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CÁBALA PRÁCTICA

—COMO EL ADMINISTRADOR del cementerio era conocido suyo, fácilmente se arregló todo. Mi amigo
Eduardo quería completar su gabinete de historia natural con un esqueleto bien elegido. Ambos, hombres muy
prácticos en semejantes cosas, buscaron minuciosamente entre los cadáveres depositados en el osario antes
de incinerarlos (operación que se ejecutaba cada cinco años, según prescripción de los reglamentos
municipales) la pieza requerida hasta dar con una que, en opinión de Eduardo, era verdaderamente maravillosa.
«Un esqueleto de mujer joven», decía mi amigo con cierta fruición perversa, que solía traicionarse a veces, en
la intimidad, bajo su exterior frío y correcto de dandy sabio.
Así me disponía a contar una noche, para distraer las melancolías de Carmen, el caso de mi amigo
Eduardo, cuyo apellido me permitiréis disfrazar con la ene convencional, pues se trata de una historia y no
quiero cometer inconveniencias.
Carmen era una de las amigas más hermosas que en mi vida haya tenido, pero padecía de caprichos
melancólicos y de agresiva coquetería, como todas las muchachas de veinte años cuyos ojos negros no han
sido adorados suficientemente. Está de más decir que sus ojos negros eran admirables. Con frecuencia
brillantes y profundos como las noches muy estrelladas, estaban, la de aquella de mi cuento, llenos de adorable
languidez. ¿Cómo fue que nuestra conversación llegó al caso de Eduardo? No lo sé; pero Eduardo frecuentaba
la casa de mi amiga, y por alguna coincidencia vulgar sería.
—¡Pero no es creíble! Eduardo, un hombre tan seco, tan despreocupado...
—Sin embargo, es la más pura verdad. Quiera escucharme un instante, y espero que, si mi relato nada
vale como historia, conseguirá, tal vez, interesarla como cuento.
Y mientras los otros charlaban en el espacioso salón, con el ruidoso desenfado de las gentes de
confianza, yo empecé lo que, a despecho de los ojos incrédulos de Carmen, me atrevo a llamar por tercera vez
historia, por más increíble que el hecho parezca a todos.

