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Memorial de Isla Negra y otras

topografías del yo nerudiano


Nuria Girona Fibla

Universitat de València

—269→
Éste soy, yo diré, para dejar
este pretexto escrito: ésta es mi vida.
Y ya se sabe que no se podía:
que en esta red no sólo el hilo cuenta.
sino el aire que escapa de las redes.
y todo lo demás era inasible.

Neruda

¿Qué tienen en común un espejo y una sepultura? Algo del yo que ambos retienen.
Los cementerios fijan un afán de permanencia, el afán de la vida póstuma en la que se
desea perdurar. Los mausoleos evocan las figuras gloriosas, el yo convertido en
monumento. Familias, apellidos y clases se distinguen según el espacio que ocupan, el
color de los mármoles, la suntuosidad de la arquitectura fúnebre. Los epitafios de las
lápidas evocan el perfil de los ausentes: aquí yace el ilustre médico, o en su dimensión
privada: tu mujer e hijos te recuerdan. La última palabra del que ya no está es también
su última voluntad de permanencia: así quiero que me recuerden, reza el epitafio,
imponiendo un último destello del yo al trance de la muerte. Así perpetuará también la
autobiografía, la imagen del yo proyectada en la escritura. La autobiografía, como el
epitafio1, presta la voz a una entidad ausente. En la inscripción sepulcral resuena la
autobiografía abreviada, el —270→ microrrelato condensado de un yo. Desde el más
allá, en diferido, nos llega una miniatura de su novela familiar.

De alguna forma, la vida va trazando las formas de su recuerdo para la posteridad,


va escribiendo su epitafio. Algo de espejo esconde la sepultura, cuando el yo se
convierte en mausoleo. De hecho, el primer reconocimiento del yo ante el espejo, de ese
yo que se constituye en tanto se mira, será acogido en la inscripción sepulcral, otro
espejo del mismo ausente. Así es como la identidad recurre a una imagen para adquirir
su sentido de integridad.

La afinidad entre espejo y sepultura funciona también a otro nivel: si toda cultura es
capaz de guardar a sus muertos es porque es capaz de identificarse con ellos. Y al
identificarse con sus muertos es capaz de hacer un intercambio de imágenes que
sostiene la idea de inmortalidad. Siempre yo y otro que es como yo, sin ser yo. El
trayecto empieza donde termina: siempre el yo como un desorden de identificaciones
imaginarias que se lleva hasta la tumba.

Partamos de estas consideraciones: de la continuidad entre la autobiografía y el


epitafio, de los nichos como espejos, del yo y sus restauraciones.

La crítica en torno a la autobiografía ha insistido suficientemente en la imposible


identificación entre el yo narrador de este relato y la persona que lo escribe2. Como
relato especular, siempre media el imaginario individual y social. La autofiguración está
condicionada por la imagen que el yo tiene de su ser, la que proyecta su «deber ser» o la
que el público le exige. A esta mediación hay que añadir todos los filtros que conlleva
atravesar el umbral del lenguaje, de la retórica y de las ideologías culturales.

Recuerdos de provincias, Recuerdos del porvenir, Las memorias de la Mamá


Blanca o «Funes el memorioso» componen el mapa de evocaciones y olvidos de un
continente, pero ante todo nos recuerdan que la memoria funciona a la vez como
catalizador y como agente de una imposible reconstrucción, dado que el ejercicio
memorístico conduce al ejercicio de la fabulación.

Si concebimos la memoria más allá de su noción cognitiva y más acá de su ficción


podemos reconocerla como una práctica, entenderla como una forma de acción social,
que adquiere dimensiones colectivas. Si toda autobiografía recuerda, toda autobiografía
entra de lleno en el programa de políticas del olvido.

—271→

Rodeando la inoperante discusión sobre la fidelidad que corroe texto y vida3 sobre
las posibilidades constructivas (diario, memorias, autorretrato, etc., tantas como los
individuos que las activan) y operando a partir de la noción de espacio autobiográfico,
podemos armar una teoría del yo que informe sobre la persona, la literatura y la época
en que se escribieron los relatos de vida4. La propuesta no es nueva, pero postula una
comprensión del sujeto a salvo de su exclusiva consideración como producto del
discurso. En relieve, la presencia de un yo-autor que se presenta en el texto, al margen
de la coincidencia del nombre y la historia vivida. Una presencia reiterada como
inscripción y como lugar desde el que se habla y se rememora5.

