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La redención del corazón: Antropología de la castidad

Teología del cuerpo II

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 16 de abril de 1980
 

I. Cristo apela al corazón del hombre: adulterio, conciencia y pureza interior

✤ Como tema de nuestras futuras reflexiones —en el ámbito de los encuentros del
miércoles— quiero desarrollar la siguiente afirmación de Cristo, que forma parte del
sermón de la montaña: “Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que
todo el que miro a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).

✤ Parece que este pasaje tiene un significado-clave para la teología del cuerpo,
igual que aquel en el que Cristo hiño referencia al “principio”, y que nos ha
servido de base para los análisis precedentes.

✤ Esta enunciación constituye uno de los pasajes del sermón de la montaña, en los
que Jesucristo realiza una revisión fundamental del modo de comprender y
cumplir la ley moral de la Antigua Alianza.

✤ Sobre todo, son significativas las palabras que preceden a estos artículos —y a los
siguientes— del sermón de la montaña, palabras con las que Jesús declara: “No
penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas; no he venido a abrogarla, sino
a consumarla” (Mt 5, 17).

✤ “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a
dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o
una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos
mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el
Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el
Reino de los Cielos. Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 17-20).

✤ En las frases que siguen, Jesús explica el sentido de esta contraposición y la


necesidad del “cumplimiento” de la ley para realizar el Reino de Dios: “El que...
practicare y enseñare (estos mandamientos), éste será tenido por grande en el reino de los
ciclos” (Mt 5, 19).

✤ “Reino de los cielos” significa reino de Dios en la dimensión escatológica. El


cumplimiento de la ley condiciona, de modo fundamental, este reino en la
dimensión temporal de la existencia humana.

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✤ Sólo este cumplimiento construye esa justicia que Dios-Legislador ha querido. Cristo-
Maestro advierte que no se dé una interpretación humana de toda la ley y de
cada uno de los mandamientos contenidos en ella, tal, que no construya la
justicia que quiere Dios-Legislador.

✤ En este contexto aparece la enunciación de Cristo según Mt 5, 27-28, que tratamos


de tomar como base para los análisis presentes, considerándola juntamente con la
otra enunciación según Mt 19, 3-9 (y Mc 10), como clave de la teología del cuerpo.

✤ Esta, lo mismo que la otra, tiene carácter explícitamente normativo.

✤ Confirma el principio de la moral humana contenida en el mandamiento “no


adulterarás” y, al mismo tiempo, determina una apropiada y plena comprensión
de este principio, esto es, una comprensión del fundamento y a la vez de la
condición para su “cumplimiento” adecuado; esto se considera precisamente a la
luz de las palabras de Mt 5, 17-20, ya referidas antes, sobre las que hemos
llamado la atención, hace poco.

✤ Nos hallamos así en la plenitud del ethos, o sea, en lo que puede ser definido la
forma interior, como el alma de la moral humana.

✤ El ethos nos hace entrar simultáneamente en la profundidad de la norma misma y


descender al interior del hombre-sujeto de la moral.

✤ El valor moral está unido al proceso dinámico de la intimidad del hombre.


Para alcanzarlo, no basta detenerse “en la superficie” de las acciones humanas,
es necesario penetrar precisamente en el interior.

✤ Además del mandamiento “no adulterarás”, el Decálogo dice también “no desearás la
mujer del... prójimo”.

✤ Ex 20, 17: “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu


prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu
prójimo”.

✤ Dt 5, 21: “No desearás la mujer de tu prójimo, no codiciarás su casa, su campo,


su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo”.

✤ En la enunciación del sermón de la montaña, Cristo une, en cierto sentido, el uno


con el otro: “El que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”.

✤ Sin embargo, no se trata tanto de distinguir el alcance de esos dos mandamientos


del Decálogo cuanto de poner de relieve la dimensión de la acción interior, a la
que se refieren las palabras: “no adulterarás”.

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✤ Esta acción encuentra su expresión visible en el “acto del cuerpo”, acto en el que
participan el hombre y la mujer contra la ley que lo permite exclusivamente en el
matrimonio.

✤ Cristo sitúa la esencia del problema en otra dimensión al decir: “el que mira a una
mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Según antiguas traducciones:
“ya la hizo adúltera en su corazón”).

✤ Así, pues, Cristo apela al hombre interior. Lo hace muchas veces y en diversas
circunstancias. En este caso, aparece particularmente explícito y elocuente, no sólo
respecto a la configuración del ethos evangélico, sino también respecto al modo de
ver al hombre.

✤ Por lo tanto, no es sólo la razón ética, sino también la antropológica la que nos
aconseja detenernos más largamente sobre el texto de Mt 5, 27-28, que contiene
las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña.

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 23 de abril de 1980
 

II. “No cometerás adulterio”. Contenido antropológico: significado del cuerpo desde
el “principio”

✤ Recordemos las palabras del sermón de la montaña, a las que hicimos referencia en
el presente ciclo de nuestras reflexiones del miércoles: “Habéis oído —dice el Señor
—que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 27-28).

✤ Lo mismo el hombre del pasado, que el hombre del futuro puede ser el que
conoce el mandamiento positivo “no adulterarás” como “contenido de la
ley” (cf. Rom 2, 22-23: “Prohibes el adulterio, y ¡adulteras! Aborreces los ídolos, y
¡saqueas sus templos! Tú que te glorías en la ley, transgrediéndola deshonras a
Dios”), pero puede ser igualmente el que, según la Carta a los Romanos, tiene
este mandamiento solamente “escrito en (su) corazón” (Rm 2, 15).

✤ Nota: De este modo el contenido de nuestras reflexiones quedaría


ubicado en cierto sentido en el terreno de la “ley natural”. Las
palabras de la Carta a los Romanos 2, 15 citadas, han sido
consideradas siempre, en la Revelación, como fuente de confirmación
para la existencia de la ley natural. Así, el concepto de la ley natural
adquiere también un significado teológico.

✤ A la luz de las reflexiones desarrolladas precedentemente, se trata del


hombre que desde su “principio” ha adquirido un sentido preciso del
significado del cuerpo, ya antes de atravesar “los umbrales” de sus
experiencias históricas, en el misterio mismo de la creación, dado que emerge
de él “como varón y mujer” (Gn 1, 27).

✤ Se trata del hombre histórico, que al “principio” de su aventura terrena se


encontró “dentro” el conocimiento del bien y del mal, al romper la Alianza
con su Creador. Se trata del hombre-varón que “conoció (a la mujer) su
mujer” y la “conoció” varias veces, y ella “concibió y parió” (cf. Gn 4, 1-2), en
conformidad con el designio del Creador, que se remontaba al estado de
inocencia originaria (cf. Gn 1, 28; 2, 24).

✤ En el sermón de la montaña, Cristo se dirige, especialmente con las palabras de Mt 5,


27-28, precisamente a ese hombre.

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✤ Las palabras de Cristo tienen un explícito contenido antropológico; tocan esos
significados perennes, por medio de los cuales se constituye la antropología
“adecuada”. Estas palabras mediante su contenido ético, constituyen
simultáneamente esta antropología, y exigen, por decirlo así, que el hombre
entre en su plena imagen.

✤ Corazón. “The typically Hebraic usage reflected in the New Testament


implies an understand ing of man as unity of thought, will and feeling. (...) It
depicts man as a whole, viewed from his intentionality, the heart as the
center of man is thought of as source of will, emotion, thoughts and
aflections. This traditional Judaic conception was related by Paul to
Hellenistic categories, such as “mind”, “attitude”, “thoughts” and “desires”.
Such a co-ordination between the Judaic and Hellenistic categories is found
la Ph 1, 7; 4, 7; Rom 1, 21. 24, where “heart” is thought of as center from
which these things flow (R. Jewett, Paul’s Anthoprological Terms. A. Study of
their Use in Conflict Settings, Leiden 1971 [Brill], pág. 448).

✤ El adulterio, al que se refiere directamente el citado mandamiento (Mt 5, 27-28)


significa la infracción de la unidad, mediante la cual el hombre y la mujer, solamente
como esposos, pueden unirse tan estrechamente, que vengan a ser “una sola
carne” (Gn 2, 24).

