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llamado Nasreddín. Su sabiduría siempre dejaba pasmados a todos hasta tal punto,
que era famoso en toda la ciudad. Siempre le sucedían muchas cosas curiosas de las
que Nasreddín sacaba una importante enseñanza. Una de esas historias es la que os
vamos a relatar.
El chico tenía un amigo que vivía rodeado de todo tipo de riquezas en un majestuoso
palacio. Un día se encontraron por la calle y el rico caballero le invitó a cenar esa misma
noche. Nasreddín, que nunca había tenido la oportunidad de disfrutar de una opípara
Cuando empezó a caer la tarde, Nasreddín se subió a su famélico burrito para ir a casa
de su anfitrión. Era la primera vez que le visitaba y cuando llegó, se quedó deslumbrado al
ver nada más y nada menos que una enorme mansión de mármol rosa rodeada de
increíbles jardines. En la entrada, dos guardias embutidos en un brillante uniforme y
convenientemente armados, vigilaban a todo aquel que osaba acercarse.
– Buenas noches, señores. Me llamo Nasreddín. Su señor, que es amigo mío, me espera
para cenar.
Uno de los soldados le miró de arriba abajo con desprecio. Nasreddín iba vestido con una
túnica descolorida llena de remiendos y unas sandalias deshilachadas que almacenaban
el polvo de muchos años de uso. Sin ningún tipo de miramientos, le dijo con voz seca:
El soldado no estaba dispuesto a dejarse engañar ¡Un hombre tan rico e importante jamás
invitaría a un mendigo a su mesa! Se adelantó un paso y mirándole fijamente, volvió a
negarse.
– Le repito, caballero, que no puedo permitirle el paso ¡Lárguese de aquí ahora mismo o
tendré que echarle por las malas!
Como siempre, tuvo una ingeniosa idea: ir a ver al sastre del pueblo y pedirle ayuda. Era
tarde cuando llamó a su puerta, pero el anciano le recibió con una sonrisa.
– Vengo a pedirte un favor. Necesito que me prestes algo de ropa decente para ir a cenar
a casa de un amigo. Con estas pintas no me permiten entrar en su palacio.
– ¡No te preocupes! Tengo ropa de sobra que te sentará muy bien ¡Entra que te la
enseño!
El sastre le sugirió que lo primero que debía hacer, era lavarse un poco. Nasreddín,
encantado, se dio un buen baño de agua caliente en un barreño y, una vez limpio y
perfumado, se probó varias prendas hasta que encontró una realmente elegante. Se
trataba de una túnica blanca bordada con hilo de oro y cuello de seda. Para los pies, unas
sandalias de cuero nuevas y relucientes ¡Estaba fantástico!
– ¡Muchas gracias, amigo mío! ¡Es justo lo que necesitaba! Mañana vendré a devolverte
la ropa ¡No sé qué habría hecho sin ti!…
– No te preocupes, Nasreddín. Eres bueno y te mereces esto y mucho más ¡Pásatelo bien
en la cena!
El soldado que le había echado un rato antes, le sonrió y e incluso hizo una pequeña
reverencia.
– Por supuesto, caballero, pase usted. Cuando llegue a la puerta le recibirán los criados
que le conducirán al salón donde el señor le estará esperando.
Así fue; Nasreddín atravesó el jardín y fue recibido por una corte de sirvientes que
anunciaron su llegada. El dueño de la casa le dio un abrazo de bienvenida y le sentó a la
cabecera de la mesa junto a otros invitados muy distinguidos de orondas barrigas ¡Se
notaba que era gente a la que no le faltaba de nada y que comían de lujo todos los días!
El primer plato era una sopa caliente de verduras. Nasreddín estaba muerto de hambre y
la comida olía a gloria, pero para sorpresa de todos, en vez meter la cuchara en el caldo,
metió la manga derecha de su túnica.
¡Imaginaos las caras de todos los que estaban allí! ¡No sabían a qué se debía esa actitud!
¿Acaso ese muchacho no conocía las normas básicas de educación?
El dueño de la casa no sabía ni qué decir. Colorado como un fresón, se levantó y pidió
perdón al joven, prometiéndole que mientras él viviera, jamás se volvería a prohibir la
entrada a nadie porque fuera pobre. Nasreddín aceptó sus disculpas y después dio buena
cuenta de la cena más deliciosa de su vida.
