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PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
Presente
—¡Comanda lista!
Kristin Moore se estremeció cuando Ned, el cocinero del Shamrock’s Bar
and Grill, dejó caer con fuerza otro plato sobre la ventana de la cocina. El
anciano gruñón no era malo en su trabajo, pero disfrutaba haciendo saber a los
demás que estaba enfadado por el retraso de las comandas. Ned era bebedor y
Kristin nunca estaba del todo segura de que fuera a hacer acto de presencia en el
restaurante. Hoy era uno de esos días en los que hubiera preferido que Ned y su
insoportable actitud se hubieran quedado en casa.
«Qué suerte la mía que se haya dignado a venir a trabajar», pensó.
Acabó de llenar dos jarras de cerveza y cerró el grifo. El Shamrock tenía
una cerveza excelente. Era su mayor orgullo. Trabajaban con varios productores
locales, tal y como había hecho el padre de Kristin desde el día en que inauguró
el establecimiento, varias décadas antes. Los pequeños empresarios de Amesport
intentaban apoyarse mutuamente en la medida de lo posible.
Después de llevar las jarras a los clientes, se acercó a recoger el plato que
Ned había estado a punto de romper y miró el triste aspecto que tenía el especial
del día. El sándwich Reuben estaba empapado en salsa en lugar de presentar el
apetitoso aspecto tostado habitual, y los aros de cebolla estaban pasados.
«Papá tiene que echar a Ned antes de que su dejadez en los fogones nos
lleve a la ruina», pensó Kristin.
El problema era que su padre tenía demasiados quebraderos de cabeza y
preocupaciones para tomarse la molestia de contratar a otro cocinero.
A ella no le habría importado encargarse de la cocina, pero eso habría
supuesto dejar a Ned en la barra, algo que no podía hacer. Acabaría bebiendo
más que los clientes.
Kristin tuvo que reprimir la imperiosa necesidad de adecentar los
ingredientes del plato para que al menos tuviera un aspecto más presentable, y lo
sirvió en una de las mesas. Ned llevaba varios meses cocinando fatal.
El Shamrock estaba casi lleno, de modo que la única esperanza que le
quedaba era que la comida tuviera mejor sabor que aspecto.
«Que pidan postre, por favor».
Le sirvió el plato al hombre de mediana edad con una sonrisa, con la
esperanza de que tuviera suficiente hambre para pedir el postre especial del día.
Lo había hecho ella misma con las deliciosas mermeladas que hacía su
amiga Mara, por lo que estaba convencida de que el pastel de queso y arándanos
estaba buenísimo. Había seguido la receta de su madre, la misma que llevaba
utilizando varios años.
Miró el reloj y vio que solo eran las cinco de la tarde.
«¡Cuatro horas más!».
Se le estaba haciendo muy largo el turno, sobre todo después de haberse
pasado el día en la consulta de la doctora Sarah Sinclair, trabajando de
enfermera. Faltaba una eternidad hasta la hora de cierre.
Estaba agotada.
Le dolían los pies.
No le quedaba más remedio que seguir sirviendo platos combinados hasta
acabar el servicio.
Además, el Shamrock estaba a reventar, algo que no era muy habitual. Era
viernes por la noche y sabía que el fin de semana también iban a tener mucho
trabajo, ya que en Amesport se organizaba un festival de arte. Main Street estaba
cerrada al tráfico y los artistas y vendedores instalarían sus casetas a primera
hora de la mañana para exhibir sus obras.
Al parecer, todos los artistas eran muy madrugadores.
La organización del acto era un intento por conseguir que los turistas
siguieran visitando Amesport a pesar de que el verano ya solo era un vago
recuerdo en la memoria de todos. Por suerte, parecía que la nieve se iba a hacer
de rogar, por lo que iba a hacer frío, pero el festival sería un éxito. La ciudad
tenía un plan de emergencia para trasladarlo todo al Centro Juvenil de Amesport
si el tiempo empeoraba, pero hasta entonces habían disfrutado de un otoño y
unos primeros días de invierno bastante cálidos.
Amesport necesitaba ese tipo de acontecimientos en invierno porque una
gran parte de sus habitantes vivían del turismo estival. Grady Sinclair, uno de los
varios multimillonarios del clan Sinclair que había fijado su residencia en la
localidad, estaba haciendo todo lo posible por ayudar a su mujer, Emily, para
darle un poco más de vida a la ciudad en temporada baja.
—¡Plato!
Kristin se estremeció cuando Ned dejó caer los platos en el mostrador de
acero.
«¡Maldito viejo!», pensó.
Debería estar acostumbrada al mal humor y a los gritos del cocinero, a su
predilección por romper los platos en lugar de hacérselos llegar a los clientes,
pero a pesar de todo aún se sobresaltaba cada vez que Ned profería uno de sus
bramidos antes de «tirar» el plato. Gritaba de tal manera que debían de oírlo
desde el edificio de al lado.
No había ningún motivo para que pegara semejantes berridos. Kristin se
encontraba solo a metro y medio del malhumorado cocinero.
«Paciencia, paciencia, paciencia», pensaba.
Intentó contener su carácter irlandés, tal y como hacía su padre. Su madre
era toda una santa, pero Kristin sabía que ella se parecía mucho más a su padre:
no se enfadaba fácilmente, pero cuando llegaba al punto de no retorno, estallaba
como los fuegos artificiales del Cuatro de Julio.
En esos momentos, con el local a rebosar de clientes y el cansancio que se
había apoderado de ella, Ned estaba prendiendo la mecha de su mal humor.
—No hay ninguna necesidad de que te comuniques a gritos —le dijo
Kristin al cocinero, mientras recogía los platos y se los ponía en el brazo.
Ned levantó la cabeza y la miró.
—Sí que la hay. Es la única forma de aguantar toda la noche. Odio este
trabajo. En Boston, al menos tenía enfermeras guapas con minifalda a las que
mirar. Pero aquí, en este tugurio, ni eso.
Kristin se quedó boquiabierta, como un pez fuera del agua. ¿Qué diablos
podía replicar? Estaba a punto de perder los estribos, y no porque hubiera
insinuado que no era guapa, sino porque su padre le había dado una oportunidad,
a pesar de que no tenía demasiadas referencias. Era obvio que a ese capullo
siempre lo habían echado de anteriores trabajos por culpa de sus problemas con
la bebida. Sin embargo, su padre había confiado en que Ned sería capaz de
enderezar su vida.
Pero no había sido así.
Kristin sabía que ya lo habían detenido en una ocasión en Amesport por
conducir borracho, y era obvio que no iba a dejar de empinar el codo.
Lo miró como si fuera un paciente más de la consulta y vio que tenía la
nariz roja y los ojos inyectados en sangre de un alcohólico, esa mirada turbia de
aquellos que no pueden dejar de beber.
Sentía pena por Ned, pero también estaba furiosa con él.
El alcoholismo era una enfermedad, pero su padre se había fiado de la
promesa que el cocinero le había hecho. Y aun así no se había esforzado lo más
mínimo para cambiar de hábitos. Ned y Dale Moore eran antiguos compañeros
de la marina, y cuando Ned lo llamó, él no se lo pensó dos veces… como era
habitual. El padre de Kristin había ayudado a su amigo, le había buscado un piso
asequible y le había dado trabajo sin hacer demasiadas preguntas. El cocinero, a
cambio, se había aprovechado de la amistad que los unía, de la buena fe de su
excompañero, y ni siquiera había intentado asistir a una reunión de Alcohólicos
Anónimos.
Al final Kristin sirvió a los clientes sin replicar. Cuando volvió, se acercó a
Ned y le dijo:
—No levantes la voz, ¿de acuerdo? Molestas a los clientes.
«¡Y a mí!», pensó.
Oyó las palabrotas que soltó, sin esforzarse demasiado en disimularlas,
antes de que ella se diera media vuelta y empezara a preparar unos cócteles. No
tenía ningún problema en atender las mesas, pero le costaba algo más preparar
los cócteles que no conocía tan bien. La mayoría de los clientes pedían cerveza o
combinados sencillos. En verano, una gran parte de su clientela eran turistas que
querían degustar cervezas artesanales.
—Mai tai —murmuró para sí, frunciendo las cejas mientras consultaba la
guía que utilizaba para preparar las bebidas más elaboradas.
—Yo me encargo, señorita —le dijo una voz masculina mientras ponía una
copa en la barra.
Kristin levantó la vista y se encontró frente a la cara más amable que había
visto en los últimos tiempos: un hombre de la edad de su padre que le guiñó un
ojo y la invitó a hacerse a un lado de buenas maneras.
El tipo no dejó de hablar mientras preparaba el cóctel:
—Aunque no lo parezca, no es nada fácil preparar un buen mai tai.
Cualquiera puede mezclar los ingredientes, pero no siempre se hace bien.
El desconocido empezó a hacer malabarismos con distintas botellas,
mientras alternaba los ingredientes en una coctelera.
—No debería ser amarillo o rojo. Un buen mai tai es suave y con un tono
tostado.
Kristin sabía que la reacción más lógica habría sido preguntarle a aquel
tipo qué diablos hacía tras la barra del local de su padre, pero se quedó
embelesada observando su maestría y habilidad con las botellas. Saltaba a la
vista que sabía lo que hacía. De hecho, nunca había visto a nadie con tanta
destreza.
Cuando acabó de preparar el cóctel, ella reunió el valor necesario para abrir
la boca.
—¿Quién es usted? ¿Y qué hace detrás de mi barra?
El hombre se llevó una mano al pecho.
—Ahora es mía. Yo diría que no os vendría nada mal mi ayuda.
Kristin miró a su alrededor, presa del pánico, preguntándose si aquel tipo
era un chalado. Había llegado mucha gente de fuera para asistir al festival y no le
sonaba su cara. Llevaba pantalones cortos hasta las rodillas, una camiseta,
chanclas… Un atuendo demencial teniendo en cuenta que estaba a punto de
llegar el invierno al noreste.
Su mirada se cruzó con dos ojos azules que la habían acechado en sus
sueños más húmedos durante meses. Era tan guapo que notó cómo se le
aceleraba el corazón.
Poco importaba que lo conociera, o que su relación fuera distante y poco
fluida. Muy a su pesar, su cuerpo reaccionaba con vida propia cada vez que lo
veía.
«¡Julian Sinclair!».
Estaba apoyado en la barra, con una sonrisa en los labios, mirándola con
esos ojos azules que destilaban picardía.
—Va a sustituirte durante una temporada. Tenemos que asistir a una boda.
Kristin sintió una punzada de dolor porque no iba a ir al enlace de Micah y
Tessa. Había hecho muy buenas migas con ella, una patinadora olímpica de
Amesport que había perdido el oído hacía varios años. Como su mejor amiga,
Mara, estaba casada con uno de los miembros del clan Sinclair, Kristin había
llegado a conocer y a trabar buena amistad con gran parte de la familia… salvo
con Julian. Habitualmente, cuando coincidían se comportaba como un cretino.
Tessa iba a casarse con el hermano mayor, Micah Sinclair. Kristin era una
de las pocas personas que no pertenecía a la familia que iba a asistir a la
ceremonia de Las Vegas, y aunque Micah corría con todos los gastos, Kristin no
podía dejar tirados a sus padres y el bar.
Esa misma tarde, cuando Sarah salió de la consulta antes de tiempo para
tomar un avión a Las Vegas con su marido, se había apoderado de ella una
sensación de melancolía de la que no podía desprenderse.
—No voy a ir —le dijo a Julian con una mirada de confusión—. Ya le dije
a Tessa que no podría.
—Sí que vas a ir —replicó Julian con firmeza—. He venido a recogerte.
Tessa se llevaría una decepción tremenda si no fueras.
Kristin estaba disgustada. Nunca había estado en Las Vegas y se moría de
ganas de asistir al final feliz de Tessa, después de tantos años de sufrimiento.
—No puedo —replicó ella con algo más de convencimiento y le lanzó una
mirada de advertencia a Julian para que no le llevara la contraria.
Sin embargo, fue un error mirarlo a los ojos. Era tan guapo que parecía
capaz de derretir los glaciares de Groenlandia con su mera presencia. No era de
extrañar que estuviera tan solicitado como actor. No solo era muy atractivo, con
su pelo rubio estudiadamente despeinado y los ojos azul celeste enmarcados por
unas pestañas que eran la envidia de cualquier mujer, sino que tenía un cuerpo
tan tonificado y musculoso que parecía la reproducción en carne y hueso de
cualquier estatua de un dios heleno.
Era tremendamente injusto que existieran hombres tan pecaminosamente
perfectos como Julian Sinclair. Pero lo más injusto de todo era que tuviera
talento y fuera atractivo. Con un premio de la Academia en su haber y un
segundo éxito de taquilla, debía de ser uno de los actores más famosos de
Hollywood. Además, era asquerosamente rico, miembro del clan Sinclair. Por
desgracia, también era un cretino. Engreído. Mandón. Arrogante. Demasiado
acostumbrado a salirse con la suya.
Si bien Kristin había logrado ver el lado más íntimo de Julian en alguna
que otra ocasión, por lo general seguía siendo un capullo estúpido.
—Tu bolsa está en el coche y nos espera mi avión. Mara te ha preparado la
ropa con la ayuda de tu madre. Al parecer, tus padres no tienen ningún
inconveniente en que te sustituya alguien. Quieren que vayas. Les hace felices
que te tomes un par de días y disfrutes del fin de semana.
«¿Mis padres saben que dejé escapar la oportunidad de ir a Las Vegas?
¡Cabrón! Es imposible que Mara se lo haya contado por voluntad propia sin que
Julian haya metido baza».
Los padres de Kristin eran su mayor punto débil y sabía que se llevarían un
disgusto si rechazaba la oferta del viaje a Las Vegas para atender el negocio
familiar. Si le hubiera dicho a su padre que deseaba ir, este habría cerrado el
local unos días de haber sido necesario. Pero ella no quería que se viera obligado
a hacerlo. No podían permitirse el lujo de perder todo un fin de semana de
ingresos.
No acababa de estar muy segura de por qué se había enzarzado en aquella
discusión. Lo que le estaba pasando tenía toda la pinta de ser una broma de mal
gusto. Por algún motivo que ignoraba, Julian disfrutaba metiéndose con ella. Se
lo pasaba en grande.
«No puede estar hablando en serio», pensó.
—Mira, no puedo —insistió Kristin, que se dio la vuelta y vio que los
clientes empezaban a agolparse en la barra para pedir bebidas y disfrutar de la
exhibición del nuevo camarero—. Aunque haya alguien que se encargue del bar,
tengo que encargarme del turno de la comida y de la cena del fin de semana.
Julian rodeó con el brazo a una chica rubia que tenía al lado y se acercó
hasta Kristin.
—Esta es Sandie Retzlaff. —Señaló con la cabeza a la camarera—. Él es
su marido, Carl. Sandie sabe cocinar y Carl, como habrás visto, puede
encargarse sin problemas de la barra. Está acostumbrado a trabajar en locales
llenos de gente. Y le encanta presumir de sus habilidades.
—Voy a echar un vistazo a la cocina —le dijo Sandie a Julian con una
sonrisa, y cruzó la puerta que daba a la zona de preparación de alimentos.
Kristin agarró a Julian de la manga de su jersey azul celeste.
—Será una broma, ¿verdad? Sandie y Carl Retzlaff son los dueños del
restaurante Retzlaff de California. No pueden… no pueden ser ellos, ¿verdad? —
Señaló con la cabeza al camarero.
—Sí, ahí tienes a tu dúo dinámico. Ahora que Carl ya ha compartido todos
sus conocimientos con sus camareros, se aburre. Quería un desafío.
—Sandie Retzlaff es una cocinera de primera y una mujer de negocios de
gran éxito.
Kristin había oído hablar de ambos. La mayoría de la gente del mundo de
la restauración conocía su fama. Y su elegante restaurante era famoso en todo el
país por la comida excelente que ofrecía y las habilidades de los bármanes,
capaces de preparar algunos de los cócteles más elaborados.
—Carl también tiene un gran talento. Ha ganado varios concursos de
cócteles en todo el país —añadió Julian con un tono amable—. Y ahora, en
marcha. Nos espera Las Vegas y, no sé tú, pero yo tengo hambre y me apetece un
trago.
—Mi barman lleva chanclas —replicó ella—. No puedo dejar el Shamrock
así como así y largarme a Las Vegas.
Kristin era incapaz de irse sin más. Quizá Julian sí que podía, pero ella no
era una Sinclair y su vida no se regía por los mismos caprichos.
No sabía hacer otra cosa que no fuera trabajar.
Y siempre tenía responsabilidades que atender.
—Tessa va a casarse. No vas a dejar abandonado a nadie y esto no afectará
al negocio de tus padres. He convencido a dos de los profesionales más capaces
del país para que se encarguen del Shamrock durante tu ausencia. Ya te dije una
vez que estábamos en deuda contigo por el favor que me habías hecho. Pero tú
no has querido cobrártelo, así que aprovéchate de mí ahora.
Kristin vio por el rabillo del ojo que cada vez se arremolinaba más gente en
torno a la barra para presenciar el espectáculo de Carl. ¿Desde cuándo se había
convertido en un espectáculo la preparación de cócteles? Le pareció oír que el
barman hablaba de sus años en los marines mientras se lucía con una serie de
malabares algo arriesgados, antes de servir varias bebidas con un gesto
espectacular.
—No. Puedo. Irme —insistió Kristin con un deje irritado. Las artimañas de
Julian estaban durando más de la cuenta.
No entendía por qué se había tomado tantas molestias para hacerla sentir
culpable, pero en el fondo le daba igual. No tenía por qué defenderse. Solo
quería que se fuera cuanto antes.
—Claro que puedes —dijo Julian en un tono de voz irritantemente
tranquilo.
