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LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO

Diálogo con K. Rahner y H.U.Von Balthasar

José Antonio Sayés


2

INTRODUCCIÓN

Seguramente, K. Rahner y H. U. Von Balthasar son los dos teólogos más renombrados en el
postconcilio. Jesuitas ambos, uno nació en Friburgo de Brisgovia, K. Rahner, en la Selva Negra; y
el otro, Von Balthasar, desarrolló su vida apostólica e intelectual cerca de esa región, en Basilea.
Conocer su pensamiento conlleva, sin duda, conocer el pensamiento teológico de las últimas
décadas.
Sin embargo, el método teológico es muy diferente en ellos. En el caso de Rahner, se trata de
un filósofo dedicado a la teología, que se preocupa ante todo de conectar con la sensibilidad del
hombre moderno y con su apertura trascendental al mensaje cristiano. En su método, priva la
preocupación de referir el mensaje cristiano a la sensibilidad moderna, y el estudio de la Biblia y los
Santos Padres aparece en segundo lugar en él. En cambio, en el caso de Von Balthasar, la
preocupación es la de conocer a fondo por medio del estudio y de la oración la palabra divina. En él
lo primordial es la fe que se encuentra en la Biblia y en la Tradición, particularmente en los Santos
Padres. Le preocupa la presencia de lo cristiano en el mundo laico de hoy, y junto con A. Von Speyr,
conversa y amiga en sus años de Basilea, quiere llevar al mundo la contemplación cristiana y el
espíritu de las Bienaventuranzas. Por ello, clamará con voz profética frente a la secularización de la
Iglesia y la teología en el postconcilio. También él posee una originalidad a la hora de abordar la
comprensión del misterio cristiano: estudiarlo bajo el prisma de la belleza.
Se trata, sin duda, de dos almas diferentes, de dos sensibilidades y de dos métodos distintos.
“Rahner depende de Kant, decía Von Balthasar; yo, de Goethe”. Rahner tiene una sensibilidad
filosófica; Von Balthasar la tiene artística y contemplativa.
Estudiar a estos dos teólogos es entrar a fondo en los núcleos fundamentales de la fe cristiana:
Revelación, pecado original y gracia; unión hipostática, redención, milagros y resurrección de
Cristo; Trinidad, el problema del sobrenatural; escatología, infierno; moral; fe y razón, antropología,
conocimiento natural de Dios, analogía del ser, etc. Por ello el lector tendrá ocasión en esta obra de
introducirse a fondo en dos espíritus especulativos que afinan la inteligencia humana para penetrar a
fondo en el misterio cristiano. Naturalmente que no puede tratarse de una exposición exhaustiva y
completa de todos los temas teológicos tratados por dichos autores; pero sí de los fundamentales.
Si hemos puesto como título “La esencia del cristianismo”, no ha sido por el prurito de seguir
la línea de teólogos alemanes que buscaron una síntesis del cristianismo: Feuerbach, Harnack y
Guardini. Últimamente B.Forte ha usado también este título. Nuestro propósito es mucho más
modesto: reflexionar sobre los puntos fundamentales de nuestra fe en diálogo con los dos
pensadores mayores de nuestro tiempo. Pero no nos limitaremos a exponer y analizar sus puntos de
vista, sino a mostrar nuestra propia visión teológica. Se trata, por ello, de una confrontación
constructiva.
3

SIGLAS

AAS Acta Apostolicæ Sedis


Arch. Phil. Archives de Philosophie
Aspr. Asprenas
BAC Biblioteca de autores cristianos
Bibl. Zeit Biblische Zeitschrift
Cath. Bibl. Quart. Catholic biblical Quarterly
CEC Cathechismus Ecclesiæ Catholicæ
CDF Congregación para la Doctrina de la fe
CFF Curso fundamental de la fe (K. Rahner)
Civ. Cat. La Civiltà cattolica
Com. Communio
CTI Comisión teológica internacional
D Denzinger
DTC Dictionnaire de théologie catholique
DTF Diccionario de Teología Fundamental (R. Latourelle)
DV Dei Verbum
Escr. Teol. Escritos de teología (K. Rahner)
EV Evangelium vitæ
Greg. Gregorianum
Mel. Scien. Rel. Melanges de sciences religieuses
Myst. Sal. Mysterium Salutis
New. Test. Stud. New Testament Studies
Osser. Rom. L’Osservatore Romano
PG Patrología griega (Migne)
Rech. Scien. Rel. Recherches de sciences religieuses
Rev. Bibl. Revue biblique
Sacr. Mund. Sacramentum mundi
Sal. Salesianum
VS Veritatis Splendor
4

PRIMERA PARTE

TEOLOGÍA DE KARL RAHNER


5

CAPÍTULO I

Notas biográficas y teológicas

Rahner nació el día 5 de marzo de 1904 en Friburgo de Brisgovia (Alemania) 1. Es


por ello, como dice Metz 2, un hombre de la Selva Negra con un arraigo melancólico a
su origen. En 1922 entró en la Compañía de Jesús, dedicando el noviciado al estudio de
los problemas espirituales. Terminado el noviciado, cursó la filosofía, sintiendo un
verdadero atractivo por Maréchal, el jesuita que trató de interpretar el tomismo desde la
filosofía de Kant y que había de ejercer un gran influjo en su pensamiento.
De 1928 a 1932 realizó los estudios teológicos en Valkenburg (Holanda) y se ordenó
sacerdote el 20 de julio de 1932. En Friburgo enseñaba filosofía M. Heidegger y allí
siguió un seminario con el filósofo alemán en compañía de Siewerth, Welte, Müller y
Lotz. Se ha hablado mucho sobre la importancia en la vida de Rahner de este encuentro
con Heidegger3, pero el propio Rahner ha relativizado su influjo, al confesar que no se
puede exagerar, ya que, después de la dedicación a la filosofía, sus superiores le
mandaron a Innsbruck para que se dedicara a la teología, de modo que la relación con
Heidegger no fue tan decisiva4.
Hay un hecho decisivo en la biografía de K. Rahner y que es de sobra conocido. El
hecho de que, bajo la dirección de M. Honecker, preparó la tesis doctoral de filosofía
sobre la teoría del conocimiento en Santo Tomás, haciéndola desde la perspectiva de
Maréchal, lo cual mereció la desaprobación de su director, de modo que sus superiores
1
K. H. WEGER, K. Rahner. Eine Einführung in sein theologisches Denken (Friburgo Br. 1978); H.
VORGRIMLER, K. Rahner (Roma, 1965); C. FABRO, La svolta antropologica di K. Rahner (Milano,
19742.); F. GABORIAU, Le tournant théologique d´ aujourd´hui selon K. Rahner (París, 1968); J. B.
METZ, K. Rahner en: H. J. SCHULTZ, Tendencias de la teología en el siglo XX (Madrid, 1970) 641-
647; B. MONDIN, Dizionario dei teologi (Bologna, 1992) 475-489; I. SANNA, La cristologia
antropologica di K. Rahner (Roma, 1970); S. ZUCAL, La teologia della morte di K. Rahner (Bologna,
1982); E. SIMONS, Philosophie und Offenbarung. Auseinandersetzung mit K. Rahner (Stuttgart, 1966);
K. H. NEUFELD, K. Rahner en: DTF 1097-1100; I. SANNA, K. Rahner en: Dizionario dei teologi
(PIEMME Casale Monferrato 1998) 1051-1052; J. R. GARCÍA-MURGA, K. Rahner en: AA.VV. El Dios
cristiano (Salamanca, 1992) 1196-1199; B. MONDIN, Dove va la teologia? Interviste a K. Rahner
(Roma, 1982); A. DE LUIS, La cuestión de la incomprensibilidad de Dios en K. Rahner (Salamanca
1995); M. SCHULZ, Incontro con K. Rahner (Pregassona 2003); A. RAFFELT – H. VERWEYEN,
Leggere K. Rahner (Brescia 2004).
2
J.B. METZ, o.c. 642.
3
Ibid, 642.
4
B. MONDIN, Dizionario, 475.
6

le mandaron dedicarse a la teología. Su tesis fue publicada con el título “Espíritu en el


mundo” 5.
En 1936 comienza a preparar el doctorado en Innsbruck y allí hizo la tesis sobre el
origen de la Iglesia del costado de Cristo en los Santos Padres. En 1937 fue habilitado a
la enseñanza de la teología en la misma universidad de Innsbruck.
Con la ocupación de Austria en 1938 por parte de los alemanes, se cerró la facultad
de Innsbruck y se refugió en Viena donde siguió cursos de teología pastoral. En 1941
editó su obra Oyente de la Palabra6, su máxima obra filosófica a juicio de Mondin 7.
Terminada la guerra, siguió la enseñanza en el colegio de los jesuitas de Pullach. Y en
1949 llegó a ser ordinario en Innsbruck.
Su influjo fue decisivo a partir del Concilio, pues Juan XXIII lo nombró perito del
mismo y en 1969 fue nombrado miembro de la Comisión Teológica Internacional. En
1964 sucedió en Munich en la cátedra de Weltanchauung católica a Romano Guardini,
que gozaba de gran prestigio entre los estudiantes. En dicha cátedra no brilló como su
predecesor. En 1967 comenzó a enseñar en Münster. En los años ochenta, concluida su
docencia en Munich, volvió a Innsbruck donde murió el 30 de marzo de 1984.

Obras
La fecundidad teológica de Rahner ha sido inmensa, de tal manera que nos limitamos
a señalar lo principal. Aparte de sus obras ya mencionadas Espíritu en el mundo y
Oyente de la Palabra, hay que mencionar el Curso fundamental sobre la fe8, que viene a
ser un resumen de todo su pensamiento teológico. No se puede olvidar sus Schriften zur
Theologie, compuesto de 1954 a 1984 y que en alemán consta de 16 volúmenes 9.
Mencionar también su contribución al Lexikon für Theologie und Kirche (1957-1967) y
el diccionario Sacramentum mundi (1967-1969)10, en el que tiene las principales voces
en teología. Con H. Schlier publicó a partir de 1958 sus famosas Quaestiones
disputatae. No olvidemos tampoco su contribución al Handbuch für Pastoraltheologie
(1964 ss), así como la Dogmatica, proyectada en cinco tomos y publicada por J. Feiner
y M. Löhrer, Mysterium Salutis11.

Significación y originalidad de su pensamiento


Observa J. B. Metz que el nombre de K. Rahner va unido a la etapa más sorprendente
de avance en la historia de la teología católica de nuestro tiempo y lo explica en estos
términos:
“Por un lado, salida de un mundo de lenguaje y pensamiento neoescolástico, ya
desvaido y no pocas veces anquilosado, mediante una decidida confrontación de la
tradición escolástica con los modernos planteamientos de la filosofía trascendental y
existencial; además, liberación de una paralización de las teologías sistemática e
histórico-exegética con ayuda de una hermenéutica teológica de tesis bíblicas y
teológico-históricas ejemplarmente desarrolladas, por lo menos en sus arranques;
liberación de la escisión entre teología y querigma, de acuerdo con la programática frase
5
Espíritu en el mundo (Barcelona 1965).
6
Oyente de la Palabra (Barcelona 1967).
7
B. MONDIN, Dizionario, 476.
8
Curso fundamental de la fe (Barcelona5 1998).
9
Publicados en español en Taurus, vol. I-VII (Madrid 1961ss).
10
Publicado en español en Herder (Barcelona 1973).
11
Publicado en español en Cristiandad (Madrid2 1984).
7

de Rahner de que, “en realidad, la teología más rigurosa, la más entregada


exclusivamente a su causa, la más investigadora y la más científica es, a la larga, la más
querigmática”; salida de la fe oficial de los teólogos hacia la fe fraternal, mediante una
teología de la fe que sabe de la fe que se busca a sí misma, siempre en peligro, y que por
ello se concibe a sí misma con preferencia como una theologia viatorum y como
fraternal servicio a la esperanza de todos; salida, en fin, de un ghetto ideológico hacia el
diálogo, en un mundo aceptado en su pluralismo espiritual y social (hasta llegar a los
diálogos marxistas de la Sociedad de San Pablo) mucho antes de que la palabra
“diálogo” se convirtiese en esa expresión de moda teológica de la que tanto se abusa”12.
En muchos ambientes se le consideró a K. Rahner como la más fuerte potencia
teológica del postconcilio. Su obra se extiende al ámbito todo de la teología e, incluso,
entró en el campo de la moral.
Y, si nos preguntáramos cúal ha sido la originalidad de su teología, habría que
colocarla en el esfuerzo de fundamentar la apertura del hombre a Dios, como un ser de
absoluta trascendencia hacia Él, de modo que sustituye la antigua apologética por la
apertura trascendental que el hombre tiene hacia Dios en cuanto que avanza hacia él en
todo momento. Según confiesa J.B. Metz13, esa es la tesis determinante de toda la
teología de K. Rahner, de modo que no se puede decir nada sobre Dios sin decir al
mismo tiempo algo sobre el hombre. Rahner ha desarrollado esta apertura del hombre a
Dios basándose en la concepción trascendental que hace del tomismo y en la medida en
que se apoya en la tendencia apriórica que tiene el hombre en su conciencia hacia el ser
en general y, más allá, a Dios mismo.
Esta perspectiva condiciona toda su teología, como veremos, hasta el punto de que
toda su teología, la gracia, la encarnación, etc. está antropológicamente orientada.

Características de su teología
Quisiera enumerar ahora una serie de características de su teología, que nos parece
constatar no sólo en sus escritos, sino en las clases de Cristología que recibí del propio
Rahner en la Gregoriana:
a) La teología, como sabemos, tiene una doble tarea: 1) la histórico-positiva, que
tiene la función de recoger los datos de la fe en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y
2) la tarea reflexiva o especulativa que trata de comprender el misterio de fe. Pues bien,
la teología de K. Rahner se distingue por ser eminentemente especulativa, hasta el punto
de que a veces da la impresión de que se trata de un filósofo que hace teología. No
quiere esto decir que no parta del dato de la fe, con el que siempre cuenta; pero sí que
viene, en muchas ocasiones, reducido a un mínimo. Basta, por ejemplo, leer un libro
denso de 527 densas páginas como es el Curso fundamental de la fe para constatar que
las citas bíblicas no pasan de media docena y que no aparece tampoco una teología de
los Santos Padres.
b) Su teología nos parece eminentemente antropocéntrica en cuanto que la
experiencia trascendental del hombre nos parece condicionar toda su teología. Piensa
Rahner que el esquema teocéntrico de antaño podía ser calificado de mítico por el
hombre moderno y, por otro lado, no podemos olvidar que, en la Revelación, el hombre
está puesto en el centro de la preocupación de Dios. A la pregunta de si la teología ha de
ser antropocéntrica o teocéntrica, respondía diciendo que es una falsa pregunta. “No se
puede partir de otro modo que desde sí mismo y, por ello, del hombre, en cuanto que no
12
O.c. 642.
13
Ibid, 645.
8

es Dios el que hace teología, sino yo como hombre. Y no obstante, toda la teología es
búsqueda de Dios y sólo es correcta si ve en el hombre un ser totalmente orientado hacia
Dios y, por otro lado, yo puedo conocer algo de Dios sólo en los límites en que ha sido
revelado y en la medida en que Él, con su gracia, se me ha mostrado. Y por ello,
haciendo teología antropocéntrica se hace teología teocéntrica”14.
El problema es que en Rahner predomina la preocupación filosófica de hacer
significativo el mensaje cristiano, hasta el punto de que, a veces, se tiene la duda de si
llega al en sí de Dios y a la ontología de Cristo.
c) Otra característica de la teología rahneriana es que, dada la primacía que da a su
orientación antropológica, al privilegiar la experiencia trascendental de la fe y de la
gracia, hace que el lector se pregunte si no termina por distorsionar el cristianismo. Es
también la pregunta que se hace J. B. Metz 15. Hay también en él una constante
preocupación desmitologizante, preguntándose frecuentemente si ciertas intervenciones
de Dios en la historia, tal como aparecen en los evangelios, no responden a una
concepción mítica. Resulta difícil en muchos casos en la teología de Rahner percibir la
realidad histórica del cristianismo con el instrumento de la razón humana. Pero, ¿no se
fundamenta así la fe en la misma fe?
Hay en Rahner, ciertamente, una sana preocupación ecuménica en el tratamiento de
temas como la Iglesia, el minsiterio jerárquico y, en particular, el petrino. Ello responde
a un esfuerzo laudable por hacer comprender su función. ¿Pero no ocurre, también, que
a veces la preocupación ecuménica le lleva a rebajar el contenido mismo de la fe?
En K. Rahner tenemos, pues, una mente poderosa que ha hecho un esfuerzo
constante por hacer comprender el cristianismo al hombre de hoy. Con todo, la apertura
trascendental que el hombre lleva en sí, y que Santo Tomás desveló ya como apetito
natural de la visión beatífica, se puede y se debe mantener siempre sin necesidad de
recurrir al apriori trascendental, cayendo en el influjo kantiano, como hace Rahner. El
interés por referir el mensaje cristiano a la experiencia humana puede llevarnos a
rebajarlo, acomodándolo a los parámetros de la modernidad.
Habremos, pues, de hacer un análisis detallado del pensamiento de K. Rahner en los
temas fundamentales que abordamos, para poder opinar en cada caso concreto.

14
Cf. B. MONDIN, Dove va la teología?, 25.
15
O. c. 646.
9

CAPÍTULO II

Conocimiento humano y existencia de Dios

Comenzamos por el estudio de la teoría del conocimiento de K. Rahner, porque es el


punto central de todo su pensamiento, y la clave de toda su teología, como tendremos
oportunidad de comprobar. El mismo K. Rahner apela a su teoría cognoscitiva como
método de repensar toda la fe para hacerla comprensible al hombre de hoy.
Digamos de entrada que la teoría de K. Rahner no es otra que la de Maréchal, que
intentó sintetizar a Kant con Santo Tomás16. Para K. Rahner el conocimiento no es un
encuentro intencional con la realidad objetiva que está frente a mí, sino la apertura
apriórica de mi conciencia al ser en general. Es esta apertura apriórica al ser en general
la que ilumina y da luz al mero influjo sensible que recibo desde fuera. En el apriori de
mi conciencia, coinciden ser y conocer.
Se trata de una tendencia apriórica al ser en general, es decir, una trascendencia que
no le viene al hombre desde fuera, sino que nace en la inmanencia de su conciencia. Y
es también atemática, es decir, no es refleja. Sólo sabemos de ella en la medida en que
el hombre, en su conocimiento, rebasa siempre el dato sensible que le viene de fuera.
Pero dejemos hablar al mismo Rahner.

I. K. RAHNER Y LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL


Entramos ahora en la exposición del pensamiento de K. Rahner. Rahner ha dedicado
al tema epistemológico sus obras Espíritu en el mundo17 y Oyente de la Palabra18,
siendo esta última obra la que estudia en particular al sujeto humano en su condición de
oyente de una eventual revelación de Dios. Estas dos obras, ya clásicas, de Rahner han
sido confirmadas últimamente por su Curso fundamental sobre la fe19 , obra de
divulgación, que dedica sus primeras páginas al tema de Dios.
Rahner utiliza en la elaboración de la teología el llamado “método trascendental”;
método que, a propósito de cualquier tema de la fe, se interroga por las condiciones “a
priori” del mismo conocimiento del tema. Rahner no se acerca directamente al objeto

16
J. MARÉCHAL, El punto de partida de la metafísica. 5 vol. (Madrid, 1957-59).
17
K. RAHNER, Espíritu en el mundo (Barcelona, 1963).
18
K. RAHNER, Oyente de la Palabra (Barcelona, 1967).
19
K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto del Cristianismo (Barcelona,
1979).
10

con la credulidad de un ingenuo realismo. El giro que dio la filosofía a partir de


Descartes y Kant exige tener en cuenta las condiciones a priori, exigidas por el sujeto,
respecto a todo conocimiento de la realidad. De ahí que la teología rahneriana sea
siempre una teología concebida antropológicamente, en el sentido de que no puede
haber nunca una cuestión teológica que no sea, al mismo tiempo, una cuestión
antropológica.
La filosofía de Rahner pretende, por su parte, recoger las intuiciones peculiares del
tomismo al mismo tiempo que las de Kant, Maréchal y Heidegger. A esta síntesis
responde la obra Espíritu en el mundo, desarrollada después como filosofía de la
religión en Oyente de la Palabra.
La filosofía de la religión de Rahner es, en realidad, una cuestión de antropología
metafísica, en cuanto concibe al hombre como aquel que, en su calidad de espíritu en el
mundo, está abierto a una eventual revelación de Dios en la historia. Frente a la teología
fundamental del comienzo de este siglo que posee ya un saber de Dios logrado por la
metafísica natural, y al cual se añade de forma extrínseca el saber de Dios, logrado por
la revelación, intenta Rahner mostrar cómo el hombre está constitutivamente abierto a la
realidad misma de la revelación y cómo el prestar oído a una eventual revelación de
Dios en la historia forma parte de su estructura interna de hombre 20. Se trata, en último
término, de buscar la “potencia obediencial” para la libre revelación de Dios en la
historia; potencia obediencial que constituye la esencia misma de la filosofía cristiana,
ya que ésta no es otra cosa que la “praeparatio evangelii”21.
En este sentido, Rahner quiere hacer de mediador entre dos tipos fundamentales de
filosofía protestante de la religión: a) aquel que hace del contenido de la revelación una
mera objetivación de la subjetividad humana (léase Bultmann, aunque Rahner no lo
diga), y b) aquel que concibe la revelación como crisis o juicio de la subjetividad
humana (alusión implícita a Barth). Contra esta última posición intentará Rahner
resaltar la capacidad humana respecto a la revelación, sin hacer tampoco de ésta una
mera objetivación de los estados religiosos del hombre22.
Veamos cómo lleva a cabo Rahner la elaboración de la filosofía de la religión.
Sirviéndose de su estudio Espíritu en el mundo, partirá Rahner de una analítica
metafísica del ser humano que desarrolla en su Oyente de la Palabra como apertura a la
revelación.

1) IDENTIDAD PRIMIGENIA DE SER Y CONOCER


El hombre es espíritu, dice Rahner, en la medida en que, al no poder detenerse en el
conocimiento de esto o lo otro, se pregunta por su fundamento último, por el sentido del
ser, por el ser de los entes. Es ésta una pregunta que se le impone al hombre
necesariamente23. En efecto, toda afirmación sobre un determinado ente se realiza en el
horizonte atemático del ser, fundamento previo de todo pensar particular: “el pensar
humano va siempre acompañado de un saber inexpreso acerca del ser como condición
del conocimiento de los entes particulares” 24. Con otras palabras, en cada acto
cognoscitivo de un ente concreto tiene lugar en la conciencia humana una apertura al ser
en general como horizonte desde el que se iluminan los entes concretos.
20
Oyente..., 31-36.
21
Ibid, 38-41.
22
Ibid, 41-44.
23
Ibid, 51-52.
24
Ibid, 53.
11

Ahora bien, siendo esta apertura al ser una nota constitutiva del ser humano, resultará
que todo preguntar por el ser en general es, al mismo tiempo, una pregunta por el ser del
ente que pregunta: el hombre 25. La pregunta por el ser y por el hombre forman así una
unidad original.
De la cuestionabilidad del ser, propia de cada conocimiento particular, deduce
Rahner que entre ser y conocer hay una unidad primordial. En efecto, al preguntar el
hombre por el ser, se afirma la cognoscibilidad de éste. Todo ente, en su ser, es
cognoscibilidad, es decir, pone una referencia a un posible cognoscente como una
determinación suya ontológica: “Pero si esta ordenación intrínseca de todo ser o ente a
un posible conocimiento es un principio a priori y necesario, sólo puede serlo por el
hecho de que el ser del ente y el conocer forman una unidad original; pues, si no, esta
referencia de todo ente por sí mismo a un conocimiento sólo sería, a lo sumo, una
referencia fáctica, pero no una nota de todo ente implicada ya en la esencia de su mismo
ser. Una relación de correlatividad, necesaria por esencia, entre dos realidades debe en
último término basarse en una unidad primigenia entre ambas. En efecto, si entre ambas
se diera una separación primigenia, es decir, si por razón de su origen no estuvieran
mutuamente relacionadas, su relación no podría nunca ser necesaria, sino a lo sumo
fáctica, accidental y adventicia. Non enim plura secundum se uniuntur. Así, pues, el ser
de los entes y el conocer son correlativos por el hecho de ser originariamente en su base
una misma cosa.
Pero con esto se dice nada menos que lo siguiente: el ser, en cuanto tal, en la medida
en que es ser y se manifiesta como tal (en “diferencia ontológica”) es conocer, y lo es en
una unidad primigenia con el ser, o sea un conocer del ser que “es” el cognoscente
mismo. Ser y conocer forman una unidad primigenia, es decir, que el ser de los entes
forma parte de la referencia cognoscente a sí mismo. Y viceversa: el conocer que forma
parte de la constitución esencial del ser, es el “estar consigo” del ser mismo. En su
concepto primigenio, conocer es posesión de sí, y así un ente se posee a sí mismo en la
medida en que es ser”26. De aquí se deducirá que sólo el hombre, y no la materia, es ser,
pues sólo el hombre es capaz del “cabe sí mismo” por la “reditio in se ipsum”. La
materia, propiamente hablando, es una entidad incapaz de retorno sobre sí misma 27.
Ahora bien, el competerle el ser a algo es una magnitud variable. Con la mayor posesión
de ser crece la luminosidad. Por ello, Dios es la máxima posesión de ser, la absoluta
identidad de ser y conocer, de modo que en él se excluye toda cuestionabilidad28.
La identidad del ser y el conocer puede probarse, dice Rahner, con la doctrina
tomista del Omne ens est verum. Sto. Tomás establece una unidad primigenia de lo
cognoscible y del conocer, que dice más que una ordenación mutua entre ambas:
Intellectus et inteligibile oportet proporionata esse et unius generis. Ambos (el
entendimiento y lo inteligible) deben ser de un mismo origen por la razón de que
forman una unidad en acto: intellectus et inteligibile in actu sunt unum.
En una palabra, lo que Rahner quiere decir es que el conocer no hemos de entenderlo
como una relación intencional de un sujeto cognoscente respecto a un objeto distinto de
él, pues anteriormente a esta relación se da una unidad primordial y óntica entre el ser y
conocer: “Conforme a este concepto metafísico fundamental del ser y del conocer,
explica también Sto. Tomás el conocimiento particular, el acto particular de conocer.

25
Ibid.
26
Ibid, 57-58.
27
Ibid, 68.
28
Ibid, 69.
12

Rechaza la concepción vulgar del acto de conocer como un topar con algo, como un
extenderse intencionalmente hacia “fuera”.
El conocimiento no tiene lugar per contactum intellectus ad rem. Si el conocer y la
cognoscibilidad son notas distintivas intrínsecas del ser, entonces un conocimiento
actual particular no se puede entender en su esencia metafísica si se entiende como un
referimiento de un cognoscente a un objeto distinto de él, es decir, como
intencionalidad. Este punto de arranque debe más bien basarse en el hecho de que el ser
es por sí mismo conocer y ser conocido, de que el ser es estar consigo. Intellectus in
actu perfectio est intellectum in actu. Lo que quiere decir en español: la acabada
realidad entitativa del intelecto es lo conocido actualmente, en acto. Pero este principio,
en cuanto principio esencial, es también reversible: para ser conocido actualmente, en
acto, lo cognoscible debe ser por principio la realidad entitativa del intelecto mismo” 29.
La perfectio es una realidad entitativa del intelecto en cuanto ente. Idem este intellectus
et quod intelligitur30. Intellectum est perfectio intelligentis31. Ens est intelligibile et
intelligens, inquantum est ens actu32.
Así pues, la species del conocimiento no es una imagen intencional, sino perfección
entitativa del entendimiento. “Algo es conocido en la medida en que se muestra
“ónticamente” idéntico al cognoscente”33.

2) ANTROPOLOGÍA TRASCENDENTAL
Afirma Rahner que, si la pregunta por el ser es una característica del ser humano,
todo preguntar por el ser en general es, al mismo tiempo, un preguntar por el ser del
hombre, lo que significa que el hombre es la apertura al ser en general 34. El hombre,
indudablemente, está en contacto con las cosas de este mundo, pero al mismo tiempo es
capaz de un retorno sobre sí mismo, de una “reditio completa”, que le distingue del
mundo material y que tiene lugar en todo pensar y obrar libre. Por eso, pregunta Rahner
por el fundamento de este estar del hombre en sí mismo escientemente, y lo encuentra a
través del análisis del juicio.
Cuando en un juicio se afirma que “esto es hombre o casa”, se afirma una definición
universal (predicado) de un ente particular (sujeto). Es la abstracción tomista que afirma
la ilimitación de lo universal (“quidditas”) respecto de un individuo particular y
limitado. Ahora bien, esta captación de la ilimitación por el entendimiento agente tiene
lugar en cuanto éste, en su tendencia ilimitada al ser, capta al ente concreto como un
obstáculo. Es precisamente la apertura atemática al ser lo que posibilita la captación de
un ente concreto como ser: “Este “más” sólo puede ser aquel ser que ya hemos
mencionado como horizonte y fundamento último de los objetos posibles y de su
encuentro con ellos. Es que él mismo no es nunca un “objeto” “al lado de” los otros,
sino que en él se abre el ámbito absoluto de toda objetividad posible. Así que
precisamente porque la conciencia capta su objeto particular en su anticipación
(“Vorgriff”) (que así queremos llamar a este hecho de extenderse al algo más) dirigida al
ser y, por tanto, al ámbito absoluto de sus posibles objetos, es por lo que ya en cada
conocimiento particular se extiende más allá del objeto particular, y con ello no lo capta
29
Ibid, 60.
30
I, q. 87, a. 1, ad. 3.
31
Cont. Gent. II, 98.
32
In II Met., 1,1.
33
Ibid, 61.
34
Ibid, 74.
13

en su hecceidad aislada e incomunicada, sino en su limitación y referimiento a la


totalidad de los objetos posibles... Esta “anticipación” es la condición de posibilidad del
concepto universal, de la abstracción, que a la vez hace posible la objetivación de los
contenidos de la percepción sensible y consiguientemente la modalidad de estar en sí
mismo el sujeto escientemente”35.
Esta anticipación (“Vorgriff”) es la apertura atemática al ser, el horizonte dentro del
cual se reconoce el ente concreto. Es una apertura ilimitada, una participación atemática
del ser absoluto, que implica, por su ilimitación, una apertura, también atemática, a Dios
mismo. He aquí la apertura del hombre a Dios, la capacidad del hombre como espíritu
para escuchar la palabra de Dios.
A esta tendencia previa al ser en general la llama K. Rahner experiencia
trascendental: “La conciencia concomitante del sujeto cognoscente, la cual es subjetiva,
no temática, está dada en todo acto espiritual de conocimiento y es necesaria e
insuprimible, y su carácter ilimitado, abierto a la amplitud sin fin de toda realidad
posible, recibe aquí el nombre de experiencia trascendental. Es una experiencia, pues
este saber no temático, pero de tipo ineludible, es elemento constitutivo y condición de
posibilidad de toda experiencia concreta de cualquier objeto"36.
Otro aspecto de la antropología es la historicidad. La apertura al ser por parte del
espíritu humano es la apertura de un espíritu en cuanto que es, al mismo tiempo,
historia37, entendiendo por historicidad no algo fáctico o accesorio a la condición
espiritual del hombre, sino algo que es un momento intrínseco de ésta. El retorno sobre
sí mismo que constituye la esencia del conocimiento, sólo es posible al hombre
mediante un volverse hacia fuera, hacia lo distinto de él 38. La apertura al ser en general
es sólo posible en cuanto integra en sí misma el conocimiento receptivo de lo otro, y el
conocimiento receptivo es un conocimiento intrínsecamente sensible.
En efecto, no obsta que la esencia del conocimiento sea el estar cabe sí del ser para
aceptar lo otro, pues el hombre sólo está consigo en la medida en que se extiende a algo
otro que se deja encontrar. Y esto es posible porque, en virtud de la unidad primordial de
ser y conocer, el ser del cognoscente debe ser precisamente el ser de lo “otro”. “Si el
cognoscente, dice Rahner, tiene su ser como ser de otro, se comprende sin dificultad que
cuando está consigo mediante el conocimiento, se halla conociendo en otro, cuyo es el
ser que el cognoscente tiene. Si este ser tiene ser como ser de otro, entonces su
reflectividad sobre sí es por principio y no sólo accesoriamente la reflectividad sobre sí
de esto otro; entonces lo primero conocido en tal reflectividad sobre sí es lo otro, en el
cual se halla ya en todo caso el cognoscente, no ya precisamente por el conocimiento,
sino entitativamente”39. Sólo se salva la reflectividad de la esencia del conocimiento
como ser cabe sí y la receptividad, sabiendo que el ser del cognoscente debe ser el ser
del otro. Es el ser del hombre que como "posesión de ser" está en lo otro
ontológicamente. Esto “otro”, por lo tanto, aunque sea real, no ha de tener ser, es decir,
ha de ser pura potencia que, por sí misma, no llega a la “potencia de ser”. “El ser del
hombre es, por tanto, ser de una potencia de ser vacía, indeterminada, subjetiva, distinta
realmente de él. A esta potencia se le llama materia en metafísica tomista” 40. “El ser del
hombre al que escolásticamente se le llama también “forma” (actual) es, por tanto, el ser
35
Ibid, 80-81.
36
CFF, 21.
37
Oyente…, 151.
38
Ibid, 155.
39
Ibid, 161.
40
Ibid, 162.
14

de esa indeterminada potencia real a la que se le llama materia. El ser del hombre es
subsistente en sí... en tal forma que esencialmente y ya en su primer intento de captar
esta esencia en su fundamento debe ser concebido como la realidad o actualidad de lo
otro, de la materia, como esencialmente subsistente en otro” 41. Ahora bien, un
conocimiento que es ser de una potencia vacía como la materia y que es, por lo tanto, un
conocimiento de un sujeto material, es esencialmente un conocimiento sensible, por lo
que hemos llegado a la sensibilidad, como componente intrínseco del conocimiento
receptivo.
La materia es el “en que” o “a que” que, en el juicio, se pone como sujeto al que se
refiere una quididad, aprehendida conceptualmente. Es “vacua potencia indeterminada”,
mero principio receptivo, principio de hecceidad de quididades y, por tanto, principio de
individuación de lo mismo42.
Con todo esto se ha afirmado, dice Rahner, que el hombre es ser de tal forma que
para llegar a ser, se introduce en la materia y, por tanto, en el mundo. El hombre, en
cuanto espíritu, en su peculiaridad de espiritualidad receptiva, tiene necesidad de una
facultad sensible como medio necesario en el que se abre al ser en general. La del
hombre es una espiritualidad eminentemente sensible, en el sentido de que la
sensibilidad no es una facultad que obra por su cuenta, sino una facultad del espíritu
mismo para la realización de su propia esencia.
Ahora bien, partiendo de la materia como principio de individuación, se deduce que
la materia da al ente, del que es elemento esencial, una espacialidad y temporalidad
intrínsecas, lo que, aplicado al hombre, quiere decir que éste está esencialmente
estructurado en las coordenadas del tiempo y del espacio43. De este modo, el hombre es
un ser histórico no sólo porque posee libertad, sino porque ejercita esta misma libertad
en las coordenadas del tiempo y del espacio44.
Con estos datos llega Rahner a sintetizar la estructura del conocimiento en estos
puntos: a) por la sensibilidad receptiva se le manifiestan al hombre las cosas de este
mundo. Es la “conversio ad phantasmata”. b) por la anticipación del ser, el hombre está
abierto atemáticamente e ilimitadamente al horizonte del ser. c) de la captación del
fenómeno en el horizonte de la apertura al ser nace la quididad.
El conocimiento es una especie de síntesis entre el material informe de la
sensibilidad y la anticipación del ser que tiene lugar en la conciencia del hombre por su
apertura ilimitada a él. El fenómeno es informado, diríamos, por la apertura ilimitada al
ser45. La anticipación del ser (Vorgriff) viene a ser la forma del fenómeno. Es, pues, esta
síntesis la que permite concebir al ser del hombre como apertura al ser en medio de la
sensibilidad, como espíritu histórico o espíritu en el mundo.

II. ¿ES LÓGICA LA POSTURA DE K. RAHNER?


Lógicamente hemos de preguntarnos por la coherencia de esta teoría del
conocimiento que nos ofrece K. Rahner.
En primer lugar, hemos de señalar con el P. Fabro, que esta teoría no responde en
absoluto al pensamiento de Santo Tomás, pues la teoría del Santo de Aquino se
caracteriza fundamentalmente por la intencionalidad del sujeto respecto del objeto. Con
41
Ibid, 163.
42
Ibid, 167-168.
43
Ibid, 175.
44
Ibid, 176.
45
Ibid, 190.
15

Santo Tomás no hay apriori alguno en el conocimiento ni identificación apriórica entre


ser y conocer, sino salida intencional del sujeto hacia el objeto. El conocer en Santo
Tomás parte de la simplex aprehensio del ente (ens) como fundamento del juicio; en
Rahner, en cambio, se parte de la anticipación apriórica del ser como fundamento del
juicio. Fuera y antes del juicio, en K. Rahner no se da el ser en ningún modo46.
Por nuestro lado pensamos que la debilidad de la reflexión de Rahner consiste
precisamente en haber privado al conocimiento humano de su carácter intencional. El
conocer, dice, no es la relación intencional de un sujeto cognoscente respecto de un
objeto distinto de él por medio de la imagen intencional, sino algo más primordial que
consiste en la identidad radical de ser y conocer, en el estar consigo del ser. No acepta

46
El P. C. Fabro ha expuesto una crítica a la interpretación rahneriana de Santo Tomás en La svolta
antropológica di K. Rahner (Milano, 21974) Impugna a Rahner la adulteración del “actus essendi” tomista
en la hermenéutica trascendental del ser, propia de Heidegger.
El nudo de la falsa interpretación de Rahner estriba, precisamente, en el establecimiento de la “unidad
original” entre el ser y el conocer. Mientras en Heidegger el ser no se da sin referencia al “Dasein” y a su
pensar en una relacionalidad fenomenológica que impide llegar a una trascendencia auténtica del objeto
respecto al sujeto, en Santo Tomás el conocer es una relación posterior al establecimiento real del sujeto
cognoscente y del objeto (o.c., 50). Mientras que el conocer para Santo Tomás parte de la simplex
aprehensio del ens como plexo de actus essendi y essentia, correspondiente a la actualidad y a la esencia
del objeto conocido (“id quod habet esse”), de modo que la aprehensio es el fundamento del juicio,
Rahner parte de la anticipación “a priori” del ser que se manifiesta en el “es” de la cópula del juicio.
Fuera y antes del juicio, no se da el ser de ningún modo: el ser es la manifestación del actuarse del juicio
y consiguientemente del actuarse del sujeto (o.c., 61).
Por el contrario, en Santo Tomás el ser y el conocer no surgen a la vez, ya que el ser es el fundamento de
la predicación en cuanto que la “simplex aprehensio” precede y funda al juicio. Es la multiplicidad del ser
la que funda la multiplicidad de la predicación. En lugar de ser el juicio el lugar del nacimiento del ser, el
ser del juicio presupone el ser de las cosas en sí; ser que es captado en primer lugar, según Santo Tomás,
por la “simplex aprehensio”.
Lo que lleva a cabo Rahner es la destrucción del conocer como intencionalidad, es decir, como referencia
del sujeto cognoscente a un objeto distinto de él, para entender el conocer entitativamente, es decir, de
forma que el ser del cognoscente sea el ser de lo conocido (o.c.,63). Para esto se apoya Rahner en asertos
de Santo Tomás como “Intelligibile et intellectum oportet proportionata esse, et unius generis, cum
intellectus et intelligibile in actu sint unum”. Fabro, en cambio, estudiando el contexto tomista, muestra
cómo el entendimiento en potencia y el inteligible en potencia están separados, de modo que por el acto
de conocimiento se actúan recíprocamente. Lo inteligible actúa al entendimiento, haciéndose presente en
él por medio de las species, y el entendimiento actúa a lo inteligible por medio de la abstracción.
Distingue Santo Tomás el ser natural del ser cognoscitivo. Aquél se actúa por medio de una forma natural
(v.gr. el alma en el hombre) y éste por la forma intencional o semejanza del objeto conocido. Todos los
textos de Santo Tomás, demuestra Fabro, están a favor de la unidad meramente intencional del
cognoscente con lo conocido, mientras que Rahner no ha sabido ofrecer ni un solo texto para probar la
unidad original de ser y conocer (o.c., 71). En este sentido, demuestra Fabro detalladamente que la
interpretación de los textos tomistas efectuada por Rahner es una interpretación o troncada del contexto o
falseada, principalmente lo es la ofrecida por Rahner sobre el aserto: “intellectus in actu perfectio est
intellectum in actu”.
El pecado de Rahner está en absorber el ser de la realidad en el ser del juicio. Para Rahner no es el ens el
fundamento del verum, sino el verum el fundamento del ens. Nadie niega, dice Fabro, que la
cognoscibilidad del ser del ente forma parte de la constitución íntima del ente. Lo que no cabe es invertir
la situación, poniendo el conocer como el fundamento del ser (o.c., 140-141).
El error de Rahner es pensar que el “esse in actu” es idéntico con el “esse in actu cognoscendi et cogniti”,
identificando el ser real con el intencional. Para Rahner el esse no es primordialmente el esse de la
actuación originaria del ente, previo al actuarse del conocer, sino el ser que se identifica con la actividad
sintética del juicio (o.c., 143-147).
Pero el punto más delicado del pensamiento ranehriano es el haber pretendido reinterpretar el
conocimiento tradicional de Dios por parte del hombre (conocimiento que parte del ente finito para llegar
por vía de causalidad al ente infinito) por la tesis de que la afirmación de un ente exige como condición
16

Rahner la unidad puramente intencional del cognoscente con lo conocido por medio de
las especies como imagen o semejanza de lo conocido, sino la unidad entitativa que se
da en el juicio entre el acto de conocer y el acto de ser. Fuera y antes del juicio no se da
el ser de modo alguno. El ser es la manifestación del actuarse del juicio y,
consecuentemente del actuarse del sujeto. Lo defectuoso del pensamiento de Rahner es
querer absorber el ser de la realidad en el ser del juicio, poniendo el conocer como
fundamento del ser.
Por ello no podemos estar de acuerdo con Mondin cuando afirma que no ve
diferencia entre la posición de Rahner y de Santo Tomás, advirtiendo que Rahner sigue
utilizando los conceptos tomistas de diferencia ontológica entre esse y ente;
dependencia del conocimiento intelectivo del sensitivo; primado del ser sobre el
conocer, etc.47. Sin embargo, hay una pequeña diferencia: que en Santo Tomás el esse es
participado por todo ente de forma objetiva y no habla nunca del conocimiento apriórico
del ser, pues la aprehensio del ens (como unidad del esse y essentia) refleja lo que el
ente objetivamente es. Se trata de una pequeña diferencia: la diferencia que va entre el
realismo y el idealismo.
Pero quisiéramos hacer a K. Rahner algunas matizaciones que nos parecen de sentido
común. Rahner quiere explicar la tendencia apriórica al ser en general, diciendo que, en
el encuentro que tengo con el acto sensible que me viene de fuera, rehuso el dato que se
me da, lo que implica una tendencia apriórica al ser en general. Pues bien, lo primero
que habría que decir es que el ser en general no existe y que la conciencia de limitación
en mi conocer me viene del mismo objeto conocido. En efecto, yo conozco en la medida
en que capto que hay algo frente a mí; no el ser en general, sino algo concreto y
limitado. Yo miro por la ventana y capto que hay algo que se mueve. No sé todavía si es
un perro o un conejo, pero yo he captado que hay algo. Más tarde, mirando con mayor
precisión, constato que se trata de un perro, porque esa realidad que he captado tiene las
notas características de un perro (esencia).
Es un error decir que la metafísica se ocupa del ser en general, pues el ser en general
no existe. Otra cosa es decir que la metafísica estudia todas las cosas (perros, hombres,
árboles) en cuanto que son una realidad, un ser, algo, en definitiva.
El objeto de mi conocimiento (y de mi voluntad) es siempre algo limitado. Con esto
no negamos que no se dé en el hombre una tendencia al ser infinito, a Dios; pero esta
tendencia no es apriórica, sino consecuencia del conocimiento consciente de la
limitación de todo lo que alcanzamos en este mundo. Porque el hombre hace siempre en
este mundo una experiencia de toda realidad que en él encuentra en cuanto realidad
finita y limitada, por ello se pregunta si no existirá un ser infinito e ilimitado, Dios.
Cuando el hombre experimenta la finitud de un objeto concreto, se vuelve a los demás
objetos y vuelve a hacer la misma experiencia. Capta la finitud y con ella la
contingencia de todo lo que es y de sí mismo, y así busca un fundamento que dé razón
de su ser y del ser del mundo. La experiencia de finitud es siempre experiencia de
contingencia (finitud y contingencia coinciden)48. Y así el deseo y la búsqueda de Dios
nace de una experiencia de finitud y de contingencia. No se experimenta la finitud
porque se tiende al ser (a Dios; el ser en general no existe), sino que se tiende a Dios
porque se experimenta la finitud. Nadie se pregunta por Dios sin haber experimentado la
de posibilidad la afirmación concomitante del ser en general, tras la que se esconde Dios mismo. Pero, de
esta forma, el ser en general queda prisionero de la finitud del fantasma por medio de la síntesis que
realiza el juicio (o.c., 159).
47
O.c. 480.
48
Cf. J. A. SAYÉS, Cristianismo y filosofía (Edicep, Valencia, 2002), 66 ss.
17

finitud y la contingencia. Esa pregunta puede estar dormida, pero no es nunca apriórica
y se hace consciente cuando se hace refleja.
Dicho esto, quisiéramos presentar ahora una teoría del conocimiento basada en la
objetividad, porque, si no se tiene clara la objetividad, nos acompañará siempre la duda
y la incertidumbre. Una concepción realista de la verdad se nos hace necesaria en el
cristianismo, dado que la salvación cristiana no nace de un apriori trascendental 49, sino
de un hecho objetivo, la encarnación del Hijo de Dios, que es accesible al conocimiento
de todo hombre.

1) CONOCEMOS LA REALIDAD50
En primer lugar, hay que recordar que el filósofo no puede perder el tiempo
demostrando que existe la realidad. La existencia de la realidad es para nosotros una
evidencia y lo que es evidente no se demuestra. Es más, conocer no es otra cosa que
captar lo real, es captar que existe algo. Conocer el conocimiento es una reflexión
posterior. Lo dijo así santo Tomás: “primum est intelligere aliquid, quam intelligere se
intelligere”51. Sencillamente el conocimiento es conocimiento de algo, conocemos
porque captamos lo real. Cuando Descartes creyó que lo primero es el “yo pienso”,
olvidó que no podría haber dicho eso, si previamente no se hubiese captado como
realidad pensante.
Lo primero que el hombre conoce no es que conoce sino que es. Lo dice así Verneaux:
“Primero son conocidas las cosas o los seres. El sujeto no conoce su conocimiento sino por
una reflexión que es secundaria...toda conciencia es conciencia de algo” 52. De modo que el
idealismo no vive sino de préstamos subrepticios del realismo, dice Verneaux53. El idealista
es un realista que se ha olvidado que lo es. Dicho de otro modo, si no se conoce nada, no se
conoce. Si se conoce, se conoce algo54, y no hay punto medio entre el realismo y el
idealismo55.
Decir, por ejemplo, que de las cosas sólo conocemos los fenómenos es un
contrasentido, pues los fenómenos o son o no son una realidad. Si no son una realidad,
no son nada, y por tanto no hay que contar con ellos. Si son, en ellos conozco su
realidad. El único fenomenólogo coherente es el animal, que de las cosas sólo conoce
los fenómenos sensibles y por eso calla, pues no percibe su ser. En cambio, el hombre

49
Ibid., 66 ss.
50
E. GILSON, Le Thomisme (Paris 61965); El realismo metódico (Madrid 41974); Réalisme thomiste et
critique de la connaissance (Paris 1947); R. VERNEAUX, Epistemología general o crítica del
conocimiento (Barcelona 1979); Crítica de la crítica de la razón pura (Madrid 1978); SANTO TOMÁS,
l, q. 14.54-58.79.84-89; Quaestiones disputatae de anima; J. DE VRIES, Pensar y ser (41963); K.
RAHNER, Espíritu en el mundo (Barcelona 1963); Oyente de la Palabra (Barcelona 1967); J.
MARÉCHAL, El punto de partida de la metafísica, 5 vol. (Madrid 1957-59); J. MARITAIN, Quatre
essais sur l’Esprit dans la condition charnelle (1939); B. LONERGAN, A Study of human understanding
(London 1957); K. R. POPPER, El desarrollo del conocimiento científico (Buenos Aires 1967); X.
ZUBIRI, Inteligencia y razón (Madrid 1983); Inteligencia y logos (Madrid 1982); Inteligencia sentiente:
Inteligencia y realidad (Madrid 1984); J. HESSEN, Teoría del conocimiento (Madrid 31965); J. M. DE
ALEJANDRO, Gnoseología (Madrid 1969); F. VAN STEENBERGEN, Epistemología (Madrid 21966);
E. JACQUES, Introduction au problème de la connaissance (Louvain 1953); F. CANALS. Sobre la
esencia del conocimiento (Barcelona 1987).
51
De Ver., 10, 8.
52
Epistemología...,78.
53
Ibid., 81.
54
Ibid, 91.
55
Ibid, 93.
18

sólo puede ser fenomenólogo al precio de contradecirse: cuenta con fenómenos reales
(que existen y que por ello tienen una realidad) y dice que no conoce su realidad.
El hecho de que las cosas existen resulta evidente, decimos, y por ello no se puede
pedir una demostración de lo que tan rotundamente se impone a nuestro espíritu. Gilson
solía repetir que todas las dificultades comienzan cuando el filósofo se empeña en
convertir esta certidumbre en una certidumbre de naturaleza demostrativa56.
Gilson ha rechazado el llamado “realismo crítico”, porque no existen las condiciones
a priori del entendimiento que hagan posible la experiencia de los objetos. El
conocimiento no se puede fundar en otra cosa que no sea la evidencia de la existencia de
la realidad. Descartes consideró que la evidencia primordial de la que tenía que partir
toda filosofía es la del cogito y no de la existencia de la realidad, pero, como hemos
dicho ya, la evidencia de que yo pienso es una evidencia de segundo orden.
El realismo crítico, es decir, una filosofía que busque en el conocer las condiciones a
priori del ser, no tiene justificación. Cuando se parte de un conocer inmanente para
saltar de ahí a la realidad, se emprende un camino sin salida. Gilson nos hace
conscientes de que hay que ir del ser al pensar, sin tener por eso que buscar en ningún a
priori las condiciones del ser. Y ve en el ser el método del pensar (realismo metódico) 57.
Captar lo real es la condición del pensamiento. Conocemos porque captamos lo real, porque
podemos decir: hay realidades.
Ahora bien, todo intento de partir de un conocimiento inmanente para saltar de él a lo
real es un intento absurdo e inútil. En este intento no se parte de la cosa en sí, sino de
una imagen que tenemos en nuestra conciencia, y cuando queremos comparar dicha
imagen con la realidad, tenemos que valernos de otra que nos plantea de nuevo el
mismo problema, y así sucesivamente. Lo dice así Gilson: «Encerrados en el círculo de
nuestras propias ideas, todo lo que se nos da se nos ofrece en ellas y por ellas: imposible
alcanzar una cosa en sí que no se dé como representada. En suma: el ser de las cosas es
su ser percibido, y nada sabemos de un ser que sea independiente del conocimiento
actual que de él tengan los sujetos cognoscentes»58.
Dicho de otro modo: partiendo del percibir no se puede llegar a otro ser que el del
percibir mismo. O el percibir es percibir lo real de modo que se regula por lo real
(realismo) o el percibir no tiene otro ser que el del propio percibir (idealismo) y desde él
será siempre imposible llegar al ser en sí, porque siempre estaremos alojados en el ser
del percibir, en la representación.
El realista sabe que, cuando aprehende una realidad, ésta deviene objeto de su
conocimiento, pero sabe también que lo capta como algo, como una realidad que existe
independientemente de él; pero, para el idealista, la realidad en tanto es en cuanto es
pensada, y querer saltar de la realidad pensada a la realidad en sí es una tarea imposible,
porque de partida no se tiene otra realidad que la pensada y en cuanto pensada. Dice
Gilson:
«El pensamiento que toma como punto de partida una representación no llegará
jamás al otro lado. El doble o representante nunca nos permitirá remontarnos a la cosa.
Desde el momento en que estamos en la inmanencia, el doble no es más que un término
mental y nunca pasará de esto»59. Por ello, el que comienza como idealista termina

56
Dice también Verneaux: «La realidad de lo sensible no puede ser demostrada (es evidente); esa
evidencia debe ser definida, defendida y explicada» (Ibid., 178).
57
E. GILSON, El realismo metódico, (Madrid 41974).
58
Ibid., 18.
59
Ibid., 65.
19

como idealista60. Si el ser que yo capto es puro pensamiento, jamás captará un ser que
no sea mi pensamiento. “La única solución que queda es admitir, como la experiencia lo
sugiere, que el sujeto, en vez de encontrar su objeto en un análisis del conocimiento,
encuentra su conocimiento y se encuentra a sí mismo en el análisis del objeto” 61. Por
ello el idealismo no conduce a ninguna parte; es el suicidio de la filosofía.
Es una ilusión pensar que de una epistemología se pueda saltar a una ontología y
encontrar en el pensamiento algo que no sea pensamiento. Y si el entendimiento no
puede salir de sí para ir a las cosas cuando parte del pensamiento, ello prueba que no es
de ahí de donde se tiene que partir. Partiendo del ser del percibir no se tendrá jamás otro
ser que el del percibir. Partiendo del pensamiento no hay medio posible para demostrar
desde él que existe el objeto extramental62..
O el conocimiento es encontrar lo real o no será nunca conocimiento. Será en todo
caso pensamiento, pues los idealistas piensan mucho, pero no conocen.
Todos los intentos, concluye Gilson, de conciliar el realismo tomista y la crítica del
conocimiento han sido vanos. Aristóteles partía del ser; Descartes, del conocer. Y estos
dos puntos de vista determinan dos cursos de pensamiento que jamás se encontrarán. Si
el punto de partida no es otro que la realidad pensada, y en cuanto pensada, no se llegará
nunca a una realidad extramental. Si se pierde la evidencia de que las cosas existen,
nunca se llegará a ella por demostración a partir de nuestro conocer. Si al conocer se le
priva de su objeto, de lo real, ya no podrá salir de sí mismo. Y una vez que se pierde la
evidencia de la realidad, se cae en el vacío del entendimiento.
Así pues, lo que tiene que hacer el filósofo es olvidarse de la obsesión de la
epistemología como condición propia de la filosofía. El filósofo, en cuanto tal, no tiene
más deberes que ponerse de acuerdo consigo mismo y con las cosas 63. «Sin embargo, no
se trata, dice Gilson64, de renunciar a toda teoría de conocimiento. Lo que hace falta es
que la epistemología, en vez de ser una condición de la ontología, se desenvuelva en
ella y con ella, siendo al mismo tiempo explicadora y explicada, sosteniéndola y siendo
por ella sostenida, como se sostienen mutuamente las partes de una filosofía verdadera».
No se puede superar el idealismo desde su interior. Por sí mismo no conduce a
ninguna parte, y por ello hay que abandonarlo, dice Gilson 65. El realismo y el idealismo
son dos caminos que nunca se encontrarán.

2) EL PROBLEMA DE LA ABSTRACCIÓN
Lo que sí tiene que mostrar la teoría del conocimiento es cómo nuestros conceptos
representan lo real. No el hecho de que conocemos lo real, sino el cómo lo conocemos y
en concreto, cómo nuestros conceptos, que son abstractos, representan realidades que de
suyo son concretas y singulares. Éste es el problema. Éste fue el problema del
nominalismo que no atribuía realidad a los conceptos universales. Y éste fue el
60
Ibid.
61
Ibid., 121.
62
Recuerda Gilson cómo el cardenal Mercier quería partir de las sensaciones que experimentamos para,
por el principlo de causalidad, establecer que hay una realidad que las produce. Pero el principio de
causalidad, observa Gilson, no puede entrar para establecer la evidencia de un ser real. La existencia de lo
real es un dato inmediato de la conciencia. Cuando conocemos algo real, el término inmediatamente dado
a la conciencia es el objeto real. No se necesita proceso alguno para llegar a él, sino sencillamente tomar
conciencia de lo que se conoce (Ibid., 88).
63
Ibid., 78
64
Ibid., 19.
65
Ibid.
20

problema de Kant, que se encontró con la dificultad de tener que casar los datos
empíricos y singulares de la sensibilidad y la necesidad y universalidad que de ellos no
puede provenir, de modo que tiene que recurrir a alojar la universalidad en las formas a
priori. Confiesa Verneaux66 que el problema de los universales es el problema eterno y
constituye la clave de toda epistemología. ¿Cuál es el valor o la objetividad del
concepto? ¿Qué es lo que corresponde en realidad a las esencias abstractas y universales
que tenemos en la mente?
Pues bien, sabemos cómo el tomismo solucionó este problema con la teoría de la
abstracción. Dentro del esquema hilemórfico de las cosas, la abstracción significa despojar a
la forma de su materialidad, ya que ésta es más bien un obstáculo para percibir la
inteligibilidad que reside en la forma. La materia es como un coprincipio opaco que impide
la captación de la forma inteligible. Conocer es, de este modo, la desmaterialización del
objeto conocido, la separación o la abstracción de la forma inteligible que actualiza a la
materia. Es el hombre el que hace esta operación en virtud de su alma, la cual es en cierto
modo todas las cosas, pues conviene con todas ellas en cuanto que las desmaterializa. Dice
así Gilson de la abstracción tomista:
«En otros términos, los objetos del conocimiento humano comparten un elemento
universal e inteligible, asociado a un elemento particular y material. La operación propia
del intelecto agente consiste en disociar estos elementos, a fin de suministrar al intelecto
posible lo inteligible y lo universal, que se encuentran implicados en lo sensible»67.
Ésta es la abstracción, obra de intelecto humano. Y, a continuación, la razón ejerce su
función propiamente discursiva en el juicio. El entendimiento intuye la forma inteligible
de las cosas, separándola de la materia; la razón discurre por la vía del juicio. El
entendimiento concibe así las esencias de las cosas, de modo que nuestros conceptos
vierten la inteligibilidad de las mismas.
Ahora bien, si analizamos el proceso de la abstracción en santo Tomás, no podemos
sino evidenciar una dificultad importante. La cosa conocida se introduce en nosotros
merced a una percepción de sus manifestaciones sensibles, las cuales constituyen la
especie sensible del objeto. La especie provoca, a su vez, la imagen o fantasma de la
cosa en nuestra fantasía. Sobre esta imagen cae el entendimiento agente que la
inteligibiliza, produciendo así la especie inteligible, la cual es recibida en el
entendimiento posible a fin de que produzca el concepto, término final de la simple
aprehensión. Dicho de otro modo, la abstracción, en el fondo, más que separación de la
forma inteligible, es proyección de luz por el entendimiento agente sobre los fantasmas
sensibles. La inteligibilidad provendría en este caso del entendimiento agente más que
del objeto conocido. Escuchemos al mismo Gilson:
«La operación del intelecto agente no se limita a separar así lo universal de lo
particular; su actividad no consiste simplemente en separar, ella produce lo inteligible.
Para abstraer de los fantasmas la especie inteligible, el intelecto agente no se contenta
con transportarla como tal al intelecto posible, es necesario que sufra una verdadera
transformación. Uno expresa esto diciendo que el intelecto agente se dirige hacia los
fantasmas, a fin de iluminarlos. Esta iluminación de las especies sensibles es la esencia
misma de la abstracción. Es ella quien abstrae de las especies lo que ellas contienen de
inteligible y que engendra en el intelecto posible el conocimiento de lo que representan

66
R. VERNEAUX. Epistemología..., 207.
67
E. GILSON, Le thomisme, 275.
21

los fantasmas, pero no considerando en ellas más que lo específico y lo universal,


abstracción hecha de lo material y lo particular»68.
La formación del concepto se debe, por lo tanto, a la iluminación del entendimiento
agente y la determinación de los fantasmas. Nuestro entendimiento agente posee la
inteligibilidad, desde el momento en que es una luz que ilumina; pero le falta la
determinación. A su vez, las imágenes tienen la determinación, pero les falta la
inteligibilidad. En este sentido dirá R. Verneaux que “la especie impresa es objetiva en
tanto que resulta del fantasma, y que es inteligible en tanto que resulta del
entendimiento agente”69.
En esta concepción, como se ve, la inteligibilidad nace, después de todo, del
entendimiento agente. No se ve cómo la inteligibilidad es extraída de lo conocido. Se
recurre entonces a decir que lo inteligible está en el fantasma en potencia. Pero nos
preguntamos si esto no es un recurso mágico para resolver la dificultad. Lo que es cierto
es que la sensación es radicalmente singular y que lo material no presenta lo universal,
no da la universalidad.
Pero cabe explicar la abstracción fuera del esquema hilemórfico. Cuando observamos
que el concepto debe su inteligibilidad y universalidad a la captación y verdadera abstracción
del concepto universal de algo, la objetividad del conocimiento queda mayormente
garantizada.
La inteligibilidad no la produce el entendimiento, sino que la encuentra en la
realidad. Del exterior no llega sólo la determinación de la imagen sensible, sino también
la inteligibilidad de las cosas. Capto que son una realidad, algo, y por ello capto su
inteligibilidad interna. Este concepto de algo es el primer concepto abstracto que
formamos de las cosas y, con él no deformo la realidad que tengo de frente, sino que la
expreso en toda su realidad en cuanto realidad. Capto la realidad absoluta y parcial que
hay frente a mí. Con este concepto no se me escapa nada de lo real en cuanto real; sólo
prescindo de las dimensiones sensibles de la cosa conocida.
Mi concepto de ser sería deformante si con él captara una formalidad tan abstracta
que olvidara la concreción entitativa que hay en las cosas. Pero con el concepto de algo
capto la absolutez y la concreción entitativa que hay frente a mí: ahí hay una realidad,
algo. Quiero expresar con ello la realidad concreta que hay frente a mí, una realidad
que, en su singular concreción, rechaza absoluta y parcialmente la nada. Con dicho
concepto capto por lo tanto la absolutez y la concreción entitativas de lo que hay frente
a mí. Con él capto la entidad concreta del objeto. Es un concepto abstracto, pero que, en
su abstracción, abarca toda la realidad concreta que hay frente a mí, tanto en su
absolutez como en su parcialidad entitativas. A este concepto de algo no se le escapa la
concreción entitativa que hay frente mí. Al captar, por fin, que las cosas que hay frente a
mí son algo, capto su intrínseca y más profunda inteligibilidad.
Este ser algo implica una identidad consigo mismo (quid) dentro de sus propios
límites y, por ello, diferenciación (aliud) de todo lo que no es ese algo. Por ello se
diferencia también del sujeto preceptor, que lo percibe como algo distinto de sí, como
objeto (obiectum-Gegenstand), lo que está frente a él. En una palabra, captar que ahí
hay algo es captar una realidad objetiva, pues al decir “algo”, estoy diciendo que esa
realidad es idéntica a sí misma dentro de sus límites, y, por ello, diferente de todo otro
ser, incluido el sujeto perceptor.

68
Ibid, 276.
69
R. VERNEAUX, Filosofía del hombre (Barcelona, 1971) 130.
22

Con ello estamos diciendo que capto que hay algo, cuando capto que hay un ser en
sí, es decir, una substancia. El concepto de substancia es fundamental e imprescindible
en toda filosofía que pretenda ser realista. Si ese algo que yo capto es un ser existente,
concreto y particular, estoy diciendo que ahí hay una substancia, algo que subsiste en sí
mismo. Con esto no quiero decir que las notas que percibo con los sentidos sean puros
accidentes. Hay notas accidentales como puede ser el color de un velero por ejemplo, y
notas esenciales que son las que definen la esencia del velero (barco de vela). El
accidente hace referencia a la esencia y no a todas las notas físicas de la substancia.
Pero lo que está claro es que percibo que ahí hay algo que existe, algo que tiene
subsistencia propia. La substancia no es el último sustrato físico de las cosas, sino la
subsistencia ontológica de las mismas, por la que se diferencian de Dios y se oponen a
la nada. Cuando digo que ahí hay una realidad (algo), estoy diciendo que ahí hay un
existente, algo que existe en sí.
Por ello, olvidar el concepto de substancia es caer en el idealismo o en
fenomenología. La substancia la capto cuando digo: “ahí hay algo”, y entonces
trasciendo todo lo sensorial. Y se puede creer en el concepto de substancia sin creer en
el hilemorfismo70. Substancia, repetimos, no es el último sustrato físico de las cosas,
sino su subsistencia ontológica. Es algo que además vemos corroborado por el
cristianismo en cuanto que nos dice que Dios creador da a todas las cosas su propia
subsistencia ontológica por la que se diferencian de él y se oponen a la nada. La fe viene
así a corroborar lo que sabemos por filosofía71.
Pues bien, es a partir de este concepto como formo los demás conceptos abstractos: a
este algo, a esta realidad que tengo en mis manos, dado que tiene tales notas físicas, le
llamamos “lápiz”. En este caso, yo formo el concepto teniendo en cuenta que en mis
manos hay algo con determinadas notas. Es así como llego a conocer las esencias de las
cosas. La abstracción no se realiza captando la esencia de una cosa y dejando su
existencia concreta. La abstracción parte de la captación de la realidad concreta en
cuanto tal (he ahí una realidad, algo) y nunca puede prescindir de ella.
Por un lado, percibo con los sentidos ciertos aspectos de color y de tamaño que
también un animal podría percibir; pero yo capto más, capto unas notas, porque percibo
esos aspectos sensibles como aspectos de algo (primer concepto abstracto), de modo
que formo el concepto de esencia (lápiz) al determinar mi primer concepto de algo por
determinados aspectos que, en cierto modo, percibo con los sentidos, y que también
capto en forma abstracta por captarlos como aspectos de algo. En un árbol, por ejemplo,
el sentido capta el color y el tamaño, pero la inteligencia me dice que ahí hay algo con
ese color y ese tamaño, de donde formo la nota abstracta de “tronco”, que en este caso
será una nota esencial del árbol. Es así como formo mis conceptos abstractos. El
concepto de “tronco” parte, por tanto, de aspectos que se captan con los sentidos y que
la inteligencia universaliza al captarlos como aspectos de algo. Si el hombre no tuviera
la capacidad de captar previamente que ahí hay algo, no podría formar ningún otro
concepto. Es así como se forma la abstracción.
Pero la abstracción, repetimos, no deforma la realidad, sino que la representa
fielmente: al decir que ahí hay algo, no deforma la realidad concreta que está frente a
mí, y expreso que hay una realidad que, en su singularidad concreta, rechaza la nada
absoluta y parcialmente. Capto, por tanto, la realidad que está frente a mí en su
absolutez y concreción entitativas. Al decir que ese algo es un lápiz (esencia) no
70
J.A.SAYÉS, Cristianismo y Filosofía, 133 y ss.
71
Cf. J.A.SAYÉS, Teología de la creación, (Palabra, Madrid 2002) 104 ss.
23

deformo tampoco la realidad, porque he formado dicho concepto con las notas objetivas
que se dan en ese algo concreto. Son notas reales, notas de una realidad, notas de algo72.

III. EL CONOCIMIENTO DE DIOS EN K. RAHNER


Ha hablado Rahner de la apertura atemática al ser que se da en la conciencia humana;
apertura que bien llama “experiencia trascendental”, porque forma parte de los
elementos necesarios del sujeto cognoscente y porque consiste precisamente en la
superación de la finitud de los objetos de conocimiento, en la superación de lo
categorial73.
Pues bien, en esta autotrascendencia de la conciencia humana, que tiende al ser
rebasando el ámbito de los objetos de conocimiento, se da ya una experiencia atemática
de Dios. Dios mismo se esconde en la trascendencia humana como horizonte y
condición última de la misma: "hemos de mostrar después que con esta experiencia
trascendental se da un saber por así decir anónimo y no temático de Dios, o sea que el
conocimiento originario de Dios no es como una aprehensión de un objeto que en forma
causal se anuncia directa o indirectamente desde fuera, sino que tiene el carácter de una
experiencia trascendental. En tanto esta iluminación subjetiva, y no objetiva, del sujeto
apunta siempre en la trascendencia al misterio sagrado, el conocimiento de Dios está
dado siempre en forma no temática e innominada, y no se da por primera vez cuando
comenzamos a hablar de ello. Todo hablar de ello, que se produce necesariamente, es
sólo siempre una referencia a esta experiencia trascendental como tal, en la cual siempre
se comunica silenciosamente al hombre el que llamamos Dios; a saber, como él se
comunica el absoluto, el inabarcable, como el hacia dónde de esta trascendencia, el cual
propiamente no puede entrar en el sistema de coordenadas. Y dicha trascendencia, como
trascendencia del amor, experimenta también este hacia dónde como misterio
sagrado”74.
La experiencia trascendental tiene un horizonte último y éste es Dios. Por ello, la
experiencia trascendental, que supera la limitación de lo finito, es el espacio propio del
hombre religioso. La conciencia religiosa nace precisamente de ahí. El hombre es el ser
radicalmente orientado a Dios en la autotrascendencia cognoscitiva. Dios no es otra
cosa que el horizonte último que hace posible la experiencia trascendental del hombre.
No es tematizable de suyo. No es mensurable. “Por ello, este hacia dónde de la
trascendencia sólo se da siempre bajo el modo de la cercanía que rechaza. Nunca
podemos arrojarnos directamente a él, nunca aprehenderlo inmediatamente”75.
Cuando el hombre pronuncia esta palabra “Dios”, evoca con ella la totalidad de la
realidad a la que está referido en la autotrascendencia de su conciencia. Sin esta palabra,
el hombre no expresaría el proceso misterioso al que está abocada su conciencia. Sin
ella el hombre habría olvidado su todo y su fundamento, y dejaría por ello de ser
hombre.
Ahora bien, ¿cuál es la relación entre conocimiento trascendental de Dios y
conocimiento a posteriori de Dios?
La experiencia trascendental de Dios es también un conocimiento a posteriori, en
cuanto que toda experiencia trascendental tiene lugar siempre en contacto con lo
72
Zubiri no ha podido superar la fenomenología en su teoría del conocimiento (cfr. J. A. SAYÉS,
Cristianismo y filosofía).
73
CFF, 38.
74
Ibid. 39.
75
Ibid. 88.
24

histórico y lo sensible. “No obstante, dice Rahner, el conocimiento de Dios es


trascendental, pues la referencia originaria del hombre al misterio absoluto, la cual
constituye la experiencia fundamental de Dios, es un existencial permanente del hombre
como sujeto espiritual. Con ello viene dado que aquel conocimiento explícito,
conceptual y temático, en el que normalmente pensamos al hablar del conocimiento de
Dios o incluso de pruebas de la existencia de Dios, ciertamente es una reflexión
necesaria en algún grado sobre esta referencia trascendental del hombre al misterio,
pero no es el modo original y fundamentador de la experiencia trascendental del
misterio mismo”76.
En todo conocimiento, lo hemos dicho, existe el objeto pensado y el pensamiento
pensante y original, de modo que “el hablar de Dios es la reflexión que remite a un
saber de Dios más originario, no temático ni reflejo” 77. Hay ciertamente un elemento a
posteriori en el conocimiento de Dios, “pero se falsearía este carácter aposteriorístico
del conocimiento de Dios, si pasara desapercibido el elemento trascendental que
encierra, y este conocimiento se concibiera según el modelo de un conocimiento
aposteriorístico cualquiera, cuyo objeto viene puramente desde fuera y aparece en una
facultad neutral de conocimiento. Carácter aposteriorístico del conocimiento de Dios no
significa que miramos hacia el mundo con una facultad neutral de conocimiento, y
entonces creemos que, entre las realidades que allí nos salen al encuentro de manera
objetiva, podemos descubrir también directamente o indirectamente a Dios o
demostrarlo indirectamente.
Estamos referidos a Dios. Esta experiencia originaria está dada siempre y no puede
confundirse con la reflexión objetiva, aunque necesaria, sobre la referencia
trascendental del hombre al seno del misterio. Dicha experiencia no suprime el carácter
aposteriorístico del conocimiento de Dios, pero tal aposterioridad no puede tergiversarse
en el sentido de que Dios sea susceptible de mero conocimiento teórico desde fuera, a la
manera de un objeto más.
Esta experiencia, como algo no temático y siempre presente (el conocimiento de
Dios que realizamos en todo momento, precisamente cuando pensamos en cualquier
otra cosa menos en Dios) es el fundamento verdadero desde el que brota aquél
conocimiento temático de Dios que llevamos a cabo en la acción religiosa explícita y en
la reflexión filosófica. En ésta no descubrimos a Dios como se descubre un objeto
determinado de nuestra experiencia intramundana; más bien, en la acción religiosa
explícita de cara a Dios y en la reflexión metafísica, lo que hacemos es poner
explícitamente ante nosotros aquello que sabemos siempre sin decirlo en el fondo de
nuestra realización personal...Todo conocimiento explícito de Dios en la religión y en la
metafísica sólo es comprensible y realizable auténticamente en lo que quiere decir, si
todas las palabras que allí construimos son referencias a la experiencia no temática de
nuestra referencia al misterio inefable78.
El concepto de Dios proviene de esta experiencia trascendental como reflexión sobre
la misma y a ella debe retornar como a su fuente permanente. De igual modo, las
pruebas de la existencia de Dios, como desmotración refleja de la misma, son una
tematización del misterio que acontece en la conciencia humana: “El principio
metafísico de causalidad (bien entendido) no es una extrapolación de la ley natural de
las ciencias naturales, y tampoco es una extrapolación de aquel pensamiento causal que

76
Ibid. 74.
77
Ibid. 75.
78
Ibid. 75-76.
25

usamos en la vida cotidiana, sino que se funda en la experiencia trascendental de la


relación entre la trascendencia y su a dónde. El principio metafísico de causalidad, que
en las pruebas de la existencia de Dios se aplica en la forma tradicional, no es (contra la
concepción de muchos escolásticos) un principio general que se aplique aquí a un caso
particular junto a otros, sino solamente la referencia a la experiencia trascendental, en la
que se hace presente y experimenta inmediatamente la relación entre condicionado y
finito, por una parte, y su desde dónde inabarcable, de otra” 79. Otro tanto piensa Rahner
de la creaturalidad: “El lugar originario de la experiencia de la criatura no es la cadena
de la serie de fenómenos que transcurren en la temporalidad vacía sino la experiencia
trascendental en la que el sujeto y su tiempo mismo son experimentados como llevados
por el fundamento incomprensible”80.
Así pues, el principio de causalidad con el que se pretende llegar a Dios desde fuera
es una extrapolación de la causalidad que vemos en las leyes naturales y se funda en la
experiencia trascendental que tenemos de Dios. Por otro lado, la analogia entis con la
que pretendemos llegar a conocer el ser divino no es un término medio entre la
univocidad y la equivocidad y que nos permitiera nombrar a Dios como si pudiéramos
aplicarle los nombres (corregidos) de este mundo. La cosa no es así:
“Pero la cosa no es así. La trascendencia es lo más originario frente a los conceptos
particulares de tipo categorial y unívoco; pues la trascendencia —esta intrusión en el
horizonte ilimitado de todo nuestro movimiento espiritual— es precisamente la
condición, el horizonte, el fundamento sustentador por el que comparamos y ordenamos
entre sí objetos particulares de la experiencia. Este movimiento trascendental del
espíritu es lo originario y él es el que es designado de otra manera con la analogía. Por
ello la analogía no tiene nada que ver con la representación de una posición media,
inexacta entre conceptos claros y aquellos otros que con el mismo sonido fonético
designan dos cosas totalmente diferentes”81.
Dicho de otro modo, la analogía no nos permite tomar conceptos de este mundo para,
una vez depurados, aplicarlos a Dios, sino que se trata de un modo deficiente de
designar el horizonte trascendental al que tiende nuestro conocimiento. El concepto
humano que empleamos para hablar de Dios es un mero reflejo de la incomprensibilidad
del misterio sagrado al que tendemos82.

