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Momento de movimiento, o sobre la

felicidad
Rodrigo Estrada 8 enero 2010

Foto: Leo Carreño Obra: Transparente


Después de escudriñar en los estratos,
después de consultar a los sabios,
de analizar y precisar
y de calcular atentamente,
he visto que lo mejor de mi ser está agarrado
a mis huesos.
Whalt Whitman

Acaso la danza tenga la misma condición que tiene la risa, una mixtura indefinible de
músculos y felicidad. Cuando una persona libera su risa, no hay un pequeño fragmento de
felicidad que no acuda al rostro por un instante, que no se encarne entre los pómulos de tal
manera que la emoción venga a ser la misma materia. Y cuando un estado del ánimo logra
fundirse con el cuerpo, el tal estado emocional no puede existir sino en el ahora, dado que
el cuerpo no puede vivir otros momentos que no sean los que pisa. Es decir, la risa
desmiente la vana esperanza de que la felicidad se encuentre en un futuro prometido por las
doctrinas; así también la conversación que libera bandadas de palabras, tantos otros juegos
y la danza.
Mientras la risa condensa todo el cuerpo (sin escisión del alma) entre el pecho y los ojos, la
danza es la risa en todo el cuerpo; la danza es el juego en el que se dan cita todas las
posibilidades físicas y etéreas del ser humano, es ese momento en el que se recuerda que la
tal división del cuerpo y el alma no ha sido más que un invento del hombre para aliviarse de
su aparente mortalidad. La danza, como la risa, acerca al hombre a sus raíces, lo planta
nuevamente en la tierra, donde recibe y permite el tránsito de las fuerzas vitales que
atraviesan el mundo. El cuerpo es allí un canal por donde transita la vida, y es, al tiempo, la
misma substancia de la naturaleza.
Toda la historia del arte ha sido una gran alegría para la naturaleza. El mundo sustancial ha
encontrado en cada verso, en cada trazo en el lienzo o en el espacio, un canal por el cual
transcurrir con su fuego y con su aire, con su tierra y sus inundaciones. El cuerpo hecho
danza vuelve a ser el conducto de los eternos espirales de savia que son la vida. La danza,
como las letras dispuestas en poesía, vibrante y vertiginosa, conduce al ser humano al
eterno instante, ese delicioso paréntesis que disuelve el aburrido tiempo contable. Es algo
que también nos regala el juego. De los días de niño, por ejemplo, aún recuerdo no saber
decir las horas que marcaba nuestro reloj de pared: “El palito corto está en el cinco, y el
largo está entre el uno y el dos” le decía a mi prima mayor que me había enviado por la
hora, y corría a incorporarme en la algarabía y el barullo que hacían mis pequeños amigos
en el solar de la casa. Allí el movimiento nunca fue algo que se ajustara con exactitud a los
números del tiempo.
*****
En los primeros días de nuestra niñez, empezamos a recibir una información no del todo
clara sobre religión católica y escatología, debemos asimilarla al paso en que vivimos los
juegos que provocan la risa, juegos que no permiten el temor de morir ni de un tiempo
perdido, momentos en los que, sin duda ni vergüenza, somos felices. Pero poco a poco nos
formamos una idea de la verdad: existe Dios, más poderoso que todas las cosas del mundo,
creador del Universo y habitante del cielo al que debemos volver después de concluir este
paso fugaz por la Tierra; existe el diablo, y hay que ser correcto y verdadero, antes que
libre, para evitar los eternos castigos que se imponen en el lugar que éste administra, el
infierno. Entonces, ni la verdadera felicidad ni el verdadero dolor son cosas que
pertenezcan al presente.