✤ El hombre comete adulterio, si se une de ese modo con una mujer que no es
su esposa. También comete adulterio la mujer, si se une de ese modo con un
hombre que no es su marido.

✤ Es necesario deducir de esto que “el adulterio en el corazón”, cometido por el


hombre cuando “mira a una mujer deseándola”, significa un acto interior
bien definido.

✤ Se trata de un deseo, en este caso, que el hombre dirige hacia una mujer que
no es su esposa, para unirse con ella como si lo fuese, esto es —utilizando
una vez más las palabras del Gn 2, 24—, de tal manera que “los dos sean una
sola carne”.

✤ Este deseo, como acto interior, se expresa por medio del sentido de la vista,
es decir, con la mirada, como en el caso de David y Betsabé, para servirnos de
un ejemplo tomado de la Biblia (cf. 2 Sam 11, 2). Éste es quizá el más
conocido; pero en la Biblia se pueden encontrar otros ejemplos parecidos (cf.
Gn 34, 2; Jue 14, 1; 16, 1).

✤ La relación del deseo con el sentido de la vista ha sido puesto


particularmente de relieve en las palabras de Cristo.

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 30 de abril de 1980
 

III. La triple concupiscencia. “Mundo” y corazón. La vergüenza

✤ Primera Carta de San Juan 2, 16-17:

✤ “Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos


y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo
pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece
para siempre”.

✤ Es obvio que para entender estas palabras hay que tener muy en cuenta el
contexto en el que se insertan, es decir, el contexto de toda la “teología de San
Juan”.

✤ Sin embargo, las mismas palabras se insertan, a la vez, en el contexto de toda


la Biblia; pertenecen al conjunto de la verdad revelada sobre el hombre, y son
importantes para la teología del cuerpo.

✤ La triple concupiscencia es fruto de la ruptura de la primera Alianza con el Creador,


con Dios-Elohim, con Dios Yahvé.

✤ Puede surgir aún la pregunta de si es lícito trasladar los contenidos típicos de la


teología de San Juan, que se encuentra en toda la primera Carta (especialmente en 1
Jn 2, 15-16), al terreno del sermón de la montaña según Mateo, y precisamente de la
afirmación de Cristo tomada de Mt 5, 27-28 (“Habéis oído que fue dicho: No adulterarás.
Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón”).

✤ Volvamos de nuevo al relato yahvista, en el que el mismo hombre, varón y mujer,


aparece al principio como hombre de inocencia originaria —antes del pecado
original— y luego como aquel que ha perdido esta inocencia, quebrantando la
alianza originaria con su Creador.

✤ Solamente conviene observar que la misma descripción bíblica parece poner en


evidencia especialmente el momento clave, en que en el corazón del hombre se puso
en duda el don.

✤ El hombre que toma el fruto del “árbol de la ciencia del bien y del mal” hace,
al mismo tiempo, una opción fundamental y la realiza contra la voluntad del

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Creador, Dios Yahvé, aceptando la motivación que le sugiere el tentador:
“No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán
los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”; según
traducciones antiguas: “seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.

✤ Nota: El texto hebreo puede tener ambos significados, porque dice:


“Sabe Elohim que el día en que comáis de él (del fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal) se abrirán vuestros ojos y seréis como
Elohim, conocedores del bien y del mal”. El término elohim es plural
de eloah (“pluralis excellentiae”). En relación a Yahvé, tiene un
significado particular: pero puede indicar el plural de otros seres
celestes o divinidades paganas (por ejemplo, Sal 8, 6; Ex 12, 12; Jue 10,
16; Os 31, 1 y otros).

✤ En esta motivación se encierra claramente la puesta en duda del don


y del amor, de quien trae origen la creación como donación.

✤ Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más profundo


de la donación, esto es, el amor como motivo específico de la creación
y de la Alianza originaria (cf. especialmente Gn 3, 5), el hombre
vuelve las espaldas al Dios-Amor, al “Padre”.

✤ En cierto sentido lo rechaza de su corazón. Al mismo tiempo, pues,


aparta su corazón y como si lo cortase de aquello que “viene del
Padre”: así, queda en él lo que “viene del mundo”.

✤ “Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas
de higuera y se hicieron unos ceñidores” (Gn 3, 7).

✤ Esta es la primera frase del relato yahvista que se refiere a la “situación” del
hombre después del pecado y muestra el nuevo estado de la naturaleza
humana.

✤ ¿Acaso no sugiere también esta frase el comienzo de la “concupiscencia” en


el corazón del hombre? Para dar una respuesta más profunda a esta
pregunta, no podemos quedarnos en esa primera frase, sino que es necesario
volver a leer todo el texto.

✤ Mientras el Gn 2, 25 subraya que “estaban desnudos... sin avergonzarse de ello”,


el Gn 3, 6 habla explícitamente del nacimiento de la vergüenza en conexión
con el pecado. Esa vergüenza es como la fuente primera del manifestarse en
el hombre —en ambos, varón y mujer—, lo que “no viene del Padre, sino del
mundo”.

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JUAN PABLO II
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Miércoles 14 de mayo de 1980
 

IV. La desnudez original y la vergüenza miedo a Dios y alejamiento de la verdad

✤ Hemos hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer hombre,


varón y mujer, juntamente con el pecado.

✤ La primera frase del relato bíblico, a este respecto, dice así: “Abriéronse los
ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de
higuera y se hicieron unos ceñidores” (Gn 3, 7).

✤ Este pasaje, que habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer,


como síntoma de la caída (status naturae lapsae), se aprecia en su contexto.

✤ La necesidad de esconderse indica que en lo profundo de la vergüenza observada


recíprocamente, como fruto inmediato del árbol de la ciencia del bien y del mal, ha
madurado un sentido de miedo frente a Dios: miedo antes desconocido.

✤ “Llamó Yahvé Dios al hombre, diciendo: ¿Dónde estás? Y éste contestó: Te he


oído en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gn 3,
9-10).

✤ Cierto miedo pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza; no


obstante, la vergüenza originaria revela de modo particular su carácter:
“Temeroso, porque estaba desnudo”. Nos damos cuenta de que aquí está en
juego algo más profundo que la misma vergüenza corporal, vinculado a una
reciente toma de conciencia de la propia desnudez.

✤ Es desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante la precisión de todo


el relato.

✤ Manifiesta la superficie de las emociones del hombre al vivir los


acontecimientos, de manera que descubre al mismo tiempo la profundidad.

✤ En todo esto, la “desnudez” no tiene sólo un significado literal, no se refiere


solamente al cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo
al cuerpo.

✤ En realidad, a través de la “desnudez”, se manifiesta el hombre privado de la


participación del don, el hombre alienado de ese amor que había sido la

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fuente del don originario, fuente de la plenitud del bien destinado a la
criatura.

✤ Este hombre, según las fórmulas de la enseñanza teológica de la Iglesia (* cf.


Nota) fue privado de los dones sobrenaturales y preternaturales que
formaban parte de su “dotación” antes del pecado; además, sufrió un daño
en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud
originaria “de la imagen de Dios”.

✤ La triple concupiscencia no corresponde a la plenitud de esa imagen, sino


precisamente a los daños, a las deficiencias, a las limitaciones que
aparecieron con el pecado.

✤ La concupiscencia se explica como carencia, que sin embargo hunde


las raíces en la profundidad originaria del espíritu humano.

✤ Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es, en el


umbral de las experiencias del hombre “histórico”, debemos tomar en
consideración todas las palabras que Dios-Yahvé dirigió a la mujer
(Gn 3, 16) y al hombre (Gn 3, 17-19), y además debemos examinar el
estado de la conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo facilita
expresamente.

✤ Ya antes hemos llamado la atención sobre el carácter específico


literario del texto a este respecto.

✤ ¿Qué estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: “Temeroso, porque


estaba desnudo, me escondí”? ¿A que verdad interior corresponden? ¿Qué significado
del cuerpo testimonian?

✤ Ciertamente este nuevo estado difiere grandemente del originario. Las


palabras de Gn 3, 10 atestiguan directamente un cambio radical del
significado de la desnudez originaria.

✤ En el estado de inocencia originaria, la desnudez, como hemos observado


anteriormente, no expresaba carencia, sino que representaba la plena
aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y, por tanto, personal.