Celebraciones del yo nerudiano


En 1964, con ocasión de su 60 cumpleaños, Pablo Neruda se regala a sí mismo los
cinco volúmenes de Memorial de Isla Negra. De este modo, el poeta se obsequiaba con
toda una vida compilada y poetizada que, a modo de álbum familiar, le permitiera reunir
distintas secuencias sobre sí mismo.

Desde la declaración con que abriera su Extravagario: «Ahora me dejen tranquilo /


ahora se acostumbren sin mí»6, el poeta ha reclamado silencio para escucharse mejor, en
una serie de gestos que rondan siempre lo autobiográfico: en 1960 publica «Escrito en
el año 2000» (Canción de gesta) y en 1962 Las vidas del poeta, después refundido en
Confieso que he vivido (1974). Este último escrito, de publicación póstuma, bien podría
considerarse como el largo epitafio con que el autor decide despedirse y como tal,
quedar en la memoria.

Estos gestos de recuperación del yo coinciden con lo que Hernán Loyola ha


considerado, respecto a la poética del autor, un nuevo ciclo del autorretrato nerudiano.
La —272→ autorrepresentación coincide «con un proceso de desacralización del yo»7,
especialmente a partir de Tercer libro de las odas, con un perfil conflictivo que
abandona el énfasis o la seguridad oracular de los libros anteriores.

Es preciso anotar la coincidencia entre esta «poética de la transparencia» (que en


ocasiones se ha considerado en la línea de la poesía conversacional) y las posiciones
«antintelectuales» que asume el autor. En esos años, Neruda se lanza a una campaña
contra el libro que, sin embargo, su propia escritura desmentirá. La compleja actitud del
autor ante los libros ocupa el centro mismo de su proyecto autobiográfico. A pesar de
sus declaraciones: «Yo no quiero ir vestido / de volumen, / yo no vengo de un tomo, /
mis poemas / no han comido poemas»8, su autorrepresentación se apoya en textos
propios y ajenos, mucho más de lo que el autor estuviera dispuesto a admitir. Aun
cuando pretenda «desescribir» la literatura el papel que retorna a la madera, el texto que
vuelve al abecedario, en la autobiografía en prosa, Neruda reescribe sus libros poéticos
anteriores, en especial Canto General y al mismo tiempo retoma poética y
simultáneamente las escenas de vida en otro libro, el Memorial de Isla Negra. Neruda
se lee y se escribe una y otra vez en esta época, en una búsqueda obsesiva de orígenes
textuales y personales, y un afán por recuperar cierta imagen unificada de sí mismo, que
ya no le devolvía su obra poética.

Insisto en la recuperación de esta imagen unificada porque el propio Neruda se


encargará de enfatizar en numerosos versos la escisión que lo asalta: «ahora me doy
cuenta que he sido / no sólo un hombre sino varios»9. Pero fuera de explícitas
tematizaciones, lo cierto es que su obra poética sigue apuntando a un sujeto lírico, que si
bien se manifiesta como centro de una subjetividad estallada, nunca termina de
descentrarse ni de fragmentarse. Este sujeto ha recurrido a una nueva estrategia: la
ficción de la transparencia o la ficción de oralidad. Podemos poner en relación esta
necesidad de poetizar «a lo simple» con la necesidad de transformar la vida en relato:
dos proyectos de la misma voluntad, la de autentificarse ante sus lectores, la de
presentarse lo más cercanamente posible. La oralidad supone un procedimiento
inclusivo (en la poesía anterior era el «canto»), de ampliación de la comunidad lectora, a
la que luego hará llegar su vida, o mejor, la vida que quería que le atribuyéramos.

Respecto a la necesidad de recuperar un origen, podemos entender el hecho mismo


de reescribir libros anteriores como el afán por volver al momento originario de la
escritura y así perpetuarlo con nuevos sentidos. El pasado es una larga cita, en su doble
acepción: cita literaria y tiempo de encuentro, que siempre es posible volver a visitar.
Baste señalar la constante resignificación de Josie Bliss en estas obras: ese cuerpo de
mujer reescrito una y otra vez, visitado una y otra vez, para no terminar de perderlo. Por
otro —273→ lado, la negativa de reconocer anclajes intertextuales nos remite al énfasis
nerudiano de fundar una memoria no mediatizada, de recuperar un vínculo originario
entre lo cognoscitivo y lo estético, lo sensorial y lo cultural.

