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En el 80 aniversario del dramaturgo Heiner Müller

Cosa extraña, las efemérides. Llegado el momento, los políticos y el establishment intelectual -los
Tuis de Brecht- acuden en procesión a la tumba de un pintor / un escritor / un arquitecto,
desempolvan su cadáver, lo coronan de laurel y lo cubren de medallas por los méritos que no
supieron apreciar mientras vivía. Acto seguido, lo vuelven a enterrar hasta dentro de veinticinco,
cincuenta, cien, ciento cincuenta años.

Pero hay cadáveres y cadáveres.

A unos se les desempolva con regularidad. A otros ni siquiera se les desempolva. Y los hay que se
resisten al olvido. Heiner Müller ni siquiera tendría que estar en esta última categoría: murió
demasiado joven. De no habérselo llevado un cáncer, el 9 de enero habría cumplido 80 años. Como
ha escrito Jorge Riechmann, por «el número de piezas que han “hecho historia” en la historia
reciente del teatro; por la amplitud de la obra (once volúmenes publicados hasta la fecha en la
edición más amplia -que no completa- de Rotbuch Verlag, sin contar con un libro de poemas y
media docena de libros que agrupan textos ensayísticos o entrevistas); por la calidad y audacia de
la escritura; por la trascendencia de los temas tratados (la historia alemana, las convulsiones
sociales de nuestro siglo, la revolución, el trabajo, la sexualidad, la muerte); por la solidez de las
raíces, que no son otras que los trágicos griegos, William Shakespeare y Bertolt Brecht; por la
magnitud de su curiosidad intelectual y la altura de su diálogo polémico con muchas de las mejores
mentes de nuestro siglo, de Antonin Artaud a Rosa Luxemburg, de Ernst Jünger a Michel Foucault,
de Vladimir Maiakovski a Samuel Beckett. Por todas estas razones, pocos serán los que hoy
discutan a Müller el título de más importante dramaturgo alemán de la segunda mitad del siglo
XX.» (1)

Müller ± Brecht

Para entender a Müller hay que entender a Brecht. Tarea ardua. Si a Brecht se le ha leído tan mal
en España, Müller -cuyo desconocimiento sistemático supera al de su padre espiritual- no puede
salir más que malparado de esta situación. Müller entendió bien a Brecht: hizo con él lo que Korsch
con Marx, aplicar las teorías del maestro al maestro mismo. Como escribe Orestes Sandoval,
«Müller aborda la teoría y práctica brechtianas a partir del método y no de los resultados del
trabajo; hacerlo al revés es una práctica muy común al asumir la obra de los llamados “clásicos”. La
canonización de estos impide su cuestionamiento, la continuidad acrítica de la tradición termina en
el anquilosamiento y esterilidad de la misma.»(2) «Usar a Brecht sin criticarlo, es traición», así de
tajante se mostró Müller al respecto.

La mayor diferencia entre ambos, al decir del propio Müller, «acaso estribe en que para Brecht, en
el teatro, fundamentalmente se trataba aún de ilustración. Creo que eso se acabó: pues en la
actualidad de ello se encargan (o tendrían que encargarse) otros medios de comunicación. Y el
teatro ya no puede asumir la función de esclarecimiento. En el teatro se trata ahora más bien -para
mí al menos- de implicar a gente en procesos, de hacerles participar.»

Adiós, por lo tanto, a la 'pieza de aprendizaje' (Lehrstück), al menos en la forma en que Brecht las
concibiera, y profunda revisión de las mismas en El horacio (1968), Máuser (1970) -una
variación/crítica de la incomprendida e injustamente infamada pieza de Brecht, La medida (1930)-
y, quince años más tarde, Carretera a Volokalamsk 1-5 (1985-87). «El tiempo apocalíptico cristiano
de La medida ha pasado, la historia ha aplazado el proceso para la calle.»

