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TEMAS CRISTIANOS PARA MATRIMONIOS

VIDA MATRIMONIAL

Por el P. Vicente Gallo, S.J.

Los matrimonios y parejas encontrarán en esta serie de publicaciones una verdadera ayuda que no
sólo contribuirá con mejorar la relación de pareja y superar sus problemas, sino que permitirá
descubrir la riqueza espiritual que Dios nos ofrece en la vida matrimonial. Por este motivo, invitamos a
que lo compartan con sus amistades, en especial con los matrimonios, parejas y novios que se
preparan para el matrimonio.

Acceda a estas publicaciones a través de los siguientes enlaces:

1. Quiero ser como Dios


2. Hacerse compañía
3. Yo, tú, él
4. Hablar y Escucharse
5. Dialogar, no pelear
6. Las intimidades - 1º Parte
7. Las intimidades – 2º Parte
8. Saber Dialogar
9. Estar enamorados
10. Amarse siendo dos - 1º Parte
11. Amarse siendo dos - 2º Parte
12. El peligro de ser dos
13. ¿Las cosas marchan mal?
14. ¿Las cosas marchan mal? 2º Parte
15. ¿Las cosas marchan mal? 3º Parte
16. Los problemas amenazan en el Matrimonio.
17. El dinero en el matrimonio
18. El trabajo en el matrimonio
19. La salud en el matrimonio
20. ¿Cuánto tiempo dedicamos a nuestra pareja?
21. Trabajamos para vivir
22. Las suegras en el matrimonio
23. Intervención de la familia de cada esposo en el matrimonio
24. Amigos y amigas de ambos esposos
25. La dificultad para dialogar sobre los sentimientos en el matrimonio
26. Problemas en el matrimonio ocasionados por la jubilación
27. Cuando en el matrimonio cada uno tiene diferente religión
28. Dificultad en el matrimonio para lograr el diálogo sobre los problemas en torno a la vida sexual de
la pareja
29. Cuando no se puede hablar de la muerte en el matrimonio
30. El Matrimonio: Gran misterio es éste
31. El perdón que sana en el matrimonio
32. La Iglesia Doméstica
33. Escuela para Matrimonios
34. “Fin de Semana del Encuentro Matrimonial Mundial”
35. Encuentro Matrimonial también beneficia a sacerdotes

OTROS TEMAS:

Sacerdote: El don de sí mismo a la Iglesia


Mi vida de sacerdote pudo mejorar
Síntesis de la E.A. Amoris laetitia - 1° Parte
Síntesis de la E.A. Amoris laetitia - 2° Parte

V Simposio
Varón y Mujer los creó - V Simposio "Familia el mayor tesoro de la humanidad"
Llamados a una vida de comunión - V Simposio "Familia el mayor tesoro de la humanidad"

Quiero ser como Dios


P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.

“Dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que mande sobre los peces del
mar y sobre las aves del cielo, sobre las bestias, las fieras salvajes y también los reptiles que se
arrastran sobre el suelo’.
Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó.
Dios los bendijo diciéndoles: ‘Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla a ustedes.
Manden a los peces del mar, a las aves del cielo y a cuanto animal viva sobre la tierra’. Creó, pues,
Dios así al ser humano a imagen suya. A imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó”.
(Génesis 1, 26-27)

“Quiero ser como Dios”. Este grito, que parece blasfemo y puede serlo si es enfrentarse con el
Creador, dicen que fue el primer grito de rebelión, el de Luzbel, el ángel caído que se convirtió en
Satanás. Algo parecido quiso decirnos la sabiduría griega con el mito aquel de Prometeo que un día
quiso subir hasta lo más alto de la morada de los dioses para robarles sus secretos, entre ellos el
fuego, y traerlos a la tierra para los hombres: con esa hazaña, no sólo sería famoso, sino que tendría
más poder que el resto de los humanos, sería su rey. Pero descubierto en su audaz golpe, los dioses,
irritados, le encadenaron en la cumbre más alta del Cáucaso donde un águila le comería el hígado,
que de nuevo le renacería para verse otra vez devorado. Zeus entonces, como regalo para los
hombres que tanto soñaban, creó a Pandora trayéndoles un cofre misterioso en sus manos; al abrirle
la tapa, se halló que en él estaban encerrados todos los males, quedando en el fondo del cofre la
esperanza. Mitos clásicos imperecederos.

Son mitos, qué duda cabe. Pero llenos de sabiduría. En el Libro Sagrado del Génesis bien se puede
entender algo parecido con aquel relato del Paraíso. Allí aparece Adán insatisfecho, siendo dueño de
todo lo creado. El Libro pone también a Eva como respuesta que da Dios al hombre en su
insatisfacción profunda; aunque de ella habría de proceder para los hombres el pecado y todos los
consiguientes males, pero siempre quedando la esperanza como telón de fondo. La dimensión
prometéica del hombre, y la caja de Pandora, han pasado a ser tópicos de la literatura sobre el
misterio del hombre. La Torre de Babel para subir hasta el cielo y la multiplicación de los idiomas
como castigo, también del Génesis, es un relato que nos dice algo parecido.

Sin la luz no entendemos ser posible la vida; el traer a la vida lo llamamos “dar a luz”. Pero es que la
vida misma es luz; y la muerte es caer en las tinieblas, la tiniebla total. Vivir sin tener felicidad es no
encontrar luz en la vida. Vida, felicidad y luz se nos hacen equivalentes; la esperanza, es la luz allá en
el horizonte caminando en la oscuridad. Y no hay esperanza alguna de verdadero vivir después de la
muerte si no es por obra de Dios, dándonos El una Vida nueva, personal, pero distinta. La que Dios
nos ha prometido, en la que creemos y esperamos, la Vida que tiene Jesús resucitado: el vivir mismo
de Dios, nuestro anhelo indoblegable a pesar de tantas decepciones y fracasos.

Definitivamente, mientras vivimos queremos ser felices. Pero ocurre que una felicidad mal poseída o
muy corta en sus límites podemos considerarla desdicha. Nuestro anhelo de vivir es anhelo de gozar,
y cualquier límite que nos amenace, en duración o en calidad, nos hace sentir más desdichados.
Siempre queremos vivir mejor, y gozar no sólo más tiempo sino con un gozo mayor. Solamente “ser
como Dios” respondería a nuestro anhelo de vivir y de gozar que hay en lo más profundo de nuestro
ser.

Dios existe, razonó alguien: porque ha de existir ése que me ame siempre, porque tiene que existir
quien dé sentido a mi anhelo profundo de vida y de felicidad. Es cierto que si Dios existe no
dependerá de que yo lo afirme, ni deja de existir si yo lo niego. Pero encuentro la más rica y profunda
explicación de lo que es este viviente llamado “hombre”, que anhela una felicidad sin límites, en
aquella revelación que nos hace la Biblia de que el hombre es “imagen y semejanza de Dios”; que al
crearlos hombre y mujer, “a su propia imagen y semejanza de Dios los creó”.

Por eso, no es arrogancia querer vivir y ser felices como Dios, ni es una blasfemia el decirlo. En
nuestra fe cristiana, afirmamos que es para ello para lo que Dios se hizo hombre, y que ese es Jesús:
el que vino para salvarnos de perecer en nuestro laberinto de ser solamente hombres, trayéndonos
del cielo la respuesta de vivir y ser felices para siempre como Dios, si creyendo en El nos entregamos
a ser suyos incondicionalmente.

Ese amor que Dios nos tiene es la Buena Noticia que nos ha llegado y en la que creemos. Creyendo
en Jesucristo es como digo con fe y esperanza: “Quiero ser como Dios”. Lo siento así en mi íntimo
ser porque Dios me ha hecho para ello. Manteniendo su plan divino, nos lo ha prometido, nos lo ha
dado a conocer como promesa, y creemos en ella al creer en El. Por eso es que yo, confiado, me
entrego a El desde mi fe en el amor que nos ha demostrado enviándonos a su Hijo para que,
creyendo en él, no perezcamos sino que tengamos la Vida eterna suya (Jn 3, 16). Es la Buena Noticia
que he recibido, en la que he creído y que me salva. La que como sacerdote quiero transmitir al
mundo entero. En Jesucristo estamos salvados.

Dios quiso que quedara escrito en sus “Evangelios”. Que no son “unos Libros” sin más. Los
escribieron quienes lo conocieron y quisieron dejar por escrito para la posteridad esa “Buena Noticia”
que ellos hallaron en Jesús y que debía serlo para toda la posteridad. Sólo con ella tienen salvación
el hombre y el mundo. No existen para perecer: en Jesús están salvados.

Esa Buena Noticia que es Jesús como Salvador, fundamentalmente es que Dios nos ama como ama
a su Hijo. Y que su voluntad sobre nosotros los hombres es que nos amemos unos a otros como nos
ama Dios; como Jesús, Dios hecho hombre, nos enseñó a amar con su propia vida entre los
hombres, y con su doctrina que es Palabra de Dios. En Jesús vino al mundo la Palabra de Dios para
hablar a todos los que nos encontrábamos perdidos sin su verdad.

Si nos amamos unos a otros como lo aprendemos de Jesús, por medio de los testigos que nos lo
transmitieron, haremos ese mundo nuevo que todos tanto anhelamos, y que no logramos hacerlo con
más ciencia, con más tecnología, ni con más armas para “poner orden” destruyendo y matando.
Solamente con el Amor de Dios en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que Jesús nos envió
desde el Padre, para que con la fuerza de él realizásemos su obra salvadora, podremos hacer nuevo
y mejor este mundo. Y ese Amor es el que primordialmente se ha de vivir en la relación de pareja de
los matrimonios cristianos, como iremos diciendo más adelante.
Hacerse compañía

P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.

“Después, dijo Yahvé: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Haré, pues, un ser semejante a él para
que sea su ayuda’. Yahvé formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y
los llevó ante el hombre para que les pusiera nombre. Y cada ser viviente había de llamarse como el
hombre le había llamado. Pero no encontró entre ellos un ser semejante a él para que fuese su
ayuda.

Entonces Yahvé hizo caer un sueño profundo al hombre, y este se durmió. Y le sacó una de las
costillas, tapando el hueco con carne. De la costilla que Yahvé había sacado al hombre, formó una
mujer, y se la presentó al hombre. Entonces el hombre exclamó: ‘Esta sí es hueso de mis huesos y
carne de mi carne’. Y la llamó mujer”; había sido sacada del hombre”.
(Génesis 2, 18-23)

Cuando a un encarcelado se le quiere castigar por una falta grave de insubordinación, hay una
manera de hacerlo sin mayores torturas: meterlo aislado de todos los demás en una celda de castigo,
y dejarlo ahí días o acaso meses sin que pueda comunicarse con nadie. Pienso en Abimael Guzmán
apresado y sentenciado, con juicio sumarísimo, a ser recluido en una cárcel de alta seguridad:
estando él solo, en una apartada celda, en total aislamiento hasta en el pequeño patio a donde en
algunas horas le permitieran salir a pasear y tomar el aire o el sol. Como sucede en tantas “celdas de
castigo” que se dan en cualquier parte del mundo.

Estar días y días encerrado en esa soledad, acostado, de pie o paseando, quizás leyendo, pero sin
contacto con nadie; y así días y días, cadena perpetua,... es como para volverse loco. Solamente
viendo a sus guardianes y viéndolos como enemigos. Cualquiera que se viese en tal situación de
castigo, experimentaría lo terrible de semejante soledad. Es duro castigo el estar solo. Vale la pena
meditarlo.

Como es triste la soledad de un enfermo en un hospital, a quien nadie viene jamás a visitarlo.
Igualmente si está enfermo en su propia casa, pero sin familiares, sin amigos, sin que los vecinos
siquiera entren a visitarlo ni atenderlo. Como es muy penosa, también, la soledad de un niño cuyos
padres han muerto en un accidente, y él se ha quedado solo en la vida. O el anciano que se quedó
viudo, y le ocurre que ni los hijos se interesan por él. Esa soledad se puede dar hasta viviendo en
pareja, casados, pero sin verse o sin hablarse semanas y meses.

Desde lo profundo de nuestro ser humano, todos buscamos compañía. Cuando sufrimos, el estar
acompañados es ya un importante alivio. Compartir nuestras penas o temores aligera ese peso que
nos oprime en nuestro dolor; como si nos aliviase el que nos acompaña y nos escucha. Hasta
nuestras alegrías y satisfacciones experimentamos que son más valiosas cuando alguien las
comparte acompañándonos.
Y hago una reflexión más. El vivir mismo, sin compañía de nadie, nos parece carecer de sentido y de
valor. Aunque sabemos también que, el vivir acompañado de gente alrededor, no quita la soledad tan
penosa para el ser humano; seguimos en ella si no hay relación de amor con quienes nos
acompañan. Solamente con amor hay verdadera compañía. Como también, sólo haciéndose
compañía se goza del amor. Hasta en el Paraíso del Libro del Génesis, aquella pareja hecha para
participar de la felicidad divina, tenía que pasearse con Dios (Gén 3, 8).

En la relación con la gente uno puede disfrutar de riquezas o de poder. Sin embargo, sería el hombre
más desdichado aquel que, teniendo todo eso, no fuese amado por nadie; y más desdichado todavía
aquel que, con poder o con dinero y con salud, igual que sin esas cosas, él mismo no amase a
ninguna otra persona. Ser amados y amar son consustanciales a los seres humanos y a su anhelo de
ser felices viviendo. Amar y ser amados es lo que más buscamos y queremos encontrar.

Con una profunda visión de la realidad del hombre, la Biblia, en el relato de la creación, nos dice que
al hombre le hizo Dios después de todas las demás cosas que creó, queriendo poner en el hombre
una imagen y semejanza de El mismo, como Dios, al coronar la creación. Nos pone a Adán en el
Paraíso, dueño y señor de todo lo que podría necesitar, porque Dios le había provisto de todo; “pero
no encontraba un semejante a él para que fuese su ayuda”.

Dios al verlo, sintió pena; y sentenció: “No es bueno para el hombre estar solo; voy a hacerle una
ayuda adecuada”. Creó entonces a la mujer para que viniese a llenar el vacío que tenía el hombre
allá en lo profundo de su ser, sintiéndose inconsistente como faltándole una costilla. Se la presentó al
hombre en un despertar de su sueño, y él exclamó al ver tal compañera: “Esta sí, que es carne de mi
carne y hueso de mis huesos”. Añade la Biblia: “Los dos estaban desnudos, pero no sentían
vergüenza”, no tenían de qué sentirla.

Serían felices tales como eran, pero juntos los dos. Encontraban su ser completo estando juntos, y
viéndose así, como eran, “no sentían vergüenza”. El desorden al mirarse, y la consiguiente vergüenza
al verse uno al otro desnudos, vinieron después, cuando se escondieron avergonzados por haber
pecado al querer buscar la felicidad en las cosas en vez de tenerla en ellos.

Dios instituyó así el matrimonio: no para desahogo de sus pasiones, sino para complementarse, y ser
felices de esa manera. Sentenciando: “Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a
su mujer, y los dos serán una sola carne”. Jesús, más tarde, añadió a esa sentencia divina: “Y lo que
Dios ha unido, que nunca lo separe el hombre”, como puede hacerlo de tantos modos con sus
torpezas.

Es por ello que el hombre igual que la mujer, en su despertar a ser adultos, se buscan como si un
profundo imán los atrajese mutuamente. No para satisfacer su instinto sexual, que podrían hacerlo y
lo hacen fácilmente fuera del matrimonio. Sino “para ser su ayuda” el uno unido al otro.
Cuando él o ella van haciéndose mayores y no encontraron ya su pareja, sienten la penosa angustia
de quedarse solos. Si enviudan, es frecuente que se busquen otra pareja, sintiendo que lo necesitan
en su soledad; aunque el viudo tenga riquezas, honores o poder, pero sin que los hijos siquiera le
basten como consuelo. Cuanto más se acercan a la ancianidad, la soledad se les hace más dura y
pesada, se ven más necesitados de tener a su lado el complemento que Dios pensó. Así nos lo dice
la experiencia más general.

Comunicándose mutuamente con una confianza sin barreras, y así “viéndose al desnudo” el uno al
otro, no sentirán vergüenza por verse tan de veras; sino que en ello encontrarán la dicha de ese amor
que se demuestran viviendo ambos su relación en una apertura total. Esa confianza y apertura mutua
es lo que más adelante veremos como el “diálogo” necesario en el matrimonio, tomando la decisión
de amar a quien eligió para ser su pareja.
Diríamos que Dios se jugó mucho al hacer a los hombres “a su propia imagen y semejanza: para
hacerlos así, los hizo libres, como lo es El. Siendo libres los dos, es como habrían de decidir o no
decidir, decidir una cosa o la contraria, igual en su vida personal que en su vida de relación. Pero si
Dios es AMOR, serían “semejantes a Dios” amándose de así, responsablemente, libremente. Y si en
el amarse como Dios nos ama es como encontrarían ser felices como Dios, ambos, esposo y esposa,
serán cada uno responsables de su amor y su felicidad. Echar la culpa al otro, generalmente es elegir
el engaño.

También ocurre entonces que cuando dos esposos se aman con ese amor con el que Dios los ama,
son de veras “imagen de Dios”. Es Dios quien se ve en ellos como en un espejo, gozándose al
hallarse reflejado en ese amor. Pero, además, todos los que los ven amarse de ese modo encuentran
en ellos a Dios; lo encuentran los hijos, y todos los que los miran con esos ojos limpios que aún
tienen los niños para ver e interpretar.

Cuando decimos a los niños que Dios es Padre, o que Dios es AMOR, lo entenderán si ven a sus
padres amarse de esa manera, particularmente viendo a su padre amar a su madre de ese modo. De
lo contrario, es posible que no entiendan bien lo que decimos. Igual que les ocurre a los mayores
cuando un sacerdote dice esas cosas a su gente y no encuentran en él ese Amor de Dios del que les
hablan. No pueden ni creer ni entender algo tan luminoso.

Quiero decir más del caso del sacerdote. Si no asume con fe e ilusión su celibato al que le llamó el
Señor, sabiéndose ser la presencia de Cristo desposado con su Iglesia, con esa parcela de la Iglesia
que a él se le ha confiado para amarla “como Cristo ama a su Iglesia”, sentirá una soledad penosa. El
celibato le resultará como una carga pesada, acaso hasta insoportable; aunque se vea rodeado de la
gente y de su estima, o quizás de sus aplausos. Pero se sentirá tan feliz como Jesucristo que optó
por ser célibe para darse plenamente, no a una mujer, sino a todos los que redimía con igual amor; si
el sacerdote es fiel en amar a su Iglesia tanto como Cristo la ama. Y si entonces es amado por su
gente, sentirá que es Cristo quien es amado en la persona de él. ¡Cuán felices han sido los santos
sacerdotes y los consagrados con Votos Religiosos viviendo con toda fidelidad y entrega su
consagración!

Uno que había sido Religioso y que le habían hecho Obispo, me decía en una ocasión que lo más
duro para él en su nuevo estado de Obispo era haber dejado de vivir en Comunidad Religiosa. Ahora,
en su casa se sentía solo, aunque tenía sirvientes. Y en su vida, trabajando mucho, sentía la soledad
de que sus sacerdotes le respetaban, sí, pero se le quedaban distantes. En algunos casos, hasta le
parecía que le tomaban como un “enemigo”. Añoraba la vida de antes; le parecía que, al haber
“subido de nivel”, había sido condenado a sufrir la soledad. Los Obispos también pueden sufrirla, es
evidente.

En el mismo matrimonio es muy frecuente seguir viviendo juntos, comiendo en la misma mesa,
durmiendo en el mismo lecho; pero sufriendo una soledad angustiosa. Cuando llevan tiempo sin
intercambiar una conversación seria, o cuando se hirieron y no se perdonaron aún. También cuando
se han resignado a seguir adelante para no dar escándalo; pero haciendo cada uno totalmente su
vida propia. Cuando no se tienen verdadero amor de intimidad. Cuando su enamoramiento ha
desaparecido, y ya no se tienen ni amor. Es muy penosa soledad en la que están cada uno, viviendo
en pareja. Se unieron para toda la vida, y no para vivir así, sino más bien para ser el uno apoyo firme
del otro. Así les ocurre también a los sacerdotes si son simplemente no casados, si no son Cristo
amando a su Iglesia hasta el extremo en el que Jesús amó a los suyos tales como eran (Jn 13, 1).
Yo, tú, él.

P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.

Sin querer meternos en honduras filosóficas. ¿Tienen los animales conciencia de su “yo”? No lo
sabemos. Pero en los seres humanos, en mí como en cualquiera, ser consciente de que soy “yo”,
distinto y aparte de los demás, que yo vivo, que yo entiendo, que yo soy responsable de lo que hago,
es lo más característico de mi existencia personal. Yo puedo dar. Yo puedo recibir. Yo valgo. Yo
conozco. Yo amo. Yo quiero ser más feliz. Yo soy yo. Yo siempre seré yo. Yo soy único e irrepetible.
Es la conciencia del YO.

A mi lado hay otros como yo, que a su vez e igualmente dicen “yo”. Todos somos personas distintas e
independientes unas de otras. Pero, al mismo tiempo, todos vivimos en relación, viéndonos unos a
otros, conociéndonos, atrayéndonos o rechazándonos, dependiendo los unos de los otros de muy
diversas maneras, lo queramos o no. Sólo así cada uno decimos “yo”: porque tengo ante mí un “tú” y
un “él”, o solamente un “tú” y muchos “ellos”. El más próximo a mí, acaso no físicamente, pero sí en el
vínculo de la relación, a quien conozco, amo o aborrezco de manera primordial, de quien siento
depender, y se lo digo, es mi “tú”; y a todos los demás, ambos los consideramos “él” o “ellos”. Así
ocurre también en el matrimonio.

Pero aunque se esté unido a otro en matrimonio; dado el caso, “tú” sería el amante cuando están
juntos, y “él” sería el cónyuge. Desde el momento en que hablando del cónyuge resulta ser un “él” en
vez de “mi pareja”, está minada la relación matrimonial, la relación que hay es ya distinta, de manera
consciente o inconsciente, pero distinta. En una buena relación de pareja en matrimonio, el hombre
no deberá decir “ella” hablando de su mujer, sino “mi esposa”; y la mujer no debería decir “él” para
mencionar al hombre de su pareja, sino que dirá “mi marido”.

Son simples detalles, pero muy significativos al querer ser precisos hablando de la verdadera relación
entre casados. Su vida de relación debe tener la prioridad entre todos sus intereses, y es la que más
deben cultivar para gozarla siendo felices; por delante de “sus hijos”, de “sus papás”, de “sus amigos”,
y de “ sus negocios”, esté siempre “su relación de pareja”.
II

Vivir en relación es aquello de la Biblia de “no es bueno para el hombre estar solo”. Dios, al verlo,
creó a la mujer para que fuese su compañía. Cuando el hombre se encuentra con una mujer
semejante a él para ser su compañía, exclama complacido: “Esta sí que es carne de mi carne y
hueso de mis huesos”. Replicando Dios, como sentencia: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su
madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”. La realización cabal del hombre está en
el matrimonio; como para el sacerdote, desde su celibato, ha de estarlo en la vinculación de amor con
su Iglesia.

Vivir esa relación de pertenencia, en la Unidad vivida fielmente, es lo que dará la felicidad, esa
felicidad distinta que hay en un buen matrimonio. Cualquier otro modo de relación entre los hombres
será secundaria frente a la relación de los esposos que se han comprometido a amarse y ayudarse
todos los días de su vida, y que lo viven con toda verdad. Conociéndose al verse hechos el uno para
el otro, conociéndose de veras y sintiéndose más en verdad el uno parte del otro, aceptarán la
obligación de amarse como se ama al propio cuerpo, como siendo “una sola carne”.

Conocer a Dios es conocer todo el amor que Dios nos tiene; porque “Dios es amor”. Pero hechos a
imagen y semejanza de Dios, conocerse a sí mismo es conocer la bondad que uno tiene
personalmente y su capacidad de darse amando. Igualmente, conocer a tu cónyuge es conocer toda
la bondad y amor que hay en esa persona por lo cuál es digna de ser amada y de amarse. Cuando
decimos de otro: “No le conoces bien, todo lo malo que es y lo capaz que es de hacerte el mal”,
decimos una aberración que procede de lo malo que hemos abrigado en nuestro corazón
pensándolo, no por lo que somos ni queremos ser, sino por la degeneración a la que hemos llegado
complaciéndonos en encontrar lo malo y degenerado del otro; almacenado en nuestro corazón, nos
produce aversión, pero dejamos al margen lo bueno que seguramente tiene.

Pero yo me redimiré si logro quedarme con lo bueno que soy y tengo, para así dar mi verdadero “yo”
a quien amo, a la vez que para dejarme amar yo mismo. De la misma manera, el otro tiene la
capacidad de convertirse y redimirse de lo malo en que degeneró, recuperando lo bueno que es para
así darse y amar; necesita sentirse amado sin límites, y que se crea y se espere en él sin límites. Esta
ha de ser la principal tarea del cónyuge, creado para ser la ayuda del otro; haciendo que se note:
haciéndole venir hacia uno para entenderse ambos dialogando, aunque el otro no esté haciendo
esfuerzo para acercarse. “Ya no son dos, sino una sola carne; pues bien, lo que Dios unió no lo
separe el hombre”, dijo Jesús (Mt 19, 6), y es la meta a conquistar.

Es muy frecuente que en los primeros tiempos, días o meses, de estar casados, se dé como natural y
por supuesto que para amarse no necesitan trabajarlo ni estar atentos a todos esos detalles aquí
mencionados, que les parecerían “complicaciones”. Consiguientemente no toman en cuenta que el
romance con el que se unieron en matrimonio puede ir deteriorándose en la rutina del día a día, y en
los sutiles detalles que van apareciendo en el otro, antes desconocidos porque en el enamoramiento
no se manifestaban. Poco a poco van sumándose y haciendo un bulto que le hace sentir a uno la
decepción de haberse equivocado: “esa no es la persona con la que yo me casé”.

Si a ello se añade que al casarse no rompieron “el cordón umbilical” ambos a la par, o uno de ellos; y
que, en consecuencia, la prioridad en la relación no la tiene el esposo o la esposa, sino el papá o la
mamá de uno o de los dos, insensiblemente dejan de ser “una sola carne”, siguen siendo “dos” y
cada día más de veras dos en vez de uno. Resultando que es “el hombre” quien está separando “lo
que Dios ha unido”.

Por eso, ya desde antes de casarse deberían saber bien estas cosas. Ninguno nació adulto y sin
necesidad de trabajar para llegar a serlo. Por eso, después de casados, desde el primer día del
matrimonio tienen obligación de tomarlas muy en cuenta, para esforzarse ambos con mucho cuidado
a fin de que “el amor eterno” que se juraron no vaya quedándose en una mentira dicha con
juramento, inconsciente e irresponsablemente.

La meta en el matrimonio es gozar la unidad en la intimidad. Pero la unidad no es algo que ya se


tiene conseguida desde un comienzo, sino algo que se construye viviendo juntos, en el camino del
día a día, superando las barreras que se les presenten. Sabiendo que esta unidad para el buen
matrimonio es cosa de tres: de los dos que se han casado, y de Dios que los ha unido para darles sus
bendiciones si mantienen su plan de ser una sola carne. Ni los propios esposos, ni los padres de
cada uno de ellos, ni otra persona alguna, pueden meterse a romper esa unidad pretendiendo que así
sean más felices los se casaron responsablemente para, unidos, hacer su vida amándose.

III

Hay más para puntualizar acerca de la relación. Uno puede estar en medio de una multitud, en una
aglomeración, en un tren, etc., y sentirse solo, porque no está de veras en relación con ellos: no tiene
él interés por ellos ni ellos por él, no les habla ni le hablan. Estando juntos, cada uno vive solo. No
sólo es que no se aman, es que ni se conocen ni quieren conocerse.

Cuando en mis estudios para sacerdote yo estudiaba Filosofía y en ella el tema de “la relación”, éste
siempre se me hizo uno de los temas muy difíciles y sin que encontrase en ello mayor interés.
Posteriormente, en los estudios de Teología, se me hacía aplicar eso de “las relaciones” a Dios en su
Trinidad de Personas dentro de su Unidad de un solo Dios. Se me hizo todavía más difícil de
entender por no captar el interés del asunto.

Era así porque no se me hablaba de que, si hemos de entender a Dios como infinitamente feliz, no
podremos dejarle en la soledad de una sola Persona desde una eternidad anterior a la creación de
las cosas y del hombre. En su mismo ser es Trinidad de Personas en Relación divina, con una
Relación de amor tan íntima que es un solo Dios. Y ahí encontramos toda la profundidad de lo que
dice la Biblia cuando afirma que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, que a su propia
imagen creó al hombre, “varón y mujer los creó”. Los hizo para vivir a semejanza de El, viviendo entre
ellos la relación del amor que Dios los tiene. Especialmente en la vida de matrimonio.

Pero si yo no amo a los otros, ni los otros me aman a mí, ellos no me pertenecen a mí ni yo les
pertenezco a ellos; estando juntos, vivimos solos, independientes, y propiamente no estoy yo con
ellos, ni ellos conmigo. Si los que me rodean son enemigos o están para hacerme sufrir, me siento
todavía más solo: la relación me separa de ellos, no me une. Y si no los conozco, podrán
preguntarme si estuve alguna vez con fulano, uno de los que allí estaban, y yo diré “no estuve nunca
con ese”, sin mentir al afirmarlo.

Cabe puntualizar, como cosa al margen, que “mentir” no es simplemente “ocultar la verdad”, con el
silencio o con palabras que engañan; si el otro no tiene derecho a saber la cosa de que se trata,
como ocurre con frecuencia, no se miente. No todas las verdades deben decirse a cualquiera; sino
que hay verdades que se tiene la obligación de ocultarlas, pues son verdades sagradas.