—El cocinero me está dando problemas —le confesó.
En cuanto pronunció esa frase, Ned salió volando de la cocina y cayó de
bruces detrás de la barra.
Sandie asomó la cabeza por la ventana y gritó:
—¡No se te ocurra volver a poner un pie en la cocina! ¡Si no puedes hacer
una hamburguesa decente sin comportarte como un cretino, estás despedido!
Kristin se mordió el labio para reprimir la sonrisa mientras observaba a
Ned, que se puso en pie y salió del bar, cojeando.
La chef había tardado menos de un minuto en cantarle las cuarenta a Ned.
El mero hecho de ver a alguien poniéndolo en su sitio casi compensaba toda
aquella farsa.
—Ya no es un problema —dijo Julian con deje irónico, agarrándola de la
mano—. Nos vamos.
Ella intentó zafarse.
—No, no nos vamos. No puedes entrar aquí como si nada, cambiar a todo
el personal y esperar que salga por la puerta contigo sumisamente.
—Eso es lo que espero —le espetó con una voz de barítono que le provocó
un escalofrío a Kristin—. ¿De verdad quieres defraudar a todos los invitados de
la boda de Tessa?
—Claro que no —respondió ella, enfadada consigo misma por sucumbir al
sentimiento de culpa que había azuzado Julian—. Pero no puedes llegar aquí y
organizarme la vida para salirte con la tuya —exclamó, apartándose de él—. Por
supuesto que quiero ir a la boda, pero hace tiempo que me di cuenta de que una
no siempre puede conseguir todo lo que quiere.
—El único motivo para que no vayas es tu terquedad.
Julian ya no sonreía, y su expresión ya no era de diversión, sino de simple
determinación.
Kristin se encogió de hombros.
—Tú piensa lo que quieras, pero no me gusta que me digas lo que tengo
que hacer. No soy una de tus empleadas ni pertenezco a tu club de fans.
—Aquí no se trata de pensar. Solo digo que me he encargado de solucionar
tus obligaciones —añadió Julian con toda naturalidad—; quería ponerte las cosas
fáciles para que pudieras ir a la boda. Pero debería haberme imaginado que
serías tan tozuda. Si no puedo hacerlo por las buenas, tendré que hacerlo por las
malas. —Levantó la voz—. Eh, Carl. Necesito de tus dotes de pasador. Salida
forzosa.
Sin perder ni un segundo, el barman cogió el bolso que Kristin tenía bajo la
barra, lo lanzó por encima de la multitud y Julian lo pescó al vuelo. Fueron un
lanzamiento y una recepción perfectos.
Kristin aún estaba intentando soltarse cuando Julian la agarró con un brazo,
se la echó al hombro como si no pesara nada y la sacó del Shamrock sin mediar
palabra.
CAPÍTULO 2
Julian no podía reprimir las ganas de romperles la cara a todos los cretinos
que se volvían para mirar a Kristin.
Logró aguantar hasta el final de la ceremonia y el banquete gracias a un par
de combinados, pero dejó el alcohol cuando llegaron al teatro sin que nadie lo
reconociera, un lugar donde pasó más tiempo ensimismado con la expresión
embelesada del rostro de su acompañante bajo la tenue luz de la sala que
mirando el espectáculo que tantas ganas tenía de ver.
Por suerte, al menos durante la proyección no tuvo que soportar las
miradas que los otros hombres le dedicaban a Kristin, ya que estaba demasiado
oscuro.
Julian no alcanzaba a comprender por qué ella no se daba cuenta de que era
una mujer de una belleza deslumbrante. Su melena pelirroja era lo primero que
llamaba la atención de los hombres, pero sus curvas impedían que nadie pudiera
apartar los ojos. Estaba convencido de que todos los hombres se preguntaban
cómo debían de ser sus orgasmos. Era una fantasía que lo obsesionaba de tal
manera que le resultaba inconcebible que no la compartieran los demás.
Quizá en Amesport intentaba pasar algo más desapercibida, pero con esos
rizos deslavazados que le cubrían la espalda, ¿cómo era posible que alguien no
se volviera a mirarla para repasarla de arriba abajo? Y no una vez, sino varias.
Julian sabía que era inútil resistirse a ella. Bien que lo había intentado.
Es cierto que no era su aspecto físico lo que primero le había llamado la
atención, sino la naturalidad y el tono burlón que había empleado desde el
principio con él. No había mostrado el más mínimo interés por el hecho de que
fuera una superestrella de cine o un multimillonario del clan Sinclair.
Desde un primer momento lo había tomado por un cretino engreído y
vanidoso. Y quizá tenía razón en parte. Por eso Julian no había podido resistir la
tentación de tomarle el pelo, porque sabía que la sacaba de quicio de verdad.
Para él era una experiencia del todo nueva.
Ahora sí que estaba fastidiado. La admiraba, le gustaba, una situación a la
que no estaba acostumbrado. Así había empezado su obsesión por Kristin y,
cuanto más la conocía, más la deseaba.
—¿Adónde vamos? —preguntó Kristin desde el asiento del acompañante.
Ambos iban delante para evitar que ella volviera a sufrir náuseas.
—Como no me has dicho qué te apetecía hacer, he tomado un par de
decisiones. Espero que no tengas vértigo.
El hecho de que fuera tan propensa a los mareos le había impedido llevarla
a algunas atracciones, y como él tampoco deseaba verla en ninguna situación de
peligro por sí sola, la lista de opciones se había reducido aún más.
¿Tirolinas? Demasiado peligroso, y existía la posibilidad de que se
mareara.
¿Saltar al vacío desde un rascacielos? Oh, no. Ni hablar… ¡No!
Podría habérselo preguntado, pero no quería correr el riesgo de que
estuviera tan loca como para saltar desde un edificio de doscientos cincuenta
metros de altura. Su corazón no podría soportarlo.
Cualquier otro plan que implicara giros bruscos estaba descartado. Como
la mayoría de las atracciones también eran muy altas, era un alivio más que una
decepción que no pudieran elegirlas. Además, él las había probado y nunca se
había parado a pensar en el riesgo que suponían para sí mismo, ya que en teoría
eran muy seguras. Nunca había tenido sensación de riesgo. Sin embargo,
imaginarse a Kristin en lo alto de un edificio, a una altura que podía matarla si
algo salía mal… eso ya era harina de otro costal.
Por todo ello, Julian había acabado decantándose por otro plan, algo que no
le hiciera tener el corazón en un puño.
—Vamos a ir a dar una vuelta. Por eso te he dado pastillas.
Le había dado las pastillas para el mareo al acabar el espectáculo.
Por una vez, Kristin no intentó llevarle la contraria.
—Me ha encantado. Nunca había visto nada igual —le dijo eufórica.
Aquel tono tan alegre le llegó a lo más hondo del alma. Era una emoción
que nunca había oído, y en ese momento lo único que deseaba era mantenerla en
ese estado de dicha durante el resto de su vida. ¿Cuántas veces la había visto tan
contenta y relajada? El trabajo siempre había sido lo más importante de su vida,
y aunque Kristin parecía una chica capaz de tomarse las cosas con calma, Julian
deseaba darle mucho más.
—Hacía tiempo que quería verlo. Han pasado varios años desde la última
vez que estuve aquí y me habían dicho que es fantástico —respondió él con voz
grave. El tono alegre de ella aún afectaba a su estado de ánimo.
—¿Y ha estado a la altura de tus expectativas? —preguntó ella, aún con la
voz entrecortada por la emoción.
—Oh, sí —respondió. Cualquier cosa que pudiera levantarle el ánimo a
Kristin era maravillosa para él.
—Ha sido una noche mágica para mí, Julian —dijo Kristin con un susurro
de asombro—. Gracias.
La sinceridad de su voz lo conmovió de forma muy intensa, como no había
sentido antes.
—De nada. Pero la noche aún no ha acabado.
Tomó una carretera cercana al aeropuerto y se detuvo junto a uno de los
edificios blancos.
—Ya hemos llegado. ¿Cómo te encuentras?
Julian se quitó el cinturón y se inclinó hacia delante para desabrochar el de
Kristin, que permanecía inmóvil.
—¿Vamos a tomar otro avión? —preguntó ella mientras miraba un
helicóptero que estaba esperando para despegar en el helipuerto que había detrás
de ellos.
—Si te mareas, ni que sea un poco, avísame —le dijo Julian antes de salir
del vehículo y rodearlo para abrirle la puerta.
Tuvo que hacer un esfuerzo titánico para no devorar con la mirada las
piernas que aparecieron del interior del coche y se posaron en el suelo. Aún
llevaba aquel vestido tan atractivo, los tacones y las medias negras. No habían
tenido tiempo de cambiarse, pero él se había quitado la pajarita en cuanto
entraron en el teatro, harto de sentirse como si tuviera una soga en el cuello.
El rostro de Kristin se iluminó como un árbol de Navidad.
—De acuerdo —murmuró ella con la más bonita de sus sonrisas.
Bastó ese gesto para desarmar a Julian, que quería ver esa expresión de
felicidad en su rostro durante el resto de su vida.
No tardaron en instalarse en el interior del aparato, ya que el piloto era un
amigo de Julian y se había asegurado de que Kristin pudiera sentarse en la parte
delantera para disfrutar de las mejores vistas. El helicóptero era de última
generación. Julian confiaba plenamente en el piloto, que en sus más de veinte
años de experiencia había acumulado muchísimas horas de vuelo.
Se fijó en que Kristin se llevó una mano al vientre cuando despegaron y
pusieron rumbo hacia The Strip.
Ella le agarró la mano de forma inconsciente y se la estrechó, un gesto de
confianza que emocionó a Julian.
—¿Estás bien? —preguntó él con voz grave.
—Sí, sí. Es que no estoy acostumbrada a estos movimientos verticales —
respondió emocionada.
Julian había montado en tantos helicópteros que no recordaba la primera
vez. Seguramente fue con su padre, de niño, ya que era su medio favorito de
transporte.
—Avísame si quieres que aterricemos —gruñó él, atento a cualquier
síntoma de mareo. Pero Kristin parecía estar bien.
—Oh, Dios mío. Mira. ¡Es nuestro hotel! —exclamó ella, que le estrechó
la mano con fuerza y señaló el edificio—. La vista de las luces desde aquí es tan
bonita que creo que no encontraré las palabras adecuadas para explicárselo a los
demás. Es imposible explicar la belleza de esto.
Era la noche ideal para sobrevolar Las Vegas. El cielo estaba despejado y
las luces eran espectaculares. Sin embargo, lo más especial de todo era poder
compartirlo con la mujer que iba sentada junto a él, a pesar de que le estaba
apretando las manos con tanta fuerza que casi le cortaba la circulación de la
sangre.
Julian le sonrió. Sabía que valía la pena correr el riesgo de perder algún
dedo por verla sonreír de aquel modo.
CAPÍTULO 7
Kristin se mordió el labio inferior, miró sus cartas y luego la ficha negra
que había en el círculo ante ella.
«¡Una ficha de cien dólares! ¿Qué demonios estoy haciendo?», pensó.
Debían de ser las cinco o las seis de la mañana, pero como no había relojes
en el casino, tampoco estaba muy segura. Lo único que sabía era que los cócteles
White Russian cada vez entraban mejor y que Julian estaba paladeando uno de
los varios whiskies que había pedido desde que le había enseñado a jugar a
blackjack en el casino, tras regresar de su fantástico paseo nocturno en
helicóptero por el cielo de Las Vegas.
El cuento de hadas estaba a punto de acabar, pero pensaba disfrutar hasta el
último minuto de la velada con Julian.
—Tienes catorce. Prueba suerte, Escarlata —le recomendó Julian, que
empezaba a arrastrar las palabras.
—Pero ¿y si tiene una carta baja oculta? ¿Cómo podemos estar seguros de
que no es así?
El juego sería mucho más fácil si supiera las cartas del crupier, que tenía
una reina descubierta, mientras que Kristin tenía catorce puntos.
—A la banca siempre le gusta tener ventaja —respondió Julian en un tono
divertido—. Da igual las cartas que haya descubierto, tú siempre tienes que
pensar que la tapada es un diez, salvo algunas excepciones que ya te he contado.
Julian le había explicado las reglas y cómo sacar el máximo partido de las
probabilidades, pero ¿y si se equivocaba?
—Podría tener un cinco —replicó ella, y no pudo evitar preguntarse por
qué estaba apostando cien dólares de golpe en la mesa de blackjack.
Probablemente era el mínimo. Julian había buscado la mesa con el límite más
alto donde no hubiera nadie, ellos dos eran los únicos que estaban disfrutando el
juego.
Si el crupier de rostro impertérrito había reconocido a Julian, no lo había
mencionado en ningún momento.
—En el blackjack no se trata de adivinar las cartas de la casa, hay que
buscar la suerte. Sabes que no te queda otra opción.
Kristin intentó resistirse cuando Julian la llevó a la mesa para que jugara
con él, a pesar de que le había dicho que solo quería observar y aprender. Sin
embargo, él insistió, le dio la mitad de las fichas que había cambiado y le pidió
que tomara asiento a su lado.
Hizo el gesto de pedir carta, cerró los ojos y sintió el latido desbocado de
su corazón ante la posibilidad de perder cien dólares. No era su dinero, pero no
le hacía ninguna gracia perder el de Julian.
Si no hubiera bebido algo más de la cuenta, no habría aceptado. Pero su
inhibición se fue desvaneciendo con cada sorbo que tomaba del cremoso cóctel.
—Abre los ojos, cielo. Es un siete —le dijo Julian en tono burlón—. Esta
noche estás en racha. Apila las fichas y apuesta más fuerte.
El montón de fichas era mucho más alto que al principio de la partida.
—No quiero perder una apuesta. No es mi dinero —replicó ella.
Julian se inclinó hacia delante mientras el crupier les pagaba su premio y la
camarera les traía otra ronda.
—Pues que sepas que por mí podrías perder todas las fichas de la mesa y
aun así no me importaría lo más mínimo.
Su voz de barítono se apoderó de sus sentidos y Kristin se estremeció de
placer al notar el roce de su cálido aliento en el lóbulo de la oreja. Quizá a él no
le importaba perder dinero, pero a ella sí, ¿o no? Pero quizá era mejor dejar los
lamentos para más adelante. En ese momento estaba demasiado embriagada por
la presencia de Julian para pensar con un mínimo de lucidez.
¿O era todo culpa de los cócteles que había bebido?
—Hazlo. Déjate llevar —le ordenó Julian antes de reclinarse en su asiento
y de darle una buena propina a la camarera y al crupier.
La cabeza empezó a darle vueltas ante tanta insistencia, pero puso un gran
montón de fichas en el círculo. Lo único que quería era atender a sus deseos.
Había hecho tanto por ella que estaba dispuesta a permitir que se saliera con la
suya por una vez.
Kristin apuró el cóctel, cogió el que acababa de llevarle la camarera y tomó
un buen sorbo mientras el crupier repartía la primera mano.
—Blackjack —dijo Julian, ya que ella había cerrado los ojos para no ver
las cartas.
Tenía una jota y un as. Le bastó una mirada fugaz a la carta del crupier, que
era un ocho, para confirmar que había ganado.
Julian levantó la mano y Kristin se la chocó con fuerza mientras el crupier
mostraba un dieciocho y ambos ganaron sus manos.
—¿Estás lista para dejarlo ahora que aún tienes ganancias? —preguntó
Julian con una sonrisa.
Kristin miró las fichas para intentar contarlas, pero no lo logró. Lo único
que sabía era que había empezado con una pila y ahora tenía varias.
—Sí. —Asintió con un gesto tan enérgico que el pelo le tapó la cara.
Julian soltó una carcajada estruendosa que llamó la atención de algunos
jugadores de las otras mesas.
—Empiezan los problemas —gruñó mientras cogía las fichas de mayor
importe que le había dado el crupier para que no tuviera que cargar con varias
pilas de fichas menores. La agarró de la mano y dijo—: ¡Vámonos!
—¡Julian! ¡Julian Sinclair!
Los gritos de emoción provenían de otra mesa, pero él los ignoró, agarró a
Kristin del brazo y echó a andar hacia el ascensor a grandes zancadas.
—Te están llamando —murmuró Kristin, intentando seguir su paso.
—Lo sé, pero no quiero saber nada.
—¡Julian! ¡Espera! —gritó otra voz femenina cuando pasaron junto a la
mesa de ruleta.
De pronto echaron a correr seguidos por una horda de fans.
Kristin avanzaba dando traspiés por culpa de los zapatos de tacón y la
cabeza le daba vueltas mientras corrían hacia el ascensor. La tensión del
ambiente se volvió electrizante cuando empezó a dar la sensación de que todos
los jugadores del casino se habían dado cuenta de que Julian Sinclair estaba en el
edificio.
Entró en el único ascensor con la puerta abierta, agarró a Kristin de la
cintura y la arrastró para que alcanzara el pequeño habitáculo, antes de introducir
la tarjeta en la ranura que les daba acceso a la suite situada en lo más alto del
hotel. Pulsó el botón varias veces mientras la multitud avanzaba hacia ellos.
A Kristin no le gustó la sensación de verse perseguida por un grupo de
gente, muchos de ellos probablemente borrachos y algo alborotados. Aunque no
tuvieran la intención de hacerles daño, eran tantos que tenía miedo de resultar
herida.
Al final la puerta se cerró unos segundos antes de que los alcanzaran.
Kristin tragó saliva y se volvió para mirar a Julian cuando el ascensor
empezó a subir.
—Qué poco… qué poco ha faltado. —Se apoyó en la pared y empezó a
reír. Los efectos del alcohol le daban un toque irreal a lo ocurrido—. Y al final el
zorro ha logrado huir de la jauría para sobrevivir un día más.
