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ACTOR, ARQUETIPO Y REPRESENTACIÓN

Por William Hurtado Gómez

“Asistir al teatro (que es una imitación de la vida) es una forma popular de

evadirse de una parte activa del drama de la vida.”

Carl Gustav Jung

A lo largo de los dieciséis años de actividad en el escenario, he sido

espectador de dos piezas que se reproducen, una de forma mortalmente repetitiva

y otra, presentada cada vez de manera diferente, lo cual considero debe ser

fundamental en el ejercicio de la dramaturgia (y) del actor que, según Santiago

García (ZATIZABAL, 2006), Picasso resume en una frase llena de sabiduría

refiriéndose al arte, no como una suma de hallazgos, sino (como) un cementerio

de invenciones.

Pero dieciséis años después, luego de descubrir a Jung y su carreta llena de

arquetipos, como un renovado Tespis en el escenario de mi mente, me atrevería

a decir que el arte es un cementerio de reinvenciones, de donde emergen, como

dioses ctónicos, los siempre nuevos avatares del eterno retorno que se
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resignifican una y otra vez a partir de las mismas estructuras vacías y sin forma:

los arquetipos.

Quiero partir de una definición de teatro en la que éste es determinado por los

elementos fundamentales que hacen que el teatro sea teatro y no otra actividad

humana: Para mí el teatro es el arte de la representación de un texto por actores

frente a un público con el cual se comparten el mismo espacio y el mismo tiempo

físicos e imaginados.

Al hablar de representación, dejo a un lado la polémica actual entre

representación y presentación, de la cual tomaré lo que Zatizabal (2006) aporta al

respecto: “El arte de la presentación no logra renunciar al juego de la imaginación

mimética, al juego de la ficción, de la mentira, de la representación de lo otro o del

otro: Yo soy otro.”

Para Jung (1964), el teatro es una imitación de la vida. Tal aseveración es

para mí, como actor-dramaturgo, un “campanazo” de alerta puesto que él mismo

afirma que todo intento de imitación o copia de una conducta externa, petrifica. Lo

que excluye a tal estereotipo de un verdadero proceso de individuación que

permita relaciones entre las personas, en este caso entre el actor y los

espectadores, pero también entre los actores mismos.


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Peter Brook (1969) ya había denunciado un teatro mortal, que “acecha en el

interior de todos nosotros”, que copia patrones, que no admite la esencia del

hombre en el escenario, por el contrario, que “desarrolla una mentira en lugar de la

verdad recién encontrada” que se reviste de máscaras superficiales sin que el

actor sea capaz de llenarlas con su humanidad.

Después de mi hallazgo personal de Jung y sus arquetipos, me reafirmo en

que la tarea del actor es la de indagar en lo profundo de sí mismo y de los

personajes que crea y/o recrea, explorar en esas estructuras atávicas perdidas en

el arcaísmo de nuestra génesis y refundidas en lo cotidiano de nuestra mímesis,

ese caldo de cultivo original de donde se pueda nutrir cada imagen, cada

parlamento, cada acción de cada personaje. Encontrar la máscara original que se

debe revivificar cada vez que el actor se pare en el escenario a representar o a

presentar ese otro que no es él.

Para Jung (1944), el arte es el relato que dejamos, en cada época, de los

símbolos que para nosotros son significativos y emotivos. En un arte donde las

técnicas no son más que la predilección de cada creador por un ritual específico

sobre el cual fundar su quehacer escénico[2], la creación para la escena en sí,

bien como actor o dramaturgo[3] depende en gran medida de una constante

voluntad de redescubrimiento del hombre y sus contextos para ser representados

en el escenario.
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Pero ¿qué representar? ¿Los arquetipos? ¿O son los arquetipos las

imágenes primarias sobre las cuales regenerar imágenes representativas del

hombre contemporáneo o simplemente del hombre diacrónico? Confieso que

ahora me encuentro en medio del conflicto de esa decisión: cómo representar

personajes arquetípicos, en medio de imágenes arquetípicas, donde el actor-

chamán y el dramaturgo-demiurgo representen en inéditos rituales lo esencial del

ser humano a un colectivo, el público, en ese vórtice del espacio-tiempo que

converge en el escenario, donde “El espectador puede identificarse con la obra y,

sin embargo, seguir siendo intermediario de sus propias fantasías” (Jung, 1964).

BIBLIOGRAFÍA

JUNG, Carl Gustav (1964). El hombre y sus símbolos. Buenos Aires:

Ediciones Paidós Ibérica.

ZATIZABAL, Carlos Eduardo. 2006. Teatro la Candelaria 40 años. Entrevista

al Maestro Santiago García. Santa Marta. Revista Galería Universidad del

Magdalena. En Internet:

http://revistagaleria.unimagdalena.edu.co/edi2_garcia.htm

Brook, Peter. El Espacio Vacío. 1969. Barcelona: Ediciones Península.


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ZATIZABAL, Carlos Eduardo. Dramaturgia Nacional y Nuevo Teatro: entre la

presentación y la representación. 2008. Manizales. Revista Colombiana de las

Artes Escénicas Vol. 2. Universidad de Caldas.

YUNG, Carl Gustav. 1944. Los Complejos y el Inconsciente. Buenos Aires.

Editorial Alianza.

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[1]

[2] Peter Brook afirma que se comprometería a enseñar en unas cuantas

horas todo lo que sabe sobre normas y técnicas teatrales.

(3) El primero siempre será lo segundo y no al contrario ya que el actor

siempre es responsable del trabajo dramatúrgico en el espacio físico para crear el

espacio estético.
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