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MICHEL FOUCAULT

Cuando murió, el 25 de junio de 1984, Michel Foucault era el pensador


más famoso del mundo. Aunque quizá fuese algo menos popular de lo
que había logrado serlo Jean-Paul Sartre después de la Segunda Guerra
Mundial, desde fines de los 60 su obra ocupó el lugar central.

Michel Foucault murió a los 57 años: tenía sida en una época en la que la enfermedad era
rápidamente mortal. El virus que la causa había sido descubierto, apenas un par de años antes de
que el filósofo muriese, por Luc Montagnier, un investigador que fue discípulo del doctor Paul
Foucault, padre de Michel.

Hijo, nieto y bisnieto de médicos, a Michel no le resultó fácil decirle a su padre que no iba a
continuar la tradición familiar. A los once años sorprendió a sus mayores -que daban por
descontado que sería cirujano- cuando les anunció que deseaba ser profesor de Historia. A pesar de
tal atrevimiento infantil, Foucault mantuvo toda su vida una relación privilegiada con la medicina,
aunque fue una relación signada por una desconfianza esencial.

Desde muy niño el filósofo conoció el sufrimiento. Se sabía diferente y su entorno le demostraba de
mil maneras que eso no estaba bien. Criado en un hogar en el que la fuerte tradición católica de la
rama paterna regía hasta los mínimos detalles de la vida cotidiana, miembro de la puritana clase
media provincial de las décadas del 30 y del 40, el muchachito había descubierto que, a diferencia
de lo que decían la mayoría de sus compañeros, él se sentía atraído por los varones. Ese
descubrimiento se volvió una tortura: no sabía qué hacer, a quién recurrir, cómo vivir.

En su hogar las presiones para que el niño se “encauzara” debían de ser intolerables. El filósofo
contó, poco antes de morir, que siendo pequeño su padre lo llevó a una de las salas de operaciones
del Hospital de Poitiers para que fuese testigo de la amputación de la pierna que se le estaba
realizando a un enfermo. El objetivo era inducir al niño a que “se hiciese hombre”. La vida para él se
convirtió en una tortura: hasta mediados de sus 20 años, Foucault intentó varias veces suicidarse, su
afición al alcohol nació en esa época.

Sin embargo, el haber sobrevivido al escándalo de ser un adolescente homosexual en un mundo que
consideraba que esa orientación sexual era una enfermedad o una forma de degeneración moral, el
haber sido capaz de superar semejante condena lo acostumbró al riesgo, lo fortaleció y lo capacitó
para intervenir en los combates intelectuales que lo esperaban, no menos feroces que las crueles
burlas y los brutales sarcasmos que tuvo que soportar en sus años de estudiante.
En principio, Foucault aprendió desde muy joven a enfrentar las cuestiones desde un lugar
absolutamente original. En las disputas que la izquierda y la derecha mantenían durante los
calientes años de la Guerra Fría, aunque se había alineado con la izquierda (incluso, ingresó al
Partido Comunista, siguiendo a su amigo Louis Althusser), su posición estaba tan lejos de ser
ortodoxa que no le resultó extraño a nadie que dejara el comunismo tan rápidamente como había
ingresado. Nunca fue un izquierdista típico; sus posiciones políticas escandalizaban tanto a los
conservadores como a los progresistas.

Brillante en una generación de hombres brillantes (entre sus muchos compañeros de estudios se
destacaban Pierre Bourdieu y Paul Veyne, entre sus amigos figuran Pierre Boulez, Roland Barthes y
Gilles Deleuze), Foucault sobresalió desde el comienzo de su carrera universitaria. Sus maestros
(Maurice Merleau-Ponty, Georges Dumézil, Louis Althusser, Jean Hyppolite, Georges Canguilhem)
creyeron, desde que lo conocieron, que era “la promesa de su generación”.

Aún siendo niño estaba obsesionado por ocupar los primeros puestos en el estudio. En Poitiers sólo
era superado por un compañero cuyo nombre parece una broma del destino: Pierre Riviere (el
Yo, Pierre
mismo que el del asesino que escribió las famosas memorias que Foucault analizó en
Riviere maté a mi padre…). Uno de los recuerdos más amargos de su
adolescencia está relacionado con la lucha por la primacía en la escuela. El
jovencito Michel vio llegar de golpe, en plena invasión alemana, a muchachos
judíos que escapaban de París, ocupada por los nazis. Los jóvenes parisinos
tenían, obviamente, mejor formación que los de Poitiers y enseguida superaron
a Michel. El detestó tanto esta situación que se encerró en una fantasía que no
lo abandonó: en ella los de París “desaparecían”, eran secuestrados y
deportados de Poitiers. Esa fantasía se hizo realidad muy pronto: los chicos
judíos fueron enviados a los campos de concentración. El adulto e iconoclasta
Michel Foucault aún sentía culpa por la forma en la que la historia realizó su
deseo.