Al correr de los días, serias instituciones se ocupan de ir modificando las verdades que el
primer sentido (el cuerpo todo) ha fundado. El tiempo, que hasta aquel momento ha sido un
aire embrujado que abarca todo espacio concebido, ahora se adelgaza en una línea rectísima
camino a la muerte, dividida en segmentos perfectamente iguales: días, horas, minutos,
segundos, y puesta ante nuestros pies para recorrerla procurando no perder el equilibrio. La
escuela es el ejemplo claro que figura la segmentación del tiempo. En ella muy pronto se
olvida que cada instante es el principio y el fin, el recorrido, la explosión y la contracción,
la síntesis y el relato de la vida misma. Si hay algo que hacen bien nuestras instituciones
académicas es aplazar la momentánea alegría. Casi toda nuestra educación es un rudo
camino para lograr la frivolidad de algún grado, en el cual camino cada momento es
sometido cruelmente en beneficio de un honorable futuro. El aula de clases es una de esas
máquinas poderosas con las que cuenta la sociedad para postergar el placer de los jóvenes,
y es el lugar en el que ocurren algunas de las mayores infamias contra las cosas bellas. No
puede ser muy correcto ni confiable aquel sitio en el cual se estratifican los campos de
conocimiento, poniendo siempre en niveles inferiores aquellos eventos que involucran más
directamente el cuerpo: la música y la danza, la pintura y el deporte; y en el que la literatura
y la historia, la biología y las matemáticas son dogmas encumbrados excluidos de los
aparatos sensitivos, de la vivencia de niños y jóvenes.
Debido a la disposición física que adoptan los centros educativos, muy pocas cosas de las
que suceden en ese espacio tienen el vigor de un instante pleno. Todo no es más que un
paso para dar otro paso y algún día alcanzar algo que, en todo caso, es un objeto exterior a
la propia experiencia. El camino de esfuerzo y negación del ocio y del placer que es
propuesto en las instituciones educativas es una de las formas del camino supereminente
que ha promulgado la Iglesia Cristiana, el cual debe seguirse para llegar a la ‘Verdad’. En
tales caminos se desmiente el cuerpo y todas sus revelaciones y sus sentires. Y no sólo se
desmiente, sino que también se le somete y se le disciplina bajo una serie de ordenamientos
y ejercicios, produciendo ese ‘cuerpo dócil’ del que nos habla Michel Foucault y sobre el
cual volveremos algunos párrafos más adelante.
*****
Como sustento de la doctrina cristiana, que a hurtadillas todo lo determina, curiosamente se
encuentra un hombre griego, quien, con hermosas palabras y contundentes racionamientos,
corrompió no solamente a los jóvenes de su época, razón por la cual fue condenado, sino
toda esta historia que se aprieta a nuestras espaldas. Sócrates viró la mirada del hombre
hacia su interior, le dio al alma la gran importancia con la que aún resuena en el mundo
occidental. En el discurso que pronuncia en El Simposio sobre el amor, (discurso que había
escuchado y adoptado de una mujer extranjera, Diotima) el cuerpo es apenas tenido en
cuenta; a través de él puede iniciarse el camino hacia la ‘belleza en sí’, pero debe ser
superado. A manera de escalones, debe pasarse primero por lo que hay de bello en un
cuerpo en particular para entender después que la belleza de un cuerpo es hermana de la de
cualquier otro, que hay una sola belleza común a todos los cuerpos. Después, debe
considerarse más preciosa la belleza que hay en las almas y por allí pasar a aquella que
poseen las normas de conducta y las leyes. A estas alturas ya ha de considerarse que la
belleza del cuerpo es más bien poca cosa porque, en cambio, podrá avistarse una ciencia
única, un extenso mar de belleza no contaminada de pieles humanas, “aquello, Sócrates, –le
había dicho Diotima– por lo que precisamente se realizaron todos los esfuerzos anteriores”.
Y también: “Si algún día alcanzas a verla, no te parecerá que es comparable ni con oro, ni
con los vestidos ni con los niños y muchachos bellos, ante los cuales ahora, con sólo verlos,
quedas embelesado y estás dispuesto… únicamente a contemplarlos y estar juntos”. Para
Sócrates, el amor es ese deseo constante de alcanzar la plenitud de la belleza más allá del
cuerpo humano.
Otra concepción, en la que el cuerpo es el objeto del amor, había sido expuesta por
Aristófanes en el mismo diálogo. Los hombres y las mujeres eran seres esféricos con cuatro
brazos y cuatro piernas, dos rostros situados en direcciones opuestas, cuatro orejas y dos
órganos sexuales. Caminaban erectos, mas para desplazarse con mayor velocidad
avanzaban dando vueltas. Eran vigorosos hasta tal punto que llegaron a atentar contra los
dioses; por tal motivo Zeus ordenó seccionarlos en dos partes iguales. Los seres humanos,
entonces, andan por el mundo tratando de recuperar su mitad perdida a fin de unirse y
fundirse con ella. Y la causa de esto “es que nuestra antigua naturaleza era esa que se ha
dicho y éramos un todo; en consecuencia, el anhelo y la persecución de ese todo recibe el
nombre de amor”. Según el mito que cuenta Aristófanes, el fin del hombre se encuentra en
el mismo cuerpo, a través de su sexo: el dios restablecerá al hombre en su antigua
naturaleza y lo curará hasta hacerlo dichoso y feliz. Pero Sócrates sostiene que esta unión
no debe ser el fin del amor, que es algo por lo que apenas ha de pasarse pues, para él, el
cuerpo no puede ser la fuente principal de la belleza. La felicidad, entonces, será algo que
supere el estadio de los órganos.
