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Escuela Superior de Administración Pública –ESAP-
Programa: Especialización en Alta Dirección del Estado
Patricia Roncancio Flórez
2006
ASPECTOS GENEREALES
Facultad: Posgrados
Programa: Especialización en Alta Dirección del Estado
Modalidad: Presencial
Módulo: Teorías del Estado, del Gobierno y de la Gobernabilidad
Número de Créditos: 3
Nombre del Docente: Patricia Roncancio Flórez
E-mail: pato_roncanciof@yahoo.com
OBJETIVOS
GENERAL
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ESPECIFICOS
LOGROS ESPERADOS
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MAPA CONCEPTUAL
SOCIEDAD
CONSTRUYE
-Antropocentrismo
Consustanciales a su origen -Secularización Religiosa
-Poder Político centralizado
-Razón Humana
ESTADO
-Forma de org. De Poder Pol.
-Uno de los poderes de Estado
Componentes centrales Determina - Órgano de Dirección
Es
GOBIERNO
Contractualismo
Democrático
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MAPA DE CONTENIDO
PRESENTACIÓN
BIBLIOGRAFÍA
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PRESENTACIÓN
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aproximación frente a los cambios en el rol del gobierno y las cualidades que se
espera de éste.
Resta entonces indicar al lector, que tratándose de un módulo autoformativo, el
desarrollo temático está planteado metodológicamente en tres partes: la
presentación comentada de ideas centrales de los componentes sustantivos de la
teoría, fragmentos de textos de fuentes primarias y secundarias que sirven como
documentos de trabajo y finalmente, actividades de aprendizaje orientadas a que el
estudiante evalúe la aprehensión de los contenido temáticos y reflexione sobre ellos.
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TEMA 1.
GÉNESIS DEL ESTADO MODERNO
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Objetivos
Ideas Principales
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ESTADO MODERNO
Entendido como
ORGANIZACIÓN
POLÍTICA RACIONAL
Emerge gracias a
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Competencias a Desarrollar
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Presentación Tema 1
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Por otra parte, el Renacimiento que parece desvanecerse en el humanismo o
viceversa, comprende dos aspectos centrales, en primer lugar, el “renacer”, el
“redescubrimiento” de la naturaleza humana expresado ya no solo en la literatura
sino en las artes en general, expresiones que en la música se hicieron relevantes con
el surgimiento de la polifonía y la salida de ésta de los dominios de la iglesia católica
y, en la escultura, la pintura y la arquitectura con las obras de artistas como Donatello
(1386-1466), Rafael (1483 – 1520), Leonardo da Vinci (1452 – 1519), creador de La
Gioconda y Miguel Ángel (1475 – 1564), autor de los frescos de la Capilla Sixtina. El
segundo aspecto a destacar del Renacimiento, tiene que ver con que éste remite
también, al proceso que presenta las primeras fracturas en las estructuras sociales
de producción feudal, mostrando como a través del comercio y del fomento a la
iniciativa de fortuna que tiene lugar en las ciudades mediterráneas, el hombre
comienza a hacerse libre y ciudadano, configurando progresivamente lo que
conocemos como sociedad burguesa.
Documento de Trabajo No 1
Los Caracteres Generales de la Cultura durante la Baja Edad Media
Ciertamente, las postrimerías del siglo XIII mostraban a las claras la presencia de nuevas fuerzas
sociales y económicas, que eran también, en potencia, nuevas fuerzas espirituales portadoras de un
mensaje renovador, aunque todavía impreciso y vago. Para esas fuerzas, las perspectivas eran
ilimitadas y correspondían estrictamente a la realidad; pero a la realidad pertenecían también las
viejas estructuras caducas que se resistían a desaparecer y que, entretanto, conservaban la aureola
de su prestigio y la fuerza que les proporcionaba la tradición y los vínculos aún anulados.
Esas fuerzas nuevas eran, en primer término, una burguesía cada vez más poderosa
económicamente, sin cuyo apoyo parecía ya inverosímil cualquier empresa de alto vuelo dentro de
cada uno de los ámbitos nacionales, y en segundo lugar una clase popular más humilde, que las
transformaciones económicas habían arrastrado hacia una situación de menos insignificancia
histórica que la que las caracterizara hasta entonces. Esa burguesía no valía sólo por su dinero.
Valía también por la nueva concepción de la vida que representaba, por el nuevo enfoque de los
problemas que proporcionaba, por el nuevo sistema de valores que oponía al de las clases
privilegiadas y adheridas a las tradiciones señoriales. En ella crecía una minoría intelectual de
cierta significación, cuya voz comenzaba a adquirir resonancia, emboscada a veces en las
instituciones tradicionales -la Iglesia, las cortes y parlamentos, hasta el propio consejo real-, y a
veces obrando libremente y expresándose en la acción, en el panfleto o en el libro. Y en su esfuerzo
en busca de la consolidación de su ascenso social, algunas masas intentaban penosamente asirse a
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ellas en un anhelo vago -y por el momento utópico- de escapar de las duras condiciones de vida en
que estaban sumidas.
Estas fuerzas nuevas estaban en cierto modo unidas a otra fuerza antigua pero renovada: la
monarquía. Si la corona y el cetro de Felipe el Hermoso de Francia o de Pedro I de Castilla eran los
mismos que habían llevado sus antepasados, la personalidad y las ideas de los reyes eran muy otras.
Eran, en cierto modo, hombres nuevos, a quienes el contacto cotidiano y constante con las
situaciones reales habían conducido a una renovación de los puntos de vista con que enfrentaban
los problemas de su contorno. Desde ese punto de vista, la realeza de la baja Edad Media es, en
cierto modo, también una fuerza nueva, pues el precapitalismo que se desarrollaba por entonces
involucró una concepción mercantilista que un Carlos VII o un Luís XI supieron llevar adelante
con clara visión de sus intereses y del papel que la burguesía podía significar en el proceso de su
realización práctica.
Pero frente a esas fuerzas nuevas o renovadoras, estaban las fuerzas tradicionales representadas por
las clases aristocráticas, celosas de sus privilegios sociales, aferradas a la defensa de un orden
económico que les aseguraba su primacía, y que aunque advertían que estaba condenado,
pretendían perpetuar o por lo menos conservar tanto tiempo como pudieran para su propio
beneficio. Esas clases se mostraron violentamente hostiles a la burguesía y a la monarquía
renovadora. Para su resistencia contaban con la fuerza propia de las situaciones de hecho, abonadas
por la resistencia de los prejuicios. Pero contaban también con el estado de inmadurez del nuevo
orden que se insinuaba, con la inexperiencia de quienes trabajaban por imponerlo, y hasta con el
invencible complejo de inferioridad que su mera presencia suscitaba en aquellos que, fuertes ahora
gracias a su esfuerzo, recordaban una sujeción secular cuyos fundamentos parecían consustanciados
con la naturaleza de las cosas.
La presencia de todas estas circunstancias hizo que las fuerzas nuevas y renovadoras intentaran la
transformación del orden tradicional para ajustarlo a las nuevas necesidades, y a las nuevas
perspectivas, pero hizo también que el intento resultara frustrado al poco tiempo. El siglo XIV vio
la insurrección de la burguesía y de las masas campesinas, el afloramiento de nuevas concepciones
políticas en el seno de los reinos nacionales y aun en el seno de la Iglesia, el ensayo de nuevas
doctrinas económicas, el asomo de nuevas ideas y de nuevas direcciones estéticas que correspondían
a una concepción fuertemente naturalística de la vida. Pero nada de todo eso triunfó
definitivamente. Quedó como sa1do del vasto experimento una enseñanza, una experiencia y sobre
todo un programa que la baja Edad Media elaboró pacientemente. Cuando estuvo maduro y sus di-
versos puntos merecieron la aprobación unánime habíase producido la mutación por la cual
triunfaba la modernidad.
En realidad, la cultura de la baja Edad Media se presenta como un constante duelo entre fuerzas
opuestas en el que adquieren particular significación el duelo entre el espíritu caballeresco y el
espíritu burgués, y el duelo entre el sentimiento religioso y el sentimiento profano.
Desde cierto punto de vista, y mirando el problema en perspectiva, puede decirse que, durante la
baja Edad Media, el orden feudal entró en un periodo de declinación. Pero no quiere esto decir que
el espíritu caballeresco haya entrado por entonces en crisis. Por el contrario, en la medida en que las
clases señoriales sintieron el impacto de nuevas concepciones de vida que se oponían a las suyas,
estrecharon sus filas y defendieron su patrimonio tradicional con decisión y energía. Hubo así un
robustecimiento del espíritu caballeresco, que si acaso gozó de menos prestigio popular que antes,
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tuvo en cambio la aureola de que suelen gozar las minorías herméticas y el encanto un poco
misterioso que les proporcionaba su quintaesenciado refinamiento.
El espíritu caballeresco gozaba del más alto favor, naturalmente, en las cortes y ambientes
señoriales. Allí se refugiaba, a veces ocultándose a los ojos profanos y a veces trascendiendo
ostentosamente para asombrar con su desmedida grandeza, como solía ocurrir en la corte
borgoñona. Mantenía todo el sistema de convenciones propio del orden feudal, pero perfeccionado,
refinado, sometido a reglas severísimas, y revestido de un carácter un poco espectacular. Fiestas y
torneos, ceremonias y festines, eran las ocasiones en que se exhibía en todo su esplendor, pero regía
también la vida corriente de las cortes y animaba la existencia misma de los grandes señores. El
duque de Borgoña, el infante don Juan Manuel o el rey Pedro IV de Aragón podrían ser, entre
muchos ejemplos de este primado un poco beligerante del espíritu caballeresco que ponen de
manifiesto muchas notables obras de la época, como el Libro del paso honroso de Rodríguez de Lena,
algunas de los del infante don Juan Manuel, los tratados sobre cetrería, torneos, arte cisoria y
ceremonial cortesano que abundan y las crónicas señoriales tan dadas a exaltar el inusitado lujo de
los magnates. Los trovadores, meistersinger, ministriles, así como el numeroso personal de las
cortes ponían en la vida de las ricas residencias señoriales el acento de mundano esplendor, que
acaso seducía la imaginación de quienes rondaban su contorno, y acaso impresionaba a los villanos
que, en ocasiones, se asomaban al espectáculo de aquella refinadísima existencia.
Pero el espíritu caballeresco sobrevivía como recuerdo celosamente defendido, y correspondía cada
vez menos al tono general de los tiempos. Sus formas exteriores eran imitadas por los burgueses
ricos -un Jacques Coeur, por ejemplo-, pero sus supuestos habían entrado en crisis y no latían ya
sino en minorías cada vez más reducidas y apenas significativas por el hecho de conservar algún
poder, efímero, por lo demás, pues la monarquía avanzaba decididamente sobre él. Esos supuestos
.habían sido atacados por nuevas relaciones económicas y sociales que los condenaban, a la larga, a
desaparecer, y en su lugar habíanse elevado otros, defendidos por las crecientes y pujantes clases
burguesas. El odio aristocrático, la dispendiosa magnificencia, la idea misma de las inviolab1es
jerarquías sociales comenzaban a flaquear, y un nuevo sentimiento de superioridad comenzaba a
anidar en los corazones de quienes se sentían depositarios de la fortuna y árbitros de la vida
económica: los banqueros, en primer lugar, los grandes manufactureros y comerciantes, los nuevos
señores que se elevaban al poder en muchas ciudades -italianas especialmente- y que representaban
ahora nuevas concepciones del poder político.
Hubo, como acontece con frecuencia, entrecruzamiento e influencia recíproca entre esos dos
sistemas de ideales. Las clases señoriales aspiraron a la riqueza y no vacilaron en desprenderse
transitoriamente de muchos de sus prejuicios para tentar la aventura que podía conducirlas a la
fortuna, en tanto que los sectores más altos de la burguesía pugnaban por asimilarse las costumbres
cortesanas y llevar una vida que remedara la de las suntuosas cortes. Boccaccio y Sachetti nos lo re-
velan, entre otros. Pero era evidente que los ideales burgueses correspondían a realidades nuevas
destinadas a consolidarse, en tanto que los caballerescos eran ya solamente supervivencias que sólo
se alimentaban del recuerdo, y que el tiempo relegaría a meras convenciones dentro de círculos muy
limitados.
Entretanto, durante la baja Edad Media, el fenómeno típico es el duelo entre ambos sistemas, no la
victoria de ninguno de ellos, y de ahí proviene cierta complejidad e impresión de ese periodo. Cosa
semejante ocurre en cuanto al sentimiento religioso y al sentimiento profano. En la medida en que
la Iglesia perdía su ascendiente, en el torbellino que la arrastró durante los siglos XIV y XV, un
fuerte movimiento místico pareció recoger su legado y servir de vanguardia en la defensa del
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sentimiento religioso, amenazado desde muchos frentes. Santa Catalina de Siena, los místicos
flamencos y alemanes -Ruysbroeck, Eckhardt, Tauler, Suso, Groote-, los enérgicos predicadores
como Wycliffe y Huss, alimentaban la fe cuando la organización eclesiástica parecía más bien su
enemiga que su servidora. Es el momento en que Boccaccio, Chaucer, Juan Ruiz y tantos otros ven
en el clérigo el espejo de todos los pecados y el blanco de todas las burlas, seguramente porque tal
era la actitud de sus oyentes y lectores. Y este sincronismo muestra la magnitud del duelo, pues
todo revela en los satíricos la presencia de un nuevo sentimiento de la vida, profundamente atado a
los intereses terrenales y nutridos por una concepción radicalmente naturalística.
Ese sentimiento de la vida era un sentimiento profano. Se satisfacía con el goce de vivir, y con
todas las formas singulares de ese goce: el amor, el vino, la contemplación de la naturaleza y la
creación estética. Si el lujo era atributo común de las clases señoriales y de las más altas clases
burguesas, es porque el lujo expresaba ese regocijo de estar vivo que parece uno de los signos de la
época, el que revelan Boccaccio y el Arcipreste, López de Ayala y Chaucer, o las farsas burguesas
que se representaban en los tablados, como la de Maese Pathelin.
Pero este sentimiento, tan notorio y pujante como parezca al repasar los testimonios de la baja
Edad Media, no hacía sino luchar denodadamente con el sentimiento religioso que predominaba,
mantenido por la fuerza de la tradición tan sólo en muchos espíritus, pero fuertemente arraigado en
otros. La concepción naturalística que asomaba en algunos filósofos y hombres de ciencia, que
podía advertirse en las miniaturas de los libros de horas y libros de caza así como en la mejor
pintura de la época, afloraba revestida -o acaso indiscriminadamente confundida- con el ropaje de
la más severa tradición religiosa. Un patetismo acentuado parece compatible con la alegría de vivir,
y la presencia de tan encontrados elementos prueba una vez más la naturaleza crítica de este
periodo singular en el que el prisma nos revela toda la gama de colores.
Podría agregarse, como rasgo típico, la incipiente aparición del individualismo. El retrato aparece
por entonces -piénsese en Jean Fouquet o en Van Eyck- y aparece al mismo tiempo la biografía
individualizada, no arquetípica, como hasta entonces había ocurrido: Fernán Pérez de Guzmán,
Hernando del Pulgar o Vespasiano da Bisticci, así como las numerosas crónicas personales como las
de Álvaro de Luna o Francisco Sforza. Esta actitud del artista -pintor, escultor, biógrafo o poeta-
corresponde a la percepción de un fenómeno espiritual y social notorio; la afirmación progresiva de
lo individual frente a lo colectivo. Es, por otra parte, lo que explica y justifica el vasto desarrollo
lírico que se advierte por entonces, a través de figuras tan delicadas como Carlos de Orleáns,
Cristina de Pisán, el marqués de Santillana, Jorge Manrique o Francisco Petrarca.
Este desarrollo del individualismo se relaciona estrechamente con el espíritu de aventura y, sobre
todo, con la apetencia de saber. Aunque los frutos no hayan sido demasiado importantes, el
esfuerzo de hombres como Nicolás d'Oresme oJean Buridan revelan una actitud compartida por
nutridos sectores de las minorías intelectuales. De entre ellas habrían de salir quienes animaron el
vasto movimiento científico y filosófico de la época, especialmente en Italia, donde las academias
probaban la reciedumbre del movimiento intelectual. Con menor vigor y brillo, la tendencia
aparece en otros países, entre seglares y religiosos, y orientada hacia diversas disciplinas, entre las
que no faltan la astrología y la alquimia. Pero el camino se amojonaba poco a poco, y por las sendas
recorridas con fruto volverían a discurrir generaciones y generaciones para consolidar aquellas
primeras conquistas tan difíciles y a veces dolorosas.
Romero, José Luís. La Edad Media, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 184 –
191.
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Documento de Estudio No 2
Contribución de la Reforma Protestante a la Formación del Estado Moderno
“Se ha convertido en un lugar común la afirmación de que la Reforma protestante fue un factor
decisivo en la formación del Estado moderno. Para que la contribución de la Reforma a este
fenómeno histórico sea adecuadamente comprendida creo que es preciso tener en cuenta las
siguientes observaciones:
1) La Reforma contribuyó, antes que nada, a la ruptura de la unidad de la cristiandad. Desde esta
ruptura se hizo posible que el Estado moderno pudiera avanzar en su construcción. La ruptura en
la fe cristiana hizo posible, en el Imperio alemán, que los territorios fueran evolucionando hacia su
transformación en Estados modernos, en el sentido de ir adquiriendo mayores competencias -una de
las cuales fue, sin duda, la educación, y el culto-, que antes habían pertenecido a la organización
política católica. Por otra parte, el hecho de la diversidad de confesiones religiosas y las guerras de
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religión derivadas de aquélla condujo a que el Estado buscara establecer el fundamento de su
autoridad y legitimidad más allá de la convicción religiosa de sus súbditos.
La centralización del poder político se caracteriza porque tuvo que afrontar dos
grandes avatares: en primer lugar, la dispersión de poderes que se mostraba
consustancial al feudalismo y, en segundo lugar, la diferenciación entre el poder
unificado del Estado, versus el poder de la Iglesia. En cuanto al primer aspecto,
cabe destacar que con el surgimiento de las ciudades, las unidades socialmente
organizadas se vieron en la obligación de unificar los mecanismos de control y
regulación de los flujos comerciales, del mismo modo que requirieron unificar
territorios, medios de intercambio y en ocasiones lengua y religión, se dispuso
también la creación de ejércitos para regular el orden dentro de una jurisdicción
territorial y surgieron los aparatos administrativos de fiscalización y justicia. Todos
estos elementos se depositaron en la persona del Rey, haciendo que éste ganara
terreno en la unificación y centralización del poder político, frente a la dispersión del
poder en manos de los señores feudales. En relación con la búsqueda de la
diferenciación entre el poder de la Iglesia y el poder del Estado, el primero encarnada
en la figura del Papa y el otro en la del Monarca, fue de gran importancia la
percepción que se estaba forjando en el ámbito intelectual, pues se comenzaba a
cuestionar la emanación divina del poder y se propugnaba por la separación entre el
detentador del orden moral y el detentador del orden social y político. Sabemos que
en la conformación de los primeros Estados Absolutistas dicha separación fue
borrosa en tanto que el Clero ocupó siempre una posición relevante en los núcleos
de poder, pero con el tiempo, dicha separación fue uno de los triunfos del Estado
Moderno.
Documento de Estudio No 3
Supuestos Históricos del estado Actual
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“La unidad jurídica y de poder del Estado fue, en el continente europeo, obra de la monarquía
absoluta. En el Imperio alemán, disgregado irremediablemente por los estamentos, la expropiación
política de los poderes feudales y estamentales y su subordinación al poder unitario del Estado se
realiza, primeramente, en los Estados territoriales, que entretanto se habían hecho casi
independientes, después de la guerra de Treinta Años. El proceso de la independización organiza-
dora del poder público del Estado significa, a la vez, una emancipación relativa del poder del
Estado respecto a los estamentos, hasta entonces dominantes. Obligados éstos por el absolutismo a
someterse al poder central, tienen que admitir una nivelación con todos los demás súbditos. En la
época absolutista en que nació el Estado moderno no puede ser éste considerado, en manera
alguna, como un instrumento de opresión de la clase dominante. Es digno de observarse que este
hecho fue admitido por el propio Engels, para quien, sin embargo, el Estado “en todos los períodos
típicos es, sin excepción, el Estado de la clase dominante, siendo, en todos los casos, esencialmente
una máquina para mantener sometida a la clase dominada y expoliada". Según aquel autor, hubo,
excepcionalmente, períodos "en que las clases en lucha se hallaban tan equilibradas que el poder
del Estado, como un mediador aparente (!), adquiere una cierta independencia frente a ellas. Tal
sucedió con la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que equilibró a la nobleza y a la
burguesía" (Ursprung, etc., pp. 185, 180). La concentración de los medios de dominación y
especialmente de la creación jurídica, en las manos del rey absoluto, la constitución del Estado
como unidad jurídica, iban de hecho acompañadas necesariamente de una mayor o menor igualdad
jurídica formal. Esta igualdad jurídica que, en su aspecto político, no significaba al principio otra
cosa sino que los súbditos todos, sin distinción de clase o nacimiento, carecían de derechos políticos
frente al rey, expresa luego, además, que la ley del monarca es igualmente obligatoria para todos
los súbditos. Y cuando se realizó la igualdad jurídica en la colaboración política de los súbditos, y
la burguesía, primero, y, poco después, el proletariado, llegaron a ejercer influjo creciente en la
función de la creación jurídica central y unitaria, surgió un nuevo problema, hasta entonces
desconocido en la historia de Europa, y que se refería a la forma del Estado.
La cuestión que se planteó fue la de cómo había que hacer para que el poder del Estado afirmara
su independencia política frente a las amenazas de los poderes económicos privados que habían
crecido poderosamente. Puede decirse que hasta el siglo XIX los poderes de dominación política y
económica estaban reunidos siempre en las mismas manos. Durante toda la Edad Media y aun en
los primeros siglos de la Moderna, las clases propietarias del suelo, y al lado de ellas la burguesía
ciudadana poseedora del dinero, tenían también los poderes de mando político. El absolutismo, que
por medio de la política mercantilista convirtió al Estado en el más fuerte sujeto económico
capitalista, hizo de los medios de dominación política un monopolio del Estado y arrebató a los
estamentos sus privilegios públicos de autoridad. Pero no sólo dejó a los señores feudales el capital
agrario sino que fomentó, lo que pronto había de ser más importante, el nacimiento de un poder
económico burgués muy potente, en la forma del capital móvil financiero, comercial e industrial, al
que el Estado liberal dio luego casi absoluta libertad de acción.
La fuerza, cada vez más intensamente concentrada, del capital dispone, de modo virtualmente
libre, de un número siempre creciente de medios económicos. Y casi en igual medida domina los
medios de autoridad política del poder del Estado democrático. Es evidente que los dirigentes de la
economía no tienen sólo a su disposición, en la democracia política, el volumen de poder político
que le dan sus votos. Con bastante frecuencia pueden adquirir una posición política dominante. El
poder del capital les permite dirigir la opinión pública de modo indirecto, valiéndose de las cajas de
los partidos y de los periódicos, del cine, de la radio y de otros muchos medios de influir en las
masas, con lo cual adquieren un enorme poder político. Pero también pueden ejercer un influjo
político formidable, de un modo directo, por la presión de su potencialidad económica sobre el
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poder del Estado, como, v. gr., mediante la financiación de la acción directa de fuerzas de choque
de carácter político-militar, o también por su competencia en materias técnico-económicas que los
sitúa por encima de la burocracia, y, en fin, mediante sus grandes relaciones internacionales.
Aun en los casos en que exista una burocracia fiel a sus tradiciones de honor e impenetrable a
corrupción, y los trabajadores, organizados en fuertes grupos políticos y con prensa propia, tengan
desarrollado su espíritu de resistencia, persiste el hecho de que el influjo político de los dirigentes de
la economía se equipara así a su poder económico; con tanto mayor motivo habrá de resultar
imposible que los dirigentes políticos puedan ejercer, frente a los poderes económicos, aquel
volumen de poder político que por derecho les corresponde.
Esta separación del mando político y el económico constituye el estado de tensión característico de
la situación presente de la democracia capitalista. Pues, de un lado, las grandes masas quieren
someter a su decisión política también la economía y, para ello, la legislación democrática les
proporciona los motivos legales necesarios. Luchan, como expresa la cabal formulación del
programa de Görlitz de la socialdemocracia alemana, "por el dominio de la voluntad del pueblo,
organizada en el Estado popular libre, sobre la economía". Por el contrario, los dirigentes de la
economía declaran intolerable la influencia político-democrática en ella y aspiran a conquistar el
poder político directo uniéndolo así con el económico que ya poseen (cf. Landauer, "Wege zur
Eroberung d. demokr. Staates, etc.", Er.-Gabe f. M. Weber, 11, pp. 111 ss.). A la larga, las
influencias indirectas y anónimas en la política no les bastan a los dirigentes de la economía. Se ven
siempre amenazados en su acción por las disposiciones del legislador controlado democráticamente.
Esta separación entre el poder político y el social-económico constituye una situación cuya
dirección no puede ser determinada. O el poder del Estado ha de lograr la posibilidad de emanci-
parse políticamente de los influjos económicos privados mediante una sólida base de poder
económico propio; o la lucha de los dirigentes de la economía ha de obtener, al menos, el éxito
previo de que sea eliminada en su beneficio la legislación democrática”.
Heller, Hermann. Teoría del Estado. (Fragmento de Supuestos Históricos del Estado
Actual), Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p, 152 – 154.
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solo a través del sometimiento a la razón, es decir, el conocimiento de las cosas solo
se obtiene si la razón como potestad del ser humano ha mediado en él. En ese
sentido, se evoca a René Descartes (1596 – 1650) como uno de los iniciadores del
racionalismo, y a Francis Bacon (1561 – 1626) y John Locke (1632 – 1704), como los
filósofos que siendo racionalistas, insistieron en que el conocimiento se adquiere
gracia a la experiencia práctica, concepción que sentó las bases para el desarrollo
del empirismo. Ahora bien, si los filósofos del siglo XVII fueron los precursores del
racionalismo, es en el siglo XVIII cuando pensadores como David Hume (1711 –
1776), Voltaire (1694 – 1778) e Immanuel Kant (1724 – 1804) llevaron a su máximo
desarrollo los postulados de la racionalidad. Hume reafirmo la importancia de la
experiencia mediante la cual se construye el conocimiento, Voltaire fue crítico del
cristianismo y apasionado por los progresos en el terreno de la ciencia newtoniana y,
Kant, el filósofo alemán reconocido en las ciencias sociales como el pensador
moderno más importante, fue quien insistió en la importancia de la Ilustración,
entendida como la actitud mediante la cual el hombre debe “atreverse a conocer” –
mediante la razón-, para salir de la “minoría de edad de la cual él mismo es
culpable”. La confianza en la ciencia, segundo elemento de la triada de la Ilustración,
sugiere que la ciencia, mediante sus procedimientos construidos racionalmente, es el
escenario propicio para validar el conocimiento. Son sabidos los progresos en la
ciencia del siglo XVII con Galileo, Kepler o Nicolás Copérnico, pero es Isaac Newton
(1642 – 1627) el científico moderno por excelencia, quien mediante los experimentos
que dieron vida a la Ley le Gravedad, dejó en claro que la práctica, como experiencia
objetiva del mundo, es necesaria para el conocimiento de elementos físicos y
humanos. Por último, el respeto del ser humano que profesa la Ilustración dejó huella
en el pensamiento político y social, por un lado, retomando las consideraciones del
humanismo acerca de la importancia de reflexionar sobre la vida práctica del hombre
y la importancia de éste como centro del mundo, se germinó la lucha, que luego se
extendería a lo largo del siglo XVIII, por los derechos humanos y civiles. Por otro
lado, el sentido humano de la Ilustración propició la elaboración de grandes
explicaciones teóricas en torno a las formas en que el hombre en sociedad construye
formas sociales y políticas para orientar su destino. En ese sentido de la reflexión,
son hijos de la Ilustración John Locke, de quien ya se advirtió el aporte al empirismo,
pero de quien también se conoce las contribuciones con respecto al a separación
entre ley divida, ley natural y ley civil; Louis de Montesquieu, célebre por la
clasificación de las sociedad de acuerdo con variables climáticas, geográficas y
humanas y por plantear la necesaria separación y equilibrio entre los poderes del
Estado y, J.J. Rousseau, quien además de proponer diferencias entre las
condiciones naturales y sociales del ser humano, invitó a la reflexionar sobre el
contrato social y la soberanía popular. Estos hijos de la Ilustración de quienes
realizamos breves mención y de quienes nos ocuparemos en el tema siguiente
cuando abordemos las teorías contractualistas-democráticas del Estado Moderno,
son motivo de inspiración de las revoluciones burguesas del siglo XVIII, entre ellas,
La Revolución Francesa de 1789.