✤ El cuerpo, como expresión de la persona, era el primer signo de la


presencia del hombre en el mundo visible. En ese mundo, el hombre
estaba en disposición, desde el comienzo, de distinguirse a sí mismo,
cómo individuarse -esto es, confirmarse como persona- también a
través del propio cuerpo.

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✤ Efectivamente, él había sido, por así decirlo, marcado como factor
visible de la trascendencia, en virtud de la cual el hombre, en cuanto
persona, supera al mundo visible de los seres vivientes (animalia).

✤ En este sentido, el cuerpo humano era desde el principio un testigo


fiel y una verificación sensible de la “soledad” originaria del hombre
en el mundo, convirtiéndose, al mismo tiempo, mediante su
masculinidad y feminidad, en un límpido componente de la donación
recíproca en la comunión de las personas.

✤ Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación, un


indudable signo de la “imagen de Dios” y constituía también la
fuente específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el ser
humano.

✤ La aceptación originaria del cuerpo era, en cierto sentido, la base de la


aceptación de todo el mundo visible. Y, a su vez, era para el hombre
garantía de su dominio absoluto sobre el mundo, sobre la tierra, que
debería someter (cf. Gn 1, 28).

✤ Las palabras “temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gn 3, 10) testimonian un
cambio radical de esta relación.

✤ El hombre pierde, de algún modo, la certeza originaria de la “imagen de


Dios”, expresada en su cuerpo.

✤ Pierde también, en cierto modo, el sentido de su derecho a participar en la


percepción del mundo, de la que gozaba en el misterio de la creación. Este
derecho encontraba su fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de
que él mismo participaba de la visión divina del mundo y de la propia
humanidad; lo que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el
valor del propio cuerpo, en toda su sencillez, que le había transmitido el
Creador: “Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” (Gn 1, 31).

✤ Las palabras de Gn 3, 10: “Temeroso porque estaba desnudo, me escondí”


confirman el derrumbamiento de la aceptación originaria del cuerpo como
signo de la persona en el mundo visible.

✤ A la vez, parece vacilar también la aceptación del mundo material en


relación con el hombre. Las palabras de Dios-Yahvé anuncian casi la
hostilidad del mundo, la resistencia de la naturaleza en relación con
el hombre y con sus tareas, anuncian la fatiga que el cuerpo humano
debería experimentar después en contacto con la tierra que él

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sometía: “Por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella
todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de las
hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta
que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado” (Gn 3, 17-19).

✤ El final de esta fatiga, de esta lucha del hombre con la tierra, es la


muerte: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gn 3, 19).

✤ En este contexto o, más bien, en esta perspectiva, las palabras de Adán en Gn 3, 10:
“Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí”, parecen expresar la conciencia de estar
inerme, y el sentido de inseguridad de su estructura somática frente a los procesos
de la naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable.

✤ Quizá, en esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta


“vergüenza cósmica”, en la que se manifiesta el ser creado a “imagen de
Dios” y llamado a someter la tierra y a dominarla (cf. Gn 1, 28), precisamente
mientras, al comienzo de sus experiencias históricas y de manera tan
explícita, es sometido por la tierra, particularmente en la “parte” de su
constitución trascendente representada precisamente por el cuerpo.

*Nota

El Magisterio de la, Iglesia se ha ocupado más de cerca de éstos problemas en tres


períodos, de acuerdo con las necesidades de la época. Las declaraciones de los tiempos
de las controversias con los pelagianos (siglos V-VI) afirman que el primer hombre, en
virtud de la gracia divina, poseía “naturalem possibilitatem et innocentiam” (DS 239),
llamada también “libertad" (“libertas", “libertas arbitrii”), (DS 3711, 242, 383, 622).
Permanecía en un estado que el Sínodo de Orange (a. 529) denomina “integritas”:
“Natura humana, etiamsi in illa integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se
ipsam, Creatore suo non adiuvante, servaret…” (DS 389). Los conceptos de “integritas” y,
particular, el de “libertas”, presupone la libertad de la concupiscencia, aunque los
documentos eclesiásticos de esta época no la mencionen de modo explícito. El primer
hombre estaba además libre de la necesidad de muerte (DS 222, 372, 1511).

El Concilio de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado, como
“santidad y justicia” (“sanctitas et iustitia”, DS 1511, 1512), o también como
“inocencia” (“innocentia”, DS 1521).

Las declaraciones ulteriores en esta materia defienden la absoluta gratuidad del don
originario de la gracia, contra las afirmaciones de los jansenistas. La “integritas primae
creationis” era una elevación no merecida de la naturaleza humana (“indebita humanae

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naturae exaltatio”) y no “el estado que le era debido por naturaleza” (“naturalis eius
conditio”, DS 1926). Por lo tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas gracias y
dones (DS 1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza humana ni la habría
privado de sus privilegios fundamentales (DS 1903-1907, 1909, 1921, 1923, 1924, 1926,
1955, 2434, 2437, 2616, 2617).

En analogía con los Sínodos antipelagianos, el Concilio de Trento trata sobre todo el
dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los enunciados precedentes a
este propósito. Pero aquí se introdujo una apreciación, que cambió en parte el contenido
comprendido en el concepto de “liberum arbitrium”. La “libertad” o “libertad de la
voluntad” de los documentos antipelagianos, no significaba la posibilidad de opción,
inherente a la naturaleza humana, por lo tanto constante, sino que se refería solamente a
la posibilidad de realizar los actos meritorios, la libertad que brota de la gracia y que el
hombre puede perder.

Ahora bien, a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la naturaleza
humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es, “integritas”, “sanctitas”,
“innocentia”, “iustitia”. El “liberum arbitrium”, la libertad de la voluntad, no se quitó, se
debilitó: “…liberum arbitrium minime exstinctum... viribus licet attenuatum et
inclinatum…" (DS 1521 Trid. sess. VI, Decr. de Iustificatione, c. 1).

Junto con el pecado aparece la concupiscencia y la muerte inevitable:

“...primum hominem.., cum mandatum Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et


iustitiam, in qua costitutus fuerat:, amisisse incurrisseque per offensam praevaricationis
huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et cum morte captivitatem sub eius
potestate, qui "mortis" deinde "habuit imperium"... "totumque Adam per illiam praevaricationis
offensam secundum corpus et animam in deterius commutatum fuisse…” (DS 1511, Trid. sess.
V, Decre. de pecc. orig., 1).

(Cf. Mysterium salutis, II, Einsiedeln-Zurich-Colonia, 1967, págs. 827-828: W. Seibel, “Der
Mensch als Gottes übernatürliches Ebenbild und der Urstand de Menschen”).

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Miércoles 28 de mayo de 1980
 

V. La desnudez original y la vergüenza. Miedo a Dios y alejamiento de la verdad

✤ Estamos leyendo de nuevo los primeros capítulos del libro del Génesis, para
comprender cómo con el pecado original el “hombre de la concupiscencia” ocupó el
lugar del “hombre de la inocencia” originaria.

✤ “Vergüenza cósmica”. Es la vergüenza que se produce en la humanidad misma, esto


es, causada por el desorden íntimo en aquello por lo que el hombre era la “imagen
de Dios”, tanto en su “yo” personal, como en la relación interpersonal, a través de la
primordial comunión de las personas.

✤ Esta vergüenza, cuya causa se encuentra en la humanidad misma, es


inmanente y al mismo tiempo relativa: se manifiesta en la dimensión de la
interioridad humana y a la vez se refiere al “otro”.

✤ Esta es la vergüenza de la mujer “con relación” al hombre, y también del


hombre “con relación” a la mujer: vergüenza recíproca, que les obliga a
cubrir su propia desnudez, a ocultar sus propios cuerpos.

✤ Esta vergüenza, que sin duda se manifiesta en el orden “sexual”, revela una
dificultad específica para hacer notar lo esencial humano del propio cuerpo:
dificultad que el hombre no había experimentado en el estado de inocencia
originaria.

✤ “Temeroso porque estaba desnudo”. A través de estas palabras, se descubre una


cierta fractura constitutiva en el interior de la persona humana, como una
ruptura de la originaria unidad espiritual y somática del hombre.