Uno de los poemas de Müller empieza así: «NAPOLEÓN, POR EJEMPLO lloró cuando en Wagram /
Su Guardia se dio a la fuga pasando por encima / De sus propios heridos y los pisoteados / Heridos
gritaban VIVE L'EMPEREUR. / Monumento conmovido: su zócalo gritaba.» (3) Una efigie de Lenin,
esculpida en bronce por Evseiev, se encuentra a la salida de la estación de Finlandia en San
Petersburgo, arengando a las masas desde lo alto de la torreta de un vehículo blindado. Cuando se
les preguntaba por el pedestal, los peterburgueses respondían que se trataba de otro zócalo, para
otra sociedad. Pero el de Müller es ya un tiempo sin héroes. Ejemplificación, según el propio
dramaturgo, de las sombrías tesis de Jünger acerca de la creciente desproporción entre la talla de
los agentes de la historia contemporánea y su radio de acción. El pedestal, que acaso no son más
que ruinas -¿o lo han sido siempre?-, ha quedado vacío. Y en ese vacío político es donde se sitúa
nuestro autor, bajo el fuego cruzado de los críticos, construyendo sobre escombros, con escombros
-prosa, versos libres y rima, groserías, gran guiñol, citas, autocitas... como escribe Jameson a
propósito de Brecht, «cuantas más personas de todas las épocas, cuantas más capas de tiempo
hayan dejado su huella en el artefacto [cultural], mejor y más rico será éste»(4)- sabiendo a la
perfección que «los escombros son, como los monumentos, materiales de construcción que vienen
directamente de las canteras.»

Müller también continuó la intención de Brecht, bruscamente interrumpida por su muerte, de


confrontar (que no fundir) el teatro épico al teatro del absurdo de Beckett, convirtiendo el horror
beckettiano que determina una catarsis tranquilizadora -esa, en palabras de Bernard Dort,
“apocalipsis domesticada”- en algo productivo. Ya desde Los campesinos (1961) le llovieron a
Müller las acusaciones de “Beckett del Este” por una obra que la mayor parte de los dirigentes del
SED y sus mandarines calificaron de “contrarrevolucionaria ”, “antihumanista ” o “anticomunista ”.
Podría muy bien Müller haberles contestado lo que Fatzer a sus compañeros: «El dedo con el que
señaláis / La injusticia del mundo / Está podrido: ¡Es un dedo negro! / ¡Y vuestro brazo acusador /
Se os cae del hombro!».

Es verdad, como apunta Juan Antonio Hormigón, que «el teatro de Müller produce un cierto
escalofrío por su visión del hombre y de la historia, por su forma de escritura y por la rotunda
negación de cualquier alusión ilustrativa. Muchos pueden llenarse de estupor, rechazarlo e incluso
apartarlo de su cercanía con manotazo despectivo. Pero no tengo ninguna prevención en afirmar
que estamos ante una de las manifestaciones más complejas, sugestivas y profundas que ha dado
la literatura teatral de nuestro siglo y quizá, la postura más contundente y radical frente al
naturalismo mimético en cualquiera de sus manifestaciones y el psicologismo como su secuela y
corolario.» (5) Müller era provocador, qué duda cabe, pero lo era en el buen sentido de la palabra,
en lo que Manfred Wekwerth describiría como el «llamar a la palestra, crear en el escenario
acontecimientos que rompan cualquier proceso habitual y que, por medio de estímulos violentos,
como shock, miedo y horror, pero trambién frivolidad y desvergüenza, empujan al hombre a salir
de su mundo cotidiano.» (6) Tampoco Brecht -quien, dicho sea de paso, a propósito de Mahagonny
declaró: «la provocación es una forma de volver a poner la realidad sobre sus pies»- gustaba al
principio: su público salía perplejo tanto por la obra como por su interpretación, pero reflexionaba
sobre aquello que les había ocupado por espacio dos horas durante las siguientes semanas. Para
Müller/Brecht, éxito «es cuando todo el mundo aplaude, es decir, cuando no se dice nada más [...]
cuando la gente se recuesta y dice: acabamos de conocer algo, ahora sabemos lo que se quiso
decir y fue bonito.» Mientras que efecto «quiere decir efecto a largo plazo, en vez de esa
coincidencia breve que se llama éxito. Se trata de efecto en el sentido de que se introduce
realmente en la vida, pues ocupa más tiempo de la gente.»

Por todo lo anteriormente dicho, no es de extrañar, pues, que Müller recibiese el encargo de
reconstruir dos piezas de Brecht –si no contamos El hundesalarios, inspirada en la hazaña laboral
del ajustador Hans Garbe, que Brecht quería llevar al teatro como Lehrstück-: Los viajes del Dios
Alegría y Fatzer, del cual sólo concluyó este último. «El fragmento FATZER es ya importante
-escribió- por el hecho de que en cierto momento Brecht observó que no podía hacer de él una
obra acabada y entonces lo empleó como campo de experimentación. Trabajó sin apuntar a un
resultado determinado, sin cuidarse de que resultara algo vendible. Eso posibilitó una libertad
tremenda en el manejo del material. Al mismo tiempo se conservó el carácter procesual. Pues la
fragmentación impide la desaparición del acto de producción en el producto, su conversión en
mercancía.»

