revueltas de estudiantes, alumnos ingleses le dieron al
profesor Eysenck una soberana paliza y le rompieron las gafas. No me parece una
conducta elogiable, pero al enterarme me pareció justicia poética. Me considero
pacífico, pero entonces me sentí algo liberado del inevitable sadismo inconsciente y
quizá malvado.
Desde el curso académico 1970-1971, he sido profesor de Psicología de la
Personalidad en la Facultad de Somosaguas y estuve, salvo en ocasiones y épocas
determinadas, muy a gusto durante dieciocho años explicando de manera ecléctica los
distintos puntos de vista de las principales escuelas, dictando a mis alumnos las
definiciones correspondientes en cada caso. Recomendé que no se aprendieran
ninguna.
Me encargaron durante los primeros años que explicara la primera mitad del
curso, dando una visión de conjunto de la Personalidad desde el punto de vista
dinámico, de inspiración freudiana. En la segunda parte, Vicente Pelechano, de
orientación conductista, les hablaría de puntos de vista del todo incompatibles con lo
que yo habría explicado antes. Pensé que si hacíamos lo que se nos pedía, los
alumnos, a fin de curso, tomarían carrerilla y embestirían contra la pared. Sería lo
más lógico, aunque no lo conveniente. Por suerte, Vicente Pelechano tenía raíces

176
familiares en Valencia. Le propuse durante el verano que, antes de comenzar las
clases, nos hiciéramos servir una paella marinera en alguna de nuestras playas y
comentásemos el programa en lengua vernácula. Así fue, por fortuna. Durante la
paelleta, en cada brindis con vino de Monóvar, él se declaró del tot paleofreudiano y
yo neoskinneriano i res més. Acordamos que los alumnos no tenían la culpa de nada
y que sólo suspenderíamos a los que tuvieran el cuello corto. A última hora
decidimos aprobar a esos también, con tal de que no se creyeran demasiado las ideas
de Freud ni las de Skinner.
Sin embargo, no siempre la relación entre psiquiatras y psicólogos ha sido tan
feliz como la que tuvimos Vicente Pelechano y yo. Las primeras promociones de
alumnos me depararon muchas satisfacciones. Algunos venían a clases nocturnas
después de haber trabajado todo el día. Se les pasaba el cansancio en cuanto
entrábamos en materia. Participaban en pequeños grupos explicando temas que les
encargaba con anticipación y preparaban con entusiasmo. A todos se les quitó la fobia
de hablar en público. Comenzaron a pedirme que les dirigiera tesinas de fin de
carrera. Por rara casualidad, todas ellas eran patografías o estudios de la personalidad
de conocidos escritores y artistas. Ellos elegían el personaje y yo les facilitaba la
bibliografía fundamental. Sé que Gordon Allport, H. Murray o Erik H. Erikson nos
hubieran felicitado. Pero el odio es el odio y cuando al cabo de unos años llegaron las
pruebas de Idoneidad para ser profesores numerarios, mi curriculum como psiquiatra
se volvió en mi contra.
Sólo se valoraban como méritos importantes las tesinas de fin de carrera, y al ver
su contenido humanístico, cuando no francamente literario, llegó el escándalo. No me
podrían considerar idóneo para seguir explicando ni Psicología de Personalidad ni
tampoco Psicopatología o Psicología Patológica (No Psicología Anormal como
pretendían los prebostes). Esa era la otra asignatura en la cual me había volcado
desde el principio, con estudiantes ávidos de información. ¿Pero qué podría saber un
psiquiatra de Psicopatología? En aquella Facultad se afirmaba que los médicos
disfrutaban echando pastillas por el gaznate de los pacientes. Quizá nuestro sueño
fuera convertir al cliente en pelícano, para seguir introduciendo comprimidos a lo
bárbaro. Esa era la imagen que se cultivaba por entonces; se divulgó ante el público
general y aun se propala, sobre todo frente a posibles pacientes.
Los tiempos cambiaron. Las promociones altamente motivadas, amables y
educadas, fueron reemplazadas por una masa de gente desaseada, de sucias
pelambreras, malhablados ellos y ellas. El nivel de cultura general y el cuidado de la
ortografía descendieron notablemente. El mejor era un alumno de largas barbas,
vestido de buscador de oro, con sombrero marrón de fieltro y un pantalón de pana
sujeto por tirantes. Con todo eso y la camisa de leñador parecía el protagonista de una
película del Oeste. Nunca llegaba tarde porque le gustaba acostarse en el primer
banco, cruzar los brazos y hacerse el dormido durante toda la clase, con el sombrero
puesto. Le di buena nota en junio. Mis exámenes eran escritos, conceptuales, nunca
tipo test como hacían los demás profesores. Les dejaba desarrollar el tema a su aire.
Un estudiante bajito, y con el cuello muy corto, me hizo señas de que
abandonaba el examen: —Es que no se me ocurre nada. Miré su ficha y vi que era de
Manzanares, provincia de Ciudad Real. —¿Es verdad que usted es manchego? —Si,

177
pero no sé nada. Dí un fuerte puñetazo en su pupitre y le grité en la oreja: ¡La
Mancha muere, pero no se rinde! ¡A escribir! El Manzanares Man sacó un aprobado
justo; él nunca supo por qué.
Mi alejamiento íntimo, no gozoso, de la Facultad de Psicología se inició a la par
de los graves trastornos de orden público que estaban teniendo lugar en toda España.
Sobre nuestro Campus Universitario, frente al pabellón B de la Ciudad Universitaria,
sobrevolaban a veces en vuelo rasante los helicópteros de la policía. Con alguna
frecuencia los alumnos eran apaleados. Un joven profesor gritó en el rellano de la
escalera: ¡Cuidado, que yo soy profesor! Los grises le pegaron más fuerte a la vez
que comentaban: ¡Pues por eso, por ser profesor, toma del frasco! Tanta fineza de
palabra y obra en la Universidad no era de mi gusto. En mi Facultad de Somosaguas,
algunos alumnos habían destruido la capilla y bebían cerveza en el suelo sin dejar de
fumar, creo, marihuana. Las paredes dentro y fuera del edificio estaban repletas de
pintadas obscenas y blasfemas.
Las alumnas me exigieron que estuviera al frente de sus asambleas. En la primera
que tuve ocasión de presidir, se golpeaban el bajo vientre con el puño —llevaban
todas pantalón vaquero— pidiendo que el rectorado les facilitase anticonceptivos. En
la segunda reunión, las reivindicaciones fueron en torno al aborto libre y sin
restricciones. Les dije que había asistido algunos abortos y bastantes partos en la
Facultad de Medicina, por lo cual les rogaba que abortasen cuando y donde quisieran,
menos en el aula, durante la clase, porque la pondrían perdida y debíamos pensar en
las señoras de la limpieza, que también eran pueblo oprimido.
No todos los cursos fueron iguales, pero el contraste con las clases que había
dado en 1962 a las Asistentes Sociales de la Escuela de San Vicente de Paul, en
Martínez Campos 18, no podía ser mayor. En Somosaguas se había suprimido el
crucifijo en las aulas. Mao Tse Tung, Ché Guevara y Marcuse eran la nueva trinidad,
con minúscula. Como no se podía llevar corbata me disfracé durante varios años para
dar la clase. Conseguí una boina vasca, de buen tamaño, un jersey negro de cuello
alto y unos pantalones de pana, anchos y sin planchar. Me sentaba de vez en cuando
encima de la mesa, porque vi que lo hacían otros profesores no numerarios. Así lucía
mis botos camperos, de origen salmantino, los que usaba para ir a los tentaderos.
Debieron tomarme por un cura descreído. El término rebotado, lo decían de ellos
mismos los ex-seminaristas que tanto abundaron en algunas promociones.
Las obras de Marcuse me las enviaba el profesor Casalduero, desde la
Universidad de La Jolla, California. Con citas de Marx, intenté salpicar mis clases de
toques progres. Me gustaba añadir algo de Miguel Hernández, que por paisanaje y
otros motivos conocía bien. Los alumnos sólo sabían los poemas politizados que
usaban los cantautores de la época para promocionarse. Año tras año, el lenguaje, la
ortografía y los modales del alumnado hacían notables progresos de grosería y
suciedad. Un día se me ocurrió ironizar sobre las epidemias psíquicas de gente que
veía OVNIS, y se ofendieron; un número muy crecido de mis estudiantes los había
visto repetidamente, con toda certeza y seguridad.
No supieron nunca mi reacción personal a las explosiones de las rojas bolas de
chicle. Jamás hice comentarios; como si no las viese. Procuré no pestañear con cada
estallido. A veces se veían venir, después de largo rato de ejercicios de inflar y

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desinflar. Otras, en el momento crítico, se tragaban la inmensa bola de color fresa y
repetían el lento inflado. Explotaban de improviso. ¡Pom! por aquí, ¡Grak! por allá.
¡Paf! El sonido nunca era del todo igual.
La coprolalia (de copros = heces y lalia = lenguaje) dejó de ser un síntoma de
frustración individual y subcultural y se hizo estadística-mente normal (como en gran
parte de la sociedad española desde la llamada transición). Una alumna me lo
reprochó: —Es usted el único profesor que no dice tacos en clase.

—Tampoco blasfemo. Si usted lo necesita, conozco juramentos en


francés, de la época de Alejandro Dumas. El mejor es Bordel de seminaire!
Mis profesores de la Salpétriére se desahogaban jurando por el sagrado
nombre de un burdel próximo a un seminario de jesuitas. No lo veo
imprescindible en mi caso. ¿Dice que una compañera se le pone borde a
menudo? No se puede poner borde así como así. Se es o no se es borde, es
decir, hijo habido fuera del matrimonio. Ya no está mal visto, antes era
grave insulto. ¿Que su novio sólo cuenta chorradas? Las chorradas son un
problema para los veterinarios, porque se pierde semen fuera de la vagina
de la vaca o de la yegua. Se dice ahora que andar de chorra es tener suerte.
Pero significa poseer pene. Freud especuló sobre la envidia del pene en las
niñas. (No es necesario para aprobar que lea ni se crea nada de eso). Me
comenta usted que la Facultad es toda ella puro cachondeo. Sepa que,
originalmente, el cachondeo era una asamblea de verracos dominados por
el apetito venéreo. ¡Imagínese el ruido! El uso coloquial le da distintas
acepciones.
No pretendo que mis alumnos usen un lenguaje más escogido ni que
dejen de fumar y escupir pipas en clase, si eso corresponde a su concepto de
libertad. No estaré mucho tiempo con ustedes. No es bueno para mi salud
tanto humo ni, menos aun, dar clase bajo amenaza de bomba.

Las amenazas de bomba fueron frecuentes durante algunos años. En ocasiones, si


coincidían con algún examen, descartábamos que fuesen algo serio, pero en tiempo
normal, venía la policía y, mientras se investigaba la posible existencia de artefactos
explosivos, estábamos a la espera sin hacer nada práctico. Algunos alumnos, y más de
un pene-ne, celebraban en el bar, con cerveza, la muerte de guardias civiles o agentes
de orden público en las provincias del norte de España. Los estudiantes de las
primeras promociones no ensuciaban las paredes con pintadas; pedían bibliografía y
la consultaban. Los que vinieron en los años turbulentos preguntaban si les daría
apuntitos para fotocopiar o si era de esos que dan bibliografía en varios idiomas.
Sólo querían apuntitos y gracias, según anunciaron a principios de curso. Por lo que
comprobé, no leían a Marx ni a Marcuse, aunque sabían de memoria los artículos que
sobre ellos, y sobre Lacan, aparecían en el periódico que les servía de libro de texto.
Muy a menudo incluía largos comentarios sobre la tan traída antipsiquiatría. La visita
a Madrid del antipsiquiatra inglés Ronald D. Laing se anunció en el diario de marras
con grandes titulares que, si no recuerdo mal, decían textualmente: Viene Laing a
conceder la libertad a los enfermos mentales españoles.

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Cuento lo que vi algunos años, no todos, como profesor no numerario (PNN) En
la jerga de la universidad, éramos los penenes. (La peste, según un catedrático de
Filología que venía como paciente a mi consulta particular). Algunas compañeras de
docencia se autodesignaban como vaginenas. Creo que todo ha cambiado, quiero
pensar que para mejor, en los últimos años. Echo de menos, entre febrero y marzo, el
comienzo de la primavera, anunciado en las flores blancas de los árboles de
Somosaguas que, sin serlo, daban impresión de manzanos o de campo de almendros.
En el último tramo de mi etapa docente en la Facultad de Psicología, publiqué un
artículo en la enciclopedia taurina de Cossío, volumen VII, titulado: Los toros desde
la Psicología, 181 páginas. Juan Antonio Vallejo-Nágera declinó esa colaboración y
dio mi nombre a los editores. Me vino bien que, una vez más, don Julio Caro Baroja
se cayese del cartel. A don Julio le habían solicitado un amplio trabajo sobre capeas y
encierros desde el punto de vista antropológico-cultural. El notable espacio que la
editorial le reservó, quedaba ahora a mi disposición.
Colaboraron en el mismo volumen el investigador en Neurofisiología doctor José
M. Rodríguez Delgado, el catedrático de Literatura Andrés Amorós, el doctor
Mariano F. Zúmel, don Alvaro Martínez Novillo, así como los escritores Néstor
Luján, Blas Vega y Fernando Quiñones. La editorial Espasa-Calpe me puso en
contacto con Domingo Ortega, que nos invitó a cenar a mi esposa y a mi varias veces
en su casa. La tenía decorada con cuadros de Zuloaga, y Gutiérrez Solana, y con
numerosas esculturas de Mariano Benlliure. Domingo Ortega me contó numerosas
anécdotas de don José Ortega y Gasset y de la tertulia que tenía García Lorca en la
calle del General Arrando, donde tocaba el piano Federico mientras bailaba La
Argentinita y aplaudían Ignacio Sánchez Mejías, Fernando Villalón y Rafael Alberti.
Las cenas en el palacete de Domingo Ortega, en Fernández de la Hoz 28, me
relacionaron con interesantes personas del mundo cultural madrileño. Encontré en
aquellos aficionados a los toros una sensibilidad exquisita, que me devolvió la
confianza en la Humanidad.
Desde 1982, aunque permaneciera en la Facultad de Psicología hasta 1988, acabó
en mi vida el tiempo de las oposiciones y del oposicionismo; a partir de ahora entraba
en un mundo de personas educadas. Disfruté la amistad del poeta Luis Rosales, ya en
la última época de su vida, del catedrático de Antropología Social Carmelo Lisón, el
de Filología Andrés Amorós, el catedrático de Literatura inglesa y norteamericana
Cándido Pérez Gállego, autor de nueve libros sobre Shakespeare y cinco sobre
Hemingway, además de copiosa crítica literaria, el catedrático de Literatura y escritor
Alberto González Troyano, que luce su capa española en las universidades de Sevilla
y Cádiz; el pintor y poeta José Luis Galicia, ahijado de Picasso y sobrino de León
Felipe, el agregado cultural de la embajada francesa François Zumbiehl, escritor y
buen aficionado práctico en las ganaderías bravas, la marquesa de Vega de Anzo, y el
profesor Edward Stanton de la Universidad de Lexington, experto en Hemingway,
que pasa largas temporadas en España y torea en tentaderos con duende, si no de
Triana, al menos de Kentucky.
Todos ellos me felicitaron por dejar atrás un período de vida y haber empezado
uno nuevo. Con estos amigos volví a llevar corbata y vestir, cuando la ocasión lo
requería, la tradicional capa española.

180
181
Cuando fotografié al doctor Luis Valenciano Gayá con nuestras esposas nos pidió el
sombrero cordobés. Así presenció la despedida de Antonio Bienvenida, que alternó
con Curro Romero y Rafael de Paula. (Vista Alegre, Carabanchel, 5 de octubre de
1975)

182
CAPÍTULO VIII

Perspectiva social y transcultural. Los pacientes


del Seguro

A PARTIR del Congreso Mundial de Psiquiatría Social en Londres, pasaron a


primer plano los aspectos transculturales de las enfermedades mentales. No es
sólo el paciente individual, existen anillos concéntricos que amplían la perspectiva de
la colectividad en que vive. Podemos pensar que la unidad de tratamiento sea el
enfermo y sus familiares inmediatos, pero no es suficiente. Algunos de los primeros
psiquiatras interesados en la epidemiología de las enfermedades mentales eran
escandinavos que tuvieron ocasión de estudiar poblaciones homogéneas, en apartadas
aldeas de pescadores o leñadores del norte de Suecia y Noruega. A semejanza suya,
encontré entre los sorianos fuerte tendencia a la endogamia y a la concentración de
genes patológicos que condicionarían la aparición de psicosis endógenas de carga
hereditaria.
En Estados Unidos había conocido al profesor Franz Kallman, máximo experto
en estudios hereditarios en el campo de la Psiquiatría. Era un hombre alto, de
mediana edad, cargado de hombros, muy parecido al actor Boris Karloff sin
maquillar, es decir, con cara de hombre bueno, pero preocupado. Él no dejaría
simplificar sus datos, pero no hay más remedio en este capítulo. La esquizofrenia se
presenta en el 0,1 de la población general y la psicosis maniaco-depresiva en el 0,4
por cien. La primera se hereda con carácter recesivo; en la segunda la herencia es
dominante. Pero ya no se puede hablar de mendelismo puro. La esquizofrenia aparece
por vez primera entre la segunda y tercera década de la vida, mientras que los estados
maniacos y depresivos son más frecuentes a partir de los cuarenta años. A medida
que la gente envejece se deprime más, pero aquí se engloban formas muy diferentes
de depresión, desde las reactivas a la jubilación y a la muerte o alejamiento físico y
moral de seres queridos, hasta los estados orgánicos ligados al deterioro de las

183
funciones cerebrales.
En lo que respecta a la psicosis maniaco-depresiva (de forma bipolar) el
porcentaje de familiares afectos de la misma enfermedad es alto, llegando al 50 por
cien en los hijos, si se admiten relacionados con este trastorno las conductas
alcohólicas, sociopáticas y las personalidades ciclotímicas. En los trabajos de Franz
Kallman no se encuentran asociaciones entre maniaco-depresivos y esquizofrénicos;
serían enfermedades distintas desde el punto de vista hereditario. Tampoco entre los
maníaco-depresivos veía Kallman mayor frecuencia de psicosis involutivas que entre
la población general. Hay familias en que se producen varios casos de psicosis
involutiva y suelen ser personalidades más bien afines a los rasgos esquizoides. La
herencia en psicosis preseniles o seniles parece jugar papel importante.
Todo esto comenzó a preocuparme de cerca cuando tomé posesión del
Dispensario de Higiene Mental en la provincia de Soria. Junto al papel de la herencia
se halla el de la clase social , que suele definirse en términos de capacidad
económica, prestigio social, identificación política y pautas de asociación . Se refleja
en el puesto de trabajo y en la educación recibida. Los sociólogos anglosajones
hablan de trabajadores de cuello blanco y de cuello azul. Los primeros, si terminan el
bachillerato, pueden ascender a la clase media-baja o media-media. Los de cuello
azul suelen permanecer, como sus familiares, dentro de las llamadas clases
trabajadoras. Aunque las diferencias en los ingresos económicos sean relativamente
pequeñas, el estilo de vida es muy diferente, así como las aspiraciones. En las clases
trabajadoras el padre suele ser más autoritario y a la vez se ocupa menos de la
educación de los hijos, que queda principalmente en manos de la madre.
¿Se trata de situaciones universales? Procuré leer estudios realizados en culturas
exóticas. Los psiquiatras europeos, desde los tiempos de Kraepelin, se sintieron
atraídos por las costumbres de los habitantes de Java, y del Extremo Oriente. Así se
hicieron populares las formas de locura llamadas Amok y Latha, que inspiraron una
gran novela a Stefan Zweig. Por su parte, Carl Gustav Jung presumía de haber tenido
interesantes charlas con los indios Navajo en el Far West de los Estados Unidos,
aunque apenas tuvo tiempo de fumarse una pipa de la paz. No sé quién contaría más
mentiras a quién. Los colegas franceses se han preocupado de describir las psicosis
nupciales en población norteafricana de religión musulmana, cuyas reacciones
parecen poco comprensibles en el centro de París.
El doctor Yap, de Hong Kong, compara los casos de posesión diabólica en
población china tradicional y en orientales influidos por la religión católica y la
cultura occidental. En Hong-Kong hay muy pocos casos de esta naturaleza. Las
deidades Taoistas-Budistas y los familiares fallecidos no suelen poseer a los vivos.
Cree el doctor Yap que, sólo bajo la influencia de los católicos, algunos chinos son
poseídos por Satán como representante del Mal.
En mi experiencia, los pocos posesos que he visto en consulta privada eran
jóvenes de uno y otro sexo que vieron repetidamente películas de terror basadas en la
posesión. Quisiera decir al doctor Yap que en nuestro medio no es la religión, hoy
venida a menos, sino la corrupción comercial hollywoodense de cualquier creencia
religiosa, fácilmente aliada con las necesidades supersticiosas de la gente, la causa de
las modernas posesiones. El pobre Satán es un empleado de las casas productoras de

184
cine de terror.
Los especialistas que han estudiado a polinesios en islas poco frecuentadas,
tienen cifras de trastornos mentales similares a las de Europa, pero apenas hay
ingresos en hospitales psiquiátricos y los pacientes viven entre sus amigos y
familiares, aceptados gracias a la buena tolerancia social. El alcoholismo es muy
elevado, quizá por influencias occidentales. La homosexualidad es muy rara entre los
polinesios nativos debido, creen los doctores occidentales, a las costumbres
heterosexuales sumamente libres. La organización tribal sólida, el prolongado
cuidado de los niños , la aceptación de la maternidad, la libertad sexual en
adolescentes y las relaciones prematrimoniales les defienden del stress que supone la
influencia de la cultura occidental. Sin embargo, quedan desprotegidos frente al
alcohol. El doctor E. Krapft, que hablaba excelente español con acento argentino, me
contó en Ginebra sus experiencias de Psiquiatría Comparada en África durante un
viaje realizado en 1958. Los africanos, creía él, tenían menos enfermedades mentales,
aunque con la occidentalización iban en aumento, sobre todo en estudiantes. El
alcoholismo y el consumo de drogas crecen entre la población general El suicidio es
excepcional. La esquizofrenia, rara. Hay ataques maníacos de exaltación, pero no
depresiones. Vio crisis histéricas y estados de ansiedad muy demostrativos, pero
pocas neurosis obsesivas. La buena salud de los africanos, ahora en declive, la
mantenían gracias a los excelentes lazos tribales y a la unidad de la familia. La
inevitable occidentalización, en palabras del doctor Krapft, se verá acompañada del
aumento de trastornos mentales, depresiones, suicidios y todos los males propios de
las culturas más desarrolladas.
Tal vez, la mente humana responda siempre a miedos básicos y universales.
Entre las psicosis exóticas, además del Amok y Latha se ha descrito el Koro, una
fobia común en nativos de las Islas Célebes y del Oeste de Borneo, así como en el
Sudeste de China. Consiste en un miedo que sienten algunos varones . Temen que su
pene desaparezca dentro del abdomen y les llegue la muerte. Además de frotarse con
cuerno de rinoceronte, solicitan los pacientes a las mujeres de su entorno formas de
ayuda muy específicas, a manera de favor. En las mujeres, las fobias
correspondientes se refieren a la atrofia de sus atributos sexuales y la pérdida de
atractivo erótico. ¿Debemos empeñarnos en que estos temores no son los mismos de
Occidente?
En la bahía de Hudson, entre ciertos esquimales existe el temor a Whitico un
gigante sobrenatural, de hielo, que devora a los seres humanos. Entre nosotros el cine,
algunas novelas y ciertas niñeras, quieren convencernos de que el Abominable
Hombre de las Nieves y algún que otro monstruo peludo, especializado en comerse a
los niños, existen en realidad. Y más vale no mencionar a los extraterrestres, de los
cuales, según la televisión, hay una variedad maligna y otra bondadosa. En gentes
muy primitivas de zonas geográficas apartadas, hay que contar con la Muerte
Psicógena o Muerte Vudú: El paciente fallece sin ninguna causa orgánica conocida,
creyéndose embrujado o maldito por haber transgredido algún tabú. Suceden estas
cosas en ambientes en los cuales los brujos tiene un papel importante en la sociedad.
Morir de tanto esperar la muerte ocurre en países occidentales también. El aumento
de brujos, adivinos, astrólogos y aprovechados charlatanes, intrusos en las tareas de