IV

La relación de Dios con el hombre se nos revela en el tema de La Alianza, permanente en toda la
Biblia. Desde el Paraíso a donde cada tarde bajaba Dios a pasear con el hombre; con la promesa
después del pecado por la que se compromete Dios a dar al hombre la victoria sobre el mal;
continuando con lo del arco iris, terminado el diluvio, como señal de que El sería desde el cielo el
cobijo y protección de aquella humanidad nueva; siguiendo con ese “Yo estoy contigo”, de tantos
modos dicho a Abraham y su descendencia.

Esa será la Alianza mantenida en el “vosotros seréis mi Pueblo y yo seré vuestro Dios si vivís
guardando mis mandatos”, formulada así por medio de Moisés y los Profetas. “Al llegar la plenitud de
los tiempos”, Jesucristo será la Alianza Nueva y definitiva, en la que Dios hace suyo todo lo humano
para hacer del hombre todo lo divino, mediante la encarnación, vida, muerte y resurrección de
Jesucristo el Hijo de Dios.

Semejante a esa Relación de Dios con el hombre ha de ser la del varón y la mujer en el matrimonio
desde la fe cristiana; por lo que “alianza” llamamos los cristianos al matrimonio, y “alianza” se llama el
anillo de metal hermoso que cada uno pone en la mano del otro en el momento de casarse. Como
creyentes, se comprometen a ser el uno del otro amándose no con un amor cualquiera, sino como
Dios los ama: para que Dios ame a la esposa por medio del esposo, y a su vez sea Dios quien ame al
esposo por medio de la esposa. Con su unión matrimonial, ambos se hacen Cuerpo de Cristo, al que
Dios ama tanto como puede amar a su propio Cuerpo. Es una Alianza hecha con Dios.

Esa es la misma relación que se ha de hallar también en el sacerdote “alter Christus” unido a su
Iglesia, y en el celibato como vocación suya. Los Presbíteros tienen su sacerdocio como recibido en
participación del sacerdocio de los Obispos. Pero apenas advertimos y valoramos el hecho de que el
Obispo tiene estos distintivos: la mitra como signo de su dignidad de maestro de la fe, el báculo como
distintivo de su función de pastor en lugar de Cristo, y el anillo como signo de esposo de su Iglesia,
siendo Cristo el esposo de la misma mediante él. Con ese amor de enamoramiento vino Dios al
mundo buscando al hombre, haciendo suya nuestra humanidad.

Esta relación íntima del sacerdote con su Iglesia a él encomendada y con la que está unido, es muy
distinta de todo tipo de relación entre seres humanos aun comprometidos en matrimonio; es la
relación de Dios hecho hombre, Jesucristo, comprometido con su Iglesia en la nueva y definitiva
Alianza prometida. Pero sin esa fe, el sacerdote será con su celibato un pobre hombre que sentirá la
carencia del matrimonio; y el celibato le resultará una carga pesada en la que no verá un sentido
serio, sino como una frustración.

No sólo será así para el propio sacerdote. Para los demás que lo ven, aun los mismos cristianos, el
celibato les resultará normalmente poco inteligible. Podrá llegar a ser considerado hasta como una
renuncia inadmisible. El Celibato del Sacerdote o de los consagrados en la Vida Religiosa, no es sólo
para que el propio interesado lo entienda y aun lo goce; es también para que, al verlo vivido desde
ese amor esponsal de Cristo hacia su Iglesia, lo entiendan también los demás, y gocen al encontrarlo
como realidad hermosa en este mundo en el que se valora solamente lo material, caminando a
perecer en la corrupción si no se admiten otros valores superiores.
Hablar y Escucharse

P. Vicente Gallo Rodríguez S.J.

La relación entre los hombres, y el vivir conscientemente en ella, se realiza de muchas maneras; pero
un modo especial, y acaso el más importante, se da en el hablar y escucharse mutuamente.

Un día vino a mi confesionario una pobre mujer, como hay tantas acaso, desesperada en su soledad.
Su problema era que se le iban pasando los años, y sufría cada vez más la angustia de no tener a
quién poder contarle sus cosas, sus proyectos, sus pequeños triunfos o sus gozos, sus fracasos no
pocas veces, sus tristezas, sus frustraciones, nada. Tenía que conversar conmigo -me lo aseguró-
solamente por eso, porque necesitaba desahogarse contando cómo se sentía, y pensaba que yo
podría escucharle. No tener con quien hablar de sus penas, no tener alguien que la escuchase con
verdadero interés por sus cosas y por ella, se le hacía por demás penoso.

Es el drama de muchos hijos niños o adolescentes cuando sus papás, quizás por estar muy
ocupados, viven alejados, metidos en no sé qué intereses más importantes que su hijo. Y es el drama
de aquellos esposos que, aun viviendo juntos, llevan tiempo sin poder hablar con su pareja, o no
siendo escuchados cuando hablan. Escuchados con interés, que es el modo de escucha verdadera.
Este es el drama de sentirse solos aun viviendo acompañados.

Hay muchos modos de relacionarse con otro. Pero es obvio que uno de los principales es el hablarse.
Desde la apremiante necesidad de vivir en verdadera relación se aprenden los idiomas, a veces tan
complicados: el idioma de nuestra gente, allí donde nacemos, aun antes de cualquier estudio posible
y antes del llamado “uso de razón”; y si vamos a otra parte del mundo, el idioma de la gente con los
que ahora vivimos.

La palabra es el medio obligado de comunicarnos los unos con los otros, el lazo elemental que nos
une en sociedad, necesidad tan humana. Por eso el mentir es pecado: porque yo tengo derecho a
poder fiarme de la palabra de los otros, y todos tienen derecho a fiarse de la palabra mía. El mentir es
violar ese derecho. Aunque engañar cuando el otro no tiene derecho a saber mi verdad, ya no es
pecado; lo dije antes, y son muy frecuentes las situaciones así. Hay casos en los que el ocultar la
verdad es una verdadera obligación; por ejemplo, al no contar lo que ocurre en mi familia, aunque me
lo estén preguntando.

Curiosamente nunca se nos ha dicho que sea pecado el no escuchar a quien habla cuando este tiene
necesidad y derecho a ser escuchado. El no escuchar al otro cuando tiene derecho a que se le
escuche es castigarlo a sentirse solo, sin que nosotros tengamos derecho a dejarle así. Por no
haberse dignado escucharle, no pocas veces opinamos equivocadamente de uno, y le hacemos la
verdadera injusticia de maltratarlo de esa manera, en nuestro concepto y acaso también hablando de
él a los demás. Por no haberle preguntado, o no haber atendido debidamente a lo que dijo, hasta un
juez puede dictar una sentencia injusta. Por el pecado de no escuchar cuando es una obligación.

Por no haber escuchado a la pareja, cuando te ha dicho cosas importantes de sí, con palabras o con
otras expresiones no verbales, dejas de saber que te ama, y concluyes acaso que dejó de amarte. Se
cae en la ligereza o el delito de maltratar la relación de amarse, respetarse y ayudarse durante toda la
vida, tal como se lo prometieron ante Dios al casarse, cuando no se han escuchado debidamente.
Concluyamos que también es pecado el no escuchar cuando se debe hacerlo; como lo es el mentir.

Como cristianos, entendemos que al hablar a quien “necesita” nuestra palabra, es a Dios a quien
hablamos; hagámoslo, pues, con esa debida sinceridad, y con ese amor. Pero también, cuando
escuchamos a quien “necesita” mucho ser escuchado, es a Dios a quien nos dignamos escuchar;
hagámoslo entonces con esa reverencia sagrada de aquel Profeta niño: “Habla, Señor, que tu siervo
escucha”; o como María cuando le dijo a Dios “Hágase en mí según tu Palabra”; o cuando ella,
escuchando a su Hijo, “guardaba todas esas cosas en su corazón”. Porque es en el corazón donde
se acoge al otro si se le escucha de veras, no sólo en la mente o guardándolo en la memoria.

Comunicarse hablando es una necesidad imprescindible en una vida de relación que aspire a ser
convivencia feliz. El simple hecho de estar juntos, aun sin hablarse aparentemente, pero manteniendo
el estarse atentos el uno al otro, ya es cultivar la relación comunicándose. Siempre se cruzarán
alguna palabra expresión del amor en ese estar atentos el uno al otro, y siempre habrá alguna
palabra del otro como respuesta a ese amor de estar juntos. Pero sea como fuere, están haciéndose
compañía, que es el primer deber para vivir en verdadera relación.

Comprendamos sin embargo que también pueden estar juntos y atentos el uno al otro, cuando por
razón del trabajo, o de lo que sea, físicamente están distantes, pero con frecuencia cada uno de los
dos piensa en el otro, y acaso sin más, sólo para saludarle, marca el teléfono. Estando distantes, no
se dejan mutuamente solos, saben estar presentes el uno al otro, se hacen compañía. Todo tipo de
“presencia” tiene validez y se necesita en una verdadera relación, principalmente en la pareja unida
en matrimonio. Es importante saberlo.
Dialogar, no pelear

P. Vicente Gallo S.J.

Cuando hablamos, podemos manifestar al otro nuestras divergencias en opiniones o actitudes; para
contrastarlas y llegar a un acuerdo, o para reafirmarnos en nuestra posición. Conversar juntos puede
ser también un modo de manifestar nuestras ideas para enriquecerlas, en el intercambio entre lo que
pienso yo y lo que piensa el otro; para yo enseñar y que el otro a su vez me enseñe. Podemos
manifestar también nuestro propio interior, nuestros sentimientos, sean de alegría, de tristeza, de
temor o de rabia, en todos sus grados o matices. Pero siempre es hablando porque necesitamos que
el otro nos escuche.

Con alguna ligereza de expresión, a todos esos modos de hablar y de escuchar los denominamos
con la palabra común de «Dialogar». Sin embargo, sepamos distinguir. El primer modo, el de
manifestar divergencias en opiniones o actitudes, es más bien «Confrontar», y a veces es necesario
hacerlo, pero otras veces veremos que es simplemente útil; y en muchas ocasiones es
contraproducente, pues genera mayor alejamiento o ruptura en la buena relación.

Antes de la confrontación, y para no derivar en desagradable pelea, se deben señalar en mutuo


acuerdo las reglas que se han de seguir para evitar que se llegue a la no deseada ruptura o al
alejamiento en la buena relación de amistad. Esas reglas serían, por ejemplo: no confrontar cuando
no es necesario hacerlo, o cuando sería contraproducente y así lo sabemos. No salirse del tema, ni
traer a colación otros asuntos a lo largo de esa confrontación. Evitar herir al otro con apodos, insultos,
sarcasmos o críticas ofensivas al hacer la confrontación. No mezclar a otras personas en el problema,
y menos a familiares.

Al confrontar, no buscar quién es el culpable, sino qué solución tiene el problema. Evitar las
expresiones exageradas cómo «tú nunca», «tú siempre», «tú sólo», «tú jamás», u otras semejantes,
qué, además de herir, no son verdaderas. Buscar que los dos salgan ganando, y ninguno de los dos
se vea perdedor, sino concluir pudiendo decir siempre «yo gano y tú ganas» y terminar la
confrontación sin dejarla a medias; hasta quedar los dos satisfechos y más amigos que antes por
haberlo aclarado todo, que hacía tanta falta.

La «confrontación», decimos, es a veces necesaria y puede resultar muy útil para solucionar los
problemas surgidos en la vida de relación. Pero aunque es a la que acudimos con tanta frecuencia,
es mejor tratar de evitarla. Porque es muy difícil que no degenere en una amarga «pelea», que
separa a la pareja antes de haberla tenido, ya que lo normal es que deje herido a los dos. Es muy
difícil que en una confrontación se guarden debidamente todas las reglas de buena voluntad que
hemos mencionado.

Hay otro modo de manifestar nuestro pensar o las cosas que conocemos, que ya si se puede llamar
«Dialogar». Es un intercambio de ideas, correctamente llamado «Diálogo», como son los célebres
«Diálogos de Platón». En la vida de pareja en matrimonio, ocurren muchas veces que pasan días y
semanas, a caso hasta veces, sin que ambos hayan tenido una conversación juntos: sobre cualquier
tema, pero sobre todo, sobre temas que atañen a los dos por igual y a su vida en común. Como
consecuencia, sólo por semejante falta de comunicación, la relación de pareja se verá afectada muy
negativamente creándose frialdad y distanciamiento.

Es muy importante que uno de los dos se de cuenta de ello y se lo haga reconocer al otro, a fin de
decidir darse más tiempo para estar juntos y conversar. Cuanto más les interés a ambos los temas de
conversación, mejores serán los resultados de ese conversar para su vida de relación. Intercambiar
ideas para aclarase ambos y enriquecerse mutuamente en ellos es sumamente importante.

Aunque también el simple intercambiar ideas tiene sus reglas: la principal es la de evitar el uno y el
otro la obcecación, la terquedad, o el querer uno humillar al otro con una pretendida superioridad: el
estar pensando «yo soy mejor que tú», «yo se más que tú», «yo valgo más que tú», yo tengo más
preparación que tú», «yo sé triunfar mejor que tú», «yo soy más importante que tú», «tú ante mi eres
un pobre hombre o mujer», «tú tienes poco que decirme a mí», etc.

Es una «discusión pacífica», pensamos pero un simple «intercambio de ideas». Sin embargo,
siempre deberán mantenerse los dos en el objetivo que se persigue: enriquecerse ambos con los
aportes de la otra persona, desde el convencimiento de que todos tenemos algo que aprender de los
otros, porque no es «mi verdad», ni tampoco «tu verdad» la que se busca, sino «la verdad» queriendo
encontrarla juntos; convencidos de que la verdad es única, pero gracias a Dios, está muy repartido.
Que no sea querer imponer al otro mis verdades como únicas.

Pareciera que todos tenemos esta certeza: de que, en el asunto de la verdad las cosas son tal como
las vemos nosotros. Casi siempre pensamos que «la verdad» es la mía; y que la del otro es más que
discutible, que es imperfecta. De este hecho procede que tal género de «diálogo» sobre ideas u
opiniones, suelen derivar en «discusión» en una «pelea» en la que difícilmente se llega a una
conclusión enriquecedora para nadie. Es tratar de que prevalezca la opinión mía sobre la del otro y
quedarse; cada uno con su propia opinión: ambos pensando que la suya se ha impuesto, y ambos
sintiéndose heridos porque el otro ha dudado de su opinión personal o por ver que ha sido atacada
sin razones suficientes.

Los esposos en la vida matrimonial, y lo mismo un sacerdote con alguien de su comunidad o de su
iglesia, es posible que alguna vez se vean obligados a tener una confrontación y ojalá logren que no
degenere en pelea. En esos casos, han de cuidar con mucho esmero observar todas las reglas que
ya anteriormente hemos mencionado para que la confrontación sea positiva. De todas las maneras,
las confrontaciones se han de evitar en cuanto sea posible. Porque ya hemos dicho que esas reglas
mencionadas para confrontar, están claras e indiscutibles, en la realidad de casi todas las
confrontaciones es prácticamente imposible que se cumplan. Por lo general, termina siendo nefasto
su resultado para la relación de pareja en matrimonio, o la de aquellos dos que hacen la
confrontación. Las confrontaciones mal hechas no son creadoras de unidad, dejan latente o abierto
algún rencor.

Podemos mencionar algunas situaciones en donde parecería necesario hacer una confrontación, en
casos muy concretos de la vida real de pareja. Por ejemplo una sospecha fundada de infidelidad
matrimonial; o una prolongada falta de transparencia en la economía familiar; acaso una divergencia
sería en la educación que se da a los hijos; y tantos otros casos que atentan de modo parecido contra
la buena relación de matrimonio. «Hablando se entiende la gente», suele decirse; pero quiera Dios
que siempre se haga con amor y buscando amarse en adelante amarse más que antes de haber
hablado sobre la cosa. Insisto en estas aclaraciones.

En la vida de pareja, decíamos también arriba, siempre fue un atentado contra la buena relación el
darse poco tiempo para conversar juntos. Actualmente por las simples exigencias de los horarios
laborales, este peligro es evidentemente mayor. Debemos insistir en afirmar que el vivir en verdadera
relación de pareja exige tener frecuente conversación entre ambos. Aunque hablando del clima que
hace, de las noticias de los periódicos, la televisión o la radio, o acerca de los amigos y los vecinos;
también puede ser de sus propios sueños, de su trabajo, de sus aficiones personales, de sus
habilidades, de cualquier cosa, pero hablar juntos.Hablando de lo que fuere, se hace amistad o
cercanía; y se logra disfrutar de una cierta cercanía y paz. Si se conversa con medida, con buen
ánimo y hasta con buen humor. Pues si no fuese así podría resultar una conversación enojosa,
causando hastío, cansancio y hasta el distanciamiento o rechazo mutuo. « ¡Qué pesado -se dice
entonces- eres insoportable! » y si no se dice por delicadeza, por dentro quizás se piensa. Conversar
entonces los distancia más, haciendo que se rehúya el conversar otras veces para no caer en lo
mismo.

Las intimidades - 1º Parte

P. Vicente Gallo S.J.

Hablar y escuchar son modos de crear una relación comunicándonos. Pero sucede generalmente
que, al hablar comunicamos al otro solamente lo que es exterior a nosotros: aquello que, si algo nos
atañe, es superficial, algo que en cierta manera sí es algo «nuestro», pero no algo que forma parte de
nuestro «íntimo ser», lo que llamamos «intimidades», eso que consideramos secreto personal porque
forma parte de nosotros mismos. De esa manera no damos o recibimos algo de nuestra misma
persona, sino exterior a ella.

De las «intimidades» no hablamos con cualquiera, ni nos gusta escucharlas de otro sin sentir el rubor
de pisar terreno sagrado. Tales cosas se reservan para los íntimos, para un amigo muy especial, para
los papás, acaso para el psicólogo a cuyo tratamiento acudimos, o para el director espiritual. Quien
me escucha en esas cosas queda obligado con un secreto sagrado; igualmente yo si las escucho de
otro. Pero entre quién habla y escucha cosas así, se produce un vínculo de unidad hasta el nivel de la
intimidad; y el violar ese lazo sagrado es considerado traición imperdonable.

Una de esas «intimidades», aunque no la única, son los sentimientos, esas reacciones espontáneas
de las que nosotros no somos autores, sino que se producen en nosotros ante algo presente,
inminente, o recordado; que son muy frecuentes que nos afectan con más o menos intensidad y que
influyen en nuestro proceder. Comúnmente los tenemos, los gozamos o padecemos, pero no
sabemos valorarlos con toda la importancia que tienen en nuestra vida de relación.

La persona humano tiene la necesidad de vivir en relación porque tiene necesidad profunda de ser
valorada o estimada, porque tiene necesidad de ser amada, y necesita también amar, o darse en
pertenencia a otro, a la vez que tiene necesidad de mantener su autonomía y libertad.Cuatro
necesidades que son distintas entre sí, pero que a la vez se condicionan mutuamente. Ocurre que, si
por temperamento o educación recibida uno alimenta excesivamente la necesidad de ser estimado o
valorado como importante seguramente lo hace descuidando la necesidad imperiosa de ser amado;
igualmente a la inversa, estará abandonando la necesidad de ser estimado en su valer si alimenta
con demasía y la necesidad de ser amado por los otros. Si uno se entrega demasiado a satisfacer la
necesidad de pertenecer, descuidará posiblemente su necesidad de autonomía; y el que cuida mucho
su necesidad de ser autónomo, lo hace abandonando su necesidad de pertenecer, siendo algo tan
importante.

Las cuatro son necesidades tan vitales que, cuando se tiene satisfecha más o menos una de ellas, en
lo más profundo de nuestro ser se experimenta el gozo, la felicidad; cuando alguna de estas
necesidades está más o menos insatisfecha, lo que se siente es tristeza o pena; cuando alguna de
estas necesidades está en peligro, se siente miedo o temor; y cuando una de esas necesidades está
violentada, se siente cólera o rabia y hasta más o menos odio.

Estas cuatro gamas de sentimientos, con otros equivalentes o parecidos, son de los que nos vemos
afectados con mayor o menor intensidad o frecuencia al vivir en relación, y son causa de nuestro
estado de ánimo, desde los cuales nacen diversos pensamientos o cavilaciones buscando causas o
culpabilidades en uno mismo o en otros, así como las diversas actitudes o comportamientos en el
trato con quienes están a nuestro alcance. Toda esa importancia es la que tienen nuestros
sentimientos. Ojalá sepamos controlarlos debidamente, o tener con quien desahogarnos contándolos,
para con su ayuda encontrar lo valores que podamos asumir y satisfacer así la necesidad que
tenemos afectada.

Cualquiera de esos sentimientos los tenemos acaso sin ser conscientes de la necesidad afectada
de la que proceden. Pero así como se producen en nuestra vida de relación, nos crean a la vez otra
necesidad: la de comunicar lo que sentimos a alguien de nuestro mundo con el que estamos
relacionados. No serán para decírsenos a cualquiera sino a uno con el que se tiene intimidad o que
ésta surge con él al hacerle esa comunicación especial.

Es en los sentimientos en lo que más profunda necesidad se tiene de comunicarnos, y de ser muy
escuchados, acogidos, comprendidos, hechos parte de aquel que nos escucha. Y el no tener a quién
contar esos sentimientos o el no ser escuchados debidamente en ellos, es lo que produce la más
penosa experiencia de soledad. Sobre todo en la vida de matrimonio.

«Diálogo» podrá llamarse al hablar y ser escuchados en lo que anteriormente llamábamos


«confrontación» o «intercambio de ideas». Pero el más verdadero «diálogo» es, qué duda cabe, el
comunicar los sentimientos y ser escuchado en ellos no sólo con la mente sino con el corazón. Es el
diálogo que en nuestra vida de relación produce no ya un convivir en paz, ni una simple cercanía o
amistad, sino la verdadera intimidad. Como verdadera intimidad debe ser la unidad a la que Dios
llama en el matrimonio, y al sacerdote en la relación con su Iglesia.

Repetimos que este diálogo sobre los sentimientos que se tienen es el que siempre debería darse en
la vida de relación en una pareja de casados; pero lamentablemente es el que no suele darse, y por
tal razón se debilitan o naufragan tantos matrimonios. Es también por lo que muchos sacerdotes
sufren una indebida soledad. Porque sin dicha intimidad, el matrimonio o el celibato sacerdotal no
experimentan el gozo de esa amistad única con el otro; sino la carga, que deriva en insoportable,
cuando lo que se siente es la soledad, o la dependencia del otro sin encontrar en él un verdadero
amor.

Podríamos mencionar mil casos muy comunes en la vida de pareja, para entender la importancia de
todo eso que estamos diciendo aquí; y percatarse de cuán torpemente queremos arreglar las cosas
confrontando o discutiendo, con un quedarse en compartir ideas para aclararse, pero no entrando en
el único diálogo creador de intimidad en la pareja, que es el de manifestarse uno al otro
los sentimientos, acogiendo cada uno lo que el otro siente. Y expresar igualmente
los pensamientos en los que uno se enreda desde eso que siente, o los comportamientos que está
teniendo al sentirse así. Seguramente uno experimentará entonces verse comprendido de veras, o le
dirá al otro «ahora sí te comprendo de verdad», cuando lo que se comunican son los sentimientos, sin
culpar al otro ni a nadie de los problemas que hay en la pareja o en la vida de relación.
...

Las intimidades – 2º Parte

P. Vicente Gallo S.J.

Vamos a dejar más claras estas «teorías» aplicándolas a situaciones concretas en la vida del
matrimonio. Veamos, para comenzar, el caso de un hijo ya adolescente que está teniendo un
comportamiento difícil e irresponsable. La mamá, no sabe qué hacer. Quiere culpar a su esposo. Un
día le pide «dialogar». Si se ponen a hablar y la esposa lo plantea diciendo: «Mira, tenemos que
hablar de los hijos, porque no estamos hablando nunca de ellos. Ese chico está muy rebelde. ¿No
será que tú tendrías que asumir más en serio tu papel como papá? Muchas veces tú me contradices
cuando le corrijo, y eso me duele. Pero el chico se nos está perdiendo». Diciéndolo así, es seguro
que el esposo se defenderá y le echará más bien a ella la culpa. Se pelearán ambos culpándose e
hiriéndose mutuamente. Y si al final, ojalá lo lograsen, terminan reconociéndose los dos culpables de
la cosa, llegarán a una paz ficticia, pero no más. Porque ambos quedan heridos al verse culpados.

Si el diálogo fuese diciendo: «No vamos a pelear, ni ver quién tiene la culpa, pues seguramente la
tenemos los dos; pero ese chico se nos pierde, está teniendo un comportamiento muy irresponsable,
y tenemos que ver juntos qué medidas adecuadas tomamos en ese problema». Entonces, es posible
que saquen como fruto una mayor claridad y una mejor actuación de ambos frente al problema. Su
amor quedará reafirmado por el diálogo tenido, y seguirán en una relación de pareja con mejor
amistad. Pero todavía no llegarán a gozar juntos «la intimidad».

Será distinto si, puestos a dialogar, ella comienza expresando que siente tristeza y fuerte temor por el
proceder de ese hijo. Si le dice al esposo, que seguramente él siente lo mismo. Si ambos se ponen a
decirse cuánto y cómo es el temor y tristeza que sienten por el hijo que se les pierde si no ponen
remedio a tiempo, recordando casos en los que se vieron afectados por sentimientos parecidos.
Entonces, los dos buscarán con calor y cordura los medios más adecuados para ganarse al hijo con
el mismo amor que ellos se tienen, y actuarán a una para salvarlo, no «a mi hijo» (que diría cada
uno), sino «a nuestro hijo». Y se abrazarán creando una verdadera relación de intimidad. La misma
que deben mantener firmes en todos los casos, vayan bien o mal los acontecimientos y los días de su
vida en común.

No será verdadero «Diálogo» en la vida de pareja si, al hacerlo, mantienen recelos abiertos u ocultos
el uno hacia el otro; si no tienen una mutua confianza verdadera entre ellos, confiando a la vez en el
diálogo que van a tener y en el resultado positivo que lograrán dialogando. Y si, al final, no terminan
con un beso, un abrazo, un momento de profunda intimidad, expresado al decir: « ¡qué feliz me siento
de haberme casado contigo!».
....

La buena relación de pareja se puede dar a varios niveles. Uno primero y elemental es el nivel
de cercanía, el de no vivir alejados el uno del otro aun compartiendo el techo y la mesa, el de llevarse
sin fricciones, como buenos compañeros. La cercanía es buena, pero todavía es un nivel insuficiente
para un buen matrimonio, aunque ojalá nunca faltase.

Hay otro nivel posible de relación y de amor: el nivel de verdadera amistad, en el cuál se convive
estando generalmente de acuerdo en la mente y en el corazón: se piensa juntos, se decide juntos, se
comparte lo que cada uno tiene, y se actúa en la mayor posible armonía. Es un nivel que parecería el
deseable, y que muchas veces es el mayor al que se aspira en la vida de pareja.

Sin embargo no es un matrimonio según el plan de Dios el que se queda en ese nivel. En el
verdadero matrimonio debe llegarse siempre a un nivel más allá de los dos mencionados: el nivel
de intimidad. Como, al tener amigos en la vida, se dan los grados de «llevarse bien», o de tener
verdadera «sintonía»; pero hay otro grado de amistad, que generalmente se tiene sólo con uno entre
todos, y es el de sentir como una identidad entre los dos, de manera que entre ellos no hay secretos,
el uno al otro se cuentan y se confían todo, también lo que no se le dice a nadie sino a él.

Algo semejante es la intimidad que se deben tener los esposos en su relación óptima de pareja.
Cuando al uno le ha ocurrido algún incidente desagradable o grato, cuando uno está afectado por un
sentimiento profundo de tristeza, de temor, de rabia y enojo, o de felicidad y alegría; se necesita tener
a quién contárselo, pero no se lo quiere contar uno a cualquiera, ni aun a sus papás, sus hermanos o
sus otros amigos, porque se tiene al lado a su cónyuge y se va a él para decirle: «si no es a ti, a quién
se lo voy a contar». Solamente con él se tiene tanta confianza.

Si entonces el otro actúa con oídos abiertos para escucharle, un corazón abierto para acoger en él la
confidencia, unas manos para agarrar las del otro o acariciarle, con unos labios para besarle y decirle
un «sabes que siempre podrás contar conmigo». El abrazo subsiguiente expresa la verdadera
INTIMIDAD de la que estamos hablando. Es la intimidad que hay que cultivar cada día del vivir en
matrimonio. La que se pretende lograr y mantener viva en el modo de dialogar que aquí planteamos
para la buena relación de pareja. La que Dios desea hallar en quienes unió para que en el amor
fuesen su imagen y semejanza.
...

Se suele llamar «vivir intimidad» al acto coital de la relación sexual, y debería serlo siempre. Pero
muchas veces se queda en simple satisfacción egoísta de los dos, buscada por ambos desde la
apetencia de ese placer. Cuando no es la agresión pasional de uno, en la que el otro se siente víctima
pasiva, acaso sin haber sentido amor. Es verdadera «intimidad» cuando, al hacerlo, el uno le dice de
corazón al otro: «qué feliz me siento de estar casado contigo para siempre».

En la actividad física de la «intimidad sexual» no siempre se produce una más profunda unidad de la
pareja, ni es vivir intimidad verdadera. A veces se realiza ya con profundo rechazo de parte del otro,
sintiéndose forzado u obligado para evitar males más dolorosos. Después de ese acto de «intimidad»,
quedan más distanciados que antes, acaso odiándose, y sintiendo un mayor deseo de no volver a
tener juntos el acto sexual. Podrán llegar a la decisión de no compartir el lecho ni aun el cuarto,
aunque sigan viviendo en la misma casa. Y sin llegar a ello, uno puede cerrarse sistemáticamente al
«no» cuando el otro le pide su entrega; hasta llegar, acaso, a la situación de no poder ya ni vivir
juntos cuando se haya pasado mucho tiempo permaneciendo uno tercamente cerrado en ese «no»
sistemático por dicha causa.