IV. ¿CONOCIMIENTO OBJETIVO DE DIOS?


Dios es conocido en el ámbito de la experiencia trascendental, de modo que el
conocimiento reflejo de Dios no es otra cosa que la tematización de dicha experiencia.
Rahner ha insistido frecuentemente en esto: el principio de causalidad y la creaturalidad
son tematización de la experiencia trascendental. La reflexión sobre Dios no es el
resultado de un conocimiento objetivo de Dios inferido indirectamente del conocimiento
objetivo de la realidad, sino la trasposición conceptual de un conocimiento apriórico de
Dios que, de forma anónima y atemática, se da en nuestra subjetividad. Pero, ¿no es ésta
la perspectiva propia del subjetivismo?
Pero, todavía más, podemos preguntarnos si en la experiencia trascendental, Dios
como término es alcanzado positivamente, ya que la tendencia al ser se define más por
la via remotionis et negationis (es decir, por la negación de lo fenoménico) que por la
79
Ibid. 94.
80
Ibid. 104-105.
81
CFF, 96-97.
82
Ibid.
26

via affirmationis et causalitatis. Hablando de la analogía, viene a decir Rahner que la


analogía no nos permite pensar que los conceptos de este mundo, convenientemente
expresados, pueden ser aplicados a Dios. No, la analogía es un reflejo de la tendencia a
un horizonte incomprensible, una cifra que nos hace conscientes de la inabarcabilidad
de Dios. Más que captar el ser, se tiende a él de forma atemática y concominante a la
captación de lo fenoménico. Pero, ¿qué es ese ser en general al que, se dice, tendemos
de forma apriórica? Eso es lo que nos preguntamos. ¿Es que acaso existe el ser en
general? ¿No es una consideración puramente formal e indeterminada de nuestra mente?
En la realidad sólo existen los entes concretos y, en último término, el ser subsistente
que les confiere la existencia. No existe el ser en general. Y por el solo hecho de rebasar
lo que fenoménicamente nos sale al encuentro, no se demuestra que exista un término
infinito.
Por ello, el mismo Rahner se pregunta si, con su teoría, lo que en realidad estamos
haciendo es hablar del Dios para nosotros, es decir, del sentido de Dios en cuanto que
tendemos y estamos remitidos a él, y no del en sí de Dios, es decir, de Dios
objetivamente alcanzado. A ello responde K. Rahner diciendo que “lo significado con la
peculiaridad última del espíritu humano en su libertad y carácter indisponible —y con
ello en su condición creada— y lo significado con “Dios” mismo, sólo puede entenderse
dejando valer aquella disposición fundamental de la existencia humana en la que el
hombre se tiene a sí mismo y está sustraído radicalmente para sí mismo, por cuanto se le
promete el misterio absoluto y lo mantiene lejos de él, distinguiéndolo de sí mismo. Por
ello, en sentido auténtico tampoco es posible formar un concepto de Dios y luego
preguntar si algo así está dado también en la realidad. El concepto en su fundamento
originario y la realidad misma, significada como tal en este concepto, se abren o se
ocultan juntamente”83.
Bellas palabras, pero que en realidad no explican nada. Decir que el hombre se tiene
a sí mismo y que al mismo tiempo se siente sustraído radicalmente para sí mismo por
cuanto se le promete el misterio absoluto distinguiéndolo de sí, no resuelve el problema,
ya que, aunque se le prometa el misterio absoluto, sigue sin saber si existe
objetivamente.
La única forma de llegar a un conocimiento cierto de Dios es la utilización del
principio de causalidad partiendo del hecho de que la realidad de este mundo no se
explica por sí misma. Y no se da extrapolación de dicho principio si, aunque Dios como
causa trasciende todo lo creado, tenemos la posibilidad de conocerlo verdadera, aunque
imperfectamente, por la analogía del ser. No podemos exponder aquí las pruebas de la
existencia de Dios (via del orden, de la contingencia del mundo y del hombre) que
hemos expuesto en otro lugar y que se basan tanto en el principio de causalidad cuanto
en el de la analogía del ser84.
Recordemos, finalmente, que el Magisterio ha definido la capacidad natural que tiene
el hombre para llegar al conocimiento de Dios partiendo de las criaturas (D. 3004):
conocimiento claramente a posteriori85; algo que aparece en Sap, 13, 1-9 y Rom. 1, 18-
20.

83
Ibid, 97.
84
Cf. J. A. SAYÉS, Cristianismo y filosofía, 47 ss. Ciencia, ateismo y fe en Dios (Eunsa, Pamplona,
2
1998).
85
Cf. J.A. SAYÉS, La Trinidad, misterio de salvación (Palabra, Madrid, 2000) 336 y ss. Ahí se puede ver
el alcance de la definición del Vaticano II.
27

CAPÍTULO III

Pecado original, Gracia y Revelación

Una vez que hemos analizado la teoría del conocimiento de K. Rahner, podemos
adentrarnos ahora en realidades teológicas como la gracia y la Revelación que tienen
que ver directamente con la experiencia trascendental que ya conocemos. Curiosamente,
K. Rahner en el Curso fundamental de la fe comienza hablando de la gracia antes de
hablar de la Revelación o de Cristo. Ello responde a su lógica, si tenemos en cuenta que
hace la teología en clave antropológica. K. Rahner presenta dos motivos para dar a su
teología una impostación antropológica: 1) el primero es que el hombre es el centro de
la preocupación de Dios, 2) el segundo es que la impostación teocéntrica de antaño
podría ser calificada de mítica por el hombre moderno 86. Así la gracia, la encarnación y
la Trinidad no pueden desvincularse de la antropología y, en concreto, del apriori
trascendental del hombre. En Curso fundamental de la fe Rahner habla del pecado
original, de la gracia y la Revelación en este mismo orden. Comenzamos, pues, su
concepción del pecado original.

I. EL PECADO ORIGINAL
Comienza K. Rahner observando que la doctrina del pecado original supone que el
hombre actúa como sujeto libre en una situación que ya está determinada desde el punto
de vista histórico e interhumano. Se trata de una situación que no es puramente exterior,
sino que afecta a la libre decisión del hombre:
“La libertad asume forzosamente en lo definitivo de su existencia que se ha puesto a
sí misma el material en el que se realiza aquélla, y la asume como un momento interno
constitutivo y codeterminado originariamente por ella misma”87.
La libertad del hombre está codeterminada por la libre historia de todos los demás
que constituyen el ambiente humano propio de cada individuo. La fe en el pecado
original nos viene a hablar de la situación determinada del ambiente humano, en el
sentido de que, en la libre subjetividad, el hombre está determinado por la historia de
libertad de todos los otros hombres. El espacio de nuestra situación individual de

86
Cf. J. B. MONDIN, Dizionario dei Teologi (Bologna, 1992) 482.
87
CFF, 136.
28

libertad está determinado por el ambiente humano y la culpa de los otros. Viene a decir
Rahner:
“Toda la experiencia del hombre indica que hay, efectivamente, en el mundo
objetivaciones de una culpa personal, las cuales, como material de la decisión libre de
otro hombre, son una amenaza para la libertad, la solicitan a manera de tentación y
hacen penosa la decisión libre. Y, puesto que el material de la decisión libre se convierte
siempre en un momento interno de la acción de la libertad, en consecuencia la buena
acción finita de la libertad, en tanto no logra una revisión absoluta de este material y una
corrección total del mismo, permanece siempre ambigua en virtud de esta situación
codeterminada por la culpa, que va ligada a repercusiones que propiamente no pueden
apetecerse, pues conducen a trágicos caminos sin salida y enmascaran el bien
perseguido por la propia libertad”88.
Esto es propiamente lo que reafirma el mensaje cristiano, en cuanto que el
cristianismo afirma que la situación de todo hombre, codeterminada por la culpa de
otros, es una situación universal, permanente y por lo tanto originaria. La universalidad
de tal situación implica una determinación de la situación de la humanidad ya desde la
culpa inicial.
Así pues, la culpa inicial no es que se transmita biológicamente. Sencillamente, nos
vemos obligados a actuar subjetivamente nuestra libertad en una situación de tal modo
codeterminada por la objetivaciones de culpa de otros que tal codeterminación forma
parte permanente e insuperablemente de nuestra situación.
En esta situación, no es que se nos transmita la culpa personal de Adán, no es que se
nos traspase el pecado del primer hombre, sino que lo que, en realidad, ha ocurrido es
que, dada la unidad de la humanidad, el pecado del primer hombre es un no dicho a la
autocomunicación de Dios al hombre, de modo que la situación en la que ahora nos
encontramos es una mediación no de gracia, sino de desgracia.
Es cierto que el hombre tiene todavía ante sí la oferta de gracia que se le da propter
Christum, pero ya no la tiene partiendo de Adán, es decir, en razón del inicio inocente
de la humanidad. La autocomunicación de Dios como gracia no llega a los hombres en
virtud del primer hombre al que se le ofreció, sino en virtud del hombre Dios que es
Jesucristo. El encuentro del hombre en su libertad con al ambiente natural y humano
que lo determina habría sido bien distinto si no estuviese determinado por la culpa. En
concreto, la muerte no se experimentaría trágicamente como la experimentamos ahora.
Si tuviéramos que responder ahora dando nuestro personal parecer a esta teoría de K.
Rahner, diríamos, en síntesis, que tal teoría sería más coherente si, en lugar de decir que
el hombre en su libertad está determinado por las objetivaciones de los pecados de los
otros, dijera que estamos condicionados por ellas. El pecado de los otros me puede
condicionar influyéndome negativamente, pero no me determina ni me constituye en
pecador. Y es que en el pecado original actúa una dimensión que supera lo estrictamente
sociológico. No se puede explicar el pecado original por un influjo meramente
sociológico89.
88
Ibid, 138-139.
89
L. F. Ladaria (Teología del pecado original y de la gracia, Madrid 1993) explica la transmisión del
pecado original desde la ruptura de la mediación de gracia que se daba en Cristo desde el principio. Con
la llegada del pecado, en lugar de la solidaridad en el bien, en la que los hombres estábamos llamados a
ser unos para otros mediación de gracia, se da una mediación de desgracia, en el sentido de que el pecado
de uno influye negativamente en los demás.
No hay que apelar ya a la transmisión del pecado original por la generación, pues, más bien, hay que
sostener que, por el hecho de entrar en este mundo, el hombre se encuentra inmerso en la masa de pecado
29

Pero otro reproche que se puede hacer a la teoría de K. Rahner es que elimina la
teología en Adán. Según Rom. 5, 12-21 y toda la tradición de la Iglesia el pecado
original viene referido a uno solo, Adán (Rom. 5, 12.17.18.19), en contraposición a
Cristo, que nos ha dado la justificación90.

II. LA GRACIA
K. Rahner, al hablar de la gracia, trata de superar la perspectiva cosista de la gracia
creada, propia de la escolástica. En efecto, la teología escolástica entendía la gracia
creada como un accidente, causado por la causalidad eficiente. Pero enmarquemos esto
por nuestra parte antes de entrar en el pensamiento de K. Rahner.
De la perspectiva clásica surgían dos claros inconvenientes. En efecto, si la gracia es
un accidente y lo propio del accidente no es ser (esse) sino inesse (es decir, vivir en el
ser de la sustancia), entonces ¿puede reducirse el don de Dios a eso? Además, si la
gracia es creada por la causalidad eficiente, dada que dicha causalidad es común a las
tras personas divinas (D. 800), entonces habría que concluir que por la gracia somos
hijos de la Trinidad y no del Padre. En concreto, Santo Tomás, al hablar de la gracia
como accidente, terminó en una aporía91.

de la humanidad.
Ladaria cita, cuando desarrolla esta teoría, autores como Rahner, Schoonenberg y Weger, que ya
conocemos, si bien tiene cuidado en señalar que esta situación de pecado queda realizada desde el
principio. Contra la idea de Schoonenberg de que el pecado afectaría a los demás en una segunda fase,
sostiene Ladaria que el primer pecado tuvo una importancia clara, de modo que todos los hombres nacen
ya sin la mediación de la gracia, “pues todo pecado priva a los demás del don de Dios que es para todos,
de la contribución irrepetible de cada uno a la plenitud del cuerpo” (O. c., 126). Y termina diciendo
Ladaria con claridad: “Con ello no tratamos de decir que el primer pecado sea de naturaleza o de
gravedad distintas de los otros. Pero es, simplemente, el primero, y, como tal, de algún modo el
desencadenante de una historia de pecado a la que los hombres hemos contribuido después y seguimos
contribuyendo. En este sentido, todos somos Adán; la doctrina del pecado original adquiere, sin duda, así
un peso existencial mucho mayor; no somos sólo víctimas del pecado de los demás, sino que también los
demás son víctimas de nuestro pecado. El primer o primeros pecadores no son, por tanto, los responsables
de todos los males; pero la situación de pecado se arrastra desde el comienzo de la historia, no como una
mera suma de pecados personales, sino también como un destino solidario (mejor sería decir
“antisolidario”) de toda la humanidad; en este sentido, el “pecado de Adán” nos ha constituido a todos
pecadores (O. c., 128-129).
En una palabra, todo radica en el hecho de que todo pecado, empezando por el de Adán, crea una
mediación de desgracia que nos constituye en pecadores. Se entiende así el pecado original desde la
influencia social que tiene todo pecado. Pues bien, habría que responder a ello diciendo que, por mucho
que nuestra historia esté marcada por los pecados de los hombres, ello no me constituye a mí en pecador.
De hecho, el pecado de la humanidad continúa influyendo en el bautizado incluso después del bautismo.
Además, ¿qué influencia social puede tener el pecado del mundo en un niño que todavía es inconsciente y
ajeno al influjo de los demás? Una cosa es que el pecado de la humanidad me condicione inclinándome al
pecado, y otra, que me constituya en pecador. Se puede hacer aquí el mismo reproche que a la teoría de
Rahner. La situación de pecado que crea la humanidad me condiciona, pero no me determina. Por otro
lado, la fe de la Iglesia exige mantener que quedamos constituidos en pecadores por el pecado de uno
solo, Adán.
90
Remitimos a nuestras obras: Antropología del hombre caído (BAC. Madrid, 1991), y Teología de la
creación, 379 ss.
91
En verdad, dice Santo Tomás (I-II, q. 110, a. 3, ad 3), el accidente no tiene ser en sentido estricto
(accidentis esse est inesse). Por ello, la gracia, que es accidente, no es propiamente creada, es decir, no es
el término directo de una acción creadora de Dios. Es el sujeto el que se renueva bajo la acción poderosa
de Dios. Si se habla de gracia creada, ello se debe a que el hombre pasa del estado de pecado al de la
gracia “ex nihilo, id est, non ex meritis”.
30

Hoy en día, al hablar de la gracia, se tiende siempre a dar la prioridadd a la gracia


increada, a la inhabitación de las personas divinas en el justo, y se presenta la gracia
creada como efecto transformador que produce esa misma inhabitación en el justo 92,
presentando así la gracia de una forma mucho más personalista. En efecto, por la gracia
las tres personas divinas tienen relaciones diferenciadas con el justo: el Espíritu Santo
inserta al hombre en Cristo como los sarmientos en la vid, y, una vez en él, es amado
por el Padre dentro del único amor con el que ama a su Hijo 93. El justo participa así en
la filiación de Dios. La entrada del justo en la Trinidad de ese modo se debe al hecho de
que el Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados a nuestra historia humana. El hombre
no puede entrar en la intimidad trinitaria, si la Trinidad no sale y entra en la historia
humana.
Ahora bien, ¿en qué sentido esas relaciones directas e inmediatas divinizan (gracia
creada) al hombre? Aquí viene Rahner hablando de la causalidad quasi formal que
ejerce Dios en el hombre justificado.
Esta causalidad formal, dice Rahner, nos es desconocida en le orden natural, pero no
en el orden de la revelación. Existe al menos en la unión hipostática y algo análogo
ocurre en la visión, donde Dios desempeña una causalidad quasi formal (digamos
“quasi” para salvar la trascendencia de Dios). En la visión, el alma posee a Dios como
una quasi-forma. Dios se comunica directamente al entendimiento y la voluntad
humanos. En la visión el lumen gloriae sería la disposición creada que capacita al alma
para el encuentro con Dios.
Esto mismo lo podemos aplicar al hombre en gracia de una forma análoga. Dice
Rahner:
“Dios mismo se comunica con su propia esencia al hombre en gracia mediante una
causalidad formal. De tal manera que esta comunicación no es una consecuencia de una
actividad causal eficiente de la gracia creada. En la Escritura y en los Padres debemos
concebir la comunicación de la gracia increada como anterior, en determinado aspecto,
lógica y realmente a la creada: en la manera en que una causa formal precede a la
disposición material última”94.
Esta causalidad quasi-formal permite al justo una relación directa e inmediata con las
personas divinas.
Esta causalidad quasi-formal permite, según Rahner, una relación diferenciada con
las personas divinas, pues el hombre se une a Dios en su diferenciación personal. Las
Es aquí precisamente donde vemos la aporía de la gracia como ens creatum por causalidad eficiente. A la
hora de determinar el estatuto ontológico de la gracia creada, se tiene que decir que propiamente no es un
ser, puesto que es un accidente. Es más, puesto que Santo Tomás afirma que la gracia no es otra cosa que
la participación en la naturaleza divina y que, por lo tanto, sólo de Dios puede venir, dice que es lo más
noble que puede existir, pues es una participación de la naturaleza divina; pero advierte que, en cuanto a
ser, es menos que la creación del mundo, que hace salir los entes de la nada (I-II, q. 112, a. 1). Tiene,
pues, que confesar Santo Tomás que la gracia no es un ente propiamente, debido a una creación
propiamente tal. Ha estado hablando de que es un ente, aliquid, para terminar cayendo en la cuenta de que
en este campo sobrenatural no podemos hablar de creación de entes en el sentido estricto de la palabra.
Con otras palabras, se da un cambio radical en el hombre que recibe la gracia, pero no es comparable a la
acción eficiente que multiplica el ser. No es una creación en sentido estricto. El problema queda, pues, así
sin solución: se habla de una gracia creada, de un aliquid creado por Dios, y se termina confesando que
no es propiamente una creación.
Todo ello nos hace conscientes de que la gracia creada no podría ser entendida desde la causalidad
eficiente, sino desde otro tipo de causalidad.
92
Cf. J. A. SAYÉS, La gracia de Cristo (BAC Madrid, 1993), 265 ss.
93
Ibid. 311 ss.
94
K. RAHNER, Sobre el concepto escolástico de gracia increada: Esc. Teol. 1 (1961), 365.
31

personas son contempladas de forma inmediata en la visión beatífica y cada una de ellas
ejerce sobre el espíritu humano su peculiar causalidad quasi-formal. Lo mismo ocurre
en la gracia que anticipa la visión.
De ahí que en el Curso fundamental de la fe explique Rahner que el hombre, por la
gracia, es como el evento de la comunicación libre e indulgente de Dios mismo. Se trata
de la autocomunicación gratuita de Dios que se realiza de forma directa e inmediata. Así
como en la visión se da ya una inmediatez con Dios, esa misma inmediatez de Dios se
nos comunica ya aquí por la gracia. La gracia no se puede desligar de la visión, ya que
es la anticipación de la misma aquí en la tierra:
“Para entender nuestra frase central en esta reflexión, han de comprenderse en una
recíproca unidad estrecha la doctrina de la gracia y la de la visión definitiva de Dios
según la dogmática cristiana. Pues los temas de la doctrina de la gracia –gracia,
justificación, divinización del hombre- sólo pueden comprenderse en su auténtica
esencia desde la doctrina de la inmediata visión sobrenatural de Dios, la cual, según la
dogmática cristiana, es fin y consumación del hombre. Y a la inversa, la doctrina de la
visión inmediata de Dios sólo puede comprenderse en su esencia ontológica con toda su
radicalidad si se entiende como consumación natural de la divinización más íntima –
realmente ontológica- del hombre, tal como ésta se expresa en la doctrina de la
santificación justificante del hombre por la comunicación del Espíritu Santo. Lo que
significan gracia y visión de Dios son dos fases de un mismo suceso, que están
condicionadas por la libre historicidad y temporalidad del hombre, son dos fases en la
única autocomunicación de Dios al hombre”95.
En la experiencia trascendental el hombre tiende a Dios como a un ser lejano; ahora
por la gracia Dios mismo se acerca al hombre por su intimidad. Dios se da así al hombre
a modo de cercanía96. “Esa inmediatez de Dios en su propia comunicación es
precisamente el desocultamiento de Dios como el permanente misterio absoluto”97. Se
entrega por sí mismo a la criatura, la cual puede aceptar o rechazar la comunicación de
Dios. Se trata, pues, de una causalidad formal. “Mediante este concepto podemos decir
entonces que en la propia comunicación de sí mismo, Dios en su ser absoluto se
comporta a manera de causalidad formal con el ente creado, es decir, que
originariamente él no produce y suscita algo distinto de sí mismo en la criatura, sino
que, comunicándose, convierte su propia realidad divina en constitutivo de la
consumación de la criatura”98.
Lo específico de la gracia es que el Dios lejano se hace cercano99, dándonos de forma
gratuita e indebida su propia intimidad y respondiendo así a la apertura trascendental
que el hombre presenta como acogida. Así el hombre es el evento de la comunicación
absoluta de Dios mismo100. Se trata de un Dios que se da así a todos los hombres como
existencial de su historia concreta101. Y Dios no deja de ser él mismo cuando se da al
hombre de esa manera, pues incluso la aceptación por parte del hombre es hechura de
Dios mismo102. Si la trascendencia del hombre es carencia de límite en su espíritu, ahora
esa trascendencia se ve colmada por el don indebido y gratuito de Dios, aunque el
95
CFF., 149.
96
Ibid. 151.
97
Ibid, 151-152.
98
Ibid, 152.
99
Ibid, 154.
100
Ibid, 159.
101
Ibid, 160.
102
Ibid, 161.
32

hombre no pueda tener de ello una experiencia refleja. Y concluye así Rahner: “En este
sentido, puede decirse tranquilamente: El hombre que entra en la experiencia
trascendental del misterio sagrado, experimenta que este misterio no sólo es el horizonte
infinitamente lejano, el juicio -que rechaza y distancia- sobre su entorno, su mundo
concomitante y su ser consciente, no sólo es lo terrible cuyo pavor le arrincona en la
patria estrecha de la vida cotidiana, sino que es también cercanía que guarece, intimidad
acogedora, la patria misma, el amor que se comunica, lo familiar a lo que podemos huir
y tener acceso desde lo asolador del propio vacío y amenaza de vida”103.

A modo de observación
Pues bien, podríamos decir por nuestra parte que es, sin duda, acertado presentar la
gracia como esa autodonación inmediata del Dios trino al justo. El hombre por la gracia
entra en la inmediatez de la intimidad divina, entra en el seno de la Trinidad con
relaciones diferenciadas con las personas divinas. La causalidad eficiente avoca a las
aporías que ya hemos señalado al principio. No se puede discutir tampoco que la gracia
increada tiene la prioridad sobre la creada: es porque Dios habita inmediatamente en el
justo por lo que éste queda interiormente transformado (gracia creada).
Se puede admitir también que, según Ef 1, 1-10 y Col 1, 15-20, el primer hombre fue
creado en Cristo en virtud de la encarnación que había de tener lugar. La creación tal
como ha sido pensada y realizada por Dios, ha sido hecha en Cristo y en vistas a él. El
primer hombre fue creado en gracia, como define Trento (D 1511) y ello sólo pudo
ocurrir por una anticipación del don del Espíritu (“el cual habló por los profetas”) que lo
insertaba ya en la filiación del Hijo que había de encarnarse y porque había de
encarnarse. El hombre no puede entrar en la intimidad divina, si la Trinidad no entra en
la historia por las misiones del Hijo y del Espíritu Santo104.
De este existencial sobrenatural de la gracia que se da en todo hombre en virtud de la
encarnación habremos de hablar más a fondo más adelante, pues presenta matizaciones
ulteriores por parte de Rahner que habrá que abordar.
De momento digamos que falta en la explicación de K. Rahner un elemento para
entender todo ello cabalmente. Y es que, si decimos que lo específico de la gracia es la
inmediatez de Dios trino, ello sólo se puede entender con relación al conocimiento
natural que el hombre tiene con Dios y que no puede superar la ley de la mediación y de
la analogía. Si no se da este conocimiento mediato de Dios a partir de las criaturas (D
3004), de modo que el hombre no pudiera llegar al en-sí de Dios de modo objetivo
(aunque fuera de manera analógica), si el hombre no tuviera otra cosa que un apertura a
Dios (y esta apertura, además, estuviera mediada por una tendencia al ser en general que
no existe), entonces la donación de Dios en sí mismo por la gracia sería la única
posibilidad de contactar con él objetivamente y, por tanto, le sería debida como criatura.
La posesión inmediata de Dios por la gracia es indebida y gratuita respecto a la posesión
mediata y analógica de Dios por parte del hombre que es lo que le corresponde como
criatura. En la superación de esa ley de la mediación y de la analogía radica lo
específico de la gracia.

103
Ibid, 164.
104
Cf. J.A. SAYÉS, Teología de la Creación, 92 ss.
33

III. LA REVELACIÓN
Algo peculiar de la teología de Rahner es el concepto de Revelación trascendental.
En efecto, la pregunta que se hace Rahner es cómo lo histórico puede tener validez
absoluta. Y Rahner encuentra la respuesta diciendo que en la medida en que el hombre
vive la experiencia trascendental en medio de la historicidad, la trascendencia misma
tiene su historia105. Se trata, ni más ni menos, de la autodonación de Dios al hombre en
su experiencia trascendental e histórica como salvación y cercanía, de modo que así se
hace historia de salvación. Dicho de otro modo, el evento de la autocomunicación de
Dios aparece en la historia de la salvación. “En consecuencia, si por doquier en la
historia ha de poderse dar salvación y con ello también fe, por todas partes en la historia
de la humanidad tiene que estar actuando una revelación sobrenatural de Dios a aquella,
de modo que ésta aprehenda de hecho a cada hombre y por la fe opere en él salvación,
en todo hombre que no se cierre incrédulamente por su propia culpa a esta
revelación”106.
Esta autocomunicación de Dios ha de considerarse ya, como una auténtica revelación
con anterioridad a todo tipo de tematización refleja en la historia. Lo afirma así K.
Rahner: “la experiencia trascendental, elevada sobrenaturalmente, no refleja, pero dada
en efecto del movimiento y de la referencia del hombre a la cercanía inmediata de Dios,
ha de considerarse en verdad ya en cuanto tal, con anterioridad a una tematización
refleja que se realiza históricamente en el todo de la historia del espíritu y de la religión,
como una auténtica revelación que de ningún modo puede identificarse con la llamada
revelación natural. Este saber por así decir trascendental, siempre presente cuando el
espíritu humano se realiza con conocimiento y libertad, pero no temático, es un
momento que ha de distinguirse de la revelación por la palabra explícita como tal; y, no
obstante, merece de suyo el predicado de revelación de Dios mismo. Ese momento
trascendental de la revelación es la modificación gratuita, operada duraderamente por
Dios, de nuestra conciencia trascendental; pero tal modificación es realmente un
momento originario, permanente en nuestra conciencia como iluminación originaria de
nuestra existencia, y, como momento de nuestra trascendentalidad constituido por la
comunicación de Dios mismo, es ya revelación en sentido auténtico”107.
Es lo que encontramos en el Nuevo Testamento cuando enseña que la Revelación
(temática, la palabra) sólo es recibida realmente si se acoge en la fe en virtud de la
autocomunicación que Dios hace de sí mismo por la gracia. Sólo allí donde Dios es el
principio subjetivo del creyente, puede Dios expresarse a sí mismo, pues de otro modo
todo enunciado de Dios quedaría sometido a lo humano, a la subjetividad meramente
humana108. Si la palabra objetiva, aunque esté producida por Dios, llega a una mera
subjetividad humana, sin que ésta esté llevada por la autocomunicación de Dios,
“entonces la supuesta palabra de Dios es una palabra humana” 109. Dicho con palabras
nuestras, lo que Rahner quiere decir es que, sin la gracia de Dios que permite acoger la
palabra externa como suya, ésta queda reducida a pura palabra humana.
Indudablemente, esta palabra interior de Dios se da de hecho mediada por la
revelación temática y categorial del profeta o de Cristo, aquella que se da en el marco de
la historia categorial. Esta trascendentalidad de la autodonación de Dios viene, de
105
Ibid, 175.
106
Ibid, 183.
107
Ibid. 183.
108
Ibid, 185-186.
109
Ibid, 186.
34

hecho, mediada por cualquier tipo de religión y del mismo mundo como tal 110. La
historia de la salvación y de la revelación es coextensiva con la historia misma del
mundo111. No se puede pensar que todo hombre, para ser salvado, tiene que entrar en
contacto con la Revelación cristiana112.
Ahora bien, se da también un concepto de revelción especial que es la que tiene lugar
en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. “De todos modos, este tipo de historia de la
Revelación es sólo una especie, un sector de la historia general, categorial, de la
revelación; es acaso el más logrado de la necesaria autointerpretación de la revelación
trascendental o, mejor dicho la plena realización esencial de ambas revelaciones (la
trascendental y la categorial) y de su historia una en una unidad de pureza y esencia” 113.
Dicho de otra forma, la revelación trascendental que viene mediada por la historia del
mundo y de las religiones no está lograda plenamente y tiende a una que garantice la
seguridad en sí mismo y posea una pureza legítima114.
La revelación pagana, en efecto, se da en medio del error y del pecado. La revelación
profética presenta ya una cierta depuración y seguridad y se distingue
fundamentalmente porque va dirigida a la comunidad.
“El profeta, visto debidamente en el plano teológico, no es en esencia otra cosa que
el creyente que puede enunciar con acierto su experiencia trascendental de Dios. Dicha
experiencia se enuncia en el profeta, quizá a diferencia de otros creyentes, de tal manera
que se hace también para otros una objetivación recta y pura de la propia experiencia
trascendental de Dios y puede conocerse en esta rectitud y pureza”115.
Así la revelación profética viene a ser un prototipo, una fuerza que despierta y
también una norma. Tenemos, de hecho, una revelación pública y realizada en forma
oficial allí donde se da una revelación dirigida a la comunidad de los hombres y no sólo
a la existencia individual de una persona, allí donde permanece pura aunque transmita
sólo aspectos parciales de la revelación trascendental. Cristo vendría a ser así el punto
cimero de toda revelación y culmen de la misma.

Una observación de R. Latourelle


Hemos tratado de exponer con la mayor fidelidad el pensamiento de K. Rahner sobre
la Revelación, porque nos parece que presenta elementos discutibles. Pero quizá nadie
mejor para hacer un discernimiento de los mismos que R. Latourelle, profesor que fue
de Revelación en la Gregoriana de Roma y que matizaba el pensamiento de K. Rahner
ante los alumnos que le escuchábamos. He aquí la respuesta del profesor jesuita. Es la
respuesta de un profeta que se siente herido por la deshistorización de la Revelación
cristiana que propone K. Rahner:
“Pero una cosa es reconocer esta acción interior de la gracia y otra cualificarla de
“revelación”...
...Esta acción interior de Dios, que es idénticamente la gracia de la salvación y de la
fe, es como la dimensión interior de la revelación cristiana: porque no hay dos
revelaciones, dos evangelios, sino dos caras o dos dimensiones de una misma y única
revelación, de una misma y única palabra de Dios. La gracia interior es la salvación
110
Ibid, 187.
111
Ibid, 188.
112
Ibid, 188.
113
Ibid, 191.
114
Ibid, 191.
115
Ibid, 195-196.
35

ofrecida, pero no identificada. La acción salvífica de Dios se hace consciente y


notificada en categorías humanas por la revelación histórica y categorial solamente.
Sólo por el evangelio conocemos la voluntad salvífica universal de Dios, así como los
medios de salvación puestos a disposición de todos los hombres. Pues bien, pertenece a
la economía de la salvación que el designio de Dios en Jesucristo sea conocido,
notificado y llevado al conocimiento de las naciones. Pertenece también a la naturaleza
del hombre, criatura racional, que la opción de fe, en la que se compromete toda su vida,
surja en el seno de una conciencia plenamente ilustrada sobre la gravedad y la rectitud
de esa opción.
De esta forma la revelación no alcanza su punto de madurez más que cuando la
historia de la salvación se conoce de forma positiva y cierta como querida por Dios.
Pues bien, sólo el acontecimiento de Cristo es el acontecimiento pleno y definitivo, que
se escapa no sólo del anonimato, sino también de toda falsa interpretación de la historia
de la salvación, de toda ambigüedad. La revelación trascendental sigue siendo
fundamentalmente ambigua sin la luz de la revelación histórica y categorial. El
horizonte del hombre hacia el futuro es apertura a un horizonte indefinido que puede
recibir una interpretación de tipo panteísta, teísta o ateísta. Tan sólo la revelación de
Dios en la historia puede disolver la ambigüedad de fondo que rodea a la revelación
trascendental.
En consecuencia, nos parece abusivo, a nivel del lenguaje teológico, confundir
simplemente historia de la salvación, gracia de la salvación e historia de la revelación,
creando así la impresión de que la revelación es ante todo la gracia de la salvación
otorgada a los hombres de todos los siglos, mientras que la revelación cristiana,
histórica, categorial, no sería más que un episodio más importante, un momento más
intenso de la revelación universal, una especie de revelación sectorial o filial de la
revelación trascendental. La verdad es que esta distinción entre revelación universal
(gracia de la salvación) y revelación especial (en Jesucristo) es una traición de la
realidad. La revelación universal auténtica no es anónima; es la que se realiza en
Jesucristo y la que confiere al hombre la gracia de la salvación, antes y después de él.
Lo que es especial no es el cristianismo, que es el universal concreto, en Jesucristo, el
universal absoluto. Este universalismo cristiano incluye el Antiguo Testamento, que es
el desarrollo progresivo de la revelación plena, germinación de la revelación total, hasta
Jesucristo. Invertir las perspectivas es oscurecer la luz, prolongar una confusión que no
encuentra ningún apoyo en la Escritura ni en el magisterio, para los cuales la revelación
se presenta como una irrupción histórica de Dios entre nosotros. Confundir esta
irrupción puntual con la gracia salvífica, anónima y universal, que invade al hombre sin
saberlo, es aumentar el número ya demasiado elevado de las ambiguedades que estorban
a la teología. La DV se mantiene cuidadosamente al margen de estos equívocos. Si
buscamos un término apto para definir la acción de esta gracia de la salvación, podemos
hablar, siguiendo a la Escritura, de atracción, de iluminación, de testimonio, o —como
Santo Tomás— de instinto interior, de palabra interior. Más aún, si queremos subrayar
que la revelación cristiana es a la vez evangelio exterior y gracia exterior, acción
conjunta de Cristo y de su espíritu, podemos hablar de la dimensión interior de la única
revelación, de la única palabra de Dios”116.
Queda todavía por decir que, según Rahner, la Revelación temática de Cristo no
queda legitimada, como veremos, por los milagros históricos, sino por la experiencia de
la Resurrección que los discípulos de Jesús tuvieron desde la fe en él. No hay, pues,
116
«Revelación», DTF, 1279-1280.
36

ningún suceso histórico que pueda legitimar, desde la historia y con un conocimiento
racional, la verdad de la Revelación cristiana. Se consuma así la deshistorización del
cristianismo. Como dice K.Rahner “Jesús resucita en el interior de la fe de sus
discípulos”117. La Resurrección de Jesús como victoria escatológica de Dios en el
mundo sólo se puede alcanzar desde la fe118. Esta es la fe que se funda en sí misma.

117
CFF, 315.
118
CFF, 315.
37

CAPÍTULO IV

Jesucristo

No deja de ser sintomático que, a la hora de estudiar el misterio de Cristo, Rahner no


parta de la historia para realizar después la especulación, sino de la especulación para
descender después a la historia, de modo que, como veremos, su especulación
condicionará no poco los datos históricos sobre Jesús. El criterio para Rahner está en
partir de una cristología que cuadre con la experiencia trascendental que tiene el hombre
y con el moderno concepto de evolución cósmica. Una cristología desde arriba tendría
para él un sabor mítico que el hombre de hoy no podría aceptar.

I. LA IDENTIDAD DE CRISTO

1) LA AUTODONACIÓN DE DIOS EN CRISTO


Como decimos, la preocupación de K. Rahner está en hacer ver que Cristo cuadra
con la experiencia trascendental del hombre y con la teoría de la evolución.
Para K. Rahner es preciso hacer ver la coordinación entre la teoría de la evolución y
la fe en Cristo, en un planteamiento que recuerda la postura de Teilhard de Chardin,
aunque cuidando de no deducir la doctrina cristiana de la encarnación como
consecuencia necesaria de la evolución 119. Ello le llevará también a explicar cómo el
espíritu humano procede evolutivamente de la materia mediante la potenciación que
Dios hace de ésta. Materia y espíritu no pueden ser dos magnitudes yuxtapuestas, sino
que la dimensión espiritual nace y surge de la materia. “La materia desde su esencia
interna se desarrolla hacia el espíritu”120.
En este momento no podemos entrar en la cuestión antropológica que desarrollamos
más adelante, pues ahora tratamos de concentrarnos en la cristología. Veremos que el
hombre es la autotrascendencia de la materia viva, de modo que la materia finaliza en el
espíritu desarrollándose en el hombre, y de tal forma que en el hombre el mundo se
encuentra a sí mismo. Pues bien, esta marcha ascendente del cosmos tiene una finalidad

119
CFF, 217.
120
Ibid, 223.
38

hacia un estado definitivo que es la autocomunicación de Dios al hombre (la gracia) de


la que ya hemos hablado y que se consumará en la visión de Dios.
Y en esta marcha ascensional de la materia entra justamente Cristo como máxima
comunicación de Dios que llega a su fin. En este sentido es como Cristo aparece como
salvador absoluto: “Damos este nombre a aquella personalidad histórica que,
apareciendo en el espacio y en el tiempo, significa el principio de la autocomunicación
absoluta de Dios que llega a su fin, aquel principio que señala la autocomunicación para
todos como algo que acontece irrevocablemente y como inaugurado de manera
victoriosa”121.
Naturalmente, la autocomunicación de Dios al hombre puede comenzar de hecho
antes del evento histórico de Cristo, pero ello tiene lugar en vistas a él. La comunicación
de Dios en Cristo es irrevocable e implica una irrevocabilidad definitiva. La
autocomunicación de Dios a Cristo se da en él de forma inequívoca y victoriosa. Por
ello es el salvador absoluto. “El salvador es un hombre que, como nosotros, en su
subjetividad espiritual, humana y finita, recibe aquella comunicación gratuita de Dios
mismo que afirmamos en relación con todos los hombres y el cosmos entero como el
punto cumbre de la evolución en la que el mundo llega absolutamente a sí mismo y
absolutamente a la inmediatez con Dios. Según la convicción creyente del cristianismo,
Jesús es aquél que, a través de lo que llamamos su obediencia, su oración, su destino de
muerte libremente aceptado, ha realizado también la aceptación de la gracia y de la
inmediatez divina que Dios le ha dado y que él posee como hombre”122.
Cristo es un hombre dotado, por supuesto, de una subjetividad finita, pero una
subjetividad que, por gracia, pone en relación de inmediatez con Dios123.
El dogma cristiano de la encarnación radica precisamente en que, del modo descrito,
Dios se hace material, de modo que creación y encarnación no son las acciones
yuxtapuestas de Dios, sino sus momentos en un único proceso. Esa vocación irrevocable
e irreversible de Dios a Cristo es lo que llamamos unión hipostática. A ningún hombre
se le niega la inmediatez con Dios, pero en Cristo tenemos un momento máximo de esa
autodonación de Dios en el sentido de que, siendo un momento máximo del
agraciamiento general de Dios a la criatura, es al mismo tiempo la meta y el fin de la
realidad mundana. No se puede presentar sólo como un momento singular y único que
rebasa lo mundano, sino como su fin. Por ello ha de verse esa culminación en Cristo
como un momento interno y necesario en el agraciamiento de Dios al mundo 124. La
propia trascendencia del mundo y el agraciamiento divino se pertenecen recíprocamente
por necesidad. “Entonces la encarnación, a pesar de su singularidad y de la consecuente
dignidad y significación de Jesucristo para cada uno de nosotros, no se presenta
simplemente como una realización superior de la comunicación de Dios mismo, por
detrás de la cual quedaría el mundo restante. Si se ve una relación de condicionamiento
recíproco entre estas magnitudes, entonces el Dios-hombre no puede entenderse
simplemente como alguien que se acerca desde fuera a nuestra existencia y a su historia,
la lleva un trozo más adelante y en cierto modo la consuma, pero luego vuelve de nuevo
a rebasarla”125.
Así pues, la encarnación, a pesar de ser un suceso singular, es un momento interno
del agradecimiento general de la criatura espiritual por Dios. “La tesis que nosotros
121
Ibid, 233.
122
Ibid, 235.
123
Ibid, 235.
124
Ibid, 240.
125
Ibid, 240.
39

intentamos establecer es que la unión hipostática, aunque en su propia esencia


constituye un suceso singular y –visto en sí- a lo sumo pensable, es sin embargo un
momento interno de la totalidad del agraciamiento de la criatura espiritual en general.
Este suceso conjunto del agraciamiento de la humanidad, cuando llega a su
consumación, debe tener una aprehensibilidad concreta en la historia; no puede ser de
pronto acósmico y meramente metahistórico; más bien, dicha consumación de tal
manera debe ser evento, que este suceso se expanda desde un punto espacio-temporal;
debe ser una realidad irrevocable, en la que la propia comunicación de Dios no se
muestra como mera oferta condicionada y revocable, sino como incondicional y
aceptada por el hombre y, de esa manera, como dada por sí misma en la historia. Allí
donde Dios produce la propia trascendencia del hombre hacia él por la
autocomunicación absoluta a todos los hombres de tal manera que se den ambas cosas,
la promesa irrevocable a todos los hombres y su llegada ya actual a la consumación en
un hombre, allí tenemos lo que significa unión hipostática”126.
Tanto la gracia como la unión hipostática significa la única decisión de Dios de
instaurar el orden de la salvación; pero en Cristo la donación de Dios tiene validez para
todos los hombres, pues la gracia de Dios en Cristo es irreversible y sin posibilidad
alguna de separación. Por ello la comunicación de Dios en Cristo es la comunicación de
Dios para nosotros. En una palabra, ya no se trata de una comunicación de Dios
transitoria, pues Dios convierte en realidad suya lo manifestado realmente en forma
humana en Jesús. En Jesús no sólo se da la comunicación absoluta de Dios, sino la
aceptación de la misma como realidad producida por Dios mismo127.
Después de la presentación de estos pensamientos de K. Rahner, se impone una
pregunta inevitable. Si en Cristo lo que ocurre es que a una persona humana (dotada de
subjetividad humana) se le da Dios en su autocomunicación personal, aunque ello sea en
forma definitiva (en cuanto que en Cristo se da también la aceptación operada por Dios
mismo), ¿puede esto superar el nivel de la adopción operada por la gracia? ¿No ha
tenido también María una autodonación de Dios irreversible? ¿Se puede entender la
unión hipostática como un caso supremo pero del mismo genero que tiene lugar por la
gracia y en cualquier hombre? ¿Se puede superar así una concepción meramente
adopcionista? Esta es la pregunta fundamental que queremos señalar aquí, aparte de
constatar que, si la encarnación aparece vinculada de modo necesario a la propia
trascendencia del mundo, entonces pierde su carácter indebido y gratuito . No se puede
decir que la creación y la encarnación sean dos momentos de un único proceso, pues
con ello se compromete la gratuidad del orden sobrenatural como más adelante
veremos.
De hecho, la creación ha sido realizada en Cristo y para Cristo (Ef 1, 1-10; Col 1, 19-
20), pero la creación tiene lugar por una causalidad eficiente que tiene a Dios como
sujeto único (D 800) y la encarnación (o la gracia) supone ya la entrada diferenciada de
las personas divinas en la historia (causalidad quasi formal). No distinguir estos dos
órdenes distintos de la comunicación de Dios al hombre, es negarse a percibir la
diferencia entre lo natural y lo sobrenatural.
De todos modos, respecto a la pregunta de si la postura de Rahner es adopcionista, lo
vamos a ver analizando lo que él dice sobre la afirmación de que Cristo sea Dios.

126
Ibid, 241.
127
Ibid, 243.
40

2) ¿ES CRISTO DIOS Y HOMBRE?


En Rahner se da un rechazo de la anhypóstasis, es decir, defiende que Cristo posee
una persona humana que define como autoconciencia. Fue Rahner el que definió así la
persona128.
Rahner no es partidario de hablar en términos ónticos de naturaleza e hypóstasis,
porque, aparte de que hace pensar en la encarnación como un descenso del Verbo
preexistente que se reviste de condición humana como una librea en la que Dios se
manifiesta, no se puede entender tranquilamente el verbo ser como cópula entre el
hombre Jesús y Dios (“el hombre Jesús es Dios”), porque Jesús en cuanto hombre y en
virtud de su humanidad no es Dios. Tampoco Dios en cuanto Dios y en virtud de su
divinidad, es hombre en el sentido de una identificación real. Los términos ónticos nos
llevan a una identificación de realidades distintas entre las que sin embargo se da una
distanción infinita129.
Hemos de pensar en el hombre Jesús como el hombre que, en el ejercicio de su
intelecto, se caracteriza por su tendencia al infinito; es la apertura apriórica de la
conciencia humana que tiende al infinito. Esta conciencia del hombre Jesús se abre al
mismo tiempo a la libre autodonación del Padre, de modo que Jesús es la presencia
histórica de la palabra última e insuperable, de la autocomunicación de Dios, y en este
sentido es el mediador absoluto de la salvación130.
En Cristo podríamos hablar así de dos sujetos. La naturaleza humana de Jesús es una
realidad creada, consciente y libre, a la que se atribuye una “subjetividad” creatural
distinta de la subjetividad del Logos y situada libremente ante Dios (en obediencia,
adoración, etc.) con la distancia propia de la criatura 131. Y de este modo puede decir
Rahner: “con respecto al Padre, el hombre Jesús se sitúa en una unidad de voluntad que
domina a priori y totalmente su ser entero y en una “obediencia” de la cual deriva toda
su realidad humana. Jesús es por antonomasia el que recibe constantemente su ser del
Padre y vive entregado al Padre siempre y sin reservas en todas las dimensiones de su
existencia. En esta entrega, él puede realizar desde Dios aquello que nosotros no
podemos en absoluto. Jesús es aquél cuya “situación fundamental” (unidad original de
ser y conciencia) coincide con su procedencia plena y radical de Dios y con su entrega a
él”132.
Teniendo esto en cuenta, cabe una doble perspectiva en Cristo. Está la perspectiva
que parte del Verbo, viendo en el hombre Jesús la autoexpresión del mismo, en cuyo
caso la naturaleza humana de Cristo sería el símbolo del Verbo y no simplemente una
librea que el Verbo habría tomado de fuera133, y la otra perspectiva, que pone el acento
en la apertura existencial que el hombre tiene hacia el infinito, y, en este sentido, Cristo
en su humanidad es el hombre que experimenta su propio ser como corroborado
realmente por Dios en virtud de su autocomunicación. En esta autocomunicación de
Dios al hombre Jesús se decide la salvación del hombre134.

128
K. RAHNER- W. THÜSING, Cristología. Estudio teológico y exegético. (Madrid 1975).
129
Ibid, 59.
130
Ibid, 50.
131
Ibid, 57.
132
Ibid, 67.
133
K. RAHNER, El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación,
en: Mysterium Salutis, II/1 (Madrid 1969) 378.
134
K. RAHNER-W. THÜSING, Cristología...68.
41

Rahner parece olvidar una perspectiva clara en el Concilio de Calcedonia, y es que


este Concilio presenta en Cristo un solo sujeto (monosubjetivismo). Calcedonia no se
plantea el problema de Cristo desde la perspectiva de dos sujetos. Esto es claro.
Por otro lado, el planteamiento de Rahner con los dos centros de actividad en Cristo
supone un retroceso, pues vuelve con ello al planteamiento nestoriano que fue
reprobado por Calcedonia. En Calcedonia no se plantea la unión de un hombre con Dios
como dos sujetos de actividad. Cuando se dice que el uno y el mismo, el Señor
Jesucristo, es a un tiempo Dios y hombre, no entiende decir “un hombre”, “una
naturaleza humana”, sino una única persona como sujeto único de dos naturalezas. Es
decir, nunca se dice que “un hombre” sea Dios, ni se parte de “un hombre” como sujeto
para referirlo a Dios como sujeto diferente, sino de un único sujeto que tiene una doble
condición: divina y humana. Por ello el Concilio afirma rotundamente el es, es decir,
que este único sujeto es consustancial a Dios en la divinidad y consustancial al hombre
en la humanidad. Es el planteamiento del monosubjetivismo, de un solo sujeto que es, al
mismo tiempo, hombre y Dios. Rahner, en cambio, va por el planteamiento de dos
sujetos, que es el planteamiento propio del nestorianismo.
De este modo, Rahner sólo puede conseguir, dentro del planteamiento de los dos
sujetos, una unidad de acción. Cuando se ponen uno frente a otro a dos sujetos, la unión
entre ellos será simplemente la unión de acción, de relación de amor, no pudiéndose
decir entonces que Jesús es Dios. Esto es el adopcionismo 135. Calcedonia, en cambio,
135
A mi modo de ver, la interpretación que hace Olegario de concilios como Nicea, Éfeso y Calcedonia es
perfecta, clara y llena de erudición.
Ahora bien, a la hora de explicarla, comienza afirmando que no se puede excluir de Cristo nada de lo que
pertenece al hombre. Y así, “al pensar que Cristo no es una persona humana, se está diciendo que le falta
lo esencial, lo que constituye al hombre en cuanto a tal" (O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología,
BAC 2001, 449).
No le gustan, pues, las categorías metafísicas, que hablan en Cristo de anhypóstasis, (una naturaleza humana sin
persona humana) o enhypóstasis (subsistencia de la naturaleza humana de Cristo en la hypóstasis divina). Él
prefiere hablar en cambio de categorías relacionales. Por otro lado, advierte también de entrada que el caso de
Cristo no es una excepción o milagro con respecto a la unión que todo hombre tiene con Dios; es, en todo caso,
el  prototipo de toda relación humana con Dios. Así las cosas, “el  Verbo no niega al  hombre (Jesús) su
personalidad, sino que le hace persona en la forma suprema pensable por la participación en la misma vida
trinitaria del Absoluto” (O.c. 458).
Ya había anticipado Olegario, siguiendo a Rahner, que la cristología es la antropología consumada, es
decir,   que   el   hombre   está   abierto   a   Dios   por   su   constitución   ontológica,   pero   con   una   capacidad
meramente receptiva: “La naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese salto al
límite y recibir ese salto del límite”.
Cristo, por la recepción de Dios (como don) de Dios, (dador de sí mismo), consigue la perfecta unidad del
hombre con Dios, en la diferenciación. La grave dificultad de toda esta presentación de Olegario está en
que el esquema que propone para explicar el misterio de Cristo con categorías relacionales es el propio de
la gracia. En efecto, por la vida de gracia, el hombre, sin dejar de ser persona humana, es introducido en
la vida filial del Hijo, haciéndose partícipe de su filiación. El esquema que propone Olegario nos vendría
a conducir a una especie de adopcionismo. En el fondo, Olegario habla en Cristo de dos personas: la
persona del  hombre Jesús, que participa de la filiación de la persona del  Verbo. Y esto vale, como
decimos, para hablar de la unión por la gracia, pero no es en modo alguno suficiente para explicar la
unión hipostática.
Pero si la Iglesia, en su Tradición, tuvo que echar mano de categorías ontológicas para hablar de la unión
hipostática, fue sin duda porque las relacionales se quedaban cortas. La teología que investiga el misterio
de Cristo ha de encontrar el concepto adecuado de persona, como sujeto de la naturaleza racional. En
Cristo  hay  un  único  sujeto,  la persona   del   Verbo,  que  asume  y  gestiona, desde   la encarnación,  una
naturaleza humana. Es la perspectiva que está implícita en el concilio de Éfeso y Calcedonia; y que hizo
fracasar la cristología de Nestorio, que hablaba de dos personas en unión.
42

dice taxativamente que uno y el mismo es a la vez Dios y hombre. Hay una diferencia
cualitativa entre decir que Dios está unido al hombre Jesús, que actúa en él, y decir que
Jesús es Dios. Aunque se diga que esta unión del hombre Jesús con la autocomunicación
de Dios es única e irreversible, será siempre una unión de acción, cuando la fe nos exige
decir sin ambages que Jesús es Dios.
El enorme peligro que encierra definir la persona como conciencia es afirmar que,
puesto que Cristo tiene conciencia humana, es persona humana. Y una vez hecha esta
afirmación, se concibe la persona humana de Cristo como llena de Dios, de la
autocomunicación de Dios. Es la vuelta al adopcionismo. Pero en tal caso ya no se
43

podrá decir que Cristo es Dios, sino que Dios actúa en Cristo, si queremos, de forma
44

definitiva. Este es también el pensamiento de Kasper136.


Finalmente, digamos que, aparte de los peligros señalados que presenta la
concepción de la persona como conciencia, esta dimensión es una prerrogativa de la
naturaleza. Yo tengo conciencia porque tengo una naturaleza humana. Además, por otro
lado, habría que decir también que una cosa es la conciencia y otra el sujeto que tiene
conciencia.

2) LA ONTOLOGÍA DE CRISTO
El Verbo encarnado, que no es persona humana, posee sin embargo cuerpo y alma
por poseer una naturaleza humana. ¿Cómo conseguir, entonces, la unión personal de las
dos naturalezas?
45

El concepto de persona es, sin duda, es más difícil de la filosofía. La definición que
46

dio Boecio “rationalis naturae individua substantia”137, no le sirvió de nada para su


aplicación a la cristología y la Trinidad, pues, si se define así, en Cristo habría dos
personas ya que posee dos substancias individuales de naturaleza racional. Tampoco le
47

sirvió para la Trinidad, pues en ella habría que decir que la naturaleza divina es persona,
48

puesto que es substancia racional e individual138.


El concepto de relación, en el uso trinitario, se ha consagrado ya a partir de la obra de
los PP. Capadocios y de San Agustín, aunque han existido otros, en la historia de la
49

El concepto de relación, en el uso trinitario, se ha consagrado ya a partir de la obra de


los PP. Capadocios y de San Agustín, aunque han existido otros, en la historia de la
50

teología, como el de Ricardo de San Víctor139.


El problema que vemos en el concepto de relación (con todas las purificaciones que
se hacen para llegar al de relación subsistente) es que las relaciones no se relacionan; se
relacionan los sujetos. Para que haya una relación es preciso que haya dos sujetos que se
relacionen. Además, todo sujeto se relaciona con otros por medio de su propia
naturaleza.
Por otro lado, si decimos que las personas trinitarias son relaciones subsistentes,
introducimos en la Trinidad un tipo de subsistencia que no deja de ser problemático,
51

pues hablar de subsistencia es hablar de ser y, en consecuencia, multiplicarlo en la


52

Trinidad140.
Pensamos, sinceramente, que la tarea que hay que realizar es buscar el concepto de
persona que se consagró en cristología y hallar su estatuto metafísico. Pensamos que
hay que partir de las misiones y de la economía salvífica, de la encarnación en concreto.
Pues bien, en la antigüedad hubo dos conceptos de persona, el propio de la escuela de
Antioquía que fracasó con Nestorio, y el de la de Alejandría que fue el que se impuso en
Éfeso y en Calcedonia.
53

1) LAS ESCUELAS CRISTOLÓGICAS141


La escuela de Alejandría, caracterizada por una cristología del Lógos-sárx, no hizo
esfuerzo filosófico alguno para determinar el concepto de persona aplicado a la
cristología por la sencilla razón de que, para tal escuela, es el Logos el que funciona en
Cristo como único sujeto de la comunicación de idiomas; comunicación que esta
escuela supo explicar mucho mejor que la contraria. Este concepto de persona es, más
bien, un concepto teológico, es el Verbo simplemente, como sujeto único, el Verbo que
personaliza como sujeto la naturaleza humana. Éste es el concepto que opera en S.
Atanasio y en Cirilo de Alejandría; es un concepto que permite salvar bien la unidad en
Cristo.
Queda por decir que, en esta escuela de Alejandría, no se da todo el relieve debido a
la naturaleza humana de Cristo como ocurre con el apolinarismo y el monofisismo. Con
todo, el concepto de persona que se usa será el adecuado, y no es otro que el de sujeto
único (el Verbo) que gestiona ambas naturalezas permitiendo el perfecto juego de la
comunicación de idiomas.
La escuela de Antioquía, por el contrario, entiende el misterio de Cristo con un
sistema de Lógos-anthropos (el Logos que asume un hombre). Defiende perfectamente
tanto la autonomía de lo divino como de lo humano. A Cristo se le confiesa plenamente
Dios y plenamente hombre, incluso con alma humana, pero no sabe después cómo unir.
Falta en ella la concepción de persona como sujeto del Verbo. La persona se va a buscar
en una perspectiva filosófica: es la naturaleza en cuanto determinada por las
propiedades concretas. En Antioquía se parte de dos naturalezas completas y falta en
ella el gestor unificante de las mismas. Podríamos decir, en línea de síntesis, que
Alejandría consigue la unidad en Cristo en un único sujeto que las gestiona. Antioquía,
por el contrario, salva perfectamente la integridad de ambas naturalezas, pero no sabe
unirlas, ya que le falta el concepto adecuado de persona.

Naturaleza Naturaleza
divina humana

Persona Persona
54

Este concepto que usa la escuela de Antioquía es el de los capadocios: naturaleza


55

determinada por sus propiedades individuantes142. Como en Cristo se dan dos


naturalezas individuales y determinadas por sus propiedades concretas, se viene a
concluir que existen dos personas en Cristo, que fue la herejía de Nestorio.
Vemos ahora cómo se impuso en la Tradición de la Iglesia el concepto propio de la
escuela de Alejandría mediante los concilios de Éfeso y Calcedonia. Veamos el
contenido de los dos concilios.

Concilio de Éfeso (431)


Cirilo de Alejandría polarizó la reacción contra el nestorianismo, justificando el
Theotókos y afirmando que hay que atribuir al Verbo la propiedades humanas y que el
56

Verbo se unió a la carne según la hypóstasis. Es el primero que usa la fórmula de unión
57

hipostática143.
Pero Cirilo, hijo de la escuela de Alejandría, en los anatematismos que dirige a
Nestorio habla de una unión de naturaleza, de cierto sabor monofisista. Nestorio no
cedió y pidió el auxilio del Papa Celestino. Sin embargo, el Papa lo condenó en un
concilio de Roma, y Teodoro II, el emperador, convocó el concilio de Éfeso.
Cirilo de Alejandría, abrió el concilio en el año 431 sin esperar la llegada del grupo
de Antioquía. En este concilio no se definió la doctrina de los anatematismos de Cirilo,
pero sí el contenido de la segunda carta de Cirilo a Nestorio que es el siguiente: “El Hijo
eterno del Padre es aquel que, según la generación carnal, nació de la Virgen María; por
ello María es llamada legítimamente Theotókos, madre de Dios” (D 250).
El contenido doctrinal de la declaración de Éfeso consiste en poner en claro la unidad
en Cristo, para lo cual era necesario que el Hijo de Dios hubiese sido engendrado por la
Virgen María según la carne; de lo contrario el Verbo no se hubiera hecho hombre, sino
que solamente habría venido sobre un hombre utilizado por él. Cristo sería un
compuesto de dos sujetos y no se podría decir, conforme a la fe proclamada por Nicea,
que Jesucristo es Hijo de Dios e Hijo de María, de modo que María sea verdaderamente
madre de Dios. El que nace de María es el único sujeto (única persona), si bien es
engendrado por ella en cuanto a la naturaleza humana.

Símbolo de unión
Los orientales, presididos por Juan de Antioquía, condenaron los anatematismos de
Cirilo a pesar de que rechazaban también la postura de Nestorio. Por ello, Juan de
Antioquía propuso un símbolo de fe redactado por Teodoreto de Ciro. El año 433 fue
aceptado, con algunos retoques, por Cirilo y así se llamó “símbolo de unión”. A este
símbolo se le podría llamar Credo de Éfeso. Evita las expresiones ambiguas de Cirilo
(unión de naturalezas) y habla de “dos naturalezas en unión”. Así se implica una unidad
en la persona. Asimismo se consagra el término de Theotókos. Dice así:
“Confesamos, por consiguiente, a nuestro Señor Jesucristo, Hijo único de Dios,
perfecto Dios y perfecto hombre, con alma racional y cuerpo, nacido del Padre según la
divinidad antes de todos los siglos, y de María Virgen, según la humanidad, por nosotros
y nuestra salvación; consustancial al Padre en razón de la divinidad y consustancial a
nosotros en razón de la humanidad. Porque se hizo la unión de dos naturalezas. Por eso
confesamos un solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor. Por esta noción de la unión sin
confusión, confesamos a la Santa Virgen por Madre de Dios, porque Dios Verbo se
encarnó y se hizo hombre y unió a sí mismo desde el instante de su concepción en el
templo que había tomado de ella” (D 272).
Un solo sujeto que es consustancial al Padre y a nosotros, un único sujeto nacido del
Padre y nacido de María.

Concilio de Calcedonia
Un monje de esta escuela de Alejandría, Eutiques, llevará las cosas a tal extremo, que
su postura sería providencial para que Calcedonia llegase a la fórmula perfecta que
mantendría la unidad de sujeto en la distinción de las dos naturalezas íntegras, que se
unen en él. Fue Eutiques el que defendió el monofisismo ( una sola naturaleza, la divina,
en Cristo).
He aquí la doctrina de Calcedonia:
58

“Ha de confesarse a un solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo


perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y él
mismo verdaderamente hombre de alma racional y cuerpo, consustancial al Padre en
cuanto a la divinidad, y él mismo consustancial a nosotros en cuanto a la humanidad,
semejante en todo a nosotros, menos en el pecado: engendrado del Padre antes de los
siglos en cuanto a la divinidad, y él mismo, en los últimos días, por nosotros y por
nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la
humanidad; que se ha de reconocer a un solo y el mismo Cristo, Hijo Señor Unigénito
en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo
alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando más
bien cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola
hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino en un solo y el mismo Hijo
unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo” (D 301-302).
Con Calcedonia llegamos a la clarificación de la unión y de la distinción en Cristo.
La distinción está de parte de las naturalezas que conservan totalmente sus propiedades,
mientras que la unión radica exclusivamente en el campo de la persona, identificando
plenamente prósopon con la hypóstasis y estableciendo así en Cristo una unión
ontológica y no sólo moral. Con ello se ha mantenido la parte de verdad que tenía la
escuela de Antioquía tan ávida de salvar la integridad de las dos naturalezas y se ha
asumido el concepto de hypóstasis como sujeto de atribución, que representaba la
auténtica intuición de la escuela de Alejandría. Se impone el concepto de persona como
sujeto gestor de las dos naturalezas. Hagamos un dibujo:

Yo

Naturaleza Naturaleza
divina humana

Sujeto

Parecido a una mariposa estilizada, en la que un solo sujeto mueve dos alas como
instrumentos. Dejamos abierta al ala divina, a fin de que se pueda percibir su infinitud.
Las dos alas concurren en un único sujeto sin mezcla ni división. Un único sujeto que
une y gestiona las dos naturalezas.
Calcedonia utiliza el concepto de hypóstasis como sinónimo de persona, pero no lo
define técnicamente. Lo único que pretende decir es que lo divino y lo humano se
59

predican de un único sujeto144. Calcedonia no proporciona definiciones metafísicas. Sus


60

conceptos permanecen en el nivel vulgar y precientífico145. Sin embargo, ha marcado


una pauta decisiva: cuando se pregunte qué es Cristo, habrá que decir que es hombre y
que es Dios, y que tiene una doble naturaleza, la divina y la humana. Cuando se
pregunte si son uno o varios sujetos que actúan, habrá que decir que Cristo es una
persona única, un único sujeto al que se atribuyen lo divino y lo humano. Asimismo,
cuando preguntemos quién obra, habrá que decir que es la persona; cuando preguntemos
cómo y con qué, habrá que decir que con la naturaleza divina y la humana. Calcedonia
afirma esto: un solo sujeto (repite constantemente “uno y el mismo”) tiene una doble
condición: humana y divina, de modo que lo humano y lo divino se predican de este
único sujeto.
61

2) LA PERSONA: SUJETO DE NATURALEZA RACIONAL


62

Recordemos que Tertuliano entendía la persona como sujeto146. Ricardo de San


Víctor tiende también, aunque confusamente, al concepto de sujeto que entrega su
naturaleza y amor.
Pues bien, podemos dejar claro que ese sujeto no lo podemos identificar con la
substancia. Ya vimos el fracaso que tuvo por ello Boecio.
Un dato de la fe del que necesariamente hay que partir es que las dos naturalezas de
Cristo son concretas y existentes según la mente del concilio de Calcedonia. Este
concilio no habla de abstracciones y, siempre que se refiere a las naturalezas, lo hace
como a algo concreto y existente: naturalezas concretas y existentes en Cristo, originada
una desde la generación eterna del Padre, y la otra, desde la generación temporal a partir
del seno de María. Cristo es consustancial al Padre y consustancial a nosotros.
Se trata, por tanto, de unir dos naturalezas concretas, dos seres concretos. Ahora bien,
esta unión no se puede conseguir en un tercer ser que fuera la persona, porque entonces
tendríamos tres seres. Sabemos, por lo tanto, que la persona no puede ser substancia, ser
en sí. Ésta es la razón por la que Agustín vio que en la Trinidad no podía definir a la
63

persona como substancia147. Pues bien, si la persona no es ser en sí, substancia, ¿qué
otra alternativa queda? Podría ser el sujeto que radica o subsiste ontológicamente en la
naturaleza, al tiempo que la gestiona. En Cristo, la persona del Verbo radicaba
ontológicamente en la naturaleza divina que gestionaba y , por la encarnación, radica
también en una naturaleza humana a la que gestiona. Participa ahora de dos naturalezas,
la divina y la humana. La persona es sujeto de naturaleza racional, en la que radica
64

ontológicamente y la gestiona. En Cristo hay un solo sujeto que participa de dos


65

naturalezas a las que gestiona148.

CONCLUSIÓN
No seja de ser significativo que cuando Rahner habla de la encarnación, a la hora de
entender cómo Dios se hace mutable por ella, no puede entender adecuadamente el
misterio de su kénosis diciendo que el absoluto, en su libertad absoluta, tiene la potestad
66

de poner lo otro finito originado por él, de modo que Dios deviene en lo originado 149,
crea la realidad humana asumiéndola como suya. El desenfoque es evidente, ya que la
creación no afecta a Dios en sí mismo. Pero la kénosis sólo se puede entender porque la
única persona que hay en Cristo, el Verbo, asume una naturaleza humana como suya, de
modo que el Verbo en persona obra, ama y sufre a través de ella: unus de Trinitate
passus est, decían los Santos Padres. La kénosis se mantiene desde la persona
encarnada, no desde el Dios único.
Otra aporía de la postura de Rahner se presenta cuando tiene que hablar de la
preexistencia de Cristo. Naturalmente, en la visión adopcionista que propone, Cristo
sólo puede ser preexistente en cuanto que es la manifestación escatológica de Dios,
suceso absoluto de salvación, de modo que el que se manifiesta y comunica en él es
67

Dios preexistente150. No olvidemos que, hablando de la Trinidad, Rahner concibe a las


personas como modos de subsistencia del Dios uno. Si Jesús es persona humana,
evidentemente no se puede decir de él que sea preexistente. En cambio, la única persona
que hay en Cristo, la del Hijo, es preexistente.

III. LOS MILAGROS DE CRISTO


Decíamos anteriormente que era enormemente significativo que Rahner tratara de la
historia de Jesús después de haber hecho su especulación en torno a la encarnación.
Ahora desciende al terreno de la historia y, en la presentación de la historicidad de los
evangelios, llama la atención que defienda que no cabe un conocimiento racional
(neutro) de la misma, de modo que el acceso al Jesús histórico sólo se puede hacer
68

desde la fe151, porque se trata siempre de sucesos que afectan a la totalidad de la persona
que investiga y sólo desde la fe pueden ser discernidos. De nuevo nos vemos abocados
aquí al fideísmo de K. Rahner, en cuanto que supone una fe que no permite un acceso
racional a los hechos históricos de Jesús. No respeta la autonomía cognoscitiva de la
razón que va con la fe. Pero este fideísmo es consecuencia de la previa deshistorización
que ha hecho del cristianismo. Todo sucede en el apriori trascendental de la mente
humana agraciada por Dios.
Llama la atención que Rahner desconozca los criterios de historicidad que han
quedado consagrados ya en el estudio de la historicidad de los evangelios y que tanta
69

luz nos permiten encontrar152 y así, de una forma apriórica, injustificada e indemostrada,
Rahner establece como mínimo histórico de los evangelios lo siguiente:
“1. Jesús no se tuvo solamente por uno de los muchos profetas, los cuáles en
principio constituyen una serie inconclusa, que está siempre abierta hacia delante, sino
que él se entendió a sí mismo como el profeta escatológico, como el salvador absoluto y
definitivo, si bien requiere reflexiones ulteriores la pregunta más exacta de qué
significamos o dejamos de significar con un salvador absoluto.
2. Esta pretensión de Jesús es creíble para nosotros, si desde la experiencia
trascendental gratuita de la autocomunicación absoluta de Dios santo, miramos con fe al
suceso que descubre al salvador en su realidad entera, a saber: la resurrección de Jesús.
Si a continuación logramos consolidar estas dos tesis como fidedignas, entonces se ha
alcanzado todo lo que primeramente debe lograse en el plano de la teología
70

fundamental. Todas las demás afirmaciones sobre Jesús como el Cristo puede confiarse
71

a la fe misma como su contenido”153.


Entrando ya en los milagros de Cristo, supone Rahner que el núcleo histórico de los
mismos ha sido magnificado, se dan curaciones que no podrían ser interpretadas como
milagros de Dios, y, sobre todo, afirma que para nosotros hoy en día no tiene sentido
72

hablar de ello como pruebas de la pretensión de Jesús154. El hombre de hoy no puede


aceptar una concepción mítica de un Dios que interviene en la historia cambiando las
leyes naturales. Además, en la Escritura los milagros no aparecen dotados de una
73

dimensión apologética155. Sólo la resurrección fundamenta la fe apostólica y no puede


enmarcarse entre los milagros restantes.
En una palabra, los milagros no aparecen en el Nuevo Testamento como
demostración de las palabras de Jesús, sino como signo salvífico y llamada a la
74

conversión156. Es sumamente problemático presentar el milagro como supresión de una


ley natural. Lo único que cabe aceptar con ese término de supresión de la ley natural es
que Dios se contrapone a este mundo con su soberana libertad y, en este sentido, no está
ligado a las leyes naturales. Pero el caso es que Dios respeta siempre la ley natural. De
la misma manera que, en la existencia humana, el espíritu se hace presente en la materia
sin destruirla, Dios creador utiliza lo creado como medio de su autocomunicación sin
75

destruirlo157. “Se da milagro solamente allí donde una mirada espiritual percibe en un
suceso concreto y natural y de manera instintiva la autocomunicación de Dios: se da un
milagro en sentido teológico y no precisamente en un sentido prodigioso, allí donde
para la mirada del hombre espiritual, abierto al misterio de Dios, la configuración
concreta de los sucesos es tal que en ella participa de manera inmediata aquella
autocomunicación divina que siempre es experimentada “instintivamente” en su
76

experiencia trascendental por la gracia y, por otra parte, aparece precisamente en los
77

“milagros” y así se atestigua como tal158”.


Así pues, el milagro, en su función de llamada, puede valer para una determinada
persona; pero no para todos y no puede consistir en un fenómeno neutral que sea
susceptible de demostración.
Pero, en definitiva, sólo la resurrección aparece como confirmación de la pretensión
de Jesús.
Como vemos, de nuevo K. Rahner deshistoriza el cristianismo, viniendo a decir que
no hay acceso humano y racional a la pretensión de Jesús. El cristianismo no se
confirma desde la historia y la razón, sino desde la fe.
A todo ello nos limitamos a responder desde la escucha a los evangelios mismos,
pues ocurre que (al menos en la Biblia que yo poseo) los milagros de Cristo aparecen
con una dimensión apologética.

Sagrada Escritura y apologética


En el Antiguo Testamento, los judíos piden pruebas a los profetas que se presentan
como enviados de Dios. Moisés, por ejemplo, pide y obtiene de Yahvé el signo que le
probará a él mismo que Dios “está con él” y que su misión “viene de él” (Ex 3, 12). Los
prodigios hechos por Moisés le acreditan entre los suyos, prueban la aparición de Yahvé
y, en consecuencia, que es preciso “creerle y escucharle” (Ex 4,1) como enviado de
Dios. Después de la salida de Egipto y el paso del mar Rojo, el pueblo judío cree en
Yahvé y Moisés, su servidor, a causa de los prodigios que han visto (Ex 14, 31).
A través de toda la historia del profetismo, el milagro es constantemente invocado
para distinguir a los verdaderos de los falsos profetas. Así, Elías, que resucita al hijo de
la viuda de Sarepta y hace descender el fuego del cielo sobre el monte Carmelo, da a
conocer que Yahvé es el verdadero Dios (1 Re 18, 37-39), que él es su servidor (1 Re
18, 36) y que “la palabra de Dios en su boca es la verdad” (1 Re 18, 36). Dios ha
hablado a su pueblo por medio de los profetas y por sus signos confirmaba sus palabras
como palabra suya.
La fe monoteísta del pueblo elegido se apoyaba en signos con los que Yahvé se
revelaba como único Dios verdadero, señor de la naturaleza y de la historia (Ex 15, 10-
13; 34, 10; Dt 3, 24; 4, 31-35; 6, 20-23; 7, 19; 11, 1-8; Jos 24, 17; Sal 78, 1-6; 106, 7-
12; 135, 9).
Asimismo, en los Evangelios sinópticos se apela a los milagros de Jesús como
credenciales de su misión divina. Los judíos piden a Cristo una señal que le acredite (Jn
2, 18; 6, 30). Y Jesús, en la curación del paralítico (Mc 2, 10), en la resurrección de
Lázaro (Jn 11, 41-42) y en los improperios contra las ciudades de Corozaím y Betsaida
(Mt 11, 21) apela explícitamente a sus milagros como garantía de su misión.
Es particularmente San Juan el que resalta este aspecto apologético del milagro.
Viendo sus signos, dice San Juan, muchos creyeron en él (Jn 2, 23). Nicodemo reconoce
que Cristo “viene de parte de Dios porque nadie puede hacer los milagros que él hace”
(Jn 3, 2). El ciego de nacimiento dice: “si este hombre no viniera de Dios no podría
hacer nada” (Jn 9, 33). Los judíos se preguntan: “¿acaso cuando venga el Mesías hará
tantos milagros como hace éste?” (Jn 7, 31). Según señala San Juan, la recepción
triunfal que se tributa a Jesús a su entrada en Jerusalén se debe a la resurrección de
Lázaro realizada poco antes (Jn, 12,18).
Los milagros de Cristo testifican que él es el enviado de Dios. Así lo dice san Pedro
después de Pentecostés: “Jesús de Nazaret, varón acreditado de parte de Dios entre
78

nosotros, con milagros, prodigios y señales que Dios obró por medio de Él en medio de
nosotros, según vosotros mismos sabéis” (Hch 2, 22).
Si Cristo ha realizado milagros y echado demonios es que Dios estaba con él (Hch
10, 38). Lo mismo sucede con los milagros realizados por los apóstoles: testifican la
autenticidad de su misión (Mc 6, 20; Hb 2, 4). El poder milagroso de los apóstoles viene
a ser un testimonio a favor de su misión. El señor “con su testimonio acreditaba la
palabra de su gracia, otorgando que por medio de ellos se obrasen señales y prodigios”
(Hch 14,3).
San Juan designa los milagros con los términos de érga y semeía. El término de
semeión (signo) significa, más bien, el valor de signo que tienen las acciones de Jesús
con el significado salvífico que tanto resalta san Juan en su evangelio. En cambio, el
término de ergón se refiere, más bien, a la idea de hecho milagroso y trascendente. Jesús
habla de obras hechas ante los judíos por la potencia del Padre celeste (Jn 10, 25) y
observa. “Si no hubiera hecho yo entre ellos obras cual ningún otro hizo, no tendrían
pecado” (Jn 15, 24). Aquí, por tanto, alude Jesús al carácter extraordinario y
excepcional de sus obras como prueba y testimonio de que es el enviado de Dios. Sus
obras son suficientes para probar su origen divino (Jn 5, 36). Jesús deja claro el valor
probatorio de sus obras: “si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las
hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el
Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn. 10, 37-38).
Así pues, en los evangelios las obras de Jesús aparecen como algo que prueba, por su
carácter trascendente, su origen divino.
79

Ahora no podemos entrar en el problema de la historicidad de los milagros de Cristo


80

que hemos realizado en otro lugar159.