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consecuencia, la pérdida del poder monárquico y el ascenso de la burguesía que
reclamaba como forma de gobierno la República. Mediante este hecho, dotado de
espectacularidad con la toma de la Bastilla, se corrobora que será la burguesía
liberal, el poder que sustituirá las formas aristocráticas y monárquicas de gobierno
para dar paso a formas democráticas, que implican una organización política que
rompe con el poder centralizado del Estado en un Príncipe o soberano absoluto, para
hacer posibles los postulados de Montesquieu en torno a los límites y equilibrios del
poder y, los planteamientos de Rousseau, en términos de exigir la soberanía popular.
En segundo lugar, con la Revolución Francesa se hace evidente la entrada en vigor
de un nuevo sistema de relaciones económicas y políticas que había tenido origen en
las primeras formas originarias de acumulación del siglo XIV, estamos hablando del
sistema capitalista de producción, conocido también como capitalismo moderno, el
cual fue beneficiado con los adelantos científicos de los siglos XVII y XVIII,
especialmente en Inglaterra, y que ahora realizaría su entrada triunfal en el resto de
Europa gracias al auspicio de la burguesía francesa. Por último, recordemos que es
con la Revolución Francesa que se expresan los ideales de Libertad, igualdad y
fraternidad, proceso que culminó con la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano, en los cuales se deja entrever la fuerza de los planteamientos de la
Ilustración, pues se reclama el antropocentrismo a través de la libertad de
conciencia, la autonomía individual y la secularización de las creencias. Sin duda,
los cambios propiciados por la Revolución Francesa fueron de gran importancia para
la construcción del Estado Moderno francés: el surgimiento de la república
democrática, la soberanía popular, el control político, la abolición de la monarquía
absoluta y la separación definitiva entre Iglesia y Estado, se convirtieron en referente
obligado para la construcción de las nuevas repúblicas europeas y americanas.
Documento de Trabajo No 4
Concepto de Iluminismo
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pueden darles noticias y hacia cuyas tierras de origen sus navegantes y descubridores no pueden
enderezar el curso. Hoy dominamos la naturaleza sólo en nuestra opinión, y nos hallamos
sometidos a su necesidad; pero si nos dejásemos guiar por ella en la invención, podríamos ser sus
amos en la práctica”.(2)
Bien que ajeno a las matemáticas, Bacon ha sabido descubrir con exactitud el animus de la ciencia
sucesiva. El feliz connubio en que piensa, entre el intelecto humano y la naturaleza de las cosas, es
de tipo patriarcal: el intelecto que vence a la superstición debe ser el amo de la naturaleza
desencantada. El saber, que es poder, no conoce límites, ni en la esclavización de las criaturas ni en
su fácil aquiescencia a los señores del mundo. Se halla a disposición tanto de todos los fines de la
economía burguesa, en la fábrica y en el campo de batalla, como de todos los que quieran
manipularlo, sin distinción de sus orígenes. Los reyes no disponen de la técnica más directamente
que lo que hacen los mercaderes: la técnica es democrática como el sistema económico en que se
desarrolla. La técnica es la esencia de tal saber. Dicho saber no tiende -sea en Oriente como en
Occidente- a los conceptos y a las imágenes, a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la
explotación del trabajo, al capital privado o estatal. Todos los descubrimientos que aun promete
según Bacon son a su vez instrumentos: la radio como imprenta sublimada, el avión de caza como
artillería más eficaz, el proyectil guiado a distancia como brújula más segura. Lo que los hombres
quieren aprender de la naturaleza es la forma de utilizarla para lograr el dominio integral de la
naturaleza y de los hombres. Ninguna otra cosa cuenta. Sin miramientos hacia sí mismo, el
iluminismo ha quemado hasta el último resto de su propia autoconciencia. Sólo el pensamiento que
se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro para traspasar los mitos frente al actual
triunfo del “sentido de los hechos”, incluso el credo nominalista de Bacon resultaría sospechoso de
metafísica y caería bajo la acusación de vanidad que él mismo formuló contra la escolástica. Poder
y conocer son sinónimos.(3) La estéril felicidad de conocer es lasciva tanto para Bacon como para
Lutero. Lo que importa no es la satisfacción que los hombres llaman verdad, sino la operation, el
procedimiento eficaz; “el verdadero fin y tarea de la ciencia” reside no en “discursos plausibles,
edificantes, dignos o llenos de efecto, o en supuestos argumentos evidentes, sino en el empeño y en
el trabajo, y en el descubrimiento de detalles antes desconocidos para un mejor equipamiento y
ayuda en la vida”.(4)
(1). Voltaire, Lettres philosophiques, en Oeuvres complètes, Garnier, 1879, vol. XII, pág. 118.
(2). Bacon, In Praise of Knowledge, Miscellaneous Tracts upon Human Philosophy, en The Works of Francis Bacon, a cargo de Basil
Montagu, London, 1825, vol. I, pág. 254 y sigs.
(3). Cfr. Bacon, Novum Organum, en op. cit., vol. XIV, pág. 31.
(4). Bacon, Valerius Terminus, of the Interpretation of Nature, Miscellaneous Tracts, en op. cit., vol. I, pág. 281.
Autoevaluación Tema 1.
1. Elabore una guía resumen de los principales aportes a la conformación del Estado
Moderno de cada uno de los acontecimientos históricos abordados.
2. Explique si para usted tiene conexión lógica de sentido que la génesis del Estado
Moderno remita a los cuatro hechos históricos señalados: Humanismo y
Renacimiento, Reforma Protestante, Absolutismo y centralización del poder
político e lustración y Revolución Francesa.
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TEMA 2.
COMPONENTES
ESTRUCTURALES DEL
ESTADO MODERNO
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Objetivos
Ideas Principales
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Mapa Conceptual Tema 2
ESTADO
Componentes
esenciales
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Mapa de Contenido Tema 2
Competencias a Desarrollar
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Subtema 2.1. Población
Uno de los componentes estructurales del Estado es la población. Sin ella no sería
posible siquiera pensar en la existencia de un gobernante, especialmente porque
éste, así se trate de un monarca que se dice dueño de su propio Estado, se presenta
ante otros Estados como el represente de una comunidad política conformada por
humanos.
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Documento de Estudio No. 1
El Pueblo como Elemento del Estado
“La existencia de una población específica aportando un límite personal para la aplicación de las
normas estatales, es un requisito indispensable para la existencia del Estado. El concepto de
población, sin embargo, y resulta ello una observación generalizada, es demasiado impreciso, está
excesivamente ligado a impresiones demográficas o estadísticas. Para que la población pueda ser
base de la formación de un Estado, escribía Pérez Serrano, «...a la idea de mero agregado ha de
incorporarse la de una compenetración, un acomodamiento a la base física o geográfica y, sobre
todo, la de una intimidad de vida que transforme lo amorfo, circunstancial y externo en algo
orgánico, perdurable y enraizado». Nos encontramos entonces ante la idea de pueblo entendido
como un conjunto de población caracterizado por una similitud hacia adentro y una disimilitud
hacia fuera en el terreno étnico-cultural. La visión tradicional de la cuestión ligaría esa idea de
pueblo con el Estado a través del concepto de nación, entendiendo a esta última como la proyección
específicamente política de la idea de pueblo. .
Este planteamiento de la cuestión implica algunos problemas que necesitan ser dilucidados. En
primer lugar, la nación, en cuanto realidad histórica y presente, no ha necesitado ni ha contado en
gran número de casos, en su origen, con el sustento de una realidad étnico-cultural homogénea. En
segundo lugar, determinados pueblos han evidenciado una vocación política singular estando ya in-
sertos en una previa realidad estatal e incluso en realidades nacionales más amplias, fruto del
impulso estatal. En tercer lugar, la existencia de un pueblo o un grupo étnico no equivale,
obviamente, a la existencia de una nación o una nacionalidad, entendiendo este concepto de
nacionalidad como equivalente a nación que no ha trascendido a una organización política propia.
Como escribe Leibholz, «... el pueblo es, en realidad, algo que existe por naturaleza. Los pueblos, en
oposición a las naciones, han existido tanto en la antigüedad, como en la Edad Media y en la
llamada Edad Moderna». Podría incluso afirmarse, con H. Heller, la necesidad de un proceso de
toma de conciencia específico para poder hablar de la propia idea de pueblo: «Los criterios
objetivos, dice H. Heller, implican solamente ciertos supuestos y posibilidades de una conexión del
pueblo, la cual para que se convierta en realidad ha de ser, en primer lugar, actualizada y vivida
subjetivamente. Por esta razón, la cuestión de la pertenencia a un pueblo no puede resolverse
remitiéndose sencillamente a una determinación de la esencia según módulos espirituales; o acaso
físicos».
Nos encontramos, pues, ante una cuestión que no admite tratamientos simplificados. La nación es
una idea demasiado preñada de consideraciones estrictamente políticas como para reducirla a ser
función de meros datos étnico-culturales, aunque sea evidente que algunas realidades nacionales
son consecuencia de la capacidad creativa de unos movimientos nacionalistas especialmente atentos
a esa esfera cultural”.
García Cotarelo, Ramón y De Blas Guerrero, Andrés. Teoría del Estado. UNED, Madrid,
1988, p. 149 – 150
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Documento de Estudio No. 2
Idea de Nación: La Nación «Política»
“La nación no tiene como fundamento necesario la existencia de un grupo étnico. La nación no
tiene que ver, desde una amplia perspectiva política e ideológica, con ninguna realidad natural o
«biológica». En un momento determinado de la historia, la nación habrá de surgir en el marco
europeo como una referencia ideológica básica para asegurar el funcionamiento del aparato estatal,
aglutinando a los individuos que la integran en el espacio económico, social y político abarcado por
el Estado.
En relación con este tipo de nación, el Estado no es consecuencia de ella, sino justamente lo
contrario. El Estado resulta en gran número de casos ser el creador de la nación no solamente en el
marco europeo, sino también en el caso de América primero, tanto en EE.UU. como en
Iberoamérica, y de Asia y África después. Esta idea de nación tiene cuando menos tanta extensión
en su uso como la idea de nación con base en la realidad étnica, aunque para un significativo y
amplio sector del estudio del tema habría pocas dudas acerca de la manifiesta mayor importancia
de los aspectos políticos sobre los culturales a la hora de entender la idea de nación.
Históricamente, será el marco europeo occidental el que nos presente los primeros tipos se esta
nación político-estatal. Los estados modernos europeos no se limitan a ofrecer una organización
estrictamente política. Estos Estados son también impulsores de lazos culturales, bien de nueva
creación, bien originarios de uno d los grupos étnicos existentes en su territorio. El ejemplo más
claro de surgimiento de un tipo de nación política es el Estado-Nación caracterizado por la
coincidencia entre la creación de una organización para el ejercicio de la autoridad y el desarrollo de
una específica solidaridad entre su población. Este tipo de solidaridad, nacionalismo dinástico o
simplemente estatismo, actuaba en provecho de los intereses de la Monarquía, pero sembraba las
bases para un posterior despliegue del nacionalismo con base en la idea de nación política: «Si el
nacionalismo existió, escribió Shafer, en un sentido pleno, antes de finales del siglo XVII, es una
afirmación discutible. Pero desde el siglo XII poderosas dinastías en Inglaterra (Angevin y Tudor)
y en Francia (Capetos y Borbones) estaban construyendo lo que más tarde se va a llamar Estados
nacionales, Estados con instituciones legales y administrativas centrales, con cambiantes pero
realmente delimitados territorios y con pueblos de culturas reconocidas como comunes».
La génesis de la realidad nacional impulsada por el Estado europeo puede retrotraerse en el tiempo
a un momento anterior incluso al surgimiento del EstadoNación. El viejo regnum medieval que
andando el tiempo dará paso al Estado soberano de la modernidad, es por supuesto radicalmente
ajeno al establecimiento de relaciones significativas entre datos culturales y políticos, poniendo en
marcha las bases de una solidaridad nacional más allá de los particularismos étnicos. Es cierto que
este nacionalismo inicial no se va gestando exclusivamente por la acción del Estado; C. Friedrich ha
criticado esta visión del Nation-Building europeo-occidental, señalando un exceso de protagonismo
del caso inglés y francés. En la periferia europea, la desintegración del orden medieval sigue vías
diferentes, tal como evidenciaría el caso español donde ese prenacionalismo podría conectarse mejor
con la lucha contra los musulmanes que con la acción del Estado. El influjo ideológico de la antigua
Roma, sigue diciendo Friedrich, se constituía en un modelo de organización política que de Marsilio
de Padua a Maquiavelo será capaz de resucitar la idea de patriotismo clásico susceptible de
posterior conversión en nacionalismo. En cualquier caso, será el Estado quien refuerce ese
sentimiento nacional cuando no lo origine de modo directo.
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La puesta al descubierto de esta nación de base política que tiene su génesis en el aparato político
estatal va a ser en ocasiones tardía, cuando menos, en función de tres grandes razones. En primer
lugar, y tal como señala Seton-Watson en relación al más ambiguo pero sin duda emparentado
concepto de «nación antigua», porque el proceso de creación de este tipo de naciones fue lento y
oscuro, en muy buena medida, de carácter espontáneo. En segundo lugar, por lo que hay de
superfluo en la misma idea de nación para los Estados europeos más viejos, cuya cohesión se
encuentra garantizada por otros expedientes ideológicos. En tercer lugar, por la menor intensidad
de la integración ciudadana que no demanda la concreción de la idea de nación hasta fecha
avanzada. Será en un momento posterior, coincidente con el surgimiento del liberalismo desde
finales del siglo XVIII, cuando se produzca su clara definición. Es el momento de la nación
norteamericana y especialmente, de la nación francesa postrevolucionaria.
Una nación acompasada a las necesidades planteadas por las transformaciones económicas,
sociales, ideológicas y políticas, que no puede oponer su originalidad a la artificiosidad del Estado,
que asume el carácter multiétnico de su realidad, debe generar un tipo de nacionalismo específico,
acorde en líneas generales con el nacionalismo liberal, un nacionalismo, dice Kamenka, a la medida
del ciudadano y no del particularismo étnico. El individuo, con dignidad y derechos intrínsecos a
su persona, debe ser el sujeto y no el objeto de la nación y el nacionalismo. A. Cobban señala con
claridad las diferentes consecuencias políticas implícitas entre éste y el otro gran tipo de nación:
«La nación como unidad política, el Estado, es una organización utilitaria, construida por la
inventiva política para la consecución de fines políticos, incluyendo los económicos. La política es el
terreno de la oportunidad y la medida de su éxito es el grado en que las bases materiales del
bienestar -ley y orden, paz, bienestar económico- son realizadas. La nación, bajo una concepción
cultural, por el contrario, es normalmente vista como una cosa buena en sí misma, un hecho básico,
un ineludible "dato" de la " vida humana. Pertenece al terreno de actividad del espíritu humano,
sus logros están en el terreno del arte y la literatura, la filosofía y la religión».
García Cotarelo, Ramón y De Blas Guerrero, Andrés. Teoría del Estado. UNED, Madrid,
1988, p. 150 - 152.
“La idea de nación que tiene su fundamento en una realidad cultural reclama como indispensable la
realidad prepolítica que es el grupo étnico, la idea de pueblo. Determinar cuál es el elemento clave
que garantiza la existencia de éste, estará en función de las circunstancias de cada momento y de la
posibilidad de singularización que mejor garantice el objetivo de diferenciación perseguido por los
nacionalistas. El pueblo o el grupo étnico trasciende a la condición de nacionalidad o nación
cultural en función de su voluntad de dotarse de una organización política propia. La cuestión se
planteará entonces en la determinación de los factores que empujan a la generación de esa voluntad
política. Pensar en unas circunstancias coyunturales de carácter político, económico o social para el
surgimiento; de la nación cultural (entre las circunstancias animadoras de la «toma de conciencia
nacional» cabría reseñar la importancia concedida a los choques bélicos con poderes exteriores, a
revulsivos internos como el industrialismo, crisis de identidad del grupo, etc.) parece dar un rodeo
para la última explicación congruente: la nación surge en este caso como consecuencia de unas
ideologías nacionalistas cuya génesis y maduración habrá que explicar en función de unos hechos
históricos de carácter complejo. Obviamente, esas ideologías y movimientos nacionalistas las
deberán contar con un sustrato sociológico -el concepto de pueblo- sobre el que basar las
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aspiraciones que en cada momento se estimen oportunas. Pero ese sustrato servirá más como base
de apoyo que como condicionante estricto del nacionalismo; las ideologías nacionalistas cuentan
para ello con una notable capacidad para efectuar síntesis y sincretismos entre hechos reales y
míticos.
Esta concepción de la nación tendrá necesariamente que dar origen a otro tipo de nacionalismo en
el que será rasgo obligado, además del gusto por la diversidad y el inevitable entusiasmo por lo que
es propio de cada pueblo, su base supraindividual. El protagonista de la nación es la etnia, los
derechos de la nación no son los que derivan de los ciudadanos que la integran sino que se deducen
del organismo «vivo y eterno» que es la nacionalidad de base cultural. Estos rasgos de
«naturalidad» en esta idea de nación cultural son los que proyectan sobre ella sus características
potencialmente totalitarias. Señala Gleen cómo la base de la solidaridad en el seno de este tipo de
nación se corresponde a la idea de Gemeinschaft de Tönnies; un Estado legitimado por una idea
societaria de nación, como lo sería la de carácter político, encuentra limitado su campo de actuación
y penetración en la realidad social. Puede no ser éste el caso del Estado basado en una nación cultu-
ral de corte comunitario y por ende susceptible de interesarse por la solución de todos y cada uno de
los problemas de sus miembros que, a su vez, no buscarían en esa nación cultural satisfacciones
específicas a sus necesidades. La idea de nación política y Estado actúan en un orden legal bien
limitado, en contraste con la amplitud y la generalidad de las naciones culturales. «En
contradicción a un Estado jurídicamente fundamentado, concluye Gleen, en que las áreas cubiertas
y no cubiertas por la ley están bien delimitadas (la nacionalidad), es susceptible de omni-
penetración. No hay vías estatalmente prescritas de cocinar tallarines, pero la cultura cubre la
cocina, el saludo de los amigos y todas las cosas».
García Cotarelo, Ramón y De Blas Guerrero, Andrés. Teoría del Estado. UNED, Madrid,
1988, p. 152 – 153.
Quiero reiterar algunos aspectos del fenómeno desde esta concepción. Primero los símbolos que
utiliza el nacionalismo son muy diversos. Casi cualquier elemento de la realidad puede, si se
presentan las condiciones históricas e intelectuales, ser objeto de la transformación nacionalista. El
petróleo, la industria eléctrica, los ferrocarriles, un santo o una virgen, el indígena, el migrante, una
guerra o malquiera de los miles de los personajes de la historia (reales o inventados). Lo
significativo es que cualquiera de esos elementos sea utilizado por la acción del nacionalismo a fin
de construir y legitimar una imagen de comunidad y un conjunto de instituciones que contribuyan
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a la unidad cultural, política y jurídica. Segundo, la acción nacionalista es la que realiza no el
arqueólogo ni el ingeniero petrolero, sino un actor social -en nuestra alegoría el orador de la plaza
pública- que tiene al menos dos capacidades: dar un mensaje a un grupo, grande o pequeño, de
personas y seleccionar, entre los recursos de la historia, la cultura y la naturaleza, los elementos
útiles a esa acción y a sus propósitos. Hay que notar que este actor no necesariamente es alguna
institución del Estado, puede serlo con propósitos radicalmente distintos una minoría cultural o
una asociación civil. En cualquier caso encontramos la acción de exaltar elementos de identidad.
Tercero: la acción nacionalista sólo tiene sentido en la medida en que se relaciona con un proceso de
unificación política y cultural de una sociedad y con el dominio de una elite sobre las mayorías. No
toda la sociedad ocupa o busca ocupar la tribuna de la plaza pública, sino sólo una parte que posee
intereses creados y la capacidad de realizar actividades en favor de los mismos. La acción
nacionalista es significativa en la medida en que construye el Estado o perpetúa una modalidad del
Estado. Cuarto: el nacionalismo sirve para moderar el conflicto social o, en otros términos,
disminuir la insuficiencia de gobernabilidad (2). Ello explica por qué el nacionalismo aparece en
toda sociedad, aunque con esto no pretendo decir que el nacionalismo es preponderante con
respecto a otros factores que posibilitan la estabilidad, el entendimiento y la unidad social.
El nacionalismo, decíamos arriba, es un recurso para moderar las tensiones sociales y favorecer el
entendimiento. Es un texto, un cuerpo de símbolos orales, gramaticales o plásticos cuya
característica general y esencial es exaltar los elementos de la identidad de una nación o la nación
misma. Siendo ésta su característica principal, creo que existen otros elementos comunes a todo
discurso nacionalista.
Indistintamente del momento histórico o de las tensiones de cada comunidad política, el discurso
nacionalista casi siempre posee los siguientes contenidos:
1. una comunidad política a la que se llama nación, o con algún sinónimo, y corresponde a un
territorio delimitado (el mapa, tanto o más que un problema plástico o de geografía, sustenta este
primer aspecto),
2. un enemigo, externo, de la nación,
3. un enemigo interno o antipatriota,
4. un llamado a la unidad de los miembros de la comunidad o nación,
5. una referencia a la historia y a un futuro ideal,
6. un conflicto social y una solución que debe asumirse en nombre de la nación y de la aceptación de
cada uno de estos elementos como verdades sagradas y
7. una defensa o una exaltación de la independencia de la nación con respecto al resto del mundo.
Sobra decir que este orden ni es riguroso ni necesariamente excluyente de otros factores.
El ejemplo de las Cortes de Cádiz, cúlmen de la revolución Española y en cierta forma origen de la
independencia de los Estados latinoamericanos, puede ser ilustrativo. En las Cortes gaditanas el
enemigo externo es Napoleón; el antipatriota, el absolutista y el patriota el soldado organizado en
partidas contra los franceses; la unidad gira en derredor de Fernando VII y, a pesar de la carencia
de una memoria histórica capaz de unificar la España europea y la americana, la tradición católica
sustenta una imagen de comunidad frente al protestantismo y el ateísmo de los revolucionarios
franceses; la fe está relacionada también con el sentido de divinidad que posee España (la nación) y
la asamblea parlamentaria soberana, que en Cádiz se le llama Vuestra Majestad.
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Amén de su obra legislativa, En las Cortes de Cádiz aparece una idea de nación y de historia, de
recelo hacia las potencias externas y de antipatria, de unidad y de conflicto. El problema central
era conservar la soberanía y la unidad de toda España, amenazada, en el exterior, por Napoleón y,
en el interior, por la autonomía de las Juntas Supremas Provinciales y por la insurrección
americana. Con todo y las diferencias entre absolutistas y liberales, entre europeos y americanos, en
los Diarios de Debates de las Cortes de 1810 y 1813 aparece, una y otra vez, un llamado de unidad
en torno a una idea de nación sagrada: España”.
(1) No hay acuerdo sobre la definición de nación ni de nacionalismo. Un recorrido sobre distintas teorías aparece en SMITH
(fheories of Nationalism, op. cit.) y en JAFFRELOT ("Los modelos explicativos del origen de las naciones y del nacionalismo"
en Teorías del nacionalismo, Paidós, Barcelona, 1993, 203-254 p.).
(2) Siguiendo a ANTONIO CAMIOU ("Gobernabilidad", en Léxico de la política, FCE, México, 2000, 283288 p.), prefiero el
concepto de insuficiencia de gobernabilidad a los de gobernabilidad o ingobernabilidad. Con ello tratamos de asumir la
gradualidad del fenómeno y excluir los extremos -gobernabilidad, ingobernabilidad- que en realidad no existen.
Siguiendo a Kelsen (1988), el territorio como componente estructural del Estado tiene
dos aspectos a considerar. En primer lugar, constituye un espacio geográfico donde
se asienta o actúa una población que dice tener un vínculo de pertenencia a la
unidad política llamada Estado, esto significa, que el territorio se convierte en el
espacio físico que propicia el encuentro entre la unidad social y la unidad política. De
otro lado, el territorio del Estado tiene un componente jurídico que indica el límite o la
jurisdicción en el cual cobra validez el orden jurídico y político de ese Estado, es
decir, el territorio (continuo o discontinuo geográficamente) delimita el marco de
actuación y responsabilidad frente al orden político, dando lugar a medidas coactivas
o sanciones para quienes se encuentran en ese espacio físico y atenten contra el
orden político. Por último, el límite del territorio está demarcado físicamente por el
territorio de otro Estado y jurídicamente por el Derecho internacional, de tal manera
que esto implica o supone un respeto mutuo entre los Estados por la autonomía que
cada uno de ellos tiene dentro de ese espacio geográfico.
“Decir que el territorio es un elemento esencial del Estado, no es suficiente. Hay que considerar al
mismo tiempo qué tipo de relaciones existen entre el territorio y el Estado, puesto que teniendo, en
efecto, bastantes relaciones, no son estrictamente coincidentes.
Siguiendo libremente a Virga, encontramos las teorías siguientes acerca de las relaciones entre el
territorio y el Estado:
En primer lugar, la llamada teoría patrimonial, esto es, aquella que postula que la relación entre el
Estado y su territorio por similitud con la figura romana del patrimonium es una relación de
derecho privado. Se habría de conceder, en consecuencia, al Estado la facultad de usar libremente
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de la cosa. Así es defendida la idea de la relación jurídica privada de disposición de la cosa por
Ihering. Esta idea es una herencia de las formas políticas de antes del Estado territorial, concre-
tamente de la época de las uniones personales, de cuando los reyes, por vía testamentaria, estaban
capacitados para redistribuir sus «posesiones» y, con ello, cambiar la configuración territorial del
Estado.
En segundo lugar, la teoría del derecho real público, que constituye una matización importante
respecto a la anterior, ya que aquí se trata también del derecho de disposición pero de carácter
público y objetivo (Gerber). Esa facultad de disposición no puede presuponer capacidad para
decidir en las relaciones jurídico-privadas. Por ello esta teoría está articulada, en gran medida, en la
famosa distinción que hace Jellinek entre el dominium y el imperium, en cuanto a la facultad que
ejerce el Estado sobre el territorio. Frente a esta teoría se ha argumentado, a modo de crítica, que,
en verdad, el poder del Estado se ejerce, no sobre realidades materiales, sino personales. Igualmente
se señala que el territorio puede y debe entenderse más como algo esencial del Estado antes que
como una pertenencia, sea cual sea el régimen que se le aplique.
En tercer lugar, la teoría espacial. El territorio es el límite de validez de las normas del Estado, o, en
otros términos, el límite de las competencias del Estado en el sentido general. No existe ahora
derecho alguno del Estado a disponer de su territorio, pero sí se le reconoce una potestad
administrativa. Como dice Kelsen, «la validez del sistema normativo que constituye el orden
jurídico estatal, se circunscribe, en principio, a un determinado territorio». Los hechos que regulan
estas normas tienen la nota especial de que han de ocurrir precisamente en un territorio
determinado. Sólo en virtud de esta limitación del ámbito espacial de validez de las normas es
posible garantizar la vigencia de varios órganos estatales sin incurrir en conflictos unos con otros.
En cuarto lugar, la teoría del Derecho sobre la propia persona. Se trata aquí de un derecho
fácilmente identificable como una construcción inmediata de carácter intuitivo. No es, propiamente
hablando, un derecho de propiedad en un sentido estricto, puesto que no se da una separación entre
los dos extremos de la relación de propiedad pero sí tiene un elementote libre disposición. Esta
teoría que postula ese tipo de relación inmediata entre el Estado y el territorio, en realidad,
muestra la influencia de la concepciones organicistas propias del siglo XIX y, al igual que sucede
con la teoría organicista pura, podemos tomarla como metáfora, pero no cabe reconocerle una
grana capacidad explicativa.
En quinto lugar, la teoría de la soberanía tradicional que en realidad, es una mezcla de dos
anteriores: la del derecho real público y la espacial, ya que, de acuerdo con la idea de que el Estado
ejerce un imperium sobre el territorio, éste viene definido como el ámbito en que se ejerce la
soberanía del Estado. El inconveniente es que, en este caso, y dado que la misma concepción de la
soberanía no es tan nítida como cabría esperar, la teoría tiene escaso poder explicativo.
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García Cotarelo, Ramón y De Blas Guerrero, Andrés. Teoría del Estado. UNED, Madrid,
1988, p. 116 – 118.