✤ Su vergüenza originaria lleva consigo los signos de una específica


humillación interpuesta por el cuerpo. En ella se esconde el germen de esa
contradicción, que acompañará al hombre “histórico” en todo su camino
terreno, como escribe San Pablo: “Porque me deleito en la ley de Dios según el
hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi
mente” (Rm 7, 22-23).

✤ El cuerpo que no se somete al espíritu como en el estado de inocencia originaria,


lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y amenaza de algún modo

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la unidad del hombre-persona, esto es, de la naturaleza moral, que hunde
sólidamente las raíces en la misma constitución de la persona.

✤ La concupiscencia, y en particular la concupiscencia del cuerpo, es una


amenaza específica a la estructura de la autoposesión y del autodominio, a
través de los que se forma la persona humana. Y constituye también para ella
un desafío específico.

✤ En todo caso, el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo del mismo


modo, con igual sencillez y “naturalidad”, como lo hacía el hombre de la inocencia
originaria.

✤ La estructura de la autoposesión, esencial para la persona, está alterada en él,


de cierto modo, en los mismos fundamentos; se identifica de nuevo con ella
en cuanto está continuamente dispuesto a conquistarla.

✤ Con este desequilibrio interior está vinculada la vergüenza inmanente. Y ella tiene
un carácter “sexual”, porque precisamente la esfera de la sexualidad humana parece
poner en evidencia particular ese desequilibrio, que brota de la concupiscencia y
especialmente de la "concupiscencia del cuerpo”.

✤ Desde este punto de vista, ese primer impulso, del que habla el Gn 3, 7
(“viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos
ceñidores”), es muy elocuente; es como si el "hombre de la
concupiscencia” (hombre y mujer, “en el acto del conocimiento del bien y del
mal”) experimentase haber cesado sencillamente, de estar también, a través
del propio cuerpo y sexo, por encima del mundo de los seres vivientes o
“animalia”.

✤ Es como si experimentase una específica fractura de la integridad personal


del propio cuerpo, especialmente en lo que determina su sexualidad y que
está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la
mujer “serán una sola carne” (Gn 2, 24).

✤ De este modo el pudor se manifiesta en el relato del Gn 3, por el que somos,


en cierto modo, testigos del nacimiento de la concupiscencia humana. Está
suficientemente clara, pues, la motivación para remontarnos de las palabras
de Cristo sobre el hombre (varón), que “mira a una mujer deseándola” (Mt 5,
27-28), a ese primer momento en el que el pudor se desarrolla mediante la
concupiscencia y la concupiscencia mediante el pudor. Así entendemos mejor
por qué y en qué sentido Cristo habla del deseo como “adulterio” cometido
en el corazón; por qué se dirige al “corazón” humano.

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✤ El corazón humano guarda en sí, al mismo tiempo, el deseo y el pudor. El
nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento, en el que el hombre interior,
“el corazón”, cerrándose a lo que “viene del Padre” se abre a lo que “procede del
mundo”.

✤ El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún,


tiene pudor no tanto del cuerpo cuanto precisamente de la concupiscencia:
tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia.

✤ Tiene pudor del cuerpo a causa de ese estado de su espíritu, al que la teología
y la psicología dan la misma denominación sinónima: deseo o
concupiscencia, aunque con significado no igual del todo.

✤ El significado bíblico y teológico del deseo y de la concupiscencia difiere del


que se usa en la psicología. Para esta última, el deseo proviene de la falta o
de la necesidad, que debe satisfacer el valor deseado.

✤ La concupiscencia bíblica, como deducimos de 1 Jn 2, 16, indica el estado del


espíritu humano alejado de la sencillez originaria y de la plenitud de los
valores, que el hombre y el mundo poseen “en las dimensiones de Dios”.
Precisamente esta sencillez y plenitud del valor del cuerpo humano en la
primera experiencia de su masculinidad-feminidad, de la que habla el Gn 2,
23-25, ha sufrido sucesivamente, “en las dimensiones del mundo”, una
transformación radical. Y entonces, juntamente con la concupiscencia del
cuerpo, nació el pudor.

✤ El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo
protege interiormente este valor (Cf. Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, cap. 2.
“Metafísica del pudor”).

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 4 de junio de 1980
 

VI. La vergüenza original en la relación varón-mujer. Pudor y pecado

✤ Al hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el libro del


Génesis, hemos analizado el significado originario de la vergüenza, que aparece con
el primer pecado.

✤ El análisis de la vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos permite


comprender todavía más a fondo el significado que tiene para el conjunto de
las relaciones interpersonales hombre-mujer. Esta relación entre el varón y la
mujer sufrió una transformación radical a causa de la vergüenza misma.

✤ Y puesto que la vergüenza nació en sus corazones juntamente con la


concupiscencia del cuerpo, el análisis de la vergüenza originaria nos permite,
al mismo tiempo, examinar cómo afecta la concupiscencia respecto a la relación de
la comunión de las personas.

✤ Por lo tanto, la ulterior etapa del estudio sobre la concupiscencia es el


análisis de la insaciabilidad de la unión, esto es, de la comunión de las
personas, que debía expresarse también por sus cuerpos, según la propia
masculinidad y feminidad específica.

✤ Así, pues, sobre todo esta vergüenza que, según la narración bíblica, induce al
hombre y a la mujer a ocultar recíprocamente los propios cuerpos y en especial su
diferenciación sexual, confirma que se rompió esa capacidad originaria de
comunicarse recíprocamente a sí mismos de que habla el Gn 2, 25.

✤ El cambio radical del significado de la desnudez originaria nos permite


suponer transformaciones negativas de toda la relación interpersonal
hombre-mujer.

✤ Desaparecen la sencillez y la “pureza” de la experiencia originaria, que


facilitaba una plenitud singular en la recíproca comunión de ellos mismos.

✤ Obviamente los progenitores no cesaron de comunicarse mutuamente


a través del cuerpo, de sus movimientos, gestos, expresiones; pero
desapareció la sencilla y directa comunión entre ellos ligada con la
experiencia originaria de la desnudez recíproca.

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✤ Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral
infranqueable, que limitaba la originaria “donación de sí” al otro,
confiando plenamente todo lo que constituía la propia identidad y, al
mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina por el
otro.

✤ La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y femenino, fue


bruscamente sentida y comprendida como elemento de recíproca
contraposición de personas. Esto lo atestigua la concisa expresión del
Gn 3, 7: “Vieron que estaban desnudos”, y su contexto inmediato.

✤ No se puede comprender la vergüenza sino en relación con el significado que el


cuerpo, en su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente para el hombre en el
estado de inocencia originaria.

✤ Ese significado unificante se entiende no sólo en relación con la unidad, que


el hombre y la mujer, como cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en
“una sola carne” (Gn 2, 24) a través del acto conyugal, sino también en
relación con la misma “comunión de las personas”, que había sido la
conyugal, sino también en relación con la misma “comunión de las
personas”, que había sido la dimensión propia de la existencia del hombre y
de la mujer en el misterio de la creación.

✤ El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, constituía el “substrato” peculiar


de esta comunión personal.

✤ El pudor sexual, del que trata el Gn 3, 7, atestigua la pérdida de la


certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su
masculinidad y feminidad, sea precisamente ese “substrato" de la
comunión de las personas, que “sencillamente” la exprese, que sirva a
su realización (y así también a completar la “imagen de Dios" en el
mundo visible).

✤ Si el hombre después del pecado original había perdido, por decirlo


así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se manifestó con la
vergüenza del cuerpo (cf. especialmente Gn 3, 10-11).

✤ Esa vergüenza, al invadir la relación hombre mujer en su totalidad, se


manifestó con el desequilibrio del significado originario de la unidad
corpórea, esto es, del cuerpo como “substrato” peculiar de la comunión de las
personas.

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✤ Como si el perfil personal de la masculinidad y feminidad, que
anteponía en evidencia el significado del cuerpo para una plena
comunión de las personas, cediese el puesto sólo a la sensación de la
“sexualidad” respecto al otro ser humano.

✤ Y como si la sexualidad se convirtiese en “obstáculo” para la


relación personal del hombre con la mujer. Ocultándola
recíprocamente, según el Génesis 3, 7, ambos la manifiestan
como por instinto.

✤ Este es, a un tiempo, como el “segundo” descubrimiento del sexo, que en la


narración bíblica difiere radicalmente del primero.