Mi amistad con el joven naturalista fue íntima casi desde su comienzo. Ambos éramos jóvenes, y la
indispensable cola de paja de los cuarenta años no podía excitar aún nuestra mutua desconfianza. Él recogía
entonces los primeros ejemplares de sus colecciones; yo empezaba a redactar mis primeros versos. Ambos
éramos también materialistas, no hay que decirlo. La adolescencia es pedante, y el primer ensayo de su ciencia
consiste en negar a Dios y a las mujeres. Lo que todavía subsiste de niño en el hombre recién formado, le
incomoda: entonces lee uno a Buchner y se vuelve ateo. El amor que invade carne y alma encuentra en la
inseguridad de sus primeras empresas augurios de derrota: entonces escribe unos versos becquerianos. Los
veinte años desconfían, sobre todo, del cura y de las mujeres. El despertamiento de la personalidad es
terriblemente egoísta. Nunca es improbable que un joven de veinte años abandone la casa paterna.
Fue durante el primer período de nuestra amistad cuando Eduardo adquirió el esqueleto que, suspendido
en luciente armario de cristales, daba el toque maestro a la fisonomía científica de su gabinete.
Ciertos ejemplares paleontológicos, algunas piedras raras, entre las cuales dos geodas uruguayas,
preciosas, una redoma con lava pulverulenta del Vesubio, unas estalactitas de Cosquín y un trozo de concha
de gliptodonte, sobre la cual hacíamos temerarias expediciones a las más remotas capas geológicas,
componían el caudal científico de mi amigo. Aquel gabinetito, que solo se abría para mí, conocía nuestros más
graves proyectos. De allí salió un ensayo sobre la selección natural que valió a Eduardo las felicitaciones de un
alemán medio astrónomo, medio entomólogo, amigo de su padre, quien, como buen comerciante casi
analfabeto que era, adquirió desde entonces enorme respeto por nuestra sabiduría; y un poema mío
enalteciendo las «conquistas de la razón» sobre el fanatismo, causa que fue de grave escándalo para nuestro
profesor de literatura.
Claro es que el esqueleto del armario, «esqueleto de mujer joven», según Eduardo, era tema frecuente
de nuestras charlas, en honor de la verdad salpimentadas siempre de comentarios impíos. Las reminiscencias
del Convidado de Piedra no escaseaban, como puede suponerse, para dar base a los alardes de nuestra
incredulidad, científica hasta el exceso, naturalmente. Y aquí entro ya en la historia que ha requerido este
prólogo, y cuya verídica relación es como sigue:
Una de las tantas noches en que nos reuníamos a tomar el café y leer los últimos versos de Francia en
el gabinete de Eduardo, la conversación nos llevó a hablar del vampirismo y alucinaciones histéricas de los
místicos y hechiceros. Acabábamos de leer una terrible obra de Eliphas Lévi, que entonces estábamos lejos de
apreciar en su verdadera trascendencia. Y a propósito cada uno echó al tapete sus recuerdos literarios. Desde
Poe hasta Verhaeren y Villiers de l'Isle-Adarn, se recitó cuantos versos, cuanta prosa mala o buena conocíamos
sobre la materia; y a las once, poco más, me despedía de Eduardo, quien finalizó con la conocida poesía de
Acuña aquella velada, cuya ironía fúnebre concluyó, francamente, por hacerme daño.
Lo que sigue es, como se comprenderá al fin de esta historia, relación de mi amigo.
Eduardo volvió a entrar en su gabinete para poner en orden los libros que habían quedado esparcidos
sobre el escritorio. Su espíritu estaba sereno, su cabeza singularmente despejada (estos detalles tienen su
importancia para el lector atento). Levantó la lámpara y, al pasar a la pieza contigua, donde dormía, se detuvo
enfrente del esqueleto, hizo una gran reverencia, y, dirigiéndose a él:
—Mademoiselle Squelette, será usted víctima de un agradable atentado: descubriremos el homunculus
de Alberto el Grande y resucitaremos su amable persona, a la cual tendré el honor de ofrecer mi mano.
Obraban en su ánimo, como se ve, las reminiscencias de Eliphas Lévi, pero sin la más mínima sombra
de inquietud. Antes, por el contrario, chanceaba con lo que para él no era sino un despojo eternamente
inanimado.
Media hora después, dormía.
De repente, sin saber cómo, se encontró sentado ante su mesa de trabajo. La lámpara, con la luz muy
alta, alumbraba todo el aposento. Frente a frente de Eduardo, en la misma silla que yo había ocupado horas
antes, una mujer joven, casi hermosa, muy triste, vestida con largo traje morado, le miraba. Instintivamente,
Eduardo miró el armario del esqueleto. El esqueleto no estaba allí. Un frío brusco le latigueó las espaldas.
Entonces la joven comenzó a hablarle con una voz tan musical, tan dulce, que se sintió instantáneamente
confortado. Parecían quejas enviadas desde una prodigiosa distancia por la ternura suspirante de un alma.
¿Qué le dijo aquella melancólica aparición? Nunca ha podido recordarlo. Era una música semejante a la
armonía de esos grandes y serenos pensamientos nocturnos que son como los ritmos del silencio. Así era
aquel lenguaje. Y él sentía frío, pero un frío delicioso, una suavidad incomparable de nieve que se filtraba hasta
sus huesos a medida que la aparición le hablaba.
Pero pasado el primer movimiento de estupor, la reflexión sobrevino. Estaba soñando, no había duda.
Aproximó el dedo al tubo de la lámpara y hubo de retirarlo con viveza. Miró a su alrededor. Todo estaba como
siempre; no había nada de fantástico, nada de esas extrañas decoraciones de los sueños. Hasta oyó que un
reloj daba las tres de la mañana. La aparecida seguía hablándole, sin notar, al parecer, aquellas precauciones
de su desconfianza. Seguía hablándole con aquella voz musical y dulce que parecía abrir al espíritu infinitas
perspectivas sobre el estrellado azul de una noche inmensa. Luego, con una majestad impalpable de oración,
fue levantándose, levantándose del asiento; tomó la lámpara con su mano diáfana y encaminóse al dormitorio
de Eduardo. Él, sin saber lo que hacía, inconscientemente, la siguió. Colocó ella la lámpara sobre la veladora,
dirigióse al lecho abierto con adorables elegancias de andar, y señalándolo a mi asombrado amigo con
imperioso gesto, volvió misteriosamente al oscuro gabinete.
No sabe Eduardo cómo pudo obedecerla él sin espanto ninguno. Pero es el caso que, al otro día, como
volviera yo a eso de las diez para invitarlo a almorzar conmigo, le encontré en su cama durmiendo
profundamente.
—¡Qué milagro! —exclamé al ver de par en par abierta la puerta del gabinete que mi amigo no dejaba
nunca de cerrar. Entré.
—¡Vaya! Eduardo debe estar loco —me dije con sonrisa un tanto inquieta al ver tendido de espaldas
sobre la silla que yo ocupaba en la noche anterior el esqueleto del armario de cristales.
Carmen intentó levantarse de su asiento sonriendo con su dura son-risa de costumbre, pero
instantáneamente vi que sus labios se ponían blancos y que vacilaba próxima a caer. Un grito resonó en el
salón. Todos los visitantes acudieron mientras yo la sostenía en mis brazos. Levantándola en peso, pues su
desmayo era profundo, conseguimos llevarla a la habitación contigua, donde una hora después recobró el
sentido en medio de una terrible crisis nerviosa. Pero aquel contacto me dejó una impresión horrible que me
perseguirá mientras viva. Sentí caer en mis brazos, en vez del esbelto cuerpo cuya elegancia había admirado
tantas veces, una masa pesada y blanduzca, algo así como una almohada fofa, y, al apretar sus brazos para
sostenerla mis dedos se hundieron en ellos sin encontrar resistencia.
El cuerpo no tenía coyunturas, se doblaba por todas partes; parecía una bolsa llena de agua. ¡Qué
horrorosa impresión acababa de crispar mis nervios!
Creedlo, que así es la verdad: ¡aquella mujer no tenía huesos!