En nuestros tiempos se ha llegado a tener relación sexual no ya sólo antes del matrimonio, sino
cuando aún faltan normalmente diez o más años para casarse; si es que llegan a casarse juntos
alguna vez, porque, en tantos años, ocurre que eso que llamaban «amor» descubren que no lo era; o
porque, siendo libres, y cambiando uno de ellos hasta del lugar donde vivía, es de otra persona de la
que se enamorará y con la que terminará casándose. ¿Por qué no? No dejaron de ser personas
libres.

Pensar que el unirse sexualmente es el modo de cultivar el enamoramiento, es una temeridad, por
decir lo menos. Es no respetarse mutuamente en la libertad de la que no debe abdicarse. Es no
respetar al otro, por el sólo deseo de satisfacer su apetito sexual; y ello no es la mejor garantía del
respeto que habrán de mantenerse como personas si llegan a estar casados. Ese respeto, que es
parte indispensable del amor; no sólo de la amistad, sino también del amor de intimidad, el que han
de tenerse la pareja en matrimonio. Decir «te quiero mucho» puede significar «te amo mucho»; pero
igualmente puede significar «te deseo mucho», sin que haya amor, sino lo contrario al amor que es el
egoísmo, querer satisfacer su apetito sexual utilizando al otro para su propio intento.

Malo es casarse porque en ese juego se ha llegado a tener un hijo antes de tiempo. Pero el
permanecer en el juego evitando sistemáticamente la posibilidad de procrear, es quitar de la
sexualidad lo que es un fin primordial para lo que se tiene. Es como profanarla. Es rebajarla al craso
nivel de lo animal, despojándola de lo sagrado que tiene el sexo del hombre al ser este responsable
de sus actos, libre como lo es Dios, y como no lo son los animales.

El amor de las personas humanas es «semejanza» del Amor de Dios, y debe ser santo como es
santo el Amor que Dios tiene. Entendamos, pues, que Dios tiene que reprobar cualquier acto de amor
humano en el cuál no pueda Él verse como en su propia imagen. Porque «imagen y semejanza de
Dios» nos pensó Él y nos hizo. No nos rebajemos a ser menos de cómo nos quiso Dios amándonos
tanto. No se trata de «que lo prohíbe la Iglesia»; es algo que fue hecho así por Dios.
...
Saber Dialogar

P. Vicente Gallo S.J.

Nadie dialoga solo, se dialoga entre dos: uno habla, y escucha el otro. Pero desde la confianza y el
amor con que se dialoga. Pretendiendo aumentar ese amor hasta llegar a la intimidad como
verdadero fruto del diálogo, en base a manifestarse los sentimientos y escucharse con el corazón.
Debe hacerse con esa profunda reverencia que merece lo sagrado que se manifiesta y que se
escucha; acogiéndose con el amor que se merece el otro en su confianza de expresarse y también de
escuchar. Un diálogo de ese tipo debe ser no sólo el camino para amarse, sino la sincera expresión
del amor y confianza que ambos ya se tienen; por eso dialogan.

Por esta razón, un modo excelente de entablar ese diálogo es escribiéndose los dos una «carta de
amor» como cuando eran enamorados, como enamorados han de estarlo durante toda su vida. Cada
uno escribe al otro con ese amor, y le cuenta sus sentimientos, los que no se cuentan a cualquiera
sino a quien se considera íntimo y se tiene con él tanta confianza. Cada uno, después, lee con el
mismo amor la carta del otro; a lo que seguirá la escucha, al volver a leer una vez más lo que el otro
quiere comunicar sobre sí mismo, haciendo el esfuerzo de alcanzarlo y asumirlo como propio. Ya eso
es diálogo, aunque no se hablen todavía.

Después de ello, se pondrán a hablar, pidiendo uno al otro que le aclare más el sentimiento que le
comunica, porque quiere alcanzarlo más plenamente y hacerlo suyo más de veras. Y si lo ve
conveniente, ayudará al otro a descubrir cómo está afectada una de sus necesidades de relación que
más arriba hemos enumerado; a fin de encontrar juntos qué se ha de hacer que valga para satisfacer
esa necesidad afectada, y no quedarse en divagar, ni en compensarse con otras cosas, o en querer
recuperar lo que falta en la relación buscándolo en otra persona o en otro lado.

Este modo de dialogar comunicando lo que se siente, ha de ser acerca de esos sentimientos que a
uno le embargan sin saber por qué causa. Comunicarlos es ya tener confianza de intimidad con su
pareja; intimidad que se alimenta al recibir el otro ese signo de confianza que, si muy raras veces se
muestra, es porque apenas se trabaja en tenerla, o se deja que poco a poco se desvanezca. Pero
principalmente deberá hacerse cuando se trata de los sentimientos que se tienen, derivados de los
problemas que están afectando a la vida de pareja: el dinero, el trabajo en peligro, el poco tiempo que
ambos se dedican, la marcha quizás mala que llevan los hijos, los familiares políticos, etc. Problemas
que pueden estar socavando la buena relación, y que se necesita saber convertirlos en motivo para la
mutua ayuda que se prometieron al casarse; reafirmando la relación de intimidad, que sólo se logrará
con el diálogo que aquí planteamos sobre los sentimientos.

Pero si al dialogar se debe hablar teniendo confianza en el amor, también se ha de escuchar con el
amor de responder fielmente a esa confianza. Si el uno habla desde el corazón, el otro también debe
escuchar con el corazón para acoger en él lo que se le comunica. No fingiendo atención, sino
atendiendo con todo su ser. Sin escuchar sólo las palabras más o menos mal expresadas, sino lo que
quiere comunicar el corazón de quien habla. No tratando de tranquilizar al otro diciéndole que es
tonto el sentir eso, sino enterándose de que se siente así y que sus motivos tendrá, no quitándole el
derecho de verse afectado por esos sentimientos.

No se debe estar pensando del otro que siempre tiene sentimientos parecidos, y que ya uno se los
sabe de memoria; sino tratar de ahondar en las razones por las cuáles los tiene. Ni escuchar por
cumplir, sino dando al otro la satisfacción de sentirse escuchado; pero más, no simplemente para
darle esa satisfacción, sino para reforzar la intimidadque deben tener como lo primordial en su vida
de relación. No estar buscando dar respuestas a lo que el otro dice; sino alargándole la mano en esa
ayuda que de él está teniendo y es por eso que le manifiesta lo que siente.

Se ha de escuchar atendiendo de veras: con la inteligencia, con los oídos, con la mirada amorosa,
con el tacto, con todo el ser puesto en escucha; para terminar con un espontáneo abrazo, un
profundo beso, una auténtica manifestación de amor. Sin dejar defraudado a quien te comunica sus
sentimientos. Sin darle la impresión de haberse equivocado al tener en ti esa confianza, y haciendo
que piense en otra persona que le acogería mejor.

Convéncete de que, si es a Dios al que escuchas cuando alguien te habla porque necesita hacerlo,
es más de veras Dios quien te habla desde tu pareja, cuando te manifiesta sus sentimientos porque
te tiene el amor de confiar en ti y porque necesita de ti recibir ese amor de ser escuchado con el
corazón. Dios, que es Amor, los hizo a ambos para que se amasen el uno al otro como los ama Él. No
le defrauden a Dios, ámense de esa manera. Escucha al otro como le escucharías a Dios, y acógele
en tu corazón como a Dios mismo, que ahí te necesita.

Hazte ahora esas preguntas: ¿Comunicas a tu pareja tus sentimientos, o más bien te los guardas?
¿Acaso es a otro por ahí a quien se los comunicas? ¿Dejas a tu pareja que te comunique lo que
siente, y también le das el gozo de verse escuchado con el corazón? ¿Por qué tienen ambos tanto
reparo en vivir ese grado de confianza mutua? ¿Cómo esperan ser felices en pareja de otra manera?

De las necesidades que se experimentan en la vida de relación de pareja hablamos en la


publicación Las Intimidades 1º Parte. Pero digamos ahora, siquiera algo, de los valores o cosas
que valgan para satisfacer cualquiera de esas necesidades, y que deben rescatarse con el diálogo.
Son, por ejemplo, la fe en ti mismo o la fe en el otro de la pareja; la confianza en ti mismo o la
confianza en el otro; la fe en Dios y la confianza en Dios (dado el caso); mantener la esperanza que
se puede mantener en ti o en el otro, o en la retribución que recibirás del otro o de Dios como
respuesta a tu fidelidad a pesar de todo; la certeza de lo mucho que tú vales o la certeza de lo que
vale el otro, así como saber que tú eres bueno y el otro también lo es, aunque a veces lo olvidemos.
Igualmente, el aguante y la fortaleza mía, o la del otro, ante lo que nos angustia; la humildad contra
toda respuesta de soberbia, que es más que el amor propio; retomar la decisión de amarnos también
ahora como lo prometimos al casarnos; así como prometer que en todos los casos dialogaremos. Hay
otros valores todavía que pueden hallarse, buscándolos, al salir de un problema que nos afecte en
nuestra vida de pareja.
...

Estar enamorados

P. Vicente Gallo S.J.

Cuando nace un niño varón, sus padres pueden pensar que Dios pone también en el mundo una niña
mujer que un día habrá de ser su esposa, y que los hace el uno para el otro. Dios mismo sabrá hacer
las cosas para que el uno y el otro terminen encontrándose. Es un misterio de la naturaleza que
prácticamente vengan a la vida el mismo número de hombres que de mujeres; y que ello resulta no
de los que nacen de una pareja, sino de los que nacen de tal multitud de parejas, como si alguien los
barajase con su mano de mago para que acabaran así. Y al encontrarse, ven estar hechos el uno
para el otro; eso que es el enamoramiento.

También ocurre que, desde niños aún, los varoncitos y mujercitas intuyen que un día harán pareja
como lo son papá y mamá; así se miran y se respetan. Cuando van creciendo desarrollándose como
hombre y como mujer, sin que necesiten pensar mal con atractivo sexual en su corazón de hombre y
de mujer que se estrenan, sienten un afecto, el hombre hacia una mujer en particular y la mujer hacia
un hombre concreto, que no es afecto de simple amistad, sino con otro modo más profundo de amor,
como una llamada que Dios les hace.

Es inmaduro y poco sensato que él o ella, o acaso ambos, piensen en ser ya eso el enamoramiento
definitivo aunque sean mayorcitos, y que más adelante, cuando sea, se casarán juntos para con esa
unión ser felices toda la vida. Lamentablemente así se toma y se hace con harta frecuencia. Lo
normal es que esos enamoramientos iniciales sean provisionales, pasajeros, de entrenamiento del
corazón: ahora se aman, y cualquier día, por cualquier suceso que les sobreviniere, terminan
rompiendo y distanciándose; acaso, sencillamente porque él se enamora de otra, o es ella la que
encuentra el amor en otro distinto. ¿Por qué no?

Ya lo dijimos anteriormente; pero no es superfluo insistir en ello. Son libres, todavía permanecen muy
libres. Sería necio privarse de esa libertad que les corresponde; o anular las posibilidades mejores
que al uno y a la otra les puede brindar la vida. Con los años, uno u otro puede cambiar de ciudad, de
centro de estudios, de país, y allí conocer a quien anteriormente no sabía ni que existía, y del que
termina enamorándose. Lo que importa a cada uno es terminar acertando con quien ha de ser su
pareja para toda la vida haciendo un matrimonio feliz, el que Dios soñó para cada uno cuando los
hizo.

Pero cuando por fin se encuentran aquellos dos a quienes Dios sí había creado el uno para el otro,
ambos experimentan ese flujo magnético especial de atracción que les hace exclamar, sin pronunciar
acaso las palabras: «esto es distinto», como Adán al ver a Eva en el Paraíso por primera vez. No es
la belleza del rostro ni algo «razonable» lo que les atrae tan especialmente. Es algo que los demás no
perciben, quizás ellos mismos no sabrían precisar qué es lo que causa en ellos esa atracción tan
única; y tan distinta de cualquiera que hayan podido sentir frente a otra persona. Eso es el
«enamoramiento».

Es todo un proceso. Primero lo sienten; después, más tarde, se lo declaran el uno al otro, continúan
sintiéndolo; y cuando habiéndose conocido más y más en un trato asiduo, llegan al convencimiento
de que Dios efectivamente los ha hecho el uno para el otro, terminan casándose. Si como creyentes
entienden que todo ello es en realidad una «cosa de Dios», se unirán en matrimonio
comprometiéndose no ante cualquiera, sino ante Dios y con su bendición; ante los creyentes como
ellos haciendo de testigos, y buscando su apoyo y compañía; presidiéndolo el sacerdote en nombre
del Señor.

Lo mejor que ellos pueden desearse, o que les puedan desear sus padres y cuántos están presentes
allí, es lo que les desea Dios, no lo dudemos: que durante todos los días de su vida en matrimonio
recuerden el enamoramiento con el que se casaron, y que trabajen por enamorarse cada día de
modo parecido a como entonces lo estaban. Cosa que no se logra sin hacer cada día el esfuerzo
necesario, pero consciente, para conseguirlo.

El deseo de ellos y de todos es, en realidad, que sean siempre muy felices; sabiendo que esa
felicidad que ahora se les desea solamente llegará a ser una maravillosa realidad, y no un fugaz buen
deseo, si son capaces de vivir siempre tan enamorados como cuando se casan. El enamoramiento es
para siempre. Como ha de serlo un amor de pareja en el matrimonio.

Además de la atracción especial, y el sentirla como cosa de Dios, en el amor entra en juego un factor
muy importante: es la voluntad de ambos, ese querer que pone la decisión de amarse con el amor
distinto y único que vale para el matrimonio, y que da la fidelidad para toda una vida, excluyendo de
ese amor a las demás personas. Es decidir tenerse el amor que los hará felices a ellos y a los hijos
que puedan nacer de tal amor. Y hacer diaria esa decisión.

Insistamos en ello: su vida en matrimonio será feliz y estable si cada día siguen enamorándose
activamente con el mismo amor con el que se casaron. Cultivando la misma atracción especial, y la
misma decisión de amarse; en los días claros o en las tormentas, en las situaciones prósperas o en
las de adversidad, en la salud y en la enfermedad, aun en las fricciones; y no sólo «hasta el final de la
vida», sino «todos los días de su vida».
Amándose, dice San Pablo a los Efesios (Ef 5), «como Cristo ama a su Iglesia»: dando la vida por
ella, para hacérsela como él la quiere tener y es él quien tiene que hacérsela así, digna de su
enamoramiento, pura y hermosa; lavándola él con el agua de la palabra para hacérsela limpia e
inmaculada, y con la fe que el uno en el otro puedan alimentar cada día. Dándose vida mutuamente
con ese amor verdadero de enamoramiento. Si cada uno hallare en el otro algo digno de reproche, en
lugar de hacerlo causa de desamor, debe hacerlo motivo para amarse mejor.

Jesucristo es Dios que vino desde el cielo a la tierra para hacer con los hombres una Nueva Alianza;
porque nos amaba tanto como para venir y hacernos íntimamente suyos, su Iglesia, a la que tomase
como su Esposa con el enamoramiento de verdadero Esposo. Pero no cuando nosotros éramos
buenos, hermosos, dignos de ese enamoramiento de Dios; sino cuando éramos pecadores, dignos de
la ira divina, dignos de su rechazo. Sería El quien nos haría justos con la misma justicia suya,
haciendo de él todo lo nuestro, aunque le costase la vida y el precio de su sangre.

Es lo que pondera el mismo Pablo en su Carta a los Romanos, y exclama admirado: « ¡Con cuánta
más razón, pues, hechos justos ahora al precio de su sangre, seremos salvos de su aversión! » (Rm
5,9) y, perdonándonos, se enamorará cada día más de nosotros. Ese es el amor, nos dice, con el que
nosotros tenemos que amar, ya que el Espíritu Santo nos da tal amor divino habiendo venido a morar
en nosotros (Rm 5,5). Y ese, nos dice, es el amor con el que deben amarse los esposos que se
unieron ante Dios porque creían en Cristo su Hijo y lo que en él nos ama.

Quienes nos hemos hecho de Cristo no podemos amar con cualquier manera de atracción que por
ahí se la llame amor; sino como Dios nos ama. Cada uno es carne con la que Dios ama como
Esposo; y es carne a la que Dios ama como a esposa suya. En el matrimonio cristiano, cada uno
debe ser el corazón con el que Dios ama al otro cónyuge.

Podemos imaginar el gozo que siente Dios cuando, 25 años más tarde, vienen esos esposos
rodeados de sus hijos al mismo altar donde se casaron, para hacer nuevo el enamoramiento del día
en que contrajeron matrimonio. Y cuando ya con 50 años de vivir juntos en fidelidad de amor, vienen
al mismo altar con sus hijos y nietos para darle gracias a Dios por los años que les ha dado en los
que pudieron gozar de aquella bendición de amarse como El los ama, la que les dio cuando se
casaron como era su plan divino.

La Iglesia, los fieles y el sacerdote que los preside, deberían gozar tanto como Dios al verlos así de
nuevo ante el altar donde se unieron en Matrimonio como Sacramento; aunque pocas veces se ve
que lo gocen así expresamente con la pareja que lo celebra. Es el gozo de comprobar que se puede
creer en el amor de cristianos como amor distinto, en este mundo de amor tan precario. Como esos
esposos cada año, en la fecha aniversario de su Boda, han debido celebrar ese día como un
acontecimiento, al comprobar el enamoramiento que se mantienen y con el que viven dando la vida el
uno por el otro.

Amarse siendo dos - 1º Parte


P. Vicente Gallo S.J.

A la sentencia de la Biblia “Los dos serán una sola carne”, Jesús añadió: “Y lo que Dios ha unido que
no lo separe el hombre”. Pero de hecho son dos; no solamente varón el uno y mujer la otra, lo que ya
marca características muy diferentes; sino personas distintas y con rasgos distintos en su
personalidad, cada uno como persona de veras distinta. Precisamente eso los hace complementarse
y hacerse más felices en ese mutuo enriquecimiento. Pero, a la vez, ello puede ser causa de tantas
“diferencias” que ellas ocasionarán muchas fricciones y dificultades en la vida de relación.

El enamorarse cada día tiene que evitar que esas diferencias se conviertan en distanciamientos o en
incompatibilidades. Cuando se enamoraron, y hasta al casarse, muchas de esas diferencias no se
hicieron visibles; porque “el amor es ciego” y porque hay cosas de nosotros mismos que no nos gusta
descubrirlas a nadie, las dejamos ocultas porque pensamos que nos harían inaceptables para el otro.
Hay en nuestro propio ser eso que llamamos “vulnerabilidad”, que es el temor instintivo de que
alguien, conociéndonos bien, se aproveche de nosotros, que nos ataque en nuestro punto débil, o
sencillamente que nos juzgue mal. Y ese ocultamiento instintivo, permanece también después de
casarse durante más o menos tiempo, pues, a la larga todo termina descubriéndose.

Pero ocurre que el manifestarnos solamente con algunos aspectos de nuestra persona y ocultar
sistemáticamente otros, nos hace creer que somos así como nos manifestamos, y que no podemos
ser de otra manera. Al creernos así, nos limitamos en nuestro crecimiento personal, marginando el
trabajar sobre ciertos defectos para eliminarlos o para transformarlos en auténticos valores.

Sería el caso del sentir “envidia” de las cualidades, las destrezas o la dedicación y el empeño que
vemos en otros: si, como se nos ha dicho que la envidia es cosa mala, nos reprimimos para no
sentirla ni dejarla traslucir; y estamos así matando la sana virtud de la “emulación”, no esforzándonos
para ser o tener nosotros lo que vemos en ese otro al que envidiamos.

En cualquiera de los que llamamos “pecados capitales”, podríamos encontrar ejemplos semejantes:
porque todos esos instintos no son “pecados”, sino “las fuentes de los pecados”; pero que en sí
mismos son instintos vitales necesarios para hacernos “personas valiosas”, alcanzando con ellos
auténticos valores y logros importantes como personas. Son de hecho “fuentes del pecado” cuando
no los mantenemos bajo control y los dejamos buscar objetivos malos o realizarlos de hecho. Pero no
son pecado si los controlamos debidamente como “personas” responsables y no simples animales.

Para crecer es necesario tener estimación propia, y también tener ambiciones, así como tener coraje
y rabia ante las dificultades para superarlas. También es necesario el instinto del goce sexual, para
procrear, y para fusionarse en la unión amorosa de compartir juntos ese instinto. Igual que es
necesario saber gustar la comida y la bebida, que Dios es quien las hizo deliciosas para que no
perdamos el apetito de alimentarnos de ellas y saber darle gracias por sus dones de Padre previsor.
Es, por fin, necesaria la emulación, apetecer lo que tienen o alcanzan otros. Y necesitamos el deseo
del descanso, para no perecer trabajando sin medida, o vivir para trabajar en vez de trabajar para
vivir. Esos son los siete instintos capitales que sin más se los califica de “pecados” equivocadamente.

Amarse siendo dos - 2º Parte

P. Vicente Gallo S.J.

Hay otra mala consecuencia en ese ocultamiento de algunos aspectos que son parte de nuestro ser;
y es que no nos damos al otro en nuestro verdadero ser o valer, sino solamente en lo que nos
creemos ser más aceptables. Puede ocurrir, a la vez, que estemos amando también al otro tal como
él se nos presenta, y no como él es en realidad: o juzgándolo como le hemos conocido, según eso
superficial e incompleto con que se nos presentó, sin admitirle con lo que un día podamos descubrir
en él, algo que antes no conocíamos.

Sin embargo, como ha de suceder que en el correr de los días el uno y el otro manifestarán esos
aspectos que habían mantenido ocultos aun sin mala voluntad, podrá sobrevenir entonces una
verdadera crisis en el amor. Porque al casarse dijo cada uno de ellos “yo tomo a este (hombre o
mujer) como esposo/a”. Y llegará a creer fácilmente que “éste no es el que yo tomé para mí”, sino
distinto. De ahí proceden muchas separaciones matrimoniales.
La verdad es que “Dios no hizo basura” cuando hizo al uno o al otro. Sino que Dios los hizo a cada
uno “un ser único, bueno, y digno de ser amado”. Los hizo con muchos valores o virtudes, dentro de
la gama de valores o virtudes que son posibles, mas nocon todas ni en el mismo grado; y con unas
carencias y defectos o antivalores, que serán también más o menos en número y en gravedad. Pero
justamente es así, cada uno como es, o como puede llegar a ser con su esfuerzo y la ayuda del otro,
como se han enamorado y como se casan “para amarse, respetarse y ayudarse todos los días de su
vida”.

Entendiendo, repito, que “todos los días de su vida” no quiere decirsolamente “hasta el final de la
vida”, sino “todos los días”, cada día de su vida, en los días de luz y en lo de nubarrones, y también
en los días tontos, “sin pena ni gloria”, que se van pasando sin darse cuenta quienes los
viven. Siempre, cada día, la tarea más importante es hacer lo posible para vivir enamorados y cada
día más de veras; amándose más todos los días, “hasta el final de la vida”.

Amándose más cada uno a sí mismo, para darse al otro con mayor ilusión, con mayor fe en el otro;
que también él, entonces y así, se amará más a sí mismo, con mayor capacidad de soportar todo lo
negativo del otro con lo que también le aceptó y se casó. Siempre creciendo en el amor que los une y
les da la anhelada felicidad. Valorando lo bueno que uno halle en el otro, y aceptando lo que
encuentre que le falta como no podía ser de otro modo.

...

Es importante saber distinguir entre las diferencias individuales, las que constituyen a cada persona y
la distinguen de las otras, pero que no cambian cambiando las situaciones; y, por otra parte,
loscomportamientos diversos, habituales u ocasionales, en la forma de relacionarnos con el otro o
con todos. Son estos los que pueden variar al cambiar la situación o la persona, ante los que estamos
al vivir en relación. Son también los que debemos controlar, corregir, aprender o desaprender y
olvidar. Cambiando el trabajo o el rol en el que nos desempeñamos, o las personas ante las que
actuamos y nos juzgan, cambiamos instintivamente de comportamientos, sin más, en la mayoría de
los casos, aunque sigamos siendo los mismos; mucho más, cambiando nuestras actitudes con las
que nos miramos en la relación.

Es necesario que estemos muy atentos para conocer qué comportamientos míos le gustan o
molestan al otro o los otros, cuáles los hacen felices y cuáles los decepcionan; para saber
comportarse, y para cultivar o desechar esos modales. Lo mismo interesa el saber qué me hace
“entrador” con la gente o qué me hace no caerles bien. También, qué aspectos de mi personalidad
resalto comúnmente, y cuáles oculto tontamente, sobre todo con mi pareja. Cómo me comporto
cuando me siento inseguro ante alguien, mi pareja sobre todo, y por qué siento esa inseguridad.

Del mismo modo, interesa conocer qué debilidades o puntos débiles míos resultan de veras
rechazables, o cuáles resultan no sólo aceptables, sino hasta divertidos y simpáticos, pero que aun
así los debo controlar. Y percatarme de que, aunque los elogios me ruboricen, me agrada recibirlos y
me hacen crecer; para yo saber también elogiar oportunamente.

Pero de todas las maneras, importa tener el convencimiento de que Dios me ama como El me hizo y
como soy con ello, porque con ello soy digno de ser amado. Igual que, de la misma manera, Dios
ama al otro como él es, porque así le hizo El. Si Dios ama así al uno y al otro, ¿por qué no hemos de
amarnos nosotros también?

Lo que Dios no quiere, aunque a pesar de ello me ame, es lo malo que yo pongo en mis
comportamientos, ni tampoco lo que estoy siendo porque no me cultivo para ser otra cosa. Pero no
debo ocultar mis valores, sino cultivarlos para así ser mejor y darme al otro más de veras y más
valiosamente. Dios también quiere que te dejes amar, que te dejes perdonar y que te dejes ayudar
por aquel con quien vives unido en el amor. Porque definitivamente, siendo dos, y siendo distintos, es
como Dios los hizo para que se amen tanto como El los ama, sin arrepentirse nunca, sino siempre
alentándolos a crecer.

Dios siempre nos perdona, con un perdón que es “mandar nuestros pecados hasta el fondo del mar”,
dice un Profeta. Nos perdona y nos sana; para poder de nuevo hallarnos hermosos a sus ojos
divinos, dignos del enamoramiento que nos tiene. Porque Dios se goza en el Amor, lo que es El; no
en el rencor ni en la venganza. “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él. ...El que no cree, ese está condenado: porque no ha creído en el
Nombre del Hijo único de Dios”, dice el Evangelio de San Juan.

Amándose con ese amor con que Dios los ama, los esposos cristianos deben saber perdonarse
también con ese mismo perdón con el que Dios los perdona cuando humildemente se acercan a ser
perdonados por medio de la Iglesia, que es por medio de la cuál Dios los hace suyos: cuando aún no
lo eran y cuando hayan dejado de serlo. Siendo su Iglesia ya por el Bautismo, y como pareja por el
Sacramento del Matrimonio, no puede estar permitido a esos esposos el no perdonarse, ni el
perdonarse de cualquier manera, lo cuál sería dejar abierta la herida de la ofensa. Sería entonces la
Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo, a quien se dejaría con esa herida tan dolorosa para Dios.

...

El peligro de ser dos

P. Vicente Gallo S.J.

Hemos dicho repetidas veces que Dios nos hizo para ser felices como lo es El, viviendo en un amor
semejante al suyo. Dios, que es tres Personas y cuya vida está en el vivir sus tres Personas en
relación, es feliz viviendo un amor tan grande que, de tres Personas, hace un solo Dios: con esa
verdadera Unidad que obra la Intimidad en el amor. Es la lectura más profunda de la afirmación
bíblica cuando dice que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó, a
semejanza de El los creó”: para ser felices de manera parecida a Dios, permaneciendo fieles al plan
de su Creador.

Ser semejantes a Dios debe ser nuestro gran anhelo. Y hemos de sentirnos dichosos al verlo cuando
nos hallamos así. La ruina estará cuando, dejando de ser los dos sólo UNO, complementándose
mutuamente por el amor, lleguen a ser verdaderamente DOS, compitiendo como rivales en el dominio
del campo; y así ambos quedándose perdidos en su propia soledad.

El peligro de llegar a ello en la vida de pareja es obvio. El hecho de ser dos y bien distintos, como
varón y mujer y como personas, unido a la torpeza pecadora que tienen el uno y el otro, ya es la
fuente primera de donde brotan las amenazas de esa temible ruina. Hacerse de veras UNO deben
trabajarlo; sin embargo, ser DOS surge como espontáneo y por el simple descuido. Uno y otro tienen
sus propios intereses personales, y el instinto de defenderlos.

Pero es que, además, viven en medio de un mundo de quienes, semejantes a ellos, viven en
rivalidad, en la defensa cada uno de sus propios intereses y tratando de gozarlos personalmente por
sus propios caminos eludiendo la traba de los otros. No hace falta caer en el odio, como enemigo y
ruptura del amor; el opuesto al amor es el egoísmo. Si “amar es entregarse olvidándose de sí
buscando lo que al otro puede hacerle feliz”, su contrario es guardarse cada uno para sí mismo, y
hacerse feliz a costa del otro aunque sea su pareja.

Porque todos son así, y todos nos han enseñado a serlo siempre, aun sin pretenderlo, todos lo hemos
aprendido desde que estamos viviendo con los demás. No ser de esa manera nos parece que es “no
saber vivir”; y si acaso pretendemos vivir de modo distinto, los demás nos estarán llamando “tontos”
por quedarnos al margen de su pretendido modo de gozar. Y a nadie le gusta que se le califique
como torpe ni como pobre ignorante.

...

Si una pareja busca su felicidad en realizarse conforme al ideal y el sueño de “¡qué lindo es vivir para
amar! ¡qué grande es tener para dar!, dar alegría y felicidad, darse uno mismo, que eso es amar”,
siempre tendrán que estar escuchando ambos, como Ulises a las sirenas, las voces que le dicen a
cada uno: “no pierdas tu libertad”, “no te dejes comer vivo”, “si no defiendes tus derechos te quedas
sin ellos”, “no pierdas vivir tu propia vida”.