✤ ¿En que relación se coloca la concupiscencia, y en particular la


concupiscencia de la carne, respecto a la comunión de las personas a través
del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto a la comunión
asignada, “desde el principio”, al hombre por el Creador?

✤ La vergüenza, como ya hemos observado, se manifiesta en la


narración del Génesis 3 como síntoma de que el hombre se separa del
amor, del que era partícipe en el misterio de la creación, según la
expresión de San Juan: lo que “viene del Padre”.

✤ “Lo que hay en el mundo”, esto es, la concupiscencia, lleva consigo


como una constitutiva dificultad de identificación con el propio
cuerpo; y no sólo en el ámbito de la propia subjetividad, sino más aún
respecto a la subjetividad del otro ser humano: de la mujer para el
hombre, del hombre para la mujer.

✤ De aquí la necesidad de ocultarse ante el “otro” con el propio cuerpo, con lo que
determina la propia feminidad-masculinidad.

✤ Esta necesidad demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí


indica el derrumbamiento de la relación originaria “de comunión”.

✤ Precisamente el miramiento a la subjetividad del otro, y juntamente a la


propia subjetividad, suscitó en esta situación nueva, esto es, en el contexto de
la concupiscencia, la exigencia de esconderse, de que habla el Génesis 3, 7.

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 18 de junio de 1980
 

VII. El dominio sobre el otro como consecuencia del pecado original. La unión
personal entre varón y mujer

✤ En el Gn 3 se describe con precisión sorprendente el fenómeno de la vergüenza, que


apareció en el primer hombre juntamente con el pecado original.

✤ Una reflexión atenta sobre este texto nos permite deducir que la vergüenza
adquiere una profunda dimensión toda vez que es la sustituta de la armonía
total de que gozaba en el anterior estado de inocencia originaria la mutua
relación varón-mujer.

✤ A este respecto es preciso volver a leer hasta el final el capítulo tercero del
Génesis, y no limitarse al versículo 7 ni a los versículos 10-11, que contienen
el testimonio acerca de la primera experiencia de la vergüenza.

✤ He aquí que, después de esta narración, se rompe el diálogo de Dios Yahvé


con el hombre y la mujer, y comienza un monólogo. Yahvé se dirige a la
mujer y habla en primer lugar de los dolores del parto que, de ahora en
adelante, la acompañarán: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con
dolor los hijos” (Gn 3, 16).

✤ A esto sigue la expresión que caracteriza la futura relación de ambos, del


hombre y de la mujer: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará” (Gn 3,
16).

✤ Estas palabras, igual que las del Gn 2, 24 tienen un carácter de perspectiva. La


formulación incisiva de Gn 3, 16 parece referirse al conjunto de los hechos, que en
cierto modo surgieron ya en la experiencia originaria de la vergüenza, y que se
manifestarán sucesivamente en toda la experiencia interior del hombre “histórico”.

✤ La historia de las conciencias y de los corazones humanos comportará la


confirmación de las palabras contenidas en el Gn 3, 16. Las palabras
pronunciadas al principio parecen referirse a un “menoscabo” particular de
la mujer en relación con el hombre. Pero no hay motivo para entenderla
como una desvalorización o una desigualdad social.

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✤ En cambio, inmediatamente la expresión: “buscarás con ardor a tu marido,
que te dominará”, indica otra forma de desigualdad de la que la mujer se
resentirá como falta de unidad plena precisamente en el amplio contexto de la unión
con el hombre, a la que están llamados los dos según el Gn 2, 24.

✤ Las palabras de Dios Yahvé: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará” (Gn
3, 16) no se refieren exclusivamente al momento de la unión del hombre y de la
mujer, cuando ambos se unen de tal manera que se convierten en una sola carne (cf.
Gn 2, 24), sino que se refiere al amplio contexto de las relaciones, aún indirectas, de
la unión conyugal en su conjunto.

✤ Por primera vez se define aquí al hombre como “marido”. En todo el


contexto de la narración yahvista estas palabras dan a entender sobre todo
una infracción, una pérdida fundamental de la primitiva comunidad-
comunión de personas.

✤ Esta debería haber hecho recíprocamente felices al hombre y a la mujer


mediante la búsqueda de una sencilla y pura unión en la humanidad,
mediante una ofrenda recíproca de sí mismos, esto es, la experiencia del don
de la persona expresado con el alma y con el cuerpo, con la masculinidad y la
feminidad (“carne de mi carne”: Gn 2, 23), y finalmente mediante la
subordinación de esta unión a la bendición de la fecundidad con la
“procreación”.

✤ Parece, pues, que en las palabras que Dios Yahvé dirige a la mujer, se encuentra
una resonancia más profunda de la vergüenza, que ambos comenzaron a
experimentar después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios.

✤ Encontramos allí, además, una motivación más plena de esta vergüenza.

✤ De modo muy discreto y, sin embargo, bastante descifrable y expresivo, el


Gn 3, 16 testifica cómo esa originaria beatificante unión conyugal de las
personas será deformada en el corazón del hombre por la concupiscencia.
Estas palabras se dirigen directamente a la mujer, pero se refieren al hombre
o, más bien, a los dos juntos.

✤ Ya el análisis del Gn 3, 7 hecho anteriormente demostró que en la nueva situación,


después de la ruptura de la Alianza originaria con Dios, el hombre y la mujer se
hallaron entre sí, más que unidos, mayormente divididos e incluso contrapuestos a
causa de su masculinidad y feminidad.

✤ El relato bíblico, al poner de relieve el impulso instintivo que había incitado a


ambos a cubrir sus cuerpos, describe al mismo tiempo la situación en la que

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el hombre, como varón o mujer —antes era más bien varón y mujer— se
siente como más extrañado del cuerpo, como la fuente de la originaria unión
en la humanidad (“carne de mi carne”), y más contrapuesto al otro
precisamente basándose en el cuerpo y en el sexo.

✤ Esta contraposición no destruye ni excluye la unión conyugal, querida por


el Creador (cf. Gn 2, 24), ni sus efectos procreadores; pero confiere a la
realización de esta unión otra dirección, que será propia del hombre de la
concupiscencia. De esto habla precisamente el Gn 3, 16.

✤ La mujer, que “buscará con ardor a su marido” (cf. Gn 3, 16), y el hombre que
responde a ese instinto, como leemos: “te dominará”, forman indudablemente la
pareja humana, el mismo matrimonio del Gn 2, 24, más aún, la misma comunidad
de personas; sin embargo, son ya algo diverso.

✤ No están llamados ya solamente a la unión y unidad, sino también


amenazados por la insaciabilidad de esa unión y unidad, que no cesa de
atraer al hombre y a la mujer precisamente porque son personas, llamadas
desde la eternidad a existir “en comunión”.

✤ A la luz del relato bíblico, el pudor sexual tiene su significado profundo, que
está unido precisamente con la insaciabilidad de la aspiración a realizar la
recíproca comunión de las personas en la “unión conyugal del cuerpo” (cf.
Gn 2, 24).

✤ Todo esto parece confirmar, bajo varios aspectos, que en la base de la vergüenza, de
la que el hombre “histórico” se ha hecho partícipe, está la triple concupiscencia de
que trata la primera Carta de Juan 2, 16: no sólo la concupiscencia de la carne, sino
también “la concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida”.

✤ La expresión relativa al “dominio” (“él te dominará”) que leemos en el Gn 3,


16, ¿no indica acaso esta última forma de concupiscencia? El dominio
“sobre” el otro —del hombre sobre la mujer—, ¿acaso no cambia
esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal?
¿Acaso no cambia en la dimensión de esta estructura algo que hace del ser
humano un objeto, en cierto modo concupiscible a los ojos?

✤ He aquí los interrogantes que nacen de la reflexión sobre las palabras de Dios Yahvé
según el Génesis 3, 16. Esas palabras, pronunciadas casi en el umbral de la historia
humana después del pecado original, nos desvelan no sólo la situación exterior del
hombre y de la mujer, sino que nos permiten también penetrar en lo interior de los
misterios profundos de su corazón.

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 25 de junio de 1980
 

VIII. La triple concupiscencia altera la significación esponsal del cuerpo

✤ El análisis que hicimos durante la reflexión precedente se centraba en las siguientes


palabras del Gn 3, 16, dirigidas por Dios Yahvé a la primera mujer después del
pecado original: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará” (cf. Gn 3, 16).

