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VI JORNADAS “LOS QUE ENSEÑAMOS HISTORIA”


LA TRASPOSICIÓN DIDÁCTICA EN LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA Y DE LAS CIENCIAS SOCIALES EN EGB Y
POLIMODAL

La transposición Didáctica en Historia y otros monstruos metafísicos. De la


pertinencia o inadecuación del pasaje de conceptos de una didáctica
específica a otra
Gonzalo de Amézola
UNLP / UNGS

Me voy a permitir abordar el tema de la “trasposición didáctica” desde un


ángulo “políticamente incorrecto” que espero sea tomado como lo que intenta ser:
un llamado a debatir y a que pensemos sin prejuicios.
Debo confesar que cuando pensaba qué decir en esta instancia me llamó la
atención el contraste entre el título general de las jornadas – “los que enseñamos
Historia” – y el específico que tiene esta nueva edición – “la trasposición didáctica
en la enseñanza de la Historia” -. Pareciera que con la palabre “enseñar” ya no
nos alcanza y es necesario recurrir a un término aparentemente más serio o más
científico como “trasponer” para referirnos al mismo fenómeno. ¿A qué se debe
este cambio? Me temo que es un resultado más de un fantasma que recorre la
enseñanza de la Historia: el fantasma de la didáctica general.
Expondré, entonces, mi punto de vista sobre esta cuestión.
Enseñar Historia en la escuela se ha transformado en un problema y
cuando los profesores procuran resolverlo se encuentran casi siempre ante dos
posiciones enfrentadas.
Por una parte están quienes aseguran con soberbia que con el mero
dominio de los contenidos específicos de la disciplina no habrá ningún
inconveniente en dar una buena clase que los alumnos comprendan y que
despierte su interés, así se trate de la vida de las comunidades en el neolítico, la
Revolución Rusa o la Guerra de los Cien Años. Con “saber” es suficiente y no hay
ninguna diferencia si la escuela donde se debe dar clase se encuentra en un
barrio cerrado de Pilar o en un pueblito pobre de Santiago del Estero. Entre los
que así opinan está la mayoría de los historiadores quienes, por supuesto, no han
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vuelto a pisar una escuela luego de terminar su propia educación secundaria y


basan sus afirmaciones en los lejanos recuerdos idealizados de la propia
experiencia.
En el otro extremo están los especialistas en educación que han colonizado
nuestras escuelas en las ultimas décadas, la mayoría de los cuales afirma que los
conocimientos disciplinares deben subordinarse a las prescripciones generales de
la didáctica y suelen sugerir que, en definitiva, los saberes específicos no tienen
demasiada importancia. En este caso, si bien los didactas están más al tanto de
las condiciones actuales de la educación, ignoran cuáles son las preocupaciones
de hoy de la ciencia histórica y la siguen identificando con el relato de un pasado
heroico, protagonizado exclusivamente por los próceres y compuesto sólo por
episodios políticos y militares, tal como ellos la estudiaron en la escuela.
Estoy exagerando un poco pero, a mi juicio, esta es una dicotomía que se
repite a lo largo del tiempo, acorrala a los docentes entre esos dos fuegos y se
transforma en el principal obstáculo para entablar una discusión razonable sobre
el tema. Pero en este tironeo, el poder de los didactas dentro de las escuelas es
irresistible y sus pareceres se transforman usualmente en órdenes.
Personalmente considero absolutamente necesario que los profesores
recuperemos nuestra capacidad para reflexionar y analizar críticamente lo qué se
nos propone acerca de qué, cómo y para qué enseñar, que no es otra cosa que
nuestra especialidad. Lo que ocurre con las distintas modas pedagógicas que
periódicamente se imponen desde el poder es que esta posibilidad de análisis está
obturada. Así fue como los más viejos debimos ser “reeducados” para formular
objetivos según lo disponían los seguidores locales de Bloom y un cuarto de siglo
después debimos redactar contenidos conceptuales, procedimentales y
actitudinales según los evangelios que en los ’90 escribían los apóstoles de César
Coll. A algunos nos parecía que no había muchas diferencias entre ambas teorías
pero no nos animábamos a decirlo porque en los ’90 había que ser
“constructivista” y para un “constructivista” no había nada peor que un
“conductista”. Mientras tanto, la comprensión de nuestros alumnos en las clases
no mejoraba con la aplicación de una u otra teoría. Este predominio de la didáctica
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general desplazó de las preocupaciones referidas a la enseñanza una reflexión a