Julian se relajó en cuanto la abrazó.
—Eres una listilla —le soltó—. Alguien podría haber resultado herido —
añadió con un tono serio, que no se correspondía con su gesto distendido y las
risas de Kristin.
—Es horrible, ya entiendo por qué lo dices —le aseguró ella, intentando
dejar de reír. A decir verdad, era muy desagradable verse obligada a huir de una
multitud enfervorecida—. Pero lo que me parece divertido es que yo tuviera que
huir contigo. No era a mí a quien querían ver.
—No iba a abandonarte a tu suerte, Escarlata. El interrogatorio podría
haberse puesto muy feo. La gente se vuelve loca fácilmente y, además, la
mayoría de los que nos seguían habían bebido más de la cuenta.
Ninguno de los dos se había desprendido de su bebida. Kristin había
derramado la mitad en la precipitada huida, pero aún le quedaban un par de
tragos.
—Por la huida —proclamó, levantando la copa.
Julian soltó una carcajada y entrechocó su vaso con el suyo.
—Creo que estás borracha, cielo.
—No estoy borracha. Simplemente… me siento bien. Nunca me he
emborrachado.
—Borracha —repitió Julian, con una sonrisa en la boca—. ¿Así que
también es tu primera vez en esto?
Kristin frunció el ceño.
—Creía que querías que me desmelenara.
¿No le había dicho que se dejara llevar? Pues estaba totalmente desbocada.
Cuando llegaron a su planta, se abrió la puerta y Julian la agarró de la
mano.
—Es verdad. Te lo dije. Pero no quiero que te sientas muy mal cuando
despiertes mañana.
—No estoy cansada —replicó ella, apurando el cóctel mientras Julian la
guiaba por el pasillo, hasta la suite.
—No sé si podemos volver a salir… —dijo él apesadumbrado.
—Creo que no me importa. Ha sido una noche maravillosa —le aseguró
ella extática mientras entraban en la habitación—. Ha sido mágica. Mi noche de
Cenicienta.
—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Julian—. ¿Voy a convertirme en
calabaza?
—No —respondió ella con un deje de tristeza—. Se acaba y ya está. Me
quito el vestido, me pongo el camisón y cuando me despierte volveré a ponerme
mi ropa vieja.
Era lo último que quería. Estar con Julian había sido una experiencia
estimulante y embriagadora. Deseaba que no acabara jamás.
Lo que de verdad le apetecía era arrancarle la ropa y obligarlo a darle
placer. Llevaba toda la noche provocándola con lo bien que le quedaba el
esmoquin, con su aroma, con su sentido del humor irresistible y su plan
meticuloso para que ella disfrutara de una velada que no olvidaría jamás.
—Necesito un orgasmo —le soltó ella con todo el descaro del mundo—.
No un momento de placer fugaz como el que me proporciona mi vibrador.
Necesito un hombre de verdad.
Cuanto más pensaba en ello, más intenso era el deseo que sentía por Julian,
que era real y el único hombre que había despertado su lujuria en mucho tiempo.
Julian apuró su whisky y le quitó la copa a Kristin.
—Así no. No cuando ninguno de los dos está en plena posesión de sus
facultades.
Ella se lo quedó mirando mientras él dejaba los vasos en la mesa, con gesto
serio. No le gustaba su expresión desdichada, de modo que se acercó hasta él y
lo abrazó del cuello.
—Por favor. Solo esta vez. Dame algo que no pueda olvidar.
—No soy de esos que se conforman con una relación de una noche —le
advirtió Julian, que la agarró del trasero y la atrajo hacia sí.
—Hmm… lo sé. Dios, cómo me gusta estar tan cerca de ti. Qué bien
hueles.
Kristin acercó los labios hasta su cuello, hasta la zona que había quedado
expuesta un rato antes cuando se quitó la pajarita y se desabrochó un par de
botones de la camisa.
Respiró hondo y se entregó un poco más al hechizo de Julian. ¿A quién
quería engañar? Siempre había estado loca por él. Loca de remate. Pero nunca se
había desinhibido como ahora, para confesarle lo que de verdad quería. En ese
momento, todo le daba igual.
—¿Quién soy yo? —preguntó Julian, que la obligó a levantar la cara para
mirarlo a los ojos.
—Julian —susurró ella de inmediato—. El único hombre capaz de
arrastrarme a este torbellino de locura y desesperación.
—¡Maldita sea! No quería que pasara así, pero bien sabe Dios que no
puedo resistirme a una tentación como esta —gruñó, devorándola con la mirada.
—No. Por favor. Nunca había deseado algo como te deseo ahora, Julian. Te
necesito —gimió con un tono preñado de lujuria.
—¡Maldición! —exclamó él, inclinando la cabeza hacia delante.
Su aliento hizo que Kristin se estremeciera de gusto.
«Hazlo. Por favor, no pares ahora», pensó ella.
—Bésame —suplicó Kristin, a solo dos centímetros de los labios de Julian.
—No quiero que mañana me odies —confesó él con un deje de angustia.
—No te odiaré. Enséñame lo que me he perdido, Julian. Enséñame lo que
se siente al estar con un hombre que me desea de verdad.
—¿Me estás diciendo que no lo sabes?
—No. Nunca he tenido encuentros sexuales muy gratificantes que
digamos. Solo he estado con dos hombres y los dos me dejaron porque no
soportaban mi estilo de vida. No me consideraron lo bastante importante como
para quedarse a mi lado. A decir verdad, creo que yo tampoco los quería. Yo solo
deseaba ser normal, estar con alguien que se preocupara por mí.
De pronto Kristin tuvo la sensación de que se estaba confesando con
Julian, y no le importó que fuera por el alcohol.
—Yo no te abandonaré. No podría —dijo con un susurro grave, y la besó
con una pasión desaforada y animal.
Aquellas palabras hicieron que el corazón de Kristin empezara a latir
desbocado. Quizá nada de lo que estaba ocurriendo era real, pero por el
momento iba a seguir creyendo que Julian la encontraba irresistible. Su cuerpo y
su alma anhelaban el roce de su piel, y ahora por fin iba a hacer su sueño
realidad.
Solo una noche de placer.
Sin renunciar a su posesivo abrazo, la levantó en volandas y la llevó al
dormitorio. Ya había amanecido y los primeros rayos del sol bañaban la
habitación con una luz romántica.
La dejó suavemente en el suelo y se rompió el beso arrebatador en el que
se habían fundido.
—Después de esto ya no hay vuelta atrás. ¿Eres consciente de ello?
No podrían deshacer lo que estaba a punto de ocurrir, pero a ella le daba
igual. Lo único que deseaba era que ambos se desnudaran, sentir el tacto
abrasador de su piel.
—Lo sé —admitió Kristin, que empezó a perder el juicio cuando vio que
Julian se desabrochaba la camisa con una expresión animal que no le había visto
nunca.
Ella se quitó los molestos tacones y se acercó hasta él para poder acariciar
con la yema de los dedos la piel desnuda que empezaba a asomar bajo la ropa.
Tenía unos pectorales muy desarrollados y fuertes. El roce de su piel era tan
excitante que Kristin se estaba volviendo loca de ganas de explorar todo su
cuerpo, de recorrer todos los lugares que anhelaba acariciar desde el día en que
se conocieron.
Cuando Julian acabó de desabrocharse la camisa, ella estuvo a punto de
arrancársela, presa de la desesperación.
—Necesito tocarte —gimió, sin importarle lo desesperada que pudiera
sonar.
Era así como quería comportarse con él, y que la sensación fuera eterna.
Era algo tan sumamente excitante que necesitaba saborear cada momento.
—Con calma, cielo —le advirtió él—. En estos momentos no es que vaya
muy sobrado de paciencia.
—Pues déjate llevar —le dijo ella con sinceridad, repitiendo las mismas
palabras que le había dicho él—. Disfrutemos juntos de esta fantasía.
—Eso es justamente lo que pienso hacer, pero no quiero que se acabe antes
de tiempo.
Para Kristin, el tiempo no importaba. Nada importaba salvo los deseos que
le dictaban su corazón, su cabeza y su carne.
—Quiero sentirte dentro —dijo Kristin, dejando caer la camisa al suelo.
—¡Como sigas diciendo esas cosas no sobreviviré a esto, Escarlata!
Kristin no tenía la menor intención de renunciar a lo que quería.
—¿Qué problema hay en tener tantas ganas? —preguntó ella, con el ceño
fruncido.
Él la miró un instante y sus miradas se cruzaron en un choque de verde y
azul.
—No hay ningún problema —admitió él con un gruñido—. Quiero que me
desees.
Kristin entrelazó los dedos en el pelo de Julian y cerró los ojos. Se derritió
al notar las manos de su amante que se deslizaban por su espalda y subían hasta
la cremallera del vestido. En solo unos segundos ya estaba en el suelo.
El rostro de Julian se transformó en la viva imagen del deseo cuando
retrocedió para observarla. Se recreó mirando sus pechos durante unos segundos
y luego la repasó de arriba abajo, con ojos de lobo.
—¡Creo que me he muerto y estoy en el cielo! No existe otra explicación.
Kristin no sintió el más mínimo pudor, sino que se estremeció de placer al
ver la mirada de Julian.
—Creo que es Mara quien compró las medias y la ropa interior —confesó.
—Espero que no te gustaran demasiado.
—¿Por qué? —preguntó ella con curiosidad.
Le agarró las braguitas y se las quitó con un gesto brusco. El roce de la
brisa fría que sintió en la entrepierna despertó aún más su deseo sexual.
—Mírame, Julian. Mírame, por favor.
Tardó un segundo en ser consciente de que había pronunciado esas
palabras en voz alta.
—Te estoy viendo —le aseguró él mientras se arrodillaba—. Pero dentro
de unos segundos, serás tú quien me sientas.
Casi sin darse cuenta, y sin tiempo a reaccionar, Kristin profirió un grito al
notar la embestida de una oleada de placer que recorrió todo su cuerpo.
CAPÍTULO 8
Kristin:
Te dejo mucha agua para que te hidrates y toma las
pastillas para el dolor de cabeza y el dolor muscular en
general si te despiertas con resaca. Te he dejado las pastillas
para el viaje en la sala de estar. Tómate un par antes de subir
al avión. No quería despertarte, por eso le he pedido a Jared
que me llevara, porque tengo que estar a primera hora de la
mañana en la costa este para seguir con el rodaje.
Hablaremos en cuanto haya acabado la película.
—No sé cómo daros las gracias por todo lo que habéis hecho aquí —les
dijo Kristin a Carl y a Sandie con gran sinceridad.
¿Qué otra cosa podía decir a las dos personas que habían transformado la
imagen del Shamrock en la ciudad y lo habían convertido en un negocio más
rentable de lo que habría imaginado jamás su padre? La gente acudía de las
ciudades vecinas solo para tomar algo en el pub.
Carl y Sandie tenían que irse, volvían a California con el avión privado de
Jared. Sin embargo, dejaban el local en manos de un personal nuevo que podría
seguir atrayendo a los clientes sin problemas.
—No nos des las gracias a nosotros —dijo Carl muy amablemente—. Hace
años Julian nos ayudó a poner en marcha nuestro negocio gracias a sus
recomendaciones. Desde que es famoso, no para de hablar de nuestro local.
Hemos triunfado gracias a él.
Kristin negó con la cabeza.
—Quizá os haya ayudado, pero formáis un equipo increíble. La gente
hablará de los platos de Sandie durante muchos años.
—No te preocupes, los cocineros que te hemos dejado podrán mantener el
nivel. Y puedes permitirte su sueldo.
Kristin les dio un abrazo de gratitud, sin salir de su asombro por lo rápido
que su local se había convertido en el lugar de moda de Amesport.
Apenas eran las cuatro y Kristin acababa de salir de la consulta para volver
al bar y despedirse de Sandie y Carl; sin embargo, el lugar ya estaba hasta los
topes, a pesar de los cambios que habían hecho para añadir más mesas.
Al final no les quedaría más remedio que ampliar el establecimiento o
reformarlo de arriba abajo si el negocio seguía yendo viento en popa. Kristin aún
tenía tiempo para tomar una decisión, pero en esos momentos su cocina estaba
creando los platos más deliciosos y afamados de la ciudad, y los clientes
llegaban en masa para degustar las hamburguesas gourmet, los platos especiales
y para observar el espectáculo de los bármanes. La mayoría del personal
trabajaba a media jornada, pero todos habían recibido las enseñanzas de Carl y
Sandie. El Shamrock era otro, había dejado de ser un local vulgar para
convertirse en el lugar al que quería acudir todo el mundo.
Habían tenido que derribar una pared para poder añadir más mesas, pero
eso solo les llevó un día y otro más para decorarlo. Al ver los ingresos, Kristin
tuvo que admitir que el cierre temporal no les había afectado lo más mínimo.
Se despidió de la pareja de ángeles de la guarda desde la puerta. Carl aún
llevaba sus chanclas. Le había dicho a Kristin que no tenía ningún sentido
cambiar de estilo cuando iba a regresar a California al cabo de poco.
—Me caen muy bien. Los dos —le dijo Mara a Kristin cuando esta volvió
a la mesa.
—A mí también. Los echaré de menos. Han sido lo mejor que le ha pasado
al Shamrock desde hace muchos años, y eso que han estado poco tiempo. Mi
padre ya tiene una lista de cosas que quiere hacer a medida que amplíe el local.
No recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi tan feliz y emocionado.
—Se lo merece —murmuró Mara mientras devoraba una jugosa
hamburguesa con guacamole, chili y varios complementos más que dificultaban
enormemente la tarea de darle un mordisco.
Mara lanzó un gemido de placer al engullir el primer bocado.
—No solo es enorme, sino que está buenísima.
Kristin sonrió y removió la Coca-Cola light.
—Sandie ha enseñado muy bien a los cocineros. Ahora son tan exigentes
que no sacan ningún plato que no cumpla con todos sus requisitos. —Era
inevitable que le hiciera gracia porque hasta ese momento el Shamrock siempre
había servido cocina de batalla—. Solo necesitaban recibir la preparación
adecuada, algo que, por desgracia, yo no podía proporcionarles. Ojalá lo hubiera
hecho.
—No es culpa tuya, Kristin —le dijo Mara después de secarse la boca—.
Carl y Sandie tienen la experiencia necesaria y la visión para crear algo porque
no es la primera vez que lo hacen. Tú no conocías el negocio de la restauración.
—Me resulta muy raro —le confesó Kristin a su mejor amiga—. Lo único
que hacía era trabajar. Ahora que el negocio de papá está bien gestionado y es
rentable, no sé qué hacer con el tiempo que me sobra.
—¿Y si te relajas un poco? ¿O sales con alguien? —le propuso Mara—.
Hay un par de chicos que trabajan para mí que no están nada mal. No me
importaría concertarte una cita con uno de ellos.
Kristin puso los ojos en blanco.
—Ahora que te has casado con el hombre de tus sueños, intentas que las
demás hagamos lo mismo. —Conocía muy bien a Mara. Como vivía en un
estado de felicidad perpetua con Jared Sinclair, quería que sus amigas fueran tan
felices como ella—. No todo el mundo está predestinado a casarse.
Su amiga morena negó con la cabeza porque tenía la boca llena.
—Tú sí —añadió en cuanto hubo acabado de masticar—. Beatrice te dio la
piedra y sé que le dio otra a Julian. ¿Estás segura de que no quieres contarme
nada? Fuisteis juntos a Las Vegas. Compartisteis suite. ¿Esperas que me crea que
solo os alojasteis en la misma habitación porque el hotel estaba lleno?
Kristin no solía tener secretos para Mara, pero había ciertas cosas que eran
demasiado íntimas y recientes como para hablar de ellas.
—Nos lo pasamos bien en la boda y yo tuve la oportunidad de conocerlo
algo mejor, pero sigue siendo un pesado cuando se pone a mandar. No es mi tipo.
Todo lo que había dicho Kristin era cierto, pero también lo era que se
trataba de un hombre más complejo de lo que podía parecer a simple vista. Su
vida había dado un giro brutal por culpa de la fama. Por extraño que pareciera,
llevaba ese aspecto bastante bien, lo aceptaba como un elemento más de su
profesión y no había permitido que un ego desmedido tomara las riendas de su
vida. Kristin sospechaba que su actitud mandona era un rasgo heredado de la
familia Sinclair. Seguramente desde muy pequeño tenía la sensación de que
podía controlar el mundo.
—De acuerdo —concedió Mara—. Entonces déjame que te organice una
cita a ciegas con mi director de marketing. Le van muy bien las cosas a nivel
profesional y es bastante guapo.
A decir verdad, Kristin no se sentía preparada para tener una cita porque
aún no había dejado de pensar en Julian y en lo que había ocurrido aquel fin de
semana mágico. Bueno, mágico salvo por los vómitos y la resaca. Pero no había
podido olvidar el resto de su estancia en la Ciudad del Pecado.
No había vuelto a hablar con Julian desde el fin de semana de la boda y
tampoco esperaba que se presentara sin previo aviso. Ella sabía desde el primer
momento que esos días acabarían convirtiéndose en una experiencia sin
continuidad, pero ello no evitaba el dolor y la tristeza que sentía. Había conocido
a un Julian distinto, un hombre que no se parecía en nada al que solo disfrutaba
molestándola y sacándola de quicio.
«Preliminares».
La palabra resonaba en su cabeza con la voz seductora y grave de barítono
de Julian. Le puso la piel de gallina. Se frotó los brazos por encima del suéter
para calmarse y le dijo a Mara:
—Ahora no, ¿vale? Es que tengo un poco de tiempo libre y me gustaría
hacer otras cosas.
Mara la observó con recelo.
—¿Como por ejemplo?
—Leer algún libro. Ponerme al día con las series de las que habla todo el
mundo. Ir al cine, quizá.