✤ Llegamos a la conclusión de que estas palabras contienen una aclaración


adecuada y una interpretación profunda de la vergüenza originaria (cf. Gn 3,
7), que ha venido a ser parte del hombre y de la mujer junto con la
concupiscencia.

✤ La explicación de esta vergüenza no se busca en el cuerpo mismo, en la


sexualidad somática de ambos, sino que se remonta a las transformaciones
más profundas sufridas por el espíritu humano.

✤ Precisamente este espíritu es particularmente consciente de lo insaciable que


es, de la mutua unidad entre el hombre y la mujer. Y esta conciencia, por
decirlo así, culpa al cuerpo de ello, le quita la sencillez y pureza del
significado unido a la inocencia originaria del ser humano.

✤ Con relación a esta conciencia, la vergüenza es una experiencia


secundaria: si, por un lado, revela el momento de la concupiscencia,
al mismo tiempo puede prevenir de las consecuencias del triple
componente de la concupiscencia.

✤ Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la


vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria.
En efecto, continuamente toman conciencia del significado
esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la
concupiscencia, tal como si trataran de mantener el valor de la
comunión, o sea, de la unión de las personas en la “unidad del
cuerpo”.

✤ El Gn 2, 24 habla con discreción, pero también con claridad de la “unión de los


cuerpos” en el sentido de la auténtica unión de las personas: “El hombre... se unirá a
su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne”; y del contexto resulta que esta unión

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proviene de una opción, dado que el hombre “abandona” al padre y a la madre para
unirse a su mujer.

✤ Semejante unión de las personas comporta que vengan a ser “una sola carne”.
Partiendo de esta expresión “sacramental” que corresponde a la comunión de
las personas —del hombre y de la mujer— en su originaria llamada a la
unión conyugal, podemos comprender mejor el mensaje propio del Gn 3, 16;
esto es, podemos establecer y como reconstruir en qué consiste el
desequilibrio, más aún, la peculiar deformación de la relación originaria
interpersonal de comunión, a la que aluden las palabras “sacramentales” de
Gn 2, 24.

✤ Se puede decir pues —profundizando en el Gn 3, 16— que mientras por una parte el
“cuerpo”, constituido en la unidad del sujeto personal, no cesa de estimular los
deseos de la unión personal, precisamente a causa de la masculinidad y feminidad
(“buscarás con ardor a tu marido”) por otra parte, y al mismo tiempo, la concupiscencia
dirige a su modo estos deseos; esto lo confirma la expresión “Él te dominará”.

✤ Pero la concupiscencia de la carne dirige estos deseos hacia la satisfacción del


cuerpo, frecuentemente a precio de una auténtica y plena comunión de las
personas.

✤ En este sentido, se debería prestar atención a la manera en que se distribuyen


las acentuaciones semánticas en los versículos del Gn 3; efectivamente, aún
estando esparcidas, revelan coherencia interna.

✤ El hombre es aquel que parece sentir vergüenza del propio cuerpo


con intensidad particular: “Temeroso porque estaba desnudo, me escondí ”
(Gn 3, 10); estas palabras ponen de relieve el carácter realmente
metafísico de la vergüenza.

✤ Al mismo tiempo, el hombre es aquel para quien la vergüenza, unida


a la concupiscencia, se convertirá en impulso para “dominar” a la
mujer (“él te dominará”).

✤ A continuación, la experiencia de este dominio se manifiesta más


directamente en la mujer como el deseo insaciable de una unión
diversa.

✤ Desde el momento en que el hombre la “domina”, a la comunión de


las personas —hecha de plena unidad espiritual de los dos sujetos
que se donan recíprocamente— sucede una diversa relación mutua,
esto es, una relación de posesión del otro a modo de objeto del propio

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deseo. Si este impulso prevalece por parte del hombre, los instintos
que la mujer dirige hacia él, según la expresión del Gn 3, 16, pueden
asumir —y asumen— un carácter análogo. Y acaso a veces previenen
al “deseo” del hombre o tienden incluso a suscitarlo y darle impulso.

✤ El texto del Gn 3, 16 parece indicar, sobre todo al hombre como aquel que “desea”,
análogamente al texto de Mateo 5, 27-28, que constituye el punto de partida para las
meditaciones presentes; no obstante, tanto el hombre como la mujer se han
convertido en un “ser humano” sujeto a la concupiscencia.

✤ Y por esto ambos sienten la vergüenza, que con su resonancia profunda toca
lo íntimo tanto de la personalidad masculina como de la femenina, aún
cuando de modo diverso.

✤ Lo que sabemos por el Gn 3 nos permite delinear apenas esta duplicidad,


pero incluso los solos indicios son ya muy significativos. Añadamos que,
tratándose de un texto tan arcaico, es sorprendentemente elocuente y agudo.

✤ Un análisis adecuado del Gn 3 lleva, pues, a la conclusión, según la cual la triple


concupiscencia, incluida la del cuerpo, comporta una limitación del significado
esponsalicio del cuerpo mismo, del que participaban el hombre y la mujer en el
estado de la inocencia originaria.

✤ Cuando hablamos del significado del cuerpo, ante todo hacemos referencia a
la plena conciencia del ser humano, pero incluimos también toda experiencia
efectiva del cuerpo en su masculinidad y feminidad, y, en todo caso, la
predisposición constante a esta experiencia.

✤ El “significado” del cuerpo no es sólo algo conceptual. Sobre esto ya hemos


llamado suficientemente la atención en los análisis precedentes. El
“significado del cuerpo” es a un tiempo lo que determina la actitud es el
modo de vivir el cuerpo.

✤ Es la medida, que el hombre interior, es decir, ese “corazón”, al que se refiere


Cristo en el sermón de la montaña, aplica al cuerpo humano con relación a su
masculinidad/feminidad (por tanto, con relación a su sexualidad).

✤ Ese “significado” no modifica la realidad en sí misma, lo que el cuerpo


humano es y no cesa de ser en la sexualidad que le es propia,
independientemente de los estados de nuestra conciencia y de nuestras
experiencias.

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✤ Sin embargo, este significado puramente objetivo del cuerpo y del sexo, fuera
del sistema de las reales y concretas relaciones interpersonales entre el
hombre y la mujer, es, en cierto sentido, “ahistórico”.

✤ En cambio, nosotros, en el presente análisis —de acuerdo con las fuentes


bíblicas— tenemos siempre en cuenta la historicidad del hombre (también
por el hecho de que partimos de su prehistoria teológica).

✤ Se trata aquí obviamente de una dimensión interior, que escapa a los criterios
externos de la historicidad, pero que, sin embargo, puede ser considerada
“histórica”. Más aún, está precisamente en la base de todos los hechos, que
constituyen la historia del hombre —también la historia del pecado y de la
salvación— y así revelan la profundidad y la raíz misma de su historicidad.

✤ Cuando, en este amplio contexto, hablamos de la concupiscencia como de limitación,


infracción o incluso deformación del significado esponsalicio del cuerpo, nos
remitimos sobre todo a los análisis precedentes, que se referían al estado de la
inocencia originaria, es decir a la prehistoria teológica del hombre.

✤ Al mismo tiempo, tenemos presente la medida que el hombre “histórico”,


con su “corazón”, aplica al propio cuerpo respecto a la sexualidad
masculina/femenina.

✤ Esta medida no es algo exclusivamente conceptual: es lo que determina las


actitudes y decide en general el modo de vivir el cuerpo.

✤ Ciertamente, a esto se refiere Cristo en el sermón de la montaña. Nosotros tratamos


de acercar las palabras tomadas de Mateo 5, 27-28 a los umbrales mismos de la
historia teológica del hombre, tomándolas, por lo tanto, en consideración ya en el
contexto del Gn 3.

✤ La concupiscencia como limitación, infracción o incluso deformación del


significado esponsalicio del cuerpo puede verificarse de manera
particularmente clara (a pesar de la concisión del relato bíblico) en los dos
progenitores, Adán y Eva; gracias a ellos hemos podido encontrar el
significado esponsalicio del cuerpo y descubrir en qué consiste como medida
del “corazón” humano, capaz de plasmar la forma originaria de la comunión
de las personas.