¿Teatro de fragmentos o fragmentos de teatro?

En la obra de Müller se entrecruzan dos líneas de trabajo: «en la primera, con un diálogo y
estructura claramente delineados y perceptibles –escribe Hormigón-, podríamos incluir El
hundesalarios (1956), Los campesinos (1961), La construcción (1963-64), Filoctetes (1966),
Cemento (1972), Cuarteto (1980), etc. Otras obras, por el contrario, manejan una escritura en
donde la fábula se difumina [...], en donde la estructura debe ser en más de una ocasión
reconstruida para ser escenificada. Basta recordar en este caso Germania Muerte en Berlín (1971),
Vida de Gundling Príncipe Federico de Prusia. Sueño y grito de Lessing (1976) o Hamletmaschine
(1977).»(7) Son estas últimas las que han servido para prenderle, por la espalda y con
envenenados alfileres, la etiqueta de posmoderno avant la lettre. «En Europa -se desentendió el
aludido- la gente siente una necesidad creciente de extinguir su propia memoria. Esa es la esencia
del carnaval posmoderno.» Los malentendidos y las lecturas mal digeridas que han conducido a
escenificaciones de sus piezas donde se buscaba sacudir y provocar a la audiencia a cualquier
precio, pensando que ése era el camino más rápido y eficaz de llegar a la conciencia del
espectador, han contribuido a esa misma percepción entre críticos y partidarios por igual.

Si la posmodernidad es, según la sugerente definición de Fredric Jameson, la canibalización azarosa


del pasado, el teatro Müller es su canibalización selectiva. La deconstrucción posmoderna no es
más que “un sadismo del conocimiento” (Metz): destruir el ju guete (el cine, el teatro, la literatura)
es, al fin y al cabo, un placer tan infantil como jugar con él. Müller, en cambio, hace suyo el viejo
lema proudhoniano de DESTRUAM ET AEDIFICABO: «Mi interés principal cuando escribo teatro es
destruir cosas. Durante treinta años me obsesionó Hamlet, de modo que escribí un breve texto,
Hamletmaschine, con el que intenté destruir Hamlet. [...] Creo que mi impulso más fuerte consiste
en reducir las cosas a su esqueleto, arrancándoles la carne y la Superficie. [...] Penetrar tras la
superficie para ver la estructura.»

Lo que se ha construido con los fragmentos de lo destruido es ya otra cosa: el teatro como
anticipación de la utopía, la forma, perseguida por artistas desde hace más de 200 años, de
superar la separación entre productor y consumidor, entre arte y vida. El fragmento actúa aquí
contra el valor cultual del arte. En primer lugar, llama la atención sobre el proceso de producción
de la obra de arte, y no sobre sus resultados o su autor, que desaparece, dejando la obra de arte
en manos de su público: «Mientras la libertad siga estando fundada sobre la violencia, la práctica
del arte sobre privilegios, las obras de arte -dijo Müller- tenderán a ser prisiones, las obras
maestras cómplices del poder. Los grandes textos del siglo trabajan en la liquidación de su
autonomía, producto de su prostitución con la propiedad privada, en la expropiación, finalmente
en la desaparición del autor. Lo permanente es huidizo. Lo que huye permanece.» Y en segundo
lugar, porque al dejar las obras inconclusas, los espectadores deben asumir un papel activo: el de
coproductores de la obra. «La fragmentación de un proceso acentúa su carácter procesual»,
declaró en 1975, «obstaculiza la desaparición del acto de producción en el producto, la
mercantilización, convierte el reflejo en campo de experimentación abierto a la coproducción del
público. No creo que una historia que tenga “pies y cabeza” (la fábula en su sentido clásico) pueda
hacer hoy justicia a la realidad.»
En el uso del fragmento no se aleja Müller ni un paso de Brecht, quien había afirmado ya en los
años veinte que el petróleo se rebelaba contra los cinco actos, cuyo Un hombre es un hombre está
escrito según una discontinuidad narrativa en cuadros, y cuyo Terror y miseria en el III Reich
presenta una construcción episódica (ya antes que Brecht Meyerhold había escenificado La selva
de Ostrovsky en 33 episodios, basándose en las técnicas de montaje de Eisenstein). Es
precisamente el 'efecto de extrañamiento' (Verfremdungseffekt) brechtiano, según Sanvodal, uno
de los factores que explica la fascinación de Müller por el fragmento como categoría estética, ya
que la «práctica teatral brechtiana, a pesar de todo, no puede impedir la negación de sus
fundamentos teóricos. Hasta ahora ha sido inevitable que generaciones de espectadores y lectores
terminen por identificarse con los protagonistas y las situaciones dramáticas de las piezas
brechtianas, incluso allí donde esta identificación resulta más difícil. El concepto de identificación
no debe entenderse sólo en el sentido tradicional de compartir sentimientos, sino también de
percibir a figuras y situaciones dramáticas como puntos de referencia que resultan reconocidos por
haber sido vistos previamente [...] la macroestructura de sus textos seguía siendo la tradicional. Sin
embargo la estética mülleriana del fragmento sí logra un auténtico efecto de Verfremdung al
impedir plenamente todo tipo de identificación.»(8)