Hay que volver sobre las páginas de Platón para presenciar ese extraño instante en el que,
pasada la comida y despejadas las mesas, los hombres del banquete, inmersos en un eco de
flautas y danza, se dedican a conversar y a beber en amistosa camaradería mientras sus
discursos revuelan en el ambiente. Entre todos, el más contundente, el de Sócrates, habla de
otros estados más allá de la frontera física; pero hay algo que contradice con fuerza sus
mismas palabras, que lo sigue refutando: es el efecto inmediato que su discurso produce en
la piel y en la sangre, aun más si el vino acompaña. Queriendo imaginar una belleza
inmensa liberada de la carne, los contertulios de Sócrates viven una belleza que se filtra por
los oídos con las palabras del maestro y por los ojos al observar la seductora disposición de
sus compañeros reclinados, que de vez en cuando levantan la copa; un instante
perfectamente compuesto que no admite escisión entre el cuerpo y el alma, sino que los
mezcla en un solo bloque de sensaciones disuelto en el espacio. La conversación, que
parece tan etérea, logra una consistencia que involucra en una misma densidad a la materia
y a las palabras. De tal manera, solemos transformar nuestro rostro al vernos atravesados
por el vital discurso de un buen amigo: sus palabras son nuestra carne. Definitivamente,
Sócrates promete algo que podrá ser encontrado en compensación por la virtud y el
esfuerzo de cada cual, al mismo tiempo que ese algo se vive despreocupadamente en el
presente de todos; lo vive Erixímaco y Pausanias, Fedro y Agatón, también Aristófanes, y
lo vivo yo mismo cada vez que asisto al diálogo.
Del registro que Platón hizo de Sócrates y su filosofía se valieron muy bien los primeros
padres de la Iglesia Cristiana para sustentar su prédica. Para los días en que el cristianismo
empezaba a surgir, ya la Civilización Griega se había desplazado hacia el Oriente debido a
las conquistas que hiciera Alejandro Magno. Los cristianos, que sufrían las persecuciones
del Imperio Romano, tuvieron que adaptar un discurso que los amparara, un discurso
dirigido a la mayoría pagana de la población. Ya hacia el siglo II d. C. podía encontrarse en
una misma persona la síntesis del pensamiento griego y cristiano. Así sucedió entre los
padres alejandrinos: Clemente y Orígenes, que basaron su teología en la idea griega de la
paideia. Estos hombres, y otros: San Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianceno, Gregorio
de Nisa, adoptaron con juicio, con intención bastante benevolente, todo cuanto servía de la
filosofía platónica, desechando aquello que no colaborara en el sustento de la idea divina y
la certeza de la plena corrupción del cuerpo ante el alma.
De tal manera, Platón vino a convertirse en autoridad religiosa: sus ideas (las de Sócrates)
eran interpretadas como ideas de Dios. No es del alcance de este texto determinar cuál es el
papel del maestro y cuál el de Platón en la formación del platonismo, lo cierto es que,
gracias a Los Diálogos, la mirada del hombre de occidente se volvió desde la realidad
material y sensible hacia un mundo conformado por las inmateriales ideas, un mundo en el
que, para platónicos y neoplatónicos, “habían de hacer su morada los miembros más nobles
del género humano”; (las palabras son de Werner Jaeger). Es a través del cristianismo que
se ha filtrado Platón y toda la idea del retorno a la especie divina. Basta leer las palabras
que dijo Sócrates antes de su muerte a uno de sus pupilos para percibir la relación de su
filosofía con la concepción de Dios de los cristianos: “Si el alma, pues, se retira en ese
estado –filosofando y aprendiendo a morir– va a un sitio semejante a ella, divino, inmortal,
lleno de sabiduría, en que goza de la felicidad, libertada de sus errores, de su ignorancia, de
sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los otros males inherentes a la naturaleza
humana”.