✤ Si en su experiencia personal (que el texto bíblico nos permite seguir) esa


forma originaria sufrió desequilibrio y deformación —como hemos tratado
de demostrar a través del análisis de la vergüenza— debía sufrir una
deformación también el significado esponsalicio del cuerpo, que en la

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situación de la inocencia originaria constituía la medida del corazón de
ambos, del hombre y de la mujer.

✤ Si llegamos a reconstruir en qué consiste esta deformación, tendremos


también la respuesta a nuestra pregunta: esto es, en qué consiste la
concupiscencia de la carne y qué es lo que constituye su nota específica
teológica y a la vez antropológica.

✤ Parece que una respuesta teológica y antropológicamente adecuada,


importante para lo que concierne al significado de las palabras de Cristo en el
sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) puede sacarse ya del contexto del Gn 3 y
de todo el relato yahvista, que anteriormente nos ha permitido aclarar el
significado esponsalicio del cuerpo humano.

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 23 de julio de 1980

IX. La concupiscencia cercena la libertad interior de la donación mutua. Amor


verdadero o persona “objeto”

✤ El cuerpo humano, en su originaria masculinidad y feminidad, según el misterio de


la creación —como sabemos por el análisis del Gn 2, 23-25— no es solamente fuente
de fecundidad, o sea, de procreación, sino que desde “el principio” tiene un carácter
nupcial; lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-
persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio
existir.

✤ En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está


llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de las
personas “a imagen de Dios”.

✤ Ahora bien, la concupiscencia “que viene del mundo” —y aquí se trata


directamente de la concupiscencia del cuerpo— limita y deforma el objetivo
modo de existir del cuerpo, del que el hombre se ha hecho partícipe.

✤ El “corazón” humano experimenta el grado de esa limitación o deformación,


sobre todo en el ámbito de las relaciones recíprocas hombre-mujer.
Precisamente en la experiencia del “corazón” la feminidad y la masculinidad,
en sus mutuas relaciones, parecen no ser ya la expresión del espíritu que
tiende a la comunión personal, y quedan solamente como objeto de atracción,
al igual, en cierto sentido, de lo que sucede “en el mundo” de los seres
vivientes que, como el hombre, han recibido la bendición de la fecundidad
(cf. Gn 1).

✤ Tal semejanza está ciertamente contenida en la obra de la creación; lo confirma


también el Gn 2 y especialmente el versículo 24.

✤ Sin embargo, lo que constituía el substrato “natural”, somático y sexual de


esa atracción, ya en el misterio de la creación expresaba plenamente la
llamada del hombre y de la mujer a la comunión personal; en cambio,
después del pecado, en la nueva situación de que habla Gn 3, tal expresión se
debilitó y se ofuscó, como si hubiera disminuido en el delinearse de las
relaciones recíprocas, o como si hubiese sido rechazada sobre otro plano.

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✤ El substrato natural y somático de la sexualidad humana se manifestó como
una fuerza casi autógena, señalada por una cierta “constricción del cuerpo”,
operante según una propia dinámica, que limita la expresión del espíritu y la
experiencia del intercambio de donación de la persona.

✤ Las palabras del Gn 3, 16, dirigidas a la primera mujer parecen indicarlo de


modo bastante claro (“buscarás con ardor a tu marido que te dominará”).

✤ El cuerpo humano, en su masculinidad/feminidad ha perdido casi la capacidad de


expresar tal amor, en que el hombre-persona se hace don, conforme a la más
profunda estructura y finalidad de su existencia personal, según hemos observado
ya en los precedentes análisis.

✤ Si aquí no formulamos este juicio de modo absoluto y hemos añadido la


expresión adverbial “casi”, lo hacemos porque la dimensión del don —es
decir, la capacidad de expresar el amor con que el hombre, mediante su
feminidad o masculinidad se hace don para el otro— en cierto modo no ha
cesado de empapar y plasmar el amor que nace del corazón humano.

✤ El significado nupcial del cuerpo no se ha hecho totalmente extraño a ese


corazón: no ha sido totalmente sofocado por parte de la concupiscencia, sino
sólo habitualmente afectado.

✤ El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la


concupiscencia.

✤ Cuanto más domina la concupiscencia al corazón, tanto menos éste


experimenta el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible
se hace al don de la persona, que en las relaciones mutuas del hombre
y la mujer expresa precisamente ese significado.

✤ Ciertamente, también el “deseo” de que Cristo habla en Mateo 5,


27-28, aparece en el corazón humano en múltiples formas; no siempre
es evidente y patente, a veces está escondido y se hace llamar “amor”,
aunque cambie su auténtico perfil y oscurezca la limpieza del don en
la relación mutua de las personas.

✤ ¿Quiere acaso esto decir que debamos desconfiar del corazón


humano? ¡No! Quiere decir solamente que debemos tenerlo bajo
control.

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✤ La imagen de la concupiscencia del cuerpo que surge del presente análisis tiene una
clara referencia a la imagen de la persona, con la cual hemos enlazado nuestras
precedentes reflexiones sobre el tema del significado nupcial del cuerpo.

✤ En efecto; el hombre como persona es en la tierra, “la única criatura que Dios
quiso por sí misma” y, al mismo tiempo, aquel que no puede “encontrarse
plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo” (1).

✤ La concupiscencia en general —y la del cuerpo en particular— afecta


precisamente a esa “donación sincera”: podría decirse que sustrae al hombre
la dignidad del don, que queda expresada por su cuerpo mediante la
feminidad y la masculinidad y, en cierto sentido, “despersonaliza” al
hombre, haciéndolo objeto “para el otro”.

✤ En vez de ser “una cosa con el otro” —sujeto en la unidad, más aún, en la
sacramental “unidad del cuerpo”—, el hombre se convierte en objeto para el
hombre: la mujer para el varón, y viceversa.

✤ Las palabras del Gn 3, 16 —y antes aún, de Gn 3, 7— lo indican, con toda la


claridad del contraste, con respecto a Gn 2, 23-25.

✤ Violando la dimensión de donación recíproca del hombre y de la mujer, la


concupiscencia pone también en duda el hecho de que cada uno de ellos es querido
por el Creador “por sí mismo”.

✤ La subjetividad de la persona cede, en cierto sentido, a la objetividad del


cuerpo. Debido al cuerpo, el hombre se convierte en objeto para el hombre: la
mujer para el varón y viceversa.

✤ La concupiscencia significa, por así decirlo, que las relaciones personales del
hombre y la mujer son vinculadas unilateral y reducidamente al cuerpo y al
sexo, en el sentido de que tales relaciones llegan a ser casi inhábiles para
acoger el don recíproco de la persona.

✤ No contienen ni tratan la feminidad/masculinidad según la plena dimensión


de la subjetividad personal, no constituyen la expresión de la comunión sino
que permanecen unilateralmente determinados “por el sexo”.

✤ La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don. El


significado nupcial del cuerpo humano está ligado precisamente a esta libertad.

✤ El hombre puede convertirse en don —es decir, el hombre y la mujer pueden


existir en la relación del recíproco don de sí— si cada uno de ellos se domina
a sí mismo.

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✤ La concupiscencia, que se manifiesta como una “constricción sui generis del
cuerpo”, limita interiormente y restringe el autodominio de sí y, por eso
mismo, en cierto sentido, hace imposible la libertad interior del don.

✤ Además de esto, también sufre ofuscación la belleza, que el cuerpo humano


posee en su aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu.

✤ Queda el cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como


“terreno de apropiación” del otro ser humano.

✤ La concupiscencia, de por sí, no es capaz de promover la unión como


comunión de personas. Ella sola no une, sino que se adueña. La
relación del don se transforma en la relación de apropiación.

Notas

1. Gaudium et spes, 24: «Más aún, el Señor cuando ruega al Padre que todos sean uno
como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a
la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza
demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí
misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí
mismo a los demás».

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JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL


Miércoles 30 de julio de 1980

X. Apropiación del cuerpo y goce egoísta. La donación mutua del varón y la mujer en
el matrimonio

✤ Las reflexiones que venimos haciendo en este ciclo se relacionan con las palabras que
Cristo pronunció en el discurso de la montaña sobre el “deseo” de la mujer por parte
del hombre.