fondo acerca de la cuestión de los contenidos específicos que deben enseñarse.
Cuando se quiere enseñar Historia sin saber qué es hoy nuestra disciplina, casi
siempre se termina haciendo algo que resulta otra cosa y, cuyo valor educativo es
restringido cuando no inexistente. Sobre todo porque lo que entendemos cada uno
de nosotros acerca de lo que es la Historia condiciona de una forma muy poderosa
la didáctica resultante de nuestras clases aunque no nos detengamos a pensar en
esa relación.
Intentaré ilustrar esto con un ejemplo. Los beneficios de estudiar el pasado
a partir de la historia local fueron promovidos ardorosamente por los pedagogos y
esas ideas aparecen aún hoy en los currícula de las escuelas de América Latina,
especialmente en la educación primaria. Esa reducción del análisis procura hacer
inteligible la Historia mediante círculos concéntricos que van ampliándose del
vecindario a la dimensión planetaria, suponiendo que con este método niños y
jóvenes comprenderán mejor el pasado porque al empezar con el ambiente más
próximo se comienza con lo más simple y luego se pueden extrapolar las
conclusiones obtenidas para ese ámbito cuando se pasa a dimensiones
espaciales mayores y, por lo tanto, más complejas.
Sería conveniente preguntarse qué se propone por su parte la Historia
cuando analiza espacios reducidos.
La microhistoria no nació para simplificar sino más bien para todo lo
contrario. Jacques Revel propone para ella el siguiente lema: “¿Por qué hacer las
cosas simples si podemos hacerlas complicadas?”
En lo relativo a la práctica, la microhistoria se basa en la reducción de la
escala de observación y en un estudio intensivo del material documental. Pero no
es sólo una simple reducción del objeto de estudio. Revel señala que el problema
de la escala es fundamental en un sentido profundo. Al cambiarla, no es que
simplemente se describa más grande o más pequeño un mismo fenómeno sino
que al variar la escala se elige lo que se va a representar.1

1
Cfr. Revel, Jacques. “Microanálisis y construcción de lo social”. En Entrepasados Nº10, Bs. As.,
1996.
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El principio unificador de toda investigación de estas características es la


creencia de que la observación microscópica revelará factores anteriormente no
observados. Examinemos un caso. Se ha debatido considerablemente la
comercialización de la tierra y es opinión ampliamente mantenida que la
precocidad y frecuencia de las compraventas llevadas a cabo en muchos países
de Europa occidental y de América colonial indican la presencia temprana de
capitalismo e individualismo. Dos elementos han impedido una elaboración
correcta del fenómeno. En primer lugar, muchas interpretaciones se han basado
en datos heterogéneos y esto ha impedido examinar los hechos concretos de las
compraventas mismas. En segundo término, los historiadores han sido inducidos a
error por su propia mentalidad mercantil moderna que les condujo a interpretar las
cantidades masivas de las transacciones monetarias de tierra descubiertas en
escrituras notariales contemporáneas como prueba de la existencia de un
mercado autorregulado. Es curioso que nadie haya notado el hecho de que los
precios en cuestión eran extremadamente variables. Sólo la reducción de la escala
del análisis permitió a Giovanni Levi en L’ éreditá inmateriale advertir que ese
avance del capitalismo era más ilusorio que real ya que los precios variaban según
los lazos de parentesco entre quienes hacían la transacción.
Esta prescripción metodológica desemboca en una afirmación de
naturaleza decididamente ontológica: la realidad es fundamentalmente discontinua
y heterogénea. Por lo tanto, ninguna conclusión obtenida a propósito de un ámbito
delimitado puede ser automáticamente transferida a un espacio más general
porque ciertos fenómenos que se consideraban suficientemente descritos y
entendidos, adquieren significados totalmente nuevos al alterar la escala de
observación. Entonces, lo que la Historia se propone al reducirla es exactamente
lo contrario a lo que plantean los pedagogos: cuestionar lo general con lo
particular, buscar matices a las afirmaciones generales, encontrar nuevas
perspectivas que enriquezcan las explicaciones de la macrohistoria.
Otra cuestión de distinta naturaleza pero de efectos similares es la
aplicación de conceptos que pueden ser valiosos para una didáctica específica al
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conjunto de todas ellas, como si no hubiera diferencia en enseñar una disciplina u