Esta división del ser humano en el cuerpo y el alma, y la mayor importancia que damos a la
segunda sobre el primero, es lo que vino a dictar no sólo el orden histórico que se siguió
desde el comienzo de nuestra era: la Edad Media y sus cruzadas, el tribunal de la Santa
Inquisición, la cruel Conquista española sobre América, sino también la disposición moral
que ha definido la cotidianidad de cada persona: una cotidianidad de constante espera, de
visión del más allá, de olvido del momento de movimiento, de inconciencia de la risa y de
los pequeños fragmentos de felicidad. Mencionaba Ernesto Sábato, en una de sus novelas,
que el hombre vive a la espera de una gran felicidad, por lo cual no se percata de las
pequeñas que se presentan en todo instante, que, además, son las únicas que existen. Toda
la tradición cristiana ha enseñado que la vida es un recorrido de esfuerzo, de sufrimiento a
favor de un más allá. “Nuestra cultura –dice William Ospina– es una cultura del propósito y
de la infinita postergación. Hemos aprendido a vivir en la mortificación y a anhelar la
felicidad”.
Tal vez fuera posible una educación en la que no se diera por sentado nuestro catolicismo y
no nos mostraran la religión tan sólo como una cadena de virtudes que hay que seguir.
Habría que mostrar su historia y su filosofía, se vería más cuanto de hermoso hay en ella y
mucho más cuanto de terrible ha sembrado. Sería posible entender, con más emoción por el
conocimiento y menos devoción por los dogmas, ese firme sustento platónico: el mundo
ideal, y podría decidirse si esa es la verdad propia o es una belleza que es verdad de otras
personas.
*****
Por fortuna, la historia misma ha parido respuestas a sus desaguisados: Spinoza devuelve a
Dios a la tierra; Dios no puede ser otra cosa que la naturaleza, substancia indivisible y
eterna, aquello que no necesita de otra cosa para ser, que genera todo lo que existe, causa y
efecto en un mismo punto. Desde esta perspectiva, no habiendo nada allende la naturaleza,
no puede existir la muerte, lo que conlleva a que tampoco exista un camino que lleve a ella.
Todo el poema de Whitman podría, no ya explicar el continuo fluir del Universo, sino
hacerlo sentir, verterlo sobre nuestros cuerpos e involucrarnos en él:
La hojita más pequeña de hierba nos enseña que la muerte no existe;
que si alguna vez existió, fue sólo para producir
la vida;
que no está esperando ahora, al final del camino,
para detener nuestra marcha;
que cesó en el instante de aparecer la vida.

Todo va hacia delante


y hacia arriba.
Nada perece.

Y el morir es una cosa distinta de lo que algunos


suponen
¡Y mucho más agradable!

Porque lo que llamamos ‘morir’ no es más que el paso necesario para la perdurabilidad de
la vida. O mejor lo dice Darío Botero Uribe: “Sólo existe la vida en el universo. La muerte
es una pobre idea humana, una medida de lo finito, de lo circunstancial, de lo fenoménico.
La naturaleza no contiene la muerte”. ¡Cuán difícil será entenderlo! Para Spinoza, todo esto
que nace y que perece son los modos, afecciones de la naturaleza que se intercambian
dentro de la unidad de la substancia. “Los modos finitos –continúa Botero hablándonos de
Spinoza– cambian de estado, se reintegran a la materia cósmica y vitalizan nuevamente
otros entes vivos, son consumidos y tornan a su energía”. Es esto lo que permite que exista
siempre esa maravillosa diversidad dentro de una unidad.
Entendiendo la vida como lo que perdura en la naturaleza, diferente a la idea de la vida
como aquello que nace y perece, podría empezar a pensarse que es posible la eternidad del
instante. Ya la eternidad no será más una reserva al final del camino, sino una fuerza en
cada parada, en cada momento en que nos dignemos vivirla. Cada evento de arte no ha sido
más que la firme resistencia al paso del tiempo, la tenaz postura de un tiempo que se vive
frente a un tiempo que pasa. No creo que sea posible negar el tiempo, sino desmentir su
linealidad, por lo menos su rectitud. Un cuerpo que transcurre en el tiempo como un
servicio de transporte que lleva al alma a su morada final es un cuerpo acompasado
tristemente por la terquedad del reloj, justifica su monotonía. Mientras que un cuerpo que
viva en presente su emoción, desdibuja el futuro planeado para convertirlo en una continua
sorpresa, en un dios risueño a la vuelta de cada repentina curva.