185
controlar la salud no presagia nada bueno, teniendo en cuenta que aun crece más el
número de crédulos deseosos de pagar sus servicios.
La Psiquiatría Transcultural replantea el concepto de Normalidad, que no
coincide con la Salud Mental. Anormalidad tampoco es sinónimo de Enfermedad
mental. Ruth Benedict, antropóloga, afirma: Normal es lo que la sociedad aprueba
como normal ¿Pero qué sociedad? ¿Se puede llegar por votación a decidir quienes
son los locos y los sanos? Las ideas de Ruth Benedict deben aplicarse a segmentos
muy concretos de comportamiento humano, dentro de sociedades muy determinadas.
En otros tiempos se decía en España: Verdad de este lado de los Pirineos, error allá.
Cuestión de Geografía y cuestión de Historia. Las épocas de la Humanidad ven
mudar sus sistemas de valores. Los rápidos cambios que se producen en nuestro
tiempo causan perturbaciones en la comprensión de las generaciones de una misma
familia.
Una situación peculiar es la del difícil control de la agresividad en los esquimales
de Pelly Bay, cazadores y pescadores en el Noroeste del Canadá. En un trabajo que
conocí en la Universidad de Mc Gill en Montréal en 1960, se recogen observaciones
en torno a la frecuencia de suicidios en varones casados. Antes de matarse suelen
consultar a los parientes y sólo se suicidan después de largas deliberaciones. A veces,
gracias a tanto debate, algún familiar consigue evitarlo. Los motivos son difíciles de
entender fuera de la cultura esquimal de la Bahía. Generalmente lo hacen cuando
creen padecer una enfermedad incurable, así como tras la muerte de una persona
querida. Ciertos casos se relacionan con el proceso del envejecimiento. Un esquimal
se ahorcó porque no pudo encontrar esposa. Otro varón joven, casado, hizo un
suicidio altruista para salvar mágicamente a su hijo enfermo. Por otro lado, la
hostilidad inter—grupal da lugar a frecuentes homicidios, parece ser que por ausencia
de instituciones jurídicas o sociopolíticas de orden superior.
¿Qué nos enseñan las observaciones aisladas de estos psiquiatras transculturales?
Se me ocurre la necesidad de estudios por antropólogos y sociólogos propiamente
dichos, en España, con la rigurosa metodología que quiero imaginar propia de estas
ciencias. En un extremo están los investigadores que se apoyan en estadísticas. En el
otro, algunos seguidores de Freud, empeñados en aplicar el psicoanálisis a culturas
muy distintas de aquella clase media judía vienesa de los tiempos de Lou Andréas
Salómé, Stefan Zweig y Alma Mahler. Los motivos más frecuentes de error son el
etnocentrismo y el sentimiento de superioridad de los occidentales y de los habitantes
de las grandes ciudades al estudiar a quienes no lo son todavía. Por añadidura los
científicos suelen ser gente de clase media, cuyo sistema de valores se deja sentir a la
hora de observar. Algunos antropólogos crédulos se han sometido a psicoanálisis
didáctico creyendo que llegarían a ser más objetivos, con lo cual adquieren la
mentalidad dogmática de ciertos psicoanalistas didácticos y de sus inciertos pupilos,
que puede ser otra forma de llevar orejeras y ver complejos de Edipo saltando como
liebres por las montañas. Alguien me dijo que a Margaret Mead se la quisieron comer
unos caníbales, porque al verla tan gordita les pareció la mujer ideal. Otros, menos
hambrientos, la ataron a un grueso palo y se la llevaron a lugar seguro, colgando de
las extremidades, como se transportan las grandes reses en las cacerías. Cuando
conocí a Margaret en un congreso, no me atreví a hablarle del banquete frustrado en

186
que figuró como plato principal. Pensé, con perdón de los caníbales, que las azafatas
del congreso eran mejores.
La Psiquiatría Transcultural puede ser un tema de los que exigen atención
preferente. La fuerte inmigración en Europa meridional plantea problemas de
adaptación tanto en los recién llegados como en la sociedad receptora. La nueva
patología no ha hecho más que comenzar en los primeros años del siglo XXI.

El apacible silencio de Soria, su limpia atmósfera y la austera belleza de sus


campos figuraban entre los incentivos para solicitar esa plaza. Algún hechizo, no del
todo visible al visitante ocasional, prende en el alma de Gustavo Adolfo Bécquer,
Antonio Machado, Gerardo Diego y Dionisio Ridruejo y los hace sorianos para
siempre. Con motivo de las oposiciones a Dispensarios de Higiene Mental, que gané
en 1964, tomé posesión de los Servicios de Psiquiatría e Higiene Mental del Instituto
Provincial de Sanidad con fecha 1 de septiembre de ese año. Después obtuve,
también por oposición, la plaza oficialmente designada de modo algo solemne como
Profesor de Sala de los Servicios Psiquiátricos Provinciales de la Excma Diputación
Provincial de Soria, y tomé posesión el 17 de diciembre de 1965. El primero de estos
cargos , cuyo prestigio y responsabilidad eran , en mi opinión muy altos, estaba
retribuido con la cantidad de 4.000 pesetas anuales, de acuerdo con la legislación
vigente desde mucho antes de la guerra civil española y no actualizada. El segundo
cargo, también honroso en mi parecer, aunque no tan increíblemente bajo en cuanto a
compensación económica, no permitía vivir de ello. Don Narciso Fuentes, Jefe
Provincial de Sanidad, experto pescador en el Duero, cazador no tan experto, lleno de
bondad, no alcanzaba a entender por qué no renunciaba yo inmediatamente a tan
imposible situación. Al conocernos mejor decidió que, con mi esposa, nos
quedásemos a comer todos los fines de semana con su familia y que hiciese lo que yo
quisiera, liberándome de la obligación de residir en Soria. Sólo en un fin de semana
podía gastar, sin orgías de ninguna clase, el sueldo de todo el año:

— Desde luego los otros médicos que han venido a tomar posesión eran
de otra manera. Usted me cae mejor que todos ellos. Les daremos buenos
mariscos los sábados, porque los camioneros que los llevan de Galicia a
Zaragoza hacen alto en Soria y me quieren mucho. ¿ Querrá usted venir a
pescar conmigo? Necesito compañeros. Varias veces me han pescado a mi,
porque es fácil caerse al Duero en cuanto uno se entusiasma con la pesca.

Don Narciso me tuteó muy pronto y me dijo con orgullo:

—Aquí nos hemos repartido la pobreza. Está bien repartida y la


llevamos con dignidad. No hay grandes propietarios de tierras, pero no
verás mendigos. No hay analfabetos en la provincia; desde hace muchísimos
años tenemos la cota mas baja del analfabetismo nacional. Exportamos
maestros. Verás a los pastores y a las pastoras con el periódico provincial,
aquí le llaman «El Papel»; algunos con libros, estudiando mientras vigilan

187
las ovejas o las mulas. La ciudad no es grande, pero edita ahora dos diarios,
que leen todos, además de la muy importante y erudita revista «Celtiberia».

Quiero dejar constancia de la gran calidad humana de don Narciso Fuentes.


Inicialmente creyó que, tras la toma de posesión, el trámite inmediato sería solicitar la
consabida excedencia voluntaria propia de quienes, careciendo de influencias
políticas, no teníamos más camino que ir ganando oposiciones, hasta conseguir una
que permitiera asentar la cabeza con provecho. Soria en 1964 y 1965 era para mí,
como lo fue para Gerardo Diego, Dionisio Ridruejo, y antes para Antonio Machado y
Bécquer, una ciudad para ensoñar. Quizá no haya más que un sólo momento
significativo en la vida para sentir la condensación del tiempo a la manera de Azorín
y admirar el paso de las nubes. ¿Puede haber algo más importante?
Era la ocasión de ver pasar las blancas guedejas en el cielo azul de Soria, ver
evolucionar las nubes junto a las elevadas cumbres de una de las provincias más altas
de España. Había llegado el momento de recorrer aldeas perdidas o a punto de
perderse, hablar con los pastores y con mis compañeros, médicos rurales que me
abrían sus puertas y me regalaban su amistad de hombres solitarios, apartadizos ellos
y sus familias de la gran corriente del vivir urbano.
Me sentí comprendido gracias a las palabras de Dionisio Ridruejo. Él ha sido el
cantor discreto y enamorado de la pesadumbre de las tierras desnudas y de la
resignación soriana, tan mineral como la entraña de los páramos:

Vista con uno de los focos, Soria será aislamiento, lucha casi imposible
con los rigores del medio, postración consolada por la dignidad, esperanza
de poco sostén y mucha intemperie. Vista con el otro, Soria será el paisaje
subjetivo por excelencia. El paisaje-alma, con belleza que apenas pide
ayuda a los sentidos, impresionándonos desde la propia imaginación con el
hayedo en el pinar, las hojitas del olmo o la mariposa del zarzal florido.

188
La pastora de mulas sorianas, cerca de Beltejar, estudiaba Magisterio

189
En el Páramo de Villaciervos, Soria

Navaleno se ha modernizado gracias a sus turistas veraniegos. Está junto a la


Reserva Nacional de Urbión, zona pinariega. Desde allí, desciende el río Ucero por
un valle de asombro, mezcla de rocoso cañón y de verdor estrecho allá abajo, que se
amplia a lo largo del descenso. Se acabaron los pinares, pero volverá la vegetación
pasando por Nafría de Ucero, donde se juntan dos ríos al pie de una gran roca; Rejas
de Ucero, y Valdemaluque hacia el Burgo de Osma, casi una capital, con catedral y
plaza de toros, con amplia vega entre las altas parameras. No queda lejos el cañón del
río Lobo, truchero y cangrejero, hermoso parque natural. Por allí pasó a mi lado un
gran zorro lustroso, de pelo anaranjado, casi rojo encendido. Cada vez que lo cuento,
el zorro me pasa más cerca y me crece una cuarta. He hablado con cazadores y les
sucede lo mismo. Desde el Burgo de Osma hay buena carretera a Soria, que pasa por
las proximidades de Calatañazor, en la sierra de Hinodejo, donde Almanzor perdió el
tambor aseguran los sorianos. Hacia el sur de la provincia se va espesando la oscura
vegetación, conocida como La Mancha de Almazán.
Entre Calatañazor y Soria está el páramo de Villaciervos, desolado pedregal con
alma, como todos los pedregales de la provincia. Llegando a la capital se alza a
nuestra derecha el Pico Frentes, extremo de la sierra de Frentes que acaba en la
dehesa de Valonsadero, la de las pinturas en abrigos prehistóricos. Es la dehesa de

190
donde se traen a la ciudad los toros para las corridas de la Feria de San Juan y las
conocidas Fiestas de Calderas, ejemplo vivo de la teoría freudiana del festín
totémico, celebrado después de matar y comerse al toro-padre. De esto sabe más que
nadie el escritor Fernando Sánchez Dragó.
Desde Navaleno, pasando algún puerto, se llega por Abejar y Herreros a la Venta
de Cidones, de hondas repercusiones literarias. Más de una vez hicimos esa ruta para
llegar, por Molinos de Duero, donde están las casas más elegantes, desde donde se
ven hermosos prados por donde han pasado, siglo tras siglo, carretas de grandes
bueyes llevando maderas. Conviene ver el borboteante río Revinuesa y entrar en
Vinuesa, Viscontium de los romanos, la de las casas señoriales, la corte de los
pinares, cuna de los Foxá. Y de allí a la Laguna Negra, la del poema machadiano de
Alvargonzález. Laguna limpia, de agua de deshielo. Negra si los pinos oscuros se
reflejan en el agua tersa. De colores hermosos cuando en sus montes brotan el brezo y
la retama. Era preciso ir a Duruelo de la Sierra, Covaleda y Salduero para ver nacer el
río de Gerardo Diego. Desde las blancas espumas, con lentos aletazos aristocráticos,
subía una garza real. Debíamos buscar el otro río vecino para seguir soñando, el río
Tera en el centro del valle de su nombre. Con fuentes, prados y huertas, bajando del
Puerto de Piqueras por La Poveda de Soria y Almarza de la Sierra, a la altura de
Segovieja y Arévalo de la Sierra, se unirá más tarde al Duero, ya crecido, al pie del
cerro de Garray, mirando a Numancia.
Otro de nuestros caminos , cuesta arriba, era el de Estepa de San Juan y Puerto de
Oncala, por Huérteles y Villa del Río hasta Yanguas, en el límite con tierras riojanas.
En Oncala se guardan en la iglesia tapices muy ricos, tramados sobre cartones de
Rubens e idénticos a los que se exponen en las Descalzas Reales de Madrid. Eso dice
Dionisio Ridruejo, pero calla lo que yo vi, acompañado de mi esposa, en 1965. Esos
tapices, o parte de ellos, los usaban en las eras para cubrir los cereales recién
recogidos. Y de los colores primitivos cada vez quedaba menos, porque el sol del
cielo soriano en tiempo de la trilla es implacable. Desde allí no se puede faltar, entre
lomas peladas y sierras de piedra pómez, a la ruta de San Pedro Manrique. Es el lugar
de dos tradiciones muy curiosas. Una, la de Las Móndidas, mozas, a menudo
mayores, de muchas arrugas en la cara, que visten de rara manera y portan unas tartas
que ofrecen al santo. Representa, probablemente, un recuerdo del tributo de las cien
doncellas que el rey Mauregato hubo de dar a los árabes. La otra tradición es la de
pisar las brasas con los pies descalzos, llevando alguien a la grupa. Cruzan un amplio
espacio de fuego sin quemarse. También de esto sabe mucho Fernando Sánchez
Dragó.
Después de tantos lugares pedregosos nos espera un oasis bajando cuestas por
Torretarrancho y Matasejún, en Fuentes de Magaña. Desde allí por Castilruiz vamos a
Agreda, la gran ciudad que se pone toda ella a secar al sol, como los bacalaos que
penden de hilos y cables invisibles, ondeando al viento. ¿Cómo y desde qué mares
habrán llegado al corazón de la Meseta, abiertos y salados? Si volvemos por la sierra
del Madero a Soria, vale la pena descender al sureste de la provincia por Muro de
Agreda, Noviercas, Jaray, Almenar y Esteras de Lubia para acercarnos a los campos
de Gómara, lugar para detenerse y, en primavera, tumbados en el suelo, contemplar el
paso de las nubes. En esta provincia había descubierto mi personal Tibet español.

191
Entendí lo que quiso decir Ortega y Gasset hablando de la España tibetana. Tiempo
habría de ir al otro extremo por la cima del Monegro, la Peña del Torrejón, el río
Almarza y la dehesa del Rincón, las alturas de las Cabreras, la Peña Amarilla con el
río Queiles acercándose a las faldas del Moncayo aragonés.
En verdad, recorrí cuanto pude aquellas sierras y serrijones. Me empujaba una
fuerza superior a mí. Más lejos de este mundo todavía, me pareció la frontera oriental
de las tierras sorianas y el sureste de ellas con las mesas de Judes, inolvidables
piedras lunares o de otros planetas, para llegar a Monteagudo de las Vicarías. El sur
de la provincia se relaciona con el mundo exterior. Parece que salimos del Tibet y me
da pena. Allí está Santa María de Huerta. Nos acercamos a una carretera general,
junto a Arcos de Jalón, por donde ya corre el río hacia Zaragoza. Desde la carretera se
ve, allá en lo alto, el arco romano de Medinaceli. En los alrededores, estepas peladas,
casas que apenas se elevan del suelo en Beltejar, Esteras de Medinaceli o Salinas. Sin
querer salir del Tibet, y está claro que no queremos, se llega por una tierras que
parecen losas de piedra pulida por los vientos y los siglos, muy poco pisadas por seres
humanos, a pueblos como Cha-orna, Judes o Iruecha, a los que poca gente va de
visita. Laina está cerca, pero ya es otra cosa; por su carretera hacia el sur entraríamos
en la provincia de Guadalajara por Maranchón. Es un viaje que vale la pena para ver
la cueva de los Casares en Riba de Saelices. En este santuario prehistórico y en sus
alrededores, de acuerdo con Julio Caro Baroja, que no se si entró, porque hay que
avanzar reptando a oscuras un buen trecho, se escucha el galope de los rinocerontes
lanudos, grabados sobre la roca. De vuelta en tierras sorianas hay que ver entre
Ambrona y Torralba los yacimientos de colmillos y huesos de elefantes.
Por los altos de Radona, si no hay hielo ni está nevada la carretera —un invierno
fuimos los últimos en pasar antes de que quedase cortado el tráfico— se llega
cómodamente a Almazán, la corte de España, con palacio donde vivieron los Reyes
Católicos y se asomaban gozosos a la balconada sobre el río Duero. Por Lubia,
campamento romano, se llega a la capital de la provincia, después de haber pasado,
junto al pantano, el pueblo de Los Rábanos, que surtía de hortalizas los mercados
sorianos. Con aires de superioridad, las damas de la ciudad y hasta las monjas de
cierto convento, llamaban rabaneras a las que llegaban en mula o pollina con su
valiosa carga. Desde que oí hablar así a las monjas, nunca digo a la ligera: Eso a mí
me importa un rábano.
Una de aquella hermanas en el Señor fue mi paciente. Para verla —entreverla a
través de una doble reja erizada de punzantes hierros— me preguntó varias veces la
Madre Superiora si yo estaba casado. —Si, Madre, por la Santa Iglesia. (Entonces no
había otras formas, aunque algunos librepensadores recordaban que ciertas parejas,
fuera de la ortodoxia, se casaban por lo civil y otras, por lo criminal.) Pues bien,
escuché lo poco y anodino que me pudo contar la paciente, a quien había empezado a
querer bajo la mirada durísima y mil veces desconfiada de la Reverenda Madre
Superiora. ¿Por qué y para qué me habrían requerido las monjas de clausura? ¿Qué
pasaría debajo y por los adentros de la toca de la más admirada y piadosamente
querida de todas mis pacientes? Pretendo imaginar que existió cierto grado de
comunicación mística y empática, no verbal, naturalmente, entre nosotros dos. Me
pareció notarlo en el tono de su voz, baja, resignada, dulce y tristísima. Pido perdón

192
por la inoportuna irreverencia que contar esto supone, pero me creí como San Juan de
la Cruz, el confesor enamorado de sus monjas en Beas de Segura, y ellas de él,
creyendo todos que vivían inocentes y santísimos amores. Me sentí correspondido
cuando ella —cuyo rostro y figura apenas adivinaba entre sombras— me dijo al
despedirnos: Gracias por todo, Padre. ¿Fue la rutina o supo la pobre, empapadas las
entrañas de ardores místicos, porque hay que creer que eran místicos los
estremecimientos de su cuerpo, que había estado con otro confesor, que se estaba
enamorando de ella sin verle la cara?
Los que vivimos en grandes ciudades tendemos a imaginar el campo como un
paraíso sin ruidos ni prisas, sin stress. En realidad no abundan los oasis paradisíacos.
Existen psicosis rurales, trastornos de la mente agravados por el aislamiento y por las
rencillas de las pocas familias que van quedando en pueblos abandonados. Se hizo
famosa una aldea con sólo dos ancianos que no se hablaban. Pude ver, en la casona
venida a menos de otro pueblo fantasma, a dos solteronas que vivían con un viejo
perro de caza. El chucho estaba cansado de todo, menos de ser perro. Las dos
hermanas, sin apartarse nunca de la mesa camilla, se comunicaban a través del
animal: Dile a la tonta de mi hermana que atice el brasero. —Di a la vieja esa que lo
mueva ella, que no tiene la columna vertebral tan enferma como yo. El perro no dijo
una sola palabra, pero pegado al suelo con las orejas gachas, miraba expresivamente a
una y otra solterona celebrando —según creo— no estar en su pellejo.
He visto en el medio rural , cuando los que envejecen en soltería son dos
hermanos de distinto sexo bajo el mismo techo, las inevitables fantasías, y a veces
delirios, de contenido incestuoso; no se llaman por el nombre de pila, sino que usan la
palabra Hermano y Hermana con un énfasis fuera de lo corriente. En otro pueblo ,
con clara desorganización social, un universitario desempleado, de poco más de
cuarenta años, la edad que yo tenía entonces, me dijo: No me he casado porque las
chicas de ahora no se parecen a nuestras madres. Ya no hay mujeres como ellas.
Recorrer los pueblos que van quedando vacíos depara curiosas experiencias. He
vuelto recientemente a uno de ellos, grande, pero sin gente; unos ancianos al sol nos
dijeron: —No quedamos más que cuatro amigos. Y en la parte baja del pueblo hay
unos jóvenes con la radio puesta a todo meter. Están locos. Llegando a la parte
inferior, tres jóvenes barbudos, tumbados en el suelo, bebían coca cola y escuchaban
Rock. Pensaron que nos habíamos equivocado de carretera: —Aquí no queda nadie.
Sólo nosotros y allá arriba una pandilla de viejos que se les ha ido la cabeza. Están
chiflados.
Es —o ha sido— frecuente en el medio rural que el hermano mayor se convierta
en un tirano de los hermanos y hermanas menores cuando el padre muere o ya no
cuenta para casi nada. Emigrar puede ser la única salida sana. No todos se deciden,
apegados a las tierras que sus antepasados han labrado durante generaciones. Es
cierto que se precipitan algunas psicosis por la ruptura de los vínculos familiares,
pero también su persistencia rígida, de modo autoritario, no deja salida airosa del
régimen tribal a las hermanos cautivos. Aldeas desorganizadas pueden ser tan
patógenas como los peores barrios de las grandes ciudades.
Me preguntaba, allá por el año 1964 en mi querida provincia de Soria ¿Sería yo
capaz de estudiarla, de disecar fríamente los datos estadísticos? ¿No estaba entrando

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ya, previo a todo contacto profesional, en un enamoramiento místico próximo al
éxtasis? Soria pura empezaba a ser la amada imposible, la belleza y el misterio de las
alturas, el techo de España, mi meseta tibetana y mi Montaña Mágica, todo en una
pieza. Prometí a don Narciso Fuentes estudiar las condiciones de higiene mental en el
medio rural. Viajaba desde primera hora, viernes, sábado y domingo, semana tras
semana, de uno a otro pueblo, aldea por aldea. No usaría métodos estadísticos,
contaría los enfermos mentales uno por uno, me dirían ellos mismos y sus vecinos la
historia clínica. Me ayudaría el médico del pueblo cuando lo hubiera, o el del
próximo lugar más poblado. Así, de modo artesanal, fuimos llenando las fichas para
el Dispensario de Higiene Mental.
Descubrimos valles bociosos que no estaban registrados. El bocio endémico es
propio de zonas altas, carentes de yodo, en circunstancias de aislamiento en climas
determinados. La endogamia pone el resto. El joven médico de una de esas aldeas lo
encontraba normal; lo era en sentido estadístico. Recuerdo que el párroco de una
población suiza reprendía a los que a la entrada de la iglesia se mofaban de las pobres
chicas de cuello liso, sin bocio: Dejadlas, pobrecillas, tened caridad cristiana con
esa desgracia. decía el santo varón. El bocio podría tener cierto atractivo sexual. Mi
joven colega estaba enamorado de la maestra, a la cual cuando le comenté la
frecuencia de esta enfermedad, se le puso la cara roja y también la porción anterior
del cuello, de donde emergió en ese momento, con gran sorpresa y sobresalto para
mí, un enorme bocio. Coincidió con mi pregunta inoportuna: El bulto, al cabo de
cierto tiempo retrocedió, como si de una erección se tratase. El joven médico vivía
solo, en casa con dos habitaciones y una bombilla. Un agujero amplio, en lo alto del
la pared intermedia, permitía iluminar la casa entera. El suelo era de tierra, bien
barrida, y con el colega vivía La Morita, una oveja no muy limpia, de espesas lanas
oscuras. ¿Dónde voy a vivir mejor que aquí? Lo decía con pleno convencimiento. Se
lo conté al profesor Pierre Bernard Schneider cuando vino a Madrid y fuimos juntos a
Soria para verlo. Le ofreció una generosa beca de la OMS, en Ginebra, para estudiar
higiene rural y la rechazó. La Morita, recelosa, fue a restregar sus lanas en las rodillas
del amo.
Cada aldehuela cuidaba con afecto a su retrasado mental. Los oligofrénicos
profundos, sobre todo los que no tenían lazos familiares, se albergaban en un
hospicio, digamos tradicional, del Burgo de Osma. Allí fui con mis dos asistentes
sociales; las monjas los sacaron al patio para que les hiciéramos fotos. Estaban
contentos y se agrupaban en torno al más profundo de ellos, incontinente, al que
parecían envidiar. Las monjas le habían conseguido un magnífico sillón de canónigo,
tapizado en terciopelo verde y perforado en el centro. Por aquella ventana caían al
suelo sus excrementos, con admiración y alegría de todos los demás, de lo cual el
interesado parecía orgulloso, casi tanto como las monjas con su invento. La foto
parece, sin ser esa nuestra intención, un fragmento de película de Luis Buñuel.
En una de las zonas más aisladas y en franco deterioro, hallé varias aldeas
pobladas por hemipléjicos. No lo eran todos, pero su elevado número por las calles y
por las afueras de las aldeas llamaba la atención. Supe que se alimentaban de chorizo
frito principalmente. Desayuno, comida y cena, con derivados del cerdo. Hortalizas y
frutas, casi nunca. El vino, abundante y bien asegurada su provisión. De tarde en