¿UNA MARIPOSA?
No podía dar yo a Alicia tantos detalles de las flores como ella me pedía, pero por fuertes razones.
Así llevé la conversación hacia las mariposas. Ella me escuchaba muy atenta, y todos los pormenores de
la vida de los insectos despertaban intensamente su atención. Las blancuzcas larvas, ingeniosas tejedoras, las
misteriosas crisálidas durmiendo en su sueño de rejuvenecimiento y de sombra, el despertar de las alas al amor
del sol, como en un suspiro de luz ... Cuando agotados ya mis conocimientos entomológicos, proponía pasar a
otro tema, ella, con la adorable impertinencia de sus trece años, dijo: — Hágame usted de eso un cuento.
Y yo preferí contarla una historia, en que, por cierto, hay también un amor.

Cuando Lila tuvo que partir para un colegio en Francia, conversó con Alberto que era primo suyo; conversó
cosas que debieron ser muchas, porque hablaron tres horas sin parar; importantes, porque hablaron muy bajito;
y tristes, porque al separarse él tenía los ojos hinchados y ella las naricitas muy rojas y el pañuelo bastante
húmedo: a lo menos más húmedo que de costumbre, y no por exceso de heliotropo.
La tarde en que partió Lila, se puso muy triste la casa de la abuela, y Alberto dio en pensar, mientras
miraba llorar a la pobre vieja, que su traje negro era de luto por su padre y que su madre había muerto cuando
él nació. Pasaron así, largos, muchos días de silencio extenuantes. Alberto no hablaba a la abuela porque no
sabía que decirla, y la señora, viendo al chico tan triste, no podía sino llorar más, comprendiendo que semejante
tristeza era inconsolable. Porque ella sabía muy bien que los primos eran novios y que por lo tanto tenían que
llorar mucho si eran novios de verdad.
Fue entonces que Alberto se hizo cazador de mariposas. Aprendió a manejar la red con delicadeza, a
clasificar las lindas prisioneras, a colocarlas muy artísticamente en lucidas vitrinas, cada una en su alfiler, con
las alas bien tendidas. Aquello le distraía, por más que ciertas veces, sobre todo en la tarde, cuando manchaban
el cielo grandes colores desvanecidos y los árboles se vestían de silencio, llorase un poco todavía recordando
estas palabras de Lila: "Si me olvidas, yo te recordaré de algún modo, tenlo seguro, que no he dejado de
quererte". Pero no lloraba mucho en verdad, y cada vez lloraba menos.
Poco a poco las mariposas llegaron a preocuparle por completo, y ya no tuvo otro cuidado, que su
colección, cada día más brillante y numerosa. La abuela; viéndolo contento, fomentaba aquella silenciosa y
honda afición, y nunca tuvo Alberto que lamentar la falta de un alfiler o de una vitrina. Pronto Lila no fue para él
sino un recuerdo: aunque la quería mucho, ya no experimentaba ninguna necesidad de llorar. Ahora pensaba:
— Si viera mi colección!... Nada más pensaba. Verdad es que sólo tenía diez y siete años. Yo también tuve una
novia a los diez y siete años, pero ella murió en mí entre una noche y una aurora. Así están hechas las cosas:
para que haya en el mundo cosas tristes y nada más.
Quedamos; pues, en que Alberto no lloraba ya por Lila. Además, sucedió algo que vino a interesarle
sobremanera.
Una tarde paseaba con su red abierta bajo los tilos del jardín. El sol, como un cáliz volcado cuyo vino
ardiente se derramaba en olas sangrientas sobre una tremenda pompa sacrílega, bajaba entre nubes gloriosas.
Había silencio bajo los árboles. De repente, sobre una mata de juncos, Alberto percibió una mariposa de especie
desconocida. Era blanca, pero tenía sobre las alas dos manchas azules como dos violetas. No recordaba él
haber visto otra igual ni en las colecciones ni en los libros técnicos. Era verdaderamente una maravilla, un
ejemplar completamente nuevo, y es de suponer que desearía poseerlo. Entregóse a la cacería con pasión.
Pero aquella mariposa era terriblemente sagaz y siempre se colocaba fuera del alcance de la red, aunque no
huía definitivamente de su vista. Y así se pasó la tarde, y vino la noche, y Alberto se acostó muy contrariado, y
soñó hasta el amanecer con una mariposa blanca que tenía dos manchas azules en las alas. Y al otro día volvió
a encontrarla en el mismo sitio, persiguiéndola otra vez infructuosamente y volviendo a soñar con ella. Por fin,
el tercer día, después de una hora de carreras tan inútiles como las anteriores:—Si estuviera Lila, pensó, me
ayudaría a tomarla y yo no sufriría así.
Justamente entonces la mariposa vino a colocarse muy cerca de él, sobre una madreselva. Arrojó la red
y lanzó un grito de júbilo. Estaba presa.
La abuela admiró mucho a su vez el hermoso insecto, que inmediatamente fue elevado en un largo alfiler,
con las debidas precauciones, para no ajar sus bellas alas.
Pero, ¡cosa extraña! Al otro día la mariposa amaneció viva, siempre palpitando dolorosamente, sin que,
los más poderosos tósigos lograran matarla. Y sucedió que, como agitaba tanto las alas, éstas fueron perdiendo
sus lindas escamillas, y a los seis días justos (¡que tanto duró el martirio de la pobre!) las alas eran sólo dos
armazones descoloridos.
Entonces intercedió la abuela, y Alberto, que ya no tenía ningún interés en conservar aquel modesto
animalucho, tan empeñado en no morirse, consintió en desclavarlo del alfiler y en dejarlo libre de irse donde
quisiese. Y la mariposa, aunque algo trabajosamente, desapareció poco después en el viento.