otra. Esto es lo que sucede con las “ideas previas” que, enunciadas por la
psicología educacional, tuvieron un notable desarrollo en la enseñanza de la física
y desde allí se expandieron sin matices a la didáctica de todas las ciencias. En
nuestro caso, las ideas previas no provienen al igual que en la Física de la ilusión
de los sentidos, como resulta de la impresión que tienen los niños acerca de que
la Tierra está inmóvil y el sol se mueve alrededor de ella. A diferencia de esto,
cuando en una clase de Historia los alumnos afirman que por un mandato secular
los chilenos quieren apropiarse de la Patagonia o que los “bolitas” y los “paraguas”
pertenecen a una raza inferior a la de los argentinos, lo que están transmitiendo
son conceptos que no provienen de la percepción sensorial sino que están
instalados socialmente y esto es un problema bien distinto al de la física.
El tema que hoy nos ocupa es, en mi opinión, un caso similar al anterior.
Como sabemos, el concepto de “trasposición didáctica” fue formulado por Yves
Chevallard, un matemático francés que lo planteó para aplicarlo a su disciplina.
Según Chevallard, el saber sufre una serie de modificaciones para que pueda ser
empleado en la escuela. En términos muy generales, en este proceso de
simplificación se cumplen una serie de pasos que comienzan en el “saber sabio”
de los investigadores; dentro del cual se elige un fragmento cultural y se lo
transforma en materiales y textos pedagógicos que dan origen al “contenido a
enseñar”. Cuando los docentes lo presentan en la escuela, el proceso de
transmisión lo convierte “contenido enseñado”.
A pesar de la evidente simplicidad de este principio, su éxito fue arrollador y
pedagogos de todos los colores se transformaron en apóstoles de la “buena
nueva” para la enseñanza. En consecuencia, todos los profesores incorporamos
el concepto de “transposición didáctica” a nuestro vocabulario y aquel que no lo
hiciera podía ser catalogado de impío. Desde mi punto de vista, creo que es
necesario reflexionar un poco sobre el éxito de estas teorías.
La primera cuestión a tener en cuenta es la recurrente tendencia de las
ciencias de la educación a descubrir la pólvora. Una pólvora que raramente tiene
poder destructivo pero que, a pesar de que las más de las veces sus novedades
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no exceden al sentido común, produce una explosión ensordecedora que aturde a