194
tarde, iba una furgoneta con latas de conservas.
Encontré en algún pueblo niños pequeños con síntomas de alcoholismo crónico.
Todo empezó por la costumbre de adormecerlos con sopas de pan con vino y azúcar.
Amodorrados y tranquilos, los niños permitían, sin hacer travesuras, que sus madres
trabajaran en las durísimas labores del campo. Los padres, merineros en
trashumancia, se ausentaban en noviembre con el ganado y volvían en primavera.
Entre tanto, los niños desarrollaban clara dependencia del alcohol, con síntomas
psíquicos en la esfera afectiva e intelectiva. Un médico de la zona pinariega estaba
muy preocupado con este asunto, pero no veía la manera de solucionarlo. Este mismo
colega me habló de la castidad heroica de los merineros, algo atemperada por ciertos
desahogos normales con las ovejas.
En el habla de la provincia es común y natural referirse a algunas ovejas como
muy guapas. Nunca, sin embargo, se dice de ninguna de ellas que sea casquivana o
deshonesta, en contraste con la mala reputación que tienen las gallinas, sufridas
gallinas, en toda España. El médico rural entregado a estas reflexiones comentó el
hambre de amores, (los psiquiatras anglosajones dicen deprivación sexual) de las
esposas de pastores, que solían quedar embarazadas cuando volvían los maridos de
las tierras cálidas de Extremadura. Aprendí un refrán de la región: Más vale cuando
llega el buen tiempo la chorrada de un merinero, que el triquitraque con el cura todo
el invierno. De paso, supe la persecución de cierto clérigo, galán de las casadas. Un
grupo de merineros, fue tras él por las montañas a tiros de escopeta. El eclesiástico,
cazador y buen conocedor de las sierras, se defendió bien, alternando el tiro con
perdigones y el de postas, logrando escapar con vida a otra provincia.
De todo lo que hube de comentar con don Narciso en la Jefatura de Sanidad, lo
más penoso fue la frecuencia global de suicidios que llegó al máximo de la nación
durante el período de 1940 a 1950. Al exponer el dato en un congreso mundial, un
profesor de psiquiatría me dijo que quizá teníamos en Soria un funcionario estadístico
más escrupuloso que en las demás provincias, porque le costaba creer que tan
apacible y tradicional manera de vivir produjese tanta muerte voluntaria. Ignoro qué
papel podría jugar el recuerdo permanente del heroico y desesperado comportamiento
de los numantinos en las guerras contra Roma. Es algo que se enseña con carácter
modélico en la escuela primaria y se repite con orgullo en la vida de todo soriano. Por
si fuera necesario, que no lo es, en la escalinata de la Excma. Diputación Provincial el
patético cuadro titulado La destrucción de Numancia destacaba enorme, grandísimo,
desproporcionado por su gran tamaño, incluso para la noble y amplia escalinata. Me
consta que en otra provincia castellana, de altura y clima similar, el ahorcamiento era
tan común en una zona determinada que no se consideraba relacionado con ningún
trastorno mental, ni siquiera un fenómeno anormal. En esa zona rural se empleaba el
eufemismo columpiarse cada vez que alguien moría colgándose de un árbol.
En los casos que llegaron a mis oídos, aparte las psicosis seniles o preseniles,
parecía tratarse de depresiones endógenas profundas. No se diagnosticaban como
tales por ser bien toleradas por el entorno. La endogamia, por la conveniencia de
reunir herencias de lo que en Soria se llama la suerte de pinos, se mostraba en
frecuentes uniones de tío y sobrina, así como de otros parientes próximos.
En nuestro Dispensario, gratuito y con clientela de clases modestas, vimos pocos

195
esquizofrénicos y bastantes depresiones, varias de ellas bipolares en las que el
paciente había manifestado tendencias autodestructivas. Por fortuna, tratados con
psicofármacos, no perdimos a ninguno de ellos. Los comportamientos
esquizofrénicos solían ser de forma simple y autista, sin manifestaciones paranoides,
bien tolerados por los parientes.
Algún pastor me dijo que su profesión trastornaba a más de un compañero.
Siendo tan retirada, tan austera y retraída, la vida de los pastores pregunté a uno de
ellos cómo notaba que algún compañero, normalmente callado todo el día, estaba mal
de la cabeza; —Notarse, se nota en que arrean el ganado de aquí para allá, muy a
deshora y sin razón.
En la época en que colaboré con la Jefatura de Sanidad de Soria se me dijo que
existían 300 psicóticos en la provincia, ingresados en distintos manicomios españoles.
La Diputación tenía censadas 500 personas etiquetadas como dementes, cifra
probablemente inferior a la realidad. El total de habitantes en la provincia no pasaba
de 150.000, repartidos en aldeas y aldehuelas con menos de 500 habitantes. Algunas
villas como Agreda, El Burgo de Osma y Almazán, pasaban de 3000, pero
predominaba el tipo de vida rural en comunidades muy pequeñas. En la capital, en
torno a los 20.000 habitantes, los funcionarios, comerciantes y empleados le daban
otro aire al tipo de vida. No se notaba gran diferencia de clases sociales, dentro de un
nivel medio muy decoroso. Solamente un conocido personaje local destacaba por
tener un yate en San Sebastián y pasar en esa ciudad los fines de semana. El resto de
la población mantenía un género de vida comedido, sin ostentación, llevado con
dignidad. En los pueblos pequeños, las condiciones de vida eran mucho más duras
pero el señorío natural de sus gentes me pareció fuera de lo común. No vi casos de
histeria ni de neurosis hipocondríacas. Quejarse estaba mal visto, sin duda.
He hablado de una provincia en la que viví en 1964 y 1965. Imagino que las
circunstancias habrán evolucionado, pero algo debe persistir, a través de milenios, del
alto espíritu de los numantinos. Y de los arevacos de Termancia, que tampoco se
quedaron atrás. Este es el lugar donde los celtas e iberos se fundieron. Hay una
atmósfera encantada, con sabor a prehistoria y protohistoria capaz de superar, espero,
la invasión de los electrodomésticos y de la American Way of Life.
Para mí, sobre la gran hospitalidad y la hombría de bien de sus gentes, sobre las
cualidades de su espíritu admirable, permanece la visión, me atrevo a llamar
metafísica, de los paisajes con alma de las tierras sorianas. Gerardo Diego, que me
dedicó una mañana entera en su casa madrileña de la calle de Covarrubias, me lo
recuerda cada día:

Geología yacente, sin más huellas que una nostalgia trémula de aquellas palmas de
Dios palpando su relieve.

En los años 50 de la vida española la psiquiatría, en el Seguro Obligatorio de


Enfermedad (primera denominación de la Seguridad Social) no tenía buena fama. Mis
amigos Juan Antonio Vallejo Náge-ra y Diego Gutiérrez Gómez duraron dentro de

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dicha organización —para algunos era desorganización— dos meses y un mes,
respectivamente. Los médicos generales tenían menor prestigio que los especialistas.
Circulaba un chiste por aquellos años. La niña que abre la puerta anuncia una visita:
—Mamá, hay un señor en la puerta. —No hija, no es un señor. Es el médico del
Seguro. En los primeros años era preciso atender en el plazo de dos horas a todos los
que estuvieran en la sala de espera. Se decía, con exageración evidente, pero con
fundamento, que los pediatras se asomaban y desde la puerta rogaban a las madres de
niños que tosían que se pusieran a la izquierda, para recetarles a todos lo mismo, sin
pérdida de tiempo. Los niños de la derecha podían recibir tratamientos más variados.
Se trataba, evidentemente, de una de tantas chanzas y sarcasmos en relación con el
Seguro en su primera época. Nunca el tiempo por paciente solía rebasar los tres
minutos, de los cuales el médico hacía el reparto que juzgara conveniente para
obtener la historia clínica, realizar la exploración, extender las recetas y explicar la
forma de tomarlas.
Mi solicitud de 1956 para ser médico especialista fue atendida teniendo en cuenta
los movimientos de las escalas de funcionarios, por lo cual fui admitido diez años
después. Mi primer Ambulatorio estaba situado en el barrio de San Blas, uno de los
más conflictivos entonces. Me saludó el primer día mi compañero Javier Morales
Belda, psiquiatra cuyo turno terminaba al comenzar el mío. Se levantó la camisa y me
enseñó una cicatriz reciente que recorría la parte anterior del tórax: Es una reacción
transferencial al arma blanca. En efecto, las agresiones a médicos no eran nada raras.
Javier era el psiquiatra más completo y más culto de cuantos yo conocía en Madrid.
Era el número uno en la policlínica del profesor López Ibor y en mi opinión, el más
capacitado para ganar la próxima Cátedra universitaria que se anunciase. Sin
embargo, no era el más diplomático, como parecía indicar la cicatriz del navajero.
En cuanto pude, intenté conocer las expectativas de los pacientes en la sala de
espera, ya que en la consulta propiamente dicha apenas disponía de cinco minutos.
Me ayudaron voluntariamente tres alumnas de segundo curso de Asistencia Social,
seleccionadas con suficiente información sobre temas de salud mental, y buenas
cualidades personales de discreción y capacidad de secreto profesional. Tomaban
notas de todo aquello que podían escuchar sin llamar la atención.
Conocer la atmósfera psicológica de la sala de espera podría ayudarnos a
completar la información necesaria, tan difícil de lograr en los breves minutos de la
entrevista. Terminado el plazo de las dos horas de consulta, teníamos un cambio de
impresiones diariamente. Así lo hicimos durante un período suficiente para lograr lo
más indispensable de los datos que deseábamos obtener.
Nuestra sala de espera, situada en el primer piso, medía 5 por 7 metros,
amueblada por tres bancos de tres metros de largo, todos ellos mirando a la puerta de
la consulta. Siempre estaban ocupados por completo. El olor era característico,
porque desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche no había
interrupciones. Los pacientes casi siempre aguardaban tranquilos. Hablaban sólo con
la persona más próxima en el mismo banco y raramente con las que se sentaban
detrás. El grupo de los que esperaban no era ruidoso, pero llegaban abundantes e
intensos ruidos desde el vestíbulo y desde otros lugares.
Hallamos que no hallamos ciertos temas de conversación: La nostalgia de la

197
provincia, las actitudes políticas y las religiosas. De la actualidad local o nacional no
hablaban y menos aún de noticias internacionales. Nos llamó la atención que el día
del asesinato del presidente norteamericano Kennedy, en que la radio y los periódicos
no trataron de otro tema y en las calles de Madrid había corrillos que lo comentaban,
así como en los bares y cafeterías, nadie de la sala de espera lo mencionó. Lo más
persistente era la preocupación obsesiva por el número de cada papel que tenía que
ver con la consulta. Soy el siete. Yo soy el diez. ¿Es usted el seis? Parecía la prueba de
que se habían identificado por completo con una determinada cifra; habrían olvidado
su nombre de pila y el apellido. Las alumnas de asistencia social constataron que la
actitud más común era la sumisión razonada y resignada o bien la sumisión mágica en
los pacientes más primitivos. Los que venían sólo por pastillas (fe mágica en el
medicamento, más que en el médico) mostraban la receta anterior o la caja del
medicamento sin pronunciar palabra. La conducta abiertamente hostil era excepcional
y parecía en relación con experiencias muy negativas en consultas anteriores con
otros médicos. Un joven universitario se negó a decir su nombre: Soy El Siguiente.
Los pacientes ignoraban el nombre y apellido de su especialista. Nunca decían el
doctor ni el médico. El término era el hombre. Generalmente comprensivos, solían
murmurar: el hombre hace lo que puede, sin analizar más allá de esta breve frase la
personalidad del especialista ni las características de la relación terapéutica.
En el Ambulatorio de San Blas permanecí hasta que se produjo una vacante en el
Hermanos Aznar de la calle de Modesto Lafuente, una zona de clase media —media.
La sociedad española en el año 1975 evolucionaba hacia el llamado Estado de
Bienestar. Mis nuevos pacientes vestían mejor, olían bien, tenían capacidad verbal
superior a los del anterior ambulatorio y se podía establecer con ellos un diálogo
terapéutico efectivo. Paulatinamente fue posible dedicar más minutos por paciente.
Los que sólo pedían recetas dejaban más tiempo para quienes requerían atención
pormenorizada. Los tratamientos farmacológicos se acompañaban siempre de
cambios de impresiones que eran un inicio de psicoterapia. Incluso psicoterapias de
quince minutos eran posibles, una vez por semana, en cierto número de casos.
Raramente se producían huecos minutos libres, que aprovechábamos la enfermera y
yo para revisar historias clínicas y poner al día el papeleo burocrático.
En este Ambulatorio encontré la fundamental ayuda de la enfermera, convertida
en co-terapeuta. Los de arriba se la llevaban en cuanto habíamos establecido un
verdadero espíritu de equipo y traían a una inexperta sin vocación. Alguna venía con
excesivos prejuicios e incluso temor al enfermo. Tuve una, en edad de jubilación,
totalmente soltera, muy rígida, buena trabajadora pero esclava de su ideología
conservadora. Aparte de la lentitud y parsimonia, probable síndrome cerebral psico-
orgánico, no pasaba nada grave hasta que entraba un drogadicto o una persona —hay
que decirlo ahora con mucho tiento— con trastornos de la personalidad y de la
identidad sexual. En esos casos la enfermera alzaba el tono de voz, amenazador y
despectivo: ¡Son ustedes carne de presidio! Se lo decía precisamente al tipo de
pacientes con quienes yo extremaba la cortesía y el tacto, para que no se produjera
ningún roce. Me gustaba decir a estos clientes que los de arriba no nos daban
facilidades para atender su caso como nosotros quisiéramos y ellos merecían, por los
cual les enviaba con un volante a un Centro de Salud donde tendrían más medios y

198
equipos especializados.
Daba resultado el breve discurso, salvo cuando la veterana entraba en acción. Un
día, medio arrepentida, me dijo que estaba segura de que la cambiaría muy a gusto
por dos enfermeras de veinte años. Estaba tan enfadado con ella que le dije: No, nada
de eso, la cambiaré por tres de veinte, bien cumplidos, para que salgan las cuentas.
Lloró un poco y me sentí muy mal. Se acercaba la fecha de su jubilación y entramos
en una nueva etapa casi idílica. Me enseñaba sus nuevos zapatos, el bolso, los regalos
que le hacían sus amigas. El último día lloró durante las dos horas, abrazándome con
escasos intervalos. Los enfermos querían abrazarla, y entre todos consumieron en el
último mes abundantes cajas de klinex.
Después tuve varias enfermeras jóvenes, equilibradas, felizmente casadas y con
vocación por la Psiquiatría. El horario y el clima de la tarde era divino al decir de
ellas. Por la mañana había clara presión del señor inspector. ¿Cómo son los médicos
que disfrutan inspeccionando a sus compañeros? Me pregunto si se nace con
vocación de señor inspector. Como el perseguidor sólo iba por las mañanas, en el
horario de la tarde nos sentíamos felices. Las enfermeras decían: Cuando el gato está
fuera, los ratones bailan.

Al ver la cola de los que aguardan para preguntar algo en la ventanilla de


Información, Herbert Spencer, el filósofo que consideraba al Estado como enemigo
del Individuo, tendría algo que decir. La organización obliga a los enfermos a perder
una hora o más en la sala de espera, aparte del tiempo pasado en transportes públicos,
para ser atendido en tres minutos, en una cita concertada varios meses antes. Todavía
hay mucho vuelva usted mañana para recoger una receta, generalmente porque es
cara en la farmacia, sellada por el señor inspector. Aun hay que andar de un lado a
otro con un papel en la mano —antes se llamaba un P-10— para ver a otro
especialista o para que nos atiendan no se sabe dónde ni cuando, es decir, demasiado
lejos y demasiado tarde.
El departamento de Atención al Cliente está muy bien inventado, puede ser un
camino para humanizar la asistencia pública, y quién sabe si hacerla razonable. Pero
haría falta un laboratorio de Behaviour Therapy para el reaprendizaje de algunos y
algunas burócratas, que creen que su misión consiste en convertir a los pacientes del
Seguro en humillados y ofendidos seres del subsuelo dostoyewskiano.
De nuevo asoma su cabeza calva, rodeada de pelambre témporoparietal, Herbert
Spencer:

¡Cosa extraña! Hoy que no se niega por nadie la influencia bienhechora


de la propagación de los más capaces, se hacen más esfuerzos que nunca
para favorecer la multiplicación de los menos aptos.

No han desaparecido, se diría que hasta son más prolíficos que otros seres, los
burócratas con dos erres, los que forman en el pelotón de los torpes en puestos clave,
capaces de provocar la rebelión de los enfermos y la desesperanza de los médicos.
Aquella Medicina Liberal que soñaba el doctor Gregorio Marañón, tropieza, de vez

199
en cuando, con engranajes impuestos en una institución tan digna, justa y necesaria
como es la Seguridad Social.
Un motivo especial de gratitud tengo hacia mis pacientes del ambulatorio de
Modesto Lafuente. Colaboradores en la obtención de su historia clínica detallada, con
datos del árbol genealógico y del árbol de amistades, suministrando información
médica, psicológica, social y laboral, hemos tenido tiempo en la consulta para
reflexionar sobre su pasado, presente y futuro, en recíprocidad de respeto y
estimación. Por tener sus raíces, más o menos rurales, en las distintas provincias de
España, hemos dedicado una parte de nuestras entrevistas de orientación
psicoterapéutica a hablar de su pueblo, del vino de la tierra, de la Virgen que veneran,
del Santo patrono, y de las fiestas del verano, con encierros y bailes en la plaza.
Conservo, con amor a España, varias cajas con tarjetas postales recibidas de rincones
provincianos. Son la prueba de que fueron la Virgen y el Santo de cada uno de esos
lugares tan nuestros, quienes felizmente guiaron los tratamientos cuando la enfermera
y yo rellenábamos recetas del Seguro.

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CAPÍTULO IX

Consulta particular. Kleine Psychiatrie

Los últimos tiempos del trabajo en la Seguridad Social en la calle de Modesto


Lafuente compartían, como apunté en páginas anteriores, rasgos comunes con la
consulta particular que, por la misma época, tenía en el Paseo de la Castellana, a
escasos veinte minutos de reposada marcha a pie. Un fino cigarro puro, de unos
quince centímetros, encendido en el portal de mi vivienda, me permitía saborear el
paseo en suaves bocanadas como una breve sobremesa, todavía con el gusto del café.
Se acababa el cigarro al llegar al Ambulatorio. Siempre quise ser puntual para iniciar
la consulta sin trabas y no hacer esperar a los pacientes.
La diferencia mayor con la consulta privada estaba en la mirada del paciente, en
la intensidad de la interacción médico-enfermo, acto de expresión, tarjeta de visita de
la personalidad. Suelen coincidir expresión e intención. No creo, como dice un
filósofo, que toda mirada sea un acto de agresión, pero si de inspección, de
inquisición, un intento de conocer al otro antes de haber pronunciado las primeras
palabras.
Después de ofrecerles un sillón, más con el gesto que con la palabra, observo
cómo lo toman, si se sientan con cuidado, lentamente y en el borde, como los tímidos,
o de golpe y hacia atrás, como los desahogados. El controlador empuja el sillón o lo
golpea contra el borde de la mesa, poniéndose frente a frente. Me sienta mal y he de
hacer un esfuerzo para lograr la recomendable cara de póquer, no siempre fácil. Los
golpeadores de mesas suelen tener la mirada exigente. son invasores territoriales. A
los parlanchines y manipuladores les he ayudado a verbalizar la fantasía, muy
frecuente, de cambiar su sillón por el mío.
El médico capta en su mirada inicial la totalidad del cuerpo. La parte más mirada
suele ser la cara y a continuación las manos, por ser las zonas más expresivas y las
más desnudas, pero es toda la superficie corporal la que entra en consideración. La

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limitación y la pesadumbre del cuerpo se imponen en la segunda mitad de la vida.
Teólogos, filósofos y poetas han sentido el cuerpo como cárcel del alma o de la
personalidad. Las mujeres jóvenes que presumen de liberadas dicen en la consulta —
y supongo que fuera de ella todavía más— que su cuerpo les pertenece y pueden
hacer con él lo que quieran. No quiero desilusionarlas y decirles que, antes o después,
su cuerpo pertenecerá a la Seguridad Social o a alguna entidad similar. Menos aún les
contaría los pensamientos de Shakespeare en torno a cierto banquete al que todos
iremos, en calidad no de comensales sino de alimento para los gusanos, salvo que
nuestros parientes nos incineren y den el chasco a las lombrices.
Mirarse y saludarse inicialmente, son inspecciones recíprocas, nunca neutrales.
Existe el gesto, el ritual, de darse la mano. Detrás de un saludo aparentemente trivial,
está nada menos que el hecho de tocar el cuerpo del enfermo. El público anglosajón
conoce bien el libro de Jane Howard: Tóqueme, por favor. Jane es partidaria decidida
de los Grupos de Encuentro y dice inspirarse en ideas de Carl Rogers, Abraham
Maslow, Jacobo Moreno y otros psicólogos, a quienes no parece absurda la máxima
de Tocarse más y hablar menos. La necesidad de ser tocado persiste hasta la muerte.
Quizá en los últimos minutos de la vida es cuando más se siente y se pide. Cuando
escribo estas líneas viene a mi memoria la mano apretada en la mía, mientras
pudieron apretarla, de personas muy queridas por mí en el trance de morir. En
momento de peligro real, estando hospitalizado, he agradecido el contacto de la mano
de una enfermera, casi desconocida, que cumplía espontáneamente las misiones de
todos los arquetipos femeninos imaginables. Su resumen es la dulzura maternal que
toda verdadera mujer lleva dentro. No es fácil hablar de ello porque abundan las
personas que no saben distinguir entre un toque confortador y otro destinado a
provocar la específica excitación que debería ser exclusiva del encuentro amoroso.
En la consulta del Seguro, en la calle de Modesto Lafuente, la enfermera puso
cara de asombro cuando al extender su mano una paciente (en seguida vimos que era
histérica, hiperdemostrativa y manipuladora) y al apretársela yo en el saludo
socialmente normal, se estremeció toda. Lanzó un gemido excesivamente sonoro y
nos confió entre suspiros: ¡Ay, si esto me pasara con mi marido! Para la enfermera y
para mi fue una buena ocasión de comentar, un rato más tarde, la teatralidad de las
histéricas, cuyos esfuerzos de seducción y exhibición suelen acompañarse de
auténtica frigidez sexual, (como admitió la paciente con respecto a su marido), pese a
lo que se llama hiperexpresividad erótica de los preludios.
Se trata de mujeres en la periferia de su feminidad, actrices de vocación y a
menudo buenas profesionales de la interpretación, pero amenazadas por la depresión
y el desmoronamiento, si su estilo de vivir no les da lo que tanto esperan. Recordé los
estudios de mi amigo y antiguo discípulo Salvador Mascarell sobre el carácter
histérico, noción que ha pasado al lenguaje coloquial con connotaciones peyorativas.
Decir de alguien que se pone histérico, es descalificarlo. Pero el carácter histérico
puede tener, en lo positivo, la vivacidad, la riqueza expresiva del vocabulario y el
deseo de agradar.
En la consulta particular, cuando se cierra por dentro la puerta del despacho
insonorizado, se viven más concentradamente las experiencias de la relación médico-
paciente que en la Seguridad Social. En el Seguro, la presencia permanente de la

