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La sociedad del miedo

Aldo Torres Baeza, El mostrador, 13 octubre 2016


Rebelión

Misterioso aroma a miedo se respira estos días. Miedo acumulado en


la atmosfera, miedo que sigilosamente se derrama en pequeñas dosis
diarias de televisión, filtrándose así en las grietas mentales que deja
un sistema enfermo, miedo que ya es costra en la conciencia y nos
atornilla a lo que somos y adonde estamos. Los de arriba, tienen
miedo a los brutales asaltos de los de abajo, y por miedo se enrejan
las casas, se contratan alarmas y se llenan los patios de perros
furiosos. Los de abajo, tienen miedo a no parecer lo que el sistema exige, sistema que genera
pobres que después, por miedo, prohíbe. Los del medio (o los del miedo), dominados por un miedo
manifestándose en pequeñas dosis temporales: primero a no saber cómo se pagará el jardín
infantil del hij@, después el colegio y la universidad. Mientras tanto, miedo a enfermarse en un
sistema de salud que atiende en función de la billetera, miedo a no pagar la deuda y miedo a tener
otro hijo (más deuda). Al final, miedo a sobrevivir con las pensiones miserables que dejan las AFP.
Miedo, en definitiva, a que el tiempo se mueva. Y el tiempo, en secreto, tiene miedo a que nunca
se extirpe el miedo.

Toda una ciudad rumbo a convertirse en esas sociedades distópicas que describía Huxley u Orwell,
donde el Soma queda remplazado por pastillas (legales), alcohol y televisión, y el Gran Hermano
es un globo gigante espiando cada movimiento. En 1998, el informe “Las Paradojas de la
Modernización” del PNUD, se atrevió a integrar dimensiones como el miedo y la desconfianza a los
análisis sociológicos. Ahí, se planteaba que el país crecía económicamente, con el costo de la
infelicidad y el deterioro constante de las relaciones sociales. Para ese entonces, el 53% de los
chilenos percibían el crecimiento de la economía. Sin embargo, el 82% no consideraba ser más
felices a pesar de ese crecimiento. La paradoja del crecimiento era (es) evidente: el país crecía
económicamente, a la par con el miedo y la desconfianza. En aquel miedo, el otro siempre es un
competidor, un enemigo, una amenaza, alguien que te va a quitar tu empleo, tu casa, tu mujer.
Jamás una promesa. Hoy, ese miedo se desparrama como una especie de gas inmovilizador.
Tenebroso miedo cotidiano. Miedo a que se acaben las pastillas para dormirse y las otras para
aguantar el día, en el país que más fármacos consume en el mundo. Miedo a los ladrones y a las
cárceles que amontonan presos, en el país que más presos tiene según cantidad de habitantes.
Miedo a los curas, miedo a los milicos, miedo a los lanzas. Miedo de la mujer al hombre frustrado
que desquita su rabia contra ella, y miedo del hombre a la mujer sin miedo. Miedo a caminar solo
en la noche y miedo a respirar mierda en el día. Miedo del automovilista a ser asaltado en el portón
de su casa, y pánico a quedarse sin bencina. Miedo al silencio de la noche y miedo a la multitud
del metro. Miedo a comer plástico. Miedo del artista a no ganarse un FONDART. Miedo de las
forestales al pueblo Mapuche, que se niegan a aceptar nuestro miedo. Miedo a perder la pega,
miedo a no encontrar pega. Miedo a cambiar, miedo a seguir igual.

Miedo en la política. Miedo en una transición repleta de miedo a los militares y dueños de Chile.
Miedo a no privatizar lo público. Miedo al miedo de invertir de las trasnacionales. Miedo de todos
los políticos a una sociedad sin miedo, y más miedo a que se sepan sus chanchullos. Miedo del
SERVEL a la Fiscalía y miedo de los pillines al fiscal sin miedo. Miedo a la Constitución de la
dictadura, pero más miedo a tocarle una coma. Miedo de los empresarios a que la reformas se
hagan en este tiempo, y miedo del trabajador a que nunca sea el tiempo. Miedo de las 7 familias
dueñas del mar a que algún día el resto de los 17 millones (o los que seamos) se den cuenta de
la perpetua estafa en la privatización del agua. Miedo de los militares a la falta de enemigos, por
el miedo de quedarse sin el enorme financiamiento que les entrega el cobre. Miedo a la caída de
China, al dólar, a la sequia, al aluvión y el terremoto. Miedo a sonreír, miedo a bailar, miedo a
llorar. Miedo a levantar la voz. Miedo de los pactos en silencio a medios como éste. ¡ Miedo a todo!

No es el dinero ni las armas lo que gobierna a Chile, a Chile lo gobierna la dictadura invisible del
miedo. Mirando de reojo, da la impresión que vivimos condenados a obedecer al miedo que
necesita un opuesto para existir: ¿qué sería de la opulencia si no existiera nadie a quien
presumirle?, ¿qué sería de los gastos militares si no hubiera enemigos que combatir? Si la amenaza
no existe, se fabrica.

Y para el final, el miedo más grande y pavoroso de todos, el miedo que chorrea desde arriba,
desde ese 1% más rico que concentra un 30% del ingreso, y, más aún, de ese 0,1% que concentra
el 17%, ese miedo que sin decir dice: “que les quede claro, inocentes chilenitos: ¡si no crecemos
nosotros, entonces no crece nadie!
COLUMNA
EL PAÍS
12 FEBRERO 2015
ELVIRA LINDO

Mentiras

El aspecto romántico del mentiroso se esfuma cuando lo trasladamos a la vida


real

El mentiroso o el impostor siempre me provocan un sonrojo que deriva en piedad. Como


personaje ha sido uno de los más frecuentados por la ficción. Chejov llenó la suya de
mentirosos, de hombres embusteros que no se atrevían a enfrentarse a la vida con la
verdad por delante y terminaban engañando a la mujer, a la amante y a sí mismos. Ya no
digamos el catálogo de mentirosos que abundan en el universo simenoniano. Embusteros
compulsivos que necesitan creerse su mentira para que no les coma la ansiedad. El
retorcido Tom Ripley, de Patricia Highsmith, construye su existencia a partir de una
mentira de juventud, y, a partir de ahí, cambia de personalidad según le conviene y
elimina a quien no esté dispuesto a entrar en su juego. En ese gran libro que es El
adversario,Emmanuel Carrére cuenta la vida de un hombre que, temiendo que su familia
descubra la ficción que ha mantenido durante años, acaba con ellos antes de que puedan
enterarse de que todo ha sido una farsa. El cine francés convirtió la historia en película,
en España se hizo la interesante Vida de nadie, y el americano Spielberg rodó con la
historia real de otro mentiroso su magistral Atrápame si puedes, en la que el impostor
tiene tanto arte falsificando vidas y cheques que se reinserta prestando su astucia al FBI.

Estas historias provocan en el espectador o lector una reacción interesante que consiste
en empatizar con el mentiroso hasta el punto de justificar cualquier tropelía con tal de que
el héroe se salga con la suya. Pero esa simpatía no es extensiva a la vida real. El aspecto
romántico del mentiroso se esfuma. Y aunque humanamente podamos entender que un
complejo no resuelto lleve a alguien a afirmar que es médico cuando no lo es, las leyes
de lo real no nos permiten aceptar que siga en su cargo alguien que cree necesario mentir
sobre sus méritos

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