Acerca del matrimonio como tal, escucharán que les dicen: “El matrimonio es como un castillo
encantado que los que están fuera quieren entrar en él y los que están dentro gimen por liberarse y
salir”; o cosas parecidas que todos hemos escuchado tantas veces. Los amigos, la propia familia de
cada uno, las películas, la televisión, las revistas, la propaganda de la sociedad de consumo, las
canciones, los chistes, las bromas, las conversaciones comunes,...lo que viven la mayoría de los
matrimonios y que cada uno lo ve. Todo está permanentemente atentando contra la realización feliz
del sueño de Dios para el matrimonio: “Serán los dos una sola carne”, nunca ser DOS sino UNO.

Ser felices como Dios, sin límites, es el sueño de toda pareja de enamorados. Saben muy bien, y eso
anhelan, que serán felices en la medida en que sean de verdad “UNO” en lugar de “DOS”, y así
amarse, respetarse, y ayudarse el uno al otro todos los días de su vida. Es lo se prometen, ante
testigos, al casarse. Pero cuando admiten al enemigo dándole oídos y dejan que la cizaña por él
sembrada brote y crezca en sus corazones enamorados, surge la desilusión, el amor se marchita o
se esconde atemorizado; y, si no se trabaja para limpiarlo o hacerlo de nuevo activo, la desilusión
acabará matando al amor.
Les sucederá eso no sólo después del primer enamoramiento, sino también después del matrimonio,
y también después de haber recuperado como nuevo el gozo del amor primero una y otra vez, hasta
el final de la vida. Porque nosotros podemos dormirnos en el amor, pero el enemigo no duerme, esos
enemigos de dentro y de fuera que hemos mencionado. “Lo que Dios ha unido, que nunca lo separe
el hombre”, dijo Jesús. Los dos son ese “hombre” que puede romper lo que Dios unió; y lo son
también sus propios padres o familiares, sus amigos, y el mundo en el que viven. Ambos esposos han
de cuidar muy responsablemente que “el hombre” no separe lo que Dios unió.

...

Ganados por una “desilusión”, ocurre que, en la medida en que el amor se desvanece, se rompe el
ser UNO, y se comienza a vivir el ser DOS. El uno o el otro, quizás los dos a la vez, se ponen a vivir
como “solteros”. Se busca la felicidad allí donde las sirenas nos insinúan o nos recuerdan que los
demás son más felices fuera de la pareja, al margen del plan de Dios. Si ocurre en tu matrimonio,
dejará de importarte tu pareja y el vivir con ella en feliz relación.La relación misma en fidelidad te
resultará un yugo insoportable.

Fácilmente decidirás entonces, acaso sin darte cuenta de ello, dedicar tu tiempo a otras personas o a
otras ocupaciones para satisfacción del gusto propio: o bien buscar el ocio y la diversión, que se
necesitan, sin hacer partícipe de ello a tu pareja, acaso evitando su compañía. Ojalá no llegues a
buscar otro amor, con visos de ser más grato, en otra persona distinta. Pero el simple estar cada uno
haciendo lo que personalmente le plazca, igual que antes de estar casados, procurando que su
cónyuge no se interfiera en lo que es vivir su capricho personal, es estar haciendo “dos” en lugar de
ser UNO.

Es lo que decimos “vivir como soltero” cuando uno ya está casado, como lo hacen por ahí casi todos
y como “uno tiene derecho a vivirlo”, que le dice el tentador. Son espejismos en el caminar por el
desierto, respuesta a nuestra sed de felicidad, fuente hacia la que se corre ansiosos y cuyo engaño
se descubre al querer beber de ella.

Lo sabio, que se hace muy pocas veces, es convertirse ante el desengaño; volver como el Hijo
Pródigo a la casa del Padre tomando la Decisión de Amar, y convencerse de que nunca se debe
caer en el error de dejarse llevar por ilusiones para irse por los propios caminos. En esa decisión de
amar está el verdadero amor. Si al presentarse las dificultades se debe luchar oponiendo la firme
decisión de amar, igualmente hay que buscar esa solución cuando se recapacita al verse perdido en
laberintos o en errores cometidos; encontrando que uno está yendo por caminos equivocados, y que
así no pueden hallar ni vivir esa felicidad de haberse casado juntos para toda la vida.

...

Todo amor se inicia con un sentimiento caluroso de atracción. Pero comienza como un hecho
verdadero, como verdadera realidad, cuando se toma la decisión de amar. Así nacen normalmente el
amor de amistad, el amor de compasión, el amor de enamoramiento, o el amor de cada día en la vida
de matrimonio. El “amor” que se quede en un sentimiento de atracción instintiva, es puramente animal
y efímero: ahora se tiene y después se desvanece por cualquier incidente y aun simplemente con el
tiempo.

El amor que es “humano”, el propio de las personas humanas, semejante al de Dios que nos ama,
comienza y tiene consistencia cuando se da el acto libre de “quiero amarte”, “es mi decisión amarte”.
El amor del matrimonio está en la decisión libre, personal, de abrirme al otro como realmente soy, y
así darme a él; abriéndome igualmente con decisión personal y libre ante el amor que el otro me
brinda y yo lo acojo en mi corazón.
En el matrimonio y en cualquier amor, libremente me doy al otro como yo soy; y acepto al otro como
él es; incluido como él me ha idealizado a mí y como yo le he idealizado a él. En el regalo de nuestro
amor está también el regalo de nuestro “sueño”, cual Don Quijote soñaba a la Aldonza queriéndola
ver Dulcinea y así se lo proclamaba. Ella no quería creerlo, pensaba que eran sueños de un
loco. Esos “sueños” son “ideales”, pero no son simple ilusión sin contenido, sino que tienen una base
real desde la que se cree y se espera sin que haya por qué tener que equivocarse. Y en los que el
otro puede creer.

De todas las maneras, habrá que ser consecuentes siendo responsables de nuestra “decisión”;
nunca cayendo en atentar contra ella, sino cultivándola conscientemente, haciendo que nuestra
relación de amor siempre quiera ser para afirmar al otro, no para disminuirle o manipularle. Queriendo
estar apoyándole siempre, y escuchándole de corazón cuando tenga confianza en ti y te diga cómo
se siente en cualquier momento o en cualquier situación. Sabiendo, a la vez, tener muchos detalles
de amor, que fomenten y hagan grata la relación de amor verdadero.

¿Las cosas marchan mal?

P. Vicente Gallo S.J.

En el amor de pareja, en su vivir la relación y compartir juntos la vida, hay días claros, llenos de luz; y
días nublados en los que no se ve el sol. También puede llegar la noche, en la que ya ni luz hay
siquiera. Es menos noche la que es pasajera, en la que permanece la esperanza y a la que
sobreviene la alegría del amanecer; pero noche total es cuando ni la esperanza queda, es la terrible
noche de la muerte. Son distinciones sumamente importantes que hay que entenderlas y saber
tenerlas presentes llegado el caso, para no confundirse lamentablemente y sentir desconcierto
cuando el sol se oculta.

La luz es hermosa, resulta muy grata, pero sólo en el Cielo será permanente; en el vivir de aquí,
siempre sobrevendrán los nubarrones y la noche, cuando la luz se debilita o cuando se oculta a
nuestra visión. Así es la realidad insoslayable del amor en la vida de pareja; no hay que hacerse otras
ilusiones vanas. Habrá que arreglar los problemas que sobrevengan en la vida de relación de pareja
antes de que, con la noche total de la muerte de uno, no quede tiempo para hacerlo, y se llore por no
haberlo hecho antes.

Con frecuencia caemos en el amodorramiento o quizás en el sueño, sin ser conscientes de que la luz
apenas brilla o que estamos sumidos por las tinieblas. Debemos permanecer lúcidos en todas las
situaciones, despiertos para percatarnos de que el enemigo está sembrando la cizaña en nuestro
campo; y que nos está tendiendo redes en apariencia despreciables, como lo es para una mosca la
tela de araña, o para un león la malla de cuerdas que le lanza el cazador. Enredados sin esperarlo ni
apenas advertirlo, todo acabará en vernos perdidos como aherrojados con cadenas imposibles ya de
romper. No se olvide que las redes y las maromas están compuestas de hilos, cada uno de ellos muy
despreciables, pero que, bien tramados, sirven para esclavizar aun a los que se consideran más
fuertes. Así sucede en muchas ocasiones.

Cuando en la vida de pareja el uno o el otro están siendo hipersensibles, y detrás de cualquier
palabra o detalle sin mayor malicia del cónyuge uno encuentra malas intenciones, ganas de herir, o
ve un monte donde no lo hay, es que la relación está funcionando mal. El que se ve así afectado tiene
el deber de procurar tener un diálogo entre ambos lo antes posible, antes de que ese estado de
ánimo hostil se agrave, y antes de que paulatinamente vaya creciendo y termine en algún doloroso
reventón.

En primer lugar deberá hacerse consciente de la hipersensibilidad que padece. No importa tanto el
descubrir las causas de las que procede; ni son esas causas las que se han de llevar al diálogo que
se necesita tener. Tampoco debe esperar a que el otro le haga caer en la cuenta de que está bajo una
hipersensibilidad fuera de lo normal, aunque puede servir de motivo a uno para caer en la cuenta de
ello y admitir que es así. Pero al admitirlo, no debe asumir la actitud de defenderse o de buscar
razones que le justifiquen esa hipersensibilidad. Por el contrario, su deber es admitirlo y tomárselo en
serio, para así ponerse a dialogar. Pero dialogar sobre esa hipersensibilidad.

El diálogo consistirá en poner en el otro tal confianza que se acerque a él para decirle todo lo
hipersensible que se ve por cualquier palabra o detalle, y comenzar diciendo que se asusta al darse
cuenta de ello, porque le parece un síntoma de que la relación de pareja está enferma y en peligro.
Debe decirle al otro los sentimientos que tiene al caer en la cuenta de esa situación; los
pensamientos que le asaltan al reaccionar tan hipersensible, y las actitudes o comportamientos que
adopta en esos casos. Quizás el otro se sienta parecido.

Ya de entrada, el primero debe suplicar al otro que le ayude a curarse de esa fiebre de tales
sentimientos de mal signo que le afectan. Es válido recordarle que para esto se casaron juntos: para
amarse y ayudarse todos los días de su vida; y que ahora está necesitado de la ayuda de su amor
incondicional. Si terminan riéndose de sí mismos por ver cómo son, con buen humor y dándose un
beso muy amoroso, el diálogo ha sido correcto y verdadero. Podrán decirse el uno al otro que ahora
se aman más de veras que antes de haber tenido la decisión de dialogar, y haberlo tomado como
remedio.

No habrían llegado a ello, ni a sentirse tan felices, si hubiesen caído en la trampa de echarse la culpa
el uno al otro o haber querido encontrar quién de los dos era más culpable; o si el enredo hubiera sido
quedarse en mirar los pensamientos o los comportamientos, como si ellos fuesen el hecho en
cuestión, en lugar de dejarlos en lo que son: simples manifestaciones de la hipersensibilidad y los
sentimientos experimentados, que era el verdadero tema del diálogo. Mucho menos válido sería si,
por temores infundados, o por parecer que la cosa no era para tanto, una pequeñez, se hubiesen
mantenido sin dialogar debidamente.

...

Pongo otro ejemplo. Podría ser el caso de que el uno o el otro se sintiese usado, manipulado en lugar
de amado, en su vida de relación de pareja; y no en una ocasión, sino generalmente. Por eso de que
“hablando se entiende la gente”, el afectado podría tomar la decisión de “aclarar las cosas de una vez
por todas y que eso se termine”. Sin duda que es una decisión plausible; pues si se deja estar, lo que
podía ser una simple sensación o sospecha puede convertirse en lamentable realidad; y de todas las
maneras, es preferible que cuanto antes se acabe ese abuso en la relación muy ajeno al amor de
pareja y de veras inadmisible. Ciertamente necesitan hablar.

Pero ha de saberse hablar de la cosa, sin hacer que la situación derive en una pelea en la que ambos
se causen heridas feas que serían peores que el remedio que se busca. Ello ocurriría si el llamado
“diálogo” fuese “poner las cartas sobre la mesa”; comenzado, el que se siente usado, llamando al otro
para que le escuche, y “diciéndole todo lo que necesita saber: porque está ya muy harto de sus
abusos de confianza”, citándole dos, tres o cinco casos que puede recordar. Para pedirle así que lo
reconozca, que no trate de defenderse, y que se cuide de no volverlo a repetir.

Aclaradas de ese modo las cosas, se podría terminar la reunión, y a vivir en adelante sin problemas.
¿Se conseguirá? Podemos dar por cierto que no se habrá conseguido nada, si no es la satisfacción
del que se sentía usado, y la humillación del que abusaba; eso en el mejor de los casos. Pero la
relación habrá empeorado seguramente. Ocultamente afectados, será peor la situación.

El camino adecuado es el mismo que propusimos en el caso anterior: ponerse a dialogar sobre los
sentimientos. En un gesto de confianza y de intimidad de amor, abrirse al otro para manifestarle cómo
se está sintiendo de un tiempo a esta parte: un sentimiento mezcla de tristeza y de rabia. Decirle
cómo ese sentimiento le hace perderse en pensamientos confusos que minan su relación de pareja,
predominando la sensación de parecerle que en vez de amado está siendo usado; y así mismo,
hablar de los comportamientos que está teniendo: retraimiento, silencios, reacciones agresivas como
defensa, etc.

Debe decir que todo esto le preocupa, y que quiere acabar de sentir eso: pidiéndole al otro que le
ayude a verse liberado. Necesita ser escuchado con el corazón; y deja al otro que hable,
escuchándole con el corazón igualmente. Entonces sí es muy verosímil que terminarán abrazándose
muy de corazón a corazón. Han tenido un verdadero “diálogo”. Su relación se ha hecho más sólida, y
su amor mucho más grande gracias a esa decisión de amor y confianza. Y gracias a seguir creyendo
siempre en el Diálogo sobre los sentimientos como el único camino para lograr la Intimidad o
mantenerse en ella cuando pareciera haberse perdido.
...

¿Las cosas marchan mal? 2º Parte

P. Vicente Gallo S.J.

La situación puede ser amarga e insostenible por encontrar que se están teniendo peleas muy
frecuentes y hasta por cosas tontas. Ocurre, quizás, que en su trato mutuo menudean insultos,
sarcasmos, rudeza, y aun críticas. Las críticas podemos afirmar que nunca son constructivas, porque
siempre producen dolor y heridas en el amor. Es necio apelar a la justificación de que las críticas que
se hacen son “críticas constructivas”. No lo son, destruyen.

Puede ser también el caso de los celos, sospechas fundadas o infundadas que hacen sentir
inseguridad en la vida de relación. También el caso de muy frecuentes escapes fuera de casa, dice
que para hacer deporte, para atender invitaciones en su vida social que resulta ya sospechosa para el
otro, o fáciles pretextos para darse al trabajo, quedándose en la oficina hasta las tantas y casi
siempre. Acaso, el simple ocurrir que, estando en casa, uno se da demasiado al licor, a la televisión o
al internet evadiendo la conversación entre los dos.

Situaciones de esta índole, admiten aún menos que se las deje estar y sin tomar medidas. Pero
cuídense: fácilmente ocurre que se caiga en querer poner remedios peores que la enfermedad.
Buscar la solución de querer hacer luz razonando para poner las cosas en claro, sin pelearse, sin
agresiones, con un buen discutirlo ambos serenamente y, si ello procediera, valiéndose de la
presencia de los papás de uno o de ambos, o de un experto en temas de relación matrimonial que les
ofrezca confianza; esto es algo que conduce a muy poco ni positivo ni durable. Aunque se eviten por
todos los medios las acusaciones y las consiguientes heridas, el beso con el que terminarían sería de
“amigos”, para una convivencia sin tormentas, pero con las inevitables olas que mantendrán un
ambiente de temor, de angustia, de equilibrio muy poco estable en el deseado buen matrimonio.

Sin entrar por ese camino, abordar la confrontación como la vía eficaz para poner el remedio “de
una vez por todas”, podría parecerle, al que se encuentra herido en esa situación, lo más expeditivo y
práctico; es la solución a la que se recurre casi siempre, pero con unos efectos negativos que son
inevitables. En el mejor de los casos, la situación se aclara y se hace la paz, un armisticio en el que
uno queda como vencedor y el otro como vencido, ojalá sin ofensas; pero casi seguro con heridas en
el vencido o en los dos, difíciles de curar, que seguirán doliendo, y Dios quiera que no terminen
matando la relación de amor en la pareja, siendo peor el remedio que la enfermedad.

En fin, que de nuevo llegamos a concluir, como única solución válida, evitar el camino del intercambio
de ideas o el de la confrontación aunque sea civilizada; y adoptar el que proponíamos en los casos
anteriores: el diálogo en base a comunicar los sentimientos con amor confiado, y la escucha con todo
el corazón. Ayudándose el uno al otro como se lo tienen prometido a Dios desde el día de su Boda, y
trabajando de ese modo el vivir en intimidad; sin cansarse nunca, cuando hay luz o cuando hay
nubes, y todos los días de su vida.

Siempre. Cuando se está viviendo un ambiente de tristeza en la relación de pareja. Cuando


prevalecen sentimientos de desilusión, de aburrimiento, de vida de pareja muy vacía, en larvada
soledad de los dos. Cuando un día y otro hay muy pocos detalles o manifestaciones de cariño entre
ambos. Cuando los saludos al comienzo del día o al regresar a la casa están teñidos de
frialdad. Cuando se detecta que se están haciendo las cosas sin planearlas juntos o haciéndolas cada
uno sin contar con el otro y con su ayuda. Cuando conversan juntos, sí, pero de una manera rutinaria,
superficial, impersonal, hablando casi siempre de cosas que para nada atañen a su vivir en
pareja. Que sea el diálogo desde los sentimientos el camino, siempre al alcance de los dos, para
sanear la situación y ponerse a vivir felices su enamoramiento

Mucho más todavía cuando sucede que uno de los dos, o los dos por su parte, sienten indiferencia
hacia el otro en lo referente a sus intereses personales, o bien a sus problemas, o a lo que le ocurre
en su trabajo. Cuando, ante el interés que el otro pueda manifestar al respecto, el que escucha
reacciona con fastidio o con irritación abierta u oculta, con el conocido “¿me puedes dejar en paz?”.
Cuando diciéndolo así o sin decirlo, uno se siente mejor comprendido por otros, por sus amigos, por
sus padres, por sus familiares, más que por su propio cónyuge. Y cuando uno, egoístamente, se
aprovecha de que el otro es bueno o de que desconoce algo, cuando uno manifiesta superioridades,
o cuando se lleva siempre para él la parte mejor aun en la comida.

Puede ser también cuando se está teniendo falta de ilusión en la relación mutua, y más si se hace
notorio. Cuando cada uno está usando de su dinero como propio y no de los dos, o cada uno hace
sus gastos porque quiere y sólo para él. Cuando uno de los dos se queda al margen y se
irresponsabiliza de cosas que son de ambos: los pagos de la casa, el mantenimiento diario, los
arreglos que hay que hacer, las deudas que se estén contrayendo, y aun la educación de los hijos,
que debe ser asunto de los dos en buena armonía.

También cuando uno toma al otro como algo que se tiene seguro. Cuando, en consecuencia, uno ve
que el otro pone mayor interés que en su pareja en su estatus o posición humana, y en lo que gana o
puede ganar con lo que él/ella vale. Cuando para él o ella lo que cuenta es “mi chequera”, “mis hijos”,
“mis amigos”, “mi puesto en el trabajo”, “mi tiempo que es mío e intocable”, y hasta “mi cuerpo”, “mi
gimnasio”, “mis masajes”, o “mis perfumes”.

En todos esos casos u otros parecidos, no andemos divagando, ni dando largas; ni tomando caminos
de solución aparentemente razonables y eficaces, pero que resultan inútiles o destructivos.
Quedémonos siempre con lo único que nunca nos ha defraudado ni puede defraudar: abrirse al otro
con una confianza total en el amor, y buscando amarse cada vez más; convirtiendo las situaciones de
peligro en la oportunidad para crecer en el amor mutuo. Dialogar desde los sentimientos. Lo venimos
repitiendo casi obsesivamente.

Sin estar esperando que sea el otro quien tome la iniciativa para dialogar; y siempre superando todas
esas barreras que se cruzan en el camino para el diálogo, o las dudas para hacerlo. Siempre hay que
mantenerse firmes en la decisión de amar. Si en la pareja se tienen impuesta la obligación de
“dialogar” todos los días, nunca parecerá poco oportuno el hacerlo, y siempre será bienvenido el
diálogo que de hecho se está necesitando.

Muchas situaciones se arreglan si cada día se dedican a su vida en pareja algún rato aunque no sea
largo. Dedicados al simple gozar su vida de intimidad en el amor y de confianza mutua en el diálogo.
Habrá situaciones que necesitarán un tratamiento más intencionado, y emplearán para al asunto un
tiempo más largo, quizás un día entero en una casa de vacaciones o en la playa mientras los hijos
tienen dónde divertirse y los papás pueden quedarse a solas. Puede bastar, acaso, la tarde de un
sábado o de un domingo. Pero dedicándolo a eso: a dialogar con mucho amor acerca de los
sentimientos que el uno o los dos están teniendo en esa concreta situación. Para afianzarse de ese
modo en el amor de enamoramiento y de verdadera intimidad gozándolo.

...

¿Las cosas marchan mal? 3º Parte


P. Vicente Gallo S.J.
Lo que de todas las maneras se necesita siempre es la decisión firme de amarse, estando siempre
atentos a las situaciones que manifiesten una vida de relación muy pobre o un verdadero peligro de
terminar en distanciamiento y acaso en una ruptura. Acudiendo siempre al diálogo sobre los
sentimientos que el uno o los dos están teniendo al verse afectados por esa situación.

Hay que hacer de este tipo de diálogo la panacea para todos los problemas que surjan en la vida
diaria del matrimonio, sea por las propias tendencias egoístas, o también muy comúnmente porque el
mundo en el que se vive induce a ponerse a “ser dos” en lugar de mantenerse siendo de veras “una
sola carne”. Si el amor no se cultiva con el diálogo, lo más probable es que insensiblemente irá
cayendo en temible deterioro.

El Concilio Vaticano II decía a los esposos que no sólo la Palabra de Dios exhorta a los esposos a
alimentar constantemente el matrimonio fomentando un amor verdadero y único entre ambos
cónyuges; “los hombres de espíritu sano de nuestros tiempos exaltan también el amor auténtico entre
marido y mujer con las mejores razones y enseñan las mejores maneras de amarse para lograr los
comportamientos sanos de los pueblos y las gentes de nuestra civilización y de nuestros tiempos”.

Hermosas palabras, como estas otras del Concilio: “El amor, propio del matrimonio, se expresa y se
manifiesta con las obras. Todos los actos mediante los cuáles se unen en el amor casto y en la
intimidad los esposos, son actos dignos y honestos, pero han de darse de modo verdaderamente
humano y han de significar y favorecer la donación mutua complementándose ambos con espíritu
gozoso. Ese amor matrimonial supera totalmente la mera satisfacción erótica, la que, por ser cultivo
del mutuo egoísmo, se puede desvanecer rápida y miserablemente... Lo que evidencia la unidad del
matrimonio querida por Dios, es el modo de amarse basado de veras en el reconocimiento de la
igualdad de personas que hay entre el varón y la mujer, y en el mutuo y pleno amor expresado
siempre por ambos” (GS 49).

Pero difícilmente pueden hallarse otras maneras mejores de fomentar y expresar ese amor de la
pareja sino este: el dedicarse algún tiempo de cada día al diálogo tal como aquí lo planteamos.
Manteniendo una actitud permanente de apertura y donación total del uno al otro, sin reservarse
como intocables las mejores intimidades, esos personales sentimientos que, por una razón o por otra,
cualquiera de los dos están experimentando en la vida de cada día, y que casi siempre están
fundados en algo que toca su vida de relación.
Estar siempre atentos a descubrir con lucidez esos síntomas de que algo está marchando mal en la
vida de relación, es indispensable para que esa relación de pareja permanezca siempre feliz. Como
es igualmente necesario el decidir tomarse cada día unos minutos siquiera para vivir la Intimidad del
amor con el que se unieron al casarse. Los dos haciendo “una sola carne”.

Eso que solamente se logra en el Diálogo que aquí estamos planteando: dialogando no sobre cosas,
o sobre ideas, opiniones, puntos de vista, o razones que uno tiene; sino sobre los sentimientos que a
uno le están afectando, los pensamientos que le invaden desde cualquiera de esos sentimientos, y
los comportamientos que uno tiene por efecto de lo que siente. Evitando siempre las discusiones y
mucho más las peleas, que desunen en lugar de unir más a los dos. Abriendo el uno al otro lo
profundo de su corazón para darse con amor mutuamente. Haciendo que los dos sean de veras
UNO; gozando de verdadera Intimidad al hacerlo.
...

Los problemas amenazan en el Matrimonio.

P. Vicente Gallo S.J.

Aunque se tenga muy buena voluntad y se trabaje por llevarse bien en la relación de pareja con amor
y en verdadera unidad, pareciera que el espíritu malo está siempre listo para descubrir por dónde
introducirse y, después de destruir la intimidad, atentar contra la unidad misma, arruinando el amor
matrimonial con los conflictos que inadvertidamente se incuban, ellos solos crecen después, y
terminan haciéndose intolerables, acaso logrando la ruptura.

Descubierto un conflicto, y aun sabiendo su causa, hay peligro de que al comienzo del mismo se
piense que mejor es soslayarlo, y no se tratará de buscar el remedio. Pero cuando el problema ha
llegado a un voluntad muy notorio, puede ocurrir que uno de la pareja o los dos ya no se atrevan a
dialogar sobre ese problema ni sobre los sentimientos que por él les acosan. No olvidemos que ha de
ser sobre los sentimientos, y no sobre el problema, en torno a lo cuál debe dialogarse para que el
problema mismo se resuelva.

Frente a algunos problemas en la vida de pareja, es posible que nunca se quiera dialogar; ni aun
sobre los sentimientos que desde ellos se tengan. Hay problemas que, aunque estén presentes, se
prefiere no abordarlos. Acaso, porque el tema se considera “muy delicado”: por ejemplo, los abusos
que se estén dando en la relación sexual y que a uno le molestan. O quizás porque el tema es para el
otro tan “sagrado” que al tocarlo crearía una inevitable pelea, como sería el caso del apego que uno
esté teniendo con sus papás en una dependencia todavía infantil. Quizás, también, porque en otra
ocasión, cuando abordaron el tema, se pelearon haciéndose muchas heridas. Puede ser simplemente
por el miedo de uno puede perder la buena imagen que piensa tener ante el otro y teme perderla si le
manifiesta sus sentimientos negativos frente a ese tema concreto que genera el conflicto.

Sin embargo, siempre hay que optar por arreglar cualquier conflicto que haya, y haciéndolo en base
al diálogo sobre los sentimientos. Ojalá se haga ya desde que el problema comienza a aparecer, sin
esperar a que el conflicto se agrave hasta hacerse difícil su arreglo, sea porque la herida en la
relación llegó ha hacerse insanable, o porque el problema se hizo muy enredado pues el asunto llegó
demasiado lejos. Es lo que suele suceder, para el mal de la relación y de la pareja, por no abordar
con lealtad un conflicto desde los comienzos del mismo.

Ante los problemas que surgen, lo que nunca vale es quedarse heridos, ni en la frustración, como
tampoco seguir con las inseguridades en la relación de pareja, efecto del problema ahí presente; ni
con el conformismo de que ya se sabía que los problemas en la vida matrimonial son inevitables.
Menos aceptable sería el masoquismo de quedarse acariciando las heridas del rencor, que también
puede darse.

Siempre hay que recordar que el único modo válido de aclararse en los problemas, buscando
arreglarlos, es el diálogo. “Hablando se entiende la gente”. Pero no olvidando que el simple
“aclararse” acerca de un problema en base a razonar haciendo luz sobre él, lo arregla poco, y hasta
es posible que haga más envenenado el asunto. El diálogo tiene que ser creador de un amor más
grande. Lo que arregla la relación deteriorada y la fortalece es el dialogar sobre los sentimientos que
uno o los dos tienen ante ese problema.

Al tener un diálogo sobre los sentimientos, ninguno de los dos pueden permitirse la actitud de
rechazar lo que el otro le manifiesta que siente. Ni la de pensar que su cónyuge es demasiado
sensible y que se siente afectado por cualquier cosa sin importancia. Tampoco le es lícito a quien
escucha el pensar que ese sentimiento de su pareja es injusto. El que escucha, tampoco debe
quedarse en admitir que quien habla tiene el derecho a sentirse como lo dice, pero queriendo
convencerle que tal sentimiento no es para darle tanta importancia y que más razonable sería no
sentirse de ese modo.

Quien recibe la confidencia de lo que el otro está sintiendo, lo mejor que debe hacer es mostrarse
agradecido por la confianza que se tiene en él, y por el amor que el otro busca es ese diálogo. De esa
manera, debe abrir no sólo los oídos, sino el corazón, para entender ese sentimiento en todo su
alcance, y comprendiendo que el problema existe sin ser cosa despreciable. A la vez, queriendo él
buscar la solución con el mismo afán con que la quiere encontrar su pareja al manifestarse así por la
confianza y el amor que cree se están teniendo. Si admite dialogar con él, sea porque no quiere
poner en duda la necesidad de sentirse de veras parte del otro para vivir en verdadera intimidad su
relación de matrimonio. Por no dialogar, o por hacerlo mal, es por lo que los problemas quedan ahí,
los sentimientos que ocasionan en uno siguen envenenando la relación, y van creando acaso una
ruptura en el matrimonio, difícil de arreglar después.