202
enfermera, co-terapeuta y algo burócrata en el buen sentido (si es que la burocracia lo
tiene), diluye las relaciones humanas y establece unas reglas distintas. Los psicóticos
delirantes miraban de manera diferente a la enfermera. Uno de ellos me contó que un
enano maligno desde dentro del radiador de la calefacción le hacía observaciones
obscenas sobre su vida privada y le succionaba los pensamientos. Instantes después,
vuelto hacia la enfermera le recordaba los nombres de cada medicamento para que
ella no se confundiera con las recetas; se fijó con gran esmero en la fecha de
caducidad de los volantes y en otros aspectos administrativos con absoluta precisión y
justeza. Después de haber pisado firme en la realidad, giraba de nuevo el cuello y, de
cara a mi, me hacía saber que el enano perseguidor no siempre era maligno porque
había otro contraperseguidor que lo neutralizaba con rayos láser desde la cafetería de
enfrente. En efecto, frente a nosotros podíamos comprobar que estaba la cafetería La
Fuente, desde cuyo mostrador cualquier experto estaría en excelente posición para
enviar tales rayos. Terminada la consulta, la enfermera parecía de parte de nuestro
paciente: En este mundo todo es cuestión de buena voluntad; lo importante es frenar
al enano maligno.
La enfermera y yo, los dos con bata blanca, personajes oficiales en el aséptico
despacho gris, sin cortinas ni alfombra, encarnábamos a dos receptores muy distintos
de los mensajes del esquizofrénico. En cierto sentido yo era el cubo de la basura
mental; si se quiere ver de otro modo, el depositario de sus más queridos delirios y
alucinaciones. La enfermera representaba la parte sana del despacho; con ella
acordaba el horario de citas y otras cosas de este mundo. Raramente se confunden los
esquizofrénicos delirantes de buzón psíquico para su correspondencia.
En la consulta particular soy el único receptor de síntomas y de miserias
humanas. En la que abrí, mediados los años 60 en el Paseo de la Castellana, hay dos
salas de espera, no muy grandes, con libros y revistas de arte. Sé que algunos
pacientes no desean coincidir con nadie más, no les gusta ser vistos en la antesala de
un psiquiatra. Para ellos, para los introvertidos, es la pieza más pequeña, con el piano
de mi abuela y un tresillo bien conservado y restaurado del último tramo del siglo
XIX. Cierto espíritu de la España galdosiana les serena. La otra sala, más amplia y
moderna, tiene hoy cuadros de la llamada escuela de Madrid que representan paisajes
españoles. Pictóricamente, la atmósfera es semejante a la de la consulta, donde el
cuadro de mayor tamaño es el de Cirilo Martínez Novillo: una llanada manchega de
amplios horizontes ocres, cenicientos y pardos; el celaje de nubes azorinianas,
cárdenas y plomizas lleva algunos brillos plateados. Equidista tanto del optimismo
propio del analfabetismo humanístico contemporáneo, como del pesimismo de los
literatos noventayochistas. A los lados hay dos cuadros de Beulas, sin gente ni casas
ni animales; paisajes alcarreños, sobrios, apacibles, sosegados en su soledad
campesina. En las paredes, algunas fotografías de mis maestros. Las paredes están
revestidas de tela verde grisácea, acolchada para evitar ruidos, a lo cual contribuyen
los dos lados de la librería de madera, bien repleta de libros de psiquiatría y
psicología.
Dentro del despacho he procurado crear tres espacios o atmósferas psicológicas,
El primero, el de la entrevista inicial, y a menudo de casi todas, lo forman la mesa, el
sillón y las dos sillas que hay delante. El segundo, esas dos sillas, sin la mesa; el

203
sillón al fondo. El paciente y yo, si la relación terapéutica lo aconseja o lo permite,
hemos suprimido el obstáculo, tal vez el parapeto defensivo, y conversamos de una
manera más simétrica, menos convencional. El tercer espacio lo forman tres butacas
con una pequeña mesa camilla. El paciente elige butaca. Son tres zonas para el
diálogo. Tres áreas de lectura si estoy sólo; ambiente de intimidad en todo caso. La
consulta, y sus salas de espera son una parte del piso que me sirve de vivienda.
Durante muchos años ha sido el despacho mi lugar de trabajo y luego, tras irse los
pacientes, el rincón para la reflexión a solas. Cuando escribo estas memorias, he
dicho adiós a la profesión activa. Sólo recibo contadas visitas de pacientes; casi
siempre se trata de los hijos o amigos de antiguos clientes. El despacho, ahora refugio
para escribir y escuchar música clásica, está en camino de ser la cabaña del ermitaño
en la que vamos pensando a lo largo de la segunda mitad de la vida.
Las paredes enteladas y el techo protegido de los ruidos de fuera, retienen
conversaciones de los últimos treinta o cuarenta años. Soledad rica de
renunciamientos y de recuerdos. La doble ventana y la cortina transparente me aíslan
o me unen con respecto al mundo exterior. Los árboles del paseo me dicen la estación
del año, la hora del día y el estado de mi ánimo. Los grandes edificios bancarios y
comerciales de la acera de enfrente, por suerte bastante lejos, me recuerdan que hay
otras concepciones del mundo.
En este despacho, habitación, albergue y cripta, se remansan sueños y fantasías.
Los pacientes me decían: ¡Cuántas cosas habrán oído estas paredes! Si, han oído de
todo, pero son discretas. Ni siquiera a mi me repiten lo que saben demasiado bien que
no deseo revivir. Le gusta a este cuarto ser en la actualidad mi casa onírica, el retiro
para completar, y terminar, la autobiografía que es en gran parte, la historia de las
paredes, del techo y de las ventanas. ¿En el momento en que termine el libro acaba la
vida? Es posible. Tal vez sea una de las razones para aferrarse a los dos últimos
capítulos. Pero he de concluir la tarea. Me lo pide este cuarto habitado no por el
silencio ni por un imaginario soplo de voces extrañas, sino por las palabras de
personas que han dejado huella en mi vida y que aquí han buscado paz y compañía
humana. El respeto a la intimidad y la discreción profesional me impiden, entre otras
cosas, ser del todo espontáneo.
Mi propia melancolía ha ido sintonizando con la de mis pacientes. Ellos podían
tener depresión, estaban en su derecho; yo no. Lo más que me he permitido ha sido ir
y venir por mis secretas avenidas pre-depresivas, por los senderos hipocondríacos,
convertidos a veces en deleitosos jardines para el sufrimiento íntimo,
cuidadosamente, a dosis bajas, para no dementarse —como diría Ortega y Gasset—
más deprisa que el enfermo. La melancolía de los pacientes dispone de otra libertad.
Existen formas latentes del padecimiento que sólo precisan de una situación
traumática para dispararse. Las he intuído en amas de casa esclavas de sus deberes
domésticos, mujeres hiperordenadas, formales en exceso, incapaces de la más mínima
transgresión de sus normas y de sus horarios. Las he visto venir en los ejecutivos que
no saben separar el trabajo del descanso. En palabras de Tellenbach: estar ocupado y
no poder concluir. Cuando este talante comienza su transformación en Depresión
manifiesta es preciso poner en marcha todos los recursos terapéuticos. En las
depresiones neuróticas, reactivas a frustraciones, relacionadas con factores

204
ambientales, es preciso ponerse al paso del paciente, ser compañeros del camino y de
la pena, co-participes de la culpa y de la angustia y llamar a eso psicoterapia, si hace
falta. Pero nadando y guardando la ropa, con los fármacos a mano.
Depresiones muy graves y profundas, con alto riesgo de suicidio, como las de los
ciclotímicos bipolares tienen arreglo en pocos días si se cogen a tiempo y no hay
fobias al electrochoque. Pasado el peligro, vengan en buenhora los medicamentos
antidepresivos, pero no dejemos por culpa de la moda antipsiquiátrica de aplicar un
remedio que se ha demostrado el más eficaz en casos así. Hubo un tiempo — espero
que haya pasado— en que era preciso pedir el visto bueno a todo el colectivo del
hospital psiquiátrico, graduado y no graduado, para dar un electrochoque; se incluía
la opinión de las señoras de la limpieza, naturalmente.
Otra cosa es la tristeza normal, reactiva a situaciones que ofrecen pocas
perspectivas para el optimismo. El profesor López Ibor nos decía que la tristeza vital
del enfermo depresivo endógeno no es la misma que la del hombre sano ¿Bastaría un
criterio de cantidad? ¿Está siempre más triste el enfermo que el hombre normal? No
estoy seguro. Mi antiguo maestro admitía formas de tránsito entre depresiones
endógenas y reactivas y, como algunos colegas germanos, no creía en las depresiones
reactivas «puras». Prefería considerar fronteras permeables con el territorio de las
neurosis. La depresión neurótica estaría más ligada a la personalidad, a la manera de
ser. Pero en unas y otras se moviliza la capa de los sentimientos, entre los cuales
figura la angustia vital, entre otros sentimientos que tienen que ver con la vitalidad.
¿Dejo aquí estas cosas, de las cuales saben más que yo las paredes enteladas de la
consulta?

Algo debería debería contar de mis inicios en un sencillo consultorio, con


muebles de oficina, en Félix Boix 6, donde comencé en 1961 a tener práctica privada.
Todavía con escasas preocupaciones graves, eran tiempos casi festivos; me
acompañaban con carácter voluntario alumnos y alumnas de la cátedra de Psiquiatría,
que practicaban el test de Rorschach, el de Apercepción Temática, el de Szondi, y la
figura humana según la técnica interpretativa de Karen Machover. Además de
pacientes que vivían en Madrid vi muchos, en su mayoría gente joven, procedente de
las dos Castillas. En la planta baja de Félix Boix 6 había una iglesia protestante, que a
ratos era católica, muy visitada por personal relacionado con la Base Aérea Conjunta
de Torrejón de Ardoz. Con ese motivo tuve una clientela curiosa, las esposas
españolas de sargentos norteamericanos. Los motivos de aquellos matrimonios, su
presente y su futuro estaban llenos de incógnitas para todos. Ellas eran mujeres
inteligentes, de origen modesto, ambiciosas, que habían tomado la decisión de
quemar las naves, hacerse estadounidenses y tener hijos norteamericanos. Sus
síntomas no eran histéricos ni de colorido neurótico, sino complicados trastornos, al
parecer expresivos de la ansiedad somatizada. Luego vi bastante pacientes de habla
inglesa, norteamericanos y norteamericanas. El barrio se llamaba despectivamente
Corea. Varias familias chinas vinieron a vivir por allí para poner lavanderías y
tiendas baratas.
En los primeros años de práctica privada me llegaron psicóticos graves, que don

205
Antonio Vallejo Nágera me permitió ingresar en su Sanatorio El Rosalar, al final del
Paseo de La Habana. Eran esquizofrenias agudas, brotes delirantes y depresiones
endógenas con riesgo de suicidio. Salieron bastante bien, merced al electrochoque
con la colaboración del anestesista. Luego, gracias a los medicamentos
antidepresivos, lo usamos menos ; su reputación siniestra, debida a escritores y
periodistas, lo hacía impopular. José María Gironella, fallecido mientras escribo estas
Memorias en el año 2003, cuenta su verano en Mallorca, en plena depresión. El
doctor Bartolomé Mestre, a quien conocí todavía joven, le aplicó varias sesiones de
electrochoque. El escritor lo anticipaba, porque al acercarse a la clínica le parecía oler
a piel chamuscada. Un practicante le introducía un trozo de goma en la boca para que
apretara con fuerza los dientes sobre el caucho. Recuerda que le aplicaban sobre las
sienes unos tapones y perdía conciencia inmediatamente.

Me hundí en un sueño abismal. Cuando desperté no tenía noción del


tiempo transcurrido —más tarde supe que después de cada electroshock
tardaba unos veinte minutos en despertarme. Abrí los ojos y vi formas que
flotaban. Noté una gran sensación de alivio, casi de felicidad. Respiraba
libremente y el pecho no me pesaba.

Hasta entonces el escritor se debatía entre la angustia y la tristeza vital, con fuerte
tendencia al suicidio. Todo está contado en Los fantasmas de mi cerebro.
Al generalizarse los medicamentos eficaces en las psicosis, ingresé menos
esquizofrénicos. Uno de ellos, que pudo seguir todo el tiempo tratamiento
ambulatorio, era muy aficionado al diván, porque lo había visto en las películas de
psiquiatras. En la consulta de la calle de Félix Boix, tumbado a su aire, me contaba un
sin fin de pequeñas molestias hipocondríacas que le parecían importantísimas. Una
tarde, de repente, con ruido infernal, cayó a nuestro balcón gran parte de la cornisa,
reblandecida por las lluvias de toda la semana. Se rompió algún cristal, cuyos trozos,
junto con cascotes, se desparramaron por el suelo del despacho. Abajo, se escuchó el
estruendo de grandes piedras al caer a la calle, donde hubo heridos. La gente gritaba
aterrorizada. Mi esquizofrénico, sin inmutarse, hizo un inciso en voz baja: —Parece
que se hunde el mundo. —Eso parece, dije yo para quedar bien, como si fuese un
inglés flemático. Me costó no levantarme de la silla y asomarme a ver qué pasaba. El
paciente siguió tumbado en la misma postura, con idéntico tono de voz, contando sus
preocupaciones hipocondríacas hasta que terminó la hora concertada.
Traté un número alto de personalidades fóbicas y obsesivas que, al parecer, han
ido desapareciendo de la clientela de los psiquiatras españoles en la segunda mitad
del siglo xx. Una de mis primeras pacientes temía salir a al calle porque el suelo
estaba lleno de agujas y alfileres. Cuando fui a dar un paseo por los alrededores de la
Plaza de Castilla, quedé sorprendido al ver que tenía razón. Si uno mira con cuidado
al suelo verá agujas y alfileres. ¿Serían las sastrerías de los chinos? ¿Habría una
conjura de seres perversos que sembraba el suelo de agujas para mortificar a mi
paciente? Por si acaso, recomiendo a mis amigos no ir descalzos en la calle. Agujas y
alfileres, hay.
Con psicofármacos y paciencia logré remitir el delirio de persecución de un ama

206
de casa a quien los comunistas, desde Rusia (eran los primeros años 60) le
manchaban de aceite los paños de su cocina y los armarios donde guardaba la vajilla.
Una manchas horribles, sin ton ni son, signo de la maldad de los bolcheviques,
empeñados en torturar a doña Carmen. Se despidió muy contenta cuando vio que ya
no la molestaban los soviéticos, pero no hizo una crítica limpia. Al preguntarle por la
razón de todo aquello, evitó profundizar: Han dejado de molestarme y eso basta.
El mundo paranoide se manifiesta en pacientes de clase media, media-baja y
media-alta con más facilidad que en los de clases muy modestas, los que había
conocido en San Blas y en la Cátedra de Psiquiatría. Durante varios meses traté
intensivamente a un señor de mediana edad, soltero, muy ligado a su madre. En el
pueblo pasaba la gente con un pañuelo blanco en la mano, señal evidente, una
contraseña mediante la cual se daban a entender unos a otros que su madre tenía
amores sacrílegos con el cura del pueblo. El paso del tiempo, los psicofármacos y la
psicoterapia lograron que remitiera el cuadro clínico. No sé todavía en que
proporción actuó cada uno de estos remedios. Empezamos en octubre y por mayo se
despedía muy contento. Su madre había sido siempre muy virtuosa y el señor cura, un
hombre íntegro. No comprendía como se le metieron aquellas ideas tan raras en la
cabeza. Me pidió permiso para abrazarme en la puerta del ascensor y me anunció
varias cajas de botellas de vino de su pueblo, que no tardaron en llegar. En una breve
carta que acompañaba el valioso obsequio, me volvía a dar las gracias, y al final
había una nota curiosa: Posdata. Querido doctor: Estoy curado del todo gracias a
usted. ¡Pero lo del pañuelo era verdad!.
El sentirse observado, las maniobras que concurren en la autorreferencia
permiten creer al enfermo que él se halla en el centro de la atención persecutoria. La
gente está pendiente de él. ¿Dará gusto saberse interesante? Con tantas personas
pendientes de uno, se debería subir de prestigio. En apariencia el paranoico lo pasa
mal, pero es probable que obtenga satisfacciones sintiéndose menos aislado. En las
solteronas existe la Erotomanía, el delirio de sentirse amadas por grandes personajes:
un político, un actor, o cualquiera que aparezca en televisión con frecuencia. Lo
importante es encontrar una forma de negar la propia insignificancia. Desde este
punto de vista sería una crueldad suprimir ciertos delirios a las personas mediocres.
Las ideas delirantes, fuera de los síndromes paranoides, a veces tienen alguna base
verdadera, como las ideas de grandeza o de ruina de algunos maniaco-depresivos.
Don Rafael, cuarentón enamoradizo, se deprimía a menudo y buscaba el hombro
de alguna joven donde llorar sus penas. Cuando entraba en la fase maníaca le
regalaba collares, abrigos y otras cosas de gran valor. Su mujer se lo reprochaba y él
decía: —¿Qué menos, que agradecer tanto como hizo esta chica por mi? Notaba muy
bien el momento en que la fase maníaca estaba perdiendo actividad y me suplicaba
que no redujéramos el tratamiento: —Doctor, por lo que más quiera, déjeme así, que
estoy en mi punto. No quiero que me devuelva a la realidad. Si usted se fija bien,
doctor, la realidad es asquerosa. Déjeme vivir en plan hipertímico un poco más.
Muy delicado resulta, en ocasiones, decidir si quienes pretenden que les
practiquen cirugía estética tienen un fundamento real y objetivo para ser operados.
Bien lo saben los cirujanos, que a menudo son objeto de denuncias y persecuciones,
incluso graves agresiones, si al paciente no le gusta su nuevo aspecto. Tuve varios

207
casos de esta naturaleza. La estructura paranoide subyacente constituye un peligro
real para el cirujano. El mundo paranoide también está presente en los adolescentes;
en ellos roza una y otra vez los criterios de normalidad. Si se quejan de que los
padres les tratan con demasiado rigor, que son autoritarios y perseguidores, unas
veces tienen razón y otras —en otros tipos de personalidad —sólo repiten los tópicos
de moda. Como dicen los dos psiquiatras después de beber unas copas: Todo el
mundo está fatal de la cabeza, sólo quedamos nosotros dos y en los últimos días
empiezo a desconfiar de tí.

En mi primer consultorio, el periodista preguntaba por la salud mental de los


españoles a comienzos de los años 60

208
El catedrático de Psiquiatría Enrique Rojas analizador de la frontera, cada vez más
sutil, entre conductas «normales» y estados patológicos

La reacción paranoide auténtica se puede confundir con las reivindicaciones y los


hechos reales que vemos en las protestas colectivas de los estudiantes y de los grupos
minoritarios en el terreno político y social. Durante la turbulenta época de la
antipsiquiatría no era fácil moverse entre la paranoia de los revolucionarios y la
paranoia de los conservadores. En las guerras suele estar más claro. Antes de
iniciarse, cada bando acusa al otro de padecer un estado paranoide. Después de la
contienda ya no hay duda. El paranoico es el perdedor. Desde la perspectiva
psicoanalítica se sostiene que el mecanismo básico del pensamiento paranoico es la
proyección, es decir la externalización de los deseos o temores individuales,
atribuyéndolos al mundo externo.
Una joven universitaria muy sensible acudió a la consulta porque en el autobús
todo el mundo la miraba. Los demás viajeros susurraban comentarios hostiles hacia
ella. A ratos estaba segura de que no era verdad, que tenía algún proceso morboso y
quiso saber el nombre de su enfermedad. Le di largas para no poner etiquetas

209
diagnósticas a los síntomas. Procuré que analizásemos lo más posible los aspectos
rígidos de su carácter, la tendencia interpretativa y el sentimiento de inferioridad,
junto a la falsedad de juicio. Hicimos lo mismo con respecto a la personalidad de sus
familiares. Los progresos de la psicoterapia se estrellaban al cabo de algún tiempo
con la convicción, esta vez certísima, de que la criticaban con muy mala intención en
el autobús. La ideación delirante parecía inexpugnable. Comprendíó que estábamos
realizando un estudio de su propio carácter y le pareció razonable, aunque con
reservas y desconfianza.
Un día que estuvo demasiado pedante, terca y oposicionista, me volvió a pedir el
diagnóstico exacto. Me tenía harto y tuve la debilidad de decirle que un investigador
alemán, el profesor Ernst Kretschmer, de Tübingen, describió lo que a ella le pasaba
como Der Sensitive Beziehungswahn, tal y como podía comprobarlo en la tercera
edición, aparecida en 1950 en Berlín, Gotinga y Heildelberg. Le encantó. —¡Claro!
¡Ya decía yo que no era una cosa corriente! Se lo contó a su novio, que empezaba a
compartir una hermosa folíe a deux y se detuvo el proceso. Me lo dijo él con palabras
muy de la época: Doctor, parece que está cesando el contubernio que tanto nos
perjudicaba en el autobús. Pasado algún tiempo fueron capaces de comentar conmigo
el contagio de la ideación sensitiva de autorreferencia y acabaron leyendo todo lo que
pudieron sobre psicosis colectivas sin que se reprodujera el cuadro por el cual vino
ella a la consulta.
Recientemente parecen aumentar los síndromes paranoides intrafamiliares y
conyugales. No se pueden trivializar como conflictos de pareja. La esposa paranoide
suele acudir a consulta por un tema, digamos vulgar, de infidelidad. ¿Cual de los dos
cónyuges está más enfermo? ¿Quién desempeña mejor el papel de víctima
complaciente? Hasta ahora era más común, en España, ver a la esposa como víctima.
Después de la llamada transición democrática han empezado a venir los maridos a la
consulta quejándose de que la madre de sus hijos pasa parte del fin de semana con el
profesor de natación, el de tenis, el masajista o el portero de una discoteca, y
últimamente no es sólo el fin de semana.
En el año 2003, casi hemos perdido la cuenta de los asesinatos a cargo del
compañero sentimental. Parece diferente de la imagen del marido tradicional.
Sospecho, sin asegurarlo como hecho comprobado, que son más mortíferos los
compañeros que quienes en otros tiempos solían unirse en santo matrimonio
canónico, vistiendo la novia de blanco como símbolo de pureza y virginidad. Estos
dos últimos valores se cotizan hoy día más bajos que en la época en que terminé la
carrera de Medicina. La noción de Sacramento y la responsabilidad que implica, no
evita la enfermedad mental ni previene el arrebato pasional, pero al menos debería
suponer una actitud diferente con respecto a la esposa. Tampoco me atrevo a
asegurarlo. Lo del maltrato, término de moda, merecería analizarse en cada caso en
relación con las motivaciones y circunstancias del emparejamiento. No conozco un
estudio estadístico que compare la violencia doméstica en los matrimonios por la
Iglesia, muy pronto de interés arqueológico, y las llamadas uniones de hecho, de
compañeros sentimentales. Probablemente este estudio no se haga nunca, por falta de
un número de parejas del primer grupo con significación estadística.
Hoy leemos en la prensa el aumento de situaciones paranoides entre alumnos y