Hacer referencia al Poder Político como uno de los componentes estructurales del
Estado puede generar controversia con aquellos que consideran en su lugar a la
soberanía. Sin embargo, hemos decido que el poder político subsume el concepto de
soberanía, en tanto que como forma en que se plantea y define la relación entre
dominantes y dominados, la soberanía aparece como uno de los elementos
vinculantes e implícitos de la relación, de tal manera que preferimos adoptar una
perspectiva crítica en torno a la pregunta de quién es el “verdadero” detentador del
poder soberano, en medio de relaciones que se presentan en escala de grises y en
la práctica, muchas veces contrarias a los postulados de la teoría política. En ese
sentido, la relación que emerge con el Poder Político, está haciendo referencia
también a los mecanismos de interacción, representación y reglas de juego dentro de
las relaciones de dominio. No obstante, reconocemos la particularidad que tiene el
poder político, la cual consiste en que, la relación dominantes – dominados se
sostiene, entre otras, por el uso de la fuerza, por el uso de la coacción física que se
ejerce para someter la voluntad de otro, en aras de mantener el orden social y
político existente. El poder tiene como finalidad mantener el orden político, más allá
de si ese orden es considerado justo o injusto o si responde o no a la voluntad
popular, es un orden y como tal, el ejercicio del poder orientado de cualquier forma
(más o menos democrático, más o menos autoritario), procura ese fin.
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Documento de Estudio No 1
El Poder Político
“El hecho de que la posibilidad de recurrir a la fuerza sea el elemento distintivo del poder político
frente a las otras formas de poder no quiere decir que el poder político se resuelva en el uso de la
fuerza. El uso de la fuerza constituye una condición necesaria pero no suficiente para la existencia
del poder político. No todo grupo social capaz de emplear, incluso con cierta continuidad, la fuerza
(una asociación de delincuentes, una banda de piratas, un grupo subversivo, etc.) ejerce un poder
político. Lo que caracteriza el poder político es la exclusividad en el uso de la fuerza respecto a
todos los demás grupos que actúan en un determinado contexto social, exclusividad que es el
resultado de un proceso que se desarrolla en toda sociedad organizada para la monopolización de la
posesión y del uso de los medios con lo que resulta posible ejercer la coacción física. Este proceso de
monopolización se produce simultáneamente con el de criminalización y penalización de todos los
actos de violencia no realizados por las personas autorizadas por los detentadores y beneficiarios de
este monopolio.
En la hipótesis hobbesiana que sirve de base a la teoría moderna del Estado, el paso del estado de
naturaleza al estado civil, o de la anarquía a la arquía, del estado apolítico al estado político, se
produce cuando los individuos renuncian al derecho de emplear cada uno la fuerza propia que los
hace iguales en el estado de naturaleza para ponerlo en manos de una sola persona o de un único
cuerpo que, desde ese momento, será el único autorizado para emplear la fuerza frente a ellos. Esta
hipótesis abstracta adquiere profundidad histórica en la teoría del Estado de Marx y Engels
conforme a la cual las instituciones políticas de una sociedad dividida en clases antagónicas tienen
como función principal la de permitir a la clase dominante mantener la propia dominación,
objetivo que no puede alcanzarse, dado el antagonismo de clase, más que mediante la organización
sistemática y eficaz de la fuerza monopolizada (por ello, todos los estados son y no pueden no ser,
dictaduras). En esta dirección es hoy clásica la definición de Max Weber: «Por Estado debe
entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro
administrativo mantenga con éxito la pretensión de monopolio legítimo de coacción física, para el
mantenimiento del orden vigente» (*). Esta definición se ha convertido, prácticamente, en un lugar
común de la ciencia política contemporánea. G. A. Almond y G. B. Powell escriben en uno de los
manuales de ciencia política más acreditados:
Coincidimos con Max Weber cuando señala que el uso legítimo de la fuerza es el hilo que
recorre la acción del sistema político, dándole su especial carácter e importancia y su
coherencia como sistema. Las autoridades políticas, y sólo ellas, tienen cierto derecho,
generalmente aceptado, a utilizar la coerción y exigir obediencia mediante el uso de ésta
[...]. Cuando hablamos de sistema político, incluimos todas las interacciones que afectan el
uso -real o posible- de coacción física legítima (**).
La supremacía de la fuerza física como instrumento de poder sobre todas las otras formas de poder
(las principales de las cuales son, además de la fuerza física, el dominio sobre los bienes que da lugar
al poder económico y el dominio sobre las ideas que da lugar al poder ideológico) puede demostrarse
mediante la consideración de que, aunque en la mayor parte de los Estados históricos el mono polio
del poder coactivo haya intentado o conseguido mantenerse mediante la imposición de las ideas
(«las ideas dominantes», Según una conocida expresión de Marx, «son las ideas de la clase
dominante»), de los dei patrii a la religión civil, del Estado confesional a la religión del Estado, así
como mediante la concentración y dirección de las principales actividades económicas, existen, sin
embargo, grupos políticos organizados que han podido permitir la des-monopolización del poder
ideológico y del poder económico (por ejemplo, el Estado liberal-democrático caracterizado por la
libertad de disentir, aunque dentro de ciertos límites, y por la pluralidad de centros de poder
económico). Hasta ahora, no ha existido ningún grupo Social organizado que haya podido consentir
la des-monopolización del poder coactivo, hecho que supondría, ni más ni menos, que el final del
Estado y que, en cuanto tal, constituiría un verdadero salto cualitativo fuera de la historia al reino
intemporal de la utopía.
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Consecuencia directa de la monopolización de la fuerza en el ámbito de un determinado territorio y
con referencia a un determinado grupo social son algunos de los caracteres que habitualmente se
atribuyen al poder político y que lo diferencian de cualquier forma de poder: la exclusividad, la
universalidad y la inclusión. Por exclusividad se entiende la tendencia que manifiestan los
tentadores del poder político a no permitir en su ámbito de dominio la formación de grupos
armados independientes y a sojuzgar o dispersar a aquellos que se formen, además de mantener a
raya la infiltraciones, injerencias o agresiones de grupos políticos externos. Este carácter distingue a
un grupo político organizado de la societas de latrones (el latrocinium del que hablaba san Agustín).
Por universalidad se entiende la capacidad que poseen los detentadores del poder político, y sólo
ellos, de adoptar decisiones legítimas y efectivamente operativas para toda la colectividad sobre la
distribución y el destino de los recursos (no sólo económicos). Por inclusividad se entiende la
posibilidad de intervenir imperativamente en todas las posibles esferas de actividad de los
miembros del grupo, dirigiéndolas hacia un fin deseado o apartándolas de un fin no deseado
sirviéndose como instrumento del orden jurídico, es decir, de un conjunto de normas primarias
dirigidas a los miembros del grupo y de normas secundarias dirigidas a los funcionarios especia-
lizados, autorizados para intervenir en caso de violación de las normas primarias. Esto no quiere
decir que ningún poder político se ponga límites. Pero se trata de límites que varían de una forma-
ción política a otra. Un Estado teocrático extiende su poder a la esfera religiosa, mientras que un
Estado laico se detiene ante la misma. Igualmente, un Estado colectivista extiende su poder a la
esfera económica, mientras que el Estado liberal clásico se abstiene de hacerlo. El Estado omni-
inc1usivo, es decir, el Estado al que ninguna esfera de la actividad humana permanece extraña, es el
Estado totalitario y, por su naturaleza de caso-límite, la sublimación de la política y la politización
integral de las relaciones humanas”.
(*) G. A. Almond y G. B. Powell, Comparative Po/itics. A Developmental Approach, Little, Brown, Boston, 1996 [trad. Cast. de J. F.
Marsal, Política Comparada, una concepción evolutiva, Paidós, Buenos Aires, 1972, p. 24].
(**) M. Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, ed. de l. Winckelmann, Mohr, Tübingen, 1976, vol. I, [trad. Cast. de J. Medina Echevarría et
al., Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, FCE, México, 1985, vol. 1, pp. 43-44].
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Subtema 2.4. El Estado como objeto de estudio
Documento de Estudio No 1
El Objeto de la Teoría del Estado: El Estado
“El Estado se nos presenta como una forma de realidad sui generis, como ya hemos señalado y cual
suele ser el caso en los fenómenos sociales. Esto es, evidentemente, el Estado no posee el tipo de
realidad material de los fenómenos meramente físicos pero, desde luego, posee un grado de
objetividad muy superior a la de las puras producciones de sentido. El Estado es una realidad
material compleja, dotada de diferentes grados y tipos de significado. Por ejemplo, es cierto que el
sistema penitenciario forma parte de la administración estatal y tiene una contundente realidad
material con cárceles, juzgados de vigilancia, funcionarios de prisiones, etc. Pero también es cierto
que dicho sistema penitenciario se organiza en función de unos u otros modos de entender la
relación entre la sociedad y quienes quebrantan sus normas, así como unos u otros modos de
entender la función que deben cumplir los diversos medios sancionadores administrados por dicha
sociedad.
En resumen, el Estado se nos presenta como un fenómeno complejo compuesto por diversos órdenes
de realidad y de significados. Según que se haga especial hincapié en unos u otros aspectos de esa
realidad, la respectiva Teoría del Estado tendrá un carácter u otro. Si se subraya en especial el
aspecto ideal del Estado se articulará una Teoría metafísica del Estado (Hobhouse); si, por el
contrario, se presta atención únicamente a los aspectos puramente antropológicos en el sentido de
subrayar la función de conquista y violencia de la organización estatal, estamos ante una teoría
“realista” del Estado, en el que lo que se pone de manifiesto es el carácter coercitivo del Estado
(Gumplowicz); si se incide en los factores puramente territoriales, se construirá una Teoría
geopolítica del Estado (Kjellen); una insistencia en los aspectos estrictamente sociales nos dará una
Teoría sociológica del Estado (McIver); la concentración en los factores de carácter legal constituye
una Teoría Jurídica del Estado (Kelsen). De los diferentes órdenes de realidad/significado
destacaremos en especial el antropológico, el geográfico, el normativo y el institucional.
Desde el punto de vista antropológico, el Estado está compuesto por una población que posee una
determinada identidad cultural, lo cual, sin embargo, no quiere decir que el estudio antropológico
del Estado haya de identificarse con el puramente institucional. Este estudio antropológico es hoy,
sin duda, mucho menos importante de 10 que fue para la consideración de las formas primitivas de
dominación política. No obstante, hoy día sigue teniendo cierto interés por cuanto el objeto de
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estudio Estado posee características diferentes, según el país de que se trate en un mundo
multicultural como es el contemporáneo. El Estado en los países árabes, por ejemplo, posee
características muy distanciadas del existente en los países de cultura occidental y raíz cristiana.
Principios que informan la actuación de los poderes públicos en los últimos, como el de no
discriminación por razón del sexo tienen un destino muy diferente en los países de tradición
musulmana.
También el elemento geográfico del Estado cuenta como un elemento condicionante a la vez que
explicativo de éste. Un ejemplo típico de esta determinación es el de la influencia en la estructura
estatal de la condición marítima de los Estados bien cuando éstos son insulares o cuando disponen
de grandes extensiones de costas. De igual modo, desde el punto de vista descriptivo, las
dimensiones territoriales de los Estados (grandes masas territoriales, como la U.R.S.S. o los Esta-
dos Unidos, por ejemplo) ejercen cierta influencia sobre las respectivas organizaciones
institucionales.
En cuanto al aspecto normativo, se trata de la forma habitual de actuación del Estado. El enfoque
jurídico tiene que dar cuenta, por tanto, de una gran cantidad de fenómenos, desde las
declaraciones de derechos y libertades de los ciudadanos, hasta las normas reguladoras del
funcionamiento de la administración pública en todas sus facetas. El estudio de la vertiente jurídica
del Estado nos ayuda asimismo a entender un aspecto básico del funcionamiento estatal, esto es, el
aspecto formal desde el momento en que, con independencia de que el derecho ponga en fórmulas
positivas una especie de quintaesencia de la conciencia moral de la época, 10 más distintivo de la
producción normativa es el respeto a los requisitos del procedimiento que, según ciertos autores
(Luhmann) puede considerarse como el principio fundamentador de la legitimidad contemporánea.
El aspecto institucional, por último, nos muestra que el Estado es un conjunto de instituciones
cuyo estudio no se agota en un enfoque puramente cultural y jurídico ya que también son
susceptibles de tratamiento histórico, siendo éste muy necesario para comprender el tratamiento de
tales instituciones.
Para terminar la exposición acerca de la complejidad del Estado como objeto de conocimiento,
debe recordarse que, como tal, el Estado comprende también aspectos esenciales del proceso de
reproducción social y de los mecanismos económicos. De hecho, la organización económica de una
sociedad avanzada contemporánea es incomprensible sin un conocimiento aceptable del
funcionamiento del Estado. Pero, sobre todo, el Estado como conjunto de poderes públicos se
transmite en su justificación al pueblo por medio del proceso de socialización y aprendizaje. De
hecho, igual que el Estado contemporáneo tiene una intensa intervención en la economía, lo cual
explica el aspecto primeramente mencionado, también es evidente que hoy día, el sistema
educativo está en su mayor parte en manos de los poderes públicos que se encargan de transmitir
contenidos que perpetúan la existencia de las instituciones estatales.
Por otro lado, el Estado, en un enfoque micropolítico, alcanza los aspectos más nimios
aparentemente de la vida cotidiana de las gentes. La multiplicación de los servicios sociales en
nuestra época hace que los ciudadanos estén acostumbrados a una directa intervención del Estado
en aspectos de su vida más inmediata, desde la organización del tiempo libre a la determinación de
los ritos sociales de tránsito.
Una vez considerada la complejidad del objeto Estado en nuestros días, réstanos únicamente
señalar un factor añadido no material, sino temporal, -cuya contribución tiende a hacer aún más
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difícil dicha complejidad y ello es que, por ser un producto humano, el Estado parece tener una
capacidad de transformación prácticamente ilimitada. El hecho, además, de que los cambios
estatales no sean únicamente un producto necesario de una evolución social precondicionada, sino
que también tenga que ver con los propósitos programáticos de unos u otros partidos, hace que la
Teoría del Estado se organice como una disciplina también, empeñada en el conocimiento de un
objeto en perpetuo y, muchas veces, impredecible cambio”.
García Cotarelo, Ramón y De Blas Guerrero, Andrés. Teoría del Estado. UNED, Madrid, 1988, p.
64 -66.
Bibliografía
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TEMA 3.
TEORÍAS DEL ESTADO MODERNO
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Objetivos
Ideas Principales
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Mapa Conceptual Tema 3
Negativa Positiva
HOMBRE
CONFLICTIVO utiliza utiliza HOMBRE
COOPERATIVO
RAZÓN
Para evitar Para conservar
La destrucción la armonía
Posibilita
PACTO SOCIAL
Caract. El paso a
Pacto de Pacto
Sometimiento entre iguales
CONTRACTUALISTA CONTRACTUALISTA
ABSOLUTISTA DEMOCRÁTICO
NATURALEZA SOCIAL
DEL HOMBRE
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Mapa de Contenido Tema 3
Competencias a Desarrollar
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Presentación Tema 3
Para abordar las distintas perspectivas sobre el Estado Moderno, conviene tener en
cuenta varios elementos: En primer lugar, que la reflexión sobre el origen y las
formas que adopta el Estado ha tenido un amplio desarrollo a lo largo de la historia y
de las ideas políticas, especialmente, si tenemos en cuenta que antes de adoptar el
concepto moderno de Estado, las formaciones sociales y políticas fueron explicadas
y estructuradas a partir del orden moral proveniente de las ideas religiosas, las
cuales concebían las obras de la humanidad producto o reflejo del orden divino.
Muchas de estas explicaciones que hoy día se conocen como Teorías Teocráticas
del Estado, tuvieron lugar en la antigüedad, pero a partir de los textos bíblicos
(Antiguo y Nuevo Testamento), tuvieron un auge importante en la Edad Media. En
segundo lugar, que los elementos expuestos como Génesis del Estado Moderno, los
cuales marcan el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, deben ser objeto de
especial atención por el lector, puesto que se materializan en la teoría política
cuando se reflexiona acerca del orden político que tiene como centro de desarrollo el
Estado. Por último, que nuestro interés radica en el estudio de la formación moderna
del Estado y esto implica centrar nuestra atención en las Teorías Contractualistas
que comienzan en el siglo XVI cuando por primera vez se anuncia el concepto de
Estado en El Príncipe de Maquiavelo, para concluir con la Teoría Marxista del Estado
que tiene lugar en el siglo XIX.
Lo que conocemos como teorías contractualistas del Estado hace referencia a las
explicaciones que tienen como premisa que el origen del poder político se funda en
un pacto social, en un contrato de voluntades individuales, mediante el cual se
supera el Estado de Naturaleza y se propende por un orden de realización del estado
social y político. El Estado de Naturaleza supone un momento de la vida del hombre
en cuanto ser biológico-natural, pero a su vez, se trata de un momento previo a la
sociabilidad en la cual el hombre apenas procura su propia subsistencia. Ahora bien,
el Estado de Naturaleza fue objeto de distintas apreciaciones por parte de los
teóricos modernos, quienes fundaron sus concepciones a partir de dos aspectos:
primero, en determinar si la naturaleza intrínseca del hombre está dotada de bondad
o de maldad y segundo, en establecer la forma en que se produce el tránsito del
estado de naturaleza al estado social, teniendo en cuenta que las leyes naturales
podrían ser determinantes en la conformación de las leyes sociales.
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Antes de examinar cada una de las propuestas teóricas, indiquemos que hacemos
referencia a teorías Contractualistas Absolutistas cuando observamos que el pacto
social de voluntades se concentra en el poder absoluto del monarca, otorgando
validez jurídica y política al Estado Absolutista. En ese sentido, se considera como el
teórico más relevante dentro de esta postura a Thomas Hobbes, para quien los
hombres, procurando superar el “estado de guerra” y buscando su conservación,
enajenan sus derechos en un tercero que detenta el poder absoluto. Sin embargo,
para comenzar en este apartado abordaremos a Nicolás Maquiavelo, quien
claramente no está considerado como un contractualista, pero siendo antecesor de
Hobbes, sí es reconocido como el iniciador de la teoría política moderna sobre el
Estado, especialmente porque magnificó el poder absoluto del Monarca,
presentándolo como la persona favorecida por la ley natural para erigirse como
gobernante.
NICOLÁS MAQUIAVELO
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acerca de la naturaleza del hombre, si éste es bueno o molo por naturaleza. En ese
sentido escribe Sabine (1976, p. 257) “Tras casi todo lo que dijo Maquiavelo acerca
de política práctica esta el supuesto de que la naturaleza humana es esencialmente
egoísta y de que los motivos reales en los que tiene que apoyarse un estadista, tal
como el deseo de seguridad de las masas y el deseo de poder de los gobernantes,
son de ese carácter. El gobierno se funda en realidad en la debilidad e insuficiencia
del individuo, que es incapaz de protegerse contra la agresión de otros individuos a
menos que tenga el poder del Estado”. Con la apreciación de Sabine, lo que tenemos
es un preámbulo a lo que será el punto de partida para la concepción de la
naturaleza humana en Hobbes antes que un desarrollo concreto sobre la naturaleza
del hombre en Maquiavelo, más aún, lo que podemos indicar en relación con la
lectura de Sabine, es que en Maquiavelo los individuos en lugar de consentir un
contrato social lo que hacen es abrazar el poder del monarca, por ser éste, quien
haciendo uso indiferencia de la bondad o la maldad, logra mantener el orden político.
“Se abre El Príncipe con una intención doble y concreta por parte de su autor: a) entusiasta
admiración, y consciente imitación de la Antigüedad; b) forma de obtener «el poder»; poder que, una
vez obtenido, hay que conservar y acrecentar «sea como sea»
.
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El principio de la obra ilustra sobradamente lo que estamos diciendo: «Nada satisface tanto al
autor como el conocimiento de las grandes acciones de los grandes hombres.» Hemos destacado las
tres últimas palabras: los grandes hombres. En efecto, la grandeza del hombre se impone
(recordemos que el Renacimiento su plantó a Dios, que estaba en el centro del Universo por el
HOMBRE, de donde es éste un período antropocéntrico en la historia del pensamiento y de la
cultura el HOMBRE está en el centro del Universo). La grandeza del hombre es fuerza moral.
Teniendo en cuenta que la experiencia política del autor, que hemos visto en 1a primera parte de
este estudio, las grandes lecciones que la historia moderna ha dado a Maquiavelo, ilustradas por las
que le descubre la Antigüedad, demuestran que el principio de la humana grandeza es fuerza moral
que debe regir la convivencia de los hombres, en la paz y determinar su conducta en la guerra. Ningún
principio tiene una base más relativista que éste. A través de la filosofía griega, el principio de los
sofistas (24) ha triunfado: «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son, en tanto que son, de
las que no son en tanto que no son». A partir de esta afirmación, aceptada como base de toda
justificación y de todo razonamiento político, nuestra obra parece como la más lógica de las
doctrinas creadas para dirigir los Estados de la tierra. Si el hombre es la medida de todas las cosas,
el hombre famoso, el privilegiado, responde por el común de la humanidad, dando ideas tipo de lo
que esta humanidad quiere, o busca, o debe tener para ser feliz en su país. Lo qué el hombre, por
boca de «un gran hombre», determine, ésa será norma de conducta, puesto que -repetimos- «el
hombre es la medida de todas las cosas».
Así pues, en esta obra, en El Príncipe, se nos hablará del hombre de Estado, del gobernante y de
cómo éste puede haber llegado al poder. Después, de cómo debe conservarlo, de cómo debe
acrecentarlo. Estas ideas no es la primera vez que Maquiavelo las expone. En su Discorsi sopra la
prima Decca di Tito Livii (Discursos sobre la primera Década de Tito Livio) nos ha dicho que el
hombre puede llegar al poder -al principado- por un sistema hereditario, nuovo in parte, en parte sin
herencia, o sea, nuovo in tutto.
1) ¿A qué Estado se refiere Maquiavelo cuando habla de un príncipe que escala el poder en forma
hereditaria o por la fuerza? Claramente, en los Discursos sobre la primera Década de Tito Livio,
muestra Maquiavelo sus opiniones republicanas (25); en cambio, ¿en EL Príncipe, nos da unas
teorías plenamente monárquicas? Es que no se trata de sustentar una forma de gobierne concreta,
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porque «el hecho político es simplemente la realidad histórica como se presenta en el momento
actual» (26). Maquiavelo, hombre del Renacimiento, ve la situación de Italia con ojos realistas.
Hemos visto una Italia sin unidad; a la comuna ha sucedido la señoría (27) pero la señoría tampoco
tiene ninguna preocupación jurídica en un principio. En esta lucha por conseguir la unidad,
Maquiavelo, aunque hombre de pensamiento republicano, ve que tal vez un príncipe que se impusiera
y dignificara la monarquía podría ser la solución anhelada. Con esta preocupación, pensó, mientras
escribía la obra, en Juliano de Médicis, de la familia que tanto desconfió de él (28). Y, muerto éste,
dedicó la obra a Lorenzo II. Queda, pues, claro que, vista la admiración que Maquiavelo sentía por
ciertos príncipes, los cuales, en sus respectivos Estados, estaban logrando la unidad -un Fernando el
Católico, por ejemplo-, el tipo de gobierno a que Maquiavelo se refiere en su obra puede
interpretarse ya como una monarquía, ya como una dictadura, siempre y cuando se ajuste a la
secularización y exaltación del Estado, un Estado tan firme, tan potente, que a él queden
subordinados todos los principios de autoridad medievales, incluso el religioso.
2) ¿Por qué admite Maquiavelo que el príncipe puede escalar el poder por la fuerza y debe mantenerlo y
acrecentarlo con los medios más duros, si es preciso? Porque Maquiavelo es un profundo pesimista
ante las masas:
«Es necesario para quien disponga de una República y ordene leyes en ella dar por supuesto que
todos los hombres son malos, y que hacen uso de la maldad de su alma cada vez que tienen libre
ocasión de ello.»
Tales palabras las leemos en los Discursos sobre la Década de Tito Livio; pero es preciso asimilarlas
bien para comprender el contenido de El Príncipe. En efecto, las turbas son levantiscas y muy
dadas a hacer en todo su santa voluntad, no lo que ordena la ley. Nada frena a la masa, ni
convicciones religiosas, ni escrúpulos morales, porque sólo «las sanciones inmediatas y hasta, si es
menester, incluso feroces, contra cualquier trasgresión, pueden garantizar que los hombres, por
naturaleza ingratos, volubles, fingidos y disimuladores, siempre dispuestos a huir de los peligros, ávidos
de ganancias, se disciplinen, prácticamente al menos, a la vida moral en la cual se inspiran las leyes
(29). Y entonces, como el lector deducirá fácilmente, vemos que el Estado se erige en organismo
omnipotente que hace cumplir la ley moral. Y queso el Estado cede, la inmoralidad es un hecho.
Por eso al príncipe se le tolera todo, porque él se identifica plenamente con el Estado y de aquí que
se identifique también con la ley moral, aunque esto, en principio, parezca un contrasentido.
La intención de Maquiavelo es clara. Tras estas consideraciones comprendemos que, entre «la moral
de todos» y la «razón de Estado», es «la razón de Estado» la que ha de prevalecer. Y, por esta razón
de Estado. «el príncipe será más temido que amado», repetimos, porque el príncipe pierde su carácter de
hombre particular en el momento en que se identifica con el Estado”.
(24) Sofistas. Profesionales de la sabiduría en la Grecia antigua. Enseñaban oratoria y demás ciencias del bien hablar. Percibían
honorarios por sus lecciones. Se les considera los maestros en ver la verdad de una mentira. Sin embargo, ellos sentaron las bases de la
Lógica y de la Teoría del Conocimiento, así como un modernista sistema de argumentación relativista, cuya trascendencia sólo he
podemos comprender.
(25) “El príncipe, los grandes y el pueblo gobiernan conjuntamente el Estado”… La Roma que exalta es la Roma republicana
Touchard, ob. Cit., pág. 204).
(26) Mario Penna, ob. cit., pág. 163. Pero Touchard dice que no se trata de evolucionar hacia la monarquía, sino de justificar la
necesidad que tienen muchas veces las repúblicas de un dictador que legisle (en este caso César Borgia, a imitación de un Licurgo, por
ejemplo). Será éste el fundador o reformador de la república verdadero superhombre que ejerce su autoridad sin compartirla en
exclusivo interés del Estado, como ya hemos dicho en otro lugar (ob. cit., pág. 204).
(27) Véanse de nuevo los conceptos de comuna y señoría en nota 19.
(28) Véase también el oportunismo de Maquiavelo, muerto César Borgia…
(29) Mario Penna, ob. cit., pág. 162. Con palabras de El Príncipe, XVII, 2.
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“Aunque la idea del Estado ocupa el centro de su pensamiento, no llega a formular su teoría. El
Estado, para él, es un dato, un ser al que no pretende explicar como filósofo. Tampoco siente
Maquiavelo la necesidad de legitimar la subordinación del individuo al Estado. Su República
tiene exigencias tan autoritarias como la tiranía del príncipe. "El Estado, republicano o
principesco, ejerce su coacción sobre el individuo por encima del bien y del mal, hasta el crimen”
(A. Renaudet). Partiendo de este dato, todo se aclara. La política es un arte racional en sus
principios, que recoge en sus cálculos, fundados sobre regularidades, todos los datos accesibles de
la experiencia, y es también un arte positivo, en el sentido que rechaza toda discusión sobre los
valores y los fines.
Con Maquiavelo el pensamiento político se seculariza mucho más radicalmente en ese conjunto de
precursores que lo prefiguran desde Marsilio de Padua. Maquiavelo detesta y desprecia, como ellos,
el gobierno de los sacerdotes, y es también adversario del poder temporal de la Santa sede –aunque
lo suficientemente realista como para reconocer su afianzamiento con Julio II-. Pero va más lejos.
No contento con laicizar el Estado, querría subordinarle por completo la religión, a la que concibe
como instrumento de poder y elemento de cohesión" social. Guicciardini, en el secreto, le hará eco:
"No combatáis nunca la religión, ni nada de lo que parezca estar en relación con Dios: pues tales
objetos tienen demasiada fuerza sobre el espíritu de los necios". El fondo mismo de su pensamiento
político conduce a Maquiavelo a una posición, más que antirreligiosa, anticristiana. Reprocha al
Evangelio (o, más precisamente, a lo que considera una deformación, realizada por los sacerdotes y
los monjes, del cristianismo verdadero, cívico y guerrero) el haber debilitado las energías y el haber
santificado solamente "a los humildes y a los hombres entregados a la contemplación más que a una
vida activa".