Algún ejemplo para aclararlo más. Los hijos, que con tanta ilusión se los trae a la vida y que tanto se
acaricia verlos crecer hasta hallarlos un día adultos llegados a lo más y lo mejor que se pudo soñar
para ellos, no sólo dan mucho trabajo mientras crecen, sino que con frecuencia en los que será el
padre quien pensará que debe afrontarlos personalmente; en otros será la madre quien se vea más
llamada a intervenir. Pero siempre el tema de los hijos tocará a los dos por igual, y la responsabilidad
sobre ellos deberá ser compartida por ambos en todos los casos o situaciones que parezcan generar
conflictos a los padres. Un caso, que hoy día no es raro, podría ser que el hijo esté cayendo en un
vicio, la droga, por ejemplo.

Otro caso más sencillo: que un hijo o una hija está teniendo problemas en el Colegio, y de su
dirección llegan a casa las amonestaciones. Aunque la educación de los hijos es para los dos un
tema sagrado, insoslayable, es frecuente que el papá se arrogue la responsabilidad directa en otros
asuntos, mientras que en este se lo deja a la mamá. El padre, por su mucho trabajo y otras cosas,
«no tiene tiempo» para preocuparse de todas las cosas. Ella no lo acepta sin más; pero a fin de no
crear problemas, se lo oculta todo al esposo. Los problemas están presentes y aún se agravan de
esa manera. Llegará un día en que la cosa no se puede ya ocultar, y será necesario encararla
abiertamente entre ambos, siendo quizás ya tarde.

Podrá hacerse invitando ella al esposo a tener una reunión entre los dos «para tratar un problema
serio». Acaso, aprovechar sin más un momento en el que están los dos juntos y a solas. «Tú dirás»,
inquirirá el esposo. Y ahí la esposa comienza a contar el problema con detalles que expliquen lo
grave de la situación. Es normal que el esposo se haga el enojado porque hasta ahora no había
sabido nada del asunto. Ella se disculpará acusándole con un « ¡cómo tú nunca te preocupas de tus
hijos en el Colegio! Cuando nos citan para alguna reunión en él, siempre tengo que ir yo sola».
Entonces el hombre reaccionará defendiéndose de la acusación y atacándola a ella con acusaciones
iguales o peores. Acaso diciendo a su esposa: « ¡Cómo no!, tú tienes la razón en todo; yo sólo
soy un irresponsable, como te lo oí mil veces». Y añadirá otras muchas cosas que le vendrán a la
boca a él.

De ese modo, normalmente se herirán tanto que su relación de pareja quedará muy malparada por
razón de ese caso y del «diálogo» que piensan haber tenido. Si a tiempo saben caer en la cuenta de
que es el abismo lo que ahora les amenaza, tratarán de calmar las aguas, decidiendo que en
adelante los dos van a poner todo lo que esté de su parte para arreglar lo que los hijos están
haciendo, y quizás arreglen algo de este feo problema. Pero ahí quedarán las heridas que se
hicieron, y el deterioro de su relación de pareja. A quienes leen esto, les invito a fijarse en las palabras
que he pintado de otro color: son exageraciones y, por eso, falsas, que nunca se deben usar en el
diálogo porque son inadmisibles.

La manera correcta de abordar el problema habría sido, efectivamente, otro: ponerse


a dialogar sobre los sentimientos que por ese caso afligen a la esposa; pero con actitud de
verdadero amor a su marido, confiando en él, buscando terminar amándose ambos más después del
diálogo. Pretendiendo que así el hijo sea salvado, y no simplemente castigado, por los dos.

Sabiendo aprovechar un momento oportuno para hacerlo, comenzaría la esposa a abrir su corazón al
marido manifestándole lo que ella está sintiendo por causa de lo que ocurre con el hijo. Diciendo, por
ejemplo, así: «Querido, siento una preocupación grande por nuestro hijo; parecida a cuando hace
años, en una aglomeración ¿recuerdas? Se nos perdió y no lográbamos encontrarle. Menos mal que
algún rato después perifonearon que un niño de tales características había sido hallado perdido.
Porque hasta se nos había pasado por la cabeza si había sido hallado perdido. Porque hasta se nos
había pasado por la cabeza si habría sido un secuestro». Si además añade que: «en este caso siento
también verdadera angustia por lo que ocurre y porque, por la ineptitud mía de haberlo callado, tú
tienes que enterarte ahora con este disgusto». Con esta última palabra da pie a que el esposo se
haga consciente de sus sentimientos y se disponga a dialogar a su vez sobre ellos. El diálogo
mejorará si la mujer abunda en decir que se siente con miedo, con el temor de que sea ya tarde y no
puedan enderezar a ese hijo; y hasta con rabia, pensando que todo el trabajo y dinero que les ha
costado criarle hasta ahora haya resultado inútil por culpa principalmente de ella. (Aquí destaco los
sentimientos, que es sobre los que se ha de dialogar)

Probablemente sucederá que el esposo entenderá esos sentimientos de su mujer, y que los
compartirá. Dirá, seguramente, que el verdadero culpable es él, por haberse despreocupado tanto de
los hijos; pero que no es hora de buscar culpables, sino de encontrar el remedio, y que han de
hacerlo entre los dos. Hablarán de las estrategias que les parezcan posibles. Ambos se
comprometerán a trabajarlas juntos, para ser ahora más eficaces, y para que el hijo vea que sienten y
actúan al unísono también en su caso. Quizás, el verlos que se aman como antes nunca les había
visto amarse así, bastará al hijo para dejarse amar, dejarse ayudar, y reaccionar con el cambio que
sus papás desean de él. Al ver resuelto el problema, probablemente esa noche se abrazarán los dos
en la cama con un amor que hacía tiempo no se expresaban con tanta calidez.
Muchos son los problemas que los hijos ocasionan en su crianza. Que si fuma, y ojalá no sea la
marihuana. Que un día ha venido a la casa lo que se dice borracho. Simplemente que es
desobediente con una rebeldía que les asusta. Que miente demasiado. Que roba. Que dice «voy a
estudiar con un amigo», y le vieron que era andar ya enredado con una «enamorada» muy
prematuramente y que descuida sus estudios. Mil problemas así: unos más graves, otros menos,
pero que en todos deben estar muy despiertos para corregirlos a tiempo. Saben que tales problemas
son los «normales», hoy día en los jovencitos. Pero no quieren dejarlos así, irresponsablemente, sin
darles su importancia.

En todos ellos, sin embargo, para poco sirve el ponerse a conversar sobre lo que hace «ese tonto»;
es claro que mucho menos servirá entrar en una confrontación de responsabilidades para agravarlo
con toda una pelea agria inevitable. Tampoco sirve para mucho el ponerse a razonarcon la
inteligencia recurriendo a las cosas de pedagogía que cada uno de los dos piensa haber estudiado.
Solamente el diálogo desde los sentimientos, que ambos saben están teniendo, es el camino firme
para afrontar el problema y llegar a encontrar la solución positiva actuando «los dos a una», y para
así crecer ambos en su relación de pareja con ese amor grande que se tienen.
...
Invitamos a leer las entregas anteriores en la Etiqueta MATRIMONIOS Y PAREJAS.
...

El dinero en el matrimonio

1º Parte - Problemas al vivir en pareja: El dinero.

P. Vicente Gallo S.J.

Un problema, que con frecuencia se hace presente atentando contra la UNIDAD en la relación de la
pareja, se centra en el tema del dinero. El dinero es algo necesario para lo elemental de poder comer
cada día sin las penurias de quienes no tienen ingresos, así como para criar a los hijos con las
comodidades a las que tienen derecho, y para darles unos estudios que les abran el futuro
promisorio; y también para el deseable esparcimiento de la familia en unas buenas vacaciones,
diversiones o viajes. Es igualmente necesario como previsión y seguridad para posibles gastos que
acaso se necesitarán por enfermedades o reveses que traiga la vida. El dinero es necesario hasta
para poder servir más a toda la sociedad haciéndolo capital productivo. Sin dinero, normalmente se
puede ser menos y vales menos, se puede servir menos y peor a los demás, o quizás no se puede
hacer nada.
Pero vale la pena mencionar aquí los conflictos que, en torno al dinero, se ocasionan en la vida de
pareja, y mirar cómo en ellos se puede llegar a muy feas confrontaciones o peleas, incluso a rupturas
matrimoniales. Acaso se llega a conversar sobre el problema que en el tema del dinero se esté
ocasionando; haciéndolo así para evitar incomprensiones y distanciamiento en la pareja. Pero, una
vez más, quedará claro que sólo con el diálogo desde los sentimientos que se están teniendo es
como se arregla el conflicto y llegarán a mejorar los dos sanando una relación deteriorada; vivirán con
mayor INTIMIDAD a partir de la superación del problema, creciendo ambos en el amor y la unidad en
vez de que el problema no resuelto los esté separando.

Los conflictos pueden surgir por causa de lo mucho que cuesta ganar ese dinero y la ligereza que se
ve en el otro para gastarlo. También, porque sólo uno trabaja recibiendo sueldo, y es mezquino dando
ese dinero muy de gota en gota o sin que alcance para tantos gastos necesarios; por la razón de que
«es de él», y hace con ello lo que le parece. Puede ser que tengan sueldo los dos, pero que cada uno
lo considera «muy suyo» lo que gana; peleando por ver quién aporta menos para el gasto común, o
quién hace más lo que le viene en gana con eso que considera «suyo». Sencillamente, acaso, porque
el dinero no alcanza para tantas necesidades que apremian, cuando los sueldos son exiguos y de
verdad insuficientes para vivir como apetecerían. También si es el caso de que a uno le han robado o
le han estafado, y el otro dice «a ti tenía que sucederte, inútil». Igualmente cuando, ante alguna
necesidad apremiante, uno recurrió a pedir prestado, y después esa deuda se hace un problema
todavía más grave para él y para ambos.

¿A dónde se llegaría peleándose? ¿Qué se arreglará conversando sobre el problema, más allá de no
pelear, y aunque se pongan de acuerdo para ver cómo los dos juntos arreglan la situación?
Solamente el dialogar desde los sentimientos que al uno o a los dos les afecten por ese problema,
llegarán de veras a comprometerse para solucionarlo juntos. Y además de un abrazo o un beso
amándose con intimidad, se darán las manos para medir juntos el peso del problema y hacerle frente
siendo los dos «una sola carne».

La deficiencia económica que los aflige, permanecerá acaso. Pero no el conflicto en su vida de
relación. Viéndose apoyados el uno en el otro de manera tan incondicional, vivirán amándose como
se lo prometieron al casarse: en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas, en los
problemas igual que en la bonanza. Y serán felices aunque les falte la riqueza; porque, para ambos,
la felicidad que anhelan es la de vivir el amor verdadero, y no verse perdidos sin apoyo ni con quien
descansar.

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El trabajo en el matrimonio
2º Parte - Problemas en la pareja: El trabajo

P. Vicente Gallo, S.J.

Otro problema y fuente de conflictos que en la vida matrimonial se pueden dar hoy día con facilidad
es el tema del trabajo: del uno, del otro, o de los dos. Quizás porque se tiene, sí, pero se considera un
trabajo poco digno, pensando que uno estaba preparado para más; aunque se busque, no hay otro.
Será, acaso, porque quien tiene ese trabajo no se esfuerza mucho por buscarse otro mejor, porque es
un conformista, o piensa que con su mal carácter nadie le va a dar nada y puede estar contento con
lo que tiene. Sea por lo que fuere, puede ocurrir que escuche el reproche: «mira a fulano, que es más
vivo y ha encontrado un trabajo mejor». Sin querer herir, sino decir la cosa como es, ha causado en el
otro una herida añadida a su complejo.

Podrá ser el caso de que uno ha tenido un incidente desagradable en su lugar de trabajo, y teme con
razón que le puedan despedir. Sencillamente porque van a hacer una reducción de personal, y teme
que le toque a él. Pero ¿Se atreverá a decírselo a su pareja? ¿Cómo será la reacción de su pareja al
saberlo? ¿Qué trabajo podría encontrar después? Mientras tanto, esa persona tiene obvios
sentimientos de temor, de tristeza, de frustración.

La situación podrá ser que, por lo que fuere, uno se quedó sin trabajo. Y con ello, los problemas
subsiguientes de que, al faltar el trabajo, faltará el sueldo y los ingresos económicos en la casa;
generándose la penuria, y las angustias de no poder cubrir los gastos de los hijos en el Colegio, ni
pagar deudas contraídas, ni alcanzar acaso para comer cada día. Pero no serán solamente los
problemas económicos que se crean al faltar el trabajo; será también el aburrimiento y el mal humor
de quien no tiene en qué ocupar los días, el sentirse relegado a ser ocioso y a no poder ser útil en
una edad todavía con fuerzas para rendir, con la humillación de considerarse «un mantenido»
mientras con su trabajo debería mantener él a la familia.

Todo ello aun en el caso de que la pérdida del trabajo no haya sido por una injusticia que le hicieron, y
que su pareja, igual que los hijos y los demás familiares, no le comprendan en su situación penosa,
echándole en cara «su ociosidad» o que es «un inútil». Peor todavía si, buscando afanosamente un
nuevo trabajo, no lo encuentra, y le reprochan que no lo busca debidamente para encontrarlo como lo
encuentran otros.
Estoy hablando refiriéndome al esposo; pero puede aplicarse igualmente a la mujer. Los sentimientos
negativos, atentatorios contra la relación de pareja, abundarán en los dos cuando llega este
problema. Encarase uno al otro y ofenderse en una pelea, es casi inevitable; con el consiguiente
poner más veneno en la relación, hasta llegar a las ofensas, a las heridas mutuas, y hacer imposible
la convivencia. Decidir conversar sobre el por qué sucedió todo eso, sobre lo angustioso de la
situación, y sobre la dificultad real de encontrar un nuevo trabajo donde no lo hay, como
frecuentemente se hace, podrá servir en el mejor de los casos para aceptar los problemas, pero no
para vivir en solidaridad e intimidad haciéndoles frente ambos a la par.

Una vez más, concluimos que solamente vale dialogar sobre aquellos sentimientos que embargan al
uno y al otro, abriendo cada uno su corazón para acogerse de veras y vivir más unidos cuando más lo
necesitan, al venir la adversidad. Para siquiera tenerse mucho amor y gozar la intimidad, la verdadera
unidad en su vida de pareja. Aunque los problemas acaso no se arreglen, el amor de pareja en
peligro sí se arregla con ese diálogo. Vale mucho aprender esta manera de arreglar los problemas
con el amor y nunca con las heridas y el enfrentamiento.

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Agradecemos al P. Vicente por todos sus aportes a este blog. El P. Vicente reside en la Parroquia San
Pedro de Lima.

La salud en el matrimonio

3º Parte - Problemas al vivir en pareja: La Salud


P. Vicente Gallo, S.J.

Los problemas en la vida de pareja pueden venir, a caso, en el tema de la salud: del esposo, de la
esposa, o de los hijos. Cuando la enfermedad ya está diagnosticada o ya cuando los síntomas ya
empiezan a aparecer, no es normal que surjan sentimiento de gozo ni de aceptación; sino múltiples
sentimientos negativos en quien lo padece y en quien lo ve: el dolor, la pena, el temor de que la cosa
vaya a peor, y la angustia ante la impotencia o acaso ante la falta de dinero para un tratamiento
adecuado.

Porque esos problemas de salud complican casi siempre lo doloroso de la situación por el
desequilibrio económico que ocasionan, dado lo caros que suelen ser los tratamientos necesarios y
los costos de las medicinas. Hay casos en que no se trata de simple desequilibrio, sino de
imposibilidad para cubrir tantos gastos con los ingresos que se tienen en casa. Agravándose todavía
más el asunto cuando resulta inútil todo lo que se gasta, pero sería obligado hacerlo por razones de
humanidad.

Ojalá no haya motivos para reproche por no haberse prevenido mejor, por no haberse cuidado (por
ejemplo ante el alcoholismo), o por tener una predisposición hereditaria (por ejemplo en el cáncer), o
por haber tenido «juntas» indeseables donde uno contrajo ese mal irresponsablemente. Las peleas
por causa de ello serían lo peor que podría ocurrir. Dándose buenos consejos o palabras de aliento
conversando, se puede conseguir el verse acompañados en el dolor, pero poco más; ya es algo, pero
insuficiente.

Aunque la enfermedad no sea tan grave, sino pasajera, corriente, el modo verdadero de
acompañarse con amor será el diálogo, comunicarse ambos los sentimientos que están teniendo en
tal situación; tenerse esa confianza de intimidad, diciéndose el uno al otro: «estamos juntos, es lo
importantes, y nos amamos». Alivia mucho hacer el diálogo unidos de las manos y acabar
besándose, para manifestar ese amor que los une, y enfrentar así el dolor.

Sufrir el dolor es inevitable en la vida; pero cuando el está ungido con el bálsamo de un amor sincero,
se hace más soportable. Podrá llegar acaso la muerte, ojalá no suceda en esta situación. Pero si
sucede, morir viéndose amado profundamente por quienes le acompañan a uno, es menos doloroso.
Y lleva a la eternidad ese amor que lo fue hasta lo último. Entonces se halla que valió la pena haber
vivido juntos para compartir también el dolor.

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¿Cuánto tiempo dedicamos a nuestra pareja?

4º Parte - Problemas al vivir en pareja: El tiempo para compartir.


P. Vicente Gallo, S.J.

Otro tema vidrioso es el tiempo que acaso no se dedican para estar juntos, el tiempo que llevan sin
conversar entre sí, quizás el tiempo que hace que ni apenas se ven. Ello podrá ocurrir por la
necesidad poco deseable de estar cada uno en una ciudad o país distintos por razón del trabajo.
Podrá ser otra la circunstancia: que los dos trabajan, pero que normalmente no coinciden en casa ni
para comer, o quizás ni para dormir juntos. Podrá ser que, también por razón del trabajo, uno de los
dos tiene una tarea normal exagerada, que le quita mucho o todo el tiempo para estar gozando de
vivir acompañándose. Acaso ocurre que casi siempre se lleva a casa parte de la tarea de su lugar de
trabajo; o sencillamente que el trabajo que tiene es tan abrumador que no puede tomarse tiempo ni
para descansar y ello le hace estar siempre de mal humor. Puede sucederle eso al hombre, a la
mujer, o a los dos más o menos por igual. No tienen tiempo para conversar juntos.

Otra de las causas por las que apenas se dedican tiempo para vivir en una verdadera relación de
pareja, puede ser que caigan en la tentación de estar haciendo cada uno su propia vida, con sus
diversiones y amigos personales, igual que cuando eran solteros, como ven que otros lo hacen por
ahí. Son también, acaso, las obligaciones sociales que cada uno se está imponiendo al margen del
otro, sin la intención siquiera de acompañarse por él.

Los sentimientos negativos y enfrentados que surgirán en el uno y el otro, son obvios, y es obvia
también la tensión desagradable que se crea en la relación de pareja. Podrá ocurrir que en un
comienzo se disimule la tensión por no aparecer como excesivamente sensibles, pero poco a poco
sucederá que esos sentimientos, acumulándose, irán creciendo: sintiendo la impotencia, la ira, el
rechazo del otro, la soledad misma sentida, al verse dejado de lado así.

Una vez más, tenemos que decir que, para salir al paso del problema, no vale la confrontación que, si
es pelea, será de efectos muy nefastos; aunque fuere para el simple poner las cosas en claro, será
de efectos negativos. El ponerse a conversar sobre el asunto con valentía para ver cómo entenderse,
y pedir o dar explicaciones, serviría también para poco.

Lo único eficaz será, siempre, el dialogar sobre los sentimientos que por esa situación se están
teniendo, a fin de comprenderse y amarse más de veras, asumiendo el culpable lo que el otro está
sintiendo inevitablemente y que de nada sirve discutirlo. Tratarán de ver cómo hacer para que, a
pesar de todo, ambos se den más tiempo para vivirlo juntos. Y el tiempo que de hecho tengan
disponible, prometerán vivirlo juntos con mayor intensidad.
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Trabajamos para vivir

5º Parte - Problemas al vivir en pareja: El descanso en familia.


P. Vicente Gallo, S.J.

Otra fuente de problemas en la vida de relación de pareja puede estar no ya en el tema del trabajo,
sino en el caso del descanso. No vivimos para trabajar, sino que trabajamos para vivir y para poder
gozar del fruto de nuestro trabajo. El ocio del descanso es necesario para no quemarse tanto
trabajando, para reponer las fuerzas a fin de trabajar mejor, y para gozar de lo que se ha trabajado.
Son las horas necesarias para dormir, comer, y saber divertirse. Son los obligatorios fines de semana,
y las vacaciones anuales. Ese ocio no solamente es un derecho, es una verdadera obligación tomarlo
y disfrutarlo con verdadera suficiencia; ojalá en pareja, y por lo menos cada uno por su parte, si no
pueden hacerlo juntos.
Pueden, sin embargo, surgir sentimientos negativos en el uno o en el otro, y de ahí provenir los
reproches: «porque tú no piensas más que en dormir», o bien «porque te estás matando al no
tomarte el descanso necesario», acaso «porque no podemos nunca estar juntos», o «porque eres un
ocioso, y en la casa no haces sino estorbar». El simple preguntar «¿Cuándo tendremos un fin de
semana para vivirlo y disfrutarlo juntos?» Quizás el decirse uno y el decirle al otro: «nunca hemos
visto la ocasión de gozar juntos como otros el mes de vacaciones». Acaso porque no tienen recursos
para tanto.

Es fácil adivinar los sentimientos negativos en esos reproches manifiestos u ocultos, y lo que daña la
relación de la pareja. Es claro el peligro del recurrir a una confrontación, que será una pelea,
causando las heridas inevitables con esa pretendida solución. El simple conversar acerca de ello una
y mil veces, no llevará a ninguna conclusión positiva. Una vez más ha de primar el deber de ponerse
a dialogar sobre los sentimientos que se están teniendo; para que el amor no se quebrante, sino que
se logre la verdadera comprensión y la unidad de la intimidad en la relación de la pareja. Como es el
plan de Dios para el matrimonio.

Se tiene vida de pareja trabajando el uno para el otro y para ambos. Pero solamente se gusta con el
tiempo que saben dedicarse para vivir juntos y gozar de la compañía mutua. Necesitan saber emplear
el tiempo del ocio para el otro, y tratar de disfrutarlo juntos. Ellos dos solos cuando todavía no puede
ser con los hijos. Todos como familia, cuando los hijos pueden ya compartir ese disfrute del ocio junto
con sus padres. Pero deben aprender a disfrutar del debido descanso como un regalo que
proporciona Dios y que se goza mejor viviéndolo en compañía de verdadera pareja unida.

Otros problemas pueden surgir por el ambiente ingrato de la casa o de la vida en familia dentro del
hogar. Porque hay demasiados gritos, o porque hay demasiados silencios. Porque, en la televisión, si
uno agarra el mando a distancia todos los demás prefieren irse de casa o a dormir para no terminar
peleándose por causa de algo que tenía que ser un modo de convivencia en la familia. Acaso
también, cosa común en nuestros días, porque hay quien se apodera del internet, lo acapara, y llena
de cólera a los demás con su abuso. El mal ambiente en la casa puede quizás venir de recibir visitas
demasiado frecuentes, aunque sean de familiares del uno o del otro, mucho más si son amigos de
uno pero extraños para el resto de la familia.

Pueden venir también los problemas porque la mamá manifiesta tanta obsesión por el orden y la
limpieza en todo, que haga insoportable vivir así. O porque, contrariamente, hay tanto desorden en la
casa, que «eso es un verdadero asco». Acaso porque se piensa que «tenemos la casa hecha una
miseria», sin aquellos lindos muebles o artefactos que otros tienen; no atreviéndose a recibir
invitados, por pensar que se quedaría mal. También porque de ese modo, por lo que sea, no apetece
ni estar en casa; y los hijos, o acaso también los padres, prefieren estar fuera de casa todo el tiempo
que les sea posible, aunque lo sufra la convivencia armoniosa de la familia.

Los sentimientos de despecho, de rabia, de hastío, surgen fácilmente en uno de los cónyuges. Un
malestar permanente invade la vida de relación. El amor mutuo se ve negativamente afectado. La
intimidad de la pareja queda reducida sólo al acto de unión sexual, si es que se tiene. Con los hijos,
más bien abundarán los gritos y reprensiones. Si por la estrechez económica no se puede arreglar
alguno de esos detalles, de todas las maneras siempre se tendrán que buscar medios para que el
problema sea menor o no se dé.

Es un caso más en el que nada se soluciona con una confrontación o con una pelea, sino que se
agravará con heridas que entonces se ocasionen. Tampoco se gana mucho conversando sobre el
asunto, pues cada uno pensará tener él la razón y que el otro está equivocado. Solamente valdrá
el dialogar sobre los sentimientos que por esa causa se tengan, y buscar así el modo de amarse
asumiendo la realidad para compartirla en buena relación y corregir lo que acaso se pueda corregir o
mejorar. Son los esposos quienes deben buscar el arreglo de tal situación de un ambiente no grato,
tratando siquiera de mejorarlo. Y para ellos todo habrá de comenzar dialogando de esa manera que
proponemos, que es creadora de unidad en la pareja, buscando vivir la intimidad en el verdadero
amor que se juraron al casarse juntos. «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».

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Agradecemos al P. Vicente por su colaboración

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Las suegras en el matrimonio

P. Vicente Gallo, S.J.

Problemas que vienen de afuera - 1º Parte

Por si fuesen pocos los motivos para problemas que se dan dentro de la vida matrimonial misma,
todavía hay otros problemas que vienen de fuera al vivir en pareja. Es, por ejemplo, el caso de las
suegras y los parientes políticos de cada cónyuge. Sobre todo cuando, por necesidades inapelables
de la vida, se ha de vivir en casa de los padres de uno de ellos. El cónyuge en cuya casa se está, se
halla en «su propia casa», «con su propia familia». Pero el otro cónyuge necesariamente se ha de
sentir «en casa ajena» y con una familia que no es la suya propia, donde hasta se le mira como a un
intruso; inevitablemente él se siente a disgusto en esa situación.

Pero es que ni el uno ni el otro están en su casa propia, no son dueños y señores de su casa y de lo
que en ella hay, todo lo tienen como de prestado. Más que «la familia de esa casa» son «un estorbo»
en ella. Difícilmente pueden vivir y gozar ellos su intimidad. Allí, quienes mandan son la madre y el
padre de esa familia donde viven. Ellos, siendo también familia, no tienen el señorío en lo que les
corresponde llamar «suyo» como pareja de casados. Ya lo dice un refrán: «El casado, casa quiere».

Nosotros, sin embargo, que aunque los nuevos esposos tuviesen su casa propia con su propia
familia, todavía es muy fácil que los papás del uno (sobre todo la mamá) son los suegros del otro, y
viceversa; y que sigan aún considerando a su hijo o hija como suyos, muy suyos, mientras el otro o la
otra serán vistos como un rival, un «enemigo» que les ha quitado a quien era el fruto de sus entrañas.
Todo lo miran con esa animadversión; todo lo criticarán entonces como torpe o malintencionado en
quien no es su hijo o hija; y a su propio hijo o hija lo verán como «pobre víctima», un tonto, un
esclavo. Los hermanos de esa «víctima», se sentirán con el mismo derecho de juzgar y querer
arreglar lo que pasa en la casa de su hermano o hermana. Todo lo juzgarán mal hecho, por no
hacerlo según el gusto de sus papás con experiencia. Todos pueden entrometerse indebidamente en
esa pareja.

Lo que en estas situaciones sentirá el que es «de la otra familia», es fácil de imaginar: humillación y
tristeza, cólera e impotencia, y el miedo de que las cosas no van a mejorar, sino que empeorarán,
pues le parece que su pareja se deja manipular por «su familia», y que ama a su familia más que a su
propio cónyuge. Deben encontrar el modo de salir de esa situación.

¿Se arreglará sentándose juntos para en una confrontación aclarar las cosas y poner al otro en su
sitio como se ve necesario? ¿Poniéndose siquiera a conversar para aclarar las ideas correctas que se
han de tener en la vida de matrimonio como familia autónoma, y ver si se llaga a un verdadero
acuerdo? El primer camino sería más bien de perdición: de agresiones, de acusaciones y de réplicas
como defensa, de heridas mutuas, de mayor distanciamiento; si no se llega a que el más afectado le
diga al otro: «mira, si prefieres irte con tu familia dímelo y hazlo de una vez». El segundo camino sería
por lo menos inútil, porque seguramente saldrían a relucir culpabilidades no admitidas. El único modo
válido es dialogar como venimos diciendo. Escuchar uno al otro con el corazón haciendo que le
exprese todo lo que siente en esa situación, y hacerse incondicionalmente de su pareja, quitando lo
que por culpa suya los estaba separando.

Si pueden irse a vivir en casa aparte, aunque sea con menos comodidades materiales, puede ser la
solución a la que lleguen dialogando así. Pero si ven que mejor solución es quedarse en la casa en la
que viven, aquel que está en la casa de sus padres decidirá que la prioridad número uno para él es
su cónyuge, el matrimonio que hacen, la familia que ellos forman con el deseo de vivir en el amor sin
fisuras. Ambos, desde esa decisión firme de amarse, harán en adelante el mayor esfuerzo posible
para estar haciendo «familia aparte», su propia familia, aunque tenga que ser en esa situación poco
deseable pero necesaria. Defendiéndose ambos juntos y por igual de esas intromisiones que tienen
que estar padeciendo. Deben seguir defendiendo su intimidad de casados, cada uno ayudando al otro
para ello.