210
profesores, que dan lugar a agresiones en colegios e institutos. Mis maestros de la
Salpétriére me decían: Antes tenían los niños miedo de los profesores; ahora es al
revés. Hay, sin duda, condiciones sociales que favorecen la eclosión de psicosis
paranoides. En la paranoia individual se produce, según Jaspers, un apartamiento de
lo que todos creen. ¿Y en las paranoias compartidas, en las psicosis colectivas? Luis
Valenciano Gayá, siguiendo a Ortega y Gasset, estudia la relación del delirio con las
creencias. Pero admite, como el gran filósofo español: Es para enloquecer; es sentir
que somos dementes y no por defecto nuestro sino del mundo, que es
constitutivamente engañoso y que nos dementa. Él es locura, engaño, y en él estamos
sumergidos. El doctor Luis Valenciano se centra en la caída de las creencias que
conduce a la soledad. Si esa soledad es radical, puede ayudarnos a comprender por
qué el sujeto, al creerse solo, empieza a atribuir significaciones nuevas, no
compartidas por los demás, significaciones casi siempre amenazadoras para él
mismo, porque ve la realidad exterior como un mundo hostil. Le odian, le persiguen,
pero, al menos, le hacen caso. El delirio permite sentirse importante al que delira.
En los primeros años de práctica profesional privada eran más comunes los
sentimientos de culpa, que se expresaban en conductas neuróticas de ansiedad, fobias,
obsesiones y escrúpulos de conciencia. El lenguaje era, por otra parte, muy
conservador. Al principio de mi experiencia como especialista no era sorprendente oir
a una señora con dispareunia que sufría en las partes cuando su marido le
administraba el sacramento del matrimonio. Otra, casada, comentó que en el viaje de
novios el marido la deshonró en el tren, en un coche-cama. No hubo manera de
convencerla de que no fue deshonroso si estaban casados. Hoy el mismo hecho se
prestaría a chanzas de dudoso gusto.
Doña Rosita exploraba constantemente su cuerpo en busca de algún signo que le
permitiera confirmar que padecía alguna enfermedad grave. Se tiraba con fuerza de
los párpados para deducir la prueba de tener anemia. No contenta con eso, repetía la
misma exploración con sus dos hijos pequeños y los llevaba a innumerables consultas
a toda clase de médicos. Su marido, un ejecutivo típico, trabajaba todo el día para
mantener el tren de vida de la esposa, que gastaba sumas importantes en productos de
belleza, en médicos particulares y en costosos aparatos de gimnasia que nunca
utilizaba. Adquiría fajas y ropa interior de plástico para sudar y adelgazar (estaba
delgada) con lo cual sufría físicamente y pasaba muy malos ratos ahogándose, aunque
muy a gusto, dentro de aquellos calores artificiales que se infligía. Su personalidad
ansiosa le permitía elegir entre una lista casi infinita de objetos desencadenantes de
angustia fóbica y, de paso, emprender rituales como el lavado de manos, las suyas y
las de sus hijos, para eliminar impurezas y microbios. Como el marido se prestaba
poco a esos rituales, se iba alejando progresivamente de él.
María Jesús, atractiva señora de la Baja Andalucía, venía perfumada y ataviada
como para una fiesta. Completaba su atuendo con un bolso grande, realmente
distinguido. Dentro de él llevaba un pincho y una larga tenaza para recoger los
papeles sucios y otras porquerías que encontrase a su paso por las calles de su ciudad.
En mi consulta particular intentó varias veces enseñarme los objetos que había
recogido recientemente, pero logré que no abriera el bolso sobre mi mesa, ni en el
despacho. Ella no parecía consciente de la hostilidad que sentía hacia su marido y, en

211
general hacia los varones, que le parecían sucios y ordinarios. El afán de limpieza lo
ven los psicoanalistas como una lucha desesperada contra la impureza sexual.
En los años 50 y 60 todavía venían muchas neurosis obsesivas en relación con
sentimientos de culpa y escrúpulos de confesionario. Los de las monjas era
tremendos, producto de una represión excesiva que parecía fomentar todo tipo de
fantasías eróticas, a cual más perversa. Pero se advertían ya formas de paso hacia la
mayor libertad de costumbres. La culpabilidad se seguía fomentando desde los
púlpitos. Así fue hasta que los púlpitos dejaron de usarse.
La redondeada Esperancita, de aspecto recatado, estudiante del primer curso de
una carrera universitaria, me explicó que gracias a Freud se había liberado del miedo
al pecado que le inculcó su confesor en el colegio: —Por eso, cuando tengo tensiones
sexuales urgentes, me paso el gato. Y con ambas manos, muy modosa, imitó el gesto
rítmico y hasta armonioso, de pasarse el gato con lo cual decía sentirse muy aliviada:
Además, al gato no le importa, yo creo que le gusta. Y como no lo hago con intención
de ofender a Dios, espero no pasar demasiado tiempo en el Purgatorio. Poco después
de suprimirse la predicación desde los púlpitos, empezó la gente a prescindir del
miedo al Purgatorio. Es una lástima. Para Unamuno, en España nada había más
castizo que las benditas ánimas del Purgatorio.
Cuando en mayo y junio de 1962 pasé dos meses en Francia y Suiza, puse mi
clientela privada en manos del doctor E., especialista de cierta edad, director de un
famoso establecimiento psiquiátrico. Le confié el cuidado de mi clientela hasta el
regreso a primeros de julio. Reaccionó muy amable el doctor E. y me invitó a
acompañarle a algunas visitas particulares a domicilio. Al regreso de Francia y Suiza,
el doctor E. había seleccionado cuidadosamente los pacientes ricos y riquejos,
quedándose con ellos. Me devolvió los pobres, pobretes, pobretones, los humildes
necesitados y los honrados pelagatos, que de todo había. Un día llegó mi venganza.
Me inspiró, sin duda, Lucifer. En la Sociedad de Neurología, Neurocirugía y
Psiquiatría de Madrid que presidía el doctor Sixto Obrador Alcalde, presentó el
Doctor E. una comunicación sobre un caso de Encopresis en un niño, (uno sólo).
Encopresis es una forma de descontrol del esfínter anal, causa de que el niño defeque
inoportuna e inadecuada-mente en cualquier sitio. El tratamiento fue mediante
Tofranil, el fármaco antidepresivo de moda. (Mi amigo el doctor Koupernik calificó
este trastorno como guerra química contra los padres y educadores). Dijo el doctor
E. para terminar su disertación: —Los resultados de mi tratamiento han sido
alentadores. No pude quedarme callado y pregunté, siguiendo el más puro estilo
académico: —¿Tendría la bondad de detallarnos el doctor E. qué debemos entender
por resultados alentadores en un caso de Encopresis? Se puso pálido, luego rojo y
mirando al público con sus ojos fijos gritó descompuesto en lenguaje nada
académico: —¡Pues que ya no se… encima! El auditorio coreó con gritos la terapia
del doctor E. y hubo una lluvia de chanzas escatológicas que hubieran hecho feliz a
don Francisco de Quevedo, además de a Lucifer. Comprendí que no estaba bien ser
vengativo. Quisiera estar seguro de mi arrepentimiento. Sin embargo, no podía dejar
de contarlo. Es humano tener flaquezas de esta clase. Cuantas más cuente, más
verosímiles parecerán mis recuerdos. Se me ocurre que automáticamente censuraré
todo lo vergonzoso y lamentable. No me puedo hacer ilusiones de estar contando

212
todo.
En consulta particular, a diferencia de la pública, apenas vi niños subnormales.
Se trataba, en general, de dificultades escolares, que inmediatamente enviaba a
psicólogos y pedagogos. Es difícil decir a los progenitores que su hijo tiene algo más
que retraso escolar cuando los tests demuestran que es poco inteligente. La señora
Blasa, natural y vecina de un simpático pueblo aragonés, me consoló: No sufra más
doctor, que está usted pasando un mal rato para decirme una cosa que le resulta
violenta. Pues no se apure: ¡Borrico es el padre, borrica es la madre, borrico tiene
que ser el chico!
Con profesores de la Facultad de Psicología, como José Antonio Ríos González,
compartí el tratamiento de algunos niños y adolescentes con problemas de lenguaje y
tartamudez, combinados con rasgos neuróticos. Paquito, de doce años, en la primera
consulta me aseguró: —No soy tartaja. Porque existen tartajas, tartijis, tartamudos y
tirtimidis. Yo soy tirtimidi. Conseguí que estuviese relajado leyendo en voz alta muy
bien durante algún tiempo. Quise, de acuerdo con él, dejar constancia de sus
progresos en una cinta magnetofónica. Estaba leyendo un trozo de Hamlet
perfectamente, pero cuando pulsé la tecla para grabar, al oír el clic comentó: ¡Ya, ya,
ya. la, la, la he-he-mos li-liado! Desde su Instituto me lo reenviaron porque, en un
examen escrito, a la pregunta El Organon de Aristóteles contestó: El Organon es un
organín que se hizo grandón. Lo dejé definitivamente en manos de un equipo de
psicólogos y pedagogos que trataron también a los profesores de Paquito.
Los niños con enuresis nocturna, los que mojan la cama, deben ser estudiados
junto a sus familiares, no sólo los padres, sino los hermanos porque se encuentran
actitudes muy curiosas. Atendí a un niño muy formal y bien educado que quiso verme
a solas, sin sus padres, que lo habían llevado antes a una psicoanalista: —Estoy
diagnosticado de enuresis nocturna, que también se puede decir eneuresis, doctor.
Pero no soy yo, como creen mis padres. El que moja la cama es mi subconsciente.
Los padres de los enuréticos suelen ser demasiado protectores ( a menudo fueron
enuréticos en su niñez). En el medio familiar conviene evitar castigos, bromas y
comentarios en general. Hay niños que desean curarse y colaboran con inteligencia,
sin excesiva ansiedad, en las propuestas de tratamiento. Existen otros demasiado
pasivos y atemorizados, francamente angustiados, ellos y sus familiares. El caso más
preocupante que recuerdo es el de un joven de diecinueve años, todavía enurético,
Con buen expediente académico. Tenía novia y los padres de ella le invitaban a pasar
algunos fines de semana en un chalet con ellos. El joven pensaba en el suicidio, con
tal de que la novia y los futuros suegros no lo supieran.
¿Por qué no hablar detenidamente del mueble más popularizado en el cine y en
los dibujos humorísticos, es decir, el diván del psiquiatra? Lo he usado con pocos
pacientes, precisamente debido a las caricaturas del psicoanálisis en prensa y
televisión. Sin embargo, hay clientes de uno y otro sexo que piden estar tumbados
durante la hora de psicoterapia. No es necesario detallar aquí cómo se acuestan las
personalidades obsesivas, minuciosas, circunspectas y las de carácter histérico; estas
últimas se lanzan como si fuera a una piscina.
Tengo un recuerdo muy preciso de la tarde del 23 de febrero de 1981. La esposa
de un general, distinguida, de mediana edad, culta y sensible, hablaba pausadamente

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en el sofá de las distintas épocas de su vida, como solía hacer en cada sesión. De
pronto, sonaron golpes en la puerta y mi esposa nos avisó, muy alarmada, que habían
asaltado el Parlamento y se escuchaban por radio ráfagas de ametralladora. Al mismo
tiempo, se recibieron en casa llamadas telefónicas de amigos con fantasías de guerra
civil o cosa similar. La paciente no se movió apenas. Giró la cabeza hacia mí para
comentar: —No se preocupe doctor, no va a pasar nada. Los que están haciendo eso
son unos chapuceros, no lo saben hacer y van a dejar las cosas todavía peor de lo
que están.
Hice dos psicoterapias en portugués macarrónico a ejecutivos brasileños. La
barrera del idioma no fue obstáculo insalvable. Uno de ellos decía sentirse mejor a
medida que faziamos conversas. Con pacientes del Oriente Medio hablábamos
francés y disfrutábamos con los juegos de palabras. Las psicoterapias en inglés no
tuvieron especial dificultad, salvo en tres pacientes El peor fue una adolescente
neoyorkina que hablaba en términos de horóscopo y vivía en un mundo esotérico. Los
otros dos casos fueron una señora del Middle West en la fase del beber subrepticio, en
franca carrera al heavy drinking. Me llamaba de madrugada para decir que estaba
mejor, con voz estropajosa. En el tercer caso el problema no era lingüístico; se trataba
de un irlandés muy simpático que me proponía ir a beber whisky al terminar la
sesión. Compartíamos terminología y vocablos de un neolenguaje común, pero él era
demasiado indulgente con el alcohol. Se estaba convirtiendo en un borrachín de
película. Carirredondo, barbilampiño, formalito, parecía un cura de Boston, siempre
muy bien vestido. No comprendía por qué no le quería acompañar a beber ni acertaba
a entender el malhumor de su esposa: Yo bebo porque ella tiene mal genio. Ella me
dijo repetidamente que sólo estaba gruñona cuando él bebía.
Desde los años 80, me llegaron de Cataluña, enviados por prestigiosos colegas,
ejecutivos jóvenes, casados con mujeres no menos ejecutivas. Las enfermedades
serían las de siempre pero los modos de enfermar habían cambiado. Nos
enfrentábamos, médicos y pacientes, a situaciones nuevas en una sociedad de
transformaciones rápidas. Con respecto al segmento de población que atendí en mis
primeros tiempos, antes de trasladarme al centro, los pacientes de ahora tenían casi
diez años más como promedio. También yo me sentía mayor. Nadie me reprochaba al
entrar que fuese joven; no necesitaba la bata blanca para parecer un doctor
convencional. El significado de la bata blanca cambió y no la hubieran visto con
buenos ojos los pacientes de clase media.
Se acabaron las crisis histéricas, aunque veía personalidades y caracteres
histéricos, que son otra cosa. Dije adiós a las fobias y obsesiones de la primera época,
para seguir viendo los rasgos fóbicos y obsesivos incrustados en las nuevas neurosis
de carácter o en caracteres neuróticos. ¿Podría influir en mi ánimo el clima de
pesadumbre que, en general, aportaban a la consulta mis pacientes en las décadas de
los ochenta y noventa de la vida española? ¿No sería que todos nos íbamos haciendo
mayores? ¿Sería culpa de las visitas al dentista, del sobrepeso difícil de controlar, de
los achaques corporales en aumento? Hombres y mujeres de mi edad, entrados en el
declinar de la segunda mitad de la vida, en algunos casos imperceptible por paulatino,
pero siempre irremediable, traían consigo desilusiones y desengaños normales,
renuncias y amarguras que procuraban llevar con dignidad. Nunca era ese el motivo

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de la consulta, pero no dejaban de aparecer durante nuestras entrevistas.
Atendí cada vez más a personas inseguras de si mismas y a otras en exceso
autoafirmativas. En uno y otro caso les acechaban las dificultades de relación en el
medio laboral y familiar. Durante algunos años vi un número considerable de monjas
con graves problemas personales. Lo de menos, hasta cierto punto era lo que ellas
mismas llamaban dudas sobre la vocación. Era su manera de vivir y su identidad lo
que se tambaleaba. Adivinaban una tremenda y radical frustración, un fracaso
existencial, como religiosas, como personas y en especial en su condición de mujeres;
un hundimiento de magnitud descomunal. En los clérigos a punto de colgar los
hábitos, las cosas parecían más sencillas, incluso hablaban de ello con cierta
jovialidad. Colgarían la sotana y en paz. Para ellos la soledad no sería problema. Se
abrirían camino en otras areas de la vida. Se casarían inmediatamente. Con las
monjas era otra cosa. Las atendí con respeto y amor, quiero creer que era amor
divino, que todavía me acompaña y me entristece por ellas, deseándoles que hayan
tenido suerte en la vida.
Por su parte, las damas neuróticas, con más de treinta y menos de cincuenta que
veía en el Paseo de la Castellana tenían poco que ver con las que atendió Freud en la
Bergasse de Viena y nada con las de Charcot en La Salpétriére. Las de ahora, me
recordaban a las norteamericanas de 1960 en Beverly Hills, en Sunset Boulevard, en
las colinas de Hollywood o en otras areas privilegiadas de Los Ángeles y de Madison
Avenue en Chicago. Sus equivalentes españolas, quince o veinte años después, se
parecían en sus males a los varones ejecutivos. Agravada su condición de mujer por
reinvidicaciones feministas que las dejaba a mitad de camino entre los objetivos
deseados y los alcanzables.
No estoy seguro de haber trazado con nitidez la frontera entre la kleine
psychiatrie, tratable en consulta particular o en Ambulatorios, y los trastornos
mayores, que van a parar a los hospitales psiquiátricos. En Francia llaman les petits
anxieux a esa gama de pacientes, bien descritos por Henri Claude y Lévy-Valensi en
la primera mitad del siglo xx. Vi casi todos los tipos estudiados por los eminentes
profesores de París: El Tímido, paralizado para la vida social por sus temores. El
Enamorado, ansioso, víctima de un enamoramiento que no le deja vivir a él ni a la
amada. El Celoso, que no se fía ni de sí mismo y acaba precipitando precisamente lo
que más teme. A las consultas acude más veces La Celosa. El Susceptible, que ve
mala voluntad y desatenciones en un mundo que le parece hostil y desconsiderado
con él. El Indeciso, que a todos pregunta lo que debe hacer y no tiene tiempo de
escuchar las recomendaciones, es ahora víctima inocentona de los adivinos,
echadores de cartas y horoscopistas. El Descontento de sí mismo, se presenta en la
consulta haciendo equilibrios con sus complejos de inferioridad y los de superioridad.
Si el descontento proviene de la imagen corporal está perdido; antes o después
sentirá la tentación de la cirugía estética; los hay multioperados y todavía en espera
de más intervenciones porque sigue sin gustarles su cuerpo remendado; ahora en
psiquiatría se les llama Dismorfofóbicos, pero eso no les consuela. Algunos terminan
denunciando al cirujano porque no les gusta la nueva nariz, la delgadez artificial o el
raro cuerpo que le han conseguido.
El Escrupuloso, comido de remordimientos, culpable y pecador, hundido en

215
sentimientos de culpa, especie en extinción, ha sido sustituido en nuestra sociedad por
El Fresco. Es más actual El Trepador sin miramientos, El Desinhibido, es decir,
buena parte de lo que antes se llamaba conducta psicopática, que pronto dejará de
estar en los libros de psiquiatría por considerarse normal, como sucedió con los
trastornos de la identidad sexual. Los sustitutos del Escrupuloso, naturalmente, no
vienen a la consulta.
Persiste El Perfeccionista, tipo psicológico caracterizado por la meticulosidad,
ser esclavo de rituales, del orden, del reloj, de la palabra exacta, de las cuentas
correctas, de que cada cosa esté en su sitio; Puede ser feliz como inspector, burócrata
o simplemente como aguafiestas de los demás. Otro personaje de las consultas es El
Irritable, para quien nada hay peor que alguien le contradiga; le persiguen los botones
de la camisa que se descosen y le desespera la falta de interés de la esposa por la caja
de los hilos y de las agujas; al Irritable le maltratan las cerraduras que no cierran y
los ganchos de las perchas que alguien ha colgado del revés en el armario: —Como
usted sabrá, muchos matrimonios se han separado por colgar mal las perchas. (No
lo sabía, pero admito que puede ser verdad, después de haber preguntado a varias
parejas). El Irritable se encontraba a sus anchas como padre de familia, protestando y
esclavizando a la mujer y a los hijos. Pero se ha quedado solo.
El Pesimista de vocación y profesión suele venir con su señora, víctima y
torturadora, según sople el viento. La conducta del pesimista expresa en cierto modo
su aristocratismo. Hay un pesimismo chic en cierto tipo de sociedad y otro, más
reservado, de naturaleza intelectual. Admiré el libro de Ludwig Marcuse: El
pesimismo como forma de madurez, en el cual se habla de un anunciado congreso de
pesimistas que nunca se pudo celebrar, porque todos decidieron que no valía la pena.
Sin un cierto grado de pesimismo nadie se decidiría a escribir novelas, relatos y,
especialmente, autobiografías. A Freud le gustaban los chistes, como a todos los
grandes pesimistas. Totalmente en serio, a una señora que le preguntó por carta cómo
debía educar a su hijo, le contestó: Haga lo que quiera, de todas maneras lo hará
mal.
En Francia, y en los demás países, hay un tipo que no desaparece por mucho que
cambie el mundo: El Avaro, nieto del personaje de Moliére. Antes de venir, telefonea
repetidamente para saber el precio de la consulta. Una señora de mediana edad y clase
muy acomodada, que había perdido el bolso lloraba amargamente: ¡Mi dinero! ¡Ay,
mi dinero! Era una pequeña cantidad pero le importaba mucho. No mencionó las
fotos familiares ni los recuerdos sentimentales, que también habría en el bolso. Sólo
el dinero contaba. Dicen los psicoanalistas que todos los avaros son estreñidos. La
esposa de uno de ellos me dijo que su marido era tan tacaño que, además de
estreñido, hasta tenía eyaculación retardada. ¿Forman estos tipos caracterológicos una
parte de la clientela de la Kleine Psychiatrie? Sin duda, pero no sólo ellos. La lista se
completaría con otros personajes, a cual más pintoresco, descritos en las grandes
obras de la literatura universal.
En la España de los años 60 y 70, en rápida transformación social y cultural, los
intentos de aggiornamiento por parte del Vaticano no impidieron la caída vertical de
los valores religiosos, de la moral tradicional y de las vocaciones religiosas en
varones y mujeres jóvenes. El poeta Agustín de Foxá reprochaba a sus amigos

216
eclesiásticos que dijeran la misa en castellano, suprimiendo la vertiente misteriosa y
mágica de la liturgia en latín: —Vais a matar la afición, les decía. Los seminarios se
vaciaron coincidiendo con la llegada del Valium, del cual nos decía el siempre
socarrón profesor Ramón Sarró: Úsenlo mientras esté de moda. Se atribuyó a sus
efectos tranquilizantes la desaparición de la ansiedad crónica en los religiosos, cuya
consecuencia parecía el abandono en masa del seminario. Pudo ser el pretexto que
faltaba.
La madre de varios hijos traviesos me decía que gracias al Valium les veía
desgarrar la tapicería con pequeñas navajas y ya no le importaba. El tranquilizante
estuvo durante bastantes años a la orden del día. Los niños lo pedían. En casa de unos
amigos el hijo más pequeño, después de ver varias películas de terror en televisión,
dijo:
—Dame el Valium ahora, papá, que me estoy poniendo loquito.
La España de los años 70, 80 y 90 ha ido cada vez más lejos por los caminos del
Progreso. El profesor Pedro Ridruejo, catedrático de Psiquiatría de la Universidad
Autónoma de Madrid, afirma en una conferencia en febrero del 2003 que la sociedad
contemporánea es depresivógena. No lo dudo, sobre todo en ciertas edades,
ambientes, y profesiones. Pero se me ocurre, que la sociedad actual precipita, por
añadidura, otros comportamientos psicopatológicos.
Las neurosis obsesivas henchidas de sentimientos de culpabilidad, que a menudo
eran caricaturas trágicas o tragicómicas de la culpa, han sido sustituidas por
conductas desinhibidas, desconcierto ante la crisis de valores, y rechazo violento de
lo tradicional. En los años 80 recibí en consulta particular a un matrimonio de muy
buen aspecto. Era su primera visita. El marido con la cabeza baja, aire pensativo,
mirando al suelo. La esposa, desenvuelta, erguido el busto, con voz fuerte, me lanzó
de buenas a primeras: —Aquí le traigo a éste, que se ha vuelto pitofláutico. Tuve la
impresión de que el marido y yo nos habíamos escondido bajo la mesa un buen rato
para reponernos. Fue sólo una impresión subjetiva. La entrevista continuó; hubo más
horas para verlos a solas y adecuar las expectativas, pero la frase de la señora hubiera
sido impensable unas décadas antes.
En fecha reciente llegaron dos amigas jóvenes, casadas las dos. La más decidida
pretendía levantar el ánimo a la de comportamiento tímido. Les unía una incipiente
relación lesbiana. Habló la de la voz cantante, después de guiñarme un ojo con gesto
de complicidad: —Anímate, macha, sin complejos. Nos divertimos igual y además no
hay riesgo de embarazo. La modosita bajó todavía más la cabeza. Me volvió a mirar
de frente la conductora de la situación. ¿Quiere que sea su compinche? ¿Qué clase de
complicidad? Ya no figura la homosexualidad entre los trastornos mentales, desde
hace unos once años, según creo recordar. En este asunto, por ahora, no hay nada que
curar. Por otra parte, aun viene alguna joven a la consulta, afligida porque todavía es
vírgen. Cuando terminé la carrera, lloraban por todo lo contrario. Por otro lado, no en
la consulta, pero sí en la pantalla del televisor, he visto crecer la histeria de grupo y la
locura destructiva, tambien llamada cólera clástica, en los llamados macroconciertos
para jóvenes, en algunos estadios de fútbol y en manifestaciones colectivas de diverso
tipo. Como no he ido a esas concentraciones, ni pienso acudir, debo callar mis
opiniones. La clientela clásica de la kleine psychiatrie se detiene a veces ante las

217
farolas, o medita frente a la televisión y los anuncios de las últimas páginas de los
periódicos. Cada vez hay más gente, no médicos, que se autodesigna especializada,
que promete curar, al parecer con rotundidad y para siempre, la anorexia, los
trastornos de pareja, timidez sexual, impotencia, frigidez, el stress, la ansiedad y la
depresión (convertida en el lenguaje coloquial en trivial depre). ¿Quien al leer tales
cosas no siente que algo de lo leído le ocurre a él o le puede ocurrir a partir de ese
momento? Aunque algunos se hayan anunciado como gabinetes psicológicos, no
puedo creer que los alumnos ni los graduados de las Facultades de Psicología anden
pegando esos anuncios. De todas maneras, la batalla la tienen ganada los astrólogos,
como nos predijo el doctor Stroztka en el congreso de Viena. Pudo añadir algunos
masajistas exóticos, ciertas o inciertas educadoras sexuales, horoscopistas, echadores
de cartas y demás variedades de magos. Lo que antes pertenecía al secreto de la
consulta médica o a la intimidad del coloquio entre el psiquiatra o psicólogo clínico,
profesionales científicos, y su cliente, hoy es tratado con insuperable desfachatez y
escaso pudor en algunos medios de difusión. Cada vez hay más pacientes para lo que
pudiéramos llamar psicoterapias circenses (dicho sea con máximo respeto para los
verdaderos payasos profesionales). La moda de los falsos terapeutas se explica, en
parte, porque para ciertos avispados oradores del discurso de la mentira no hace falta
pasar por los controles de la burocracia estatal. Por otro lado, como bien sabía
Goethe, cuanto más extravagante y disparatada sea una doctrina o una práctica, más
seguidores encontrará en la creciente marea de los semianalfabetos y desorientados.
Ignoro el nombre de la inteligente alumna de quinto curso de Psicología en una
universidad privada madrileña, con quien conversé brevemente, en la primavera del
año 2003, en el Autobús Circular en el corto trayecto desde Reina Victoria al Paseo
de la Castellana. Cabello rubio, moderadamente pícnica, expresión y aire responsable,
cierto parecido a Ingrid Bergman, aunque de menor estatura. Lenguaje cuidado, sin
palabras malsonantes. Llevaba una gruesa carpeta de apuntes tomados a mano.
Estudio por verdadera vocación. Todo eso del psicoanálisis no es para mí. Me
declaro partidaria del conductismo. Al bajar del autobús le deseé mucha suerte,
expresándole mi confianza en que será una buena profesional. Así lo reitero y deseo a
ella, a su compañera Beatriz y a tantos estudiantes que toman en serio la carrera.
Escribo estas líneas con la grata sensación que me dejan los saludos frecuentes de
profesionales de la Psicología que fueron, hace mucho tiempo, mis alumnos y
recuerdan con agrado nuestras clases.

