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La Tía Elena

Sesenta y dos años en la Argentina es una vida. Elena se trasladó de la cultura gallega y
de los campos y oteros a la ciudad. Desarraigo de la tierra y nostalgia de los lares y las
costumbres. El cariño de mi mamá y la tía Antonia la mantuvieron animosa. ¡Cómo se reían las
tres recordando anécdotas de su infancia! Nunca perdieron la picardía del campesino.

Era una flaquita espigada y derecha, cuando llegó aquella mañana de 1942 a esta casa.
Estábamos excitados: llegaba la tía de España. La vimos vestida con austeridad y una cierta
elegancia. Se sorprendía de tanto cariño exteriorizado: los gallegos son más introvertidos. Le
llamaba la atención el dejo argentino y porteño.

Fue indispensable en nuestra vida. En cada familia hay alguno así. Es el centro sin
pretender serlo. Nos enseño a disfrutar del mar . Mamá le decía que me acompañase a la escuela
de Molière, pero cuando había cerrado la puerta yo estaba ya cerca de Virgilio: me preguntaba
“¿tanto te gusta el colegio?” Hasta hoy me digo: ¿Cómo hacía para llevarse bien con mi abuela
Da. Rosa, italiana que nunca se había reconciliado con este país, a punto que la llamase “Elena
mía”?

Cuando murió mamá en 1982, se convirtió en mi madre. Le costó mucho mi estadía en


Colombia para trabajar en el Celam de Bogotá. Fueron dos pérdidas fuertes que la afectaron. Se
repuso y cuando regresé famoso allá y menospreciado por mis superiores aquí, ella fue una
columna de sentido común.

Le encantaba Jesús Misericordioso. Era una devoción que le llamaba al corazón.


Seguramente tocaba fibras que no había llenado la Iglesia postconciliar. Fue una sorpresa en
1993 con San Gabriel Arcángel. Pero estaba acostumbrada a mis intuiciones y sabía que sería
hermoso. Me ayudó cuanto pudo hasta que a los ochenta y seis no pudo hacer más y se detuvo
de tanta actividad. La parroquia le debe muchas cosas materiales, pero especialmente el haber
cuidado a su primer párroco.
Osvaldo D. Santagada

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