—El cine es ideal para una cita. Además, acabas de decirme que no sabías
qué hacer, ¿y ahora quieres que me trague que quieres vivir como una ermitaña?
—Sí, me gustaría pasar un tiempo a solas. Hace años que no estaba en esta
situación.
Mara le dirigió una mirada de comprensión.
—Lo sé, de acuerdo. Pero no descartes mi propuesta, ¿vale?
—Te avisaré en cuanto haya acabado todos los libros y las series —dijo
Kristin con una sonrisa. Tomó un sorbo del refresco antes de añadir—: Por
cierto, no te di las gracias por el vestido.
Mara le lanzó una mirada confusa mientras se acababa la hamburguesa.
—¿Qué vestido?
—El que me pusiste en la maleta para la boda junto con… lo demás. Fuiste
a casa de mis padres, ¿no? Me hiciste el equipaje.
Mara negó con la cabeza y mojó el aro de cebolla en kétchup.
—No hice nada de eso. Me alegré mucho cuando supe que venías a la
boda, pero no te hice las maletas. Lo habría hecho de haber sabido que serviría
para que vinieras a Las Vegas.
«Pero ¡¿qué diablos ha pasado aquí?!», pensó Kristin.
—Entonces, ¿de dónde sacó Julian mi maleta? Todo lo que había era mi
ropa.
Mara se encogió de hombros.
—No lo sé, tendrás que preguntárselo a él.
—Mis padres y tú sois las únicas personas que tenéis llaves de mi
apartamento —dijo Kristin, que no salía de su asombro. Si no era Mara quien le
había puesto la lencería sexy o el diminuto vestido…
El suspense la estaba matando y sabía que esa misma tarde acabaría
pasando por casa de sus padres.
—Pregúntaselo a tu padre y a tu madre. Quizá le dieron la maleta a otra
persona.
—Julian me mintió. Me dijo que lo habías hecho tú.
—¿Acaso importa? —preguntó Mara con voz suave—. Te conozco de casi
toda la vida, Kristin. Si Julian no hubiera forzado un poco la situación, te habrías
quedado aquí por miedo a dejar el Shamrock desatendido.
—Es posible —respondió Kristin, que no se molestó en intentar engañar a
su amiga, ya que la conocía muy bien.
—Si me lo hubiera pedido, habría sido su cómplice encantada —confesó
Mara—, pero no lo hizo. Debieron de ser tus padres.
Kristin se estremeció al pensar en las posibilidades. ¿Había ido Julian a
hablar directamente con sus padres o había intervenido alguien más?
—Da un poco de cosa no saber quién puede haber hurgado en tu cajón de
la ropa interior —dijo Kristin.
Mara se rio.
—¿Tienes miedo de que tu padre haya visto tu vibrador? —le preguntó
Mara en tono burlón.
«No, tengo miedo de que un desconocido haya visto el lamentable estado
de mi ropa más íntima. No se me había pasado por la cabeza que pudiera ser mi
padre, pero no sé qué es peor», pensó Kristin.
—No, no lo escondo en el cajón —respondió Kristin, lanzando una mirada
pícara a su amiga.
Mara soltó una carcajada después de acabar la hamburguesa.
—Estaba buenísima. —Entonces miró el reloj y añadió—: ¡Caray, tengo
que irme! Tengo reunión en la fábrica.
Kristin no dejó que Mara pagase. Le dijo que invitaba la casa para que
pudiera degustar los nuevos platos. Observó a su amiga mientras se ponía el
precioso abrigo de lana. Aún no se había acostumbrado a verla como la directora
general de su propia empresa, la misma que hacía un tiempo sobrevivía cosiendo
muñecas.
Se despidieron con un fuerte abrazo y Mara le dijo:
—Voy a empezar a buscarte candidatos para una cita a ciegas, que lo sepas.
Ahora que por fin tienes las noches libres, se te acabaron las excusas para no
salir con alguien. El hecho de que en el pasado solo conocieras a cretinos no
significa que todo el mundo sea así.
—Me voy a dedicar a la lectura, ¿recuerdas? —replicó Kristin,
acompañándola a la puerta.
—Sí, sí —dijo Mara sin hacerle demasiado caso—. Tú ponte a leer que yo
voy a preguntarle a Rob si está libre mañana por la noche para que te invite a
cenar.
En el fondo, Mara tenía razón. No había ninguna razón para que no saliera
con alguien ahora que tenía las noches libres, pero por algún motivo era una idea
que no la atraía en absoluto.
«¿Estoy esperando, sin saberlo, a que vuelva Julian? No va a regresar por
mí. Lo nuestro fue cosa de un fin de semana. Yo lo sabía perfectamente cuando
nos acostamos. Se acabó. Él ha seguido adelante con sus cosas y no ha vuelto a
dar señales de vida», pensó Kristin.
Mara salió por la puerta y se alejó antes de que su amiga pudiera replicar.
Kristin decidió ponerse el abrigo, agarró el bolso que tenía detrás de la
barra y salió del Shamrock, dispuesta a hallar una explicación al misterio de
todos los cambios que se habían producido en el restaurante… y lo que era más
importante: el motivo.
Su padre le había dado una explicación no demasiado convincente, y ella
estaba segura de que no le había dicho toda la verdad.
El aire gélido le cortó el aliento en cuanto pisó la calle y echó a andar con
determinación. Sabía perfectamente por dónde debía empezar.
Fiel a su palabra, Mara le había organizado una cita para tomar un café con
su director de marketing, Robert Larkin. A Kristin no le quedó más remedio que
aceptar, ya que no veía una forma de rechazar la oferta sin quedar mal, por lo
que a la tarde siguiente acudió al Brew Magic. Al final resultó que el tipo no
estaba nada mal, era atractivo, simpático y muy educado.
Por desgracia, Kristin no se lo imaginaba como algo más que un simple
amigo. No había chispa ni química entre ambos.
«Porque no es Julian», pensó.
Molesta consigo misma por seguir pensando en él, tomó otro sorbo del
bombón café mientras escuchaba a Rob, que no dejaba de hablar de lo mucho
que admiraba a Mara y le gustaba su trabajo.
—¿Kristin?
De pronto se dio cuenta de que tenía la cabeza en otra parte mientras Rob
cantaba las alabanzas de la empresa de Mara.
—¿Sí? —Kristin lo miró a los ojos, con la firme decisión de prestarle más
atención.
Rob tenía un rostro atractivo, el pelo y los ojos oscuros, y la complexión
delgada del típico hombre que tenía un trabajo de despacho.
—Te he preguntado si querrías ir a la fiesta de la empresa conmigo. No me
has contestado.
Quizá porque no había oído la pregunta.
—Lo siento, no sé qué decir.
Él sonrió y Kristin se fijó en su dentadura inmaculada. Rob tenía una de
esas sonrisas perfectas, ideales para alguien que se dedicaba al marketing. Ella
estaba convencida de que ante el público adecuado podía ser de lo más
persuasivo.
—Pues dime que sí —replicó él, con una sonrisa cada vez más amplia y
tentadora.
Ella no tenía ganas de pensar en fiestas de empresa, pero la Navidad
pasaría volando si no empezaba a planificar bien su agenda. Después de Acción
de Gracias se había encargado de escribir las postales de Navidad de la consulta
de Sarah, pero aún no había hecho nada por sus amigas más íntimas.
«¡Esto no funciona!», pensó.
Rob era simpático y merecía una mujer que estuviera interesada en él de
verdad. A pesar de todos sus esfuerzos, Kristin estaba nerviosa y distraída. Lo
cierto es que no entendía por qué Rob quería ir a la fiesta con ella.
«¿A lo mejor porque soy la mejor amiga de Mara y cree que quedará bien
con su jefa?», pensó.
Kristin se arrepintió de inmediato por pensar tan mal de alguien que se
había tomado la molestia de quedar con ella para conocerla. Sí, era muy
educado, pero eso formaba parte de su trabajo como comunicador, era una
persona educada que debía convencer a los demás de comprar los productos de
Mara.
Sin embargo, Kristin no quería darle falsas esperanzas aceptando su
invitación y que creyera que estaba interesada en algo más aparte de su amistad.
No sería justo para él.
—Me gustaría…
—Pero no puedo aceptar —dijo una voz de barítono y se sentó a su lado—.
Lo siento, no puede ir.
Se volvió sorprendida, aunque ya sabía quién era la persona que tenía al
lado porque su olor y su voz no dejaban lugar a dudas.
«Julian», pensó.
Parecía enfadado. Sus ojos azules refulgían con ira y no los apartaba de
Rob.
—No era eso lo que iba a decir —replicó Kristin, enfurecida—. ¿Qué
haces aquí? —le preguntó a Julian.
Él se encogió de hombros.
—¿Dónde quieres que esté, cielo? Siento haber tardado tanto. Tuvimos un
pequeño accidente durante el rodaje, por eso acabó durando más de lo esperado.
Además, estábamos en mitad de la nada, apenas había cobertura.
Tenía varios moratones y rasguños en la cara.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Kristin, preocupada al ver las heridas.
—Nada grave —respondió él, disipando cualquier atisbo de preocupación
—. ¿Quién es tu «amigo»?
—Mi cita —lo corrigió ella, mirando a Rob—. Este es Julian Sinclair.
Rob, que no pensaba dejar escapar la oportunidad de lograr un buen
contacto, le estrechó la mano a Julian.
—Enseguida te he reconocido. Soy Robert Larkin. Trabajo para la mujer
de tu primo, Mara. Encantado de conocerte. He visto tus películas. La última es
mi favorita.
—Tienes toda la pinta de ser el típico al que le gustan —murmuró Julian en
voz baja.
Kristin le dio un codazo disimulado y oyó su gruñido de dolor.
—Vaya, parece que aún no te has recuperado, ¿no?
Empezaba a estar preocupada por el estado de salud de Julian.
—Estoy bien —replicó él bruscamente, sin apartar la mirada de Rob—.
Esto no es una cita —le dijo con total naturalidad.
—Sí que lo es —le aseguró Rob en tono alegre—. Acabo de conocer a
Kristin, pero salta a la vista que es especial. Mara y ella son amigas de toda la
vida y no me extraña. Me gustaría que me acompañara a la fiesta de la empresa
de Navidad.
—No puede —le dijo Julian, enfadado.
—No entiendo por qué —replicó Rob, que todavía lucía una sonrisa de
ganador.
Julian se inclinó hacia delante para acercarse e intimidar a su rival.
—Porque si la tocas, tendré que matarte.
—No digas tonterías, Julian —le pidió Kristin, cuyo corazón empezaba a
latir con fuerza ante la que se avecinaba. ¿Qué diablos le ocurría? ¿Acaso se
había dado un golpe en la cabeza más fuerte de lo que ella creía?
—Eh, tranquilo, no sabía que te gustaba —le aseguró Rob, levantando las
manos en un gesto de rendición.
—Claro que me gusta, hostia. Es mi mujer —gruñó Julian, que agarró a
Kristin de la mano y la obligó a levantarse—. Vámonos a casa.
Rob lanzó una mirada inquisitiva a Kristin.
—¿Estás casada con Julian Sinclair?
Ella se soltó de Julian y se dio cuenta de que la gente empezaba a mirarlos.
—Basta ya. Deja de montar este numerito. —Se volvió hacia Rob—. No,
no estamos casados. Creo que delira. A lo mejor se ha dado un golpe en la
cabeza. Pero no estoy casada con Julian Sinclair. Lo siento, tengo que llevarlo a
que lo atienda un médico.
—No me pasa nada que no pueda curarse con un poco de atención por tu
parte —le susurró Julian al oído, acercándose a ella.
Kristin lo agarró de la mano, se la estrechó para hacerlo callar y lo arrastró
hasta la puerta.
Él la siguió de buena gana, pero se volvió un momento para decirle una
última cosa a Rob:
—Hablaba en serio.
Kristin se sonrojó y tiró de él hacia la puerta.
—¿Es que te has vuelto loco? —le preguntó mientras salían a la calle.
—Sí, creo que lo estoy.
Se volvió hacia él y le soltó la mano.
—¿Estás bien físicamente? Porque si es así, te juro que te voy a dar una
patada en las pelotas por decirle a Rob que estamos casados.
Julian sonrió por primera vez esa noche.
—¿Eso significa que no pegas a alguien que no se encuentra bien?
Kristin admiró su cuerpo recio y musculoso, la camisa de cuello americano
y la americana de lana negra desabrochada que ondeaba con el gélido viento
nocturno.
—Me gustaría, pero no, no puedo. —Estaba demasiado preocupada por
averiguar si había perdido la cabeza de verdad.
Julian señaló el todoterreno negro que estaba aparcado junto a la acera.
—Sube.
—No deberías ponerte al volante —le advirtió ella.
—Estoy bien —se limitó a responder él—. Pero aún me estoy recuperando
de la impresión de verte en una cita con otro hombre. ¿Qué diablos creías que
hacías?
Pulsó el botón de la llave para desbloquear las puertas del vehículo y abrió
la del acompañante.
Kristin subió enseguida ya que el viento que soplaba era muy
desagradable.
—¿De verdad crees que deberías conducir? —preguntó ella de nuevo
cuando Julian se sentó—. Me ha dado la sensación de que no hablabas en broma.
Julian se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta, sacó un trozo de papel
doblado y se lo dejó en el regazo.
—Hablo muy en serio, Escarlata. Estamos casados. No me gusta verte con
otros hombres mientras yo trabajo fuera. Créeme, sabía lo que decía.
Estiró el brazo para encender la luz de su lado mientras Julian arrancaba el
coche.
Era un certificado de matrimonio y sus nombres aparecían en el espacio de
los contrayentes. Buscó la firma con la mirada y vio que se parecía bastante a la
suya, pero no del todo.
—Yo no he firmado esto. ¿Cuándo ocurrió?
—En algún momento entre el desayuno con champán y antes de que me
fuera. Ahora conservo recuerdos aislados de la ceremonia, pero cuando me fui
no era consciente de lo que había pasado.
—Oh, Dios. —Kristin se quedó mirando el papel, tensa como la cuerda de
un arco mientras asimilaba la idea de que se había casado en Las Vegas—. ¿Por
qué lo hicimos?
Él negó con la cabeza.
—Lo que ocurre en Las Vegas… no siempre se queda en Las Vegas. A
veces haces cosas que pueden afectar al resto de tu vida.
—Esto es imposible, Julian. Tiene que ser una broma.
—¿Te parece un certificado de matrimonio falso? Con el paso de los días
fui recordando más cosas, por eso pedí una copia. Es legal. Nos casamos cuando
los dos estábamos borrachos.
—Pero podemos anularlo, ¿no? —dijo, presa de un ataque de pánico.
—Creo que desde un punto de vista legal, no. Nos acostamos. Esa parte la
recuerdo muy bien —dijo con un tono pícaro—. Fue la mejor noche de mi vida.
No recuerdo de forma tan clara lo que pasó después de la ceremonia, pero diría
que al volver al hotel consumamos el matrimonio. Aunque es probable que no
fuera algo para recordar porque los dos estábamos muy borrachos.
—¡No bromees! —replicó ella con mal humor—. Tenemos que solucionar
este problema. No recuerdo nada.
—¿Qué es lo último que recuerdas? Intentaré llenar esas lagunas.
Kristin tuvo que hurgar hasta en el último rincón de su cerebro.
—Recuerdo que dijimos que íbamos a desayunar algo. A partir de ahí, lo
único que sé es que me desperté con una resaca infernal. Tan grande que se me
han quitado las ganas de volver a probar el alcohol el resto de mi vida.
Desde entonces no había vuelto a beber.
—Al menos recordarás el sexo espectacular —dijo Julian con una sonrisa
descarada.
—Menos lobos —dijo ella, mintiendo.
—Pero ¿qué dices? —replicó él, con un deje de diversión—. Me dijiste que
había rozado la perfección.
—Pues no lo recuerdo —volvió a mentir ella—. Creía que no podíamos
salir del edificio.
—La gente de seguridad nos ayudó a salir por la parte trasera, y yo llevaba
gorra y gafas de sol. Recuerdo lo contenta que estabas, sobre todo después de
tomarte varias copas de champán cuando paramos a comer. Luego, tengo algún
recuerdo vago del momento en que cumplimentamos la documentación del
permiso de boda, y la breve ceremonia en la que nos hicieron de testigos unos
desconocidos. Dijiste que no querías fotos porque tienes muy buena memoria
para ese tipo de recuerdos. Supongo que era el alcohol el que hablaba, ya que no
recuerdas nada —dijo Julian de forma algo brusca.
Kristin apagó la luz para no molestar a Julian y se guardó el papel en el
bolso.
—Si no podemos conseguir una anulación, tendrá que ser un divorcio.
—Podríamos —admitió él con tono afable—. Pero no creo que lo
hagamos.
—¿Qué quieres decir? Por supuesto que debemos solucionar este
malentendido y divorciarnos. Ninguno de los dos sabía lo que hacía. No quiero
tu dinero. Solo ser libre.
—¿Para salir con Rob? —gruñó Julian.
—Para casarme con alguien que me quiera, algún día, y para que tú puedas
hacer lo mismo. No podemos seguir adelante como si nada, Julian. Podríamos
tener problemas en el futuro.
Él era quien podía salir más perjudicado, ya que ella no tenía planes de
boda ni a corto ni a medio plazo.
—¿Y qué me dices de ese comercial tan elegante?
—¿Cómo sabes que se dedica a las ventas?
—Porque se ha comportado como si estuviera intentando vender algo.
—No es mi tipo —admitió Kristin con un suspiro—. Pero quizá en el
futuro conozca a alguien. Antes de que tú nos interrumpieras de tan malas
maneras, iba a rechazar su invitación.
—Bien —contestó Julian en tono engreído.