Moraleja: Debemos valorar a las personas por lo que son y no por las riquezas que
posean. Jamás desprecies a nadie porque tenga menos que tú o porque su aspecto no te
guste.
Los dos amigos
Había una vez dos amigos llamados Pedro y Ramón que se querían muchísimo. Desde pequeños iban
juntos a todas partes. Les encantaba salir a pescar, jugar al escondite y observar a los insectos. Cuando
empezaban a sentir hambre, se sentaban un rato en cualquier sitio y entre risas compartían su merienda.
Pedro solía comer pan con chocolate y le daba la mitad a Ramón. A cambio, él le daba galletas y zumo
de naranja. Estaban muy compenetrados y entre ellos jamás se peleaban
– ¡Pedro! ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? ¿Te pasa algo?
Pedro iba a responder, pero su amigo Ramón estaba tan agitado que
siguió hablando.
– ¿Han entrado a tu casa a robar en plena noche? ¿Te has puesto enfermo
y necesitas que te lleve al médico? ¿Le ha pasado algo a tu familia?
…¡Dímelo, por favor, que me estoy poniendo muy nervioso y ya sabes
que puedes contar conmigo para lo que sea!
Su amigo Pedro le miró fijamente a los ojos y tranquilizándole, le dijo:
– Muchas gracias, amigo. Gracias por preocuparte por mí. Me siento feliz
y nada me preocupa. Ven aquí y dame un abrazo.
Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su
madre guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una
estantería de la cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los
dosificaba porque sabía que no eran muy saludables para sus dientes.
– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de
los dulces!
Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un
tomate. Nada, era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la
izquierda, pero tampoco resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no
romperlo, pero la manita seguía sin querer salir de allí. Por último,
intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo y tirar del brazo,
pero ni con esas.
Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo
a través de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser
invitado. Le encontró pataleando de rabia y fuera de control.
– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los
caramelos y yo me los quiero comer todos!
- Fue Quique, dijo una niña señalando a su lado a un pequeñín pecoso de cinco años.
- Niños, niños, dijo Mily con voz enérgica y poniendo cara de enojo. No deben burlarse de los demás. Eso no
está bien y no lo voy a permitir en mi salón.
Todos guardaron silencio, pero se oía algunas risitas.
Un rato después una pelota de papel goleó la cabeza de Tomás. Al voltear no vio quien se la había
lanzado y nuevamente algunos se reían de él. Decidió no hacer caso a las burlas y continuó mirando las
láminas de animales que mostraba Mily. Estaba muy triste pero no lloró. En el recreo Henry abrió su
lonchera y comenzó a comerse el delicioso bocadillo que su mamá le había preparado. Dos niños que
estaban cerca le gritaron:
- Orejón, oye orejón, no comas tanto que va a salirte cola como un asno, y echaron a reír.
Otros niños a su alrededor lo miraron y tocando sus propias orejas, sonreían y murmuraban. Henry
entendió por primera vez, que de verdad había nacido con sus orejas un poco más grandes. 'Como su
abuelo Manuel', le había oído decir a su papá una vez.
De pronto se escucharon gritos desde el salón de música, del cual salía mucho humo. Henry se acercó y
vio a varios niños encerrados sin poder salir, pues algún niño travieso
había colocado un palo de escoba en los cerrojos.
A través de los vidrios se veían los rostros de los pequeños llorando, gritando y muyasustados. Dentro
algo se estaba quemando y las llamas crecían.
Los profesores no se habían dado cuenta del peligro, y ninguno de los niños se atrevía a hacer nada.
Henry, sin dudarlo un segundo, dejó su lonchera y corrió hacia la puerta del salón y a pesar del humo y
del calor que salía, agarró la escoba que la trababa y la jaló con fuerza. Los niños salieron de prisa y
todos se pusieron a salvo.
Henry se quedó como un héroe. Todos elogiaron su valor. Los niños que se habían burlado de él estaban
apenados.
En casa, Henry contó todo lo sucedido a su familia, por lo que todos estaban orgullosos de él. Al día
siguiente, ningún niño se burló de Henry. Habían entendido que los defectos físicos eran sólo aparentes,
pero en cambio el valor de Henry al salvar a sus compañeros era más valioso y digno de admirar.
FIN