IV. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO


De todos modos, es la Resurrección la que, según K. Rahner, confirma la
definitividad permanente y salvífica de la única vida singular de Cristo.
81

Pero, al hablar de resurrección, dice, hemos de eliminar la representación que se


82

suele hacer como revivificación de un cuerpo material y físico 160. La constatación del
sepulcro vacío como tal no atestigua el sentido de la resurrección. No se puede hablar de
apariciones como una experiencia sensible, pues el resucitado no pertenece al ámbito de
83

una experiencia sensible profana y normal161. La resurrección es otra cosa: es la


84

permanente validez real de la historia humana concreta por parte de Dios y ante Dios 162.
Es la validez de la persona misma como permanentemente válida que ni se prolonga en
el vacío ni perece, sino que, tras la muerte, queda plenamente validada por Dios. En el
caso de Cristo, la resurrección significa la ratificación del carácter victorioso de su
85

pretensión, la de ser el mediador absoluto de la salvación 163. Si la resurrección de Jesús


ha de ser la victoria de la gracia escatológica de Dios en el mundo, no se puede acceder
a ella sino por la fe; una fe que, en cuanto producida por Dios, se entiende a sí misma
como un liberarse de la finitud, del pecado y de la muerte, y que queda posibilitada por
lo acontecido en Jesús mismo. En una palabra, Cristo ha logrado, tras la muerte, la
ratificación por Dios de su vida, como permanentemente válida y como pretensión de
ser el Salvador absoluto, y a ese acontecimiento acceden los discípulos por la fe.
Para entender esto, es preciso caer en la cuenta de que el hombre vive la esperanza de
la resurrección como afirmación en lo definitivo; resurrección no de una parte de sí, el
cuerpo, sino de todo su ser. El hombre espera su resurrección como afirmación de su
existencia como permanentemente válida. Se trata de una esperanza trascendental de la
resurrección. Y busca en la historia si existe un resucitado que puede ser experimentado
como tal en la fe. El hombre, en efecto, sabe que va a morir, y busca tras la muerte, una
consumación; una existencia que, tras la muerte, no sea una perduración del anhelo que
caracteriza la vida humana en un tiempo nuevo que nunca acaba y que sería un curso
vacío, sino un entrar en lo definitivo. Por la muerte acontece la definitividad de la
86

existencia humana164. En realidad, en la misma vida temporal se dan exigencias que


aprehenden la eternidad como cuando uno se compromete de forma radical en una
decisión moralmente buena de vida o muerte. En el fondo, dicha exigencia saca su
fuerza de la autocomunicación sobrenatural y gratuita de Dios mismo. Y el hombre se
pregunta, entonces, si no se ha hecho concretamente aprehensible en el plano histórico-
salvífico esta experiencia trascendental gratuita de nuestra propia validez eterna. Es una
esperanza de la definitividad del hombre entero, que incluye la resurrección. Este es el
horizonte trascendental que nos permite comprender la resurrección de Cristo.
Pues bien, lo que nosotros escuchamos a los discípulos de Cristo es la experiencia
trascendental de la resurrección de Cristo. Los detalles que describen esa resurrección
son detalles plásticos de la experiencia de que Jesús vive. Pero no se trata de una
experiencia sensible, que pertenezca al ámbito de una experiencia sensible profana y
87

normal165. Los discípulos tienen conciencia de la experiencia personal como referida al


88

crucificado, no engendrada por sí mismos, pero que se alcanza solamente en la fe 166. Esa
experiencia vivida desde la fe de los discípulos fue, sin duda, la experiencia de Jesús
exaltado y convertido en Mesías. Experimentan que Jesús en su pretensión de salvador
89

absoluto, ha sido aceptado por Dios167, quedando confirmado como el profeta


90

escatológico. Es la pretensión de que hay en él una nueva cercanía de Dios y de que en


91

él está la última palabra de Dios168.


Como vemos, en la resurrección de Cristo no se trata de la resurrección de sólo una
parte del hombre, el cuerpo, de modo que el hallazgo del sepulcro vacío carece de
sentido. Tampoco hay un encuentro sensible con Cristo resucitado. Se trata de que
Cristo, después de la muerte, ha sido ratificado por Dios como el profeta escatológico y
92

el salvador absoluto. Y los discípulos tuvieron acceso a este hecho por una experiencia
93

realizada desde la fe169.

¿Resurrección objetiva?
El problema que se nos plantea con esta explicación de Rahner es que, con ella, no se
rompe el círculo cerrado de la fe, ya que la fe en la resurrección de Cristo se sustenta en
la misma fe. No hay un acceso sensible, racional, hecho desde una experiencia profana
y normal, a Cristo resucitado. Y así seguimos en el apriori trascendental de K. Rahner,
aunque quede potenciado por la fe. El cristianismo no sería así un acontecimiento
histórico humanamente alcanzable en la historia. Pero es que resulta imposible aceptar
que los discípulos que habían perdido la fe en Cristo, en cuanto que fue condenado
como maldito de Dios, se puedan levantar a sí mismos sin la base de un encuentro
sensible con él.
Lo dice así con gran sentido común el nuevo Catecismo:
“Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del
orden físico y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la
fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y la muerte en cruz de
su Maestro, anunciada por él de antemano (Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la
pasión fue tan grande que (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la
noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada
por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”:
Lc 24,17) y asustados (Cf Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que
regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24,11; cf Mc
16,11-13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de la Pascua, “les echó en
cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto
resucitado” (Mc 16,14).” (CEC 643).

V. LA RESURRECCIÓN EN LA ESCRITURA
Pensamos que lo primero que hay que afirmar de la resurrección de Cristo es que,
efectivamente, es trascendente, en el sentido de que su cuerpo glorificado no es ya como
el cuerpo resucitado de Lázaro, aún sometido al poder de la muerte. De esto no hay
duda alguna.
Ahora bien, esta resurrección trascendente de Cristo ha dejado huellas en la historia:
sepulcro vacío y apariciones, a partir de las cuales la Iglesia primitiva conoció la
resurrección de Cristo. No llegaron a ésta de una forma fideísta, sino bajo la
constatación histórica del sepulcro vacío y de las apariciones.

1) EL SEPULCRO VACÍO
El testimonio apostólico sobre el hallazgo del sepulcro vacío es unánime (Mc 16, 1-
8; Mt 28, 1-8; Lc 24, 1-12; Jn 20, 1-18). No podemos entrar aquí en la exégesis de los
94

relatos que ya hemos realizado en otro lugar 170. Queremos simplemente resaltar la
fuerza de la argumentación de Pedro y de Pablo en sus respectivos discursos de
Jerusalén y Antioquía de Pisidia. Ambos apelan al salmo 16: “no dejarás ver a tu siervo
la corrupción”.
Esta frase, dicha por David, no podía referirse, como ordinariamente se pensaba, a él
mismo, puesto que todos sabemos, dice Pedro, dónde está su sepulcro. Por lo tanto, lo
que ha ocurrido es que David, profeta como era, no se refería a sí mismo, sino al Mesías
descendiente suyo, que no ha conocido la corrupción. Efectivamente, Jesús no ha
conocido la corrupción del sepulcro.
Dice así Pedro de David: «Profeta, pues, como era y sabiendo que le había jurado
solemnemente que sentaría sobre su trono a uno de sus descendientes (Sal 88, 4-5; 131,
11) con visión profética habló de la resurrección del Ungido: que ni sería abandonado
en los infiernos ni su carne experimentaría corrupción» (Hch 2, 30-31). De forma
análoga se expresa san Pablo en Antioquía de Pisidia, afirmando que Cristo no conoció
la corrupción (Hch 13, 34-37).
Respecto al discurso de Pedro, es importante señalar, al igual que ocurre en el
sermón de Pablo, que no es el sepulcro vacío de Jesús el que es interpretado a la luz del
salmo 16, sino más bien al revés: es el salmo 16 el que resulta iluminado por la ausencia
del cadáver de Jesús. Es el hallazgo del sepulcro vacío lo que ha permitido captar el
sentido pleno de dicho salmo. Sin él habría quedado indescifrable.
La identidad del sepultado y del resucitado salta también a la vista en la confesión de
fe de 1 Co 15, 3-5:
“Porque os transmití lo que a mi vez recibí:
— que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras;
— que fue sepultado;
— que ha resucitado al tercer día según las Escrituras;
— que se apareció a Cefas y luego a los doce”.
Es claro que en este texto se afirma una identidad entre el sepultado y el resucitado.
Dice así Ramsey: «Muerto, enterrado, resucitado: si estas palabras no significan que lo
que fue enterrado, eso mismo resucitó, entonces esas palabras tienen un sentido muy
extraño. ¿De qué serviría mencionar el entierro? A falta de un argumento más poderoso
95

para mostrar que Pablo quería decir otra cosa y usaba las palabras de un modo
96

antinatural, esta frase debe referirse a la resurrección del cuerpo» 171.


Lo anota también Kremer: la mención de la sepultura en 1 Co 15, 4 inmediatamente antes
de la expresión “ha resucitado” indica el lazo entre la sepultura y la resurrección.
97

“Resurrección presupone aquí abiertamente el abandono de la tumba” 172. Si no se cita el


98

hallazgo del sepulcro vacío por las mujeres es porque éstas no son testigos oficiales 173. El
99

testimonio de las mujeres no tenía valor alguno, recuerda Kremer 174, de ahí que no aparezca
en este credo primitivo y oficial de la Iglesia.
Mussner, por su lado, anota que llama la atención que los cuatro miembros de la
parádosis (entrega de fe), que tienen a Cristo como sujeto, vayan precedidos de otros
100

tantos oti (que), cuando desde el punto de vista gramatical bastaba con uno 175. Con ello,
se quiere comunicar cuatro importantes noticias sobre Cristo. Asimismo, el reiterativo
kai que enlaza cada miembro, quiere expresar cuatro etapas del misterio salvífico de
101

Cristo. Con ello queda ratificado que una resurrección que viene detrás de una sepultura
102

dice estrecha relación con ésta y presupone, por tanto, el sepulcro vacío176 .
Hay que decir, por tanto, que el hallazgo del sepulcro vacío significa que resucitó con
su cuerpo sepultado. Por supuesto que el hallazgo del sepulcro vacío no bastaba
definitivamente para confirmar la fe de los discípulos. Como tal, es una huella negativa
que necesita de la huella positiva de las apariciones. Los apóstoles no creyeron por el
sepulcro vacío fundamentalmente sino por las apariciones, pero no creyeron sin el
sepulcro vacío. El hallazgo del sepulcro vacío era una condición indispensable para
ellos, de modo que, de haber hallado el cadáver de Jesús en el sepulcro, no habrían
creído. Lo dice así Léon Dufour: «si hubieran encontrado el cadáver en el sepulcro, no
habrían podido admitir la resurrección ni anunciarla a sus contemporáneos. Por tanto, la
hipótesis del esqueleto hallado en el sepulcro, además de estar desprovista de
103

fundamento histórico, contradice los datos del texto y entorpece su lectura» 177 . Lo
confiesa así Léon Dufour porque recuerda que, desde dos siglos antes de Cristo, los
judíos entienden la implicación del cadáver como elemento necesario de la resurrección.
104

2) LAS APARICIONES
105

No tenemos tiempo aquí de estudiar exegéticamente los relatos de las apariciones de


106

Jesús, pues ya la hemos realizado en otro lugar178. Sólo queremos ahora señalar el
carácter objetivo de las mismas, acudiendo a lo que dicen los textos y a la filología. El
verbo que frecuentemente se usa para decir que Jesús se apareció es orthé, aoristo
pasivo de oráo, cuya traducción es: “se dejó ver”. Es cierto que el verbo oráo por sí sólo
puede referirse tanto a un ver sensible como a una visión intelectual, pero hay que
recordar que por el contexto se trata aquí de un dejarse ver visible, ya que en 1 Co 15, 3-
5 se refiere hasta cuatro veces a Jesús en un contexto de continuidad corpórea: murió,
fue sepultado, resucitó. Pero es el caso que, junto al verbo mencionado, se usan otros
que no dejan lugar a dudas. Así por ejemplo Hch 10, 40 dice enfané genésthai que
literalmente podemos traducir por “manifestarse sensiblemente”. La raíz es faino que
significa mostrar, enseñar, hacer visible y este sentido objetivo de la manifestación
queda resaltado cuando a continuación en el v. 41, se dice: “nosotros que con él
comimos y bebimos después de haber resucitado de entre los muertos”. Lucas, por su
parte, cuando dice que Jesús desapareció a los ojos de los de Emaús, usa la forma
afantos égéneto que literalmente significa “se hizo invisible”.
Una raíz semejante a faino es la del verbo faneroo. Marcos utiliza el aoristo pasivo de
faneroo (Mc 16, 9) que significa también manifestar o hacer visible. Este verbo faneroo lo
usa también Juan en Jn 21, 1 y 21, 14. Este último texto dice así: “Ésta fue ya la tercera vez
que se manifestó (efanerothe) Jesús a los discípulos después de resucitar de entre los
muertos”.
Aparte de esto, tenemos otras expresiones que claramente nos hablan de visión
objetiva. Así por ejemplo en Hch 1, 3 encontramos: “A éstos mismos, después de su
pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía”. El verbo empleado es
107

paréstesen que en sentido transitivo significa presentar, poner ante los ojos179. Además
se emplean las formas “se puso en medio de ellos” (esté en méso autón [Lc 24, 36; Jn
20, 19-26]), salió al encuentro (hypéntesen, aoristo de hypantao: Mt 28, 9). Jn 21, 4
emplea por su parte el aoristo de hístemi al decir que “se puso” Jesús en la ribera.
Asimismo se dice de Magdalena que vio a Jesús con el verbo theorein que significa
“mirar o contemplar”.
Finalmente en el ambiente de los discípulos se conoce el tipo de visión subjetiva que
nada tiene que ver con el tipo de apariciones de Jesús que narran los evangelios. Así, por
ejemplo, en Mc 16, 49 se habla de “un fantasma” , en Lc 24, 37 de “un espíritu” . Es
decir, saben distinguir una visión objetiva de lo que es “un espíritu”. Hay un término
griego que expresa la visión interna tanto diurna como, sobre todo, nocturna que es el de
hórama. Cuando Pedro se ve libre de la cárcel dice que no sabía que era verdad
(alethés), sino que le parecía una visión (hórama), es decir, un sueño, pues tiene lugar
mientras dormía aquella noche (Hch 12, 9). A este respecto dice M. Guerra que alethés
en su significado de verdadero, en cuanto opuesto a aparente o vano, de real, tanto en
este texto como en el griego extrabíblico, recuerda sin duda el óntos (realmente) de la
noticia de los once a los de Emaús: “Realmente ha resucitado el Señor, pues (valor
108

explicativo del kai) ha sido visto por Simón”180. “Estos dos términos, dice Guerra, aluden a
algo objetivo, real, percibido por los sentidos, en ambos casos por los de Simón Pedro”.
Este mismo término de hórama designa la visión del varón macedónico que tuvo
Pedro por la noche (Hch 18, 9ss.). Una visión diurna de este tipo fue la tenida por san
Pedro, cuando, estando en oración, vio en éxtasis un hórama (Hch 11, 5.10.17.19).
109

Pues bien, a las apariciones de los evangelios nunca se les designa con el término de
110

hórama181. Por su parte afirma M. Guerra: «Ninguno de estos dos significados de


hórama = visión interior, no perceptible por los sentidos, nocturna o diurna, concierne,
según los relatos neotestamentarios, a las “apariciones” de Cristo resucitado o de su
“visión” por parte de los apóstoles. Tal vez por eso, aunque a veces significa algo
existente fuera del sujeto vidente, ni una sola vez son llamadas hórama las de Cristo
111

resucitado. Los discípulos no ven al Señor resucitado ni en sueños (hórama nocturno) ni


112

en estado de vigilia y lucidez, pero fuera de sí, en éxtasis (hórama diurno)»182.


Entre las visiones de Pablo encontramos también una cristofanía (Hch 22, 17-21);
pero la describe como un arrebato de éxtasis y no la coloca de ningún modo en la lista
de las apariciones de 1 Co 15, en la que, sin embargo, incluye la de Damasco. Pablo no
113

llama éxtasis a la aparición de Damasco 183. Es significativo también que en 2 Co 12, 1


se excusa de hablar de sus “visiones”, mientras que de la de Damasco habla sin excusa
alguna (1 Co 9, 1; 15, 8; Ga 1, 25ss.). Como dice Schlier, las visiones de Pablo no son
114

fundamentos del kerigma. Sólo la de Damasco lo fundamenta 184. Esta distinción tan
marcada en Pablo entre la visión de Damasco y las otras nos hace conscientes de que la de
115

Damasco no puede ser calificada de “visión psicológica”, dice Schlier185. Por la visión de
Damasco ha sido constituido Pablo apóstol y por ella se presenta como testigo de la
resurrección de Cristo (1 Co 15, 8), aunque la posponga a las apariciones concedidas a los
apóstoles.
Así pues, los apóstoles son testigos de un encuentro con Cristo. Los testigos se
encuentran en las apariciones con Cristo resucitado, y en este encuentro ven ellos la
realidad pascual que luego anuncian en el kerigma. El “mostrarse” del resucitado era
116

aquí lo decisivo. El “eón” presente y el futuro escatológico se hacen presentes en el


117

encuentro de los testigos con el Kyrios186.


Asimismo es preciso recordar que la voz griega mártyr tiene un significado muy
concreto y específico. Feuillet recuerda que la palabra testigo (mártyr), antes de tener el
118

sentido activo de garante, tiene el sentido pasivo de espectador o auditor 187. M. Guerra
afirma a este propósito: «Es sabido que el significado básico del término griego mártyr,
pl. mártyres, es un sentido pasivo de espectador o auditor de algo que se hace o dice
fuera de él. Lo interno, lo imaginario, sentido o presentido no es competencia del
mártyr ni objeto de martyría = “testimonio”. Antes del significado activo de garante o
fiador de un suceso en un proceso judicial o fuera del mismo está el sentido pasivo; para
dar testimonio de algo es preciso haber visto, oído antes, a no ser que se quiera dar
119

validez, crédito, a un testigo falso con malicia o sin ella, a quien testimonia algo
120

imaginado por él o por otros»188.


En este sentido vemos que los discípulos dicen ante el Sanedrín: “nosotros no
podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20). Los apóstoles dan testimonio
121

ciertamente con este sentido judicial: frente a la sentencia que condenó a Jesús a muerte,
122

ellos son testigos de que dicha sentencia ha sido rota por la resurrección189.

Conclusión
A la resurrección de Cristo, trascendente de suyo, llegan los apóstoles mediante la
constatación de las huellas históricas dejadas por Cristo: sepulcro vacío y apariciones.
No se trata de una fe fideísta, sino de una fe apoyada en una constatación. No es éste el
123

momento de probar la historicidad de estos relatos mediante un estudio histórico-


124

crítico190; por ahora nos basta con constatar que la resurrección de Cristo implica la
asunción de su cadáver sepultado. Ahora no es el momento de entrar en el problema de
125

la historicidad de esos testimonios que hemos explicado en otro lugar191.

VI. A PROPÓSITO DE LA TRINIDAD


No queremos terminar este capítulo sobre Cristo en K. Rahner sin hacer referencia a
su concepción de la Trinidad. Hay dos puntos que quisiéramos exponer aquí, el de la
Trinidad económica y el concepto trinitario de persona.
K. Rahner, que tanto interés manifestó por recuperar la Trinidad económica
exigiendo, con toda lógica, que se partiera de ella en el Tratado de la Trinidad, llegó a
afirmar la absoluta coincidencia de la Trinidad inmanente y la económica y viceversa.
126

Éste es, dice, el axioma fundamental de la teología trinitaria: “La Trinidad económica es
127

la Trinidad inmanente y viceversa”192.


128

Estamos de acuerdo, sin duda, en la primera parte; pero lo imposible de aceptar


129

radica, como bien anota B. Forte, en el “viceversa”193. Que sea la Trinidad inmanente la
que se revela en la historia es algo claro y evidente, pues no es otra Trinidad la que se
puede revelar. Ahora bien, la Trinidad inmanente no coincide con la económica, porque
esta última es una manifestación libre y gratuita de Dios trino que podía no haberse
dado. La Trinidad inmanente podría existir sin haberse manifestado en la historia. Dios
no se hace trino en la medida en que se comunica a los hombres. “La Trinidad
130

inmanente, confiesa Ladaria194, se comunica libre y graciosamente en la economía de la


salvación. La encarnación del Verbo es el supremo acto gratuito de Dios”.
La Trinidad inmanente no se realiza ni se disuelve en la economía. No se puede,
pues, identificar Trinidad inmanente con económica, pues con ello introduciríamos una
necesidad en Dios mismo de cara a nuestra salvación. La salvación y la revelación son
absolutamente gratuitas.
131

También K. Rahner ha tenido dificultades en aceptar el concepto de persona195. Tiene


miedo de que se hable de tres centros de conciencia o de actividad espiritual, cayendo
con ello en una especie de triteísmo. Y por ello propone hablar de tres modos distintos
de subsistencia. Dice así K. Rahner: “la autocomunicación única del Dios único tiene
lugar en tres modos distintos, en los que se da en sí mismo el Dios único e
idéntico...Dios es el Dios concreto en cada una de estas formas de darse, que
132

naturalmente tienen unas relaciones mutuas entre sí, sin fusionarse


133

modalísticamente”196. Ladaria contesta por su lado que “con las fórmulas de tres modos
de subsistir no se expresa la dimensión del misterio que es la unidad de la
134

intersubjetividad, más bien corre el riesgo de negarla” 197. Si hay que negar que en Dios
haya tres substancias, no se sigue que haya que negar en él la existencia de tres agentes.
135

Como dice Kasper, “a un modo distinto de subsistencia no se le puede invocar, adorar ni


136

glorificar”198.
Nosotros de ninguna manera sostenemos que la persona sea un modo de ser.
Entraremos en el tema de la Trinidad más a fondo cuando hablemos de Von Balthasar.
La persona es un sujeto que radica o subsiste en una naturaleza racional a la que
gestiona. En la Trinidad hay tres sujetos, tres agentes que comparten una única
naturaleza a la vez que la gestionan relacionándose a través de ella. No negamos, pues,
las relaciones en la Trinidad, sino que defendemos que se trata de tres sujetos que se
relacionan a través de la única naturaleza que comparten.
137

VII. EL PROBLEMA DEL SOBRENATURAL: LOS CRISTIANOS ANÓNIMOS


138

En conexión con el misterio de Cristo que ahora estudiamos en K. Rahner, tenemos


139

que estudiar su concepción del sobrenatural199; algo que dio lugar a su teoría de los
cristianos anónimos, tan debatida, aunque muy pocos la conocen con precisión leyendo
los textos del teólogo alemán.
Rahner se basa en la voluntad salvífica y universal de Dios, en virtud de la cual Dios
se da a todo hombre en su propia intimidad personal. Es la gracia que da a todo hombre
en virtud de la Encarnación de Cristo.
140

Ahora bien, en virtud de esta autodonación de Dios al hombre, se crea en él un


141

existencial sobrenatural que puede ser entendido como revelación 200. Veamos, pues, en
qué consiste este existencial sobrenatural que no es sólo el don de la gracia, sino la
elevación gratuita del dinamismo trascendental natural de la persona humana en cuanto
que el hombre se hace capaz de orientarse directamente a la visión. El existencial
sobrenatural no es sólo la gracia (ni la apertura natural trascendental del hombre o
potencia obediencial hacia la gracia) , sino la misma capacidad de orientarse a ella. Dios
142

da al hombre, con su autocomunicación, la capacidad de orientarse trascendentalmente a


143

él, la tendencia trascendental y gratuita hacia el Dios que se autocomunica201.


K. Rahner intervino en el problema del sobrenatural, tomando históricamente
posición contra un anónimo (firmado por la letra D) que apareció en la revista
144

Orientierung202, el cual defendió más o menos la postura de De Lubac, negando la


posibilidad de la naturaleza pura. Es decir, negaba que el nombre pudiera haber sido
creado como puro hombre sin ser llamado a la amistad con Dios. Rahner sostiene que el
hombre tiene una ordenación incondicionada a la gracia. Pero si se admite una
145

ordenación incondicionada a la gracia, no se puede mantener la gratuidad de la


146

misma203.
Entonces concibe Rahner que el mismo orden sobrenatural crea en el hombre una
ordenación, también gratuita, a la gracia y que, como tal ordenación, pertenece a la
esfera consciente y libre. Este es el existencial sobrenatural. “Así admitimos en el
hombre un existencial sobrenatural que consiste en la permanente orientación hacia la
visión beatífica. Es verdad que la visión beatífica es para el hombre realmente
sobrenatural y que, por consiguiente, no puede ser objeto de un apetito innato. Sin
embargo, en el hombre histórico, incorporado a la actual economía soteriológica puede
147

admitirse una cualidad que afecte a su substancia (el existencial sobrenatural) por el
148

cual tiende verdaderamente hacia su fin sobrenatural”204.


La tendencia a la visión no es, pues, fruto de la potencia odediencial, es fruto creado
por el mismo orden sobrenatural existente. Por ello, el hombre, siempre y en todas
149

partes, es, en su estructura interna, distinto de lo que sería si no poseyese ese fin 205. Esa
150

potencia donada es lo “más auténtico suyo, el centro y la razón radical de lo que él


151

es”206.
152

“Esta capacidad para Dios del amor personal, que se entrega a sí mismo es el
153

existencial central y permanente del hombre en su realidad concreta”207.


Así se salvaría la sobrenaturalidad de la visión beatífica: porque la misma tendencia
y ordenación a ella es indebida y gratuita, mantiene Rahner.
Esta nueva orientación trascendental y gratuita al Dios de la visión no supone que el
hombre pueda tener de ella un conocimiento reflejo y temático, sino que Dios mismo
entra atemáticamente como un nuevo objeto formal en el horizonte de su conciencia. Y
así toda la vida espiritual del hombre está elevada por la gracia.
Esta vida sobrenatural vivida anónimamente por todo hombre se hace temática por la
explicitación de la predicación evangélica: “Por eso, en la llamada que el mensaje de la
fe de la Iglesia visible hace al hombre no llega a un hombre que por ella (y, por lo tanto,
por su conocimiento conceptual) entra en contacto espiritual, por primera vez con la
realidad predicada. Es, más bien, una llamada que convierte en objetivación refleja (y
naturalmente imprescindible para una toma de contacto plenamente desarrollada) lo que
ya estaba ahí en forma de realidad implícita, en tanto elemento de su existencial
espiritual. La predicación despierta explícitamente lo que ya estaba en la profundidad de
la esencia humana, no por naturaleza, sino por gracia. Pero como una gracia que rodea
154

al hombre (también al pecador o incrédulo) siempre como ámbito ineludible de su


155

existencia”208.
156

Entramos así en la teoría de los cristianos anónimos de Rahner 209. Si tenemos en


cuenta, de un lado, la necesidad de la fe y, de otro, la voluntad salvífica universal de
Dios, debemos pensar que debe existir una gama en la pertenencia a la Iglesia, desde un
cristianismo pleno y explícito a otro real pero implícito. El pagano es alguien que se
mueve ya hacia la salvación de Dios, es un cristiano anónimo. El acontecimiento de
Cristo es algo que le afecta. Lógicamente, precedentemente a la toma de posición por
parte del hombre: “La autocomunicación de Dios ofrecida a todos y cumplida de modo
supremo en Cristo significa, más bien, la meta de la creación, que precedentemente a su
libre toma de posición determina la naturaleza del hombre (ya que la palabra y la
voluntad divina operan lo que anuncian) otorgándole un carácter que podríamos llamar
157

existencial sobrenatural”210.
Por lo tanto, el mensaje que llega de fuera es la explicitación de lo que ya somos
desde siempre por gracia y que, al menos atemáticamente, experimentamos en la
infinitud de nuestra trascendencia, dice Rahner. Un pagano acepta la revelación cuando
se acepta a sí mismo por entero, ya que ella habla en él. Cuando alguien, en la callada
honradez de cada día, se acepta a sí mismo, ha aceptado de forma implícita la revelación
cristiana, continúa Rahner. Y no es necesario aceptar a Dios explícitamente para ello.
Independientemente de lo que declare aquel que dice en su corazón: “No hay Dios”,
158

sino que da testimonio de él por medio de su radical aceptación de la existencia, es un


159

creyente211.
Pues bien, la objeción que más se ha formulado contra la doctrina del existencial
sobrenatural es que viene a ser un intermedio inútil absolutamente formal entre la
potencia obediencial y la gracia. Se entiende la intención de Rahner de salvar la
gratuidad del orden sobrenatural, pero no se entiende así el recurso a un hipotético nivel
intermedio que anula por completo la función de la potencia obediencial. Dice así el
propio De Lubac: “A decir verdad, en la medida en que este existencial se concibe como
una especie de "medium" o de "una realidad de unión", se podría objetar que es un
supuesto más bien inútil, porque el problema de la relación entre la naturaleza y el
160

sobrenatural no queda así resuelto sino más bien desplazado” 212. En términos parecidos
se expresaba Schillebeeckx, cuando afirmaba que así no se soluciona el problema, sino
que se desplaza. “Semejante "medium " es inútil y está de suyo desprovisto de sentido,
ya que esta solución no hace más que desplazar la dificultad: hace que reemplace al
problema de la relación entre la naturaleza y la sobrenaturaleza el problema de la
161

relación entre la naturaleza y ese "medium" que no es natural pero que tampoco es la
162

gracia santificante”213. Lo mismo viene también a decir De la Pienda214.


En realidad, si la potencia obediencial no es meramente pasiva e indiferente a la
gracia, sino una apertura a la misma, no hace falta que se apele a otra realidad que
haga tal funci6n. Basta con que, después, se salve bien la gratuidad del orden
sobrenatural manteniendo su absoluto carácter indebido. Por otro lado, al colocar el
existencial sobrenatural como dialogante de la gracia, la potencia obediencial queda
desplazada y así tiene lugar un diálogo de la gracia con la gracia (existencial
sobrenatural), pero no un diálogo de la gracia con el hombre.
Nos preguntamos si el existencial sobrenatural no viene a ser un sucedáneo del
carácter bautismal en cuanto realidad ontológica que no coincide con la gracia, sino que
le capacita al hombre a ella y le da cierto derecho a la misma. Hacer, por otro lado, de la
predicación y los sacramentos de la Iglesia el complemento categorial de una salvación
ya dada en el interior del pagano, parece reducir la función de la Iglesia a mera
explicitación de lo ya dado, perdiendo su carácter de mediación causal de la gracia.
Creemos que la Iglesia y los sacramentos quedan así desdibujados.
Más todavía, ¿dónde queda, en esta teoría, la doctrina de que todo hombre nace en
pecado original? Si se dice que todo hombre, en virtud de la encarnación, nace con una
configuración ontológica con Cristo, ¿dónde queda, entonces, la doctrina católica del
pecado original? Son todas esas teorías, las que han terminado arrinconando el pecado
original, y por ello la necesidad de redención que todo hombre tiene. Olvida Rahner la
situación precaria en la que vive todo pagano en su lucha con las consecuencias del
pecado original.
A juicio de De Lubac, la teoría de los cristianos anónimos no hace justicia a la
novedad del cristianismo ni a su peculiaridad como el único camino de salvación. Nadie
163

niega, comenta De Lubac215, que la gracia de Cristo pueda obrar fuera de la Iglesia, pero
no se puede aceptar la existencia de un cristianismo anónimo, extendido por todo el
mundo, de modo que la única función de la predicación fuera la de explicitarlo, como si
la revelación de Jesucristo no fuera otra cosa que la puesta al día de lo que ya se
164

encontraría desde siempre216. Una cosa es el existencial crístico en el que fue creado el
primer hombre y que es simplemente la gracia, y otra esa especie de carácter o cualidad
ontológica, previa a la gracia, que Rahner se inventa.
La primera objeción sería, pues, que convierte el encuentro con Cristo en la Iglesia
en una mera explicitación de lo dado por la gracia, cuando precisamente es su fuente.
No hay más gracia en el mundo que la que nace en el misterio pascual de Cristo
presente en la Iglesia. Decía el cardenal Journet que “toda la gracia santificante del
mundo depende de la gracia de la Iglesia y la gracia de la Iglesia depende de la
165

Eucaristía”217. Aunque ésta puede llegar a los paganos, es mucho más abundante allí
donde se encuentra su fuente. Olvidar esto es deshistorizar de nuevo el cristianismo. Y
finalmente, hay otro punto débil en el pensamiento de K. Rahner que ya señalamos al
hablar de Cristo en el marco de la evolución. Sin duda alguna, K. Rahner quiere salvar
la gratuidad de Cristo pero al ponerlo como meta y fin de la realidad mundana en cuanto
momento interno y necesario del agradecimiento de Dios al mundo, no es posible ya
distinguir entre lo natural y lo sobrenatural. Todo es gracia, y, si todo es gracia, nada es
gracia.
Cristiano es solamente aquél que incorporado a Cristo por el bautismo, lo confiesa
como Hijo de Dios. Se puede vivir en la gracia y no ser cristiano, pues no hay
cristianismo sin incorporación al Cristo histórico, presente en la Iglesia. No podemos
decir que tiene fe cristiana el que, con la ayuda de su gracia, cree en Dios simplemente;
no es formalmente una fe cristiana, mientras no confiese a Cristo como único hombre en
el que podemos ser salvos. El elemento confesional de la fe no es un elemento
secundario sino esencial de la misma. Por ello no se puede identificar la acción interior
de la gracia con la fe.

CAPÍTULO V

Antropología y moral

Con un hombre de talante filosófico como K. Rahner, el tema de la antropología


presenta una particular importancia, más todavía si su filosofía es fundamentalmente
antropología. Su teoría del conocimiento: apertura trascendental del hombre al ser en
general, ligada a la percepción sensorial, ésa es su ontología. Pues bien, eso mismo es su
antropología. El hombre vive su trascendentalidad inseparablemente de su historicidad.
“La trascendencia misma tiene una historia y la historia es siempre el suceso de esta
166

trascendencia”218. El hombre, en su trascendentalidad, es referencia a Dios, hasta el


punto de ser el evento de la autocomunicación absoluta de Dios, y esto es algo que
167

ocurre desde el principio219, de modo que por ello el hombre es la esencia de la historia
individual y colectiva. La historia del hombre es, desde el principio, historia de
salvación.
Pues bien, es ese mismo Dios el que, actuando desde el principio en la evolución del
cosmos, ha potenciado la materia, para que desde ella y en ella surgiera el espíritu del
hombre.
168

I. EVOLUCIÓN Y ESPÍRITU HUMANO


169

Ya en su obra El problema de la humanización220, exponía K. Rahner su teoría de la


evolución humana.
La postura de Rahner para explicar el nacimiento de la persona humana en la
evolución se encuentra en la acción trascendente de Dios. Mientras el mundo, desde el
punto de vista inmanente, se expresa por medio de causas intramundanas, Dios actúa en
él no como otra causa al mismo nivel, sino como fundamento trascendental de la
evolución, actuando y potenciando así la creación, desde dentro, para autotrascenderse.
De este modo, la criatura puede rebasar su propio límite y generar algo distinto y
superior como es el hombre. Dios potencia y dinamiza así la creación para que se
autotrascienda. De esta forma, Dios crea al hombre entero y no sólo el alma desde los
pre-homínidos, que ven así cómo su causalidad propia queda superada desde dentro por
la acción creadora de Dios. Ellos se sitúan en el nivel de la causalidad categorial,
mientras que Dios lo hace desde la causalidad trascendental. Así el hombre se eleva por
encima de la causalidad biológica de la reproducción, de modo que, cuando surge la
persona, surge algo nuevo, singular e irrepetible. No es preciso, por tanto, recurrir a la
causalidad inmediata de Dios para crear el alma, como dice Humani Generis, lo cual
supondría caer en un dualismo hoy en día inaceptable. Rahner explica de esa forma la
hominización (aparición del primer hombre) y la generación de todo hombre por parte
de sus padres.
Estas mismas ideas aparecen también expuestas en su obra Curso fundamental de la
fe, en la que viene a decir que no hemos de entender la materia y el espíritu humanos
como dos elementos yuxtapuestos, sino que el hombre es una unidad primordial que
170

precede a la distinción de sus elementos221. El hombre es espíritu en cuanto que está


referido al ser en general y a su fundamento uno, llamado Dios. Por ello el hombre se
siente introducido en el misterio absoluto. Pero ese encuentro del hombre consigo
mismo en el espíritu se desarrolla inseparablemente en conexión con la materia y lo
particular, de modo que el hombre es, en sí mismo, alteridad extendida temporalmente.
“Hemos intentado comprender espíritu y materia, sin separarlos como elementos
interreferidos recíprocamente, indisociables del hombre uno, pero de tal manera que un
elemento tampoco puede reducirse al otro. Este insuprimible pluralismo de los
constitutivos del hombre uno puede expresarse también de manera que se afirme una
diferencia esencial entre espíritu y materia. Pero tal diferencia esencial no puede
entenderse como una diferencia de esencia entre dos entes, que sólo se encontraran entre
sí más tarde, para constituir su ser y esencia. Reviste una importancia absoluta afirmar
una diferencia esencial entre espíritu y materia, pues sólo así permanece abierta la
mirada para todas las dimensiones del hombre uno y para toda su extensión imprevisible
e infinita, y porque sólo así se da la apertura radical para aquel punto último de
identidad que llamamos Dios. Esta diferencia esencial no puede tergiversarse como
oposición esencial o disparidad absoluta e indiferencia recíproca de ambas dimensiones.
Desde la referencia interna de ambas dimensiones, si se toma en consideración la
171

extensión temporal de la relación entre ambas, puede decirse sin reparos que la materia
172

desde su esencia interna se desarrolla hacia el espíritu”222.


La materia se desarrolla hacia el espíritu. Pues bien, esto es lo que ha tenido lugar en
la evolución: la materia no ha recibido al espíritu de manera pasiva como operado por
173

Dios solo223, sino que desde sí misma ha llegado a la autocomunicación real en el


174

espíritu, de modo que lo finito internamente y de forma activa ha sido capacitado para
175

su trascendencia real224.
Antes de responder a este problema, entremos, aunque sea brevemente, en la
antropología de la Biblia y en la Tradición.

II. LA ANTROPOLOGÍA EN LA BIBLIA Y EN LA TRADICIÓN


Es un tópico, hoy en día, entre muchos teólogos la afirmación de que en la Biblia no
se puede encontrar una antropología dual que hable del cuerpo y del alma como dos
176

elementos distintos, sino de una antropología unitaria en la que sólo se puedan


177

distinguir momentos diversos225.


178

1) ANTROPOLOGÍA BÍBLICA

a) Antiguo Testamento
179

No podemos entrar aquí en una exposición completa de la antropología bíblica que


180

ya hemos realizado en otro lugar226. Pero, frente al tópico existente hoy en día de que en
la Biblia no hay diferenciación dual de cuerpo y alma, haremos alguna breve
matización.
Es verdad que el término de basar significa el hombre entero en su dimensión de
debilidad y que el término de nefesh se refiere al hombre entero en cuanto viviente. Pero
en Israel hay una evolución antropológica que se debe a su fe en el más allá. No es un
pueblo filosófico, pero su fe le va ofreciendo conceptos indispensables de antropología.
En los salmos místicos (46, 16, 73) se habla del nefesh en el más allá.
181

Claramente acepta Ruiz de la Peña que los salmos místicos se refieren a la


182

retribución en el más allá 227, pero rechaza categóricamente que nefesh implique aquí el
183

concepto de alma inmortal228. Lo que, según él, se pretende transmitir en estos salmos es
la convicción de que Dios es más poderoso que la muerte y que retribuye al justo en el
más allá. El salmista pretende que su relación con Dios ha de trascender la condición de
la muerte. Por eso, para Ruiz de la Peña, en el Antiguo Testamento no podemos hablar
de una pervivencia de un elemento espiritual en contraposición a la resurrección
corporal de que se habla, por ejemplo, en Ez 37, 1-14; Is 26, 19; Dan 12. Pervivencia y
resurrección son conceptos intercambiables, según él.
Sin embargo, la aparición del nefesh en el más allá (que Ruiz de la Peña acepta como
sujeto de retribución) sólo se puede explicar por un cambio y una evolución en el
sentido de alma espiritual. Un judío no podía aplicar el término de nefesh al más allá,
sino dándole el sentido de alma espiritual. ¿Por qué? Porque el nefesh, en la muerte,
desaparece todo entero: el hombre vuelve al polvo, y el aliento de vida torna a Dios, de
donde salió (Sal 104, 29; Job 34, 13-15). El judío no puede, pues, hablar de un nefesh,
sujeto de retribución en el más allá, sin cambiarle el sentido hacia un alma o un yo que
perdura.
Israel no tiene ciertamente una antropología filosófica, pero se ve obligado, por su
creencia en el más allá, a hablar de un yo o alma espiritual que perdura. El término
terreno de nefesh no le permite hablar del más allá, a no ser que cambie su sentido,
porque, con la muerte, del nefesh no queda nada. Y es que no se puede creer en el más
allá sin creer en un elemento que, a diferencia del cuerpo que va al sepulcro, perdure y
subsista tras la muerte. El nefesh perdura en el más allá y no por resurrección, pues
nunca se dice de él que resucita.
No es de extrañar, por tanto, que en 2 Mac 6, 30 se hable ya de cuerpo y de alma en
un sentido dual. "El Señor que posee la ciencia santa, sabe bien que, pudiendo librarme
de la muerte, soporto flagelado en mi cuerpo recios dolores, pero en mi alma los sufro
con gusto por temor a él". He ahí que se habla de cuerpo y de alma como dos elementos
distintos que forman el ser humano.
No es de extrañar, por tanto, que el libro de la Sabiduría hable ya claramente de la
dualidad de cuerpo y alma. De influjo helenístico, es testigo de la inmortalidad del alma.
Quiere ser un libro de consuelo para los judíos piadosos, y sobre todo, para los
perseguidos a causa de la fe. El consuelo consiste en que el piadoso, enseguida después
de la muerte, no queda destruido, pues entra en posesión de la inmortalidad. El sujeto de
esta inmortalidad es la psiché: "Pues las almas de los justos están en manos de Dios y no
les tocará tormento alguno" (Sab 3, 1). Poco antes se ha hablado del juicio de las almas
puras (Sab 2, 22). La suerte de los impíos es caer en el sheol y permanecer en él (Sab 4,
19).
Pero es más, en este texto de Sab 9, 15, aparece una concepción del hombre no solo
dual, sino de claro sabor dualista: "pues un cuerpo corruptible agobia al alma y esta
tienda de tierra abruma al espíritu lleno de preocupaciones".
El caso es que en la literatura apócrifa del A. Testamento se habla de cuerpo-alma en
el sentido dual. El autor de 4 Mac distingue entre alma y cuerpo (1, 21-28). El alma es
el principio de las pasiones nobles y el cuerpo de las que no lo son; el alma ordena los
miembros del cuerpo y los mueve (14, 6); el cuerpo sufre, es golpeado (6, 7) y destruido
por el fuego (14, 10). Y comenta Diez Macho: "En la distinción de alma y cuerpo se
deja ver el influjo de la filosofía platónica y estoica; aunque también en el propio
judaísmo, sin el recurso a la filosofía griega, se distinguieran esos dos principios del ser
humano con diversos términos antitéticos, no siempre tan precisos como el binomio
184

alma-cuerpo de la filosofía griega”229. Dice también Diez Macho a propósito de la


inmortalidad del alma en dicho libro: “4 Mac evita toda terminología resurreccionista,
simplemente proclama que, tras el martirio, el hombre no muere, sino que continúa
viviendo en inmortalidad junto a Dios; la noción de resurrección del cuerpo es sustituida
por la de inmortalidad. En Dn y 2 Mac la resurrección es colectiva y escatológica; en 4
Mac la inmortalidad es individual y ocurre inmediatamente después de la muerte, de
185

forma que la existencia del individuo que ha muerto se superpone a la existencia de este
186

mundo que continúa”230.


187

A estas mismas conclusiones llega Diez Macho estudiando la apocalíptica judía


188

apócrifa del A. Testamento231. Todo ello es de gran importancia, porque éste es el mundo
cultural en el que se situará Cristo.

b) Los sinópticos
La terminología de los sinópticos al hablar del hombre y, en concreto, para referirse
al hombre en su vida terrena, usa frecuentemente el término de psiché, con el que
traduce (como la Biblia de los LXX) el término de nefesh, cuando el contexto
claramente se refiere a la vida. A modo de ejemplo, recordemos: "el que quiera salvar su
vida (psiché) la perderá; y el que la pierda por mí la ganará" (Lc 17, 33), que vemos
también en Mc 8, 35 y Mt 16, 25. Lo mismo podríamos encontrar en Mc 8, 36. La
Biblia de Jerusalén, en todos estos casos, traduce psiché por vida, teniendo en cuenta el
término de nefesh, que subyace al mismo y que el contexto sugiere como vida.
Sin embargo, la misma Biblia de Jerusalén traduce Mt 10, 28 por alma: "Y no temáis
a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma; temed, más bien, a aquél que
puede llevar a la perdición alma y cuerpo a la gehenna”. La traducción hecha aquí por
alma está justificada por cuanto que se habla de dos elementos distintos: el cuerpo que
puede ser matado y el alma que es inmortal. Dautzenberg ha demostrado que aquí el
189

término de psiché hay que tomarlo por alma y no como vida232. El cuerpo puede ser
matado, pero el alma, no; lo cual corresponde a la dualidad de cuerpo y alma. Decir por
ello que aquí alma significa la persona entera es inaceptable, toda vez que va unida al
término de cuerpo como términos que se distinguen y contraponen. Aceptar esta
significación de psiché en este texto sería, indudablemente, aceptar una evolución en la
antropología bíblica que ya percibimos en el A. Testamento. No olvidemos, por otro
lado, que soma, en algunos casos, aparece con la significación de cadáver (Mc 15, 43s,
Lc 17, 37; Jn 19, 32; 20, 12) que habría que interpretar, por tanto, como un elemento del
ser humano y no como el hombre entero.

c) San Pablo
La antropología de S. Pablo no es de ninguna manera sistemática, de modo que,
según los casos, tiene implicaciones de tipo teológico (carne-espíritu) o implicaciones
filosóficas. Y S. Pablo no especifica nunca en qué sentido los entiende, de modo que
hay que analizar caso por caso en el contexto propio.

Carne y espíritu
Lo que es evidente en S. Pablo es que hay una polarización entre el término carne
(sarx) y espíritu (pneuma) en un sentido claramente teológico. Cuando S. Pablo utiliza
así la dialéctica de carne y espíritu, no se refiere a dos componentes del hombre que
tuvieran consistencia independientemente de la gracia; no se refiere, diríamos hoy, a dos
componentes filosóficos del hombre. Hace referencia a la vida existencial del hombre:
la carne débil y sometida al pecado y la vida de gracia que confiere el Espíritu. Así, el
término sarx viene a significar la debilidad propia que encerraba el término de basar,
con el matiz, incluso, de debilidad ante el pecado. En Rom 6, 19; 1, 3; 9,3; 1 Cor 10, 18.
Gal 4, 23.29 usa la fórmula "según la carne" para dar cuenta de su sentido peyorativo.
Significa, en último término, la debilidad moral del hombre sometido a la fuerza del
pecado: Rom 7, 18 (nada bueno habita en mi carne). Son muchos los textos que se
pueden aducir en este sentido y que S. Agustín interpretará más tarde equivocadamente
como referidos a cuerpo y alma. La carne, sin embargo, es el hombre en cuanto
sometido a la debilidad del pecado; y el espíritu, por el contrario, es lo que procede de
Dios, lo que da al hombre la fuerza para vivir en Cristo y vencer el pecado.

Los componentes del hombre


Pero la terminología de S. Pablo no queda reducida a esas dimensiones, porque, al
hablar del hombre, se ve también obligado a hablar según sus componentes humanos. Y
habla del alma como algo distinto del cuerpo, en el sentido que nosotros tenemos de
dichos términos. En 1 Tes 5, 23, leemos: "Que él, el Dios de la paz, os santifique
plenamente, y que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve sin mancha
hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo".
En esta trilogía, el espíritu (pneuma) es el elemento sobrenatural, mientras que
cuerpo y alma se refieren, como principios diferentes, al hombre receptor de ese
pneuma. S. Pablo desglosa así el ser humano en los elementos que lo componen y así la
psiché aparece como distinta del cuerpo (soma). No se puede contestar a esta visión
triconómica de Pablo diciendo que se trata de un modo hebreo de designar a la persona
en su totalidad. Por supuesto que se refiere al hombre entero, pero especificando sus
componentes.
190

Hay casos, por otro lado, en los que el término pneuma aparece como sinónimo de
psiché, en cuanto contrapuesto al cuerpo no como elemento sobrenatural, sino en una
dimensión puramente humana. Por ejemplo, Col. 2, 5: "Pues si bien estoy
corporalmente ausente, en espíritu me hallo con vosotros". Aquí se contrapone el
cuerpo, que permite una presencia física, al espíritu, que sólo permite una presencia
intencional. Se trata de dos elementos contrapuestos. Lo encontramos también en 1 Cor
5, 3.
Hay, por otro lado, expresiones en S. Pablo que se refieren a la unidad dual de cuerpo
y alma, en un sentido casi dualista, al hablar del cuerpo como vestidura o tienda de la
que se desea salir (2 Cor 5, 1-10; 2 Cor 12, 2-4; Flp. 1, 23) y que encontramos también
en 2 Pe 2, 18. Tomemos 2 Cor 5, 1-10:
“Porque sabemos que, si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona,
tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que
está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos
de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos. ¡Sí!
Los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos ser
desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida.
Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu.
Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el
cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión... Estamos,
pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor. Por
eso, bien en nuestro cuerpo, bien fuera de él, nos afanamos por agradarle. Porque es
necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo,
para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el
mal”.
Recordemos también el pasaje de la resurrección del joven Eutico en Troade por
parte de Pablo (Hech. 20, 7ss.). Cuando lo resucita, dice Pablo: “no os inquieteis pues
su alma está en él”, lo cual no puede ser traducido por vida, pues de ésta no diría: su
vida (e shiché autou) está en él.

2) UN DATO DE LA TRADICIÓN
No pudiendo extendernos ahora en el estudio de la antropología en la Tradición, nos
limitamos a recoger un dato de la misma que nos puede ser de capital importancia.
Santo Tomás, una vez que ha demostrado que el alma es espiritual, no puede admitir
que se transmita por generación, pues por generación se transmite aquello que es
divisible en partes. Por ello, dice que es haereticum afirmar que el alma se transmite con
191

el semen y no le queda otra alternativa que admitir que el alma es directamente creada
192

por Dios233.
La encíclica Humani Generis de 1950 defiende, como todos sabemos, que se puede
aceptar que el cuerpo provenga por evolución, pero el alma es directamente creada por
Dios (D 3896). No son pocos los que piensan que esta afirmación de la encíclica de Pío
XII aparece por primera vez en el magisterio de la Iglesia. Pero no es así.
193

El creacionismo del alma es algo que ya se afirma en Lactancio. Lo defendían


194

también Clemente de Alejandría234 y San Jerónimo. También lo mantuvo S. Agustín


antes de inclinarse por el traducianismo con el fin de explicar la transmisión del pecado
original. La verdad es que vaciló no poco a la hora de decantarse por él.
195

A partir de Hugo de S. Víctor se hace claro el creacionismo 235. Se hace también


patente en la alta Escolástica con Alejandro de Hales y con S. Buenaventura. Pero es,
sobre todo, Sto. Tomás de Aquino el que da de él una razón filosófica: no se puede
transmitir por generación, porque el alma, siendo espiritual, no es divisible como la
materia. Por ello, es herético afirmar que el alma se transmite con el semen y no queda
otra alternativa que el alma es directamente creada por Dios: “Siendo el alma una
naturaleza espiritual, no puede ser causada por generación, sino sólo por creación de
Dios. Decir, por lo tanto, que un alma intelectual es causada por generación no es otra
cosa que decir que no es subsistente y que, por lo tanto, se corrompe con el cuerpo. Por
196

ello, es herético decir que el alma intelectual se propague con el semen”236.


El creacionismo ha sido una constante del magisterio. Ya en el año 498, el Papa
Anastasio II condena el traducianismo o generacionismo en un escrito sobre la doctrina
del pecado original, dirigido a los obispos galos (D 360); el Papa León IX atacaba en
1053 la doctrina de la emanación del alma respecto de Dios, en un escrito dirigido al
patriarca Pedro de Antioquía (D 685); Benedicto XII reprobaba en 1341 el
traducianismo de un cierto Mechitriz escribiendo a los armenios (D 1007). El año 1661,
y con ocasión de su breve sobre la concepción inmaculada de María, Alejandro VII-
siguiendo la línea de sus predecesores- proponía el creacionismo como la única doctrina
católica (D 2015) y León XIII tomaba posiciones en 1887 contra la doctrina
traducianista de A. Rosmini (D 3220-3222).
197

También el Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI enseña que Dios es creador en
198

cada hombre del alma espiritual237. Lo mismo hace el documento Donum Vitae de la
Congregación de la fe sobre bioética, al afirmar que “el alma espiritual de cada hombre
199

es inmediatamente creada por Dios”238. Lo enseña también el Nuevo Catecismo (CEC


200

356) y la encíclica de Juan Pablo II Evangelium Vitae (EV 43)239. Se puede decir, por
tanto, que es una doctrina constante del Magisterio, sin olvidar que la inmortalidad del
alma ha sido definida por el Lateranense V.

III. DISTINCIÓN EN LA UNIDAD


El problema antropológico consiste, en consecuencia, en mantener la distinción que
la fe obliga entre el cuerpo y alma, sin caer en el dualismo. Por un lado, hay en el
hombre una serie de operaciones espirituales que trascienden la materia y que exigen en
el hombre un principio espiritual (alma) que las produzca. Existen también, en el
hombre, operaciones puramente materiales. Pero esa distinción se ha de hacer en la
unidad, no en el dualismo. Hablemos primero de la distinción.

1) EL ALMA HUMANA
El hombre no queda, ciertamente, limitado al ADN de su genoma, pues es consciente
de realizar acciones que trascienden lo corporal y que exigen en él la existencia de un
principio espiritual. Esto es el alma. Estas son sus acciones trascendentes.

Conocimiento intelectual
El hombre tiene un conocimiento por el que percibe las manifestaciones sensibles de
las cosas, pero, al mismo tiempo, trasciende dicho conocimiento, en cuanto que percibe
con su inteligencia la realidad en cuanto tal y dice: ahí hay una realidad. Este tipo de
conocimiento va más allá de lo sensible y lo trasciende. Cuando el hombre afirma que
percibe una realidad, lo hace con una intuición intelectual que prescinde en este
momento de toda nota sensible que configure dicha realidad. Es un conocimiento
abstracto (abstrae de la materia) o espiritual. Es la base de todo conocimiento intelectual
y es a partir de la captación de lo real en cuanto real como el hombre forma los demás
conceptos abstractos. Conceptos como ser, bondad, verdad, belleza, persona y vida no
tienen nada de material.
Pero al mismo tiempo que el hombre es capaz de captar la realidad externa a él en
cuanto realidad, asimismo es capaz de captarse también como realidad, de recogerse
sobre sí mismo (reditio in se ipsum), es capaz de ensimismamiento; algo que la materia
o incluso el animal no puede hacer: decir “yo”.
Ahora bien, si el hombre puede decir “yo”, es porque puede decir “yo soy una
realidad”, porque se capta a sí mismo como realidad distinta de la que le circunda. El
ensimismamiento de la persona humana no sería posible sin la captación de lo real en
cuanto real, si no fuera capaz de captar conceptualmente lo real.
Debe haber, por tanto, en el hombre un principio que sea capaz de formar tales
conceptos. Son conceptos que no tienen nada de extensión, de mensurable. En ellos no
se puede distinguir una parte derecha de otra izquierda, prescinden de cualquier medida
y están más allá del tiempo y del espacio. La bondad como virtud no es de ayer ni de
hoy ni de aquí ni de allá.
Otra cosa ocurre, sin embargo , con la imagen , que es una representación sensible de
las cosas materiales y posee, al menos, alguno de los atributos de la materia. La imagen
que tengo hoy de la flor que vi ayer, la veo con los ojos de mi fantasía, con el color
propio de su materia. A esta flor la distingo de otra flor. La representación de esta flor,
en la imagen que tengo de ella, es extensa (en ella puedo distinguir una parte derecha de
otra izquierda) y la localizo en el tiempo y en el espacio. La representación de una
201

imagen la tiene también un animal, el cual puede incluso experimentar asociaciones de


imágenes y de sensaciones. De ahí el adiestramiento que hacemos con ellos.
Pero los animales no llegan al aprendizaje como tal, pues es un hecho espiritual que
se realiza mediante la abstracción. Por ello ocurre que todo lo que el hombre aprende,
no lo transmite a sus hijos en la generación, no va encerrado materialmente en sus
genes. En cambio, todo lo que al animal conoce por instinto, se comunica en la
generación material. No así lo que haya aprendido por adiestramiento, es verdad; pero la
prueba de que lo aprendido por adiestramiento se basa sólo en asociación de imágenes y
sensaciones es que no lo podrá transmitir consciente y voluntariamente a sus
descendientes. Ha sido “un aprendizaje” pasivo, un adiestramiento (por asociación de
imágenes y sensaciones), no un aprendizaje por el camino de la inteligencia de la que
carece.

Lenguaje simbólico
Una consecuencia clara de este conocimiento intelectual es el lenguaje simbólico, es
decir, el utilizar el símbolo de una palabra para designar con ella a una realidad
concreta: yo llamo “lápiz” a lo que tengo en la mano ahora. En este lenguaje, la palabra
es símbolo de la cosa significada. La palabra es material, pero su significado es
espiritual: un animal no captará nunca el significado de una palabra como “verdad”.
El lenguaje simbólico nace del hecho de que el hombre conoce las cosas en su
realidad y busca un símbolo (nombre) que las represente. Si el hombre no tuviera la
experiencia de las realidades en cuanto tales, no buscaría esa palabra denominativa y
sólo poseería un lenguaje que, como en el caso de los animales, sería un lenguaje
emotivo, resultado instintivo de la emoción o de la angustia, del hambre o del frío. Los
animales no han desarrollado un lenguaje simbólico, no han puesto nombre a todas y
cada una de las cosas, porque no las conocen como tales. Los animales no tienen
diccionarios.

Libertad
El hecho de la libertad es algo espiritual en el hombre. En efecto, libertad significa
autodeterminación, ausencia por tanto de determinación tanto interna como externa. Es
este un concepto muy querido de la cultura actual, aunque no lo es tanto aceptar que el
sentido de la libertad es hacer la verdad. Una libertad dirigida por el egoísmo termina
siempre en esclavitud. No es la libertad la que libera, sino la verdad buscada libremente.
Si yo me autodetermino, eso quiere decir que no estoy determinado materialmente
por los genes que he recibido de mis padres. Los genes me pueden condicionar, sin
duda; me dan una mayor o menor capacidad craneal, pero no me pueden determinar en
el sentido de que soy yo el que determina hacer esto o aquello. Hay en mí, por lo tanto,
algo radicalmente irrepetible y singular, algo que no proviene de mis padres y donde
radica el santuario sagrado de toda persona humana. Tengo la experiencia de que en mí
hay un yo irrepetible, inédito, con una libertad por estrenar. Mientras los animales son
copias de sus padres, nosotros no lo somos. Hay en nosotros algo inédito y no sujeto a la
determinación de los genes.
Pero tampoco me determina el influjo que recibo de fuera. Estoy determinado en lo
que se refiere al conocimiento sensible, pero el hombre no sólo tiene una relación
mecánica con lo sensible, no sólo experimenta el influjo de lo sensible y lo material por
los sentidos, sino que tiene un conocimiento intelectual de las cosas, en virtud del cual
202

se distingue de ellas, se suelta y distancia de ellas, de modo que las convierte en objetos
(obiectum, Gegenstand) y puede elegirlos para sus fines. El animal no se distancia de las
cosas materiales en cuanto cosas y no puede en consecuencia elegirlas. Sus
movimientos son siempre los mismos. Su historia no es historia, sino vida vegetativa,
vida animal.
A veces se ha tratado de negar la libertad, diciendo que en realidad el hombre hace lo
que en cada circunstancia le parece mejor por el motivo que fuere, de modo que estaría
determinado por ello. Nadie elige lo malo ni lo menos conveniente.
A ello podríamos responder diciendo que uno puede considerar algo como lo mejor
desde el punto de vista racional y humano y, sin embargo, elegir algo que va en su
contra, porque le resulta más placentero, como fumar. Esta elección es una verdadera
elección, pues se ha elegido no tener en cuenta la consideración moral (lo que humana y
racionalmente se considera mejor). Además, se podría haber elegido lo contrario: la
pérdida del placer, lo cual demuestra que no se está determinado por él. El hombre no
está, pues, determinado ni por lo que considera el bien moral ni por el placer. Esto es
justamente la libertad.

Progreso
El progreso es otra de las manifestaciones espirituales del hombre. El animal no ha
progresado en absoluto a lo largo de la historia. Las abejas siguen fabricando la miel
como en tiempos de Virgilio. ¿Por qué progresa el hombre?
Sencillamente, el hombre es capaz de abstraer de los modos particulares de las cosas
y llegar, mediante un proceso abstractivo, a la naturaleza de las mismas, conociendo por
inducción el principio general o la ley que las rige. La inducción no es un silogismo,
sino una intuición intelectual, que capta en lo sensible una esencia o unas relaciones
necesarias. Y está claro que, cuando se conoce la ley interna de las cosas, el progreso
surge inmediatamente.

Arte
Imaginemos que entramos en una caverna y dudamos de si en ella vivió el hombre
prehistórico. En un primer momento, no descubrimos más que piedras removidas en el
suelo y lechos de hojas secas. De ello sólo, no podemos deducir la existencia del
hombre en la caverna. Pero , en un momento dado, descubrimos pintadas en la pared
imágenes de bisontes. Inmediatamente concluimos la presencia histórica del hombre en
esa cueva. ¿Por qué llegamos a esa conclusión? Sencillamente, porque no se puede
pintar un bisonte si no se tiene el concepto de bisonte. El arte es un fenómeno espiritual.
Digamos que el animal no hace nada más allá de lo que sea útil para su vida. Jamás
llegará a la contemplación, al disfrute desinteresado de la belleza, a la contemplación de
algo que no se traduzca en una utilidad inmediata.

Ética
La ética supone en el hombre la existencia de la conciencia, es decir, el
convencimiento de que se debe actuar de acuerdo con el bien moral. Ahora bien, esto
significa captar el bien en cuanto bien, y ello es un acto espiritual.
Más todavía, la conciencia supone que capto la verdad. Si cometo un crimen por el
que castigan a otra persona inocente, siento el remordimiento de mi conciencia porque
203

la condenación de ese inocente va en contra de la verdad real de los hechos como yo los
conozco. La conciencia es un instrumento de la verdad.

Religión
Los animales carecen de religión, es un hecho incuestionable. Y ello es así porque el
fenómeno de la religión es un hecho radicalmente espiritual. Supone en el hombre una
tendencia al infinito que sólo surge tras la constatación de que las cosas de este mundo
no le satisfacen plenamente. En efecto, el hombre hace proyectos en los que cifra su
felicidad y, una vez que los logra, tiene que volver de nuevo a proyectar nuevas
ilusiones. Así es la vida humana: una insatisfacción que nos conduce constantemente a
la búsqueda de más sin que en este mundo podamos encontrar el todo que nos llene
plenamente. Esta tendencia al infinito es un hecho espiritual que no se encontrará en los
animales, dado que ellos quedan saturados por la satisfacción de sus necesidades
materiales.
Pero la religión no se funda sólo en la tendencia al infinito, pues también el hombre
puede llegar a un conocimiento de Dios como creador de todo. Este conocimiento
indudablemente es espiritual, pues Dios no es una magnitud empíricamente verificable.
No es ajena a la religión la conciencia que el hombre tiene de que la muerte
contradice sus sentimientos y su deseo de vivir. Es el único animal que sabe que va a
morir sin haberlo constatado aún empíricamente de sí mismo. Lo sabe por inducción de
una ley universal. Surge también en el hombre un deseo de inmortalidad que no
podremos nunca ver aparecer en el animal.
Estas operaciones que hemos descrito aquí no se dan en el animal, porque
trascienden lo material; de ahí que exijan en el hombre un principio espiritual que las
cause, el alma. Siendo, por otro lado, el alma un ser espiritual y simple (que carece de
partes extensas en el espacio) no se puede descomponer por la muerte y es, por ello
mismo, inmortal.

2) MÁS ALLÁ DEL HILEMORFISMO


La realidad del alma es algo de lo que no se puede prescindir: el hombre tiene las
actividades espirituales que no poseen los animales y que exigen en él un principio
espiritual. Pero queda aún el problema de la unidad del cuerpo y del alma.
Intentamos ahora buscar una integración del problema que tenga cuenta tanto de los
datos de la fe cuanto de la necesidad de buscar una concepción del hombre que ayude
más a comprender las exigencias de un sano y equilibrado personalismo. Nos
inspiramos, por tanto, en el concepto cristológico de persona.
Antes que nada, es preciso recordar que, cuando la Iglesia mantiene la dualidad del
cuerpo y del alma, no pretende caer en una concepción dualista del hombre. Dualidad
no es lo mismo que dualismo (desprecio del cuerpo como irrelevante para la salvación).
Y la dualidad se impone si no queremos atribuir a un mismo principio propiedades
materiales y espirituales, lo que será fuente de continuas contradicciones.
El problema radica en integrar la necesaria dualidad del cuerpo y del alma en una
unidad personal del hombre. En este sentido, no podemos olvidar un dato de suma
importancia y que se refiere a la deficiencia misma que tiene el hilemorfismo: el
hilemorfismo es una concepción de la naturaleza del hombre (cuerpo y alma), pero
carece del necesario concepto de persona que le permita explicar adecuadamente la
unidad personal del hombre. Hablar de cuerpo y de alma es todavía hablar de
204

naturaleza, no de persona. La persona humana no es la suma de cuerpo y alma, eso es


naturaleza. Precisamente, en Cristo el alma es naturaleza, instrumento del Yo del Verbo.
Hay también otro inconveniente en el hilemorfismo y que ha sido señalado por
Ratzinger y es que el cadáver, una vez que no está informado por el alma, no es ya
humano. Sin embargo, según el cristianismo, el cadáver que queda en el sepulcro es el
205

que ha de ser asumido en la resurrección. Por ello postula Ratzinger una nueva
206

síntesis240.
Pues bien, la persona humana, a la luz del misterio de Cristo, la podríamos entender
no como la suma de cuerpo y alma, que eso en naturaleza, sino como el yo que,
radicando ontológicamente en el cuerpo y en el alma (en los que tiene su propia esencia
y subsistencia), los gestiona como instrumentos de sus operaciones. Ni el alma es el
cuerpo ni el cuerpo el alma, sino que ambos están unidos en un único yo, en un único
sujeto que los gestiona.
Al hablar de la persona en el misterio de Cristo, la definíamos como sujeto de
naturaleza racional. Pues este mismo concepto de persona lo podemos utilizar en
antropología. No olvidemos que el concepto de persona nace con el cristianismo. La
filosofía griega es una filosofía de la naturaleza, no de la persona.
De ese yo personal tenemos experiencia directa (cuando decimos: “yo”) y su esencia
es la naturaleza (cuerpo y alma) en las que radica y a las que gestiona como
instrumentos de sus operaciones.
Cuando hablamos de nuestro yo, estamos hablando de algo conocido, pues todos lo
experimentamos cuando simplemente decimos: “yo”. La persona posee un
conocimiento directo de sí misma que se expresa en la palabra “yo”. Es una experiencia
interna y directa. Es una expresión inefable, pues, al tiempo que tenemos conciencia de
que ese yo actúa a través de nuestra naturaleza, todo adjetivo que queramos atribuir a
ese yo es un adjetivo que propiamente compete a su naturaleza. Yo soy humano porque
tengo una naturaleza humana; mi yo es creado porque tiene un ser o una naturaleza
creada. Una cosa es la experiencia inmediata e interna de nuestro yo, y otra la
delimitación o definición reflexiva del mismo, porque en ese caso acudimos ya a
adjetivos que son propios de la naturaleza humana en la que radica. La persona (de la
que tenemos una experiencia interna e inefable) se define siempre por los adjetivos que
competen a su naturaleza (yo creado, yo humano).
La persona es de suyo inefable y neutra ontológicamente (sólo tenemos una
experiencia interna de ella), en el sentido de que toda determinación ontológica de la
misma es propia de su naturaleza. Por algo el concepto de persona ha sido casi siempre
una definición de su naturaleza, y, como aproximación directa, sólo tenemos la
experiencia interna cuando decimos: “yo”.
No se puede pensar nunca en una persona desnaturalizada. Una persona sin
naturaleza sencillamente es una persona que no existe.
¿Por qué no pensar, entonces, que nuestra persona, de la que tenemos una
experiencia interna e inmediata (expresada por la palabra “yo”), radica ontológicamente
en la subsistencia de su naturaleza y hace de sujeto gestor del cuerpo y del alma?
207

Yo Yo

Alma Cuerpo Alma

Persona Persona

Esta naturaleza, evidentemente, es cuerpo y alma, de modo que podríamos de nuevo


hacer una mariposa en la que se viera que mi yo es cuerpo y mi yo es alma, pero ni mi
cuerpo es alma ni mi alma es cuerpo. Sencillamente se trataría de unión hipostática de
cuerpo y alma. Unión personal en el yo de la dualidad de cuerpo y alma (su naturaleza)
a los que gestionaría como sujeto. En realidad es algo que se impone con lógica, pues de
esa forma no tenemos que atribuir al alma acciones espirituales y corporales, ni se
ponen en el hombre dos sujetos. De modo análogo al caso de Cristo, lo espiritual y lo
material se refieren a un mismo sujeto que obra con un doble principio.
¿Qué ocurriría en la muerte? En la muerte ocurre que mi yo pierde su ser corporal,
pero no deja de ser persona que subsiste en su ser espiritual, en el ser de su alma. Es
decir, no es que en la muerte quede sólo la mitad del hombre (el alma) sin la otra mitad
(el cuerpo); queda la persona, el yo que subsiste en su ser espiritual. Queda el yo
personal de naturaleza espiritual, si bien anhelando lo que perdió por la violencia de la
muerte, con un cierto apetito espiritual de administrar el cuerpo, como decía San
208

Agustín241. Cabe por ello la escatología intermedia, pues la persona perdura en la


muerte. Aunque carezca de cuerpo, perdura la persona capaz de conocer y de amar y
capaz de una relación plena con Dios. La persona sigue siendo un sujeto de naturaleza
racional.
Por otro lado, el cadáver que va al sepulcro tiene una propia subsistencia, un ser
propio como criatura de Dios, y por ello la materia no puede ser nunca despreciada por
el cristianismo. Justamente ese cuerpo enterrado, criatura de Dios, es el que resucita. Si
Cristo no recompusiera la creación con su misterio pascual, no sería el Creador.
Pues bien, si el cristianismo dio con la originalidad de un concepto de persona para
solventar el misterio de la Trinidad y de Cristo, ¿por qué no usar ese concepto de
persona al hablar del hombre y continuar con el puro hilemorfismo que viene de una
filosofía griega que no incorporó el concepto de persona? ¿No dice GS 22 que el
misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del Verbo encarnado?

IV. ESPÍRITU Y EVOLUCIÓN


Estamos ahora en condiciones de responder el intento de K. Rahner de explicar la
aparición del espíritu humano partiendo de la materia, que se autotrasciende bajo el
influjo interno de Dios, y en contra de la sentencia continua del Magisterio, que habla
de creación inmediata del alma por parte de Dios.
1) El magisterio no ha hablado nunca de creación mediata del alma, sino de creación
inmediata.
2) Es metafísicamente imposible que de algo material (que posee partes extensas en
el espacio) surja algo espiritual o simple como es el alma, pues ambos tienen cualidades
diferentes. Habría que hablar más bien de una discontinuidad, ya que aparece algo
nuevo y trascendente, como es el alma, que es simple, y que carece de partes extensas.
Pero es que esta tesis se opone incluso al magisterio del Vaticano II cuando afirma que
el alma es irreductible a la materia (GS 18).
Dios no puede hacer que la materia sea lo contrario de lo que es: algo material
(extensión en partes, etc.) no puede producir algo que, como el alma simple, es
justamente lo contrario. Algo no puede ser al mismo tiempo lo contrario de lo que es.
Lo decía bien santo Tomás cuando advertía que el alma no se puede generar a partir
de los padres, porque no se puede dividir y la explicaba sólo como creación directa de
209

Dios. Pero por ello ni Dios mismo puede sacar el alma de la materia, porque sería negar
210

a ésta y sustituirla por el alma242.