Kristin apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos, horrorizada.
—No puedo creer que me casara contigo. Ni siquiera nos gustamos.
—Ahí es donde te equivocas. Nunca he dicho que no me gustaras.
—Pero si siempre discutimos.
—Preliminares —replicó con tono pícaro.
—El matrimonio es mucho más que sexo —añadió Kristin—. Debes ser
fiel y convertirte en el mejor amigo de tu pareja.
—No me he acostado con nadie más. Y te he contado cosas de las que no
suelo hablar —dijo Julian mientras se incorporaba a una autopista de dos
carriles.
El corazón de Kristin empezó a latir con fuerza.
—¿No te has acostado con nadie más?
—Claro que no. Sabía que estaba casado.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Julian se removió en el asiento y tamborileó con los dedos en el volante.
—Es verdad que había mala cobertura en el rodaje. Y no quería darte la
noticia de esa manera.
—¿Adónde vas? Has pasado de largo de mi apartamento.
—Ya han acabado las obras de mi casa. Es muy bonita.
—No he traído ropa de recambio. Tengo que pasar por casa.
—Vamos a casa. Le he pedido a mi ayudante que te llene el armario de
ropa nueva.
—No puedo vivir contigo.
Kristin pensó de nuevo que había perdido la cabeza, sin embargo conducía
bien y no parecía desorientado.
—Olvidas algo muy importante —añadió Julian con tono muy preocupado.
—¿Qué? ¿Que nos casamos y que no recuerdo si fue Elvis quien nos
declaró marido y mujer o un reverendo de Las Vegas?
—No —respondió él sin perder la calma—. Pero aunque el sexo fue brutal,
no usamos ningún anticonceptivo. Por eso aguanté tan poco. Por eso y por las
ganas que tenía de empotrarte desde que abriste esa boquita tan descarada que
tienes.
—Lo recuerdo muy bien. Recuerdo cómo fue el sexo.
—Entonces sabrás que existe la posibilidad de que estés embarazada.
Kristin guardó silencio y se llevó la mano al abdomen. La verdad era que
ni había pensado en esa posibilidad.
CAPÍTULO 11
—No puedo creerme que mi hija se haya casado. Déjame ver el anillo.
Kristin se estremeció al entrar en casa de sus padres acompañada de su
marido. Su madre estaba junto a su padre, muy erguida y con las manos
apoyadas en el andador.
Julian saludó con un gesto de la cabeza al padre.
—Hola, Dale. Me alegra verte de nuevo. —Se estrecharon la mano y Julian
besó a la madre de Kristin en la mejilla—. Estás tan guapa como siempre, Cindy.
Ya sé de quién ha heredado Kristin su belleza.
Cuando los cuatro se dirigieron al comedor, Kristin sintió náuseas.
Escuchó a Julian mientras este le explicaba a su madre, con su voz más
dulce, que había preferido esperar para que Kristin eligiera el anillo de sus
sueños.
Kristin había pasado la noche medio en vela, en la habitación de invitados
de Julian, la misma donde había pasado el fin de semana mientras cuidaba de él.
Y lo cierto es que se sorprendió cuando él le dio un beso muy dulce y la dejó irse
a la cama. No obstante, apenas concilió el sueño.
Kristin se sentó junto a su madre en el sofá, le rodeó sus frágiles hombros
con un brazo y comprobó que no temblaba tanto como otros días y que era capaz
de mantenerse bastante firme con el andador.
—Me siento culpable por irme —le dijo a su madre con sinceridad
mientras Julian y su padre hablaban bulliciosamente en el otro extremo de la
sala.
Su madre la miró sorprendida.
—¿Por qué? No me estoy muriendo. Lo único que me pasa es que no
puedo caminar derecha.
—Nunca os he dejado solos mucho tiempo…
—No, y ya va siendo hora de que lo hagas, hija —le dijo Cindy Moore a su
hija de manera tajante—. Ya has renunciado a bastantes cosas a lo largo de tu
vida por nosotros. Ahora que has encontrado a Julian, él debería ser tu prioridad.
—A veces puede ser muy pesado —confesó Kristin sin pensárselo.
Su madre se rio entre dientes.
—Todos los hombres son iguales, cielo. Pero algunos son un poco peores
que otros. Tu padre está todo el rato pendiente de mí, como si fuera una niña.
Olvida que la cabeza me funciona perfectamente, que lo único que me pasa es
que no siempre puedo expresarme bien.
De vez en cuando le costaba pronunciar bien, sobre todo cuando estaba
cansada. Kristin dirigió la mirada hacia su padre y vio un destello especial en los
ojos de su madre.
—Porque te quiere —le dijo ella.
—Ya lo sé —admitió Cindy—. Y yo también a él. Pero eso no significa
que no discutamos.
Kristin tragó saliva mientras miraba a su padre, un hombre pelirrojo grande
y fuerte que siempre había estado al lado de su mujer durante todos esos años.
Podía ser muy tozudo y orgulloso, pero parecía menos estresado ahora que había
personal competente al frente del Shamrock.
—Tiene buena cara.
—Gracias a tu marido —dijo Cindy con un deje burlón—. Has elegido
muy bien, cielo. No lo dejes escapar. Me alegro de que lo tuvieras tan claro y te
hayas casado con él a la primera oportunidad. La ayuda que nos ha
prestado… ha sido casi como un milagro para nosotros.
A Kristin se le inundaron los ojos de lágrimas. Después de todo lo que
había hecho ella, resultaba que sus esfuerzos no habían servido para facilitarles
la vida a sus padres. Sin embargo, Julian había aparecido como caído del cielo y
con su dinero y su talento había convertido el Shamrock en el restaurante de
moda en Amesport.
—Ojalá yo hubiera podido ayudaros más —murmuró con tristeza.
—Ya lo hiciste. Gracias a ti el Shamrock siguió abierto. ¿Crees que tu
padre y yo no sabemos todos los sacrificios que has hecho por nosotros? ¿A todo
lo que has renunciado por mí? —preguntó Cindy entre lágrimas—. Por eso nos
alegramos tanto de que hayas conocido a Julian.
Kristin apenas podía contener las lágrimas, pero hizo de tripas corazón.
—Renuncié a todo eso de buena gana, mamá. Te quiero. Papá y tú lo sois
todo para mí.
Se le partió el corazón. Era obvio que sus padres se sentían culpables por
haber acaparado su infancia y parte de su vida adulta. No era lo que ella buscaba,
pero en cierto sentido era reconfortante que ellos reconocieran que su hija los
amaba tanto que había renunciado a todo por su familia.
—Eres una hija maravillosa. Siempre lo has sido. Eres muy especial,
cielo. —Señaló a Julian con un gesto torpe de la cabeza—. Ahora te ha llegado
el turno. Te mereces disfrutar de un tiempo para ti ahora que has conocido a
alguien como él.
—Siempre he querido ir a Hawái —admitió Kristin con un deje de
emoción.
—Lo sé. Creo que tu padre le insinuó cuál podría ser la mejor opción para
la luna de miel.
—De modo que no es una coincidencia —dijo Kristin.
—Lo dudo —afirmó la madre con una sonrisa de felicidad.
«¿Julian ha planificado el viaje? ¿Quería hacerme feliz eligiendo un
destino que sabía que me gustaba?», pensó Kristin.
No era posible. Tenía que ser una coincidencia.
—Tiene una propiedad allí —le dijo a su madre.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Cindy rio.
—Tiene propiedades en muchos lugares, por lo que he oído. Ha invertido
en todo el mundo.
—Pues me alegro de que eligiera también Maui —añadió Kristin, que no
sabía exactamente qué decir.
—Ve y disfruta. Quiero que hagas muchas fotos. Me alegro de verte tan
feliz, pero lamento haberme perdido la boda —dijo Cindy con un deje
melancólico.
—Podemos organizar un gran banquete cuando volvamos, Cindy —
propuso Julian, que se dirigía hacia ellas acompañado del padre.
Kristin observó la sonrisa radiante de su madre.
—Es una idea fantástica. Creo que tus hermanos y tus primos tampoco
pudieron asistir a la boda.
—Así es —confirmó Julian.
—Pues hay que organizar ese banquete —terció Dale.
—¡Decidido! ¿Te parece bien, cielo? —preguntó Julian con afecto. Estaba
sentado en el reposabrazos del sofá y apoyó una mano en el hombro de Kristin.
—Por supuesto, querido —respondió Kristin entre dientes.
Dale Moore le dio una palmada en la espalda a Julian.
—Pues no hay tiempo que perder. Cindy y yo estamos jubilados. Así
tendremos algo que planear.
—Gracias, Dale —dijo Julian.
—Nos gustaría que nos llamaras papá y mamá, como Kristin —dijo Cindy
con sinceridad.
Kristin vio el torbellino de emociones reflejadas en el rostro de su marido.
Las palabras de su madre habían sido un comentario inocente, pero a lo mejor él
no estaba preparado para ese nivel de confianza, por respeto a sus padres
asesinados.
Antes de que ella pudiera terciar en la cuestión, Julian reaccionó:
—Será un honor. Perdí a mis padres hace unos años.
—Oh, Julian. Lo siento mucho. ¿Qué pasó?
La expresión de asombro de Cindy era una prueba de que los padres de
Kristin no conocían la tragedia que había vivido Julian.
—Entraron a robarles en casa y el ladrón los mató —dijo él de manera
inexpresiva.
Kristin vio el semblante horrorizado de su madre.
—Lo siento muchísimo. No podemos ser tus padres, pero nos gustaría
ejercer de figura paterna.
Julian esbozó una lenta sonrisa.
—Gracias. Habéis educado a una hija cariñosa, generosa, hermosa y muy
inteligente. Solo por eso sería un placer que fuerais mis padres honorarios.
Fue un momento algo incómodo pero muy conmovedor para Kristin, que
tuvo la sensación de que había sido un gesto de vital importancia para Julian.
Para ella fue una alegría que él hubiera manejado la situación con tanta
elegancia.
Kristin le dio un fuerte abrazo a su madre y le susurró al oído:
—Te quiero, pero seguiré llamándote mientras esté de viaje.
—Ni se te ocurra —replicó Cindy—. Creo que Julian se encargará de
tenerte muy ocupada. Ya te llamaremos nosotros si pasa algo.
No dejaba de ser una sensación un poco extraña ver a sus padres más
fuertes y sanos. El estrés había afectado negativamente a su calidad de vida, pero
ambos tenían mejor aspecto.
Kristin se acercó a su padre y le dio otro abrazo.
—¿Estaréis bien? —le preguntó al oído.
—Claro que sí. Vete y disfruta del viaje. Ahora eres una mujer casada y ya
no es necesario que renuncies a vivir tu vida por nosotros —le aseguró, y soltó
una carcajada que resonó en la sala.
—No me arrepiento de nada de lo que he hecho.
No intentó negar que no había vivido la vida como le habría gustado, pero
las vacaciones en Hawái podían suponer un nuevo inicio.
Sus padres ya no la necesitaban, algo que, en el fondo, le provocaba una
sensación agridulce.
Julian y ella se despidieron de ambos y dejaron a sus felices padres en
casa.
Él le abrió la puerta de su nuevo todoterreno Mercedes. No era el coche
espectacular que había imaginado que conduciría Julian, pero resultaba de lo
más práctico para los rigurosos inviernos de Maine.
—Están encantados contigo —le dijo ella en tono acusador mientras se
abrochaba el cinturón.
—Nunca he dicho que no fuera a ser así. Es más, ya te había advertido de
que pasaría esto.
Kristin permaneció en silencio mientras Julian cerraba la puerta y se
sentaba al volante.
Abrió un compartimento que había entre ambos, sacó un frasco, lo agitó y
le dio dos pastillas.
—Tómatelas —le ordenó, y le dio también una botella de agua.
Ella se quedó mirando las pastillas que tenía en la palma de la mano.
—¿Qué son?
—Para el mareo. ¿Creías que no me acordaría? Y cuando lleguemos al
avión te espera un menú proteico.
A Kristin se le anegaron los ojos al ver las pastillas, conmovida al
comprobar que Julian había sido fiel a su promesa de cuidar de ella. Tenía una
forma de hacer las cosas, de recordar todos los detalles, que era muy peligrosa
para ella y que desarmaba todos sus temores.
Se llevó las pastillas a la boca, abrió el agua y se las tragó sin decir nada
más mientras emprendían el camino al aeropuerto.
CAPÍTULO 15
Cuando Julian le dijo que tenía «una casa» en Maui, Kristin no imaginó
que se refiriese a un resort.
Sus hermanos y él eran los dueños de un hotel de lujo que la dejó sin
palabras. De camino a la habitación, que resultó ser más grande que la casa de
mucha gente, había visto varias piscinas, un spa y tiendas carísimas.
Salió al balcón de su preciosa suite y respiró hondo, embelesada con el
murmullo de las olas que rompían en la playa. Estaban tan cerca del agua que
esa noche iba a dormirse al arrullo del océano.
Sin embargo, no estaba muy cansada. Había dormido gran parte del vuelo
y se despertó cuando ya habían cruzado casi todo el océano Pacífico. Julian se
había asegurado de que no le faltara nada de comer y cuando se despertó ya
había preparado dos pastillas más para el mareo. Kristin se sintió bien en todo
momento a pesar de lo largo del viaje.
Julian salió también al balcón por la puerta de la sala de estar con una
bandeja.
Kristin se volvió y no pudo reprimir la risa al ver lo que tenía en las manos.
Había pedido varios cócteles de colores variopintos, adornados con
sombrillas. Al fijarse bien comprobó que cada una tenía una brocheta de fruta.
—¡No puede ser!
Se tapó la boca para intentar contener la risa, pero fue en vano.
—Pediste cócteles con sombrillas. Siéntate —le ordenó mientras dejaba la
bandeja en una mesa entre dos tumbonas.
Sin decir nada más, le dio la copa más alta mientras ella se acomodaba.
—¿De qué es? —preguntó Kristin, que miró con curiosidad la bebida de
color azul.
—La camarera eres tú. Dímelo.
Julian tomó otra copa.
Kristin bebió un sorbo con cierta cautela.
—Mmm… ¿Ron? ¿Piña? ¿Coco? Nunca se me han dado muy bien los
cócteles elaborados —admitió tomando otro sorbo. Era delicioso, pero no tenía
ni idea de los ingredientes.
—Es un Hawái azul. No sé exactamente qué lleva. Lo único que les he
pedido es que todos llevaran sombrillas de colores. Pero seguro que agarrarás
una buena si te tomas más de la cuenta.
Kristin dio un sorbo más y se deleitó con la espectacular puesta de sol que
tenían ante ellos.
—Esto es precioso. Parece otro mundo. ¿Vienes aquí a menudo? ¿Y Micah
y Xander?
—No —respondió Julian—. Esto fue una inversión. Lo compramos antes
de que papá y mamá murieran. Soy el primero que viene de visita. Y me gusta.
Kristin no pudo reprimir la risa.
—Pues tendrías que venir más a menudo. Eres el dueño. Tienes una
«propiedad» preciosa —dijo ella en tono burlón.
—Nunca dije que la tuviera pequeña —replicó él.
—Es que no lo es… Esto es enorme. —Estaba convencida de que no
hablaban solo del hotel.
Julian se volvió hacia ella y le lanzó una mirada pícara.
—Es muy grande.
—Lo sé —murmuró ella—. Lo recuerdo perfectamente.
—Bien.
Julian apoyó la cabeza en la tumbona y cerró los ojos.
Qué guapo era, Dios. La suave brisa le alborotaba el pelo rubio y parecía
muy relajado. La camisa de manga corta y cuello americano que se había puesto
por la mañana bajo la americana estaba medio desabrochada y le ofrecía la
maravillosa vista de su torso y sus abdominales musculosos. Llevaba también
unos pantalones vaqueros gastados y ceñidos que resaltaban las partes más
interesantes de cintura para abajo e iba descalzo.
Kristin se relajó y dejó que la maravillosa puesta de sol y el rugido de las
olas le calmaran el alma. Entre sorbo y sorbo del cóctel, empezó a gozar de la
deliciosa sensación de paz que se había ido apoderando de ella.
Tal vez nunca se había dado cuenta de lo tensa que estaba. Pensándolo
bien, ¿cuándo había sido la última vez que se había parado a ver el lento
descenso del sol hasta que desaparecía por el horizonte? Llevaba un ritmo de
vida tan frenético que ni siquiera sabía frenar para disfrutar de los placeres más
sencillos.
Cuando acabó el cóctel, Julian dormía. Ella se levantó y estiró, entró en la
suite y atravesó la sala de estar para llegar al dormitorio, intentando no pensar en
el hecho de que solo había una cama muy grande.
«¿Es que espera que duerma con él?», se preguntó.
Sin embargo, decidió no darle más vueltas al asunto de las camas. Por el
momento solo quería disfrutar de la calma y el relax del momento.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que alguien les había deshecho la
maleta. Encontró un camisón de seda en la cómoda, cogió un par de piezas de
ropa interior y entró en el cuarto de baño. Dejó la ropa de dormir en el gran
tocador para llenar la enorme bañera. Eligió el programa que le prometía
serenidad, se sumergió en el agua y observó con satisfacción cómo empezaba a
llenarse.
«Sabe cómo conquistarme», pensó.
Más que bañera, era un jacuzzi gigante, con escalones de mármol y
porcelana reluciente.
Se desnudó y se sumergió en el agua, con el pelo recogido en un moño.
Apoyó la cabeza en el cojín de la bañera y lanzó un suspiro de dicha
absoluta antes de cerrar el grifo y embriagarse con el aroma penetrante de los
aceites esenciales al cerrar los ojos.
Debería sentirse culpable por no hacer nada.
Debería sentirse culpable porque no estaba haciendo nada de provecho.