Esta secularización y exaltación del Estado acarrean numerosas consecuencias: hostilidad contra el
Imperio y contra todo lo que puede recordar el universalismo cristiano; desconfianza y desprecio
hacia las aristocracias de origen feudal; concepción particularmente "realista" de las relaciones
entre los Estados. Maquiavelo, admirador de la conquista romana, fija en esta materia idénticas
reglas para las repúblicas y para los príncipes. El Estado tiene como una tendencia natural a
extenderse; no existe ni moral ni derecho internacional. Es una jungla donde todo está permitido, el
único problema consiste en calcular bien las empresas, en dosificar la fuerza y la astucia. En estas
condiciones se comprende la importancia primordial de la organización militar dentro de un
Estado. Maquiavelo sufre por la debilidad de los Estado italianos, explicándola por su utilización
de mercenarios. En realidad, solo un ejército nacional puede garantizar la seguridad; el servicio
militar constituye la forma más alta de civismo. Las exigencias del Estado maquiavélico respecto a
las personas que de él dependen - súbditos o ciudadanos – son indisociables de las necesidades de su
política exterior, dictadas por imperativos rigurosos; este Estado, amenazado perpetuamente en su
existencia por sus vecinos, es para ellos un perpetuo peligro”.
Touchard, Jean. Historia del as Ideas Políticas, Tecnos, 1975, p. 205 – 206.
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THOMAS HOBBES
El Acuerdo
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se trata de la aparición de una figura que se muestra como dominador natural ante
otros, sino de hombres egoístas que transfieren a un soberano absoluto el poder de
elección entre lo bueno y lo malo.
El Estado
La figura del Estado en Hobbes emerge del pacto de voluntades, es ese “artificio
monstruoso” o “cuerpo artificial” creado por la razón, que actúa sin límites con el
único objetivo de regular el orden social para evitar el regreso al estado de guerra. El
Estado como construcción política tiene por función proteger la vida del individuo,
garantizar la libertad y asegurar la paz.
“La naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como
en otras muchas cosas, Por el arte del hombre que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la
vida un: movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos,
¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por
medio de resortes y ruedas, como lo hace él reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el
corazón sino un resorte; y los nervios, qué son sino diversas fibras; y las articulaciones, sino varias
ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el artífice se lo propuso? El arte va aún más
lejos, imitando esta obra racional que es la más excelsa de la naturaleza: El hombre. En efecto:
gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín, civitas) que no
es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural, para cuya
protección y defensa fue instituido, y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y
movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder
ejecutivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada
miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que
hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares
constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros,
que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón
y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la
muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean,
combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en
la Creación.
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Hobbes, Thomas. Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y
civil, Tecnos, Madrid, 1965, p. 47 – 48.
“La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio
sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando
Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más
armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos
manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe
poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y
a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.
Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz
a otros lo que quieras que otros hagan para ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un
determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales
nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no
descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo
alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la
voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no
es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan solo y podrá hacerlo
legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres. En todos los
lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha
sido un comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín
obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes
del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e
instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades
y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad, y
bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los
invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante
la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se
recuerdan con honor tales hechos.
Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y
particulares apetitos, no pueden esperarse de ellos defensa ni protección contra un enemigo común
ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y
aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se
obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como
consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar
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con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos
por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes
en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para
mantenerlos a raya, podríamos suponer igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y
entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado en absoluto,
porque la paz existiría sin sujeción alguna.
Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida
entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio durante un tiempo limitado, como en
una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo
contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos
aparece como enemigo otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la
diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los
extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y
por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y
fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos,
puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una
asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se
reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su
persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan
sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que
consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida
por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y
transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la
condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la
misma manera. Hecho esto, la multitud así única en una persona se denomina Estado, en latín
Civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia) de
aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa, porque en
virtud de esta autoridad que se confiere por cada hombre particular en el Estado posee y utiliza
tanto poder y fortaleza que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos
ellos para la paz en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y
en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran
multitud, por pactos mutuos realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al
objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno para asegurar
la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano, y se dice que tiene poder
soberano; cada uno de los que lo rodean es súbdito suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno, por la fuerza natural, como cuando un
hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si
se niegan a ello; o que por actos de guerra somete sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la
vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres o asamblea de
hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En
este último caso puede hablarse de Estado político o Estado por institución, y en el primero primer
término voy a referirme al Estado por institución”.
Hobbes, Thomas. Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y civil,
Tecnos, Madrid, 1965, p. 159 – 162.
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Nota: El estudiante puede recurrir a otras fuentes de consulta sin olvidar realizar las citas
bibliográficas correspondientes.
JOHN LOCKE
John Locke es el primero de los autores que abordaremos dentro de las teorías
contractualistas democráticas del Estado. Se trata de un autor polémico en la
Inglaterra del siglo XVII puesto que manifiesta a través de sus obras, que el poder
político es resultado de un contrato social donde el soberano es únicamente el
conjunto de quienes han pactado: el pueblo. Con esta premisa, Locke refuta la
existencia del poder ilimitado del Rey, quien convertido en gobernante parece evadir
la responsabilidad ante la comunidad por la cual existe. Desde luego, Locke
reconoce como un derecho inviolable el direccionamiento que realiza el gobernante,
pero advierte que quien gobierna lo hace porque obtuvo ese poder derivado de la
comunidad política y por tanto, está obligado a actuar en favor de ella.
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Por último, señalemos que Locke concentra con mayor fuerza su interés en el
gobierno y la forma en que éste se organiza, pero dado que el gobierno solo es
posible con la existencia del Estado, podemos deducir que el Estado constituye un
producto del acuerdo de voluntades, es la institución que detenta el poder moral y
debe su existencia al respeto por los derechos naturales del individuo.
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Documento de Trabajo No. 1
Ensayo Sobre el Gobierno Civil. Capítulo IX
(De las finalidades de la sociedad política y del gobierno)
“… § 124. Tenemos, pues, que el objetivo máximo y primordial que persiguen los individuos al jun-
tarse en Estados o comunidades, supeditándose a un gobierno, es el de proteger sus propiedades; esa
protección es muy incompleta en el estado de Naturaleza.
En primer lugar se precisa un precepto determinado, aceptado, conocido y firme que valga por
común aprobación de norma de lo justo y de lo injusto, y de común recurso para que puedan
solucionarse por él todas las discusiones que se originen entre los hombres. A pesar de que la ley
natural es diáfana y comprensible para todos los seres racionales, los hombres, guiados de su propio
interés, o desconocedores de la misma por carencia de estudio, se sienten inclinados a no
considerada como regla que los compromete cuando se trata de ejercitada en las situaciones en que
entra en juego su interés.
§ 126. En tercer lugar, en el estado de Naturaleza se carece con asiduidad de una autoridad
suficiente que apoye y mantenga la sentencia cuando ésta es justa, y que la aplique debidamente.
Aquellos que rara vez se han hecho culpables de una injusticia cesarán de sostenerla si disponen de
fuerza para ello. Esa resistencia convierte en peligrosa la condena muchas veces, resultando con
frecuencia muertos aquellos que tratan de implantarla
§ 127. De esta forma es como los seres humanos se ven rápidamente inclinados hacia la sociedad
política a pesar de todas las ventajas de que disfrutan en el estado de Naturaleza, puesto que
mientras se mantienen dentro de éste su situación es desfavorable. Por este motivo, es raro hallar
personas que se mantengan durante algún tiempo en tal estado. Las desventajas a las que se
arriesgan, dado que cualquiera de ellas puede colocar por obra sin regla ni delimitación la autoridad
de condenar las transgresiones de las demás, las conducen a buscar protección, a fin de
salvaguardar sus bienes, en los preceptos establecidos por los gobiernos. Esto es lo que hace que
cada cual se encuentre dispuesto a despojarse de su autoridad individual para condenar,
declinándola en las manos de un solo hombre elegido entre todos ellos para esa función, y ciñéndose
a las normas que la comunidad o aquellos que han sido legitimados por los miembros de la misma
determinen de común acuerdo. Ahí es donde se fundamenta el derecho y el origen de los dos
poderes, el legislativo y el ejecutivo, y también el de los gobiernos y el de las mencionadas
sociedades políticas.”
Locke John. Ensayo Sobre el Gobierno Civil, Alba, Madrid, p. 139- 145.
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Documento de trabajo No. 2
John Locke: el estado de naturaleza y el contrato social
Siguiendo la moda intelectual de la época, Locke parte, pues, del estado de naturaleza y del contrato
originario, que da nacimiento a la sociedad política, al gobierno civil. Todo el problema está, para
él, en fundar la libertad política sobre esas mismas nociones, de las que Hobbes extraía una
justificación del Absolutismo. Alarde, acrobacia intelectual, que no está por encima de las fuerzas
dialécticas del ingenioso Locke; sin duda, el artificio, una pizca de trucaje, se dejarán entre ver en
ciertos giros del pensamiento a la mirada del lector atento; pero la hábil y apremiante progresión
del razonamiento, apenas si se deja tiempo de tomar cuerpo a las objeciones.
En el número de los derechos que pertenecen a los hombres en ese estado de naturaleza, pintado por
un autor lleno de afabilidad, coloca Locke con insistencia la propiedad privada. Sin duda, Dios dio
la tierra a los hombres en común; pero la razón, que también les dio, quiere que hagan de la tierra el
uso más ventajoso y más cómodo. Esta comodidad exige cierta apropiación individual de los frutos
de la tierra, primero, y de la tierra misma, después.
Esta apropiación está fundada en el trabajo del hombre y limitada por su capacidad de consumo:
«tantas yugadas de tierra como el hombre puede labrar, sembrar y cultivar, y cuyos frutos puede
consumir para su mantenimiento, son las que le pertenecen en propiedad». Justificación natural
de la propiedad, anterior a toda convención social. La aparición del oro y de la plata cambiaría
todo esto, permitiendo la acumulación capitalista; pero no estamos en esta etapa; estamos en ese
estado de naturaleza idílico, según Locke, en que no puede, al parecer, haber disputas sobre la
propiedad de otro, porque cada uno ve, sobre poco más o menos, qué porción de tierra le es
necesaria y suficiente.
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Cada uno, en el estado de naturaleza, es juez de su propia causa; cada uno, igual al otro, es, en
cierto modo, rey; puede verse tentado a observar poco exactamente la equidad, a ser parcial en
provecho propio y en el de sus amigos, por interés, amor propio, debilidad; puede sentirse tentado a
castigar por pasión y venganza. He aquí otras tantas graves amenazas para el mantenimiento de la
libertad, de la igualdad natural, para el goce pacífico de la propiedad. En suma, el hombre, en ese
estado de naturaleza a primera vista idílico, carece: de las leyes establecidas, conocidas, recibidas y
aprobadas por consentimiento común; de los jueces reconocidos, imparciales, cuyo fundamento
estriba en la resolución de todas las diferencias conforme a esas leyes establecidas; en fin, de un
poder coactivo capaz de asegurar la ejecución de los juicios fallados. Ahora bien: todo esto se
encuentra en el estado de sociedad y, precisamente, caracteriza a este estado. Para beneficiarse de
tales mejoras es para lo que los hombres cambiaron.
Los hombres -escribe sutilmente P. Hazard- eran naturalmente libres, pero para afirmar esta
libertad eran jueces y partes, y para la defensa, ¿a quién apelar? Los hombres eran naturalmente
iguales, pero para mantener esta igualdad contra las usurpaciones posibles, ¿qué recursos tenían?
Habrían caído en un perpetuo estado de guerra si no hubiesen delegado sus poderes en un gobierno
capaz de salvaguardar la libertad y la igualdad primitivas; no formaban una horda, pero se habrían
convertido en una horda si no se hubiesen precavido de ello.
Este cambio de estado-henos aquí en el corazón de la doctrina de Locke –no pudo operarse sino por
consentimiento. Solo este consentimiento pudo fundar el cuerpo político.
Siendo los hombres naturalmente libres, iguales e independientes, ninguno puede se sacado de este
estado y ser sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento, por el cual puede él
convenir con otros hombres juntarse y unirse en sociedad para su conservación, para su seguridad
mutua, para la tranquilidad de su vida, para gozar pacíficamente de lo que les pertenece en
propiedad y para estar más al abrigo de los insultos de quienes pretendiesen perjudicarles y hacerles
daño.
Locke insiste, se repite, para que ningún equívoco pueda reinar sobre este punto: «de tal manera
que lo que dio nacimiento a una sociedad política y la estableció no fue otra cosa que el
consentimiento de cierto número de hombres libres capaces de ser representados por el mayor
número de ellos; y esto, y solo esto, fue lo que pudo dar comienzo en el mundo a un gobierno
legítimo».
Esto, solo esto, y no - como enseñaban los absolutistas- el poder paternal paternal, del cual el poder
real no habría sido sino la prolongación. No hay ninguna relación entre el poder paternal y el poder
político. El niño nace libre, como nace racional, pero no ejercita inmediatamente ni su razón, ni su
libertad; el gobierno del padre no tiene otra justificación que preparar al niño para ejercitar
convenientemente, llegado el momento, esta razón y esta libertad, ponerle en estado de dar
conscientemente su consentimiento (por lo menos, tácito) a la sociedad política.
Algunos tomaron la fuerza de las armas por el consentimiento del pueblo y consideraron las conquistas
como la fuente y origen de los gobiernos. Pero las conquistas están lejos de ser el origen y fundamento
de los Estados como lo está la demolición de una casa de ser la verdadera causa de la construcción de
otra en el mismo lugar. Es verdad que la destrucción de la forma de un Estado prepara el camino
para otra nueva; pero sigue siendo cierto que sin el consentimiento del pueblo no se puede erigir jamás
ninguna forma de gobierno.
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De ahí se sigue que el gobierno absoluto no puede ser legítimo, no puede ser considerado como un
gobierno civil, pues el consentimiento de los hombres en el gobierno absoluto es inconcebible.
¿Cómo puede imaginarse que los hombres quieran colocarse en una situación peor que lo era la del
estado de naturaleza y que pueda convenir en que:
Todos, a excepción de uno solo, se someterán exacta y rigurosamente a las leyes, y que este único
privilegiado retendrá siempre toda la libertad del estado de naturaleza, aumentada por el poder y
hecha licenciosa por la impunidad. Esto equivaldría a imaginarse que los hombres son bastante
locos para cuidarse mucho de remediar los males que pudiesen causarles fuinas y zorras y para
aceptar, en cambio – y hasta creer que sería muy dulce para ellos -, ser devorados por leones.
(Hobbes y su “Leviatán” están aquí visiblemente en el banquillo)
¿Cabe imaginar, con los absolutistas, que el poder absoluto purifica la sangre de los hombres y eleva
la naturaleza humana? ¡Basta, protesta Locke – en quien advertimos una mofa amarga -, haber
leído la historia de este siglo o de cualquier otro para estar perfectamente convencido de lo
contrario!
¡Cómo ha crecido en violencia el tono! ¿Qué mosca le ha picado aquí a nuestro dulce Locke, a
nuestro prudente Locke? Es la mosca Estuardo. Piensa en Carlos II, en Jacobo II, cómplices de
Luís XIV, el tirano perseguidor, y hele ahí poniéndose a gritar un poco demasiado fuerte para su
débil pecho”.
Chevallier, J.J. Los Grandes Textos Políticos. Desde Maquiavelo hasta nuestros días. Aguilar, Madrid,
1974, p. 92 – 95.
Explorar la obra de Montesquieu nos conduce a situarnos en Francia del siglo XVIII,
época en la cual reinaron las monarquías de Luís XV y su nieto, Luís XVI. Para
entonces, el gobierno monárquico francés comenzaba a mostrar el deterioro
producto del surgimiento organizado de una fuerza política: la burguesía, la cual
exigía, respaldándose en el pueblo y en los intelectuales, que los actos de gobierno
tuvieran un mínimo de control por el parlamento y así se evitara el despotismo del
rey. Desde luego, lo que está detrás de esta exigencia burguesa es la presión
política por el tránsito hacia a formas democráticas de Estado, por oposición a la
forma Monárquica absolutista. Como intelectuales, Voltaire y Montesquieu fueron
partidarios de esta postura, especialmente porque conocían la experiencia de la
monarquía constitucional de Inglaterra, sobre la cual John Locke había desarrollado
sus escritos políticos. Montesquieu, encontró en la obra de Locke una fuente
importante para destacar los logros de la democracia frente a la monarquía y centró
su interés en el gobierno parlamentario antes que en una reflexión profunda sobre el
Estado.
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No obstante, tenemos que decir que como era usual en el pensamiento político,
Montesquieu también escribió sobre la relación entre ley natural y ley positiva, dando
igualmente un lugar destacado al ejercicio de la razón en el paso del estado natural
al estado civil de los seres humanos. Pues bien, Montesquieu no consideraba la
existencia de un pacto social fundante sino en su lugar, indicaba que los hombres
convenían el respeto mutuo a las leyes positivas, las cuales tenían como máxima la
constitución y eran emanadas del legislador, éste último quien legislaba teniendo en
cuenta la necesidad natural y la búsqueda de la felicidad del hombre. Sobre este
criterio, al cual se suma la importancia que atribuyó Montesquieu a la libertad
individual, el Estado aparece como un producto de las relaciones sociales, como una
forma de organización social de naturaleza jurídica, a través de la cual el individuo
busca la realización de los derechos fundamentales e inviolables, especialmente, de
la libertad en los distintos órdenes de existencia: política, económica, religiosa. En
consecuencia, para Montesquieu lo verdaderamente significativo es el gobierno,
dado que en él se deposita el logro de los anhelos sociales y la protección de la
libertad individual, el gobierno no puede imponerse arbitrariamente o constreñir el
logro de las aspiraciones ciudadanas, por tanto, gobierno y gobernante están al
servicio de esa finalidad y el ejercicio de sus deberes habrá de limitarse mediante el
equilibrio entre los poderes del Estado: Legislativo (hacedor de las leyes y poder
supremo), Ejecutivo (realiza la función de gobierno) y judicial (imparte justicia, premia
o sanciona las conductas).
“Las leyes, en su significación más extensa, no son más que las relaciones naturales
derivadas de la naturaleza de las cosas; y en este sentido, todos los seres tienen sus leyes: la
divinidad 'tiene sus leyes,(1) el mundo material tiene sus leyes, las inteligencias superiores al hombre
tienen sus leyes, los animales tienen sus leyes, el hombre tiene sus leyes.
Los que han dicho que todo lo que vemos en el mundo lo ha producido una fatalidad ciega han
dicho un gran absurdo; porque, ¿hay mayor absurdo que una fatalidad ciega produciendo seres
inteligentes?
Hay pues una razón primitiva; y las leyes son las relaciones que existen entre ellas mismas
y los diferentes seres, y las que median entre los seres diversos.
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Dios tiene relación con el universo como creador y como conservador; las leyes según las
cuales creó son las mismas según las cuales conserva; obra según las reglas porque las conoce; las
conoce porque él las hizo; las hizo porque están en relación con su sabiduría y su poder.
Como vemos que el mundo, formado por el movimiento de la materia y privado de
inteligencia, subsiste siempre, es forzoso que sus movimientos obedezcan a leyes invariables; y si
pudiéramos imaginar otro mundo que éste, obedecería a reglas constantes o sería destruido.
Así, la creación, aunque parezca ser un acto arbitrario, supone reglas tan inmutables como
la fatalidad de los ateos. Sería absurdo decir que el creador podría gobernar el mundo sin aquellas
reglas, puesto que el mundo sin ellas no subsistiría.
Esas reglas son una relación constantemente establecida. Entre un cuerpo movido y otro
cuerpo movido, todos los movimientos son recibidos, aumentados, disminuidos, perdidos según las
relaciones de la masa y la velocidad: cada diversidad es uniformidad, cada cambio es constancia.
Los seres particulares inteligentes pueden tener leyes que ellos hayan hecho; pero también
tienen otras que ellos no han hecho. Antes de que hubiera seres inteligentes, eran posibles: tenían
pues relaciones posibles y, por consiguiente, leyes posibles. Antes de que hubiera leyes, había
relaciones de justicia posibles. Decir que no hay nada justo ni injusto fuera de lo que ordenan o
prohíben las leyes positivas, es tanto como decir que los radios de un círculo no eran iguales antes
de trazarse la circunferencia.
Es necesario, por tanto, admitir y reconocer relaciones de equidad, anteriores a la ley que
las estableció; por ejemplo, que si hubo sociedades de hombres, hubiera sido justo el someterse a
sus leyes; que si había seres inteligentes, debían reconocimiento al que les hiciera un beneficio; que
si un ser inteligente había creado un ser inteligente, el creado debería quedar bajo la dependencia
en que estaba desde su origen; que un ser inteligente que ha hecho mal a otro ser inteligente,
merece recibir el mismo mal; y así en todo.
Pero falta mucho para que el mundo inteligente se halle tan bien gobernado como el
mundo físico, pues aunque también aquél tenga leyes que por su naturaleza son invariables, no las
sigue constantemente como el mundo físico sigue las suyas. La razón es que los seres particulares
inteligentes son de inteligencia limitada y, por consiguiente, están sujetos a error; por otra parte,
está en su naturaleza que obren por sí mismos. No siguen, pues, de manera constante sus leyes
primitivas; y las mismas que ellos se dan, tampoco las siguen siempre.
No se sabe si las bestias están gobernadas por las leyes generales del movimiento o por una
moción particular. Sea como fuere, no tienen con Dios una relación más íntima que el resto del
mundo material; y el sentimiento no les sirve más que en la relación entre ellas, o con otros seres
particulares, o cada una consigo. .
Por el atractivo del placer conservan su ser particular, y por el mismo conservan su especie.
Tienen leyes naturales, puesto que están unidas por el sentimiento; carecen de leyes positivas,
porque no se hallan unidas por el conocimiento. Sin embargo, las bestias no siguen invariablemente
sus leyes naturales; mejor las siguen las plantas, en las que no observamos ni sentimiento ni
conocimiento.
Y es que los animales no poseen las supremas ventajas que nosotros poseemos, aunque
tienen otras que nosotros no tenemos. No tienen nuestras esperanzas, pero tampoco tienen
nuestros temores; mueren como nosotros, pero sin saberlo; casi todos se conservan mejor que
nosotros y no hacen tan mal uso de sus pasiones.
El hombre, como ser físico es, como los demás cuerpos, gobernado por leyes invariables;
como ser inteligente, viola sin cesar las leyes que Dios ha establecido y cambia las que él mismo
estableció. Es preciso que él se gobierne; y sin embargo es un ser limitado: está sujeto a la
ignorancia y al error, como toda inteligencia finita. Los débiles conocimientos que tiene, los pierde.
Como criatura sensible, es presa de mil pasiones. Un ser así, pudiera en cualquier instante olvidar a
su creador: Dios lo retiene por las leyes de la religión; semejante ser pudiera en cualquier momento
olvidarse de sí mismo: los filósofos lo previenen por las leyes de la moral; creado para vivir en
sociedad, pudiera olvidarse de los demás hombres: los legisladores le llaman a sus deberes por medio
de las leyes políticas y civiles.
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Capítulo II. De las Leyes de la Naturaleza.
Antes que todas las leyes están las naturales, así llamadas porque se derivan únicamente de
la constitución de nuestro ser. Para conocerlas bien, ha de considerarse al hombre antes de existir
las sociedades. Las leyes que en tal estado rigieran para el hombre, ésas son las leyes de la
naturaleza.
La ley que al imprimir en el hombre la idea de un creador, nos impulsa hacia él, es la
primera de las leyes naturales: la primera por su importancia, no por el orden de las mismas leyes.
El hombre, en el estado natural, no tendría conocimientos, pero sí la facultad de conocer. Es claro
que sus primeras ideas no serían ideas especulativas: antes pensaría en la conservación de su ser,
que en investigar el origen de su ser. Un hombre en tal estado apreciaría lo primero su debilidad y
sería de una extremada timidez; si hiciera falta la experiencia para persuadirse de esto, ahí están los
salvajes encontrados en las selvas,(2) que tiemblan por cualquier cosa y todo les hace huir.
En ese estado, cualquiera se siente inferior; apenas igual. Por eso no se atacan; no se les
puede ocurrir, y así resulta que la paz es la primera de las leyes naturales.
El primer deseo que Hobbes atribuye a los hombres es el de subyugarse unos a otros, pero
no tiene razón: la idea de mando y dominación es tan compleja, depende de tantas otras ideas, que
no puede ser la primera en estado natural.
Hobbes pregunta por qué los hombres van siempre armados, si su estado natural no es el de
guerra; y por qué tienen llaves para cerrar sus casas. Pero esto es atribuirles a los hombres en
estado primitivo lo que no pudo suceder hasta que vivieron en sociedad, que fue lo que les dio
motivo para atacarse y para defenderse.
Al sentimiento de su debilidad, unía el hombre el sentimiento de sus necesidades; de aquí
otra ley natural, que le impulsaba a buscar sus alimentos.
Ya he dicho que el temor hacía huir a los hombres; pero viendo que los demás tanlbién
huían, el temor recíproco los hizo aproximarse; además, los acercaba el placer que siente un animal
en acercarse a otro de su especie. Agréguese la atracción recíproca de los sexos diferentes, que es
una tercera ley.
Por otra parte, al sentimiento añaden los hombres los primeros conocimientos que
empiezan a adquirir; éste es un segundo lazo que no poseen los otros animales. Tienen por tanto un
nuevo motivo para unirse, y el deseo de vivir juntos es una cuarta ley natural.
Tan luego como los hombres empiezan a vivir en sociedad, pierden el sentimiento de su
flaqueza; pero entonces concluye entre ellos la igualdad y empieza el estado de guerra.(3)
Cada sociedad particular llega a comprender su fuerza; esto produce un estado de guerra entre
nación y nación. Los particulares, dentro de cada sociedad, también empiezan a sentir su fuerza y
procuran aprovechar cada uno para sí las ventajas de la sociedad; esto engendra el estado de lucha
entre los particulares.
Ambos estados de guerra han hecho que se establezcan las leyes entre los hombres.
Considerados como habitantes de un planeta que, por ser tan grande, supone la necesidad de que
haya diferentes pueblos, tienen leyes que regulan las relaciones de esos pueblos entre sí: es lo que
llamamos el derecho de gentes. Considerados como individuos de una sociedad que debe ser
mantenida, tienen leyes que establecen las relaciones entre los gobernantes y los gobernados: es el
derecho político. Y para regular también las relaciones de todos los ciudadanos, entre sí, tienen otras
leyes: las que constituyen el llamado derecho civil.
El derecho de gentes se funda naturalmente en el principio de que todas las naciones deben
hacerse en la paz el mayor bien posible y en la guerra el menor mal posible, sin perjudicarse cada
una en sus respectivos intereses.
El objeto de la guerra es la victoria; el de la victoria la conquista; el de la conquista la
conservación. De estos principios deben derivarse todas las leyes que forman el derecho de gentes.
Las naciones todas tienen un derecho de gentes; los iroqueses mismos, que se comen a sus
prisioneros, tienen el suyo: envían y reciben embajadas, distinguen entre los derechos de la guerra y
los de la paz; lo malo es que su derecho de gentes no está fundado en los verdaderos principios.
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Además del derecho de gentes, que concierne a todas las sociedades, hay un derecho político
para cada una. Sin un gobierno es imposible que subsista ninguna sociedad. "La reunión de todas
las fuerzas particulares, dice muy bien Gravina, forma lo que se llama el estado político."
La fuerza general resultante de la reunión de las particulares puede ponerse en manos de
uno solo o en las de varios. Algunos han pensado que, establecido por la naturaleza el poder
paterno, es más acorde con la naturaleza el poder de uno solo. Pero el ejemplo del poder paternal no
prueba nada, pues si la autoridad del padre tiene semejanza con el gobierno de uno solo, cuando
muere el padre queda el poder en los hermanos, y muertos los hermanos pasa a los primos
hermanos, formas que se asemejan al poder de varios. El poder político comprende necesariamente
la unión de varias familias.
Vale más decir que el gobierno más acorde ton la naturaleza es el que más se ajusta a la
disposición particular del pueblo para el cual se establece.
Las fuerzas particulares no pueden reunirse si antes no se reúnen todas las voluntades. "La
reunión de estas voluntades, ha dicho Gravina con igual acierto, es lo que se llama el estado civil"
La ley, en general, es la razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos los pueblos
de la Tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser otra cosa sino casos
particulares en que se aplica la misma razón humana.
Deben ser estas últimas tan ajustadas a las condiciones del pueblo para el cual se hacen,
que sería una rarísima casualidad si las hechas para una nación sirvieran para otra.
Es preciso que esas leyes se amolden a la naturaleza del gobierno establecido o que se quiera
establecer, bien sea que ellas lo formen, como lo hacen las leyes políticas, bien sea que lo
mantengan, como lo hacen las leyes civiles.