218
CAPÍTULO X

Psicoterapia y problemas de la vida

E N el verano de 1973, en Oslo, nuestro Noveno Congreso Internacional se


centró en un tema único: ¿¿Qué es Psicoterapia? Más que preocuparnos por
una definición omnicomprensiva que pudiese satisfacer a todos, nos interesaron los
estudios expuestos por algunos congresistas. Isaac M. Marks, de Londres, habló de
los cuatro objetivos que pueden distinguirse en los distintos procedimientos
terapéuticos: 1) Aportar una experiencia gratificante; 2) ampliar y profundizar el
conocimiento de sí mismo; 3) facilitar confesión o catarsis de los afectos y 4)
efectuar cambio duradero en el comportamiento. Lo que el terapeuta hace en
realidad es más importante que el armazón teórico al cual se adhiere.
Una contribución significativa fue la de Benjamín B. Wolman, de Nueva York,
autor del libro Call No Man Normal. ¡No llamemos normal a nadie! Sin embargo,
buscando criterios de salud mental, fija cuatro: 1) Conocimiento realista de sí mismo
y del mundo exterior; 2) Balance suficiente en el control de las emociones; 3)
Aceptable ajuste social y capacidad de buenas relaciones interpersonales y 4) Logros
en la vida proporcionados a sus capacidades y circunstancias.
Se bromea entre colegas: ¡Podéis llamarme de todo, menos Normal! Hay una
normalidad estadística, la del hombre gris y mediocre, persona sin ningún interés.
Existe otro criterio, clínico, el de ausencia de síntomas psicopatológicos. ¿Quién no
tiene manías y extravagancias, que son la sal de la vida? Las personas sin síntomas
deberían procurar tener algunos, para no ser tan aburridas. Un joven colega en la
Menninger Clinic nos decía sentirse algo enamorado de una paciente de su misma
edad, eternamente callada, retraída, diagnosticada de posible esquizofrenia: No es una
belleza pero …¡Tiene un encanto tan esquizoide! Nos queda un tercer criterio, el de
normalidad ética, establecido desde los valores de la sociedad en que uno vive, que
no son universales y se muestran cambiantes con las épocas históricas. La

219
psicoterapia que aplicamos depende, se quiera o no, de los valores del terapeuta, del
cliente y del entorno cultural.
En Oslo hablé con el doctor Thomas S. Szasz (el del Mito de la Enfermedad
Mental y, según sus críticos, el del Mito del Doctor Szasz) que, como era de esperar
disertó sobre El Mito de la Psicoterapia, que sólo consistiría en intervenciones
metafóricas o formas de interacción personal que se ven igualmente en la propaganda
comercial, educación, amistad y matrimonio. En opinión de Szasz, la gente ejerce
influencia sobre otras personas para apoyar unos valores y combatir otros. En el
pasado se ensalzaban la Castidad, la Obediencia y la Prosperidad. En tiempos más
recientes, el Bien Común, la Salud Mental o el Bienestar. Es una cortina de humo
porque la noción de Salud Mental puede promover individualismo o colectivismo,
autonomía o heteronomía. Bajo la noción de terapia el psiquiatra puede intentar
convertir matrimonios infelices en casados dichosos, homosexuales en
heterosexuales, criminales en no criminales o, en general, enfermos mentales en ex—
pacientes recuperados.
No recuerdo que estuviera el doctor Giovanni Jervis, autor de un Manual Crítico
de Psiquiatría que me veo obligado a releer con motivo de las opiniones de los
últimos terapeutas citados. Cree Jervis, admirador de Szasz, que la idea de curación
con desaparición de los trastornos psíquicos, es ambigua. Parece defender un dejar en
paz en su mundo alucinatorio a los psicóticos crónicos con ideas delirantes que no
desean ayuda psiquiátrica y saben perfectamente que ésta no puede serles impuesta;
ancianos que sólo tienen el consuelo del alcohol, y ciertos obsesivos y otros
neuróticos que, a su manera, se han construido un mundo interior productivo y
bastante feliz. La terapia les puede aportar serenidad, pero muchas veces no hace más
que destruir valores sólidamente consolidados. No le disgusta al doctor italiano la
psicoterapia de la portera o del camarero, si son personas bienintencionadas.
Además de estas experiencias, le parecen interesantes las terapias de grupo acéfalas,
autogestionadas, como los alcohólicos anónimos o ciertos grupos de autoconciencia
feministas. La psicoterapia profesional, le merece ciertas reservas dado que se trata
de un relación de poder basada en un desequiibrio.
Según Jervis, quien es tratado tiene mayor necesidad del tratante que a la inversa.
(No faltan estudiosos que no lo ven tan claro). Coincide el colega italiano con otros
expertos en que la personalidad y el grado de salud mental del terapeuta son más
importantes que cualquier técnica terapéutica que use. Cree que la relación
psicoterápica navega entre dos peligros bien ciertos y opuestos. De un lado, la fusión
afectuosa del terapeuta con el paciente, convirtiéndose ambos en una sola persona
que se aísla de la realidad social. Del otro, la hostilidad encubierta por parte del
terapeuta, por ejemplo en formas sutiles de culpabilizar al cliente o a sus familiares
(que ya suelen venir culpabilizados, aunque no lo parezca).
La relación psicoterápica puede tener algunas semejanzas con la del educador y
el educando. El pueblo llano dice: la letra con sangre entra. Giovanni Jervis
considera que las Terapias de Conducta no son propiamente psicoterapias. Estima
simplista la interpretación del trastorno neurótico como un error de aprendizaje. La
crítica de Jervis es más dura cuando compara la aversion therapy de los alcohólicos
con las tendencias para descondicionar a criminales y prisioneros políticos.

220
Durante algunos años traté alcohólicos que tomaban en gotas Antabus, cuando no
lo llevaban implantado bajo la piel del abdomen en forma de pastilla. Reconozco que
la psicoterapia era difícil, aunque el malo, para el paciente era el cirujano que le hizo
el implante. Cuando lo ingieren en gotas o comprimidos, el malo es el familiar que
vigila el horario de las tomas y comprueba que el Antabus no está en la manga de la
camisa después de los esfuerzos simulados de deglución. La mayor de las maldades
en la familia era, en contra de nuestras instrucciones, dar Antabus sin que lo supiera
el enfermo, diluido en algún puré, con peligro para la salud, e incluso para la vida.
Por mi parte, procuraba que fuesen los enfermeros o los familiares quienes
buscasen la botella en el poyo de la ventana, del lado de fuera, o en el jardín, bajo de
la ventana o en rincones insospechados de la casa. Un paciente introducía whisky en
un frasco de jarabe contra la tos y se iba cada dos por tres al dormitorio del hijo con
la excusa de darle su medicamento antitusígeno. La esposa no tardó en descubrir la
trampa. De todas maneras, como me decía un viejo neuropsiquiatra, en estos casos el
tratamiento sólo es eficaz si se convierte en psicoterapia armada. Pudo ser ese uno de
los motivos, aparte de los escasos resultados, para que dejase de ver alcohólicos en
práctica privada y prefiriese limitarme a los bebedores problema. Mis recuerdos de la
relación con los alcohólicos propiamente dichos se tiñen de pintoresquismo y de
anécdotas protagonizadas por los familiares del paciente, perpetuos manipuladores, a
su vez manipulados.
En Madrid, en septiembre de 1957 se celebró el VII Congreso Católico
Internacional de Psicoterapia y Psicología Clínica. Llovieron chanzas de todo tipo:
—¿Por qué no hacéis un Congreso de Reumatología Protestante, otro de
Oftalmología Musulmana y uno de Traumatología Budista? Alguien presentó un
estudio sobre la Acción Terapéutica de la Caridad, que hoy se objetaría desde
ángulos científicos y quizá pastorales. Creo que fue Ernest Krestchmer quien escribió
varios años antes, que en estos asuntos cada cual debe llevar el sombrero que le
corresponde. El vienés Igor Caruso expuso las posibles influencias positivas del
psicoanálisis sobre la vida religiosa. La doctora Jesusa Pertejo habló del test de
Rorschach y yo presenté una comunicación sobre el sentimiento de culpabilidad en
los tests proyectivos. Ninguno de los dos nos metimos en camisa de once varas,
quiero decir que no entramos en temática religiosa, pese a que Jesusa habló de los
alumnos de los seminarios, comparando sus mecanismos de Sublimación con los de
los artistas.
De aquel raro congreso recuerdo las conversaciones privadas con el doctor Igor
Caruso, de Viena, que hablaba excelente español y se refirió a un paciente suyo que
soñaba con toros bravos. A raíz de nuestro encuentro adquirí varios libros suyos. En
Análisis Psíquico y Síntesis Existencial afirma que el neurótico busca un redentor y
que el Arquetipo Cristo es el factor central de toda psicoterapia. El neurótico es un
impedido de amor, exige amor para sí mismo y (estadio captativo) no está dispuesto a
sacrificarse (lo cual implicaría un estadio oblativo). El obsesivo experimenta con la
mayor hondura su relación con lo santo y lo sagrado, aunque malentendida y
trastocada.
Caruso se ocupa agudamente de la transferencia y contratransferencia. Refiere
que Augusto Aichorn le confesó una vez las dificultades de cierto análisis con una

221
paciente a la que en la primera sesión había estrechado tal vez un segundo más la
mano, para mostrarle su compasión. En nuestro encuentro en Madrid me hubiera
gustado oírle hablar con más detalle del Arquetipo Cristo. ¿No hay idealización en
sus formulaciones? Es fácil pecar de grandiosidad, en lugar de vernos como modestos
peatones que ven pasar un gran cortejo sin que nuestros ojos acierten a entender los
prodigios que desfilan. ¿Cómo aproximarse al Arquetipo Cristo? ¿No será osadía, en
el límite del orgullo satánico? Yo no pasaría, en el mejor de los casos, de un
atormentado y torpe Arquetipo San Antonio en el Desierto, precisamente el infeliz
San Antonio descrito por Gustave Flaubert.
Igor, en relación con la envoltura psicofísica en la cual penetra el análisis
encendiendo a veces un fuego abrasador, habla del amor en la paciente. ¿Y en el
terapeuta? Su maestro Gebsattel afirma: Con la luz de ese fuego se experimenta una
fuerte sacudida. Igor Caruso observa por su cuenta la centella divina que hay en el
corazón de toda personalidad: Puede muy bien ser que ese peligro sea especialmente
grande cuando esa centella divina vive en un hermoso cuerpo de mujer. Porque la
mujer, con su pasividad, puede más fácilmente ser guiada al bien o al mal, es menos
firme que el hombre. Apoya sus observaciones en la clientela de Viena, burguesa, en
torno a 1952. Alguna de sus afirmaciones son, sin embargo, intemporales y
universales: Quien no ama al neurótico no lo cura. Sabe que otros colegas, los más
técnicos, se encogerían de hombros: El Psicoanálisis (existencial) tiene ser un
encuentro vivo entre dos personalidades únicas y equiparables. ¿Pero cómo van a
encontrarse fructuosamente dos personalidades, si no es en el amor?
La sinceridad de Igor Caruso en tan delicado asunto contrasta con el silencio
políticamente correcto de la mayoría de psicoanalistas y psicoterapeutas.

Muy distinto es el talante de Karl Jaspers, que antes de dedicarse a la Filosofía


fue psiquiatra en Heidelberg, discípulo de Franz Nissl, neuropatólogo, y de
Willmanns, el gran clasificador de las enfermedades mentales. Educado en la clásica
tradición germana, la de Griesinger, Kahlbaum, Alzheimer, Bonhoeffer, Gruhle y
Kraepelin, publicó en 1913 su Psicopatología General. En la edición alemana de
1953 hay un apartado sobre psicoterapia, asunto poco aludido en las primeras
versiones. En su prefacio afirma: En nuestros días la psicoterapia pertenece,
podríamos decir, a todo el mundo. Sin duda ha germinado en el terreno de la
medicina, pero se ha ido desprendiendo de sus orígenes. Existen actualmente
psicoterapeutas carentes de formación médica y otros en quienes los estudios de
medicina apenas si juegan papel alguno. En cualquier caso, quien escoja esta
especialidad debería saber lo que hace y lo que puede esperarle.
Tiende a idealizar Jaspers una forma suprema de relación médico-enfermo que es
la comunicación existencial:

Médico y enfermo, hombres uno y otro, están unidos por el destino. Ni


técnico puro, ni autoridad pura, el médico es una existencia al servicio de
otra, un ser humano, efímero, con su semejante. No hay pues, soluciones
definitivas. El límite es este: compañeros de destino, estos hombres no lo son

222
más que en el ser que nosotros llamamos trascendencia.

Parece que Jaspers ya se ha convertido en el filósofo que quería ser, a expensas


de alejarse del quehacer cotidiano con los pacientes. ¿Sería preferible, para curar la
mente humana, recibir la inspiración de una gran obra filosófica, como la de
Kierkegaard, además de Sócrates, San Agustín, Kant o Hegel? En todo caso, quien
haya leído a Platón o a Nietzsche sentirá, cree Jaspers, que no se puede basar una
profesión o una ciencia nueva en las enseñanzas de un analista didáctico, miembro
de una escuela intolerante, en enemistad con otras escuelas que sólo se soportan
entre si por razones oportunistas: Si todo movimiento espiritual ve sus valores
definidos por los hombres que se consideran sus fundadores, caracterizados por la
nobleza de su carácter y la altura de sus miras, no nos engañemos, no será sobre
Freud, Adler y Jung sobre quienes se pueda elevar una ciencia al nivel espiritual que
reclama la Psicoterapia.

En su estudio crítico desciende a detalles muy concretos: Todo psicoterapeuta,


hombre o mujer, debería estar casado. Le parece indispensable. El matrimonio no es
una garantía; un soltero puede ser irreprochable. El nivel espiritual del médico no
viene determinado por el estado civil; a pesar de todo, la condición del matrimonio
es una presunción favorable. Jaspers compara una y otra vez su noción de
psicoterapia con la tarea otrora reservada al sacerdote: Lo que es posible al sacerdote
en virtud de la fe en una autoridad trascendental , no puede siempre ser esperado en
la vida laica del promedio de los médicos.

Algunas analogías que subraya Karl Jaspers entre psicoterapia y cura de almas
hacen pensar en la Santa Inquisición y los procesos a eclesiásticos solicitantes.
Llamábanse así a quienes en el confesionario solicitaban —y solían obtener—
favores eróticos de las feligresas. El amor de clérigo es objeto de cantos festivos a lo
largo de la Edad Media y aun mucho después. El celibato eclesiástico se debatió
ampliamente desde los primeros tiempos de la Iglesia. San Panufio se opuso
vivamente a la continencia obligatoria, que sólo se prescribe de manera legal a partir
del siglo IV. En el año del Señor de 1438, a la edad de cuarenta, compuso El
Arcipreste de Talavera su Reprobación del amor mundano o Corbacho, en donde se
describe cómo se pierde el eclesiástico por amar con deshonestidad. Tras prevenir a
los varones en contra de las casadas hermosas y lozanas asegura: Pues si hablamos de
frailes y abades, no digo nada, que animales son de rapiña; cuando no tienen de
suyo, toman lo de su vecino.
Rara modernidad, pues, la del Arcipreste de Talavera si la comparamos con las
nobles preocupaciones y advertencias de Karl Jaspers en 1954. No sé si es afortunado
comparar la Confesión y el ejercicio de la psiquiatría. Durante mi estancia en Estados
Unidos pedía a los cielos paciencia para sobrevivir al invariable comentario de tanta
gente, señoras principalmente: —¿Un psiquiatra español? ¡Ustedes no necesitan la
psiquiatría, ya tienen la confesión católica!
Los directores espirituales, cuando el sacerdote tenía poder sobre los feligreses,
y más sobre las feligresas, entraban mediante la confesión en una de las formas más

223
profundas del contacto entre dos mentes humanas. Por analogía, el profesor Hans
Jórg Weitbrecht recuerda los peligros de la psicoterapia cuyo modelo es el método de
Freud: La entrada del analista en la vida del analizando significa el comienzo de una
relación humana entre dos que, junto a la relación amorosa, es una de las formas
más íntimas de contacto. Estas palabras expresan el sentir de la psiquiatría
universitaria europea, en notable contraste con la de los norteamericanos de la misma
época.
En España, los catedráticos de Psiquiatría Antonio Vallejo Nágera, Juan José
López Ibor, Román Alberca Lorente, Ramón Sarró Burbano, Rojas Ballesteros y los
doctores Luis Villacián, de Valladolid y el doctor Luis Valenciano Gayá, de Murcia
(que, como don Gonzalo Lafora, no necesitaron ser catedráticos para ser maestros de
varias generaciones), así como mis profesores en París, Jean Delay, Paul Guiraud,
Henri Ey, Cyrille Koupernik, Gilbert Lelord y Julián de Ajuriaguerra, mantenían una
distancia terapéutica respecto del psicoanálisis, del cual tenían notable información
sin haber practicado submarinismo en sus aguas.
Un margen semejante he creído apreciar en otros maestros y amigos, más cerca
de mi propia generación, con justificada talla de catedráticos, como los doctores Juan
Obiols Vié, Luis Martín —Santos, Carlos Castilla del Pino, Juan Antonio Vallejo
Nágera, Francisco Alonso Fernández, Valentín Conde, Antonio Seva, Pedro Ridruejo
y Enrique Rojas, especialistas que admiro. En Norteamérica conocí a psicoanalistas
que eran, además, profesores universitarios. Su seriedad tolerante, la formación
médica y psicológica, con amplia cultura humanística, no tenían nada que ver con la
rigidez belicista que imperaba por entonces en algunos círculos europeos que tuve
ocasión de tratar.
Por mi parte, desde que comencé a entrevistar enfermos mentales en el viejo
manicomio de Salamanca, todavía en los dos últimos cursos de mi carrera de
Medicina, intenté desarrollar con los pacientes una relación psicoterapéutica
relativamente flexible. En aquellos años, ser autodidacta resultaba inevitable para los
descreídos del culto que rendían a la ortodoxia freudiana algunos cenáculos. La
erudición y la intuición frente a situaciones nuevas y enfermos con muy variada
sintomatología, como los de la policlínica universitaria, el Seguro y la clientela
privada, daban soltura. Era otra manera de hacerse especialista. En Estados Unidos y
Canadá creían mejor la suya, la que viví en 1960, con tutores, supervisores,
discusiones en grupo, uso de grabaciones y vídeos, métodos de evaluación y uso de
tests y escalas para registrar los cambios psicológicos. Me ha servido de consuelo
aprender que aquellos investigadores destacaban, por encima de cualquier método,
escuela o teoría, la personalidad básica del terapeuta y su capacidad de sintonía con el
paciente.
Así procuré transmitirlo a los alumnos de la Facultad de Psicología, impacientes
por tratar tanto a enfermos como a gente normal. La posible existencia de gente
normal, inquietante asunto, constituyó el tema de bastantes horas en nuestras clases.
Hice saber a los estudiantes la opinión del profesor Jerome D. Frank, una verdad
sospechada por buena parte, la más perspicaz, del público general:

Si hacemos ver a la gente que muchas rarezas y extravagancias pueden

224
ser indicios de enfermedad mental y no meros signos de stress o de
reacciones normales a las dificultades de la vida crearemos alarma social y
aumento de la demanda de psicoterapia… Cuanto más facilidades de
tratamiento haya, y más conocimiento de ellas tenga el público, mayor será
la petición de ayuda psicológica. La psicoterapia es la única forma de
tratamiento que, al menos en cierta medida, parece crear las enfermedades
que trata.

El profesor Frank, poco antes de publicar su excelente libro Persuasion and


Healing, me aseguró con humor que, por suerte, aún no le había sucedido lo de aquel
infortunado científico, al borde de la desesperación por haber descubierto un
tratamiento excelente para una enfermedad que no existía. Cuando escribo estas
líneas, al término de mi vida profesional, me intriga el aumento en España de
ludopatías, stress (sin más), anorexia y bulimia con tentativas de suicidio (que se
airean en programas populares de televisión, donde el público aplaude a las
jovencitas anoréxicas, que ya tenían suficientes refuerzos para sus actitudes al ser
protagonistas de programas en las horas de máxima audiencia), tabaquismo,
depresión (a secas, sin apellidos ni más especificación), ansiedad, (también sin
especificar) trastornos fóbicos, trastornos de pareja, impotencia y frigidez y hasta
síndrome postvacacional, entre otros problemas de moda. Hace algunas décadas, el
doctor Bartolomé Llopis habló del auge de seudotratamientos para seudoenfermos,
¿qué diría hoy?
Me pregunto si el actual delirio de persecución contra los fumadores podría llegar
a ser tan alarmante como el placer de fumar ocasionalmente. Otra cosa es la razonable
campaña de educación sanitaria para prevenir los efectos del tabaquismo en los
fumadores compulsivos. Desde que comencé a ver pacientes psiquiátricos aprendí
que no se debe preguntar: —¿Qué cantidad de alcohol bebe usted? Casi todos dicen:
—Yo, lo normal. Antes era muy delicado preguntar por la vida sexual. Ahora los y las
clientes la airean, venga o no a cuento, afirmando que en ese sentido hacen lo normal,
con la frecuencia normal. ¿Pero qué demonios será lo normal?
En cada situación deberemos replantearnos los criterios de normalidad. Lo
esencial será la capacidad para amar y trabajar, dijo Freud. Y añadió que el
individuo mentalmente sano es aquel que ha pasado satisfactoriamente a través de los
estadios infantiles de la libido y ha alcanzado el nivel maduro de genitalidad, es
decir, el control suficiente de los impulsos capaz de permitirles expresarse en formas
socialmente aceptables. Erikson, analista neo— freudiano, no médico, pone el acento
en la Madurez y Adultez, unida al desarrollo de la Identidad, Contacto Humano y
Creatividad. Erich Fromm, neofreudiano de orientación social, considera normales a
quienes tienen orientación productiva sin demasiadas frustraciones. Con tal de que
vivan en sociedades sanas. Más nos vale no airear en este momento del libro si
existen esas sociedades y cuales serían sus características.