Creo que la concepción que solemos tener del tiempo está estrechamente ligada a la
concepción que tenemos de nuestro cuerpo. Si consideramos que nuestro ser está dividido,
que hay un alma que se proyecta hacia el futuro inmenso, el tiempo se acompasa en una
insípida marcha militar. Si nuestro cuerpo no tiene por alma más que los fluidos que
comparte del mundo, el tiempo será un inmenso e instintivo presente. Aquella concepción
tan cristiana sobre la vida (la vida segmento, la vida cuerpo que se agota) llega siempre a
ser vulnerada y modificada en la lectura de un breve poema. El verso expande el mero
segundo y salva la diferencia entre la piel y la madera sobre la que estamos sentados, entre
los ojos y las letras que decodificamos, entre el lomo del libro que sostenemos y nuestras
manos, volviendo verso todas las cosas, unificando la substancia que habíamos
estratificado. “Y el verso cae al alma como al pasto el rocío”. La condición maravillosa
que tiene el verso es la de estar ahí siempre, no puede ser vivido de otra manera sino en el
presente. En cada lectura estallará nuevamente dejando salir a la superficie toda la emoción
que lo sustenta, todo su color y movimiento.
Como el poema la danza. La danza es poesía del cuerpo como la literatura es danza de la
lengua. Es poesía en tanto que establece un lenguaje; no precisamente un sistema
significante de conceptos o ideas fijas, sino un proceso emocional constante que trae a la
superficie perceptiva todo un bloque de sensaciones, que puede o no significar con mayor
evidencia una imagen o una idea clara. La danza reclama en cada punto la unidad del
cuerpo con su alma, reclama la unidad de la substancia, de la naturaleza, al mismo tiempo
que manifiesta la diversidad de sus modos.

Pero hemos sido educados demasiado bien para no poder percibir con facilidad la unidad
diversa de la que participamos, la emoción encarnada, la risa del mundo, el solo momento
que es toda la historia del planeta, toda la historia sideral que es una sola mirada
profunda…
*****
Volvamos a revisar aquí ese proceso de educación que es llevado a cabo en nuestra
sociedad, que ha tenido tanto que ver con el trato que le damos al tiempo y al espacio, al
movimiento, y que por la misma ruta nos hace entender en qué consiste cierta felicidad.
Michel Foucault explica cómo en la época clásica se intensificaron las formas en las que el
cuerpo es sometido a un ordenamiento espacial y temporal, a favor de un encauzamiento de
la conducta de los seres humanos. El niño, antes de ingresar a la institución educativa,
ciertamente hace uso del tiempo y del espacio de una manera desordenada e irresponsable.
El juego no es exclusivo de ningún patio ni de ningún andén, la risa no tiene hora ni
duración prevista. Pero, al ingresar a la escuela, los chicos se empiezan a ejercitar en el
oficio de la distribución de las horas y de los lugares. En primer lugar, hay un sitio
radicalmente diferente, clausurado al resto del mundo, al que se asiste para permanecer la
mayor parte de la jornada en una postura poco usual: hay que estar sentado. Hay una
división de las zonas: cada individuo debe permanecer en su lugar, en una disposición
antitética a la disposición que el cuerpo suele tener en el desarrollo de los juegos callejeros,
en los cuales las hordas de pequeños atraviesan los antejardines de los barrios metiendo
mucho desorden y mucha algarabía, haciendo indefinible la posición exclusiva de cada
niño. La distribución del aula de clases permite, por el contrario, la clasificación y la
localización, evitando la aglomeración, las circulaciones caóticas y las ausencias
intempestivas. Se trata de dar un orden a lo múltiple. “La primera de las grandes
operaciones de la disciplina –escribe Foucault– es, pues, la constitución de «cuadros vivos»
que transforman las multitudes confusas, inútiles o peligrosas, en multiplicidades
ordenadas”. Es decir, al situar cada particularidad en un puesto preciso, se evita el constante
fluir de la substancia del universo. Cualquier desplazamiento dentro del salón, cualquier
intento de abandono queda regulado por un poder imbatible e incuestionable.