Deben estar en relación con la naturaleza física del país, cuyo clima puede ser glacial,
templado o tórrido; ser proporcionadas a su situación, a su extensión, al género de vida de sus
habitantes, labradores, cazadores o pastores; amoldadas igualmente al grado de libertad posible en
cada pueblo, a su religión, a sus inclinaciones, a su riqueza, al número de habitantes, a su comercio
y a la índole de sus costumbres. Por último, han de armonizarse unas con otras, con su origen y con
el objeto del legislador. Todas estas miras han de ser consideradas.
Es lo que intento hacer en esta obra. Examinaré todas esas relaciones, que forman en
conjunto lo que llamo espíritu de las leyes.
No he separado las leyes políticas de las leyes civiles, porque, como no voy a tratar de las
leyes, sino del espíritu de las leyes, espíritu que consiste en las relaciones que puedan tener las leyes
con diversas cosas, he de seguir, más bien que el orden natural de las leyes, el de sus relaciones y el
de aquellas cosas.
Examinaré ante todo las relaciones que las leyes tengan con la naturaleza y con el principio
fundamental de cada gobierno; como este principio ejerce una influencia tan poderosa sobre las
leyes, me esmeraré en estudiarlo para conocerlo bien; y si logro establecerlo, se verá que de él
brotan las leyes como de un manantial. Luego estudiaré las otras relaciones, al parecer más
particulares”.
Montesquieu, Charles – Louis. El Espíritu de las Leyes, Oxford University Press, México,
1999, p. 1 – 5.
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J. J. ROUSSEAU
El pacto social y producto de éste, el Estado como entidad abstracta, es una de esas
instituciones que surge de “manera perversa” para proteger la propiedad privada.
Como resultado, Rousseau concentra sus esfuerzos en mostrar como ese contrato
social constituye un mecanismo para vivir en comunidad, pero sobre todo, para
pactar un compromiso moral de mutuo respeto a los derechos individuales. El
compromiso moral consiste en el sometimiento del individuo al yo común o voluntad
general donde cumple un doble rol: ser súbdito y soberano a la vez. Es soberano en
tanto forma parte de los hombres que libremente adscribieron el contrato, enajenaron
sus derechos, conservaron su responsabilidad y dieron vida a la voluntad general
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como entidad abstracta; pero es súbdito en tanto adquiere el compromiso de someter
su voluntad individual ante la voluntad general que ha creado en el momento de
pactar con otros. Este es quizás uno de los aportes más significativos dentro de la
Teoría política y también preámbulo de la revolución francesa, pues es con
Rousseau que se aborda en forma directa el tema de la voluntad general y de la
soberanía popular, haciendo explícitas las trasformaciones del poder político donde
la monarquía absoluta pierde su lugar de dominante y lo cede al nuevo soberano: el
pueblo. Sin embargo, el lector no debe permitirse una lectura ingenua de los
acontecimientos de la época, pues habrá de considerar que con la Revolución
Francesa se produce el asenso de la burguesía, que si bien produjo una
trasformación en el poder político, no necesariamente expresa la anhelada soberanía
popular de los escritos políticos.
“Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación
en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo
puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede
subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que
existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de fuerzas que
pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la
libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos
sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida' a nuestro
problema, puede anunciarse en estos términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a
los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a
sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental, al cual da solución el
Contrato social.
Las cláusulas de este contrato se hallan determinadas hasta tal punto por la naturaleza del acto,
que la menor modificación las haría vanas y de efecto nulo; de suerte que, aun cuando jamás
hubiesen podido ser formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y doquiera están
tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, una vez violado el pacto social, cada cual vuelve a
la posesión de sus primitivos derechos y a recobrar su libertad natural, perdiendo la convencional,
por la cual renunció a aquélla.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total
de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque, en primer lugar, dándose
cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos,
nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.
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Además, cuando la enajenación se hace sin reservas, la unión llega a ser lo más perfecta posible y
ningún asociado tiene nada que reclamar, porque si quedasen reservas en algunos derechos, los
particulares, como no habría ningún superior común que pudiese fallar entre ellos y el público,
siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, y el estado de
naturaleza subsistiría y la asociación advendría necesariamente tiránico o vana.
En fin, dándose cada cual a todos, no se da a nadie, y como no hay un asociado, sobre quien no se
adquiera el mismo derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de todo lo que se pierde
y más fuerza para conservar lo que se tiene.
Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con que se
reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder
bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro
como parte indivisible del todo." Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona
particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como
votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su
voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro
tiempo el nombre de ciudad [*] y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por
sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus
semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en
particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto
sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden frecuentemente y se toman unos
por otros; basta con saberlos distinguir cuando se emplean en toda su precisión”.
[*] El verdadero sentido de esta palabra se ha perdido casi por completo modernamente: la mayor parte toman una aldea por una ciudad
y un burgués por un ciudadano. No saben que las casas forman la aldea: pero que los ciudadanos constituyen la ciudad. Este mismo error
costó caro en otro tiempo a los cartagineses. No he leído que el título de cives haya sido dado nunca al súbdito de un príncipe, ni aun
antiguamente a los macedonios, ni en nuestros días a los ingleses aunque se hallen más próximos a la libertad que los demás. Tan sólo los
franceses toman todos familiarmente este nombre de ciudadanos porque no tienen una verdadera idea de él como puede verse en sus
diccionarios, sin lo cual caerían, al usurparlo, en el delito de ¡esa majestad; este nombre, entre ellos, expresa una virtud y no un derecho.
Cuando Bodino ha querido hablar de nuestros ciudadanos y burgueses, ha cometido un error tomando a unos por otros. M. d'Alambert
no se ha equivocado y ha distinguido bien, en su, artículo Genéve, las cuatro clases de hombres -hasta cinco contando a los extranjeros-
que se encuentran en nuestra ciudad, y de las cuales solamente dos componen la República. Ningún otro autor francés, que yo sepa, ha
comprendido el verdadero sentido de la palabra ciudadano.
Rousseau, J.J. El Contrato Social o Principios de Derecho Político, Editorial Nacional, México, 1977, p.197 –
199
“Despréndese de esta fórmula que el acto de asociación encierra un compromiso recíproco del
público con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se
encuentra comprometido bajo una doble relación, a saber: como miembro del soberano, respecto a
los particulares, y como miembro del Estado, respecto al soberano. Mas no puede aplicarse aquí la
máxima del derecho civil de que nadie se atiene a los compromisos contraídos consigo mismo;
porque hay mucha diferencia entre obligarse con uno mismo o con un todo de que se forma parte.
Es preciso hacer ver, además, que la deliberación pública, que puede obligar a todos los súbditos
respecto al soberano, a causa de las dos diferentes relaciones bajo las cuales cada uno de ellos es
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considerado, no puede por la razón contraria obligar al soberano para con él mismo, y, por tanto,
que es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no
puede infringir. No siéndole dable considerarse más que bajo una sola y misma relación, se
encuentra en el caso de un particular que contrata consigo mismo; de donde se ve que no hay ni
puede haber ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el
contrato social. Lo que no significa que este cuerpo no pueda comprometerse por completo con
respecto a otro, en lo que no derogue este contrato; porque, en lo que respecta al extranjero, es un
simple ser, un individuo.
Pero el cuerpo político o el soberano, no derivando su ser sino de la santidad del contrato, no puede
nunca obligarse, ni aun respecto a otro, a nada que derogue este acto primitivo, como el de enajenar
alguna parte de sí mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual existe sería
aniquilarlo, y lo que no es nada no produce nada.
Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los
miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los miembros se resistan. Por
tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse
mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta doble relación todas las
ventajas que dependan de ella.
Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay ni
puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna
necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera
perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en
particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.
Pero no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a pesar del
interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad.
En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o
disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede hablarle
de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su existencia, absoluta y
naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una
contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el
pago, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es
un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito,
injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este
compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la
voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le
obligará a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de
toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y
que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos,
tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos”.
Rousseau, J.J. El Contrato Social o Principios de Derecho Político, Editorial Nacional, México, 1977,
p.200 - 201
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Documento de Trabajo No. 6
Libro I. Capítulo VIII: Del estado civil
“Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy
notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad que
antes les faltaba. Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso risico y el derecho el del
apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve
obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones.
Aunque se prive en este estado de muchas ventajas que le brinda la Naturaleza, alcanza otra tan
grande al ejercitarse y desarrollarse sus facultades, al extenderse sus ideas, al ennoblecerse sus
sentimientos; se eleva su alma entera a tal punto, que si el abuso de esta nueva condición no lo
colocase frecuentemente por bajo de aquella de que procede, debería bendecir sin cesar el feliz
instante que le arrancó para siempre de ella, y que de un animal estúpido y limitado hizo un ser
inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar: lo que el hombre pierde por el
contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le apetece y puede
alcanzar: lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no equivocarse en
estas complicaciones es preciso distinguir la libertad natural, que no tiene más límite que las fuerzas
del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es
sino el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede fundarse
sino sobre un título positivo.
Según lo que precede, se podría agregar a lo adquirido por el estado civil la libertad moral, la única
que verdaderamente hace al hombre dueño de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es
esclavitud, y la obediencia a la ley que se ha prescrito es la libertad; mas ya he dicho demasiado
sobre este particular y sobre el sentido filosófico de la palabra libertad, que no es aquí un tema”.
Rousseau, J.J. El Contrato Social o Principios de Derecho Político, Editorial Nacional, México, 1977,
p. 202 – 203.
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SUBTEMA 3.3. TEORÍA MARXISTA
Las diferentes interpretaciones que han realizado los marxistas sobre Marx y su obra,
han dado lugar a debates en torno cuál era su verdadera concepción sobre el Estado
y cuál su propuesta política, tanto que también hallamos en la Unión Soviética una
experiencia práctica sobre el asunto. Algunos consideran que se trata de la abolición
del Estado, otros que es la superación del Estado Burgués hacia formas socialistas o
comunistas y de éstas, a la supresión definitiva del Estado y, en últimas, están
quienes consideran que Marx aun cuando realizó algunas críticas al Estado, nunca
formuló claramente una propuesta teórica y política sobre el mismo, lo cual les
permite atribuir mayor importancia a los escritos de carácter económico. Lo
innegable, es que Marx aparece en el ámbito intelectual y político del siglo XIX, como
uno de los críticos frente a la teoría política moderna en la cual el Estado y
especialmente, el Estado Democrático, aparece como una necesidad inminente ante
la arbitrariedad e injusticia del poder absolutista. El aporte de Marx está en
identificar que en la nueva forma de Estado el poder político no corresponde con
formas democráticas y menos aún, está al servicio de quienes conforman la
comunidad política, el Estado democrático, enmascara intereses burgueses y oprime
a la clase trabajadora, pero sin embargo, se presenta como una construcción que
sobre ideas abstractas dice representar el interés general.
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La primera forma de la propiedad es, tanto en el mundo antiguo como en la Edad Media, la
propiedad tribual, condicionada entre los romanos, principalmente, por la guerra y entre los
germanos por la ganadería. Entre los pueblos antiguos, teniendo en cuenta que en una misma
ciudad convivían diversas tribus, la propiedad tribual aparece como propiedad del Estado y el
derecho del individuo a disfrutarla como simple possessio (25), la cual, sin embargo, se limita, como
la propiedad tribual en todos los casos, a la propiedad sobre la tierra. La verdadera propiedad
privada, entre los antiguos, al igual que en los pueblos modernos, comienza con la propiedad mobi-
liaria. (La esclavitud y la comunidad) (El dominium ex jure quiritium) ( 26).
En los pueblos surgidos de la Edad Media, la propiedad tribual se desarrolla pasando por varias
etapas -propiedad feudal de la tierra, propiedad mobiliaria corporativa, capital manufacturero-
hasta llegar al capital moderno, condicionado por la gran industria y la competencia universal, a
la propiedad privada pura, que se ha despojado ya de toda apariencia de comunidad y ha
eliminado toda influencia del Estado sobre el desarrollo de la propiedad. A esta propiedad privada
moderna corresponde el Estado moderno, paulatinamente comprado, en rigor, por los propietarios
privados, entregado completamente a éstos por el sistema de la deuda p6blica y cuya existencia,
como revela el alza y la baja de los valores del Estado en la Bolsa, depende enteramente del crédito
comercial que le concedan los propietarios privados, los burgueses. La burguesía, por ser ya una
clase, y no un simple estamento, se halla obligada a organizarse en un plano nacional y no ya
solamente en un plano local y dar a su interés medio una forma general. Mediante la emancipación
de la propiedad privada con respecto a la comunidad, el Estado cobra una existencia especial
junto a la sociedad civil y al margen de ella; pero no es tampoco más que la forma de organización
que se dan necesariamente los burgueses, tanto en lo interior como en lo exterior, para la mutua
garantía de su propiedad y de sus intereses. La independencia del Estado sólo se da, hoy día, en
aquellos países en que los estamentos aún no se han desarrollado totalmente hasta convertirse en
clases, donde aún desempeñan cierto papel los estamentos, eliminados ya en los países más
avanzados, donde existe cierta mezcla y donde, por tanto, ninguna parte de la población puede
llegar a dominar sobre las demás. Es esto, en efecto, lo que ocurre en Alemania. El ejemplo más
acabado del Estado moderno lo tenemos en Norteamérica. Los modernos escritores franceses,
ingleses y norteamericanos se manifiestan todos en el sentido de que el Estado sólo existe en
función de la propiedad privada, lo que, a fuerza de repetirse, se ha incorporado ya a la conciencia
habitual.
Como el Estado es la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus in-
tereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época, se sigue de aquí que
todas las instituciones comunes tienen como mediador al Estado y adquieren a través de él una
forma política. De ahí la ilusión de que la ley se basa en la voluntad y, además, en la voluntad
desgajada de su base real, en la voluntad libre. Y, del mismo modo, se reduce el derecho, a su vez, a
la ley.
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propiedad privada y el derecho privado abrió una nueva fase, susceptible de un desarrollo ulterior.
La primera ciudad que en la Edad Media mantenía un comercio extenso por mar, Amalfi, fue
también la primera en que se desarrolló un derecho marítimo. Y tan pronto como, primero en
Italia y más tarde en otros países, la industria y el comercio se encargaron de seguir desarrollando
la propiedad privada, se acogió de nuevo el derecho romano desarrollado y se lo elevó a autoridad.
Y cuando, más tarde, la burguesía era ya lo suficientemente fuerte para que los príncipes tomaran
bajo su protección sus intereses, con la mira de derrocar a la nobleza feudal por medio de la
burguesía, comenzó en todos los países -como en Francia durante el siglo XVI- el verdadero
desarrollo del derecho, que en todos ellos, exceptuando a Inglaterra, tomó como base él derecho
romano. Pero también en Inglaterra se utilizaron, para el desarrollo ulterior del derecho privado,
algunos principios jurídicos romanos (principalmente, en lo tocante a la propiedad mobiliaria). (No
se olvide que el derecho carece de historia propia como carece también de ella la religión).
Nada más usual que la idea de que en la historia, hasta ahora, todo 'ha consistido en la acción de
tomar. Los bárbaros tomaron el Imperio romano, y con esta toma se explica el paso del mundo
antiguo al feudalismo. Pero, en la toma por los bárbaros, se trata de saber si la nación tomada por
ellos había llegado a desarrollar fuerzas productivas industriales como ocurre en los pueblos
modernos, o si sus fuerzas productivas descansaban, en lo fundamental, simplemente sobre su
unión y sobre la comunidad. El acto de tomar se halla, además, condicionado por el objeto que se
toma. La fortuna de un banquero, consiste en papeles, no puede en modo alguno ser tomada sin
quien la tome se someta a las condiciones de producción y de intercambio del país tomado. Y lo
mismo ocurre con todo el capital industrial de un país industrial moderno. Finalmente, la acción de
tomar se termina siempre muy pronto, y cuando ya no hay nada que tomar necesariamente hay
que empezar a producir. Y de esta necesidad de producir, muy pronto declarada, se sigue el que la
forma de la comunidad adoptada por los conquistadores instalados en el país tiene necesariamente
que corresponder a la fase de desarrollo de las fuerzas productivas con que allí se encuentran o,
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cuando no es ése el caso, modificarse a tono con las fuerzas productivas. Y esto explica también el
hecho que se creyó observar por todas partes en la época posterior a la transmigración de los
pueblos, a saber: que los vasallos se convirtieron en señores y los conquistadores adoptaron muy
pronto la lengua, la cultura y las costumbres de los conquistados. El feudalismo no salió ni mucho
menos, ya listo y organizado, de Alemania, sino que tuvo su origen, por parte de los
conquistadores, en la organización guerrera que los ejércitos fueron adquiriendo durante la propia
conquista y se desarrolló hasta convertirse en el verdadero feudalismo después de ella, gracias a la
acción de las fuerzas productivas encontradas en los países conquistados. Hasta qué punto se
hallaba condicionada esta forma por las fuerzas productivas lo revelan los intentos frustrados que
se hicieron para imponer otras formas nacidas de viejas reminiscencias romanas (Carlomagno,
etc.).
Marx, Karl y Engels, F. “La Ideología Alemana”. 1ª Parte, Editor Rojo, Bogotá, 1975, p.
74 – 80.
“¿EXISTE una teoría de las formas de gobierno en el pensamiento político de Marx? Ciertamente
una pregunta de este tipo no es habitual entre los inmunerables estudiosos que se han ocupado del
pensamiento político de Marx, los cuales han manifestado casi siempre la tendencia a poner el
acento en la teoría general del Estado de índole marxista en vez de analizar sus aspectos
particulares a la luz de la tradición del pensamiento político presente. Y, sin embargo, creo que dar
una respuesta a esta pregunta reviste cierto interés para comprender en términos generales la teoría
política marxista y poder así evaluar su validez actual.
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por la tipología de las formas de gobierno radica en su característica concepción negativa del
Estado. Ya indiqué en el capítulo V lo que entiendo por concepción negativa del Estado. Aquí
preciso que la concepción negativa del Estado de Marx resulta más evidente si se compara con la
extremadamente positiva de su gran predecesor y antagonista, Hegel. Por lo que se refiere a la
relación entre sociedad civil y Estado, la posición de Marx es antitética a la de Hegel: para Hegel, el
Estado es lo "racional en sí y para sí", y el "Dios terrenal" es el sujeto de la historia universal; en
suma es el momento final del Espíritu objetivo, y como tal es la superación de las contradicciones
que se manifiestan en la sociedad civil; para Marx, al contrario, el Estado no es otra cosa más que el
reflejo de estas contradicciones, no es su superación sino su perpetuación. Por lo demás, no solo
para Hegel sino para la mayor parte de los filósofos clásicos el Estado representa un momento
positivo en la formación del hombre civil. El fin del Estado es la justicia (Platón), el bien común
(Aristóteles), la felicidad de los súbditos (Leibniz), la libertad (Kant), la máxima expresión del ethos
de un pueblo (Hegel). Habitualmente el Estado es considerado como la salida del hombre de la
condición de barbarie, o del estado de naturaleza caracterizado por la guerra de todos contra todos,
como el dominio de la razón sobre la pasión, de la reflexión sobre el instinto. Gran parte de la
filosofía política es una exaltación del Estado; en contraste, Marx considera al Estado como un
puro y simple instrumento de dominación, tiene una concepción que yo llamo técnica del Estado
para oponerla a la prevaleciente concepción ética de los escritores anteriores, de los que el máximo
representante ciertamente es el teórico del "Estado ético". Muy brevemente los dos elementos
principales de esta concepción negativa del Estado en Marx son: a) la consideración del Estado,
como pura y simple superestructura que refleja la situación de las relaciones sociales determinadas
por la base social, y b) la identificación del Estado con el aparato o los aparatos de los que se vale la
clase dominante para mantener su dominio, razón por la cual el fin del Estado no es un fin noble,
como la justicia, la libertad, el bienestar, etc., sino pura y simplemente es el interés específico de
una parte de la sociedad, no el bien común, sino el bien particular de quien gobierna que, como
hemos visto, siempre ha hecho considerar un Estado que sea una expresión de una forma corrupta
de gobierno”.
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Evaluación Tema 3.
Bibliografía
Bobbio, Norberto. Teoría General de la Política, Trotta, Madrid, 2003.
Cardona de Gibert, Angeles. Estudio Preliminar. En: Maquiavelo, Nicolás. El
Príncipe, Bruguera, Barcelona, 1975.
Chevallier, J.J. Los Grandes Textos Políticos. Desde Maquiavelo hasta nuestros
días. Aguilar, Madrid, 1974
García Cotarelo, Ramón y De Blas Guerrero, Andrés. Teoría del Estado. UNED,
Madrid, 1988.
Hobbes, Thomas. Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República
Eclesiástica y civil, Tecnos, Madrid, 1965.
Matteucci, Nincola. Concepto Contractualismo. En: Bobbio, Norberto y
Matteucci Nicola. Diccionario de Política, vol. I. Siglo XXI, México, 1981.
Maquiavelo, Nicolás. El Príncipe. Cap. I. Bruguera, Barcelona, 1975.
Marx, Karl y Engels, F. “La Ideología Alemana”. 1ª Parte, Editor Rojo, Bogotá, 1975.
Sabine, George. Historia de la Teoría Política, Fondo de Cultura Económica, México,
1976.
Sartori, G., Elementos de teoría política, Alianza, Madrid, 1999.
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TEMA 4.
TEORÍAS DE LAS FORMAS
DE GOBIERNO
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Objetivos
Reconocerá que existen diversas formas de clasificación del Gobierno, las cuales
son analizadas a partir de la naturaleza del Estado que le precede.
Ideas Principales
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Mapa Conceptual Tema 4
GOBIERNO
Posee
Tipologías
Cuando
Formas Puras
Formas Impuras
Determina
Absolutista Monarquía Tiranía
deriva en
Aristocracia Oligarquía
Democracia
Democracia Demagogia
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Mapa de Contenido Tema 4
Competencias a Desarrollar
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Subtema 4.1. Diferencias entre Estado y Gobierno
Por otro lado, el Gobierno está referido a la composición orgánica y funcional que
dentro del Estado tiene a su cargo la conducción política, es decir, se trata desde el
punto de vista administrativo, del conjunto de personas que tienen bajo su
responsabilidad el direccionamiento de acciones para el cumplimiento de los fines del
Estado, siendo en este caso, el gobierno una de las expresiones materiales del
Estado, éste último que como orden político es una entidad abstracta. Tengamos en
cuenta que si el gobierno está para cumplir los fines del Estado, es de gran
importancia conocer la naturaleza del Estado, por ejemplo: si se trata de uno
absolutista o democrático, se espera que el gobierno ejecute sus funciones en aras
de mantener los propósitos de ese Estado y por tanto, de conservar el orden político
que éste exige. Cuando nos situamos desde la óptica del poder político, tenemos
que el gobierno es la forma en que se organiza la relación de dominio al interior del
Estado y que, dependiendo de las vías legítimas de reconocimiento (tradición,
herencia, sistema electoral), se obtiene la autoridad necesaria para presentarse
como el conductor y realizador de los fines del Estado.
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El término Estado, en su sentido más amplio, denota un conjunto de instituciones que poseen los
medios para ejercer coerción legítima sobre un territorio definido y su población, al a que
denomina sociedad. Él Estado monopoliza la elaboración de la reglas dentro de su territorio por
medio de un gobierno organizado.
Gobierno es un término que a menudo se usa de forma diferente según el contexto. Puede referirse
al proceso de gobernar, al ejercicio del poder. Puede también referirse a la existencia de ese
proceso, a una situación de “imperio del orden”. Con frecuencia, por “gobierno” se entiende el
conjunto de personas que ocupan puestos de autoridad en un Estado. Por último, el término
puede referirse a la manera, método o sistema de gobernar una sociedad, a la estructura y
organización de los cargos públicos y al modo en que se relacionan con los gobernados. Sin olvidar
estas distinciones, utilizamos también los términos Estado y Gobierno en sentido coloquial y,
algunas veces, en forma intercambiable –como ocurre con frecuencia en los debates y publicaciones
en todo el mundo.
Normalmente se considera que el Estado tiene tres poderes distintos, cada uno con una función
determinada. El primero es el poder legislativo, encargado de elaborar las leyes; el poder ejecutivo a
veces llamado también “gobierno”, cuya función es aplicar la legislación; el tercero, el poder
judicial, responsable de la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico.
Hay muchas clasificaciones del sistema de gobierno, pero todas suelen centrarse en dos criterios: la
estructuración de los órganos gubernamentales, que es un concepto más restrictivo, y la relación
entre el gobierno y los gobernados. La primera relación se basa entre el poder ejecutivo y el
legislativo. En un sistema parlamentario, la permanencia de un gobierno en el poder depende de
que conserve el apoyo del poder legislativo. Por lo común los miembros del gobierno, son también
miembro de este último. Un primer ministro puede ser el miembro más poderoso del gobierno, pero
las decisiones importantes del poder ejecutivo las adopta normalmente de forma colectiva un
consejo de ministros. En un sistema presidencialista, la posición del poder ejecutivo es
independiente de la del legislativo; normalmente, los miembros del gobierno no son miembros del
poder legislativo, y la facultad decisoria última del poder ejecutivo reside en una sola persona, el
presidente.
La segunda clasificación se centra en la distribución del poder entre los distintos niveles de
gobierno. En un Estado unitario toda la autoridad legislativa reside en un órgano legislador
supremo cuya jurisdicción abarca todo el país; puede haber órganos legisladores locales, pero solo
con el consentimiento del órgano nacional. En un Estado Federal, los órganos legislativos locales
tienen garantizado al menos cierto grado de facultad decisoria autónoma. En una Confederación,
un grupo de Estados soberanos se une para ciertos fines específicos, pero sin renunciar a su propia
soberanía.
Fuente: PNUD, Informe sobre el Desarrollo Mundial 1997, Capítulo 1, p. 22.
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Subtema 4.2. El Gobierno y sus tipologías
¿CÓMO
¿QUIÉN GOBIERNA?
GOBIERNA? Forma Pura o Forma Impura o
Deseada No deseada
Unos Monarquía Tiranía
Pocos Aristocracia Oligarquía
(Oclocracia)*
Muchos Democracia Demagogia
* Según el mismo Bobbio, Oclocracia fue un término utilizado en la Antigüedad por Polibio para
designar el gobierno de las masas o gobierno popular en su forma corrupta, pero que como concepto
no tuvo éxito en el lenguaje político. En la teoría moderna de las formas de Gobierno, en lugar de la
oclocracia se designa el concepto de demagogia.
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Formas Puras o deseadas:
Monarquía: El poder está concentrado en una sola persona quien gobierna para el
bien de la comunidad.
Aristocracia: El poder corresponde a unos pocos considerados los mejores dentro de
la comunidad política (príncipe y nobleza), quienes gobiernan para el bien común.
Democracia: El poder está en manos de todo el pueblo para gobernar en beneficio
del interés general.
Nicolás Maquiavelo
“Todas las formas de gobierno y todos los territorios en los que han sido dominados
los hombres han ejercido su autoridad por medio de una república o de un
principado. Los principados pueden ser: hereditarios o adquiridos. Los adquiridos
son, ya de nueva formación en todo, caso de Milán para Francisco Sforza, ya a
manera de miembros añadidos del al antiguo Estado hereditario del príncipe que se
anexiona el nuevo principado, como lo ha sido el reino de Nápoles con respecto al
Rey de España. Los dominios adquiridos de esta manera se ven obligados a vivir
bajo el poder de un príncipe, o bien pueden ser libres; el príncipe que los adquirió lo
hizo por medio de armas ajenas, con sus mismas armas y fueron la fortuna o la virtú
las que lo permitieron”
En la propuesta que Maquiavelo ofrece sobre las formas de gobierno tenemos que
realizar una diferencia analítica la cual consiste en indicar, por un lado, cuáles son
las formas que concibe el pensador florentino y por otro, cuál es la forma a la que
otorga privilegio.
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En relación con el primer aspecto, tenemos que la preocupación del autor giró en
torno a la distribución del poder político, esto es, que la forma de gobierno se
construye de acuerdo con la forma en que se encuentra repartido el poder, teniendo
como resultado que si el poder está concentrado en una sola persona, se hará
referencia al Principado, pero si el poder se distribuye en una pluralidad de personas,
esto dará lugar a la República, la cual podrá albergar aristocracia o democracia. En
ese sentido, se observa que la clasificación de Maquiavelo comprende dos formas en
contraste con las tres formas clásicas: Principado como sinónimo del poder que
concentra el monarca en su reino y República, la cual reduce su contenido al número
plural de miembros que detenta el poder.