El teatro, para Brecht/Müller, no puede presentar la imagen de un orden acabado que concilie al
individuo con su mundo, como quería Hegel, ni hacer coincidir en la medida de lo posible
representación y realidad mostrando la sociedad como una totalidad, como quería Lukács, si la
sociedad misma de la que parte no presenta ninguna de esas características. Para ambos, como
dijo en cierta ocasión Joaquim Tenschert, el escenario «no está cerrado ya sobre sí mismo, sobre
una verdad válida para todos: está abierto sobre la sala y es la sala la que decide a fin de cuentas el
sentido de lo que representa. No es ya el reflejo de una realidad aceptada por todos: habla su
propio lenguaje, pero corresponde a los espectadores comprender este lenguaje. Así, puede
instituirse un trabajo en común del escenario y de la sala -un trabajo cuyo objeto es el mundo, la
sociedad, que está precisamente fuera del teatro. La representación brechtiana no tiene
conclusión: queda por hacer, pero no podría intervenir más que en la vida, no sobre el escenario ni
en la sala; está a cargo del espectador considerado como miembro activo de la sociedad
(revolucionario o productor).»(9) De momento -añadiría Müller-, habrá que conformarse con abrir
espacios de reflexión y de lucha.

Viejo debate con caras nuevas. El empleo de materiales ajenos –un horror y un insulto para los
defensores de la propiedad intelectual- forma parte de la estrategia. En ella Müller se sirve de la
cita con el mismo espíritu de Benjamin, devolviendo, como ha escrito Eagleton en su ensayo sobre
el autor de los Pasajes, «a la escritura a su auténtico significado sacándola violentamente fuera de
contexto» y como «una manera muy práctica de llevar encima literatura, una ayuda miniaturizante
para la memoria, porque, igual que ocurre con la historia política, lo que resulta más memorable es
lo que se presenta de manera sesgada fuera de contexto.»(10) Por último, no conviene pasar por
alto que buena parte de los clásicos de la literatura alemana han quedado inacabados, por lo que
su «potencial originario sigue intacto, sobre todo porque han carecido hasta hoy de
reconocimiento y éxito. En la actualización de los mismos encuentra espacio la memoria y la
conciencia histórica, que de esa forma se convierten en medios de lucha contra el olvido.» (11)

“Vieja Alemania, tejemos tu mortaja...”

En su tercera Tesis de filosofía de la historia escribió Benjamin que «nada de lo que una vez haya
acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que sólo a la humanidad redimida
le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: sólo para la humanidad redimida
se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momento.»(12)

El teatro de Müller, como quedó dicho, busca ser una anticipación de ese futuro en que el
espectador deja de ser pasivo para pasar a construir activamente la obra y, a la vez, a sí mismo
como sujeto histórico. Para cumplir esta tarea a la fuerza tiene, como quería Benjamin, que hacer
saltar por los aires el continuum histórico. Por eso, porque, como escribe Sandoval, una de las
obsesiones de Müller es el «devenir histórico y el lugar del hombre en este proceso, el dramaturgo
se vale de anacronismos para establecer analogías entre situaciones históricas a primera vista
totalmente diferentes [...] Los anacronismos en Müller no deben entenderse en el más estricto
sentido de la palabra, sino como superposición y estrecho enlazamiento de elementos separados
en el tiempo, sean individuos o acontecimientos, para mostrar la actualidad del fenómeno tratado
[...] de pronto todo se convierte en actualidad, se confunden pasado y presente. Experimentar con
la cita es una manera de dialogar con la historia»(13), y, más concretamente, con la historia del
socialismo y la historia de Alemania, «marcada por grandes rupturas y cesuras que han ocasionado
profundas heridas al cuerpo de la nación, la cual, en su estructura federal, causa a veces la
impresión de ser un tejido de elementos que poco tienen que ver los unos con los otros.»(14)