Divina Comedia, la
La Beatriz de Foucault fue Nietzsche. Como Beatriz guía a Dante en la
obra de Friedrich Nietzsche (especialmente los textos que escribió casi al
borde de la locura) fueron para Foucault una iluminación. Casi como
ningún otro de los expertos en Nietzsche (ni siquiera pensadores tan
sutiles como Giorgio Colli), Foucault supo ver en el autor del Origen de
la tragedia al poeta tanto como al filósofo, al artista tanto como al
pensador. Para Foucault (como para Nietzsche) la forma, el tono poético
que recorre su escritura y la apelación al aforismo nunca fueron
cuestiones secundarias.

Nietzsche también le permitió sentirse más seguro para elaborar su punto de vista singular. Como
suele suceder con muchos jóvenes que se sienten incómodos a causa de su posición de extraño a
las normas y a los estilos que definen al grupo de “pertenencia”, también a Foucault la obra de
Nietzsche le reveló el poder y el goce de ser diferente. Esta obra fue su guía y su sostén; le ayudó a
comprender que tener un punto de vista original no era un pecado por el que debía pagar caro. Hay
un par de aforismos nietzscheanos que lo acompañaron toda la vida, casi como mantras para una
meditación personal. Uno de esos aforismos (el que, según el filósofo francés, marcó cada momento
de su vida), él lo parafraseaba así: “Se trata de llegar a ser lo que uno verdaderamente es”. El otro
reza: “El amor a la verdad es terrible y poderoso”.

Entre las influencias que el propio Foucault consideró esenciales para su formación se destacan
Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre (con quien se enfrentó más de una vez y de manera tan dura
que le llevó mucho tiempo reconocer la deuda que tenía con su obra). No es casual que Sartre sea
dramaturgo y novelista, además de filósofo. Como Roland Barthes, Foucault apreciaba sin discusión
la obra literaria de Sartre. Tampoco es casual que Heidegger sea uno de los pocos filósofos que
fundó gran parte de su reflexión sobre la poesía, a la que consideraba una potencia reveladora.

El punto de vista original que caracteriza la indagación foucaultiana, su mirada poco habitual en el
mundo del pensamiento es, sin embargo, frecuente en el universo de la literatura. Se podría decir
que Foucault es el más literario de los filósofos o el más filosófico de los escritores. Muchas de sus
Las
referencias “teóricas” son literarias. No es accidental, por ejemplo, que, al comienzo de
palabras y las cosas, diga que la investigación de ese libro que lo
catapultó a la fama (incluso, a la popularidad) nació de un fragmento de
uno de los ensayos de Jorge Luis Borges que se encuentra en Otras
inquisiciones: “El idioma analítico de John Wilkins”. Borges (al igual
que su admirado Oscar Wilde) era un maestro en el difícil arte de
expresar ideas extremadamente complejas y peligrosas mediante
paradojas brillantes y sutilezas estilísticas.

El estilo de Foucault (pero el estilo no es secundario, “el estilo es el hombre”) es literario: desde la
inclusión de micronarraciones que son esenciales para el desarrollo del argumento hasta el trabajo
con la escritura (una escritura que abunda en metáforas, una escritura que apela a transformar
muchas de sus frases en epigramas, casi en versos, y a sus párrafos en aforismos) hacen de
Foucault un escritor, antes que un pensador. El niño que decidió ser profesor de Historia se convirtió
en uno de los escritores que más profundamente han reflexionado sobre la Historia, en un poeta del
pensamiento y en un narrador teórico.