Por otro parte, cuando se interroga por la forma de gobierno que privilegió
Maquiavelo, tenemos que es el Principado la que captura su interés, especialmente,
cuando observamos que crea una tipología entre Principados Hereditarios y
Principados Nuevos, siendo los últimos los que más interesan al autor. Los
Principados Hereditarios parecen tener menor valor para Maquiavelo en tanto que el
poder no se conquista sino que se obtiene por un derecho de sucesión. Por el
contrario, los Principados Nuevos, son los que permiten mostrar la grandiosidad del
Príncipe que “brilla” por sus calidades individuales, especialmente cuando ha
conquistado el poder por virtud (inteligencia, audacia, fuerza e hipocresía), medio
más importante que la fortuna, la maldad o el consenso. En consecuencia, en el
momento en que Maquiavelo se interesa por las cualidades del gobernante dedicará
gran parte de su obra al Príncipe, especialmente para ratificar que la estabilidad del
Estado se obtiene con la concentración del poder en manos del Monarca.
“1. Queda ahora por ver cuáles deben ser las formas de comportarse un príncipe con los súbditos y
con los amigos. Y, como sé que muchos han escrito sobre este tema, al escribir también yo sobre
ello, ser tenido por presuntuoso, ya que partiré, especialmente al tratar esta materia, de lo dicho
por ellos. Pero, siendo mi intención escribir una cosa útil para quien la comprende, me ha parecido
más conveniente seguir la verdad real de la materia, que los desvaríos de la imaginación en lo
concerniente a ella. Muchos han imaginado Repúblicas y principados que nunca vieron ni en
realidad. Hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que el que deja el estudio de
lo que se hace para estudiar lo que se debería hacer aprende más bien lo que debe obrar su ruina
que lo que debe preservarle de ella: porque un hombre que en todas las cosas quiera hacer profesión
de bueno, entre tantos que no lo son, no puede llegar más que al desastre. Por ello es necesario que
un príncipe que quiere mantenerse aprenda a poder no ser bueno, y a servirse de ello o no servirse
según las circunstancias.
2. Dejando, pues, a un lado las cosas imaginarias acerca de un príncipe, y hablando de las que son
verdaderas, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes por e
estar colocados a mayor altura, se distinguen con algunas de aquellas cualidades que les acarrean
censuras o alabanzas. Y así, el uno es tenido por liberal, el otro por miserable (usando un término
toscano, porque en nuestra lengua avaro es también el que desea enriquecerse mediante rapiñas, y
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llamamos miserable al que se abstiene demasiado de usar lo que posee); uno es considerado
dadivoso, y otro rapaz; uno cruel y otro compasivo; uno desleal y otro fiel; uno afeminado y
pusilánime, y otro feroz y valeroso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno
sincero, otro astuto; uno duro, otro flexible; uno grave, otro ligero; uno religioso, otro incrédulo,
etc.
3. Y yo sé que todos confesarán que sería cosa muy loable que en un príncipe se encontraran todas
las cualidades mencionadas, las que son tenidas por buena: pero, como no se puede tenerlas todas,
ni observarlas a la perfección, porque la condición humana no lo consiente, es necesario que el
príncipe sea tan prudente, que sepa evitar la infamia de los vicios que le harían perder el Estado, y
preservarse, si le es posible, de los que no se lo harían perder; pero si no puede, estará obligado a
menos reserva abandonándose a ellos. Sin embargo, no tema incurrir en la infamia de aquellos
vicios sin los cuales difícilmente pueda salvar el Estado; porque, si se pesa bien todo, se encontrará
que algunas cosas que parecen virtudes, si las observa, serán su ruina, y que otras que parecen
vicios, siguiéndolas, le proporcionarán su seguridad, su bienestar”.
“La diferencia entre los principados adquiridos por virtud y los logrados por fortuna está en que los
primeros duran más, los segundos, en los cuales el príncipe nuevo llega más que por los propios
méritos personales por circunstancias externas favorables, son lábiles y están destinados a
desaparecer en corto tiempo.
El principado "por maldad” (mediante crímenes) nos permite presentar otra consideración: en la
distinción maquiavelana entre principado y república no sólo desaparece la tripartición clásica, sino
que ya no aparece, por lo menos directamente, la duplicación de las formas de gobierno en buenas
y malas. Al menos por que se refiere a los principados; que es la materia del Príncipe, Maquiavelo
no introduce la distinción entre principados buenos y malos, o sea, no repite la distinción clásica
entre príncipe y tirano. Como se ha visto, él distingue los diversos tipos de principados con base en
el diferente modo de adquisición, y sí bien uno de éstos, el que adquiere el poder "por maldad",
corresponde a la clásica figura del tirano, nuestro autor lo considera un príncipe como todos los
demás. La verdad es que todos los príncipes nuevos, si se observa la figura del tirano ilegítimo, o
sea, la del tira ex defectu -tituli, son tiranos, y no solamente el príncipe malvado. En el sentido
moderno de la palabra son tiranos porque su poder es de hecho y su legitimación se presenta,
cuando es el caso, solamente ante un hecho consumado. Precisamente porque todos los príncipes
nuevos son en cierto sentido tiranos, ninguno es verdaderamente tirano. En el discurso
maquiaveliano su figura no tiene ninguna connotación negativa. Más aún, los príncipes nuevos por
virtud son alabados como los fundadores de Estados, son aquellos grandes protagonistas del
desarrollo histórico que Hegel llama: "individuos cósmico-históricos", y en torno a los cuales Max
Weber construirá la figura del jefe carismático. Diferente es el caso del príncipe que conquista el
Estado "por maldad", o "por un camino de perversidades y delitos" (cap. VIII). Éste es el tirano en
el sentido tradicional de la palabra, como por lo demás resulta de uno de los dos ejemplos que
Maquiavelo presenta, el de Agatocles, rey de Siracusa (el otro ejemplo es de un contemporáneo,
Liverotto da Fermo). Pero obsérvese atentamente que también en este caso el juicio de Maquiavelo
no es moralista. El criterio para distinguir la buena política de la mala es el éxito; el éxito para un
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príncipe nuevo se mide por su capacidad de conservar el Estado (una vez más entra en escena el
valor de la estabilidad). La utilización del criterio del éxito como única medida de juicio político
permite a Maquiavelo distinguir también, dentro de la categoría del tirano malvado, el buen tirano
del malo. Bueno es el tirano que como Agatocles, a pesar de haber conquistado el Estado mediante
delitos terribles, logró conservarlo. Mal tirano es Liverotto da Fermo que logró mantener el Estado
solamente un año, luego de lo cual tuvo el mismo fin que sus adversarios. ¿En qué consiste la
diferencia entre los dos príncipes? “Creo que depende – comenta Maquiavelo con una de aquellas
frases que lo hicieron al mismo tiempo famosos y cruel – del buen o mal uso que se hace de la
crueldad”. Los dos príncipes fueron crueles, pero la crueldad de uno fue usada, para los fines del
resultado, que es lo único que cuenta en política, bien, de manera útil para la conservación del
Estado; la crueldad del otro no sirvió para el único objetivo al que un príncipe debe apegar sus
acciones, que es mantener el poder”.
Thomas Hobbes
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Documento de Trabajo No. 3
El Leviatán. Capítulo XX. Del Dominio Paternal y del Despótico
“Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo por la razón que por la escritura, que el poder
soberano, ya radique en un hombre, como en la monarquía, o en una asamblea de hombres, como
en los gobiernos populares y aristocráticos, es tan grande, como los hombres son capaces de hacerlo.
Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hombres pueden imaginar muchas desfavorables
consecuencias, las consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra
su vecino, son mucho peores. La condición del hombre en esta vida nunca estará desprovista de
inconvenientes; ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro inconveniente de monta sino el
que procede de la desobediencia de los súbditos, y del quebrantamiento de aquellos pactos sobre los
cuales descansa la esencia del Estado. Y cuando alguien, pensando que el poder soberano es
demasiado grande, trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que pueda limitarlo, es
decir, a un poder mayor”.
Hobbes, Thomas. Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y civil,
Tecnos, Madrid, 1965, p. 177.
“La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue
investido con el soberano poder, que no es otro sino el de procurar la seguridad del pueblo; a ello
está obligado por la ley de Naturaleza, así como a rendir cuenta a Dios, de esta ley, y a nadie
sino a El. Pero por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino
también de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una
actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado.
Y esto se entiende que debe ser hecho no ya atendiendo a los individuos más allá de lo que
significa protegerlos contra las injurias, cuando se querellan, sino por una providencia general
contenida en pública instrucción de doctrina y de ejemplo; y en la promulgación y ejecución de
buenas leyes, que las personas individuales puedan aplicar a sus propios casos”
Hobbes, Thomas. Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y civil,
Tecnos, Madrid, 1965, p. 203.
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Autoevaluación Subtema 4.2.
John Locke
Recordemos que Locke es uno de los teóricos modernos que se muestra subsidiario
de las formas democráticas de Estado y de las formas representativas de gobierno.
En consecuencia, éste autor reflexiona nuevamente sobre la formas “puras” de
gobierno sin introducir grandes cambios frente a la forma clásica, pero sí, insistiendo
en mostrar la importancia de los gobiernos de mayoría. Uno aspecto a destacar
frente a la forma Monárquica es que la divide en dos: la monarquía hereditaria y la
monarquía electiva, donde la segunda es la forma de gobierno mediante la cual el
monarca es elegido por los miembros de la sociedad política para adquirir título y
derechos de soberano. Agreguemos también, que como para Locke la monarquía no
resultaba una forma adecuada de gobierno, dedicó unos apartados de su obra a
mostrar como sería su forma impura, es decir, la Tiranía. Para éste autor la ley
positiva es un elemento fundamental en aras de lograr los fines del Estado, pero más
aún, para indicar los límites del gobierno. Por esta razón, es Tirano quien sigue su
propia ley, quien gobierna a su arbitrio y falta al mandato legal que recoge los
anhelos del pacto social. Se deduce entonces que Locke considera que la monarquía
fácilmente degenera en su forma impura, razón por la cual, la forma democrática de
gobierno que atiende a las leyes emanadas del poder legislativo, es la forma
deseada en tanto se observa más “justa” y “equitativa”.
Ҥ 132. Ya hemos observado que al asociarse por vez primera los hombres para constituir la
sociedad política, la totalidad del poder de la comunidad naturalmente se basa en la mayoría de
ellos. Por eso es posible que la mayoría utilice ese poder en dictar cada cierto tiempo normas para la
comunidad y en aplicar esas leyes a través de funcionarios autorizados por ella. También puede
situar la atribución de hacer leyes en manos de unos pocos hombres elegidos, y de que sus herederos
o descendientes. Del mismo modo puede situarlo en manos de un hombre solo, y en ese caso es una
monarquía. Si el mencionado poder está ligado a él y a sus sucesores, la monarquía es hereditaria; si
únicamente es para mientras dure su existencia, y a su desaparición el poder de establecerle
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heredero vuelve a los integrantes de la sociedad, será una monarquía electiva. Y dentro de esas
formas pueden colocarse otras que posean algo de ellas, según se considere apropiado. Si al
comienzo la mayoría otorga autoridad legislativa a una sola o a varias personas para mientras
vivan, o para un tiempo determinado, pasado el cual la autoridad suprema revertirá de nuevo en la
mayoría, entonces la comunidad puede establecerlo nuevamente en quien crea conveniente, y de
esa forma constituir otro tipo de gobierno. Como el tipo de gobierno es variable según se sitúe el
poder supremo, que es el legislativo, en unas u otras manos, la forma de gobierno del Estado estará
sometida a la manera como se otorgue el poder de realizar las leyes, ya que es inconcebible que un
poder inferior dé órdenes a otro superior”.
Locke, John. Ensayo Sobre el Gobierno Civil, Alba, Madrid, p. 144 – 145.
“§ 199. De la misma forma que usurpación es el ejercicio del poder que le corresponde a otro, tiranía
es el ejercicio del poder fuera del Derecho, algo que ninguna persona debe hacer. Aquel que
desempeña de esa forma el poder que tiene en sus manos no lo hace para beneficiar a quienes están
subordinados al mismo, sino para conseguir ventajas particulares. Entonces el que gobierna,
cualquiera que sea su título para ello, no se rige por la ley, sino por su libre albedrío, y sus órdenes y
actos no van dirigidos a la protección de los bienes de su pueblo, sino a la consecución de sus
propias apetencias, ambiciones, venganzas o cualquier otra pasión desordenada.
§ 202. Allí donde termina la ley comienza la tiranía si se infringe la ley en perjuicio de otro. Aquel
que ejerciendo autoridad sobrepasa el poder que le fue otorgado por la ley, y utiliza la fuerza que
posee a su mando para gravar sobre sus súbditos obligaciones que la ley no determina, por ello
mismo, deja de ser un juez y se le puede oponer resistencia, igual que a cualquier persona que
atropella el derecho de otra por la fuerza. Eso es aceptado cuando se trata de autoridades
subalternas. A aquel que posee autoridad para detenerme en la calle le puedo ofrecer idéntica
resistencia que a un ladrón o a un asaltador si intenta allanar mi casa a la fuerza para practicar una
orden de detención, aunque yo sepa que viene provisto del mandato judicial y de la autoridad lícita
suficientes para arrestarme fuera de mi casa. Desearía que alguien me informara de por qué no ha
de poseer la misma validez ese derecho cuando se trata del más supremo magistrado que cuando se
trata de la más ínfima autoridad. ¿Se considerará aceptable acaso que el hermano mayor, por el
hecho de tener la mayor parte de los bienes de su padre, tenga derecho a apropiarse cualquier
porción de lo que pertenece a sus hermanos más pequeños? ¿O que un individuo poderoso, amo de
toda una región, se apropie, cuando le apetezca, de la casita y del jardín de su convecino pobre? El
ser legítimo dueño de gran poderío y riquezas, enormemente superiores a los que tienen y una gran
mayoría de los descendientes de Adán, no supone una excusa, y mucho menos un motivo, para la
expropiación y la coacción; puesto que expropiación y coacción es atentar contra el derecho del otro
ilícitamente, y esa condición del ofensor mayormente los agrava. El abusar del poder que se tiene
no es más justificable en un alto funcionario que en uno de pequeña categoría; no está mejor en un
rey que en un guardia de policía. Todo lo contrario, es mucho peor en el primero, puesto que, al
encomendársele una función más importante, se considera que, a causa de su superior educación y
de sus consejeros, tendrá más conocimiento sobre lo que hace y tendrá menos motivos para hacerlo,
porque se halla muy aventajado sobre el resto de los hermanos”.
Locke, John. Ensayo Sobre el Gobierno Civil, Alba, Madrid, p. 209, 211-212.
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Montesquieu
“La teoría de los gobiernos que abre el Esprit des lois, es – junto con la separación de poderes, la
teoría más conocida de Montesquieu. Sin embargo, resulta dudoso que Montesquieu pusiera en ella
lo esencial de su pensamiento.
Montesquieu distingue entre la naturaleza de cada gobierno – lo que le hace ser - y su principio – lo
que le hace actuar -. Pasa revista a tres tipos de gobierno:
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La República democrática según Montesquieu (que no se distingue claramente entre la
palabra “república” y la palabra “democracia”) es una república a la antigua, austera,
frugal, virtuosa, limitada a pequeñas ciudades cuyos ciudadanos pueden reunirse en una
plaza pública.
b) El gobierno monárquico. –Su naturaleza implica que gobierne uno solo. Pero la monarquía no se
confunde con el despotismo. El monarca gobierna según las leyes fundamentales, que se ejercen
gracias a poderes intermedios. “Los poderes intermedios, subordinados y dependientes, constituyen
la naturaleza del gobierno monárquico”. Estos poderes o cuerpos intermedios, son “los canales
medios por los que corre el poder”.
Principio: el honor, es decir, el espíritu de cuerpo, “el prejuicio de cada persona y de cada
condición”. “La naturaleza del honor consiste en exigir preferencia y distinciones”. Montesquieu no
habla ni de la virtud de los príncipes (al estilo de Bousset o de Fénelon) ni de la virtud de los
ciudadanos, sino del honor de algunos. Por consiguiente, el principio del gobierno monárquico no
se encuentra en manos del monarca. Es una concepción aristocrática y casi feudal de la monarquía.
Cuando Montesquieu habla de la monarquía en los primeros libros del Esprit des lois, parece pensar
más en la monarquía francesa de la Edad Media que en una Monarquía constitucional a la inglesa.
Touchard, Jean. Historia del as Ideas Políticas, Tecnos, 1975, p. 309 – 310.
Hay tres especies de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico (…) Supongo tres
definiciones, mejor dicho; tres hechos: uno, que el gobierno republicano es aquel en que todo el
pueblo, o una parte de él, tiene el poder supremo; otro, que el gobierno monárquico es aquel en que
uno solo gobierna, pero con sujeción a leyes fijas y preestablecidas; y por último, que en el gobierno
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despótico el poder también está en uno solo, pero sin leyes ni frenos pues arrastra a todo y a todos
tras su voluntad y caprichos (p. 66).
La diferencia de esta tipología con respecto a las anteriores salta a la vista. Las dos primeras formas
corresponden a las formas maquiavelianas: efectivamente la república abarca aquí también tanto a
la aristocracia como a la democracia, según si solo una parte del pueblo o “todo el pueblo” ejerce el
poder. Montesquieu lo dice inmediatamente después:
Cando en la República el poder supremo reside en el pueblo entero, es una democracia. Cuando el
poder supremo está en manos de una parte del pueblo, es una aristocracia (p. 66).
Lo que quiere decir que también para Montesquieu la diferencia fundamental con respecto al sujeto
del poder soberano está entre el gobierno de uno y el de más de uno (no importa si éstos sean pocos
o muchos); pero la tipología de Montesquieu es diferente a la de Maquiavelo porque es, como las
tipologías de los antiguos, tripartita, con la diferencia de que la tripartición se obtiene con la
inclusión de una forma de gobierno que en las tipologías antiguas era considerada una forma
específica de monarquía (y como hemos visto también para Bodino), o sea, el despotismo. Más aún:
si se pone atención en la definición del despotismo del fragmento citado, nos damos cuenta de que
Montesquieu define el despotismo en los mismos términos en los que la tradición hasta ahora ha
definido la tiranía, en particular la tiranía ex parte exercitii, es decir, como el gobierno de uno solo
"sin leyes ni frenos". En suma, la tercera la tercera formas de Montesquieu es, si se toma en cuenta
la teoría clásica, una de las formas malas o corruptas. En consecuencia, la tipología que estoy
ilustrando es marcadamente anómala frente a las tipologías que hemos visto hasta aquí: la
anomalía consiste en que combina dos criterios diferentes, el de los sujetos del poder soberano que
permite distinguir la monarquía de la república, y el modo de gobernar, que consiente diferenciar la
monarquía del despotismo. En otras palabras: Montesquieu utiliza ambos criterios tradicionales,
pero los usa al mismo tiempo, o sea, el primero para distinguir la primera forma de la segunda,
mientras recurre al segundo para diferenciar la segunda de la tercera. Además de que es anómala, la
tipología de Del espíritu de las leyes puede dar la impresión de que está incompleta: en efecto, al
hablar del despotismo como la única forma degenerada, deja entender que la república no conoce
formas corruptas. Hasta ahora hemos encontrado tipologías que o niegan la distinción entre formas
buenas y malas (como las de Bodino y Hobbes) o duplican todas las formas buenas (y no solamente
la monarquía) en otras tantas malas. En contraste, Montesquieu adopta el criterio axiológico, pero
solamente lo aplica a una de las formas ¿Debemos deducir que la república, sea aristocrática o
democrática, no puede degenerar? Desearía citar por lo menos un fragmento en el que Montesquieu
se contradice. Se trata de un pasaje del libro VIII que tiene por argumento la "corrupción" de los
principios de los gobiernos. En este libro trata el tema de la corrupción tanto de la democracia
como de la aristocracia, y a propósito de la segunda comenta:
Si las democracias llegan a su perdición cuando el pueblo despoja de sus funciones al senado, a los
magistrados y a los jueces, las monarquías se pierden cuando van cercenando poco a poco los pri-
vilegios de las ciudades o las prerrogativas de las corporaciones. En el primer caso, se va al despotismo
de todos; en el segundo, al despotismo de uno solo (p. 215).
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corrupta la degeneración de la monarquía está incompleta. Dicha ordenación no muestra, como
debería hacerlo, la gran variedad de gobiernos realmente instituidos por los hombres a lo largo de
su historia.
Al examinar las diferentes teorías de las formas de gobierno, siempre me he preocupado por
mostrar su relación con la realidad histórica que su autor tenía a la vista, para hacer entender que
ellas no son invenciones puramente librescas. Al igual que las teorías precedentes, la de
Montesquieu solamente se explica, a pesar de su aparente anomalía y su real limitación, si se le
considera como una reflexión sobre la historia de su tiempo y sobre la historia pasada de acuerdo
con su propia interpretación. Dije que frente a Vico la obra de Montesquieu se distingue por la
gran importancia que cobra en ella el mundo extraeuropeo, especialmente el asiático. Y bien, el
despotismo que por primera vez es elevado a categoría representativa de una de las formas típicas
de gobierno (mientras que hasta entonces el gobierno despótico había sido considerado entre las
subespecies de la monarquía), se convierte en la categoría esencial para la comprensión del mundo
oriental. Es como si se dijese que, una vez que tomó en cuenta el mundo oriental, no se puede
dejar a un lado la categoría del despotismo para diseñar una completa y correcta tipología de las
formas de gobierno. Montesquieu estaba convencido de que el mundo extraeuropeo, y
especialmente el asiático, no podía ser comprendido con las categorías históricas que sirvieron
durante milenios para entender el mundo europeo. Para ejemplificar lo anterior, Montesquieu
señala el despotismo de China, que los iluministas exaltaban como ejemplo de buen gobierno (en
cuanto era considerado como gobierno "paternal" y no como régimen "despótico" o "patronal").
Montesquieu dedica un capítulo (Cap. XXI del libro VIII) a la crítica de “nuestros misioneros que
hablan del gran imperio chino como de un gobierno admirable”, y lo concluye con estas palabras:
China, pues, es un Estado despótico; y su principio es el temor. Puede ser que en las primeras
dinastías, cuando el imperio no era tan extenso, el gobierno se alejase un poco de este espíritu; hoy,
no (p. 324).
Por tanto, la tipología de Montesquieu se vuelve más clara si se interpreta como una repetición de
la tradicional, por lo menos de Maquiavelo en adelante, que con base en las transformaciones
sufridas por la sociedad europea clasifica a todos los Estados como repúblicas o principados, con
algo más: la incorporación de la categoría que sirve para incluir en el esquema general de las formas
de gobierno al mundo oriental. Debe agregarse que Montesquieu pudo haber confirmado su
tipología con el ejemplo de la historia pasada, especialmente con la historia de Roma, que, como los
grandes escritores políticos, de Polibio en adelante, había hecho objeto de sus reflexiones,
,
particularmente en una obra escrita antes que Del espíritu de las leyes, titulada Consideraciones sobre
las causas de la grandeza y decadencia de los romanos (1733). La historia romana podía dividirse en
periodos de la siguiente manera: la monarquía de la primera época de los "reyes de Roma", la
república, primero aristocrática y luego democrática, del periodo republicano, y finalmente el
despotismo del periodo del imperio. (Nótese la diferencia con respecto a Vico, que en cuanto identi-
fica el periodo del principado con el gobierno monárquico, que para Vico es la mejor forma de
gobierno, da un juicio positivo del imperio, al menos en los primeros siglos.)
Comparada con las tipologías anteriores, la de Montesquieu presenta otra novedad, pues se
desarrolla en dos planos diferentes, uno llamado de la “naturaleza de los gobiernos y el otro de los
“principios”. Hasta ahora las definiciones dadas de los tres gobiernos son las que van de acuerdo
con su “naturaleza”; pero los mismo tres gobiernos pueden ser diferenciados también con base en
sus respectivos “principios”. Montesquieu muestra la diferencia entre naturaleza y principio de la
siguiente manera:
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Hay esta diferencia entre la naturaleza del gobierno y su principio: que su naturaleza es lo que le
hace ser y su principio lo que le hace obrar. La primera es su estructura particular; el segundo las
pasiones humanas que lo mueven (p. 83).
Montesquieu entiende por virtud no la virtud moral, que es una disposición meramente individual,
sino una determinación que vincula íntimamente el individuo al todo del que forma parte. En
diversas ocasiones la llama "amor a la patria", como en el siguiente fragmento:
El temor en los gobiernos despóticos nace espontáneamente de las amenazas y de los castigos; el
honor en las monarquías lo favorecen, las pasiones, que son a su vez por él favorecidas; pero la virtud
política es una renuncia a sí mismos, lo más difícil que hay. Se puede definir esta virtud diciendo que
es el amor a la patria y a las leyes. Este amor, prefiriendo siempre el bien público al bien propio,
engendra todas las virtudes particulares, que consiste aquella preferencia (p. 104).
Y más adelante:
Esta manera de entender la virtud generó muchas críticas, comenzando por Voltaire, quien
consideraba que la virtud era más idónea para los gobiernos monárquicos y el honor era más
compatible con los gobiernos republicanos. Se preguntaba en general si la virtud no fuese necesaria
para todas las formas de gobierno.
Para entender mejor los cuatro primeros libros de esta obra hay que tener en cuenta: 1º que lo que
llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad: Ella no es una
virtud moral ni cristiana, es la virtud política. Y ésta es el resorte que hace mover la república, como
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el honor es el resorte que hace mover la monarquía. Así pues, he llamado virtud política al amor a la
patria y a la igualdad (p. 51).
.
Como hemos visto, Montesquieu hace uso del concepto de igualdad para precisar la idea de la
virtud como resorte de las repúblicas. Tal concepto debe ser subrayado porque sirve para distinguir
a la república (aquí conviene agregar la república democrática) de las otras formas de gobierno, que
en contraste están basadas en una insoluble desigualdad entre los gobernantes y los gobernados, y
también en una insoluble desigualdad entre los mismos gobernados. Es importante este concepto,
porque es la condición misma del ejercicio de la virtud como amor a la patria; se ama a la patria en
cuanto es sentida como cosa de todos, y es sentida así en tanto todos se consideran y son iguales
entre sí.
Es menos fácil entender y definir el concepto de honor (que el propio Montesquieu no define).
Entre los diversos fragmentos uno de los más ilustrativos es el siguiente:
El gobierno monárquico supone, como ya hemos dicho, preeminencias, categorías y hasta una clase
noble por su nacimiento. En la naturaleza de este gobierno entra el pedir honores, es decir, distin-
ciones, preferencias y prerrogativas; por eso hemos dicho que el honor es un resorte del régimen. La
ambición es perniciosa en una república, pero de buenos efectos en la monarquía: da vida a este
gobierno, con la ventaja de que en él es poco o nada peligrosa, puesto que en todo instante hay medio
de reprimirla. Es algo semejante al sistema del universo, en el que hay dos fuerzas contrarias:
centrípeta y centrífuga. El honor mueve todas las partes del cuerpo político, y las atrae, las liga por
su misma acción. Cada cual concurre al interés común creyendo servir al bien particular (p. 91).
J. J. Rousseau
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ésta solo se lograba en un Estado muy pequeño donde los ciudadanos tuvieran la
posibilidad de concurrir, participar y elegir, donde la igualdad reinara de tal modo que
no hubiese lugar a rangos estamentales o de fortuna, donde las costumbres fueran
sencillas y donde el lujo no tuviera valor. Esta concepción, en buena medida
idealista de la democracia, condujo a Rousseau ya no a considerar la forma deseada
de gobierno, sino la forma más probable para su época, siendo entonces la
aristocracia electiva de los sabios (intelectuales) la que estaría llamada a formalizar
el gobierno de la época, poder al que igualmente se sometería el de la iglesia porque
según Rousseau se desarrollaba paralelo al del Estado con su forma propia de
gobierno, pero que ahora debería someterse al poder civil.
“… ¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano
para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la
libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero
lleva el nombre de príncipe [*]. Así, los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a
los jefes no es un contrato tienen mucha razón. Esto no es absolutamente nada más que una
comisión, un empleo, en el cual, como simples oficiales del soberano, ejercen en su nombre el poder,
del cual les ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver a tomar cuando le
plazca. La enajenación de tal derecho, siendo incompatible con la naturaleza del cuerpo social, es
contraria al fin de la asociación.
Llamo, pues, gobierno, o suprema administración, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y
príncipe o magistrado, al hombre o cuerpo encargado de esta administración.
En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermediarias, cuyas relaciones componen la del
todo al todo o la del soberano al Estado. Se puede representar esta última relación por la de los
extremos de una proporción continua, cuya media proporcional es el gobierno. Éste recibe del
soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el Estado se halle en equilibrio estable es preciso
que, una vez todo compensado, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno, tomando
en sí mismo, y el producto y el poder de los ciudadanos, que son soberanos, de una parte, y
súbditos, de otra.