Es precisamente esta simplicidad y esa espiritualidad que posee el alma lo que
garantiza su inmortalidad. No puede descomponerse lo que carece de partes. La muerte
puede afectar y afecta al elemento material del hombre, pero no al alma, la cual no
puede desintegrarse en partes de las que carece. De esta naturaleza inmortal nace el
deseo del más allá que posee el hombre; deseo que es signo claro de la paradoja que
vive: mientras que experimenta que su cuerpo envejece, se descompone y muere, hay en
él un principio espiritual e inmortal que pregona su sed de inmortalidad como una
prerrogativa que emana de su propia esencia. La inmortalidad es una propiedad esencial
del alma humana.
Llegados aquí, se impone la conclusión de que la aparición del hombre supone un
salto cualitativo en la evolución. Se es hombre o no se es, pero, si aparece el hombre,
aparece algo decisivamente nuevo: aparece la inteligencia y la libertad. Tenemos
siempre la tentación de pensar que el primer hombre fuera medio primate. Pero no es
así. Si es hombre, tiene inteligencia. Y no podemos confundir inteligencia con técnica.
Puede tener poca técnica científica, pero ser enormemente inteligente. O ¿no se precisa
ser inteligente para cazar elefantes con hachas de piedra, para pintar, para enterrar a los
muertos, para invernar en cavernas cálidas como la de Altamira, para dejar huellas de
escritura o símbolos religiosos o para hacer fuego?
3) En la creación del alma no puede colaborar el hombre. En lo que es propiamente
creación no es posible ningún tipo de colaboración humana. Si el hombre llega a poseer
un alma creada, solamente lo puede hacer recibiéndola de manos de Dios creador. La
única colaboración posible es la recepción.
4) No se puede aceptar tampoco que, para salvar la continuidad del proceso
evolutivo, se afirme que la materia, en un determinado momento de la evolución, exige
la creación del alma.

V. EL PROBLEMA MORAL: LA OPCIÓN FUNDAMENTAL


Es conocido de sobra el problema moral que se ha suscitado después del Concilio y,
particularmente, a partir de la Humanae Vitae, que rechazaba la anticoncepción como
algo intrínsecamente malo. A toda esta problemática respondió la Veritatis Splendor. Se
inventaron sistemas como el de la opción fundamental y el proporcionalismo con el fin
211

de obviar la existencia de lo intrínsecamente malo 243. Pero, en realidad, muy pocos


212

conocen que fue K. Rahner244 el que, entre otros, hicieron posible el nacimiento del
concepto de opción fundamental. Veámoslo.

1) LA INFLUENCIA DE K. RAHNER
Personalmente, me encuentro totalmente de acuerdo con D. Composta cuando señala
como decisivo en el nacimiento de la nueva moral el influjo de K. Rahner.
Conocemos ya su epistemología especial que influye decisivamente en su teología
tanto dogmática como moral. Es la epistemología del P. Maréchal (participada también
por Lotz, Coreth, Siewerth, Alfaro, Caffarena y otros).
Recordemos que para Rahner el conocimiento se explica por una doble dimensión
del hombre como sujeto perceptor: de un lado, el hombre recibe por el influjo de los
sentidos el impacto fenomenológico de las cosas. De ellas no conocemos el en sí, sino
sus fenómenos que impactan en nuestros sentidos. Pero ocurre que, al mismo tiempo, el
sujeto perceptor tiene una tendencia apriórica y atemática (trascendental) al ser en
general (lo que Rahner llama Vorgriff o precomprensión), de modo que de la síntesis de
las dos dimensiones (tendencia apriórica al ser e impacto sensorial de las cosas) nacen
los conceptos.
El apriori aquí ya no es el puramente kantiano con las doce categorías sino una
tendencia atemática (que no tiene contenidos propios) al ser en general. Es irrefleja. De
las cosas no conocemos su en sí, pero fecundamos sus fenómenos con la dicha
tendencia apriórica y de ahí surgen los conceptos.
Como se ve, en el sistema de Rahner no conocemos el en sí de las cosas, y en el
fondo es el sujeto el que da significación y consistencia óntica a los fenómenos, por lo
que con él no salimos del clásico idealismo alemán.
Esta epistemología es la que incide claramente en Fuchs (que se confiesa
representante de Rahner en el campo de la moral) con su división de normas
trascendentales y categoriales. También influye en Demmer. Es claro que por esta línea
se termina en la opción fundamental, por la que el sujeto tiende a Dios y a los valores
morales con un compromiso trascendental, mientras que lo que viene del mundo
categorial no tiene significación moral en sí, es decir, son los mandamientos cambiantes.
Pero la influencia de Rahner no se ha limitado a ser una influencia de tipo general y
epistemológico, sino que ha abordado explícitamente el problema de una moral
213

existencial formal en un famoso artículo de sus Escritos teológicos citado


214

frecuentemente a la hora de explicar el nacimiento de la nueva moral245.


En este artículo, K. Rahner se decanta en contra de la moral de situación, la cual
defendía, después de la Segunda Guerra Mundial, que hay situaciones concretas de la
persona humana que no pueden reflejar las normas generales, por lo que ha de ser la
misma situación la que marque la pauta a seguir. Califica, en efecto, a la ética de
situación de nominalismo moral:
“Que tal ética de situación sea inadmisible para un católico no necesita prolijas
demostraciones. Aunque no negamos que la práctica de muchos católicos corre hoy
peligro de inclinarse sin el menor reparo ante tal ética de situación. En sus
consecuencias semejante ética de situación va a dar en un burdo nominalismo. En el
fondo niega la posibilidad de un conocimiento universal con importancia objetiva y que
en verdad afecte a la realidad concreta; convierte a la persona humana en un individuo
singular, absolutamente único bajo todos los aspectos, lo cual está en oposición con su
215

carácter de criatura y de material y, lo que es más importante, se pone en conflicto con


216

la revelación divina en la Escritura y en el Magisterio eclesiástico»246.


Sin embargo, K. Rahner dice que no basta una fácil refutación de la ética de la
situación como hizo en 1950 la Humani generis, pues la cuestión sigue siendo ésta:
¿cómo podemos establecer la esencia eterna, igual y constante del hombre? ¿Cómo
conozco en el hombre lo que es verdaderamente esencial? ¿Y cuáles serían las normas
morales sacadas de ahí?
217

Por ello busca en una ética existencial (que no quiere confundir con la ética de
218

situación) el núcleo de verdad que dice hay en la ética de situación247.


Tradicionalmente, dice, se ha hecho el juicio moral partiendo de una premisa general
consistente en una norma moral general. Se constataba después que un caso concreto
caía bajo la tal norma, y se deducía que era malo o bueno. Pero ¿es justificado siempre
hacer esto así? Rahner no quiere negar el valor de las normas generales y dice que, en la
mayoría de los casos, vale como principio el silogismo deductivo, pero advierte que no
todo queda explicado por el dicho procedimiento.
Ocurre muchas veces, dice Rahner, que las normas morales dan posibilidades varias,
de modo que no sólo un acto puede ser presentado como imperado por las mismas, sino
que caben distintas posibilidades de actos. Por ejemplo, la norma de amar al prójimo me
permite en un caso hacer una limosna, o en otro, dar a una persona un rato de
conversación, etc.
Es decir, que las normas morales dejan un margen a la libre elección. Se ve por lo
tanto que el caso particular no es una deducción de una norma general, observa Rahner.
Pero ocurre, además, que la situación concreta no se capta fácilmente en un
silogismo. Y a veces sucede que el imperativo que se pretende deducir de una premisa
mayor general no coincide con el momento singular al que se pretende aplicar. El
momento singular de mi situación particular tiene algo de irrepetible, de inefable:
219

«El acto moral concreto es algo más que un simple caso, que la realización actual
aquí y ahora de una idea general. Es una realidad que tiene una característica positiva y
220

objetiva, fundamental y absolutamente única”248.


El hombre no es en sus actos espirituales la pura manifestación de lo general, la mera
limitación de una esencia general:
«En otras palabras: su individualidad espiritual no puede ser, por lo menos en sus
actos, simplemente la limitación de una esencia de suyo general mediante la función
negativa de la materia prima en cuanto principio substancial y puramente potencial de la
221

espacialidad y temporalidad y de la pura repetición de lo mismo en diversos momentos


222

del espacio y del tiempo»249.


Ciertamente, dice Rahner, el hombre en cuanto tal está inmerso en la materia y es un
caso y cumplimiento de lo general; pero, en cuanto a su ser espiritual, goza de una
irrepetibilidad que no se puede traducir en una idea o norma general. Es un individuum
ineffabile al que Dios llama por su propio nombre y que sólo existe y puede existir una
sola vez. Y ocurre que lo irrepetible no puede ser objeto de un conocimiento objetivo.
No olvidemos, por otro lado, continúa Rahner, que la voluntad creadora de Dios se
dirige y relaciona con el individuo no sólo mediante la aplicación de una norma general,
sino que se dirige a lo concreto creado en su irrepetibilidad. «A Dios le interesa la
223

historia no sólo en cuanto que es un continuo ejercicio real de formas, sino en cuanto es
224

una historia única, sin igual y con significado de eternidad”250.


Pues bien, si existe ese individuo irrepetible, existe algo obligatorio esencialmente
ético que no se puede reducir por su propia naturaleza a proposiciones generales de
contenido general. Debe existir por ello una ética existencial formal que trate
fundamentalmente de lo ético existencial. El problema es sin duda la incognoscibilidad
de lo individual irrepetible. Por ello, apunta K. Rahner, habría que adentrarse en el
conocimiento de lo personal, tratando de la opción fundamental, de la decisión
225

fundamental total en la que disponemos de nosotros mismos y en la cual la persona, al


226

empezar a reflexionar sobre sí misma, se encuentra ya consigo misma251.

2) RESPUESTA AL NUEVO SISTEMA MORAL


Pues bien, quisiéramos aportar algunas reflexiones personales sobre el tema. Es
cierto que la opción fundamental es un elemento con el que hay que contar: cuando una
persona, mediante un proceso de maduración psicológica y de reflexión se orienta hacia
Dios, el servicio de los demás y el cumplimiento de la ley, hace que la comisión de un
acto pecaminoso sea cada vez más difícil. También es claro que las actitudes determinan
nuestro comportamiento moral de forma positiva o negativa. Qué duda cabe de que, si
uno tiene una actitud positiva ante la vida, no aceptará la comisión de un aborto. Por
ello el cultivo de la opción fundamental y de las actitudes correctas es algo positivo y
urgente en la vida moral. Una buena educación moral tiene que conducir a ello.
Ahora bien, esto no nos puede hacer olvidar que existe lo intrínsecamente malo, es
decir, aquello que en sí mismo es un contravalor porque lesiona la dignidad humana:
siempre será intrínsecamente malo matar, robar, torturar, raptar, mentir, etc. Por eso, si
tenemos algo que sea intrínsecamente malo y, al mismo tiempo, grave, toda persona que
lo hiciera, consciente y libremente, contradiría con ello su opción fundamental buena.
Imaginemos que una persona determinada tiene una buena actitud frente a la vida, pero
que, consciente y libremente, aborta. Esto es un acto intrínsecamente malo y grave, que
contradice claramente su supuesta actitud buena. No es necesario que dicho acto tenga
una especial intensidad subjetiva; basta con que se realice consciente y libremente: la
gravedad y el desorden provienen y se fundan en el acto en sí por razón de su objeto que
es intrínsecamente malo.
En cuanto a decir, respecto de la gravedad, que todo depende de consideraciones
histórico-culturales, nos llevaría a concluir que no existe la ley natural o el derecho
natural. Ahora bien, si la naturaleza humana tiene unas exigencias permanentes y graves en
todos los hombres, debemos admitir la posibilidad de un código de derecho natural. En el
fondo, el decálogo no es otra cosa que la ratificación de las exigencias fundamentales de la
ley natural. Finalmente, no es necesario un análisis científico para determinar la gravedad o
no de un objeto. En la mayoría de los casos basta el sentido común: por sentido común yo sé
227

que robar a una familia modesta un euro es leve, mientras que el robarle el salario de un mes
228

es grave252.
No se requiere, por otro lado, que para la mortalidad se incluya un posicionamiento
formal en contra de Dios. A Dios se le puede ofender por un enfrentamiento formal
contra él o por la conculcación de uno de sus mandamientos en materia grave, pues los
mandamientos no son ajenos a Dios, sino que se fundan en el respeto de la dignidad de
la persona humana, creada por él.
De ahí que haya afirmado la Congregación para la doctrina de la fe: «Sin duda que la
opción fundamental es la que decide en último término la condición moral de una
persona. Pero una opción fundamental puede ser cambiada totalmente por actos
particulares, sobre todo cuando éstos hayan sido preparados, como sucede
frecuentemente, con actos anteriores más superficiales. En todo caso, no es verdad que
actos singulares no sean suficientes para constituir un pecado mortal.
Según la doctrina de la Iglesia, el pecado mortal que se opone a Dios no consiste en la
sola resistencia formal y directa al precepto de la caridad; se da también en aquella oposición
229

al amor auténtico que está incluida en toda transgresión deliberada, en materia grave, a
230

cualquiera de las leyes morales”253.


Y Juan Pablo II ha enseñado sobre el tema: «Llamamos pecado mortal al acto
mediante el cual el hombre con libertad y conocimiento rechaza a Dios, su ley, la
alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volver a sí mismo, a una realidad
creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina. Esto puede ocurrir de modo directo
o formal o de un modo equivalente como todos los actos de desobediencia en materia
231

grave»254 . El Papa no acepta la triple división de los pecados en leves, graves y


232

mortales. Todo pecado voluntario y consciente en materia grave es mortal, es decir,


233

priva al hombre de la vida de la gracia255.


La Veritatis splendor, por su lado, ha dedicado todo el número 67 a la crítica de la
opción fundamental como sustitutoria de la moralidad de los actos. Dice así:
“Por tanto dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la
opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula
profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental,
el hombre es capaz de orientar su vida y –con la ayuda de la gracia- tender a su fin
siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones
particulares de los actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma
deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que
la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención
genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se
actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción
fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones
conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa
contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y
en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las
potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia
a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones
deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente
por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de
una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que
no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La
moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la
elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la
vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia
de la voluntad deliberada a los bienes y a los males indicados por la ley natural como
bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos
morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia
en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más
importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, aquellos que
prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no
admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable
para la “creatividad” de alguna determinación contraria. Una vez reconocida
concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el
acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la
acción que dicha ley prohíbe” (VS.67).
Sigue manteniendo, por tanto, la encíclica la concepción clásica del pecado moral y
venial. Pecado mortal es la acción que tiene materia grave y se realiza con pleno
conocimiento y deliberación (VS.70).

3) CÓMO FUNDAMENTAR LO INTRÍNSECAMENTE MALO


La Veritatis Splendor ha respondido a este problema, diciendo que la existencia de lo
intrínsecamente malo radica en el bien de la persona que supone un valor trascendente,
en cuanto compuesta por cuerpo y alma, y en virtud de lo cual nunca puede ser utilizada
como medio para nuestros fines. Lo dice así en el núcleo central de lo que es el número
50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual
234

se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la “naturaleza de la persona


humana, que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus
inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás
características específicas, necesarias para alcanzar su fin. La ley moral natural
evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes fundamentales en la
naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse
como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el
orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida
y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo. Por ejemplo, el
origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la
dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la
propia vida física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del
hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que
siempre debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar
un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida
(cf. Jn 15,13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo
con referencia a la persona humana en su “totalidad unificada”, es decir, “alma que se
expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal”, se puede entender el
significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales
tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana, y a su
realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana.
La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado
humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para
poder encontrar al verdadero Dios.
La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza.
En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente
aliadas” (VS 50).
Pues bien, según la Veritatis Splendor, de esta dignidad suprema de la persona
humana, brotan los mandamientos del decálogo como una refracción de la misma: “los
diversos mandamientos del decálogo no son más que la refracción del único
mandamiento que se debe al bien de la persona, como compendio de los múltiples
bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con
el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia
católica, los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al
mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes
esenciales y, por tanto, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la
persona humana” (VS 13).
Todo esto lo podríamos resumir de la siguiente manera:
La persona humana puede ser entendida de dos modos fundamentales: 1) como mera
materia, como un animal más evolucionado. En este caso no es posible la moral, porque
lo que es puramente material puede ser utilizado como medio. Sólo si salvamos que el
hombre tiene una naturaleza compuesta de cuerpo y de alma (la cual viene creada
directamente por Dios en el hombre) cabe mantener el valor trascendente de la persona
y por ello mismo fundar una moral objetiva y de valor universal.
Por supuesto que el cuerpo también es creado por Dios, pero a nosotros nos llega a
través de nuestros padres y, posiblemente a través de la evolución. No así el alma, que
es directamente creada por Dios en cada uno de nosotros.
235

DIOS

Persona Alma
Materia humana
Materia

Con este dibujo se puede comprender que, si eliminamos a Dios, dejamos sin
explicación ontológica al alma humana. El hombre queda entonces reducido a pura
materia y no es posible la moral. No hay, pues, una autonomía absoluta de la ley natural
desde el punto de vista ontológico. Se puede hablar, en cambio, de una autonomía
cognoscitiva, la que de la ley natural puede alcanzar el hombre por medio de su razón.
Es cierto que la moral cristiana, junto al polo de la dignidad humana, se funda
también en Cristo y en las virtudes teologales. Pero de ello no podemos hablar ahora.
236

Habría que tocar también múltiples problemas como el de la esencia de la conciencia de


237

las que ya hemos tratado en otro lugar256.


CAPÍTULO VI

Escatología

Entramos ya en la escatología, tal como la presenta y concibe K. Rahner.

I. LA DOCTRINA DE K. RAHNER
Comienza diciendo Rahner que hay que distinguir entre escatología y apocalíptica. La
escatología cristiana, en el fondo, hace afirmaciones sobre el futuro del hombre.Las afirmaciones
escatológicas son la traducción al futuro de lo que el hombre como cristiano experimenta en la
gracia como presente257 y se refieren a la consumación de su deseo de lo definitivo. En la
apocalíptica, por el contrario, encontramos reportajes o relatos anticipados de lo que ocurriría en el
futuro (la trompeta, los ángeles, el fin del mundo, etc). Se entiende que lo verdaderamente cristiano
es lo primero. Sólo sabemos de los novísimos lo que sabemos desde el hombre, del redimido y
asumido por Cristo y por la gracia 258.
Por otro lado, hay que huir de toda representación dualista del hombre, concebido como cuerpo y
alma, según la cual el cuerpo va al sepulcro y el alma, tras la muerte, se encuentra ya junto a
Dios259. El hombre es espíritu inseparablemente de su cuerpo, de modo que la salvación atañe al
único hombre entero. No se le puede atribuir al alma una inmortalidad independiente de la

El Nuevo Catecismo claramente afirma que en Cristo no hay más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios (CEC
466 y 468). No admite, por tanto, que en Cristo se pueda dar una persona humana.
136
Hagamos también mención de la perspectiva de Kasper. Dice que Calcedonia habló de manera abstracta en términos
de unidad y distinción de dos naturalezas, pero hablar de dos naturalezas es problemático, pues el concepto de
naturaleza no se puede aplicar a Dios y al hombre del mismo modo (Jesús el Cristo, Salamanca 1976, pág. 291). Pero
además, Calcedonia se interesa exclusivamente por la constitución interna del sujeto humano divino y saca la cuestión
del contexto total de la historia y del destino de Jesús, de la relación en que Jesús se encuentra no sólo con el Logos,
sino con el Padre, perdiendo la perspectiva escatológica de la revelación bíblica (O. c., 292).
Su hubiéramos de resumir el difícil pensamiento de Kasper, diríamos que la apertura a Dios que todo hombre vive (el
hombre tiene una apertura al infinito, de modo que la persona humana sólo se puede definir a partir de Dios y en orden
a él) Jesús la vive como radical y definitiva obediencia al Padre, al tiempo que el Padre se le entrega, de modo que en él
se manifiesta la unidad radical con el Padre. Jesús no es nada fuera de esa relación de obediencia y de
autocomunicación con el Padre que es el Logos. “En la medida en que Jesús vive total y absolutamente de ese amor del
Padre, no quiere ser nada por sí mismo, Jesús no es otra cosa que el amor humanado del Padre y la respuesta humanada
de la obediencia” (O. c., 285-286). La apertura indefinida propia de la persona humana llega en Jesús a su plenitud
sencillamente única e invariable gracias a la unidad personal con el Logos (O. c, 307).
Kasper habla de la persona humana de Jesús en el Logos y por el Logos (el Logos es la autocomunicación del Padre)
(O. c., 85), por lo que nos preguntamos si, después de todo, no se vuelve a la perspectiva del doble sujeto.
137
De persona...,3.
138
Cf. J. A. SAYÉS, La Trinidad. Misterio de salvación (Palabra, Madrid 2000), 202 ss; ID, Señor y Cristo (EUNSA,
Pamplona) 251 ss.
139
Cf. J. A. SAYÉS, La Trinidad,. 179 ss.
140
Ibid, 206 ss.
141
J. N. D. KELLY, Il pensiero cristiano delle origini (Bologna 1984); B. SESBOÜÉ, Jésuschrist dans la tradition de l
´Église (Paris 1982); A. MICHEL, Hypostase: DTC 7, 369-437; R. CANTALAMESSA, La cristología di Tertulliano
(Friburgo 1962); A. GRILLMEIER, Le Christ dans la tradition chrétienne (Paris 1973); ID., Ermeneutica moderna e
cristologia antica (Brescia 1973); AA. VV., Dans Konzil von Chalkedon. Geschichte und Gegenwart, I-II-III (Würzburg
1951-1954); W. KASPER, Il dogma cristologico di Calcedonia: Aspr. 31 (1984), 117-130; B. M. XIBERTA,
Enchiridion de Verbo incarnato (Madrid 1957); A. ADAM, Lehburch der Dogmengeschichte, I (Die Zeit der alten
Kirche), (Gütersloh 1965); J. LIEBAERT, L´incarnation. I. Des origines au concile de Chalcédoine (Paris 1966); G. L.
PRESTIGE, God in Patristic Thought (London 1952); P. SMULDERS, El desarrollo de la cristología en la historia de
los dogmas y en el magisterio: Myst. Sal. III/1 (Madrid 1971) 417-503; B. STUDER-B. DALEY, Soteriologie. In der
Schrift und in der Patristik (Freiburg in B. 1978); A. MILANO, Persona in teologia (Napoli 1984); M. RICHARD, L
´introduction du mot hypostase dans la théologie de l´incarnation: Mel. Scien. Rel. 2 (1045), 5-32; 243-270;R.
CANTALAMESSA, Dal Cristo del N. T. al Cristo della Chiesa. Tentativo d´interpretazione della cristologia patristica,
en: Histoire des conciles oecumeniques 2 (Paris 1962); J. A. SAYÉS, Señor y Cristo (Pamplona 1995); C. I.
GONZÁLEZ, El desarrollo dogmático en los concilios cristológicos (Santafé 1991); ID., Él es nuestra salvación.
Cristología soteriológica (Bogotá 2 1987); G. O´COLLINS, Gesù oggi. Linee fondamentali di Cristologia (Torino
1993).
142
Cf. A. MILANO, O. c., 127ss; J. N. KELLY, O. c.., 323ss. Grillmeier ha relacionado esta concepción de persona con
la filosofía estoica (O. c., 330). Los estoicos partían de la materia indeterminada que se encuentra determinada y
cualificada por la cualidad, poion. La noción de Basilio que hemos seguido va por este camino: los caracteres
individuantes hacen del universal una hypóstasis. Éste es el concepto de persona que, en último análisis, opera en
Nestorio (A. GRILLMEIER, O. c., 334-335).
materia260. Nada de pensar que tras la temporalidad de la tierra surgirá un tiempo nuevo que
consistirá en la perduración del alma261.
Lo que ocurre en la escatología es que la experiencia de eternidad que el hombre hace en la
historia llega a la consumación de lo definitivo. En efecto, el hombre hace en la historia la
experiencia de lo eterno en la medida en que en el amor vive el resplandor de un misterio
inagotable, en la medida en que prefiere la autenticidad moral al cinismo, en la medida en que no
pierde la fidelidad ni en la misma muerte, en la medida en que opta por la verdadera bondad ante la
aparente inutilidad de su esfuerzo. Con todo ello acontece algo eterno y el hombre se experimenta
como sustraido al tiempo262. La revelación lo que hace entonces es decirle al hombre objetivamente
que ese deseo de eternidad tiene efectivamente una consumación en lo definitivo. “Allí donde el

143
Sobre Cirilo: J. LIBEAERT, La doctrine christologique de S. Cyrille d´Alexandrie avant la querelle nestorienne
(Lille 1951); G. JOUASSARD, Un problème d´antropologie et de christologie chez S. Cyrille d´Alexandrie et le
schéma de l´incarnation Verbe chair: Rech. Scien. Rel. 44 (1956), 234-242; C. SCANZILLO, Antropologia e
cristologia in Cirillo d´Alexandria: Aspr. 31 (1984), 131-152; J. N. D. KELLY, O. c., 379ss; A. MILLANO, O. c.,
172ss.
144
A. GRIILLMEIER, O. c., 555.
145
Ibid., 561
146
J. A. SAYÉS, La Trinidad. Misterio de Salvación, (Palabra, Madrid 2000) 140ss.
147
Ibid.
148
Santo Tomás entiende la persona de Cristo desde la noción de esse o actus essendi. Somete a análisis la definición de Boecio
que parte del concepto de substancia individual especificada por la nota de la racionalidad y lo transforma. Santo Tomás
presenta la subsistencia (esse) y no la racionalidad como constitutivo de la persona.
Para santo Tomás la persona se incluye en el orden de la substancia primera en sentido aristotélico. Ahora bien, al
referirnos   a   una   substancia   concreta,   parece   que   sobra   el   adjetivo  individua  de   Boecio,   y   santo   Tomás   responde
diciendo que no, puesto que no todo individuo en el género de la substancia, incluso de naturaleza racional, es persona.
La nota de la individualidad implica una característica: no estar asumido por otro, «pues la naturaleza humana de Cristo
no es persona, porque está asumida por uno más digno, a saber, el Verbo de Dios» (I, q. 29, a.1, ad. 2).
La nota de la individualidad viene a radicar, para santo Tomás, en la subsistencia propia. Ahora bien, en santo Tomás la
subsistencia consiste en el  esse, por ello ve en él la característica primordial de la persona. Santo Tomás transforma así la
noción boeciana de persona sin decirlo. Es su preocupación cristológica y su noción de esse lo que le permite hacerlo así. Por
eso define la persona: «La substancia individual que se pone en la definición de persona implica una substancia completa, que
subsiste por sí separadamente de los demás» (III, q. 16, a.12, ad. 2). Así que puede decir que la persona «es lo más completo en
el género de la substancia» (Contra Gentes 4, 38).
Es en el  esse, en el  actus essendi,  donde radica la perfección última de la persona, mucho más que en la nota de la
racionalidad.
Al hablar santo Tomás de la encarnación, pasó históricamente por fases diferentes en las que defendió posturas diversas, de
modo que sus críticos no se han puesto aún de acuerdo sobre su pensamiento definitivo. Según unos, la posición del Angélico
ha sido el mantenimiento de un solo esse (el del Verbo) en la encarnación, de modo que la naturaleza humana de Cristo carece
de propio esse y es sustentada por el esse del Verbo (así R. Grarrigou Lagrange, M. Corvez, H. Bouessé, P. Parente, C. Molari).
Por el contrario, otros han mantenido que, según santo Tomás, se da en Cristo un doble esse, el de la naturaleza divina y el de la
humana (H. Diepen, H. Nicolás, M. D. Köster, F. Malberg, A. Hastings, M. J. Maritain). El problema proviene de que santo
Tomás defendió la doctrina del único esse en cuanto tratados (III Sent. d. 6, 1. 2: Quodl. q. 5, c. 3; Comp. Theol., 1, c. 212; III,
q. 17, a.2) mientras que en el De Unione Verbi Incarnati defiende la doctrina contraria.
A. Patfoort (L’unité de l’être dans le Christ d’après St. Thomas (Paris 1964) ha realizado un trabajo en conjunto, examinando
los principios que guían una y otra solución histórica en santo Tomás y ha mantenido que la Suma Teológica representa el
pensamiento último y definitivo de santo Tomás: en Cristo hay un solo  esse, el del Verbo. Cabe encontrar en Cristo una
dualidad de operaciones (pues hay en él dos naturalezas), pero no dualidad de ser, pues ello comprometería la unidad de la
persona en Cristo.
El problema que esto plantea, pensamos nosotros, es que, si no admitimos en Cristo otro esse que el divino, privamos a
su   naturaleza   humana   de   un  esse  propio.  Por   ello  podríamos   decir   con  Galot  que   en   santo  Tomás  se  da   un  cierto
monofisismo, un monofisismo existencial (cfr. J. GALOT, La persona de Cristo, Bilbao3 1971, 24­25). Calcedonia dice que
Cristo es consubstancial al Padre en la divinidad y consubstancial a nosotros en la humanidad y habla de dos naturalezas
concretas y existentes. Es más, en la solución mencionada tendríamos que decir que un mismo esse es Dios y hombre a la vez,
hombre está concentrado en sí mismo y, poseyéndose a sí mismo, osa libremente su propia
mismidad, no realiza ningún momento de nulidades en serie, sino que acumula tiempo en lo válido,
que en definitiva no puede medirse con la experiencia del tiempo meramente externa, y que ni se
aprehende en forma auténtica y originaria por la representación de una perduración temporal, ni,
menos todavía, queda devorado por la terminación de lo meramente temporal en nosotros. Pero sólo
la revelación de la palabra dice al hombre en forma también refleja y objetivada lo que se significa
concretamente con esta esencia suya. La palabra reveladora lo lleva por primera vez a una
experiencia objetivada, refleja y valerosa de su posible eternidad, en cuanto revela la eternidad llena
y real”263.

lo cual es imposible. Calcedonia nos pide confesar que la única y misma persona es Dios y hombre, pero no que un mismo y
único ser sea Dios y hombre.
149
CFF, 264.
150
Ibid, 255.
151
Ibid, 276.
152
F. MUSSNER. Der historische Iesus und der Christus des Glaubens: Bibl. Zeit I (1957) 224-252; R. RIGAUX. L
´Historicité de Jesús devant l´exegése récente: Rev. Bibl. 8 (1958) 481-522; H. SCHÜRMANN. Die Sprache des
Christus. Sprachliche Beobachtungen an den synoptischen Herrenworten: Bibl. Zeit. 2 (1958) 54-84; H.
CONZELMANN. Jesus Christus en: Religion in Geschichte und Gergenwart III (Tübingen 1959) 619-653; W.
TRILLING. Jesús y los problemas de su historicidad (Barcelona 1970); X. LEON DUFOUR. Los evangelios y la
historia de Jesús (1967); C.M.MARTINI. La storicità dei vangeli sinottici en: Il messagio di salvezza IV (Torino 1968)
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neutestamenliche Wissenschaft 38 (1970) 63-205; J. JEREMIAS. Teología del Nuevo Testamento I ( Salamanca 1974));
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Kriterien für die Beurteilung der Iesusüberlieferung in den Evangelien en: K. KERTELGE, Rückfrage nach Jesus
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Cristología fundamental (Madrid CETE, 1985).
153
Ibid, 290-291.
154
Ibid, 302.
155
Ibid, 303.
156
Ibid, 304.
157
Ibid, 307.
158
Ibid, 308. Olegario admite la historicidad de los milagros de Cristo, y los entiende como una intervención objetiva de
Dios en la historia. Son realidad salvífica de Dios, un acto y signo del reino que Cristo realiza. Es imposible imaginar
un Jesús sin milagros, pues hay un núcleo histórico cierto de ellos en los evangelios. La Iglesia no inventa los milagros
de Cristo. La capacidad curativa de Jesús deriva de su potencia personal.
Pero no tratemos aquí, dice Olegario, de definir lo que es el milagro, ni hablemos de superación de las leyes de la
naturaleza. El mundo, creado por Dios, puede ser elevado en un momento concreto a signo de Revelación y medio de
gracia para el hombre. El milagro sólo se reconoce desde la fe, dice citando a Kasper; es un hecho que abre al hombre a
la realidad divina para el encuentro con Dios. El milagro, sigue diciendo la cita de Kasper, más bien, pide la fe y la
confirma.
El capítulo que ha dedicado Kasper a los milagros (Jesús, el Cristo, 108-121), más que un estudio objetivo de la
cuestión, responde a la recogida de una serie de tópicos, no confirmados ni probados.
Ciertamente, admite un núcleo histórico de la tradición por lo que se refiere a ciertas curaciones de Jesús (O. c., 111).
Pero, en todo caso, el milagro es de suyo un signo ambiguo que sólo hace posible discernir la opción de fe. “El milagro
se experimenta como acción de Dios sólo en la fe. Por lo tanto, no fuerza a la fe. El milagro, más bien, la pide y la
confirma” (O. c., 117). Diríamos con palabras nuestras, por lo tanto, que el milagro no tiene fuerza probativa alguna
para el que carece de fe. Sigue sorprendiendo Kasper cuando afirma que el milagro bíblico no tiene sentido alguno
Por ello la eternidad se presenta justamente como un llegar ante Dios en su inmediatez y cercanía
cara a cara, o, también, en el encierro definitivo contra Dios, pues no se puede negar la posibilidad
de la perdición definitiva del individuo en la medida en que su historia mantiene siempre su
condición de abierta al sí o al no a Dios264. Lo que hace la eternidad, según la revelación, es llevar la
temporalidad del hombre a la consumación definitiva. Esta consumación es la cercanía absoluta
respecto de Dios mismo y constituye, por sí misma, un misterio inefable al que nosotros nos
encaminamos y que encuentran los que mueren en el Señor.
Con la fe de la Iglesia, frente al sí a Dios que conduce a la bienaventuranza eterna, se da también
el purgatorio que implica la maduración personal integrando plenamente en sí la decisión
fundamental positiva que el hombre hizo en la historia. Y existe también la posibilidad de la

apologético (O. c., 113). Y no se puede afirmar que supere las leyes de la naturaleza, porque el conocimiento de tales
leyes progresa sin cesar y nunca es exhaustivo, termina diciendo.
Pero el mayor reparo de Kasper contra el milagro es la negativa a aceptar que Dios trascendente supla la causalidad
intramundana. Estas son sus palabras: “También desde la perspectiva teológica se presentan serios reparos contra el
concepto de milagro. A Dios no se le puede colocar jamás en lugar de una causalidad intramundana. Si se encontrara en
el mismo nivel de las causas intramundanas ya no sería un Dios sino un ídolo. Si Dios tiene que seguir siendo Dios,
entonces también sus milagros hay que considerarlos como obras de causas segundas creadas. De no ser así, estaría en
nuestro mundo como un meteoro extramundano, y como un cuerpo extraño totalmente inasimilable” (O. c., 112).
Ante tal afirmación nos preguntamos si Kasper ha caído en la cuenta de que, de seguir dicha lógica, habría que negar la
misma encarnación de Dios, dado que por ella Dios se encuentra a nivel de las causas intramundanas. Ninguna obra y
palabra de Jesús podría ser aceptada como obra y palabras personales de Dios mismo.
159
Cf. J. A. SAYÉS, Señor y Cristo (EUNSA, Pamplona 1995) y Compendio de Teología fundamental (EDICEP,
Valencia2 2000).
160
Ibid, 319.
161
Ibid, 324.
162
Ibid, 313.
163
Ibid, 314.
164
Ibid, 319.
165
Ibid, 324.
166
Ibid, 325.
167
Ibid, 327-328.
168
Ibid, 328-329.
169
Hablando de la Resurrección, Olegario acepta, felizmente, el testimonio de la Escritura sobre el sepulcro vacío y las
apariciones. Es de agradecer que intentos como los de León Dufour no hayan encontrado cabida en su teología. La
experiencia pascual de los apóstoles no fue constituyente, sino constituida. El hecho de la Resurrección es una realidad
objetiva que llega desde fuera. La mejor traducción del orthé es : se dejó ver a Pedro (O. c., 129). “Las apariciones del
Resucitado fueron percibidas como realidad externa y anterior a los sujetos que la recibieron” (O. c., 123) . Es la acción
de Dios, que suscita e invita a la fe. Hay que reconocer, por tanto, un valor objetivo a los testimonios de las apariciones.
Pero, dice Olegario, no se puede introducir en todo ello una pretensión apologética, pretendiendo una materialidad
verificable de los hechos y olvidando que la Resurrección es un hecho escatológico, y también real e histórico, pero no
con la historicidad humana de quienes somos tiempo y mundo (O. c., 136). No hay acceso al Resucitado sin pasar por la
persona que atestigua, y hay que tener en cuenta que contamos sólo con testimonios confesantes, en los que no es
posible separar la realidad anunciada y la persona testificante.
Habría que contestar a Olegario que los discípulos que han visto a Cristo apelan no a la fe sino a la constatación
sensible: “le hemos visto” y al hallazgo comprobable por todos del sepulcro vacío. Cabe también sopesar racionalmente
este testimonio de los apóstoles mediante los criterios de historicidad.
170
Cfr. J. A. SAYÉS, Señor y Cristo (EUNSA, Pamplona 1995), 239ss.
171
A. M. RAMSEY, La resurrección de Cristo (Bilbao, 1971) 74.
172
J. KREMER en E. DHANIS, Resurrexit. Actes du simposium internacional sur la résurrection de Jésus. Roma 1970
(Vaticano 1974) 143-144.; A. DÍEZ MACHO, La resurrección de Cristo y del hombre según la Biblia, (Valencia 1977)
270.
173
J. DANIÉLOU, La resurrección de Jesús (Santander 1971) 13.
174
J. KREMER, o. c., 142.
175
F. MUSSNER, La resurrección de Jesús (Santander 1971) 58.
condenación. Lo afirma K. Rahner en estos términos: “la predicación acerca del infierno debe
descubrir al hombre de hoy toda la seriedad en la pérdida de la salvación que le amenaza, seriedad
que él ha de aceptar de lleno sin contar marginalmente con una apokatástasis”265.
Junto a la consumación individual se da también, según Rahner, una consumación colectiva en la
medida en que la humanidad en conjunto se encamina a través de un recorrido histórico a una
consumación que ha de ponerle fin266.
Si la materia se trasciende en espíritu por la dinámica de Dios mismo y supone que la gracia
actúa también en otros mundos, “entonces podemos acercarnos a la idea de que el cosmos material,
cuyo sentido y fin es de antemano la consumación de la libertad, llegará a desembocar

176
Carece   por  tanto  de   fundamento   la  interpretación   que  presenta  Léon   Dufour   (Resurrección  y   mensaje  pascual,
Salamanca  21974, 48ss.), el cual a propósito de la parádosis dice que sólo el primer y tercer miembros de la misma
(murió y resucitó) tienen verdadero sentido histórico, mientras que el segundo miembro (fue sepultado) viene a ser una
corroboración de la primera frase (murió) en el sentido de que la muerte fue definitiva, y la cuarta (se apareció) viene a
ser una corroboración de la tercera (resucitó).
Se ve clara la intención de Léon Dufour de quitar contenido a la sepultura y a las apariciones en pro de una resurrección
entendida como glorificación de Cristo al margen del cadáver. Pero el hecho es que los cuatro oti (que) de la parádosis
introducen cuatro contenidos históricos (cfr. E. DHANIS, La résurrecction de Jésus et l´histoire. Un mystère éclairante,
en Resurrexit..., 563).
177
X. LÉON DUFOUR, o. c., 319., nota 43.
178
J. A. SAYÉS, Señor y Cristo, 254ss.
179
F. MUSSNER, o.c.. 66.
180
M. GUERRA, Antropología y teología (Pamplona 1976) 65.
181
F. MUSSNER, o.c. 65.
182
M. GUERRA, o. c., 430.
183
F. MUSSNER, o .c., 65.
184
H. SCHLIER, La resurrección de Jesucristo (Bilbao 1970), 33-34.
185
Ibid., 33-34.
186
F. MUSSNER, o .c., 68.
187
A. FEUILLET, Le apparizioni di Cristo risorto furono puramente interiori?: Osser. Rom., 12, 3 (1972) p. 2.
188
M. GUERRA, o.c., 442.
189
B. Forte salva muy bien la objetividad de las apariciones de Cristo, así como su carácter constatable: La esencia del
cristianismo, 65 ss.
190
J. A. SAYÉS, Señor y Cristo, 265ss.
191
Señor y Cristo (EUNSA Pamplona 1995) y Compendio de teología fundamental (Edicep, Valencia 22000).
192
K. RAHNER, El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación: Mysterium
Salutis II (Madrid 1969), 370.
193
B. FORTE, La Trinidad como historia (Salamanca 1969), 130.
194
L. F. LADARIA, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad (Salamanca 1998), 32; Ya había afirmado la
comisión teológica internacional: “el axioma fundamental de la teología actual se expresa muy bien en las siguientes
palabras: la Trinidad que se manifiesta en la economía de la salvación es la misma Trinidad inmanente, y la misma
Trinidad inmanente es la que se comunica libre y graciosamente en la economía de la salvación”. Se puede ver cómo ha
añadido los oportunos adverbios de “libre y graciosamente” (cf CTI Documentos 1969-1996 (BAC, Madrid 1998),
249).
195
El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación en: J. FEINER, M. LÖHRER,
Mysterium Salutis II (Madrid 1977), 360-449.
196
O. c., 437.
197
O. c., 285.
198
O. c., 327.
199
J. A. DE LA PIENDA, El sobrenatural de los cristianos (Salamanca 1985) 87 ss. ID., La antropología trascendental
de K. Rahner (Oviedo 1982); J. ALFARO, El problema teológico de la trascendencia a inmanencia de la gracia en
Cristología y antropología (Madrid 1973); A. RÖPER, Die anonymen Christen (Mainz 1963).
200
K. RAHNER, Revelación, en: Sacramentum Mundi 6, 95.
201
CFF, 161.
(transformado) a través de varias historias de libertad, que no acontecen sólo en nuestra tierra, en la
comunicación consumada de Dios mismo a este mundo material y espiritual a la vez”267.
Como se puede ver en toda esta exposición, nuestra fe en el más allá no se basa en ninguna
certeza de tipo racional (inmortalidad de alma, apariciones de Cristo resucitado alcanzadas por un
encuentro sensible con él). Se trata de un esperanza que nace más bien de la experiencia vivida del
amor ¿No tenemos, por tanto, otra base para la creencia en el más allá? ¿No nos movemos de nuevo
en el fideísmo? Recuerdo un pasaje de la vida de San Justino, cuando, preguntado en su martirio por
los jueces si se imagina que existe el más allá, responde diciendo: “no es que lo imagino, es que lo
sé”268. En efecto, la Iglesia sabe del más allá por la inmortalidad del alma y por la resurrección de
Cristo, que se apareció a los apóstoles. De ello hemos hablado ya suficientemente.

202
El anónimo D es un artículo aparecido con el título Ein Weg zur Bestimmung des Verhältnisses von Natur und Gnade:
Orientierung 14 (1950) 138-141.
203
K. RAHNER, Sobre la relación de la naturaleza y la gracia: Escr. Teol. 1 (Madrid 1961) 334.
204
Ibid., 330, nota 4.
205
Ibid., 331.
206
Ibid., 340.
207
Ibid., 341.
208
ID, Naturaleza y gracia: Escr. Teol. 4 (Madrid 1961) 234.
209
ID, Los cristianos anónimos: Escr. Teol. VI, Madrid 1969, 535-544; véase también El cristianismo y las religiones
no cristianas: Escr. Teol. V, 135-156; Ist Christentum eine absolute Religion?: Orientierung 29 (1965) 176-178; Die
eine Kirche und die vielen Kirchen: Orientierung 32 (1968) 155-159.
210
ID, Los cristianos anónimos, O.c., 539.
211
J. A. DE LA PIENDA, El sobrenatural de los cristianos (Salamanca 1985) 140.
212
H. DE LUBAC, Le mystère du surnaturel (Paris 1965) 136, nota 1.
213
E. SCHILLEBEECKX, Revelación y teología (Salamanca 1966) 350.
214
J. A. de la Pienda (El sobrenatural de los cristianos (Salamanca 1985) 200) dice así: “El espíritu finito ya está, por
creación, orientado a una relación de amor con Dios. Por tanto, no necesita de una transformación o capacitación interna
especial (existencial sobrenatural) para poder entrar en relación con Dios. El existencial sobrenatural sobra. Es un
teologoumenon innecesario que habría que valorarlo como residuo de la “naturaleza pura” en Rahner, como una tesis
inútil que más desplaza que resuelve el problema del sobrenatural”.
215
H. DE LUBAC, Paradoxe et mystère de l´Église (Paris 1967) 152.
216
“Mais ce serait paralogisme que d´en conclure à un “christianisme anonyme” partout répandu dans l´humanité, ou,
comme on dit encore, à un “christianisme implicite” que le seul rôle de la prédication apostolique serait de faire passer,
inchangé en lui même, à l´état explicite –comme si la révélation due à Jesús-Christ n´était autre chose que la mise au
jour de ce qui se trouvait exister déjà depuis toujours”.
217
C. JOURNET, LÉglise du Verbe incarné (París 21951) 67.
218
CFF, 175.
219
CFF, 176.
220
K. RAHNER-K. OVERHAGE, El problema de la hominización, (Madrid 1978).
221
CFF, 220.
222
CFR, 223.
223
Ibid., 224.
224
Ibid., 224. Martínez Sierra defiende lo que llama continuidad “discontinua” (Antropología teológica fundamental
(BAC Madrid 2002, 130); mientras que en los animales el proceso evolutivo proviene de las formas de vida anteriores,
en la evolución del hombre se da un concurso extraordinario de Dios (p. 131), el cual potencia la materia para que
produzca el alma. Sintetiza su pensamiento afirmando que la creación del alma no viene desde fuera, ab extrínseco. Y
afirma: “la psique intelectiva está creada desde las estructuras biológicas, brota desde dentro. La acción creadora hace
que florezca desde dentro naturalmente una psique humana en el acto generacional. Esto sucede en todo individuo
humano y por lo tanto también en los homínidos, humanizados desde antepasados infrahumanos. En el cambio
germinal, que produce la hominización de las estructuras somáticas, florece intrínsecamente desde ellas, surge
naturalmente, por una acción creadora intrínseca, una psique intelectiva. La causa primera no se intercala en el curso de
los agentes naturales como un eslabón más en la cadena. No interrumpe la secuencia de las causas intramundanas, sino
que actúa directamente sobre ellas, potenciando desde dentro su acción y elevando sus efectos a un rango superior. Más
que hacer las cosas, Dios hace que se hagan. A diferencia de los agentes naturales, que, cuando realizan una acción
conjunta, suman sus fuerzas y yuxtaponen sus energía, Dios, por el contrario, concurre sobreanimado y elevando la
Pero surge de nuevo el problema antropológico, en cuanto que no se acepta que se hable de la
inmortalidad del alma separadamente del cuerpo y se postula (se trata por tanto de un postulado)
que el yo humano, en la muerte, se desprende del cuerpo que va al sepulcro (y que no resucita) y
adquiere ahí una nueva corporalidad por su relación nueva con el cosmos. Escuchemos al mismo K.
Rahner:
En la muerte habría que entender que el alma, que hasta ese momento informaba un cuerpo
concreto y a través del cual mantenía una relación con el cosmos, adquiere una nueva relación con
él. “Entonces del alma, que había sido durante la vida terrena la forma del cuerpo, en cuanto que
éste es una parte del universo material, por la muerte deja de estar limitada en su relación con el
mundo por la parcialidad material de su cuerpo, y empieza a abrirse a una nueva relación con el

capacidad natural de los seres por encima de su propio dinamismo” (p.132).


225
Dice J. L. Ruiz de la Peña que el alma es la estructura, la morfé, la forma del cuerpo humano (Las nuevas
antropologías [Santander 1983] 211). No se puede hablar en el hombre de dos sustancias ontológicamente diferentes.
La antropología bíblica, dice (220), desconoce el dualismo alma-cuerpo y describe al hombre indistintamente como
carne animada o alma encarnada, no como composición de dos realidades. No se puede, pues, emplear el sistema
dicotómico de cuerpo y alma, extraño a la antropología bíblica. “Tal lenguaje no sería utilizable, obviamente, en una
interpretación monista del hombre; si lo es en una antropología cristiana, será sólo a condición de que los términos
alma-cuerpo no signifiquen ya lo mismo que significaban en el ámbito del dualismo” (221). El alma humana no es un
principio que compone con otro sino, como en la filosofía hilemórfica, un co-principio que junto con el coprincipio de
la materia forma el único ser del hombre (ID, Imagen de Dios, Antropología fundamental [Santander 1988] 130). Por
ello son dos realidades inseparables: “La unidad espíritu-materia cobra, pues, su más estricta verificación; el espíritu
finito es impensable a extramuros de la materialidad, que opera como su expresión y su campo de autorrealización. A su
vez, el cuerpo no se limita a ser instrumento o base del despegue del espíritu; es justamente su modo de ser; a la esencia
del espíritu humano en cuanto espíritu pertenece su corporeidad” (131). Cuerpo y alma son momentos estructurales de
una misma y única realidad (132). Cabe distinguirlos, pero no pueden ser separados (133). Dice también que el alma es
cuando menos un postulado (Las nuevas antropologías, 211) y afirma: “La aserción teológica del alma es funcional,
está en función de la dignidad y del valor absoluto del único ser creado que es “imagen de Dios”. El pensamiento
cristiano, dice, entiende el quid del alma teológicamente, es decir, más existencial soteriológicamente que
ontológicamente: el alma es la capacidad que tiene el hombre de ser interpelado por Dios (Imagen de Dios, 140). Uno
puede plantearse el problema de la existencia del alma (an sit), pero no puede definir lo que es (quid sit) (Las nuevas
antropologías, 209). La aserción teológica del alma es funcional, dice. Es verdad que la diversidad funcional,
estructural, cualitativa, del ser cuerpo propia del ser hombre está demandando una peculiaridad entitativa, ontológica,
del mismo ser del hombre (Las nuevas antropologías, 223); pero Ruiz de la Peña no fundamenta ese momento
ontológico. En santo Tomás, dice nuestro autor (Las nuevas antropologías, 223), el hombre consiste en la unión
sustancial del alma y de la materia prima, y no del alma y del cuerpo. “lo que existe realmente es lo único; en el hombre
concreto no hay espíritu por un lado y materia por otro. El espíritu en el hombre deviene alma, que no es un espíritu
puro, sino la forma de la materia. La materia en el hombre deviene cuerpo, que no es una materia bruta, sino informada
por el alma” (223). El alma es principio de la materia, un factor estructural, y el cuerpo es la alteridad del alma. A su
esencia pertenece la corporeidad. No son pues separables (224). Son dos coprincipios y no dos seres. No admite la
inmortalidad natural del alma (Imagen de Dios, 144) y advierte que muere el hombre entero: “En una antropología
unitaria, por el contrario, muerte es, según vimos, el fin del hombre entero. Si a ese hombre, a pesar de la muerte, se le
promete un futuro, dicho futuro sólo puede pensarse adecuadamente como resurrección, a saber, como un recobrar la
vida en todas sus dimensiones, por tanto, también en la corporeidad. Lo que aquí resulta problemático es el concepto de
inmortalidad...” (Imagen de Dios, 144). La inmortalidad del yo bien podría ser concebida como don por parte de Dios,
de modo que en la muerte ese yo recibiera también una nueva corporeidad. No admite tampoco que el alma sea creada
directamente por Dios, acusando claramente a la Humani Generis de tomar una solución salomónica y de compromiso
(Imagen de Dios, 225).
Aparte de los inconvenientes magisteriales que nos presenta la perspectiva de Ruiz de la Peña, no son menos los
metafísicos. Antes que nada, recordemos que cuando estos autores toman a Sto. Tomás, suelen olvidar que el Aquinate
cambió el hilemorfismo de Aristóteles, toda vez que dio al alma un actus essendi propio que le permite vivir separada y
ser claramente inmortal (cf. J.A. SAYÉS, Cristianismo y filosofía, Edicep, Valencia 22002). Veremos la imposibilidad de
que el alma espiritual provenga por evolución de la materia. Tampoco fundamentan la ontología del alma (se llega a ella
sólo por vía de postulado). Y, evidentemente no lo pueden hacer, dado que si probaran la existencia del alma como un
principio espiritual a partir de acciones espirituales del hombre, llegarían a un principio distinto de la materia y habrían
de aceptar en el hombre un doble principio. Por otro lado, es improcedente decir que existe el alma espiritual si de algún
mundo en cuanto totalidad, empieza a abrirse de una forma más profunda y universal a cierta
relación pancósmica con el mundo. En otras palabras, supuesto que el alma continúa teniendo
alguna relación con el mundo material, cuando por otra parte deja de informar un cuerpo concreto,
entra por ello justamente en mayor cercanía y más íntima relación con el fondo de unidad del
mundo, fondo más difícil de aprehender, pero muy real, en el cual todas las cosas se hallan trabadas
y en que, aun antes de su mutua interacción, se comunican”269.
Esta concepción se basa también en la suposición de que en el más allá no existe el tiempo, por
lo que no se podría hablar de una escatología intermedia, sino de consumación de lo definitivo en el
momento de la muerte. Recordemos que en un trabajo posterior, dedicado al estudio del estadio

modo no se conoce su esencia. Pero lo más irónico del asunto es que, al final, Ruiz de la Peña se ve obligado a mantener
un núcleo personal del yo que no perece, como sujeto de la resurrección, pues de otro modo habría que hablar de ésta
como de una total recreación, con lo cual cae de nuevo en la inmortalidad y lo que viene a negar es lo propio y
específico del cristianismo: que resucita el cuerpo que muere.
226
J. A. SAYÉS, Teología de la creación (Palabra Madrid 2002).
227
J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión (Sal Terrae Santander 1986) 90ss.
228
Ibid., 94.
229
A. DIEZ MACHO, Apócrifos del A. Testamento I (Madrid 1984) 211.
230
O. c., 212.
231
A. DIEZ MACHO, Antropología de los apócrifos y breves notas sobre la antropología del Targum: AA. VV.,
Masculinidad y feminidad en el mundo de la Biblia (Pamplona 1989) 427.454-455.
232
G. DAUTZENBERG, Sein Leben bewahren. Psiché in dem Herrenworte der Evangelien (München 1966) 153.
233
I, q. 118, a.2.
234
Strom. 6, 135, 1; 5, 94, 3.
235
De sacr. 1, 6, 3.
236
I, q. 118, q. 2.
237
PABLO VI, Credo del pueblo de Dios, nº 8. En el simposio acerca del pecado original (1966) defendía Pablo VI las
mismas ideas: Ecclesia (1966) 2005.
238
Donum Vitae, nº 5
239
También lo enseña el Papa en la audiencia general del 16-4-1986.
240
J. RATZINGER, Escatología (Barcelona 19842), 169.
241
De Gen ad Lit. 12, 35.
242
I, q. 118, a. 2.
243
J. A. SAYÉS, Teología moral fundamental (Edicep, Valencia 2003).
244
D. COMPOSTA, Tendencias de la Teología Moral en el postconcilio Vaticano II. en: AA.VV., Comentarios a la
Veritatis Splendor, (BAC, Madrid 1993) 314.
245
Sobre el problema de una ética existencial formal: Escr. Teol. 2, (Madrid 1961) 225-243.
246
O. c., 227
247
Ibid, 228.
248
Ibid., 233.
249
Ibid., 234.
250
Ibid., 236.
251
M. Vidal ha sido un acérrimo defensor del sistema de la opción fundamental.
“El acto moral es de algún modo un signo de la opción fundamental; por su parte, la opción fundamental es el centro del
acto moral particular. Según sea la profundidad del acto, en esa misma medida hay que hablar de mayor o menor
compromiso en él de la opción fundamental. En un acto muy intenso la opción fundamental queda comprometida; en un
acto menos intenso (desde el punto de vista de responsabilización) la opción fundamental permanece la misma: a) bien
en el sentido de que con ese acto la opción fundamental se “expresa” de una forma leve (si el acto está en la misma
dirección de la opción fundamental); b) o bien, en el sentido de que con tal acto se contradice a la opción fundamental
de un modo menos profundo (si el acto no corresponde a la dirección de la opción fundamental).
La opción se va encarnando en la sucesividad de la vida, lo actos serán responsables (buenos o malos) en la medida en
que participen de la opción fundamental. Los actos, de ordinario, no puede expresar todo el valor de la opción
fundamental; necesitan la sucesión y la temporalidad” (Moral de actitudes I, Moral fundamental (Madrid 1981) 335).
El acto sólo es mortal cuando implica una negación formal de Dios. Así dice Fuchs: “el acto moral negativo, es decir, el
pecado, solamente es mortal y grave cuando el sentido de negación de Dios, que es propio de todo acto pecaminoso,
intermedio, se retractó de la tesis de la pancosmicidad del alma y afirmó que el estadio intermedio
no es ningún dogma, sino una cuestión teológicamente abierta270
Con esto se niega claramente la escatología intermedia en pro de una resurrección en el momento
de la muerte y que no tendría lugar en la parusía del Señor. Es una perspectiva ampliamente
difundida hoy en día y que tenemos que abordar aunque sea brevemente.

II. MAGISTERIO DE LA IGLESIA


El Magisterio de la Iglesia ha defendido siempre que la escatología cristiana posee dos fases, la
escatología del alma que comienza en la muerte del individuo, y la escatología final que implica
también la resurrección del cuerpo y que tiene lugar con la venida última del Señor. No tenemos
ahora espacio para hacer una exposición completa del magisterio que ya hemos realizado en otro
lugar271. Nos basta con presentar el documento de 1979 de la Congregación de la fe y el Catecismo,
no porque sean los documentos más importantes, ya que el Lateranense V definió la inmortalidad

brota del hombre como del centro de su persona, en lo cual el hombre dispone de sí mismo” ( Esiste una moral
cristiana? (Roma-Brescia) 1970, 138). M. Vidal, por su lado, postula la separación de gravedad y mortalidad. La
gravedad de un acto moral depende de las consideraciones de tipo histórico cultural y está sujeta a cambio; la
mortalidad, por el contrario, depende de la relación con el fin último, depende del compromiso definitivo cristiano (O.c.
392 ss). Por lo que el pecado mortal sólo puede ser visto en la perspectiva de la opción fundamental. El plano de la
mortalidad dice relación a la dimensión religiosa del hombre, y la materia de la trasgresión sólo puede servir como un
criterio indicativo de la opción que es lo que califica moralmente a la acción. “Esta perspectiva personalista conduce así
a la superación del planteamiento objetivista en el que se había colocado el tema del pecado”.
También Flecha admite que los actos pueden ser indiferentes si no atañen a la orientación concreta del dinamismo de la
persona (Teología Moral fundamental, BAC (Madrid 1994) 196). Flecha advierte que está cuestionada la existencia de
lo intrínsecamente malo.
Admite la triple división de los pecados en veniales, graves y mortales, haciendo coincidir el pecado mortal con la
opción fundamental en la medida en que fuera deshumanizadora e interrumpiera la referencia a la verdad última (O.c.,
333-334).
252
Sobre la moral sexual remitimos a nuestra obra: Moral de la sexualidad (EDICEP, Valencia 52001).
253
CDF, Persona humana (1975) nº 10.
254
Reconciliación y penitencia, 17.
255
Ibid.
256
J. A. SAYÉS, Teología moral fundamental (Edicep, Valencia 2003).
257
CFF, 497.
258
Ibid., 498.
259
Ibid., 498-500.
260
Ibid., 428.
261
Ibid., 501.
262
Ibid., 564.
263
Ibid., 505.
264
Ibid., 509.
265
K. RAHNER, Infierno: Sacramentum mundi,. 3, 906.
266
Ibid, 511.
267
CFF, 511.
268
Actas del martirio de San Justino, caps. 1-5.
269
El sentido teológico de la muerte, Herder (Barcelona, 1965) 21-22.
270
K. RAHNER, Über den Zwischenzustand: Schriften zur Theologie 12, 455-466.
271
J. A. SAYÉS, Más allá de la muerte (San Pablo, Madrid 22000).
del alma272 y la Bula de Benedicto XII la escatología intermedia 273, sino porque vienen a ser un
resumen de la fe ininterrumpida de la Iglesia en este punto.
a) De 1979 es una nota de la Congregación para la doctrina de la fe, saliendo en defensa de la
escatología intermedia que era puesta en duda por las nuevas tendencias de la teología. Por la
precisión de sus conceptos queremos traerla en su conjunto:
“1) La Iglesia cree (Cf. El Credo) en la resurrección de los muertos.
2) La Iglesia entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre: para los elegidos no es
sino la extensión de la misma resurrección de Cristo a los hombres.
3) La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento
espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad de manera que subsiste el yo humano carente
mientras tanto del complemento de su cuerpo 274. Pasa designar este elemento la Iglesia emplea la
palabra “alma”, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no
ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo, que no se da
razón válida para rechazarlo y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente
indispensable para sostener la fe de los cristianos.
4) La Iglesia excluye toda forma de pensamiento o de expresiones que haga absurda e
ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su culto a los muertos; realidades que constituyen
substancialmente verdaderos lugares teológicos.
5) La Iglesia, en conformidad con la Sagrada Escritura, espera la “gloriosa manifestación de
Jesucristo nuestro Señor” (DV 1,4), considerada como distinta y aplazada con respecto a la
condición de los hombres inmediatamente después de la muerte.
6) La Iglesia, en su enseñanza sobre la condición del hombre después de la muerte, excluye toda
explicación que quite sentido a la asunción de la Virgen María en lo que tiene de único, o sea, el

272
Digamos también, a propósito del Lateranense V (D 902) que definió la inmortalidad del alma individual contra la
sentencia de los averroístas que defendían sólo la inmortalidad del alma común y separada de los hombres, y que
ciertamente el concilio en éste momento no pretende hablar del tema del alma separada y prescinde incluso de la
cuestión de la demostrabilidad racional del alma espiritual e inmortal. Ahora bien, se tergiversa el pensamiento del
concilio cuando se afirma que esa inmortalidad se refiere a la persona y no a una parte del hombre, el alma, aun cuando
el concilio presente el alma como forma del cuerpo (J. L. RUÍZ DE LA PEÑA, La otra dimensión (Santander 1986)
327-328). La tradición de la Iglesia había mantenido siempre la inmortalidad del alma, nunca del cuerpo ni del conjunto
corpóreo-espiritual. Santo Tomás, por otro lado, había abierto para este tiempo la posibilidad filosófica de la
subsistencia del alma separada. Dicho de otro modo, en el concilio nadie piensa que la inmortalidad es una cualidad de
la unidad corpóreo-espiritual del hombre, sino sólo del alma.
273
Es sabido que se ha defendido la tesis de que la Bula de Benedicto XII define simplemente, contra la posición
mantenida por Juan XXII, que la bienaventuranza del hombre comienza inmediatamente después de la muerte (J. L.
RUÍZ DE LA PEÑA, La otra dimensión...301). Esta doctrina estaría expresada en los esquemas de la cultura de aquél
tiempo (concepción del alma separada tras la muerte), pero eso no sería objeto de definición.
Pozo ha contestado a esto que “el Papa Benedicto XII afirma en ella mucho más que los estrictamente necesario para
una mera refutación negativa (en conceptos de la época) de la posición de Juan XXII sobre la dilación de la visión
beatífica. Así, por ejemplo, desarrolla el concepto de juicio universal del mundo para los hombres ya resucitados, y
contrapone este estado al estado previo de la escatología de las almas” (C. POZO, Teología del más allá, BAC Madrid
1991, 289).
Esta aclaración de Pozo nos parece certera, pero pensamos que lo que decide definitivamente si el tema del alma
separada es un esquema representativo o no, es que es conclusión del dato de fe de que la resurrección de los cuerpos
tiene lugar al final de la historia. Con otras palabras, para el papa Benedicto XII la afirmación de la escatología del alma
separada es mucho más que un esquema representativo, pues es una deducción del dato de fe de la resurrección de los
cuerpos al final de la historia, y como tal, la asume en la definición. Es algo que se puede decir no sólo de esta Bula sino
de la tradición toda de la Iglesia. Si no se diera la permanencia del alma en el estadio intermedio, la resurrección final
sería una total recreación. Es necesario el mantenimiento del yo para salvar la identidad del resucitado.
274
Ésta es la expresión que se encuentra en el texto oficial y definitivo.
hecho de que la glorificación corpórea de la Virgen es la anticipación de la glorificación reservada a
todos los elegidos”275.
b) Ha sido sobre todo el nuevo Catecismo de la Iglesia el que ha abordado la temática del alma
en todas sus implicaciones.
El Catecismo subraya que el hombre es a la vez un ser corporal y espiritual (CEC 362). Y llama
la atención la preocupación del mismo por subrayar la unidad personal del hombre al tiempo que la
dualidad (no dualismo) de principios que en él se dan. Para subrayar la unidad, acude al concilio de
Vienne (D 902), considerando el alma como “forma” del cuerpo. Aquí el término de “forma” va
entre comillas, como diciendo con ello que no trata de asumir una filosofía determinada con sus
particulares implicaciones de escuela, cuanto de afirmar el pensamiento fundamental y básico según
el cual “es gracias al alma como el cuerpo constituido de materia es un cuerpo humano y viviente;
en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas, sino que su unión forma una única
naturaleza” (CEC 365). El cuerpo humano, sigue diciendo el texto, participa de la dignidad de ser
“imagen de Dios” precisamente porque está animado de un alma espiritual, de modo que es la
persona, toda entera, la que está destinada a llegar a ser, en el cuerpo de Cristo, templo del Espíritu
Santo (CEC 364).
Reconoce el Catecismo que el término de alma significa frecuentemente en la Biblia la vida;
pero es también consciente de que en muchos casos significa lo que hay de más íntimo en el
hombre, y lo más valioso en él, aquello por lo que el hombre es más particularmente imagen de
Dios, de modo que “el alma significa el principio espiritual del hombre” (CEC 363).
Y según esto, el cuerpo y el alma tienen un origen diferente. Mientras el cuerpo proviene de los
padres, el alma es creada inmediatamente por Dios. “La Iglesia enseña que cada alma espiritual es
directamente creada por Dios (cf Pío XII, Humani generis, 195, D 3896; PABLO VI, SPF 8) no es
“producida” por los padres, y que es inmortal (cf. concilio de Letrán V, año 1513: D 1440): no
perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección
final” (CEC 366).
El Catecismo recoge aquí lo mejor de la tradición sobre el alma: la doctrina de la Humani
generis, la del Credo del pueblo de Dios, así como la del Lateranense V, y sostiene, de acuerdo con
la inmortalidad natural que siempre ha mantenido la Iglesia respecto del alma, que ésta subsiste
después de la muerte separada del cuerpo hasta que se junte a él en la resurrección final.
Es difícil pedir mayor claridad a un texto sobre el alma, su existencia, su origen y su condición
inmortal.
Por lo que respecta a la escatología de las almas, enseña claramente el Catecismo:
“En la muerte, separación del alma y del cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción,
mientras que su alma va al encuentro con Dios, quedando en espera de reunirse con su cuerpo
glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible
uniéndolos a nuestras almas, por virtud de la resurrección de Jesús” (CEC 997).
Entiende el Catecismo que la muerte es la separación de alma y cuerpo. Mientras éste va al
sepulcro, el alma va al encuentro con Dios esperando que Él dará la vida incorruptible a nuestros
cuerpos sepultados. El Catecismo de la Iglesia católica ha sido también muy claro en este punto. A
semejanza de la resurrección de Cristo, la nuestra implicará la recuperación del cadáver y tendrá
lugar, en medio de su glorificación, al final de la historia con la venida última del Señor.
Resucitaremos con los mismos cuerpos que ahora tenemos (CEC 999) y que serán transformados
gloriosamente al final de la historia: Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo” (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrena. Del mismo modo, en Él,
“todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc. De Letrán IV: DS 801), pero este
cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3, 21), en “cuerpo espiritual” (1Cor 15, 44;
275
AAS 73 (1979) 941.
CEC 999), en el último día, “en el acontecimiento de la parusía del Señor” (CEC 1001). Este es el
resumen de lo que la Iglesia cree sobre la resurrección.

III. REFLEXIÓN TEOLÓGICA


Entramos ahora en algunas reflexiones sobre el tema que nos ocupa.
a) En primer lugar, hay que decir que en la muerte no es que una parte (el alma) continúe
existiendo, mientras que la otra va al sepulcro. Si tenemos en cuenta lo que dijimos a propósito de la
persona (recordemos la unión hipostática del cuerpo y del alma), en la muerte perdura la persona, el
yo, que gestiona la naturaleza racional (el alma). Desde el punto de vista filosófico es clara la
posibilidad de subsistencia de un yo personal tras la muerte sin el complemento del cuerpo y la
posibilidad de actos de conocimiento y amor. El conocimiento sensible que aquí procura el cuerpo
es condición en la tierra de todo conocimiento intelectual, pero no es causa del mismo. Puede por
tanto subsistir y conocer y amar el sujeto personal que pervive sin el complemento del cuerpo,
esperando que en el gozo de Dios participe también el cuerpo propio tras la victoria final de Cristo
sobre la muerte. Volvemos a repetir que la plenitud del gozo en la escatología intermedia se refiere
al objeto contemplado: Dios en sí mismo, no a la plenitud del sujeto que contempla. No ha llegado
todavía la fase final del Reino y ello repercute en la salvación misma. Si la salvación no ha llegado
aún a su plenitud es porque el Reino no se ha completado en su etapa final. No podríamos entender
además que el hombre gozara de una integridad total y de un triunfo total sobre la muerte y el
cosmos, cuando el triunfo total de Cristo sobre la muerte y el cosmos aún no ha tenido lugar.
Decíamos que, siendo el ésjaton una realidad que se manifiesta en la victoria de Cristo sobre el
cosmos y la muerte, no se ha realizado aún en plenitud. La salvación no es aún completa y por ello
el hombre tras la muerte y antes del triunfo total de Cristo no puede tener una salvación completa y
definitiva.
Hablemos también de la posibilidad de la plena retribución del alma. Dejando la cuestión de si la
resurrección corporal al final de la historia aporta al alma un aumento intensivo o extensivo de la
felicidad, lo cierto es que, siendo la muerte una violencia, el alma o, mejor, la persona espiritual
anhela la resurrección del cuerpo y la participación en el triunfo cósmico de Cristo por su parusía,
que también le afectará. La plenitud de la visión beatífica después de la muerte se refiere al gozo
que procura el objeto de la contemplación: Dios en sí mismo; no que el sujeto de dicha
contemplación esté completo. La persona sin cuerpo no ha vencido aún la muerte, que es el último
enemigo en ser vencido (1Cor 14, 26), de modo que en la parusía participará de la victoria total y
plena de Cristo.
b) En el más allá hay que seguir hablando de tiempo, no de tiempo físico, sino de tiempo
psicológico, de una sucesión de actos de amor y conocimiento. Alfaro, por ejemplo, hablando de la
visión beatífica, dice que el hombre no pierde toda sucesión de actos, una transición a actos de la
voluntad y del amor creados, un tránsito de potencia o acto, un movimiento, pues es la movilidad
radical pura de la criatura. Y, sin esta movilidad, el hombre se identificaría totalmente con Dios
perdiendo su autonomía de criatura276. Ratzinger distingue claramente el tiempo físico del
antropológico o evo; en el alma separada queda la marca de la historia y no pierde toda relación con
ella277. El mismo proceso de purificación que implica el purgatorio implica una sucesión de actos
hasta completar la santidad requerida. En ello se basa la posibilidad de ofrecer sufragios por los
muertos278.
276
J. ALFARO, Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural: Greg. (1957) 43.
277
J. RATZINGER, Escatología (Barcelona 21984) 172-173.
278
Ruíz de la Peña interpreta el purgatorio no como un estado o proceso de purificación sino como un instante
purificador debido al encuentro con Dios. La purificación, más que extensiva es intensiva y podría ser bien entendida
como una purificación intensiva e instantánea desde la experiencia revolucionaria del encuentro con Cristo (La otra
Sin esa sucesión de actos en el más allá el hombre se confundiría panteísticamente con Dios.
Sólo Dios carece de sucesión y de tiempo porque posee un ser inmutable e infinito. En Dios no hay
tiempo. Recordemos a este respecto que la tradición ha hablado del tiempo de los ángeles (evo).
Si se dice que en el más allá no hay tiempo, nuestra historia sería un espectáculo vacío, pues
pensaríamos estar participando en ella, cuando en el más allá todo estaría consumado. Estaríamos
ya allí los que creemos vivir aquí en la línea del tiempo. Dejemos que lo diga Ratzinger cuando
afirma que “la teología moderna se encuentra más próxima a los griegos de lo que ella misma
quiere reconocer”279.
He aquí entonces que los defensores de la antropología unitaria caerían en una concepción
platónica de la historia.
c) La escatología intermedia se impone como conclusión del dato bíblico de la resurrección de
los cuerpos con la venida última del Señor: Jn 6, 54: “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene
vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”; 1Cor 15, 23: “Cristo ha resucitado como primicia;
luego los de Cristo en su venida”; 1Tes 4, 16: “Con la parusía el Señor vendrá y resucitarán
entonces los que murieron en él”.
Si esto es así (y Rahner acepta que la Sagrada Escritura es norma normans) tiene que haber, en
consecuencia, un tiempo intermedio de los muertos.
Si la Iglesia mantiene la escatología de las almas, es porque sabe que la escatología de los
cuerpos tendrá lugar al final de la historia. Dicho de otro modo, la escatología de las almas
(escatología intermedia) se impone con mayor evidencia cuando se la entiende como conclusión del
dato de fe de que nuestros cuerpos resucitan al final de la historia. Nunca la Iglesia o la Biblia han
pensado que se resucite con una corporeidad diferente de la que va al sepulcro y en el momento de
la muerte. La fe de la Iglesia habla de una resurrección final de nuestros cuerpos, los que ahora
tenemos. Ello implica, por lo tanto, la escatología intermedia de un elemento espiritual y no
corporal.
d) Se trata de salvar el realismo cristiano de la resurrección de los cuerpos, tema que
paradójicamente olvidan los llamados enemigos del platonismo, pues en realidad en lo que caen es
en un cierto docetismo al despreciar el cuerpo real con el que hemos vivido y luchado en esta vida.
Una nueva corporalidad en el momento de la muerte (que no se sabe bien qué es) y que deja el
cadáver en el sepulcro, supone caer en una espiritualización del cuerpo propia del gnosticismo. La
fe cristiana implica una identidad básica (dentro de la transformación) con el cuerpo con el que
hemos vivido, del mismo modo que el cuerpo eucarístico de Cristo es básicamente el mismo que
nació de María280. Negar que la materia sea salvada es caer de nuevo en el dualismo, recuerda
Ratzinger281. No se puede llamar a Cristo vencedor de la muerte, si no vence donde esta ha
triunfado: el cuerpo.
No deja de ser paradójico que los modernos antropólogos, que tanto insisten en el valor del
cuerpo, en realidad lo abandonen en el sepulcro vencido por la muerte, y defiendan más bien, como
dimensión, 321). Pero esta perspectiva tiene dos grandes inconvenientes: 1) El purgatorio no es aún el encuentro de
visión con Cristo, el cual podría ciertamente acelerar el proceso de conversión; 2) no encaja con la convicción que tiene
la Iglesia, en su intercesión por los difuntos, de que estos están necesitados de nuestras oraciones no sólo en el momento
de morir (no se reduce la oración a una oración por los moribundos) sino en todo un proceso que dura; 3) la idea de la
purificación ultraterrena ha de ser análoga a la del proceso de justificación que se da en la vida terrestre. Si ésta se
concibe como un proceso, no menos la consolidación y perfeccionamiento de la misma tendrá que se también un
proceso. Por ello nos parece más consecuente la idea de H. Küng cuando, hablando asimismo del purgatorio como un
instante (cf. ¿Vida eterna? (Madrid 1983) 235-236), postula que la oración de la Iglesia por los difuntos se convierta en
una oración por los moribundos. Pero la Iglesia no lo hace ni lo hará, porque siempre ha tenido conciencia de que reza
no sólo por ellos, sino por los difuntos que han pasado ya el umbral de la muerte.
279
J. RATZINGER, O. c., 153.
280
J. A. SAYÉS, El Misterio eucarístico (Palabra Madrid 22003).
281
Ibid., 153.
recuerda Ratzinger sagazmente, la idea de la inmortalidad del alma, toda vez que se ven obligados a
mantener la continuidad de un yo que posibilite la recepción de una nueva corporalidad en el
momento de la muerte, pues, sin esa continuidad, habría que hablar de una recreación.
El cristianismo valora de tal modo el cuerpo, que es el mismo cuerpo de aquí el que resucita.
Este mismo cuerpo con el que hemos luchado aquí que ha sido alimentado con la Eucaristía, y que
por la gracia ha sido templo del E. Santo, ese es el que resucita.
Ciertamente nadie pretende negar las dificultades que entraña el misterio de la resurrección de
nuestros cuerpos, si bien es confortante saber que esas mismas dificultades fueron ya presentadas
por los paganos a los Padres de la Iglesia, y es bueno conocer el tipo de respuesta que daban a pesar
del carácter misterioso del problema. Esto era lo que respondían los Padres282:
Dios, que creó al hombre de la nada, tiene poder para resucitarlo. Él sabe cómo y de dónde
resucitarlo.
Apelan a los milagros de Cristo que superaban las leyes de la naturaleza.
Recurren a imágenes como la de la semilla, expuesta por san Pablo y que siempre resulta
esclarecedora, pues hace ver la continuidad y la transformación de nuestros cuerpos.
Ya en el siglo V aparece la Fides Damasi, que es un símbolo que procede de las Galias y que
dice así: “Creemos que el último día hemos de ser resucitados en esa misma carne en que ahora
vivimos” (D 70).
e) No podemos deshistorizar el cristianismo. La resurrección de Cristo es algo que ha tenido ya
lugar, pues ha dejado huellas en la historia; no así la parusía, que coincidirá con las transformación
final del cosmos. Entre ambos acontecimientos hay un tiempo (para vivos y para muertos), hasta
que llegue la consumación del Reino con la venida última del Señor.
f) La llamada antropología unitaria, lejos de ser un esfuerzo que facilite la fe, la desfigura
gravemente, toda vez que cae en el fideísmo en el más allá, al perder la certeza de la inmortalidad
natural del alma y la objetividad de las apariciones de Cristo. Es paradójico, pero es así: deja a la fe
en el más allá totalmente indefensa, de modo que, creyendo en él sin motivación racional e histórica
alguna, apareceríamos ante el agnóstico de hoy como el fideísta que se refugia fácilmente en su
torre de marfil.
g) Finalmente, no podemos olvidar que, al hacer teología, es preciso tener en cuenta la analogía
fidei, es decir, la conexión entre sí que tienen los dogmas. Pues bien, con las nuevas teorías que
mantienen que todo hombre se encuentra ya en el más allá con alma y cuerpo desde el momento de
la muerte, habríamos suprimido el privilegio de María asunta en cuerpo y alma a los cielos.