✤ En el intento de proceder a un examen de fondo sobre lo que caracteriza al


“hombre de la concupiscencia”, hemos vuelto nuevamente al libro del
Génesis.

✤ En él, la situación que se llega a crear en la relación recíproca del hombre y


de la mujer, está delineada con gran finura.

✤ Cada una de las frases de Génesis 3, es muy elocuente. Las palabras


de Dios Yahvé dirigidas a la mujer en Gn 3, 16: “Buscarás con ardor a tu
marido, que te dominará” parecen revelar, analizándolas
profundamente, el modo en que la relación de don recíproco, que
existía entre ellos en el estado original de inocencia, se cambió, tras el
pecado original, en una relación de recíproca apropiación.

✤ Si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de considerarla sólo


como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se
condena a sí mismo a hacerse también él, para ella, solamente objeto de
apropiación y no don.

✤ Parece que las palabras del Gn 3, 16 tratan de tal relación bilateral,


aunque directamente sólo se diga: “él te dominará”.

✤ Por otra parte, en la apropiación unilateral (que indirectamente es


bilateral) desaparece la estructura de la comunión entre las personas;
ambos seres humanos se hacen casi incapaces de alcanzar la medida
interior del corazón, orientada hacia la libertad del don y al
significado nupcial del cuerpo, que le es intrínseco.

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✤ Las palabras del Gn 3, 16 parecen sugerir que esto sucede más bien a
expensas de la mujer y que, en todo caso, ella lo siente más que el
hombre.

✤ Merece la pena prestar ahora atención al menos a ese detalle. Las palabras de Dios
Yahvé según el Gn 3, 16: “Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará”, y las de
Cristo, según Mateo 5, 27-28: “El que mira a una mujer deseándola…”, permiten
vislumbrar un cierto paralelismo.

✤ Quizá, aquí no se trata del hecho de que es principalmente la mujer quien


resulta objeto del “deseo” por parte del hombre, sino más bien se trata de
que —como precedentemente hemos puesto de relieve— el hombre “desde el
principio” debería haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su
auténtico equilibrio.

✤ El análisis de ese “principio” (Gn 2, 23-25) muestra precisamente la


responsabilidad del hombre al acoger la feminidad como don y
corresponderla con un mutuo, bilateral intercambio.

✤ Contrasta abiertamente con esto el obtener de la mujer su propio don,


mediante la concupiscencia.

✤ Aunque el mantenimiento del equilibrio del don parece estar


confiado a ambos, corresponde sobre todo al hombre una especial
responsabilidad, como si de él principalmente dependiese que el
equilibrio se mantenga o se rompa, o incluso —si ya se ha roto— sea
eventualmente restablecido.

✤ Ciertamente, la diversidad de funciones según estos enunciados, a los


que hacemos aquí referencia como a textos-clave, estaba también
dictada por la marginación social de la mujer en las condiciones de
entonces (y la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento
proporciona suficientes pruebas de ello); pero también hay en ello
encerrada una verdad, que tiene su peso independientemente de los
condicionamientos específicos debidos a las costumbres de esa
determinada situación histórica.

✤ La concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como en “terreno” de


apropiación de la otra persona.

✤ Como es fácil comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado


nupcial del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la

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recíproca “pertenencia” de las personas, que uniéndose hasta ser “una sola
carne” (Gn 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la otra.

✤ La particular dimensión de la unión personal del hombre y de la mujer a


través del amor se expresa en las palabras “mío... mía”.

✤ Estos pronombres, que pertenecen desde siempre al lenguaje del amor


humano, aparecen frecuentemente en las estrofas del Cantar de los Cantares
y también en otros textos bíblicos (1).

✤ Son pronombres que en su significado “material” denotan una relación de


posesión, pero en nuestro caso indican la analogía personal de tal relación.

✤ La pertenencia recíproca del hombre y de la mujer, especialmente cuando se


pertenecen como cónyuges “en la unidad del cuerpo”, se forma según esta
analogía personal.

✤ La analogía —como se sabe— indica a la vez la semejanza y también la


carencia de identidad (es decir, una sustancial desemejanza).

✤ Podemos hablar de la pertenencia recíproca de las personas


solamente si tomamos en consideración tal analogía.

✤ En efecto, en su significado originario y específico. La pertenencia


supone relación del sujeto con el objeto: relación de posesión y de
propiedad.

✤ Es una relación no solamente objetiva, sino sobre todo “material”;


pertenencia de algo, por tanto de un objeto, a alguien.

✤ Los términos “mío... mía”, en el eterno lenguaje del amor humano, no tienen –
ciertamente– tal significado.

✤ Indican la reciprocidad de la donación, expresan el equilibrio del don —


quizá precisamente esto en primer lugar—; es decir, ese equilibrio del don en
que se instaura la recíproca communio personarum.

✤ Y si esta queda instaurada mediante el don recíproco de la masculinidad y la


feminidad, se conserva en ella también el significado nupcial del cuerpo.

✤ Ciertamente, las palabras “mío... mía”, en el lenguaje del amor, parecen una
radical negación de pertenencia en el sentido en que un objeto-cosa material
pertenece al sujeto-persona.

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✤ La analogía conserva su función mientras no cae en el significado antes
expuesto.

✤ La triple concupiscencia y, en especial, la concupiscencia de la carne,


quita a la recíproca pertenencia del hombre y de la mujer la
dimensión que es propia de la analogía personal, en la que los
términos “mío... mía” conservan su significado esencial.

✤ Tal significado esencial está fuera de la “ley de la propiedad”, fuera


del significado del “objeto de posesión”; la concupiscencia, en
cambio, está orientada hacia este último significado.

✤ Del poseer, el ulterior paso va hacia el “gozar”: el objeto que poseo


adquiere para mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me
sirvo de él, lo uso.

✤ Es evidente que la analogía personal de la pertenencia se contrapone


decididamente a ese significado. Y esta oposición es un signo de que
lo que en la relación recíproca del hombre y de la mujer “viene del
Padre" conserva su persistencia y continuidad en contraste con lo que
viene "del mundo”.

✤ Sin embargo, la concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la


posesión del otro como objeto, lo empuja hacia el “goce”, que lleva
consigo la negación del significado nupcial del cuerpo.

✤ En su esencia, el don desinteresado queda excluido del “goce”


egoísta.

✤ ¿No lo dicen acaso ya las palabras de Dios Yahvé dirigidas a la


mujer en Gn 3, 16?

✤ Según la primera Carta de Juan 2, 16 la concupiscencia muestra sobre todo el


estado del espíritu humano.

✤ También la concupiscencia de la carne atestigua en primer lugar el estado del


espíritu humano.

✤ A este problema convendrá dedicarle un ulterior análisis.

✤ Aplicando la teología de San Juan al terreno de las experiencias


descritas en Gn 3, como también a las palabras pronunciadas por
Cristo en el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28: “Habéis oído que se
dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo que todo el que mira con deseo

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a una mujer ya cometió adulterio con ella en su corazón”) encontramos,
por decirlo así, una dimensión concreta de esa oposición que —junto
con el pecado— nació en el corazón humano entre el espíritu y el
cuerpo.

✤ Sus consecuencias se dejan sentir en la relación recíproca de las personas,


cuya unidad en la humanidad está determinada desde el principio por el
hecho de que son hombre y mujer.

✤ Desde que en el hombre se instaló otra ley “que repugna a la ley de mi


mente” (Rm 7, 23) existe como un constante peligro en tal modo de ver, de
valorar, de amar, por el que el “deseo del cuerpo” se manifiesta más potente
que el “deseo de la mente”.

✤ Y es precisamente esta verdad sobre el hombre, esta componente


antropológica lo que debemos tener siempre presente, si queremos
comprender hasta el fondo el llamamiento dirigido por Cristo al corazón
humano en el discurso de la montaña.

Notas

1. Cf. Cant 1, 9, 13, 14. 15. 16; 2, 2. 3. 8. 9. 10. 13. 14. 16. 17; 3, 2. 4. 5; 4, 1. 10; 5, 1. 2. 4; 6,
2. 3. 4. 9; 7, 11; 8, 12. 14. Cf. además Ez 16, 8; Os 2, 18; Tob 8, 7.

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