Nada más cierto para alguien que, como Müller, nació en la República de Weimar, creció bajo el III
Reich y escribió con un pie a cada lado del Muro, que vivió lo suficiente para ver caer, y ser
testimonio, como grita su Hamlet –o, mejor dicho, su actor que representa a Hamlet-, de «la lucha
por los puestos votos cuentas bancarias» que marca en los rostros «las cicatrices de la batalla del
consumo». Obras como Germania Muerte en Berlín (1971), La batalla (escenas de Alemania)
(1974), Carretera de Volokalamsk I-V (1985-87), pero también La misión (1979) (sobre unos
jacobinos a quienes se ha encargado extender la revolución a las colonias del Caribe), son una
buena prueba de ello. La acusada estilización del teatro mülleriano obedece también a razones
históricas, pues en la RDA, como contestó el autor a una entrevista de Carl Weber, «los actores no
pueden decir “Guten Tag” sin que parezca mentira.»

Ahora bien, la intencionada fragmentación de los textos, contribuye a, «más allá del marco
nacional alemán, transmitir una imagen de la historia distante de la armonía y la coherencia,
facilitando de esa manera la mirada penetrante en las mencionadas rupturas y en las
abominaciones del carácter histórico. En consecuencia el proceso histórico se revela como
discontinuo y tanto la realidad del autor como la del teatro y la del público se interrelacionan en
pie de igualdad.»(15)El pasado está abierto, en él puede encenderse la chispa de la esperanza
presente, mirar, desde la encrucijada pasada, la encrucijada presente. En el tornaviaje la maleta va
llena de proyectos. La historia no es Clío aguardando en el gineceo la llegada del príncipe que la
despierte de su embeleso, sino más bien las Erinias en vuelo para vengar a los derrotados de la
historia. «La historia -declararía Müller- es también historia de las oportunidades perdidas. Y si
dentro de veinte años perece el mundo porque no se ha abolido el capitalismo, no me gustaría ser
culpable de ello.
Cuando en La máquina Hamlet -una obra compleja y rica en significados, en que se superponen el
texto original y su interpretación a la propia biografía del autor a la luz de la política y el
feminismo- tras la decapitación simbólica de tres figuras con las cabezas de Marx, Lenin y Mao,
sobreviene una Era Glaciar. La tempestad revolucionaria se congela hasta la llegada de una nueva
roja primavera.

Agón

«Creo en el conflicto. Es lo único en que creo. Eso intento con mi trabajo: fortalecer la conciencia
para el conflicto, las contradicciones y confrontaciones. No hay otro camino. No me interesan
respuestas ni consignas. No puedo ofrecer ninguna. A mí me interesan los problemas y conflictos.»

Una fotografía muestra a Heiner Müller saliendo de una alcantarilla. Personificación de la


conciencia moral alemana que surge de los sumideros desbocados de su historia, la de un pueblo
que ha pasado por varias revoluciones fracasadas y «profundamente corrompido por doce años de
totalitarismo nacionalsocialista, un partido comunista estalinizado y diezmado por la persecución
nazi y una situación internacional de guerra fría y competencia destructiva entre bloques
militares» (16).

«Cifro mi esperanza -señaló Müller- en un mundo en el que ya no puedan escribirse obras de


teatro como Germania. Muerte en Berlín, porque la realidad ya no suministrará material para
ello.» Heiner Müller (quien con su epigrama, inspirado en Fatzer, “Me cago en el orden del
mundo / estoy perdido” lo dejó todo dicho sobre lo que supone enfrentarse al poder) en una
ocasión escribió:

«Fumo demasiado / Bebo demasiado / Muero demasiado despacio.»