III. FE Y SECULARIZACIÓN
Un hecho que se repite constantemente en la teología de K. Rahner es una especie de
preocupación por ahorrar la energía divina, es decir, de ahorrarle a Dios la necesidad de intervenir
en la historia. Ello se debe sin duda al complejo a que el hombre de hoy rechace como míticas las
intervenciones divinas. Veamos unos cuantos casos.

a) Ascensión, descenso a los infiernos, parusía


En Curso fundamental de la fe en el que Rahner resume las verdades fundamentales de nuestra
fe y en el que dedica una especial atención al misterio de Cristo, no dice nada de la Ascensión, el
descenso a los infiernos o la parusía de Cristo, que son tres artículos del Credo. Hay quien se ha
inspirado en él, negándolos y afirmando explícitamente que el último acontecimiento de la vida de
Cristo fue su resurrección283.

282
C. POZO, O.c., 355 ss.
b) La inspiración de la Escritura
Asimismo, a la hora de interpretar la inspiración de la Escritura, Rahner viene a decir que lo que
en realidad ha tenido lugar es que la Iglesia ha engendrado la Sagrada Escritura desde su seno y, en
la medida en que Cristo ha instituido esa Iglesia, se podría decir que es el autor de la misma
Escritura: “Si la Iglesia está fundada por Dios mismo y por su Espíritu en Jesucristo –si la Iglesia
primitiva como norma para toda la Iglesia futura es objeto de operación divina en una forma
cualitativamente singular, también a diferencia de la conservación de la Iglesia en el curso de la
historia-, si la Escritura es un elemento constitutivo de esta Iglesia primitiva como norma de los
tiempos futuros, queda dicho con ello en consecuencia (en una forma positiva y delimitadora a la
vez) que Dios es el autor de las Escrituras, que él las ha “inspirado”, sin que aquí sea posible
invocar el auxilio de una teoría sicológica especial de la inspiración. Más bien, puede aceptarse el
nacimiento fáctico de las Escrituras tal como éstas en la peculiaridad de cada libro se presentan para
el observador imparcial. Los autores humanos de la Sagradas Escrituras trabajan exactamente igual
que los demás autores humanos; ni siquiera tienen que saber algo reflejamente de su inspiración. Si
283
Sostiene Olegario la tesis de que descenso a los infiernos, Ascensión y Parusía final no son hechos nuevos respecto
de la muerte y Resurrección de Cristo, sino una mera explicitación del significado universal y escatológico que posee la
muerte y Resurrección de Cristo. “Ellos anuncian la significación y universalidad salvíficas de Cristo, su valor
escatológico” (Cristología, 171). El mundo escatológico es desproporcionado respecto del nuestro y lo expresamos con
nuestras categorías espacio-teporales; pero, evidentemente, es algo que transciende nuestro modo de pensar. El
acontecimiento último de nuestra salvación es la muerte y resurrección de Cristo, de modo que, más allá de ello, no
podemos hablar ya de “hechos nuevos” de salvación realizados por Cristo (Ibid., 171-173).
Confiesa el Credo de los Apóstoles que Cristo “descendió a los infiernos. Resucitó al tercer día de entre los muertos.
Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y
muertos”.
Pues bien, este Credo, como los otros Símbolos de la fe, confiesa sólo hechos salvíficos reales. Nunca, en ningún
Credo, se ha profesado como hecho salvífico algo que no lo sea. Ocurre lo mismo en la Liturgia de la Iglesia, donde
sólo se celebran hechos salvíficos de Cristo. El Sábado santo se conmemora el descenso a los infiernos en la liturgia de
las Horas –ya que no hay Eucaristía-, y en su día se celebra la Ascensión. No se celebra, en cambio, la Parusía por la
sencilla razón de que todavía no ha tenido lugar.
Sin embargo, podemos afirmar, ateniéndonos a las mismas palabras de Cristo, que la Ascensión tiene un sentido propio.
Él dice: “Os conviene que me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo
enviaré” (Jn 16,7). Cristo está, pues, glorificado desde la resurrección, pero no ejerce su poder hasta que, después de
haber dejado a los suyos definitivamente, envía el Espíritu Santo. Es entonces, “sentado a la derecho del Padre”, cuando
ejercita su poder sacerdotal. El sedet ad dexteram Patris del Credo afirma, pues, la plena participación de Cristo en la
soberanía del Padre, que le entrega todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Y es en el ejercicio de ese poder
universal de Cristo donde llega a ser efectiva para nosotros la salvación.
Antes de la Ascensión, la voluntad salvífica de Cristo glorioso dispone una etapa previa pedagógica; en ella fortalece la
fe de los discípulos, “apareciéndose durante cuarenta días y comunicándoles lo referente al reino de Dios” (Hch 1, 3),
confiere el oficio a Pedro y el poder de perdonar los pecados (Jn 10, 15; 10, 22-23), prepara inmediatamente a la venida
del Espíritu Santo y al comienzo del mundo sacramental. Pentecostés inicia luego en la Iglesia un modo nuevo de la
presencia invisible de Cristo y de su acción salvífica en el mundo.
Sigamos, pues, confesando la Ascensión en el Credo, y celebrándola en la Liturgia como un hecho salvífico propio.
También hemos de seguir confesando nuestra fe en el Cristo que, al final de los tiempos, “de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos”. Hagámoslo así, porque es Cristo mismo el que habla de su venida última como de algo
que todavía no ha tenido lugar:
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de
gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos y a los otros, como el pastor separa a
las ovejas de los cabritos” (Mt 25, 31-32).
Hasta que Cristo vuelva, “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”, es el tiempo litúrgico
y sacramental de la Iglesia, es el tiempo de la Eucaristía. La liturgia es, en efecto, el ejercicio del sacerdocio celeste de
Cristo mediante el Espíritu. La Ascensión tuvo y tiene un sentido para los discípulos de Jesús, un sentido y una realidad:
Cristo deja su presencia glorificada y a la vez sensible en la tierra, e inicia entre ellos, por la fuerza del Espíritu, una
presencia invisible y sacramental, que durará hasta su Parusía: “yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20).
Dios quiere la Iglesia primitiva con una voluntad absoluta, formalmente predefinitoria, histórico-
salvífica y escatológica, como signo indefectible de la salvación para todos los tiempos, y así junto
con esa voluntad totalmente determinada quiere todo aquello que es constitutivo para la Iglesia (o
sea, entre otras cosas, también y de manera preferente la Escritura), entonces él es autor inspirador
de la Escritura, aunque esa inspiración sea “sólo” un momento en la originación divina de la
Iglesia”284.
Habría que preguntarle, entonces, a Rahner si la Didaché no nació también en el seno de la
Iglesia del primer siglo. Y si le preguntáramos por qué no pertenece al canon, nos diría que ello se
debe a que la Iglesia no lo introdujo en él. Con ello se estaría diciendo que la inspiración es igual a
la canonicidad. De este modo, no es la inspiración la que fundamenta la canonicidad, sino la
canonicidad la que fundamenta la inspiración. Pero ya decía el Vaticano I que la inspiración no
consiste en que estos escritos por iniciativa humana hayan sido aprobados después por la Iglesia,
sino que en el momento de ser escritos, lo fueron bajo el influjo del E. Santo, de modo que tienen a
Dios por autor (D 3006).

c) La presencia real de Cristo en la Eucaristía


El punto clave de la interpretación rahneriana de Trento es la distinción de lo que él llama
explicación lógica y explicación ontológica. La primera trata de explicar un hecho o un dato, sin
indagar la causa ni el modo del mismo; la segunda, por el contrario, es aquella explicación que nos
ofrece la causa. Según esto, la transustanciación sería una explicación lógica y no ontológica de las
palabras de Cristo “esto es mi cuerpo, esto es mi sangre”, es decir, vendrían a decir lo mismo que
ellas; no nos dirían cómo (wie) tiene lugar la presencia real, sino simplemente el hecho de la misma
(dass). Sería una explicitación en la misma línea del hecho, sin entrar en la causa o el modo como
este hecho tiene lugar285.
No cabe duda de que esta interpretación facilitaría la aceptación de los protestantes, porque se les
podría decir que en el fondo la transustanciación es simplemente la afirmación de la presencia real,
lo mismo que ella.
Pero es claro que esta explicación no se ajusta a los hechos. Trento distingue entre presencia real
y transustanciación y a ambas dedica sendos cánones y capítulos, sabiendo que se puede afirmar la
una y negar la otra, como es el caso de Lutero. Pero en la mentalidad del concilio está claro que la
conversión sustancial es la causa de la presencia real. Con toda la tradición de la Iglesia, podría
decir que gracias a que hay conversión sustancial, se puede decir con toda propiedad: “esto es mi
cuerpo, esto es mi sangre”. Es este cambio sustancial la condición ontológica de tal afirmación, el
modo intrínseco que posibilita la peculiaridad de esta presencia, consistente en que el pan y el vino
no contengan otra sustancia que la del cuerpo y la sangre de Cristo.

284
CFF, 342-343.
285
K. RAHNER, La presencia de Cristo en el Sacramento de la cena del Señor: Escr. Teol. IV (Madrid 1964) 385-386.
SEGUNDA PARTE

TEOLOGÍA DE H. U. VON BALTHASAR

CAPÍTULO VII

Notas históricas

La biografía de Von Balthasar no es tan sencilla de hacer como la de Rahner 286. La vida, los
contactos con otros y las influencias habidas son más abundantes en el caso del teólogo de Basilea.
Hay, con todo, una proximidad geográfica entre ambos. Rahner nació en la Selva Negra; Von
Balthasar, ubicado en Basilea (Suiza), no estaba lejos de la región. Y él mismo relata que fue en la
Selva Negra donde tuvo la experiencia fundamental de su vida: “Todavía hoy, después de 30 años,
podría encontrar de nuevo en aquel camino perdido del bosque en la Selva Negra, no lejos de
Basilea, el árbol bajo el cual fui como tocado por el rayo... Pero no fue ni la teología ni el
sacerdocio lo que entonces entró como un rayo en mi espíritu. Fue únicamente esto: tú no tienes
nada que elegir, has sido llamado. Tú no vas a servir, alguien te llamará a su servicio; no tienes que
hacer planes, eres sólo la piedrecita en un mosaico, que ya está preparado desde hace tiempo. Yo

286
A. MODA, H.U. Von Balthasar, Un´esposizione critica del suo pensiero, (Bari 1976); A. SCOLA, H U. Von
Balthasar: un estilo teológico, (Madrid 1997); PH. BARBARIN, Théologie et sainteté. (París 1999); K. LEHMANN -
W. KASPER, H. U. Von Balthasar: figura e opera (Casale Monferrato 1991); Communio (Ed. Esp.) 1988 y 1989; J.B.
MONDIN, Dizionario dei Teologi (Bologna 1992) 81-90; J. GODINER, Jésus, l´Unique. Introduction a la Théologie de
H. U. Von Balthasar (París-Namur 1984); L. ROBERTS, The Theological Aestetics of H.U.Von Balthasar (Washington
1987); H. DANET, Gloire et Croix de Jésus-Christ. L´analogie chez H. U. Von Balthasar comme introduction à sa
théologie (París 1987); J.K.RICHES, The theology of H. U. Von Balthasar, Theology, 75 (1972) 562-570; A. MODA,
Balthasar H. U. Von en: Dizionario dei teologi (Piemme Casale Monferrato 1990) 138-143; G. MARCHESI, La
cristología trinitaria dei H. U. Von Balthasar (Brescia 1997); E. GUERREIRO, H. U. Von Balthasar (Balsamo 1991); P.
MARTINELLI, La morte di Cristo come rivelazione dell´ amore trinitario nella telogoia di H.U. Von Balthasar
(Milano 1996); M. SCHULZ, Incontro con H. U. Von Balthasar (Pregassona 2003); S. GARCÍA ACUÑA, La decisión
cristiana. La fundamentación de la ética cristiana según el pensamiento de H. U. Von Balthasar (Valencia 2002).
sólo necesito: “dejarlo todo y seguirte”, sin hacer planes, sin deseos y sin razones; yo sólo necesito
estar ahí y esperar y ver para qué alguien me podría necesitar”287.
Von Balthasar nació el 12 de agosto de 1905 en Lucerna (Suiza). Nació en el seno de una familia
noble, conocida en Suiza por haber dado personajes ilustres para la Iglesia, el ejército y la vida
política. Una familia culta y conocida. En la pensión de Felsberg, regentada por su abuela y en la
que pasó gran parte de su niñez, se hablaba con toda naturalidad alemán, francés e inglés, nos
cuenta su sobrino y filósofo P. Henrici288.
Curiosamente, Von Balthasar no enseñó teología ni obtuvo el doctorado en dicha disciplina. Es,
en cambio, doctor en Germanística, que obtuvo con una tesis en 1928 sobre Historia del problema
escatológico en la literatura alemana moderna. La hizo a la edad de 23 años, obteniendo Summa
cum laude. Ello suponía una capacidad de lectura y de conocimiento impropia de su edad.
Su verdadera pasión la tenía por la música para la que poseía cualidades extraordinarias, ya que
conocía las obras de Mozart de memoria. Por ello vaciló entre el estudio de la música o de la
literatura, aunque finalmente se fue decantando por la literatura.
En 1929 entró en la Compañía de Jesús. Después de la llamada que sintió en la Selva Negra,
concluido el doctorado y tras la muerte de su madre. Entró en el noviciado cerca de Feldkirch.
Connovicio suyo era A. Grillmeier. Estudió la filosofía en Pullach, el centro de estudios jesuíticos
cerca de Munich y cuatro años de teología en Le Fourvière cerca de Lyon. Allí encontró a Daniélou,
Fessard, Bouillard y sobre todo a De Lubac.
La entrada en la orden, comenta Henrici, significó para él la renuncia a la música, y también a la
literatura. Lo estético no le va a la Compañía de Jesús y la brillantez no es lo propio de los jesuitas,
comenta Hopkins, citado por Henrici289.
En su época de estudios no se entusiasmó por la neoescolástica que se le proporcionaba con su
método analítico tan distinto al que estaba acostumbrado. Tampoco le entusiasmó Le Fourvière
donde no percibe rastro alguno de la Nouvelle Théologie y donde se le daba una teología que, según
él, aprisionaba la Revelación290. Se tapaba los oídos en clase, para leer, mientras tanto, las obras
completas de San Agustín.

Influencias
Mayor influencia habría de tener en él una lección sobre Kierkegaard de R. Guardini que le
impresionó profundamente. Decisiva para su vida fue la figura de Przywara que, aunque no fue
maestro de Von Balthasar (ya que no vivía en Pullach sino en Munich) le obligaba a confrontar el
pensamiento de San Agustín y el de Santo Tomás con Hegel, Scheler y Heidegger. Con Przywara
aprendió a conocer y amar a Santo Tomás, familiarizándose con la noción de ser del Aquinate.
Autor de Analogia entis, el jesuita alemán le introdujo en un concepto de la analogía que habría de
ser decisivo para toda su obra y su pensamiento.
En Le Fourvière experimentó una influencia particular de De Lubac, que le marcó decisivamente
en la comprensión del sobrenatural y le orientó hacia el estudio de los Padres, dedicándose
particularmente al estudio de Orígenes, Gregorio de Nisa y Máximo el Confesor. Su permanencia en
Francia le proporcionó, además, el estudio de Peguy y Bernanos, dándole también la posibilidad de
un encuentro inolvidable con P. Claudel.
Ordenado sacerdote el 26 de julio de 1936 y una vez que comenzara la guerra en 1939, los
superiores le dieron a elegir entre ir a la Gregoriana como profesor o a Basilea como capellán de

287
P. HENRICI, Semblanza de H.U. Von Balthasar: Com: (1989) 360.
288
Ibid., 357.
289
Ibid., 361.
290
Ibid., 362.
estudiantes. Balthasar, comenta Henrici291, eligió Basilea porque el ministerio pastoral le llegaba
más al alma que el de la enseñanza. En Basilea se dedicó con ahínco a la tarea pastoral, dando
tandas de ejercicios y abundantes conferencias. Fue el tiempo que transcurrió entre 1940 y 1948.
Para su tarea de ejercicios había traducido el libro de ejercicios de San Ignacio en 1946.
Pues bien, fue en Basilea donde tuvo dos encuentros que habrían de ser decisivos para él: K.
Barth y A. Von Speyr. El primero le influenció claramente con su cristocentrismo y le marcó
decisivamente con su concepto de analogia entis, que en realidad era una analogia fidei. Tuvo con
él una amistad auténtica y buscó sinceramente su conversión. Conocida es la obra de Von Balthasar
K. Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie (1951)292.
El segundo encuentro con la médico A. Von Speyr fue todavía más decisivo. Su amistad llevó a
una colaboración teológica entre ambos de amplia repercusión. Se trataba de una mujer mística,
cercana al catolicismo desde joven y que se convirtió bajo el influjo de Balthasar. Tuvo experiencias
místicas particularmente sobre la pasión de Cristo que marcaron la teología de Balthasar. Fruto del
trabajo con ella fue la creación de la Comunidad de S. Juan, y en 1947 se fundó la Johannesverlag
en Einsiedeln para publicar las obras de su compañera. Adriana le dictó a Balthasar sus
pensamientos teológicos que actualmente forman 60 volúmenes. Sobre ella ha confesado Von
Balthasar que “tuvo intuiciones teológicas sobre la Trinidad, la encarnación, la cruz y otras muchas
cosas. Todo ello me inspiró desde el final de los años cuarenta en adelante. Mis obras están todas
bajo la óptica de su gran visión católica”293.
A partir de 1940 vinieron para Von Balthasar años difíciles y de crisis, comenta Henrici 294. Aparte
de problemas familiares, la Compañía de Jesús afirma que no puede asumir la responsabilidad de
Von Balthasar con A. Von Speyr y la Comunidad de San Juan. Caen las sospechas sobre De Lubac,
Danielou y otros jesuitas del centro de Le Fourvière y las acusaciones a la Nouvelle Théologie. Son
los tiempos de la Humani generis (1950). “Las sospechas contra su amigo De Lubac le afectaron
profundamente a él y a su obra teológica. Tampoco él se mueve ahora libremente en el campo
teológico. El libro sobre Barth (y la consiguiente polémica con E. Gutwenger sobre el concepto
teológico de naturaleza) sólo se puede comprender plenamente desde esta situación”295.
En noviembre de 1947 habló con el General de la Compañía, el cual le envió a Lyon para una
conversación clarificadora con el P. Rondet. Este no puede reconocer la autenticidad de las visiones
de Adriana ni la misión divina encomendada a Balthasar 296. Balthasar en los ejercicios que hizo de
mes con el P. Mollat en 1948 tomó la decisión de dejar la Compañía; algo que le hizo sufrir
profundamente, porque, según su propia confesión, dejaba entonces su verdadera patria espiritual.
Para él se trataba de obedecer a la certeza interior alcanzada en la oración o la obediencia a sus
superiores. Dejó lo más querido por seguir lo que él pensaba era la voluntad de Dios. Tuvo que
esperar varios años hasta que le recibiera el obispo de Coira (Chur). Si Adriana tenía una misión
eclesial, necesitaba un sacerdote que le ayudara en la misma.
En estos años difíciles escribió Balthasar El laico y el estado religioso (1948), sobre los institutos
seculares. Y en 1952 publica también La demolición de los bastiones, en el que postula la apertura
de la Iglesia al mundo, de modo que los seglares sean fermento en el mundo haciendo visible la
gloria de Dios, saliendo así del gueto en el que la Iglesia se había cerrado durante siglos. Así ve él la
tarea de los seglares en el mundo, dando cauce a lo que la Provida Mater (1947) había avanzado
sobre los institutos seculares. Lo que él busca es la contemplación de Dios en el mundo. También en

291
Ibid., 363.
292
Traducido al italiano: La teologia di Barth (Milano 1985).
293
J.B. MONDIN, O.c., 81.
294
O.c., 369.
295
P. HENRICI, O.c., 370.
296
Ibid.
este periodo en Basilea que va de 1949 a 1965 escribió Von Balthasar los primeros volúmenes de
Gloria, que datan de 1961 y 1962, dando lugar al nacimiento de su famosa trilogía.
Todo ello generó polémicas que, junto con otros motivos, determinaron que Balthasar no fuera a
Roma como perito del concilio. A Balthasar le falló también la salud en estos tiempos, aunque no
cesó de trabajar. Adriana murió en 1967.

La originalidad de Von Balthasar


Imposible hablar de todas las obras de Balthasar. Su pariente Henrici recuerda que, en círculos
familiares, decían que el mismo Balthasar no podría tener tiempo para leer todas las obras escritas
por él.
Antes de entrar en la presentación de las obras de Balthasar, nos parece conveniente hablar de la
originalidad de su pensamiento que ya había esbozado para este tiempo.
La originalidad de Balthasar radica en presentar la teología no en clave analítica como hace la
escolástica, sino en clave de contemplación. Tenía una enorme animadversión frente a la teología
escolástica. Así recorre la vía de los tres trascendentales del ser, en los que se automanifiesta el ser:
el bien, la verdad y la belleza. Y Balthasar da la prioridad a la belleza, a lo bello. ¿Por qué? En
primer lugar, dice, porque es la primera experiencia que hace el niño. Decía así en el symposium
que se tuvo en Madrid en 1988 poco antes de su muerte:
“El hombre no existe más que en el diálogo con su prójimo. El niño es evocado a la conciencia
de sí mismo por el amor, por la sonrisa de su madre. El horizonte del Ser infinito se abre para él en
este encuentro revelándole cuatro cosas: 1) que él es uno en el amor con su madre al tiempo que no
es su madre; 2) que este amor es bueno y, por tanto, todo el Ser es bueno; 3) que este amor es
verdadero y, por consiguiente, el Ser es verdadero; 4) que este amor provoca alegría y gozo, y por
tanto todo Ser es bello”297.
Hay, además, otra razón que le impulsa a Balthasar a partir de lo bello como primer
trascendental: es salvar la objetividad de toda forma de aprehensión, atribuyendo la prioridad del
objeto sobre el sujeto. Balthasar rechaza totalmente la postura de K. Rahner, que pretende
condicionar la Revelación con el apriori trascendental de la conciencia humana 298. Para Balthasar no
debe haber condicionamiento alguno de la realidad que se nos manifiesta en la forma. Lo que
aparece fenomenológicamente es lo que ontológicamente es.
Dice así: “la epifanía del Ser sólo tiene sentido si en la aparición (Erscheinung) captamos la
esencia que se manifiesta (Ding an sich). El niño tiene conocimiento no de una pura aparición, sino
de su propia madre”299. Y comenta así Fisichella: “la autopresentación del ser como pulcrum es lo
que permite ver actuar la identidad del fenómeno y la realidad en sí. En otras palabras, lo que
“aparece” es la realidad misma en sí, así como se presenta al sujeto histórico. No hay por tanto
distinción entre el ser y lo que es constituido por la aparición del pulcrum. Lo que aparece
fenomenológicamente es lo que ontológicamente es”300. Hay, pues, una indisolubilidad entre la
figura de la aparición y lo que ella es en sí misma.
El ser se aparece, tiene una epifanía y ahí nace lo bello, lo que nos maravilla. Al aparecer, se da,
y por ello es bueno. Y al entregarse, se dice, y por ello es verdadero301.
Por ello la forma de conocimiento proporcionada por la percepción del pulcrum crea,
consecuentemente, una relación entre sujeto y objeto, porque aquél se abre a éste.
297
Com: (1988) 286.
298
M. Ureña recuerda que Balthasar consideraba sospechosa la filosofía trascendental de K. Rahner (M. UREÑA,
Fundamentos filosóficos de la obra balthasariana: Com. (1988) 321).
299
Ibid., 286.
300
R. FISICHELLA, Teologia fondamentale in H.U. Von Balthasar en: K. LEHMANN-W. KASPER, O.c., 387.
301
Gloria (Madrid 1985) I, 210.
De este modo la verdad de la forma (Gestalt) no es reconducible a las varias interpretaciones del
sujeto que la percibe, sino que la lleva en sí misma, en el acto de autopresentarse.
El concepto clave de la comprensión estética de Von Balthasar es el de forma (Gestalt). Forma es
lo que revela el absoluto partiendo de sí misma. Como dice Balthasar, la belleza de la forma en la
que aparece el absoluto se le impone al sujeto como alteridad. “No es el sujeto el que pone el acto
en ser; sino que, al contrario, se encuentra en una condición de pura pasividad ante él” 302. La forma
en la que se revela el absoluto se impone como un todo que provoca la contemplación estética y el
éxtasis. Ante la belleza que se impone no vale otra actitud que la de la aceptación llena de estupor.
Balthasar contrapone así la posición teológica de Rahner, que se funda en Kant, con la suya, que se
inspira en la figura de Goethe, indestructiblemente única, orgánica y evolutiva, como dice él mismo
en una entrevista de 1976303. Sencillamente, la forma es el esplendor y la gloria del ser. La forma,
dice Balthasar, “extiende una totalidad de partes o de elementos que reposa en sí misma y que, en
cambio, para su consistencia necesita no sólo de un ambiente, sino del ser en su totalidad, y en esta
su necesidad es (como dice el Cusano) “una representación del absoluto, en cuanto que también
ella, en su propio campo, trasciende, dominando las partes en las que se articula”304.
Así es como, realmente, este concepto de forma es el más apropiado para entender la Revelación
en cuanto expresión de la trascendencia, lo que el filósofo entiende por pulcrum, teológica y
bíblicamente se entiende como kabod o doxa, es decir, como autopresentación de la gloria de Dios y
de su belleza teológica305.
Lo glorioso, dice Balthasar, es en el plano teológico lo que corresponde al bello trascendental en
la filosofía306.
Y así Jesucristo viene a ser la forma, la expresión última y definitiva de la Revelación del Padre.
En Cristo, en cuanto revelación del misterio trinitario no se puede separar lo que es como hombre
de lo que es como Dios. En él, de una vez por todas, se realiza en la historia el único irrepetible que
permite constatar la irradiación de la gloria de Dios en la naturaleza de un hombre. Cristo es el
hombre en el que brilla Dios y Dios que aparece en el hombre Jesús307.
La forma es, pues, un todo que permite ver desde cualquier punto el fondo del absoluto que en
ella se revela, nos permite un perspectivismo rico y variado, pero nunca el relativismo o el
subjetivismo. El pluralismo teológico, dice, no es una opción a gusto del teólogo, llevada a cabo
partiendo de una opción particular, sino consecuencia del hecho de que la forma (Gloria Dei) no
puede ser nunca completamente comprendida. Y comenta Scola: ¿cómo no partir en teología del
aparecer de Dios, de su majestuosa Belleza?308.
De los trascendentales, por tanto, el primero es lo bello y ello da origen a la construcción de una
Estética teológica. Dios se aparece, finalmente, en Jesucristo. Y por ello la Estética, que posee 7
volúmenes, trata sobre todo de percibir la gloria de Dios en la vida, cruz y resurrección de Cristo.
Balthasar dedica dos volúmenes (Gloria 2 y 3) para mostrar la gloria de la Revelación divina tal
como se muestra en el vasto panorama de la teología. Estudia así doce personajes que han sentido el
impacto de la gloria divina: S. Ireneo, S. Agustín, Dionisio Aeropagita, S. Anselmo y S.
Buenaventura entre los teólogos. Y entre los laicos y espirituales: Dante, S. Juan de la Cruz, Pascal,
Hamann, Hopkins y Peguy.
La Dramática, compuesta de cinco volúmenes, trata de estudiar la confrontación directa de la
libertad de Dios con la libertad del hombre. Responde al trascendental de lo bueno. Y, por fin, la
302
R. FISICHELLA, O.c., 388.
303
H. U. VON BALTHASAR, À propos de mon oeuvre. Traversée (Bruxelles 2002) 98.
304
Gloria, 4, 32.
305
Gloria 7, 26-27.
306
À propos...,62.
307
Gloria 1, 408.
308
A. SCOLA, O.c., 41.
Teológica, que se dedica al trascendental de lo verdadero, y que se compone de cuatro volúmenes,
trata el problema de cómo Dios puede ser comprendido por el hombre. ¿Cómo puede una palabra
infinita imprimirse en una palabra finita sin perder su sentido? En esta parte se ha incluido su obra
Wahrheit, escrita en 1947 y que trata de la verdad del mundo y de la verdad de Dios.

El profeta que clama.


Si en relación a Bultmann podemos decir que Barth acentúa la trascendencia de la palabra divina
para que no sea destruida en la interpretación inmanentista de la Biblia, podríamos decir que lo
mismo hace Balthasar con algunos teólogos católicos (Teilhard y Rahner). El que, antes del
Concilio, defendía contra viento y marea el carácter que puede tener la santidad de los laicos en el
mundo, después del Concilio arremete contra interpretaciones del cristianismo que pretenden
rebajar su trascendencia.
En 1965, en el ambiente del postconcilio, publica Balthasar Rechenschaft (rendición de cuentas)
en el que hace balance de sus publicaciones. En él arremete contra la teoría de los cristianos
anónimos de K. Rahner309, viniendo a decir que no hay cristianismo anónimo, ya que el cristiano es
el que muere con Cristo para el mundo, de modo que no podemos olvidar el escándalo del
Evangelio en la secuela de Cristo. Se queja también de que el programa cristiano de apertura al
mundo resulta unilateral, ya que ha perdido el sentido de la contemplación. Un pequeño desliz en el
punto de partida puede traer consecuencias incalculables. El mundo es la finalidad de la redención
de Cristo, y el mundo, desde Adán, sólo se mantiene en pie con la gracia de Cristo310.
Afrontaría más la problemática en Cordula o la seriedad con las cosas (1966), y que constituye
una mordaz sátira postconciliar que ha sido interpretada como un ataque contra Rahner311. Cordula
es una de las once mil vírgenes martirizadas por los hunos y que, por miedo, se escondió en un
barco para ofrecerse al martirio al día siguiente. Recuerda Barbarin que Balthasar utiliza esta figura
para demostrar que la vida cristiana es martirio y que su peor enemigo es la disolución en el espíritu
del mundo312. Balthasar acusa a Rahner de tratar la teología como una antropología y ataca su
concepto de “cristiano anónimo”, viendo en él una contradicción, ya que por definición cristiano es
el que da testimonio de Cristo. “K. Rahner nos libera, dice irónicamente, de una verdadera pesadilla
con su teoría del cristiano anónimo que en todo caso está dispensado del criterio del martirio”313.
Aunque Balthasar demostró aprecio por Rahner, la diferencia que había entre ellos, anota
Henrici314, era de fondo: Rahner procede de Kant, y Balthasar de Goethe y los Santos Padres.
Otro libro de divulgación escrito en 1965 ¿Quién es un cristiano?315 ataca también el espíritu
secularizante del postconcilio. Ataca en concreto a Teilhard por tratar de introducir en el campo de
lo sobrenatural la teoría de la evolución orgánica 316. En general, viene a rechazar la idea de que el
cristianismo sea sólo un humanismo consecuente. Es el santo el que nos dice quién es un cristiano,
pues cristiano es aquél que está con Cristo y vive en Cristo, en la terminología de S. Pablo.
En una palabra, en los años postconciliares, Balthasar no es de aquellos que tratan de rebajar el
dogma para que el cristianismo sea aceptado por el mundo moderno. Es la figura del profeta que
clama contra la infidelidad al Evangelio, el que recuerda que es en las bienventuranzas donde
hemos de percibir el espíritu cristiano; hay, en la última obra, unas páginas preciosas sobre las

309
A. propòs...,41.
310
Ibid.
311
Seriedad con las cosas (Salamanca 1967).
312
PH. BARBARIN, O.c., 58.
313
Seriedad...94.
314
P. HENRICI, O.c., 387.
315
¿Quién es un cristiano? (Salamanca, 1971).
316
Ibid., 60.
bienaventuranzas y el tema de los pequeños317. Para Balthasar, según una expresión acuñada por él,
la teología ha de ser una teología arrodillada (kniende Theologie) pues sabe que la teología descansa
en la obediencia en el amor humilde. En la homilía que Ratzinger leyó en el funeral de Balthasar en
la Hofkirche de Lucerna recordó que el teólogo suizo “sabía que sólo puede hacerse teología a partir
del contacto con el Dios viviente que se produce en la oración” 318. Ratzinger resaltó en la homilía
que la vida de Balthasar fue una pasión por la verdad: “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti:
todo el despliegue de su espíritu es búsqueda de la verdad, búsqueda de la vida. Por todas partes ha
buscado las huellas del Dios viviente, la transparencia de su verdad, las ventanas que se abren hacia
él. Por todas partes intentó descubrir caminos que le sacaran de la cárcel de la finitud y le
condujeran al todo, a lo verdadero”319.
Por otro lado, su talante es de plena comunión con la estructura petrina y jerárquica de la Iglesia.
Recordemos su obra El complejo antirromano, escrito en 1974.
Balthasar habla de la Iglesia como esposa de Cristo y ve en María la mejor realización de la
misma. Conocía el significado de la presencia femenina en la Iglesia, la importancia de la virginidad
y de la maternidad. Y, continúa diciendo Ratzinger, aprendió de María la humildad y la obediencia,
así como la responsabilidad de la acción.
Hay también en Balthasar un profundo amor a San Juan que ve en la figura del apóstol amado,
que deja paso a Pedro para entrar en la tumba del Señor cediéndole la preferencia, un ejemplo de lo
que Balthasar pretende como su misión.
Después del concilio, empezó a reunir a los amigos para realizar la verdadera renovación de la
Iglesia frente a las falsificaciones. Y así nació la revista Communio: “su obra como editor estuvo
animada por la misma voluntad: no le interesaba publicar libros ni tampoco el comercio –hacia lo
cual no se sentía inclinado por naturaleza-; quería oponer la fuerza de las mejores y más puras
fuentes al creciente flujo de la palabrería, ofrecer agua viva y buen pan como alimento en tiempos
de sequía”320.
En los últimos años escribió obras como ¿Qué podemos esperar? (1986) y el Pequeño discurso
sobre el infierno (1987) que dieron lugar a polémica. Nombrado cardenal por el Papa, se resistía por
fidelidad al espíritu ignaciano que caracterizó toda su vida. Murió, justamente, cuando se preparaba
para ir a Roma. De esa forma, comenta Ratzinger, en cierto modo Balthasar pudo seguir siendo él
mismo.
No cabe duda de que, leyendo a Balthasar, uno se identifica frecuentemente con su talante
apostólico y profético y con su amor y su fidelidad a la Verdad, aunque haya en él, a veces, puntos
discutibles que pueden ser mejorados. Las observaciones que haremos de ningún modo quieren
enturbiar el respeto que sentimos por él. Por ello, quisiéramos hacerlo con la misma delicadeza que
usa Von Schönborn cuando critica la concepción balthasariana del descenso de Jesús al infierno de
los condenados321.

317
Ibid., 96 ss.
318
Com: (1998), 351.
319
Ibid., 351.
320
Ibid., 353.
321
CH. VON SCHÖNBORN, Dio inviò suo Figlio (Milano 2002) 241ss.
CAPÍTULO VIII

La Revelación y su manifestación

Al contrario de lo que hicimos con K. Rahner, no vamos a partir de la teoría del conocimiento
que posee Balthasar por la sencilla razón de que no es en él un punto determinante. En toda su obra
está presente la filosofía, pero como recuerda Henrici, entiende la filosofía como un filosofar en la
fe y con la mirada puesta en la teología 322. De ahí la dificultad que presenta la filosofía de Balthasar,
ya que emplea en ella un método que, a decir de Henrici, conduce a la desesperación a todo
intelecto de escuela323. Conoce el núcleo más genuino del pensamiento de Sto. Tomás (el esse
participado por los entes), aunque personalmente no se siente tomista 324 y, de hecho, Sto. Tomás no
aparece en la obra de Gloria como figura junto a S. Buenaventura o S. Anselmo, por ejemplo. Dios
es colocado de forma radical más allá del mundo como el Otro bajo el influjo de K. Barth.
Lo decisivo y el punto de partida de la teología de Balthasar radica en la Revelación y su
manifestación, tratado fundamentalmente en el primer tomo de Gloria y que para muchos es su obra
capital. Y así Balthasar ve el pensamiento del ser en función de la Revelación. En la belleza del ser
cree ver el reflejo de la gloria divina. Para él la filosofía orienta a la Revelación y al esplendor de la
gloria que se manifiesta en Cristo, de modo que, como hemos visto, cambia el orden de los
trascendentales. Y verá también la analogía en el marco de la Revelación. Asi pues, trataremos de la
filosofía de Balthasar en el marco de su teología.

322
P. HENRICI, La filosofía di H.U.Von Balthasar en: K. LEHMANN-W.KASPER, O.c. 307.
323
Ibid., 315.
324
Ibid., 326.
I. LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Hay, pues, en Balthasar una clara preocupación por salvar la objetividad del conocimiento a
partir de la aparición que se da en la forma, como ya hemos visto 325, la percepción obliga al sujeto a
entrar en sintonía con lo que se percibe. Se requiere sólo la sencillez de la mirada.
Ahora bien, la misma percepción de la realidad que se nos manifiesta en la forma nos remite al
infinito. El ser en su globalidad es siempre más de lo que se puede conocer de él. Dice así
Balthasar:
“La forma que se manifiesta sólo es bella porque la complacencia que provoca se funda en que la
verdad y la bondad profundas de la realidad se nos muestran y se nos dan, y este darse y mostrarse
de la realidad se nos revela como algo infinita e inagotablemente valioso y fascinante. En cuanto
revelación de la profundidad, su manifestación es, a la vez y de un modo inseparable, dos cosas:
presencia real de la profundidad, del todo, y referencia real, más allá de sí misma, a esta
profundidad. En las diferentes épocas de la historia del espíritu se ha subrayado, unas veces, el
primer aspecto y, otras, el segundo; bien el carácter concluso y perfecto de la obra clásica (en la que
la forma encierra en sí la profundidad), bien la apertura al infinito de la obra romántica (en la que la
forma se trasciende a sí misma hacia la profundidad). Ambos aspectos son siempre inseparables y
constituyen juntos la figura fundamental del ser. Nosotros “vemos” la forma, pero cuando la vemos
realmente, es decir, cuando no solamente contemplamos la forma separada sino la profundidad que
en ella se manifiesta, la vemos como esplendor, como gloria del ser. Al contemplar esta
profundidad, somos “cautivados” y “arrebatados” por ella, pero (en tanto se trata de lo bello) no de
manera que dejemos detrás de nosotros la forma (horizontal) para sumergirnos (verticalmente) en la
desnuda profundidad”326.
Y, lógicamente, la dialéctica entre la forma y el ser que en ella se revela adquiere su máxima
plenitud cuando la forma, que es Cristo, nos revela la gloria divina. Con el cristianismo es Dios vivo
el que se nos manifiesta. Ahora bien, Cristo, que es la forma de la Revelación, no es medido en su
forma por nada distinto de él, sino por sí mismo. Debe ser acogido tal como se da sin alguna
condición o presupuesto desde el punto de vista subjetivo, de modo que los ojos del espíritu quedan

325
Esta postura realista del conocimiento contrasta con la expresada en Wahrheit (1947) que defendía más bien una
perspectiva fenomenológica, como cuando afirma que el objeto tiene un sentido sólo al ofrecerse a un sujeto
cognoscente, de modo que el objeto sólo encuentra su sentido pleno en el sujeto y por ello el sujeto contiene la medida
del objeto (Teológica 1, 43). El sujeto humano participa de un modo especial en el poder creador de verdad del
entendimiento divino, de modo que el sujeto no ha de limitar su espontaneidad como mero observador pasivo de la
objetividad sin que contribuya a determinarla de forma creadora (Ibid). El conocimiento humano es medido y medidor.
Llama la atención que trate de conceptos abstractos e inintuibles al ser en sí y a la sustancia (67). Los objetos de este
mundo necesitan para ser ellos mismos del ámbito subjetivo (64). La verdad no es una propiedad exclusivamente
inherente al objeto que el sujeto tendría que descubrir. El descubrimiento del sujeto es una parte esencial del
desvelamiento del objeto. Este tiene una verdad objetiva, pero el sujeto le ayuda a ser lo que está determinado a ser. La
verdad es resultado de la interacción del sujeto y del objeto. Según el realismo ingenuo, dice, el objeto lleva en sí su
verdad ontológica y el sujeto se limita a acomodarse a ella (66), pero así no se entiende el fenómeno de la apariencia, lo
único que da a la cosa en sí su integridad y plenitud. La apariencia o emerger del objeto en el ámbito del sujeto es algo
original e indispensable para el objeto. La intuición sensible de las cosas es inmediata y no proclama la esencia del
objeto. Lo que ocurre es que desde la unidad del sujeto, la imagen es interpretada como la expresión del objeto que no
aparece (72). Desde la autoconciencia entra en unidad de intuición con la imagen. Después a esa imagen intuida puede
proporcionarle la unidad de un sentido interior: la unidad del concepto. Pero, como el sujeto experimenta en sí mismo la
diferencia entre el ser propio y el absoluto, puede también atribuir a la imagen una existencia objetiva, estableciendo la
unidad del ser (73).
Como se ve, si el ser en sí, la sustancia no es intuitiva, la conexión entre la la imagen intuitiva que tiene el sujeto de la
cosa conocida y la realidad objetiva la proporciona el mismo sujeto al percibir en sí mismo la distancia entre su ser
propio y el ser absoluto. Dicho en palabras pobres, es el sujeto el que da a la imagen sensible su valor ontológico.
326
Gloria 1, 111.
arrebatados por la nueva luz que se les ofrece en un arrebato de contemplación 327. Y de la misma
manera que no podemos llegar al Dios vivo sino a través del Hijo, “tampoco podemos hablar de la
belleza de Dios prescindiendo de su manifestación, y de la forma que adopta en la historia de la
salvación”328.
La precomprensión del sujeto, en la línea de K. Rahner, no puede condicionar la percepción de la
forma que es Cristo como resplandor de la gloria divina. Se trata de una evidencia del objeto que se
impone a partir del mismo fenómeno.
Pero en la teología fundamental se ha de prescindir de los praeambula fidei, como un saber
previo a la fe adquirido por la razón329. Cristo como forma no puede ser medido desde fuera. “Si es
el único, ninguna medida genérica y externa lo medirá y sólo podrá medirse por sí” 330. No cabe,
pues, un analysis fidei basado en categorías racionales, porque el misterio de Dios en Cristo no se
puede reducir a dichas categorías.
Ciertamente, la forma de revelación que se realiza en Cristo, posee unos signos históricos, pero
si se pretende obtener de ellos un modo de acceso racional al Dios que en ellos se revela, se
convierte de Revelación cristiana en un testimonio humano: “entendida así, la racionalidad de la fe
descansa totalmente en el carácter evidente de los signos que persuade a la razón, porque tanto la
credibilidad de los signos como la exigencia de creer a un testigo fidedigno son verificables. Pero
en este caso, por privilegiado que sea, el testimonio divino queda convertido en uno de tantos. Sus
características propiamente divinas no aparecen, ni para la comprensión o la visión, ni para la fe. En
este modo de considerar los signos, nos encontramos, en definitiva, ante una teoría antropológica de
la fe que carece de dimensión filosófica: la teoría de la fe de la escolástica positiva, tal como la
desarrolló sobre todo la teología jesuítica del barroco y de la neoescolástica”331.
No es esa la forma de entender la respuesta de la fe, ya que ésta se caracteriza por tener como
objeto formal la verdad eterna de Dios, su misterio interior de vida y de amor que introduce con su
iluminación interior al hombre, culminando así su aspiración al infinito. Por esa luz interior el
dinamismo espiritual del hombre queda orientado a la visión misma de Dios. Hay un nuevo objeto
formal que es Dios en su intimidad y que el hombre alcanza por la luz que se le ofrece332.
La primera postura hablaba de la racionabilidad de la fe; la segunda se basa en la fe misma. La
criatura experimenta su realización última cuando se abandona plenamente al amor de Dios que se
le da. Y así Cristo sólo es reconocido como forma propia cuando se le entiende y contempla como
divino-humana. Y sólo con la gracia de Dios se puede contemplar su profundidad divina333.
En una palabra, hay en la fe una evidencia subjetiva. Por la luz de la fe que Dios nos da,
accedemos al testimonio interior de Dios, al margen de toda consideración previa de los
praeambula fidei. En la fe no se parte de premisas lógicas. Si el hombre como espíritu humano
estaba abierto al misterio del ser, ahora con el don de la luz de la fe se abre a la profundidad última
de ese misterio que es Dios mismo. Es la Revelación la que da testimonio de sí misma en nosotros.
Es el instinto interior de la fe por el que Dios nos atrae a sí mismo. Es la luz de la gracia la que nos
ilumina.
En una palabra, la cuestión de la teología fundamental no es la apologética, la certeza que se
adquiere con la razón del hecho de la Revelación, sino que es un problema estético. Una de dos: o
se cree basándose en una certeza racional o bien se cree en cristiano renunciando a dicha certeza,

327
Ibid., 112.
328
Ibid., 113.
329
Ibid., 133.
330
Ibid., 420.
331
Ibid., 138.
332
Ibid., 139.
333
Ibid., 143.
para con los ojos de la fe (Rousselot) y con la luz interna de la fe poder sintetizar los signos 334. Es la
gracia la que otorga la percepción. Es la gracia la que da el sentido de lo divino. A Dios sólo se le
conoce a través de su gracia. Se trata, en definitiva, de la luz de la fe que emana del objeto que se
revela. En Cristo habla la autoridad divina en persona. En Cristo se percibe una cualidad irrepetible
a la luz de la fe sobrenatural. En definitiva, es la gracia la que da el salto de la fe, la luz interior de
los “ojos de la fe”. Los signos (milagros) orientan a la gloria divina que se manifiesta en la forma de
Cristo, pero la conexión sólo se realiza desde la fe 335. Los signos no son pruebas, sino irradiación de
la gloria divina que se contempla en la fe. Nada da credibilidad racional.
Hay una experiencia de la gloria divina. De la misma manera que lo bello exige la reacción total
del hombre, la fe es la resonancia que responde al contenido divino. Es una forma de evidencia, no
fragmentada, sino desmesurada, que plantea una tremenda exigencia a las facultades humanas 336.
Es, sin más, una evidencia subjetiva. No se puede hablar de signos que remitan más allá de sí
mismos, sino Dios que se hace palpable en Cristo: “así pues, conviene recordar en este contexto
todo lo anteriormente dicho al hablar de la evidencia subjetiva, es decir, que en el fenómeno central
de la Revelación no se puede hablar en modo alguno de “signos” que remiten naturalmente a un
“significado” que está más allá de ellos. El hombre Jesús, en su visibilidad, no es un signo que
remite a un “Cristo de la fe” invisible y situado más allá de él, ya se matice esta concepción en un
sentido católico-platonizante, ya se la entienda desde una perspectiva protestante-criticista. Lo que
según las afirmaciones bíblicas es imagen y expresión de Dios es el hombre-Dios indiviso: hombre,
en la medida en que en él resplandece Dios; Dios, en la medida en que se manifiesta en el hombre
Jesús. Lo visto, oído y tocado es el “Verbo de vida” (1Jn 1, 1), y, naturalmente, no en cuanto se
distingue del hombre Jesús, sino en cuanto que está ensamblado con él y forma con él una sola cosa.
Tal es, en definitiva, el núcleo y el nudo de todos los escritos joánicos”337.
Nada, pues, de signos que remiten más allá de sí mismos. La humanidad de Cristo no es un
instrumento ordenado a un fin338.
Así como toda realidad mundana es ocultamiento de Dios y da lugar a una teología negativa, de
modo que la analogía del ser remite más allá, también Dios se oculta en Cristo, pero es, al mismo
tiempo, expresión de toda la esencia trinitaria de Dios, hace propia la palabra humana y se expresa a
través de ella y convierte la cruz en forma o modo de manifestar su amor. “Esto significa que en
Cristo se revela no sólo Dios, sino también el hombre. Dios, en efecto, no se sirve de la naturaleza
humana como de un instrumento exterior, para expresar desde fuera y desde arriba al totalmente
Otro, que es Dios, sino que la asume por dentro, la hace propia y desde ella se expresa a través de su
estructura expresiva ontológica. Esta interioridad de la relación expresiva viene de que Dios es el
creador y no puede abusar de su propia obra y utilizarla para fines que le son ajenos, sino que, al
encarnarse, honra y corona su creación, llevándola a su más íntima consumación. Dicho en términos
abstractos, Dios es el Ser mismo (y no un ente junto a otros entes) que se expresa de un modo
definitivo en el ente que es el hombre”339.
Siendo Cristo la plausibilidad del cristianismo, la forma de su contenido mismo ofrece una
obediencia objetiva en cuanto que brilla a partir del fenómeno mismo: “Por eso es conveniente
definir con precisión qué entendemos por evidencia objetiva. Ha de ser una evidencia que salte a la
vista y brille a partir del fenómeno mismo, no una evidencia que responda simplemente a
necesidades del sujeto. La forma que históricamente viene a nuestro encuentro es en sí misma

334
Ibid., 162.
335
Ibid., 185.
336
Ibid., 183.
337
Ibid., 359.
338
Ibid., 390.
339
Ibid., 408.
convincente, pues la luz que la hace brillar irradia a partir de la forma misma y se muestra de un
modo evidente como una luz que emana de la cosa”340.
La iluminación decisiva radica en Cristo, como figura que se impone en su autenticidad y
evidencia interna, de forma parecida a como se impone una obra de arte. Es una forma que irradia
desde sí al hombre que trata de comprenderla en una irradiación que transforma toda la existencia.
Es una evidencia que irradia desde el fenómeno mismo y que no se puede reducir a la fuerza de la
gracia341.
En Cristo se da una sintonía total entre misión y existencia. Cristo, en cuanto hombre, se
identifica con la misión del Padre. Cristo es, de iure, el encuentro entre existencia y misión divina:
iustitia Dei. En Cristo hay un descenso de Dios a la carne y una introducción de la carne en Dios, de
modo que la encarnación es el acontecimiento que mide toda realidad humana, arquetipo de todo
comportamiento humano y arquetipo de belleza, pues es la belleza que se manifiesta en el hombre.

II. ALGUNAS OBSERVACIONES


Hemos expuesto, pues, lo que constituye la mayor originalidad en la teología de Balthasar: el
hombre, en cuanto tal, percibe en la forma el esplendor del ser, se trata de la belleza de la forma en
la que se revela el absoluto. Este talante estético de su filosofía se transforma en la teología de la
percepción directa de la gloria divina en la imagen de Cristo.
Queremos presentar sobre todo ello algunas observaciones críticas:

1) OBSERVACIONES DE TIPO FILOSÓFICO


1) Es difícil de aceptar que la filosofía, en toda su historia, haya errado al no prestar al
trascendental pulcrum la importancia primordial que Balthasar le da. Personalmente estamos
convencidos de que no es la belleza el primer trascendental, sino el verum.
La belleza tiene la alternativa de la fealdad, pues no es todo bello en este mundo. Lo mismo
ocurre con la bondad que tiene la alternativa de la maldad (lo dañino para la salud, por ejemplo).
Sólo el ser no tiene alternativa alguna, pues la nada no existe. Lo primero que se capta es que hay
realidades y esto ya desde antiguo es lo que producía estupor: lo maravilloso es que existen cosas.
Si puedo distinguir una cosa bella de otra que no lo es, es porque puedo llegar a la verdad de esas
cosas (verum) porque puedo comprobar que son así. Es precisamente porque capto la verdad del ser
por lo que puedo distinguir un ser bello de otro feo. Para captar lo bello es previo captar que hay
algo (el ente en cuanto ente es cognoscible).
En la captación de la belleza, me fijo también en la armonía física del objeto contemplado, la
belleza se observa con los sentidos; en la captación de la bondad, percibo también que las
cualidades físicas del objeto no son dañinas sino favorables. Lo nocivo para la salud lo capto
también con los sentidos. Cuando, en cambio, percibo que hay algo, me limito a confirmar su
existencia. El verum se identifica totalmente con el ente en cuanto ente. Por el verum me limito a
decir que un ser determinado (este lápiz) es una realidad, que existe. El ente no tiene alternativa,
porque la nada no existe; tampoco la tiene el verum, porque la falsedad ontológica no existe. Las
cosas son lo que son, y sólo son inteligibles en cuanto que son.
2)Yo no capto en la forma el esplendor del ser en general, por la sencilla razón de que el ser en
general no existe. Tampoco capto a Dios, aunque la belleza de la forma creada me remite a Él por su
orden y su contingencia. Pero aquí entra ya la reflexión filosófica que busca la causa última que
nunca es vista en sí misma. No cabe duda de que la belleza puede contribuir al hallazgo de la verdad
y de la verdad de Dios; pero no puede sustituir a la reflexión de la razón. Tratándose de una realidad
340
Ibid., 416.
341
Ibid, 417.
como la de Dios, que es extramundana, no se puede llegar a la certeza de su existencia sino por la
dedución de la razón a partir de las criaturas.

2) OBSERVACIONES DE TIPO TEOLÓGICO


Pero el problema, naturalmente, no queda ahí. Es legítimo el rechazo que hace Balthasar del
subjetivismo epistemológico de K. Rahner que condiciona indudablemente el dato revelado, como
ya hemos tenido ocasión de comprobar en la primera parte. Pero el error de un extremo no se
soluciona recurriendo a otro: a dejar la fe sin ningún apoyo racional; sobre todo cuando dicho apoyo
aparece claramente en el valor apologético que la Escritura da a los milagros. Ya hablamos de ello
anteriormente y no lo vamos a repetir. Baste recordar las palabras de Cristo que apelan al
conocimiento de la razón: “si no me creéis a mi, creed al menos por las obras y conocereis que el
Padre está en mí y yo en él” (Jn 10, 38). La fe, lo ha sido siempre la tradición teológica, es oscura
porque, en ningún caso, nos permite ver a Dios. Creo que con Balthasar ha sido la primera vez que
oigo hablar de la evidencia de la fe. Es cierto que S. Juan (Jn 1, 14) dice que en Cristo hemos
contemplado la gloria del Verbo encarnado. Pero esa gloria en realidad nadie la ha visto ya que en el
A. Testamento estaba tamizada por la nube (Ex 33, 201) y en el Verbo está tamizada por la
humanidad de Cristo aunque se transparenta en los milagros como el de Caná, a propósito del cual
Juan advierte que Jesús manifestó su gloria por sus señales (Jn 2, 11); señales, dice la Bíblia de
Jerusalén (Jn 1, 14), por las que Dios mora y actúa en Cristo hasta que llegue la plena manifestación
de la Resurrección (Jn 17,5). La gloria de Cristo nadie la ve, pero se manifiesta por sus milagros
que la prueban. Como bien dice Alfaro, “la experiencia interna sola no es capaz de percibir la
realidad extrasubjetiva de la intervención de Dios que nos salva por Cristo” 342. Se necesita un
conocimiento racional alcanzado mediante los signos que prueban dicha intervención (Jn 3, 2; 9, 32;
10, 38; 15, 24). Sólo por una gracia especial de Dios, que no es la vía normal, se podría tener la
certeza absoluta del misterio de Cristo.
Y, finalmente, la belleza de Cristo, “el más bello de los hombres” (Sal 44, 3), según la
interpretación patrística, que ve en Cristo al esposo de la Iglesia, no se ha de desligar, como bien
revela Ratzinger, en su carta a los participantes en el “Meeting” de Rimini (2002), de la figura del
Siervo de Jahvé “sin figura, sin belleza, le vimos sin aspecto atrayente” (Is. 53, 2). Decía así
Ratzinger con buen juicio: “El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias
alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor “hasta el final” (Jn 13, 1), sabe que la
belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo sufriente comprende también que la
belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo
se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo... La experiencia de lo bello
recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado
desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana santa de Turín nos permite
imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la
auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega “hasta el extremo” y que por ello se
revela más fuerte que la mentira y la violencia”.343
Si en el mundo no hubiera entrado el pecado (Rom 5, 12), que ha esclavizado a la humanidad
sometiéndola al sufrimiento y a la muerte, el esplendor de la creación nos habría conducido a Dios
sin perturbación alguna. Pero, a partir de la tragedia del pecado, la salvación ha necesitado de un
Redentor, que siendo el esplendor de la gloria del Padre (2 Cor 4, 6), ha cargado con la pasión y la
ignominia para librarnos de lo que nadie (y, por supuesto, tampoco la Belleza) nos puede salvar: el
pecado, el sufrimiento y la muerte.

342
J. ALFARO, Fides, Spes, Caritas (Roma 1968) 75.
343
The Beauty and the Truth of Christ: Osser. Rom. (ed. ingl.) 6,11,2002, pp. 6-7.
III. LA FE ES RAZONABLE
De ley ordinaria, este conocimiento cierto de la revelación cristiana no se obtiene por signos
internos. La acción interior de la gracia, generalmente, no es tan grande en sí misma que manifieste
su origen divino. En la mayoría de los creyentes, no es suficientemente clara para legitimar la
certeza de la obligación de creer. Así que esta certeza se obtiene, de ley ordinaria, por los signos
externos.
De esta forma, el conocimiento que el hombre puede tener de la revelación parte de signos
externos y mediante un proceso discursivo: “El conocimiento de los signos de credibilidad, anota
Alfaro344, es anterior al acto de fe (pues en ellos se funda la certeza del deber de creer) y consiste en
una conclusión racional (por el signo se llega a la realidad significada). Es, por tanto, un acto de la
razón: juicio especulativo de credibilidad. Los signos prueban la existencia de la revelación”. Bien
sabemos, sin embargo, que este juicio puede, de hecho, ir implícito en la misma percepción
concreta de la conveniencia y obligatoriedad de creer.
Esta conclusión que el hombre hace del hecho de la revelación a partir de los signos es algo que
corresponde a la capacidad natural del hombre. La gracia no es absolutamente necesaria para que se
pueda realizar, si bien viene a fortalecerla. Por ello, no podemos estar de acuerdo con Rousselot,
cuando defendía que es la misma fe sobrenatural la que nos permite ver la conexión entre el signo y
Dios mismo que se revela en él345. Alfaro advierte que, de ser así, la fe sería absolutamente
necesaria para conocer el hecho de la revelación por los signos externos y supondría que la razón no
tiene ya capacidad natural de conocer a Dios346. Recuerda Alfaro que la revelación tiene efectos
creados y que por ello mismo no exceden la capacidad natural de conocimiento humano, el cual
puede discernir el hecho de la revelación347.
Se trata de un aspecto del problema natural-sobrenatural y el adagio dice que la gracia
perfecciona la naturaleza, pero no la suprime. Pues bien, la fe implica un saber de la razón, y una
razón que no concluye por sí misma es una razón que no sabe. A veces, se piensa que creer es tanto
como suponer, apostar, correr un riesgo, etc. No, la fe implica siempre un saber de la razón y una
razón que no concluye en el hecho de la revelación es una razón que no sabe. Además, si fuera la fe
y no la razón, la que discerniera los signos en cuanto tales, sería la fe la que fundamentaría la fe, un
claro cortocircuito en el que por desgracia se cae hoy en día con harta frecuencia. Es el cortocircuito

344
J. ALFARO, Preámbulos de la fe, naturaleza de la fe, motivos de la fe: Sacr. Mund. 104.
345
P. ROUSSELOT, Les yeux de la foi. Rev. Scien. Rel. 1 (1910) 241-259; 444 - 475.
346
Fides, 75.
347
Ibid., 421.
del fideísmo348. Es claro, además, que si el hombre es responsable de su fe, es porque puede tener un
conocimiento racional de la revelación, de otro modo no sería responsable.

EL VATICANO I
Fue el Vaticano I el que defendió con energía la racionabilidad de la fe contra el fideísmo de
Bautuin, Bonnetty y otros.

El Concilio Vaticano I, después de haber hablado del conocimiento racional del creador por parte
de la criatura, habla en el capítulo 2º del otro camino que tenemos para conocer a Dios, que es la
Revelación que tiene a Dios como autor y causa. A esa Revelación corresponde la fe humana de la
que habla en el capítulo 3º.
A la revelación por parte de Dios responde la fe por parte del hombre, el cual, como criatura que
es, debe a Dios el obsequio de su razón. El Concilio afirma que la fe es totalmente sobrenatural,
proveniente de la gracia de Dios. Con la fe aceptamos como verdadero lo que nos ha sido revelado,
pero no por captar la intrínseca verdad de lo revelado, sino porque en la fe nos apoyamos en la
misma autoridad de Dios, el cual no puede engañarse ni engañarnos:
“Esta fe, que es el principio de la salvación humana, la Iglesia católica profesa que es una virtud
sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que
por él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la
razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos”
(D 3008).

348
En la nueva edición de su obra, al estudiar el concilio Vaticano I, viene a decir Pié-Ninot que “el Vaticano I no da una
definición de estos signos externos (milagros y profecías), pero los califica siempre como signos (y no pruebas) que
muestran el acto de creer como “conforme a la razón” y, a su vez, subraya que están “adaptados a toda inteligencia (D
3009)” (La teología fundamental, Salamanca 2001, 186).
Naturalmente, tiene que reconocer que el Vaticano I afirma “que los milagros pueden ser conocidos con certeza” (D
3034) y que “con ellos puede probarse el origen divino de la religión cristiana” (D 3034), ya que “la recta razón
demuestra los fundamentos de la fe” (D 3019).
Ahora bien, Pié-Ninot señala a continuación que tal prueba de razón no es evidente y, según las actas del concilio, se
trataría sólo de una certeza moral: “Ahora bien, tal prueba no es “evidente”, en el sentido de constringente, puesto que
en las Actas del mismo concilio tal expresión fue mitigada con la fórmula “en algún sentido” (aliquo vero sensu) y la
expresión paralela “credibilidad evidente” (DH 3013) fue explicada como fruto de una certeza tan sólo moral, puesto
que “es creíble aquello que se puede creer prudentemente, y por eso podemos y debemos creer algo si moralmente es
cierto que ha sido revelado o si existen razones moralmente ciertas que lo aconsejen” (Ibid).
En una palabra, sólo es posible una certeza moral del hecho de la revelación, según las Actas del Vaticano I (Ibid, 200).
Lo propio de la teología fundamental no es ni una demostración constringente, ni una opinión, sino que se presenta
como un racionamiento que ofrece una serie de indicios, signos, acontecimientos, perspectivas, valores...
independientes que convergen entre sí y que son capaces de mostrar de esa forma la credibilidad propia de la
Revelación y del acto de creer en ella (Ibid, 211). En una palabra, se trata de una convergencia de indicios que producen
una certeza moral y que deja, por tanto, un espacio a la libertad. Pero no puede haber una demostración racional del
hecho de la Revelación.
No es, por tanto, de extrañar que, a la hora de hablar del milagro como un fenómeno que va más allá de lo natural,
observe que las curaciones que hace Jesús se pueden entender psicológicamente desde lo que se llama una “terapia
superacional”, algo explicable desde la psicología actual como superación por la fuerza de la voluntad (Ibid, 317).
Además, hoy en día no es posible mantener una distinción entre lo naturalmente posible y lo imposible (Ibid, 318). De
ahí que el milagro sólo sea reconocible desde la fe, “es necesaria una fe previa o al menos una apertura a la fe para
reconocer el milagro” (Ibid, 318). Nada, pues, de argumentos que demuestren que lo sucedido supera los fenómenos
humanamente conocidos. Ello iría en contra de la fe como acto libre (Ibid, 319). La verdad es que se trataría, más bien,
de una providencia que la fe nos permite vislumbrar en hechos inesperados que adquieren un significado personal como
hechos providenciales (Ibid, 319).
Si, como se puede ver, se definen los milagros como terapia superacional, no cabe ya posibilidad alguna de mantener su
valor apologético.
La fe es, pues, en sí misma, un don de Dios que mueve al hombre a aceptar el mensaje de Dios
por medio de una iluminación o inspiración del Espíritu Santo que da la suavidad de la adhesión.
Acepto el mensaje apoyado en Dios mismo, en su gracia, en virtud de la cual doy el sí a la
revelación, aunque quizás no entienda el contenido de lo revelado.
Pero esta fe sobrenatural, que es don de Dios, es al mismo tiempo, una fe razonable, es decir: el
hombre antes de dar el asentimiento de fe, debe ver si tiene motivos para creer, pues su adhesión de
corazón no es una adhesión arbitraria, sino una adhesión razonable y responsable:
“Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que a los
auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su Revelación, a saber,
hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente
la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, son signos ciertísimos y acomodados a la inteligencia
de todos de la Revelación divina” (D 3009).
Más adelante, dice el concilio que “sólo la Iglesia católica se refiere al conjunto de signos tan
numerosos y admirables que Dios ha dispuesto para hacer evidente la credibilidad de la fe cristiana”
(D 3013). Incluso en el cap. 4º enseña también el conclio que “la recta razón demuestra los
fundamentos de la fe” (D 3019).
Esta misma doctrina la encontramos en el canon correspondiente: “Si alguno dijese que la
revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos y que, por tanto, los hombres deben
moverse a la fe por la sola experiencia interna de cada uno y por la inspiración privada, sea
anatema” (canon 3. D 3032). Y asimismo: “Si alguno dijese que no puede darse ningún milagro y
que, por ende, todas las narraciones sobre ellos, aun las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que
relegarlos entre las fábulas y mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con certeza y
que con ellos no se prueba legítimamente el origen divino de la religión cristiana, sea anatema”
(Canon 4; D 3034).
Este capítulo 3º, constituye, a juicio del historiador del dogma Vacant, el corazón de la
constitución Dei Filius349.
La primera redacción de este capítulo la debemos a Mons. Martin, obispo de Paderborn. La
Diputación de la fe examinó esta redacción y la discutió el 5, 6, 8 y 9 de marzo de 1870. De acuerdo
con los votos de la Diputación, Mons. Martín modificó el primer texto. Después de ser admitida por
la Diputación, esta nueva redacción fue discutida por el concilio los días 30 y 31 de marzo. Y así se
propusieron 122 enmiendas que fueron examinadas en primer lugar por la Diputación de la fe y,
después, por el concilio los días 6, 7 y 8 de abril. Las enmiendas las encontramos en Mansi350.
Pero comencemos señalando, antes de la respuesta que a dichas enmiendas hace el relator de la
Diputación de la fe, Mons. Martín, la interpretación que él mismo hace del objeto y del plan de los 6
párrafos de dicho capítulo. Hay en él un comentario enormemente instructivo para comprender la
intención del concilio respecto al problema que nos ocupa. Lo transcribimos literalmente: “el
segundo párrafo enseña que la fe, conforme a la razón, cree en la palabra divina que se presenta con
los signos evidentes de su revelación. Este segundo párrafo descarta, por consiguiente, un doble
error, por un lado el error de los racionalistas y, por otro, el del falso pietismo, el cual apela
exclusivamente a la experiencia interna o al testimonio interior del Espíritu, o a una certeza
inmediata. Aunque los motivos de credibilidad sean evidentes por sí mismos y el asentimiento de fe
sea conforme a la razón, la fe no está por ello menos inspirada por la voluntad y sigue siendo libre;
de tal modo que es preciso para la fe una gracia preveniente y adyuvante, de modo que la fe es en sí
mismo un don de Dios”351.

349
A. VACANT, Constitutions du Concile du Vatican d´après les actes du Concile I. Constitution Dei Filius (París
1985) 15.
350
Mansi 51.
351
Mansi 51, 313.
Por un lado, se afirma, pues, la competencia de la razón que se apoya en los signos evidentes de
la revelación y se afirma también que se trata de un acto libre potenciado por la gracia divina, de
modo que la fe es un don de Dios.
No es preciso recalcar demasiado algo que resulta evidente: que, en la actual economía
sobrenatural, el hombre no se acerca a Dios únicamente por la fuerza de su razón, pues de hecho
Dios da al hombre el auxilio interior de su gracia, de modo que el hombre no da ningún paso hacia
Dios, sino ayudado por la gracia.
Debe quedar también claro que la distinción que hacía la escolástica entre juicio especulativo de
credibilidad (por el que a la razón humana le consta mediante los signos el hecho de la Revelación),
juicio práctico de credibilidad (por el que el hombre percibe ya que es bueno y obligatorio para él
creer en Cristo, de modo que percibe en los signos una llamada personal) y el asentimiento de fe no
son tres momentos que necesariamente se deban dar temporalmente distintos, sino tres dimensiones
que se pueden distinguir en el acto de fe. Puede venir la gracia como un don repentino que, después,
necesita desarrollarse por el estudio y la razón.
Dicho esto, nos centramos en lo que aquí nos interesa: la función de la razón en la fe. El concilio
Vaticano I claramente afirma que los signos (milagros) son pruebas externas de la Revelación y
signos ciertísimos de la misma (D 3009); signos que demuestran sin ambigüedad la omnipotencia y
la sabiduría de Dios (D 3009). En el canon 4 (D 3034) se define que los milagros pueden ser
conocidos con certeza y mediante ellos puede probarse eficazmente el origen divino de la religión
cristiana.
Algunas enmiendas que ciertos padres quisieron hacer en el concilio no consiguieron eliminar el
carácter apologético del milagro.
Se suele decir que “demostrar los fundamentos de la fe” (D 3019) no hemos de entenderlo en
sentido estricto, dado que fue mitigado diciendo que se trata de una demostración “aliquo vero
sensu”. Efectivamente hubo una enmienda, la 22 del canon 4º, que pedía que se sustituyera el verbo
demostrar por el de probar, porque el verbo demostrar, decía E. Gandolfo, implica una certeza
apodíctica que se distingue de la certeza moral que es la única que se puede tener en Dios desde los
motivos de credibilidad352.
La Diputación se negó al cambio, diciendo que “si bien la verdad intrínseca de la fe no se
demuestra, se puede ciertamente demostrar los fundamentos de la misma en cierto sentido
verdadero”353. El concilio lo que quiere decir es que no podemos demostrar la verdad interna de la
fe, los misterios; pero sí los fundamentos de la fe. Fidei fundamenta, como anota Alfaro354, se
refiere al hecho mismo de la Revelación según las actas del concilio.
En torno a la fórmula “credibilidad evidente” de la fe cristiana (D 3013) se pidió en la enmienda
69 del cap. 3º que se sustituyera evidente por cierta e indudable. Era Jandel, general de los
dominicos, que objetaba que decir evidente es hablar de una conclusión necesaria 355. Se rechazó la
enmienda, porque se ha dicho “según Sto. Tomás y la sentencia común de los teólogos los signos de
credibilidad son evidentes”356. Ciertamente no será nunca una demostración que, como la empírica o
la matemática elimina la libertad (esto es lo que quiere rechazar el concilio) pero sí un demostración
filosófica que, partiendo de los efectos, tiene a Dios como causa que no se ve y que, por tanto, no
elimina la libertad.

352
Mansi 51, 245.
353
Mansi 51, 369.
354
J. ALFARO, Fides, spes, caritas (Roma 1968) 383.
355
Mansi 51, 229-220.
356
Mansi 51, 326.
No vale decir que L. Meurin357 pidió que se mantuviera el término de evidente, pues lo entendía
en el sentido de certeza moral. La Diputación no le respondió porque no negaba el término evidente.
Y, en todo caso, la mente del concilio se identifica con la de Sto. Tomás, como hemos visto.
Si acudimos a la doctrina de Sto. Tomás a la que apela el concilio, veremos que trata del milagro
en la 3ª parte, diciendo que los milagros “sólo se pueden realizar por el poder divino, ya que sólo
Dios puede cambiar el orden de la naturaleza, lo cual pertenece a la definición de milagro” (III, q.
43, a.2). Dice efectivamente que el milagro es necesario para confirmar la verdad que alguien
enseña, pues, “puesto que no se pueden probar aquellas cosas de fe que exceden a la razón humana,
es preciso que sean probadas por el argumento del poder divino, porque, cuando alguien hace cosas
que sólo Dios puede hacer, se crea como procedentes de Dios aquellas cosas que se predican” (III,
q. 43, a. 1). En el caso de Cristo había que dejar claro que Dios está en él no por la gracia de la
adopción, sino de la unión, y que su doctrina sobrenatural procedía de Dios (III, q. 43, a.1). Así los
milagros fueron hechos por Cristo para confirmar su doctrina y mostrar el poder divino que obraba
en él (III, q. 43, a.3). Por ello eran suficientes para manifestar su divinidad, puesto que “trascendían
todo poder humano y sólo podían ser realizados por el divino” (III, q. 43, a.4). Si su doctrina no
fuera verdadera, no quedaría confirmada por el poder divino (III, q. 43, a. 4,3). Así, puesto que sólo
Dios puede hacer milagros con el poder propio, así queda claro que Cristo es Dios por cualquiera de
los milagros que hizo con su propio poder (III, q. 43, a. 4, ad 3).
Santo Tomás viene a decir que la fe no es una opinión, pues la opinión implica la duda y el
miedo a errar, sino que posee una certeza sin miedo (II-II, q. 1, a. 45) y dice que el hombre no
creería en las cosas de la fe si no viera que tiene que creerlas o bien por la evidencia de los signos o
por otro modo semejante (Ibid., ad 2).
Así pues, Sto. Tomás no habla de certeza moral. Dice que los milagros de Cristo prueban su
divinidad y la confirman con claridad, y habla de signos evidentes. Se podría interpretar por tanto la
“credibilidad evidente” del Vaticano I diciendo que se trata de milagros que en tal manera
trascienden el poder humano que sólo pueden ser realizados por el poder divino. Es evidente que no
hay otra explicación.
Sobre el “rite probari” del canon 4 (D 3034) no se presentó enmienda alguna.
Ahora bien, es cierto que el canon 5º (D 3035) condena al que niegue que el asentimiento de fe
es libre o diga que se produce necesariamente por argumentos de la razón humana.
Mons. Martín explicó, ante las demandas habidas, que lo que el concilio quiere confirmar es que
el acto de fe es libre y que no es producido por argumentos constringentes (nöthigenden Gründen).
Hay, pues, una demostración de hecho de la Revelación y, sin embargo, el hombre no pierde la
libertad ante ella, ni la necesidad de la gracia. No se trata de argumentos que eliminen la libertad. Ya
al principio, Mons. Martín había expresado la intención de mantener que los argumentos de la fe
son evidentes y que el acto de la fe es libre. Explicar esto pertenece ya a la teología.