Debería sentirse culpable porque estaba en Hawái con Julian.
Pero no podía. Julian tenía razón en muchos aspectos: por una vez en la
vida, debía darse prioridad a sí misma. Probablemente hacía tiempo que
sospechaba que corría el riesgo de sufrir agotamiento. Llevaba tantos años con
un ritmo de vida tan intenso, que la tensión empezaba a hacer mella en su
bienestar.
—No hay nada mejor que esto —susurró para sí mientras dejaba que el
agua se llevara consigo el estrés acumulado.
—A mí se me ocurren un par de cosas —dijo la voz suave como la seda de
Julian junto a la bañera—. Esto huele muy bien.
Sobresaltada, se sumergió bajo el agua, aunque de poco sirvió porque no
había espuma ni burbujas. La bomba aromatizaba, pero no modificaba el color
transparente.
—Creía que dormías.
—Te echaba de menos —dijo él con voz grave, desnudo de cintura para
arriba. Se desabrochó el botón de los pantalones y se bajó la cremallera antes de
dejar caer toda la ropa al suelo, incluidos los calzoncillos—. Cuando me he
despertado no estabas.
Kristin se lo quedó mirando boquiabierta, intentando apartar la mirada de
su sexo erecto.
—¿Quieres ducharte? Si quieres, salgo —dijo entre titubeos.
Julian frunció el ceño como si estuviera intentando concentrarse.
—Esa era mi intención, pero cuando te he visto en la bañera me he dado
cuenta de que tenía que lavarte la espalda. —Subió los escalones, la empujó
suavemente hacia delante y se sentó detrás de ella—. Es fantástico —gruñó, y
sus palabras vibraron en la espalda de Kristin.
Ella notó el roce de su miembro erecto, el calor que desprendía su cuerpo.
Nerviosa, apoyó las manos a los lados de la bañera para salir.
—Julian, yo…
—Relájate —le dijo con calma. Le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo
hacia sí—. Estamos casados, ¿recuerdas?
La bañera era tan grande que había espacio suficiente para varias personas
más si alguna vez sentía el deseo de convertir el baño en una actividad social.
Pero no.
—Técnicamente, solo estamos casados de modo formal. Ninguno de los
dos recuerda lo que ocurrió después de la ceremonia —dijo Kristin.
—Bueno, señora Sinclair, eso tiene una solución fácil —le susurró Julian al
oído y le quitó la horquilla del pelo para ver cómo le caían los rizos sobre los
hombros. Entonces acercó la cara a su melena y susurró—: Eres preciosa.
Esas palabras fueron un freno a sus ganas de irse. Además, Julian había
logrado retenerla llamándola «señora Sinclair». Un deseo que ella era incapaz de
explicar le atravesó el corazón.
—Julian —dijo Kristin en un tono que pretendía ser una advertencia, pero
que a ella le sonó más a estímulo.
—Déjame tocarte. Déjame hacerte todo lo que no te hice la primera vez
que estuvimos juntos.
Los recuerdos de aquella noche de Las Vegas inundaron la mente de
Kristin, que recordó el intenso placer que sintió de forma tan vívida que tuvo que
reprimir un gemido.
Julian le besó el cuello, en la zona más vulnerable, y sus manos grandes y
fuertes le acariciaron los pechos. Aprovechando el agua caliente para excitarle
los pezones, ella se apoyó en su pecho, entregada a la excitación que recorría
todo su cuerpo.
—Sí —gimió ella, que levantó las manos y se aferró a sus poderosos
bíceps para mantener el contacto con el mundo real.
—No te imaginas cómo me excita esto —murmuró Julian, que le pellizcó
los pezones y le alivió el dolor de inmediato con el agua caliente.
Kristin arqueó la espalda, dejándose llevar por la sensación de placer de
sentir sus manos y su boca por todo el cuerpo.
—Esto me está matando —confesó ella entre jadeos.
Julian la agarró de la pierna y la obligó a darse la vuelta y a sentarse a
horcajadas sobre él.
—Jamás querría hacerte sufrir. Más allá de lo necesario, claro.
Julian atacó un pezón con la boca y le acarició el otro con los dedos. La
excitación carnal del momento, que permitió que Julian disfrutara de la
exploración de su cuerpo, hizo que Kristin se estremeciera de placer y sintiera un
doloroso espasmo de deseo entre las piernas. Lo único que deseaba en ese
momento era que Julian la satisficiera.
—Por favor —suplicó, y empezó a restregarse contra los muslos de Julian
para mitigar un poco la frustración.
—Soy todo tuyo —la incitó él con voz tentadora.
Lo único que quería ella era sentirlo dentro. Y lo quería ahora.
Lo agarró del pelo y tiró con fuerza para que ella pudiera inclinarse hacia
delante y saciar sus ansias descontroladas de sexo con los labios de Julian.
Kristin empezó a besarlo y él tomó la iniciativa. Deslizó las manos por su
espalda y la agarró de su melena pelirroja mientras su lengua se abría paso con
avidez entre sus labios.
Ella soltó un gemido cuando Julian se apartó un segundo. El deseo
descarnado de sentir su sexo duro dentro le hacía perder la cabeza.
—Por favor —suplicó mientras se restregaba cada vez con más intensidad.
Sin embargo, no le bastaba con aquel sucedáneo. Necesitaba más, mucho más.
—¿Qué? Dímelo, Kristin.
—Hazme tuya —exigió—. Ahora. Por favor.
Al ver la sonrisa de su amante, Kristin supo que él había ganado ese asalto.
Julian le había dicho que acabaría suplicándole que la poseyera, y así había
sucedido. Quizá había tardado un día más de lo esperado, pero no parecía
importarle demasiado.
Cuando Kristin le lanzó la mirada de desesperación, los ojos de Julian
refulgieron con el mismo deseo, el mismo anhelo de placer carnal. Ella no sabía
cómo lo sabía, pero lo percibía, era algo que había visto reflejado en sus ojos.
—Móntame hasta que ambos lleguemos a un orgasmo tan intenso que nos
deje agotados y no podamos salir de la bañera —gruñó Julian, que agarró a
Kristin de las caderas y la obligó a montarlo con un gesto firme—. ¡Oh, sí!
¡Dios!
El agua había diluido una parte de sus fluidos, pero Kristin estaba tan
excitada y tan mojada que pudo alojar el descomunal miembro de Julian hasta el
fondo.
—Aaah… —gimió—. Cuánto lo necesitaba. Te necesito.
Inclinó la cabeza hacia atrás cegada por el éxtasis y dejó que él marcara el
ritmo y la embistiera de nuevo sin piedad.
—Soy todo tuyo —se ofreció él—. Móntame hasta que no puedas más.
Kristin apoyó las manos en el borde de la bañera para no perder el
equilibrio e hizo lo que más deseaba en ese momento: levantó las caderas y las
bajó con fuerza, estremeciéndose con cada arremetida.
—¡Dios! —exclamó Julian con frustración, y se levantó bruscamente con
ella en brazos—. Esto no es suficiente —gruñó—. Tenía tantas ganas de que
llegara este momento, que lo único que puede satisfacernos a ambos es una
sesión de sexo desenfrenado, hacértelo sin piedad.
Ella soltó un grito ahogado al notar que Julian salía de ella y lanzó un
gemido de frustración.
—No. Métemela. Ahora.
Le dio un puñetazo en el antebrazo.
—¿Te pueden las ganas? —preguntó él con maldad.
—Sí —respondió ella, enfadada.
Julian la dejó en la mullida alfombra del baño, y le apoyó las manos en el
tocador de mármol para que tuviera que inclinarse hacia delante. Entonces se
situó detrás de ella y acercó el glande a su sexo.
—Pues bienvenida a mi mundo desde el día en que te conocí.
Sin previo aviso, la penetró hasta el fondo y la agarró de las caderas.
Kristin lanzó un aullido de placer que se cortó al ver el reflejo de ambos en
el gran espejo que tenían ante ellos.
Se deleitó con el espectáculo del cuerpo musculoso de Julian, y su lujuria
desenfrenada cuando sus miradas se cruzaron en el espejo.
—Esos somos nosotros —le dijo con una voz grave y entregada, como si
no le importara lo más mínimo que ella lo viera desenfrenado, presa de la lujuria
—. Nunca lo olvidarás. —Se apartó unos centímetros y la embistió sin piedad—.
Es algo que ninguno de los dos puede controlar, así que, ¿para qué intentarlo?
Kristin no respondió. No podía. Entregada a su voz y sus arremetidas, el
corazón le latía desbocado mientras sucumbía a una oleada de sensaciones en
lugares que ni siquiera sabía que existían. Dejó que su mirada hablara por ella y
no apartó los ojos de los suyos, suplicándole que no parase hasta que hubiera
saciado su deseo.
Ambos mantuvieron la mirada entrelazada mientras el ritmo de Julian se
convertía en una conquista brutal y castigadora de su cuerpo, algo que necesitaba
como no había deseado nunca nada antes, y como no volvería a desear.
—Más fuerte —suplicó, bajando las caderas al tiempo que él la embestía.
Ambos estaban empapados en agua y cuando Julian apartó la mirada,
Kristin se observó a sí misma y su mirada salvaje, y no se reconoció. Sin
embargo, no le importó. Estaba tan excitada que la imagen de Julian
penetrándola por detrás era lo más erótico que había visto jamás.
—Eres mía, Kristin. ¿Lo entiendes? ¡Mía! —exclamó él con voz animal.
Aquellas palabras provocaron una reacción animal en ella y tuvo que
agarrarse con más fuerza al tocador.
—Tú también eres mío —gimió.
—Nunca te llevaré la contraria en eso —dijo con la voz entrecortada y casi
sin aliento.
—Tengo que llegar al orgasmo, Julian. Por favor.
No quería fingir que no era aquello lo que deseaba. El deseo de alcanzar el
clímax la estaba llevando al borde de la locura.
—Pues hazlo conmigo —insistió él con una voz ronca que nacía de sus
entrañas.
El nudo que Kristin sentía en el vientre se deshizo cuando Julian deslizó
una mano entre sus piernas y empezó a masturbarla mientras seguía
penetrándola desde detrás.
—Sí —gimió ella—. Oh, Dios… ¡Sí!
Un orgasmo estremecedor recorrió su cuerpo y los espasmos vaginales se
sucedieron con las oleadas de placer. Indefensa, lo único que pudo hacer fue
gritar.
—¡Julian!
—Así me gusta, que grites mi nombre, Kristin. Nunca olvides quién puede
provocarte tanto placer —gruñó Julian, que inclinó la cabeza hacia atrás
mientras ella extraía hasta la última gota de su esencia.
El placer de Julian alimentó el de Kristin, que empezó a relajarse cuando
una agradable sensación de satisfacción se impuso a la excitación de verlo llegar
al clímax.
Fue todo un espectáculo ver a aquel hombre, con los músculos en tensión y
profiriendo gemidos de placer supremo mientras la embestía desde detrás, en una
exhibición de poder de macho alfa estremecedora.
Kristin intentaba recuperar el aliento mientras su corazón latía aún con
fuerza cuando sus miradas volvieron a cruzarse. «Te lo dije», parecía decirle él,
pero no de un modo provocador. Estaba agotado y encantado con lo que había
ocurrido, pero le exigía con la mirada que aceptara algo que era inevitable.
Ella abrió la boca para expresar lo que sentía, pero la cerró de nuevo,
incapaz de pronunciar una sola palabra.
Julian se apartó lentamente, la tomó en brazos y la llevó hasta la cama
enorme. Se tumbó a su lado y la abrazó, acariciándole la espalda.
—Nosotros somos eso —le susurró al oído.
—Lo sé —dijo ella en un suspiro. El corazón empezaba a recuperar su
ritmo normal. No intentó replicarle porque sabía a qué se refería. Y era algo
aterrador y bello al mismo tiempo.
Kristin quería hablar, expresar el miedo que sentía ante la pérdida de
control que experimentaba cuando estaba con él.
Pero no lo hizo.
Al cabo de un rato, las agradables caricias de Julian en la espalda y los
sonidos del océano la sumieron en un profundo sueño.
CAPÍTULO 16
Los primeros días en Maui dejaron a Kristin y a Julian con una agradable
sensación de agotamiento.
Se dedicaron principalmente a jugar en la playa y a explorar los
restaurantes de la zona. Julian no era capaz de saciar su apetito por ella, daba
igual cuántas veces lo hicieran, y ella nunca rehuía sus acometidas.
—Ahí hay una. ¡Ahí mismo!
Julian le estrechó la mano y ella miró en la dirección que él señalaba.
Kristin estaba tan embelesada, disfrutando del roce de la brisa marina en su cara,
que casi había olvidado que habían salido a ver ballenas.
Fascinada, se inclinó sobre él cuando el barco redujo la velocidad para
observar a las majestuosas ballenas jorobadas. Había oído hablar de aquellos
animales gigantes, pero no había sido consciente de sus dimensiones reales.
Kristin soltó un grito ahogado al ver que una emergía de las profundidades
marinas para sumergirse de nuevo.
—Dios mío, son enormes.
La emoción de su voz era real y la mano que sujetaba Julian temblaba al
ver aquellos mamíferos enormes en su hábitat natural.
—No es la primera vez que las veo, pero aún me fascinan como la primera
vez —afirmó Julian con una sonrisa—. ¿Estás bien?
El deje de preocupación de Julian la hizo sonreír.
—Estoy bien. Ya sé por dónde vas, pero las pastillas han funcionado.
Tranquilo, te prometo que no te vomitaré encima.
—No me importaría que lo hicieras, lo único que quiero es que no te
marees —murmuró, y volvió a centrar la atención en las ballenas.
Se desvivía de tal manera por ella que era enternecedor. Tal vez se las diera
de sabelotodo, pero Kristin había descubierto que era un hombre con corazón.
Con un corazón enorme. Aun así, tenía la sensación de que a él no se lo abría a
nadie.
Siguieron observando la espectacular danza de los cetáceos, algunos de los
cuales se acercaron tanto a la embarcación que les salpicaron en la cara.
—No puedo creer que viva en la costa y nunca haya visto una ballena —
murmuró sin dejar de observar los juegos de los animales.
Julian había contratado la excursión y estaban solos salvo por la tripulación
del barco.
—En Maine hay que verlas en una época distinta —le dijo Julian.
Ella se encogió de hombros.
—Era una cuestión de dinero. No podíamos permitírnoslo.
Lo cierto era que tampoco podían tomarse muchos días libres. Además, su
padre y ella jamás se habrían ido de excursión y dejado a su madre sola en casa.
—Puedo contratar un barco para ir a verlas —sugirió Julian con sinceridad.
Ella se rio.
—¿Y sabrás pilotarlo?
—Claro. También puedo enseñarte a hacer submarinismo. Viví en el sur de
California. No tenía barco, pero algunos de mis amigos sí.
—¿Eras surfista? —preguntó ella medio en broma.
—También —admitió él—. Pero se me da mejor hacer submarinismo que
surfear.
—Yo he buceado en la playa, pero nunca he bajado a una gran
profundidad.
Era un poco triste que hubiera vivido toda la vida en la costa y apenas
hubiera podido disfrutar de los deportes acuáticos. Nadaba bien, pero hasta ahí
llegaban sus experiencias marinas.
Julian hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Te gustaría aprender si consigo un barco?
Claro que le gustaría. Sería fantástico hacer submarinismo y ver las
profundidades del océano.
—Ya veremos —murmuró, sin olvidar que su matrimonio con Julian era
una farsa. Sabía que él no estaría siempre a su lado para enseñarle a hacer
submarinismo o surf.
Cuando el barco emprendió el camino de vuelta al puerto, Julian le dio otra
pastilla para el mareo y un poco de agua.
—Gracias.
Empezaba a gustarle que él se acordara de todo y fuera tan considerado.
Sin embargo, aún no se había acostumbrado del todo.
Esa misma noche, Julian habría matado a quien fuera necesario para
ducharse junto con su mujer antes de salir a cenar. Pero al final decidió llamar a
su hermano.
—Hola. ¿Qué ocurre? ¿Me has llamado? —le preguntó a Micah tumbado
en el sofá de la sala de estar.
Micah le había llamado antes, mientras Kristin y él estaban viendo las
ballenas. Julian había notado la vibración del teléfono, pero decidió no hacer
caso de la llamada.
—Sí. Xander va a volver a Amesport. Dice que está preparado para
abandonar el centro de rehabilitación en breve —le dijo Micah con tristeza.
¡Mierda! Julian creía que iba a tardar un poco más.
—Es demasiado pronto —replicó de forma categórica.
—Dice que se ha desintoxicado y que, si se queda más tiempo en la clínica,
le volverán las ganas de beber —exclamó Micah—. A mí tampoco me hace
mucha gracia, pero nunca había aguantado tanto tiempo en un programa de
rehabilitación.
—Volveré a casa de inmediato. Quiero ayudarlo.
—Tienes que preocuparte de tu carrera —dijo Micah.
—Ya no. He hecho mi última película, hermanito. No me hace ninguna
ilusión seguir con las típicas historias de acción. Ahora quiero escribir. Me he
entregado en cuerpo y alma para llegar a lo más alto de esta profesión, pero me
he dado cuenta de que lo que me apasiona de verdad es escribir guiones —le dijo
a su hermano con sinceridad.
—¿Lo estás haciendo por Xander? —preguntó Micah con recelo.
—No. Lo hago por mí.
—De acuerdo. Entonces no me vendrá mal la ayuda. Me alegra poder
contar contigo. —Micah dudó antes de añadir—: ¿Es verdad que te has casado
con Kristin?
—¿Cómo lo sabes?
Julian quería darle él mismo la buena nueva a su hermano, pero debería
haber imaginado que se acabaría sabiendo.