En el plano individual, María Jahoda, experta en Salud Mental se da por


satisfecha con seis categorías mayores: 1) Actitudes positivas y realistas hacia el sí
mismo. 2) Crecimiento, desarrollo y actualización de la persona. 3) Integración,

225
ponderada y buena resistencia al stress. 4) Autonomía. 5) Percepción de la realidad
sin distorsiones derivadas de necesidades internas, con sensibilidad para los
aspectos sociales. 6) Control razonable del entorno. (Lo cual incluye capacidad para
amar y experimentar orgasmo sexual, armonía en el terreno amoroso, laboral y en el
tiempo libre, así como en las relaciones interpersonales, efectividad ante situaciones
nuevas, capacidad de adaptación, ajuste y eficiencia en la resolución de problemas).

Lawrence S. Kubie pasa revista a estos criterios —a mi entender, excesivamente


made in USA— para concluir que no hay una respuesta simple. No estamos seguros
de cómo deben ser las sociedades sanas. Incluso en condiciones materiales muy
atractivas la gente se suicida, se vuelve alienada, deprimida, cínica, autopunitiva o
llena de odio hacia los demás. Muchos de los criterios de Salud Mental individual o
de grupo suenan a utópicos ideales de Vida Feliz. Bien está ser creativo, vivir con un
pie en la realidad y otro en los sueños, siempre que seamos capaces.

Arquetipos de Jung (Eva, Helena, María y Sophía) palpitan en personalidades como


la de Kim Novak

226
El profesor J. J. López Ibor con Igor Caruso en Madrid (1957)

Los criterios más utilizados, el estadístico, educativo y clínico, se revelan


insuficientes. El sufrimiento en sí no es patológico, lo es más la incapacidad de
sufrir. La noción de Madurez suele caracterizarse por buena capacidad de adaptación
(que no es lo mismo que vivir adaptado a cualquier situación), capacidad de amar
(que tampoco coincide siempre con la dicha de poseer una pareja estable y
socialmente aceptada), escasa tendencia a regresar a formas de comportamiento
demasiado juveniles o pueriles y, por último, mínima vulnerabilidad frente a las
agresiones psicológicas y sociales del mundo externo.
Dentro de mi experiencia personal, recuerdo la encuesta que hice, en los primeros
años 60, a las alumnas de la Escuela de Asistentes Sociales de San. Vicente de Paul,
en Martínez Campos, 18. Redactaron su lista de rasgos propios de la persona normal,
entre los que figuraban distinguir claramente el bien del mal, poseer don de gentes,
actuar con sencillez y naturalidad, tener buena formación religiosa y carecer de
complejos. Varias décadas después repetí el experimento ante alumnas de la misma
edad, en una carrera universitaria. Esta vez la lista no incluía ninguna alusión a
valores religiosos y en cambio acentuaba las ventajas del orgasmo múltiple, libertad e
independencia con respecto a las normas de la familia y de la sociedad tradicional.
Si en nuestra consulta particular esperan recibir psicoterapia personas con

227
problemas de la vida, más que verdaderos enfermos mentales, podríamos sentir la
tentación de hacerles dos preguntas: ¿Qué modalidad de psicoterapia espera o desea
recibir? y ¿Hacia qué clase de normalidad o salud mental desearía usted
encaminarse o ser encaminado? Es lógico que queramos saber algo acerca de las
expectativas mutuas, previas a la relación psicoterapéutica. Es notable la influencia
que ejerce sobre la percepción lo que el sujeto espera o anticipa que va a percibir. En
el area de la psicoterapia siguen siendo bienvenidas las investigaciones respecto a las
expectativas, tanto en el cliente como en el terapeuta.
A los alumnos de la Facultad de Psicología les gustaba ver en la pizarra el cuadro
completo, o casi, de las principales modalidades de psicoterapia y de las escuelas o
modelos de personalidad correspondientes. A pesar de ser especialistas de la cabeza
por dentro, podríamos preguntar como los peluqueros: ¿Cómo quiere que se la
arregle? Como la pizarra era muy extensa, permitía escribir a la izquierda el cuadro
dedicado a Freud, con breves indicaciones de su teoría de personalidad, patología y
psicoterapia. De Freud les decía a los estudiantes que regaló un traje al único novio
que tuvo su hija Ana. El pretendiente era un judío pobre y Ana, que se había
acostumbrado a los placeres solitarios, no se casó con él. Murió soltera, en edad muy
avanzada, como si creyera necesario recalcar de esa manera el Complejo de Edipo en
la mujer. Tengo la sospecha de que el traje que regaló Freud al pobre muchacho era
de segunda mano, usado antes por él o por otro familiar. El fundador del psicoanálisis
siempre se sintió amenazado por el fantasma de la pobreza. Es uno de los motivos
para su notoria preocupación por el dinero.
En el casillero siguiente iba Jung, él sólo, con alusiones a las religiones
comparadas, a la Mitología universal y a sus preferencias por la psicoterapia de gente
sana, culta y de gustos refinados. Jung no era judío, ni le preocupaba el dinero en la
misma medida que a los freudianos. Desde el primer año suprimí a Alfred Adler, para
no abusar de la pizarra. A continuación puse a Dollard y Miller, oriundos de
Wisconsin, bondadosos investigadores en el area del Aprendizaje y Conductismo;
con ellos hablé repetidamente en Yale. Representan un puente pacífico entre el
psicoanálisis y la Learning Theory.
En el apartado siguiente procuré hablar a mis alumnos de dos ratólogos egregios:
Skinner, a quien recuerdo con afecto, y Joseph Wolpe, el médico sudafricano de
origen lituano. A este ortodoxo judío la pasión por la química le llevó a estudiar
Medicina, que terminó en 1948, año en que se casó y se inició en las teorías
freudianas. No tardó en rechazarlas y a través de Pavlov y de Jules H. Masserman, a
quienes también rechazó, (aunque no a sus perros ni gatos), se hizo Terapeuta de
Conducta.
Parecía divertir a mis alumnos la aplicación de las técnicas de aversión a la
infidelidad conyugal y al comportamiento de varones homosexuales. Con estos
últimos usaba vomitivos y choques eléctricos a la vez que les enseñaba fotos de
homófilos desnudos. Luego les hacía ver señoritas sin ropa, y les inyectaba hormonas
masculinas, animándoles a prácticas onanistas al pie de las fotos de las misses. Si los
pacientes expresaban emociones afectuosas hacia Wolpe, más que a las fotos de las
cupletistas desnudas, lo explicaba como reacciones de transferencia, con el soporte
añadido de sus ideas sobre la inhibición recíproca. Me costaba creer que Wolpe fuera

228
tan wolpiano, hasta que lo vi en un congreso. Pícnico, corto de cuello, congestionado,
con el cráneo mondo y reluciente, pidió a gritos que se cerrasen las puertas del aula
principal y que callase todo el mundo porque iba a hablar él.
Entre otros conductistas, hablé a mis alumnos de Thomas G. Stampfl, de
Cleveland, paracaidista antes de estudiar la carrera de Psicología, donde asimiló a su
manera enseñanzas del Conductismo, de la Terapia Centrada en el Cliente de Rogers
y del Psicoanálisis, a través de Fenichel. No coincidí con él en Wisconsin en 1960,
porque se tomó un descanso en la docencia para dedicarse a la psicoterapia privada
desde 1960 hasta 1966. ¿Se olvidó de su largo entrenamiento como ratólogo y su
dedicación a los niños subnormales? Sin saber mucho de Stampfl ni de paracaidismo,
tuve que hablar a los alumnos de su Terapia Implosiva, que sonaba muy bien. Que
curase a los fóbicos y obsesivos no lo veo nada claro, pero careciendo de experiencia
directa no puedo asegurar nada. Como la pizarra tenía todavía espacio, llenaba el
cuadro siguiente con las ideas de Sullivan y su teoría de las relaciones
interpersonales.
El siguiente recuadro gustaba más a los alumnos: era el de Rogers, consejero más
que terapeuta, Centrado en el Cliente. Como tenía cara de buenazo, era calvo con
patillas finas, vestía anchas camisas floreadas, iba cuidadosamente rasurado, usaba
gafas con montura casi invisible y procuraba no parecer directivo, era bien aceptado.
Yo prefería el apartado siguiente, dedicado al Psicoanálisis Existencial de lengua
alemana, cuyos pontífices eran Ludwig Binswanger, segundo psiquiatra de una
dinastía ilustre, fallecido en 1966 y Medard Boss, los dos de anchas y espesas cejas.
Conocí personalmente a Boss, afable, predepresivo, y muy responsable. Tuve amistad
con el tercer Binswanger, Wolfgang, hijo de Ludwig. Me parecían psiquiatras
profundamente europeos, frustrados en su deseo de haber sido sólo filósofos y quién
sabe si teólogos. Decían palabras hermosas y solemnes, que parecían pedir un fondo
musical wagneriano. No sé si servirían de algo a los pacientes, pero sus escritos
poseen indudable belleza.
Puse a su lado, por mi cuenta, a Igor Caruso y Víctor Frankl. Oyéndonos hablar
en español se nos acercó en Viena el segundo de ellos y nos dijo: Hola, soy Frankl, el
famoso Frankl. Como era bajito, no quería irse y esperaba que le diéramos
conversación. Le dijimos que nosotros no éramos famosos, pero nos alegrábamos de
oírle hablar tan buen castellano. Quiso contarnos sus experiencias como prisionero en
un campo de concentración, (tema de uno de sus libros), pero no le dejamos. Leí casi
toda su obra, menos sutil y más divulgativa que la de Caruso, llena de buena voluntad
y, al parecer, de fe en la Humanidad. No podía decir a Caruso ni a Frankl, ni menos
aun a mis alumnos, que en mi concepción del mundo, mi weltanschaung, estoy más
cerca del pesimismo existencial de Freud, el de El Malestar en la Cultura, que, como
el de mis queridos Gabriel Miró y Pío Baro-ja, me parece más próximo a la realidad
de la condición humana.
Entre los analistas existenciales, más que a Jean Paul Sartre, me agrada
considerar a Luis Martín-Santos, así como a Unamuno, cuyo lazo con el pensamiento
existencialista fue intenso.
Fue preciso, para completar el panorama de las psicoterapias y de sus teóricos,
decir algo a mis alumnos acerca de los constructos personales de George A Kelly,

229
ingeniero, físico y matemático, que no tenía cara de psicoterapeuta. Este autor se
dedicó al teatro, a la psicología fisiológica, al psicoanálisis freudiano, al juego de
roles siguiendo ideas de Moreno, al entrenamiento de pilotos aéreos y, desde 1946, a
enseñar psicología, llegando a ser Director de la Universidad del estado de Ohío. A
mis alumnos les explicaba con el mayor respeto la definición de enfermedad de
Kelly: Es un trastorno psicológico de cualquier constructo personal usado
repetidamente a despecho de su consistente invalidación. Los estudiantes tomaban
apuntes y no sé si entenderían algo que les pudiera servir. Yo, desde luego, no. Por
eso pasé rápidamente a contar lo que sucede fundamentalmente en todos los
tratamientos psicoterapéuticos dignos de este nombre. Me reconcilió con Kelly su
deseo de estudiar a fondo el estilo de vida del paciente y de considerarlo como co-
investigador a lo largo de la terapia. Con Kelly había cerrado el ciclo, borraba la
pizarra y volvía a lo que deseaba, la esencia de los tratamientos psicológicos.

Sea cual fuere el marco conceptual, todas las psicoterapias pasan por una serie
de etapas comunes. Para Whitaker y Malone la sucesión es tan evidente que permite
hablar de una Primera Fase en la cual el paciente, que se considera adulto y no tan
enfermo como lo ve el terapeuta, se comporta y responde en un nivel real, al menos
eso cree. Llega con ideas preconcebidas, prejuicios y percepciones poco adecuadas,
no muy objetivas, del papel profesional y de la persona del terapeuta. al que cree ver
con realismo. Progresivamente comprende que es más neurótico de lo que le gustaría
ser. En esta fase el terapeuta se ve a sí mismo como profesional relativamente
maduro, dotado de responsabilidad y capacidad para ayudar. Sin embargo, poco a
poco comienza a sospechar que, como su paciente, es a su vez un seudoadulto. La
Fase Primera comprende las entrevistas iniciales, la obtención de la historia clínica, el
acuerdo de los honorarios, horarios y otras formalidades externas. Algunos terapeutas
creen conveniente hablar de la fecha de terminación y acordarla en principio. Ya se
esbozan elementos de la fase simbólica que vendrá después, pero bajo ese aspecto, la
primera etapa sólo podría llamarse, todo lo más, presimbólica.
En la Segunda Fase hay una intensificación progresiva del componente simbólico
y aumenta la proyección e invención de fantasías del paciente sobre el terapeuta, al
que ve como un Hermano Mayor, asumiendo el cliente el rol de Hermano Menor. La
supresión de elementos reales en la vida del paciente y del terapeuta puede ir a la par,
considerándose un mundo propio de mágico aislamiento compartido. Sólo de un
modo secundario se extienden influencias de estos fenómenos al entorno del paciente,
de su familia y de las personas significativas (que, casi siempre, intentarán de un
modo u otro, torpedear la terapia, sea por celos, por prestigio, por sentirse excluidos,
por curiosidad o por estar más enfermos que el paciente oficial).
En la Fase Central del tratamiento, la de las transferencias y fantasías por parte
del paciente y de las contratransferencias—fantasías del lado del terapeuta, se
pueden distinguir tres instancias: l) Competitiva, en que el terapeuta representa la
cultura de los mayores y también el Progenitor, mientras que el paciente persiste en
el rol de Hermano Menor que quiere crecer y desafiar al padre, pero terminará
aceptando su Yo Infantil. II) A continuación se halla la instancia Regresiva : El

230
paciente se ve a si mismo como niño pequeño y desvalido y al terapeuta como
Progenitor Primordial. III) En el momento siguiente de la Fase Central propiamente
dicha, el terapeuta hace de Padre y el paciente de Yo Infantil. En este instante
convergen las relaciones simbólicas del tratamiento, viéndose cada uno a sí mismo en
el papel que lo ve el otro. Por sí sola esta etapa no conduce a la siguiente. Paciente y
terapeuta permanecerían indefinidamente en ella si no fuera porque, a su pesar,
reconocen la existencia de la realidad social.
Se llega, es inevitable, a la Etapa de Prueba, en la que el rol de padre es más
permisivo y hay un cierto compañerismo tolerante, porque el paciente ha dejado de
representar su rol de niño y se comporta como un adolescente que hace progresos,
plantea preguntas y refiere travesuras. El cliente ve al terapeuta como un padre viejo,
quizá como un abuelo benévolo y algo tonto. Se verifica el repudio progresivo del
terapeuta como padre simbólico y el paciente se acerca rápidamente a su posición de
adulto maduro y responsable, capaz de volar por si mismo.
En la Fase de Retirada, el terapeuta deja de ser visto como progenitor y vuelve a
su rol real de profesional experto. En este escalón el paciente rechaza al terapeuta
como padre simbólico . Debería entonces ocurrir la aceptación, por parte de uno y
otro miembro de la hasta entonces díada, de su nueva calidad de adultos
independientes.
En la Fase última de la terapia, hay tres modalidades de final: 1) El Positivo, en
el cual paciente y terapeuta aceptan de común acuerdo su capacidad de vivir
separados. Reconocen respectivamente la contribución de cada uno en la vida del otro
y se marchan, cada uno por su lado, agradecidos, habiéndose reducido a un mínimo la
ansiedad de separación. 2) El segundo tipo de final es el Negativo. El paciente
abandona al terapeuta de manera agresiva o desafiante; mientras que la hostilidad de
éste es menos fuerte, aunque cargada de sentimientos de insatisfaccción. 3) El tercer
final, Muy Insatisfactorio, es, según los investigadores, el más común. Se había
producido un estado de dependencia y se puede observar ahora una resolución muy
incompleta, tanto de la neurosis de transferencia como de contratransferencia.
Aparecen sentimientos de culpa, abandono, rechazo, remordimiento, y quejas
variadas por una y otra parte. La reacción de duelo en el terapeuta, si no es bien
llevada, conduce a graves errores si éste no acepta el impulso del paciente para acabar
la relación. Es preferible un final precoz si se deja decidir al paciente. Entre los
motivos del cliente para irse, figura el no considerarse ya como paciente y empezar a
sentirse terapéutico, es decir, le agrada actuar como consejero ante sus vecinos,
amigos y familiares.

Una forma de terminar pronto es no pasar de las primeras sesiones, lo cual no


significa realizar psicoterapia breve. El vuelo a la salud, se dirige a una fingida salud,
pero el vuelo es real. Los pacientes de las clases más acomodadas se autogratifican
con viajes a países exóticos. Quienes no necesitan trabajar se conceden a sí mismos
vacaciones o temporadas de descanso en algún lugar paradisíaco. Se lo hacen saber a
su terapeuta de clase media, a través de una breve llamada telefónica y a veces ni eso.
Puede ocurrir que la alianza terapéutica no se hubiese llegado a establecer o fuera tan

231
frágil que la primera maniobra del familiar más celoso, por excluido, si es
todopoderoso, baste para torpedear la naciente relación y acabar con las débiles
motivaciones del paciente. Si alguna vez se reanuda el tratamiento, la posibilidad de
una nueva interrupción es muy previsible. Ante este final, más que precoz,
precocísimo, si el terapeuta no se atormenta sobre sus posibles yerros al no haber
establecido una relación más sólida, podría comprender que la psicoterapia no es
aplicable a todo el mundo.
Mi experiencia personal, en cuanto a reacciones transferenciales,
contratransferenciales y terminaciones, se refiere a terapias de inspiración
psicodinámica, nunca al psicoanálisis de Freud en sentido estricto. Franz Alexander,
Jerome D. Frank y Pierre B. Schneider, entre otros, me inclinaron a ver los
tratamientos psicológicos como técnicas de ayuda y como arte de curar, lejos de la
rigidez, a mi entender frustrante, del análisis ortodoxo. No dar el pésame por la
muerte de un familiar próximo es tal vez táctica excelente dentro de la ortodoxia
freudiana y kleiniana; para mí es carencia de educación, grosería manifiesta y grave
falta de humanidad, lo haga quien lo haga. Por mi parte, he asistido a varios funerales
de familiares inmediatos de mis pacientes y he visitado sanatorios en caso de
operaciones quirúrgicas que encerraban peligro para mis pacientes. No creo que en
ninguno de estos casos se haya visto perjudicado el proceso psicoterápico. Puedo
exponerme, como Franz Alexander, a la acusación de amabilidad antiséptica y de
experiencia emocional correctiva, lindante con el denostado apoyo, en lugar del
esclarecimiento intelectual ortodoxo. ¡Al cuerno la ortodoxia!
¿Cómo y dónde hallar el justo medio entre el glacial distanciamiento y la fusión
afectuosa? ¿Y si no existe? En torno a los movimientos afectivos de la
contratransferencia en el terapeuta, descubro en el capítulo VI de Janet Malcolm
Psicoanálisis: una profesión imposible, indignación y escándalo en círculos
psicoanalíticos ortodoxos:

Dos analistas de Chicago habían pecado contra la comunidad analítica,


traicionando su ideal ascético y fueron castigados violentamente por su transgresión.
O mejor dicho, como me explicó Aaron cáustica-mente, (porque se sabía que antes
algunos analistas se habían casado con pacientes) el pecado de aquellos hombres
consistía en ser analistas prominentes, poderosos, renombrados —importantes
luminarias del mundo analítico— que se habían casado con pacientes. Si alguna
mediocridad lo hace, dijo Aaron, las medidas punitivas se limitarían a excluirlo de la
red de remisiones y permitir que cayera en una oscuridad mayor dentro del mundo
institucional. Pero si un antiguo Presidente de la Asociación Psicoanalítica
Norteamericana se casa con una paciente, si un miembro del comité de Educación
del Instituto Psicoanalítico de Nueva York se casa con una paciente, si un analista
didáctico se casa con una paciente —y eso fue lo que ocurrió en esos casos —
entonces debe ser tratado despiadadamente, separado de su elevado cargo y privado
de sus honores.

Desde El caso Dora, la joven de dieciocho años que atormentó las fantasías de
un Freud de cuarenta y cuatro, Dora o Pandora representa la caja de los males que

232
más vale no abrir. El tratamiento de Dora no terminó bien. El psicoanálisis no puede
tolerar los finales felices, afirma Janet Malcolm. Podría ser ésta una diferencia
fundamental frente a las psicoterapias. La ortodoxia freudiana recuerda en cierto
modo la estrecha unión que se establece en esos matrimonios civiles, con previa
separación de bienes, que saben que antes o después se van a divorciar. El arte de
casarse, o de psicoanalizar a alguien, tal vez consista en preparar con tiempo una
separación lo menos traumática posible.
¿Por qué se escandalizaron los freudianos ortodoxos al casarse varios
psicoanalistas con sus pacientes? Además de profesión imposible, la de psicoanalista
ortodoxo ha sido calificada de ocupación poco saludable. Sin embargo, entre los
psiquiatras de mi generación, recuerdo a cuatro, al menos, que se casaron con clientes
y a nadie le llamó la atención. Sólo uno se divorció al poco tiempo. Los otros tres
mejoraron mucho, ellos, no las esposas. No se trataba de especialistas mediocres sino
de profesionales muy conocidos, respetados en sus tareas clínicas y docentes. Uno
mejoró gracias a su matrimonio con una riquísima heredera que apareció en la
consulta. Otro, un desastre de hombre, solterón mal trajeado, patoso, torpón,
inoportuno siempre, inició la terapia de una joven pizpireta que lo transformó en un
psiquiatra casi presentable. Del tercero, carezco de datos pero me contaron que su
esposa tuvo sobre él una influencia favorable. No debe sorprendernos que algunos
pacientes estén mentalmente menos enfermos que sus terapeutas.
El consejo de un famoso escritor inglés: casarse pronto y a menudo, como
terapia me parece de alcance limitado. ¿Qué hacer con el resto de las pacientes? En
Estados Unidos me dijeron que a partir del tercer matrimonio uno empieza a
centrarse. Es cierto que algunas clientes se ofrecen como trofeo a su terapeuta. Si un
incauto cediera a la tentación, se convertiría en el codiciado laurel de la paciente.
Algunas se jactan de acumular medallas de esa naturaleza. En general, la
transferencia erótica —y la contratransferencia todavía más— si no es controlada
entraña la ruptura inmediata de la situación terapéutica. Ocurre entre personas que ya
estaban, ambas, desesperadas antes de conocerse. Por hambre atrasada de piel y por
otras carencias, se puede confundir el afecto con el vello pubiano, según el conocido
reproche que recibió Pablo Neruda de parte de Juan Ramón Jiménez.
Las más de las veces el tan traído y llevado amor de transferencia es una
estrategia de la paciente para controlar, más que seducir, a quien desea prestarle
ayuda. No es frecuente que tales fantasías se manifiesten desde la primera entrevista.
Deseo mencionar dos experiencias personales. Doña Clotilde R., viuda opulenta
de ademanes provocativos, de poco más de cuarenta años, se presentó en mi consulta
con Pluto, su perro pachón, que nada más entrar en el despacho se acurrucó debajo de
la mesa. Viendo poco clara la situación, sugerí que dividiéramos la entrevista en dos
partes. En la segunda, ya sin el perro, que me producía invencible intranquilidad,
podríamos analizar las indicaciones de una posible psicoterapia. —¿Y si en vez de esa
proposición, doctor, me invita usted a cenar y luego yo correspondo con algunos
detalles? Pluto comprendió perfectamente a su dueña. Mordió uno de mis calcetines
y me envió un inequívoco ¡¡Grrrrr!! revelador del vínculo que le unía a doña
Clotilde. Acompañé a los dos hasta la puerta antes de haber completado la hora que
teníamos prevista. Salvo un calcetín deshilachado, no fue una despedida traumática.