IV. LA FE ES UN DON SOBRENATURAL


Pero la fe es también un don sobrenatural de Dios.
La gracia hace que el hombre se experimente a sí mismo, en lo más profundo de su conciencia,
como llamado a la intimidad de Dios. Y es así como el hombre se apoya directamente en Dios por
medio de la atracción de la gracia. Pero al tiempo que se apoya ahora en Dios de una forma inefable
porque participa ya de la intimidad divina (fe sobrenatural), el hombre no deja de apoyarse en ese
momento en los motivos que tiene para creer.
En el acto de justificación la gracia de Dios y la libertad humana son concausas (a distinto nivel)
de la misma. En el asentimiento de fe también la gracia interior y la decisión libre y razonable del

357
Mansi 51, 235.
hombre actúan como concausas a distinto nivel. Por la razón sola, el hombre no podría entrar en la
intimidad divina. La fe, en su dimensión sobrenatural, no puede ser producida por el hombre. Es
puro don. Pero el asentimiento de fe no deja nunca de ser libre y razonable. El asentimiento de fe es
fruto de esas dos dimensiones. La prueba racional de la fe no produce el don interno de la misma.
Su causalidad en el acto de fe es meramente receptiva, de la misma manera que la libertad humana
no produce la gracia sino que su causalidad es meramente receptiva. Imaginemos que tengo dos
vasos abiertos a recibir el agua que otro me quiere dar. Uno de ellos lo tapo con la mano y el agua
no entra. Esto es el pecado: toda su acción es propia del hombre que no deja entrar la gracia. En
cambio, el otro vaso lo dejo abierto y se llena de agua. Eso es lo que ocurre con la cooperación de la
libertad: podía cerrar la apertura que el espíritu humano tiene para la gracia (potencia obediencial) y
he decidido no cerrarla. Por lo tanto, el acto salvífico es todo de Dios en su entidad y es también
mío, porque no me he opuesto a él. Ahora bien, esta causalidad de la libertad frente a la gracia es
meramente receptiva.
Pues bien, con la prueba racional yo no produzco la gracia de la fe, lo que hago es abrirme a ella
con una recepción libre y razonable. Mi causalidad es sólo receptiva. Por mi razón no entro en la
intimidad divina, mi conocimiento es externo y mediado (analógico), no es directo ni inmediato, no
me permite participar de la intimidad divina. Pero con ese conocimiento sé con certeza que Dios se
ha revelado y me abro a su intimidad. Es una disposición, firme y cierta, que me abre más al don de
Dios. El hombre se abre y Dios se entrega en su intimidad. El hombre con el milagro se abre a Dios,
al tiempo que Dios con su gracia le ofrece ya su intimidad. Razón y gracia intervienen juntas, pero
la razón sólo tiene una causalidad receptiva. No produce por sí misma la gracia. Conoce con certeza
que Dios está llamando y se abre a la intimidad divina que sólo como don puede recibir.
En esta entrega del hombre a Dios bajo la acción interior de la gracia, el hombre pone toda su
confianza en Él. Se abandona a Él por la confianza interior, dejando en sus manos sus
preocupaciones y su futuro. El hombre confía así en Dios de forma radical, y esto es lo que a Él más
le gusta, como vemos con Cristo en el encuentro con la cananea (Mc 7, 24 ss). Nada le gusta a Dios
tanto como el abandono confiado en sus manos. En medio de sus preocupaciones, el hombre puede
decirse a sí mismo: “Dios me sacará adelante”. Es la acción inefable de la gracia por la que el
hombre se siente apoyado en Dios y confiando en Él. Sin esta dimensión de abandono, la fe
perdería su dimensión más honda y entrañable. Creer es apoyarse en Dios (recordemos: heemin), en
su interna credibilidad. Es apoyar la vida en Él.
Pues bien, de este modo el hombre cree, en definitiva, apoyado en Dios mismo, por el don
interno de la fe, y acepta el mensaje no por su intrínseca inteligibilidad, sino apoyado en Dios que
no puede engañarse ni engañarnos. De ahí que la fe sea absolutamente cierta, pues se apoya en el
mismo Dios, por la acción de la gracia.
Hablamos ahora de la certeza sobrenatural (no de la natural adquirida por los signos). Es una
certeza que se debe a la iluminación interior de Dios mismo. Se trata de una certeza sobrenatural
que permite al hombre superar su modo natural de conocer y apoyarse en el testimonio interior de
Dios según su credibilidad transcendente. “Al creer en Dios, dice Alfaro, el hombre conoce la
realidad revelada a través del conocimiento inefable que Dios tiene de ella y, por consiguiente,
participa en la conciencia divina; la fe es una participación divinizante y supercreatural en la vida
misma de Dios (Santo Tomás De ver, q. 14, a.8: I-II, q. 62, a. 1, ad 1; q. 110, a 4; II-II, q. 1, a. 1; q.
17, a. 6)”358. Al mismo tiempo, la fe es oscura, pues esa iluminación interior no es tal que nos
permita ver a Dios. La fe implica la paradoja de ser, al mismo tiempo, absolutamente cierta
(participa de la certeza de Dios) y esencialmente oscura. El creyente no acepta la revelación divina
porque entienda la verdad del misterio o porque vea al Dios que se revela. Por eso es oscura.

358
J. ALFARO Preámbulos de la fe, naturaleza de la fe, motivación de la fe; Sacr. Mund 3, 112.
En el acto de fe no se ve, pues, a Dios; pero comienza ya una dinámina de participación en la
intimidad de Dios que explotará un día en la visión. Dios fortalece ya nuestra debilidad por la
acción interna de su gracia.

V. ¿ES COMPATIBLE LA DEMOSTRACIÓN Y LA FE?


Recordemos que Balthasar decía: o se cree en la certeza racional de los signos o bien se cree en
cristiano renunciando a dicha certeza y entregándose a Dios por el don interior de la gracia. Sin
embargo, este dilema no existe.
Quede claro, antes de entrar en la explicación teológica, que admito, junto al parecer de muchos
teólogos, que para la mayoría de los fieles basta que tengan una certerza moral del hecho de la
Revelación, que excluya toda duda prudente en contra. A esto no obsta, sin embargo, que se pueda y
que se deba, cuando sea preciso, mantener la prueba racional de la Revelación, que se afirma en la
Escritura y en el Vaticano I. La Humani Generis explicita también que el hombre tiene la capacidad
física de conocer el hecho de la Revelación con anterioridad a la fe. La encíclica habla de los
“signos tan numerosos e impresionantes dados por Dios, con los cuales puede demostrarse el origen
divino de la religión cristiana, aun a la luz de la sola razón natural” (D 3876).
¿Cómo es posible compaginar la luz interior y gratuita del don de la fe y la racionalidad?
Veamos.
a) Por un lado, toda demostración que se haga de la Revelación por los signos es una
demostración mediada por ellos, de modo que Dios sigue siendo el Deus absconditus. Por ello,
mientras el hombre no llegue a la visión, es libre de hacer lo que quiera. Por muchas pruebas que
Cristo dio, los fariseos no quisieron aceptarle. Por ello mismo, son responsables de no haber creído
(Jn 15, 24).
Ese don de la gracia permite al hombre apoyarse directa e inmediatamente en Dios, entrar en su
intimidad, en la atracción de su persona, permitiéndose entrar en su intimidad. Los signos externos
nos permiten discernir el hecho de la Revelación, llegar a él por medio de una deducción de la
razón, pero no nos permiten gozar de la intimidad divina. Son siempre mediación y apertura a la
gracia. Esta es la función elevante de la gracia. Esta gracia que le introduce al hombre en la
intimidad divina, le hace partícipe de su conocimiento, de su amor, de su firmeza. La fe es mucho
más que la adhesión intelectual a un testimonio externo de Dios, mucho más que la aceptación de
un mensaje suyo; la fe es entrega y participación, a un mismo tiempo, de la intimidad personal de
Dios.
b) Supone, por otro lado, el fortalecimiento de la voluntad humana para dar el paso, ya que,
hemos dicho, la decisión de entregarse a Dios supone para el hombre una decisión que cambia su
vida. El hombre vacila, y la gracia, como don, le sale al paso para fortalecer su voluntad (y también
sana la razón en el ejercicio natural que hace de discernimiento).
El hombre, en el asentimiento de fe, no deja de ser hombre y razonable. La racionabilidad se
extiende en todo el proceso de la fe. No es que, en el asentimiento, el hombre pueda dejar de ser
hombre y hombre razonable. Lo que ocurre es que, al mismo tiempo que el hombre busca a Dios, en
este orden sobrenatural en el que nos movemos Dios le sale al encuentro con su gracia. El acto de fe
no deja de ser humano, porque sea sobrenatural; ni deja de ser sobrenatural, porque sea humano. En
todo el proceso de la fe actúa el hombre con su voluntad libre y con su razón, y en todo ese proceso
no deja de actuar la gracia de Dios, de la misma manera que en el proceso de justificación, de
principio a fin, no deja de actuar la gracia ni la libertad del hombre. La sincronía de gracia y
librertad en la justificación, se convierte en el acto de fe en sincronía de gracia y decisión libre y
razonable.
No hay un momento de razón que no se ejerza con el acompañamiento de la gracia, pero la razón
tiene también una autonomía cognoscitiva. Sin ella eliminamos una dimensión católica y bíblica de
la fe. No se puede uno oponer al racionalismo reduccionista de Rahner, para defender una visión
deshumanizada de la fe. La gracia no elimina nunca la autonomía de la naturaleza. Suprimir la
autonomía cognoscitiva que posee el hombre en su encuentro con Dios es deshumanizar la fe. No se
trata de controlar a Dios, sino de controlar la propia decisión humana en cuanto responsable que es.
Y, por otro lado, la función de la razón que prueba el hecho de la Revelación, no es sino apertura y
receptividad de la gracia. Los signos nos dan la certeza de que Dios se revela; pero como mediación
que son, son al mismo tiempo invitación a abrirnos al don de la gracia. Y sólo la gracia nos
introduce en la intimidad de Dios.359

359
Cf. J. A. SAYÉS, Teología de la fe (San Pablo, Madrid 2005).
CAPÍTULO IX

Cristología

En el tema de la Cristología se nota, por parte de Balthasar, una gran preparación respecto al
problema histórico-crítico de los evangelios. Y, lógicamente, hay en él una preocupación por
escuchar el dato revelado, la palabra misma de Cristo. Pero en todo ello nos mostramos de acuerdo
con él y, no necesitamos detenernos. Hay otros puntos, sin embargo, en su Cristología que bien
merecen una buena inmersión en su pensamiento. Se trata de la unión hipostática, la teología del
sábado santo, la fe de Cristo y, en conexión con el sábado santo, sus obras sobre el infierno.

I. LA UNIÓN HIPOSTÁTICA
Para pergeñar el concepto de persona en Cristo, Balthasar recurre al de misión. No se puede
hablar de persona en Cristo de una manera ahistórica y estática al margen de la soteriología. Para
preguntarse ¿quién es Cristo?, hay que preguntarse: ¿cuál es su función?360.
Cristo habla en los evangelios de “ser enviado”, de “haber venido”. Marcos dice: “para esto he
salido” (Mc 1, 38). Es sobre todo en S. Juan donde aparecen fórmulas de este tipo: “salí del Padre y
vine al mundo” (Jn 16, 28). Con la fórmula joánea se expresa el carácter único de la persona de
Jesús a través de la doble unicidad de su unión trinitaria con el Padre y el objetivo soteriológico de
su misión. Una y otra no se yuxtaponen, ya que en la Trinidad el enviado tiene una relación de
obediencia dentro del acto de donación del Padre361. “El Padre es el que envía, el que en el acto de
envío funda toda la existencia de Jesús sobre la tierra, el que responde de ella y el que la acompaña,
el que determina desde el principio su meta, la salvación del mundo” 362. Cristo vive, al cumplir la
misión del Padre, de modo que la misión tiene su origen en la procesión originaria de Dios, lo que
presupone un haber sido ya en Dios (Jn 1, 18)363.
En contra de lo afirmado por Rahner, no hay identidad entre la Trinidad económica y la
inmanente: hay una diferencia entre proceder del Padre desde toda la eternidad y la misión del Hijo
que se realiza en el tiempo. Las leyes de la economía se fundan en la de la Trinidad inmanente.
Ahora bien, teniendo en cuenta a Nicea y Calcedonia, la persona entera del Hijo está
comprometida en su quehacer mundano y con la misión sólo puede desarrollarse en el decurso

360
Teodramática (Madrid 31993) 143.
361
Ibid, 146-147.
362
Ibid, 147.
363
Ibid.
temporal, particularmente en la “hora”; “permanece en su existencia-misión una unidad paradójica
al ser (ya-desde-siempre) y devenir”364. “Debido además a que el sujeto en el que se identifican
persona y misión no puede ser más que divino, se puede afirmar que en realidad el ser de Dios está
en devenir”365.
Si no entendemos mal, lo que viene a decir Balthasar es que, aunque la processio difiera de la
missio, en la encarnación del Hijo se identifica el ser divino y el devenir. La persona entera del Hijo
está totalmente comprometida en el quehacer humano. Ello se debe a que la misión no se yuxtapone
como algo externo al yo de Cristo, sino que su yo es idéntico con ella desde siempre. El yo de
Cristo es el que desde siempre tiene el encargo de llevar a cumplimiento la redención: “Ello
consiste en que la misión no queda depositada sobre su yo como algo externo, como una “ley”: su
yo es idéntico con ella. De este modo se diferencia radicalmente de todos los personajes
veterotestamentarios. Por otro lado, esta misión es en su conciencia ya una misión sin que sea pre-
pensable: no algo sobre lo que él, como un yo privado y autónomo, hubiera reflexionado en un
momento indeterminado y lo hubiera entonces asumido. Él es, por el contrario, el que desde
siempre tiene el encargo, más aún, es el encargo, de llevar a cumplimiento ese momento universal,
para lo cual todo se ha conformado en él, memoria, razón y voluntad libre. No se dirá
“instrumentalmente”, pues con este término se otorgaría a la misión preeminencia sobre el yo,
cuando en realidad debe estar adherido a la identidad; pero tampoco se podrá entender la
conformación como algo accidental porque Jesús es este hombre determinado precisamente a causa
de su misión”366.
La misión que tiene Jesús es la misión que tiene desde siempre. No hay en Cristo un yo al
margen de la misión, sino que la autoconciencia de Cristo es conciencia de su misión. La conciencia
de su relación con Dios está en su misión, ya que él desde siempre abarca y afirma plenamente su
misión367. No es posible preguntarse ¿quién soy yo? al margen de su misión. Quién es él, se le dice
de modo exhaustivo en el envío. La concepción de Dios que tiene Jesús no dice relación a su propia
condición de ser Dios, es decir, a la divinidad en general, sino a la relación histórica yo-tú que
mantiene con el Padre. No se puede hablar de una conciencia divina permanente y metahistórica. La
conciencia que Jesús tiene de Dios está limitada a su missio 368. En una palabra, la conciencia que
Jesús tiene de ser Dios no acontece atemporalmente en relación a la divinidad, sino que acontece de
modo histórico, en el ejercicio de su misión.
Por ello la conciencia de Cristo va despertando en el ejercicio de su misión, de modo que no se le
puede atribuir un conocimiento perfecto de todo desde el principio. La conciencia de Jesús es un
saberse recibido del Padre que va despertando históricamente. La conciencia de haber recibido la
misión del Padre y de encarnarla en el mundo es algo imprepensable, pues es la conciencia de
haberse identificado con una tarea histórica. Nada de atribuir a Cristo una omniesciencia. El
misterio de Cristo hay que verlo en y desde la misión.
Entrando en la ontología, si en Cristo hay un hombre entero, si es sujeto humano ¿cómo puede
presentarse como persona divina? O ¿cómo no hablar en él de dos personas, la divina y la humana?
Se entra así en el problema ontológico y en la posible distinción de naturaleza y persona que tantos
heridas, dice, ha causado. ¿Cómo ser único y ser doble?
Respecto al concepto humano de persona, hay que observar, dice, que todo sujeto humano se
sabe incomunicable, que es de un modo irrepetible, y toma también conciencia de sí en la relación
con el tú, pero la seguridad de lo que es sólo puede surgir de la misión que Dios le encomienda.
Esto es lo que ha ocurrido con Cristo en un modo arquetípico, en cuanto que a él se la adjudicó su
364
Ibid., 150.
365
Ibid.
366
Ibid., 159-160.
367
Ibid., 163.
368
Ibid., 164.
definición eterna (“tu eres mi Hijo amado”) en la medida en que se le entregó de forma
imprepensable su misión universal369.
En el marco de las escuelas cristológicas (Antioquía y Alejandría) se dio un doble concepto de
persona: el concepto de la escuela de Antioquía, que procedía de los PP. Capadocios ponía la
persona en la individuación de la naturaleza y terminó fracasando con Nestorio. La escuela de
Alejandría, dice, no analizó el concepto de persona. Cirilo no ofreció una definición filosófica del
mismo, aunque pensaba en la unidad personal del Hijo hecho hombre. En Calcedonia las dos
naturalezas aparecen unidas en la persona, hasta el punto que, más tarde, se hará la afirmación de
que “uno de la Trinidad ha padecido”.
No se encontró, dice, una conceptualización para la persona y a pesar de todos los esfuerzos no
se rebasó el planteamiento de los capadocios 370. Sin embargo, afirma Balthasar que “entre los
griegos se mantiene hipóstasis como un concepto aplicable a todos los niveles del ser, que en el
nivel de lo espiritual designa al sujeto espiritual individual. También Máximo el Confesor conoce la
hipóstasis en todos los niveles del ser como kath´heauton de una ousia; en el nivel del espíritu ella
indica el “quien”, el cual es (como ya dijeron los capadocios), el titular de una naturaleza”371.
Tampoco la escolástica le merece mucha confianza al delimitar el concepto de persona, para
terminar confesando que es Dios el que determina la persona con la misión que le confiere. “No
merece la pena toda esta especulación para determinar filosóficamente el concepto de persona
frente al de sujeto espiritual, cuando lo que se está tratando es la determinación teológica del ser
personal de Cristo (y por tanto también de la determinación igualmente teológica del ser personal de
otros en Cristo). Volvemos por tanto a nuestro punto de partida: más allá de todas las características
del sujeto espiritual dentro de un género (hombre), características todas ellas empíricas y que no
consiguen más que una delimitación aproximativa, es únicamente Dios el que puede determinar y
designar a este sujeto en su peculiaridad cualitativa, y esta determinación expresa en el caso
arquetípico único, a un tiempo el quién y el para qué, el sentido, el cometido y la misión. En la
identidad de ambos aspectos radica la diferencia de Jesús frente a otros sujetos (como por ejemplo
un profeta) dotados de un cometido especial y personalizador, y él se comporta también de un modo
análogo, él no transmite un encargo divino, sino que es la palabra personal de Dios. Pero in Christo
subsiste para cada hombre la esperanza no de permanecer meramente como un sujeto espiritual
individual, sino de convertirse desde la óptica de Dios en una persona con un cometido igualmente
determinado in Christo”372.
Asi pues, en la identidad de la persona y de la misión que en Cristo se realiza radica la diferencia
con otras personas (profetas) dotadas de misión.
Así pues, nada de pensar en un concepto de persona que haga de síntesis entre dos naturalezas;
pero tampoco se relaciona lo finito con lo infinito de una manera equívoca. El problema es, pues,
cómo salvar la unión cuando se da una diversidad. La forma de entenderlo es diciendo que en Cristo
se da un sujeto plenamente humano que vive su conciencia humana como misión de que tiene que
revelar el cometido recibido del Padre. “Jesús no vive para realizarse como el ejemplo supremo del
género humano, sino exclusivamente para llevar a cabo la voluntad del Padre”373.
“No es que Jesús siga una misión extraña tomada antes de la creación. Entre su entendimiento de
la misión paterna y su decisión por cumplirla no se inserta ninguna instancia intermedia” 374. No se
puede atribuir una doble conciencia al Logos encarnado375. “La misión de la que Jesús es consciente
369
Ibid., 194.
370
Ibid., 201.
371
Ibid., 203.
372
Ibid., 204-205.
373
Ibid., 209.
374
Ibid., 210.
375
Ibid., 211.
es la misión del Hijo único. Sabe que en cuanto hombre hace lo que el Logos quiere hacer; o lo que
es lo mismo: el hombre Jesús sabe que lo que él hace en libertad es la acción del Hijo de Dios” 376.
Hay, pues, la identificación del Logos con la conciencia de un sujeto espiritual humano 377. Dicho de
otra forma, el sujeto humano que es Jesús toma conciencia de ser el Hijo de Dios en el momento
que toma conciencia de su misión. En el descubrimiento de su misión descubre su condición de
Hijo de Dios, enviado por el Padre. No hay que dividir al Hijo de Dios en uno que cumple su
mandato en la tierra y otro que permanece en el cielo 378. “El enviado es un ser único que, inalterable
en cuanto eterno, permanece en el tiempo”379. “Hay una identidad entre su conciencia de su yo y de
su misión. Sólo una misión que sea universal puede ser idéntica con la conciencia del yo, aunque su
realización absorbe el tiempo de toda una vida”380.
El lector habrá podido comprobar la complejidad de este pensamiento balthasariano. Y no es tarea
fácil el desmadejarlo a continuación.

Algunas observaciones.
a)En primer lugar habría que responder que, desde el punto de vista histórico del dogma, no se
puede afirmar que la escuela de Alejandría no rebasó el planteamiento de los capadocios. Es verdad
que utilizó un concepto no técnico de persona, sino más bien intuitivo: en Cristo hay un solo sujeto
que gestiona las dos naturalezas, divina y humana, a las que une al mismo tiempo. Es “el uno y el
mismo” que es Dios, por un lado, y hombre, por otro. Personalmente pensamos que este concepto
de persona se puede definir como sujeto de naturaleza racional, como ya indicamos en el capítulo
cuarto.
b) Otra cosa que está clara es que el Hijo eterno preexistente es persona por su procedencia del
Padre e independientemente de su misión, aunque ésta sea concorde con la procedencia eterna del
Padre. Esto es importante. Ciertamente, cuando Balthasar afirma que no hay que dividir al Hijo de
Dios en uno que cumple el mandato en la tierra y otro que permanece inalterable en el cielo, hay
que recordar que en Cristo no hay dos yoes, dos sujetos distintos. Olvida Balthasar que ese único yo
tiene un ser inalterable en el cielo y otro histórico en la tierra. Si no se acepta esta distinción de dos
seres (dos naturalezas gestionadas por un único yo), se termina diciendo con Balthasar que en Cristo
hay un único ser que “en cuanto eterno permanece en el tiempo”, lo cual es un despropósito.
c) En Cristo no se puede hablar de una sola conciencia que tomará con su misión. En Cristo hay
una conciencia eterna si es Dios como el Padre. Y no deja de ser una contradicción decir que, en
cuanto eterno, permanece en el tiempo. En cuanto eterno permanece en el ser eterno de Dios.
d) Se puede afirmar que Cristo haya tomado conciencia humana de su identidad divina en el
curso del tiempo381, porque, ciertamente, mientras no llega al desarrollo de su conciencia humana,
no puede tomar humanamente conciencia de su identidad divina, pero hay que admitir una doble
conciencia, divina y humana, si se trata de alguien que es Dios y es hombre. De otra manera se cae
en la contradicción de decir que la conciencia de ser el Hijo de Dios es, en sí misma, una conciencia
histórica, de la que no se podría afirmar que haya existido siempre. Una cosa es que Cristo, en el
desarrollo histórico de su conciencia humana, haya tenido un momento en el que ha tomado
conciencia humana de su ser divino, y otra hacer de la conciencia divina de Cristo una conciencia
no eterna, sino histórica.

376
Ibid., 211.
377
Ibid., 211.
378
Ibid., 212.
379
Ibid.
380
Ibid., 214.
381
Cf. J. A. SAYÉS, Señor y Cristo, 383 ss.
e) La única forma de unir en Cristo lo que es distinto (el ser divino y humano) es afirmar que el
único sujeto que hay en Cristo, el Verbo, posee un ser divino antes de la misión, y asume en la
encarnación un ser humano. Se trata de un único sujeto que, desde ese momento, une y gestiona las
dos naturalezas que hay en él. De ese único sujeto se puede decir a la vez que es Dios y que es
hombre. Si decimos que Jesús es un sujeto humano que ha recibido una misión divina y universal
con la que se identifica, no superamos, sino en grado, la condición de los profetas. Pero la
diferencia entre Cristo y los profetas no es de gracia, sino de naturaleza. Calcedonia sigue siendo
válido. Y la experiencia dice que fue una síntesis logradísima. Todo intento de perfeccionarla
eliminando sus afirmaciones básicas suele conducir al nestorianismo o al adopcionismo382.

II. LA FE DE CRISTO
Hay un capítulo en la teología de Balthasar, el de la fe de Cristo, que siempre me resultaba
sospechoso y me provocaba interrogantes. Pero quizá tenga que ver con lo que hemos estudiado
anteriormente: Cristo como sujeto humano encargado de una misión universal por el Padre. Tiene
un capítulo dedicado a la fe de Jesús en Sponsa Verbi383.
Balthasar parte de los datos de la Escritura para hacer su reflexión. Comienza distinguiendo la fe
en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La fe veterotestamentaria sería una actitud integral del
hombre para con Dios que inspira la fidelidad y la entrega absoluta y que implica tener por
verdadero todo lo que Dios dice de sí. Ahora bien, la fe del Nuevo Testamento es la aceptación de
que Jesús de Nazaret es el Señor, el Mesías. Sin embargo, esta diferencia no impide que la fe del
Nuevo Testamento sea consecuencia de la del Antiguo, pues el Dios del Antiguo Testamento es el
Dios que, en su Palabra poderosa se acerca al hombre con milagros, poder y promesas, de modo que
la captación de la fidelidad de Dios por el hombre en esta nueva y última revelación no ha cambiado
el núcleo de la fe384, hasta el punto de que la palabra del kerigma es presentada como palabra de
Dios (1 Tes 2, 13).

382
E. Bueno en su cristología (Diez palabras clave en cristología, Estella 2000) entiende la encarnación de una forma
peculiar.Dios asume personalmente en el Hijo la historia real de Jesús. El Hijo, que es la recepción plena del don del
Padre, puede prolongar y proyectar en la historia ese dinamismo de la comunicación, de modo que Jesús hombre
temporaliza en el mundo la eterna comunicación de Dios. Al ser Jesús el Hijo, se convierte en la autoexpresión de Dios,
no es una palabra de Dios entre otras, sino todo lo que Dios puede decir de sí mismo, dice E. Bueno. Ahora bien,
rechaza que haya en Cristo dos seres, el divino y el humano (299). Rechaza siempre la dualidad de naturalezas de la que
habla Calcedonia. Pero, por otro lado, admite también que Jesús es persona humana, ya que no le falta nada de su
integridad humana (301). Critica incluso a Calcedonia, diciendo que al rechazar que Cristo sea persona humana atenta
contra su integridad humana (269). Entonces, ¿cómo entender la unión hipostática?. Esto depende del concepto de
persona. Persona no es ni substancia ni sujeto. La persona radica en la misión (nombre) que el hombre recibe por parte
de Dios. Así, por ejemplo, Abrahám ha recibido la misión de ser padre de todos los pueblos. Es el concepto de persona
que vemos en Buber, Ebner, y otros. Pues bien, Jesús es persona porque ha recibido el nombre de Hijo, por ser el Hijo,
por identificarse con el (299). “La conciencia de misión, con la que se identifica plenamente, es la que le mantiene la
fidelidad y la obediencia al encargo recibido del Padre. El saberse eternamente recibido del Padre es lo que le permitirá
actuar como persona divina al ritmo de las circunstancias de la historia” (300). Si nos fijamos bien, en realidad, al decir
E. Bueno que el hombre Jesús es alguien que recibe una misión, lo presupone ya como sujeto humano. Por tanto en
Jesús habría dos sujetos: el sujeto humano de Jesús y el del Hijo, con lo cual volvemos a Nestorio. Pero resulta que una
persona creada como es la del hombre Jesús, nunca llegará a ser increada por una misión, una vocación o una relación
filial con el Padre. Todo eso es gracia, y es algo que acontece en todo hombre. Por eso no es de extrañar que E. Bueno
repita un pensamiento afirmado anteriormente: “Jesús es el nuevo Adán, en cuanto que es la realización máxima de lo
humano. La antropología de Dios, es decir, lo que Dios había pensado que debería ser el hombre, se encuentra realizado
en Jesús” (300). En una palabra, con este esquema no superamos el concepto de filiación adoptiva. Ya había dicho E.
Bueno: “La afirmación divina de Jesús no supone desgajarlo de la humanidad, sino mostrarlo como la realización plena
de lo que el hombre es en cuanto imagen de Dios” (128).
383
H. U. VON BALTHASAR, Ensayos teológicos, II. Sponsa Verbi (Madrid 1964) 57-96.
384
Ibid, 58.
También los profetas del Antiguo Testamento eran mediadores de la Palabra de Dios. Ahora
Cristo exige para sí la fidelidad y la fe que exigía la Palabra divina en el Antiguo Testamento. Ahora
hay que creer en la acción de Dios en Cristo, hay que creer que el crucificado es el Señor.
Hay, pues, diferencia entre la fe en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, pero en el sentido de
que hay una tensión más fuerte entre patencia y ocultación; ahora Jesús oculta la Palabra que se
revela en él, y el espíritu tiene la tarea de mostrarla sirviéndose para ello del instrumento de la
Iglesia. Al creer del pueblo en el Antiguo Testamento se opone ahora la fides Ecclesiae.
En resumen, podemos decir que hay en el Antiguo Testamento una fe integral que pasa al Nuevo
Testamento; fe integral, fe y obras, entrega y confesión de la que habla San Pablo y en la que
integra la fides Christi385. El verbo heemin significa tener por seguro, un confiar que implica al
hombre en su totalidad frente a Dios. En ese sentido de fe como integración total ante Dios cabe
encontrar la fe en Cristo, si bien se abre el elemento específico del Nuevo Testamento que tiene a
Cristo como objeto del kerigma. “Es imposible que el hombre perfecto ante Dios, es decir,
Jesucristo, se enfrente con indiferencia a esta integración de la verdadera actitud del hombre ante
Dios, tal como se fue formando en el curso del Antiguo Testamento. Sólo si se atiende al elemento
específicamente neotestamentario de la pistis (el “tener por verdadero” un kerigma predicado y cada
una de las proposiciones contenidas en él y derivadas de él) habrá que conceder, naturalmente, que
Cristo, que es el objeto esencial de este kerigma, no tiene nada que ver con esto. En este sentido
Cristo está por encima de la fe. Cristo mismo no “cree”. Referida a su existencia, esta palabra
carece de sentido. Cristo no está donde se cree, sino donde reside aquello a lo que se orienta la fe. O
dicho con más exactitud: Cristo hace posible la fe”386.
Cristo vive de manera ejemplar la forma de fe veterotestamentaria de entrega a Dios y después
recibe de Dios la forma redentora para imprimir y acuñar en nosotros esa misma fe387.
Cristo vive la fidelidad al Padre que es la fe del Antiguo Testamento perfeccionada. “El preferir
absolutamente al Padre, su naturaleza, su amor, su voluntad y sus mandamientos a todos los deseos
e inclinaciones propios. El perseverar imperturbablemente en esa voluntad, suceda lo que suceda. Y,
sobre todo, el dejar que sea el Padre el que disponga, el no querer saber nada de antemano, el no
anticipar la hora. “Lo que toca a aquel día y a aquella hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo
ni el Hijo, sino solamente el Padre” (Mc 13, 32). Cualquiera que sea la explicación que se dé en
concreto a esta ignorancia económica del Hijo, tal ignorancia es una realidad, y ello nos basta. Esta
ignorancia forma parte de su kénosis, que renuncia a muchos privilegios y posibilidades
pertenecientes de jure, también a la forma Dei del Hijo del Hombre”388.
Cristo espera la hora del Padre. Cristo se fia totalmente del Padre y vive la plenitud de entrega
total a Él. El que se entrega totalmente a Dios puede recibir todo de Él. La fe que Cristo pide a los
suyos se dirige no a Él, sino al Padre (la fe que se dirige a Él no aparece hasta San Juan). Y Cristo
es la plenitud de esa actitud. En Mc 9, 23 dice Jesús que todo es posible al que cree, pero no en el
sentido de que a Jesús le sea todo posible, sino al Dios al que ora. Jesús obra con la seguridad y el
poder de estar escuchado por Dios en todo tiempo, y con ese poder y esa entrega (que no son el
poder y la entrega de su subjetividad, sino que es la fuerza y la entrega de Dios en Él) funda Jesús la
fe en sus discípulos389. La fe de los discípulos aparece así como una participación en la que Jesús
poseía de forma arquetípica390. Cristo es el sujeto superabundante participando en el cual cree el
hombre por gracia391. Es el amor de Dios que pasa a través de Jesús. Cristo es fundador de la fe,
385
Ibid, 62.
386
Ibid, 65 – 66.
387
Ibid, 66.
388
Ibid, 67.
389
Ibid, 69.
390
Ibid.
391
Ibid.
porque combatió el combate de su fe posibilitando nuestra fe: “Jesús combatió previamente el agón
de la fe no sólo de modo ejemplar, sino arquetípico, posibilitando, fundamentando y consumando
con ello no sólo la fe neotestamentaria, sino igualmente toda la fe de la Antigua Alianza”392.
En esta misma línea se encuentran las aportaciones de San Pablo cuando habla de la fe de
Jesucristo ( pistis Christou Jesou): Gal 2, 16-20; 3, 22; Ef 3, 12; Flp 3, 9; Rom 3, 22-26 ó fe en
Jesucristo (pistis en Christo Iesou): Gal 3, 25; 5, 6; Col 1, 4; 2, 5; Ef 1, 15; 1 Tim 1, 14; 3, 13; 2 Tim
1, 13; 3, 15.
Ese genitivo (fe de Cristo) no se puede interpretar, dice Balthasar, como un genitivo objetivo
(para rechazar esa interpretación basta tener en cuenta el dativo de la segunda fórmula); no es
meramente fe cuyo objeto fuese Cristo. Pero tampoco será posible entenderlo simplemente como un
genitivo subjetivo: la fe de Cristo mismo.
A. Deissmann hablaba de un genitivo místico, de modo que la fe de Cristo significaría fe que
participa en la pasión y en el amor de Cristo, siendo posibilitada por ellos. Sería una fe viva en
unión con Cristo neumático y, desde luego, una fe en Dios, que se identifica con la fe que tenía
Abraham en Dios393. Balthasar observa que, aunque no se pueda aceptar el paralelismo entre la fe de
Abraham y la fe de Cristo, hay un acuerdo de movimiento en el sentido de que la fe de Abraham
está orientada hacia la fe de Cristo, el cual abre de una vez para siempre el acceso que eleva al
Padre.
Este genitivo místico, tal como lo entiende Lohmeyer, habría de ser interpretado en el sentido de
una causalidad formal que imprime su cuño a la materia: el creyente sería la materia informada por
la fe, de modo que podría decir: No creo yo, sino que en mí se cree. La fe es un principio metafísico
de salvación. Lo que me salva no es la fe que Cristo tiene, ni la fe que Cristo otorga, sino la fe que
Cristo es. Sólo porque Cristo es Dios, puede convertir ese principio de salvación lo que él mismo
vive y sólo por ser hombre, puede vivir y experimentar aquello que luego en los demás se llamará fe
cristiana394.
En una palabra, Cristo ha vivido una actitud de fe ante el Padre, que es gracia de salvación para
todos en la medida en que el Padre la ha convertido en principio de salvación: “La fe cristiana se
encuentra, pues, determinada de manera inseparable e igualmente clara por la actitud del Hijo ante
el Padre (en la cual se consuma la fe de Abrahán) y por la actitud del Padre para con el Hijo, la cual
es gracia para el mundo en la medida en que convierte la actitud del Hijo en el principio metafísico
de toda actitud para con Dios”395.

La Biblia y la fe de Cristo.
Entramos ya en nuestras consideraciones personales. El tema de la fe de Cristo es un tema de
capital importancia en el que se juega la misma identidad de la fe cristiana: no es lo mismo decir
que Dios me salva porque ha convertido en principio de salvación la actitud de fe de su Hijo, que
decir que lo que me salva es la fe en Cristo. Este es el mandato del cristianismo frente a toda otra
religión, incluida la judía. Si Cristo es Dios, no puede creer en Dios, porque sería creer en sí mismo.
Si Cristo es el revelador del Padre en cuánto Hijo único y eterno con el que condivide la misma
naturaleza divina, no puede creer en Dios. No se puede ver a Dios Padre en el seno de la Trinidad y
creer en él. Habría que introducir en Cristo dos sujetos para que esto fuera posible: un sujeto divino
y un sujeto humano. Sólo cabe que el que ve al Padre dé testimonio de lo que ve: “A Dios nadie le
ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1, 18; 6, 46).

392
Ibid, 70.
393
Ibid, 72.
394
Ibid, 74.
395
Ibid, 75.
a) Un primer dato que hay que recoger de la Escritura es que no sólo no existe un texto que diga
que Jesús cree, sino que, constantemente, Cristo pide para sí mismo la fe que pide para el Padre. Es
cierto que es San Juan el que más expresa la necesidad de creer en Cristo para salvarse; pero
también es verdad que, nadie como él, ha entendido mejor el misterio de la encarnación.
Sencillamente, en el evangelio de San Juan, Jesús pide para sí la misma fe que para el Padre:
“¿Creeis en Dios? Creed también en mí” (Jn 14, 1). Son muchos los textos que podríamos aducir en
este sentido: 1, 12; 2, 22. 23; 3, 15.16.18. 36; 4, 39. 41. 48. 53; 5, 24. 38. 46. 47; 6, 29. 30. 35. 40.
47. 64; 7, 31. 38. 48; 8, 24. 30. 45. 46; 9, 35. 38; 10, 10. 25. 37. 38. 40. 42; 11, 25. 26. 27. 40. 42.
45;12, 11. 12. 42. 44. 46; 13, 19; 14, 1. 11. 12. 29; 16, 9. 29. 30; 17, 21; 19, 35; 20, 29. 31.
Creo que las cifras hablan por sí solas. Contra este cúmulo de textos se podría presentar el de Hb
12, 2 que presenta a Cristo como iniciador y consumador de nuestra fe. Entender este texto como un
testimonio de fe subjetiva de Cristo no encontraría respaldo en los evangelios. La interpretación
habrá que buscarla en el mismo contexto de la carta: Cristo es el iniciador de nuestra fe porque, por
la encarnación, es el Hijo encarnado, que hizo el mundo y sostiene todo con su palabra (Heb 1, 1), y
es consumador porque con su sacrificio único y definitivo ha conseguido para todos la salvación. En
esta línea va la interpretación de A. Robert y Feuillet que explican que Cristo llegó a ser perfecto
(teleios) en relación a “perfeccionador (teleiotes) de nuestra fe”, en cuanto penetró por su
resurrección en el cielo y llevando tras de sí a todos los que le son fieles en la fe396.
b) Si vamos, por otro lado, a los textos de la fe de Cristo que hemos visto en San Pablo, vemos
que la “fe de Cristo Jesús” (Gal 2, 16) tiene el sentido, no de Cristo como sujeto, sino como término
de nuestra fe en Cristo (en dativo): “No es justificado el hombre por las obras de la Ley, sino por la
fe de Cristo Jesús, también nosotros creemos en Cristo Jesús” (Gal 2, 16). Es decir, en el mismo
versículo se especifica que la “fe de Cristo Jesús” equivale a la “fe en Cristo Jesús”. Lo mismo
ocurre en Gal 2, 20 y 3, 22. La “fe de Cristo” no es un acto de Cristo, sino acto del que cree en
Cristo, porque el sujeto de la frase no es Cristo, sino el hombre que cree en él. En Gal 2, 20 dice
Pablo que él vive la fe del Hijo de Dios, no la vive el Hijo de Dios: “Vivo en la fe del Hijo de Dios,
que me amó y se entregó por mí”. La prueba definitiva de lo que decimos radica en que son textos
en los que se habla de la justificación de la fe y jamás se dice que Jesucristo (como sujeto) queda
justificado por la fe. Sólo el hombre es el que se justifica por la fe de Cristo, es decir, en Cristo. Por
ello los textos en los que se dice que somos justificados por la fe de Cristo son equivalentes a los
textos en los que se dice que lo somos por la fe en Cristo (dativo).
c) Habría que rechazar el tópico de que la fe del A. Testamento sería entrega a Dios y la del
Nuevo confesión de lo revelado. En el A. Testamento hay también confesiones de fe como vemos
en el credo Dt 26,5-10, y en el Nuevo vemos también la dimensión fiducial como en Jn 14,1:
“¿Creeis en Dios?, creed también en mí”. Y es que, si se cree en algo es porque se cree en Alguien.
No se trata de dos clases de fe, sino de dos dimensiones de la misma fe. Por ello dice A. Amato que
en Cristo hay entrega al Padre pero no fe397.
Nadie puede negar los textos de San Juan (1,18;6,46) en los que Cristo dice que ve al Padre. Esto
es claro, y lo que hace Cristo es dar testimonio humanamente de la visón que tiene del Padre. Y es
que, para discernir el tema de la fe en Cristo, no se puede prescindir de su unidad hipostática. Cristo
lo que hace como hombre es tomar conciencia de su identidad divina con el Padre, pero eso no es
propiamente fe. Para que Cristo tuviese fe, habría que colocar al hombre Jesús frente a Dios, lo que
equivaldría a constituirlo en persona humana. La única persona que hay en Cristo, la del Verbo, ve
al Padre desde siempre en su naturaleza divina y da testimonio de ella. Este tomar conciencia
396
A. ROBERT – A. FEUILLET, Introducción a la Biblia II (Barcelona 1970) 501.
397
A. Amato ha salido al paso de los teóLogos italianos que defienden la existencia de fe en Cristo: Fede di Gesú? A
proposito di una recente publicazione: Sal (2002, 87 – 114). Él se lamenta que también B. Forte hable de fe de Cristo
(Jesús de Nazaret. Historia de Dios. Dios en la historia (Madrid 1983) 201). No hay dificultad alguna en considerar,
dice, a Cristo como un creyente.
humana de su identidad divina no es fe; la fe es la confesión y la entrega del hombre a un ser
trascendente y distinto de él que es Dios. Cristo en cuanto hombre habría tomado conciencia de su
identidad divina en el momento en que todo niño toma conciencia de sí mismo.
Desde la ontología de Cristo, que ya expusimos anteriormente al hablar de Rahner, y acudiendo a
la mariposa en la que dibujábamos la fe de Calcedonia, podríamos encontrar una respuesta a la
psicología de Cristo. Cristo dice que ve al Padre. Esto es claro, y, evidentemente, lo que hace Cristo
es dar testimonio humanamente de la visión que tiene del Padre. Ahora bien, en este caso se trata de
la persona del Verbo que ve al Padre en el marco de su naturaleza divina y es esa misma persona la
que da testimonio de ello, según el dibujo que proponemos:

La única perspectiva válida es la que pone al Verbo como sujeto de


la visión del Padre (en la naturaleza divina) y a ese mismo Verbo como
testigo en palabras humanas, testigo en su humanidad. Esta
humanidad, ahora en kénosis, no será glorificada sino en la
resurrección. Cuando esté glorificada, la persona del Verbo verá al
Padre también a través de ella. Mientras tanto, la humanidad de Cristo
es una humanidad en kénosis.

III. EL ABANDONO DE CRISTO EN LOS INFIERNOS

1) DOCTRINA DE VON BALTHASAR


Uno de los temas más conocidos de Balthasar es el de su abandono en el infierno por parte del
Padre; algo ya conocido de siempre en el mundo protestante, pero descartado en la teología católica.
En una entrevista que en 1976 le hizo M. Albus, le recuerda éste a Von Balthasar el reproche que
le había hecho a Rahner por no haber desarrollado una theologia crucis. Balthasar le respondió que
Rahner se limita a hablar, respecto de la muerte de Cristo en la cruz, del abandono que Cristo
realiza en ella en manos del Padre. Y se pregunta si es suficiente. Para Balthasar, Jesús en la muerte
de cruz sufre la muerte de todos los pecadores en sustitución de ellos (concepto indispensable éste
de sustitución). Y, además, continúa, el descenso de Cristo a los infiernos debería ser de una
importancia central, sobre todo para un discípulo de San Ignacio, ya que Cristo realiza con ello la
última obediencia del Hijo de Dios: tener que buscar a Dios allí donde no puede estar, en la
quintaesencia del pecado del mundo. Y confiesa que este pensamiento le viene de A. Von Speyr 398.
En una palabra, lo que busca Balthasar con este tema es desarrollar a fondo una theologia crucis.
También le ha influido en este tema la teología de la predestinación de K. Barth. En el concepto
de predestinación K. Barth se separó de Calvino, porque pensaba que era una limitación cuantitativa
del obrar divino, como una férrea “ley natural” que debe decidir de la salvación o condenación de
cada uno, olvidando así el aspecto divino de esa decisión. Fue en el cuarto volumen de la
Dogmática eclesial, verdadero corazón de la teología barthiana, donde triunfa la tesis fundamental
de Barth: el misterio de Dios sólo se puede comprender en virtud de su autorrevelación en Cristo y
no desde la filosofía. Pero la doctrina de la elección es la suma del evangelio. En virtud de esa
elección Dios es por naturaleza el Dios de la gracia y esta elección se identifica con su
condescendencia con el hombre, el mayor beneficio que pueda sucederle al hombre. Cristo es así la
realidad y la revelación de esta condescendencia y ni siquiera el pecado del diablo o el infierno son
398
H. U. VON BALTHASAR, À propos de mon oeuvre (Bruxelles 2002) 99.
excepciones399. Dios es gracia también para ellos. La doctrina de la elección es Jesucristo, en el que
se fundan toda creación antes de la fundación del mundo. Cristo es el objeto primordial de la
elección del Padre y, en él nos ha elegido a nosotros. En toda teoría de la elección se había olvidado
este aspecto cristológico.
Pues bien, Cristo ha sido elegido desde toda la eternidad para devolver a Dios el mundo que
debía ser creado tomando sobre sí toda culpa y en sustitución de los pecadores, y llegando a ser así
el objeto de la reprobación divina 400. Dios en la elección que hizo de todos en Cristo corría un
riesgo: pero Dios, en la elección de Cristo, ha destinado su sí para el hombre, y su no, es decir, la
reprobación para sí mismo, de modo que el Hijo se cargue con todos los pecados, con la muerte y el
infierno, y de modo que los reprobados sean liberados por amor al Hijo. Dios ha sufrido así lo que
debía sufrir el hombre, de modo que ninguno que crea en Cristo puede creer al mismo tiempo en su
reprobación. Nosotros ya no tenemos que bajar a los infiernos.
La doctrina del abandono en el infierno la ha desarrollado Balthasar en su Teología de los tres
días401 y poco más ha añadido él de original. El hombre ha sido predestinado en Cristo antes de la
fundación del mundo (Ef. 1, 3-5) y, roto por el pecaso, ha sido restaurado por El en su sangre (Ef 1,
6-7). Ahora bien, si Dios quería restaurar, tenía que ser desde la muerte, experimentando desde
dentro todo, incluso el infierno402.
Para Pablo la cruz lo reconcilia todo, pues fuimos predestinados en la sangre de Cristo. Esta es la
verdad más honda de la historia humana. S. Juan habla del “es preciso” (dei) que Cristo vaya a la
cruz. En la tradición tanto Occidente como Oriente concuerdan en que la encarnación tuvo lugar
para la redención de la cruz. El motivo redentor predomina en los Ss.Padres: se hace carne para
morir. De tal modo es así que la encarnación es una kénosis y hay un alejamiento en lo que atañe a
la preciosa posesión de su gloria.
Balthasar tiene una concepción de la kénosis que pone en entredicho la inmutabilidad de Dios.
Balthasar presenta la kénosis del Hijo de una forma peculiar. Dice que la kénosis atañe al Verbo
precósmico, pero no como algo que se alcanza violentamente (Flp 2, 6) sino como algo propio que
se conserva legítimamente y que no puede ser otra cosa que la gloria que se abandona en la
kénosis403. Es un abandono de la semejanza divina en lo que atañe a la preciosa posesión de la
gloria404. No se trata simplemente de que la encarnación, en cuanto tal, sea ya una humillación para
el Logos. En la fórmula de Flp 2, 5 – 6 hay algo más. Todo se produce en virtud de la soberana
voluntad de Dios, dice, en cuyo poder está despojarse de la condición de Dios al asumir la
condición de esclavo. En Dios acontece algo. El sujeto es el mismo, pero hay un cambio de estado,
con vaciamiento del Hijo que se oculta en sí mismo 405. El Hijo, en cuanto sujeto precósmico, puede
renunciar a su gloria. Es tan divinamente libre que puede despojarse de sí contraponiéndose al
Padre. En Dios no hemos de hablar tanto de poder absoluto cuanto de amor absoluto, de modo que
su soberanía se manifiesta entregando lo suyo. El poder divino puede disponer de sí mismo en el
vaciamiento de sí. Y así frente a la afirmación de la inmutabilidad divina que fue la que se impuso,
hay que decir que el poder divino era constitutivo, de tal manera que puede disponer de sí mismo
despojándose de sí406.
Esta presentación de la kénosis se puede encontrar también en Teologica, II, 271 y ss. Habla del
egeneto de la encarnación como un devenir del infinito, una especie de acomodación de la visión
399
H. U. VON BALTHASAR, La teologia di K. Barth (Milano 1983) 193.
400
Ibid., 164.
401
H. U. VON BALTHASAR, Teología de los tres días (Madrid 2000).
402
Ibid. 15
403
O.c., 23.
404
Ibid.
405
O.c. 25.
406
O. c. 27.
divina a la fe del hombre. El concepto clave es el de misión en obediencia. Lo que la visión hacía
imposible lo hace posible la obediencia, de modo que Cristo experimenta su naturaleza humana
como un hombre que se entiende con Dios. “Al restringirse Dios en su visión, nos dilata a nosotros
los hombres en nuestra fe”407.
Lo que nos interesa ahora es subrayar el hecho de que la encarnación tiene lugar en forma de
kénosis que afecta incluso a la Trinidad. Las personas divinas en la Trinidad viven la abnegación
(como puras relaciones) en las relaciones de amor. Después, hay una kénosis fundamental en la
creación como tal, pues Dios asume la responsabilidad de lo que crea y en previsión del pecado
incluye también la cruz como fundamento de la creación, de modo que desde la creación la cruz de
Cristo está inscrita en el mundo creado, dice Balthasar asumiendo el pensamiento de Bulgakov.
Finalmente, con la misma encarnación, comienza la pasión y, dado que la voluntad que quiere la
kénosis redentora es una voluntad trina, Dios Padre y Espíritu Santo están seriamente implicados en
la kénosis: “El Padre como el que envía y abandona, el Espíritu como el que unifica sólo mediante
la separación y la ausencia”408.
Indudablemente, encontramos aquí, tomada de Balthasar, una afirmación que habla de la
unificación que hacía el Espíritu de “la separación” obrada por el Padre en el abandono de su Hijo.
¿Supone eso la ruptura de la unión hipostática? A. Von Speyr tuvo una visión en la que acompañó a
Cristo hasta el descenso a los infiernos409 y hablando de la situación de Cristo respecto del Padre en
el infierno, dice: “La comunión entre ellos queda suprimida. Los dos se hacen frente como dos
extranjeros: su luz y sus tinieblas no se corresponden ya... El tiempo del abandono recíproco del
Padre y del Hijo es el tiempo en el que se consuma el misterio más íntimo de su amor”410.
Naturalmente, Balthasar ha buscado en la Biblia algún testimonio que avale su teoría y,
comentando a San Juan, viene a decir que Cristo en la cruz no sólo porta el destino del pecado que
es la muerte, sino la muerte segunda del abandono por parte de Dios: “Jesús no es portador sólo del
destino de muerte (ciertamente maldito) de Adán, sino expresamente de los pecados del género
humano, y con ello de la “muerte segunda” del abandono por parte de Dios; en segundo lugar, que
en su “condición de esclavo” no se hace obediente a un destino anónimo, sino al Padre de forma
completamente personal”411.
Cristo se abaja en su kénosis renunciando incluso a su condición divina y, por tanto, a la
disposición divina de sí; renuncia del que pertenece al Padre de modo único, de modo que su
obediencia debía representar la traducción kenótica de su amor eterno de Hijo al Padre412.
Si nos fijamos bien en estas expresiones, la interpretación que da Balthasar parece ir más allá de
lo que dice San Pablo en Flp 2, 6 ss. San Pablo dice que el Hijo, “subsistiendo en la forma de Dios”
(siendo como era Dios), consideró como presa ser igual a Dios. Es decir, comenta la Biblia de
Jerusalén, Cristo no exige una igualdad de trato que hubiera podido exigir aun en su condición
humana. Balthasar habla, en cambio, de un abandono por parte de Dios en cuanto que se hace
partícipe de la “muerte segunda” que está reservada a los pecadores y renuncia a su condición
divina, a la disposición divina de sí. Cargado con los pecados de los hombres, experimenta el pavor
que habían de experimentar ellos413.
En el grito de abandono de Cristo en la cruz (Mc 14, 34) no hemos de dulcificar la escena
diciendo que reza el salmo 22414, comenta Balthasar.
407
Teologica, 279.
408
Teología de los tres días, 32.
409
P. BARBARIN , Théologie et sainteté (París, 1999) 26.
410
Teología de los tres días, 29.
411
Ibid, 78.
412
Ibid.
413
Ibid, 90.
414
Ibid, 107.
Ciertamente, el descenso de Cristo a los infiernos ha sido visto en la Tradición, dice Balthasar,
como el efecto de la Redención que llega a ellos. La “proclamación” de 1 Pe 3, 19 no puede ser otra
cosa que la predicación de la salvación a los muertos de 4, 6; la notificación objetiva del hecho de la
salvación; pero lo que Cristo hará es morir por los injustos (1 Pe 3, 18), dando la salvación incluso a
los perdidos sin esperanza415.
Sencillamente, Jesús va a los infiernos para sufrir el castigo de los condenados, ya que sólo lo
padecido es redimido416. Se trata, pues, más de una expresión de la muerte segunda, de una
experiencia del pecado.
Balthasar se apoya en el testimonio de Nicolás de Cusa que decía: “El sufrimiento de Cristo, el
mayor que cabe pensar, fue como el de los condenados que ya no pueden estar más condenados; es
decir, llegó hasta las penas del infierno (usque ad poenam infernalem)... Él es el único que,
mediante tal muerte, entró en su gloria. Quiso él soportar, para glorificación del Padre, la poena
sensus de modo semejante a los condenados en el infierno, con el fin de indicar que se debe
obedecer al Padre hasta en el tormento más extremado (quod ei oboediendum sit usque ad
extremum supplicium). Esto significa alabar y glorificar a Dios en todas las maneras posibles y para
nuestra justificación, como lo hizo Cristo”417.
Y comenta Balthasar que en el Hades, antes del apax cristológico, no hay nada definitivo ni en el
más acá ni en el más allá; sólo con el carácter único de Cristo llega el hombre a la decisión única y
definitiva, pero Cristo asumió también el no escatológico de los hombres con su salvación: “El
infierno en sentido neotestamentario es una función del acontecimiento Cristo; pero si Cristo no
sufrió sólo por los elegidos, sino por todos los hombres, también asumió precisamente el “no”
escatológico de éstos al acontecimiento salvífico protagonizado por él; hay que darle, entonces, al
Cusano fundamentalmente la razón, sea cual sea el modo en que se describan los particulares de la
experiencia del sábado santo. Dicha experiencia no tiene por qué ser otra cosa que lo que exige una
solidaridad, considerada seriamente, en el seol, un seol no iluminado por luz alguna de redención,
pues toda luz de redención procede únicamente del solidario hasta el final. Y él puede comunicarla
sólo porque, en su función de representación vicaria, renunció a ella”418.

2) VALORACIÓN TEOLÓGICA
A la hora de abordar la temática de Balthasar se impone un método claro: atender a la Biblia y a
la Tradición y reflexionar después sobre el problema. Con todo, antes de esto, recordemos que la
doctrina católica sobre el descenso de Cristo a los infiernos la resume perfectamente el Catecismo
(CEC 632 ss) diciendo que, en primer lugar, significa que Cristo conoció la muerte como todos los
hombres (CEC 632) y que bajó al lugar de los muertos para llevar su redención a las almas santas
que esperaban en el seno de Abraham y a las que Cristo liberó cuando descendió a los infiernos
(CEC 633)419.

a) Magisterio
En el Magisterio no se encontrará jamás la doctrina del abandono de Cristo en el infierno. Ni
siquiera se podrá aducir el texto de 2 Cor 5, 21: “A quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”. Es claro que si Dios hiciera pecado a
alguien, pecaría el mismo. Así la interpretación de la Biblia de Jerusalén parece acertada cuando

415
Ibid, 139.
416
Ibid, 142.
417
Excitationes, lib. 10 (ed. Basilea 1565) 659.
418
Ibid, 148.
419
Cf. J. A. SAYÉS, Señor y Cristo (EUNSA, Pamplona 1996) 487 ss.
afirma que ahí “pecado” puede entederse como “ofrenda por el pecado”, ya que la palabra hebrea
hattá tiene esos dos significados.
Pero, además, la carta a los Hebreos afirma que Cristo se ha hecho semejante a nosotros en
todos, excepto en el pecado (Heb 4, 15). Si Cristo fue abandonado en el infierno, fue hecho pecado.
El Concilio de Roma el año 745 (D 587) condena a los que dicen que Jesús bajo a los infiernos
para liberar allí a los condenados. Lo mismo tenemos en Benedicto XII cuando en 1341 condena a
los que dicen que Cristo salvó a los que estaban en el infierno (D 1011).
Recientemente el nuevo catecismo ha aclarado este punto en los términos siguientes: “La
escritura llama infiernos, sheol o hades (cf Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de
los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban
privados de la visión de Dios (cf Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el
estado de todos los muertos, malos o justos (cf Sal 89, 49; 1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no
quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro
recibido en el “seno de Abraham” (cf Lc 16, 22-26). “Son precisamente estas almas santas, que
esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los
infiernos” (Catech. R. 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf Cc.
de Roma del año 745: D 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf DS 1011, 1077), sino
para liberar a los justos que le habían precedido (cf Cc. de Toledo IV en el año 625: D 485; cf
también Mt 27, 52-53)” (CEC 633).

b) Reflexión teológica
Una primera reflexión nos debe llevar a rechazar la idea de la sustitución penal.
La idea de la sustitución penal tuvo su máximo representante en Lutero, el cual pensó que Cristo
pagó con los tormentos del infierno la condenación que nosotros merecíamos por nuestros
pecados420. Quizá el pensamiento de Lutero responde a su subconsciente de descargar la ira de Dios
en Cristo, de tal modo que él pueda recobrar la paz de corazón que tan difícil le resultaba.
La idea de la sustitución penal no tiene suficientemente en cuenta la inocencia que se da en
Cristo. Dicha idea de sustitución penal parte de la concepción de la redención como expresión de la
ira divina que vemos en los reformadores; pero olvida que no podemos atribuir a Cristo nada de
pecado, transfiriendo sobre él la culpabilidad, la condena o el castigo. Precisamente, si Cristo ha
podido expiar nuestros pecados, es porque no podía tener ninguna culpabilidad, ni siquiera de
sustitución, y porque no podía ser objeto de castigo o condena421.
No se puede afirmar, por ningún título, que Cristo fuese pecado ni que fuese castigado, porque
un castigo, para ser justo, no puede recaer sino sobre el culpable, ni se puede decir tampoco que ha
sufrido la pena del infierno.
El sacrificio de Cristo tiene valor precisamente porque implica en Jesús una actitud contraria a la
del pecado. Cristo se hizo semejante a nosotros en todo excepto en el pecado. En el terreno del
pecado no se ha dado semejanza y Cristo nos ha salvado porque, a un tiempo, fue semejante a
nosotros en su naturaleza humana y desemejante por su total inocencia422.

420
Com. in Gal. 3, 13: Weimar, 40, 437 – 438. Cf J. A. SAYÉS, O.c. 449 ss.
421
Pannenberg ha vuelto a repristinar la tesis luterana de la sustitución penal, apelando por otra parte a la realidad de la
resurrección: “La muerte de Jesús en la cruz se ha manifestado a partir de la resurrección como el castigo ofrecido en
nuestro lugar para la existencia de la humanidad que ha ofendido a Dios” (Fundamentos de cristología (Salamanca
1974) 303). Se trata de una expiación representativa en la que se desarrolla la inversión dialéctica entre el justo y los
blasfemos. Si Cristo fue condenado por haber blasfemado contra la ley, la confirmación que el Padre da dice quiénes
son los verdaderos blasfemos y quién es el justo. Jesús vivió por sustitución la muerte merecida por los blasfemos. Cf. J.
GALOT, Jesús.
422
Jesús liberador, (Madrid 1982) 285.
La parte de verdad que se encuentra en la teoría de la sustitución penal, comenta Galot 423, estriba
en el hecho de que Cristo tomó sobre sí el sufrimiento y la muerte que habían sido la pena debida al
pecado, pero que respecto a Cristo no eran castigo, pues caían sobre un inocente. Por el hecho de
que es Cristo el que sustituye a los pecadores ha habido una sustitución del castigo por el sacrificio,
de la pena por la satisfacción. En cuanto que es la sustitución de los culpables por un inocente, no
podemos hablar propiamente de una sustitución penal.
Es cierto que en el Cristo de la cruz se ve la magnitud de nuestro pecado, un signo de la inmensa
reprobación que Dios hace del pecado, pero esta reprobación del pecado no es en modo alguno
reprobación de Cristo, que es santo e inocente424.
Aplicando esto al abandono de Cristo en la cruz, hemos de recordar que Cristo no sufre en la
cruz el abandono que Dios hace respecto del pecador. Cristo conserva toda su santidad, y en
consecuencia, la unión con su Padre. Se trata de un sufrimiento impuesto por el Padre a título de
reparación, dice Galot425. Por supuesto que no se trata sino de un abandono afectivo y no de un
abandono intrínseco. Cristo no se encuentra en la situación del pecador que es abandonado
realmente por Dios. Ni es una blasfemia lo que Cristo grita en la cruz, como decía Lutero. No es
tampoco desesperación; es la confesión del dolor de la prueba, del abandono afectivo ofrecido en
sacrificio por los pecados. Haciendo suyo el inicio del salmo 22, el Señor, comenta también Galot,
quería apropiarse la perspectiva final del salmo: el anuncio de la liberación personal y de la
salvación de la humanidad.
El nuevo catecismo enseña lo siguiente: “Jesús no conoció la reprobación como si él mismo
hubiese pecado (Cf Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (Cf Jn 8, 29),
nos asumió desde el alejamiento de nuestro pecado con relación a Dios, hasta el punto de poder
decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,
34; Sal 22, 2). Al haberse hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su
propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32), para que fuéramos
“reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5, 10)” (CEC 603).
Tampoco podemos aceptar la idea de que la condenación al infierno suponga la ruptura de la
unión hipostática que dura eternamente. Siendo Cristo personalmente el Hijo de Dios, no puede ser
condenado porque eso supondría que Dios (el Padre) condena a Dios (el Hijo). Dios no se puede
condenar a sí mismo. Por ello, la única forma de condena a Cristo sería mediante la ruptura de la
unión hipostática; pero esto es algo totalmente inaceptable.
No cabe aceptar tampoco el concepto de kénosis que nos propone Balthasar. No es la condición
divina la que se rebaja en humana, quedando restringida la gloria divina. Es la persona del Verbo la
que, en su naturaleza humana, queda sometida al devenir, al sufrimiento y a la muerte: Unus et
Trinitate passus est. No se modifica la naturaleza divina de Cristo, sino que el Logos, como
persona, queda ahora sometido al sufrimiento en y por su naturaleza humana que ha adquirido. Es
la persona del Logos la que sufre en su carne humana. Dicho de otra forma, es la persona del Logos
el sujeto de la kénosis, no su condición (naturaleza) divina. Sin dejar de ser inmutable en su
condición divina, el Logos se hace mutable en la medida en que asume una naturaleza humana426.
Además, la Biblia y la Tradición nos muestran la redención de Cristo como ofrenda que hace de
sí mismo al Padre; ofrenda que ciertamente no se puede hacer en el infierno.

423
Ibid.
424
Ibid, 296.
425
Ibid, 297.
426
J. A. SAYÉS, Señor y Cristo, 382.
c) La ofrenda de Cristo al Padre.
Hay que tener en cuenta que la primera dimensión del sacrificio es la dimensión descendente por
la que el Padre envía a su Hijo para nuestra salvación (Gal 4, 4). Dios Padre reconcilia al mundo por
la muerte de su Hijo (Rom 5, 10; 2 Cor 5, 19), de modo que la iniciativa de la reconciliación viene
de Dios; iniciativa absolutamente libre y que nos revela el amor divino (Rom 5, 8). Sólo después
cabe entender la respuesta que el hombre da al Padre en términos de satisfacción. La ofrenda que
nosotros ofrecemos al Padre es, antes que nada, don de Dios a nosotros; pero no deja de ser también
ofrenda nuestra.
Ya Cristo mismo dio un sentido expiatorio a su muerte en el lógion de rescate: “El Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate de los muchos” (Mt 20, 28;
10, 45). Este lógion de Jesús hace referencia clara a la expiación que el Siervo de Yahvé hace por
los pecados de los muchos (rabbim = todos) (Is 53, 11-12).
El lógion de Marcos y Mateo está lleno de semitismos: el Hijo del hombre, kaí con sentido
explicativo (servir y dar la vida), dar el alma en sentido de dar la vida, la preposición antí que es
traducción del arameo hapap y los muchos (rabbim). También son claros los semitismos en las
recomendaciones anteriores al lógion.
Además, no puede provenir de la comunidad primitiva el título de Hijo del Hombre con la fusión
de Siervo de Yahvé que aquí hace suya Jesús; porque se trata de dos títulos heterogéneos que
únicamente aquí aparecen unidos.
Lo mismo encontramos en el sentido que Cristo da a su muerte en la institución de la Eucaristía.
La idea de expiación aparece en las palabras institucionales de la Eucaristía. En ellas el término de
upér (por) pertenece al sustrato primitivo de las palabras de Cristo, pues aparece en Pablo, Lucas y
Juan. Falta en la fórmula de Marcos y Mateo sobre el pan, aunque aparece en la fórmula sobre la
copa.
La fórmula upér pollon (por los muchos) es de origen semítico y la versión paulino-lucana ha
traducido por otra más comprensible entre los griegos: “por vosotros”, al tiempo que Juan la traduce
“por la vida del mundo” (Jn 6, 51).
Pablo y Juan colocan la preposición upér sobre el cuerpo; Marcos y Mateo sobre la sangre, y
Lucas, sobre ambos elementos. Parece una palabra errante, dice Jeremias. Sin embargo, dice él
mismo, “es imposible que esta conclusión con upér proceda de una glosa marginal, porque las
diversas ramas de la tradición no se pueden reducir, desde el punto de vista literario, a un
arquetipo”427. Está además, a su favor, su marcado sentido semítico.
La preposición upér es una clara expresión del sentido expiatorio que Cristo da a su muerte. En
la versión de Mateo y Marcos (upér pollon) es una clara alusión al Siervo de Yahvé (Is 53).
El uso de las preposiciones upér y perí es característico de los sacrificios expiatorios, indicando
a favor de quien y por causa de quien se hace la expiación. El sacrificio de expiación se ofrece a
Dios por (upér, perí) lo pecados de los hombres.
Que la preposición upér aparece, pues, en el Nuevo Testamento con un sentido propiciatorio está
claro. Es la misma preposición que aparece en las palabras fundacionales de Cristo. Por ello tanto
Jeremias428 como Schürmann429 y Benoit430 reconocen el sentido expiatorio del sacrificio de Cristo.
Además, Schürmann recuerda que el sentido pasivo de la fórmula “entregado por vosotros”,
“derramado por vosotros”, es el pasivo divino que evoca, como en el caso del Siervo de Yahvé, que
Cristo es entregado por el Padre431.
427
J. JEREMIAS, La última cena, palabras de Jesús (Madrid 1980) 246.
428
J. JEREMIAS, O.c. 233 ss.
429
H. SCHÜRMANN, Le récit de la dernière Cène, Lc 22, 7-38 (Le Puy 1966) 31 ss.
430
P. BENOIT, Exégèse et théologie (París 1961), 363-411.
431
H. SCHÜRMANN, Le récit...,32.
Por otro lado, no se puede negar que Pablo emplea ampliamente el esquema sacrificial para dar
cuenta de la muerte de Cristo. Dice de Cristo que se entregó por nosotros como oblación y víctima
de suave aroma (Ef 5, 2). El cristiano tiene asimismo que vivir la actitud sacrificial de Cristo: “Os
exhorto hermanos a que ofrezcais vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios,
tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1).
El mismo Pablo hace una interpretación sacrificial de la Eucaristía, toda vez que la pone en
relación con las ofrendas ofrecidas a los ídolos en los sacrificios paganos (1 Cor 10, 14-22). En la
misma institución de la Eucaristía aparece el aspecto sacrificial en el pan roto, cuerpo de Cristo
“que se da por vosotros” (1 Cor 11, 24-25). Y otro tanto podemos decir de la sangre derramada.
Pero es, sobre todo, en la carta a los Hebreos donde aparece claramente el esquema sacrificial. El
autor de dicha carta establece un parangón entre el sacrificio que el sumo sacerdote ofrecía el día
del Yom Kippur asperjando la sangre en el santuario de Jerusalén, y el sacrificio que Cristo realiza
con su propia sangre entrando con ella en el santuario celeste:
“Pero presentándose Cristo sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y
más perfecta, no fabricada por mano de hombres, es decir, no de este mundo, y no con sangre de
machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, penetró en el santuario una vez para
siempre, consiguiendo una redención eterna” (Heb 9, 11-12).
El sacrificio de Cristo, a diferencia del de la Antigua Ley, es un sacrificio único (apax),
definitivo (de una vez por todas: ephapax) y eterno, en cuanto que se consuma en el cielo por medio
de la resurrección, perpetuando Cristo eternamente su ofrenda al Padre como sacerdote y víctima
que intercede por nosotros.
A aquéllos que, en este contexto, han pretendido que en esta carta se habla en términos
sacrificiales en sentido metafórico, Vanhoye contesta que los realmente metafóricos son los
sacrificios del Antiguo Testamento, “ya que se aplicaban a una figura simbólica impotente, mientras
que en el misterio de Cristo los términos han obtenido finalmente un sentido real, con una plenitud
insuperable”432.
Por lo que se refiere al magisterio, no hemos de olvidar que Trento definió el carácter
propiciatorio del sacrificio eucarístico (D 1752) que no es otro que el que Cristo realiza en la cruz.
No podemos olvidar, por otro lado, que el concilio de Trento, a la hora de explicar las cuatro causas
de la justificación, explica la causa meritoria, diciendo que “Cristo por la santísima pasión en el
leño de la cruz nos mereció la justificación y satisfizo por nosotros al Padre” (D 1529).
El Decreto Lamentabili del Santo Oficio condenó esta proposición modernista: “La doctrina
relativa a la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica sino tan sólo paulina” (D 3438).
Tras la intervención del Magisterio en este tema, viene una relativa calma hasta que, terminada la
segunda guerra mundial, aparece en el escenario teológico la conocida Nouvelle Théologie con la
discusión del concepto de reparación. En concreto, es I. De Montcheuil en sus Leçons su le
Christ433, el que emprende el ataque. Se elimina la idea de satisfacción de la misma manera que se
pierde el concepto de pecado como ofensa personal a Dios. El sacrificio eucarístico es don de Dios
a nosotros y no una obra humana que pueda dirigirse a Dios.
Como sabemos, Humani Generis (1950) saldría al paso de la Nouvelle Théologie y en concreto
en defensa del concepto de satisfacción: “Se pervierte la noción de pecado original, sin atención a
las definiciones de Trento, y al mismo tiempo la noción de pecado en general, en cuanto es ofensa a
Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros"434.
En Hauretis aquas de Pío XII leemos también: “El misterio de la redención divina es... un
misterio de amor, esto es, un misterio de amor justo de Cristo al Padre celestial, a quien el sacrificio

432
A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el N. Testamento (Salamanca 1984) 219.
433
I. DE MONTSCHEUIL, Leçons sur le Christ (París 1949).
434
D 3891.
de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por
los pecados del género humano”435.
Sólo después del Vaticano II se volvería a rechazar de nuevo la idea de satisfacción en obras de
tanta significación e influjo como el Catecismo Holandés y en teólogos que han defendido la
supresión de la categoría de satisfacción en aras de la solidaridad de Cristo con los hombres.
La respuesta a la tesis del catecismo holandés vino de parte del Credo del pueblo de Dios como
sabemos436. En él, Pablo VI proclama expresamente que “Jesús, cordero de Dios que lleva los
pecados del mundo, murió por nosotros clavado en la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre
de la redención”437 y que “nos redimió por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los
pecados personales cometidos por cada uno de nosotros”438.
El nuevo catecismo que, hablando del sacrificio de Cristo, ha puesto la prioridad en el don de
Dios (CEC 614), dice: “Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que,
libremente y por amor (Cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (Cf. Jn 10, 17 – 18) a su Padre por medio del
Espíritu Santo (Cf Heb 9, 14) para reparar nuestra desobediencia”. Claramente el Catecismo habla
de ofrenda libre de Cristo al Padre (CEC 610), de reparación, satisfacción, expiación (CEC 615 –
616). Claramente enseña el nuevo catecismo “que Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo
doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes
“justificará y cuyas penas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara nuestras faltas y satisface al Padre
por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: D 1529)” (CEC 615)439.
Llegados a este punto, se impone aludir, al menos, a la explicación de la satisfacción y
reparación de Cristo. De ningún modo se trata de dar a Dios algo que le falta, o de un castigo
impuesto por Dios o de una sustitución penal, en el sentido de que Dios exija descargar su ira o su
justicia vindicativa para poder perdonar: No es eso. La reparación a Dios no se entiende sino desde
el misterio de amor que es Dios mismo. Dios ama de tal modo que busca en el hombre una
correspondencia de amor, de modo que el pecado aparece como una ofensa personal a él. La
reparación de Cristo al Padre aparece así como la correspondencia a su amor incorrespondido por
los hombres. El Padre acepta la ofrenda de Cristo resucitándole, de modo que en él y por él tenemos
garantizado el amor suyo.