—Como montaste una escenita cuando Kristin tuvo una cita a ciegas, la
noticia se ha propagado como la pólvora. ¿Eres consciente de lo que estás
haciendo? El matrimonio no es ninguna broma. Quiero decir, la luna de miel será
muy divertida y todo lo que quieras, pero estamos hablando de un compromiso
muy serio, Julian.
—¿Crees que no lo sé? —replicó bastante molesto.
—¿Seguro?
Julian intentó relajar un poco la mano con la que sujetaba el teléfono y
respondió a su hermano con gran calma:
—Sí, lo sé. Me tiene agarrado de las pelotas desde la primera vez que me
insultó —le confesó—. Hace mucho tiempo que sé lo que siento, pero
convencerla a ella es un poco más difícil de lo que imaginaba.
Micah se rio.
—Si alguien puede conseguirlo, ese eres tú. Eres el hombre más insistente
que conozco.
—Estoy en ello —confirmó, y dudó antes de añadir—: A lo mejor
estábamos los dos borrachos cuando nos casamos en Las Vegas, pero yo sabía lo
que me hacía. —Quería que Micah comprendiera que no se estaba tomando su
matrimonio a la ligera—. Y ya que hablamos del tema, ¿cómo está Tessa?
—Muy bien. Un poco nerviosa por la idea de volver a operarse, pero es
muy fuerte.
Julian pensó en lo que acababa de decirle antes de añadir:
—¿Sabe ya si podrán volver a ponerle un implante coclear?
—Aún no, pero la doctora de Nueva York cree que es una buena candidata.
Vamos a verla el mes que viene, después de las vacaciones.
La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, Julian casi lo había olvidado.
—Resulta extraño pensar en el invierno cuando estás en Maui —dijo en
broma.
—Menos recochineo —gruñó Micah—. Yo iré con Tessa después de la
operación.
—Haces bien. Le encantará. Hicimos un buen negocio comprando este
hotel.
—¿Puedo preguntarte cómo crees que acabará tu matrimonio? Os disteis el
«sí, quiero» en Las Vegas, cuando ambos estabais borrachos. No sería muy
difícil anularlo.
Era obvio que Micah tenía ganas de insistir en el tema.
—No lo sé. —Julian se mesó el pelo en un gesto de frustración—. ¿Puedo
preguntarte algo?
—Sí, claro.
—¿Ha valido la pena? —le soltó Julian—. Me refiero al dolor, el esfuerzo
y la frustración. Tessa y tú tuvisteis bastantes problemas. ¿Valió la pena aguantar
tanto?
—Absolutamente —respondió Micah con sinceridad—. Haría lo que fuera
por ella. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿De verdad quieres vivir con ella
el resto de tu vida?
—Yo lo tengo claro, pero me parece que ella no —respondió Julian con
rotundidad.
—No sé si vale la pena tener que esperar tanto para averiguarlo —
murmuró Micah—. Por lo que sé, Kristin tuvo que crecer más rápido que el resto
de las chicas de su edad y es superresponsable. Quizá haya tenido que aguantar
demasiado.
—Sería demasiado para cualquier persona. ¡No ha tenido vida propia!
—Me recuerda a alguien que conozco —le dijo Micah con sarcasmo—.
Creo recordar que no te tomaste ni un día de vacaciones mientras te labrabas tu
carrera como actor.
—Sí, y luego me arrepentí —admitió—. Pero ahora quiero recuperar el
tiempo perdido. Además, tú no eres nadie para echármelo en cara.
Micah había sido un adicto al trabajo antes de conocer a Tessa.
—Quizá no, pero te conviene escuchar a alguien que conoce el tema.
Tienes que hablar con ella. Las mujeres no sienten siempre lo mismo que
nosotros.
—¿Te refieres a que no piensan siempre en el sexo? —preguntó Julian,
fingiendo consternación.
Micah se rio.
—No siempre, no.
—Maldición. Entonces de nada me servirán mis artes de seducción.
—Sí que te servirán, pero no te bastará solo con eso —confesó Micah.
—Lo estoy descubriendo poco a poco —afirmó Julian, algo contrariado.
Habló un par de minutos más con su hermano antes de colgar, pero cuando
lo hizo, la solución a su dilema seguía tan lejos como al principio.
«Tengo que subir la apuesta», pensó.
El problema era que no tenía mucho tiempo.
CAPÍTULO 17
—Pareces feliz, cielo. Creo que el viaje te ha sentado muy bien —le dijo
Cindy Moore a su hija cuando Kristin le tendió la mano para mostrarle el anillo.
Por extraño que pareciera, era feliz. Las vacaciones en Hawái habían sido
como un sueño irreal, y Julian no había cambiado en los pocos días que llevaban
en Amesport. Aún la deseaba con toda el alma y la colmaba de regalos.
—Ya lo creo —admitió Kristin un poco a regañadientes.
Su madre examinó el diamante y lo acarició con un dedo delgado.
—Muy caro, pero tiene buen gusto. Es precioso.
—Gracias. Se lo encargó a Mia Hamilton.
Su madre asintió.
—Pues puedes estar segura de que es carísimo. Pero te lo mereces.
Kristin abrazó a su madre al sentarse junto a ella en el sofá.
—¿Qué tal va todo por aquí? ¿Y el bar?
—¿Te preocupa que no pueda funcionar bien sin ti? —le preguntó en tono
burlón su padre, sentado en un sillón frente a ellas.
Julian estaba en su mansión y Kristin había parado a ver a sus padres
después del trabajo. Le resultaba extraño dirigirse a las afueras de la ciudad, en
lugar de ir al Shamrock.
—No es eso, papá. Te aseguro que estoy convencida de que el local está en
buenas manos. A decir verdad, yo empezaba a estar un poco cansada.
Ahora que había podido tomarse unos cuantos días de vacaciones para
relajarse, le había quedado aún más claro lo quemada que estaba con la
situación. Antes no sabía lo que era sentirse normal, porque nunca había tenido
la oportunidad de disfrutar de la vida.
Y la sensación era… fantástica.
—Sé que estabas muy cansada, cielo —le aseguró su padre, negando con la
cabeza—. No tendrías que haberte dejado la piel de esa manera.
—Sois mi familia —replicó Kristin, que se arrepentía de haberle dicho
cómo se sentía.
Su padre también debía de estar agotado. Quería a su madre y Kristin sabía
que si hubiera podido ocuparse de todo en las últimas décadas, lo habría hecho.
Su madre le estrechó el brazo para que no siguiera hablando.
—No quiero que pienses que nunca nos hemos sentido culpables por todo a
lo que has tenido que renunciar. Sé que te incomodaba pedir a tus amigas que
vinieran a casa, o que no podías salir sin preocuparte por mí. Y entre el
Shamrock y la consulta… has trabajado tanto que casi te ha costado la salud.
Pero ha llegado la hora de que vivas tu propia vida. Tu padre y yo estamos bien.
«Gracias a Julian», pensó Kristin, que cada vez aceptaba de mejor grado la
implicación temporal de su marido en el negocio de su padre. Si no hubiera
llegado alguien capaz de tomar las riendas del negocio y darle un nuevo giro, sus
padres no podrían llevar el estilo de vida que llevaban.
La alianza con Liam había sido una idea excelente. Gracias al control que
mantenía del negocio, el pub no volvería a ir cuesta abajo.
Dale Moore se rascó la cabeza.
—Al principio me preguntaba por qué ese muchacho quería convertirse en
socio de un negocio tan pequeño como el Shamrock. Supongo que ahora ya lo
sé. Tenía otras razones. Quería casarse con mi hija. Y que conste que no me
parece mal. Es un buen hombre. Y Liam también. No podría haber elegido a dos
socios mejores —añadió con una sonrisa de oreja a oreja.
A Kristin se le revolvió el estómago. Sus padres eran muy felices, pero
¿qué pensarían cuando descubrieran que Julian y ella iban a divorciarse?
—¿Os gusta? —dijo en voz baja, preguntándose lo que pensaría Julian si
supiera que alguien lo había llamado «muchacho».
—Le queremos —respondió su madre con rotundidad—. ¿Cómo no me va
a gustar un hombre que es lo bastante inteligente como para casarse con mi hija
y tratarla como la maravillosa mujer que es?
—Somos muy felices por ti, Krissy —añadió su padre con sinceridad.
Kristin tragó saliva al oír que su padre empleaba el nombre que utilizaba
cuando ella era pequeña. No recordaba la última vez que lo había utilizado.
—Gracias, papá —logró balbucear.
—¿Te gustan los preparativos que hemos hecho para el banquete? —
preguntó su madre, emocionada y feliz.
Lo último que esperaba Kristin era que sus padres organizaran la
celebración tan pronto. Ambos habían estado muy ocupados mientras ella
disfrutaba de las vacaciones en Hawái. Sin embargo, como Julian ya había dado
su visto bueno, no le quedó más remedio que acceder.
—Sí, son fantásticos.
—Como será temporada baja, no nos ha costado demasiado reservar el
Centro Juvenil para después de las fiestas. Creo que vendrá todo el mundo. Es un
acontecimiento que no se querrá perder nadie.
La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, lo que significaba que el
banquete se celebraría al cabo de muy pocas semanas. Al parecer, su madre
había reunido a todos los miembros del clan Sinclair en su casa para hablar de la
celebración y los había implicado en ella. Cuando alguien lograba reunir a un
grupo de Sinclair, todo sucedía a velocidad de vértigo.
—No me cabe la menor duda de que el centro estará lleno hasta la
bandera —le aseguró Kristin, intentando esbozar una falsa sonrisa. Lo cierto era
que tenía ganas de matar a Julian por haber dicho a sus padres que habían
elegido el momento ideal y que se moría de ganas de celebrar el banquete.
Ahora ya no podía cancelar el acto. A menos que quisiera dejar a Julian
mucho antes de lo acordado. Pero entonces se arriesgaba a que él le hiciera la
vida imposible y, a decir verdad, su faceta más egoísta quería gozar de esos días
con él.
En cierto modo, vivir con Julian, estar con él, había acabado con la
sensación de soledad y aislamiento que había experimentado durante tantos
años. A pesar de que ella sabía cómo iba a acabar, no quería renunciar a las
partes más buenas. Y a pesar también del don innato que tenía él para sacarla de
sus casillas.
Kristin se levantó, presa de una sensación extraña por haber mentido a sus
padres.
—Es mejor que me vaya. —Se inclinó hacia delante y le dio un beso en la
mejilla a su madre, luego se acercó a su padre e hizo lo mismo—. Si no llego a
casa enseguida corro el peligro de que Julian se ponga a cocinar, una posibilidad
aterradora.
Ambos se despidieron de ella entre risas. Kristin abandonó la sala de estar
agotada por el esfuerzo de intentar mantener la sonrisa. Al salir a la calle, echó a
correr hacia el todoterreno de Julian y pulsó el botón para abrir la puerta. Caía
una lluvia gélida y tenía ganas de refugiarse cuanto antes en el cálido interior.
Pisó el pedal del freno y pulsó el botón de arranque. Si se le hubiera ocurrido
antes, habría encendido el vehículo desde la casa para encontrarlo más caliente.
Pero estaba acostumbrada a coches más antiguos, que no tenían las mismas
moderneces que ese.
En cuanto regresaron de Hawái, Julian la convenció de que necesitaba un
vehículo nuevo. Ella se negó en redondo, argumentando que su coche era viejo
pero funcionaba bien. Al final él dio su brazo a torcer, aunque no dejó de
refunfuñar porque no le hubiera permitido darle un coche más fiable. Sin
embargo, Kristin acabó perdiendo la batalla. Cuando la previsión meteorológica
anunció mal tiempo, Julian la convenció para que usara su todoterreno, ya que él
iba a quedarse en casa, trabajando en su guion.
Cuando Kristin vivía en Amesport, tener un turismo nunca había supuesto
ningún problema, pero ahora que tenía que tomar la autopista, se alegraba de
tener un vehículo más robusto.
Redujo ligeramente la velocidad y empezó a preguntarse qué podía hacer
para cenar y si Julian habría podido avanzar algo con el guion.
Estaba convencida de que su giro profesional no duraría demasiado. Tarde
o temprano recuperaría las ganas de hacer más películas. Nunca se sentiría
realizado viviendo en una población pequeña como Amesport después de pasar
tantos años en California. Aun así, era cierto que los habitantes de la pequeña
ciudad apenas lo molestaban. Todo el mundo estaba acostumbrado a la presencia
de los Sinclair en la zona y a nadie parecía importarle que hubiera tantos
multimillonarios. La mayoría de la gente estaba agradecida por los cambios que
Grady, sus hermanos y también sus primos habían hecho. Los Sinclair mostraban
una gran preocupación por la ciudad en la que vivían, algo que quedaba patente
en todas las mejoras que habían ayudado a hacer realidad.
Kristin tardó un poco más de lo habitual en llegar a casa por culpa de las
carreteras heladas, pero lanzó un suspiro cuando aparcó en el garaje.
Julian salió a recibirla con un gesto de preocupación.
—Empezaba a preocuparme. No has respondido a mi mensaje.
—Estaba conduciendo —replicó ella—. Había placas de hielo y creo que
no tardará en nevar.
Julian tomó su abrigo y se lo colgó.
—Me alegra no haberlo sabido. Me preguntaba si te habías retrasado por
algún problema.
—He pasado por casa de mis padres. Hace años que aprendí a conducir en
invierno, Julian —le recordó ella, si bien resultaba halagador que la estuviera
esperando.
—Eso da igual —gruñó él—. La mala suerte existe.
Kristin se preguntó si se refería a Xander y a sus padres. Aquel
pensamiento le provocó un nudo en la garganta, ya que era consciente de que
Julian aún no había superado su inesperada pérdida. Qué diablos, si ella hubiera
perdido a sus padres de forma tan traumática, estaría igual: siempre
preguntándose si era algo que podía repetirse en el momento más inesperado.
No quería decirle que se alegraba de haber podido usar su todoterreno
porque él lo aprovecharía para presumir de que le estaba dando la razón, o por
temor a que dijera algo que le llegara a lo más profundo del corazón. Kristin
nunca sabía qué reacción cabía esperar de Julian.
—Voy a darme una ducha y luego prepararé la cena.
Aún llevaba el uniforme de la consulta médica y lo primero que hacía al
llegar a casa era lavarse. A pesar de que siempre llevaba bata, le gustaba
despojarse de la ropa de trabajo.
—Antes dame un beso —insistió Julian, que la agarró de la cintura cuando
ella intentó irse.
—Estoy llena de gérmenes —le advirtió ella entre risas.
—Pues los compartiremos. No sería la primera vez que lo hacemos —dijo
con su voz de barítono, e inclinó la cabeza para robarle un beso.
El cuerpo de Kristin reaccionó de inmediato. ¿Cómo podía oler tan bien?
—Ya basta —le dijo, apartándose entre jadeos—. Enseguida vuelvo.
Dio media vuelta y empezó a subir las escaleras con una sonrisa en los
labios al oír los lamentos de Julian, que decía que era injusto que se fuera de
aquel modo y lo dejara tan excitado y con la miel en los labios, mientras volvía a
la cocina.
Xander llegó un día antes del gran banquete de Kristin y Julian. Lo había
acompañado Micah, y Julian tenía ganas de pasar el día con su hermano pequeño
antes de asistir al banquete.
Kristin llegó a casa del trabajo antes de que su marido regresara de casa de
su hermano, con la esperanza de que hubiera sido un reencuentro feliz entre
hermanos. Como Julian aún no había vuelto, le pareció que era una buena señal.
Sin embargo, a juzgar por la mirada de Julian cuando entró por la puerta,
era obvio que las cosas habían salido peor de lo esperado.
Él apenas abrió la boca al entrar en la cocina. Kristin observó cómo se
quitaba la cazadora de cuero y dejaba caer las llaves en la encimera.
—¿Va todo bien? —preguntó ella con curiosidad.
—No le gusta nada. No le gusta la casa. No le gusta la nieve. En pocas
palabras, odia la vida. Se ha desintoxicado, pero no tardará en volver a caer en
las drogas por culpa de su actitud de mierda.
En cuanto Julian se volvió hacia ella, Kristin vio que se sentía derrotado.
Sacó una cerveza de la nevera, desenroscó el tapón y se la ofreció. Era obvio que
necesitaba un trago.
—Lo siento. Sé que confiabas en que estaría mejor cuando saliera, pero
está claro que aún necesita ayuda psicológica.
Kristin observó el rostro preocupado de Julian y se le partió el corazón. Si
Xander no estaba dispuesto a seguir librando la batalla contra las drogas y el
alcohol, nadie podría ayudarlo. Al menos tenía que querer dejar de consumir.
—¿Quieres que aplacemos el banquete?
—Ni hablar —respondió Julian con una sonrisa—. No quiero perderme mi
propia fiesta. Tus padres han invertido muchas horas en la celebración. Tengo
muchos motivos para ser feliz —afirmó, dejando la cerveza en la encimera—.
Hemos invitado a Xander. Si quiere venir, ya aparecerá.
—¿Estás enfadado con él? —preguntó Kristin, que no conocía lo que de
verdad sentía Julian. A veces era difícil intuir qué pensaba.
Él se cruzó de brazos y apoyó la cadera en uno de los armarios.
—¿Enfadado? Sí, supongo que sí. Pero creo que lo estoy más conmigo
mismo que con él. Antes de todo esto, nos habíamos distanciado bastante. Y
ahora me resulta difícil entenderme con él. No sé qué piensa. ¡Dios! No sé cómo
se siente ni lo que no quiere decirme. De pequeños teníamos una relación muy
estrecha, pero ahora se ha convertido en un desconocido. ¡Y es mi hermano,
maldita sea!
La angustia que transmitía su voz le partía el alma.