Tampoco es casual que este proyecto nerudiano de textualización de la memoria se


inicie en los años 60 y persista durante toda la década, en un momento de división de
los campos intelectuales latinoamericanos y de debate en torno a la especificidad de su
literatura. De hecho, estos escritos muestran, más allá del culto a la personalidad, hasta
qué punto las contradicciones de la «modernidad» atraviesan la obra nerudiana.
Podemos constatar en ellos contradicciones de tipo ideológico (civilización/barbarie),
político (cosmopolitismo/nacionalismo) y cultural (oralidad/escritura), y sobre todo, las
que afectan a la función social del intelectual. La disyunción entre la autonomía de la
institución literaria y el funcionamiento político de los textos estéticos también se
encuentra en Neruda10. A la luz de este contexto podemos leer su autobiografía, no sólo
como una escritura que registra la nostalgia del origen, sino como una escritura que se
pregunta por la eficacia de una práctica. El continuado esfuerzo por «escribirse»
muestra también las dudas en torno al poder de la representación, a la posibilidad de
significación y de intervención de la escritura.

Al presentar Confieso que he vivido, Neruda advierte que «las memorias del
memorialista no son las memorias del poeta». No en balde, la publicación original
apareció como Las vidas del poeta. El cambio de título podría hacernos pensar que el
autor consideraba que su obra se ajustaba a la modalidad confesional y que reconocía su
disposición a relatar confidencias. Nada más lejos de este relato, que no confiará nada
que no sepamos y más bien afirmará la anhelada proyección de su autor. La
confrontación de los títulos reúne el objetivo de la escritura: se trata de reconducir las
vidas del poeta a la palestra ficticia de la confesión.

Porque justamente la identificación fundamental que el autor propone para sí mismo


en este texto es la de poeta. Si al principio proponíamos entender la autobiografía como
la cesión de voz a una entidad ausente, entenderla como prosopopeya, en la línea de
Paul de Man, el término prosopopeya, etimológicamente, apunta con ambigüedad al
rostro y a la máscara, al hombre y al personaje. Neruda propone en este relato un rostro
de poeta a la máscara de lo mismo y la coincidencia entre la vida del escritor y la
biografía de la persona. Esta figuración establecerá la matriz narrativa dominante en la
primera parte de la obra, en la que por encima de anécdotas y experiencias vitales, se
relatan los episodios fundamentales del oficio: el recuerdo de los primeros versos, las
amistades con otros escritores, las circunstancias de la escritura, etc. La incertidumbre
de ser se resuelve en estas páginas en la certidumbre de ser en y para la literatura. Este
sujeto se ha constituido en «vidas» diferenciadas para reunirlas en una misma
figuración: la de poeta.

Desde el primer capítulo, Neruda establece los orígenes fundamentales de esta


presentación. Contradiciendo su campaña antiintelectual, las referencias predominantes
son escenas de lectura en la infancia que sirven paradigmáticamente para manifestar la
diferencia —274→ del autobiografiado11: el baúl de la familia esconde objetos
fascinantes, tarjetas y cartas a partir de las cuales el niño Neruda reconstruye una
historia familiar, «la primera novela de amor que me apasionó» (20). La vida se lee
como un libro, la lectura recompone lazos afectivos y vínculos genealógicos perdidos.
A la par, el autor señala el temprano interés por los libros y las lecturas preferidas:
Buffalo Bill y Emilio Salgari (21).

Podríamos ir reseñando el carácter metonímico de las escenas de lectura, incluida la


identificación que casi al final del libro Neruda propone como autorretrato: un grabado
de un caballero inglés sentado frente a la chimenea, con un libro en la mano: «así me
gustaría quedarme siempre [...] leyendo libros que harto trabajo me costó reunirlos»
(400). Esta secuencia funciona como emblema del yo y puede entenderse como figura
autorreferencial: Neruda leyendo en la casa de Isla Negra, recinto privilegiado que lo
protege del exterior y que permite hablar al que falta afuera.

Del seguimiento de este tipo de secuencias podemos extraer dos conclusiones: la


primera es que las escenas de lectura se convierten imaginariamente todas ellas en
escena primaria de generación textual y de producción estética y, al mismo tiempo, de
condición de adquisición de un saber. Reescribir los libros anteriores es volver a leerse;
reescribir es recuperar las escenas de lectura. Antes, el pasado era una larga cita. Ahora,
en el principio, es el libro.