435
AAS (1956) 321.
436
Cf. J. A. SAYÉS, El misterio eucarístico (BAC Madrid 1985) 225 ss.
437
Credo del pueblo de Dios, n. 12.
438
Ibid, n. 17.
439
Tanto la Escritura como la Tradición han comprendido el acto redentor de Cristo como acto de ofrenda y expiación a
Dios por nuestros pecados. Todo este lenguaje lo rechaza, en cambio, Olegario pretextando que es un lenguaje jurídico.
Se ha utilizado, a la hora de comprender el misterio redentor de Cristo, toda una terminología como satisfacción,
expiación, sacrificio, lo cual constituye un caso de perversión del lenguaje religioso, según Olegario (O.c. 521). A fin de
cuentas, no se puede aceptar, dice, que haya que ofrecer sangre a Dios como redención. Esto sería pura mitología. La
sangre es siempre signo de vida y no hace otra cosa que renovar la alianza de vida entre Dios y el hombre. Decir que
Cristo expía por nosotros no puede significar otra cosa más que él nos da su vida de Hijo (ib. 538). La satisfacción no
puede ser una exigencia de la justicia que Dios reclama al hombre como condición previa de su perdón, sino la
respuesta del amor que el Dios que ama espera de nosotros (ib. 539). Si Dios perdona tengo que corresponder con el
amor. Al que se siente perdonado le viene la necesidad de devolver su amor. Dios no necesita de nuestros sacrificios.
La misma idea de sacrificio conlleva también la idea de violencia y venganza. “Dios no necesita de sus criaturas: no es
un ídolo que por la noche se alimenta de la carne preparada por sus servidores” (ib. 541), El sacrificio es el hombre que
se torna sagrado cuando se entrega a Dios. En una palabra, se trata de entender el sacrificio de Cristo como un
intercambio de amor entre Dios y el hombre. Hay que purificar, por tanto, el lenguaje de connotaciones y excrecencias
inaceptables, para entender la redención de Cristo, más bien, en términos de reconciliación.
Pero pensamos que todo cambia si es el mismo Padre el que, por amor, nos ha dado la víctima de expiación, su Hijo. No
se trata ni de castigo sino de un misterio de amor; pero, eso sí, con un amor, el del Padre, que ha quedado tocado por la
falta de la respuesta humana. El amor no es indiferente. No olvidemos por otro lado que Trento define el carácter
sacrificial de la Eucaristía porque hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz.
En el Nuevo Testamento, en la parábola del Hijo pródigo (Lc 15, 11-31) encontramos también
que el pecado afecta personalmente a Dios: El Padre se alegra de recibir a su Hijo, lo cual supone
que le había afectado personalmente su marcha. No se puede aceptar lo uno sin lo otro. Es el
misterio de un Dios que no ha querido quedarse en la trascendencia de su nube (el Dios del deísmo
y de la secularización), sino el Dios que se ha dado al hombre y ha buscado en él la correspondendia
de su amor.
Hay un texto maravilloso de San Ireneo que dice así: “Por eso, en los últimos tiempos, el señor
nos ha restablecido en la amistad por medio de su encarnación: hecho “mediador de Dios y de los
hombres”, inclinó en favor nuestro a su Padre contra el que habíamos pecado y lo consoló de
nuestra desobediencia por su obediencia, concediéndonos la gracia de la conversión y de la
sumisión a nuestro Creador”440. No deja de ser significativo en este sentido que el mismo Juan
Pablo II haya enseñado que el pecado afecta personalmente al Padre, aun cuando no lo destruye en
su ser pefectísimo, de modo que Cristo respondió por nosotros reparando nuestra desobediencia 441.
La Comisión teológica internacional también se hace eco de que la piedad popular cristiana siempre
ha rechazado la idea de un Dios insensible, admitiendo en él la compasión 442. Por su parte, el nuevo
catecismo habla del pecado como una ofensa personal a Dios (CEC 1440, 1850, 431, 397), algo que
se dirige contra el amor de Dios hacia nosotros, una rebelión contra Dios, “una desobediencia a
Dios y una falta de confianza en su bondad” (CEC 397), es una “ruptura de la comunión con Dios”
(CEC 1440).

d) Intento de explicación.
Cuando Aristóteles se plantea, en la Ética a Nicómaco, el problema de la amistad del hombre, se
pregunta también si es posible que tenga amistad con Dios. Algunos piensan que sí, dice él; pero es
claro que esto es imposible, pues para que haya amistad, es preciso que haya una cierta igualdad, y
el abismo que hay entre Dios y el hombre es tal, que dicha amistad es imposible443.
Comentado este texto, Sto. Tomás dice que, efectivamente, entre Dios y el hombre se da una
cierta igualdad, obra de la gracia, la cual nos introduce en la auténtica amistad con Dios que supone
un amor mutuo. Habla el Santo de una redamatio que Dios encuentra en el hombre, es decir una
correspondencia en el amor:
“La caridad significa no sólo amor a Dios, sino también cierta amistad con él, la cual añade al
amor la correspondencia en el mismo con una cierta comunicación mutua, según se dice en el libro
VII Eth. Y que esto pertenezca a la caridad resulta claro por aquello que se lee en 1 Jn 4, 16: el que
vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. Y en 1 Cor 1,9 se dice: Fiel es Dios por quien
habéis sido llamados a participar del don de su Hijo. Pero esta comunicación del hombre con Dios,
que consiste en cierto trato familiar con él, comienza aquí en la vida presente por la gracia y
culminará en la vida futura por la gloria; y ambas cosas se tienen por la fe y la esperanza”444.
Se trata de un texto que impresiona por su profundidad y sencillez, pero que deja claro que
nuestro Dios no es el Dios impasible del deísmo, sino el Dios que ha entrado en la historia para
amar al hombre y ser amado por él.
Pero ¿cómo el pecado puede afectar a un Dios que es de naturaleza inmutable e infinita? Lo
primero que hay que decir es que, aunque no supiéramos explicarlo, el hecho de que le afecta es un
dato bíblico. Pero podemos comprenderlo también en cierta medida si tenemos en cuenta que Dios,
aparte de su naturaleza inmutable, ha querido tener con nosotros una relación gratuita de amor
440
Adv. Haer. 5, 17, 1: PG 7, 1169.
441
Dominum et Vivificatem, n. 39.
442
CTI, Teología, cristología, antropología, II, B, 5.1.
443
Ética a Nicómaco, Lib. 8, cap. 15.
444
I-II, q. 65, a. 5.
paternal, ha querido mostrarse como Padre, ha querido salir de sí mismo y crear con el hombre una
nueva relación que está por encima de todo derecho de éste como criatura.
Pues bien, lo que hace el hombre con el pecado es impedir a Dios que consume su amor como
Padre. El pecado rechaza a Dios como Padre, no le deja ser Padre. Esto, naturalmente, no toca para
nada la divinidad de Dios que sigue siendo inmutable, pero tampoco le deja al Padre realizar esa
relación que él busca. Ni causa ningún daño efectivo en la naturaleza divina, pero le impide darse
como Padre o, mejor, consumar su comunicación como Padre. El único que resulta efectivamente
dañado por el pecado es el propio hombre, que con él se esclaviza y destruye, pero también es
verdad que por el pecado Dios no ha podido consumar su amor paternal. En este sentido hay en el
hombre un poder sobre Dios: su libertad pecadora. En cierto sentido, Dios se ha puesto a merced del
hombre.
El pecado afecta, pues a Dios y Dios sufre por él. Ciertamente, no podemos admitir en Dios un
sufrimiento con las mismas características que el nuestro. El sufrimiento destruye al hombre y le
conduce a veces a la depresión. Esto es lo que no cabe en Dios: un sufrimiento que destruya su
naturaleza; pero sí cabe un sufrimiento que, sin destruirle, le afecta interiormente, porque el
sufrimiento es la otra cara del amor mismo. El que ama, sufre.
Podríamos poner un ejemplo. Pensemos en un padre que tiene dos hijos. El primero de ellos le
roba 1.000 euros, lo cual lesiona al padre en sus haberes (diríamos en su naturaleza). El segundo
hijo no le roba nada. Es más, es el preferido del padre. Y resulta que, cuando este segundo hijo llega
al momento de su boda, se le acerca el padre y le dije: “Hijo mío, durante muchos años he estado
trabajando, haciendo horas extraordinarias, rompiendo mi salud para comprarte un piso y
regalártelo en este día. Yo lo único que busco es tu felicidad y soy feliz viéndote feliz. Toma, ahí
tienes las llaves del piso” Y el hijo contesta: “Pues yo tenía también que decirte algo que he
guardado para este momento: tengo enormes ganas de marcharme de casa, no quiero verte, y de tal
modo esperaba este momento, que tomas las llaves del piso y se las da al primer transeúnte que pase
por la calle. No quiero nada de ti”.
¿Quién ha ofendido más a su padre, el hijo que le roba 1.000 euros o este otro que no le roba
nada? Efectivamente, la mayor ofensa es la del segundo. Pues ése es el modo como ofendemos a
Dios: no dejándonos amar por El. Si decimos que el primer mandamiento es dejarse amar por Dios,
el pecado es no dejarse amar por él. En el fondo pecamos porque desconfiamos que el Padre sea
capaz de hacernos felices. Vamos buscando la felicidad en el placer, la fama, el dinero, etc., porque
desconfiamos que el Padre sea capaz de hacernos felices. Eso es lo que le hiere. En todo pecado
hay, por tanto, una dimensión teológica.
En pocas palabras, podríamos decir que el pecado no afecta para nada a la naturaleza divina, no
la menoscaba efectivamente, pero toca el corazón de un Padre que quiere darse y le impide
consumar su amor.
La ofensa efectiva, la destrucción efectiva de Dios no cabe, pero, sin embargo, el pecado le
afecta, porque le llega a su corazón la negativa del hombre, porque le impide llevar a cabo su plan,
porque no le deja consumar su amor. Esto es lo que a Dios le duele, que no queramos confiar en él.
Hay, por tanto, en el pecado una dimensión teológica que nos impide reducirlo a una falta ética o
moral.
Podemos entender ahora lo que Cristo hace en la cruz: corresponder al amor incorrespondido del
Padre, por iniciativa misma de éste. Cristo, que conoce a fondo la hondura del amor despreciado del
Padre, ha venido a la tierra para decirle sí, para corresponder a su amor incorrespondido y pedirle
que no retire su amor a los hombres.
El pecado afecta, pues, a Dios, pero el Padre no quería ya ni sacrificios ni oblaciones de toros,
entonces Cristo dice: heme aquí que vengo a hacer tu voluntad (Heb 10, 6-7). Y el Padre,
complacido con ello, se ha volcado sobre su Hijo y nos ha amado en él. Por ello puede decir Pablo
que en Cristo tenemos ya la garantía del amor del Padre: “Quien a su propio Hijo no perdonó, sino
que por nosotros lo entregó, ¿cómo no juntamente con él nos dará todas las cosas?” (Rom 8, 32).
“La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom
5, 8). “En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado Cristo murió por los
impíos” (Rom 5, 6-7).
Ahora en Cristo tenemos garantizado el amor del Padre, que nos ama en su Hijo, por su Hijo y
con su Hijo. El Padre nos ha amado definitivamente en Cristo. Ya no retira su amor dejándonos en
el destino del pecado y de la muerte. Se ha sellado ya la alianza definitiva. Sólo se condenará aquel
que voluntaria y libremente se ría de este Dios que por nosotros ha hecho el ridículo en la cruz y ha
entregado lo más querido, a su Hijo. A este Dios no se le puede pedir que ame más, lo ha dado todo
en su Hijo. Este es nuestro Dios, un Dios que nos ha amado hasta el ridículo.
Así, pues, con la resurrección el Padre ha aceptado el sacrificio de Cristo y con él tenemos la
garantía de nuestra salvación. La resurrección de Cristo es principio de filiación divina. La vida,
según el Espíritu que nos viene de Cristo glorificado, nos conduce a la condición de Hijos de Dios:
“En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8, 14; Gal 4,
5-7). Ahora podemos llamar a Dios Padre, Abba, como Cristo mismo lo hacía. Somos hijos en el
Hijo y el Padre nos ama en el mismo cariño con que le ama a él.
La primera dimensión de la resurrección es, pues, la aceptación del sacrificio de Cristo por parte
del Padre. El Padre acepta el sacrificio de su Hijo resucitándole445.

IV. LA CUESTIÓN DEL INFIERNO


H. U. Von Balthasar con su obra Was dürfen wir hoffen? (¿Qué podemos esperar?) ha dado lugar
a un debate teológico que ha suscitado sorpresa e indignación en unos y complacencia en otros 446.
La tesis de Von Balthasar no ha consistido, como fácilmente se ha podido leer en los medios de
comunicación, en afirmar que el infierno existe, pero que seguramente está vacío. El mismo Von

445
No queremos terminar el capítulo sin aludir a la tesis de B. Forte, que ve también en la cruz de Cristo la ruptura de la
comunión trinitaria (La esencia del cristianismo (Salamanca 2002) 59 ss). El Hijo, a través de su entrega, toma sobre sí
el dolor y el pecado del mundo, entrando hasta la hondura del abandono en Dios. Su grito en la cruz es el signo del
abandono que ha querido asumir. El Padre, que entrega al Hijo, hace también historia en la cruz, sacrificando a su
propio Hijo y mostrando la grandeza de su amor. Dios sufre en la cruz como Padre que ofrece. El Dios cristiano revela
así un dolor activo y libremente asumido. No es un Dios ajeno al sufrimiento del mundo. La historia de nuestros
sufrimientos es la historia del Dios cristiano. La cruz, que es historia del Padre e historia del Hijo, es también historia
del Espíritu, pues el crucificado entrega al Padre en la cruz el Espíritu que le había dado y que le será dado en plenitud
el día de la Resurrección. “Es la hora de la muerte de Dios, del abandono del Hijo por parte del Padre, sin merma de la
perenne inmensa comunión del amor entre los dos, acontecimiento que se completa en la entrega del Espíritu Santo al
Padre” (O.c. 62). Se trata así del abandono supremo de Cristo en la cruz, del “descenso a los infiernos” (O.c. 63). Con la
Resurrección el Padre da de nuevo el Espíritu al Hijo.
Como se ve, B. Forte no utiliza las categorías ontológicas, por lo que parece caer en un historicismo trinitario. Habría
que matizar lo que significa muerte en Dios. El único que muere en la cruz y sufre físicamente en ella es el Hijo (que es
Dios). Es la muerte de una persona que es Dios, pero que no afecta a la común naturaleza divina. En la historia
solamente entran el Hijo y el Espíritu Santo que son enviados por el Padre. El Padre, afectado por el pecado de los
hombres (en el modo que ya hemos explicado) envía al Hijo a la cruz por amor, pero no sufre personalmente en la cruz.
Cristo en la cruz entrega el espíritu (Jn 19, 30) que, como dice la Biblia de Jerusalén, es el último suspiro como preludio
de la efusión del Espíritu que es entregado a la Iglesia como fruto del abrazo del Hijo y del Padre en la Resurrección.
No se puede aceptar que el Hijo en la cruz quede desvinculado del Espíritu. Si así fuera, perdería también toda
comunión con el Padre. Hay un abandono afectivo del Hijo (no siente humanamente el consuelo del Padre). Más allá de
eso, es ir a una ruptura ontológica de la Trinidad. Cristo en todo momento sigue siendo Dios y unido ontológicamente al
Padre y al Espíritu Santo.
446
Ha sido publicado en traducción española con el título Tratado sobre el infierno. Compendio (Edicep, Valencia
1999), que incluye también otra segunda obra de Von Balthasar Un pequeño discurso sobre el infierno. Nosotros
citamos la versión española que incluye a los dos.
Balthasar, en su obra posterior (Un pequeño discurso sobre el infierno) se queja de la expresión
“infierno vacío”. ¡Vaya expresión! reprocha el teólogo suizo447.
Lo que verdaderamente ha enseñado Von Balthasar es que podemos esperar que todos se salven.
Él habla de esperanza y no de saber. Y comenta: ¿Cómo es posible identificar esperanza con saber?
Yo puedo esperar que mi amigo se cure de su grave enfermedad... mas ¿cómo lo puedo saber? 448. Es
claro, incluso, que yo puedo esperar por otros.

1) UNA DOBLE SENTENCIA SOBRE EL MÁS ALLÁ


Jesús, antes de Pascua, suele hablar del juicio que nos aguarda con un doble resultado en Mt 25:
“y cuando viniera el Hijo del hombre en la gloria y todos los ángeles con él, entonces se sentará en
el trono de su gloria, y serán congregadas en su presencia todas las gentes, y se las separará unas de
otras, como el pastor separa las ovejas de los cabritos; y colocará las ovejas a su derecha y a los
cabritos a su izquierda” (Mt 25, 31 ss). “Entonces dirá también a los de la izquierda: apartaos de mí,
malditos” (Mt 25, 41), “los cuales serán arrojados a las tinieblas” (Mt 25, 30).
Anteriormente, en el mismo evangelio de Mateo leemos: “así será la resurrección del mundo:
saldrán los ángeles y separarán los malos de en medio de los justos” (Mt 13, 49).
A las vírgenes necias que le piden al Señor que les abra, responde que no las conoce (Mt 25, 10
ss). Se trata de un rechazo absoluto: rechazo que también aparece en San Pablo respecto de los
injustos (1 Co 6, 9; Gál 5, 21; Ef 5, 5).
Ahora bien, estos textos, que se refieren al juicio con doble resultado, no impiden la existencia
de otros textos postpascuales que permiten una perspectiva de salvación universal. Así leemos en 1
Tm 2, 4-5: “Dios, nuestro salvador, quiere que todos los hombres se salven y que lleguen al
conocimiento de la verdad, pues sólo hay un Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Jesucristo, que se entregó a sí mismo, para redención de todos”. Por eso la Iglesia puede
hacer peticiones y súplicas para que todos los hombres se salven. Como dice también 1 Tm 4, 10:
“hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo, que es el salvador de todos los hombres,
principalmente de los creyentes”.
San Pablo, por su parte, habla de la misericordia de Dios para todos los pecadores, sean
cristianos, judíos o paganos (Rm 11, 32), porque Dios ha reconciliado todas las cosas en él, así las
del cielo como las de la tierra (Col 1, 20) y ha decidido recapitular todas las cosas en Cristo (Ef 1,
10), de modo que Dios no quiere que nadie se pierda, sino que todos vengan a penitencia (2 Pe 3,
9).
De todos modos, Von Balthasar es consciente que, respecto a 1 Tm 2, 4-5 y a otros textos
parecidos se le podrá responder diciendo que, efectivamente, Dios quiere que todos se salven, pero
depende de cada uno que ello suceda, distinguiendo así, como ha hecho la teología, entre la
voluntad salvífica antecedente de Dios y su aceptación subjetiva por parte de los hombres 449. San
Pablo habla, de hecho, de una posible perdición (1 Co 9, 11), de una doble retribución (2 Tes 1, 5-
10), pues cada uno recibirá según lo que hubiera hecho, bueno o malo (2 Cor 5, 10). Por ello, Von
Balthasar, con una cierta ironía resignada, acepta la distinción entre voluntad antecedente y
voluntad consecuente, entre la voluntad absoluta de Dios de salvar a todos y la voluntad
condicionada a la libre aceptación del hombre450.
Con todo, hay un par de textos, observa Von Balthasar, que hablan prescindiendo de todas
distinciones: “El primero es la serie textual paulina que se repite de forma lineal, según la cual todos
los hombres, descendientes del primer Adán, han pecado y han caído en la muerte y en la
447
O.c. 133.
448
Ibid, 133-134.
449
¿Qué podemos esperar? O.c. 25.
450
Un pequeño discurso... O.c. 147.
condenación, mientras que por la muerte redentora del segundo Adán “la gracia de Dios
sobreabundó”. Nueve veces se repite la palabra “todos” y la sobreabundancia de la gracia queda aún
más resaltada por el hecho de que se introdujo la ley para que abundase el pecado, pero la gracia
“sobreabundó” por razón de este fuerte impediemento (Rom 5, 12-21). El pasaje alcanza su punto
culminante en el himno de victoria en el que este equilibrio, ya desaparecido y que determinaba el
juicio con dos resultados hasta ahora, es sustituido por un “más aún”, “por encima de todo”451.
El otro texto es Jn 12, 32: “cuando sea levantado de la tierra atraeré todos a mí”.
Son textos que no aparecen condicionados a la libre respuesta del hombre: son textos en los que
domina una resonancia universal, dice Von Balthasar.
Estas dos series de textos no se pueden concordar fácilmente, porque, mientras la primera serie
nos pone ante la seria posibilidad de nuestra perdición, la segunda abre a nuestra esperanza un
panorama sin límites452. “Sin embargo, también podemos decir que la imagen veterotestamentaria
de un juicio con un estricto doble resultado, se ha clarificado (el juez es el salvador de todos), por lo
que la esperanza supera al terror”453. Por ello, apoyándose en la esperanza, Von Balthasar afirma que
puede esperar a que la luz del amor divino pueda penetrar a través de cualquier oscuridad o
apartamiento humano454. Lo que no se puede hacer es convertir una amonestación a la conversión en
una realidad fáctica, pretendiendo conocer la existencia de un infierno lleno.

2) OBSERVACIONES A LA POSTURA DE VON BALTHASAR


Llegados a esta parte, quisiéramos hacer algunas observaciones a la postura de Von Balthasar.

a) Los textos postpascuales:


Recordemos que Von Balthasar había mantenido su esperanza basándose en que, al menos, en
Rom 5, 12-21 y Jn 12, 32, se nos da una esperanza basada en la acción salvífica de Dios, no
condicionada a nuestra aceptación.
Pero como se puede ver obviamente, San Pablo se refiere en 5, 12-21 a la liberación, hecha por
Cristo, del pecado original. No se refiere nunca a una supuesta liberación de los pecados personales
que pudiera darnos la esperanza de una salvación definitiva independientemente de un
arrepentimiento personal.
Por lo que se refiere a Jn 12, 32 (“cuando sea levantado, atareré a todos hacia mí”), no hay que
desvincularla de la frase anterior del v. 12,31. El texto completo dice: “Ahora es el juicio de este
mundo; ahora el príncipe de este mundo ha sido echado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 31-32).
Este ser levantado alude, en San Juan, a la subida en la cruz y a la resurrección y ascensión.
Gracias al misterio pascual de Cristo, es enviado el Espíritu a todos los hombres, a los que atrae con
su gracia (atraeré a todos hacia mí). El misterio pascual implica, pues, la victoria sobre el maligno y
la donación de la gracia a todos. El texto hace alusión, claramente, a la victoria de Cristo, en su
muerte y resurrección, sobre el maligno, como dice en Jn 16, 11: “el príncipe de este mundo está
juzgado”.
Jn 12, 31 dice que ya ha tenido lugar el juicio de este mundo, que es expulsado el señor de este
mundo. Cristo va a la muerte confiando en el Padre y, en el momento de la máxima humillación, es
exaltado en gloria y tiene lugar el juicio (crisis) de este mundo dominado por el príncipe del mismo.
El dominador de este mundo, sirviéndose de los judíos, había pensado someter a Cristo a un juicio

451
¿Qué podemos esperar? O.c. 30-31.
452
Un pequeño discurso... O.c. 142.
453
¿Qué podemos esperar? O.c. 34.
454
Un pequeño discurso... O.c. 143.
inicuo con la pretensión de reducirlo a la nada, mientras que ha sido él el que ha caído en el juicio
(Jn 16, 11) y ha sido derrumbado con todo su poder.
Como vemos, pues, en el texto citado de Jn 12, 32, se puede hablar de la victoria de Cristo sobre
el príncipe de este mundo y de la donación de su gracia para vencerle (atraeré a todos hacia mí);
pero no se asegura definitivamente nuestra victoria personal sobre el demonio y la tentación.
Gracias al misterio pascual de Cristo tenemos la gracia del Espíritu para luchar contra el pecado
y el maligno; pero no se nos asegura aún nuestra salvación definitiva.
Pero lo que es inexplicable es que relegue textos postpascuales como 1 Cor 6, 9-11: “Ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros heredarán el reino de los cielos”. Por ello pensamos que no
consigue armonizar las frases prepascuales con las postpascuales.

a) Sobre los condenados de hecho


Hoy en día, hay quien piensa que el infierno es una pura hipótesis, una mera posibilidad teórica,
pero que de hecho no hay condenados. La Iglesia, afirman, no puede canonizar al revés, es decir,
declarando que hay condenados de hecho, pues ello no pertenece al magisterio de la Iglesia, que ella
ejerce en orden a la salvación. Es cierto que la Iglesia no sabe de nadie en concreto, porque no le ha
sido revelado. Sólo lo sabe de los demonios (CEC 391-395). Pero es preciso advertir que, si el
argumento anterior se tomara en serio, la Iglesia, como bien recuerda Pozo 455, no habría podido
decir nada sobre el infierno. De él, en cambio, sabe por revelación que existe, que es eterno y que
están en él, no sólo los demonios, sino todos los que rechazan el arrepentimiento.
Esta posibilidad de condenación para cada uno de nosotros no es meramente teórica. Olvidamos
que el pecado es un hecho, dice Ruiz de la Peña, y “en este hecho emerge nítidamente el carácter
real, no especulativo, de la posibilidad del infierno. O mejor, en el hecho del pecado, la posibilidad
se realiza ya como facticidad (a la que sólo falta la consolidación para convertirse en lo que las
fuentes llaman “muerte eterna”) de modo semejante a como la gracia es ya incoación real de la vida
eterna”456.
La respuesta sobre el infierno como hecho se resuelve con la respuesta sobre si el hombre es
capaz de cometer pecados mortales y rechazar el perdón de Dios en esta vida, rechazando el
arrepentirse de ellos457. La amistad de Dios no es algo que se impone, sino algo que se acepta o que
se rechaza, por ello le es connatural el hecho de ser rechazada. De ahí que “la escatología cristiana
tiene que hablar del infierno”458.
Es interesante recordar que, cuando en el Vaticano II se abordó el tema del infierno, un obispo
pidió que se dijera que de hecho hay condenados, y la comisión del concilio, (que da la
interpretación oficial) respondió que no era necesario, porque se dice con las palabras de Cristo que
“irán”, “se condenarán”, lo cual supone que habrá condenados.459 Esta certeza de condenación
referida al futuro la encontramos plásticamente expresada en San Pablo: “No os engañéis, ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni
los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios” (1 Cor 6,
9-10).
Hay una frase de Jesucristo en el Evangelio que hace pensar: “Esforzaos por entrar por la puerta
estrecha, porque muchos, os digo, intentarán entrar, pero no podrán” (Lc, 13, 22). El P. Iglesias,
comentando esto en Mt 7, 13-14, afirma que, ante la pregunta que si son pocos los que se salvan,

455
C. POZO, O.c. 455.
456
J. L. RUIZ DE LA PEÑA, O. c. 267.
457
Ibid., 263.
458
Ibid., 265.
459
Actas del Concilio Vaticano II, vol. III, pars VIII (Vaticano 1976) 144 ss.
Cristo responde diciendo: eso es curiosidad; vosotros esforzaos por seguir el camino estrecho 460.
Pero la verdad es que Jesucristo no responde sólo con una exhortación, sino diciendo: “muchos
querrán entrar por ella y no podrán”. Y eso ya no es una exhortación, sino un dato, una información.
Me explico:
Muchas veces Jesucristo acude a imágenes que no hemos de tomar al pie de la letra, sino en el
contenido que quieren transmitir. Así, por ejemplo, no hemos de pensar que en el más allá habremos
de mantener un diálogo preguntándole cuando le vimos al Señor enfermo o desnudo y no le
asistimos. Lo que el Señor quiere enseñar es que no sólo le ofendemos a él cuando directamente le
ultrajamos, sino cuando olvidamos la caridad con el prójimo. Es claro que el diálogo como tal no se
dará en el cielo. Pero la frase: “Muchos querrán entrar por la puerta estrecha y no podrán”, lo único
que quiere transmitir es eso: que habrá condenados de hecho. No quiere decir otra cosa. La Iglesia
no lo sabe de nadie en particular, pero no puede olvidar estas palabras de Cristo461.

b) Dios no ha creado el infierno


Frecuentemente, el hombre moderno se rebela contra un Dios que ha preparado el infierno desde
un principio como una amenaza inevitable. ¿Qué Dios es ese que ha pensado en el infierno desde un
principio?
Pero la verdad es que Dios no ha hecho el infierno. El infierno comenzó el día en que los
demonios se rebelaron contra Dios. El infierno es ellos y está donde ellos están. No es por eso el
infierno un lugar físico que se pudiera encontrar con una excavación o un viaje sideral. El infierno
es una realidad que no se puede entender en parámetros físicos462.
El infierno no responde, pues a una iniciativa de Dios. Dice así Juan Pablo II en su catequesis:
“Por eso, la “condenación” no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor
misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la
criatura la que se cierra a su amor. La “condenación” consiste precisamente en que el hombre se
aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre
esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado”.463.

c) ¿Castiga Dios?
Frecuentemente, escuchamos el reproche de que no podemos creer en el infierno si es que
creemos en un Dios misericordioso. ¿Qué Dios puede ser el que castiga para toda la eternidad?
Habría que contestar diciendo, en primer lugar, que el infierno sólo se puede entender como la
situación de aquellos que se autoexcluyen del perdón de Dios, la situación de aquellos que, en su
460
M. IGLESIAS, Nuevo Testamento (Madrid 2003) 72.
461
Son palabras éstas de las que lógicamente se deduce que habrá condenados, y por ello suelen ser olvidadas
frecuentemente. El tema de las dos puertas o los dos caminos es un tema antiguo y estudiado en el judaísmo (Dt 30, 1-
20; Sal 1; Pro 4, 18-19; 12-28). Aparece también en 1Q5 3, 20-21, en la Didajé 1, 1-6 y en la epístola a Bernabé 18, 1-
21, 9. Como ejemplo de ello tenemos lo que decía rabí Yohanan bar Zakkaín sobre el año 80 a. C.: “Hay dos caminos
ante mí: uno que conduce al jardín del Edén, el otro a la gehenna, y no sé cuál se me va a hacer tomar”.
Pero en el Evangelio este tema tiene una nueva estructuración, como reconoce M. de Tuya (Biblia comentada, Va,
Evangelios (Madrid 1977) 120). El Evangelio se refiere, ante todo, a la entrada en el reino, aunque sin excluir los
deberes morales.
Ahora bien, al hacer referencia al reino, el texto, tanto en Lucas como en Mateo, tiene también una clara connotación
escatológica, pues, como dice el Comentario bíblico San Jerónimo (III/I, p. 377), el texto de Lucas dice que muchos
buscarán tarde, después de que el reino haya venido, de modo que todos y cada uno deben esforzarse ahora. En Lucas,
los hombres no entrarán en el reino, no porque no quieran, sino porque no podrán. En un momento determinado, el
dueño de la casa se levantará y cerrará la puerta, y ya no podrán entrar más (Lc 13, 25). No le oyeron cuando había que
oírle y no obraron como debían, recuerda M. de Tuya (ibid. 154).
462
J. A. SAYÉS, Más allá de la muerte, (Madrid, San Pablo 1996) 148 ss.
463
Doc. Palabra (Octubre 1999) 156.
soberbia, no quieren arrepentirse de sus pecados y no se dejan perdonar por Dios. El término de
autoexclusión lo encontramos en el Catecismo (CEC 1033). Dios hace milagros con una persona
que se arrepiente, pero no puede salvar al que no quiere. Dice Juan Pablo II en la catequesis sobre el
infierno: “Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero por desgracia, el hombre,
llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón,
renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo
que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de
Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta
vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse en cierto
modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele
decir, en “un infierno”464.
Es, pues, el hombre el que, en su soberbia, se condena. Pero es también cierto que si algo rechaza
Dios es la soberbia: “Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes” (Sant 4, 6); por lo
que no debe extrañarnos que Dios diga a los pecadores pertinaces: “Apartaos de mí, malditos, al
fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41). Dios no puede amar al que, en su
soberbia, no se deja perdonar, ni quiere arrepentirse. El Dios Santo no puede convivir con el
pecado.
No se condena uno por el mero hecho de tener unos pecados mortales, cuanto por la decisión de
no querer arrepentirse de ellos. Es la soberbia la que condena al hombre, la decisión de no dejarse
perdonar por Dios. Es fácil para el hombre moderno creer en un Dios abuelo que todo lo perdona,
porque el hombre no conoce la hondura del pecado. El hombre moderno termina haciéndose un
Dios a su medida y se atreve a llevarlo a su tribunal.
Pero olvida que de este Dios que hizo el ridículo por nosotros en la cruz no se puede dudar,
ciertamente, pero tampoco se puede abusar. El que se ríe de ese Dios que ha hecho el ridículo por
nosotros en la cruz y del perdón que de ella nace, se cierra la única puerta que hay de salvación.
Como dice Ratzinger, Cristo no condena a nadie, él es pura salvación, y quien se encuentra en él,
se halla en el lugar de la liberación y la salvación. La perdición no la impone Cristo sino que se da
donde el hombre se ha quedado lejos de él; la perdición se debe a la permanencia en lo propio465.
El misterio radica, pues, en el modo como Dios respeta la libertad del hombre. La omnipotencia
y la misericordia de Dios sólo tienen el límite de la libertad humana.
El cristianismo afirma, por tanto, que la vida del hombre es algo serio. “El cristiano tiene que
vivir con este jugárselo todo y con la conciencia de que está sucediendo así” 466. Por ello dice K.
Rahner: “La predicación acerca del infierno debe descubrir al hombre de hoy toda la seriedad en la
pérdida de la salvación que le amenaza, seriedad que él ha de aceptar de lleno sin contar
marginalmente con una apokatástasis”467.
No negamos que en todo esto haya un misterio, pero es el misterio de cómo Dios respeta la
libertad humana. Se podría objetar que nadie conscientemente rechararía su auténtica felicidad si la
conociese como tal, nadie rechazaría el amor de Dios si lo conociese. Pero a esto responde el mismo
Cristo en el evangelio de san Mateo cuando afirma que lo que hicimos con uno de los pequeños de
este mundo lo hemos hecho con él (Mt 25, 45). Como dice L. Boff “el que niega el infierno, no
niega a Dios ni su justicia; niega al hombre y no lo toma en serio”468.

464
Dco. Palabra, Ibid.
465
J. RATZINGER, Escatología (Barcelona 1984) 192.
466
Ibid., 192.
467
K. RAHNER, Infierno, en Sacr. Mund. 3, 906.
468
L. BOFF, Hablemos de la otra vida, (Santander 1987) 102.
d) Las penas del infierno
En cuanto a las penas del infierno, hemos de decir que es dogmático que, junto a la pena de la
pérdida de Dios (pena de daño), se da también la de sentido.
Ya en su tiempo, S. Ambrosio advertía que el infierno no es un lugar subterráneo en el que el
condenado fuera encerrado. “¿Qué son las tinieblas exteriores? ¿Hay acaso allí una cárcel,
subterráneos en los que el culpable tenga que ser encerrado? No, sino que aquellos que se obstinan
en mantenerse fuera del orden y de las promesas de Dios son los que están en esas tinieblas
exteriores. No hay, pues, en realidad ningún chirriar de dientes ni ningún fuego que sea alimentado
por llamas materiales; no hay ningún gusano real”469. Por ello el Papa ha enseñado con acierto: “las
imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse
correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más
que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de
Dios, manantial de vida y alegría”470. El Catecismo cuando habla de “fuego eterno” (CEC 1039) lo
pone entre comillas, como queriendo decir que no se ha de tomar en sentido físico.
Siendo, pues, cierto que no podemos tomar el fuego como una realidad material, puesto que en el
más allá no cabe la existencia de un fuego como el de aquí (ya que los cuerpos resucitados son
espirituales), ¿no cabría entender la pena de sentido como la frustración total de la existencia del
hombre en cuanto que no podría realizar ni el fin natural (búsqueda de la verdad, el bien y la
belleza), estando como está bajo el dominio definitivo del diablo? El bien, la verdad y la belleza, no
tendrían, pues, sentido para el condenado y por ello sufrirá la frustración total de su existencia. En
el infierno no se ama, absolutamente nada, ni se es amado. El infierno es la frustración total de la
existencia humana bajo el dominio definitivo del diablo, que sí existe.471

e) ¿Es posible la esperanza?


En resumen, podemos decir que de las palabras de Cristo “esforzaos por entrar por la puerta
estrecha. Muchos querrán entrar por ella y no podrá” (Lc 13, 24) se deduce que habrá condenados.
Von Balthasar no consigue armonizar las frases prepascuales de Cristo con la firme esperanza de
que todos nos salvaremos. ¿Por qué tengo que luchar diariamente contra el pecado, si de hecho
tenemos una seria esperanza (es decir, una esperanza colectiva fundada en textos bíblicos) de que
todos seremos salvos? A nivel individual sólo se puede tener tal esperanza cuando, junto con la
confianza teologal en Dios, tenemos la certeza moral de vivir en gracia. Su interpretación de las
frases postpascuales en las que pretende ver la salvación de todos por parte de Dios prescindiendo
de la cooperación libre del hombre, no se mantiene en pie, como hemos visto. Pero hay una cosa
clara y que nos debe proporcionar una gran esperanza: el infierno no es para aquel que, con ayuda
de la gracia tiene capacidad de arrepentimiento. Dios hace milagros con todo aquel que tenga un
corazón sencillo y arrepentido. En el pasado, se atormentaba a la conciencia con la posibilidad de
un pecado en el último momento, con la angustia de un Dios que vigilaba nuestros pasos para
sorprendernos furtivamente en un pecado oculto o desaparecido. Todo ello son caricaturas del
infierno que han hecho mucho daño. Nos basta preguntarnos si tenemos una capacidad seria de
469
Exp. Evang. Luc 7, 204.
470
No convence la explicación que da Ruíz de la Peña en el sentido de que la pena de sentido (fuego) sería la mera
repercusión de la pena de daño o falta de Dios. Dice que la imagen del fuego bíblico no es una pena distinta de la
ausencia de Dios, sino la expresión de la vaciedad de la vida sin la comunión con él (La otra dimensión (Santander
3
1986, 258), pues fuera de la visión de Dios la vida queda totalmente frustrada. Pero la verdad es que en la Bíblia no se
llama fuego a la mera ausencia de Dios, ni se describe al sheol con dicho término. Por otro lado no hay que olvidar que,
la ausencia de la visión de Dios, el hombre podría realizar el fin natural (no plenamente último) que consiste en buscar
de forma progresiva el bien, la verdad y la belleza en forma siempre perfectible y contínua.
471
J. A. SAYÉS, El demonio, ¿realidad o mito? (Edicep, Valencia 1997).
arrepentimiento; si cuando somos conscientes de un pecado, pedimos perdón a Dios y acudimos al
sacramento de la penitencia.
Personalmente tengo que confesar que vivo con la esperanza de la salvación, porque creo tener,
por la gracia de Dios, capacidad de arrepentimiento, hasta el punto de que no me humilla confesar
mis pecados ante un representante de Cristo. En eso no tengo problema, por lo que vivo así en la
paz y en la alegría que sólo Dios da. Y esto es también lo que pido y espero para todos los hombres.
Yo también tengo esperanza, la esperanza de que todos los hombres, bajo la gracia de Dios, se abran
al arrepentimiento. Dios no salva sin la cooperación humana. El padre le perdona sin límites al hijo
pródigo, que ha pedido perdón. No conozco en la Escritura, desde David a S. Pedro, un solo caso en
el que Dios perdone sin arrepentimiento del pecador.
CAPÍTULO X

La Trinidad y el sobrenatural

Hasta ahora hemos estudiado la Trinidad en Balthasar bajo el aspecto económico, ahora
presentamos su concepción de la Trinidad inmanente, en sí.

I. LA TRINIDAD INMANENTE
Sobre la Trinidad inmanente Balthasar ha ofrecido algunas ideas acertadas y enriquecedoras.
Trataremos de resumir.
Naturalmente, a la Trinidad sólo podemos llegar desde Cristo 472, que es el Hijo que revela el
misterio. Parte de Jesucristo: Cristo, por ser el único, no es una criatura entre otras, creada de igual
forma que los demás (de ello nos da testimonio el “cubrimiento” por la sombra del Espíritu de Dios,
y el símbolo de la madre-virgen). Su auténtico ser creado es forma y expresión de su filiación eterna
e increada. Cristo es la irradiación de la gloria de Dios, de modo que cada uno de los aspectos de la
misión de Jesús revela su filiación eterna y, en ella, al Padre y al E. Santo.
a) Una primera aproximación nos hace acercarnos al Padre como aquel que se pronuncia en el
Hijo. El Padre se conoce en cuanto que se contrapone al Hijo para conocerse y para amarse. Es
Padre porque genera al Hijo. El permanece como Padre eterno, porque eternamente ha entregado al
Hijo todo lo suyo (incluida la divinidad) 473 y lo mismo se puede decir de la relación del Padre y del
Hijo en el Espíritu Santo. Con esto se evita el peligro de la quaternitas, de pensar la esencia divina
como algo junto a las procesiones. No, se trata de una unica esencia participada por las tres
personas, de modo que dicha esencia no ha existido de otro modo que paternalmente, filialmente y
espiritualmente474. Cada persona posee y determina la esencia. No es que primero se de la esencia
de Dios y, luego, la Trinidad.
b) El Padre entrega así toda su vida al Hijo. El Padre no fue nunca una persona encerrada para sí
misma, sino entregada y expropiada para el Hijo475. De este modo, al establecer lo propio del Logos
no se puede prescindir del Padre, de modo que Cristo no habla de sí sino en referencia al Padre. El
Logos es la expresión del amor del Padre. Y así la missio se entiende como continuación mundana

472
Teológica (Madrid 1997) 2, 125.
473
Ibid., 135.
474
Ibid.
475
Ibid., 136.
de la processio476. Pues bien, si el Padre da todo lo suyo al Hijo, hay que introducir también el amor
en esa relación . Como dice S. Buenaventura , la processio es también una manifestación del amor
paterno. En esta idea de que el Padre le entrega al Hijo todo su ser, ha influido sin duda A. Von
Speyr. Decía la mística de Basilea: “El Padre es el que pone el amor total y lo dona al Hijo, y el
Hijo es el que recibe el amor total y quiere prodigarlo totalmente, porque lo ha recibido con
sobreabundancia. La intimidad del Padre y del Hijo no es otra que este río de amor”477.
c) Según esto, se ha de entender la creación en su sentido verdaderamente positivo y no como
una caida y degradación a partir de lo uno (Plotino). Lo otro de la creación (lo otro frente a Dios) es
sólo posible porque lo otro existe en la misma inmanencia de Dios como Logos y arquetipo, de
modo que Dios no podía haberlo creado sin el Don de Dios sigue siendo lo uno, no se puede
encontrar una explicación adecuada para lo otro. “Por encima de este abismo (permanente) queda
tendido un puente inesperado mediante la revelación de la Trinidad: si en la identidad de Dios está
el Otro, que a la vez es también imagen del Padre y con ello arquetipo de todo lo creable; si en esta
identidad está el Espíritu, que es el amor libre y efusivo del “Uno” y del “Otro”, entonces el otro de
la creación queda orientado al arquetipo del Otro divino, y su ser como tal, que se debe a la
liberalidad intradivina, se acerca a una relación positiva con Dios que ninguna religión no cristiana
(judaísmo e islam incluidos) puede soñar; pues, donde Dios sólo puede ser el Uno (como ocurre
también con Yahvé o Alá), sigue siendo imposible encontrar una explicación satisfactoria para lo
otro: allí donde fue pensado filosóficamente (cosa que no sucedió en serio en el judaísmo y el
islam), el mundo en cuanto lo otro y múltiple sólo pudo ser pensado como caída desde el Uno
únicamente en sí bienaventurado.
Con ello la diferencia divina y creatural se acercan ya, de todos modos, a una cierta
comparabilidad. La criatura no procede simplemente “de Dios”, remitiéndose, por tanto, con todo
su ser (y sus diferencias) a él como origen, conservación y fin último, sino igual de explícitamente a
las hipóstasis: primordialmente al arquetipo de todas las imágenes, el Hijo, que hace presente el
Padre, y también al Espíritu, que es el fundamento “personal” de la liberalidad creadora del Dios
trinitario. Este estar remitido se produce, tanto debido precisamente a la distinción primaria de la
diferencia creatural, como en virtud de su incomprensibilidad en sí misma sin la referencia a la
diferencia intradivina (que se encuentra en su distinción respecto a Dios). La imposibilidad de
realizar la identidad dentro de la diferencia mundana en la esencia finita concreta, presupone
intrínsecamente una forma de diferencia dentro de la identidad divina”478.
La diferencia creatural es la que va entre el esse y la essentia finita que lo participa. Pues bien,
dicha diferencia presupone la diferencia intradivina. El ser se derrama en esencias varias como
signo del amor y de la liberalidad internos de Dios.
d) El Padre, con el Hijo y en el Hijo se entregan además al Espíritu. “Lo que en ello se mantiene
firme es lo esencialmente divino: la autoentrega, de la que debemos señalar, en su acogida en el
Hijo y el Espíritu, sólo se cumple en el modus de la restitución a la “persona” que se entrega
principaliter (como dice Agustín) al Padre y también al Hijo, en cuanto el Espíritu se debe también a
él”479.
M. González comentará esto diciendo que el Espíritu “es el eterno acuerdo entre el Padre y el
Hijo, pero como testimonio “autónomo” de ambos. El es puesto por Ambos como el sello en su sí,
pero como tercero objetivamente. El es el fruto de Ambos, pero como garantía de su relación
recíproca480.

476
Ibid., 152.
477
Cf. PH. BARBARIN, Théologie et sainteté, 29.
478
Teol. II, 176.
479
Ibid., 126.
480
Cf. M. GONZÁLEZ, Balthasar, en: A.A.V.V., El Dios cristiano, (Salamanca 1992) 134.
1) UNA CONTRIBUCIÓN POSITIVA
Son varios los aspectos que podemos descubrir en este breve resumen. Nos parece totalmente
positiva la afirmación de que la esencia no ha de ser tomada como un cuarto ser en Dios
(quaternidad), siempre y cuando se tenga en cuenta que las personas tampoco son tres seres en Dios.
Nos parece también positiva la idea de que el Padre en su relación con el Hijo, le entrega todo su ser
y toda su naturaleza, compuesta de conocimiento y de amor. En ello Balthasar ha tenido un influjo
de A. Von Speyr. Más positiva nos parece, aún, la idea de que el E. Santo se autoentrega a modo de
restitución a las personas que se le entregan, aunque pensamos que esta idea tiene aún que ser
desarrollada.
Ahora bien, se habrá apreciado que, a la hora de hablar del concepto de persona en la Trinidad
inmanente, no utiliza Balthasar, en contra de lo que supone M. González el concepto de misión 481.
Se podrá decir que su misión es la forma económica de la procedencia del Padre, una especie de
manifestación de la “abnegación” trinitaria que el Hijo vive ante el Padre, pero no coinciden ni
pueden coincidir misión con procesión, porque la una es historia y la otra eterna. El fallo que
anotábamos al hablar de la unión hipostática, es que Balthasar asumía para hablar del Hijo
encarnado un concepto de persona como misión que ocultaba el de procesión. Según el concilio de
Calcedonia, el Hijo que procede del Padre es el único que se hace hombre, un mismo sujeto, “uno y
el mismo” procede eternamente del Padre y es enviado en la historia por El. Falta, pues, delimitar
ese concepto de sujeto de acciones tanto eternas como históricas.
Un aspecto que también queda oscuro es la afirmación de que Dios puede crear porque, dentro
de sí, tiene al Otro, el Verbo, como arquetipo de la creación. Una cosa es, en efecto, decir que de
hecho Dios ha creado según el arquetipo que tiene en el Verbo, y otra que un Dios unipersonal no
habría podido crear, ya que Dios, el arquetipo lo tiene en su mismo ser uno y, por otro lado, las
criaturas vienen al mundo en virtud de una causalidad eficiente que posibilita su existencia como
participación creada del ser divino.
Queremos, ahora, presentar nuestra concepción de la Trinidad inmanente en una síntesis que se
basa en el concepto de persona que hemos usado en la unión hipostática y que permite asumir
algunas de las intuiciones de Von Balthasar. Creemos que es ese mismo concepto, revelado en
Cristo, el que se ha de usar para la Trinidad. Nosotros conocemos la Trinidad por la Revelación de
Cristo.

2) LA PERSONA EN LA TRINIDAD
Habiendo, pues, definido en Cristología la persona como sujeto que radica ontológicamente en la
naturaleza divina a la que gestiona como sujeto, se podría hablar también en la Trinidad de tres
sujetos que participan de la naturaleza divina sin multiplicarla ni dividirla. El concilio III de Toledo
habla de las personas divinas como subsistentes en la divinidad de la única sustancia.
Cada uno de esos sujetos no es un ser nuevo, sino que está en el ser divino y radica en él
ontológicamente, como tres yoes que gestionan y se dan dicha naturaleza, al tiempo que cada uno
de ellos es toda la naturaleza. Cuando hablamos de personas, estamos hablando de sujetos, de yoes,
no de seres o de naturalezas. Pero ningún sujeto, ningún yo puede existir sin un ser, sin una
naturaleza. Todo yo se relaciona, no desnudamente, sino a través de su naturaleza, como mi yo se
relaciona con el tú a través de mi inteligencia y de mi cuerpo, de modo que el yo es siempre sujeto
tanto de las acciones espirituales como de las corporales.
Pues bien, cabría hacer el siguiente dibujo provisional: en la naturaleza divina radican tres
sujetos: Padre, Hijo y Espíritu Sando, que se comunican a través de la única naturaleza. Se
multiplican los sujetos, pero no se multiplica el ser. La naturaleza divina sigue siendo única. En ella
481
O.c., 135.
subsisten tres sujetos que no añaden un nuevo ser, sino que participan del único ser que es su común
naturaleza divina y a la que gestionan.

Ahora bien, parecería que los tres sujetos sería iguales en el sentido de que ninguno de ellos
tendría una originalidad que les distinguiese entre sí. No es así.
Podemos decir que el sujeto Padre posee la naturaleza divina entregándola; el Hijo la posee
recibiéndola; y el Espíritu Santo, como veremos, la posee recibiéndola de ambos. Esto lo veremos
más a fondo.
Quisiéramos entroncar así con el pensamiento de Ricardo de S. Víctor. Para él el sujeto Padre da
todo su amor (amor esencial que coincide con la naturaleza) al Hijo y ambos lo entregan al Espíritu
como a un tercer sujeto.
Para explicar todo esto, tenemos que entrar lógicamente en el desarrollo de las procesiones
divinas; pero tenemos ya un concepto de persona, convalidado por Éfeso y Calcedonia: el concepto
cristológico que definimos como sujeto de naturaleza racional, en cuanto que radica en ella
ontológicamente, al tiempo que la gestiona como sujeto: el Padre posee la naturaleza divina
entregándola; el Hijo la posee recibiéndola y el Espíritu Santo recibiéndola de ambos y
entregándola a ambos, como veremos.
No negamos, pues, que haya relaciones en la Trinidad; pero la relación del Padre con el Hijo
consiste en entregarle toda su naturaleza, todo su amor y todo su conocimiento. La relación no tiene
que estar por encima o fuera de la naturaleza. El concilio XI de Toledo dice que el Padre engendra
al Hijo de su sustancia, es decir, dándole toda su sustancia o naturaleza. El Padre se relaciona con el
Hijo en cuanto que le entrega toda su naturaleza, su conocimiento y su amor. Y el Padre y el Hijo se
relacionan con el Espíritu Santo en cuanto que le entregan esa naturaleza dada por el Padre y
recibida por el Hijo. Nos apartamos así de la perspectiva psicológica de S. Agustín para ir a otra de
tipo más personalista.

II. TRINITAS IN UNITATE

1) LA PROCESIÓN DEL HIJO


El Padre es el origen fontal de la Trinidad en la medida en que no recibe la divinidad de nadie. Es
el principio sin principio, el orgien y la fuente de toda la Trinidad, en cuanto que entrega su
naturaleza divina al Hijo y, juntamente con el Hijo, al Espíritu Santo. Se le designa por ello con los
nombres de Principio, Padre, e ingénito, no en el sentido de que el no ser engendrado compete a la
esencia divina, sino en el sentido de la relación con el Hijo a quien genera eternamente.
La teología y la misma fe han designado a lo largo de la historia la procesión del Hijo a partir del
Padre con el nombre de generación; nombre, por lo demás, apropiado, porque la generación, como
dice Sto. Tomás482, incluye la razón de semejanza. Arrio, como ya sabemos, entendía la generación
como una creación y no podía salir de su concepción material. No, la Escritura viene a decir que
Cristo es el Hijo de Dios (el Padre) en un sentido único y trascendente, que implica una generación
eterna. La generación en Dios no implica tránsito del no ser al ser; eternamente existe el Hijo y
eternamente está siendo generado por el Padre.
Y ¿en qué consiste esa generación? Consiste sencillamente en que el Padre entrega toda su
naturaleza divina al Hijo. El Padre, decíamos, es el sujeto divino que posee la naturaleza
entregándola al Hijo. El Hijo es, pues, justamente Hijo, porque recibe toda su naturaleza y todo su
ser de manos del Padre. El Hijo posee la naturaleza divina recibiéndola del Padre. El Hijo está
recibiendo siempre su ser del Padre. El Hijo es engendrado eternamente en el hoy eterno del Padre.
Y esta generación la hemos de entender, no desde la perspectiva psicológica, sino desde la
perspectiva personalista. Según la perspectiva primera, el Padre engendra al Hijo del modo como la
mente engendra por el conocimiento la noticia de sí misma. Pero ¿cómo entender que el Padre no
engendre a su Hijo dándole todo su ser y todo su amor? Si el Padre da al Hijo todo lo que tiene, ha
de darle también su amor esencial, toda su naturaleza divina. En esto asentimos al pensamiento de
Ricardo de S. Víctor.
Esto no quiere decir que no podemos designar al Hijo con el hombre de Verbo, pues,
precisamente porque recibe toda su naturaleza del Padre, es la perfecta expresión del mismo. Y
nadie mejor que él para realizar y llevar a cabo la revelación. Y en este sentido aceptamos toda la
teología del Logos que aparece en la Escritura (Col 1, 13-20; Hb 1,3). Y hacemos nuestras las
magníficas palabras de S. Juan de la Cruz:
“Porque (Dios) en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya –que no tiene otra-,
todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar (...) Por lo cual,
el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una
necedad, sino haría un agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra
alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya
habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora
responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho
y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas”483.
S. Pablo designa también al Hijo con el nombre de imagen del Padre (Col 1, 15 y Hb 1,3) con la
impronta de su sustancia. El Hijo, decía Sto. Tomás 484, procede del Padre como Verbo, de cuya
esencia es la semejanza.
Lo que queda claro, desde nuestra perspectiva, es que si dejamos la comparación de tipo
psicológico propia de S. Agustín (que no deja de ser una comparación) y admitimos que lo que
entrega el Padre al Hijo es toda su naturaleza, esta relación primera es una relación, también y sobre
todo, de amor. De un amor todavía no recíproco, pues la generación del Hijo implica de suyo
solamente donación por parte del Padre y recepción por parte del Hijo. El Hijo es tal por el simple
hecho de recibir la naturaleza del Padre.
Hablamos, por tanto, de un amor esencial, según el principio de que toda persona se expresa por
medio de su naturaleza. No hablamos de una relación de amor que vendría a ser distinto del de la
naturaleza, pues en ese caso habría en Dios dos amores, es decir, dos seres.
El Hijo es así el Amado, en el que el Padre tiene todas sus complacencias (Mc 1, 11). Es
engendrado en cuanto amado por el Padre, es engendrado en el amor y por el amor. No puede ser de

482
I, q. 27, a. 2.
483
S. JUAN DE LA CRUZ, 2N, 22.
484
I, q. 35, a. 2.
otro modo. Y lo propio del Hijo, en cuanto tal, es ser amado por el Padre con un amor único y
eterno que coincide con la naturaleza que el Padre le da.
Si hubiéramos de expresar en un dibujo esta primera procesión, lo haríamos con una flecha que
desciende del Padre al Hijo. El Padre da su naturaleza divina al Hijo. Son dos sujetos diferentes que
poseen una misma y única naturaleza (homooúsios): el Padre la posee dándola, y el Hijo la posee
recibiéndola del Padre.

El Padre, ¿persona absoluta?


El Padre, en realidad, no procede de ninguna otra persona y, dado que es la fuente y el origen de
toda la divinidad, hay quien ha pensado que se podría imaginar esta posesión original de la
divinidad como anterior a su relación personal, como una especie de persona absoluta; pero la
verdad es que el Padre no es nunca Padre sino porque tiene un Hijo. Por otro lado, como veremos
más adelante, el Padre vive en un amor recíproco con el Hijo gracias y en virtud a la acción del
Espíritu Santo.

2) LA PROCESIÓN DEL ESPÍRITU SANTO


Más difícil de entender es el Espíritu Santo a partir del Padre y del Hijo. La teología latina llegó
a la formulación del Filioque, afirmando que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como
de un único principio. La griega, por el contrario, afirma que el Padre da toda su naturaleza al Hijo
y, a través de él, la confiere al Espíritu Santo.
Esta distinta formulación proviene de dos enfoques distintos de la Trinidad (no necesariamente
divergentes si no se exasperan y que la teología latina no deja de aceptar el principio griego de que
el Espíritu Santo proviene principaliter del Padre); cosa que ya hacía San Agustín. En eso no hay
problema. El problema radica, más bien, en concebir ese único principio del Padre y del Hijo del
que proviene el Espíritu Santo.
Los griegos afirman rotundamente que el Espíritu Santo procede del Padre; pero tienen
inconvenientes a la hora de aceptar que procede también del Hijo. La Escritura, dicen, no habla de
ello expresamente. Responden los latinos diciendo que todo lo que tiene el Padre lo da al Hijo. Y es
aquí donde, a mi modo de ver, vale la objeción de Focio: lo que constituye la relación personal no
se puede entregar a otro; sólo se entrega lo que es común a la naturaleza.
Ocurre, además, que cuando la teología latina afirma que el Padre y el Hijo, en la espiración del
Espíritu Santo, forman un solo principio, no deja de ser una afirmación dificultosa, pues las
personas, por mucho que se unan entre sí, llevan consigo la diferencia. ¿Cómo entender, entonces,
ese único principio?
Por otro lado, la teología latina ha afirmado que el Espíritu Santo es el amor mutuo del Padre y
del Hijo. El Espíritu Santo sería el amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Pero, ¿no sería entonces un
intermedio en la relación entre el Padre y el Hijo? ¿No sería sobreponer una relación a otra, para
terminar con una sola, compuesta de tres miembros? ¿El amor mutuo no implica un amor directo y
recíproco? ¿Por qué concebir el amor mutuo como una persona que dificulta la inmediatez directa
de la relación de amor entre el Padre y el Hijo?
Cabría salir del problema desde la perspectiva de Ricardo de San Víctor, que habla del Espíritu
Santo como de un tercero que recibe el amor del Padre y del Hijo, aunque no aceptamos el motivo
que da (amarían a un tercero por la necesidad de que el amor, si ha de ser perfecto, se ha de entregar
a un tercero como condilecto).
Pero podríamos pensar que la relación del Padre y el Hijo con el Espíritu Santo es la relación de
un amor, dado por el Padre y recibido por el Hijo (todavía no recíproco) y que ambos entregan al
Espíritu. Y este mismo amor que el Espíritu recibe de ambos (y que es el amor esencial y único) lo
devuelve a ambos, de modo que, de esa forma, se convierte en amor dado y recibido por el Padre y
el Hijo, es decir, un amor recíproco entre ambos. De este modo, el Espíritu Santo vendría del amor
dado por el Padre y recibido por el Hijo, al tiempo que, por la devolución de ese mismo amor a
ambos, se convertiría en amor recíproco entre ellos, pues, en virtud del Espíritu, sería ya un amor
dado y recibido por ambos, es decir, un amor recíproco. De esta forma, el Espíritu Santo sería un
tercero, que causaría la reciprocidad en el amor entre el Padre y el Hijo. Lo que haría el Espíritu
Santo sería convertir en mutuo el amor del Padre y del Hijo. Hagamos unos dibujos:
En una primera fase, el amor que el Padre y el Hijo dan al Espíritu Santo no es todavía un amor
mutuo. La flecha mayor indica que es un amor dado por el Padre y recibido por el Hijo. Las flechas
paralelas indican que ese amor, dado por el Padre y recibido por el Hijo, es dado por ambos al
Espíritu. Todavía el amor del Padre y del Hijo no es recíproco, pues es sólo el amor dado por el
Padre y recibido por el Hijo que ambos entregan como tal al Espíritu.

En una segunda fase ese mismo amor recibido por el Espíritu del Padre y del Hijo, es devuelto
por él a ambos. Las flechas lo indican. Con ello, ese mismo y único amor que el Padre da y el Hijo
recibe, al ser dado por ambos al Espíritu y recibido por ambos de él, se convierte en un amor dado y
recibido por ambos, es decir, en amor recíproco. No olvidemos que se trata del mismo y único amor
esencial. Lo que el Espíritu Santo hace, al recibir y dar ese amor, es que el Padre y el Hijo lo den y
el Padre y el Hijo lo reciban. Lo convierte así en amor recíproco.
Se podrá objetar que, en esta explicación, la espiración del Padre y del Hijo no es sólo activa,
sino activo-pasiva; y la espiración del Espíritu Santo sería pasivo-activa, lo que cambia un poco la
perspectiva tradicional que hacía del Espíritu un personaje meramente receptor y pasivo de la
Trinidad. No, el Espíritu es también activo. Parece increíble que, a lo largo de la historia, no se le
haya dado al Espíritu, dentro de la Trinidad, una función activa, cuando la tiene en su misión
salvadora. ¿Cómo no podría serlo, si lo es en la obra de su misión salvadora como agente de
santificación y de amor? ¿No hemos quedado en que las misiones revelan las procesiones internas?
En esta perspectiva que proponemos se respondería bien a la objeción que nos hacen de que
reducimos al Espíritu a un apéndice después de haber realizado la plena relación entre el Padre y el
Hijo.
Por otro lado, la función interna del Espíritu Santo en el seno de la Trinidad responde también a
la dinámica de la economía. Ésta se ha realizado en la medida en que el Padre por medio del Hijo
nos envía al Espíritu; pero, a su vez, el Espíritu nos inserta en Cristo para volver al Padre. A ese
envío-retorno del Espíritu en la economía salvífica correspondería el envío-retorno del Espíritu en
el seno de la Trinidad.
La perspectiva que proponemos nos permite así entender la vida trinitaria como una comunión
de amor. El amor nace del Padre que va al Hijo, y, en virtud del Espíritu que es fruto de ese amor, se
convierte en amor mutuo. Creo que es una forma personalista de entender la comunión de la vida
trinitaria.

III. EL PROBLEMA DEL SOBRENATURAL


Un problema fundamental en la teología es el de la relación entre la creación y la gracia. Es una
de las claves de la teología y nunca se conoce bien a un teólogo mientras no se aborde su opinión
sobre dicho tema, ya que otros muchos problemas derivan de él.
Conocemos ya la relación y admiración que sintió Balthasar respecto de De Lubac, y que cursó
años de estudio en Le Fourvière (Lyon). En el tema del sobrenatural tuvo un claro influjo del jesuita
francés. Como reconoce A. Moda485, no le gusta la neta distinción entre los límites de la creación y
la gracia, tal como aparece en la neoescolástica. Y su cristocentrismo está claramente inspirado en
K. Barth y en De Lubac486.
485
A. MODA, H. U. Von Balthasar. Un’ esposizione critica del suo pensiero (Bari 1976) 216.
486
Ibid, 460. Ureña es también consciente del influjo de De Lubac en el problema del sobrenatural, lo cual le induce a
rechazar la tesis neoescolástica de los dos planos (Cf. M. UREÑA, Fundamentos filosóficos de la obra balthasariana:
Com. (1988) 319). Desde el principio del mundo todo ha existido bajo la gracia, de modo que la religiosidad del mundo
Apoya claramente el ataque que De Lubac hace al concepto de “naturaleza pura”: el único fin
posible del hombre es la visión de Dios, al que, de hecho, ha sido elevado el hombre creado. Y éste
es el único fin que la creación ha podido tener. El hombre ha sido creado de tal modo para la visión
de Dios, que no vale en él ningún otro fin natural que fuera posible. Balthasar alaba la posición de
De Lubac. Se trata de un pensamiento verdaderamente audaz 487, dice, en cuanto que reflexiona
desde lo alto hacia lo bajo y determina el valor de lo superior no por la distinción que tiene con lo
inferior, sino por sí mismo. No hay que partir de la criatura para establecer la naturaleza del fin al
que ha sido elevada, sino justamente al revés 488. Es, en conclusión, un método que reproduce la
radicalidad de los santos, a los cuales aparece insípido todo lo que no recuerde el nombre de Cristo.
Es preciso pasar del pensamiento filosófico-natural al teológico-histórico y del deseo a la respuesta
que da la gracia.
Para Balthasar no existe un concepto neutro de naturaleza. La gracia presupone una naturaleza
que es naturaleza agraciada y no se la puede aislar de la gracia. Así que no se puede hacer
exactamente intuible el concepto de natura pura489.
Pues bien, pensamos que es pedagógico exponer por nuestra parte una síntesis del pensamiento
de De Lubac para presentar a continuación una valoración del mismo. Es un punto central para
calibrar el cristocentrismo de Balthasar.

1) H. DE LUBAC490
La postura de H. de Lubac supone un giro radical en la comprensión del problema del
sobrenatural y al que dedicó dos obras: Surnaturel (1946) y Le mystère du surnaturel (1965).
Su postura se define contra la posición tradicional que consideraba la naturaleza y la vocación en
Cristo como dos órdenes yuxtapuestos y paralelos, hablando de una naturaleza perfecta que tiene
sus propios fines y respecto de la cual lo sobrenatural vendría como un añadido.
Prescinde del concepto de naturaleza pura, porque el hombre no tiene más fin real que la visión
de Dios. Hablar de naturaleza es hablar de otro orden de cosas y de otra humanidad. Hay que partir
del hombre concreto que de hecho está llamado a la comunión con Dios en Cristo y, en este sentido,
hay que salvar tanto la capacidad que tiene el hombre para la visión como la trascendencia del
orden sobrenatural. Y esto se ha de hacer, no imaginando un yo previo a la gracia, un yo
perfectamente constituido y que, después, es llamado a la gracia 491. No, es justamente al revés, en el
sentido de que porque Dios nos ha llamado a su comunión en Cristo, por eso nos ha creado. Hay un
designio unitario por parte de Dios: llevarnos a su comunión en Cristo. No hay nada en el hombre
previo al don de Dios. Y si nos ha creado, es porque nos ha pensado en Cristo.
La finalidad que Dios ha querido es la finalidad sobrenatural: es el sobrenatural el que suscita la
naturaleza antes de invitarla a acogerlo. Dicho de otra forma, porque Dios ha querido que fuéramos
para él, ha querido que fuéramos. Creando el alma humana, la ha destinado al fin sobrenatural, Dios
ha dispuesto en ella una aptitud natural para esta vida sobrenatural. Es el fin el que produce los
medios. El hombre es imagen (natural) de Dios, porque Dios lo ha querido para su semejanza

va impregnada de la gracia.
487
H. U. VON BALTHASAR, La teologia di K. Barth (Milano 1985) 312.
488
Ibid.
489
La teología de K. Barth, 303.
490
J. A. DE LA PIENDA, El sobrenatural de los cristianos (Salamanca 1985) 31 y ss; J. ALFARO, El problema
teológico de la trascendencia e inmanencia de la gracia en Cristología y antropología (Madrid 1973) 259 ss; CH.
BOYER, Nature pure e surnaturel dans le “surnaturel” du P. de Lubac: Greg. (1947) 379-395; L. RENWART, La
“nature pure”à la lumière de l´encyclique “Humani Generis; G. COLOMBO, El problema de lo sobrenatural
(Barcelona, 1961).
491
Le mystère du surnaturel, (1965) 109-110.
(sobrenatural). No hay, por tanto, exigencia; el que quiere el fin, pone los medios. Porque hemos
sido elevados al fin sobrenatural, por eso Dios nos ha hecho capaces de ello.
Por ello admite claramente el deseo natural del hombre de la visión beatífica, que es en el
hombre un deseo profundo y constitutivo de su naturaleza en vistas a la comunión que le quiere dar
Dios en Cristo; deseo que no es en mí un “accidente” cualquiera. No me proviene de una
particularidad, quizá modificante, de mi ser individual o de una contingencia histórica como efectos
más o menos transitorios. A mayor razón, no depende en absoluto de mi querer deliberado. Está en
mí por el hecho de que pertenezco a una humanidad actual, a esta humanidad que está, como se
dice, “llamada”. Porque la vocación de Dios es constitutiva. Mi finalidad, de la que este deseo es
expresión, está inscrita en mi mismo ser, tal como ha sido puesto por Dios en este universo. Y por
voluntad de Dios yo no tengo otro fin real, es decir, realmente asignado a mi naturaleza y ofrecido a
mi adhesión (sea la que sea la forma en que esto se verifque) que el “ver” a Dios”492.
En una palabra, es Dios mismo el que me ha dado ese deseo con vistas a Cristo. Pero esto no
compromete la gratuidad del orden sobrenatural. De Lubac cree que se puede hablar de dos
gratuidades en el hombre: la gratuidad de la creación y la gratuidad de la llamada a la visión
beatífica: por una, me da el ser y, por otra, la gracia, que son dos modos de participar en la bondad
divina: la datio y la donatio; pero sin olvidar que Dios me ha creado porque me quería elevar en
Cristo: porque Dios ha querido que fuéramos en él, por eso ha querido que fuéramos.
Ahora bien, no admite que a esa doble gratuidad corresponda un doble fin. Eso no, la finalidad es
algo que determina constitutivamente los medios, y, en este sentido, la visión beatífica no se explica
apelando a la naturaleza, sino que la naturaleza se explica por lo sobrenatural: “Es el fin el que es
primero y el que reclama y recluta los medios”493.
No se puede, por tanto, hablar de una naturaleza que tuviera un fin natural y que consistiría en un
perfeccionamiento continuo. Citando a J. De Montcheuil y a F. Ravaisson, dice que un progreso,
que no se acerca nunca realmente al fin último, no es tal progreso y, por tanto, desestima la
propuesta. El único fin posible es el sobrenatural, aunque éste sea por definición totalmente
gratuito.
A nuestro modo de ver, la postura de De Lubac tiene la ventaja de partir no de una naturaleza
considerada en sí misma, sino del único fin al que ha sido elevado de hecho que es la visión
beatífica que Dios nos ha concedido en Cristo. Supera bien el extrincesismo de la posición de
Cayetano en la medida en que recupera el apetito natural de la visión beatífica. Ahora bien, en la
medida en que habla de un único fin posible (el sobrenatural), viene a comprometer la gratuidad del
mismo. No deja de ser contradictorio afirmar que el hombre tiende al fin sobrenatural como a un
don gratuito y sostener que es el único fin posible, porque entonces vendría exigido por la misma
condición que el hombre tiene como ser creado. Estamos de acuerdo en que no puede haber para el
hombre dos fines plenamente últimos; pero puede haber en el hombre un conocimiento mediato de
Dios y un amor a él como creador de todo, sin que ello implique la exigencia de participar en la
vida trinitaria. Ese fin posible y nunca último es el que le corresponde al hombre como criatura, ya
que la creación, por sí sola, no da al hombre una relación diferenciada con las personas divinas,
puesto que la creación viene de la Trinidad como un único principio.
Además, la hipótesis de la naturaleza pura no es una pura abstracción inútil, sino algo útil para
comprender la misma realidad histórica del hombre. De la misma manera que me pregunto por el
ser del hombre: si es un ser meramente fáctico o necesario, y al saber que es contingente, deduzco
que podía no haber existido, me pregunto también si la destinación al orden sobrenatural es
meramente fáctica o necesaria. De Lubac, al afirmar que nuestro deseo natural de ver a Dios es
absoluto, pone una conexión de necesidad y, lógicamente, no admite la hipótesis de la naturaleza
492
Ibid., 81.
493
Ibid., 128.
pura. Ahora bien, si nuestro destino a la visión es meramente fáctico, entonces se deduce claramente
la hipótesis de la naturaleza pura.
Además, la gracia es divinizante y dependiente de la encarnación de Cristo. Por ello deduzco
que, como criatura, podía haber existido sin ella. No parto de la creación para considerarla como
algo previo a la elevación, sino que parto de la elevación concreta, y viendo que esta elevación
concreta es meramente fáctica (como lo es el orden de la encarnación), deduzco que podía haber
existido sin esa elevación. No parto, pues, de la naturaleza pura como hipótesis, sino que parto de lo
real, deduciendo de esta realidad puramente fáctica la hipótesis de la naturaleza pura. Y ésta es una
deducción necesaria. Lo cual no significa que entonces podría haber en el hombre dos fines últimos:
el natural y el sobrenatural. Como veremos más adelante, en el hombre sólo es posible un fin
plenamente último.
En efecto, De Lubac habla de dos gratuidades, pero después las reduce a una: la gratuidad de lo
sobrenatural. Toda vez que no concede al hombre creado y en cuanto creado una finalidad propia, le
suprime su autonomía, dado que le convierte en medio de un fin sobrenatural. Pero ¿qué es una
naturaleza sin un fin propio y autónomo, dado que el fin es la realización (entelequia) de la propia
naturaleza?
De Lubac lo entiende todo desde un fin sobrenatural, y lo natural queda reducido a un medio
para tal fin. Sólo hay gracia, el hombre es constitutivamente sobrenatural. No hay naturaleza del
hombre con un fin propio. Dios hizo al hombre en vistas a la gracia y determinado en su ser por la
gracia, de tal modo que sin ella el hombre no se realiza como tal. Es la permanente contradicción de
De Lubac: el hombre tiende necesariamente a la gracia como único fin posible y tiende a ella como
don. Esta es su contradicción. Y no se puede replicar que las cosas del amor son así, porque las
cosas del amor, siempre gratuitas, no son contradictorias.
Que la finalidad del continuo perfeccionamiento no sea tal finalidad porque de hecho no se
acerca a la visión no convence en absoluto, porque siempre hay progreso respecto al punto de
partida. Un hombre con mil pesetas es más rico que uno con cien, aunque ninguno de ellos, por
mucho que sumen, pueda llegar al infinito. Hay, por tanto, un progreso continuo en el
perfeccionamiento continuo.
Siempre sería posible la existencia de una religión natural, en la que el hombre hubiera tenido un
conocimiento mediato de Dios, siempre perfectible. Ese Dios creador sería el fundamento de la
dignidad humana y base de una ética natural. ¿Quiénes somos nosotros para decirle a Dios: tú
puedes crear o no, pero si nos creas, sólo puede ser para hacernos partícipes de tu vida
intratrinitaria? Una cosa es que de hecho haya sido así (existencial crístico) y otra que
necesariamente tenga que ser así.