los docentes y les impide pensar. No hay que ir mucho más allá del sentido común
para afirmar que la matemática que se enseña a los niños en las escuelas es algo
distinto a la que desarrollan los matemáticos en sus investigaciones. Tampoco hay
que ser demasiado astuto para darse cuenta de que en la escuela se enseña algo
más que los contenidos que figuran en los programas de estudio, pero muchos
presentaron el descubrimiento del “currículum oculto” como una verdadera
revolución en la enseñanza. O, para poner otro ejemplo, aunque es evidente la
existencia de acuerdos implícitos y explícitos entre profesores y alumnos para
poder llevar adelante una enseñanza razonable, muchos pedagogos consideraron
necesario dedicar páginas y páginas a describir lo que es el “contrato pedagógico”
en lo que, para mí, es un ejercicio muy cercano al que realizó Julio Cortázar en
“Instrucciones para subir una escalera”.
La segunda cuestión es que, como dijimos, cuando uno de estos
“descubrimientos” deslumbra a los pedagogos, es usual que lo apliquen a todo sin
reflexionar mucho sobre si resulta pertinente o no para el nuevo caso. Esto
ocurrió con la extensión mecánica de la “transposición didáctica” de Chevallard al
conjunto de las asignaturas. Pero en el caso de la Historia, ¿hay un “saber sabio”
indiscutible? ¿los procesos de adaptación de ese estadio al “conocimiento escolar”
son idénticos a los de las matemáticas? En nuestro caso, ese proceso está
afectado por cuestiones particulares como el hecho de que las diversas
interpretaciones de un mismo acontecimiento, aún siendo éstas contradictorias,
pueden resultar en parte válidas porque en la Historia – a diferencia de lo que
ocurre en las matemáticas - el punto de vista es un elemento inseparable de la
disciplina y la discusión acerca de cómo están construidas distintas explicaciones
de un mismo acontecimiento o proceso resulta especialmente enriquecedor en lo
educativo. En Historia las adaptaciones son, en mi opinión, distintas y las
preguntas que debe hacerse un docente son más variadas que las planteadas por
Chevallard.
Ana Zavala hace una interesante reflexión al respecto utilizando un análisis
distinto para lo que serían esas transformaciones en el caso de la Historia,
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acudiendo al concepto de mimesis de Paul Ricoeur (quien lo retoma a su vez de


Aristóteles) y siguiendo también a Michel de Certau, en un trabajo cuya riqueza no
se puede resumir aquí. Sin embargo daré algunos indicios de su posición. Esta
profesora uruguaya sostiene que los que enseñamos Historia nos dedicamos a
esto porque compartimos una simple certidumbre básica: nos gusta la Historia y
nos agrada enseñarla. Pero este motivo no aparece en las planificaciones porque
no creemos que sea algo suficientemente respetable. Por lo tanto, en nuestras
planificaciones cada uno de nosotros prefiere asentar algunas preocupaciones que
es necesario plantearse y que resultan más presentables para las autoridades
escolares, tales como: “¿Qué edad tienen mis alumnos?”; “¿Qué clase de temas
creo que son capaces de comprender?”; “¿cuánto dura este curso?”; “¿cuál es el
programa oficial?”; “¿Qué conocimientos pienso que mis alumnos traen de cursos
anteriores?”. Pero también nuestra enseñanza depende de otras preguntas que no
hacemos públicas como: “¿Cuánta –o cuál- historia merecen mis alumnos?”;
“¿Con qué profundidad conozco este tema en particular sobre el que tengo que
dar clase hoy?”; “¿De qué manera espero que mis alumnos se interesen por ese
tema en particular?”; “¿Quién me observa?”; “¿Ante quién debo dar cuenta de lo
hecho en mi clase?”
Como señala la Prof. Zavala, “El verdadero discurso del profesor en su aula
se compone de las respuestas a todas estas preguntas, y también a otras. (...) El
conocimiento histórico se entrelaza con otro tipo de conocimientos bien diferentes
del propio conocimiento histórico”. Pero como ella misma subraya, nuestra
disciplina ocupa un lugar clave en ese conjunto: “como sea”, dice Zavala, “la
enseñanza de la historia está siempre hecha de historia, su componente más
evidente, a pesar de la existencia de otros nada despreciables. Aún unos
pequeños cinco minutitos de enseñanza son suficientes para hacer evidentes las
ideas subyacentes en relación a la historia y su enseñanza.”2 Estas concepciones
de la Historia son fundamentales para lo que cada uno de los docentes realiza en
clase.