En segundo lugar, advertir cómo Neruda establece la posibilidad de este saber por
línea materna (la elaboración del primer poema dedicado a la madre la coloca en el
lugar de la inspiración y la noticia de que su otra madre muerta escribía versos, en la de
precursora). Por la línea paterna se sienta la ley: «¿de dónde lo copiaste?» (33), pregunta
el padre cuando le muestra este primer poema. La misma acusación de plagio que años
después le hiciera otra figura masculina, el poeta Sabat Escarty. Pareciera que esta
escritura, que propone un retorno a la tierra, a la integridad del comienzo, al «manantial
materno de las palabras»12, sienta la censura y la cesura de lo simbólico como una
reprobación de copia, contra la restitución de la originaria voz materna.

Podemos poner en relación estas precisiones con el primero de los libros de


Memorial de Isla Negra y los orígenes que este libro funda. De entre todas las
genealogías, en la versión poética Neruda elige como en otras de sus obras la
continuidad de la tierra. Esta genealogía se abre en el poema inaugural con una escena
de devastación: el lugar de nacimiento ya no existe, Parral fue barrido por un
terremoto13. El vacío geográfico se corresponde con la discontinuidad biológica de la
madre muerta. La escritura repone este origen perdido: vuelta a escribir la tierra para
recuperar sus raíces, para recuperar la ascendencia de la madre perdida. Toda la
escritura nerudiana escenificará la dramatización de una perpetua separación de la
madre y un perpetuo retorno a ella, en la que se mezclan lo textual, lo físico y lo erótico.

—275→
Su identificación con la tierra vertebrará en realidad el relato de la vida en prosa: las
vidas del poeta son las vidas en los distintos lugares por los que ha transitado. El libro
encubre la estructura de otro libro, el libro de viajes, pero más allá de su organización,
podemos leer la propuesta de construir una vida a través de este motivo estructural
como la propuesta de una identidad topográfica, en la que el yo se piensa en la medida
que conquista territorios, primero en su establecimiento espacial y luego en su dominio
textual. El yo funda, en sus palabras, «un pacto con el espacio»14. Pacto, que como
veremos más adelante, es un pacto literario.

En resumen, la ficción fundacional se arraiga en un comienzo que se piensa textual,


fraternal y terrenal. Eso no es nuevo en Neruda. Pero llevemos más allá la máscara de
poeta que esconde al poeta. Si analizamos el estatus del yo que presenta la obra
narrativa podemos calificar la autenticidad con que se presenta este yo como de
«autenticidad planificada». La selección de episodios de la infancia es significativa al
respecto: cada uno de ellos prefigura la vida del hombre maduro que se narrará
posteriormente. No sólo al poeta, también al poeta comprometido que es el que va a
ocupar los episodios de la vida pública (Neruda embajador, Neruda comunista, Neruda
senador). La confesión no da cuenta de deslices, ni de confidencias sentimentales ni
apenas de la esfera íntima de este sujeto (cabría preguntarse qué esperamos leer de una
vida). No entra en esta escritura, en la que la vida privada se ha sociabilizado por entero
y el sujeto tiende a borrarse para fundirse con la esfera que le ha dado nombre. Así
entiende Neruda qué significa contar una vida, el deseo de hacerla pública en el reverso
borrado de la intimidad.

Aunque podemos pensar que la voluntad de publicar una vida conlleva la de


constituirse públicamente, también es cierto que por eso mismo toda autobiografía que
se escribe con intención de editarla se piensa para incidir en la esfera de lo público. La
práctica política de Neruda se complementa con una identidad escrita y diseñada a
través de este escrito que lo publicitará. El gesto, devuelto al contexto que planteábamos
al principio, termina de ser rotundo. En tiempos de polémicas, vuelta al origen perdido;
en tiempos de duda, un yo unificado que proclama una verdad última; en tiempos de
crisis, sólo un discurso fuerte puede hacer de él una praxis social.

Poeta y poeta en doble sentido: en la matriz temática y en la elaboración de la


palabra, pues los episodios que no tienen que ver con esta matriz están también
poetizados. Una de las pocas escenas que apuntan a la dimensión privada del individuo,
obligada en todo relato de vida y más en el de esta vida que a la par de conquistar
territorios conquista mujeres (con pocos detalles) es la de la iniciación sexual. Esta
escena, como la imagen de la tierra que Neruda propone, es una escena de libro, que
apenas difiere del correspondiente poema en el Memorial de Isla negra o de alguno de
los Veinte poemas amor. La estética nerudiana incluye la estetización de la existencia.