2) INTENTO SISTEMÁTICO
Llegados aquí, trataremos ahora de elaborar una síntesis personal sobre el problema del
sobrenatural. Lo iremos haciendo mediante puntos sucesivos y partiendo fundamentalmente del
existencial crístico, que supone que el hombre ha sido creado en Cristo. En él entra en comunión
con el Padre, en el Espíritu. Esa es la gracia; gracia que inicia ya aquí la realidad de la visión según
aquello del cardenal Newman: Grace is glory in exile; Glory is grace at home (la gracia es la gloria
en el exilio; la gloria es la gracia en casa). No vamos a partir de la naturaleza humana considerada
en sí misma para delimitar a partir de ahí lo sobrenatural como lo no debido a ella.
1) Partimos de lo sobrenatural en sí mismo, de la autocomunicación que hace Dios de sí mismo
en Cristo. Esta gracia sólo se explica en virtud de la encarnación. La encarnación es el fundamento
de que hayamos sido creados en Cristo.
2) Indudablemente, la comunicación que Dios hace de sí en Cristo presupone un sujeto que
pueda entrar en comunión con él: el hombre como criatura intelectual. Dios no comunica su
intimidad a los animales. Es preciso hablar del hombre como potencia obediencial de la gracia,
como receptor del don de Dios en Cristo. De otro modo, la gracia no sería gracia para el hombre.
3) Esta comunicación que Dios nos hace en Cristo por el Espíritu permite al hombre tener
relaciones directas y diferenciadas con las tres personas divinas: el Espíritu nos introduce en Cristo
y, una vez en él, somos amados por el Padre dentro del mismo amor con el que ama a su Hijo: hijos
en el Hijo. La gracia tiene que comenzar siempre por la inhabitación divina (gracia increada) que
eleva al hombre a la condición divina (gracia creada).
En la escolástica se comenzaba por el estudio de la gracia creada, entendida como algo que Dios
realiza por causalidad eficiente494. Pero la gracia, como inhabitación que Dios hace en nosotros, no
se puede entender como causalidad eficiente. La causalidad de la gracia corresponde a la causalidad
que Dios trino ejercerá en nosotros en la visión y que se puede describir como una comunicación
directa, inmediata y diferenciada con las tres personas divinas (causalidad quasi-formal). La gracia,
como inhabitación, es la anticipación en la tierra de la visión de la Trinidad.
Ahora bien, si la gracia nos permite tener relaciones directas y específicas con las tres personas
divinas, se debe a la misión del Hijo y del Espíritu. El hombre no puede entrar en la intimidad de la
Trinidad, si la Trinidad no llega a él por la encarnación y Pentecostés. Sin las misiones del Hijo y
del Espíritu no habría sido posible la gracia como participación en la vida trinitaria.
4) Esta participación en la vida trinitaria que el hombre tiene en virtud de las misiones del Hijo y
del Espíritu no es posible alcanzarla por el solo don de la creación, ya que en la creación actúa la
Trinidad como principio único del ser que crea por causalidad eficiente. La creación, por sí sola, no
permite al hombre tener relaciones diferenciadas con las personas divinas.
5) En consecuencia, todo conocimiento que el hombre tenga de Dios a partir de las criaturas será
un conocimiento mediato y análogo. Como tal, permitirá al hombre un conocimiento auténtico de
Dios, pero imperfecto. Y siendo el hombre consciente de esa mediación y de esa imperfección,
aspirará a más, aspirará a la visión de Dios. Este es el deseo natural de la visión de Dios, que hace
que la visión, en caso de que se dé, suponga la perfección última del hombre, a la que de hecho
aspira y busca; pero que no puede alcanzar por sus propias fuerzas y sólo como don puede recibir.
Como criatura intelectual, abierta al don de Dios en sí mismo, no puede hacer más el hombre. Y
como criatura intelectual, no puede exigir la autodonación de Dios en Cristo que implican las
misiones del Hijo y del Espíritu.
Por tanto, es comprensible el hombre como criatura sin ser llamado a la gracia (hipótesis de la
naturaleza pura). Sencillamente, la creación y la encarnación son dos gratuidades diferentes: por la
primera, Dios trino se da como principio único que crea el ser del hombre; por la segunda, Dios
trino se da en su intimidad intratrinitaria. El hombre es comprensible en su existencia, con el don
del ser (cuerpo-alma) que ha recibido de Dios y que le permite un conocimiento mediato, siempre
perfectible, de él. No sería un fin último, pues siempre tendría deseo de más, pero sí permitiría al
hombre un perfeccionamiento progresivo de sí mismo y un auténtico avance respecto al punto de
partida. Fin plenamente último sólo puede ser la visión de Dios trino, la única capaz de saturar el
deseo de plenitud que tiene el hombre y el único fin que de hecho existe. El hombre, aun sin
saberlo, va buscando la plenitud que sólo la visión de Dios le puede conferir. Es el deseo natural de
la visión del que habla Sto. Tomás. De hecho, el hombre se juega su eternidad frente a ese amor de
Dios en Cristo.
Es, pues, posible una felicidad natural en el hombre: buscar la verdad y el bien participados y
conocer a Dios mediante las criaturas y amarle como Creador. Todo ello produce además un
perfeccionamiento progresivo respecto al punto de partida. No sería un fin plenamente último, pero
permitiría al hombre un perfeccionamiento continuo. Es lo que le corresponde como criatura.

494
Cf. J. A. SAYÉS, La gracia de Cristo, 319.
Y una vez que hemos visto que creación y encarnación son dos gratuidades distintas que se
deben a dos tipos diferentes de causalidad y de comunicación de Dios y que el hombre creado es
comprensible con el conocimiento natural y mediato de Dios, siempre perfectible, podríamos poner
un ejemplo.
Yo, como sacerdote, tengo un conocimiento mediato y externo del Papa, al que conozco por
fotografías y escritos. Al ser consciente de que mi conocimiento es mediato y limitado, puede surgir
en mi el deseo de ser amigo íntimo del Papa. Lo puedo desear perfectamente. Ahora bien, el que se
me conceda de hecho esa amistad del Papa es un don que no me corresponde como sacerdote y que
sólo puedo recibir gratuitamente. De no recibir la amistad del Papa, mi relación con él no queda
frustrada, porque ese deseo haría que vaya creciendo cada vez más en el conocimiento mediato que
tengo de él. De hecho, hoy conozco al Papa mejor que hace 20 años, aunque no se me ha dado aún
su amistad. En la hipótesis de que esa amistad se me hubiera dado desde un principio, tendría
conciencia siempre de que podía no haber sido así.
6) Hemos llegado, pues, a la conclusión de que es posible la existencia de la naturaleza pura, en
la medida en que es posible que Dios cree al hombre sin darle su intimidad intratrinitaria en Cristo.
En este sentido, la naturaleza pura es un concepto límite, pensado para dar cuenta de la gratuidad
del orden sobrenatural.
Con todo, hemos de caer en la cuenta de que la naturaleza humana tiene también un contenido
real, porque de otro modo no habría sido posible ni la encarnación ni la llamada de Dios la gracia:
a) Por un lado, la fe en esa encarnación nos obliga a sostener que el Verbo asume una naturaleza
real y concreta en la encarnación; una naturaleza, dicen los concilios cristológicos, compuesta de
cuerpo y alma. Y traer aquí el dogma de la encarnación no es un artificio arbitrario, toda vez que la
encarnación es el paradigma del problema del sobrenatural: el Verbo asume la naturaleza humana
sin destruirla y elevándola. La gracia siempre respeta y eleva al hombre.
b) Pero, además, si hemos dicho que Dios en su autocomunicación al hombre, lo supone a éste
como criatura intelectual, ¿se puede mantener que el hombre sea criatura intelectual sin poseer una
naturaleza compuesta de cuerpo y alma?
Aquí hemos llegado, pues, a la naturaleza humana como una implicación de la fe y de la
Revelación. La filosofía nos sale de nuevo al encuentro como implicación de la fe. No es preciso
que llegara el aristotelismo para que nos enseñara que el hombre es cuerpo y alma. Ya lo sabía la fe
por el dogma cristológico. De nuevo vemos que debemos a la fe mucho más que a Aristóteles y es
que la fe implica siempre la razón.
CAPÍTULO XI

La analogia del ser

El principio de analogia del ser es fundamental e imprescindible tanto para filosofía como para
teología. El principio de causalidad, que aplicamos en las pruebas de la existencia de Dios, quedaría
sin eficacia si a Dios como causa de las realidades de este mundo no lo pudiéramos alcanzar y
nombrar con nuestros conceptos. La teología tampoco sería posible, pues no tenemos para hablar de
Dios otro instrumental que los conceptos humanos. Pero es que no sería posible ni la Revelación, ya
que, si nuestros conceptos son de suyo inválidos para hablar de Dios, tampoco Dios los podría
utilizar para hablarnos a nosotros.
El caso es que Balthasar, siguiendo el cristocentrismo absoluto de K. Barth que afirma que no
hay otra vía para llegar a Dios que Cristo, y que Dios es el totalmente Otro para nuestra razón, ha
terminado negando la analogia del ser a favor de la analogia fidei, lo cual no deja de ser una
inconsecuencia grave en su teología.
Veremos, pues, las fuentes del pensamiento de Balthasar en este punto así como su argu-
mentación.

I. EL INFLUJO DE PRZYWARA
En la concepción balthasariana de la analogia del ser se da un claro influjo de Przywara cuando
estaba de estudiante en Pullach; un influjo que ciertamente le marcó de forma definitiva. Quedó
asombrado de su profundidad. De él dice Balthasar que “es el único que poseía un lenguaje en el
que puede escucharse la palabra “Dios” sin el ligero malestar que produce el tibio lenguaje de la
teología general de nuestro tiempo” 495. Sus orígenes son San Ignacio, Newman y San Agustín.
Escribió dos tomos de Analogia entis. Al hablar de la analogia entis destaca su aspecto negativo,
como referencia a un ser mayor, Dios, que resulta inconceptualizable: la analogia entis significa así
contra la pura lógica por una parte y la pura dialéctica por otra en su “concepto fundamental” que el
“es” interior de la criatura es interiormente negativo, de tal forma que se comporta como “nada”
respecto al “creador de la nada”. Y esto lo hace radicalmente, contra toda fórmula de escuela que
crea “penetrar la analogia del ser” y a favor del “Dios cada vez mayor” , que aparece por ello más
incomprensiblemente en todos los intentos de pensar teológicamente en lo absoluto496.
495
H. U. VON BALTHASAR, Przywara en: H. J. SCHULTZ, Tendencias de la teología del siglo XX (Madrid, 1970)
438.
496
Ibid., 440-441.
Nadie como Przywara, comenta Balthasar, ha roto los convencionalismos del pensamiento
contemporáneo para someter todo pensamiento a Cristo e indicar el insondable abismo de Dios.
“No hay nadie que haya recibido un carisma de tales dimensiones para indicar eficazmente el
carácter absoluto de Dios”497. Su postura se radicaliza aún más en el tiempo resultando una teología
negativa según la cual la luz que Dios supone luce a la faz de la nada que es Cristo en la cruz. La
semejanza que guarda la criatura con el creador es mucho menor que la desemejanza, pero es que en
su segunda época, comenta Ureña498, se rompe el desequilibrio constitutivo entre semejanza y
desemejanza. Con lo cual salta en pedazos cualquier intento de identificación de Dios con el
mundo.
En una palabra, lo que no admitirá jamás Przywara es que haya un tipo de analogia que pueda
englobar a Dios y a la criatura en una concepto común de ser, pues ello supondría la destrucción de
la soberanía de Dios.

II. K. BARTH Y LA ANALOGIA DEL SER


Queremos exponer la concepción de la analogia por parte de K. Barth que tanto habría de influir
en el pensamiento de Balthasar.
Cuando se entra en el tema de la analogia, viene siempre a la memoria la postura de K. Barth, el
cual llamó a Dios el “totalmente otro”, negando la analogia del ser.
Si la Carta a los Romanos supuso una consagración del método dialéctico, la obra barthiana
Fides quaerens intellectum. Anselms Beweis der Existenz Gottes499, señaló un giro en la
metodología del teólogo de Basilea, admitiendo la validez de la analogia, aunque precisa Barth que
no es la analogia entis (categoría humana y filosófica) sino la analogia fidei.
Ya en el prólogo de su Kirchliche Dogmatik rechazaba la analogia entis como la invención del
anticristo: “Sostengo que la analogia entis es la invención del anticristo y pienso que es el motivo
por el que uno no puede hacerse católico. Por lo que me permito decir que todos los demás motivos
que se puedan tener para no hacerse católico son cortos de vista y poco serios”500.
Es verdad que en el sec. 27 de su Dogmática (II/1) afirma que predicamos de Dios atributos
humanos como “boca”, “ser”, “espíritu”, y creemos saber lo que queremos decir cuando hablamos
así de Dios. Ahora bien, esto no es posible, dice Barth, ni por univocidad ni por equivocidad, sino
por analogia501. Sin embargo, advierte Barth inmediatamente que la analogia es inevitable, no
porque el hombre pueda hablar por sí mismo de Dios, ni porque el lenguaje humano tenga una
intrínseca y natural capacidad de ser utilizado por Dios, sino por el simple hecho de que Dios ha
utilizado el lenguaje humano en la revelación502.
Según esto, nuestros conceptos tienen capacidad de decir algo sobre Dios por el solo hecho de
que es Dios el que lo utiliza. Sólo por gracia de Dios puede el lenguaje humano ser utilizado para
hablar de Dios, y aun en ese caso, no deja de ser un lenguaje misterioso y oscuro. Claro es que el

497
Ibid., 441.
498
M. UREÑA, Fundamentos filosóficos de la obra balthasariana: Com. (1988) 322.
499
K. BARTH, Fides quaerens intellectum. Anselms Beweis der Existenz Gottes (München 1931).
500
Kirch. Dog. I, 1 (Zurich, 1964) VIII-IX.
501
Ibid, II, 1, 253-254.
502
En efecto, dice Barth: “Es preciso tener en cuenta que la palabra del hombre recibe concreción de contenido y de
forma por parte de Dios y se hace capaz de decir algo por el hecho y sólo por el hecho de que es pronunciada con el
permiso y mandato de Dios, y, por consiguiente, la semejanza que tiene con su objeto no es una semejanza arbitraria,
sino la semejanza permitida y conferida por la revelación de Dios. Fuera de esta determinación precisa, la analogia es
informe e inconsistente y tarde o temprano termina por no significar nada. ¿Qué no podría ser la analogia de Dios, si
Dios mismo no hubiese hecho un determinado y limitado uso de su omnipotencia en la revelación, si la analogia
instituida por la revelación no hubiese significado por parte de Dios una selección entre las infinitas posibilidades, si no
se indicaran determinadas posibilidades y se nos prohibiesen otras concebibles?” (Ibid, II, 1, 261-262).
diálogo requiere, por parte del hombre, una posibilidad de comprensión de la palabra divina, pero
esta precomprensión no es humana o natural, sino recibida de Dios por gracia en el mismo hecho de
su alocución al hombre503.
La palabra de Dios se impone, comenta Balthasar 504, sin ningún apriori del hombre. Todo intento
de divinización por parte del hombre, o de capacidad de impulsos sublimes hacia Dios olvida la
verdadera naturaleza de pecado que tiene el hombre ante Dios. La religión natural va contra la
Revelación de Cristo, y la religión es, por tanto, la cumbre del pecado.
En último término, la analogia entis es rechazada por K. Barth, porque eliminaría la infinita
distancia entre Dios y el hombre e invertiría la relación entre ambos. En vez de darse una relación
descendente de Dios al hombre, habría también una relación ascendente del hombre a Dios.
Colocaría a Dios y al hombre en una misma categoría, en una categoría de ser como género. Se
daría entre el Creador y la criatura una analogia entis y, en ello, un superconcepto, un denominador
común, un género “ser”, que abarcaría a Dios y a la criatura 505. No cabe un concepto neutral para
Dios y el hombre.
Así pues, en vez de analogia entis habría que hablar de analogia fidei: todo conocimiento de
Dios se funda en la Revelación divina. En el acto de fe, el hombre se abandona a la Revelación
divina. Habría que hablar, por tanto, más de katología que de analogia, es decir, la iniciativa de la
semejanza no parte de abajo para ir hacia arriba (analogia), sino que va de lo alto hacia lo bajo
(katología).
Resumiendo el pensamiento de Barth, anota Balthasar: “Pero las palabras que usamos para
indicar a Dios, no son verdaderas y justas independientemente de la relación establecida por Dios;
ello no es un puro dato o una ley de la naturaleza, sino una relación fundada sobre la Revelación” 506.
La forma plena de la analogia es la encarnación de Cristo que funda la bondad de la naturaleza y
nos recuerda que el hombre, aun dominado por el pecado, sigue siendo criatura. Ahora bien, es en
Cristo donde está el fundamento de la creación. El hombre-Dios es el modelo del que ha surgido la
creación y esta sola es presupuesto de la encarnación, y no se puede pensar en una naturaleza
humana sin la encarnación, comenta Balthasar507, de la misma manera que el fundamento interno de
la creación es la alianza. Así la creación ha sido fundada en Cristo y es sólo potencia obediencial
para Cristo. El hombre es hombre en cuanto que está abierto a Cristo. La gracia es así el
fundamento de la naturaleza, de modo que la creación no tiene una autonomía sin la gracia: el
hombre sólo es espíritu en cuanto que está sostenido por Cristo. La creación sólo se puede entender
desde Cristo.

III. SOBRE EL VATICANO I


Balthasar es consciente de que la postura de Barth choca, desde el punto de vista católico, con la
doctrina del Vaticano I que define que “Dios, principio y fin de todas las cosas puede ser conocido
con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las criaturas” (D 3004), lo cual
presupone la analogia entis.
Para K. Barth todo conocimiento natural de Dios es falso. El absoluto sólo se puede conocer
mediante la autorrevelación de Dios. Sólo Dios puede afirmar su ser revelándolo. Toda verdad
deriva de la revelación, de modo que no se puede admitir en Barth, comenta Balthasar 508, una

503
Ibid, I, 1, 251-252.
504
La teologia di K. Barth (Milano 1985) 102.
505
Ibid, III, 3 (Zurich 1961), 116.
506
Ibid., 125.
507
Ibid., 137.
508
Ibid., 161.
filosofía pura. En contra de las pruebas de Sto. Tomás responde Barth que es preciso que Dios se
demuestre desde sí mismo. Nada de indagar lo que la naturaleza podría alcanzar por sí misma.
Comentando el texto citado del Vaticano I, cuando afirma que se puede conocer a Dios a la luz
natural de la razón humana, observa Balthasar que el concilio habla de la natura absolutae sumpta,
es decir, que proviene de su condición de pura, elevada o lapsa509; se trata de un ámbito distinto de
la gracia y que puede ser encontrado en todos los estratos concretos de la naturaleza. A este ámbito
pertenece la posibilidad de llegar a Dios; pero el concilio habla de posibilidad, no del hecho del
conocimiento natural de Dios510, hasta el punto de que hubo padres conciliares que pidieron que se
ratificara la imposibilidad concreta de su conocimiento. Tampoco se afirma en el concilio que ese
conocimiento natural de Dios se haga sin la gracia. Aunque el concilio no quiere dejar caer el certo
(con certeza) y reafirma la posibilidad física de conocer a Dios con certeza, por otro lado afirma la
necesidad de la Revelación para que el hombre pueda conocer sin error las verdades naturales. Por
lo tanto, dice, queda abierta la cuestión de hecho. Nada impide al teólogo afirmar que, de hecho,
todo conocimiento natural de Dios viene ejercido dentro de la gracia 511. Y por ello, el pensamiento
del Vaticano I deja intacta la perspectiva de K. Barth, que piensa desde la historia concreta del
hombre.
La Revelación de Dios en la creación debe ser , de hecho, entendida como un acto libre de Dios:
se puede hablar de una capacidad natural de comprenderla como presupuesto subjetivo, pero en
cuanto a su objeto, Dios, no es natural, ya que Dios es sobrenatural 512. La razón no puede tener
como objeto a Dios. En verdad sólo la fe puede llegar a El.
Balthasar termina su obra sobre Barth constatando un acercamiento recíproco, aunque no haya
una completa coincidencia. La diferencia, si se mira al acuerdo de fondo y dejando las diferencias
terminológicas, son menos que las que se dan dentro del protestantismo entre Barth y Brunner, por
ejemplo, o las que se dan dentro del catolicismo en la interpretación del Vaticano I. K. Barth
entiende la analogia entis como analogia fidei y los católicos, desde un claro cristocentrismo,
permiten que la analogia entis adquiera su concreción en la analogia fidei, dice Balthasar.

IV. K. BARTH Y EL CATOLICISMO


Sin embargo, seguimos pensando, a pesar de la opinión de Balthasar, que la diferencia entre K.
Barth y el catolicismo es esencial. No entramos en el tema del sobrenatural porque ya hemos
estudiado en De Lubac una posición parecida a la suya. Limitándonos al tema de la analogia,
presentaríamos las siguientes observaciones:
a)Podríamos decir con Bouillard que Barth parece sobreponer a una equivocidad natural una
univocidad de gracia513. En definitiva, todo descansa en la suposición de que no es posible
conocimiento alguno de Dios fuera de la revelación. La analogia fidei de Barth se basa, en último
término, en el principio de la sola fides.
Con todo, al definir a Dios como el “totalmente otro” y al anular en el hombre toda apertura
radical a Dios y, en el lenguaje humano, toda capacidad natural e intrínseca de ser utilizado por
Dios, lo que queda en entredicho es la misma posibilidad de diálogo entre Dios y el hombre. Si el
hombre no está naturalmente abierto a Dios, la revelación no tendría para él sentido alguno. Si la
palabra humana no puede de suyo traducir la palabra divina (aunque sea de una forma imperfecta,
pero auténtica), no habrá posibilidad alguna de diálogo. Ni Dios mismo podrá hacer inteligible su
intención dialogante a través de un uso positivo de la palabra humana en la revelación, si esta
509
Ibid., 324.
510
Ibid., 325.
511
Ibid., 328.
512
Ibid., 331.
513
H. BOUILLARD, K. Barth, Parole de Dieu et existence humaine III (París 1957), 210.
palabra humana no fuese intrínsecamente capaz de traducir la palabra divina. Un abismo natural de
equivocidad no se salva por un decreto positivo y extrínseco. El lenguaje de Dios no será nunca el
lenguaje del hombre, si no admitimos la analogia del ser. Pero todavía más, si el hombre no puede
tener otro conocimiento de Dios que el de la revelación, ésta perdería su carácter de gratuita, al ser
totalmente necesaria para que el hombre tuviese algún conocimiento de Dios.
b) No cabe decir que el Vaticano II ha definido la capacidad natural de conocer a Dios de una
forma abstracta. Es cierto que el concilio quiere prescindir de la situación concreta ante o
postlapsaria del hombre; pero entiende que se trata de una capacidad real. No conozco ningún
concilio que pretenda definir abstracciones. Es decir, se trata de una capacidad real que acompaña
las situaciones concretas de la naturaleza.
c) El Vaticano I conoce perfectamente que, en el estado actual de la creación en Cristo, el
hombre caido mantiene esa capacidad natural de conocer a Dios, aunque la gracia venga a ayudarle
para evitar todo error. Esto lo dice expresamente hablando del conocimiento de verdades naturales a
través de la Revelación, indicando que de esa forma, aunque el hombre tiene capacidad para dichas
verdades naturales, la Revelación viene a ayudar a evitar errores posibles (D 3005).
El concilio sabe también que este mundo ha sido creado en Cristo y que al hombre que busca a
Dios no le falta la gracia. El hombre no se encuentra en una situación de naturaleza pura, sino que
se encuentra también acompañado por la gracia divina. Lo que el concilio quiere explicar es que el
entendimiento humano tiene una autonomía natural cognoscitiva, es decir, que llega a Dios por un
razonamiento humano que parte de las criaturas y le permite llegar a El como causa de todo. Dios
creador es así objeto del entendimiento humano. Y esta autonomía cognoscitiva implica,
evidemente, la analogia entis: si no pudiéramos alcanzar a Dios con nuestros conceptos, no habría
ninguna capacidad natural de conocer a Dios.
Visto esto, entramos ya más concretamente en la delimitación y alcance de la analogia entis.

V. PARTICIPACIÓN DEL SER


Una vez que hemos llegado a la existencia de Dios como causa de todo lo que existe, deducimos
que las criaturas en tanto tienen ser en cuanto que lo reciben y lo participan de Dios, de modo que,
mientras que él es el ser increado e imparticipado, nosotros tenemos ser por participación. Dios es el
supremo subsistente, el ser necesario, nosotros tenemos el ser por participación y somos
radicalmente contingentes. Dios es el ser Infinito, y nosotros el ser finito y limitado. La entidad
parcial que nosotros tenemos la hemos recibido de Dios por creación.
Justamente porque nosotros somos una entidad parcial (algo), nos diferenciamos radicalmente de
Dios, no sólo cuantitativamente en el sentido de que Dios sería el ser en plenitud y nosotros
simplemente un ser en parte, sino cualitativamente, porque el límite de nuestro ser lo configura
como un ser radicalmente diferente del ser divino. La limitación configura a nuestro propio ser
como radicalmente contingente y, por lo tanto, distinto de Dios cualitativa y numéricamente. Aun
cuando nuestro ser proviene de Dios creador, no somos una mera prolongación de Dios, porque
somos seres limitados y contingentes y por ello diferentes de Dios cualitativa y numéricamente. La
participación del ser es, por lo tanto, multiplicadora de los entes, es creadora de los mismos. Por la
creación tenemos un ser limitado, contingente y radicalmente potencial en el sentido de que podía
no haber existido514. Admitimos que todo ente creado es un ser radicalmente potencial en el sentido de
que no es el ser increado y podría dejar de existir en cuanto Dios le retirara el ser que le da. Entendemos
por tanto la potencialidad como contingencia. Nosotros tenemos en nuestro ser una frontera, un límite,
que nos hace pensar en la nada y en la contingencia. Dios, en cambio, no se acuerda de la nada más

514
Sobre las pruebas de la existencia de Dios remitimos a nuestras obras Ciencia, ateismo y fe en Dios, (Eunsa.
Pamplona 22000) y Cristianismo y filosofía, (Edicep. Valencia 2002).
que cuando nos mira a nosotros. Su ser no le recuerda la nada, existe por sí mismo y
necesariamente.
Queda así superado el panteísmo, puesto que, aunque dependemos de Dios en el ser, nos
diferenciamos cualitativa y numéricamente de Dios porque el límite de nuestro ser lo configura
como radicalmente contingente y, por lo tanto, numéricamente distinto del ser infinito.
Queda por decir que la creación, en todo caso, la entendemos de algún modo colocándonos en la
única postura que nos es posible: partiendo de abajo, es decir, de los entes limitados y contingentes,
deducimos que provienen de Dios por creación. En cambio, tratar de entender la creación desde
arriba es para nosotros un misterio impenetrable. Nosotros constatamos que hay seres contingentes
y deducimos que han sido creados por Dios.
El tomismo, en cambio, al hablar de la participación de ser, lo ha hecho bajo la representación
del acto y de la potencia515, lo cual ayuda mucho a nuestra imaginación (Dios es el puro acto de ser;
la criatura es una composición real de acto de ser y esencia receptora) pero presenta a nuestro modo
de ver algunas dificultades.
Para santo Tomás el ser es el actus essendi, entendido como acto intensivo de ser. En Dios ese
acto de ser se realiza en su perfección ilimitada. Dios es el ipsum esse. De esta forma el Aquinate
superó el formalismo esencialista en el que había quedado encerrado Aristóteles. Santo Tomás
parece continuar la filosofía del estagirita, pero en realidad la supera. Mantiene la concepción de
Aristóteles para el nivel de la substancia corpórea, que está compuesta de forma substancial y de
materia prima en una relación de acto a potencia; pero, a su vez, este nivel es trascendido por el
actus essendi que se relaciona con la forma (esencia) en una nueva relación de acto a potencia.
De esta manera, santo Tomás pudo explicar la finitud del ente creado. Todo ente creado tiene el
actus essendi o perfección absoluta de ser; pero, a su vez, esta perfección absoluta de ser está
limitada por la esencia finita (la esencia del perro, la esencia del hombre) que constituye la potencia
receptora. El actus essendi y la essentia receptora componen, en su mutua relación, la entraña del
ente finito. Mientras que en Dios actus essendi y essentia coinciden totalmente, en la criatura hay
una composición real de dos coprincipios (no de dos entes acabados) en virtud de la cual el actus
essendi dice la perfección absoluta de ser y la essentia la potencia receptora y limitante de dicho
acto de ser.
Es cierto que, a veces, se ha entendido mal la doctrina tomista sobre la distinción real del actus
essendi y la essentia pensando más o menos que la composición real de ambos coprincipios venía a
ser la composición de dos entes ya acabados, cuya yuxtaposición resultaba casi del todo
incomprensible e inútil. Es cierto también que dicha distinción presenta dificultades que se han
tratado de superar cayendo en otras mayores. Así ha ocurrido que, mientras se negaba la distinción
real, se abría la puerta a una concepción esencialista del ser. Ahí está el caso de Suárez como el más
elocuente de todos.
De todos modos, el mayor problema de esta síntesis radica en el estatuto ontológico de la
potencia: ¿qué ser tiene la potencia receptora? Hay que pensar que es algo diferente del acto de ser,
pues de otro modo no se podría contar con ella. Para poder recibir el acto de ser es preciso que sea
receptora. Pero ¿no viene todo el ser del actus essendi? ¿Qué otro ser puede haber previo y distinto
ontológicamente de él?
Se recurre entonces a la solución de decir que la potencia es la autodeterminación del ser: «si lo
que determina al esse, es decir, la esencia, no puede substraerse al ser, porque si no perteneciese al
ser no sería, ni podría en consecuencia determinar nada, entonces hay que concebir la esencia como
515
C. FABRO, La nozione metafisica di partecipazione secondo S. Tommaso d’Aquino (Milano 1936); ID.,
Partecipazione e causalità secondo S. Tommaso d’Aquino (Torino 1960); L. B. GEIGER, La participation dans la
philosophie de S. Thomas d’Aquin (Paris 1955 2); B. MONTAGNES, La doctrine de l’analogie de l´être d’après S. T.
d’Aquin (Louvain-Paris 1963).
la propia autodeterminación del esse, más que su determinación»516. Pero con esto, estamos ya
jugando al malabarismo metafísico: todo lo hace el acto de ser, la esencia limita al acto de ser, pero
en realidad es el acto de ser el que la pone. De este modo todo se soluciona con un juego de
palabras517.
Creemos que todo el problema comienza cuando se parte del acto de ser indiferenciado y luego
se lo quiere limitar con una realidad diferente. Recibimos el acto de ser en la creación y lo
limitamos por medio de la esencia receptora (esencia de cada ente: esencia de mesa, de lápiz...). La
solución es cómoda, pero plantea todos los problemas mencionados. Creemos, por el contrario, que
la única forma de movernos en este campo de la participación y de la creación es partir de abajo a
arriba: el mundo es un ser limitado, que no se explica por sí mismo y que, por su contingencia,
procede de Dios creador. Partir de arriba a abajo, o lo que es lo mismo, tratar de entender la
creación desde arriba, constituye para nosotros un misterio difícil de imaginar. Lo único que
podemos hacer en realidad es partir de abajo hacia arriba: este mundo, por su limitación y
contingencia, no se explica por sí mismo y por lo tanto ha recibido de Dios el ser que posee. En el
misterio de la creación no nos es posible indagar más.

516
Cfr. R. ECHAURI, El pensamiento de E. Gilson (Pamplona 1980) 31-32.
517
Pensamos nosotros que la potencia o aporta algo o no aporta nada. Si no aporta nada, es inútil contar con ella. Si aporta algo,
es que ya es algo, y si es algo, ya no necesita del actus essendi para ser algo. Dicho de otra forma, para que haya distinción real,
es preciso que los dos coprincipios (el actus essendi y la essentia) sean distintos. Ahora bien, si el actus essendi dice de suyo la
perfección de ser como tal, ¿cómo puede ser limitado por algo que, siendo distinto de él, tendría que pertenecer al no ser? En
una palabra, si la perfección de ser viene del actus essendi, la diferencia de ser, aportada por la esencia, sería la nada. Si la
diferencia de ser, aportada por la esencia, es algo, ya es, y por lo tanto, no necesita del actus essendi para ser lo que es. Lo que
es y en cuanto que es, es; y lo que no es, no es. Ahora bien, lo que es y en cuanto que es, es absolutamente; no es algo en camino
de ser, algo que todavía no es.
Planteo el problema no desde la imaginación, sino desde el principio de no-contradicción. Se pretende que la potencia
sea y no sea a la vez. Por una parte, se quiere que sea, porque de otra forma habría que identificarla con la nada; por lo
tanto, es algo. Pero, por otro lado, se pretende que no sea del todo, porque, de ser perfectamente, ya no necesitaría del
actus essendi para ser. Pero la potencia no puede ser y no ser en el mismo sentido. Alguien definió muy bien la potencia
diciendo que es algo que todavía no es, y esto es ni más ni menos que la negación del principio de no-contradicción.
Se suele decir que, en el ser de la criatura una cosa es la existencia como tal, y otra el poder tenerla. Este poder tenerla
no es la existencia misma, pero tampoco es el no poder tenerla. Mientras que el poder tener la existencia es algo real en
cuanto realizable, el no poder tenerla es puro ente de razón. Si pensamos en una esencia cualquiera, se nos dice,
podemos pensarla como meramente realizable o como realizada. Incluso en este último caso una cosa es la esencia
como tal y otra su realización actual. En este caso, la esencia está actualizada, ha pasado de ser potencia a acto. Así que,
se concluye, en el ente real una cosa es la esencia capaz de existir y otra el acto de existir; acto de existir que está
limitado por la potencia receptora de la esencia respectiva.
Pero veamos la dificultad de todo esto. La potencia con la que se cuenta no es respecto del ser actual, pero (pensamos
nosotros) tiene que ser algo en el punto de partida, pues de otro modo sería la nada. En cuanto disposición o principio
incoativo, tiene que ser. Para poder recibir, es preciso ser receptor. A pesar de que se dice que la esencia es cocreada con
el esse y que sólo es una realidad por el esse que la actualiza, la esencia tiene que aportar algo propio; de otro modo
sería inútil contar con ella. Es verdad que se nos podría contestar que la potencia es en un aspecto y no en otro. Pero
podríamos contestar que, en el aspecto que es, es ya absolutamente; y en el aspecto que no es, no es nada real. Ahora
bien, de la nada no proviene nada. Y tampoco cabe decir que, en cuanto que es, esté en camino de ser, porque eso sería
decir que es, pero que todavía no es. Y esto es la negación del principio de no-contradicción. Sencillamente se pretende
que la potencia sea un intermedio entre el ser y el no ser, y eso es imposible.
Admitimos la potencia física, es decir, la capacidad intrínseca que tiene, por ejemplo, una semilla para llegar a ser árbol.
Pero el árbol ya está realmente contenido en la semilla. Pensar, en cambio, en una potencia que sea distinta realmente
del acto de ser, es pensar en algo meramente posible y lo meramente posible no puede limitar el orden de lo real.
Ciertamente, antes de la creación de algo, podríamos hablar de una posibilidad de ser, pero se entiende que tal
posibilidad existe sólo en la imaginación. No decimos aún nada real y distinto de la perfección de ser a la que pudiera
limitar y medir. En una palabra, la potencia receptora del ser o es algo o no es nada. Si es algo, no necesita del acto de
ser para existir; si es la nada, o algo meramente posible, no podremos contar con ella para limitar el acto de ser.
Por otro lado, no deja de ser significativo que el cristianismo en su liturgia no haya designado
nunca a Dios con el nombre de acto de ser, mientras que lo ha designado con el nombre de ser
increado, perfectísimo, infinito, creador y eterno.
Sabemos ciertamente que este mundo es limitado y contingente y, por lo tanto, creado. Sabemos
que tiene una subsistencia propia que le diferencia del creador y que, al mismo tiempo, está
recibiendo de él contínuamente el ser que posee.
Podríamos hacer el siguiente dibujo: Dios, al crear, da a todas las cosas una subsistencia
ontológica propia por lo cual se diferencian de Dios y rechazan la nada. Son un ser participado.

Todo ser creado es un ser participado, una sustancia, algo. Este ser creado se manifiesta
externamente por la dimensiones físicas, de las cuáles unas son esenciales (plumas, alas) y otras
accidentales (blanco y negro). Con los sentidos capto esas dimensiones físicas, pero con la
inteligencia capto que hay algo (un ente distinto de mí) y a partir del concepto de algo formo el
concepto ulterior de “pájaro” de acuerdo con las notas esenciales que presenta.
Si no captara que hay algo (un ser subsistente en sí), no podría formar ningún otro concepto. Con
la inteligencia (intus-legere), trasciendo el conocimiento sensible para captar que hay algo,
concepto metafísico. Eso es lo que no capta el animal. El hombre llega a conocer la substancia, la
subsistencia ontológica de todo lo que existe. La captación de la substancia es, pues, la clave de
todo realismo.518 La metafísica estudia no el ser (que no existe), sino todas las cosas en cuanto que
son un ser, algo. Éste es el objeto de la metafísica. La metafísica estudia todo, incluido Dios, en
cuanto que es un ser, una realidad, algo, en definitiva. Y éste es el primer concepto que hacemos de
las cosas: como inteligencia percibo que hay algo, no sé qué es (esencia), pero luego, apurando los
sentidos, percibo que es un pájaro. No deja de ser curioso que es la creación la que está detrás de un
sano realismo epistemológico. Las realidades de este mundo me llevan a conocer a Dios creador, y
es justamente la creación la que sustenta la realidad.

518
Cf. J. A. SAYÉS, Cristianismo y filosofía (Edicep, Valencia 20022).
VI. LA ANALOGIA DEL SER519
La participación del ser nos conduce a la analogia del ser. La analogia del ser la podemos
entender a un nivel ontológico y a un nivel epistemológico. A nivel ontológico no es otra cosa que
la semejanza-desemejanza que se da entre la criatura y Dios: si el mundo viene de Dios, tiene con él
algún tipo de semejanza (supuesto siempre que es mayor la desemejanza).
Esta semejanza nos permite llegar a conocer a Dios de alguna manera (analogia en sentido
epistemológico). Podemos partir de las perfecciones de este mundo para nombrar a Dios. Y la
pregunta que nos hacemos es ésta: ¿podemos nombrar a Dios con nuestra noción de ser?, ¿con
nuestra noción de ser podemos englobar a la criatura y a Dios? Gilson, por ejemplo, ha sostenido
que no podemos englobar a Dios en nuestra noción de ente. La existencia de Dios sólo puede ser
afirmada en el juicio existencial ; pero no podemos encerrar a Dios en nuestra noción de ente, dado
que esta noción sólo se dice de la criatura. Tendríamos así un agnosticismo de representación:
afirmamos la existencia de Dios, pero no podemos definir su esencia520.
Entramos por lo tanto en materia. Al establecer como objeto de la metafísica todas las cosas
(lápiz, mesa, etc.) en cuanto que son algo, se podría pensar que, con esta formalidad de algo,
cerrábamos el camino epistemológico para llegar a Dios. Todo lo contrario, la noción de algo se
dice de todo aquello que supone absolutez y limitación entitativas y de todo aquello que dice
identidad consigo mismo dentro de los límites de su ser y que, en consecuencia, se diferencia de
todo lo que está fuera de dichos límites. Se dice, por lo tanto, adecuadamente de todas las realidades
que conocemos en este mundo, pues todas las realidades que existen aquí rechazan absoluta y
parcialmente la nada.
Ahora bien, el ser divino es el absoluto increado, que excluye absoluta y totalmente la nada y que
no dice diferenciación necesaria de los demás entes. De hecho se diferencia de ellos por haberlos
creado, pero de suyo no dice diferenciación necesaria de nadie, porque la identidad que tiene
consigo mismo es una identidad total, que no encierra límites, y por tanto, no implica diferenciación
necesaria con lo que está fuera de unos límites que no posee. ¿Podemos aplicar esta noción de algo
al absoluto increado? ¿Podemos decir de Dios que es una realidad, una substancia, algo?
Sencillamente, sí. En la medida que nuestro concepto de algo dice absolutez (rechazo absoluto de la
nada) lo podemos aplicar a Dios, que también es absoluto. En la medida en que nuestro concepto
dice, sin embargo, al mismo tiempo limitación entitativa, es inadecuado para abarcar con él a Dios.
Pero lo uno no quita lo otro. La limitación de nuestro concepto de algo hará que no sea apto para
designar adecuadamente al absoluto increado. Pero, al mantener la absolutez, nuestro concepto será
válido para designar a Dios. Nuestro concepto de algo sirve para designar a todo lo que es en
verdad, a todo lo que existe absolutamente, aunque por implicar al mismo tiempo la limitación, será
una noción tan válida como parcial, tan propia como imperfecta para designar a Dios. Esto es la
analogia.
Dicho de otro modo: nuestro concepto de algo implica identidad consigo mismo dentro de los
propios límites y, por lo tanto, necesaria diferenciación de todo lo que está fuera de dichos límites.
En este sentido es un concepto válido, pero al mismo tiempo inadecuado, para designar con él al
absoluto increado, el cual dice identidad plena consigo mismo, pero no implica una diferenciación
necesaria de los demás entes.
519
Cfr. B. MONTAGNES, La doctrine de l’ analogie de l’être d’apres S. T. d’Aquin (Louvain-Paris 1963); S.
RAMÍREZ, De analogia: Opera Omnia vol. 1-4 (Salamanca 1970-1972); M. T. C. PENIDO, Le rôle de l’analogie en
Théologie Dogmatique (Paris 1931); G. M. MANSER, La Esencia del tomismo (Madrid 1953 2); M. MONDIN, Il
problema del linguaggio teologico dalle origini ad oggi (Brescia 1975 2); A. MARC, L’idée de l’être chez S. Thomas et
dans la scholastique postérieure: Arch. Phil. 10 (1933) 31ss.; J. A. SAYÉS, Existencia de Dios y conocimiento humano
(Salamanca 1980).
520
Sobre estos pensamientos de Gilson, cfr. J. A. SAYÉS, Existencia de Dios..., 112ss.
En consecuencia, nuestro concepto de algo es tan válido y propio como parcial e imperfecto para
designar a Dios. Es un concepto mediato para designar a Dios, porque con nuestro concepto de algo
designamos inmediata, directa y adecuadamente las realidades de este mundo. A Dios no le
conocemos directa e inmediatamente, sino por medio de unos conceptos que son los propios de las
criaturas. Cuando decimos que Dios es una realidad, algo, le aplicamos un concepto creado.
Tenemos en consecuencia un concepto análogo para la criatura y para Dios, un mismo concepto
que aplicamos adecuadamente a las criaturas, pero válida e inadecuadamente a Dios. En el campo
de la razón nunca podremos sobrepasar la barrera de la analogia, es decir, la imperfección de
nuestros conceptos. Sin embargo, nuestro conocimiento analógico de Dios es válido.
Naturalmente, si, para conocer a Dios, no tenemos otros conceptos que los propios de la criatura,
nuestra analogia será una analogia de atribución intrínseca 521. No tenemos otros conceptos para
hablar de Dios que los conceptos propios y adecuados de las criaturas, pero podemos atribuir a Dios
nuestros conceptos no sólo porque, desde el punto de vista ontológico, la criatura depende de Dios,
sino porque, aun epistemológicamente hablando, nuestra noción de algo es una noción válida para
hablar de Dios por la implicación que tiene de absolutez, aunque al mismo tiempo sea inadecuada
porque implica limitación. También decimos que Dios es una realidad, algo.
Con nuestra noción de algo conocemos adecuadamente las substancias creadas, y válida, aunque
inadecuadamente, a Dios. Es una noción tan análoga como trascendente. Es más, si es universal y
aplicable incluso a Dios es porque es análoga. De no ser análoga, no se podría aplicar a Dios y
tampoco sería universal.
La analogia es, por lo tanto, desde el punto de vista epistemológico el trampolín a la trascendencia.
Porque nuestra noción de algo es análoga, podemos aplicarla también al supremo trascendente. Si, en el
plano ontológico, la unidad de lo múltiple se consigue en el hecho de que todas las cosas reciben por
participación su ser de Dios creador, en el plano epistemológico la unidad se consigue en el concepto de
algo, porque con este concepto designamos tanto a la criatura como a Dios.
Comprendemos, en consecuencia, todos los esfuerzos dedicados a la analogia a lo largo de la
historia a partir, sobre todo, del hecho cristiano, que forzó a buscar una noción de ser que valiese
también para el ser increado522.

521
Analogia de atribución es aquella en virtud de la cual la razón de un primer analogado es atribuida a otros en virtud
de la relación que mantienen con él. Así por ejemplo, «sano» se dice del animal y también de la medicina y de la orina
como causa y signo de la salud del animal.
Tenemos analogia de atribución extrínseca cuando la razón análoga (la salud) se da intrínsecamente en el analogado
principal, pero en los otros analogados se da sólo de una forma denominativa o extrínseca (la medicina propiamente no
es sana). Tenemos analogia de atribución intrínseca cuando la razón análoga se da también en los analogados inferiores
de una forma intrínseca (la bondad se encuentra en Dios como analogado principal, pero también hay bondad en las
criaturas).
Distinta es la analogia de proporcionalidad que se basa en la proporción de dos a dos, como cuando digo que la vista es
al cuerpo como el entendimiento al alma. Aquí no hay una comparación de los analogados inferiores con el analogado
principal como en el caso anterior, sino que es una comparación de proporciones.
Tenemos analogia de proporcionalidad propia cuando la razón análoga se da intrínsecamente en todos los analogados
según su significación propia. Así, por ejemplo, se puede decir que la vida se da intrínsecamente en el animal y en la
planta proporcionalmente a su naturaleza. Tenemos analogia de proporcionalidad metafórica cuando la razón análoga se
da intrínsecamente sólo en una de las proporciones, mientras que en la otra se da sólo de forma metafórica. Por ejemplo,
podemos decir que el hombre es un león porque, aun no teniendo propiamente la naturaleza leonina, opera en su
ambiente de modo semejante a como lo hace el león en el suyo.
522
Veamos por ejemplo el problema de la analogia en santo Tomás. Dado que santo Tomás tiene una noción de ente
creado como composición real de esse y essentia, la analogia ha podido ser entendida en santo Tomás desde la clave de
la atribución intrínseca y también desde la clave de la proporcionalidad. Ramírez, Penido, Manser y otros la han
entendido en la clave de proporcionalidad, mientras que Montagnes y Fabro entre otros la han entendido en la clave de
atribución intrínseca. Probablemente el mejor estudio histórico que sobre este punto se ha hecho en santo Tomás se debe
a MONTAGNES, La doctrine de l’analogie de l’être d’après S. T. d’Aquin, (Louvain-Paris 1963).
Fundamos la existencia de Dios en el principio de causalidad, que nos permite llegar con certeza
a la realidad de Dios. Pero nos planteamos también si nuestros conceptos son válidos para hablar de
la esencia divina. En primer lugar, habría que decir que es imposible conocer la existencia de Dios
sin conocer de algún modo su esencia. Es imposible preguntar si alguna realidad existe, si de alguna
manera no conocemos ya su nombre, aunque sea de una forma aproximada.

Ahora bien, sabemos por ejemplo que Dios es creador, infinito, eterno, necesario. Conocemos por lo
tanto su esencia, y conocemos su esencia porque a él hemos llegado no como a un ser indiferenciado,
sino como a un ser que tiene en sí mismo la razón de su existencia, un ser necesario o absoluto increado.
Y resulta que nuestro concepto de algo es válido para designar esta absolutez propia de Dios, aunque lo
haga de un modo imperfecto, porque implica también la limitación. En la medida en que nuestro
concepto de algo dice absolutez (rechazo absoluto de la nada) lo podemos aplicar a Dios que también
existe absolutamente. En la medida en que nuestro concepto dice al mismo tiempo limitación entitativa,
es inadecuado para designar con él a Dios. Pero lo uno no quita lo otro: conocemos el ser absoluto de
Dios, pero imperfectamente.
Habrá que decir también que, puesto que el ser creado implica más de no ser que de ser, la
desemejanza respecto de Dios es superior a la semejanza, de modo que nuestro conocimiento de
Dios tiene más de imperfecto que de perfecto.
Por todo esto somos optimistas en cuanto a la posibilidad de conocer a Dios y a su esencia,
aunque nuestro optimismo es al mismo tiempo mesurado y modesto. Mantenemos a un tiempo que
de Dios conocemos algo y que Dios sigue siendo para nosotros el misterio que nuestra imaginación
no puede abarcar. El misterio de Dios está siempre detrás de una sana y legítima analogia. De
ninguna manera queremos soslayarlo o disminuirlo: sólo queremos situarlo en su grandiosidad
precisamente por haber conocido que existe y que es una realidad. Dios es una realidad que, si
resulta para nosotros inabarcable en su totalidad, no es porque no tenga nada que ver con la realidad
que nosotros somos, sino porque la desborda superándola. La grandeza de Dios nos lleva más a la
adoración optimista que al agnosticismo angustiado. Nuestro conocimiento de Dios es pequeño y
pobre, pero es un conocimiento auténtico y verdadero. Es al mismo tiempo un conocimiento audaz
y humilde. Podemos designar la realidad divina con nuestros conceptos humanos.

Santo Tomás en una primera fase de su vida (I Sent. d. 35, q. 1, a.4) partió de la analogia por referencia a un primero
con el que los analogados inferiores tienen una relación de dependencia (analogia de atribución). En este sentido la
razón de ente se da en Dios (primer analogado) por esencia y en las criaturas por participación. Hay una participación
deficiente fundada en la diferente y desigual participación de la forma de ser. Santo Tomás en este período se fundaba,
sobre todo, en una causalidad de tipo ejemplar.
Pero en un segundo momento (De Ver, q. 2, a.11) santo Tomás da un giro y opta por la analogia de proporcionalidad: la criatura
(esencia) es a su ser finito como la esencia de Dios es a su ser infinito. Ésta es la comprensión que Cayetano presentó de santo
Tomás y que ha dominado durante mucho tiempo el campo de la filosofía. Se pensaba que la interpretación de Cayetano era la
auténtica perspectiva de santo Tomás.
Sin embargo, santo Tomás defendió en este momento la analogia de proporcionalidad, porque, a juicio de Montagnes,
veía un peligro de univocidad en la afirmación de que la criatura y Dios poseen una forma común de ser. Por fin, en una
última fase (Contra Gent. 1, 34) santo Tomás opta definitivamente por la analogia de atribución intrínseca, una vez que
ha desarrollado a fondo su concepción del ser. Abandona ya el tipo de causalidad formal y opta por la causalidad
eficiente. Dios es el esse subsistens y la criatura es una composición de esse y essentia, por lo que queda ya clara la
diferencia entre Dios y la criatura. En este sentido, el concepto de ens se dice propiamente de la criatura, pero no es
aplicable propiamente a Dios, porque Dios es el Esse inconceptualizable. Ésta es la interpretación de Montagnes y aquí
se basa también la opinión de Gilson, el cual viene a repetir que de Dios solamente conocemos la existencia, pero no la
esencia. Nuestros conceptos son los propios de la criatura y con ellos no podemos definir a Dios. De Dios sólo
afirmamos su existencia en el juicio existencial «Dios existe». Habla Gilson de un agnosticismo de representación en
Sto. Tomás (Cf. J. A. SAYÉS, Ciencia, ateismo y fe en Dios, (Eunsa, Pamplona 2002. 2ª) 281 ss); ID., Cristianismo y
filosofía (Edicep, Valencia 22002).
Aceptamos, como es claro, la distinción clásica entre perfecciones simples y mixtas. Éstas
últimas implican el modo específico de su realización en una criatura finita, como, por ejemplo, la
sensación. Estas perfecciones están en Dios virtualmente y se dicen de él metafóricamente. En
cambio, las perfecciones simples, son las que designan una perfección absolutamente, es decir,
independientemente de cualquier modo específico de realización (ser, verdad, bondad, belleza,
persona, vida y pocas más). Estas perfecciones están en Dios formalmente y se dicen de él
propiamente.
Para terminar, basta recordar que nuestros trascendentales, empezando por la noción de algo,
llevan en sí mismos el estigma de la limitación, y por ello, debemos recordar que, cuando los
aplicamos a Dios, en él tales perfecciones se encuentran sin límite alguno y no distinguidas unas de
otras formalmente, sino en pura coincidencia con la simplicidad del ser divino (via eminentiae). La
via negationis tiene la función de recordarnos que los trascendentales que atribuimos a Dios se dan
en él sin el límite con el que aquí los conocemos.
En conclusión, podemos decir que podemos tener un conocimiento auténtico, aunque imperfecto,
de Dios. Nuestro mayor problema es que seguimos siendo imaginación y materia, y siempre
imaginamos a Dios con un rostro humano que no responde a la realidad. Por ello el rostro humano
de Cristo ha servido contra el agnosticismo más que todas las argumentaciones filosóficas523.

523
Para todo esto remitimos a nuestra obra Ciencia, ateísmo y fe en Dios (Eunsa, Pamplona 21998).
APÉNDICE

La presencia eucarística de Cristo en Von Balthasar


y otros teólogos actuales

1) VON BALTHASAR
Comenzamos por Balthasar porque, en la presente obra, ha sido objeto especial de
nuestro estudio. A nadie se le oculta que el teólogo suizo no ha estudiado a fondo el
tema que nos ocupa. Con todo recordemos su pensamiento al respecto. El tema de la
presencia real es siempre una clave y un test de la teología.
La Iglesia nace, recuerda Balthasar, cuando Jesús ejerce libremente el poder que
tiene de dar su vida. La Eucaristía es la confirmación de su muerte corpórea. La
Eucaristía y la cruz constituyen, juntas, la hora para la que ha venido al mundo. El
contenido de la cruz se manifiesta bajo la forma de la cena que, a su vez, constituye la
Iglesia. El culto de la Iglesia es justamente un memorial de la pasión del Señor. Es
verdaderamente recuerdo conmemorativo de su muerte al tiempo que anuncia el futuro.
Todo lo que ha acontecido de una vez para siempre se hace aquí presente. En esta
perspectiva dice: “Hay que subrayar este encuentro entre Cristo y la Iglesia en el acto
del banquete. En el encuentro está el centro de gravedad de todo, y no en el milagro de
la transformación (“transubstanciación”) considerado aisladamente que sólo es un
medio, porque tampoco Cristo hizo de su última cena un alarde de magia omnipotente
ante sus discípulos, sino un signo del amor que llega hasta el extremo. Por eso, en la
eucaristía, el verdadero signo sacramental es el acontecimiento del comer y del beber,
donde el pan y el vino conservan su significado simbólico humano. Para la Iglesia, lo
importante no es que en la mesa del altar haya algo, sino que mediante la recepción del
alimento llegue a ser lo que puede y debe ser”524.
Al instituir la Eucaristía, Cristo es el sacerdote en pleno sentido, que ha abolido el
culto propio del sacerdocio y del templo antiguos. El sacerdote ejerce la diaconía
eclesial en el servicio a Cristo y a la Iglesia que hace de mediador en la presencia
recíproca de Cristo y la comunidad. En este marco, “es evidente que no se trata de
“explicar” el misterio mismo: ni la “transubstanciación” del pan y del vino en el cuerpo
y la sangre de Cristo, ni la otra transformación, mucho más importante (a la que, por
524
Gloria, I, 510.
analogía, podríamos llamar “transformación”), de la carne y de la sangre de Cristo en el
organismo de la Iglesia (y de los cristianos, sus miembros). Lo importante no es saber
cómo lo hace Dios, sino saber que lo hace y por qué lo hace. Esto es lo que hay que
subrayar, y la imagen global no debería ser oscurecida por hipótesis humanas que, en
definitiva, no dejan de ser marginales”525.
Como se puede ver, Balthasar viene a decir que lo que importa en la Eucaristía es la
entrega que Cristo hace a su Iglesia en el pan y el vino que conservan su simbolismo
humano. Lo importante no es saber cómo Cristo se hace presente sino por qué lo hace.
Y la transubstanciación no deja de ser una hipótesis humana marginal. No se entiende
entonces cómo la Iglesia ha dedicado tanto tiempo a este misterio como al de la
encarnación. Y en todo caso, si no se acepta la transubstanciación, se ofrecerá otra
explicación que no llegará a mantener el misterio mismo como ocurre en la
transignificación.

2) TRANSIGNIFICACIÓN Y TRANSFINALIZACIÓN
No nos vamos a detener mucho en este punto ya que lo hemos estudiado a fondo en
otro lugar526. Recordemos que esta alternativa a la transubstanciación se apoya en la
fenomenología: las cosas materiales como el pan o el vino son lo que son por el
significado que poseen para el hombre que las usa. No es tanto el ser en sí o la
substancia lo que explica el ser de las cosas materiales cuanto el para mí, el significado
que tiene para mi. Por ello lo que hizo Cristo en la última cena fue cambiar el sentido
profundo natural del pan y del vino como alimento humano por otro sobrenatural: de
ahora en adelante, a partir de la consagración, el pan y el vino se convierten en alimento
espiritual de nuestras almas. A través de ellos se nos da Cristo como alimento.
Pues bien, cualquier puede constatar que con esta explicación no se consigue cambio
alguno en el pan y en el vino en el sentido que exige nuestra fe, puesto que el pan y el
vino consagrados siguen manteniendo su significado primitivo como alimento natural.
Por consiguiente, con esta explicación habríamos conseguido añadir un significado
sobrenatural a otro natural que no desaparece. Nos encontraríamos en una especie de
consubstanciación “dinámica”. Permanecería todo el valor de realidad que tiene el pan y
el vino antes de la consagración, puesto que permanecería todo su significado natural, y
éste, no lo olvidemos, tiene en la fenomenología existencial valor de realidad
fundamental.
Además, esta transignificación es algo que también tiene lugar en los demás
sacramentos. También el agua bautismal tiene un significado como instrumento de
limpieza. Cristo le confiere una nueva significación real y sobrenatural al convertirla en
instrumento de limpieza de nuestro pecado, pero en ningún caso el agua deja de ser
agua, por muy real que sea la nueva significación que Cristo le confiere. Nunca
afirmamos que el agua bautismal pierda su realidad fundamental, su radical identidad de
criatura. Solamente afirmamos que Cristo actúa a través de ella; de aquí que con la
teoría de la transignificación no consigamos superar el nivel de presencia de Cristo en
los demás sacramentos. Se trataría, como ocurre en éstos, de una presencia de Cristo por
su acción. Juan Pablo II ha salido al paso de este tema en su última encíclica Ecclesia
de Eucharistia, advirtiendo del límite que tienen las explicaciones teológicas en nº 12 de
El credo del pueblo de Dios (EE, nº 15).
525
Ibid., 511.
526
Cf. J. A. SAYÉS, La presencia real de Cristo en la Eucaristía (BAC, Madrid 1976); ID., El misterio eucaristíco
(Palabra, Madrid 22003).
3) LA EXPLICACIÓN DE ZUBIRI
En otro lugar hemos expuesto la teoría de Zubiri sobre el cambio eucarístico y su
filosofía subyacente527. Tratando de resumir su pensamiento dice que, para entender el
cambio eucarístico, no hay que partir de la realidad físico-química del pan, sino del pan
como alimento. El cambio consiste en transformar el alimento natural en alimento
espiritual: pan vivo, pan vivificante. No le gusta el concepto de transubstanciación
(rechaza el concepto de substancia como realidad que está trans la physis). Lo real está
en las mismas notas físicas que componen las cosas, el conjunto de propiedades que
forman un todo. Lo que llama sustantividad o unidad de suficiencia.
Ahora bien, hay cosas que no sólo son un conjunto de propiedades (cosa-realidad),
sino que están abiertas a un sentido (cosa-sentido) como una silla o una mesa. Y así el
pan eucarístico, aun permaneciendo el mismo en sus notas físicas, cambia como pan-
alimento, como cosa-sentido, porque Cristo da a ese pan la condición de alimento
espiritual. Asi tiene lugar una transustantivización.
En una palabra, por estar Cristo presente en el pan como alimento, por asumir el pan-
alimento como principio de actualidad, extendiendo su presencia, es por lo que tiene
lugar la transustantivación del pan. Ahora el pan en cuanto pan significa la actualidad de
Cristo en el pan como alimento. Por estar presente en el pan, cambia el sentido del pan-
alimento natural en pan-alimento sobrenatural. “Cristo está presente en el pan y por esta
presencia este pan se ha convertido en alimento espiritual”.
Pero el problema de esta explicación radica en que en el pan no cambia nada. El pan
consagrado sigue manteniendo el sentido de pan-alimento natural. Por otro lado, la
extensión de la actualidad de Cristo es algo que también tiene lugar en el agua
bautismal. Pero ahí se trata de una presencia por la acción.
Y es que, en el fondo, la filosofía de Zubiri rechaza el concepto de substancia,
permaneciendo en la fenomenología. El concede que, en la percepción de las cosas,
éstas son “de suyo”, es decir, no la da el sujeto. Pero no admite una prioridad temporal
del “de suyo” respecto del acto de percepción. Yo, en cambio, tengo la certeza de que el
lápiz que tengo en la mano existe tan absolutamente que existía antes de que lo
conociera y seguirá también existiendo después ¿Por qué? Porque capto que es un ser-
en-si, una substancia, algo; algo que existe independientemente de mi percepción. Es
Dios que da a las cosas creadas esa subsistencia ontológica previa a todo conocimiento
humano.

4) EUCARISTÍA Y ESCATOLOGÍA
También hay una presentación de la presencia eucarística de Cristo desde la
escatología que resulta inaceptable.
Como representante de esta nueva tendencia podríamos presentar a Durrwell.
Para Durrwell528, tanto la perspectiva clásica como la moderna parten de realidades
terrestres, como son el pan y el vino o el simbolismo del banquete o de las realidades
humanas. Pero las realidades terrestres son incapaces de darnos la explicación del
misterio eucarístico, que es escatológico.
La Eucaristía hay que comprenderla desde el Cristo pascual que viene a su Iglesia,
del Cristo que en el misterio de su resurrección queda glorificado y viene como salvador

527
J. A. SAYÉS, Cristianismo y filosofía (Edicep, Valencia 22000) 307-338.
528
F.X. DURRWELL, Eucaristía, sacramento pascual (Salamanca 1982).
a su Iglesia. La acción por la que el Padre resucita a Cristo concede a éste el poder
cósmico de hacerse presente en el mundo sometiendo las cosas a sus fines.
Pues bien, la conversión eucarística debe ser mantenida dentro de la ley general del
misterio cristiano: “Dios salva transformando y transforma realzando”. La salvación se
impone a la creación sin negarla, ya que más bien la enriquece. La comunidad cristiana
es transformada por la santificación del Espíritu (1 Co 10,17), sin ser destruida su
identidad personal. Algo análogo ocurre también con la transformación que
experimentan el pan y el vino.
El éschaton no tiene necesidad de despojar al ser primero (el de la creación),
precisamente porque pertenece a otro orden. El Espíritu santifica los elementos
abriéndolos a la escatología, modificando sus relaciones con la plenitud final. Todo está
finalizado en Cristo glorioso, y el pan eucarístico lo está de forma especial, pues sólo el
pan eucarístico está santificado en Cristo por una total concentración en él y está
asumido en el eschaton en una proximidad tal, que Cristo resulta su substancia
inmediata, la realidad profunda en que este pan subsiste.
La Eucaristía es la plena realización del cristocentrismo, el efecto de una reducción
absoluta al centro, la anticipación en nuestro mundo de lo que es propio de las
realidades del reino, en el que Cristo es todo en todas las cosas.
Esta perspectiva ha sido retomada por Gesteira, el cual explica que, en la Eucaristía,
es Cristo glorioso el que se apropia del pan y del vino transformándonos, al tiempo que
el pan y el vino mantienen su realidad:
“Es transformación por superación y ennoblecimiento de la realidad, no por mera
desaparición. Esto significa que la conversión eucarística (como la escatológica) no
tiene lugar por una substitución de una realidad material (pan y vino) por otra realidad
corpórea (cuerpo y sangre), o por desplazamiento de una cosa por otra que tiene que
ceder su lugar a aquélla, sino por asunción de una realidad terrena en otra de distinto
orden, escatológica, o por una incorporación de aquella por ésta y en ésta.
Por eso, la transubstanciación (como la salvación misma) no arranca a las criaturas
de sus propias raíces, de su ser creado, para situarlas entre el cielo y la tierra, sino que
las hace retornar (aunque purificadas y renovadas) a su propia realidad creatural”529.
También Aldazábal ha ido por el mismo camino, al afirmar que es Cristo pascual el
que se hace presente en la Eucaristía, quiere presentar el cambio del pan y el vino no
con el lenguaje de la transubstanciación, que es un lenguaje “cosico” 530, sino como una
transignificación del pan y del vino por parte de Cristo glorioso: más que el ser cambia
el significado531, afirma citando el catecismo holandés. Asi pues, Cristo glorioso asume
el pan y el vino, que no pierden su ser532.
La misma postura ha tomado Borobio. Se trata de Cristo glorioso que se hace
presente en el pan y en el vino. El problema aparece al hablar de la transubstanciación.
Comienza calificando a la transubstanciación de cosista 533 y lo más significativo es que
afirma que el pan y el vino son una substancia en cuanto compuestos de factores
naturales y materiales dotados del sentido y la finalidad que el hombre les atribuye.
“Hay que considerar como factores de la esencia tanto el elemento material dado como

529
M. GESTEIRA, Misterio de Comunión (Madrid 1983) 562.
530
J. ALDAZÁBAL, La Eucaristía en: D. BOROBIO, La celebración en la Iglesia II. Sacramentos (Salamanca 1998)
358.
531
Ibid., 359.
532
Ibid., 362.
533
D. BOROBIO, La Eucaristía (BAC, Madrid 2000) 286.
el destino y la finalidad que les da el mismo hombre” 534. Coloca, pues, la substancia a
un nivel sensible y significativo para el hombre: un elemento natural y material, dotado
de sentido.
Desde esta perspectiva se concluye, con lógica, que la transubstanciación no implica
una aniquilación o destrucción de la substancia del pan y del vino, sino “una
transformación en algo mejor”, una exaltación de la misma. Ya había afirmado antes que
el pan y el vino no pierden su autonomía 535 ni su consistencia propia536. Se trata, por
tanto, de una anticipación aquí de la transformación escatológica. El pan y el vino son
ya transformados por Cristo glorioso como el mundo lo será al final de la historia.
Cristo glorioso se apodera de estos elementos, los hace suyos prolongándose en ellos y
atrayéndolos a sí.
De ahí que Borobio no tenga inconveniente en hacer suya la explicación de
Schillebeeckx cuando afirma que, en este contexto, el pan y el vino adquieren una nueva
relacionalidad, en cuanto que de ser alimento natural pasan a ser alimento de vida
eterna, dando a estos alimentos un nuevo significado y una finalidad nueva537. Esta
nueva relacionalidad del pan y del vino es la que percibe la Iglesia con la fe.
Por otro lado, queda claro que la presencia del eschaton en el pan y el vino no
despoja a éstos del ser primero de la creación. La salvación se impone a la creación sin
negarla.
Reflexión valorativa. Respecto de esta nueva perspectiva presentada para explicar el
cambio del pan y del vino podríamos hacer las siguientes observaciones:
a)No cabe ninguna duda de que el Cristo que se hace presente en la Eucaristía es
Cristo glorioso. Pero hay que observar que es también Cristo glorioso el que se hace
presente en los otros sacramentos: Cristo glorioso asume el aceite y actúa a través de él,
sin que pierda su propio ser. Pero, en este caso, se trata de una presencia de Cristo por
su acción, y a eso no puede quedar reducida su presencia en la Eucaristía.
b) Ni la escatología (gracia consumada) ni la gracia privan nunca a la creación de su
propia autonomía. En la resurrección, nuestros cuerpos mantienen su propia identidad,
como la mantiene el cuerpo resucitado de Cristo respecto del cuerpo que nació de
María. En la Eucaristía ocurre, sin embargo, algo diferente, pues las especies
eucarísticas encierran una nueva realidad, una nueva substancia. Es preciso admitir la
presencia de Cristo entero como único contenido de las especies de pan y vino, lo cual
queda negado en la medida en que se afirma que el pan y el vino no pierden su propia
subsistencia.
Se trata de una presencia de Cristo en el sacramento no “per modum actionis”, sino
“per modum substantiae”, como dice Sto. Tomás, de modo que la substancia del cuerpo
de Cristo (y, junto con ella, su alma y divinidad, “ex vi concomitantiae”) se afirma
como contenido único de las especies eucarísticas. Así se puede decir de ellas con toda
propiedad que son el cuerpo de Cristo. Y no olvidemos que la substancia no es el último
sustrato físico de las cosas sino la subsistencia ontológica que todo ente creado ha
recibido de Dios y por la que se diferencia de él y se opone a la nada. La substancia es
la base de todo conocimiento realista, como ya vimos.
c)No deja de ser contradictorio afirmar con la fe que el pan y el vino consagrados son
el cuerpo y la sangre de Cristo, para decir a continuación que dichos elementos, aun

534
Ibid., 285.
535
Ibid., 266.
536
Ibid., 275.
537
Ibid., 307.
consagrados, siguen siendo pan y vino. ¿Cómo algo puede ser dos realidades a la vez?
¿No sería más sincero decir que el pan y el vino, que perduran como tales, adquieren
una nueva significación? La postura mencionada no deja, pues, de ser un engaño.
Prefiero creer en el misterio de un Dios creador que interviene cambiando el ser, la
subsistencia que él da a las cosas, que emplear el verbo ser (son cuerpo y sangre) sin
saber lo que ello significa. La Iglesia llegó al dogma de la consubstancialidad de Cristo
con el Padre (Nicea), porque no quería reducir la divinidad de Cristo a puro
adopcionismo. Y esa misma Iglesia es la que, con la transsubstanciación, no quiere
reducir la presencia de Cristo en la Eucaristía a una presencia por su acción, o a un
cambio de significado. En una época de puro nominalismo como la nuestra la Iglesia
tiene el valor de mantener el verbo ser con todas las consecuencias. De otra forma, ser
desvirtúa el contenido de la fe.
Y no cabe decir que Dios no suele cambiar el ser que ha dado a las cosas; es el
mismo Dios que, en los milagros, cambia también las leyes de la naturaleza que él ha
creado. Aunque la Eucaristía no sea un milagro estricto (pues no es un cambio visible),
tiene una analogía con el poder creador de Dios que actúa en los milagros. Ambos,
milagros y Eucaristía se realizan sólo con el poder de Dios creador.
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
SIGLAS
Primera parte
La Teología de K. Rahner

CAP. I: NOTAS BIOGRÁFICAS Y TEOLÓGICAS


CAP. II: CONOCIMIENTO HUMANO Y EXISTENCIA DE DIOS
I.K. RAHNER Y LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL
1.IDENTIDAD PRIMIGENIA DE SER Y CONOCER
2.ANTROPOLOGÍA TRASCENDENTAL
II.¿ES LÓGICA LA POSTURA DE K.RAHNER?
1.CONOCEMOS LA REALIDAD
2.EL PROBLEMA DE LA ABSTRACCIÓN
III.EL CONOCIMIENTO DE DIOS EN K.RAHNER
IV.¿CONOCIMIENTO OBJETIVO DE DIOS?
CAP. III: PECADO ORIGINAL, GRACIA Y REVELACIÓN
I.EL PECADO ORIGINAL
II.LA GRACIA
III.LA REVELACIÓN
CAP.IV. JESUCRISTO
I.LA IDENTIDAD DE CRISTO
1.LA AUTODONACIÓN DE DIOS EN CRISTO
2.¿ES CRISTO DIOS Y HOMBRE?
II.LA ONTOLOGÍA DE CRISTO
1.LAS ESCUELAS CRISTOLÓGICAS
2.PERSONA: SUJETO DE NATURALEZA RACIONAL
III.LOS MILAGROS DE CRISTO
IV.LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
V.LA RESURRECCIÓN EN LA ESCRITURA
1.EL SEPULCRO VACÍO
2.APARICIONES
VI.A PROPÓSITO DE LA TRINIDAD
VII.EL PROBLEMA DEL SOBRENATURAL: LOS CRISTIANOS
ANÓNIMOS
CAP.V: ANTROPOLOGÍA Y MORAL
I.EVOLUCIÓN Y ESPÍRITU HUMANO
II.ANTROPOLOGÍA EN LA BIBLIA Y EN LA TRADICIÓN
1.ANTROPOLOGÍA BÍBLICA
A.ANTIGUO TESTAMENTO
B.SINÓPTICOS
C.SAN PABLO
2.UN DATO DE LA TRADICIÓN
III.DISTINCIÓN EN LA UNIDAD
1.EL ALMA HUMANA
2.MÁS ALLÁ DEL HILEMORFISMO
IV.ESPÍRITU Y EVOLUCIÓN
V.EL PROBLEMA DE LA MORAL: LA OPCIÓN FUNDAMENTAL
1.INFLUENCIA DE K.RAHNER
2.RESPUESTA AL NUEVO SISTEMA
3.¿CÓMO FUNDAMENTAR LO INTRÍNSECAMENTE MALO?
CAP.VI: ESCATOLOGÍA
I.LA DOCTRINA DE K.RAHNER
II.MAGISTERIO DE LA IGLESIA
III.REFLEXIÓN TEOLÓGICA
IV.FE Y SECULARIZACIÓN

Segunda Parte
La Teología de H.U. Von Balthasar

CAP.VII: NOTAS HISTÓRICAS


CAP.VIII: LA REVELACIÓN Y SU MANIFESTACIÓN
I.LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
II.ALGUNAS OBSERVACIONES
1.OBSERVACIONES DE TIPO FILOSÓFICO
2.OBSERVACIONES DE TIPO TEOLÓGICO
III.LA FE ES RAZONABLE
1.EL VATICANO I
IV.LA FE ES SOBRENATURAL
V.¿ES COMPATIBLE LA MOSTRACIÓN Y LA FE?
CAP.IX: CRISTOLOGÍA
I.LA UNIÓN HIPOSTÁTICA
II.LA FE DE CRISTO
III.EL ABANDONO DE CRISTO EN LOS INFIERNOS
1.DOCTRINA DE VON BALTHASAR
2.VALORACIÓN TEOLÓGICA
A.MAGISTERIO
B.REFLEXIÓN TEOLÓGICA
C.LA OFRENDA DE CRISTO AL PADRE
D.INTENTO DE EXPLICACIÓN
IV.LA CUESTIÓN DEL INFIERNO
1.UNA DOBLE SENTENCIA SOBRE EL MÁS ALLÁ
2.OBSERVACIONES A VON BALTHASAR
3.¿CASTIGA DIOS?
4.LAS PENAS DEL INFIERNO
5.¿ES POSIBLE LA ESPERANZA?
CAP.X: LA TRINIDAD Y EL SOBRENATURAL
I.LA TRINIDAD INMANENTE
1.UNA CONTRIBUCIÓN POSITIVA
2.LA PERSONA EN LA TRINIDAD
II.TRINITAS IN UNITATE
1.LA PROCESIÓN DEL HIJO
2.LA PROCESIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
III.EL PROBLEMA DEL SOBRENATURAL
1.DE LUBAC
2.INTENTO SISTEMÁTICO
CAP.XI: LA ANALOGÍA DEL SER
I.EL IMPULSO DE PRZYWARA
II.K.BARTH Y LA ANALOGÍA DEL SER
III.SOBRE EL VATICANO I
IV.K.BARTH Y EL CATOLICISMO
V.PARTICIPACIÓN DEL SER
VI.LA ANALOGÍA DEL SER
APÉNDICE: LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN VON BALTHASAR Y OTROS
AUTORES
I.VON BALTHASAR
II.TRANSIGNIFICACIÓN Y TRANSFINALIZACIÓN
III.LA EXPLICACIÓN DE ZUBIRI
IV.EUCARISTÍA Y ESCATOLOGÍA

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