De no habérselo llevado un cáncer, el 9 de enero Heiner Müller habría cumplido 80 años. Nos
queda, claro, su trabajo, pero por encima de todo, nos queda su concepción del teatro como
espacio liberado para la fantasía social -como, según feliz expresión de Wolfgang Heise,
“laboratorio de la fantasía social” (17)- y la proyección de la utopía. A propósito de Robert Wilson,
escribió que «el ruido de la Bolsa no sobrevivirá al silencio del teatro». En un momento de La
máquina Hamlet, se lanza al espectador, para que lo recoja, el siguiente guante: «El texto se ha
extraviado. Los actores han dejado sus rostros en el guardarropa. El apuntador se pudre en su
garita. Los cadáveres de apestados disecados en la sala de espectadores no mueven ni un pelo.»
Heiner Müller, desde su tumba en el Dorotheenstädtischen Friedhof, esboza una sonrisa entre el
humo de un Montecristo nº 1 -ciertamente un buen cigarro-: «El teatro o es una proyección de la
utopía o no es nada de particular.»

NOTAS: (1) Jorge Riechmann. En la muerte de Heiner Müller. En Heiner Müller, Germania. Muerte
en Berlín (Hondarribia, Hiru, 1996), pp. 7-8. (2) Orestes Sandoval, Epílogo a Heiner Müller, Textos
para el teatro (La Habana, Alarcos, 2003), p. 177 (3) Heiner Müller, Germania. Muerte en Berlín
(Hondarribia, Hiru, 1996), p. 128 (4) Fredric Jameson [1998] Brecht and method (Londres, Verso,
2000), p. 10 (5) Juan Antonio Hormigón, “El teatro como Reino de la Libertad” en Heiner Müller,
Camino de Wolokolamsk (Madrid, Asociación de Directores de Escena, 1989), p. 6 (6) Manfred
Wekwerth [1968], El teatro de Brecht: búsquedas, opiniones, problemas; en Juan Antonio
Hormigón (ed.), Brecht y el realismo dialéctico (Madrid, Alberto Corazón, 1975), p. 128 (7) Juan
Antonio Hormigón, op. cit., p. 3 (8) Orestes Sanvodal, op. cit., p. 177 (9) Joaquim Tenschert [1968],
coloquio entre críticos literarios y teatrales reproducido en Juan Antonio Hormigón (ed.), Brecht y
el realismo dialéctico (Madrid, Alberto Corazón, 1975), p. 217 (10) Terry Eagleton [1981], Walter
Benjamin o hacia una crítica revolucionaria (Madrid, Cátedra, 1998), pp. 103-104 (11) Ibid., p. 170
(12) Benjamin, Walter. Tesis de filosofía de la historia. En Angelus Novus (Barcelona, Edhasa, 1970)
(13) Orestes Sandoval, op. cit., pp. 167-168 (14) Ibid., p. 171 (15) Ibid. (16) Jorge Riechmann
[1988], Heiner Müller: teatro contra la barbarie, p. 17, dentro de Heiner Müller, Teatro escogido I
(Madrid, Primer acto, 1990). (17) Wolfgang Heise [1968], coloquio de la gente de teatro con
filósofos y naturalistas, reproducido en Juan Antonio Hormigón (ed.), Brecht y el realismo
dialéctico (Madrid, Alberto Corazón, 1975), p. 256. Ésta en concreto es la parte de su intervención
en que aparece la expresión que luego adoptaría Müller: «Pensemos en la perspectiva del
creciente tiempo libre para la actividad con carácter de hobby. En este terreno considero el teatro
bajo el aspecto de su capacidad de activación de los espectadores, y en cuanto tal no sustituible
por ninguna otra forma artística. De aquí que el teatro tenga funciones de contenido, por una
parte como órgano de autodeterminación de la sociedad con respecto a su propio devenir
histórico -aquí está comprendido todo lo que entendemos como herencia sin identificarnos-; por
otra parte, como órganos de autoformación, de autorrepresentación de nuestra sociedad,
comprendida la autocrítica, la superación de los obstáculos; en tercer lugar, un órgano -y esto
concuerda con los dos primeros puntos y va más lejos- como una especie (aquí conecto con lo
dicho por el profesor Lanius) de laboratorio de la imaginación social. Aquí radican las posibilidades
del teatro, particularmente las que resultan del desarrollo técnico.»

Àngel Ferrero es licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Autónoma de


Barcelona. Actualmente realiza el doctorado en esa misma universidad y escribe artículos de crítica
cultural en la revista SINPERMISO.

Fuente:

www.sinpermiso.info, 25 enero 2209

Temática: Teatro Filosofía del arte Historia

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