Agradecemos al P. Vicente por su colaboración
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Intervención de la familia de cada esposo en el matrimonio


P. Vicente Gallo, S.J.

Problemas que vienen de afuera - 2º Parte

También se debe estar atentos a los amarres que cada uno de los dos esté teniendo con su familia
propia, de la que no acaba de liberarse, aun en el caso de estar viviendo en casa propia y aparte.
«Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne», fue
la sentencia de Dios; muchas parejas parece que lo ignoran, y sus papás también. «Lo que Dios ha
unido, que nunca lo separe el hombre» añadió Jesús, y se les dice a los cristianos cuando se casan.
Pero también parece que no se sabe; y habiéndose casado porque Dios los unió, ocurre que no
solamente los dos de la pareja, sino los padres y los familiares de ambos, siendo esos «hombres», se
dedican a separar lo que Dios dejó unido.

Es natural que los padres y los familiares de cada uno sigan amando a quien es su hijo o su hermano.
Pero deben saber que ese amor consiste en desear y procurar para el hijo o hermano, porque lo
aman, su más verdadera felicidad, que sólo la encontrará en la intimidad con su cónyuge; mientras
que la frustrarán ellos con cualquier manera de hacerlos ser dos en lugar de que sean de veras uno.
Amarle sería hacer lo que contribuya a que ambos gocen de esa unidad en la más auténtica
intimidad. Dejarle de amar, será todo lo que hagan para interferirse en esa intimidad; haciendo que
sean dos en vez de ser uno, rompiendo la unidad de la pareja.

El recordado «Cuarto Mandamiento» sigue teniendo vigencia para los dos aun después de casados.
Pero ambos deben saber que ese «Cuarto Mandamiento» no se refiere sólo a la relación para con los
padres, sino a su vez a las relaciones de todos los de la familia y de los esposos entre sí. Una vez
más repetimos que, en los ya casados, el orden en las prioridades a atender es del modo siguiente:
en primer lugar está su cónyuge, el segundo lugar lo tienen los hijos, el tercer lugar los padres de
ambos por igual, y en cuarto lugar estarán los hermanos y también los amigos del uno y del otro.
Siempre se ha de salvar el orden de esas prioridades, no trastocándolas.

Si hay que atender a los padres o a los hermanos del uno o del otro, al ver que lo necesitan, habrá de
hacerlo no el uno, sino los dos, bien unidos y de acuerdo. Nunca «con lo mío», sino «con lo nuestro»
incluyendo «y de los hijos». Cuando uno reciba algo de su familia, un bien mueble o inmueble, no
será para decir «esto es mío», sino «esto es nuestro». Haciéndolo así, no se crearán por ello
conflictos en la relación de la pareja. Los hijos también han de contar al hacer familia y amarse; todo
lo del matrimonio es de los hijos también, teniéndolos siempre en cuenta.

Igualmente, son los dos juntos quienes deberían visitar a «su familia», no cada uno a la suya propia.
Mucho menos se habrá de ir con cuentos o con chismes a «mi papá» o «mi mamá», a «mi hermana»
o «mi hermano», y menos aún a «mi amigo» o «mi amiga»; las confidencias deben hacerse siempre
el uno al otro en la pareja, porque entre ellos hay esa intimidad.

Pero cuando ocurran conflictos en la pareja por tales situaciones, nunca deberá dejarse la cosa para
que se resuelva sola y por sí misma. Una vez más debemos recordar que tampoco se resuelven
con una confrontación al decir las cosas claras al otro, acusándole e hiriéndole. Ni servirá
muchoconversar los dos juntos sobre el tema para aclarar el asunto, pues cada uno terminará
pensando que la razón la tiene él. Solamente servirá el dialogar sobre los sentimientos que tiene
quien se ve molesto, y hacerlo antes de que tome mayor volumen el problema. Crecerá más la
relación de pareja desde la solución de ese conflicto, con la confianza que uno está teniendo en el
otro para contarle a él sus sentimientos latentes, y la gratitud del otro al verse muy amado con esa
confidencia que se le hace a él y no a otra persona en lugar suyo, como sabe que otros generalmente
suelen hacerlo.


Agradecemos al P. Vicente por su colaboración
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Amigos y amigas de ambos esposos

P. Vicente Gallo, S.J.

Problemas que vienen de afuera - 3º Parte

En la vida de pareja hay que estar atentos también a otra fuente de conflictos un tanto similar a la
anterior. Se trata de los amigos de cada uno. Los amigos que cada uno tuvo antes del matrimonio, no
son para olvidarlos desde el día del matrimonio. Normalmente estuvieron invitados a la boda e
hicieron probablemente su correspondiente regalo. Lo más hermoso sería que siguiesen siendo
amigos verdaderos; pero no ya siendo amigos de uno o del otro, sino amigos de ambos como
casados. Después de haberse casado uno y otro pueden seguir haciendo amigos nuevos, es natural.
El cultivar las propias amistades es una tarea muy buena. Aunque peligrosa.

Cuando las cosas no se hacen debidamente, el peligro puede ser hasta grave. Es claro cuando el
esposo cultiva la amistad con una mujer si la toma como «mi amiga», o cuando la esposa tiene y
cultiva la amistad con un hombre diciendo «es mi amigo». Surgirán por lo menos «los celos», que son
un enemigo funesto en la relación de intimidad que ha de darse en la pareja. Podrá llagar hasta una
ruptura del matrimonio concluyendo: «nada, vete con ella (o él) de una vez», o bien: «anda, vete con
esa persona y olvídate de mi». Una ruptura que se puede dar sin que se haya llegado ya a un
adulterio conocido por ambos.

Encierran ese peligro las cartas, las visitas, las llamadas telefónicas, por tratarse de «mi amigo o
amiga». Mucho más los viajes para cumplir con esa amistad. Pero también si se sabe de confidencias
a quien es «mi amigo o amiga», que no se le hacen ni a la familia, ni tampoco a la propia pareja.
Como es grave igualmente el pedir préstamos o darlos por cuenta propia, sin contar con tu pareja, a
quien es tu amigo o amiga y sólo porque lo es. Hasta el hacer o recibir regalos así es fuente de
problemas; mucho más si son frecuentes o se reciben para uno y no para los dos.

Un confrontar al otro para que dé explicaciones y para exigir que rompa con esa amistad, sería una
pelea que pusiera peor la situación. Conversar con el otro para convencerse de que no hay nada
peligroso ni hay motivos para pensar nada malo, también serviría para muy poco, no convencerían
las razones. Una vez más, en estos problemas, igual que en todos los que haya en la vida de relación
de la pareja, la solución estará en dialogar sobre los sentimientos, desde el principio, y con el amor
como deben abordarse los conflictos para encontrar la solución satisfactoria y crecer más en amarse,
alimentando la intimidad con la debida confianza mutua.

El matrimonio no termina en los primeros años de convivencia en pareja, ni siquiera en los 25 años
hasta celebrar las Bodas de Plata; puede durar, y así se desea, 50 años, en los que se celebren las
Bodas de Oro, y aun quizás bastante más actualmente. Igualmente duran los problemas posibles en
la vida de pareja. Los mismos hijos, fruto y gozo del amor matrimonial, ya antes de las Bodas de Plata
tienen sus 20 años, son mayores de edad, son adultos, personas ya hechas, con todos sus derechos
personales, entre otros el de vivir su propia autonomía con su personal responsabilidad, y el buscar
su propio matrimonio, ya no lejano, sin que nadie se lo imponga.

Los padres, acostumbrados a ver los niños necesitados de la dependencia de ellos, se resisten a
aceptar esa emancipación o autonomía. Pero han de ser los hijos, y no los padres en lugar de ellos,
quienes han de enamorarse y casarse, aunque a sus padres no les guste la pareja que han elegido.
Son ya los hijos quienes tienen su carrera o profesión; ellos deben elegir cómo se realizarán y en qué.
Los hijos harán su propia vida, con sus propias ideas, sus ideales y sus sueños, libremente, sin pedir
permiso a sus padres. Aunque estos deben estar siempre atentos y aconsejar bien a los hijos.

Es frecuente, aunque no general, que los hijos varones tengan el conflicto con su padre, buscando el
cariño y el apoyo en la madre, y las hijas, por lo contrario, tengan los desacuerdos con su madre, y
será en su padre en el que buscará apoyo. Pero tanto ellas como ellos tendrán conflictos con sus
padres desde la propia autonomía y libertad que defienden, y frente a la autoridad que los padres
siguen queriendo imponer exigiendo obediencia. En esos conflictos, fácilmente los padres se dividirán
en pareceres y en apoyar u oponerse a las opciones que tomen alguno de los hijos ya adultos.

En consecuencia, a causa de los hijos adultos, la buena relación de pareja que deben mantener
intacta sus padres se puede ver afectada por tales divergencias. Las opiniones y los afectos
divergentes entre quienes siguen siendo matrimonio teniendo que ser felices en una verdadera
intimidad, hacen que la unidad deseable de la pareja se vea fuertemente afectada para mal. Los
sentimientos que surgirán en cada uno de ellos, serán igualmente distintos, acaso opuestos. Junto
con esos sentimientos, los pensamientos en los que divergen harán que se estén quizás acusando y
peleándose por dentro, y aparecerán comportamientos de fricción o de agresiones mutuas, con los
que será muy difícil la buena relación que deben tenerse como esposos. Lo que comienza siendo
algo interior, también se manifestará externamente de un modo o de otro. Y los hijos, al verlo, se
reafirmarán en pensar que la razón está a su favor de todos modos.

Un caso, entre muchos, es que las mamás, lo mejor que hay en la vida, se convierten en lo peor para
las nueras; desde que un hijo se casa, se duelen de lo que ven o se imaginan en la sujeción de ese
hijo a su esposa. Parecido a los hombres papás, que se hacen igualmente suegros del marido de sus
hijas. Siempre puede ocurrir que lo que apoya el papá, la mamá lo desaprueba; y lo que la mamá
apoye, el papá lo critique o censure.

El matrimonio es para toda la vida. Después de 25 años de casados pueden quedar aún muchos más
para vivir juntos en el amor, enamorados ojalá como en el día en que se casaron. Pero los conflictos
que aquí citamos se dan, no sólo antes, sino también después de los 25 años de matrimonio. Y como
en todos los problemas en la vida de pareja, ni la confrontación, ni el conversar para aclararse,
arreglan la situación, sino que fácilmente la agravan por las heridas que se causen en esos modos de
pretendida solución. Sólo el dialogar sobre los sentimientos que se tienen por razón de ese problema,
es lo que puede aportar la solución deseable de mayor unidad y una verdadera intimidad en la pareja
unida ante Dios en el Matrimonio, tan sagrado cuando es Sacramento y también cuando no lo es.


Agradecemos al P. Vicente por su colaboración
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La dificultad para dialogar sobre los sentimientos en el matrimonio

P. Vicente Gallo, S.J.


Otros temas difíciles, 1º Parte

Titulamos esta publicación “Otros temas difíciles”. La “dificultad” a la que nos referimos no está
propiamente en “los temas” que vamos a recorrer. Ni tampoco en que sean especialmente graves los
“problemas” o conflictos en la pareja que puedan surgir por esos temas. La “dificultad” que decimos
está, más bien, en la decisión que la pareja debería tomar para dialogar sobre los sentimientos
surgidos en uno y en otro por los problemas que se ocasionan en esos temas. Quede esto aclarado
previamente.

Todos los problemas que vamos mencionando son difíciles para ser abordados dialogando sobre los
sentimientos que surgen desde esos conflictos. Son difíciles no porque cueste captar los
sentimientos que se están teniendo, ni porque sean muy abrumadores, sino porque es difícil abrirse y
dialogar sobre ellos. Vamos a fijarnos ahora en algunos temas en los que más difícil se hace ese
hacer frente a lo que se está sintiendo y manifestarlo al otro en el diálogo.

Comenzamos por el simple caso de la escasa comunicación personal que está teniendo en la pareja,
y acaso no por culpa del otro sino de uno mismo. Cuando eran novios sabían muy bien que su amor
no era válido sino se veían todos los días, sino se hablaban largamente y de todo, incluso de sus
intimidades; y se daban muestras de amor con besos y caricias o tomándose de la mano. Si por
necesidades del trabajo, o de lo que fuere, tenían que vivir en ciudades o países separados, veían
necesario escribirse con mucha frecuencia y acaso diariamente. Ahora, ya casados, el amor mutuo
tiene las mismas exigencias; pero ambos se olvidan de satisfacerlo.

Por la razón del trabajo de uno o de los dos, hay días que apenas se ven. Cuando por fin están
juntos, normalmente no se besan ni expresan su amor con alguna caricia. No tienen humor para
hacerlo. Apenas conversan entre sí, o lo hacen siempre sobre temas intrascendente, hablando del
clima o de cualquier noticia, menos de lo que toca su relación o los intereses que sean comunes a la
pareja. Si es que no abundan en sarcasmos, en críticas al otro, en pequeños insultos. Puede estar
sucediendo que no se comunican sino es con gritos o culpándose de todo el uno al otro.
La dificultad que todo ello está originando en uno o en los dos para tomar la actitud de dialogar,
muchas veces radica en que les parezca que así es en las demás parejas, que es la vida rutinaria de
cada día en matrimonio, y que se deben dejar ahí esos problemas. Piensan que no es una cosa como
para dialogar sobre ella. Les parecería complicar la vida en pareja.

Están en una gran equivocación, toda esa comunicación entre ambos tan deficiente y poco deseable,
en los dos produce sentimientos negativos que originan pensamientos de crítica al otro, y también de
la situación que viven; no precisamente culpándose a uno mismo sino al otro. Pero igual que los
pensamientos, vienen frecuentemente las palabras, y las actitudes de poco amor, con un mal
disimulado distanciamiento mutuo que se aguanta un día y otro, pero que no se asimila y no se puede
asumir; porque todo ello es convivir sin amarse de veras ni sentirse felices de ser pareja. Sino es que
se llega a sentir insoportable estar juntos; entonces, prefieren buscarse compañías fuera de casa. Lo
cual agrava más el conflicto.

Difícilmente se sentarán juntos para hablar sobre el problema que les está agobiando. Es posible que
no llegue el día en que se enfrenten y se peleenpor esa situación, ni aún con el fin de desahogarse.
Aunque poco arreglarán si lo hacen, sino que más bien empeorarán su relación. Ojalá llegue el día en
que uno de los dos plantee la necesidad de dialogar, abriéndose al otro para comunicarle los
sentimientos que dichas realidades producen en él; y el otro, escuchando con el corazón, cuente
también los sentimientos suyos. Dialogando así, los dos decidirán amarse más de veras.

Lo que nunca debe ocurrir es algo que uno de los dos ya temía, y acaso es la razón por la que no se
atrevía a plantear un posible diálogo sobre los sentimientos que está experimentando y es consciente
de ellos. Me refiero a que el otro, si se le habla de tales sentimientos como destructivos del amor de
la pareja a nivel de intimidad, reaccione respondiendo que eso es estar cayendo en demasiada
sensibilidad, que no hay razón válida para tener esos sentimientos por problemas que “no existen”,
porque él no los valora tanto o porque no quiere ni aun percibirlos. Piensa que su matrimonio es
normal como cualquier otro. Y en esto por desgracia, tiene razón; pero no debería resignarse a que
su relación de pareja siga siendo tan deficiente.
...
Agradecemos al P. Vicente por su colaboración
...

Problemas en el matrimonio ocasionados por la jubilación

P. Vicente Gallo, S.J.

Otros temas difíciles, 2º Parte

Otra situación que ocasiona problemas en la vida de relación de pareja es la de la jubilación.


Anteriormente hemos visto los problemas que surgen a propósito del trabajo, y también llegado el
caso de perderlo por un despido que no se deseaba. Pero lo de la jubilación es distinto. Es asunto de
la edad y de leyes laborales razonables. Es algo que tiene que ser así; pero que le dejará a uno en
una desocupación difícil de digerir y de no saber qué hacer en adelante con la vida, cuando uno se
siente aún con fuerzas y valioso. Después de un montón de años acostumbrado a estar ocupado
trabajando, para muchos se hace harto dura esa ociosidad obligada.

En los países que gozan de alto progreso social, la cosa se atenúa, se hace más llevadera, porque se
percibe una pensión económica satisfactoria como recompensa por los años trabajados; y porque la
sociedad misma tiene en cuenta el problema de la desocupación, proporcionándoles unos centros de
esparcimiento adecuados y de convivencia feliz con los otros jubilados. Pero en países en vías de
desarrollo, la pensión que dan es con frecuencia como para pasar hambre y penurias de toda clase,
miserable recompensa por toda una vida sirviendo con el trabajo; y no hay para los jubilados mucho
espacio organizado donde puedan atenuar el vacío de su desocupación, con los problemas que
ocasiona a su persona y a la relación de pareja.

Ocurre que no sabe uno a dónde ir para “matar el tiempo”. Si se queda en casa, se le dice que está
estorbando; y si va a la calle, se le reprocha que “a dónde irá”. Si lo aprovecha, ahora que puede,
para dormir más tiempo que antes, se le hecha en cara llamándole ocioso; y si no lo hace así, le dirán
que para qué se levanta tan temprano. Haga lo que hiciere, se le critica. Si no sucede que se le echa
en cara esa mísera pensión que percibe. Y así años y años que puede durar tal situación hasta, al
final, morir.

Los sentimientos que van minando el ánimo de quien se ve desocupado, son muchos y muy
negativos. Generalmente optará por callárselos, porque se vería censurado con el reproche de no ser
capaz de admitir que la jubilación es cosa obligada, y que así tiene que ser ahora su vida. Cuando el
trabajo le impedía poder gozar de la compañía de su pareja, no podía gozar de veras de su
matrimonio. Ahora, cuando ya no trabaja y podría gozarlo, se lo prohíben de cualquier modo. Sólo le
queda aguantarlo sin saber cuántos años tendrá que sufrir esa situación, ni tampoco cómo atenuarla.
Sus sentimientos negativos son, a veces, muy fuertes. Al verse no comprendido por nadie, le resulta
muy difícil desahogarse comunicándolos como son a quienes le rodean, a no ser a los amigos fuera
de casa.

Ojalá suceda que su pareja sea consciente de lo penoso que le resulta verse desocupado e
incomprendido. Pero que no le diga “mira, vamos a conversar sobre ello para aclararnos”; no
ganarían nada sino hacerle gustar más su amargura. Desahogarse reprochándole su comportamiento
por no aceptar estar jubilado, sería una pelea, de peores efectos aún. Lo único que procede es
decidirse a sentarse un día juntos, y pedirle, al que está afectado por sentimientos tan dolorosos, que
se los cuente confiado, en auténtico diálogo. Dejándole hablar y explayarse a satisfacción; siendo
todo oídos y corazón para escucharle, con el fin de darle el apoyo grato de su compañía que no le
falla. Solamente su pareja debe ser su apoyo en las penas. Ojalá sea en su pareja donde halle la
comprensión y el verdadero amor que necesita igual que cuando se casó, y no tenga que ir a
mendigarlo a otra parte fuera de su propia familia.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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Cuando en el matrimonio cada uno tiene diferente religión

P. Vicente Gallo, S.J.

Otros temas difíciles, 2º Parte


Otro tema del que pueden surgir problemas profundos, aunque sutiles y difíciles de abordar
dialogando, es el relativo a la relación con Dios; de los dos esposos cada uno por su parte, y de los
dos como pareja. No desearía a nadie que se case con quien tiene religión distinta, fe cristiana
distinta, o ninguna religión. Aunque puede haber quienes piensen que eso no tiene importancia para
que sea buena o mala la relación de una pareja en la vida de matrimonio, si se tienen amor
verdadero, yo afirmo que están muy equivocados, que normalmente se originan problemas serios por
esa causa.

Aun pensando en el caso de que ambos tienen el mismo credo. El uno lo practica en su vida,
mientras el otro vive al margen de lo que cree. El uno va a Misa todos los domingos, y el otro nunca
cumple esa obligación cristiana. Acaso, por ello, surge un conflicto cuando se plantean en pareja el
deseo de una salida de esparcimiento en el Día del Señor, en el tiempo normal o cuando los dos a la
vez están gozando sus vacaciones.

En la actividad sexual de la pareja, habrá problemas cuando el uno es muy estricto en las exigencias
de la moral cristiana, mientras el otro está acostumbrado a tomárselo muy relajadamente, como si no
hubiera Dios. Pero es que puede haber conflicto hasta cuando el uno quisiera que en la familia se
rece el Rosario o se lea la Biblia, y el otro no pasa por ahí. Acaso cuando uno se involucra en
actividades parroquiales, y al otro no le gusta ni hacerlo ni que su cónyuge emplee su tiempo en esas
cosas.

Por de pronto, las divergencias que se tengan en lo religioso, no las arreglará una confrontación; por
muy amistosa que se quiera hacer, será para hacerse heridas y distanciarse más. El conversar para
intercambiar sus respectivas opiniones sin querer pelear por ellas, tampoco servirá gran cosa para
arreglar los problemas que esa discusión haga cambiar a uno u otro de sus opiniones o creencias, y
los problemas persistirán. La manera de que uno pueda convencer al otro en este asunto es siendo
mejor que él como persona en todo el proceder y que se vea que es por su fe.

Solamente el acudir a un diálogo abierto y confiado sobre lo que uno y otro sienten ante esos
conflictos, que afectan su vida de relación de pareja, podrá servir para algo: recuperando el amor por
encima de las diferencias en lo religioso. Difícilmente arreglarán los problemas surgidos, pero sí,
quizás, el problema de su relación deteriorada. Lo que ya sería un logro muy importante.
En el diálogo sobre los sentimientos y la aceptación amorosa mutua, será como puedan revisar
ambos sus ideas, entendiendo que ambos deberían cambiar sus actitudes algo siquiera, y tratando de
ponerse de acuerdo en ellas, llegando al pacto de vivir en paz a pesar de sus diferencias. Antes de
casarse juntos, ambos sabían que lo hacían con esas diferencias de fe, porque aun así se amaban;
es por lo que ahora pueden pretender aceptarlas y amarse a pesar de tenerlas. También ahora
deberían lograrlo.

Claramente es muy difícil decidirse a tener un diálogo cuando es este tema el que crea los conflictos
de relación. Y es poco probable que las cosas se arreglen aun con ello; porque el problema que hay
de la divergencia en lo religioso normalmente permanecerá. Pero si es muy válido hacerlo al dialogar
sobre cualquier otro problema existente en la vida de pareja, mucho más en este tema será valioso el
que uno diga, y el otro lo acepte como arreglo: «mira, vamos a rezar juntos un poquito»
Probablemente terminarán la oración más cerca de Dios, que es lo importante, y se darán un beso
con profundo amor, acaso con algunas lágrimas secretas de gozo. ¡Qué importante es rezar juntos en
pareja!
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración. Asimismo pedimos oraciones por la salud
del P. Vicente que se encuentra muy delicado.
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Dificultad en el matrimonio para lograr el diálogo sobre los problemas en torno a la vida sexual
de la pareja

P. Vicente Gallo, S.J.


Otros temas difíciles, 3º Parte

Un tema delicado, en el que se originan problemas muy profundos en la vida de relación de la pareja,
y que muchas veces se dejan estar como algo irremediable o como si no hubiera que dar mayor
importancia al asunto, son los conflictos que surgen en torno a la actividad sexual dentro del
matrimonio. Hay en ellos una dificultad muy especial para abordarlos, sea por vergüenza que se tiene
en este tema, sea por la educación errada que ambos recibieron al respecto, sea por el rubor natural
que afecta a ambos al querer hablar de este tema tan específico y sobre los problemas que quizás se
estén originando en la relación de pareja, acaso desde hace ya tiempo, por causa de no haber
dialogado nunca sobre ello.

Cuando el uno (generalmente el hombre) exige al otro la relación sexual en una circunstancia en que
el otro siente razonable rechazo. Cuando el uno (generalmente el hombre) tiene tal fuego pasional
que exige esa relación sexual con excesiva frecuencia, y la otra persona se siente ya cansada de
padecerlo. Cuando el uno (generalmente el hombre) quiere hacer uso del sexo de manera inadmisible
por ser inmoral.

También cuando el uno (generalmente la mujer) se siente usada en vez de amada de veras en el acto
sexual, y ojalá no sea sintiéndose chantajeada y manipulada hipócritamente. Cuando cualquiera de
los dos dijo “no quiero” ante la petición del otro, en un caso en el que sería razonable decir “sí”. Acaso
cuando el uno (generalmente la mujer) decide no tener ya en adelante relación sexual alguna y aun
exige al otro dormir en lecho diferente de ella. Sería más grave aún el problema cuando se exige el
sexo y hay de por medio un adulterio o sospechas fundadas del mismo.

En todos esos casos, y otros parecidos, los sentimientos negativos que afectan al uno y al otro son
especialmente fuertes. Como son especialmente fuertes los sentimientos positivos que afectan al uno
y al otro si se unen sexualmente con verdadero amor y con manifestaciones auténticas de lo que
haciéndolo se aman. Porque la falta de esas manifestaciones también puede estar creando
sentimientos negativos, aunque pareciesen cosas de menor importancia y aun sutiles.
Claramente son problemas difíciles en sí para abordarlos, como decíamos arriba al comienzo. En los
sentimientos negativos fuertes que por esa causa de la relación sexual se están teniendo, lo normal
sería acudir a la confrontación; pero no con amor, sino en una verdadera pelea de acusarse y
defenderse los dos mutuamente, terminando en un mayor distanciamiento o en una verdadera ruptura
del matrimonio. Sería muy raro que se optase por conversar con serenidad, siquiera intercambiando
opiniones sobre el asunto; les parece un tema “tabú”.

Pero, una vez más, lo único válido, aunque difícil ciertamente, sería dialogar, con mucho amor y el
deseo de amarse mejor, acerca de los sentimientos negativos que uno está experimentando; y ser
escuchado por el otro con mucho respeto, con una escucha de veras “con el corazón”. Los dos
tendrán sus sentimientos al respecto, y ambos deben compartírselo al otro. Cada uno hará suyos los
sentimientos de su cónyuge, y cada uno debe asumir sinceramente lo que a él le corresponde de
culpabilidad. Si es para ello el caso, los dos deben otorgarse el más auténtico perdón, necesario en el
verdadero amor de pareja que desean recuperar. Y así, aceptándolo todo aunque doliese, se amarían
mejor en adelante sin recelos ni distancias.

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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración. Asimismo pedimos oraciones por la salud
del P. Vicente que se encuentra delicado.

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Cuando no se puede hablar de la muerte en el matrimonio

P. Vicente Gallo, S.J.

Otros temas difíciles, 4º Parte


Veamos también otro problema que, al escuchar su mención, quizás puede resultar un tema banal,
inútil, o macabro. Y por ello es tema difícil de abordarlo y dialogar sobre él. Me refiero al tema de la
muerte tan segura, de cada uno, y de los al final. Se quiera pensarlo o no, uno de los dos se ha de
morir primero; el otro, entonces, se quedará solo. Y al final, cuando los dos hayan muerto, ¿qué
quedará de sus sueños juntos y de sus afanes por haberlos realizado? ¿Serán recordados con
gratitud o quizás olvidados con menosprecio? Tantas preguntas posibles que puede hacerse uno
sobre ese tema sin que puedan soslayarse si no es neciamente.

Puede llegar uno a enfrentarse con esa triste realidad cuando se ha tenido un percance en el que
estuvo él casi en las manos de la muerte, salvando por esta vez la situación no sabe uno por qué.
También, cuando alguna persona muy allegada a quien le ha ocurrido otro percance distinto, murió a
causa de ello inesperadamente. Sencillamente, poniéndose un día a pensar en esa posibilidad de
tener que morir uno de los dos, sin saber cómo ni cuándo, pero con la certeza de que llegará el caso
y no muy tarde.

Las preguntas que entonces uno se hace, cuando es desde un verdadero amor de pareja, son muy
distintas de las que nos hacemos en tantos otros problemas. Son preguntas muy entrañables. “¿Qué
será de mí si llega a faltarme mi pareja a quien ahora amo sólo a mi manera sin pensar que no
siempre vamos a estar juntos?” “¿Qué será de mi pobre pareja si llego a morirme yo?” “Si yo llego a
morirme inesperadamente o aun esperándolo, ¿me arrepentiré de haber amado tan poco y de modo
tan deficiente a mi cónyuge al que no podré ya amar en adelante?” “¿Me arrepentiré de haberme
dejado amar tan poco y de no haber gozado en plenitud la compañía de mi pareja?” Y otras
preguntas parecidas. Además de las que podrá hacer pensando en los hijos, que quedan aquí al
morir uno de los dos.

Ante tales preguntas u otras, indudablemente surgirán sentimientos muy fuertes. En un cristiano,
podrían ser sentimientos de alegría, como San Agustín nos cuenta que eran los de su madre Mónica
al verse en el trance de morir, como sucedió de hecho a los pocos días. Igual que San Pablo al
escribir con amor a los cristianos de Filipos desde la cárcel cuando ya estaba condenado a muerte.
Esa alegría se siente sólo teniendo la misma fe de ellos, que no es fácil tenerla; por lo que esas
preguntas producen sentimientos de angustia, de temor, de tristeza y otros parecidos.

Cuando los sentimientos son negativos y dolorosos: de tristeza y pena por haberse amado poco y tan
mal; de rabia, porque no se podría volver atrás para recuperar ese tiempo perdido y amarse mejor, de
temor grande, ante la certeza de que esa lamentable realidad llegará más pronto de lo que uno
querría y que es inevitable. Una confrontación con pelea o sin ella, es cosa fuera de lugar. Conversar
sobre el tema, es de mal gusto, y no valdría para que el amor que se tienen crezca en intensidad y en
madurez.

Sólo cabe dialogar sobre los sentimientos que ante dichas preguntas a uno le invaden. Algo que no
suele hacerse, pero que sí sería muy sano hacer ese diálogo alguna vez. Con ello, se fortalecería
mucho el amor anodino que se están teniendo en la pareja; buscarían cómo amarse más de veras ya
desde ahora, sin continuar perdiendo el tiempo que tienen para hacerlo, y sentirse felices viviendo
unidos. En vez de un diálogo macabro, será un diálogo muy amoroso ese que experimentarán, y
lograrán sentir la más profunda intimidad, el objetivo por el que Dios les hizo el uno para el otro y con
su amor los unió en matrimonio.