Kant, Anthropologie -
Su tesis principal (presentó dos; la segunda, titulada
introducción, traducción y notas- no se editó) fue presentada, en 1961,
por G. Canguilhem y D. Lagache: era Historia de la locura en la
época clásica. Apenas aparecido, el libro fue saludado como una
contribución esencial a la historia de las mentalidades por historiadores
de la talla de Fernand Braudel. A raíz de este texto comienza una serie
de programas de radio dedicados a “historia de la locura y literatura”
que se mantienen en el aire casi un año.
La Historia de la locura lo convierte en el pensador de moda en el
medio intelectual francés. El diario Le Monde lo califica como un
“intelectual absoluto, fuera del tiempo”. En ese libro fundacional,
Foucault insiste en pensar la locura en su especificidad, no como una
esencia inmutable que se mantendría a través del tiempo y las culturas
(sólo cambiarían las formas de designarla), sino que es propia de cada
momento histórico, de cada contexto cultural, social, económico.
Mientras más precisamente es definida desde el punto de vista de la
ciencia, la locura se convierte en cada vez más inaprensible. Sin
embargo, su costado políticamente explosivo recién se pondrá de
manifiesto tras el Mayo Francés, cuando Foucault se relacione con los
antipsiquiatras, Ronald Laing y David Cooper, y con los que critican el
encierro en el manicomio, como Basaglia.

El nacimiento de la clínica (libro al


A fines de ese año, Foucault termina de escribir
que presenta como “las sobras de la Historia de la locura“), que
aparecerá dos años más tarde. La medicina -vista desde la crítica más
virulenta contra el saber médico- sigue ocupando un lugar central en su
pensamiento. A diferencia de los que critican la medicina moderna por
sus errores (por los efectos secundarios que tienen los medicamentos o
por los diagnósticos errados), Foucault critica la medicina en su
“esencia”: el saber médico es negativo por sí mismo, sobre todo cuando
“acierta”, porque por su mecánica destructiva -ver a la enfermedad
como algo a combatir- crea las condiciones de nuevas enfermedades,
que serán más difíciles de controlar.

Las palabras y las cosas. La conclusión


En 1966 aparece su libro más difundido,
del ensayo contribuyó a que la prensa lanzara una polémica (para
Foucault -como para muchos otros intelectuales- es una discusión
fundamentalmente “mediática”) que ocupó durante meses las páginas
de los principales periódicos franceses: la muy mal entendida cuestión
de lo que se llamó “la muerte del hombre”. Foucault, que estaba
interesado en desmontar el mecanismo de naturalización del
pensamiento (un mecanismo que hace que se crea que los conceptos,
así como también los problemas y las soluciones científicas, son eternos
-o casi- porque el pensamiento es visto como si estuviera fuera de la
historia), escribió, como conclusión de su investigación: “En todo caso,
una cosa es cierta: el hombre no es el problema más antiguo ni el más
constante que se haya planeado el saber humano (…) El hombre es una
invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología
de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas
disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier
acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero
cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo,
a fines del siglo XVIII, el suelo del pensamiento clásico, entonces podría
apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un
rostro de arena”.

En los apasionados días del Mayo Francés, el pensador se encontraba entre dos continentes (Europa
y Africa) y, además, nadando entre dos aguas: pocas horas antes de la sublevación estudiantil
Foucault es un académico de prestigio, un profesor querido, pero “elitista”, un hombre que está
discutiendo con el gobierno el futuro de la educación secundaria y universitaria de Francia. Es un
hombre que ha “renegado” de Marx. La mayoría de la izquierda lo califica de “violentamente
anticomunista”.

Dicta cursos en Túnez a la vez que es nombrado profesor de la Universidad de Nanterre, que será
una de las trincheras más ardientes durante la revuelta estudiantil. Casi todo mayo, Foucault
permanece bloqueado en Túnez; recién puede abordar un vuelo a París el 27. Llega justo para
sumarse al mitin de los líderes de la izquierda que se realizó en el estadio Charléty. Con idas y
vueltas a Túnez, Foucault participa de las últimas manifestaciones francesas, antes de que el partido
de De Gaulle gane ampliamente las elecciones convocadas por Pompidou. Foucault declara que las
revueltas hiperideologizadas de los estudiantes franceses no le interesan demasiado. Agrega que,
por el contrario, “la militancia violenta, corporal y necesaria” de los tunecinos le hizo redescubrir el
amor a la militancia.

Pocos días después de acabada la revuelta, Hélene Cixous lo invita a participar en la creación de la
universidad de Vincennes. Aunque se lo convocó con el fin de dirigir el proyecto, Foucault sólo
acepta ayudar a conformar los departamentos de psicoanálisis (en conjunto con el lacaniano Serge
Leclaire) y de filosofía (junto a Alain Badiou). Mientras los intelectuales soviéticos -en la revista
Literatournaa Gazeta- atacan duramente el “antimarxismo y antihumanismo” de Foucault, el nuevo
ministro de Educación de Francia, Olivier Guichard, no le concedió validez nacional a la licenciatura
en filosofía otorgada por Vincennes (donde el pensador enseñaba) porque “tiene demasiados cursos
dedicados a la política y al marxismo”.