El lenguaje no sirve como teatro de autodescubrimiento. No es un medio sino el


sujeto mismo. Nuevamente, la vida se lee como la propia obra15. A la continuidad de la
palabra en la vida, la de la poesía en la prosa.

—276→

Lo mismo respecto a la «tierra» que nos presenta el autor. Al principio, es el libro,


como al principio no es la naturaleza, sino el libro de la naturaleza. De su biblioteca
personal, Neruda destaca, junto a su colección de caracoles, los libros de historia natural
(Confieso que he vivido, 375). La tierra es el espacio por excelencia de la figura que el
poeta maneja. El mundo natural, como el erótico, es un efecto de estilo. En el comienzo,
el signo, y no la cosa, la representación y no la presentación (cuyo recuerdo es esta
representación)16.

El ejercicio poético se cierra con el documento sellado por la verdad del yo (la
escritura de la vida), que difumina cualquier otra esfera. El autor precisaba de este gesto
para afirmar la praxis vital de un pensamiento «fuerte», en el sentido que Vattimo
concede a este término17, que ya no podía enunciarse sólo desde la poesía.

Autobiografías canónicas y testimonios subalternos


Los términos que han aparecido a lo largo de la exposición: yo unificado, verdad
última, nostalgia del todo, apuntan a una estructura que se corresponde con el resto de la
obra nerudiana. El proyecto de su poesía resulta totalizador18. No sólo por su amplitud
temática, una voz que se modula desde la circunstancia amorosa al cuerpo mudo
femenino, una voz que se levanta desde las alturas de Machu Pichu y desciende a la
materia elemental en los poemas de las odas. No sólo desde esta amplitud temática, sino
por la propuesta que encierra: Neruda propone un saber poético integral, más allá de la
fragmentación moderna, que reúna en su espacio una experiencia estética en relación
con la tierra, al cuerpo, al continente, a la política, al conocimiento. Se trata, en
definitiva, de un discurso fuerte, que parece que no encuentra su lugar en nuestros días,
que ha quedado descolocado, cuando no descalificado.

Semejantes problemas podríamos plantearnos alrededor de la noción de estilo que


Neruda maneja y que empieza a resonar lejana. La posición del poeta que se identifica
con la experiencia de lo bello y la estetización (a la que Neruda concede funcionalidad
social) resulta difícil de mantener19.

—277→

Pero volvamos a la extrañeza del «discurso fuerte». En un momento de auge crítico


de lo que se conoce como «narrativa testimonial» y de Estudios Culturales, ¿dónde
queda la autobiografía de Neruda?

El interés por esta reciente forma de escritura ha provocado un desplazamiento en el


campo crítico, con relación a la discusión y relectura del canon literario20. El
descentramiento del sujeto universal ha abierto un espacio para la experiencia de las
minorías raciales, los individuos coloniales, las mujeres y los sujetos no-heterosexuales.
Pero lo que se planteaba como una revisión del canon ha quedado, la mayoría de las
veces, en un gesto de apertura y no siempre de relectura. Sin restar méritos a esta
ampliación, podemos constatar que este descentramiento ha provocado una falsa
polarización, que de una forma muy simple, podríamos formular de la siguiente manera:
a un lado, las prácticas autobiográficas que dan cuenta del «otro», de la historia
alternativa o que se plantean como campo de resistencia ante el discurso del poder. A
otro lado (por deducción) la escritura autobiográfica que da cuenta de un sujeto central,
blanco, masculino, heterosexual, letrado, casi siempre identificado con prácticas de
poder. Pero cabe preguntarse cómo en estos textos en los que se asoma un sujeto
universal, monológico y totalizador se ocupa el lugar de poder. Es más: ¿por qué
renunciar a una visibilidad y a una posición desde las que actuar?