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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración

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El Matrimonio: Gran misterio es éste

P. Vicente Gallo, S.J.

Misterio del Sacramento, 1º Parte

Hablando del matrimonio, San Pablo exclama en su Carta a los Efesios: “Gran misterio es este, que
yo lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 12). Al leer estas palabras del Apóstol en la Carta a
los Efesios, generalmente se comprende que hable de “un misterio”. Pero solemos dejarlo en eso, un
“misterio”; y pasamos adelante sin más, no tratamos de profundizar en él.

En la liturgia para las Bodas, la Iglesia le dice a Dios: “Es deber nuestro y es nuestra salvación darte
gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno; porque estableciste
con tu Pueblo la Nueva Alianza para hacer partícipes de la naturaleza divina y coherederos de tu
gloria a los redimidos por la muerte y la resurrección de tu Hijo Jesucristo. Toda esta liberalidad
generosa la has significado en la unión del hombre y la mujer, para que este sacramento que
celebramos nos recuerde tu amor inefable” (el amor con el que se une Cristo con su Iglesia) ...“Y así,
al que creaste por amor y al amor le llamas, le concedes participar en tu amor eterno; de manera que
el sacramento de los desposorios, signo de tu amor y caridad, consagra el amor humano por
Jesucristo el Señor nuestro”. (Prefacios de la Misa de Matrimonios).
La unión del varón y la mujer en matrimonio, y el amor con que se unen queriendo permanecer en él
unidos para siempre, es algo que brota como cosa natural de los seres humanos: así lo hallamos en
todas las culturas, épocas y religiones. Se realiza con ello una “alianza” distinta de todos los otros
pactos humanos; con un amor distinto también de todos los otros modos de amarse que usan los
hombres. Hacerlo así es algo natural, no precisa enseñarse.

Pero nuestra fe, ya desde su origen judío, lo entiende como el plan que tuvo Dios al crear a los seres
humanos: Dios los hizo pareja, y así es como los hizo “a su imagen y semejanza”. Los mismos Libros
Santos, contemplando la Alianza que Dios hace con Israel su Pueblo, la comparan con la alianza que
el hombre y la mujer pactan al casarse. Esa “alianza” que el hombre y la mujer creyentes hacen,
casándose porque se aman, es semejante a la “Alianza” de Dios con su Pueblo Israel, y más aún con
la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios.

Veamos que una “alianza” no es igual que “un contrato”. Sería un “contrato” el decir: “desde ahora, yo
traeré el dinero, y tú te ocuparás de la casa y de los hijos”; “ en nuestro matrimonio tú pondrás el 50
por ciento, y yo pondré el otro 50”; o cosas parecidas. Pero una “alianza” no implicará tales
negociaciones. En ella se proclama la decisión de los dos para amarse sin poner límites; en ambos
cónyuges se da la promesa de serle fiel al otro, de amarle pase lo que pase, y así respetarse y
ayudarse todos los días de la vida. En una “alianza” lo que importa es la fidelidad mutua: el amor
mutuo, y no por los derechos y obligaciones que se hayan fijado en un pacto, pero que hoy se
asumen, y mañana, si llega el caso, se rescinden junto con el contrato.

Posteriormente a Israel, la fe cristiana nos hace tomar en serio que Dios es Tres Personas, unidas
con tal relación de Amor que son un solo Dios. Afirma también el misterio de que Dios decide hacerse
hombre, en su Hijo, para hacer suya nuestra humanidad como un esposo hace suya a la esposa de
sus amores. Así Cristo hace a la humanidad su Esposa en quienes se entregan a ser de El por el
bautismo o por el matrimonio constituyendo su Iglesia.

El matrimonio entre un varón y una mujer que son cristianos, es la realización cabal de ser “imagen y
semejanza de Dios”. Se unen con un amor distinto de cualquier otro “amor”. Se unen con el amor con
el que Dios es Tres Personas, haciendo un solo Dios; con el Amor por el que Dios se une en Alianza
con los hombres haciéndolos su Cuerpo; con el amor divino que Dios pone en nuestros corazones de
creyentes por el Espíritu Santo que nos da. Eso es amar el esposo a su mujer como Dios la ama, y
con ese mismo amor la esposa a su marido: como Cristo ama a la Iglesia su Esposa, su Cuerpo.
Cumpliendo así aquella sentencia divina de “los dos serán una sola carne”. Verdaderamente este es
“un gran misterio”, un misterio de nuestra fe.

II

Como Pablo reflexiona, en su Carta a los Efesios, nosotros vemos estas obvias consecuencias: amar
el esposo cristiano a su esposa cristiana “como Cristo ama a su Iglesia”, es enamorarse de ella como
“salvador” de esa mujer a la que hace “su cuerpo”. La ama con el amor de querer ayudarla, y ella con
la sumisión (Ef 5, 21) necesaria para dejarse ayudar y salvar. Con un amor por el cuál cada uno se
entrega a sí mismo, dando su vida por el otro, para salvarlo de su situación de verse perdido, y sin
que ninguno se muestre rebelde al amor del otro, no dejándose amar o no queriendo responder de
modo parecido.

Cada esposo debe amar su pareja como Cristo a su Iglesia. Para hacerle santo siendo pecador, para
purificarle mediante el baño del sacramento recibido con fe en la Palabra divina. Para presentársele a
sí mismo luciendo de hermosura, “sin mancha ni arruga ni nada semejante sino santo e inmaculado”.
Cada uno de los dos es quien tiene que hacer al otro tan digno de ser amado. Como Cristo lo hace
con su Iglesia.

Así deben amar los maridos a sus mujeres: “Como a sus propios cuerpos”. “El que ama a su mujer,
se ama a sí mismo”, y “nadie -dice Pablo- aborreció jamás a su propia carne, sino que la alimenta y la
cuida con cariño; lo mismo que Cristo a su Iglesia porque somos miembros de su Cuerpo”. Este,
afirma San Pablo, es el “gran misterio que yo digo respecto a Cristo y a la Iglesia”. Porque, según la
Escritura, “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola
carne”.

Junto con la Iglesia, podemos decir a los esposos: Marido, tu mujer se verá tan hermosa, radiante y
feliz de estar casada contigo, cuanto tú seas capaz de hacértela para ti así cada día; Esposa, tu
marido será tan digno de que estés enamorado de él, cuanto tú seas capaz de hacértele así siempre.
Como Cristo lo hace con cada uno de nosotros, su Iglesia, aunque seamos pecadores.

La mujer, al casarse, le dice a Dios: “Yo tomo a este hombre como esposo, (tal como es y le
conozco); y prometo serle fiel, para amarle, respetarle y ser su ayuda todos los días de mi vida”.
Diciendo “quiero amarle” como él es, “respetarle” como él es, y “ayudarle” a ser mejor como él quiere
serlo y como yo deseo encontrarle, para vivir enamorados todos los días de la vida. Lo mismo que ha
dicho el hombre al tomar por esposa a esa mujer como es, no a otra distinta.

En otro lugar dice San Pablo, hablando del “amor que nunca pasa”: es un amor que, a semejanza del
amor de Dios, “es comprensivo, se expresa en servicios, no tiene envidia; no quiere aparentar, ni
busca el propio interés; no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de encontrar lo
reprochable, se goza siempre con la verdad. Es el amor que disculpa sin límites, cree en el otro sin
límites, espera en el otro sin límites, lo soporta todo sin límites”. Así nos ama Dios. Ese es el amor
que promete el hombre a la mujer y la mujer igualmente a su marido: amarse uno al otro como Dios
ama a cada uno.

Amar al otro como Dios le ama, es lo distintivo del matrimonio cristiano. Un matrimonio así, es
indisoluble; porque se funda en un amor que no se puede traicionar. Es a Dios a quien se le hacen las
Promesas, a través de la Iglesia; y lo que se promete a Dios nunca se podrá violar, como Dios no
viola lo que nos promete. Hechos Cuerpo de Cristo mediante el Sacramento del Matrimonio, son de
El los corazones de cada uno: para que Cristo ame al otro con ese corazón que se le da. Amarse así,
no debe acabarse, como por nada se acaba el amor que nos tiene Dios; y eso es lo que da la
verdadera felicidad. Un amor que no tenga esa garantía no puede hacerlos feliz en el matrimonio.

Abrazarse dos personas llorando juntas, es signo de la amistad profunda que se tienen. Darse la
mano y brindar juntos después de un contrato, es signo de la fidelidad de amigos y aun de hermanos
con la que han firmado el acuerdo. Tener un crucifijo en un escritorio de trabajo es signo de que son
de Cristo quien allí trabaja y el servicio que quiera prestar con su labor.

De ese mismo modo, el casarse un hombre y una mujer cristianos delante de Jesucristo presente en
los creyentes y el ministro de la Iglesia, que es ante quienes se casan, es signo de que se unen en
matrimonio siendo Iglesia de Cristo: para realizar en su matrimonio el plan de Dios por Cristo
manifestado. Se hacen de Jesucristo como pareja, en una Alianza como con Dios; no con simple
contrato, que hoy se hace y mañana acaso se rompe.

Quieren vivir el ser pareja de casados, siendo de Cristo, en el amor con que Cristo los ama; para ser
permanencia y continuadores del Amor con el que Cristo ama al Padre, el Padre le ama a él y él a su
Iglesia, que es un amor indisoluble. Y para con ese amor con el que se casan, prometen salvarse el
uno al otro siempre, con la única salvación en la que se cree, la de Jesucristo. De esa manera serán
ambos partícipes de la felicidad de Dios (Jn 15, 11) en todas las situaciones que unidos puedan
compartir.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración

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El perdón que sana en el matrimonio

P. Vicente Gallo, S.J.

Misterio del Sacramento, 2º Parte

III

Una de las principales exigencias de entender así el matrimonio, desde la fe cristiana, es la de tener
siempre la obligación de sanarse cuantas heridas se produzcan en el convivir en pareja. No
solamente perdonar siempre el uno al otro las ofensas que quizás se hagan, “por bien de paz”, como
se dice. Sino perdonar con un perdón tan verdadero como es el perdón de Dios. Haciendo que la
ofensa quede absuelta de veras; de manera que la herida deje de existir. Como una herida física
cuando se ha curado: quedó ya atrás, ya no existe.

Perdonar no es lo mismo que “olvidar”. Seguramente Jesús no ha olvidado la negación de Pedro en


aquella noche cuando era juzgado injustamente y sin nadie que le defendiera. Jesús le perdonó, y le
tiene perdonado; tan de veras que precisamente le ama más después del perdón. Sin haber olvidado
su pecado. Así, a los pocos días, ya resucitado, confirmó a Pedro en el rango que siempre le había
dado de ser Pastor de toda la Iglesia, “sus ovejas y corderos”.

Perdonar como Dios perdona es sanar la herida hecha con la ofensa, y dejar la ofensa como página
volteada. Pero no para “hacer las paces”, ni sólo para amarse como antes; sino para amarse ahora
más que antes de la ofensa, porque aun con ella han decidido amarse. Diciendo: “Tú has tenido la
confianza de creer en mi amor aun así, pidiéndome perdón; y yo he decidido creer en ti y amarte
superando esa ofensa”. Antes de la ofensa, faltaba amarse con todas esas connotaciones.
Solamente el perdón, podría ser acaso un “te perdono, pero te lo recordaré en la próxima”; o quizás
decir “te perdono, olvídate”, pero conservando la herida en el alma. “Sanar” es hacer que ya no exista
la herida. Cosa que se puede hacer aunque no se tenga la fe cristiana. La diferencia nuestra está en
que, con esa fe cristiana con que se cree en el amor y se lo vive como amor de Dios, el perdonar
tiene que ser definitivamente sanar; y no habría amor de cristianos si no se perdonase así. Es decirle
al otro: “sí, te perdono, y lo hago no solamente para vivir en paz nuestro matrimonio, sino porque te
amo como Dios te ama”. Pues dijo Jesús: “Como el Padre me amó a mí, así os he amado yo a
vosotros; permaneced en mi amor”.

Seremos de veras de Cristo si somos continuadores de su amor. Lo dijo también de otro modo: “en
eso se conocerá que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros como os he amado yo”. Y San
Pablo dice a los Romanos que el amor grande de Dios se ha manifestado en que, “cuando nosotros
éramos pecadores, dio su vida por nosotros”; no porque éramos justos, sino para hacernos justos.

La sanación podrá no ser instantánea, quizás será laboriosa y requiera algún tiempo para lograrse.
Pero es la sanación verdadera, y no simplemente el perdón, lo que distinguirá a los matrimonios
cristianos, desde la exigencia de su fe, y como expresión de su amor distinto, amando como Dios nos
ama. Es cuando, con esa sanación, habrán quedado tan de veras amándose más y sintiéndose mejor
que antes de la ofensa. Será con la dicha que el cuerpo siente cuando se ha curado de una herida
dolorosa: ahora se ve más feliz que antes de haberse hecho la herida, porque se ha curado de veras.

El perdón de los esposos no cristianos puede no llegar a esto que llamamos “sanación”. Pero entre
los esposos cristianos solamente es perdón verdadero, con el amor de Cristo, cuando se logra la
verdadera “sanación”. Es como el perdón de Dios por medio de su Hijo: que nos perdona
sanándonos. Con ese perdón vuelve a hacernos “hijos y herederos”, como nos hizo en el Bautismo,
recibiéndonos de nuevo con el mismo abrazo. Así debe ser la “sanación” de los esposos cristianos. El
Cuerpo de Cristo es el que había quedado herido; y es el que con ese perdón ha quedado sanado de
la herida.

Las heridas en el matrimonio son, con frecuencia, por cosas triviales. Porque me levantaste la voz;
por no avisarme cuando ibas a llegar tarde; por decidir algo sin consultármelo; por no haberme
expresado gratitud cuando lo esperaba. Heridas “irracionales” a veces. Pero son heridas, que
producen dolor y necesitan ser sanadas. Y si una herida es más grave, mayor es la razón para
sanarse: porque necesita sentirse perdonado el que te hirió pero te ama, y tú le amas también a él; y
porque sólo tú puedes ayudarle a ser bueno como él lo desea. El quiere amarte más sinceramente
desde hoy; como debes quererlo también tú. Quieran los dos hacerse felices sanándose.

Vale mucho el amor sincero que se fortalece con la sanación. Ese amor, que vuelve a hacernos
felices, es el que le hace feliz a Cristo cuando, sanados, se comulga juntos, o se reza tomados de la
mano. Dios lo ve y se goza con ese amor restablecido. El Cuerpo de Cristo disfruta en su cielo de
vencedor resucitado, como verdadero Señor y Rey. Y lo gozan también los hijos; que quizás no saben
lo que pasó, pero lo notan. Ojalá que nunca esperen a perdonarse y sanarse cuando tengan que
despedirse porque uno de los dos se muere. Entonces sería tarde; y ya no serviría para nada.

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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración

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La Iglesia Doméstica

P. Vicente Gallo, S.J.

Misterio del Sacramento, 3º Parte

IV

Suele llamarse “Iglesia” a los Templos donde se reúnen los cristianos para orar, escuchar la palabra y
celebrar la Liturgia de la Misa. Cuando se habla mal de “La Iglesia”, cuando se dice “yo no creo en la
Iglesia”, cuando se dice “la Iglesia manda”, “la Iglesia prohíbe”, o “La Enseñanza de la Iglesia”, se
hace referencia al Papa, y a los Obispos con él; y acaso a todo ese montaje de Sacerdotes,
Religiosos y Religiosas. Pero ellos no son sino aquellos que han consagrado su persona para ser la
Iglesia que evangeliza y salva aunque los demás no tengan tiempo para esa dedicación exclusiva.

Entendámoslo bien por fin. La “Iglesia de Cristo” son todos los que creen en él y están Bautizados en
su nombre, consagrados a ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como lo es la Humanidad de
Jesús. Es decir, somos todos nosotros. Los que somos de Cristo formando “su Cuerpo” con el que
sigue presente en el mundo para salvar a todos hasta el final de los tiempos. Todos los bautizados
tenemos que ser esa presencia humana de Cristo el Salvador.

Pero los casados siendo ya de Cristo por el Bautismo, hechos por Dios para ser los dos una sola
carne, son ahora de Cristo como pareja en matrimonio; que se han hecho de él, así, como pareja
unida, con un nuevo Sacramento. Y son de Cristo para que, haciendo UNO “en el amor como Dios los
ama”, hagan realidad visible su mandato de “ámense como yo los he amado”, en lo que se conocerá
a los que son de Cristo, es decir, su Iglesia. Si no es en el amor del matrimonio ¿dónde se podrá
encontrar tal amor? También se ha de encontrar en los “consagrados” a ser de Cristo de manera
especial, los Religiosos, los Sacerdotes, los Obispos y el Papa. Pero estos mismos han de aprender
lo que es amar en términos humanos viendo cómo se aman los matrimonios; como los matrimonios
han de aprender de “los consagrados” cómo se ama con un amor “como Cristo ama a su Iglesia”,
como Dios nos ama, salvándonos, con un amor distinto de lo humano que nada salva.

Los Matrimonios que se han enterado de que “ellos son la Iglesia”, deben sentirse comprometidos
con esa Iglesia en su labor evangelizadora y tal como está organizada para ello; comprometidos con
su Parroquia, con ilusión y de manera singular, en las tareas pastorales a las que vean que ella los
reclama. Y también han de sentir el deber sagrado de ser ellos presencia de esa Iglesia de Cristo,
que debe ser Una, Santa, Católica y Apostólica. Si no lo es en ellos, la Iglesia no será la que todos
deseamos encontrar, la Iglesia creíble, con sus notas características, la hermosa Humanidad Esposa
de Cristo, la Iglesia que puso Dios en el mundo para salvarlo por obra del Espíritu Santo.

Cada matrimonio cristiano, haciendo su familia, es la realización del Amor de Dios salvando a los
hombres, que ha de ser la Iglesia grande; es por lo que se ha dado en llamarla “La Iglesia
Doméstica”. UNA viviendo la unidad en su relación de pareja en el amor como Dios ama. SANTA
como Santo es Dios, y como es Santo Jesucristo en su Humanidad; así ha de ser santo el amor de
pareja creyendo juntos, esperando y amando juntos, orando juntos, y haciendo hasta del sexo un
verdadero amor como el de Dios, sin dejarlo en simple desahogo pasional. CATOLICA, con un amor
no cerrado en la pareja, sino abierto a todos, haciendo Familia de Dios con las demás familias, sobre
todo con los de su vecindad. APOSTÓLICA, sabiendo que son enviados por Cristo como los Doce,
portadores de su antorcha de luz, el amor entendido como es el Amor de Dios realizándose en
nosotros. Llevando esa luz a las parejas y al mundo entero que se debaten en las tinieblas de
problemas sin solución si no es en ese amor. El mundo, o se salva con ese amor, o no se salva.

EL PLAN DE DIOS, que Jesucristo vino a realizar, fue hacer de la humanidad la Familia que quería
tener Dios como suya, en la que Jesús el Hijo sea “el Primogénito”, y los demás seamos “hijos de
Dios” y “herederos” con él; siendo hermanos unos de otros como Cristo se ha hecho nuestro
hermano, ese mundo nuevo que sea el Reino de Dios que Jesucristo trajo e inauguró. Esa Familia de
Dios es LA IGLESIA, que ha de ser expresión visible y creíble del Amor con el que Dios nos envió a
su Hijo. Y todo ello deben serlo siempre de modo especialísimo las familias cristianas, desde su
Matrimonio como Signo de la Salvación, el Sacramento por el que se unieron casándose no “en una
Iglesia” o Templo, sino “en la Iglesia de Dios”.

Las parejas cristianas, al unirse en Matrimonio dentro de la Iglesia, no solamente “reciben” un


Sacramento; propiamente ellos “lo hacen”, y son ellos desde entonces ese Sacramento en medio de
su mundo. Deben permanecer fieles a Cristo viviendo ese Sacramento que son, con todas las
implicancias que conlleva, con todo lo que aquí hemos reflexionado. De manera semejante a como
los Obispos y los Sacerdotes han de vivir también ellos su Sacramento, por el que están consagrados
tan especialmente a ser de Cristo, para a hacer esa Iglesia en la que Dios los ha puesto para que en
su nombre la amen; y en la cuál las gentes han de encontrar la Salvación que de Cristo nos viene, ya
que solamente en él pueden hallarla.

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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración

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Escuela para Matrimonios


P. Vicente Gallo, S.J.
Aprender para saber, 1º Parte

“Señor de misericordia, que por tu Palabra lo hiciste todo: Tú, que por tu sabiduría formaste al
hombre para que él dominara todas las creaturas de tus manos, y también para que gobernase al
mundo con santidad y justicia, y que así mismo pronunciara sentencias con alma recta. Dame esa
sabiduría que procede de tu trono y nunca me rechaces del número de tus hijos... Pues el más
perfecto de entre los hombres, si le faltara la sabiduría que viene de Ti, Señor, no merece ninguna
consideración”.
(Sabiduría 9, 1-4 y 6)

Ir a buena Escuela

“Nadie nació sabiendo”, afirma un dicho popular. Ni el leer o escribir; ni aun el hablar siquiera. Todo
necesita un aprendizaje. Por eso, todo se nos enseña en base a trabajar en ello; y todo procuramos
aprenderlo con el debido esfuerzo. Lo más importante, nos afanamos por aprenderlo mejor. Y para las
cosas difíciles, se establecen unas Escuelas a las que se va para aprender.

Sin embargo, para una cosa tan difícil y tan importante como es saber vivir bien la relación de pareja
en el matrimonio, no se siente necesidad de Escuela alguna, se piensa que es algo natural que ya se
sabe. Pero ni se nace sabiendo convivir en matrimonio, ni es fácil o normal aprenderlo desde lo que
se ve en el entorno familiar y social donde uno se cría.

La mayor parte o quizás todos los matrimonios que uno llega a conocer de cerca, aun el matrimonio
de los propios papás, viven improvisadamente su relación de pareja y muchas veces mal; porque
tampoco a ellos les enseñó nadie a vivirlo adecuadamente. Los amigos, que se casan también, no le
sirven a uno de modelo feliz a imitar, ya que ellos igualmente lo improvisan como pueden, y nunca se
les enseñó lo que al respecto deberían saber. Leyendo lo que hemos dicho en las publicaciones de
esta Etiqueta (Matrimonios y Parejas), pienso que algunos habrán ido diciendo: “¡Qué verdad es esto!
Pero nadie me lo había hecho conocer antes”.

Ojalá haya acertado a escribir cosas que de veras interesen a muchos, y que las lean con verdadero
gusto al encontrarlas. Personalmente voy hallando muchos matrimonios que tienen frecuentes
problemas en su vida de relación en pareja, y que cuando se les dicen estas cosas lo agradecen,
porque no las sabían.

Pero estoy convencido de que ni el leerlo repetidas veces, ni el aprenderlo de memoria al encontrarlo
aquí, no ya el uno, sino ambos esposos, les servirá demasiado. Necesitan otra cosa: aprenderlo
trabajándolo entre los dos, de manera sistemática y guiados por quienes lo saben y lo pueden
enseñar. Es la Escuela a la que necesitan acudir. Yo les aseguro que esa Escuela ya existe y
funciona muy bien, experimentada ya muchos años, con las mejoras que se han ido incorporando, y
con mucho éxito. Tengo la satisfacción de haber “enseñado” en ella muchos años.

Son los Fines de Semana del llamado “Encuentro Matrimonial Mundial”, que desde hace más de
treinta años se vienen dando en unos ochenta países del mundo entero, y que los han vivido muchos
miles de parejas; sólo en México, por ejemplo, más de ciento veinte mil; y muchísimas en Estados
Unidos, en Canadá, en casi todos los países de América Latina, de Europa, de Asia, de Africa, y de
las islas de Oceanía. Es un Movimiento Católico, pero que lo han adoptado también en otras que
decimos Iglesias o creencias; pues, aun con su enfoque Católico, que lo mantiene, sirve para todos
los que creen en el matrimonio y que la salvación urgente de la humanidad pasa por la salvación de
las familias.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo SJ por su colaboración

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“Fin de Semana del Encuentro Matrimonial Mundial”

P. Vicente Gallo, S.J.


Aprender para saber, 2º y 3º Parte

II

Los sacerdotes, presidimos las bodas y asentamos constancia de ellas en los Libros Parroquiales.
Quizás ocurre que algunos sí nos hemos preocupado por instruir previamente a esas parejas con
algunas charlas más o menos acertadas. Pero después, ahí los dejamos abandonados a su pobre
suerte, aun sabiendo que la mayor parte terminan yendo a la deriva. ¿No parecería una grave
irresponsabilidad?

Acaso es porque no se conoce bien lo que se aprende en ese Movimiento del “Encuentro Matrimonial
Mundial”; ni saben dónde funciona. Muchas veces, aun sabiendo algo de él, se lo desestima, y no se
hace nada para que acudan a vivir esa experiencia salvadora las parejas cuyo matrimonio se presidió
o que de algún modo están al cuidado de su pastoreo.
Las publicaciones de esta Etiqueta (MATRIMONIOS Y PAREJAS) puede resultar oportuno aun para
los novios; pero más para los que están casados, con algunos o con muchos años ya viviendo a
trompicones en pareja matrimonial. También valdrá, pienso, para las parejas que hayan vivido el “Fin
de Semana del Encuentro Matrimonial Mundial”, pero que fácilmente olvidan lo que aprendieron en él.
Hago sin embargo esta advertencia: hay otras experiencias que han tomado el nombre de “Encuentro
Matrimonial”, y que son otra cosa; no es a lo que me refiero al hablar de los “Fines de Semana del
Encuentro Matrimonial Mundial”, que siempre lo menciono con este nombre, pues así es en su
original en inglés; quede claro. Su nombre es: “Worldwide Marriage Encounter”.

Esta experiencia está pensada para matrimonios con algún tiempo de casados, tres años por ejemplo
o más; pero este no es requisito indispensable. En un Fin de Semana en el que yo participé como
equipo guía, vivieron esta experiencia unos esposos que habían oído hablar de ella y querían
probarla como preparación para la celebración de sus Bodas de Oro a los pocos días; al terminar
dijeron en público que aquello era algo maravilloso, y que lamentaban no haberlo conocido ni vivido
hasta entonces. Algunas parejas es muy posible que lo necesiten al poco tiempo de estar casados.

Lo ideal es tener ya algún tiempo de vivir en pareja, con los problemas ya encontrados con
frecuencia. No esperar a que sea después de 25 años de matrimonio, quizás, cuando puedan vivir su
relación de pareja más felizmente, por haber gozado finalmente esa Experiencia del Fin de Semana
del Encuentro Matrimonial Mundial. Aunque no es requisito indispensable para entrar en este Fin de
Semana el estar teniendo problemas en su matrimonio; las parejas que piensan que “ya se llevan
bien”, son las que más provecho sacarán poniéndose a vivir esta experiencia de que les hablo.

Todo se hace en un fin de semana: del viernes en la noche al domingo en la tarde. Poco más de
cuarenta horas. Pero con un trabajo intenso en pareja. Todos los temas se dan con poca teoría,
muchas vivencias personales de los que lo dirigen, y fuerte trabajo de las parejas. El gozo, ya en la
experiencia, y el éxito final, son cosa que la afirman todos los que lo han vivido. Es una gran pena
que cueste tanto convencerse de ello antes de experimentarlo, siendo tan reconocido con gratitud por
todos los que lo hayan vivido por fin porque alguien les convenció. Es algo grande “encontrar” de
veras la debida relación de pareja y cómo poder vivirla siendo más felices.

No se trata de un Retiro Espiritual como tantos otros conocidos, aunque siempre hay un Sacerdote
presente en el Equipo que dirige esta Experiencia. La finalidad de que esté ahí un Sacerdote no es
para dirigir a los matrimonios que hablan de sus propias vivencias para enseñar con ellas. Aunque
cueste trabajo entenderlo antes de haberlo vivido, el sacerdote está ahí para enseñar igual que esos
matrimonios en base no a teorías, sino a sus vivencias propias.

Porque el sacerdote también vive en relación de amor; no con una persona, sino con la parcela de
Iglesia encomendada a él para amarla como Cristo la ama. Si vive en Comunidad, será teniendo que
amar de la misma manera a quienes con él la forman unidos por el Señor: para ser un ejemplo de tal
amor en medio de la Iglesia. Y en la relación de ese debido amor, ha vivido y padecido las mismas
ignorancias que los esposos antes de haber aprendido el modo de resolver los problemas que surgen
en un vivir en relación para amarse como Dios ama, “como Cristo ama a su Iglesia”, que no se sabe
sin más, y que pueden aprenderlo a la par con los matrimonios cristianos.

III

Quienes no pueden vivir ese Fin de Semana, solamente son aquellos a quienes el vivirlo no les
arreglaría de ningún modo los problemas que tienen en su relación matrimonial. Por ejemplo, cuando
uno de los dos padece el alcoholismo, la drogadicción, o cualquier trastorno semejante que sea la
causa de los problemas en la vida de pareja. Un caso parecido sería si uno de la pareja sufre un
desequilibrio psiquiátrico serio, que ya es un caso de verdadera enfermedad a tratarla con un
especialista. El Diálogo no puede arreglar lo que necesita un tratamiento particular muy complicado y
difícil.

Tampoco deben participar en estos Fines de Semana matrimonios ya rotos y sin arreglo posible. En
esos casos es evidente que no se puede pretender que practiquen el Diálogo sobre los sentimientos;
y menos el que hay que hacer en todos los Temas que presenta un Fin de Semana del Encuentro
Matrimonial. Sería someterlos a una verdadera tortura, sin ningún fruto positivo, sino causando un
mayor alejamiento que aquel que ya tenían. Para hacer con provecho el género de Diálogo que se
practica y enseña en estos Fines de Semana, se necesita tener una indispensable confianza en el
amor del otro, en el diálogo que se les manda hacer, y en el arreglo posible de los problemas de
relación, para llegar a una verdadera intimidad que se desee gozar aunque pareciese difícil.