A comienzos de 1970 realiza su primer viaje a Estados Unidos. Desde allí conquistará al mundo
intelectual. Al mismo tiempo que llega a Berkeley, a las experiencias con las drogas -de manera muy
tímida- y a las prácticas sexuales sadomasoquistas -no tan tímidamente-, Foucault empieza a
enfocar su trabajo sobre el problema del poder y de la relación entre saber y poder. En respuesta a
un largo artículo que Althusser había publicado en La Pensée, en el cual los aparatos de Estado se
diferencian según funcionen por la violencia o por la ideología, Foucault escribe un artículo que
critica esa distinción. Es el origen de otro de sus libros más difundidos: Vigilar y castigar, que verá la
luz un lustro más tarde. A la vez, funda el Grupo de Información sobre las Prisiones (GIP), como una
forma de intervención específica sobre la realidad.
Es en esa época que Foucault escribe sobre las cárceles. Se interroga por qué las prisiones, a pesar
de contener una población minoritaria, ejercen tal fascinación social. El cree que las prisiones
fascinan porque permiten a los “buenos, a los ciudadanos irreprochables”, a los que se consideran
socialmente “inocentes” ejercer el mal sin límites: “Todas las violencias y arbitrariedades son
posibles en la prisión, aunque la ley diga lo contrario, porque la sociedad no sólo tolera, sino que
exige, que al delincuente se lo haga sufrir”.

En su lección inaugural del Collge de France, el 2 de diciembre de 1970, Foucault expone sobre la
cuestión del poder. Durante 13 años, cada miércoles a las 17.45 expondrá sus investigaciones. El
tema del primer curso, titulado “La voluntad de saber”, es la contraposición de los modelos teóricos
de Aristóteles y Nietzsche. La concurrencia fue tan masiva que no sabían dónde ubicar tanta gente.

Foucault comienza un período de apertura a todos los temas, a todas las formas de abordaje: los 70
serán años de intenso aprendizaje y de elaboración apasionada. Al regresar de su viaje a Irán (aún
gobernado por el sha) en 1977, dirá una de sus frases más difundidas y, quizá, menos entendidas:
“Hay más ideas en el mundo que las que se imaginan los intelectuales”.

La experiencia californiana que vivió durante sus últimos diez años fue esencial. En Berkeley enseñó
(e investigó). En los saunas gay de Los Angeles accedió a prácticas sadomasoquistas que, además de
subyugarlo, le permitieron desarrollar una reflexión original sobre el goce a través del dolor (es el
Foucault más intenso y el menos difundido en las universidades).

A pesar de que su interés por la sexualidad pueda parecer obvio (interés reflejado en su última obra,
los tres tomos de la Historia de la sexualidad), el enfoque que Foucault le da a la cuestión no lo es.
Para el propio filósofo fue un problema acceder a pensar lo sexual. Cuando en sus años
universitarios le dieron como tema de investigación filosófica “la sexualidad”, Foucault se enojó con
Canguilhem por proponer “algo así como objeto de la filosofía”. Por el contrario, después de recorrer
un largo camino, en sus investigaciones de los 70, él pregunta, en primer lugar, por qué la
sexualidad es objeto de una preocupación moral (y ya la pregunta desarma la “naturalidad” de la
cuestión, ya deja de ser obvio que el sexo es un problema moral: está claro que alguien, alguna
institución, un poder necesita que el sexo sea supervisado por la moral).

Su obra se fue acercando a su ideal de vida: llegar a ser lo que verdaderamente se es. A la vez que el
circunspecto Foucault -el que había negado la importancia de la vida para la obra- fue capaz de ir
dejando de lado sus propios temores y se atrevió a manifestarse, comenzó a importarle no sólo
quién habla, sino cómo se vive una experiencia. Esto iluminó su obra. Su filosofía se transformó en
aquello que Sartre deseó producir pero no logró articular: una ética. La ética de Foucault nació
cuando, en su reflexión, se encontró con sus maestros: los antiguos griegos. Esa intensidad final,
nacida del riesgo, otorga a su obra una consistencia clásica. Quizá por eso sus ideas no parecieran
correr el riesgo de desvanecerse como un rostro de arena en el borde del mar.

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