Que de pronto, la narrativa testimonial21 sea objeto de estudio supone una buena
señal en el campo de la crítica, que se orienta hacia los Estudios Culturales, pero
conlleva una serie de problemas. Lo que está en juego en esta perspectiva culturalista es
el desplazamiento de la crítica literaria y con ella, el relativismo del canon y el
desprestigio de los valores literarios. Apunta Beatriz Sarlo al respecto:

—278→
La crítica literaria en su especificidad no debería
desaparecer digerida en el flujo de lo 'cultural' [...]. La
cuestión estética no es muy popular entre los analistas
culturales, porque el análisis cultural es fuertemente
relativista y ha heredado el punto de vista relativista de la
sociología de la cultura y de los estudios de cultura popular.
Sin embargo, la cuestión estética no puede ser ignorada sin
que se pierda algo significativo [...]. Una cultura también se
forma con los textos cuyo impacto está perfectamente
limitado a una minoría. Afirmar esto no equivale a elitismo,
sino a reconocer los modos en que funcionan las culturas,
como máquinas gigantescas de traducción cuyos materiales
no requieren aprobar un test de popularidad en todo el
momento.22

Sin duda, el debate sobre el lugar de la estética al que alude Beatriz Sarlo y que
ocupa este fin de siglo también se le planteó a Neruda, cuya obra se presenta
permanentemente atravesada por una noción de estilo que sortea el elitismo, por la
autonomía estética y la intervención social, por no sacrificar la especificidad poética a
costa de la crítica política23.

Todas estas consideraciones nos permiten recuperar otra imagen del poeta Neruda
(cuya relectura pasa por dejar de certificar la obra a partir de su biografía), encontrar un
espacio crítico para las autobiografías de otras «figuras canónicas», salvar un viejo
escollo de la teoría crítica, el de la autobiografía poética y por último, pensar sobre la
paradoja de que, desde la teoría crítica de la autobiografía y desde la propia práctica
pienso en la autobiografía de Roland Barthes- se descarta la posibilidad de
representación de un yo unificado y compacto, y en cambio, se perdona esa
representación a los textos testimoniales.

En estos textos, la construcción del yo pasa por la cesión de la voz a aquellos que
hasta ahora no han tenido espacio en la representación. También el problema se le
planteaba a Neruda, quien por el reverso de este silencio, autorizaba su voz hablante,
como en los versos de Canto general, cuando enuncia desde las ruinas incaicas: «Yo
vengo a hablar por vuestra boca muerta».
La narrativa testimonial no escapa ni a esta hegemonía de autor ni a las
implicaciones ideológicas que supone el gesto de «ceder la voz», en una jerarquía donde
el intelectual (una nueva versión del letrado) mantiene posiciones de relativo privilegio.

El problema no radica en esta posición de superioridad sino en su enmascaramiento.


Por poner dos ejemplos (que, a pesar del relativismo culturalista, ya podemos considerar
canónicos): la intervención de Elizabeth Burgos en el relato de Rigoberta Menchú24 es
llamativa, no sólo por los recortes y ordenamientos con los que presenta el relato, sino
por su autoritaria presencia en el paratexto (la selección de citas del Popol Vuh o Miguel
—279→ Ángel Asturias que precede cada capítulo y orienta su lectura), a pesar de
afirmar en el prólogo que «he dado, por tanto, libre curso a la palabra [...]
convirtiéndome en una especie de doble suyo, en el instrumento que operaría el paso de
lo oral a lo escrito» (17-18).

El segundo ejemplo bien podríamos considerarlo como una deconstrucción del


anterior. La fina elaboración de Elena Poniatowska en Hasta no verte Jesús mío25 (a
partir del material de entrevistas) filtra su posición de mediadora en el estilo: es su
palabra la que se lee y no la de Jesusa Palancares. La novela ha sido a menudo incluida
en el grupo de la narrativa testimonial, cuando precisamente, en sus últimas líneas, deja
al descubierto la presencia de un interlocutor fastidioso, que como ha observado Sonia
Mattalía «denuncia el lugar del letrado que utiliza el relato de Jesusa [...] para producir
un objeto prestigioso»26. Un final que coloca a la obra en un límite ya de por sí
impreciso: la de la imposibilidad o la de la precariedad de recoger la voz del otro.

Estas propuestas vuelven a ser «ficciones de transparencia», con el riesgo añadido


de convertir la subalternidad en una posición epistémica privilegiada, esencialista,
simpática o folklórica. El problema, si no se quiere encarar desde un discurso fuerte, el
problema de desplazar la autobiografía del uno a la biografía del otro, no es sólo cómo
representar la subalternidad no representable, sino de cómo, quién y desde dónde hablar
de ella27.

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