2
Zavala, Ana. “Caminar sobre los dos piés. Didáctica, epistemología y práctica de la enseñanza”. En
Praxis educativa N° 2, junio – diciembre de 2006. Universidad Estadual de Ponta Grossa, Brasil. P.
99.
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Por lo tanto, es necesario saber Historia. Pero, ¿qué queremos decir con
esta afirmación? Los conocimientos a los que aludo son los referidos
especialmente a las cuestiones epistemológicas de la disciplina. Permítanme
recurrir a otra especialista para fundamentar esta afirmación. Pilar Maestro dice al
respecto: “Hay que insistir en que una multitud de decisiones de un profesor de
Historia sobre la forma de organizar y entender los contenidos y sobre la forma de
enseñarlos dependen de la concepción que tenga de la Historia, implícita o
explícita. Es decir de la forma en que entienda aspectos tan básicos como la
interpretación, explicación o comprensión de la Historia, el papel de las fuentes y
su relación con el historiador, el tiempo histórico y la idea de evolución, la idea de
causas y efectos, de cambio y continuidad, el papel de los acontecimientos o de
las estructuras, de la función del individuo y de las sociedades, de la objetividad o
de la cientificidad de la Historia...”3
Podríamos concluir que el proceso de la “trasposición” en la enseñanza de
la Historia se parece en algunos aspectos al de las matemáticas pero que, sobre
todo, tiene otras características que son propias y muy distintas al que se opera en
las matemáticas. Estas particularidades son las que hacen improductiva la
aplicación mecánica de las adaptaciones del conocimiento que Chevallard
describe, porque una ciencia exacta como las matemáticas tiene características y
propósitos educativos distintos a una ciencia social como la Historia.
¿Qué podemos hacer, entonces, con lo que se refiere a la didáctica? En mi
opinión, todas estas contradicciones se deben a que no se ha dado en nuestro
país un verdadero debate acerca de las didácticas disciplinares y se suele hablar
indistintamente de “didácticas especiales “ y “específicas” como si fueran
sinónimos, cuando tradicionalmente se ha distinguido con estas denominaciones a
dos grandes orientaciones contrapuestas. Por un lado, bajo la denominación
"spezielle Didaktik" se entendía a la “didáctica especial” como una aplicación
metodológica de los principios didácticos generales a un campo disciplinar. Este
es el concepto que predomina en nuestro país y que, desde mi punto de vista, es

3
Maestro González, Pilar. “Conocimiento histórico, enseñanza y formación del profesorado”, en AA.
VV. La formación docente en el Profesorado de Historia. Rosario, Homo Sapiens, 2001.P. 78.
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estéril y produce los problemas que intenté describir. Por el otro, el discurso sobre
la "Fachdidaktik" (o “didáctica específica”) se ocupa de poner de relieve los
principios didácticos propios y específicos de un ámbito del saber. Pedagogos
alemanes como Klafki consideraban a la “didáctica específica” como una materia
autónoma, ubicada entre dos tipos de conocimiento: el científico-general y el
científico-educacional. En nuestro caso, entre la Historia y su enseñanza
considerando a ésta última como un problema particular de la disciplina histórica.
Para cumplir con este propósito tendremos la difícil misión de convencer a los
historiadores, la inmensa mayoría de los cuáles sólo presta atención al rol de
investigador, todavía considerado como más “glamoroso” que la enseñanza. Pero
esto no siempre fue así y no tiene por qué serlo en el futuro. Como dice Jörn
Rüsen, “Para aquellos que están atentos a la historia de la Historia como
disciplina, especialmente en lo referido a su transformación en una actividad
profesionalizada, no debería resultar sorprendente que la didáctica pueda
desempeñar un papel importante en la escritura y la comprensión histórica”4. Esta
última orientación es la que creo adecuada para abordar concretamente los
problemas de la enseñanza.
Por supuesto que con todo lo anterior no propongo desentenderse de las
diferentes teorías de aprendizaje o de las diversas propuestas metodológicas y su
fundamentación teórica. Pero saber Historia para enseñarla, aunque no es una
condición suficiente sí es una condición necesaria, porque como decía Lucien
Febvre, “No hay una pedagogía de la Historia en abstracto. Para saber cómo
enseñar Historia es necesario antes saber qué es la Historia”

4
Rüsen, Jörn. “Didatica da História: passado, presente e perspectivas a partir do caso alemao”. En
Praxis educativa N° 2, junio – diciembre de 2006. Universidad Estadual de Ponta Grossa, Brasil. P. 8.

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