La distribución homogénea del salón de clases, las filas y las hileras, permiten, en todo
caso, un movimiento también homogéneo. Cada individuo va logrando un rango que
modifica su posición de mes en mes y de año en año, según los logros obtenidos en cada
prueba. Se organizan los alineamientos, sucedidos unos tras otros según las edades y los
temas de enseñanza tratados, que van aumentando su dificultad; hay un movimiento
constante y perpetuo en el que los chicos sustituyen a otros chicos en intervalos de tiempo
perfectamente ritmados y delimitados.
Fuera de controlar y lograr la obediencia, las distribuciones en celdas garantizan un ‘mejor
uso del tiempo’. El empleo del tiempo es una herencia harto religiosa, un modelo estricto
sugerido por las comunidades monásticas, que la disciplina escolar ha venido a adaptar y a
perfeccionar conforme a sus fines. Aquí el tiempo comienza a hacerse dueño del cuerpo, de
tal manera que lo domina. Le impone la exactitud de las horas de llegada, de cambio de
actividades y de salidas, le impone la aplicación necesaria para no llegar ocioso al próximo
minuto y le impone la regularidad indispensable para lograr la ascensión por la que se
trabaja. El tiempo adquiere el carácter lineal que tiende hacia un punto terminal y estable, y
no deja opción para vivirlo de otra manera que no sea en su recorrido, en su forma de
camino recto y ascendente.
También de origen religioso es el ejercicio, en el que se impone a los cuerpos tareas a la
vez repetitivas y siempre graduadas. El ejercicio garantiza el crecimiento, procura una
buena calificación para los individuos, tiende a un estado definitivo y nunca se lleva a cabo
por el mismo ejercicio sino por lo que pueda lograr próximamente. Es otra forma del
ascetismo cristiano que pretende lograr la luz de la verdad fuera de las nimiedades
mortales, una manera de organizar el tiempo de la Tierra para llegar hasta la salvación.
La historia de Occidente ha venido variando el sentido del ejercicio, pero ha conservado
algunas de sus características: economiza el tiempo, lo acumula en forma útil, sirve para
ejercer el poder sobre los hombres y, ante todo, está en busca de un objeto fuera del mismo
evento; es allí donde el acontecer artístico se planta en resistencia. Nada más opuesto a
aquel manejo del tiempo y del espacio, y a la disciplina del ejercicio que la danza, que
deshace todo lo establecido para recrearlo inmediatamente, que recibe todo lo que espera al
mismo tiempo que lo produce: “Pues tal es el secreto de la danza –dice William Ospina en
uno de sus ensayos–, cada movimiento está anhelando una plenitud, no está sujeto a un fin
exterior… procura a cada momento ser significativo, como la música es significativa a cada
instante y no está subordinada a un desenlace. El cuerpo humano, arrebatado por las fuerzas
profundas de la música, abandona un tiempo su sujeción a las leyes de la realidad”.
*****
Hemos tenido que descomponer las rutinas para cambiar nuestros días repetidos. Al fin de
cuentas, los paréntesis que abren y cierran nuestros soles nunca tienen una misma duración,
ni una sola intensidad. Siempre nos ha sido dado deshacer los vértices de nuestros marcos
más sólidos. En mi memoria vive un viejísimo samán que asoma sus hojas por las ventanas
en las horas más tediosas del aula de clases. En aquel lugar, a pesar de todo, era también
posible la risa que embrujaba los pasillos y nos mecía en el tiempo. He vivido casi cien
veces una tarde siempre nueva de séptimo grado, en la que aprovechamos la ausencia de la
profesora de álgebra para entregarnos al juego. Todos corremos tras una pequeña pelota que
salta siempre en la dirección que nadie espera. Los pupitres están caídos, las filas están
completamente quebradas por las intensidades que atraviesan el espacio. Nuestros cuerpos
se han hundido en el aire y en la luz, todo gira en miles de direcciones, existe un solo
cuerpo indistinto del mundo entero, las celdas han sido abiertas, los estratos se desploman
porque no resisten el peso de la felicidad, toda mirada es cutánea, toda voz alimenta el
fuego en el que nos consumimos, el tiempo se deshace en gritos que llenan el espacio
concebido, cualquiera puede fundirse cada vez en un fragmento de piel más oscura o más
pálida, la risa es una materia que se puede amasar con la palma y los dedos, la pelota que
salta sin cesar agita un solo vientre y el corazón quiere salirse por las ventanas del aula. Por
eso nadie se entera de la presencia de Mariela, la profesora de álgebra, sino cuando la
pelotica cae en una de sus manos. Los cuerpos se detienen, pero la alegría sufre una inercia
más poderosa, así que las sonrisas permanecen en nuestros rostros desafiando la autoridad.