Además, no es posible alterar ninguno de los tres términos sin romper en el mismo momento la
proporción. Si el soberano quiere gobernar, o el magistrado dar leyes, o los súbitos se niegan a
obedecer, el desorden sucede a la regla, la fuerza y la voluntad no obran ya de acuerdo y, disuelto el
Estado, cae así en el despotismo o en la anarquía. En fin, así como no hay más que una media
proporcional entre cada relación, no hay tampoco más que un buen gobierno posible en un Estado:
pero como hay mil acontecimientos capaces de alterar las relaciones de un pueblo, no solamente
puede ser conveniente para diversos pueblos la diversidad de gobiernos, sino para el mismo pueblo
en diferentes épocas.
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Para procurar dar una idea de las múltiples relaciones que pueden existir entre estos dos extremos,
tomaré, a modo de ejemplo, el número de habitantes de un pueblo como una relación más fácil de
expresar.
Al decir que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así, mientras mayor es la
relación en la acepción de los geómetras, menos relación existe en la acepción común; en la primera,
la relación, considerada desde el punto de vista de la cantidad, se mide por el exponente, y en la
otra, considerada desde el de la identidad, se estima por la semejanza.
Ahora bien; mientras menos se relacionan las voluntades particulares con la voluntad general, es
decir, las costumbres con las leyes, más debe aumentar la fuerza reprimente. Por tanto, el gobierno,
para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte a medida que el pueblo es más numeroso.
Se sigue de esta doble relación que la proporción continúa entre el soberano, el príncipe y el pueblo
no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político y
que, siendo permanente y estando representado por la unidad uno de los extremos, el pueblo, como
súbdito, siempre que la razón doble, aumente o disminuya, la razón simple aumenta o disminuye de
un modo semejante, y, por consiguiente, el término medio ha cambiado. Esto muestra que no hay
una constitución de gobierno único y absoluto, sino que puede haber tantos gobiernos, diferentes en
naturaleza, como hay Estados distintos en extensión.
Si, poniendo este sistema en ridículo, se dijera que para encontrar esta media proporcional y formar
el cuerpo del gobierno no es preciso, según yo, más que sacar la raíz cuadrada del número de
hombres, sino, en general, por la cantidad de acción, que se combina por multitud de causas; por lo
demás, si para explicarme en menos palabras me sirvo un momento de términos de geometría, no es
porque ignore que la precisión geométrico no tiene lugar en las cantidades morales.
El gobierno es, en pequeño, lo que el cuerpo político que lo encierra en grande. Es una persona
moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el Estado, y que se puede
descomponer en otras relaciones semejantes; de donde nace, por consiguiente, una nueva
proporción, y de ésta, otra, según el orden de los tribunales, hasta que se llegue a un término medio
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indivisible; es decir, a un solo jefe o magistrado supremo, que se puede representar, en medio de
esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.
Sin confundirnos en esta multitud de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un
nuevo cuerpo en el Estado del pueblo y del soberano, y como intermediario entre uno y otro.
Existe una diferencia esencial entre estos dos cuerpos: que el Estado existe por sí mismo, y el
gobierno no existe sino por el soberano. Así, la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe
ser, sino la voluntad general, es decir, la ley: su fuerza, la fuerza pública concentrada en él; tan
pronto como éste quiera sacar de sí mismo algún acto absoluto e independiente, la unión del todo
comienza a relajarse. Si ocurriese, en fin, que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa
que la del soberano y que usase de ella para obedecer a esta voluntad particular de la fuerza pública
que está en sus manos, de tal modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, uno de derecho y
otro de hecho, en el instante mismo la unión social se desvanecería y el cuerpo político sería
disuelto.
Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno tenga una existencia, una vida real, que lo distinga
del cuerpo del Estado; para que todos sus miembros puedan obrar en armonía y responder al fin
para que fueran instituidos, necesita un yo particular, una sensibilidad común a sus miembros, una
fuerza, una voluntad propias, que tiendan a su conservación. Esta existencia particular supone
asambleas, consejos, sin poder de deliberar, de resolver: derechos, títulos, privilegios, que
corresponden a un príncipe exclusivamente y que hacen la condición del magistrado más honrosa a
medida que es más penosa. Las dificultades radican en la manera de ordenar dentro del todo este
todo subalterno de modo que no altere la constitución general al afirmar la suya; que distinga
siempre su fuerza particular, destinada a la conservación del Estado, y que, en una palabra, esté
siempre pronta a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno.
Por lo demás, aunque el cuerpo artificial del gobierno sea obra de otro cuerpo artificial y no tenga
más que algo como una vida subordinada, esto no impide para que no pueda obrar con más o
menos vigor o celeridad y gozar, por decirlo así, de una salud más o menos vigorosa. Por último, sin
alejarse directamente del fin de su institución, puede apartarse en cierta medida de él, según el
modo de estar constituidos.
De todas estas diferencias es de donde nacen las distintas relaciones que debe el gobierno mantener
con el cuerpo del Estado, según las relaciones accidentales y particulares por las cuales este mismo
Estado se halla modificado. Porque, con frecuencia, el mejor gobierno en sí llegará a ser el más
vicioso, si sus relaciones se alteran conforme a los defectos del cuerpo político a que pertenece”.
[*]Por esto es por lo que en Venecia se Da al Colegio el nombre de Prín cipe serenísimo aun cuando no asista a
él el dogo (dux).
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Documento de Trabajo No. 6
Libro III. Capítulo III. División de los Gobiernos
“Se ha visto en el capítulo precedente por qué se distinguen las diversas especies o formas de
gobierno por el número de los miembros que los componen; queda por ver en éste cómo se hace esta
división.
El soberano puede, en primer lugar, entregar las funciones del gobierno a todo el pueblo o a la
mayor parte de él, de modo que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos simplemente
particulares. Se da a esta forma de gobierno el nombre de democracia.
Puede también limitarse el gobierno a un pequeño número, de modo que sean más los ciudadanos
que los magistrados, y esta forma lleva el nombre de aristocracia.
Puede, en fin, estar concentrado el gobierno en manos de un magistrado único, del cual reciben su
poder todos los demás. Esta tercera forma es la más común, y se llama monarquía, o gobierno real.
Debe observarse que todas estas formas, o al menos las dos primeras, son susceptibles de más o de
menos amplitud, alcanzándola bastante grande: porque la democracia puede abrazar a todo el
pueblo o limitarse a la mitad. La aristocracia, a su vez, puede formarla un pequeño número
indeterminado, que no llegue a la mitad. La realeza misma es susceptible de alguna división.
Esparta tuvo constantemente dos reyes por su constitución; y se ha visto en el Imperio romano
hasta ocho emperadores a la vez, sin que se pudiese decir que el Imperio estuviese dividido. Así,
existe un punto en que cada forma de gobierno se confunde con la siguiente, y se ve que, bajo tres
solas denominaciones, el gobierno es realmente susceptible de tantas formas diversas como
ciudadanos tiene el Estado.
Hay más: pudiendo este mismo gobierno subdividirse, en ciertos respectos, en otras partes, una
administrada de un modo y otra de otro, cabe el que estas tres formas combinadas den por
resultado una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales es multiplicable por todas las
formas simples.
En todas las épocas se ha discutido mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que
cada una de ellas es la mejor en ciertos casos y la peor en otros.
Si en los diferentes Estados el número de los magistrados supremos debe estar en razón inversa del
de ciudadanos, se sigue que, en general, el gobierno democrático conviene a los pequeños Estados;
el aristocrático, a los medianos, y la monarquía, a los grandes. Esta regla está deducida de un modo
inmediato del principio. Pero ¿cómo contar la multitud de circunstancias que pueden dar lugar a
excepciones?”
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1. Explique por qué se puede afirmar que Locke, Montesquieu y Rousseau son
autores que privilegian las formas democráticas de gobierno.
2. ¿Se puede argumentar una diferencia sustancial entre Despotismo y Tiranía?
3. ¿En qué radica la importancia de Montesquieu en la Teoría de las Formas de
Gobierno?
Evaluación Tema 4.
2. Elabore un cuadro comparativo entre las Teorías de las formas de gobierno que
otorgan preponderancia a la forma Monárquica y aquellas que privilegian la forma
democrática. Tenga en cuenta como punto de partida la tipología clásica de gobierno, la
similitud en los planteamientos y los cambios sustanciales que cada uno de los autores
introdujo.
Bibliografía
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TEMA 5.
LA GOBERNABILIDAD
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Objetivos
Ideas Principales
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GOBERNABILIDAD
No es ES No es
Estado Gobierno
Comisión Trilateral
CONCEPTO EN Posturas
Organismos
DISCUSIÓN Internacionales
países en transición
Da cuenta de Democrática
Capacidad
de respuesta
del Gobierno
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Mapa de Contenido Tema 5
Competencias a Desarrollar
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Subtema 5.1. Dilemas y Usos Conceptuales
Ahora bien, cuando afirmamos que solo en el último decenio comienzan los estudios
con vocación teórica sobre la gobernabilidad, es porque el uso el uso del vocablo se
incorporó en el lenguaje político desde 1975 cuando fue presentado el Informe de la
Comisión Trilateral, allí bastó con mencionar que la democracia estaba en crisis y
que ésta era crisis de gobernabilidad, para que el término comenzara a ser
moldeable a todas las situaciones de inestabilidad en el ejercicio de gobierno. Aún
más, a partir de entonces la gobernabilidad se posicionó como el “tema de moda” en
todos los informes y diagnósticos sobre política gubernamental, siendo promotores
de la pluralidad de significados los organismos internacionales como el Banco
Mundial –BM-, el Fondo Monetario Internacional –FMI- y el Programa de las
Naciones Unidad para el Desarrollo –PNUD-. Pues bien, si agregamos aquí que el
uso del término tuvo tanto éxito que se tradujo a distintos idiomas con la complejidad
etimológica que demanda cada uno de ellos, pero que también es un término de uso
indiscriminado en el lenguaje cotidiano; ya podemos formarnos una idea en torno al
panorama confuso en que se desenvuelve el concepto Gobernabilidad.
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Documento de Trabajo No 1
El Concepto y el Análisis de la Gobernabilidad
Esto es si cabe más importante en la actualidad, puesto que, debido a la complejidad y amplitud de
la problemática que aborda la gobernabilidad, así como a la variedad escuelas que han abordado el
concepto, éste se encuentra prácticamente desbordado. Por gobernabilidad se ha pasado a entender
muchas cosas, gran parte de ellas inconexas, que hacen de la misma algo ambiguo1, difuso,
manipulable y, por tanto, difícilmente operacionalizable. La gobernabilidad parece haberse
convertido en la última muletilla de la ciencia social, y, hasta cierto punto, todo parece ser un
problema de gobernabilidad, lo que hace que su utilidad para el analista disminuya, convirtiéndose
en un cajón de sastre de límites vagos donde todo cabe y es difícil decir qué se queda fuera. Es por
este motivo que se cree relevante y especialmente pertinente un esfuerzo de sistematización e
integración de las diferentes corrientes y perspectivas que han dado lugar y confluyen en el estudio
de la gobernabilidad para encontrar así un nexo común que permita un mejor y más explícito
entendimiento del concepto.
Siguiendo a Prats (2001), es posible distinguir cuatro grandes raíces que forjan el concepto de
gobernabilidad, a saber: (1) los trabajos encargados por la Comisión Trilateral desde los 70; (2) la
aplicación del concepto al entendimiento de los procesos de transición a la democracia; (3) su uso
por los organismos internacionales; y (4) su utilización en la explicación de la construcción europea.
A continuación se muestra cómo la importancia de esta sistematización de corrientes que confluyen
en el estudio de la gobernabilidad estriba en su capacidad para aportar los elementos básicos desde
los que construir un mejor análisis del concepto de gobernabilidad a partir de una ordenación más
consistente.
Los primeros orígenes del concepto de gobernabilidad cabe situarlos en la obra de Crozier,
Hungtinton y Watanuki (1975)2, donde se plantea la necesidad de superar el desajuste entre unas
demandas sociales en expansión y la crisis financiera y de eficiencia del sector público que
caracterizó los 70. La obra que, a modo de informe, pretendía dejar patentes los desafíos de las
instituciones públicas ante la cada vez más evidente crisis del Estado del Bienestar, coincidió con la
crisis fiscal de los Estados y el surgimiento de una nueva forma de comprender la economía y la
política (que se tradujo en un giro de la política económica hacia formas más reguladoras de
intervención pública en la economía). Así, corrientes como el neoclasicismo y la elección social
aportaron nuevos argumentos para cambiar los límites de un Estado que se había mostrado
incapaz de hacer frente a las necesidades de crecimiento de una ciudadanía acostumbrada a altos
niveles de bienestar. Fue entonces cuando muchos de los paradigmas de las teorías económica y
política fueron puestos en entredicho, cobrando más importancia los modelos o explicaciones que
justificaban el avance hacia otra forma de gestión e intervención pública. Lo importante, empero,
para el objeto de este trabajo es que, en este primera época, se entendió por gobernabilidad la
distancia entre las demandas sociales y la habilidad de las instituciones públicas para satisfacerlas;
así pues, la gobernabilidad se definía, en sentido amplio, como la capacidad de las instituciones
públicas de hacer frente a los desafíos que confronta, sean éstos retos u oportunidades.
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Un segundo uso del término gobernabilidad surge para designar la consolidación de las democracias
en transición. Autores como Guillermo O’Donnell (1979)3 o Adam Przeworski (1988) consideraron
por gobernabilidad, “aquel estado de un país que, por un lado, evitaba la regresión autoritaria y,
por otro, permitía avanzar, expandir y aprovechar las oportunidades sociales, económicas y
políticas. Así pues, implícito a la gobernabilidad estaba la mejora del desempeño económico-social
reforzado y generador de la mejora de lo político” (Prats, 2002: 106). Es posible observar en el
trabajo de estos autores un doble papel de la gobernabilidad; por un lado existe gobernabilidad
cuando se evita la autocracia y, por otro, cuando se expanden los derechos y oportunidades de las
personas. Esta doble dimensión del concepto la recuperaremos más adelante para ahondar la doble
vertiente del concepto de gobernabilidad, como ausencia de ingobernabilidad o estabilidad política
o gobernabilidad para realizar políticas que satisfagan las necesidades de la ciudadanía.
Un tercera corriente que ha contribuido a la mencionada amplitud y confusión acerca del concepto
de gobernabilidad ha sido su utilización por las agencias internacionales como sinónimo de
“governance” (o gobernanza - como recientemente ha propuesto y ha aceptado traducirlo la Unión
Europea y la Real Academia de la Lengua Española respectivamente). Quizás la utilización más
explícita del concepto ha sido la realizada por el Banco Mundial y el PNUD, quienes durante
mucho tiempo han utilizado el término de gobernabilidad para referirse a: (1) el proceso y las reglas
mediante los cuales los gobiernos son elegidos, mantenidos, responsabilizados y reemplazados; (2) la
capacidad de los gobiernos para gestionar los recursos de manera eficiente y formular, implementar
y reforzar políticas y regulaciones; y (3) el respeto de los ciudadanos y del estado a las instituciones
que gobiernan las interacciones socio-económicas entre ellos. (Kauffman, Kraay y Labatón. 2000).
De la definición adoptada desde los organismos multilaterales interesa destacar la combinación que
se realiza entre reglas del juego (por ejemplo, los procedimientos de elección y toma de decisiones) y
los resultados de la mismas en términos de eficacia y eficiencia (por ejemplo, de la implementación
de regulaciones) y de legitimidad (valoración de los ciudadanos de sus instituciones). El problema
de esta combinación es que falla en distinguir analíticamente entre gobernanza (o entramado
institucional) y gobernabilidad (capacidad de gobierno conferida por dicho entramado
institucional), lo que provoca confusión y conduce al citado desbordamiento conceptual imperante
en torno a la gobernabilidad. Como más adelante se detallará, esta noción impide ahondar en los
nexos causales en tanto no distingue entre variables dependientes (la gobernabilidad) e
independientes (la gobernanza), lo que imposibilita el establecimiento de cualquier metodología
clara sobre su estudio.
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Dependiendo de la corriente que sigamos, se llega a una aproximación u otra al concepto de
gobernabilidad, lo que dificulta la comunicación y el entendimiento entre perspectivas que
comparten, como mínimo, la nomenclatura de su marco de referencia. Con la intención de aportar
unas bases comunes mínimas para la construcción de una teoría de la gobernabilidad más sólida, a
continuación se propone una forma de entender la gobernabilidad fundamentada en el
institucionalismo.
0. INTRODUCCIÓN
Los estudios políticos han recibido recientemente las aportaciones de gobernabilidad y gobernanza
como conceptos que pretenden dar cuenta de las transformaciones recientes de la función del
gobierno en un contexto complejo de globalización y localización. Ambos conceptos tienen relación
estrecha con el análisis de políticas públicas, en la medida en que se refieren tanto a su proceso de
construcción como a sus resultados. No obstante, las relaciones entre estos conceptos y el análisis de
políticas aun están por desarrollarse y validarse a través de la investigación.
En este artículo se propone, con el objeto de enriquecer nuestra propia investigación, analizar en
primera instancia algunos de los usos y significados de gobernanza y gobernabilidad, para proponer
a continuación posibilidades de relación entre ellos. Esto permitirá identificar campos
problemáticos para la investigación, así como realizar formulaciones preliminares acerca de su
pertinencia y utilidad para el estudio del gobierno.
1.1. Gobernabilidad
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a) Mediante la presentación, legitimación, ejecución y defensa de un proyecto político. La
Campaña política, las elecciones y los resultados de éstas, determinan estas facultades, las
cuales pueden ser mayores o menores, según el grado de apoyo popular obtenido.
b) Facultades y potestades decisorias en los más importantes aspectos formulados en su proyecto
político, tales como: manejo de las relaciones internacionales, orden público, política
económica, política social y modelo de desarrollo.
c) El acceso a los recursos financieros que posibilitan la concreción del proyecto, tales como
manejo del presupuesto, búsqueda de financiación del proyecto, impuestos, etc.
d) Recursos de orden normativo tales como: iniciativa legislativa, potestad reglamentaria,
declaratoria de estados de excepción, sanción de leyes y facultades extraordinarias, entre otros.
e) Potestad nominadora y control de la burocracia, mediante el nombramiento y retiro de los
altos funcionarios del gobierno y participando en la designación de otros altos cargos del
Estado.
Por lo anterior, se considera que la atribución o responsabilidad acerca del mayor o menor grado de
gobernabilidad observado, corresponde en gran medida al gobierno y no tanto al sistema social o
incluso al sistema político, dado que sus componentes no tienen la función de conducción política y
mucho menos los recursos y facultades que se necesitarían. Atribuir la gobernabilidad a la
capacidad del “sistema social” en general (como a veces se propone), es desviar el eje de
responsabilidad que como atributo político-constitucional le corresponde al gobierno. Ahora bien,
conscientes de la capacidad limitada de los gobiernos contemporáneos y de la necesaria interacción
de este con otros actores e instituciones, se propone que la gobernabilidad sea un atributo propio
(da cuenta de él) del sistema político dentro del cual gira la acción propiamente gubernativa.
Llegar a estas conclusiones sobre la gobernabilidad no fue una empresa fácil, la exploración teórica
fue bastante amplia, así como también lo fue la probabilidad de desviar el rumbo de nuestros
propósitos. Es así como, de acuerdo con la experiencia misma de la investigación, que nos condujo
por caminos diversos y en ocasiones áridos sobre el debate teórico, consideramos conveniente que el
lector comparta esta disertación tomando como punto de partida el análisis en torno a la
Gobernabilidad, pues como ya se advirtió, el uso indiscriminado del concepto, no ha provocado otra
cosa que confusión y vacuas interpretaciones.
Hecha la salvedad, comencemos por afirmar que el origen de la gobernabilidad como concepto de
uso corriente parece ser uno solo: El informe sobre la crisis de las democracias presentado en 1975 a
la Comisión Trilateral por Huntington, Watanuki y Crozier. Dicho informe se ubica en una
coyuntura que combina la polémica sobre la crisis del Estado de Bienestar, la crisis del petróleo y el
debate en torno a la necesidad de una nueva división internacional del trabajo allende las fronteras
nacionales. Su planteamiento central es que el Estado es incapaz de responder a estas nuevas
realidades y a las demandas crecientes de una ciudadanía acostumbrada a altos niveles de
bienestar(2). El informe advierte, que la escasa capacidad de los actores tradicionales para gobernar
y los “excesos de la democracia” han generado como resultado “crisis de gobernabilidad” y “crisis
de democracia” en el mundo occidental (3).
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crisis y esta crisis es crisis de gobernabilidad. Por lo tanto, el acento se desplaza desde la
democracia hacia la capacidad del gobierno para dar respuesta a las necesidades y demandas
sociales; de esta manera, la crisis de la democracia no está dada por la calidad de la misma sino por
la calidad del gobierno: el problema de la democracia se resuelve en la mayor o menor capacidad
gubernativa de las instituciones políticas para mantener un nivel “adecuado” de equilibrio y
estabilidad dentro de los parámetros de la llamada democracia liberal-burguesa. Por lo tanto, el
centro del problema es el gobierno, su competencia y capacidad; la democracia en cuanto tal es un
aspecto secundario, un telón de fondo que se toma por supuesto (4).
La postura de los analistas de la gobernabilidad en los Países de América Latina se puede sintetizar
en dos aspectos: Primero, se muestra contraria frente al diagnóstico y sugerencias de la Comisión
Trilateral dado que antes que un “exceso” señala un “constreñimiento” de la participación
democrática gracias al autoritarismo político y segundo, presenta un abordaje de la gobernabilidad
con vocación normativa, esto es, que realiza una apuesta en torno al “deber ser” de una apertura
democrática, donde el reto está en gobernar democráticamente con miras al fortalecimiento del
Estado de Derecho y de los mecanismos institucionales de participación política.
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partícipes del debate. En primer lugar, Alejo Vargas (1994) alude que los problemas de
gobernabilidad emergen gracias a la discordancia entre norma y realidad, problemas palpables en el
proceso de “doble transición” (apertura democrática y apertura económica) que tuvo como hecho
significativo la promulgación de la Carta de 1991.
Elisabeth Ungar (1993) siguiendo fundamentalmente los planteamientos de Juan Rial y Ángel
Flisfisch, quienes analizaron las democracias Latinoamericanas, indica que la Gobernabilidad
responde básicamente a cinco elementos: Desempeño y funcionamiento del sistema político,
legitimidad social de acciones gubernativas, capacidad gubernamental ante situaciones conflictivas,
aceptación social de los gobiernos y, Niveles, alcances y mecanismos de participación ciudadana en
las decisiones gubernativas. Esta reflexión se desarrolla en el marco del gobierno presidencial de
César Gaviria, momento para el cual se identifica el liderazgo político como un elemento
indispensable para la gobernabilidad.
De otro lado, Pedro Medellín (2000) explica la gobernabilidad en términos de proceso, es decir,
mostrando los escenarios principales de discusión y decisión política, los límites de la acción
gubernativa y la legitimidad que se atribuye socialmente a las acciones del ejecutivo. Igualmente,
hallamos en este planteamiento la incursión de elementos que siendo ajenos a la dinámica interna
del sistema político, tienen fuerte impacto en la definición de las situaciones de Gobernabilidad,
ejemplo de ello es la globalización que hace de factores externos, elementos determinantes en el
ejercicio y la calidad del gobierno.
Con respecto a esto último, Cepeda Ulloa (1992) atribuye importancia a la globalización porque
encuentra en ella un proceso que pone de manifiesto trasformaciones culturales, de estilos de vida y
de estructuras de poder, que constituyen nuevos retos para la gobernabilidad del país. En este
escenario, Estado, sector privado y sociedad civil, conforman el núcleo básico del sistema político,
el cual, desde la perspectiva de este autor, tiene que enfrentar con responsabilidad los nuevos
desafíos impuestos a por la globalización a la gobernabilidad.
Por último, cabe señalar la postura de Eduardo Pizarro (1998), quien situado en un extremo de la
discusión cuestiona el estatus científico de la gobernabilidad y prefiere indicar aquello que
verdaderamente existe son diferentes visiones del mundo que hacen ver la gobernabilidad de una u
otra manera (7).
Ahora bien, hasta este punto podemos afirmar que alrededor de la gobernabilidad hay dos posturas
claramente diferenciadas. No obstante, lo que consideramos es germen de la vaguedad del concepto,
se halla en el uso indiferenciado que de él han realizado fundamentalmente los organismos
internacionales (8). La cuestión se remonta al origen etimológico de la gobernabilidad y de su
contenido tanto en los Estados Unidos como en Europa; sin embargo, el problema mayor radica en
el discurso de los organismos internacionales, el cual recoge la gobernabilidad como parte de un
concepto más amplio: la Governance.
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Para algunos autores (Hermet, 2004; Papadopoulos, 2002 y Campbell, 2000, entre otros), sin
embargo, la preocupación por la democracia y el desarrollo obedece menos a una preocupación por
los derechos humanos o el bienestar social que a una concepción política sobre las relaciones entre el
Estado y el Mercado, lo cual subyace a la idea de “good governance” impulsada principalmente por
los informes del Banco Mundial. En efecto, el término “governance” aparece en los reportes del
Banco Mundial a propósito de la crisis del desarrollo en el África Subsahariana (9) y se extiende
rápidamente a otros organismos de ayuda al tercer mundo, principalmente al sistema de las
naciones unidas, convirtiéndose en parte de los parámetros operacionales de diferentes organismos
internacionales –Banco Mundial, PNUD, OCDE– utilizados para la elaboración de proyectos y
otorgamiento de préstamos.
Inicialmente, el Banco Mundial establece una distinción entre tres aspectos de la governance,
aunque señala que su interés esta orientado exclusivamente a la gestión:
Ahora bien, los planteamientos sobre governance no se limitan al discurso de los organismos
internacionales. La palabra, que aparece hacia el siglo XIII, sufre varias transformaciones de
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significado y finalmente reaparece en el siglo XX asociada tanto a la gestión privada como a la
construcción de políticas públicas (12). En los dos casos, se comparte como premisa básica la
necesidad de cooperación entre actores; pero es la última acepción la que tiene implicaciones
mayores para el estudio del gobierno, como veremos a continuación.
1.2. Gobernanza
En el debate académico se ha empezado a reconocer que hay un divorcio entre la realidad compleja
de la toma de decisiones y los códigos analíticos y normativos usados para explicar y justificar el
gobierno. De ahí, que se plantee la necesidad de revisión conceptual ya que las herramientas
analíticas para la comprensión de la dirección (steering) política resultan tan inadecuadas como el
recurso a la autoridad jerárquica en el ejercicio cotidiano del gobierno. En este contexto aparece la
gobernanza, como un concepto que pretende dar cuenta de las transformaciones en la dirección de
las complejas sociedades contemporáneas.
Como es común en las ciencias sociales, no existe un consenso sobre la definición de governance; por
otra parte, algunos de sus usos tienen una vocación claramente normativa, lo que dificulta su
aplicación con propósitos netamente analíticos. No obstante, pese a la diversidad de usos y
definiciones, es posible plantear algunos elementos comunes:
▪ Los actores en red se relacionan de modo más cooperativo, lo que implica la negociación y
no la imposición como modo de llegar a acuerdos. Esto no excluye la posibilidad de
conflicto, sino la vocación de intercambiar recursos, conciliar intereses y lograr
compromisos mutuos. El consenso entre los intereses particulares de los miembros de la red
para llegar a la decisión sobre sus intereses colectivos se logra a través de la deliberación y
la negociación, que tienden a reemplazar al voto como modo de decisión (Papadopoulos,
2002, 135) (13)
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▪ La “deslocalización” o la gestión en procesos que tienen lugar en múltiples sitios geográficos
y en diversos niveles institucionales, como en el caso de la Unión Europea (Hermet, 2004).
Notas
Trabajo presentado por el grupo de Investigación sobre Políticas Públicas y Gobernabilidad, de la Maestría en Administración Pública
de la ESAP. El artículo sólo recoge una parte de los trabajos del grupo; para mayor profundidad y complemento, se recomienda
consultar los informes finales de investigación.
(1) Referidas especialmente al caso colombiano.
(2) “Fue entonces cuando muchos de los paradigmas de la teoría económica y política fueron puestos en entre dicho, cobrando más importancia
los modelos o explicaciones que justificaban el avance hacia otra forma de gestión e intervención pública” (Prats, 2003: 2).