233
Los tres, si puedo decir, extremamos nuestros modales más finos, pero no hubo una
segunda entrevista. Pluto no quiso.
La otra experiencia me la proporcionó doña Marinita, sudamericana, casada con
un compatriota suyo, diplomático. En la quinta década de su vida, el balanceo de las
caderas a lo Rita Hayworth, con menos hermosura y más peso, era muy elocuente.
Traía un sombrero grande, yo diría que innecesario, y se envolvía en un traje ceñido
que no favorecía su figura. El vestido era de colores verdes, amarillos y anaranjados,
en competencia estridente. Maquillada en exceso, sin posible disimulo de las arrugas,
se me quedó mirando con fijeza, echándome a los ojos el humo de una larga boquilla
a lo Marlene Dietrich. Aquí terminó la primera etapa seductiva. Sus palabras aún me
siguen estremeciendo: Adivino su pensamiento, doctor. Le parezco un loro brasileño.
Quise responder que no, que todo lo contrario, pero en mi interior me decía: Tengo
delante una cacatúa del Alto Amazonas. No pensé en un loro brasileño, palabra de
honor, aunque era esa exactamente la impresión que producía. Comprendí que no
podría hacer psicoterapia profunda a una señora que adivinaba mis pensamientos más
recónditos. Tuvimos, sin embargo, varias entrevistas que permitieron una psicoterapia
breve. Hubo un control suficiente, por ambas partes, de nuestras respectivas
necesidades infantiles de seducción. La terminación fue apacible.
No todas las señoras eran así. Fea no es compañía sino susto, hermosa no es
regalo sino cuidado decía Quevedo, prefiriendo lo segundo a lo primero, que mejor
es cuidado que miedo. Vi durante algunos años a las esposas de varios ejecutivos, de
esos que se enriquecen en poco tiempo. Se casaban con mujeres deslumbrantes, a las
que exhibían como signo externo de riqueza. A ellas, ambiciosas de origen modesto,
les gustaba el alto nivel de vida. Una vez alcanzado, sentían el vacío de la existencia
y se refugiaban en la hipocondría. Carlos Castilla del Pino, en Cuatro Ensayos sobre
la Mujer, analizaba en 1971 los motivos de tanta frustración. Por mi parte, con
sincero respeto, veneración y piedad ante tantos males acumulados, confieso que
agradezco que algunas de las más hermosas fuesen antes a la peluquería, se
perfumaran y vinieran arregladas . ¿Serían mecanismos de defensa contra la ansiedad
o la depresión? No estoy seguro, pero se defendían muy bien. Lo que no significa que
no estuvieran, durante el diálogo terapéutico, dotadas para la agudeza y ser tan
buenas como el varón en consejo, fortaleza, inteligencia e ingenio, como hubiera
observado nuestro buen don Francisco de Quevedo, caballero del hábito de Santiago
y señor de la Torre de Juan Abad, aunque no miembro de ninguna sociedad
psicoanalítica.
Cada vez que venía a la consulta Kim Novak o alguna de sus ondulantes
emisarias llamaba en mi ayuda a Ottis Green, autor de El Amor Cortés en Quevedo,
donde se dice: gozar el alma y la vista es un alivio, pero el amante maldecirá a otro,
poseedor del cuerpo. Es un pensamiento de Flaminio Nobili, sobrecogido ante las
cuatro posibilidades del amor: Bestial, Conyugal, Cortés y Platónico. A la primera de
ellas, Quevedo la llama Amor ferino y loco, propio del bicorne bruto toriondo y del
garañón. Del Amor Conyugal no tenía buena opinión. Del Platónico sabía sus
contradicciones. El Amor Cortés, por su lado, está hecho de penas, de sufrimiento
bienaventurado. Conlleva un casto alejamiento:

234
Lo que conozco y no lo que poseo / sigo, sin presumir méritos, / cuando
prefiero, a lo invisible, lo que creo.

En otro lugar, don Francisco nos deja comprender que, en la perspectiva del
Amor Cortés, la renuncia es obligada: El gozar es apetito, el padecer es fineza . En su
forma más pura sabe por adelantado el fracaso de toda pasión y empieza a vivir el
tormento propio de la separación de los amantes. Todo ello resulta de valor
inapreciable si las inoportunas, pero humanas, demasiado humanas, fantasías
aparecieran en alguna de las fases de la relación terapéutica.

Quiero mencionar la obra Personality Change, coordinada por Philip Worchel y


Donn Byrne, que adquirí en 1965, recién aparecida en Norteamérica. Es una
saludable fuente de inspiración en el ámbito de la Psicología Clínica y de la
Psicoterapia, bajo cuyo chorro de agua limpia meto la cabeza de vez en cuando. Me
agrada el hincapié de Leon Festinger, colaborador en tan recomendable obra, en la
reducción de las disonancias. Realmente disuenan demasiado las relaciones
interpersonales, las de empleados y ejecutivos en las grandes empresas, las de padres
e hijos y las conyugales. Tanto que, cuando no me ha parecido suficiente la
psicoterapia individual y he visto la necesidad de tratamiento grupal, he puesto a mis
pacientes en manos de los especialistas correspondientes.
Hacia 1988 Juan Antonio Vallejo Nágera me pidió colaboraciones para su Guía
Práctica de la Psicoterapia, de la cual se han hecho múltiples ediciones. Allí escribí
los capítulos sobre: Las personas de edad mediana y sus problemas; El matrimonio y
sus problemas psicológicos; ¿De dónde vienen los trastornos mentales?; Los tests de
personalidad, cuestionarios y escalas de síntomas; Psicoterapia Individual,
Psicoterapia de grupo, de familia y de pareja; Tratamientos farmacológicos; Curar
hablando ¿Curan las palabras? ¿Qué es catarsis?; La psicoterapia según las
distintas escuelas; Usos y abusos de la psicoterapia o curar hablando; Higiene
mental y prevención de los trastornos psiquiátricos. Creo haber expuesto allí la
síntesis de lo que tenía que decir.
En alguno de aquellos capítulos llamé la atención acerca del hecho de hay cosas
sobre las que casi nadie dice toda la verdad. En el ámbito de los conflictos entre
padres e hijos me ha sido más fácil ayudar a los clientes. En cambio, a quienes pedían
terapia matrimonial, salvo unos pocos casos, los he enviado a otros terapeutas.
¿Habré leído demasiado a Tolstoi, a mi paisano Gabriel Miró y a nuestro señor don
Francisco de Quevedo? Me parece, como a ellos, tan extendido el infortunio
matrimonial y tan difícil de convertir en felicidad cuando se ha tomado una decisión
irreversible, que prefiero dejar a los cónyuges resolver sus problemas leves. Ante los
graves, creo que sólo los poderes celestiales obrarían los correspondientes milagros.
Otra cosa es el tratamiento de las actuales, y tan de moda, parejas de hecho. Yo no
sabría ser su terapeuta. Pertenezco a un tiempo que ya ha pasado. Mi sentimiento de
identidad, a estas alturas, es de superviviente provisional.
Digo ahora adiós a mi autobiografía y a mi profesión activa. Si debo despedirme,
además, de mi ya larga existencia terrenal, lo haré en términos taurinos, como mi

235
paisano Miguel Hernández:

Espero, a pie parado / el ser, cuando Dios quiera, / despenado.

Después de tantos renunciamientos durante años, hoy renuncio a contar más


cosas. No, desde luego, por falta de asunto. Doy las gracias a mis maestros, a mis
compañeros y a mis pacientes por su ayuda y compañía. Debo añadir algo, a última
hora. Matriculado en mi primer año de Psicología, un profesor bajito nos dijo al
comenzar el curso:

Alicante, 1959. Hemingway solía repetir que cualquier historia, si es buena,


verdadera y dura lo suficiente, no puede acabar bien

236
Tanto como Hemingway, el doctor Lippot Szondi analizaba destinos humanos. A uno
y otro les debo eterno agradecimiento por las conversaciones que tuvimos

Señores, la Psicología no trata del alma porque el alma no existe.

A mi lado, una joven monja exclamó: ¡Jesús! El profesor bajito, satisfecho del
efecto causado, pontificó:

No existe el alma como concepto científico.

Necesito finalizar mis recuerdos de médico psiquiatra con la afirmación de que


en la psicología que yo he usado y en la que he creído, sea o no científica, el alma
existe. En la mía han dejado surco, y muy hondo, los maestros, los compañeros y los
pacientes. Quede, pues, constancia de mi gratitud y afecto a todas las personas que
han dejado su huella en mi alma.

237
A medida que escribía mi vida me he ido convirtiendo en mi propio abuelo. Debe ser
una transmigración incompleta, porque aún no he dejado del todo de ser el que fui.
Abro Cántico, de Jorge Guillén, por su página 274:

Realidad, realidad, no me abandones

Para soñar mejor el hondo sueño

238
CAPÍTULO XI

Y después

A CABADO el tratamiento, llega el bienestar, la ausencia de sufrimiento, el fin


de la ansiedad, la paz del espíritu, la mejoría de las relaciones familiares, de
amistad y profesionales. Para la vida amorosa se inaugura, o reanuda, una etapa feliz
de mutua comprensión y recíproco agrado. En el plano laboral se acrecienta la
satisfacción en el trabajo y la prosperidad. Todo ello se acompaña de gratitud hacia el
terapeuta, sin nostalgia de la compenetración hallada y sin resentimiento por las
equivocaciones que el cliente hubiera constatado durante la cura.
Tan feliz terminación, en el infrecuente caso de haber completado el tratamiento,
es rara. Los aguafiestas profesionales la consideran excepcional. Para ciertas personas
parecería justificado preguntarse si lo que han recibido era Treatment or Torture,
como sugiere un perturbador libro de corte filosófico salido de la prestigiosa
Tavistock Clinic de Londres. En mis tiempos de estudiante, mi tío Juan exageraba un
poco al decirme que cuando el paciente se siente apurado ve al médico como un dios;
más adelante. como un hombre bueno y al final, cuando le pasa los honorarios, como
un demonio.
Hay ocasiones en que la familia no nos perdona, es un modo de hablar, que le
hayamos curado a su alcohólico, a su delirante o al internado durante meses, incluso
años, en un sanatorio. Los parientes tienden a establecer un equilibrio psicológico
durante la prolongada estancia fuera, y, si no hubo ausencia física, en tanto que dura
la disminución de prestigio y eficiencia del que ha adoptado el rol de enfermo mental.
Para los neuróticos propiamente dichos, alguien escribió un libro paradójico: Cómo
aprender a vivir sin su neurosis. Debería figurar en la misma estantería junto a otro,
muy conocido: ¡Alégrate de ser neurótico!
La curación, término vago en la medida en que supone la vuelta a la normalidad,
concepto aún más impreciso, representa la pérdida de algunas ventajas, no siempre

239
imaginarias, propias de la condición o status de enfermo de los nervios. En
psicoanálisis se habla mucho de la ganancia secundaria, referida a los supuestos
beneficios, atenciones, cuidados, mimos, permisividad y baja laboral, que
experimenta quien adopta, o acepta, el rol de paciente. ¿A qué mundo se vuelve una
vez curado? En algunos casos, recuperado del todo, se ha producido lo que en
Medicina se llama restitutio ad integrum; todo ha quedado como estaba antes de
enfermar. Ahora bien, ¿Cómo era el estado previo? Recordemos la definición de
salud por la que siento predilección: Una situación frágil, precaria, inestable, que no
presagia nada bueno.
Cuando la cura es incompleta, se sigue de programas de Rehabilitación o de
Postcura. No entro en los detalles técnicos de cada caso. Cuestión fundamental en los
tratamientos, a su término, es la evaluación de su eficacia. Si se hace por personas
que no han participado, puede ser más objetiva, aunque no siempre neutral ni
desinteresada; nadie puede ignorar las feroces críticas de Eysenck a los
psicoanalistas. Las evaluaciones periódicas proporcionan datos más fiables. Cuando
dependemos nada más que de la opinión del paciente y de su terapeuta, podemos
hallar a una pareja feliz, muy satisfechos ambos de los resultados obtenidos, lo cual
no es garantía de verdadera curación. Tendremos más dudas si sólo un miembro de la
pareja muestra optimismo. El punto de vista de la familia, de los amigos y de los
compañeros de trabajo, debe aceptarse con reservas.
En psicoterapia suelen ser más sutiles los cambios que en el campo de la
psicofarmacología. No faltan escalas sofisticadas, construídas por concienzudos
psicólogos clínicos con vistas a la máxima objetividad, así como tests para completar
la evaluación, en la que deberían integrarse entrevistas e informes procedentes de
todas las fuentes posibles.
En psicoanálisis ortodoxo, Edward Glover, director de investigaciones en el
London Institute of Psychoanalysis, admite que no es posible el control científico.
¿Cómo medir, por ejemplo, los grados de la transferencia afectiva o la contra-
transferencia? ¿Quién osaría aplicar estadísticas para comprobar el complejo de
castración? Glover lamenta, entre otros inconvenientes, que las condiciones en que
tiene lugar la cura y el entrenamiento de candidatos parezcan militar contra los
estudios de naturaleza objetiva. No es desdeñable que las teorías que se usan estén
basadas en especulaciones no comprobadas. Por si fuera poco, el análisis didáctico
no garantiza la capacidad para la investigación y en bastantes casos la bloquea. Se
diría que Edward Glover, pese a todo, quiere creer que una mayor precisión al definir
los conceptos hará posible alguna vez aplicar criterios estadísticos.
En conjunto, todos los psicoterapeutas aseguran tener buenos resultados. Así
viene sucediendo desde los tiempos del mesmerismo, (aquellas divertidas sesiones de
Franz Anton Mesmer con crédulos pacientes, concentrados para cogerse de la mano y
dejar pasar a través de sus cuerpos el magnetismo animal captado por los que estaban
en los extremos de la fila de los ingenuos, con la mano metida en la cuba
electrolítica).
Todos los psicoterapeutas actuales pretenden que su método respectivo obtiene
curaciones, aunque pocos lo demuestran. La impresión de los primeros momentos
suele ser más optimista que los informes a largo plazo. El mismo método puede dar

240
mejores resultados en unas manos que en otras, según la capacidad de sugestión en el
paciente y en el terapeuta. No olvidemos que muchas curaciones, a veces
consideradas milagrosas, ocurren porque el supuesto paciente estaba, y sigue estando,
sano, por más que creyera padecer muy serios males.
Es imprescindible asegurar que no se trata de una simple remisión de síntomas, o
de una curación espontánea. Los estudios a largo plazo deberían siempre contrastarse
con informes efectuados por otros equipos independientes, que no deben dejarse
influir por la autoridad o prestigio de algunos renombrados especialistas.
En el ámbito de las neurosis, deberíamos confirmar que los cambios se
relacionan con una reorganización profunda de la personalidad y no se trata de
modificaciones superficiales del comportamiento. Pocos especialistas, sobre todo los
entusiastas de un determinado método, permiten ensayar distintos procedimientos
para considerar la relativa eficacia de unos y otros sobre el mismo tipo de trastornos.
¿Y qué decir de la espectaculares mejorías o curaciones realmente comprobadas,
que se obtienen en pacientes que no han recibido tratamiento de ninguna clase y
únicamente se han inscrito en una lista de espera que ha durado meses? No faltan
investigadores cuyo maligno sentido del humor les conduce a afirmar que hay más
mejorías, más numerosas y de mejor calidad, en los que no reciben terapia de ninguna
clase. A Eysenck, que dijo cosas de esta naturaleza, los estudiantes le rompieron las
gafas y le dieron una paliza. Quizás hubiera otros motivos añadidos.
Todo lo que acabo de apuntar no significa que la o las psicoterapias no sean
efectivas. Creo que son útiles o muy útiles, alivian de verdad el sufrimiento humano,
orientan en situaciones de incertidumbre, enriquecen la personalidad, ayudan a salir
de la soledad y de la melancolía, evitan graves y desacertadas resoluciones, facilitan
la madurez, introducen sentido común y, en síntesis, pueden hacer mucho bien al
paciente individual, a su familia y amigos, a la sociedad y al mundo laboral. Pero la
evaluación de los cambios producidos sigue siendo asunto complicado.
Debo dejar tan sugestivo asunto. No es momento, en el epílogo de unas
memorias autobiográficas, de iniciar un nuevo libro, un Tratado en varios volúmenes
sobre el concepto de curación en Medicina y particularmente en Psiquiatría. Confieso
que me gustaría haberlo escrito hace unos años, rodeado de jóvenes colaboradores,
nacionales e internacionales, en el entorno universitario adecuado, con acceso fácil a
las bibliotecas y a la información mundial. Ya no lo haré. A estas alturas, a punto de
despedirnos, compartimos lector y autor la necesidad de respirar aire puro. Y el deseo
de pasear despacio junto a un perro que nos comprenda y nos quiera. Seria mejor
caminar al lado de la persona amada, pero no es fácil.
Francisco y Alicia, jóvenes especialistas amigos, hubiesen querido leer en
Psicoterapia y Problemas de la Vida, descripciones detalladas de problemas de gran
actualidad cuando se escriben estas líneas. Por ejemplo, el stress laboral, el acoso, la
inseguridad, el riesgo del desempleo, las reacciones a la jubilación no deseada, los
problemas de la relación intrafamiliar en las nuevas formas de familia que se
apartan de modelos tradicionales, la emigración, la inseguridad ciudadana, la
violencia doméstica, la psicopatología de los accidentes laborales y de tráfico, la
ayuda psicológica en las grandes catástrofes aéreas, naufragios, terremotos,
inundaciones, víctimas del terrorismo, etc. En otras culturas, ¿qué procesos

241
psicológicos intervienen en los jóvenes y las jóvenes kamikazes que se inmolan por
motivos patrióticos o políticos?
Respondo a Francisco y Alicia, a quienes quiero entrañablemente, que estoy muy
lejos de ser experto en todos los problemas de la vida, y que me desconciertan
muchos de los que veo surgir en los años en que me estoy retirando de mi profesión.
Otros doctores podrán hablar con mayor conocimiento. Confieso que el papel de los
psicólogos en las situaciones catastróficas me intriga. ¿Qué dicen a los
supervivientes? ¿Qué les hacen? ¿Son voluntarios? ¿Perciben honorarios? Hasta hace
poco tiempo, en estos casos los servicios religiosos cumplían una misión, aceptada o
respetada por los creyentes.
Por otro lado, existen libros que tratan de la psicoterapia de los moribundos.
Entre los problemas de la vida está el de morirse. ¿Qué consigue la psicoterapia en
estos casos? ¿En qué se distingue, como la ayuda psicológica en los grandes
siniestros, del consuelo religioso? En la muerte de una persona muy querida, me
pregunto si en el nombre de Skinner, Eysenck, Murray, Allport, Lacan o Erik H.
Erikson, se puede decir algo que mitigue el sufrimiento del que se va y del que se
queda. Abro las últimas páginas de Balzac en Le Père Goriot. ¿Qué confortamiento
puede hallar el joven Rastignac en el cementerio del Pére Lachaise? Asiste al adiós
de un pobre, sin pompas, sin cortejo de amigos ni de parientes. Dos estudiantes de la
pensión han procurado costear el entierro de tercera clase. La ceremonia dura veinte
minutos: Les deux prêtres, l'enfant du choeur et le bedeau vinrent et donnèrent tout
ce qu'on peut avoir pour soixante-dix francs dans une époque du la religion n'est pas
assez riche pour prier gratis.

Me ha costado suprimir en cada capítulo, al menos, otro tanto de lo escrito. Es


difícil deslindar lo autobiográfico, las memorias y el imposible autoanálisis. He sido
testigo muy cercano de acontecimientos que he renunciado a traer a estas páginas, por
prudencia o por ser demasiado dolorosos. En la primera mitad de mi personal
Psiquiatría Vivida me sentía en años de aprendizaje. Cuando fui profesor, también.
De pronto, me he dado cuenta de que estoy, no en la segunda mitad de la vida, sino
en el último tramo. La espinosa cuestión de si había salido o no de la adolescencia,
me la resolvió la Administración del Estado dejándome, al cumplir la edad apropiada,
en situación de jubilado de mis puestos oficiales.
¿Qué hacen ahora los colegas de mi generación, mis compatriotas y los de otros
países? Algunos dan conferencias, pretendiendo ignorar lo que decía el poeta Jorge
Guillén en privado: Dar conferencias constituye una aberración. Y añadía: Una
aberración oral. Bastantes escriben, dejan salir libremente, por fin, la vocación
literaria, humanística, que habían intentado controlar durante tantos años. Publican
libros de Psicocrítica, de Arqueología, Tauromaquia, Ensayos filosóficos, Historia y
Biografías; para esto último, narrar vidas ajenas, parecen, en general, bien dotados.
Véase el enjundioso «El enigma Goya», del catedrático Francisco Alonso Fernández.
Otros se lanzan a la acción, a los viajes y a figurar en sociedad o a procurar que
los hagan académicos. Los hay que, en mayor medida que antes, se dedican a dar
horas a nuevos y antiguos clientes, sin tasa, durante todo el día y parte de la noche.

242
Bailan lo que se llama en psicoterapia la danza de las horas.
Resultan curiosos los que se han convertido en pavos reales y se dan la vuelta
frente al espejo, antes de salir de casa para hacer la rueda. Les gusta extender el
vistoso plumaje tornasolado delante del público en actos culturales; es su modo de
alcanzar la cumbre de la voluptuosidad. Otros se dan a la bebida. No pocos piensan
en escribir sus memorias. En mi caso, hasta hace poco, he mantenido la consulta
particular en límites discretos, con pacientes cultos, educados, personas de buen gusto
que me han ayudado a conservar la identidad de médico especialista en psiquiatría.
Sin embargo, no nací siéndolo y sospecho que no me iré de este mundo vestido de
psiquiatra, con corbata de psicoterapeuta y, menos aun , con abrigo de profesor.
He contado los años de mi muy continuada formación. Habrá existido un
momento de cenit, que, sinceramente, no sé donde situar. Hoy por hoy, mis ojos ven
lo que han amado siempre. Estoy viviendo un largo atardecer, a sabiendas de que en
cualquier momento se puede volver todo completamente oscuro. ¿Será un trámite?
¿Cómo y cuando deben terminar las autobiografías? Suelen acabar de manera
imprecisa. Me parece escuchar a mi paisano Miguel Hernández Gilabert. De forma
poética expresó un pensamiento, advertencia o consejo: Decir que te vas es una
forma de haberte ido ya. Pocas autobiografías, aunque hay alguna, se atreven a
describir lo que sentía el autor en el momento de nacer y en el de salir de este mundo.
Las dos cosas suelen dejarse en manos de otras personas. El doctor Marañón en su
enfermedad final estuvo asistido por antiguos discípulos, convertidos gracias a él en
competentísimos médicos. Buscaban una salida airosa para tan complicada patología
interna. Don Gregorio dio respuesta: Existe. Es la salida Trascendente.
Me parece que, pasadas ciertas etapas, somos lo que fuimos. Más vale no
pretender contar las últimas experiencias del yo. Algunos describen una cama
pegajosa. Prefiero pensar en una mano femenina, como la de mi niñera, de quien he
hablado en el primer capítulo. Si este libro tuviera la clase de lectora que imagino, le
pediría que me dejara apretar su mano.

243
Índice
Portada 2
Créditos 5
ÍNDICE 7
PRÓLOGO 9
CAPÍTULO PRIMERO.—La sede del alma, circunstancia de
16
vocación temprana
CAPÍTULO II.—El alma y el cuerpo en la Facultad de Medicina 31
CAPÍTULO III.—Años de especialidad. Primeros maestros 50
CAPÍTULO IV.—Estudios en París. Sainte Anne, La Salpètriére
72
y Montparnasse
CAPÍTULO V.—La psiquiatría en Estados UnidosChicago,
89
Madison, Ann Arbor, Los Ángeles, San Francisco
Intermedio en Montréal 107
Boston, Hartford, New Haven, Nueva York, Baltimore, Lexington 117
CAPÍTULO VI.—La OMS. Congresos y reuniones de Salud
137
Mental en Europa
CAPÍTULO VII.—Oposiciones y oposicionismos. Asistencia y
161
Docencia
CAPÍTULO VIII.—La perspectiva social y comunitaria. Los
183
pacientes del Seguro
CAPÍTULO IX.—Consulta particular. Kleine psychiatrie 201
CAPÍTULO X.—Psicoterapia y problemas de la vida 219
CAPÍTULO XI.—Y después 239

244

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