Y cuando parece que todo debe volver a su lugar: los individuos a sus filas y la felicidad a
su encogido rincón del pecho, Mariela dibuja una curva hacia arriba con su brazo, su rostro
es invadido por un gesto dulce y maligno, y, antes de que su brazo acabe su camino de
vuelta, suelta la pelota que esconde su mano. Y los cuerpos se disparan en todos los
sentidos, tras la pelota o delante de ella, atropellando y torciendo líneas rectas, variando las
velocidades, enredándose en brazos que vuelven a ser propios. El espacio se compone y
descompone tras cada recorrido, recargándose a la derecha o en el proscenio, y las
carcajadas de Mariela se envuelven en nuestro juego, un juego de danza.
Es que es seguro que el ser humano tiende hacia la plenitud, a pesar de la manera en que ha
organizado su historia. Por eso existe un arte, que cada tanto tumba algunos muros para
rehacer sus casas. El arte reconstruye los conductos que ha destruido el hombre mismo, por
donde fluyen las corrientes vitales del universo. De no haber poemas, dibujos y danzas,
melodías y personajes, estatuas, grabados, fotografías e historias, simplemente, el mundo,
desprendiéndose de su órbita solar, se despeñaría cuesta abajo hasta los abismos del tedio
absoluto, es decir, no volvería a nacer en cada instante. Pero si hay algo en lo que se puede
tener confianza es en que el hombre mismo tiende cada tanto hacia el arte. En alguna
ocasión, Kindi Llajtu, joven pintor inga, mencionaba que todos estamos llenos de color, que
la música habita dentro de nuestro cuerpo, que todos tenemos poesía; no es de extrañar,
entonces, que ante las limitantes impuestas por la sociedad, el ser humano quiera subvertir
siempre el orden establecido. Básicamente, esta es una razón fuerte para querer bailar.
*****
Retomemos, en breve síntesis, lo expuesto hasta este punto: Hay acontecimientos, desde el
comienzo de nuestros días, que nos proporcionan felicidad; hay eventos que vivimos en la
inmensidad del presente, con el cuerpo y todo lo que ello implica. Por otra parte, debemos
asumir la fuerza de nuestra cultura, sustentada por una religión que basa su doctrina en la
división del ser humano en un cuerpo perecedero y un alma que supera la muerte. La vida
del hombre, entonces, se cambia por un recorrido hacia el futuro, hacia una idea ulterior o
una felicidad incierta, lo cual, a mi parecer, hace entender el tiempo como una línea que se
transita en vez de un instante que se vive. Las instituciones, cimentadas sobre la misma
doctrina cristiana, nos enseñan a hacer una distribución regular de ese tiempo y del espacio,
distribución que termina por estratificar el cuerpo, por encasillarlo e impedirle su libre
desenvolvimiento. Sin embargo, el cuerpo, con el juego y con la risa, tiende hacia la
naturaleza, recuerda (o siente, sin concienciarlo necesariamente) que es substancia del
mundo, y crea conductos (el arte) por los que él mismo puede conducirse. La danza es
también una manera potente de transitar por la naturaleza.
La danza ha insistido en estar con nosotros gran parte de nuestro tiempo, aun sin
nombrarnos bailarines. Quizás la labor más importante del bailarín no sea encumbrar su
arte tanto como devolverlo a la vida de las personas, vivir y hacer vivir lo que he querido
llamar ‘momento de movimiento’ o, bien, la risa del cuerpo, que no dura nada, pero que
permanece en una dimensión extraña, atravesada por millones de intensidades veloces y
potentes. Bien lo susurró Borges en uno de sus poemas: “Un instante cualquiera es más
profundo y diverso que el mar”. Es profundo y no lineal, y tan diverso que nunca
alcanzamos a contar sus elementos, ni los rostros ni los otros instantes que caben en él. Allí,
todo aquello que consideramos perdido, acaso sea lo que, sin distinciones físicas o
metafísicas, habita en nosotros. Todos nuestros muertos valen para cada instante, y el
recuerdo y la nostalgia quizás no apuntan al pasado tanto como al infinito espacio en el que
podemos hundirnos para vengarnos del tiempo.