—¿Y Lila? — preguntó Alicia con interés.


—La historia de Lila es muy corta y muy triste: al poco tiempo de entrar en el colegio, donde pronto se
hizo notar por su docilidad y su tristeza, enfermó de melancolía. Nadie lo advirtió porque ella no se quejaba
jamás. Únicamente había palidecido mucho, y después de estudiar lloraba. Parece que por la noche tenía
sueños porque su compañera de habitación la oyó decir una vez al acostarse:
—Cuando aquí es de noche en mi país es de día; mientras duermo, sueño que estoy allí y eso me
consuela. Su palidez no inquietó, porque con el cambio de clima y la separación de los suyos, era natural que
estuviese un poco mala; y su silencio fue atribuido al desconocimiento casi completo que tenía de la lengua de
Francia. Además, como el silencio es una virtud en los colegios de señoritas internas, eso le valió muy buenas
clasificaciones de conducta. Y así vivió Lila diez meses, hasta que una mañana la encontraron muerta en su
camita blanca, advirtiendo que había muerto no por lo pálida y silenciosa que estaba, sino porque la cubría un
frío muy grande, como si estuviera envuelta en luz de luna.
El médico no supo ciertamente descubrir su enfermedad, aunque la examinó muy detenidamente,
encontrando apenas en el pecho y en la espalda de la niña muerta dos minúsculas picaduras rojas. Nada más
se pudo averiguar y sobre su tumba pusieron lirios.
El balcón donde yo acababa de referir a Alicia la historia, había sido ya invadido por la noche. Sobre
nuestras cabezas brillaban, solemnizando la paz grave de la sombra, los siete mundos de Orión. El viento pasó
diciendo algo que no era evidentemente para nosotros. Bruscamente comprendí que acababa de despertar un
alma. ¿Con qué derecho? ¿No sabía perfectamente que la virginidad es nieve, nieve en lágrimas? Y buscaba
sin resultado un epílogo vulgar que absorbiera la emoción de mi historia, cuando allí, muy cerca, Alicia, ya
invisible, borrada por la noche:
—¿Y Alberto...? — dijo.
Una esperanza consoladora brilló en mi espíritu.
—¿Alberto?
—Alberto sí, ¿qué hizo después?
Las estrellas impasibles, miraban
—Alberto continuó viviendo con la abuela, muy contento, aunque lamentando que su colección hubiera
perdido una mariposa.
—...¿una mariposa?...

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