—No podrás entenderlo si él no está dispuesto a abrirse —le dijo ella muy
seria. En esos momentos odiaba a Xander por hacérselo pasar tan mal a su
hermano—. Le toca a él mover ficha. Si quiere volver a tender puentes entre
vosotros, si quiere tu apoyo, tiene que hacer un esfuerzo porque os lo ha hecho
pasar muy mal a Micah y a ti. Tengo la sensación de que ha echado de su vida a
todas las personas que lo querían.
—Hay algo que no encaja. Sé que lo está pasando mal, pero no sé por qué.
No ha perdido ni un ápice de su talento musical, pero no toca ningún
instrumento. Es como si no quisiera recordar ningún aspecto relacionado con su
vida antes del asesinato de nuestros padres. Le ocurre algo más. Ojalá supiera
qué sucedió exactamente esa noche.
Kristin frunció el ceño.
—¿A qué te refieres? ¿No te lo contó?
—Solo los detalles más vagos. Alguien entró en casa. Nuestros padres
murieron. Ambos recibieron varios disparos, pero, por algún motivo, Xander no
solo sufrió heridas de bala, sino que lo acuchillaron. He intentado hacerle alguna
pregunta más, pero no quiere hablar de ello y al final he preferido no forzarlo.
Para él debió de ser una auténtica pesadilla presenciar la tragedia. El asesino
murió por los disparos de la policía y se cerró el caso. Pero creo que hay algo
más que lo trastornó.
Kristin no se imaginaba nada peor que ser testigo del asesinato de tus
padres. Sin embargo, Julian tenía razón. Era extraño que a Xander lo hubieran
acuchillado. Los ladrones, hasta los más malvados, entraban en las casas con el
objetivo de conseguir lo que querían y se iban en cuanto podían.
—Es raro —dijo Kristin en voz alta—. ¿Puede ser que el ladrón se quedara
sin balas?
Julian se encogió de hombros.
—Imagino que es posible. Quizá solo quería asegurarse de que Xander
también moría para que no hubiera testigos.
Solo había una persona que supiera todo lo que había ocurrido la noche del
asesinato de los padres de Julian. Después de ver todas las fotografías de la
familia de Julian y de escuchar las historias, sabía que todos los hermanos
querían a sus padres.
—Vamos a vestirnos —dijo él, ofreciéndole la mano.
Kristin la tomó y se la apretó. Quería que Julian supiera que comprendía su
frustración y su dolor.
Él le estrechó los dedos en un gesto de reconocimiento y le dirigió una
mirada de gratitud antes de darse la vuelta y subir las escaleras.
Bueno, no era una promesa de amor eterno, pero al menos era algo. Julian
respondió de inmediato.
Julian no pudo evitar preguntarse a qué cama se refería, en qué casa estaba,
pero le había prometido que le daba de tiempo hasta su regreso. No quería
presionarla. Había una diferencia de tres horas entre California y Maine, por lo
que era un poco tarde para Kristin, que tenía que trabajar al día siguiente.
Fue una despedida sin más, pero deseaba con toda el alma que Kristin no
hubiera vuelto a su apartamento y que pudiera verla en carne y hueso al entrar en
casa.
Te quiero, Escarlata.
—Estoy aquí —proclamó una voz masculina desde la entrada del salón—.
Solo quería enviarte un mensaje como habría hecho si hubiéramos tenido la
oportunidad de salir en plan novios. ¿No se supone que es eso lo que hacen?
Kristin se estremeció de felicidad. La voz de Julian le provocó un
escalofrío de placer. Parecía tan vulnerable, tan inseguro, que le dieron ganas de
lanzarse a sus brazos. En ningún momento del día había mostrado su lado más
engreído y sabelotodo, y quizá lo echaba un poco de menos. Pero el amante
atento también era un Julian adorable.
Kristin le tendió una mano.
—¿Estás bien?
Él frunció el ceño.
—Estoy bien. ¿Por qué piensas lo contrario? —Le ofreció su mano
vendada y se sentó junto a ella—. Bueno, sí, me da rabia no haberte comprado
flores. He subido al piso de arriba para encargar unas. Quería rosas, pero la
floristería estaba cerrada.
Kristin se volvió hacia él y se sentó con las piernas cruzadas, como él, y le
tomó la otra mano.
—No necesito nada más, Julian. Te tengo a ti.
—Yo también te tengo a ti. Pero no soporto el hecho de que no pudieras
disfrutar de la fase más romántica de una relación. Nunca hemos tenido una cita
normal, ni has disfrutado de lo que estaría dispuesto a hacer por ti un hombre
enamorado. Te mereces todo eso y muchísimo más.
La expresión de descontento de Julian conmovió enormemente a Kristin.
—¿Por eso querías que hoy hiciéramos lo que hemos hecho? ¿Estabas
intentando compensarme por todas las citas que no hemos tenido? —preguntó
ella, atónita.
Él se encogió de hombros.
—Sí y no. Quiero estar contigo y hacer esas cosas. Pero sí, creo que te
mereces mucho más de lo que tienes.
—¿Es que no sabes lo feliz que me haces? ¿No te das cuenta de que
nuestra relación lo es todo para mí? —preguntó ella con voz suave—. Quizá
hayamos empezado de una forma poco habitual, pero hemos estado en Hawái y
en Las Vegas. Me has dado algo muy especial. ¿Por qué iba a desear una
relación normal cuando tengo una extraordinaria?
Julian sonrió.
—Puedo ofrecerte mucho más.
Su sonrisa pícara hizo que a Kristin le diera un vuelco el corazón.
—Para mí, el simple hecho de que me ames es perfecto —respondió ella
con un suspiro. ¿Cómo era posible que le diera tanta importancia a aquellos
detalles, teniendo en cuenta todo lo que le había ofrecido?
—En el pasado he sido un auténtico cretino, Kristin. Descuidé a mis padres
durante seis años porque solo vivía por y para mi carrera. Es un error que ya no
puedo enmendar. Apenas los vi desde que me hice adulto porque quería que todo
se hiciera a mi manera y según mis condiciones. Xander tenía razón cuando me
dijo que fui un imbécil. Es verdad. Y al final acabé arrepintiéndome. No quiero
cometer el mismo error. No quiero que pase un solo día sin que todos mis seres
queridos sepan lo mucho que los aprecio.
Los ojos de Julian parecían teñidos de un destello de remordimiento.
—Sé que te importo —le aseguró ella con un susurro.
—No solo me importas. Lo eres todo para mí —confesó con una voz grave
que destilaba las emociones que habitaban en su alma—. Lo supe desde el día en
que nos conocimos. Sabía que habías nacido para ser mía.
Si Kristin era sincera consigo misma, en el fondo probablemente ella
también lo sabía. Julian se había adueñado de su corazón, que suspiraba por él
como no lo había hecho por ningún otro hombre.
—Quizá yo también lo sabía. Por eso intenté distanciarme un poco, porque
para mí era inconcebible que tú y yo pudiéramos ser pareja. Tú eras Julian
Sinclair; yo, una chica que trabajaba en una consulta médica y hacía horas extra
de camarera para llegar a fin de mes.
—Si no me lo hubieran impedido mis obligaciones profesionales, me
habría quedado y no habría parado hasta que te hubiera convencido para que
salieras conmigo —admitió Julian—. Pero tenía que esperar. Cada vez que me
iba de Amesport sentía un dolor que me volvía loco.
A Kristin se le anegaron los ojos en lágrimas al ver la expresión
atormentada de Julian. Sabía que todo lo que decía era verdad.
—¿Por eso decidiste secuestrarme?
—Por entonces ya estaba bastante desesperado. Cuando me dijeron que no
ibas a ir a Las Vegas, decidí buscar la forma de convencerte —murmuró.
A Kristin le dio un vuelco el corazón.
—Te tomaste muchísimas molestias.
Julian le lanzó una mirada apasionada.
—Por ti haría lo que fuera.
Kristin lanzó un suspiro. Todavía no acababa de considerarse digna de
despertar esas emociones en Julian. Sin embargo, su marido estaba cambiando
poco a poco la imagen que ella tenía de sí misma.
—Háblame de nuestra boda —preguntó ella con curiosidad—. He
intentado recordarla, pero ha sido en vano.
—Ese es otro tema del que quería hablar… Te mereces una boda de cine.
—La luna de miel de Hawái fue maravillosa. Me encantó. Pero dime cómo
fue la boda.
—La ceremonia fue breve pero bonita. Elegimos los anillos en la capilla.
Tú me dijiste que no querías uno caro porque yo era tu premio, que la alianza
solo era un símbolo. Llevabas ese vestido tan sexy y cuando pronunciaste tus
votos, fue el día más feliz de mi vida. Yo estaba demasiado nervioso para darme
cuenta de que tal vez no nos parecería todo tan bonito al día siguiente, cuando
estuviéramos sobrios. —Hizo una pausa antes de añadir—: Siento que no
tuvieras una boda de ensueño.
Kristin no soportaba ver tan abatido a Julian. No era el de siempre y le
partía el corazón.
—Yo no me arrepiento de nada. Nunca he tenido el sueño de celebrar una
boda por todo lo alto. Para mí es más importante casarme con la persona
adecuada.
Él la miró esperanzado.
—¿Y crees que acertaste?
—Estoy segura —respondió tajantemente—. Quizá no recuerde la
ceremonia. Y puede que no llegue a recordarla jamás. Pero sé que no me habría
casado contigo a menos que fuera lo que yo quería. Supongo que lo único que no
comprendo es por qué no me lo dijiste antes.
—Yo también estaba borracho, pero no hice nada que no quisiera. En cierto
modo, quería convencerte de que podíamos hacer realidad todo lo que había
pasado. Cuando me desperté, me preocupaba que ni siquiera estuvieras dispuesta
a considerar la posibilidad de quedarte conmigo y darme una oportunidad. Por
eso cogí los anillos y toda la documentación. Solo deseaba que no recordaras
nada, así tendría la posibilidad de acabar el rodaje de la película y regresar a
Amesport para hablar contigo.
—Debo confesarte una cosa —le dijo Kristin, algo indecisa.
—¿De qué se trata?
—Tú no me chantajeaste. Yo tampoco quería poner fin a nuestro
matrimonio. No creía que fuera a funcionar, pero quería disfrutar del poco
tiempo que pudiera pasar contigo.
—Yo creía que querías convertir mi vida en un infierno —le recordó él,
tomándole el pelo.
—¿Cómo iba a hacer eso si era imposible resistirme a ti? —replicó ella—.
Es verdad que eres un poco mandón, pero a veces también sabes ser muy dulce.
—¿A veces? —preguntó él, fingiendo indignación.
Kristin se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la suya.
—La mayoría del tiempo —concedió—. Te quiero tal y como eres, Julian.
No cambiaría nada de ti y no cambiaría nada de nosotros y de lo que nos ha
pasado en las últimas semanas. Si lo hiciera, a lo mejor no habría aprendido
tantas cosas sobre mí misma.
—Pero te mentí —admitió él con pesar—. Aunque debo decir en mi
defensa que estaba desesperado, Escarlata.
—Te perdono… esta vez. No vuelvas a hacerlo —le advirtió ella,
intentando mantener el gesto serio cuando lo único que deseaba era dejarse
embriagar por el amor y la felicidad que se había apoderado de ella—. Yo
tampoco expresé abiertamente lo que sentía. Lo siento. Tenía miedo de acabar
con el corazón hecho añicos.
—Me cuesta creer que no supieras lo que sentía por ti —dijo algo
confundido Julian, que se recostó y le dio un suave beso en la frente.
Kristin se incorporó y lo miró a los ojos.
—Porque nunca me había pasado algo tan bueno. Nunca he tenido una
vida normal. Nunca soñé con enamorarme. Me limitaba a ir tirando. Para mí no
existían los cuentos de hadas con final feliz. Mi vida jamás ha sido así. Para mí
has sido un regalo inesperado que me ha ofrecido un amor que nunca había
sentido. Estaba confundida y asustada. En Las Vegas viví mi particular fantasía y
pensé que luego se acababa todo.
—Lo nuestro nunca se acabará, Escarlata. Has tenido una vida demasiado
dura, has pasado demasiadas penurias. Ha llegado el momento de cambiar todo
eso —gruñó Julian, y la agarró para que se sentara en su regazo.
—En ocasiones ha sido difícil, pero no cambiaría nada de lo que he hecho
aunque pudiera. Quiero mucho a mis padres y ellos me han dado todo lo que
podían a pesar de las difíciles circunstancias que han atravesado —confesó
Kristin, que abrazó a Julian y respiró hondo para embriagarse de su masculina
fragancia—. Lo que has hecho por mis padres… no sé cómo podré
compensártelo.
—No tienes que compensar nada —se apresuró a replicar él—. A menos
que me lo quieras devolver con favores sexuales. Eso sí lo aceptaría.
Kristin se rio.
—Te daría lo que me pidieras porque te quiero.
—Cuidado con lo que prometes —le advirtió él—. Se me ocurren un par
de fantasías bastante pervertidas, cielo.
Kristin sabía que Julian había cambiado de tema porque no quería que le
diera las gracias por nada. Ella era su esposa, por lo que era normal que hiciera
todo lo que estuviera al alcance de su mano para hacerla feliz. Para él no era
nada extraordinario. Sin embargo, para Kristin, el hecho de que él se hubiera
tomado tantas molestias para hacerles la vida más fácil a sus padres era
importantísimo.
Ningún hombre se había preocupado tanto por su felicidad o su bienestar
emocional. Pero Julian sí que lo había hecho, y como tenía su particular forma
de ser, había buscado una solución a sus problemas de la forma más rápida
posible y con el mínimo alboroto.
Al final Kristin decidió cambiar de tema y aceptar que Julian siempre sería
un marido muy protector. Ella pensaba cuidar de él del mismo modo en que él
cuidaba de ella.
—¿Muy pervertidas? —preguntó ella casi sin aliento, pensando en las
ganas que tenía de explorar nuevos territorios con aquel hombre al que amaba
con locura.
Julian se puso encima de ella en un abrir y cerrar de ojos, inmovilizándola
con su fuerte cuerpo.
—He tenido todo tipo de fantasías contigo —le aseguró. Sus ojos de un
azul intenso atravesaron su alma mientras él le sujetaba los brazos por encima de
la cabeza—. En la mayoría tengo que convencerte de que eres mía y ambos
estamos desnudos.
—De eso no hace falta que me convenzas —dijo entre jadeos, y lo miró
con una sinceridad descarnada que no podía y no quería ocultar—. Pero si
quieres seguir intentándolo, cuenta conmigo.
La mirada seductora y posesiva de Julian provocó que su corazón
empezara a latir desbocado.
—¿Sabes que en estos momentos tienes mi corazón y mi vida entera en tus
manos? —preguntó él.
Era cierto y Kristin lo sabía. Le bastaba con mirarlo para saber que el amor
que él le profesaba era un sentimiento mutuo.
—Lo mismo podría decir yo —replicó ella con sinceridad—. Te quiero,
Julian Sinclair, y protegeré tu corazón el resto de mi vida.
¿Cuántas personas habían llegado a conocer al verdadero hombre que se
escondía bajo la superestrella? Kristin se dio cuenta de lo mucho que se habían
perdido todos aquellos que no veían la bondad de su alma, pero por una vez le
apetecía ser egoísta y quedarse esa información para sí. No era necesario que
nadie lo conociera tan bien como ella. Que el gran público se quedara con el
atractivo actor de Hollywood. Ellos veían al Julian guapo, moderno pero
distante. Ella prefería al hombre auténtico que se escondía bajo esa fachada.
—Te quiero, nena —dijo al final—. No volverá a pasar un día en que no te
lo demuestre.
Aquella promesa hizo que a Kristin se le anegaran los ojos en lágrimas.
—Lo sé.
Sabía que no le resultaría fácil olvidar el duro golpe que había supuesto la
muerte de sus padres, pero estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera necesario
para ayudarle a conservar los mejores recuerdos y mitigar el dolor y el
sentimiento de culpa de su muerte. Era obvio que lo que había ocurrido le había
afectado profundamente, lo había convertido en el hombre que era hoy. Tan solo
habría preferido que Julian no hubiera tenido que sufrir una pérdida tan
devastadora para madurar.
Kristin no sabía cómo era antes, pero daba igual. Lo único que le
importaba era el presente, y el hecho de que le gustaba todo lo que él
representaba, un sentimiento que era mutuo.
—Te tengo exactamente donde quería —le dijo Julian con picardía.
Ella le devolvió la sonrisa perversa.
—Pues es curioso porque yo estoy donde quería estar —le aseguró con
tono seductor, animándolo a seguir adelante con el juego.
Cuando Julian se ponía en plan macho… no había nada mejor.
—Prepárate para el abordaje porque voy a hacerte mía, aquí y ahora —le
advirtió él con su voz más seductora de pirata cinematográfico.
—Ay, pirata, pirata… —lo animó ella con su mejor sonrisa.
No fue necesario que le dijera nada más. Julian se abalanzó sobre ella y la
besó con una pasión arrebatadora que hizo que ambos se olvidaran de los dulces
que habían preparado hasta al cabo de unas horas.
EPÍLOGO
Quiero dar las gracias a todo el equipo de Montlake Romance por su apoyo
inquebrantable en esta serie, en especial a mi editora, María Gómez, que siempre
me ha escuchado y me ha ayudado a solucionar los problemas que han surgido.
Como siempre, gracias a mi equipo KA, que se ocupa de las diversas
obligaciones para que yo pueda concentrarme en escribir.
A mi equipo de calle, las Gemas de Jan… Chicas, no dejáis de
sorprenderme con las ganas que mostráis para promocionar mis libros. Gracias
por todo lo que hacéis.
Mi más sincero agradecimiento a mis lectoras, que me permiten dedicarme
a aquello que más me gusta. Nada de esto sería posible sin vosotras.