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Los jueces no son la justicia

Gonzalo Velasco

Si hay una virtud vinculada a la aplicación de la justicia, esa es la prudencia. Para los
antiguos, equivalía al uso de la racionalidad práctica en la vida cotidiana, a la deliberación
que acompaña a la acción para conseguir fines buenos desde el punto de vista ético. En su
versión más cotidiana y actual, la prudencia está vinculada a la conciencia de las
limitaciones de nuestros conocimientos y capacidades ante una situación dada, que nos
lleva a ponderar con cuidado nuestras decisiones. En definitiva, la prudencia sería una
especie de humildad epistémica que acompañaría siempre a los actos justos.

Aunque, desde luego, la prudencia sea una virtud ética a la que idealmente todos
deberíamos aspirar, en el caso de los jueces se convierte en una cualidad esencial para su
buen desempeño profesional. Un magistrado puede y deber ser un conocedor excelso del
articulado legal, pero ello no evita que, en tanto individuo particular, su trayectoria vital e
intelectual pueda ser una traba para comprender correctamente las situaciones que debe
juzgar. Entre los orígenes de esa limitación, como no, puede estar la construcción de
género que ese juez en concreto haya naturalizado, con todas sus implicaciones para la
comprensión de las relaciones entre hombres y mujeres.

Que ante los hechos probados sobre la agresión de “la manada”, un juez priorice la
ausencia de resistencia por parte de la víctima como evidencia empírica de que no hubo
coacción violenta, revela una incapacidad epistémica difícilmente compatible con su buen
juicio. Significa, para empezar, que ese juez comprende como “acto violento” solo aquel en
el que la agresión causa efectivamente una dolor como rastros físicos; significa que ese
juez consideraría un moratón muestra de violencia física, pero no la invasión forzada del
órgano sexual de una mujer, como si el coño fuese una excepción a la integridad física de
un cuerpo femenino; significa que ese juez no se paró a pensar que lo que busca un
violador no es el golpe y el dolor, sino la penetración no consentida, por lo que la violencia
es solo un medio del que puede prescindir sin dejar de ser violador; significa que decidió no
interpretar la superioridad numérica y física de cinco hombres sobre una mujer joven como
un contexto coactivo; significa que para ese juez la dignidad de víctima depende del
comportamiento de la mujer ante la agresión y no del acto en sí ni de la intención dolosa del
agresor. Y significa, además, que es ciego ante una realidad permanente, pero hoy por fin
manifiesta, como es el machismo estructural. Como si en medio de una epidemia un médico
no incrementara sus precauciones ante un caso sintomático, como si en una guerra civil se
juzgara como un caso aislado una agresión entre miembros de etnias o grupos identitarios
distintos.

Un actitud epistémicamete humilde ante una situación dilemática es la del que reconoce que
no tiene todas las herramientas para comprenderla y valorarla. Su contrario, la soberbia,
sería la del que piensa que su percepción particular de las cosas es por sí misma válida y
puede imponerse a todos los demás. La cuestión aquí ya no es que el juez Ricardo
González debería haber sido humilde, sino que dependamos de la virtud y la buena
voluntad personales de los jueces para que la justicia se dicte en conformidad a la
evidencia. Una inmensa mayoría de psicólogos, sociólogos, antropólogos o cualquier
estudioso de la conducta social habrían identificado como violenta y coactiva la situación. Y,
sobre todo, una inmensa mayoría de mujeres habrían testificado sobre el miedo, la presión
coactiva o la agresión efectiva que han experimentado en situaciones análogas.

Esos testimonios y esos esquemas interpretativos pueden concurrir en un juicio a través de


la consulta a expertos o colectivos especializados. Que un juez tenga la autoridad para
ignorarlos, por incapacidad o por omisión voluntaria, hace que la aplicación de justicia sea
vulnerable al capricho y al azar. La justicia efectiva no puede depender de que a una mujer
objetivamente violada “le toque” un tribunal conservador. La sentencia de Pamplona nos
tiene que llevar a reflexionar sobre la necesidad de un sistema judicial más colegiado, en el
que la necesaria autoridad de los jueces no sea incompatible con una compensación
externa de sus limitaciones epistémicas o de sus excesos ideológicos. Y nos debe llevar a
reflexionar sobre la necesidad de que los tribunales sean compuestos por criterios de
pluralidad de género, ideología, incluso de edad y percepción generacional. Aprobar una
oposición no eleva a las personas que se esconden tras las togas a un estatuto de divina
neutralidad. A la espera y con la esperanza de que el Tribunal Supremo enmiende la
sentencia, bien haríamos en pensar seriamente cómo mejorar el sistema judicial para que la
justicia no dependa de las personas que la aplican.

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