Un momento de movimiento es ese fragmento en el que el tiempo se abre o se expande y se
vuelve incontable. Si hay un elemento enteramente absurdo e inútil en la tarea de medir la
eternidad, es el reloj. Bachelard habla del tiempo vertical, cuyo fin es la profundidad o la
altura, que rompe los marcos sociales de la duración y que se diferencia del tiempo común
que huye horizontalmente: “…el tiempo ya no corre. Brota”. Debemos tener claro que ese
tiempo, al que le escuchamos su incansable tic tac, no tiene ninguna cosa que ver con el
plano en el que la danza logra su consistencia. Y considero que allí ya no importa si se es el
ejecutante de la danza o el que la observa, ambos son creadores en tanto que viven el
instante y se convierten en una sola emoción a través de sus cuerpos. Es allí donde
seguramente podremos reencontrarnos. La danza no debe pertenecerle exclusivamente a
ningún cuerpo, sino que debe involucrar toda la vida del hombre, ser un texto en
movimiento en el que pueda ser leída la historia de los demás, en el que se disfrute el
cuento ilustrado del mundo entero.
Hace ya algún tiempo, un buen amigo me confesaba haber descubierto (o recordado),
tardíamente por demás, que no eran sus libros la única fuente de conocimiento posible.
Bien entendemos esto cuando potenciamos nuestro cuerpo y logramos fundirlo con los
jugos de la tierra, sea observando o bailando; podemos percibir que cuanto acontece viene a
ser principio y final en nosotros mismos, todo en un justo instante. Nuevamente, me viene a
la memoria el Canto a mí mismo de Whitman, que es un canto del cuerpo alerta de su
naturaleza y sus fluidos. El poeta es la danza misma atravesando todo cuanto de dios hay en
la vida, tomando del mundo con sus propias manos:
Quédate hoy conmigo,
vive conmigo un día y una noche
y te mostraré el origen de todos los poemas.
Tendrás entonces todo cuanto hay de grande
en la tierra y en el sol,
(existen además millones de soles más allá)
y nada tomarás ya nunca de segunda ni de tercera mano,
ni mirarás más por los ojos de los muertos,
ni te nutrirás con el espectro de los libros.
Tampoco contemplarás el mundo con mis ojos
ni tomarás las cosas de mis manos.
Aprenderás a escuchar en todas direcciones
y dejarás que la esencia del universo se filtre
por tu ser.
Es hermoso percibir la fuerza del universo, y sentir que somos algo infinitamente mayor
que un cuerpo que perece. Es una felicidad vivir un instante pleno de tiempo infinito, y
poderlo amasar con nuestras manos como un puñado de tierra. Algunas veces, en el espacio
de danza, podemos regalarle la risa al cuerpo convertida en movimiento y volver a ser el
juego que tanto se olvida. He de confesar que los trazos que con brazos y piernas han
dibujado algunos compañeros en el espacio han encarnado mi alma y han disuelto mis
músculos y mis huesos en el calor del aire agitado.
En nuestros días, dictados por normas que niegan la sensualidad, cada vez se hace más
necesario alertar el cuerpo, y no dejarlo entrar en el letargo que detiene la maravillosa rueda
de la existencia. Hay que abrir los poros, miles de millones de poros como ojos que no se
permitan perder ni un leve movimiento a nuestro alrededor, ni siquiera el lento acontecer de
las piedras. Podremos volver al cuerpo vivo en el preciso instante, reconciliado con las
fuerzas vitales; un cuerpo que inhume la emoción y la haga temblar de tanta piel, que en el
movimiento imperceptible atraviese el tiempo, ya no en su linealidad, sino en su
profundidad.
Borges dijo que los libros son una de las mayores posibilidades de felicidad que tienen los
hombres. La danza viene a ser también una de esas fuentes de alegría momentánea e
infinita por la que se accede a la belleza sin tener que esperarla demasiado o someterse a
un trayecto de sufrimiento, una sencilla risa inmemorial que concentra lo más hermoso de
toda la historia natural, un pequeño momento en el que todo todo se mueve, desde aquel
pequeño gesto, eje del mundo, hasta las profundidades más misteriosas del mar y mis
entrañas.

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