Pueden vivir esta experiencia en absoluto los matrimonios de hecho, los simples convivientes, los
divorciados que cada uno “se casó” con otra, y los que están casados sin ser cristianos sino de otras
creencias o de ninguna. Estos sí pueden aprender a resolver, con el Diálogo sobre los sentimientos,
los problemas que sufran en su vida de relación. Pero también estarían fuera de lugar en los Fines de
Semana del Encuentro Matrimonial Mundial, que no sólo es confesionalmente católico, sino que
desde el principio hasta el fin, en todas sus Charlas desarrolla ese enfoque; como en sus soluciones
siempre insiste en la fe cristiana sobre el Plan de Dios para el matrimonio, en el Matrimonio como
Sacramento, y en la pertenencia al Cuerpo de Cristo que es su Iglesia. Quienes no pueden llegar a
abrazar un Matrimonio así, no son para vivir estos Fines de Semana.

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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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Encuentro Matrimonial también beneficia a sacerdotes

P. Vicente Gallo, S.J.


A mis hermanos sacerdotes 1º Parte

Teníamos las Reuniones del Encuentro Matrimonial en uno de los locales de una Parroquia bastante
céntrica y muy cómoda para todos. Recuerdo cómo en una ocasión, al final del año, el Señor Párroco
se presentó en la Reunión y, con buen tono, eso sí, nos dijo el reparo que tenía contra nosotros y que
se lo había escuchado también a otros Párrocos. El reproche era que él nos prestaba el servicio de
sus locales, pero que se preguntaba cuáles eran los servicios que a él le prestaba el Encuentro
Matrimonial.

De momento, a mí me dejó pensativo la cosa; aunque era verdad que le pagábamos un dinero
mensual por ese servicio del local, me pareció que tenía su parte de razón. Pero después, lo pensé
mejor, y sentí pena de que un sacerdote nos hiciese tal reproche; pues a otro Párroco le escuché la
idea de que todos los locales de su Parroquia eran para el servicio de la Iglesia en tareas de verdad
pastorales, siempre que él pudiera brindarlos.

No tenía razón, también por otro motivo más importante. El, como hacen todos los demás Párrocos,
se dedicaba afanoso a casar y registrar fielmente los matrimonios en el Libro Parroquial
correspondiente. Si tenían hijos, su tarea era el bautizarlos. Cuando estos crecían, debía prepararlos
para la Primera Comunión. Pero seguramente no se había preguntado mucho qué habría sido de
aquellos que casó, de lo cuál dependía el que esas Primeras Comuniones valiesen más la pena, si
sus papás eran fieles esposos; y que eran menos estimables sus trabajos de ahora si, teniendo ya los
papás separados o en serios problemas porque nadie salvó su matrimonio, esos pobres niños
estaban sufriendo las consecuencias negativas hasta para su fe de bautizados.

Este Movimiento de la Iglesia, Encuentro Matrimonial Mundial con sus Fines de Semana y el cultivo
de su perseverancia en sus locales, estaba salvándole esos matrimonios de su Parroquia: a algunos,
porque habían vivido el Fin de Semana del Encuentro; y a los otros porque se lo estaba ofreciendo, y
dependía de él como Párroco el que fuesen a vivirlo y hacerse tan buenas parejas como él lo
deseaba sin poder lograrlo.

Pero yo les digo a mis hermanos Sacerdotes o Religiosos otra cosa. Este Fin de Semana del
Encuentro Matrimonial, es tan útil para ellos mismos, si lo viven, como lo es para las parejas casadas.
Todas las Charlas, y el trabajo que desde ellas se realiza en el Fin de Semana, sirven para ellos igual
que para los matrimonios; y puede transformar su sacerdocio o consagración a la Iglesia, como
transforman el matrimonio que una pareja contrajo y lo vive malamente.

El Fin de Semana del Encuentro Matrimonial pretende lograr que todos los matrimonios que
participen en él aprendan el modo de vivir su Intimidad en la Unidad y en el amor, para que lo gocen
en adelante. Pero si la “Intimidad” en el matrimonio consiste en que uno pueda decir a su pareja “¡qué
feliz me siento de haberme casado contigo!”, el gozo de la “Intimidad” para un Sacerdote o Religioso
estará en poder decir a aquellos para quienes trabaja, que son la Iglesia de Cristo: “¡qué feliz me
siento al verme unido con ustedes, porque es Dios quien nos unió!”.
Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica ‘Pastores dabo vobis’, pone énfasis en esta dimensión del
Sacerdote como “Esposo” de la Iglesia “su Esposa”, al ser “Otro Cristo”. Dice el Papa: “El sacerdote
está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia su Esposa. Su vida
debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de
Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a su gente con un corazón nuevo, grande y puro,
con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de
celo divino (2Cor 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de
hacerse cargo de los ‘dolores de parto’ hasta que ‘Cristo no sea formado’ en los fieles (Gál 4, 19)”
(PDV 22). Pocas veces se tiene en cuenta esta dimensión esponsal del sacerdocio ministerial.

Dice también el Papa: “El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene como
destinataria la Iglesia. Como lo ha hecho Cristo ‘que amó a la Iglesia y se entregó a sí misma por ella’
(Ef 5, 25), así debe hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral que caracteriza el ejercicio del
ministerio sacerdotal como ‘amoris officium’ (oficio de amor), el sacerdote que recibe la vocación al
ministerio, es capaz de hacer de éste una elección de amor, por el cuál la Iglesia y las almas
constituyen su primordial interés; y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la
Iglesia universal y a aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un
esposo hacia su esposa” (PDV 23).

De los esposos, amando a sus esposas, el sacerdote debe aprender ese amor a su Iglesia. Y los
esposos ¿aprenderán del sacerdote amar como Cristo ama a su Iglesia? Lo pregunto, porque así
debería ser también. Esta interrelación que afirmo entre el Sacramento del Orden y el Sacramento del
Matrimonio, con el amor que los sacerdotes deben aprender de los esposos que viven su Sacramento
y los sacerdotes que viven el suyo, no es una consideración forzada, sino muy profundamente real, y
que los sacerdotes, igual que los casados, deberían profundizarla con gozo, como se hace en el Fin
de Semana del Encuentro Matrimonial Mundial.

También dice el Papa hablando del ministerio del sacerdote: “El don de sí mismo a la Iglesia se refiere
a ella como cuerpo y esposa de Jesucristo. Por eso, si la debida caridad del sacerdote se refiere
primariamente a Jesucristo, solamente si ama y sirve a Cristo Cabeza y Esposo, la caridad se hace
fuente, criterio, medida, e impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa
de Cristo. Esta ha sido la conciencia clara y profunda del apóstol Pablo, que escribe a los cristianos
de la Iglesia de Corinto: ‘somos siervos vuestros por Jesús’ (2Cor, 4, 5)” (PDV 23)

Jesús enseña a sus Apóstoles, en el Evangelio, una doctrina, fácilmente olvidada: “El que quiera ser
el primero entre vosotros, que se haga siervo de todos; así como el Hijo del Hombre no vino para que
lo sirvieran, sino para servir y dar su vida para redención de muchos” (Mc 10, 44-45). Con ese modo
de “servicio” han de amarse entre sí los esposos cristianos. Pero deberán aprenderlo de los
Sacerdotes amando a su Iglesia, y en ella a Cristo, con ese mismo modo de “servir” a todos y a cada
uno del los fieles que a ellos se les han encomendado. Ese ha de ser su “pastoreo”, dice Jesús en
otro lugar del Evangelio (Jn 10, 11). Así da Cristo la vida por su Esposa la Iglesia (Ef 5, 25).

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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.


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Varón y Mujer los creó - V Simposio "Familia el mayor tesoro de la humanidad"

V SIMPOSIO

“FAMILIA EL MAYOR TESORO DE LA HUMANIDAD”

Callao, 01 de diciembre del 2009.

TEMA: VARON Y MUJER LOS CREO (Gén. 1, 27)

P. Crisóforo Domínguez Pedral


Secretario Ejecutivo
Departamento de Comunión Eclesial y Diálogo
CELAM

1.- Textos Bíblicos: (Génesis 1,26-28; Gén. 5,1-2; Gén. 9,6)

“Creó, pues, Dios al hombre/ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer
los creó” (varón y hembra/macho y hembra) (Gén. 1,27)
“El día en que Dios creó al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y mujer, los bendijo, y
los llamó “hombre” en el día de su creación”. (Gén. 5,1-2)

Estas palabras del Génesis, sobre las que queremos reflexionar al inicio del Simposio “La Familia el
mayor tesoro de la humanidad”, recogen dos verdades fundamentales sobre la persona humana: (1)
es creada “a imagen de Dios”; (2) es creada como “hombre y mujer”. Dios crea al hombre y a la mujer
a su imagen y semejanza, iguales en su humanidad, con idéntica dignidad personal, y al mismo
tiempo en esencial y profunda relación de hombre y mujer.

1.1.IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS

En el AT. la concepción según la cual el hombre fue creado a imagen de alguna divinidad, es común
en la antigüedad (Ovid., Met. I, 183), especialmente entre los babilonios (p.ej., Guilgames I, 8os).
Analógicamente, según el relato sacerdotal Gén. 1,26: Dijo Dios/Elohim: “Hagamos al hombre a
nuestra imagen, como semejanza nuestra…” (Retrato/reproducción; hebreo (selem”), semejante a
nosotros (hebreo, “como nuestro” demut).
Según resulta de Gén. 1,27 “Dios creó al hombre a imagen suya”; Gén. 5,1-2 “El día en que Dios creó
al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo y los llamó “hombre” en el
día de su creación” y de Gén. 9,6 “porque a imagen de Dios hizo Él al hombre”; donde no se
encuentra más que imagen (selem), es evidente que “imagen” (selem) y “semejanza” (demut)
significan lo mismo: la naturaleza “elohimica” o casi divina del hombre, sin que se deba en manera
alguna, espiritualizar demasiado tal concepción. Por tanto el hombre ha sido hecho a imagen de Dios,
es decir persona.
Según el Código sacerdotal, la semejanza de Dios no consiste exclusivamente en la inmortalidad del
alma ni en la forma del cuerpo humano. Al evitar en su relato todo antropomorfismo, muestra el autor
que no se figura a Dios con apariencia humana.
El hombre es semejante a Dios (5,1) como el hijo es semejante al padre (5,3), porque conserva algo
de la divinidad de su creador (cf. 2,7), sus capacidades espirituales y la gloria de su apariencia
externa (cf. Sal 8.6).
Por esta razón, la vida del hombre es como un “Elohim” de segunda categoría, coronado de
esplendor y de honor (e.d. de poderío y de gloria, que le circundan visiblemente); es un rey al que
Dios ha colocado entre los demás seres vivos para que señoree sobre ellos (Gén. 1.28; Sal 8,7ss
Eclo. 17,3).
El escrito sacerdotal no parece sospechar que el hombre haya perdido su semejanza con Dios. Sólo
más tardíamente (Sab. 2,23s) se hace consistir la semejanza del hombre con Dios en la inmortalidad
que le fue otorgada al ser creado y que luego el diablo le hizo perder.
Esta relación con Dios separa al hombre de los animales. Supone una semejanza general de
naturaleza: inteligencia, voluntad, poder y capacidad de amar; el hombre es una persona. Pero no es
igual a Dios sino semejante, porque Dios es persona divina y el hombre persona humana. Así prepara
una revelación más profunda: participación, por gracia, de la naturaleza divina que hace Cristo por su
encarnación, muerte y resurrección.

En el NT. La imagen (eikon) es siempre la copia y la representación visible del modelo; de ahí que en
Heb. 10,1 “la ley” sea sólo “una sombra” y no “la imagen de los bienes futuros”.
Cuando Pablo describe al hombre como imagen y gloria de Dios (1Cor. 11,7), se funda en Gén. 1,27;
puesto que el hombre fue creado directamente por Dios, es el representante y la gloria de su creador.
Sin embargo, el hombre primero nace de un hombre terreno (Adán; Gén. 2,7) y es imagen de lo
terreno, es terreno como Adán, y no celeste como el segundo hombre (Cristo; 1Cor. 15,45ss).
El cristiano, predestinado como está a ser conforme a la imagen del Hijo de Dios (Rom. 8, 29 “pues a
los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo…”, e. d., a
asemejarse al Cristo glorioso; debe ostentar “la imagen de lo celeste” (1Cor.15, 49), representar e
incluso a actualizar en cuerpo y alma al Cristo glorificado.

1.2.Mensaje del Libro del Génesis (Mulieris dignitatem 6)

Hemos de situarnos en el contexto de aquel “principio” bíblico según el cual la verdad revelada sobre
el hombre como “imagen y semejanza de Dios” constituye la base inmutable de toda la antropología
cristiana.
“Creó, pues, Dios al hombre/ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer
los creó” (Gén. 1,27). Este conciso fragmento contiene las verdades antropológicas fundamentales:
+ El hombre es el ápice (punta superior de una cosa) de todo lo creado en el mundo visible,
+ Y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer,
corona toda la obra de la creación;
Por lo tanto ambos son seres humanos en el mismo grado tanto el hombre como la mujer; ambos
fueron creados a imagen de Dios.
+ Esta imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano, es trasmitida a sus descendientes por
el hombre y la mujer, como esposos y padres: “sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y
sometedla….” (Gén. 1, 28).
+ El creador confía el “dominio” de de la tierra al género humano, a todas las personas, tanto
hombres como mujeres, que reciben su dignidad y vocación de aquel “principio” común.
+ Conviene afirmar, desde ahora, que de la reflexión bíblica emerge la gran verdad sobre el carácter
personal del ser humano: EL HOMBRE –YA SEA HOMBRE O MUJER- ES PERSONA IGUALMENTE;
en efecto, ambos han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal.
+ Lo que hace al hombre semejante a Dios es el hecho de que –a diferencia del mundo de los seres
vivientes incluso los dotados de sentidos (animalia = animal irracional)- sea también un ser racional
(animal racionale = animal racional). Gracias a esta propiedad, el hombre y la mujer pueden dominar
a las demás creaturas del mundo visible (Gén. 1,28).

1.3.Tres aspectos del hombre y mujer como persona:

1) El ser humano como persona tiene la capacidad de relacionarse con Dios (religio = religión;
religere = relación). Por su naturaleza y dignidad de persona puede tener una comunicación con Dios:
puede ser sujeto de la divina revelación, de hecho Dios ha tomado la iniciativa de darse a conocer y
relacionarse personalmente con los hombres y mujeres en la historia de la salvación: “Muchas veces
y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos
últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo….”. En efecto, cada hombre es imagen de Dios
como criatura racional y libre, capaz de conocerlo y amarlo.
Por eso la persona humana es un ser religioso que puede relacionarse con Dios de manera personal
a través de diversas maneras. El documento de Aparecida nos presenta como lugares de encuentro
con Jesucristo a la Sagrada Escritura, la Sagrada Liturgia, la Sagrada Eucaristía, el Sacramento de
Reconciliación, la oración personal y comunitaria y la misma piedad popular.

2) El segundo aspecto es la capacidad de relacionarse con las demás personas: el ser humano es un
ser sociable, capaz de entablar relaciones muy personales con sus semejantes como el
compañerismo, la amistad, el noviazgo y el matrimonio.
Cuando el Génesis afirma que no puede existir “solo” (Gén. 2,18) resalta que es un ser
interdependiente con los demás.

3) La persona humana tiene una relación profunda con el cosmos: “Sed fecundos y multiplicaos y
henchid la tierra y sometedla: mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo
animal que serpea sobre la tierra…” (Gén. 1,28) “Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy
bien” (Gén. 1,31). Dios le participa de señorío sobre la creación y le da la potestad de ser
administrador de la creación material. “El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del
cielo y a todos los animales del campo…” Dios lo hace corresponsable del cuidado del cosmos y de
su hábitat de toda la humanidad.

2. Hombre y Mujer.

El ser humano o la persona humana es creado como hombre y mujer: “Hombre y mujer los creó”
(Gén. 1, 27b).
En el Génesis encontramos aún una segunda descripción de la creación del hombre –varón y mujer-
(cfr. Gén. 2,18-25):
“Dijo luego Yahveh Dios: no es bueno que el hombre esté sólo. Voy a hacerle una ayuda adecuada…
De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces éste exclamó: Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será
llamada mujer (issah) porque del hombre/ varón (is) ha sido tomada...” (Gén. 2, 18. 22-23).
En la segunda descripción de la creación del hombre, el lenguaje con el que se expresa la verdad
sobre la creación del hombre, y especialmente la mujer, es diverso, y en cierto sentido menos preciso;
es podríamos decir, más descriptivo y metafórico, más cercano al lenguaje de los mitos conocidos en
aquel tiempo. Sin embargo, no existe una contradicción esencial entre los dos textos.
El texto del Génesis 2,18-25 ayuda a la comprensión de lo que encontramos en el fragmento conciso
del Génesis 1, 27-28 y, al mismo tiempo, si se leen juntos, nos ayuda a comprender de un modo
todavía más profundo la verdad fundamental, encerrada en el mismo, sobre el ser humano creado a
imagen y semejanza de Dios, como hombre y mujer.
En la descripción del Génesis (2,18-25), la mujer es creada por Dios “de la costilla” del hombre y es
puesta como otro “yo”, es decir, como un interlocutor junto al hombre, el cual se siente solo en el
mundo de las criaturas animadas que lo circunda y no halla en ninguna de ellas una “ayuda”
adecuada a él. La mujer, llamada así a la existencia, es reconocida inmediatamente por el hombre
como “carne de su carne y hueso de sus huesos” (cfr. Gén. 2,25) y por eso es llamada “mujer”.
El hebreo juega con la palabra “´is” = hombre/varón y su femenino “´issah” = mujer y a la letra
varona/hembra. En el lenguaje bíblico, este nombre indica la identidad esencial con el hombre: “´is-
´issah”, cosa que, por lo general, las lenguas modernas, desgraciadamente, no logran expresar: “esta
será llamada mujer (´issah) porque del varón (´is) ha sido tomada” (Gén. 2, 25).
Los textos bíblicos proporcionan bases suficientes para reconocer la igualdad esencial entre el
hombre y la mujer desde el punto de vista de su humanidad. Ambos desde el comienzo son personas,
a diferencia de los demás seres vivientes del mundo que los circunda. La mujer es otro “yo” en la
humanidad común.
Desde el principio aparecen como “unidad de los dos”, y esto significa la superación de la soledad
original, en la que el hombre no encontraba “una ayuda que fuese semejante a él” (Gén. 2,20). ¿Se
trata aquí solamente de la “ayuda”, en orden a la acción, a “someter la tierra”, (cfr. Gén. 1, 28)?.
Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como esposa,
llegando a ser con ella “una sola carne” y abandonando por esto a “su padre y a su madre” (cfr. Gén.
2,24). La descripción “bíblica” habla, por consiguiente, de la institución del matrimonio por parte de
Dios en el contexto de la creación del hombre y de la mujer, como condición indispensable para la
trasmisión de la vida a las nuevas generaciones de los hombres, a la que el matrimonio y el amor
conyugal están ordenados: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla” (Gén. 1, 28).

2.1.Persona-Comunión.

Penetrando con el pensamiento el conjunto de la descripción del libre del Génesis 2, 18-25, e
interpretándola a la luz de la verdad sobre la imagen y semejanza de Dios (cfr. Gén. 1, 26-27),
podemos comprender mejor en qué consiste el carácter personal de ser humano gracias al cual
ambos –hombre y mujer- son semejantes a Dios. En efecto, cada hombre es imagen de Dios como
criatura racional y libre, capaz de conocerlo y amarlo.
Leemos, además, que el hombre no puede existir “solo” (cfr. Gén. 2,18); puede existir solamente
como “unidad de dos” y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata de una
relación recíproca, del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser persona e imagen y
semejanza de Dios comporta también existir en relación al otro “yo”. Esto es preludio de la definitiva
autorrevelación de Dios, Uno y Trino: unidad viviente en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
El hombre y la mujer, creados como “unidad de dos” en su común humanidad, están llamados a vivir
una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios,
por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina. La unidad del
hombre y la mujer, unidos por el amor conyugal son imagen y Sacramento de la unidad trinitaria y del
amor de Dios uno y trino a la humanidad.
2.2.Diferencia Sexual.

En el plan de Dios la diferencia sexual es un elemento constitutivo del ser del hombre y de la mujer.
La diferencia sexual, que no implica desigualdad, está profundamente inscrita en el ser de cada uno.
Cada uno de nosotros, hasta lo más profundo del corazón, es hombre o es mujer. «La sexualidad
caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual
(…) es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de
comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano».
Cuando la sexualidad se reduce a mero dato biológico, se corre el riesgo de “cosificarla” y “des-
personalizarla”, convirtiéndola en un mero añadido exterior. A partir de ese supuesto equivocado, se
habla entonces de “orientación sexual”, que cada uno podría determinar libremente. Una concepción
de la persona humana que tenga en cuenta su verdad y todas las dimensiones de su ser, pone de
manifiesto que no se puede elegir ser hombre o mujer, sino que la diferencia sexual nos es dada en
nuestra naturaleza personal con todas sus consecuencias.
La diferencia sexual tiene también un profundo significado para la persona como imagen de Dios. En
efecto, «a través de la comunión de las personas, el hombre llega a ser imagen de Dios». Lo hace en
la comunión del hombre y la mujer, que implica en ambos toda la persona, alma y cuerpo. En el
matrimonio, la comunión de los esposos tiene una cierta semejanza con la comunión de amor de Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Conclusión:

El texto del Génesis, 1,1-2,4, describe la potencia creadora de Dios que obra realizando distinciones
en el caos primigenio (luz, tinieblas, mar, tierra, plantas, animales) creando en fin al ser humano 'a
imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó'.
La segunda narración de la creación (Gén. 2,4-25) confirma la importancia esencial de la diferencia
sexual. Al lado del primer hombre, Adán, Dios coloca a la mujer, creada de su misma carne y envuelta
por el mismo misterio. ¿Qué significa?
El texto bíblico ofrece tres importantes indicaciones. El ser humano es una persona, de igual manera
el hombre y la mujer. Están en relación recíproca.
En segundo lugar, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la feminidad, está
llamado a existir en la comunión y en el don recíproco. Por esto el matrimonio es la primera y
fundamental dimensión de esta vocación.
En tercer lugar, si bien trastornadas y obscurecidas por el pecado, estas disposiciones originarias del
Creador no podrán ser nunca anuladas.
La antropología bíblica por tanto sugiere afrontar desde un punto de vista relacional, no competitivo ni
de revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos.

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Agradecemos a Roberto Tarazona por compartir esta ponencia.

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Llamados a una vida de comunión - V Simposio "Familia el mayor tesoro de la humanidad"


V SIMPOSIO

“FAMILIA EL MAYOR TESORO DE LA HUMANIDAD”

Callao, 03 de diciembre del 2009.

TEMA: EL MATRIMONIO EN EL PLAN DE DIOS: Vocación al amor.

P. Crisóforo Domínguez Pedral


Secretario Ejecutivo
Departamento de Comunión Eclesial y Diálogo
CELAM

Cuando a Jesús le preguntaron acerca del divorcio, como leemos en Mateo 19:4-5: “¿puede uno
repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?”, inmediatamente se refirió al origen de la base del
matrimonio. Dijo, "¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo los hizo varón y mujer, y que
dijo: "Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y los dos serán una
sola carne?". ¿De dónde citó esto? ¡Del Génesis! En realidad, citó capítulos 1 y 2 de Génesis en el
mismo versículo.

La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y
semejanza de Dios (Gén. 1,26-27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" “¡Alegrémonos
y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha
engalanado…””Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero..” (Ap. 19,7.9). De un
extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que
Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la
salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor" (1 Co 7,39) todo
ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cfr. Ef. 5,31-32).

El matrimonio en el orden de la creación

Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e
innata de todo ser humano por ser persona capaz de amar y ser amado. Porque el hombre fue
creado a imagen y semejanza de Dios (Gén. 1,27), que es Amor (cfr. 1 Jn. 4, 8.16). Habiéndolos
creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e
indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador
(cfr. Gén. 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra
común del cuidado de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad
la tierra y sometedla'" (Gén. 1,28).

“Dios es amor y vive en sí mismo un misterio personal de amor. Creándola a su imagen…... Dios
inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y consiguientemente la capacidad y la
responsabilidad del amor y de la comunión” (FC 11). Por lo tanto el fundamento del matrimonio y de la
familia es el amor conyugal. La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando
este es considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor (1Jn. 4,8), “el Padre de quien procede
toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef. 3, 15).

Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias del amor conyugal:

-Es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es
simple efusión del instinto y del sentimiento, sino principalmente es un acto de la voluntad libre, con
pleno conocimiento, pleno consentimiento y plena libertad.
-Es un amor único, es decir, entre un solo hombre y una sola mujer, a semejanza del amor filial, del
hijo a su madre es único.
-Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos
comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas.
-Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que
asumen libremente y con plena conciencia el compromiso del vínculo matrimonial.
-Es, por fin, un amor fecundo que no se agota en la comunión entre los esposos, sino que está
destinado a prolongarse en los hijos suscitando nuevas vidas. “El matrimonio y el amor conyugal
están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin
duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres”
(GS n.509).

La alianza matrimonial

"La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se
establece sobre la alianza del matrimonio... un vínculo sagrado... no depende del arbitrio humano. El
mismo Dios es el autor del matrimonio" (GS 48,1).

La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según


salieron de la mano del Creador. Creados el hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios los
destinó para la relación y comunión de personas.

La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es
bueno que el hombre esté solo". La mujer, "carne de su carne", su igual, la criatura más semejante al
hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio", representando así a Dios que es nuestro
"auxilio" (cfr. Sal 121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se
hacen una sola carne" (cfr. Gén. 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas,
el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador: "De manera que
ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6; Gén.2, 24).

El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha
podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes
espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar
de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cfr. GS 47,2),
existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de
la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la
comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1).

"La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la
vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de
la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados" (CIC,
can. 1055,1).

El matrimonio bajo la esclavitud del pecado

Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta
experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la
unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los
celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse
de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas,
los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.

Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del
hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado,
ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre
y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos, “la mujer que me diste por
compañera me dio del árbol y comí” (cfr. Gén. 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador “Esta
vez sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (cf Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio
y de concupiscencia “…con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y el te dominará”
(cfr. Gén. 3,16b); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y
someter la tierra (cfr. Gén. 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el
pan (cfr. Gén. 3,16-19).

Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las
heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia
infinita, jamás les ha negado “Yahveh Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió”
(cfr. Gén. 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas
en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".

El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley

En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del
pecado, "los dolores del parto" (Gén. 3,16), el trabajo "con el sudor de tu frente" (Gén. 3,19),
constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a
vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la
ayuda mutua, al don de sí.

La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la


pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía prohibida de
una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un
dominio arbitrario del hombre, aunque ella lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de
"la dureza del corazón" de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la
mujer (cfr. Mt 19,8; Dt. 24,1).

Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cfr.
Os 1-3; Is. 54.62; Jer. 2-3. 31; Ez 16,62; 23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo
elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf
Mal 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del
matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar
de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del amor de
Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no pueden anegar" (Ct 8,6-7).

De esta manera los profetas dan nuevos pasos en el proceso de la revelación. Recuerdan sin cesar
que el amor de Dios por los hombres es la razón última de su comportamiento. Pero lo inédito hasta
ese momento es usar el matrimonio como signo imagen de la Alianza entre Dios y el pueblo. Dios es
presentado como esposo y el pueblo como esposa. Dios es el esposo fiel que nunca falla y el pueblo
es la esposa siempre amada, aunque casi siempre es infiel y a veces llega a ser una verdadera
prostituta. Tan fuerte es la vinculación de la Alianza con el matrimonio, que se emplea la misma
palabra, berith, para designar a ambos. El matrimonio ganará extraordinariamente con este
descubrimiento. No será ya algo sin importancia, sino un verdadero misterio religioso. La mujer, poco
a poco, dejará de ser vista como una cosa que se compra y se tira cuando deja de interesar al
hombre, pues es amada por Dios entrañablemente. La alianza entre hombre y mujer debe reflejar el
amor de Dios a su pueblo.

El matrimonio en el Señor

La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante
la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la
humanidad salvada por él (cf. GS 22), preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19,7.9).

En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo -a petición de su Madre- con ocasión
de un banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de
Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de
que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la
mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su
mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la
mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt
19,6).

Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y
aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos
una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de
Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la
fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a
Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán
"comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta
gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.

Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo
amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo
enseguida: "`Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se
harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32).

Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la de la Iglesia

Conclusión:
Los textos bíblicos ofrecen tres importantes indicaciones. El ser humano es una persona, de igual
manera el hombre y la mujer. Están en relación recíproca.

En segundo lugar, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la feminidad, está
llamado a existir en la comunión y en el don recíproco. Por esto el matrimonio es la primera y
fundamental dimensión de esta vocación.

En tercer lugar, si bien trastornadas y obscurecidas por el pecado, estas disposiciones originarias del
Creador no podrán ser nunca anuladas.

La antropología bíblica por tanto sugiere afrontar desde un punto de vista relacional, no competitivo ni
de revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos.

Génesis 2:24,25 “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán
una sola carne. Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”.
Este pasaje que nos muestra el inicio de todas las cosas en la Biblia, nos muestra cómo fue el diseño
de Dios incluyendo al ser humano, y lo que Dios estableció como correcto en la relación de un
hombre y una mujer.

Que una vez casados, lleguen a ser una sola carne, uniéndose a través de una relación sexual, y que
no se avergüencen de esa desnudez.

El matrimonio para cumplir su fin de la procreación y educación de la prole Dios y Jesucristo le dio el
carácter de Alianza y Sacramento con la unidad e indisolubilidad.

...

Agradecemos a Roberto Tarazona por compartir esta ponencia.

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