(3) Para los autores del informe, los “excesos de la democracia” se concretaban en: 1) El funcionamiento de las democracias había
exacerbado el individualismo y el reclamo de la igualdad, conllevando a una deslegitimación de la autoridad y a una pérdida de
confianza en el liderazgo; 2) La expansión de la participación y los derechos ciudadanos habían creado una sobrecarga y expansión del
gobierno, exacerbando las tendencias inflacionarias en la economía; 3) La competición política terminó en una desagregación de intereses
y a un declive y fragmentación de los partidos políticos; 4) La receptividad hacia el electorado y las presiones sociales estimularon un
parroquianismo nacionalista en la manera de conducir las relaciones internacionales (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975).
(4) La democracia, término que condensa la idea del empoderamiento del pueblo en la determinación de su propio destino, puede a su vez
ser entendida como un medio para lograr la sociedad justa o como un fin en sí mismo (la sociedad justa), como la existencia de una serie
de reglas procedimentales para elegir autoridades y tomar de decisiones políticas (formal, procesal) o como la existencia de un conjunto
de condiciones materiales y objetivas (democracia sustantiva), como un orden político restringido a la función de gobierno (democracia
política) o como un orden que permea a toda la sociedad, incluida la empresa, la escuela y la familia (democracia económica y social); en
fin, la democracia como lo que podría ser (analítico-descriptiva) o como aquello que debería ser (valorativo-prescriptiva) (Jiménez, 2001,
37-84). Aunque en el discurso político-social se utilice una u otra acepción, consideramos que una y otra orilla son necesarias y
sanamente complementarias: así, la democracia de medios, de procedimientos siempre necesitará de un horizonte valorativo que le
permita encontrar un sentido y un contenido; pero a su vez, la democracia como un fin, como valor superior, necesita de de los medios y
arreglos institucionales que permitan su concreción. Dado que una reflexión sobre el significado y usos del concepto de democracia
amerita una consideración a parte y además no es el objetivo del presente trabajo, en esta ocasión, se toma el concepto tal cual es usado
por los diferentes actores o contextos; en este sentido es claro que la Comisión Trilateral maneja un concepto de democracia entendida
como un procedimiento o como medio para lograr niveles adecuados de participación política y competencia (debate) política-electoral,
frente al que manejan los teóricos latinoamericanos de la transición democrática, en donde aquella es referida con una mayor carga
valorativa que lleva a concebirla como un orden sustantivo y un fin en sí mismo.
(5) Estos objetivos se concretan atacando dos frentes. Por un lado, se introducen nuevas formas de gestión y conducción política
diferentes a las tradicionales acordes con el Estado de bienestar (cambios institucionales, desregulación, nueva gestión pública, etc.); por
otro lado, se necesita crear un entorno menos proclive a la sobrecarga de la administración y más proclive a la selección, desvío y
restricción de demandas sobre el sistema político-administrativo; en este sentido, procesos tales como la desconcentración,
descentralización y privatización de tareas y funciones públicas y cambios en las actitudes de los ciudadanos, son funcionales al nuevo
esquema de búsqueda de gobernabilidad.
(6) Analíticamente es Manuel A. Garretón (1993) quien sugiere que se haga referencia a Gobernabilidad Democrática y no a
Gobernabilidad "a secas", pues ésta última puede abordarse en cualquier tipo de régimen como categoría general, mientras que la
Gobernabilidad Democrática es la que interesa para el contexto de transición en América Latina.
(7) Según Pizarro, tres son las visiones predominantes que se esconden tras la Gobernabilidad: Neoliberal, Conservadora y de los sectores
democráticos. En sentido similar se expresa Luís Javier Orjuela (1993), para quien la gobernabilidad ante las transformaciones
mundiales de las cuatro últimas décadas del siglo XX ha provocado la definición de dos posturas claramente definidas: Neoliberal (o
neoconservadora) y la Social demócrata, la primera incorporando reducciones a la democracia y la segunda, abriendo espacios de
participación ciudadana.
(8) Para la elaboración del documento final de Estado del Arte se revisaron algunos documentos recientes del Programa de Naciones
Unidas para el Desarrollo, el Instituto del Banco Mundial, la Organización de Estados Americanos y el Banco Interamericano de
Desarrollo.
(9) El concepto de governance seria introducido particularmente a través del Banco Mundial en el documento “El África Subsahariana:
de la crisis a un crecimiento durable” de 1.989, pero es desarrollado con mayor detalle en los documentos “Governance et Development” y
“Governance: the world bank perspectiva” de 1.992 y 1.994, respectivamente.
(10) “Even in societies that are highly market-oriented, only governments can provide two sorts of public goods: rules to make markets work
efficiently and corrective interventions where there are market failures” (MacLean, 1987 citado en Campbell, 2000: 6).
(11) ".. With respect to rules, without the institutions and supportive framework of the state to create and enforce the rules, to establish law and order,
and to ensure property rights, production and investment will be deterred and development hindered." (Eggerton 1990, citado en Campbell, Ibid:7)
(12) Ver Kazancigil (2002)
(13) Hermet (2004) plantea que en consecuencia, parece existir una primacía de la norma negociada sobre la ley democráticamente
votada y con esto, la superioridad de los jueces sobre los legisladores – al menos, aquellos del plano nacional -.
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1. Realice una guía resumen en la cual presente los diferentes usos de que ha sido
objeto el concepto Gobernabilidad.
2. Explique en qué radica la diferencia entre Gobernanza y Gobernabilidad
3. Si tuviera que presentar Governace y Gobernabilidad en una relación de variables
¿Cómo lo haría?
Cuando hablamos del gobierno en sentido amplio, nos representamos por un lado,
los órganos de gobierno y la forma en que éste se organiza y, por otro lado, la acción
que realiza el (los) gobernante (s), la cual asimilamos mediante verbos como:
orientar, dirigir, guiar, “remar”. Estas nociones que expresamos sobre el gobierno
tienen asidero en la teoría, pues como ya fue objeto de estudio para nosotros en el
tema 4, los pensadores modernos (Maquiavelo, Hobbes, Locke, Montesquieu y
Rousseau) se habían pronunciado al respecto, y lograron hacerlo con tal
vehemencia, que muchos de sus postulados no son ajenos a nuestro lenguaje.
Desde luego, la idea de dirección de la sociedad es anterior a la modernidad, pues
sobre ella se ha reflexionado desde la antigüedad clásica cuando surgió el vocablo
antecesor del Gobierno: Kubernao, que significa dirigir el barco. Esta noción se
trasladó al lenguaje de la reflexión política como analogía para expresar la dirección
de la comunidad política que había confiado su permanencia y destino en la
construcción del Estado. Pues bien, el refinamiento conceptual sobre el gobierno
llegó a tal punto, que en sus acepciones como órgano y como función encargado del
cumplimiento de los fines del Estado, produjo grandes elucubraciones en cuanto a
las estructuras y las calidades del gobernante. Baste recordar la importancia que
atribuyó Maquiavelo a las cualidades personales del Príncipe o la objetividad del
mandato con arreglo a las leyes positivas que reclamaban los contractualistas.
Esa imagen del gobierno como “direccionador” que parece haber perdurado a lo
largo de la existencia moderna del Estado, comienza a ser objeto de
transformaciones en el siglo XX. En primer lugar tendríamos que señalar que
durante las tres cuartas partes del siglo, el Estado había crecido administrativamente
en aras de dar cumplimiento a los fines que la comunidad política había señalado:
bienestar social representado en la prestación pública de servicios y en especial,
garantía de los servicios luego de un ambiente de complejidad marcado por la guerra
y la destrucción propias de ese siglo. Esta situación condujo al crecimiento del
aparato burocrático del Estado y, posteriormente, a la “crisis” producto de la
incapacidad para coordinar el aparato administrativo y hacer de él una organización
eficiente. Adicionalmente, parecía gestarse un diagnóstico en el cual el Estado se
hallaba asumiendo obligaciones que no correspondían con los fines a los cuales
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debía su existencia y en consecuencia, era preciso “desmontar” las obligaciones
impropias que se le habían encargado. Hasta aquí no hemos dicho nada novedoso,
simplemente estamos haciendo referencia a lo que actualmente conocemos como el
fin del Estado Providencia y el advenimiento del Estado Neoliberal. Lo que nos
interesa observar en este proceso es la transformación del gobierno, el cual parecía
haber entrado en crisis conjuntamente con el Estado, haciendo que la concepción
tradicional lo consideraba como una dirección jerárquica y organizada de los asuntos
de la comunidad política, comenzaba a ponerse en duda y a mostrarse caduca ante
los nuevos requerimientos. Lo que diremos frente a esto es aparentemente simple,
si el Estado está en “crisis”, tal como lo anunció el Informe de la Comisión Trilateral
en 1975, también se hallan en crisis el gobierno y el aparato administrativo. De allí
que no debemos extrañarnos cuando al examinar las llamadas Reformas del Estado,
encontremos que éstas también han tenido lugar tanto en la organización y estilo de
gobierno, como en la administración Pública.
Ahora bien, dado que la realidad política se mostraba cambiante y exigía nuevas
explicaciones, la reflexión teórica en torno a estos asuntos comenzó a dirigir su
atención a nuevos problemas: ¿Cómo devolver la credibilidad y la legitimidad al
Estado que estaba en crisis? ¿Cómo gobernar la sociedad en un ambiente de
inestabilidad? ¿Cómo valorar el ejercicio de gobierno? Esas fueron algunas de las
preguntas que la teoría política se planteó como reto. El lector ya tuvo oportunidad
de conocer el surgimiento del concepto gobernabilidad, el cual está en el cetro de la
complejidad política que hemos anunciado, pero que analizada desde la óptica del
gobierno, aparece en estas circunstancias como una variable para indicar las
cualidades del gobierno de acuerdo con los parámetros que develan un desempeño
óptimo. Así puede hallarse en los estudios sobre gobernabilidad que producen los
organismos internacionales, en los cuales se observa un interés decidido por hacer
mensurables los asuntos que competen al gobierno moderno y la democracia
moderna. En consecuencia, podríamos decir sintéticamente que la gobernabilidad
esta referida a la relación gobernantes – gobernados que anteriormente
analizábamos desde el poder político, pero que ahora se interpreta desde la relación
política de oferta y demanda entre gobernante y gobernados. En otras palabras, la
gobernabilidad intenta examinar la capacidad que tiene el gobernante de dar
respuesta a las demandas sociales, sin dejar de lado las exigencias democráticas,
donde la situación problemática resulta entonces de la concepción que la comunidad
política tiene sobre la democracia como uno de los referentes desde el cual valora el
ejercicio del gobierno.
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Documento de Trabajo No 1
Del gobierno a la gobernanza
Una de las respuestas tipo más frecuente al modelo jerárquico ha sido enfatizar el uso de los actores
societales, y especialmente, utilizar las redes de actores que rodean casi todas las áreas de políticas
(Marsh y Rbodes, 1992; Kooiman, 1993; Kickert, Klijn y Koppenjans, ]997) para su formación y
administración. Llegando al extremo, hay académicos que han planteado que puede existir
"gobernanza sin gobierno", con lo que quieren decir que las redes formadas por los grupos y partes
interesadas podrían ser capaces de dirigir las áreas de políticas en las cuales están involucrados. Se
supone que este abanico de organizaciones auto-referenciadas y auto-organizadas (In 't Veld, 1992)
son capaces de tomar decisiones colectivas y de controlar la manera en la cual se diseñan y se
implementan las políticas. El estilo de gobierno que puede surgir de este modelo emergente de
gobernanza puede ser muy conveniente para quienes participan formalmente en este proceso pero,
como plantearemos luego, puede no ser nada conveniente para aquellos actores del proceso que
están menos organizados y cuya participación es menos obvia.
Otra de las respuestas tipo al modelo jerárquico de gobernar ha sido el de alterar la forma en que se
implementan las políticas públicas involucrando a la sociedad civil y aun a las organizaciones con
fines de lucro en el suministro de los servicios. Este tipo de reforma representa lo que ahora resulta
ya familiar y que además quizás resulta impopular; hablamos del enfoque "conducir, no remar",
propuesto por Osborne y Gaebler (1992). El supuesto básico que ha orientado este tipo de reformas
ha sido que los gobiernos son actualmente menos capaces de suministrar servicios que las
organizaciones del sector privado; por ello resulta oportuno que el gobierno permita a dichas
organizaciones -que están fuera del ámbito público y pueden realizar esas tareas con eficiencia- que
efectivamente tomen esa responsabilidad. Como se puede notar, la lógica de estas reformas se basa
en un supuesto que ha ido ganando cierta base de apoyo en observaciones empíricas de algunos
esfuerzos realizados en ese sentido, pero que también ha sido objeto de rechazos bien
fundamentados. Este tipo de enfoque sobre la reforma no ha enfatizado la utilización del sistema de
redes per se sino que, más bien, ha descansado en el gobierno como gestor de políticas que, en tanto
tal, ha encontrado los medios para lograr las metas relacionadas con esas políticas de una manera
más eficiente y efectiva.
Otro aspecto de la reforma administrativa que ha enfatizado la eficiencia por sobre la participación
ha sido la creación de agencias y otro tipo de organizaciones autónomas o semiautónomas, cada una
de las cuales responsable de suministrar un solo servicio. Esta desagregación del sector público ha
sido muy frecuente en varias democracias industrializadas (Gains, 2003), y también ha sido
adoptada en una amplia gama de sociedades menos desarrolladas y en transición (Pollitt y Talbot,
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2003). Este modo de gobernar tiende a exacerbar 1a tendencia de otras reformas a ligar cada uno de
los programas a grupos particulares de clientela en lugar de orientarlos hacia una concepción más
generalizada y comprehensiva del bien público. Sin embargo, el gobierno puede conducirse
razonablemente bien dentro de los “stoveovepipes" que se definen por las redes y otras estructuras
que relacionan a los grupos y agencias que tienen un interés común en las políticas.
En el contexto de Estados en transición, de Europa Central y del Este, Asia y América Latina, el
modelo de gobernanza basado en redes podría no percibirse como la alternativa más apropiada
frente el modelo jerárquico. Indudablemente, uno podría argumentar que la necesidad primaria, en
estas sociedades, es la de desarrollar Estados jerárquicos y burocracias weberianas que puedan
desempeñarse sine irae ac studio, más que implementar sistemas que puedan ser dominados por
partidos o por personas corruptas, como ha sido la características de esos sistemas políticos en
muchos casos (Peters, 2000, capítulo 6). Sin embargo, como se ha dicho, también existen presiones
para desarrollar sistemas más participativos de gobierno que puedan servir, justamente, para
estimular el desarrollo de la sociedad civil, así como para reaccionar frente a las estructuras
existentes que procesan las demandas de los ciudadanos (Rothstein, 2003).
Incluso para las sociedades más desarrolladas, y para muchas áreas de políticas dentro de ellas, la
utilización del mecanismo de las redes para tomar las decisiones relativas a las políticas resulta
potencialmente problemático. Por un lado, si el sistema de redes es inclusivo y proporciona el
acceso a un amplio rango de intereses económicos y sociales, es posible que ello pueda dificultar el
proceso de toma de decisiones. Redes de este tipo tienen la virtud de la apertura pero,
generalmente, se les dificulta llegar a acuerdos respecto de los medios para tomar decisiones frente a
demandas e ideas conflictivas, que con seguridad van a surgir dada justamente esa inclusividad. Si
la idea de las redes es que exista un cierto nivel de deliberación y de involucramiento, entonces la
formalización de las normas puede debilitar justamente este importante elemento de la democracia
tal cual se percibe en dicha estructura. Además, las instituciones convencionales de la gobernanza
política tienen normas institucionalizadas, por ejemplo la norma de la simple mayoría, que
permiten tomar decisiones incluso cuando hay intereses en conflicto.
Por otro lado, si la red de políticas no es inclusiva y se define sobre la base del compromiso con
ideas particulares sobre las políticas o con puntos de vista profesionales específicos dentro de un
área de políticas, en ese caso la toma de decisiones se hace más fácil al interior de la red, pero esas
decisiones tienen gran probabilidad de no ser aceptadas por todos los segmentos de la sociedad los
cuales pueden tener un interés legítimo respecto de esas políticas.
En comunidades epistémicas (Haas 1993; Adler, 1992) definidas en términos de una base común y
particular de conocimientos, por ejemplo, puede resultar sumamente fácil tomar decisiones entre
ellos, pero difícilmente esas decisiones van a satisfacer a los otros "jugadores" involucrados; los
médicos pueden tomar las decisiones que quieran respecto de la política de los cuidados de salud,
pero esas decisiones no van a satisfacer necesariamente a los pacientes, a los hospitales o a los
fondos de seguro que conforman el sistema total de salud.
La discusión anterior sobre el sistema de redes deja en evidencia que uno de los elementos más
problemáticos del modelo de gobernanza basado en redes es el rol que la democracia puede jugar
dentro del proceso de gobernar.
Mirado superficialmente, el modelo de redes aparece como un modelo de gobernanza que amplía la
participación de los ciudadanos en la toma de decisiones que se da dentro del sector público;
también permite que ellos escapen de las limitaciones que tiene la democracia representativa
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convencional dentro de la cual sólo tendrán una capacidad esporádica de transformarse en
jugadores del proceso de gobernanza (Sorenson y Torfing, 2002).
Por otro lado, si las políticas van a ser determinadas por una agregación de grupos e individuos
directamente vinculados a esas políticas, entonces existe un mayor peligro de que el interés público
general se vea afectado. Si continuamos con el ejemplo de la salud dado anteriormente, entonces
podemos decir que aun cuando los diferentes profesionales del área de la salud estuvieran de
acuerdo respecto de las políticas, ello tampoco asegura que el "interés público" quede resguardado
frente a esas decisiones.
Peters, Guy. La Capacidad para Gobernar: ¿Retrocediendo hacia el centro? En: Revista del
CLAD Reforma y Democracia. No. 27. (Oct. 2003). Caracas, p.7-9.
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equidad en un ambiente de exclusión creciente a la cual se sumará el modelo
neoliberal de Estado.
De esta manera, consideramos relevante para comprender el uso y el significado del concepto de
gobernabilidad en América Latina, realizar un acercamiento a los llamados procesos de transición
democrática, dado que fue el periodo en que el tema de la gobernabilidad y la democracia ocupó el
centro del debate político y académico en la región. Para ello, hemos recurrido a la revisión de
algunos autores latinoamericanos, especialmente a textos que ellos produjeron en los años noventa.
Autores como Manuel Antonio Garretón, Guillermo O´donnell y Antonio Camou serán abordados
aquí. Del mismo modo, será tratado el planteamiento de Luciano Tomassini, quien invita a la
reflexión a partir de la relación entre Gobernabilidad y Políticas Públicas.
Recordemos que durante las décadas de los años sesenta y setenta, países como Brasil (1964),
Argentina (1976), Chile (1973) y Uruguay (1973), afrontaron gobiernos militares o gobiernes civiles
marcadamente autoritarios. Estos gobiernos se caracterizan, grosso modo, por el establecimiento de
un "orden" en el cual predomina la coerción por parte del Estado y las instituciones militares, la
restricción de libertades civiles, la exclusión política a través de la supresión de partidos políticos y
organizaciones civiles y un fuerte interés por la estabilización o "normalización" de la economía.(9)
Estas características del "orden" existente en los gobiernos autoritarios incitaron debates
posteriores en torno a sí el "autoritarismo" era un apelativo propio del régimen político, del sistema
político o del mismo Estado.
Ese "orden" al cual se pretende llegar, tiene fundamento histórico e ideológico en la Doctrina de
Seguridad Nacional que fue propuesta e impulsada por los Estados Unidos en el periodo de
postguerra, aunque también en América Latina se escribieron y pusieron en práctica tratados
ideológicos y teóricos por presidentes y políticos de los gobiernos autoritarios. La Doctrina de la
Seguridad Nacional planteó como objetivo central la seguridad hemisférica y el fortalecimiento de
los Estados y gobiernos latinoamericanos en dos frentes: Por un lado, se buscaba poner freno a la
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expansión del comunismo internacional como amenaza externa y por otro, combatir la amenaza
interna que representaban los levantamientos "subversivos" o "guerrilleros" que parecían
expandirse en la región después de la revolución cubana de 1959. Uno y otro, el comunismo en lo
internacional y su expresión interna, la subversión, dentro de un ambiente de “guerra fría”, se
consideraron como las fuentes de un diagnóstico único: caos y desorden, por lo que Washington se
mostró favorable a las fuerzas militares y al establecimiento de los sistemas autoritarios como
alternativa de solución para reestablecer el orden (Pinzón y Muñoz, 1983).
Los excesos de los gobiernos autoritarios en el uso de la fuerza, la subordinación del poder político
al poder militar y, especialmente la exclusión de amplios sectores en la política y la economía,
trajeron consigo los brotes de resistencia y la incapacidad de los gobiernos para ofrecer respuesta
efectiva a las demandas sociales y, por consiguiente, el resquebrajamiento paulatino del
autoritarismo a lo largo de los años ochenta y principios de los noventa, décadas en las cuales se
producen las transiciones democráticas.
Ahora bien, el tránsito de un sistema político autoritario a uno democrático es visto como proceso
ineludible, como única opción posible que logrará en las sociedades latinoamericanas menguar los
"excesos" del poder y crear un ambiente de estabilidad. En ese sentido, la democracia aparece como
el "opuesto" deseado que evitará el regreso al autoritarismo, creando un "nuevo orden" que
restablecerá los derechos del ciudadano y garantizará la representación política. Así, democracia se
convierte en la ausencia de autoritarismo. (10) Sin embargo, la herencia de los gobiernos autoritarios
estaba consignada en la crisis de las instituciones públicas y la desconfianza de los ciudadanos en el
gobierno. La transición trae entonces dos preguntas implícitas: Qué tipo de democracia se quiere
construir y qué acciones son necesarias para hacer esa democracia gobernable. Frente a esas
preguntas se desarrolla el debate que incorpora el tema de la Gobernabilidad, en el entendido que el
concepto que se maneja es de carácter normativo; es decir apunta aun tipo de gobernabilidad
considerada como buena o adecuada para el contexto latinoamericano de la consolidación
democrática.
(…)
También podemos observar cómo se tejen dos perspectivas distintas frente a la democracia, las
cuales parecen estar dadas por el grado de desarrollo político-institucional de los países. De un lado,
el informe de la Comisión Trilateral (1975) presenta como situación problemática para los países del
“primer mundo” un exceso de democracia que ha desbordado la capacidad del gobierno frente a
situaciones políticas y económicas. Es decir, señalar un exceso de democracia, es al mismo tiempo,
indicar un problema de estabilidad o un problema de gobernabilidad. En ese sentido es que el
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Informe recomienda mayor control del sistema político por parte del gobierno, reducción de la
democracia y recuperación de la autoridad política.
La postura de los analistas de la gobernabilidad en los Países de América Latina, la cual hace sus
primeros ecos una década después del Informe de la Comisión Trilateral (1975); aparece contraria
frente al diagnóstico y sugerencias en torno a la Democracia. Mientras el Informe recomienda a los
países desarrollados una mengua de la democracia, en los países Latinoamericanos se observa un
constreñimiento de la participación democrática gracias al autoritarismo político, razón por la cual,
se advierte como deseable la apertura de escenarios democráticos. El núcleo problemático ya no se
traduce en un problema de exceso sino de cierre de la democracia, situación que en periodos de
transición de sistemas políticos autoritarios hacia sistemas políticos democráticos, tendrá
importancia significativa para la comprensión de la Gobernabilidad.
(9) El sociólogo Guatemalteco Edelberto Torres – Rivas (1993), realiza una reflexión acerca de la preocupación constante de la política y
la sociología en cuanto al “problema del orden” y para ellos se vale de autores como Marx, Weber y Durkheim.
(10) El sociólogo peruano Carlos Franco (1993) se refiere a la transición democrática como un proceso de carácter “abortivo” que se
produce por los intentos frustrados de la democracia latinoamericana.
Desde su surgimiento durante los siglos del Iluminismo y de las revoluciones burguesas,
especialmente desde finales del siglo XIX en adelante, la teoría moderna de la democracia tiene
entre sus presupuestos implícitos o explícitos un cierto grado de igualdad y equidad materiales
para que los ciudadanos puedan ser realmente tales, esto es: participar activa y conscientemente en
la res publica, como decían los Romanos: igualdad en el sentido de que todos tienen sus necesidades
materiales e inmateriales básicas satisfechas, y equidad en el sentido de tener las mismas o al
menos muy similares oportunidades de acceso tanto a lo sustantivo de la democracia, o sea, los
derechos humanos en lo político, como al saber y a la información que deben tener. Ello
obviamente no significa que todos seamos iguales en todo o que deba imperar una equidad total.
Quiere enfatizar más bien la permanente existencia de una potencial contradicción: en la medida
en que las dos condiciones no estén cumplidas, la democracia carece de un elemento legitimador, lo
cual incluso puede llevar a constituir una amenaza para su permanencia. Lo que puede agudizar la
contradicción es el hecho de que el funcionamiento del orden socio económico de las economías de
mercado o capitalistas tiende, para decir lo menos, a no producir y reproducir la igualdad y la
equidad, mucho más todavía cuando nos encontramos en este capitalismo particular que es el del
subdesarrollo, en un momento especial que es su situación problemática en el marco de la crisis del
sistema histórico-social actual.
Ahora bien, la gobernabilidad, así a secas, es un concepto que hace referencia a un conjunto de
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condiciones "técnicas" del sistema político que media entre la sociedad y el Estado: un poder
ejecutivo con un proyecto (malo o bueno) para el presente y futuro y con capacidad de articular
canales para tomar decisiones, una burocracia que sabe traducirlas mediante el empleo de las
reglas de la racionalidad formal que la caracterizan, una fuerza pública que (a) protege e] territorio
para asegurar la seguridad externa y (b) ejerce el monopolio del uso de la violencia para garantizar
la seguridad interna. Como se podrá apreciar, la gobernabilidad no está condicionada a que el
sistema político sea una democracia; en América Latina tenemos amplios ejemplos de sociedades
que durante décadas fueron gobernadas por dictaduras militares o cívico-militares, la última vez
en la mayoría de los países desde mediados y finales de los años 60 (y antes - recuérdese Guatemala
desde 1954) hasta mediados y fines de los 80, lo cual demuestra que son gobernables. La
gobernabilidad democrática implica, además de las condiciones técnicas, el control del poder
ejecutivo por el legislativo y de este último por los ciudadanos, la posibilidad de la alternación de
los que conforman los poderes ejecutivo y legislativo, por ende necesariamente la realización
periódica de elecciones y eventualmente la existencia de otras formas de participación como
referendo y plebiscitos, la plena vigencia de los derechos políticos y sociales, la conciencia colectiva
en tomo a la necesidad de la existencia simultánea de reglas formales y condiciones sustantivas, esto
es: las condiciones materiales de igualdad y equidad aludidas antes, la adecuación entre medios y
fines en el ejercicio de la violencia física por parte del Estado, etc.
Cada sociedad tiene sus propias condiciones de gobernabilidad democrática. Las sociedades de
nuestra región han exhibido frecuentemente, cuando en ellas el régimen político ha sido
democrático, severos déficits en cuanto a las condiciones no técnicas de la gobernabilidad
democrática, y todavía los presentan, lo cual hace que la amenaza a su legitimación sea
particularmente permanente y significativa.
Ello se ha hecho otra vez visible durante lo que se ha llamado la paradoja de la década perdida
para el desarrollo de América Latina y el Caribe: la coincidencia de una ola democratizadora con la
peor crisis económica en toda su historia, incluidas las repercusiones (que volvieron la paradoja
aun más dramática) en cuanto al empobrecimiento de las mayorías populares e incluso de
segmentos de los sectores medios y el subsiguiente deterioro de las condiciones materiales de vida.
La democratización política de las sociedades tampoco tiene parangón en su evolución desde el
logro de la Independencia en adelante. Fue adquiriendo dos formas. Una consistió en el
restablecimiento de la democracia, a través de mecanismos y acontecimientos diversos, en los
países en los que había sido eliminada desde 1954 (Guatemala), 1964 (Brasil) hasta 1976
(Argentina) y que constituyeron la gran mayoría. La otra forma fue el intento de "democratizar la
democracia" en los cinco países en los que había sobrevivido: Colombia, Costa Rica, México,
República Dominicana y Venezuela.
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democrática y simbolizada en figuras como Color de Mello en Brasil, Menem en Argentina,
Fujimori en el Perú y Carlos Andrés Pérez en Venezuela.
(*) Una versión muy preliminar del presente ensayo (en cuyo carácter ensayístico me es importante insistir) la presenté en el II
Congreso del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo CLAD, realizado en octubre de 1997 en la Isla de Margarita
/ Venezuela. Esta versión tampoco muy final que digamos, muestra a los que escucharon la primera los pocos avances que he hecho,
básicamente porque los principios éticos sobre los que se basan mis argumentos siguen siendo los mismos.
Bibliografía
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BIBLIOGRAFÍA
Bibliografía Citada:
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Bibliografía no citada:
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